elacordeón
domingo 14 abril 2019
verano Cuentos de
editorLuis Aceituno | diseñoEstuardo de Paz | IlustracionesGeorgia O’Keeffe
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elacordeón
A veces en verano
DOMINGO
14 DE ABRIL DE 2019 GUATEMALA
POR LUCIA BERLIN
H
ope y yo teníamos siete años. No creo que supiéramos el mes que era o incluso el día salvo que fuese domingo. Llevábamos un verano tan caluroso y largo con todos los días idénticos que no recordábamos las tormentas del año anterior. Volvimos a pedirle al tío John que friera un huevo en la acera, así que al menos de eso nos acordábamos. La familia de Hope había venido de Siria. Cuesta imaginar que se pusieran a charlar del clima de Texas en verano. O a explicar que los días son más largos en verano pero luego empiezan a acortarse. En mi familia nadie hablaba con nadie. El tío John y yo a veces comíamos juntos. Mi abuela Mamie comía en la cocina con mi hermanita pequeña, Sally. Mi madre y el abuelo, si comían, comían cada uno en su habitación, o por ahí en algún sitio. A veces nos íbamos dejando caer todos por el salón, para escuchar a Jack Benny o Bob Hope o la comedia de enredos de Fibber McGee y Molly. Pero incluso entonces nadie hablaba. Cada cual se reía solo y miraba el ojo verde de la radio como la gente mira ahora la televisión. O sea que de ninguna manera Hope y yo habíamos oído hablar del solsticio de verano, o de que en verano siempre llovía en El Paso. En mi casa nadie hablaba nunca de las estrellas, probablemente ni sabían que en verano a veces caen tantos meteoros en el cielo del norte. Las lluvias torrenciales desbordaron los arroyos y las zanjas de las cunetas, destruyeron el barrio de la fundición y se llevaron pollos y coches. Cuando llegaron los relámpagos y los truenos reaccionamos con un terror primario. Encogidas en el porche de Hope bajo unas mantas, escuchábamos los estallidos y los estruendos con asombro y fatalismo. No nos atrevíamos a mirar, nos abrazábamos temblando y nos obligábamos una a otra a abrir los ojos cuando los rayos iluminaban el cielo sobre el río Grande y caían en la cruz del monte Cristo Rey, o corrían en zigzag hasta romper en la chimenea
de la fundición. Crrrraaaaac. Pum. En ese mismo momento el trolebús de Mundy Street se cortocircuitó entre una cascada de chispas y todos los pasajeros se bajaron corriendo justo cuando empezaba a llover. Llovía y llovía. Llovió toda la noche. Se cortó el teléfono y se cortó la luz. Mi madre no vino a casa y el tío John no vino a casa. Mamie encendió la estufa de leña y cuando el abuelo llegó la tachó de idiota. Estamos sin electricidad, boba, no sin gas, pero ella negó con la cabeza. Nosotras la entendimos perfectamente. No se podía confiar en nada. Dormimos en unos catres en el porche de Hope. Y dormimos, aunque las dos juramos que habíamos estado despiertas toda la noche viendo la lluvia caer como una gran ventana de ladrillos de vidrio. Desayunamos en las dos casas. Mamie hizo bollos con salsa; en casa de Hope tomamos kibbe y pan sirio. Su abuela nos peinó con unas trenzas francesas tan tirantes que se nos quedaron los ojos achinados. Pasamos la mañana dando vueltas bajo la lluvia y luego temblando hasta que nos secábamos y volvíamos afuera. Nuestras abuelas salieron a ver cómo sus jardines quedaban barridos, chorreando por las tapias, por la calle. El agua rojiza con el barro de caliche enseguida cubrió las aceras y llegó hasta el quinto peldaño de la escalera de cemento que subía a nuestras casas. Saltábamos al agua, que estaba tibia y espesa como el cacao y nos arrastraba varias calles abajo, rápido, nuestras trenzas flotando. Salíamos, subíamos corriendo bajo la lluvia fría hasta la esquina de más arriba, y volvíamos a saltar al río de la calle que nos arrastraba de nuevo, y así una y otra vez. El silencio le dio a esa inundación una magia especialmente inquietante. Los trolebuses no podían circular y durante días no hubo coches. Hope y yo éramos las únicas niñas del barrio. Ella tenía seis hermanos, pero eran más mayores y estaban ayudando en la tienda de muebles o justo acababan de irse a algún sitio. En Upson Avenue vivían sobre todo obreros jubilados de la fundición o viudas mexicanas que apenas hablaban inglés, iban a misa en la Sagrada Familia por la mañana y por la tarde. Hope y yo teníamos toda la calle para nosotras. Patinábamos y jugábamos a
la rayuela y a las tabas. Por la mañana temprano o al caer la tarde las viejecitas salían al patio a regar las plantas, pero el resto del día se quedaban dentro de casa con las ventanas y las cortinas bien cerradas para combatir el terrible calor texano, y sobre todo el polvo rojizo del caliche y el humo de la fundición. Cada noche quemaban en la fundición. Nosotras nos sentábamos fuera cuando ya lucían las estrellas y entonces la chimenea empezaba a escupir llamas, seguidas de colosales borbotones convulsos de humo negro que oscurecía el cielo y velaba todo a nuestro alrededor. A decir verdad tenía su encanto, ver las bocanadas y las volutas en el cielo, pero nos escocían los ojos y el olor a azufre era tan fuerte que incluso nos entraban arcadas. A Hope siempre le entraban, pero solo fingía. Por dar una idea de lo espantoso que era cada noche, cuando en el noticiero del teatro de la plaza pusieron imágenes de la primera bomba atómica, algún bromista mexicano chilló: “¡Mira, la fundición!”. Las lluvias dieron una tregua y entonces fue cuando se produjo el segundo fenómeno. Nuestras abuelas palearon la tierra y barrieron la acera. Mamie era un ama de casa terrible. –Siempre ha tenido criados de color, es por eso –decía mi madre. –¡Y tú tenías a papá! Eso no le hizo ninguna gracia.
