ElAcordeón 10 de abril 2022

Page 1

2

¿

Qué podían hacer conmigo? ¿Qué debían hacer conmigo? Ambas preguntas eran una y la misma. Las posibilidades, limitadas. La familia las debatía todas, sombría y exhaustivamente, sentados a la mesa de la cocina por las noches, con los postigos cerrados, mientras comían sus salchichas secas y correosas y su sopa de patata.

En mis fases de lucidez, me sentaba con ellos y participaba como podía en la conversación mientras rebuscaba los pedazos de patata en mi cuenco. Si no, me recluía en el rincón más oscuro, maullaba para mis adentros y escuchaba aquel abejorreo en mi cabeza que nadie más oía. —Con lo preciosa que era de chiquitina —decía mi madre—. No tenía nada malo. Le entristecía haber traído al mundo a una cosa como yo: era como un reproche, como un castigo. ¿Qué había hecho ella mal? —Será una maldición —decía mi abuela, tan seca y correosa como las salchichas, aunque eso en ella era natural dada su edad. —Con lo bien que estuvo tanto tiempo… —decía mi padre—. Fue después de que pillara el sarampión aquel, a los siete años. Después de eso. —¿Y quién iba a echarnos una maldición? —preguntaba mi madre. Mi abuela fruncía el entrecejo. A ella se le ocurría una larga lista de candidatos. Pero aun así, no era capaz de señalar a ninguno. La nuestra siempre había sido una familia respetada, incluso apreciada, en cierto modo. Y seguía siéndolo. Y seguiría

Guatemala, domingo |

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

Lusus Naturae POR | MARGARET ATWOOD siéndolo, si podía hacerse algo conmigo. Antes de que lo mío saliera en la colada, por así decirlo. —Según el médico es una enfermedad —decía mi padre. Mi padre se tenía por un hombre racional. Leía los periódicos. Fue él quien insistió en que aprendiera a leer, y había persistido en el empeño, pese a todo. Sin embargo, ya no me acurrucaba en sus brazos. Hacía que me sentara al otro lado de la mesa y, aunque esa distancia obligada me entristecía, era de entender. —Entonces ¿por qué no nos dio ninguna medicina? —replicaba mi madre. Mi abuela bufaba con sorna. Ella tenía sus propios remedios, entre los que se incluían bejines y brebajes. Una vez me sumergió la cabeza en el barreño en que se remojaba la ropa sucia sin dejar de rezar mientras lo hacía. Fue para expulsar el demonio que estaba convencida de que me había entrado volando por la boca y se me había instalado cerca del esternón. Mi madre decía que, en el fondo, lo hizo con la mejor de las intenciones. “Denle pan —había sugerido el doctor—. Le conviene comer mucho pan. Pan y patatas. Y beber sangre. Sangre de

pollo mismo, o de ternera. Pero no la dejen que se exceda”. Nos dijo cómo se llamaba la enfermedad, un nombre con pes y erres que no habíamos oído nunca. Solo había visto un caso como el mío en una ocasión, nos contó mientras me exploraba los ojos amarillentos, los dientes rosáceos, las uñas rojas, la pelambrera oscura que había empezado a brotarme por el pecho y los brazos. Quiso llevarme a la capital, para que me vieran otros médicos, pero mi familia se negó. —La niña es un lusus naturae —dijo el doctor. —¿Y eso qué quiere decir? —preguntó mi abuela. —Un capricho de la naturaleza —contestó él. Era forastero: habíamos recurrido a él porque nuestro médico habría hecho correr la voz—. Es una expresión latina. Viene a decir que es un monstruo. —El médico pensaba que yo no lo oía, porque estaba maullando—. Nadie tiene la culpa — añadió. —La niña es un ser humano —replicó mi padre y le pagó un buen montón de dinero para que se marchara a su tierra y nunca más volviera. —¿Por qué nos ha mandado esto Dios?

—dijo mi madre. —Maldición o enfermedad, da lo mismo —dijo mi hermana mayor—. Sea lo que sea, como se descubra nadie querrá casarse conmigo. Asentí con la cabeza: mi hermana tenía razón. Ella era una chica bonita, y nosotros no éramos pobres, éramos casi señoritos. Sin mí tendría el camino despejado. Durante el día, me pasaba el tiempo encerrada dentro de mi habitación en penumbra: lo mío empezaba a resultar alarmante. A mí no me importaba, porque no soportaba la luz del sol. De noche, insomne, vagaba por la casa, escuchando los ronquidos de los demás, sus gañidos de pesadilla. El gato me hacía compañía. Era el único ser vivo que quería acercárseme. Yo olía a sangre, a sangre reseca: tal vez por eso el gato me seguía a todas partes, por eso se me subía a la falda y me daba lametazos. A los vecinos les habían contado que padecía una enfermedad consuntiva, unas fiebres, un delirio. Ellos me mandaban huevos y coles; acudían de vez en cuando a visitarme, para enterarse de algo, pero no tenían muchas ganas de verme: fuera lo que fuese podía ser contagioso. Se decidió que lo mejor sería que muriera. Así no supondría un estorbo para mi hermana, no pendería sobre ella como un sino fatal. “Mejor una feliz que dos desgraciadas”, dijo mi abuela, a quien le había dado por colgar ristras de ajos en el marco de mi puerta. Yo me avine al plan, quería ser de ayuda.


Guatemala, domingo |

Al cura se le sobornó, aunque apelamos también a su compasión. A todo el mundo le gusta pensar que hace el bien a la vez que se embolsa un buen dinero, y nuestro párroco no era una excepción. Me dijo que Dios me había escogido porque era una niña especial, como una especie de novia, podría decirse. Me dijo que estaba llamada al sacrificio. Que el sufrimiento purificaría mi alma. Y que era una chica afortunada, porque me mantendría inocente toda la vida, ningún hombre desearía corromperme, y luego iría directa al cielo. Les dijo a los vecinos que había muerto como una santa. Me exhibieron dentro de un ataúd muy profundo en una habitación muy oscura, con un vestido blanco con mucho tul blanco por encima, un atuendo propio de una virgen y útil para ocultar mi pelambrera. Allí yací durante dos días, aunque de noche me dejaban salir, claro. Cuando entraba alguien, contenía la respiración. Se movían de puntillas, hablaban entre susurros, sin acercarse mucho, todavía tenían miedo de mi enfermedad. A mi madre le decían que su hija parecía talmente un ángel. Ella se sentaba en la cocina y lloraba como si yo hubiera muerto de verdad; incluso mi hermana consiguió aparentar tristeza. Mi padre vistió su traje negro. Mi abuela hizo pasteles. Todos se pusieron las botas. Al tercer día, llenaron el ataúd de paja húmeda, lo llevaron al cementerio en una carreta y lo enterraron, con responsos y una lápida sencilla, y tres meses más tarde mi hermana contrajo matrimonio. Llegó a la iglesia montada en coche de caballos, la primera que lo hacía en la familia. Mi féretro fue un peldaño en su escalada. Una vez muerta, contaba con más libertad. Nadie salvo mi madre podía entrar en mi habitación, mi antigua habitación, como la llamaban. A los vecinos les dijeron que querían preservarla como un santuario a mi memoria. Colgaron una fotografía mía en la puerta, una tomada cuando aún parecía un ser humano. Aunque yo no sabía qué aspecto tenía ya, porque siempre evitaba los espejos. En la penumbra leía a Pushkin, a Lord Byron y la poesía de John Keats. Aprendía sobre amores malogrados, sobre el despecho y la dulzura de la muerte. Y encontraba consuelo en esos pensamientos. Mi madre me traía el pan, las patatas y la taza de sangre de costumbre, y se llevaba el orinal. En otro tiempo solía cepillarme el pelo, cuando aún no se me caía a puñados, y tenía la costumbre de abrazarse a mí y sollozar, pero todo eso ya había quedado atrás. Ahora entraba y salía tan rápido como podía. Por mucho que intentara ocultarlo, yo era un incordio para ella, naturalmente. Uno puede compadecerse de alguien solo hasta cierto punto, luego llegas a sentir que su desgracia es un acto de maldad dirigido contra ti. De noche podía campar a mis anchas por la casa, y luego camparía por el jardín, y más adelante por el bosque. Ya no tenía que preocuparme de si era un estorbo para los demás o para su futuro. En cuanto a mí, el futuro no existía. Solo el presente, un presente que iba cambiando, o así me lo parecía, al ritmo de la luna. De no ser por los ataques, por las horas de dolor, y por aquel abejorreo incomprensible en mi cabeza, podría haber dicho que era feliz.

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

Primero murió mi abuela, después mi padre. El gato se hizo mayor. Mi madre cada vez estaba más desesperada. —Mi pobre niñita —decía, aunque ya no era lo que se dice una niña—. ¿Quién cuidará de ti cuando yo no esté? Esa pregunta solo tenía una respuesta: tendría que hacerlo yo. Empecé a explorar los límites de mi poder. Descubrí que tenía mucho más cuando no se me veía que cuando se me veía, y sobre todo cuando se me veía solo a medias. Una vez asusté a dos niños en el bosque, a cosa hecha: les mostré los dientes rosáceos, el rostro peludo, las uñas rojas, les maullé, y echaron a correr dando voces. La gente no tardó en evitar aquella parte del bosque. Me asomé a una ventana una noche y le provoqué un ataque de histeria a una joven. “¡Una cosa! ¡He visto una cosa!”, gritaba entre sollozos. O sea, que yo era una cosa. Lo estuve meditando: ¿en qué sentido una cosa no es una persona? Un forastero presentó una oferta por nuestra granja. Mi madre quería vender e irse a vivir con mi hermana, el señorito de su marido y sus saludables y cada vez más numerosos hijos, a quienes acababan de retratar; ya no era capaz de sacar la granja adelante ella sola, pero ¿cómo iba a dejarme? —Véndela —le dije. Mi voz ya era una especie de gruñido—. Desocuparé la habitación. Sé de un sitio donde instalarme. La pobre mujer me lo agradeció. Me tenía apego, como se le tiene a un padrastro en la uña, a una verruga: era carne de su carne. Pero se alegró de librarse de mí. Había cumplido su deber con creces. Mientras recogían y vendían los muebles yo pasaba el día en un almiar. Me bastaba con él, pero en invierno no serviría. Cuando los nuevos inquilinos se hubieron instalado, no fue difícil deshacerse de ellos. Yo conocía la casa mejor que ellos, sus entradas, sus salidas. Podía moverme por ella a oscuras. Pasé a

ser un espectro, y luego otro; fui una mano de uñas rojas que acariciaba un rostro a la luz de la luna; fui el ruido de un gozne oxidado que hice sin querer. Salieron de allí a escape, y dijeron de nuestra granja que estaba encantada. Entonces fue toda para mí. Me alimentaba de las patatas que robaba escarbando en los huertos al caer la noche, de los huevos que sisaba de los corrales. De vez en cuando me llevaba alguna gallina, y lo primero que hacía era beberme su sangre. Había perros guardianes, pero aunque me aullaban, nunca me atacaban: no sabían a qué se enfrentaban. Un día, en casa, probé a mirarme en un espejo. Dicen que los muertos no ven su reflejo, y era verdad; no me veía. Veía algo, pero algo que no era yo: no guardaba ningún parecido con la niña buena y bonita que me sabía en el fondo. Pero ahora las cosas han llegado a su fin. Me he hecho demasiado visible. Así fue como ocurrió. Estaba un día recogiendo moras al atardecer, donde el prado linda con la arboleda, cuando vi a dos personas que se acercaban, desde direcciones opuestas. Un muchacho y una muchacha. Él mejor vestido que ella. Calzado también. Los dos se comportaban con un aire furtivo. Yo conocía ese aire —esas ojeadas por encima del hombro, esas paradas y esos arranques repentinos— porque yo misma era inusualmente furtiva. Me agazapé entre las zarzas para espiarlos. Se agarraron el uno al otro, se entrelazaron y se dejaron caer al suelo. De ellos brotaban maullidos, gruñidos, grititos. Quizá estuvieran sufriendo un ataque, los dos a la vez. Quizá fueran —¡ay, por fin!— seres como yo. Me acerqué con mucho sigilo para verlos mejor. No tenían el mismo aspecto que yo —no tenían pelo, por ejemplo, salvo en la cabeza, lo que pude apreciar porque se habían quitado casi toda la ropa—; por otra parte, yo había tardado un tiempo en convertirme en lo que era. Estarán en las

