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Amor eterno

María Elena Schlesinger

Conservo de mis padres centenares de cartas manuscritas, epistolario de un noviazgo a distancia entre París y Guatemala de casi tres años. Mi madre, una niña de dieciséis, vivió sin prisa y hasta con desgano el tiempo de espera, mientras que él, un joven ingeniero, prematuramente pelón que le llevaba más de doce años, alentó en la distancia aquel noviazgo con el envío de ramos de rosas rojas, interminables cartas relatándole con detalles todo lo visto del otro lado del charco, además de postales de gatos, flores y tarjetas, escritas con leyendas amorosamente cursis como las que solemos enviar el día de San Valentín.

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Cada sábado, antes de que mi madre acompañara a la abuela a la misa de la tarde a San Francisco, llegaba a la casa del Callejón Normal, Pablo García, impecablemente vestido de blanco, y entregaba, “para la niña Mariíta”, una caja de dulces de parte de don Luis, quien antes de partir, el 15 de septiembre de 1927, había dejado pagada en forma anticipada varias cajas de chocolates y confites franceses en la Abarrotería de Kosak para que le fueran entregadas semanalmente a su novia.

Entre el inventario de cosas enviadas a María durante aquel periplo figuran varios libros en francés para que afinara el idio- ma. Una edición especial con las rimas de Bécquer, en formato de bolsillo, forradas en gamuza color camello, en la cual mi padre había señalado en tinta roja de pluma fuente sus preferidas. Y un prendedor pequeñito con forma de mosca, con ojos de rubí, que mi madre tuvo que devolver porque le tenían prohibido aceptar joyas.

Un 14 de febrero llegó a la casa del Callejón Normal un regalo por el día de San Valentín. “Te lo mandó don Luis”, le dijo el abuelo a mi madre, con tono de fastidio, quien siempre trató de aquella forma distante y reservada a quien con el tiempo y un poquito sería su yerno. Era un paquete grande envuelto en papel azul, amarrado con un grueso cáñamo. Contenía un libro empastado en cuero con las partituras para piano de las sinfonías de Beethoven. En la primera hoja estaba estampada la dedicatoria, “Mariíta, que esta música sublime te diga todo lo que siento por ti. Tuyo, LSC”.

La unión de mis padres duró casi sesenta años de entrega y amor absoluto. Y durante las marejadas altas y tormentas que suelen aparecer en la vida, nunca faltaron los detalles tiernos y amorosos como los de la época del noviazgo. Fue a mi madre a quien le tocó escribir, al final del tiempo, la última dedicatoria, testimonio de lo que mis padres se profesaron en vida: “L.S.C., quien siempre supo dar y amar”.

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