–No voy a perder el tiempo limpiando este vertedero infestado de cucarachas. Aun así Mamie se esmeraba con el patio, barriendo los escalones y la acera, regando su jardincito. A veces la señora Abraham estaba justo al otro lado de la cerca, pero las dos hacían como si no se vieran. Mamie no se fiaba de los extranjeros y la abuela de Hope odiaba a los americanos. A mí me tenía cariño porque la hacía reír. Un día todos los niños estaban en fila en la cocina esperando a que la abuela les repartiera kibbe en pan caliente recién hecho. Me puse a la cola y antes de darse cuenta me sirvió. Así era también como conseguía que me cepillaran y me trenzaran el pelo todas las mañanas. La primera vez se hizo la despistada, en sirio me pidió que me quedara quieta, me atizó en la cabeza con el cepillo. Había un solar vacío junto a la casa de los Haddad. En verano se plagaba de mala hierba, unos zarzales tremendos que te quitaban las ganas de entrar ahí. En otoño y en invierno se veía que el suelo de la parcela estaba alfombrado de cristales rotos. Azules, marrones, verdes. Sobre todo eran botellas que el hermano de Hope y sus amigos usaban de blanco con la escopeta de balines, pero también envases que la gente tiraba. Hope y yo buscábamos cascos retornables para canjearlos en las tiendas, y las viejecitas llevaban el
vidrio al mercado de Sunshine en sus cestos mexicanos descoloridos, pero en aquellos tiempos la mayoría de la gente se bebía un refresco y luego tiraba la botella en cualquier sitio. A cada rato, de los coches volaban botellas de cerveza que se estrellaban con pequeñas explosiones. Ahora entiendo que debía de ser porque oscurecía muy tarde, mucho después de que las dos hubiésemos cenado. Volvíamos a estar en la calle, en cuclillas en la acera, jugando a las tabas. Durante unos días nada más, tumbadas casi a ras del suelo, alcanzamos a ver por entre las hierbas justo en el momento en que el sol iluminaba el mosaico de cristales que cubrían el solar. Al sesgo, brillando como a través de la vidriera de una catedral. Ese espectáculo mágico duró solo unos minutos, solo ocurrió dos días. –¡Mira! –exclamó Hope la primera vez. Nos quedamos mudas, paralizadas. Yo apretaba las tabas en un puño sudoroso. Ella sostenía la bola de golf en alto, como la Estatua de la Libertad. Contemplamos el caleidoscopio de color que se desplegaba ante nosotras centelleante, luego tenue y difuso hasta que se desvaneció. Al día siguiente volvió a suceder, pero al otro el sol se diluyó en la penumbra discretamente sin más. Poco después de los cristales de
colores o tal vez antes, en la fundición empezaron temprano a quemar. Quemaban a la misma hora cada noche, por supuesto, a las nueve en punto, pero nosotras no nos dábamos cuenta. Esa tarde estábamos sentadas en los escalones de mi casa, quitándonos los patines, cuando el cochazo frenó junto a la acera. Un Lincoln negro reluciente. Al volante iba un hombre con sombrero. Bajó la ventanilla al llegar cerca de nosotras. –Ventanillas eléctricas –observó Hope. Nos preguntó quién vivía en la casa. –No se lo digas –me susurró Hope, pero yo contesté. –El doctor Moynahan. –¿Está en casa? –No hay nadie, solo mi madre. –¿Por un casual se llama Mary Moynahan? –Mary Smith. Mi padre es teniente en la guerra. Estamos aquí hasta que vuelva –dije. El hombre bajó del coche. Llevaba un traje con chaleco y reloj de bolsillo, una camisa blanca almidonada. Nos dio un dólar de plata a cada una. No teníamos ni idea de lo que eran. Fue él quien nos dijo que eran dólares. –¿Sirven para comprar en una tienda? –preguntó Hope. El hombre dijo que sí. Subió las escaleras y llamó a la puerta. Como no
hubo respuesta giró la manivela de metal oxidada que hacía sonar el timbre. Al cabo de un rato se abrió la puerta. Oí que mi madre hablaba enojada, aunque no pudimos entender gran cosa, y que después cerraba de un portazo. Cuando el hombre volvió a bajar nos dio otro dólar de plata a cada una. –Disculpadme. Debería haberme presentado. Soy F. B. Moynahan, tu tío. –Yo soy Lu. Esta es Hope. Me preguntó dónde estaba Mamie, y le dije que en la Primera Iglesia Baptista Texana, enfrente de la biblioteca del centro. –Gracias –dijo, y se fue en el coche. Las dos nos guardamos nuestros dólares en el calcetín. Justo a tiempo, porque mi madre bajó corriendo la escalera, con los rulos en el pelo. –Ese era tu tío Fortunatus, la serpiente. No te atrevas a decirle a nadie que ha venido. ¿Me oyes? –asentí. Me pegó un cachete en el hombro y otro en la espalda–. No le digas una sola palabra a Mamie. Tu tío le rompió el corazón cuando se fue. Los dejó aquí a todos para que se murieran de hambre. Se llevaría un disgusto. Ni una palabra. ¿Entiendes? Asentí otra vez. –¡Contéstame! –No diré una palabra. Me dio otro cachete de propina y volvió a subir las escaleras.
Más tarde estaban todos en casa, cada uno en su habitación como de costumbre. La casa tenía cuatro dormitorios a la izquierda de un largo pasillo, un cuarto de baño al final, y la cocina, el comedor y el salón al otro lado. El pasillo siempre estaba oscuro. Negro como boca de lobo por la noche, durante el día rojo sangre por el resplandor que entraba a través del montante de vidrio esmerilado de la puerta. A mí me aterrorizaba ir al cuarto de baño hasta que el tío John me enseñó a empezar en la puerta principal, susurrando sin parar “Dios me protege, Dios me protege”, y correr como alma que lleva el diablo. Ese día fui de puntillas porque en el dormitorio que daba a la fachada mi madre le estaba contando al tío John que Fortie se había presentado en casa. John se lamentó de no haber estado para pegarle un tiro. Luego me paré delante de la puerta de la habitación de Mamie. Estaba cantándole a Sally una nana. Tan dulce.Way down in Missoura when my mammy sung to me… Cuando salí del cuarto de baño oí al tío John en la habitación del abuelo. Me quedé escuchando cómo el abuelo le contaba que Fortunatus había intentado entrar en el Club Elks, y que había mandado que le dijeran que se marchara o llamaría a la Policía. Siguieron hablando pero ya no oí lo que decían. Solo el gorgoteo del bourbon en los vasos. Finalmente el tío John vino a la cocina. Tomé té helado mientras él bebía. Puso una ramita de hierbabuena en su vaso para que Mamie pensara que también estaba tomando té. Me contó que el tío Fortunatus se había marchado de casa hacía muchos, muchos años, justo cuando más lo necesitaban. Tanto John como el abuelo bebían mucho y no podían trabajar. El tío Tyler y Fortunatus mantuvieron a la familia hasta que Fortunatus se largó a California en plena noche. En la nota que dejó decía que se había hartado de la escoria de los Moynahan. No les mandó dinero, ni siquiera una carta, y tampoco vino a casa cuando Mamie estuvo a punto de morir. Ahora era presidente de una compañía ferroviaria. –Mejor que no menciones que lo has visto –me dijo el tío John. Fueron todos al salón para escuchar el programa de Jack Benny. Sally seguía durmiendo. Mamie se sentó en su sillita, con la Biblia abierta como de costumbre, pero no estaba leyendo. Solo la miraba, y había una expresión de felicidad en su cara arrugada. Comprendí que el tío Fortunatus la había encontrado y había hablado con ella. Cuando levantó la vista, le sonreí. Ella me sonrió también y volvió a bajar la mirada. Mi madre estaba de pie en la puerta, fumando. Esas sonrisas la pusieron nerviosa y empezó a hacerme gestos de ¡chitón! y muecas a espaldas de Mamie. Me quedé mirándola perpleja como si no tuviera ni idea de lo que quería decirme. El abuelo escuchaba la radio y se reía con Jack Benny. Ya estaba borracho. Balanceándose con fuerza en su mecedora de cuero, iba rasgando tiras del periódico y las quemaba en el gran cenicero rojo. El tío John estaba bebiendo y fumando en