3

fases preliminares, pensé. Saben que están cambiando, se han buscado el uno al otro para hacerse compañía y para compartir sus ataques. Parecían obtener placer de aquellas sacudidas, pese a que de vez en cuando se mordían. Entendía a la perfección que llegaran a eso. ¡Qué consuelo encontraría yo si pudiera participar con ellos de ese placer! Con el correr de los años, la soledad me había endurecido; de pronto sentí que ese caparazón se reblandecía. Aun así, no tuve valor para abordarlos. Una noche el muchacho se quedó dormido. Ella lo tapó con la camisa que había dejado a un lado y le dio un beso en la frente. Luego se alejó sin hacer ruido. Yo me aparté de las zarzas y me encaminé con sigilo hacia él. Allí lo tenía, dormido en un óvalo de hierba aplastada, como tendido en una bandeja. Lamento decir que perdí los estribos. Le eché las zarpas rojas encima. Le mordí en el cuello. ¿Era deseo o hambre? ¿Cómo iba a saber yo la diferencia? El muchacho despertó, me vio los dientes rosáceos, los ojos amarillentos; vio el revoloteo de mi vestido negro; vio cómo huía. Y hacia dónde huía. Aquel muchacho se lo contó al resto del pueblo, y todos empezaron a elucubrar. Desenterraron mi ataúd y, al encontrarlo vacío, temieron lo peor. Ahora mismo vienen todos hacia esta casa, está anocheciendo; portan largas estacas, antorchas. Mi hermana va entre ellos, y su marido, y el muchacho al que besé. Yo pretendía que fuera un beso. ¿Qué puedo decirles, qué explicación puedo dar? Cuando se buscan demonios siempre habrá alguien que satisfaga el papel, y a fin de cuentas da lo mismo entregarse que rendirse. “Soy un ser humano”, podría aducir. Pero ¿qué pruebas tengo de ello? “¡Soy un lusus naturae! ¡Llévenme a la capital! ¡Deberían estudiarme!”. No serviría de nada. Me temo que al gato no le espera nada bueno. Lo que me hagan a mí, se lo harán también a él. Soy una persona de temperamento indulgente, sé que en el fondo lo hacen con la mejor intención. Me he puesto el vestido blanco del entierro, con mi velo blanco, como corresponde a una virgen. Hay que estar a la altura de la ocasión. Oigo el abejorreo en mi cabeza cada vez más fuerte: ha llegado la hora de levantar el vuelo. Caeré del tejado en llamas como un cometa, arderé como una hoguera. Tendrán que pronunciar muchos conjuros sobre mis cenizas para cerciorarse de que esta vez estoy muerta de verdad. Andando el tiempo me convertiré en una santa invertida; los huesos de mis dedos se venderán como talismanes siniestros. Seré una leyenda, para entonces. A lo mejor en el cielo pareceré un ángel. O tal vez los ángeles se parezcan a mí. Si así fuera, ¡qué sorpresa para los demás! Ya tengo algo con lo que ilusionarme.

Margaret Atwood (1939). Escritora canadiense, considerada una de las principales figuras de las letras en la actualidad. Inició su carrera literaria componiendo poesía, para luego comenzar a escribir relatos, campo en el que se ha convertido en una verdadera maestra. Su obra más conocida es “El cuento de la criada” (1985), novela distópica adaptada al cine y a la televisión. El relato que publicamos hace parte de “Nueve cuentos malvados”, de reciente publicación.


4

M

argie lo anotó esa noche en el diario. En la página del 17 de mayo de 2157 escribió: “¡Hoy Tommy ha encontrado un libro de verdad!”. Era un libro muy viejo. El abuelo de Margie contó una vez que, cuando él era pequeño, su abuelo le había contado que hubo una época en que los cuentos siempre estaban impresos en papel. Uno pasaba las páginas, que eran amarillas y se arrugaban, y era divertidísimo ver que las palabras se quedaban quietas en vez de desplazarse por la pantalla. Y, cuando volvías a la página anterior, contenía las mismas palabras que cuando la leías por primera vez. —Caray —dijo Tommy—, qué desperdicio. Supongo que cuando terminas el libro lo tiras. Nuestra pantalla de televisión habrá mostrado un millón de libros y sirve para muchos más. Yo nunca la tiraría. —Lo mismo digo —contestó Margie. Tenía once años y no había visto tantos telelibros como Tommy. Él tenía trece—. ¿En dónde lo encontraste? —En mi casa —Tommy señaló sin mirar, porque estaba ocupado leyendo—. En el ático. —¿De qué trata? —De la escuela. —¿De la escuela? ¿Qué se puede escribir sobre la escuela? Odio la escuela. Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El maestro automático le había hecho un examen de geografía tras otro y los resultados eran cada vez peores. La madre de Margie había sacudido tristemente la cabeza y había llamado al inspector del condado. Era un hombrecillo regordete y de rostro rubicundo, que llevaba una caja de herramientas con perillas y cables. Le sonrió a Margie y le dio una manzana; luego, desmanteló al maestro. Margie esperaba que no supiera ensamblarlo de nuevo, pero sí sabía y, al cabo de una hora, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con una enorme pantalla en donde se mostraban las lecciones y aparecían las preguntas. Eso no era tan malo. Lo que más odiaba Margie era la ranura por donde debía insertar las tareas y las pruebas. Siempre tenía que redactarlas en un código que le hicieron aprender a los seis años, y el maestro automático calculaba la calificación en un santiamén. El inspector sonrió al terminar y acarició la cabeza de Margie. —No es culpa de la niña, señora Jones —le dijo a la madre—. Creo que el sector de geografía estaba demasiado acelerado. A veces ocurre. Lo he sintonizado en un nivel adecuado para los diez años de edad. Pero el patrón general de progresos es muy satisfactorio. —Y acarició de nuevo la cabeza de Margie. Margie estaba desilusionada. Había abrigado la esperanza de que se llevaran al maestro. Una vez, se llevaron el maestro de Tommy durante todo un mes porque el sector de historia se había borrado por completo. Así que le dijo a Tommy: —¿Quién querría escribir sobre la escuela? Tommy la miró con aire de superioridad.

Guatemala, domingo |

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

Cuánto se divertían POR | ISAAC ASIMOV

—Porque no es una escuela como la nuestra, tontuela. Es una escuela como la de hace cientos de años —y añadió altivo, pronunciando la palabra muy lentamente—: siglos. Margie se sintió dolida. —Bueno, yo no sé qué escuela tenían hace tanto tiempo. —Leyó el libro por encima del hombro de Tommy y añadió—: De cualquier modo, tenían maestro. —Claro que tenían maestro, pero no era un maestro normal. Era un hombre. —¿Un hombre? ¿Cómo puede un hombre ser maestro? —Él les explicaba las cosas a los chicos, les daba tareas y les hacía preguntas. —Un hombre no es lo bastante listo. —Claro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro. —No es posible. Un hombre no puede saber tanto como un maestro. —Te apuesto a que sabe casi lo mismo. Margie no estaba dispuesta a discutir sobre eso. —Yo no querría que un hombre extraño viniera a casa a enseñarme. Tommy soltó una carcajada. — Qué ignorante eres, Margie. Los maestros no vivían en la casa. Tenían un edificio especial y todos los chicos iban allí. —¿Y todos aprendían lo mismo?

—Claro, siempre que tuvieran la misma edad. —Pero mi madre dice que a un maestro hay que sintonizarlo para adaptarlo a la edad de cada niño al que enseña y que cada chico debe recibir una enseñanza distinta. —Pues antes no era así. Si no te gusta, no tienes por qué leer el libro. —No he dicho que no me gustara —se apresuró a decir Margie. Quería leer todo eso de las extrañas escuelas. Aún no habían terminado cuando la madre de Margie llamó: —¡Margie! ¡Escuela! Margie alzó la vista. —Todavía no, mamá. —¡Ahora! —chilló la señora Jones—. Y también debe de ser la hora de Tommy. —¿Puedo seguir leyendo el libro contigo después de la escuela? —le preguntó Margie a Tommy. —Tal vez —dijo él con petulancia, y se alejó silbando, con el libro viejo y polvoriento debajo del brazo. Margie entró en el aula. Estaba al lado del dormitorio, y el maestro automático se hallaba encendido ya y esperando. Siempre se encendía a la misma hora todos los días, excepto sábados y domingos, porque su madre decía que las niñas aprendían mejor si estudiaban con un horario regular. La pantalla estaba iluminada.

—La lección de aritmética de hoy —habló el maestro— se refiere a la suma de quebrados propios. Por favor, inserta la tarea de ayer en la ranura adecuada. Margie obedeció, con un suspiro. Estaba pensando en las viejas escuelas que había cuando el abuelo del abuelo era un chiquillo. Asistían todos los chicos del vecindario, se reían y gritaban en el patio, se sentaban juntos en el aula, regresaban a casa juntos al final del día. Aprendían las mismas cosas, así que podían ayudarse a hacer los deberes y hablar de ellos. Y los maestros eran personas… La pantalla del maestro automático centelleó. —Cuando sumamos las fracciones ½ y ¼… Margie pensaba que los niños debían de adorar la escuela en los viejos tiempos. Pensaba en cuánto se divertían. Isaac Asimov (1920-1992). Escritor estadounidense de origen ruso que destacó especialmente en el género de la ciencia ficción y la divulgación científica. En vida publicó más de 500 textos. Su obra futurista ha gozado de gran popularidad por el sabio equilibrio que consigue entre el estilo, la imaginación literaria y el mundo tecnológico y científico.


Guatemala, domingo |

U

n mediodía, el eco proyectó un grito que parecía proceder de una profundidad tenebrosa. La queja estridente de un cuerpo desgarrándose de forma atroz. Un aullido, prolongado, que obligó a muchos a correr hacia la casa de la señora Adliya. Estrépito de invocaciones y ajetreo de gente yendo y viniendo en medio de una enorme confusión. El grito, en cualquier caso, fue perdiendo intensidad y, al cabo, se apagó. Todo volvió al silencio y la calma habituales en esa hora, antes de que un nuevo grito confirmara que todo había terminado. Los detalles del suceso no tardaron en ser del dominio público: Kámila, la hermosa joven que había sido repudiada al alba de ese mismo día, se había embadurnado de queroseno y se había prendido fuego. Umm Ulwán, la vecina más cercana a la señora Adliya, tía de la hermosa suicida, dijo: —¡Dios maldiga al demonio, lo que han tenido que ver mis ojos! ¡Es increíble! ¡Kámila se ha quemado viva! Una linda y cándida niña que no ha dejado de cumplir sus preceptos religiosos desde que tenía diez años… Una novia que apenas llevaba unos meses desposada… ¡Nadie tenía tanto derecho a la vida como tú, Kámila! La señora Adliya, tía materna de la difunta, se secó las lágrimas y tomó el relevo: —Tu grito se me ha clavado en el corazón, lo mismo que ese rostro contraído deformado por las llamas… Dios te resarza y castigue a ese malnacido cruel de Zayd al-Faqi y su corazón de piedra. ¿Qué te había hecho esta bendita para que la destrozaras así? ¿Por qué tuviste que repudiarla? ¿Qué mal te había hecho?… Espera, que Dios te dará lo que te mereces, Zayd. Estas palabras pronto hubieron de llegar a oídos del señor Zayd al-Faqi. No hizo comentario alguno. La verdad es que la noticia del suicidio le había descarnado

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

El grito POR | NAGUIB MAHFUZ el corazón y dejado su mente en blanco. Durante unos instantes, sintió una angustia enorme y un deseo apremiante de no seguir vivo. Pero consiguió sacudirse sus pesares y remordimientos a fuerza de preguntas: —¿Qué podía haber hecho yo, después de saber lo que sé y todo el mundo sabe? Lo que todo el mundo sabía es que la madre de su mujer regentaba un burdel en los suburbios y que, en contra de lo que decía la señora Adliya, ni se había casado con un marroquí ni se había largado del país. Lo único cierto es que había dejado a Kámila, una niña entonces, al cuidado de su hermana. —Mis familiares —seguía buscando argumentos para defenderse— estaban escandalizados y se preguntaban si eran ciertas todas aquellas historias… Los amigos me previnieron: mi reputación de comerciante honrado estaba en juego y, con ella, el buen curso de mis negocios. Yo preguntaba a cualquiera que tuviera algo que ver con la familia de ella, pero nadie reconocía saber nada. La señora Adliya me dijo: “Somos gente honorable y jamás te habríamos ocultado la verdad”. Kámila también lo negaba. Parecía aturdida, al borde del colapso. “¡No me lo puedo creer —gritaba—, mi madre es honesta, pongo a Dios por testigo, así condene a los calumniadores!”. “¡Qué otra cosa podría haber hecho —seguía preguntándose a sí mismo—, a ver! Mi madre me convenció, me dijo que nos habían engañado, que lo único que que-

rían era mi dinero, que debía proteger mi buen nombre y el de la familia… Me enfurecí tanto, como un potro desbocado, que la repudié, a mi esposa… Y ahora se quita la vida… Ya no hay duda: la pobre no sabía nada de las malas artes de la madre… Nada de esta truculenta historia se habría sabido si no llega a ser por el honorable profesor Husayn Abu al-Makárim… Que Dios nos juzgue por nuestras obras. Sí, Abu al-Makárim, maestro de lengua árabe, esparció la noticia por los confines del barrio y trató con especial ahínco de que llegara a oídos del marido, Zayd al-Faqi, que vivía en la inopia. No tomó la decisión de forma precipitada, ni mucho menos. Hubo de por medio un largo y encarnizado debate entre su alma y su conciencia. Cabe pensar que el hombre se dejó llevar por sus principios y la idea de lo que es justo y conveniente cuando tomó su decisión final. Esto es, que se fio a sus códigos morales y éticos más que a los impulsos de su corazón y la efervescencia de sus sentimientos. La noticia del suicidio, sin embargo, le causó una conmoción inmediata, volteándolo hasta dejarlo suspendido en el abismo. Sintió pánico, hostigado y acorralado por una insondable angustia. Se decía: solo la desesperación más profunda puede hacer que alguien se queme un rostro tan hermoso. El maestro Abu al-Makárim estaba confuso y turbado. Necesitaba recuperar todos sus recuerdos y alinearlos frente a la revista de su memoria. Así, volvió a verla, el día en que la conoció, cuando ella visitó en