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DOMINGO
14 DE ABRIL DE 2019 GUATEMALA
Gracias por la luz
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DOMINGO 14 DE ABRIL DE 2019 GUATEMALA
POR F. SCOTT FITZGERALD
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la puerta del comedor, contemplando la escena. No hacía caso a las señales de mi madre pidiéndole que me sacara de allí. Supuse que también había visto que Mamie sonreía. Mi madre me hacía gestos para que me largara. Actué como si no me diera cuenta y canté a coro con el anuncio de Fitch. “¡Si te rasca la cabeza, no te piques! ¡Fítchate bien! ¡Usa la cabeza! ¡Salva la cabellera! ¡Usa champú Fitch!” Ella me miró con tanta rabia que no pude aguantar más y me saqué un dólar de plata del calcetín. –¡Eh, abuelo, mira lo q que tengo! Él dejó de balancearse. –¿De dónde lo has sacado? ¿Has robado ese dinero con los árabes de al lado? –No. ¡Es un regalo! Mi madre me estaba abofeteando. –¡Maldita mocosa! Me sacó a rastras del salón y me echó a la calle de un empujón. Recuerdo que me llevaba agarrada del cuello como a un gato, pero ya estaba muy grande así que no creo que sea verdad. En cuanto puse un pie fuera, Hope me chilló para que fuese corriendo. –¡Hoy queman temprano! –a eso me refiero cuando digo que pensábamos que era temprano. Simplemente no había oscurecido. Inmensas bocanadas y remolinos de humo negro se levantaban desde la chimenea hacia lo alto del cielo, girando y derramándose a una velocidad tremenda en vaharadas sobre nuestro barrio como si cayera la noche de pronto y tenebrosas volutas treparan hasta los tejados y se colaran por los callejones. El humo se diluyó y bailó y se extendió más allá cubriendo todo el centro. Ninguna de las dos podíamos movernos. Nos lloraban los ojos por el escozor inmundo y el hedor de los vapores del azufre. Sin embargo, mientras el humo se disipaba hacia el resto de la ciudad, a la vez se iluminó al trasluz igual que cuando el sol encendía los cristales rotos, y también el humo se volvió de colores. Azules y verdes preciosos, y el violeta irisado y el verde fosforescente de la gasolina en los charcos. Un fogonazo amarillo y un fulgor rojizo, pero luego el cielo se tiñó de un suave resplandor verdoso que se reflejaba en nuestras caras. –¡Puaj! Se te han puesto los ojos de todos esos colores –dijo Hope. Mentí y le dije que los suyos también, pero sus ojos eran más negros que
nunca. Mis ojos claros cambian de color, así que probablemente adquirieron las tonalidades de las espirales de humo. Nosotras nunca hablábamos por hablar como la mayoría de las niñas. Ni siquiera hablábamos mucho. Sé que no dijimos una palabra de la terrible belleza del humo o de los cristales resplandecientes. De pronto estaba oscuro y se había hecho tarde. Las dos volvimos adentro. El tío John dormía en el balancín del porche. Nuestra casa era calurosa y olía a cigarrillos y azufre y bourbon. Me metí en la cama al lado de mi madre y me dormí. Como a mitad de la noche el tío John me zarandeó para despertarme y me llevó fuera. –Despierta a tu amiga Hope –susurró. Lancé una piedra a su persiana y en cuestión de segundos salió con nosotros. El tío John nos llevó hasta el césped y nos dijo que nos tumbáramos. –Cerrad los ojos. ¿Ya están cerrados? –Sí. –Sí. –Vale, ahora abridlos y mirad el cielo, a la altura de Randolph Street. Abrimos los ojos y contemplamos el cielo claro de Texas. Estrellas. El cielo estaba tan lleno de estrellas que algunas parecían saltar desde el borde, precipitándose en la noche. Docenas, cientos, millones de estrellas fugaces hasta que poco a poco las cubrió un velo de nubes y suavemente otras nubes fueron cubriendo el firmamento. –Dulces sueños –nos susurró mi tío cuando nos mandó de vuelta a la cama. Por la mañana estaba lloviendo otra vez. Diluvió la semana entera hasta que al final nos cansamos de pasar frío y embarrarnos y acabamos gastando los dólares de plata en el cine. El día que Hope y yo llegamos a casa después de ver Piratas del mar Caribee mi padre había vuelto sano y salvo de la guerra. Muy pronto nos fuimos a vivir a Arizona, así que no sé qué pasó en Texas el verano siguiente. *Lucia Berlin (Juneau, Alaska, 1936-Marina del Rey, California, 2004), entre su obra destaca el libro de cuentos “Manual para mujeres de la limpieza”. Alfaguara acaba de publicar “Una noche en el paraíso”, volumen que reúne un puñado de relatos hasta ahora inéditos en español.
a señora Hanson era una mujer atractiva y un poco estropeada de cuarenta años que vendía fajas y corsés desplazándose desde Chicago. Durante muchos años trabajó entre Toledo, Lima, Springfield, Columbus, Indianápolis y Fort Wayne, y su traslado a la zona de Iowa, Kansas y Missouri fue un ascenso, pues su empresa estaba más arraigada al oeste del río Ohio. En el Este, sin embargo, había disfrutado de la confianza de sus clientes, y a menudo le ofrecían una copa o un cigarrillo en la oficina del comprador cuando cerraban el trato. Pero pronto descubrió que en su nueva zona las cosas eran distintas. No solo nunca le dijeron si quería fumar, sino que, más de una vez, a su propia pregunta de si les importaría que fumara, le respondieron, como pidiendo disculpas: –No es que me importe, pero sería una mala influencia para las empleadas. –Ah, sí, claro. Entiendo. Fumar, para ella, significaba mucho en determinados momentos. Trabajaba mucho y fumarse un cigarrillo le servía de descanso y la relajaba psicológicamente. Era viuda y no tenía parientes próximos a quienes escribirles a la caída de la tarde, y más de una película a la semana le dañaba la vista, así que fumar se había convertido en un signo de puntuación importante en la frase larguísima de un día en la carretera. La última semana de su primer viaje a su nueva zona la sorprendió en Kansas City. Era a mediados de agosto,