5

compañía de su tía a Umm Hanafi, la dueña de la casa en cuyo segundo piso residía él. Umm Hanafi se percató de cómo se le había iluminado el rostro al ver a la chica. Parecía un hombre cándido e ingenuo. —¿Te gusta Kámila? —le preguntó un día. —Es un ángel virginal —apuntó el maestro entre risas. —Qué suerte —prosiguió la mujer— poder juntar a dos personas decentes en un vínculo sagrado. Pero él le dijo que prefería esperar. Hasta que estuviera en disposición de pedir la mano de la chica. Al cabo de un tiempo, Umm Hanafi fue a ver a la señora Adliya, la tía de Kámila, y, en su nombre, tanteó el terreno para una posible boda. Parecía que las cosas iban por los cauces correctos. En este punto recordó a quienes le urgieron a informarse bien sobre las credenciales de la prometida y su entorno familiar, razón que le llevó a demorar la firma del contrato matrimonial. Durante aquel periodo de espera, el reputado comerciante Zayd al-Faqi se presentó ante la señora Adliya e hizo gala de sus ingentes recursos para asegurarle a su sobrina una vida desahogada. Y, como quiera que el maestro seguía sin decidirse a dar el paso definitivo y concretar la petición en un acuerdo formal, a Kámila la terminaron desposando con Zayd al-Faqi. El profesor Abu al-Makárim quedó sumido en la desolación más profunda; era como si el mundo se le hubiera venido encima. Aquello supuso un golpe terrible, una humillación insoportable para su reputación y su concepción tradicional de lo que debían ser las cosas. —Me han vendido como a un perro, como si no tuviera ningún valor —le dijo a Umm Hanafi con evidente frustración y rencor. —Se ha retrasado usted más de lo debido —trató de consolarlo ella—, al final todo tiene su momento y sus normas… Poco después vino a verlo el supervisor de los conserjes de la escuela con la noticia, impactante, de las actividades de la madre de Kámila. Por un lado, sintió repulsión, y trató de apartar la idea de su mente; pero, por otro, reflexionando sobre las implicaciones morales del asunto, se decía a sí mismo: “La verdad tiene que salir a la luz; es una cuestión de ética”. El resto ya lo conocemos, y que pasó lo que pasó, también. El suceso, en definitiva, causó una profunda impresión en Abu al-Makárim. Ojalá, se decía, pudiera huir, desaparecer de allí, pero ¿adónde? Toda vez que intentaba escapar del infierno de su conciencia volvía a caer en el infierno… de su propia conciencia. Lo único que mitigaba su dolor era imitar el aullido rasgado y estremecedor que, cierto mediodía, hendió la garganta de una hermosa y cándida joven. Umm Hanafi solía afirmar que el ya entrado en años maestro de escuela había enloquecido mucho antes de que la gente del barrio se percatara de sus desvaríos.

Naguib Mahfuz (1911-2006). Narrador, columnista, dramaturgo y guionista de cine egipcio. En 1988 recibió el Premio Nobel de Literatura. Está considerado como uno de los primeros escritores contemporáneos de la literatura árabe.


6

E

ra tarde y todos habían salido del café con excepción de un anciano que estaba sentado a la sombra que hacían las hojas del árbol, iluminado por la luz eléctrica. De día, la calle estaba polvorienta, pero por la noche el rocío asentaba el polvo y al viejo le gustaba sentarse allí, tarde, porque aunque era sordo y por la noche reinaba la quietud, él notaba la diferencia. Los dos camareros del café notaban que el anciano estaba un poco ebrio, y, aunque era un buen cliente, sabían que si tomaba demasiado se iría sin pagar, de modo que lo vigilaban. —La semana pasada trató de suicidarse —dijo uno de ellos. —¿Por qué? —Estaba desesperado. —¿Por qué? —Por nada. —¿Cómo sabes que era por nada? —Porque tiene muchísimo dinero. Estaban sentados uno al lado del otro en una mesa próxima a la pared, cerca de la puerta del café y miraban hacia la terraza, donde las mesas estaban vacías, excepto la del viejo sentado a la sombra de las hojas, que el viento movía ligeramente. Una muchacha y un soldado pasaron por la calle. La luz del farol brilló sobre el número de cobre que llevaba el hombre en el cuello de la chaqueta. La muchacha iba descubierta y caminaba apresuradamente a su lado. —Los guardias civiles lo recogerán —dijo uno de los camareros. —¿Y qué importa si consigue lo que busca? —Sería mejor que se fuera ahora. Los

Guatemala, domingo |

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

Un lugar limpio y bien iluminado POR | ERNEST HEMINGWAY guardias han pasado hace cinco minutos y volverán. El viejo sentado a la sombra golpeó con el vaso en el platillo que tenía a su lado y el camarero joven al oírle se le acercó. —¿Qué desea usted? El viejo lo miró. —Otro coñac —dijo. —Se emborrachará usted —dijo el camarero. El viejo lo miró. El camarero se fue. —Se quedará toda la noche —dijo a su colega—. Tengo sueño y nunca puedo irme a la cama antes de las tres de la mañana. Debería haberse suicidado la semana pasada. El camarero tomó la botella de coñac y otro platillo del mostrador que se hallaba en la parte interior del café y se encaminó a la mesa del viejo. Puso el platillo sobre la mesa y llenó la copa de coñac. —Debía haberse suicidado usted la semana pasada —dijo al viejo sordo. El anciano

hizo un movimiento con el dedo. —Un poco más —murmuró. El camarero terminó de llenar la copa hasta que el coñac desbordó y se deslizó por el pie de la copa hasta llegar al primer platillo. —Gracias —dijo el viejo. El camarero volvió con la botella al interior del café y se sentó nuevamente a la mesa con su colega. —Ya está borracho —dijo. —Se emborracha todas las noches. —¿Por qué quería suicidarse? —¿Cómo puedo saberlo? —¿Cómo lo hizo? —Se colgó de una cuerda. —¿Quién lo bajó? —Su sobrina. —¿Por qué lo hizo? —Por temor de que se condenara su alma. —¿Cuánto dinero tiene?

—Muchísimo. —Debe tener ochenta años. —Sí, yo también diría que tiene ochenta. —Me gustaría que se fuera a su casa. Nunca puedo acostarme antes de las tres. ¿Qué hora es esa para irse a la cama? —Se queda porque le gusta. —Él está solo. Yo no. Tengo una mujer que me espera en la cama. —Él también tuvo una mujer. —Ahora, una mujer no le serviría de nada. —No puedes asegurarlo. Podría estar mejor, si tuviera una mujer. —Su sobrina lo cuida. —Lo sé. Tú dijiste que le había cortado la soga. —No me gustaría ser tan viejo. Un viejo es una cosa asquerosa. —No siempre. Este hombre es limpio. Bebe sin derramarse el líquido encima. Aun ahora que está borracho, míralo. —No quiero mirarlo. Quisiera que se fuera a su casa. No tiene ninguna consideración con los que trabajan. El viejo miró desde su copa hacia la calle y luego a los camareros. —Otro coñac —dijo, señalando su copa. Se le acercó el camarero que tenía prisa por irse. —¡Terminó! —dijo, hablando con esa omisión de la sintaxis que la gente estúpida emplea al hablar con los beodos o los extranjeros—. No más esta noche. Cerramos. —Otro —dijo el viejo. —¡No! ¡Terminó! —Limpió el borde de la mesa con su servilleta y meneó la cabeza. El viejo se puso de pie, contó lentamente


Guatemala, domingo |

los platillos, sacó del bolsillo un billetero de cuero y pagó las bebidas, dejando una moneda de propina. El camarero lo miraba mientras salía a la calle. El viejo caminaba un poco tambaleante, aunque con dignidad. —¿Por qué no lo dejaste que se quedara a beber? —preguntó el camarero que no tenía prisa. Estaban bajando las puertas metálicas—. Todavía no son las dos y media. —Quiero irme a casa. —¿Qué es una hora? —Mucho más para mí que para él. —Una hora no tiene importancia. —Hablas como un viejo. Bien puede comprar una botella y bebérsela en su casa. —No es lo mismo. —No; no lo es —admitió el camarero que tenía esposa—. No quería ser injusto. Solo tenía prisa. —¿Y tú? ¿No tienes miedo de llegar a tu casa antes de la hora de costumbre? —¿Estás tratando de insultarme? —No, hombre, solo quería hacerte una broma. —No —el camarero que tenía prisa se irguió después de haber asegurado la puerta metálica—. Tengo confianza. Soy todo confianza. —Tienes juventud, confianza y un trabajo —dijo el camarero de más edad—. Lo tienes todo. —¿Y a ti, qué te falta? —Todo; menos el trabajo. —Tienes todo lo que tengo yo. —No. Nunca he tenido confianza y ya no soy joven. —Vamos. Deja de decir tonterías y cierra. —Soy de aquellos a quienes les gusta quedarse hasta tarde en el café —dijo el camarero de más edad—, con todos aquellos que no desean irse a la cama; con todos los que necesitan luz por la noche. —Yo quiero irme a casa y a la cama. —Somos muy diferentes —dijo el camarero de más edad. Se estaba vistiendo para irse a su casa—. No es solo una cuestión de juventud y confianza, aunque esas cosas son muy hermosas. Todas las noches me resisto a cerrar porque puede haber alguien que necesite el café. —¡Hombre! Hay bodegones que están abiertos toda la noche. —Tú no entiendes. Este es un café limpio y agradable. Está bien iluminado. La luz es muy buena y también, ahora, las hojas hacen sombra. —Buenas noches —dijo el camarero más joven. —Buenas noches —dijo el otro. Ernest Hemingway (1899-1961). Escritor y periodista estadounidense, uno de los principales novelistas y cuentistas del siglo XX. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1954. Su estilo sobrio tuvo una gran influencia sobre la ficción contemporánea, mientras que su vida de aventuras y su imagen pública dejaron huellas en las generaciones posteriores.

¡

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

Lina! Leí el nombre tatuado en su cuello y suspiré. Me soné la nariz y dejé de llorar. Tomé otro pañuelo de mi bolsa y empecé a limpiarle la cara y el pelo. Cubrí su pecho descubierto con una bolsa plástica. Mama, ¿por qué esta señora está desnuda? Callate, mija. Pero, ¿por qué le pusieron tantos talcos encima? No son talcos, amor. Andate de aquí, por favor. Llevate a tu hermana, comprale un helado, tené este billete…, y no te vayás muy lejos. Mamá salía a planchar a diferentes casas desde hacía muchos años. Ya la conocían e incluso, en algunos lugares, le tenían cariño. Ella se cuidaba mucho ahora con la pandemia y cuando llegaba de vuelta a casa, se bañaba, se cambiaba la ropa y se sentaba a comer despacio un pan con frijoles y su café. No lavaba su pocillo, porque decía que no podía tocar nada helado. Se podía destemplar. Yo la esperaba a que regresara y comía con ella mientras mis patojas terminaban sus deberes en la mesa de la cocina. Éramos una familia de cuatro: sin padre, había escrito con mucho coraje, en la casilla del censo, ni falta que nos hacía. Los amores de nuestras vidas se habían fugado con sus necedades y sus golpes a otra parte. Y ojalá que bien lejos. Mejor así. Yo trabajo como cajera en el Backrural, el banco que te ayuda a crecer. Y la verdad, no he visto crecer a ninguno ahí, a no ser en deudas. Mamá logró que me dieran el trabajo por medio de uno de los señores a donde ella iba a asentar camisas y pantalones. También logró que yo saliera de la primaria y de la secundaria a fuerza de mucho sacrificio. Igual que yo voy a sacar adelante a este par de canijas que son toda mi vida. El día que yo me gradué de perita contadora, ella se emborrachó. No hizo falta mucho guaro, porque, la verdad es que no era bola, pero aquel día, estaba feliz. Y yo me eché mis tragos también, porque creí que, a partir de aquel momento, las miserias se acabarían y ella no tendría que seguir planchando. Pero nada salió como lo soñé aquel día. Después vino el maldito ese y yo me creí todas sus zanganadas. Solo me dejó a estas patojas y se largó a la chingada, lo