se sentía un poco sola entre todos los nuevos contactos de los últimos quince días, y se alegró de encontrar en el mostrador de una empresa a una mujer a la que había conocido en Chicago. Se sentó un momento antes de que anunciaran que estaba allí y, en el curso de la conversación, indagó un poco sobre el hombre con el que se iba a entrevistar. –¿Le importará que fume? –¿Cómo? Santo Dios, ¡sí! –dijo su amiga–. Da dinero para apoyar la ley antitabaco. –Ah. Bueno, te agradezco, y mucho, la advertencia. –Es algo que tienes que tener en cuenta en toda esta zona –dijo su amiga–. Especialmente con los hombres de más de cincuenta años. Los que no fueron a la guerra. Una vez un hombre me dijo que nadie que hubiera estado en la guerra le diría a nadie que no fumara. Pero en la siguiente cita la señora Hanson tropezó con la excepción. Parecía un joven muy agradable, pero fijó los ojos con tanta fascinación en el cigarrillo que ella golpeaba en la uña del dedo pulgar que se lo guardó. La recompensa fue que el joven la invitó a comer y en ese espacio de tiempo consiguió un pedido importante. Y luego el joven insistió en llevarla en su coche a la cita siguiente, aunque ella tenía pensado meterse en algún hotel de los alrededores y dar unas caladas en el cuarto de baño. Era uno de esos días en que todo el mundo te hace esperar; todos estaban muy ocupados, llegaban tarde, y parecía que, cuando hacían acto de presencia,
eran de ese tipo de hombres con cara de matones a quienes no les gustan los excesos del prójimo, o eran mujeres que de buena o mala gana aceptaban las ideas de esos hombres. Llevaba sin fumar desde el desayuno y de pronto se dio cuenta de que ese era el motivo de que sintiera una vaga insatisfacción al final de cada visita, sin importarle lo favorable que hubiera resultado desde el punto de vista profesional. En voz alta decía: “Cubrimos, a nuestro juicio, un campo diferente. Se trata de caucho y tela, sí, pero hemos logrado conciliarlos de una forma distinta. El crecimiento de un treinta por ciento en publicidad a nivel nacional en un año habla por sí solo.” Y pensaba: Si pudiera pegar tres caladas sería capaz de vender fajas pasadas de moda, con ballenas. Le quedaba una tienda que visitar, pero faltaba media hora para la cita. Tenía tiempo para ir a su hotel, pero, al no haber ningún taxi a la vista, echó a andar calle arriba, pensando: Quizá debería dejar el tabaco. Me estoy convirtiendo en una drogadicta. Y entonces vio la catedral católica. Parecía muy alta… De pronto, le vino una inspiración: si tanto incienso se había elevado a Dios en aquellos chapiteles, un poco de humo en el atrio no tendría importancia. ¿Cómo iba a molestarle a Nuestro Señor que una mujer cansada diera unas cuantas caladas en el atrio? Sin embargo, aunque no era católica, la idea le resultaba ofensiva. Que se fumara un cigarrillo parecía importar poco frente al hecho de que si lo hacía
podía ofender a un montón de gente. Pero… A Dios no le molestaría, pensaba una y otra vez. En Su tiempo ni siquiera habían descubierto el tabaco… Entró en la iglesia; el atrio estaba a oscuras y la señora Hanson buscó un fósforo en el bolso, pero no tenía. Iré y encenderé el cigarrillo en una de las velas, pensó. Una única mancha de luz en un rincón rompía la oscuridad de la nave. Se acercó a través de la nave al resplandor nebuloso y se encontró con que no procedía de las velas y que, en todo caso, no duraría mucho: un anciano estaba a punto de apagar la última lámpara de aceite. –Son ofrendas votivas –dijo–. Las apagamos de noche. Flotan en el aceite y pensamos que la gente que las enciende prefiere que las reservemos para el día siguiente, en vez de dejarlas arder toda la noche. –Lo entiendo. Apagó la última. No quedaba ninguna luz en la catedral, salvo una lámpara eléctrica en las alturas y la lamparilla siempre encendida ante el sacramento. –Buenas noches –dijo el sacristán. –Buenas noches. –Supongo que ha venido a rezar. –Sí. El hombre entró en la sacristía. La señora Hanson se arrodilló y rezó. Hacía mucho tiempo que no rezaba. No sabía muy bien por qué rezar, así que rezó por su jefe, y por los clientes de Des Moines y de Kansas City. Cuando terminó de rezar, de rodillas, se enderezó. No tenía costumbre de rezar. La imagen de la Virgen miraba desde lo
alto de un nicho, casi dos metros por encima de su cabeza. La señora Hanson la miró, distraída. Entonces se levantó y, de cansancio, se arrellanó en una esquina del banco. En su imaginación la Virgen bajaba, como en el drama El milagro, y ocupaba su puesto y vendía fajas y corsés y estaba tan cansada como ella. Y entonces debió de quedarse dormida. Despertó con la conciencia de que algo había cambiado; y solo poco a poco percibió en el aire un aroma familiar que no era a incienso y se dio cuenta de que le quemaban los dedos. Y entonces vio que el cigarrillo que tenía en la mano estaba encendido. Demasiado adormilada todavía para pensar, dio una calada para avivar la llama. Y volvió a mirar el nicho impreciso de la Virgen, en la penumbra. –Gracias por la luz, gracias por el fuego. No le pareció suficiente, así que se arrodilló, con el cigarrillo entre los dedos y el humo ascendiendo en volutas. – Gracias, de verdad, por la luz –repitió. (1936) *F. Scott Fitzgerald (Saint Paul, Minnesota, 1896-Hollywood, California, 1940). Autor de “El gran Gatsby”, “El crucero de la Chatarra Rodante”, “Historias de Pat Hobby”, “El último magnate” y “El CrackUp”, entre otros libros. Este relato pertenece a la antología “Moriría por ti y otros cuentos perdidos” (Anagrama, 2018).
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DOMINGO
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Ceniciento
DOMINGO 14 DE ABRIL DE 2019 GUATEMALA
POR LUIS EDUARDO RIVERA
E
n general, el sábado, para mucha gente, es sinónimo de descanso; para mí, significaba chamba. Yo trabajaba como organista de Los Desenfrenados, el conjunto de rocklatino que por aquellos días hacía furor en las fiestas de la capital. Como cualquier trabajo, a menudo podía resultar agotador y hasta repetitivo, pero tampoco puedo decir que me la pasaba mal, más bien era todo lo contrario. Nuestro repertorio, sazonado con los alaridos y payasadas de mis compañeros, era muy apreciado entre los animadores de las emisoras juveniles. De manera que, como el grupo de moda que éramos, no había fin de semana en el que no estuviéramos contratados para tocar en alguna parte. Ese sábado, por ejemplo, tocábamos en una boda, otra más entre tantas de las familias adineradas que nos llamaban para amenizar sus fiestas por dos razones de peso: una, porque estábamos en la cima del hit paradee local y, dos, porque era sabido que con nosotros el reventón estaba asegurado. Por algo cobrábamos caro, y también por algo nos llamábamos Los Desenfrenados. En el centro del inmenso jardín, por cierto, muy bien cuidado, se había instalado la pista de baile, cubierta de un toldo de lona. Nosotros, sobre el estrado, interpretábamos nuestra versión tropicalizada de Hey Jude. Los meseros circulaban entre los invitados, cargando bandejas con bebida y boquitas. Los trajes caros y las joyas relucían alrededor de las mesas. De pronto, alguien gritó “¡Ya vienen los novios!” y la gente comenzó a ponerse de pie. De nuestro lado, como lo reclama la tradición, nos arrancamos con la resobadísima Marcha Nupcial. Los recién casados se abrían paso en medio de una avalancha de felicitaciones y abrazos. Por fin llegaron hasta la pista de baile y nosotros, para variar, le entramos al vals de rigor. Yo, prácticamente no había puesto los ojos en los agasajados, prefería más bien pasar revista entre las invitadas jóvenes que, por la edad, se perfilaban como potenciales admiradoras de Los Desenfrenados. Tocaba despreocupadamente mi pequeño órgano eléctrico, mientras pensaba en lo ridículo que siempre me habían parecidos los ambientes nupciales. La novia, dejándose llevar entre los brazos de su sonriente marido, pasó a unos centímetros de mí, justo cuando yo levantaba la vista. Nuestras miradas se cruzaron por un instante. Entonces, la reconocí. Pude ver cómo la sorpresa aparecía dibujada en su cara. Es probable que ella también haya descubierto en la