Lina POR | GLORIA HERNÁNDEZ cual, al final, estuvo mejor. De no ser así, uno de los dos estaría muerto y el otro, en la cárcel. Lo único bueno de todo eso es que tengo a mis nenas. De eso ya hace mucho tiempo, y ahora que se me fue mi viejita, me recuerdo de todo, de golpe. La vida es una fiesta, solía decir ella y yo no lo creía. ¿Cómo carajos dice así usté, mama?, le preguntaba yo, bastante enojada y ella se sonreía. Mirá, las fiestas son siempre alegres, lo que pasa es que a veces a una se le derrama el ponche sobre el vestido… Pues a usté y a mí se nos derramó el ponche, la sopa y todo lo que hayan dado en la tal fiesta. No la entiendo, mama, le respondía yo, mientras me salía a tender la ropa sin tratar de comprender esa fe, esa esperanza, esa alegría de vivir de ella que a veces me irritaba. Mama, aquí huele bien feo. Cállate, mija, haceme el favor. Mirá ya les dije que se vayan, que la Amarilis te compre un tu helado allá en la carreta y se quedan sentadas en la acera allá en la esquina. No se vayan más lejos. ¿Te di el monedero, verdad, mija? Cerré la bolsa de polietileno. El satín barato de la caja estaba manchado con las marcas de las manos sucias que habían abierto el ataúd. Mis hermanos se habían vuelto locos del pesar y cuando nos entregaron la caja, quisieron despedirse de ella. Mis piernas no me sostenían. La mirada afiebrada de mamá en la camilla de los bomberos y sus manos calientes eran el último recuerdo que me quedaba de ella. Había que decidir y lo había hecho en el momento: todos nos merecemos un entierro digno. Los gritos de tantas otras familias afuera de la morgue, el llanto, los cantos cristianos, las prédicas de los pastores evangélicos que aprovechaban el público cautivo de la muchedumbre, la campanita de las carretas de helados, los mariachis repitiendo Las golondrinas y

7

El rey una y otra vez y los gritos de los vendedores de mascarillas, guantes y otros efectos para no contagiarse con el virus se combinaban en la banda sonora de las que serían en adelante muchas de mis pesadillas. Éramos como treinta familias en las mismas penas. Cada una con su caja. Mis hermanos la abrieron, destaparon la bolsa y gritaron aún más con el susto. Yo soy la mayor. Así que los tuve que llamar al orden. Subimos nuestra carga al carro de alquiler y nos fuimos para el cementerio. Había todo un panteón listo para los muertos de la epidemia. Casi todos a quienes vimos en la morgue fueron llegando con sus tristezas. Hicimos nuestra cola, en silencio. La curiosidad y la angustia nos hacía examinar los féretros ajenos. Todos iban arropados con el amor de sus familias. No había ni uno sin compañía, sin llanto o sin cariño y eso me reconfortaba. Entre esos grupos estaría la familia de Lina. Entre ellos estaría también el cuerpo de mi madre. Yo me sentí un poco avergonzada, porque no puse nada más que un ramo de margaritas sobre nuestra caja: en otros sepelios había rosarios, muchas flores, tarjetas, banderas de Guatemala y de los Estados Unidos, muñecos de peluche, fotografías. Los ojos de mis hermanos, de mis hijas y los míos se fijaron en la caja de madera que tronó, al topar con el fondo del sepulcro. Ya ninguno lloraba. Yo empecé a rezar y a decirle adiós a la muerta que nos tocó enterrar. Adiós, Lina, quienquiera que hayás sido, que descansés en paz. ¿Quién es Lina, mama? Adiós, mama, que su viaje sea bueno, gracias por ser la madre tan buena que fue con nosotros. Ya ve, la muerte también es una fiesta, macabra, pero fiesta al fin. Una celebración de suspiros y de lamentos, de nostalgias y de recuerdos.

Gloria Hernández. Escritora, ensayista, investigadora y catedrática universitaria, miembro de número de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Entre sus obras, los libros de relatos “Sin señal de perdón” e “Ir perdiendo” y la novela para jóvenes “Ojo mágico”.


8

I

Guatemala, domingo |

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

Dos microrrelatos de Agota Kristof

La muerte de un obrero

nacabada quedó la sílaba, sin significado, colgada entre la ventana y el jarrón. Inacabado el gesto de tus dedos debilitados dibujando la mitad de una N mayúscula en las sábanas. —¡No! Te creías que bastaba con mantener los ojos abiertos para que la muerte no pudiese alcanzarte. Los has abierto de par en par hasta el límite de tus fuerzas, pero ha llegado la noche, te ha cogido entre sus brazos. Ayer aún pensabas en tu coche, que no acabaste de lavar aquel sábado ya tan lejano en que notaste aquella dolorosa punzada en el estómago por primera vez. —Cáncer —dijo el médico, y la pulcritud de tu cama de hospital te horrorizó. Incluso tus manos se volvieron blancas con el paso de los días, las semanas, los meses. Ya no se te rompían las uñas, una vez desaparecido su aceite inevitable, y te crecieron largas y rosadas como las de un funcionario. Por la noche llorabas en silencio, sin hipidos, sin sacudidas, solo lágrimas que resbalaban suavemente por la almohada, sin ruido, en la sala común donde la luz verde de las lamparillas te cavaba fosas en las mejillas y bajo los ojos de tus vecinos enfermos. No, no estabas solo. Erais seis o siete muriéndoos un día tras otro.

POR | AGOTA KRISTOF Como en la fábrica. Tampoco estabas solo, erais veinte o cincuenta haciendo el mismo gesto un día tras otro. Tu fábrica no fabricaba relojes solamente, también fabricaba cadáveres. Y en el hospital, como en la fábrica, no teníais nada que hablar entre vosotros. Tú pensabas que estaban dormidos, o que ya se habían muerto. Los otros pensaban que tú estabas dormido o que ya te habías muerto. Nadie hablaba, tú tampoco. Tú ya no querías hablar, tú lo único que querías era acordarte de algo, pero no sabías de qué. No había nada de qué acordarse. La fábrica te quitó los recuerdos, la juventud, la fuerza, la vida. Solo te dejó el cansancio, el cansancio mortal de cuarenta años de trabajo.

El escritor

Lo dejé todo para escribir la obra de mi vida. Soy un gran escritor. Nadie lo sabe aún, porque todavía no he escrito nada. Pero cuando escriba mi libro, mi novela… Por eso dejé mi empleo de funcionario y dejé… ¿qué más dejé? Nada más. Porque amigos no he tenido nunca, y amigas todavía menos. Sin embargo, dejé el mundo para escribir mi gran novela. Lo malo es que no sé cuál será el tema de la novela. Se ha escrito ya tanto de todo… Lo intuyo, noto que soy un gran escri-

tor, pero ningún tema me parece lo suficientemente bueno, lo suficientemente grande, lo suficientemente interesante para mi talento. Así que espero. Y mientras espero, evidentemente, sufro mi soledad, y también hambre, a veces, pero por medio de ese sufrimiento espero alcanzar un estado de alma que me lleve a descubrir un tema digno de mi talento. Por desgracia, el tema tarda en manifestarse, y mi soledad es cada vez más sofocante y pesada, el silencio me rodea, el vacío se instala por todas partes, aunque mi casa no sea muy grande. Pero esas tres cosas horribles —la soledad, el silencio y el vacío— me hunden el tejado, lo hacen estallar hasta las estrellas, se extienden por el infinito y ya no sé si esto es lluvia o nieve, si es el foehn o el monzón. Y grito: —¡Escribiré todo lo escribible! Y una voz me responde, irónica, pero voz, a fin de cuentas: —Vale, tío. Todo, pero nada más, ¿eh? Agota Kristof (1935-2011). Escritora nacida en Hungría, país que abandonó por motivos políticos en 1956 para instalarse en Suiza. En 1986 escribió en francés su primera novela: “El gran cuaderno”, primera pieza de una trilogía, considerada su obra maestra, de la que forman parte “La prueba” (1988) y “La tercera mentira” (1992).

T

e invito a mi casa. A tomar un café, solo eso. Un café a la tarde para hablar de libros y películas, para que no pensés cosas absurdas, como que pretendo enamorarte, seducirte y atraparte con algún arte antiguo. De todos modos lo nuestro no es ninguna novedad. Me interesa que vengás y echés un vistazo mientras preparo el agua para el café y elijo las tazas cuidadosamente. Vas a pensar que es un poco todo al azar y a botepronto, pero te estuve esperando, durante años. Para que entrés y tomés asiento, para que veás cómo soy, quién soy, de dónde vengo. Quería enseñarte mi casa. Cómo está adornada, cuáles son mis gustos, mi estilo, mi nivel económico. Quería hacerte cómplice y que entendieses los entretiempos y mis momentos de creatividad. Voy a tratarte bien, como te digo, voy a servirte con calma y esmero. Preparé una tarta de chocolate porque sé que es de tus postres favoritos. Bueno, ¿y a quién no le gusta el chocolate? Te decía que me encanta la idea de que hayás decidido venir, me gusta mucho. Me hace feliz saber que te importa dónde vivo y qué colores son los que prefiero. Podés mirar bien todo, pasar a las habitaciones y los baños, sí, dos baños tengo aunque viva sola, es de un trauma de la infancia. Éramos cinco personas en casa y un solo baño; no fue imposible, pero tuvimos nuestros encontronazos, así que crecí con el rumor constante de mi madre sobre que lo único que le hubiese gustado en esta vida era tener un bañito más. Se pasó la mitad de su adultez planeando la manera de construir uno, sin ducha, solo con un inodoro y un lavabo. A la entrada, repetía ella, porque allí estaban los caños de acceso


Guatemala, domingo |

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

La visita POR | JIMENA ANTONIELLO LIGÜERA del agua. Nunca ocurrió. Pero cuando yo me emancipé, lo primero que pensé es que quería dos baños. A mí me daba un poco igual tener una sola habitación, siempre y cuando hubiese dos baños. Y lo conseguí. Así que como te decía, podés pasar a verlos. Quisiera que tu visita fuese especial, que te gustase sentirte acogido y entonces, en un futuro no muy lejano, decidieses volver. Volver pronto. Porque si pasa mucho tiempo voy a pensar que te traté mal en algo y ya sabés cómo me pongo con esas cosas. Me empiezo a preocupar y no puedo dormir, y te envío notas y mensajes y llamadas y vos te hacés el que no leíste nada; en realidad te agobiás y siempre cortás por lo sano. No es que esté de acuerdo y que no me duela un poquito, pero te entiendo. Lo entiendo todo perfectamente. Es difícil en este siglo compartir algo más que una noche o un par de cervezas. Estamos en la era de lo liviano. Lo light se lleva hasta en las relaciones. Es un querer pero sin condicionarse a nada. Un querer cuando te venga mejor y te dé tiempo. Por eso a veces me cuesta adaptarme. Suerte que te tengo a vos que me ponés los pies en la tierra en un santiamén, dejándome de hablar por unos cuantos días, y nunca me preguntás si estoy bien para no importunarme y no meterte en mis asuntos. Bueno, salvo aquellas veces en que se murieron esos amigos

o familiares tuyos, que me llamaste desesperado, buscando cariño, alivio y cama. Yo voy comprendiendo cómo funciona todo esto de a poco. Qué lindo que me tengás paciencia y aguantés mis dos mensajes de texto por semana y, sobre todo, el que pretenda verte cada quincena. A veces, lo admito, soy un poco empalagosa, qué sé yo. Pero bueno, la idea es que volvieses, porque lo pasaste bien y te gustó el cafecito. Porque te reconociste en algunos adornos de mi casa, porque te gustaron los autores de los libros que ojeaste distraído, y hasta varios de los cuadros que tengo expuestos en el salón y el baño. Aunque no vamos a adelantar ninguna conclusión. Sin presiones, no te voy a exigir nada, ni siquiera a pedir un ajuste, porque lo nuestro no da para tanto, estarás de acuerdo conmigo. Ahora sentate tranquilo, mientras te sirvo el café. Ya sé que lo tomás sin leche y con edulcorante. La tarta va a estar en unos minutos. Busqué un chocolate que fuera más natural, más orgánico, para que no te hiciese daño al estómago. Me enteré que estás un poco delicado de salud, que te mareas después de comer algunas veces, así que te voy a cuidar, ya te dije. Después del café nos quedamos charlando un rato, no tengo apuro. Incluso, podés recostarte en mi cama si te da sueño, hoy cambié las sábanas. Ya me aprendí

que la siesta es importante para vos, porque tenés ese problema para dormir. Yo también lo tengo. Sabés que me parece que es porque pensamos demasiado y no sabemos desconectar, ¿no? Al menos eso dice siempre mi padre y también mi psicoanalista. Qué bueno que te haya gustado mi casa, y el café, y la tarta. Yo estoy bien, sin mucha novedad que pueda serte interesante. Si te parece puedo inventar alguna cosa, o exagerar lo cotidiano para que te riás o para entretenerte. Me conocés, puedo hablar durante horas y horas, y si se trata de verte sonreír, mucho más. Me encanta tu carcajada fuerte, varonil, tajante. Como todo lo que hacés y decís. Porque nunca te vas por las ramas ni te enredás en historias fáciles. Es lo que vos decís y cómo lo decís, lo que hace que el resto hagamos caso. Yo misma soy ejemplo de ello. A veces me cuesta entender la magia con la que podés manejarme sin demasiado esfuerzo. Tengo que admitir que nunca le hubiese aguantado a nadie ciertas costumbres virulentas tuyas. Yo tengo un carácter fuerte, soy respondona, peleadora, extremadamente elegante y bastante profunda en mis planteos. Me gusta analizar, desarrollar, debatir opciones. Vos conmigo hacés que todo eso desaparezca y no me das opción. Siempre se hace lo que vos planteás, total, yo estoy para complacerte, ya te dije. Además a mí me sirve que me guíen un poco. Estoy cansada de tener que ser siempre la que lleva la voz cantante. A mí me encanta hacerte sentir bien, demostrarte que valés, que sos especial. A veces me enojo un poco cuando estoy sola, por cosas que me comentás sobre mi