mía un gesto similar, porque durante el tiempo que duró el vals, percibí que me dirigía furtivas miradas por encima del hombro de su recién consorte. Habían pasado cinco años. ***
El ConejoMuñoz, o que también era amigo de la Rosy, había prometido acompañarme, pero a última hora el pinche dientudo se me había rajado. Así que no me quedó más remedio que venir solo. No conocía a nadie, ni era el tipo de fiestas al que solía asistir, pero ya que estaba ahí, pues ni modo. “Me zampo un par de tragos, me dije, felicito a la Rosy y después me retacho.” Con un jaibol en la mano, me iba abriendo paso como podía, entre una aglomeración de smokingss y vestidos de noche, mientras que en mi olfato se mezclaban olores de perfumes y fijadores de pelo. Un poco sacado de onda, buscaba a la Rosy, la única razón por la que me encontraba perdido en esa jungla de aromas importados. Era su fiesta de graduación, mejor dicho era la fiesta de graduación del Wordsworth School y la Rosy formaba parte de esa promoción de secretarias ejecutivas, que era como decir la nueva camada de niñas de buenas familias que, como suele ocurrir, culminarían su carrera en flamantes esposas o en amantes de sus futuros jefes. Y de pronto, la vi, pero no a la Rosy, sino a una maravillosa aparición. Me quedé alelado. La sangre se me disparó a la cabeza. Ella bailaba con un mono más o menos de mi edad. Tuve que reprimir el impulso de correr al centro de la pista y zamparle un empujón al pendejo que tan horriblemente se contorsionaba a su lado. No me quedó más remedio que esperar a que la orquesta dejara de tocar. Mientras admiraba ondular su cabellera al ritmo de la música, apenas lograba retener la impaciencia de mis pies y el deseo de pasar mi mano alrededor de su cintura. Cuando la orquesta se detuvo, yo, casi hipnotizado y con inusitada sangre fría, me lancé al ataque. El contorsionista no tuvo más remedio que aceptar su derrota por knock-outt técnico, no sin antes fulminarme con ojos asesinos, al ver cómo mi aparición se colgaba de mi brazo con toda naturalidad. Desde el primer momento sintonizamos a la perfección. Y yo, me comporté con una audacia que nunca había tenido, ni después he vuelto a experimentar, sobre todo en esa época, en la que andaba medio acomplejado por mi cuerpo tan enclenque y una miopía que me obligaba a cargar dos culos de botella delante de los ojos. La muchacha me había literal-
mente hechizado, aunque, sin duda, también los jaiboles habían tenido algo que ver en mi comportamiento. ¿Cómo había logrado superar mi timidez y lanzarme en forma tan decidida a la conquista? ¿Cómo era capaz de demostrar una desenvoltura que en general no poseía? Ignoraba de dónde me salía tanto encanto. Yo, que por lo regular era más bien timorato en asuntos de seducción, hasta me daba el lujo de introducir ciertos alardes de conversador y otros recursos de frivolidad mundana. Carajo, no me lo podía creer. Qué lástima que el Conejo no me estuviera viendo, se le habrían caído los dientes de la envida. Ocurrió lo que regularmente ocurre en estos ligues de fiestas estudiantiles, cuando la corriente fluye favorablemente en nuestra dirección: bailamos cada vez más pegaditos, nos lanzamos risitas cómplices, hablamos cada vez más bajito. Recuerdo que hasta le susurré canciones al oído y le mordí varias veces el lóbulo de una oreja, y por si esto fuera poco, logré colocarle algunos besitos furtivos en la mejilla que tenía más al alcance. Pero la cabrona realidad se hallaba a pocos pasos de nosotros y no tuve más remedio que someterme a la crudeza de sus designios. A eso de medianoche, la chava me pidió que por favor la esperara un ratito, que tenía que consultar algo. Yo supuse que lo que tenía eran ganas de ir all pipis room. Ya se sabe lo delicadas que son las mujeres para estas cosas; en vez de decirle a uno directamente, “ahora vuelvo, solo voy al baño”, se excusan diciendo que tienen que consultar algo. De modo que, con un gesto de perdonavidas, y sintiéndome la reencarnación de
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elacordeón Marlon Brando en sus mejores tiempos, me quedé parqueado, ronroneando de orgullo en una esquina del salón, mientras le deba tiempo a mi dama para que terminara su famosa consulta. Cuando volvió, noté que traía una expresión de fastidio. Me dijo que sus padres ya se iban, así que ella también estaba obligada a marcharse; “sin embargo, añadió, hay una solución: mi papi me permite quedarme un rato más si, luego, tú me acompañas en tu coche.” Me quedé petrificado. La palabra coche resonó en mis oídos como un martillazo. La palabra cochee me convenció de una vez por todas que ya no podía seguir jugando al joven y desenvuelto príncipe encantado, al precoz don Juan de niñas ricas. La palabra coche, simplemente, había echado a perder mi actuación, hasta ese momento impecable. La palabra cochee me había bajado violentamente de las nubes y hundido los pies sobre la tierra. Hubiera querido responderle que sí, que no había problema, que mi Volkswagen –para no exagerar en la marca- estaba a su disposición, que la acompañaría a su casa cuando quisiera, y que tal vez, al día siguiente, si sus padres lo permitían, pasaría a buscarla para llevarla comer a algún restaurante muy íntimo de la Zona Viva, o bien, podríamos ir a bailar a una discoteca de la avenida de Las Américas. Pero la hija de puta palabra cochee seguía retumbando en mis oídos como un escopetazo y me había cambiado violentamente el rollo de la película y mi papel de príncipe encantado. Ahora, ya no me quedaba más que mudar de personaje, encarnando mi verdadero rol de eterno ceniciento, de chavo clasemediero, tímido, provinciano, flaco, miope y, lo peor de todo: sin coche. Así que no tuve más remedio que confesarle mi pecado: que no tenía ídem. Pude notar que no dejó de molestarle mi respuesta, ignoro si fue a causa de mi carencia de vehículo, o porque, de ese modo, ella estaba obligada a marcharse con sus padres. Pero, aún en medio de mi turbación, alcancé a garrapatear en un papel su número de teléfono y le prometí que la llamaría al día siguiente, lo cual, naturalmente, nunca hice. ¿Cómo iba a hacerlo, si, para comenzar, ni siquiera contaba con una pendeja bicicleta para movilizarme, si apenas tenía con qué pagar el bus para volver a mi casa? Poco más tarde, luego de algunos jaiboles adicionales, yo también me largué de la fiesta. Salí tan borracho que hasta me olvidé de buscar a la Rosy para felicitarla. *Luis Eduardo Rivera. Escritor guatemalteco. Autor de “Velador de noche / soñador de día”, “Oficio de lector”, “Servicios ejemplares”, “Salida de emergencia”, entre otros libros.