9

apariencia o mi forma de reaccionar, pero es porque me siento insegura últimamente. En una de esas tiene que ver con la forma en que me querés, que es nueva para mí. Realmente sos valeroso, porque mi madre siempre dice que soy demasiado estricta con todo, incluso con las relaciones. No me voy a hacer ilusiones con otra cosa, somos amigos, respeto que seas un alma libre. Y te entiendo. Siempre comprendo todo. Prefiero tenerte como amigo. De imaginarte que podrías ir por ahí haciendo amigas como yo, con las que compartís cafés y charlas, me pongo nerviosa. Igual, nunca nadie te cocinaría las tartas de chocolate como las que hago yo. Receta familiar. Te cambió la cara de repente. Podría ser que te mareaste un poco a causa del azúcar, te dije que comieras despacio y un solo trozo de tarta. Es mucho chocolate. Es mi culpa por querer que te sintieras a gusto. La gente va a decir que te quise envenenar o algo. Mejor acercate a la ventana para tomar aire, te va a venir bien. Está lindo el día de otoño. Y del último piso se ve toda la ciudad. A mí me encanta. Respirá hondo varias veces, llenando los pulmones y bajando el oxígeno hasta el estómago. Si cerrás los ojos, hace más efecto, te relaja. Dame la taza de café, ya no la necesitás, ya no comás nada. Igual tené cuidado, no te asomés demasiado a la ventana, puede ser peligroso por tu altura. Mirá si te da un pico de azúcar por el mareo y terminás perdiendo el equilibrio; te caerías desde el séptimo piso y como estás indispuesto parecería un accidente. No te preocupés, la gente no me va a echar la culpa, todos saben qué carácter tenés, y a mí me han escuchado llorar. Yo siempre te daba la razón y sonreía amablemente cada vez que me lo pedías. No es que te eche culpa de nada, pero si lo pensás mejor no te portaste conmigo todo lo bien que me prometiste. Se te escaparon gritos más de una vez, y te hiciste el desinteresado infinidad de ocasiones. Eso por no mencionar alguna mala palabra dirigida directamente contra mi intelecto o mi forma de pensar. Ya sé que a veces me paso un poco y que levanto el tono de voz, o digo un improperio, pero siempre es en defensa propia, y con todo el cariño del mundo. Igual que el que vos me tenés a mí, aunque no lo digás tan a menudo. Entonces, cómo te iba diciendo, qué lindo que te haya gustado mi casa. Me encantó que vinieras a visitarme, ya iba siendo hora. Pero te dije que no comieras tanto chocolate y que tuvieses cuidado con la ventana abierta. ¿Mirá si te empujaba yo por casualidad cuando iba a acariciarte la nuca? Puede que por fin haya encontrado la forma de decirte todo lo que pienso de vos. Ahora te agobiaste y perdiste el equilibrio cayéndote desde mi ventana. Mirá que te lo dije, pero vos nunca escuchás. No te preocupés. Diré que fue un accidente. Me van a creer a mí porque tu palabra ya no cuenta.

Jimena Antoniello Ligüera (1978). Escritora uruguaya radicada en la ciudad de Los Ángeles, California, EE. UU., donde se desempeña como guionista de cine y televisión. Es autora del poemario “Entropía del alma” (2012) y del libro de cuentos “Todo lo que debe morir” (2019).


10 “… energía erótica pervertida por la histeria de las visiones, autoridad sádica, una austeridad imposible, una vida desperdiciada…” PODERES TERRENALES, Anthony Burgess

La vocación

Ejerció como político, aunque la verdad es que fue científico, filósofo y escritor, además de ser inglés y haber habitado en ese escenario durante el fin del siglo XVI y el inicio del XVII. Ser la pluma encubierta tras el nombre desmedido de Shakespeare es algo de lo que algunos le han atribuido. Para otros fue el hijo encubierto de la Reina Tudor que, según se sabe, nunca los tuvo, motivo por el cual algunos han conjeturado que recibió una educación tan alta y sofisticada, quienes han jugado con esta idea acerca de su origen, no han sabido explicar por qué la Reina Virgen solía desatender sus consejos. Al morir la reina sin hijos, como cabía esperar, el reino se sumió en algunas tribulaciones y revueltas que giraban, como remolinos, en torno al poder; de todas esas contracorrientes resultó para él el cargo de canciller, ya bajo el reinado de un tal Jacobo. La aventura política, como suele suceder, terminó mal: fue apartado de su cargo bajo acusaciones de sobornos recibidos; es entonces cuando, tal vez su falta de modestia, lo llevó a afirmar: —No he nacido para servir a un rey, he nacido para servir a la humanidad. Una vez fuera de la política y de sus espejismos, durante un invierno prolongado o una primavera que no llega, a comienzos de abril de 1625, mientras viajaba y quizá discutía con un amigo, al ver la carretera cubierta de una nieve espesa y dura, se le ocurrió pensar que el hielo podía funcionar como la sal y que, en caso de que fuese así, muchos serían los beneficios y los lucros que los hombres podrían obtener. Sin pensarlo más y siguiendo el ímpetu del entusiasmo hizo detener el carruaje en que iban, para pedirle a una campesina que matara y limpiara a una gallina, que él pagaría por esta y por el trabajo. Había decidido poner a prueba su idea, que consistía en rellenar al animal con nieve y observar si el frío la preservaba como lo hubiese hecho la sal. Mantener a la gallina en un lugar helado era esencial y vigilar su evolución también, así, por entre esas entradas y salidas, contrajo un resfriado que rápido devino en infección pulmonar, a causa de esto, antes de que terminara ese abril, murió de forma repentina y sorpresiva. Algunas crónicas cuentan que el animal seguía bien preservado después de su entierro.

Guatemala, domingo |

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

Baladas pequeñas y sentimentales POR | ROGELIO SALAZAR DE LEÓN

La orilla

La política

Nunca fue eso que podría llamarse un hombre prudente, su osadía parecía haberse alimentado desde siempre del más simple de los vicios: la vanidad. Vivir en los placeres del retiro y haber llegado a más de sesenta años en los días finales de la república romana, después de alzar la voz en público reiteradas veces, para llamar a muchos mediocres, parásitos y cer-

unas arenas infinitas y doradas y un par de entornados ojos enmarcados por el arco perfecto de dos cejas negras. —Acaso no es mejor morir cien veces antes que verse forzado a vivir en una ciudad repleta de soldados—; una ciudad armada, como antes otro aristócrata había hecho decir a los personajes de su diálogo, es una solución insoportable; —créanme, no hay protección para eso, un hombre debe ser defendido por el apego y el cariño de sus amigos y no por las armas—; tales fueron las razones expresadas, que lo sacaron del silencio de su vejez y lo hicieron volver a la palestra y a la diurna luz del foro. Su pensamiento era hermoso, manifestado tal vez por palabras más hermosas aún; quizá su propia hermosura lo hacía improbable y hasta imposible de ser llevado a la práctica durante aquella época y, acaso, también durante cualquier otra. No tener pelos en la lengua, cuando está de por medio el poder, marca un final que no puede ser otro: antes de llegar al barco que lo conduciría a Grecia —uno de sus más viejos sueños era pisar tierras griegas— fue capturado y decapitado; la mano con que escribía también se le arrancó. Algunos rumores posteriores difundieron que, por algún tiempo, su cabeza y su mano se exhibieron colgadas en algún lugar visible del foro.

dos, bien puede ser entendido como una gran proeza. El afilado tumulto que terminó con la vida del conquistador de la Galia recién había pasado. La dimensión de la trifulca que aquello provocó fue tanta que lo sacó de su plácido descanso, no para tomar partido en favor

de alguien, sino más bien, para atacar con ferocidad rabiosa a quien, según su amplia experiencia le indicaba, era el más perverso de los que pretendían el mando; este era un voraz hombre de armas, de quien se hablaría mucho después y que, para más datos, no lograría sobrevivir a las seducciones que el Sur le ofreció: un río largo como la serpiente,

Que la tía y la suegra sean la misma persona es algo poco común y también algo que puede ser clasificado como condenable por muchas cabezas bien acomodadas y ordenadas. Enviar una carta a la mujer en quien se reúnen esas dos categorías, que contenga la frase: “… nunca he estado realmente loco, excepto en aquellas ocasiones en que mi corazón se sentía conmovido…”. Bien puede entenderse como una justificación; si esta carta se ha escrito cuando la simultánea prima y esposa ya ha muerto, la posibilidad de una imperativa justificación aumenta. Se dice que él tenía más de treinta años y su prima apenas catorce cuando se casaron, ese día fue cuando la novia niña hizo mayor gala de su nombre —se llamaba Virginia— por aquello de la virginidad y el matrimonio, y ese fue el día más feliz que el novio vivió en toda su vida; mientras él era un vibrante hombre extasiado, ella era una tímida niña callada; en la escena, aunque gozosa, pudo haber resonado aquel sórdido: “Nunca más”. De la perfección estética del instante de aquella boda, de la dicha hecha plenitud de aquel momento surgieron un cúmulo incesante de limitaciones y, a juzgar por lo que quedó escrito, la asombrosa ruta de un derrumbe profundo y majestuoso; a todo el imperio de una inteligencia enorme y superior no le quedó más que el desplome y el escándalo; nada, después del suceso, pudo ser tan destellante ni igualar la carga emotiva de lo vivido entonces. Piezas prodigiosas que son descripciones de límites insufribles; la tarea literaria impuesta al margen de las encuadernaciones lujosas, no importa la publicación ocasional en periódicos inciertos, lo que sí importa


Guatemala, domingo |

es escribir para aborrecer el “nunca más” de la felicidad. Disipar las costumbres para adquirir hábitos poco recomendables, despreciar la inteligencia para escribir con una mayor cuota de fervor es lo que cuenta para deplorar el “nunca más” de la alegría. Frecuentar el alcohol para redactar ensombrecido y así lamentar mejor el reiterado y necio “nunca más”.

El mensaje

Las alas del ave cruzaban el aire, así como el aire mismo cruzaba por sus alas; a veces parecía como si el movimiento del aire fuera mayor y más vertiginoso que el de la plena y desplegada envergadura del pájaro, lo cual tal vez fuese cierto. El brillo dorado del campo toscano durante el periodo de la cosecha del trigo provocaba un contraste fantasmal, sórdido y terrible con el plumaje negro del ave libre al vuelo; el marco que el arco iris creaba para la escena no alcanzaba para disminuir las intensidades y los extremos de ese contraste; de hecho lo único que podía cruzar por debajo del arco iris era el ave negra; según se percibía, el volátil entraba y salía de la escena pasando de uno a otro lado, en ambos sentidos, por debajo del pórtico de colores; si la atmósfera era distinta adentro y afuera, el cruce del pájaro ofrecía la posibilidad de un intercambio. Para los campesinos que trabajaban en la siega solo existía lo que estaba enmarcado dentro del arco iris, por lo que los avisos transportados por el animal volador les eran completamente ajenos, ni siquiera sospechaban que el exterior fuera posible. De todos los laborantes, quien había amanecido con mejor semblante, y había logrado conservarlo durante el trabajo, era Caterina: una joven campesina pletórica de rostro y de caderas, con los senos también en su máxima expresión debido a una reciente maternidad; era una mujer a la que el trabajo en el campo y los menesteres primarios de la maternidad tonificaban; si se toma en cuenta que ella no recibía ningún auxilio del padre de su hijo, su labor y su ánimo alcanzan mayor dimensión. Sin ningún estorbo, Caterina se desenvolvía como madre trabajadora con la agilidad de una zambullida. Mientras ella segaba con un entusiasmo ligero, su hijo, despreocupado de los peligros del mundo, jugueteaba en la cuna y el ave volaba sin que su sombra fuera visible, aquél era un niño bello como pocos, bien dotado en todo cuanto podía verse y quién sabe en cuántas cosas más. De pronto, para Caterina fue posible advertir la sombra del pajarraco solo porque iba acercándose, como un lento desliz, a la pequeña cuna del bebé; su aproximación era gradual pero certera, como si el rapaz no albergara ninguna duda sobre cuál era su misión. La madre corrió en dirección a su hijo, en una aproximación aparatosa y violenta, en un acercamiento muy distinto al que

11

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

sucedía a través del aire; el animal llegó antes que ella, tan solo para introducir las plumas de su cola en la boca del niño, quien las aceptó con los labios entreabiertos y con una alegría juguetona. En ese momento, a la fatigada madre no le importó nada más que ahuyentar al intruso.

La escritura

Más bien por gordo que por fornido, desde niño su peso fue mucho; de movimientos lentos y manos pesadas parecía hacerlo todo a otra velocidad, como si la forma y la figura lo dotaran de una tolerancia infinita. Debido a su físico, muchas fueron las burlas que debió padecer provenientes de compañeros y allegados. Mientras algunos profesores veían aquello con indiferencia otros, logrando ver algo en él, reprendían a los agresores. En una época en que no solían ser objetos usuales, los libros fueron su única pasión; poseerlos era imposible, pero estudiarlos sí podía convertirse en una posibilidad, para lo cual, y no sin conflictos, dejó su vieja y rica casa e hizo votos de pobreza y castidad. Ya con un nuevo atuendo cubriendo su enorme cuerpo, el blanco del hábito y el negro de la capa parecían comenzar a agigantar su imagen, al mismo tiempo que, con una paciencia de otro mundo, sus manos empezaron a frecuentar el papel y la tinta, pausadamente estos dos elementos dejaron de ser algo solo para contemplar y pasaron a ser algo para usar. Así como antes estudiar, después lo apasionó escribir. Sin que él lo buscara y sin que los aires del tiempo fuesen propicios para ello, su prestigio comenzó a crecer y fue por ahí que pasó de aprender a enseñar, lo cual, según él sabía bien, es solo un decir porque aprender es siempre un camino inconcluso. Por entre esas vías intrincadas viaja al Norte, allí conoce el incipiente y germánico rigor intelectual, se asienta en la vieja ciudad partida por el río, en donde sube al púlpito desde el cual predica con algunas dudas viejas, y sube a la cátedra desde la cual enseña con algunas convicciones nuevas. Fue entonces cuando tal vez el gótico se alimentó de sus altos vuelos. Fue el primero en dar la bienvenida al peripatos —corriendo los riesgos que esto conllevaba— llegado de arenas orientales en una caligrafía fina, femenina e invertida, que necesitó traducción para ser tragada por la voracidad europea. Un día igual a tantos otros, antes de cumplir los cincuenta años y mientras se celebraba la festividad de San Nicolás, un rayo pareció sacarlo de su honda concentración; lo único que dijo a su amanuense fue: —No puedo continuar, cuanto he escrito me parece palabrería. Rogelio Salazar de León. Escritor y académico guatemalteco, columnista de “elAcordeón”, abogado y notario. Autor de la novela “Legajo anudado” y de una breve historia de la filosofía: “De Grecia a Frankfurt”.

Descortésmente suyo C

POR | ETGAR KERET

uando era un niño siempre pensaba que la Semana del Libro Hebreo era una festividad legítima, algo que se acomodaba sin problemas entre el Día de la Independencia, la Pascua Judía y la Janucá. En esa celebración no nos sentábamos alrededor de fogatas, ni jugábamos con dreidels o nos golpeábamos los unos a los otros en la cabeza con martillos de plástico; y, a diferencia de otras festividades, no conmemoraba una victoria histórica o una derrota heroica, lo cual hacía que me gustara todavía más. Al inicio de cada junio, mi hermana, mi hermano y yo paseábamos con nuestros padres hasta la plaza principal de Ramat Gan, donde se instalaban docenas de mesas cubiertas de libros. Cada uno de nosotros elegía cinco libros. A veces el autor de uno de esos libros estaba en la mesa y escribía una dedicatoria en él. A mi hermana le gustaba mucho eso. Yo, personalmente, lo encontraba un poco irritante. El hecho de haber escrito un libro, no le da derecho a nadie a garabatear mi propio ejemplar; especialmente si su caligrafía es fea, como la de un farmacéutico, e insiste en utilizar palabras difíciles que tienes que buscar en el diccionario para acabar descubriendo que no significaban nada más que “disfrutar”. Han pasado los años y, aunque ya no soy un niño, sigo emocionándome igual durante la Semana del Libro. Pero ahora la experiencia es un poco distinta y mucho más estresante. Antes de empezar a publicar libros solo escribía dedicatorias en los que yo compraba para regalar a personas que conocía. Después, un día, de repente, me encontré firmando libros para personas que los habían comprado ellas mismas, personas a las que no conocía de nada. ¿Qué puede uno escribir en el libro de un completo desconocido que puede ser cualquier cosa, desde un asesino en serie hasta un hombre gentil y honrado? “Con amistad”, raya en la falsedad; “Con admiración”, no cuela; “Mis mejores deseos”, suena paternalista; y “¡Espero que disfrutes de mi libro!”, rezuma afectación desde el signo de exclamación inicial hasta el del final. Así que, exactamente hace dieciocho años, en la última noche de mi primera Semana del Libro, creé mi propio género:

dedicatorias ficticias de libros. Si los libros en sí mismos son pura ficción, ¿por qué habrían de ser verdad las dedicatorias? “Para Danny, que me salvó la vida en el río Litani. Si no hubieras aplicado ese torniquete, yo no existiría, ni este libro tampoco”. “Para Mickey. Llamó tu madre. Le colgué. Que no se te ocurra volver a asomar la jeta por aquí”. “Para Sinai. Esta noche llegaré tarde a casa, pero te he dejado la cena en la nevera”. “Para Feige. ¿Dónde está ese billete de diez que te presté? Dijiste dos días, y ya hace un mes. Sigo esperando”. “Para Tziki. Admito que actué como un niño. Pero si tu hermana puede perdonarme, tú también puedes”. “Para Avram. Me da igual lo que digan los análisis del laboratorio. Para mí, siempre serás mi padre”. “Bosmat, aunque ahora estés con otro tío, los dos sabemos que al final volverás conmigo”. Retrospectivamente, y después de la bofetada que me gané por esta última, supongo que no debería haber escrito lo que escribí para el tipo alto con el corte de pelo a lo marine que estaba comprando un libro para su novia, aunque sigo pensando que podría haber hecho un comentario educado en vez de ponerse violento. En cualquier caso, aprendí la lección, eso sí con dolor, y desde entonces, cada Semana del Libro, aunque en los libros que haya comprado cualquier Dudi o Shlomi me muera de ganas de escribir que la siguiente vez que vea algo escrito referido a mí en un papel será la carta de un abogado, respiro profundamente y en su lugar garabateo: “Con mis mejores deseos”. Aburrido, puede que sí, pero mucho mejor para mi cara. Así que, si ese tipo alto y Bosmat están leyendo esto, quiero que sepan que me arrepiento de verdad y que me gustaría presentarles mis disculpas, aunque sea con retraso. Y si de casualidad estás leyendo esto, Feige, sigo esperando ese billete de diez.

Etgar Keret. Escritor, guionista de televisión y director de cine israelí, considerado el máximo exponente de la narrativa moderna en hebreo.


12

Guatemala, domingo |

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

Dos cuentos médicos de Leonel González de León POR | LEONEL GONZÁLEZ DE LEÓN

Acetaminofén Propiedades y mecanismo de acción

También llamado paracetamol, es un agente eficaz para disminuir la fiebre y aliviar el dolor leve. Actúa sobre el centro termorregulador del hipotálamo, da lugar a la dilatación de los vasos sanguíneos periféricos con aumento del flujo sanguíneo en la piel, mayor producción de sudor y pérdida de calor. Como analgésico, impide la síntesis de prostaglandinas a nivel del sistema nervioso central.

Indicaciones

Alivio del dolor leve a moderado. Disminución de la fiebre. Especialmente indicado en dengue hemorrágico u otras enfermedades virales transmitidas por mosquitos.

Contraindicaciones

Alergia. Enfermedad hepática. Hepatitis viral.

Efectos adversos

Rash, disminución del conteo de leucocitos, ictericia (hepatitis).

Comentario

Tecún Umán, último municipio guatemalteco antes de llegar a México, amanece a 35 grados después del aguacero nocturno, con las calles cubiertas del vapor que nace de los charcos desde el asfalto. El atrio de la iglesia extiende su sombra a lo largo de la plaza donde un grupo de hondureños, haitianos y algunos africanos, además de muchos guatemaltecos, han pasado la noche. El sueño entrecortado se interrumpe por el zumbido de los mosquitos que van chupando de cuerpo en cuerpo, haciéndose rechonchos hasta que no pueden volar. La mujer escucha el zumbido. En forma refleja, se da una palmada en el oído que le deja en la mano una plasta de sangre mezclada con las patas y las alas del zancudo. Con esfuerzo, abre los ojos, pegajosos y doloridos. La lengua seca y amarga. Se lleva a la boca la botella, se enjuaga, escupe, y el agua sale convertida en sanguaza. Su hijo percibe que se ha levantado y empieza a llorar. Ella lo toma del cartón en donde está acostado, se lo acerca y se descubre un pecho húmedo mientras separa la camiseta pegada por el sudor. El niño se prende y en dos minutos se queda dormido. Ella se arrodilla para devolverlo al cartón y al inclinarse siente una patada en la cabeza: un rebote acompasado por los latidos cardiacos que le golpean la nuca. Las rodillas castigan al volver a levantarse y no logra ponerse de pie. Permanece boca abajo y se deja caer a ras del suelo. Respira hondo, apoya las manos y extiende los brazos hacia su mochila. Busca el sobre de medicamentos que le brindaron las enfermeras de La Casa del Migrante

y lo encuentra vacío. Desde el piso, mira alrededor y todos duermen, algunos sin cartón debajo. De a poco, la sombra de la iglesia se va haciendo más corta y el sol los obliga a levantarse. Vuelve a alzar al niño y lo trae consigo al puesto de salud. Aún está cerrado y ya hay gente esperando a que abra. Hay indios, chinos y negros, todos en silencio. Nadie cruza miradas. Se acerca para marcar su lugar en la fila y va a la tienda de la acera opuesta. Tiene hambre. El niño llora otra vez, ella se lo vuelve a llevar al pecho, pero esta vez no se calma. Llora sin lágrimas, muerde el pezón y ella lo retira por el dolor. Una mancha roja brota de la areola y va dibujando los pétalos de una rosa sobre la camiseta húmeda. Hace presión con su mano libre, pero no coagula. Estornuda y vuelve a sangrar, ahora de la nariz. Se sienta en la acera, cierra los ojos y no llega a percibir el impacto de su cráneo sobre el asfalto.

Warfarina Propiedades y mecanismo de acción

Anticoagulante de la familia cumarina. Disminuye las concentraciones de los factores II, VII, IX y X de la cascada enzimática de la coagulación. Se presenta en tabletas de Cinco miligramos que deben ajustarse según el control de las pruebas de coagulación sanguínea (INR).

Indicaciones

Prótesis cardiacas. Otras cardiopatías.

Contraindicaciones

Tiempos de coagulación prolongados. La sobredosis puede producir sangrado fatal. Debe evitarse el consumo paralelo de vegetales verdes, ricos en vitamina K, que antagonizan su efecto.

Efectos adversos Sangrado masivo.