Forrest Gump chapín… POR ROGELIO SALAZAR DE LEÓN
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uando ganó su primera elección, su brillo ya comenzaba a declinar, así como una moneda comienza a ensuciarse; haber ejercido de yerno de alguien que hacía de “la mano negra” lo había hecho sentirse más favorecido de lo que realmente fue alguna vez. Un carácter, una inteligencia y un temperamento más bien agarrotados fueron maquillándose gracias a una impostura de seriedad, a una actitud de apego a la verdad y a un rictus a veces de certeza, a veces de crispación y a veces de evasión, todo lo cual le valió llegar a jugar el papel protagónico de un líder. Su camino ha sido lento, de modo que sin llegar a la perfección tuvo el tiempo suficiente para ir practicando sus sonrisas, sus gestos, sus poses, mas no así sus erres; francamente su ruta ha sido la que va desde un yo congraciador hasta un yo prepotente, y este camino lo ha llevado a conseguir un empleo regular como representante de un pueblo al que le gusta ver de lejos, a lo mejor a conseguir una buena cantidad de billetes y, tal vez también, a acostarse con alguna que otra mientras tanto; lo más seguro es que los billetes no han sido tantos como él quisiera, ni las entregas femeninas lo sinceras que él se imagina que han sido. En su recorrido conoció o ha conocido a tontas y tontos, a otros que se hacían pasar por chicos duros, chicos desenvueltos o chicos listos pero todos, sin excepción, acomodaticios de risa fácil que se amoldaban a la ética que hiciera falta, ya sea a la del congraciador o a la del prepotente, haciéndose pasar por suaves, por duros, por fuertes, por sabios o por lo que hiciera falta, porque, en honor a la verdad, ni el líder ni su tropa habían estado nunca en eso que podría llamarse un foro científico ni un lío a puñetazos, pero, encantados los unos de los otros, de su familiaridad y, a lo mejor hasta de su intimidad, actuaban como si lo hubiesen estado y lo conocieran de primera mano. En lo que al líder se refiere su elocuencia no llegaba a alcanzar más de los sesenta segundos de corrido, y quienes mejor recibían estos estertores y fatigas eran las comercian-
tes de los mercados, quienes lo último que hacían, desde luego, era contar el tiempo antes de que empezara a titubear o tartamudear, cuando no, a decir inconveniencias y torpezas que, como se ha visto claramente, más de alguna vez han llegado a voltearse en su contra; debe señalarse que este líder no fue el tipo más listo que haya existido sobre la faz de la tierra y, bien vistas las cosas, sus dotes físicos han sido siempre dudosos, su encanto ha sido el encanto de la bisutería y su astucia ha sido la de llevar a su vera una mujer, j según g él, atractiva. Él siempre quiso vivir entre quienes lo consideraron prescindible, algo así como se considera a un empleado, como si siempre hubiese tenido que escuchar:
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14 DE ABRIL DE 2019 GUATEMALA
10 Mentiras elacordeón
DOMINGO 14 DE ABRIL DE 2019 GUATEMALA
POR J. M. COETZEE
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uerida Norma: Te escribo desde San Juan, en el único hotel que existe aquí. Esta tarde fui a visitar a mamá: en auto es un viaje de media hora por un camino tortuoso. Su estado es tan malo como suponía, incluso peor. No puede caminar sin bastón y, aun así, lo hace muy lentamente. Desde que volvió del hospital no pudo subir al piso alto. Duerme en el sofá de la sala. Trató de que le bajaran la cama, pero le dijeron que la habían construido ahí arriba y que si intentaban moverla la destrozarían. (¿Penélope no tenía una cama similar, la Penélope de Homero?). Todos sus libros y papeles están en el piso superior: abajo no hay lugar para ellos. Mamá se irrita y dice que quiere trabajar en su escritorio, pero no puede. Hay un hombre que se llama Pablo que ayuda en la huerta. Pregunté quién hace las compras. Ella dice que vive a pan y queso, más lo que se cosecha en la huerta, y que no necesita nada más. De todos modos, le dije, ¿no podría conseguir que alguna mujer de la aldea viniera para limpiar y cocinar? No quiso escucharme: dice que no tiene contacto con la gente de la aldea. ¿Y Pablo?, le dije. ¿No es él parte de la aldea? Pablo es responsabilidad mía, contestó, no forma parte de la aldea. Por lo que pude ver, Pablo duerme en la cocina. Vive medio en Babia como se dice eufemísticamente; quiero decir que es idiota, bobo. No he planteado aún la cuestión principal; quería hacerlo, pero no tuve coraje suficiente. Se lo diré mañana. No tengo demasiadas esperanzas. Mamá se muestra distante conmigo. Con perspicacia, creo, sospecha por qué vine. Que duermas bien. Cariños para los chicos. John –Mamá, ¿podemos hablar de las disposiciones que has tomado? ¿Podemos hablar del futuro? Sentada en su viejo y severo sillón, construido sin duda por el mismo carpintero que construyó la cama que no se puede trasladar, la madre no dice ni una palabra siquiera. –Te darás cuenta de que Helen y yo estamos preocupados por ti. Tuviste una caída grave y con el tiempo tendrás otras. Ya no vas para joven y esto de vivir sola en una casa con escaleras empinadas en una aldea donde no te llevas bien con los vecinos… francamente no parece ya algo viable. –No vivo sola –responde la madre–. Pablo vive conmigo. Cuento con él. –Está bien, Pablo vive contigo, pero ¿puedes contar con él en caso de una emergencia? ¿Te sirvió de ayuda la última vez? Si no hubieras podido telefonear al hospital, ¿dónde estarías ahora? En el mismo momento de pronunciar esas palabras, se da cuenta de que ha cometido un error. –¿Que dónde estaría? –replica la madre–. Da la impresión de que sabes la respuesta, entonces, ¿por qué me lo preguntas? Supongo que estaría bajo tierra, devorada por los gusanos. ¿Eso es lo que esperabas oír? –Por favor, mamá, tienes que ser razonable. Helen ha estado averiguando y ha ubicado dos lugares que no están muy lejos de su casa donde te cuidarían bien y donde ella cree que te sentirías a gusto. ¿Me dejas contarte? –Dos lugares. Cuando dices lugares, ¿quieres decir instituciones? ¿Instituciones en las que me sentiría a gusto? –Mamá, puedes llamarlas como se te antoje, puedes burlarte de Helen y de mí, pero no puedes modificar los hechos, los hechos de la vida. Ya tuviste un accidente grave y todavía estás sufriendo las consecuencias. Tu estado general no va a mejorar. Por el contrario, lo más probable es que empeore. ¿Te imaginas lo que sería quedar postrada en esta aldea dejada de la mano de Dios contando solo con Pablo para atenderte? ¿Has pensado en lo que sería para Helen y para mí saber que necesitas que te cuiden y no poder hacerlo? No podemos venir volando miles de kilómetros todos los fines de semana, ¿no es cierto? –No espero que lo hagáis.