Comentario

Después de la cirugía cardiaca tuve que tomar pastillas de por vida. Además de adaptarme a la nueva dieta —no podía comer macuyes, bledos ni guías de güisquil—, tampoco podía tomar mi guaro con el almuerzo. Ni modo. Salí del hospital yo solito y fui directo a cambiar la receta: no tengo quién me la lea, pero como pude me fui a comprarla. Vi que la receta decía cinco miligramos y la tomé, pero para que hiciera efecto más rápido, tomé tres pastillas de una vez. Pasé una semana con tres pastillas, haciendo reposo, y la siguiente semana ya me animé a ir al campo a traer leña y a tapiscar café. En esas estaba cuando un chirivisco me dio un chajazo en el camote y juas: se dejó venir el chorro. Al principio era poco y solo me puse un trapo encima, pero al rato, me dolía más y más, y se convirtió en un sangrerío. Caminé despacio hasta mi rancho y llamé

a la ambulancia. Costó que entrara la llamada, porque donde vivo no hay buena señal de teléfono, y tengo que moverme para buscar el punto donde funciona. Los bomberos se asustaron cuando me vieron las manos blancuzcas. Me recosté en la camilla para que me subieran a la ambulancia y empecé a sentir mucho sueño. Me dolía un chingo. Sentí un charquito y me preocupé porque pensé que me había hecho pipí, pero era rojo, rojo, rojo. El enfermero me pinchó varias veces la muñeca buscando una vena, pero no encontraba ninguna. Me apretó con una cinta de hule que apenas sentí. Poco a poco, los pies, las rodillas, las manos y los codos se me iban durmiendo, hasta que la cabeza se me fue aguadando, y solo la puse en la almohada y me dormí. Desperté. Iba caminando por mi terreno: estaba más hermoso que nunca. Había mucha más milpa y más cafetales de los que tengo, pero los elotes y los granos de café eran rojos. La lluvia refrescaba, pero era roja también. Empecé a caminar pisando los charcos rojos que salpicaban mis dedos entre los caites. Dejé de sentir dolor, ya nada me preocupaba. Me gustó y seguí caminando. Leonel González de León (1982). Médico y escritor nacido en la Antigua Guatemala. Acaba de publicar el libro de cuentos “Vademecum”, del que tomamos los dos relatos que publicamos.


Guatemala, domingo |

L

os sábados por la mañana, el padre acostumbraba sentarse a leer el periódico frente a la ventana que daba a la calle. Lo hacía con calma, disfrutándolo, como si hubiera esperado ese momento toda la semana. La ventana, apenas abierta, dejaba entrar un viento suave, cálido, que se veía en las ondas rítmicas de una cortina casi transparente. A veces, en lugar de las noticias, leía una novela. Su favorita, contaba a sus amigos y conocidos, era la historia de una familia, generaciones de una familia, corregía, en la que todos tenían los mismos nombres y vivían en un pueblo que nunca existió y del que nunca salieron. Una historia de historias de amores, de guerra y paz, de herencias y deudas, de una casa desolada y años de años de soledad y memorias ajenas en algún lugar del profundo sur. Una mañana de agosto, mientras consultaba el árbol genealógico al final de la novela para no tomar a un personaje por otro, sonó el timbre. Extrañado, caminó hasta la puerta. No esperaban a nadie. Al abrir, una grada abajo, estaba un hombre al que nunca había visto. Buenas tardes, usted perdone el abuso, dijo aquel extraño, yo nací en esta casa. Aquí está toda mi infancia. Era un hombre mayor, de aspecto agradable y modales anticuados. He pasado enfrente no sé cuántas veces, continuó, y hasta hoy, no sé por qué, me animé a tocar. Mi familia y yo salimos de esta casa una mañana como hoy, en agosto de 1966. Yo tenía siete años y acababa de entrar al colegio. Ah, interrumpió el padre con sorpresa, eso me suena familiar. Imagínese, comentó el extraño, bajando la vista. Después de unos segundos, el padre dijo: imagino que querrá echar un vistazo a la casa. Sí, contestó el extraño viéndolo

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

Retorno POR | OSWALDO SALAZAR directamente, si no le incomoda… solo será un momento. El extraño subió la grada con sigilo y caminó por el pasillo como si entrara a otro mundo. ¡Dios mío!, dijo, no ha cambiado nada… el piso… y el comedor redondo en el patio…. ¿No interrumpo? Estarán por almorzar. No se preocupe, contestó el padre, todavía falta, yo estaba leyendo en la sala para dar tiempo. Entonces el extraño se asomó a la puerta y, sin atreverse a entrar, dijo para sí mismo: allá a lo lejos recuerdo que mi papá hacía lo mismo… justo ahí… con mi hermano lo veíamos mientras jugábamos en este patio. No le creo, dijo el padre, yo también tengo dos hijos hombres. Buenos días, interrumpió la madre sin quitar la vista del extraño, perdoná, ¿te puedo hablar un momento? Claro, contestó el padre, con permiso. El extraño se alejó lentamente viendo cada centímetro de la casa. ¿Quién es ese hombre?, ¿cómo se te ocurrió dejarlo entrar? No lo sé, contestó, me pareció tan natural… pero no te preocupés, ya se va a ir, solo está recordando su infancia, según me dijo vivió aquí hace muchos años. Los patojos están en el comedor, comentó la madre, y yo no quiero que entre a la cocina. No te angustiés, dijo el padre tratando de calmarla, si lo dejamos solo tal vez se va a ir más rápido. En ese momento volvieron a ver y el extraño se había detenido a la mitad del patio con la mirada fija en el piso. Andá a ver, dijo la madre, sabrá Dios quién

es y qué busca. El padre caminó hacia él intentando verse casual y, cuando ya llegaba, dijo: ¿algún fantasma del pasado? No, contestó, bueno, depende cómo se vea; pero en este preciso lugar, lo recuerdo como si lo estuviera viendo, mi papá nos dio una gran sorpresa. Vino a almorzar, apurado como siempre, el saco en una mano y el portafolio en la otra, lo dejó todo y nos dijo espérenme aquí. Regresó al carro y cuando entró venía cargando una caja pesada. La puso en el suelo y le dijo a mi mamá que le alcanzara un cuchillo. Le preguntamos qué era pero no nos quería decir. Cuando mi mamá llegó, abrió la caja con mucho cuidado, trazando líneas rectas por encima, a los lados, haciendo crujir la caja. Entonces nos dijo cierren los ojos y ábranlos cuando yo les diga. Los abrimos y era una enciclopedia juvenil de doce tomos. El padre, sin saber qué decir, sonreía imaginando la escena. Lo recuerdo sonriendo, continuó, satisfecho… y nos observaba. Yo también tengo una, dijo la voz de un niño, pero la mía es vieja. El extraño levantó la vista. ¿Su hijo? Sí, el pequeño. Tiene siete años. Pero debe ser muy bonita, comentó. Aquí la tengo, respondió el niño señalando hacia la mesa del comedor. ¿Quiere verla? ¿Puedo? Claro, dijo el padre viendo que su mujer entraba a la cocina sin decir palabra. Con permiso. Sobre la mesa había cuadernos, lápices, una regla, un transportador y un compás muy brillante abierto sobre una

13

hoja en blanco. Algunos volúmenes de la enciclopedia estaban regados y era obvio que había otro niño haciendo deberes, pero no estaba. ¿Tienes que hacer círculos?, preguntó. No, respondió el niño viendo el compás. Es de mi hermano… pero el maestro dijo que no se llama así… se llama circunferencia. Y tú, ¿sabes lo que es eso? Lo vimos en la enciclopedia, dijo subiéndose a una silla y tomando uno de los volúmenes. Aquí, señaló con el dedo. Es una cosa cerrada donde todo es igual. ¿Y tu hermano?, ¿qué dice? A él no le gusta eso, y no me presta el compás. ¿Él hizo esto?, preguntó el extraño señalando una hoja sobre los libros. Sí, dijo el niño, le hizo un hoyo al papel. Ese hoyo se llama centro, dijo el extraño. El niño no contestó. Y yo te voy a decir una cosa más. El círculo no tiene principio ni tiene fin, dijo el extraño. Pero yo vi cuando lo dibujó, comentó el niño en un murmullo. Bueno, dijo el padre, creo que ya vamos a comer. Recogé tus cosas y llamá a tu hermano, dijo al niño. Lo acompaño a la puerta. El extraño puso suavemente su mano sobre la cabeza del niño sin decir nada. No tienes que decir tu nombre, le dijo. Cuando salían del comedor, se detuvo un segundo. Nosotros también manteníamos ese cuarto cerrado. Le llamábamos “el cuarto oscuro”. ¿Puedo abrirlo y ver su interior aunque sea un instante? No, dijo el padre, con tono tajante y claramente molesto. Por favor, insistió el extraño, necesito enfrentarlo…. ¿Cómo se atreve?, preguntó el padre. Ya es hora de que se vaya. No me obligue a decírselo dos veces. El extraño empezó a caminar, cabizbajo, en silencio, ligeramente inclinado. El padre lo vio de cuerpo entero y tuvo la extraña sensación de que estaba muy delgado, como si hubiera cambiado durante el curso de su visita, o hubiera entrado uno y estuviera saliendo otro. Al llegar a la puerta se adelantó para abrirla. El extraño se detuvo un instante en el umbral, justo antes de bajar la grada hacia la calle, se dio media vuelta y le extendió la mano. Muchas gracias y, por favor, perdóneme si lo importuné. El padre estrechó su mano y la sintió extremadamente fría y húmeda, como la de un muerto o la piel de un reptil. Cerró la puerta y se apresuró a llegar a la ventana donde leía minutos antes. Apartó la cortina unos centímetros para ver qué rumbo había tomado, pero no pudo verlo. Era imposible, no podía haber caminado tan rápido. Después de unos instantes, creyendo que había desaparecido por arte de magia, vio que estaba en la casa de enfrente, una venta de carbón y tortillas, una ruina desvencijada con piso de tierra y paredes negras. Fue una revelación lenta, como una aparición. Lo estaba viendo y no lo creía. No se había ido. Estaba parado unos metros adentro, de cara al umbral, en medio de la oscuridad y el humo gris que salía por la puerta en suaves volutas translúcidas, viendo hacia la ventana.

Oswaldo Salazar. Escritor, filósofo y académico, catedrático de Filosofía, Literatura y Teoría Psicoanalítica. Ha publicado “Por el lado oscuro” y “Hombres de papel”, cuya trama se basa en la vida del Premio Nobel de Literatura Miguel Ángel Asturias desde un ángulo ficticio.


14

Guatemala, domingo |

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

D

espués de leer los letreros que anunciaban la cercanía de Natchez Trace, Jorge le dijo a su padre que se hallaban a punto de entrar en reserva y que lo más conveniente era llenar el tanque. Su padre asintió. Mientras me encuentre en este país, dijo, tú decides. Jorge lo miró por un instante y supo que no había caso, que a pesar de todas sus esperanzas él jamás cambiaría. Apenas vio una gasolinera, disminuyó la velocidad. Una vez apagado el motor del Chevrolet Cavalier rojo, Jorge le preguntó a su padre si quería algo. Un paquete de Marlboro. Bajó del auto, llenó el tanque y entro a la tienda. Se acercó a la cajera, una obesa mujer que poseía, como única y suficiente belleza exterior, un par de ojos verdes de conmovedora, intensa dulzura. —Would that be all? —preguntó ella. Jorge pidió un paquete de Marlboro. Luego pagó. —Have a nice day. —You too —respondió saliendo de la tienda y retornando al Chevrolet. Hacía calor, la humedad adhería la camisa a su cuerpo, las nubes se habían ido disipando a medida que avanzaba la mañana. Gracias, dijo su padre, y encendió un cigarrillo. Jorge reanudó la marcha. —Allá vamos, Willy —dijo. Jorge obtenía en cuatro días el BA en periodismo y su padre había venido desde Bolivia para asistir a la ceremonia. Con lo poco por ver ya visto en Huntsville, la ciudad donde se hallaba su universidad, Jorge había propuesto viajar a Oxford, Mississippi, a conocer la ciudad de William Faulkner. Eran solo cuatro horas de viaje. Su padre había aceptado. Jorge se había emocionado mucho con la idea, tanto que la tensa felicidad del reencuentro con su padre y la cercana graduación habían pasado por un momento a segundo plano: siempre había querido visitar la ciudad (y siempre algo se lo había impedido) del escritor que más admiraba, del hombre cuyo ejemplo lo incitaba a consumirse en noches y madrugadas escribiendo y a soñar con tornarse escritor algún día. Pero ahora, en la Natchez Trace, rodeado de bosques de pinos y cada vez más cerca de Oxford, Faulkner se había escondido en algún recodo de su mente y sus pensamientos y sensaciones merodeaban en torno a su padre. Repitiendo un gesto de adolescencia, lo miró de reojo. ¿Es que siempre lo tenía que mirar de reojo? Por un tiempo, después de recibir su llamado tres semanas atrás comunicándole que asistiría a su graduación, Jorge había pensado en la posibilidad de una reconciliación. Tiene que haber cambiado, se decía, después de todo, está viniendo. Hizo planes que incluían largas charlas en algún bar, el calor de buen jazz y cerveza de barril. Le contaría de sus planes y le preguntaría acerca de su vida: ¿Cómo había sido su infancia? ¿Había participado en la revolución del 52? ¿Cómo había vivido su primer amor? ¿Y qué de sus años de exilio en Buenos Aires? ¿Todavía amaba a su madre? Eran tantas las cosas que podía preguntarle que se sintió avergonzado de saber tan poco de él: sí, había sido un imbécil incapaz del primer paso. Recordó la tarde en que había golpeado la puerta cerrada de su despacho, y una voz quebrada le preguntó qué quería, y él dijo que si le podía dar algunos pesos para el cine, y la voz respondió que sí, por

Faulkner POR | EDMUNDO PAZ SOLDÁN supuesto que sí, y cuando se abrió la puerta Jorge vio un rostro de inconsolable tristeza, pero al rato sintió las monedas en su mano y se despidió. Nunca más, hasta ahora, había vuelto a recordar aquel rostro. La desolación era excesiva en Natchez Trace: uno que otro auto de rato en rato, una que otra ardilla. A los bordes del camino, en extraña y fascinante combinación, árboles secos color polvo, dignos del otoño, alternaban con el esplendor primaveral de árboles pródigos en verde. Jorge se hallaba cansado de manejar. Volvió a mirar a su padre que, en silencio, fumaba y contemplaba el paisaje. Pensó que si de algo estaba seguro era de no haber sido él el culpable del distanciamiento. Recordó el encuentro en el aeropuerto, el abrazo frugal, las escasas palabras; recordó los dos días siguientes hasta el día de hoy, el retorno de esa sensación de la inminencia de una comunicación que siempre tenía cuando se encontraba con su padre: comunicación que muy pocas veces se realizaba: en general, la elusividad los regía, las palabras no eran pronunciadas, los sentimientos no eran expresados. Él no lo hacía porque esperaba que su padre tomara la iniciativa. Y su padre, ¿por qué no lo hacía? Al venir hasta acá, ¿no lo había hecho? Esa había sido la primera conclusión, pero ahora Jorge no podía menos que pensar que su padre había decidido asistir a la graduación porque quizás se sentía obligado a estar presente en ella. Y aquí estaban, pensó Jorge, alejados del país y sin intercambiar entre ellos nada más que lo necesario, acaso contando los

minutos para que la ceremonia de graduación concluyera y ambos pudieran retomar sus vidas. Pensó increparlo, preguntarle qué cuernos le sucedía, si pensaba quedarse callado hasta el día de su entierro. Pero no, sabía que no lo haría: era incapaz de esos desbordes temperamentales. En ese instante, una idea lo estremeció: al reprimirse, ¿no ponía en movimiento una cualidad heredada de su padre? ¿No se parecía a él más de lo que se hallaba dispuesto a aceptar? ¿No se hallaban unidos por medio de una compleja relación especular? Jorge se imaginó a sí mismo dentro de veinte años, sentado en silencio y fumando al lado de su hijo, mientras este manejaba un Chevrolet Cavalier rojo en dirección a Oxford. —Hace años que no leo a Faulkner —dijo su padre—. Tengo muy buenos recuerdos de él. Un tiempo fue mi gran pasión. —¿De veras? —dijo Jorge. Un Mazda los sobrepasó a gran velocidad; pudo distinguir que una mujer lo conducía. —Fue en mis días de exiliado, cuando vivía en una pensión de quinta. Tú tuviste suerte. Yo no tenía un centavo para extras y mi compañero de cuarto era un cordobés que se la pasaba leyendo. Yo leía sus libros. Recuerdo un montón de novelas de Perry Mason y otro tanto de Faulkner, qué combinación. Perry Mason me gustaba mucho: lo leía y punto, todo se acababa ahí. Faulkner era otra cosa, difícil de entender, pero magnífico, magnífico. Y, ¿lo creerías?, hay frases e imágenes que jamás pude olvidar. Recuerdo, sobre todo, un personaje: Bayard Sartoris. Nunca olvidaré su melancolía, sus

alocados viajes en auto, en caballo, en aeroplano… También recuerdo a Temple Drake, así creo que se llamaba, ¿no? Y el cuento de la mujer que dormía con el cadáver de su novio. Y ese otro, el del establo que se incendió y el chiquillo que no sabía si ser fiel a su padre, al llamado de la sangre de la familia, o a sí mismo. Hizo un pausa. —Oh, sí, Faulkner, el gran Faulkner —continuó—. ¿Sabías que por unos días quise ser escritor? Sí, estoy hablando en serio, el prosaico ingeniero que tú ves aquí quiso un día ser escritor… Pero claro, lo único que hacía era remedar torpemente a Faulkner. Después de unos meses de hacer el ridículo, renuncié. Y, lo que es la vida, al año el cordobés se fue y nunca más volví a leer a Faulkner. Pensé hacerlo varias veces, pero nunca lo hice. Y ya ves, treinta años pasaron como si nada y jamás lo hice. Jorge quiso decir algo. No supo qué. —Tu pasión por Faulkner me hizo recordar mucho esos días —continuó su padre, que hablaba sin dejar de mirar hacia el horizonte—. Nunca me mostraste tus escritos, pero confío en que tú no renunciarás. Confío en que lo tuyo no es pasajero y en que escribirás las cosas que yo no pude escribir. Y volverás a decir a todos, porque es necesario volver a decir de tiempo en tiempo, que entre el dolor y la nada es necesario elegir el dolor. Que amor y dolor son una misma cosa y quien paga barato por el amor se está engañando. Que no hay mejor cosa que estar vivos, aunque sea por el poco tiempo en que se nos ha prestado el aliento. Jorge se desvió del camino y apagó el motor. —Papá… —dijo—. ¿Me puedes mirar? El padre, lentamente, giró su cuello y enfrentó sus ojos a los de Jorge. —Nuestra relación no ha sido precisamente ejemplar, ¿no?


Guatemala, domingo |

ELACORDEÓN | 10 abril 2022

Nobleza antigua E

—No tenía por qué haberlo sido. ¿Conoces alguna? —Pero podía haber sido mejor. —Podía. —¿Ya es tarde? —Hay cosas de las que es mejor no hablar. —Te quiero mucho, papá. Muchísimo. —Ya lo sé —dijo el padre, y le tomó el hombro derecho con la mano izquierda. Fue una caricia suave, fugaz—. Ahora vuelve a manejar. —Me gustaría charlar un rato. —Podemos charlar mientras manejas. Jorge hizo una mueca de disgusto, encendió el motor y reanudó la marcha. El disgusto, sin embargo, no duró mucho. Al rato, pensó que las cosas se habían dado de esa manera y que de nada valía lamentarse por lo no sucedido. No valía la pena amargarse por todas las palabras no pronunciadas y todos los sentimientos no expresados. Más bien, todo ello le daba más fuerza y significado a los escasos encuentros que se daban entre ellos. Habrá más Faulkners, se dijo. Es cuestión de excavar. Enfrentando con la mirada la excesiva, intimidatoria belleza que los cercaba, Jorge dijo en voz alta que el día era muy hermoso. —Sí —dijo su padre—. Muy hermoso. Y Jorge esbozó una sonrisa ambigua, acaso sincera, acaso irónica. Edmundo Paz Soldán ( Bolivia, 1967). Es profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell. Autor de varias novelas, entre ellas “Palacio Quemado” (2006), “Los días de la peste” (2017) y “Allá afuera hay monstruos” (2021); y libros de cuentos como “Amores imperfectos” (1998) y “La vía del futuro” (2021).

n aquel tiempo yo era prácticamente el único médico con el que podían contar en Guinea Hill. Puede que algunos de los chiquillos que ayudé a nacer entonces ejerzan hoy la medicina en el barrio, pero en aquel tiempo me ocupaba yo de todo. Llegué a querer a esa buena gente, campesinos italianos de la región al sur de Nápoles, la mayoría, viviendo en casuchas baratas e improvisadas y dedicándose a lo que fuera con tal de salir adelante, más mal que bien. Entre todas, había una casita prefabricada de madera, una caja, casi se podría decir, que despertaba mi curiosidad pero en la que nunca me había aventurado. Se alzaba en el centro del huertito de rigor y a veces veía uno allí a un viejo de pie, sin más, junto a la cerca, con una gran pipa curva rematada en plata en la boca, fumando a sus anchas. Como era de esperar, un día también fui a dar en esa casa. Había estado visitando a un niño donde los Petrello o los Albino o alguna otra familia de la zona, y estaba a punto de salir cuando la dueña me detuvo en la puerta con una sonrisa, lo que sucedía con frecuencia. Doctor, quisiera que se pasara a ver a los viejitos de aquí al lado. La pobre señora no se encuentra bien. Ella no quiere llamar a nadie, pero vaya usted de todos modos. Ya nos arreglaremos usted y yo más adelante. ¿Haría eso por mí? ¡Y tanto que lo haría! Era una mañana de junio, no tenía que dar más de quince pasos calle arriba —la ciudad de Nueva York asomando íntegra para mí detrás de los sembrados, que comenzaban a verdear de nuevo— y empujar la cancela del huerto vecino. El viejo me abrió sonriente la puerta antes de que me diera tiempo a llamar. Inclinó la cabeza varias veces como señal de respeto a un doctor y señaló el piso de arriba. No hablaba ni una palabra de inglés, y yo no sabía prácticamente nada de italiano, así que el saludo se limitó a eso. Era un hombre encantador. Una criatura dulce y bondadosa, casi tan grande como la casa, con una larga cabellera completamente blanca y un grueso bigote también blanco. Cada uno de sus movimientos revelaba una especie de nobleza antigua. Por fin, dijo unas cuantas palabras como para hacerme entender que lamentaba no hablar inglés y volvió a señalar el piso de arriba. El lugar donde me encontraba consistía en una sola estancia, todos los desempeños en uno: se cocinaba en una esquina, se comía justo al lado, y más allá podía uno sentarse a charlar con parientes y amigos. Todo estaba inmaculadamente limpio y emanaba ese ligero aroma a ajo y pimientos y aceite de oliva que uno ya espera encontrar en esas casas de campesinos. Había otra única estancia justo encima. Para ingresar en ella había que trepar por una escalera de mano. En este momento la trampilla estaba abierta y la escalera en su sitio. Yo subí, el viejo se quedó abajo.

15

POR | WILLIAM CARLOS WILLIAMS

¡Qué emoción tan singular sentí! Arriba, una cama descomunal parecía ocupar casi todo el espacio. Una o dos sillas a los lados, quizá, pero ningún otro mueble. Y en la cama, hundida en el colchón de plumas y tapada con un gran edredón de plumas, estaba la señora a la que se me había encomendado asistir. Tenía la cara reseca y cosida de arrugas, como se ponen al final los viejos rostros campesinos, pero la vestía con la misma sonrisa paciente que brillaba en la de su anciano marido. Cabellos blancos enmarcaban su cara con abundancia plateada. Y, en suma, a mí no me pareció enferma en absoluto. Dijo algunas palabras, siempre sonriendo, de las que alcancé a comprender que no era para tanto y que sabía que no necesitaba un médico y que se habría levantado hace mucho, algo semejante, si los demás no hubieran insistido. Después de auscultarle el corazón y palparle el abdomen, le dije que podía levantarse si así lo deseaba. Luego de despedirme, cuando me disponía a bajar por la escalera, vi que ella ya se había puesto en pie. El viejo me esperaba abajo. Caminamos hacia la puerta juntos. Yo tratando de explicarle cómo había visto a la señora, y él inclinando la cabeza y murmurando una o dos palabras en italiano como respuesta. Logré entender que me daba las gracias por las molestias y que lamentaba no tener dinero y esto y aquello. Nos detuvimos ante la cerca en uno de esos incómodos momentos que surgen a veces en la conversación entre dos que apenas se conocen pero desean causarse buena impresión. Mientras estábamos allí parados, algo cohibidos ambos, vi que introducía la mano en el bolsillo del chaleco y se sacaba

algo que extendió hacia mí. Era una cajita de plata, como de cinco centímetros por cada lado y apenas dos de grosor. La tapa mostraba la figura grabada de una mujer reclinada entre flores. Tomé la cajita en mi mano pero no lograba imaginar qué quería que hiciera con ella. ¿Me la estaba regalando, acaso? El viejo, viendo mi confusión, tendió la mano hacia mí con ternura, y se la devolví. Cuando la hubo recuperado, la abrió. Parecía contener un polvillo marrón. Vi que tomaba un poco entre el índice y pulgar de su mano derecha, lo colocaba en la base de su pulgar izquierdo y… ¡Era rapé! Claro. Qué maravilla. Después de aspirar el polvo por uno de los generosos orificios de su nariz y luego por el otro, volvió a tenderme la caja en uno de los rituales más refinados y galantes en los que yo había tenido ocasión de participar. Imitándolo lo mejor que pude, compartí su rapé. Aquello casi acaba conmigo durante un minuto o dos. No podía parar de estornudar. Supongo que me apliqué en el asunto con un exceso de entusiasmo. Al final, con lágrimas en los ojos, sentí al anciano ahí de pie, sonriendo, una experiencia de un género que, con toda seguridad, jamás volverá a obsequiarme la vida sobre esta esfera mundana.

William Carlos Williams (1883-1963). Escritor estadounidense, especialmente conocido por su obra poética, condiscípulo de Ezra Pound y Hilda Doolittle. Su poesía está considerada como una de las más innovadoras del siglo XX. Médico de profesión, practicaba la medicina de día y escribía de noche. Este cuento pertenece a sus ya legendarios “Relatos médicos”.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.