–Tú no lo esperas, pero es lo que tendremos que hacer, es lo que uno hace cuando ama a alguien. Hazme entonces el favor de escucharme con calma mientras te explico las alternativas. Mañana, o pasado mañana o el día después, dejaremos este lugar y nos iremos a Niza, a casa de Helen. Antes de partir, te ayudaré a empacar todo lo que es importante para ti, todo lo que quieras conservar. Lo pondremos en cajas y lo dejaremos listo para que lo envíen apenas te instales. Una vez en Niza, te llevaremos a ver los dos hogares que te mencioné; uno en Antibes y el otro en las afueras de Grasse. Podrás recorrerlos y ver qué te parecen. No te vamos a presionar, de ninguna manera. Si no te gusta ninguno de los dos, puedes quedarte en casa de Helen mientras buscamos otro; hay mucho tiempo. Lo único que queremos es que estés conforme, conforme y protegida; ése es el fin. Queremos estar seguros de que, si hay algún percance, tendrás alguien cerca que te cuide. Sé de sobra que no te gustan esas instituciones. Tampoco a mí; ni a Helen. Pero llega un momento de la vida en el que tenemos que transigir y hallar un punto intermedio entre lo que queremos y lo que es conveniente, entre la independencia y la protección. Aquí en España, en esta aldea, en esta casa, careces totalmente de seguridad. Sé que no estás de acuerdo, pero esa es la cruda realidad. Podrías enfermarte y nadie se enteraría. Podrías tener otra caída y quedar inconsciente con los miembros fracturados. Podrías morirte. La madre hace un gesto con la mano, como si descartara esa posibilidad. –Los lugares que te proponemos no son instituciones al estilo antiguo. Están bien instaladas, bien dirigidas, tienen supervisores. Son caras porque no reparan en gastos para cubrir a sus clientes. Uno paga y consigue así una atención de primera. Si los gastos generaran alguna dificultad, Helen y yo haremos nuestro aporte. Tendrás un departamentito para ti; en Grasse también puedes tener un pequeño jardín propio. Puedes comer en el restaurante o hacer que te lleven la comida al departamento. En los dos lugares hay gimnasio y piscina; tienen servicio médico permanente, y también fisioterapeutas. No serán precisamente un paraíso, pero son lo más próximo al paraíso que puede pretender una persona en tu situación. –Mi situación –dice la madre–. ¿Cuál es exactamente mi situación, p para ti? Él levanta las manos exasperado. –¿Quieres que te lo diga? ¿Realmente quieres que lo diga? –Sí, aunque solo sea para cambiar, como un ejercicio, dime la verdad. –La verdad es que eres una anciana que necesita que la cuiden. Y un hombre como Pablo no puede hacerlo. –La madre niega con la cabeza. –No esa verdad. Quiero la otra verdad; la verdad sin rodeos. –¿La verdad sin rodeos? –Sí, la verdad sin rodeos. Querida Norma: “La verdad sin rodeos”, eso me pedía, o tal vez me imploraba. Sabe perfectamente cuál es, tanto como yo, de modo que
no tendría por qué resultarme difícil pronunciar las palabras concretas, pero me sentía irritado por tener que hacerlo: irritado por haber tenido que viajar tanto para cumplir una obligación que nadie nos agradecerá, ni a ti, ni a Helen ni a mí, al menos no en este mundo. Pero no pude. No pude decirle en la cara lo que no tengo dificultad alguna en escribirte aquí ahora: La verdad sin rodeos es que te estás muriendo. Que ya tienes un pie en la tumba. La verdad es que eres impotente y que mañana lo serás más aún, y que así seguirás día tras día, hasta que llegue un día en que no haya ayuda que te sirva. La verdad sin rodeos es que no estás en situación de negociar. Que no puedes decir “No” y detener la marcha del reloj. No puedes decirle “No” a la muerte. Cuando la muerte te dice “Ven”, tienes que agachar la cabeza y seguirla. Por lo tanto, acepta. Aprende a decir “Sí”. Cuando te digo que abandones la casa que ha sido tuya en España, que dejes los objetos que te son familiares, que vengas y aceptes vivir –sí– en una institución en la cual una enfermera de Guadalupe te despertará por la mañana con un vaso de jugo de naranjas y un saludo alegre (Quel ( beau jour, Madame Costello!), ! cuando te digo todo esto, no frunzas el ceño, no te empaques. Dime que sí. Que estás de acuerdo. Dime: “Estoy en vuestras manos”. Y aprovecha lo que puedas. Querida, llegará el día en que a nosotros también tendrán que decirnos la verdad, la verdad sin rodeos. ¿Hacemos un pacto? Prometámonos mutuamente que no nos mentiremos, que por difíciles que sean las palabras concretas, las pronunciaremos. La situación no va a mejorar; va a empeorar, y seguirá empeorando hasta que ya no pueda empeorar más, hasta que llegue lo peor de todo. Tu marido que te quiere, John *J. M. Coetzee. Escritor sudafricano ganador del Nobel. Ha publicado “Desgracia”, “Infancia”, “Juventud”, “Diario de un mal año”, entre otros libros. Este relato pertenece a “Siete cuentos morales” (El hilo de Ariadna/ Literatura Random House, 2018), su más reciente libro.
Cornelius Max pinta macacos
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elacordeón
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POR IGNACIO PADILLA
PRIMATES EN EL ARCA
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ornelius Max crio y pintó macacos en tiempos del emperador Francisco José. Quienes frecuentaron su finca en el lago Starnberger aseguran que allá vivían hasta obra de cincuenta primates, los más de ellos sanos y muchos de ellos en libertad, y otros cuantos embalsamados. Había que ver, dicen, qué era compartir manteles con tres orangutanes de Candaya, o qué recogerse a la alcoba para hallar un mico epigramático desmadejado sobre una almohada. Aquí se descubría una cuadrilla de babuinos refrescándose en las fuentes del jardín; acá sesteaba un gorila mayor que un capitán de dragones; acullá de improviso se descolgaba del balcón un chimpancé con dos claveles o un violín entre las garras. ¿Había más que hacer, después de esto, que toparse en los baños con una simia vestida a la española? ¿Cómo no pensar que esa mansión era un arca diluviana, si nos dicen que al ponerse el sol se juntaban en la sala ocho monos reverendos, cada uno más severo que el otro, meditando como si discurrieran razones graves de Estado? ¿Y cuál sería ver al pintor apoltronar a sus macacos en divanes y hacerles ministrar por criados de librea y guante? ¿Cómo sería escuchar los mil rebatos de esa barahúnda animal alzarse por encima del tejado y despeinar los olmos hasta que, llegada la hora, el artista convocaba sus primates al taller, de donde no salían hasta bien cerrada la noche? En verdad será mejor no dilatarse con lo que cuentan los que visitaron a Cornelius Max en esos años. Baste lo dicho para dejar sentado que, dondequiera y comoquiera que las cuenten, las historias cavernarias de los simios del lago Starnberger asombrarán a quien las escuche o las lea. ***
En la Pinacoteca de Múnich, según se entra por el ala de los Maestros de Paleta Oscura, hay un cuadro muy famoso de Cornelius Ritter von Max. Se llama El anatomista. En él, un médico contempla el cadáver de una muchacha y le alza a furto el sudario como si buscara despedirse de sus pechos, que todavía parecen palpitar con el eco de la vida que hasta hace nada los animaba. Sobre el hombro del médico, tan sombría que apenas se le puede distinguir, se asoma una mesilla de noche en la cual reposan dos cráneos: uno antropoide y otro claramente humano. Quieren los cronistas que ese óleo perturbador sea un autorretrato de Cornelius Max en velación de Ernestina, su primera esposa, asesinada por salteadores de caminos cuando paseaba por los bosques bávaros. Se dice que a partir de aquel crimen el pintor se abismó en la locura y la misantropía, y que esos años fueron acaso los más fecundos de su carrera. En su luto, Cornelius Max se dejó crecer la barba hasta el pecho, renunció a su cátedra en el Colegio de Artes y Oficios, y fue a instalarse con sus pinceles y sus simios y sus fantasmas en la finca junto al lago. En ese encierro extinguió aquel hombre su alegría reavivando su pasión juvenil por Schopenhauer, ahora sazonada con los dislates evolucionistas de Jean-Baptiste Lamarck y Lord Monboddo. Fue ahí también y entonces cuando el pintor se enfangó en el espiritismo y se dejó hipnotizar por los efluvios de la metempsicosis y la parapsicología. Es sabido asimismo que en el segundo aniversario del asesinato de Ernestina, Cornelius Max desposó a Diótima Bloch, su desleal ama de llaves, en una seca ceremonia sin besos ni valijas. Cuentan que esa misma noche, mientras la rústica Diótima barría las flores de su altar improvisado,
el artista fue investido Caballero del Imperio e iniciado con un vago tatuaje en la rama austriaca de la Sociedad Teosófica. POR EL CLAUSTRO DE STARNBERGER
En los años junto al lago la pasión del pintor por los animales creció tanto como su despecho por la especie humana. El abandono hinchó su melancolía. Cornelius Max no tardó en tener más clientes que amigos, se entregó al dolor y pobló su zoológico con infinidad de primates. Se esmeró, entretanto, por acarrearse el desdén de los críticos que antaño lo habían halagado: renunció a pintar escenas bíblicas, vendedoras de cirios y cristos compasivos, y comenzó a retratar macacos. De esas primeras incursiones, conocidas hoy como el Descenso Negro, data el cuadro Monos como críticos de arte, diatriba famosa contra la academia. En el cuadro, media docena de primates observan intrigados otro óleo al interior que representa a Abelardo y Eloísa, los desdichados amantes. Al parecer, ésta es la primera obra donde el artista imprime en los monos facciones de humanos conocidos o reconocibles. Muchos vendrán luego. Los críticos del momento, como era previsible, no encajaron nada bien la burla de Cornelius Max: concentrados en su indignación, pasaron por alto que la pareja de amantes en el cuadro dentro del cuadro no eran Abelardo y Eloísa, o no solamente, sino el pintor y la difunta Ernestina. Más tarde,
apenado quizá por haber ofendido a los simios con darles rasgos de críticos humanos, el artista cambió de rumbo y prefirió hermosear a sus monos antes que seguir afeando la miseria de los hombres. Un día pintó una bella simia en quien podía notarse también, más nítidos, si cabe, los rasgos de su primera esposa. Esa simia particular reaparecerá en muchos cuadros de Cornelius Ritter von Max, los más de ellos crispados de siniestra belleza y dotados de una semejanza indisputable con la infeliz muchacha acuchillada en los bosques de Baviera. En su libro de memorias Mi vida con el monstruo oscuro, una resentida Diótima Bloch anota que la simia guapa tantas veces retratada por su marido no era una simple figuración espectral de Ernestina. Era, escribe Diótima, un ser de carne y hueso; o peor aún, dos seres: nada menos que unas babuinas mellizas llamadas Laura y Susana, a las que Cornelius Max adoraba. Las monas habrían nacido pocos días después del asesinato de Ernestina, lo cual acentuaba no solo su macabra semejanza con la dama muerta sino el encono que Diótima mostraría siempre por ellas. Escribe además la viuda que, tras la muerte del pintor, halló en el taller de la finca a aquellas dos monas gemelas consumidas por la tristeza y el hambre. Desmiente esto el biógrafo de Cornelius Max y asegura que la segunda esposa del artista habría envenenado a esas pobres simias huérfanas. Culpable o no, fue sin duda Diótima Bloch quien las hizo embalsamar. Hoy es posible admirarlas en el Reiss Museum de Mannheim, donde esperan la resurrección de su peluda carne junto a más de mil fósiles y herramientas cuaternarias acumuladas por Cornelius Ritter von Max a lo largo de su vida.
*Ignacio Padilla (Ciudad de México, 1968-Querétaro, 2016). Publicó “Si volviesen Sus Majestades”, “Amphitryon”, “Espiral de artillería” y “El diablo y Cervantes”, entre otros libros. Este relato pertenece a “Lo volátil y las fauces” (Páginas de Espuma, 2018), libro inédito al momento de su muerte en un accidente automovilístico, que cierra “Micropedia” su proyecto más ambicioso.
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Colección de arena POR ITALO CALVINO
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ay una persona que colecciona arena. Viaja por el mundo y cuando llega a una playa marina, a las orillas de un río o de un lago, a un desierto, a una landa, recoge un puñado de arena y se la lleva. A su regreso le esperan, alineados en largos anaqueles, centenares de frasquitos de vidrio en los cuales la fina arena gris del Balatón, la blanquísima del golfo de Siam, la roja que en su curso el Gambia va depositando en Senegal despliegan su no vasta gama de colores esfumados, revelan una uniformidad de superficie lunar, no obstante las diferencias de granulosidad y consistencia, desde el sablón blanco y negro del Caspio, que parece empapado todavía de agua salada, hasta los minúsculos guijarros de Maratea, también blancos y negros, hasta la fina arena blanca punteada de caracolitos violeta de Turtle Bay, cerca de Malindi, en Kenia. En una exposición de colecciones raras presentada hace poco en París –colecciones de cencerros de vaca, juegos de lotería, cápsulas de botella, silbatos de terracota, billetes ferroviarios, trompos, envolturas de rollos de papel higiénico, distintivos colaboracionistas de la Ocupación, ranas embalsamadas–, la vitrina de la colección de arena era la menos llamativa, pero quizá la más misteriosa, la que parecía tener más que decir, aun a través del opaco silencio aprisionado en el vidrio de los frasquitos. Pasando revista a este florilegio de arena, el ojo solo percibe al principio
las muestras más llamativas: el color herrumbre del lecho seco de un río de Marruecos, el blanco y negro carbonífero de las islas Aran, o una mezcla cambiante de rojo, blanco, negro, gris que se anuncia en la etiqueta con un nombre más policromo todavía: Isla de Papagayos, México. Después las diferencias mínimas entre arena y arena obligan a una atención cada vez más absorta, y así se entra poco a poco en otra dimensión, en un mundo cuyos únicos horizontes son estas dunas en miniatura, donde una playa de piedrecitas rosas no es igual a otra playa de piedrecitas rosas (mezcladas con blancas en Cerdeña y en las islas de Granada del Caribe; mezcladas con grises en Solenzara, Córcega), y una extensión de minúsculos guijarros negros de Port Antonio, Jamaica, no es igual a la de la isla Lanzarote en las Canarias, ni a otra que viene de Argelia, tal vez del centro del desierto. Uno tiene la impresión de que este muestrario de la Waste Land universal está por revelarnos algo importante: ¿una descripción del mundo?, ¿un diario secreto del coleccionista?, ¿o mi veredicto, yo que trato de adivinar en estas clepsidras inmóviles a qué hora ha llegado mi vida? Todo al mismo tiempo, tal vez. Del mundo, la colección de arenas escogidas registra un residuo de largas erosiones que es la sustancia última y al mismo tiempo la negación de su exuberante y multiforme apariencia: todos los escenarios de la vida del coleccionista parecen más vivientes que en una serie
de diapositivas en colores (una vida –se diría– de eterno turismo, que es por lo demás como aparece la vida en las diapositivas, y así la reconstruiría la posteridad si solo quedaran ellas para documentar nuestro tiempo, un atezarse en playas exóticas alternando con exploraciones más arduas, una inquietud geográfica que traiciona una incertidumbre, un afán), evocados y al mismo tiempo borrados con el gesto compulsivo de agacharse a recoger un poco de arena y llenar una bolsita (¿o un recipiente de plástico?, ¿o una botella de Coca-Cola?), y después volverse y partir. Como toda colección, también esta es un diario: diario de viajes, claro está, pero también diario de sentimientos, de estados de ánimo, de humores, aunque no podamos estar seguros, al verlos aquí embotellados y etiquetados, de que exista realmente una correspondencia entre la fría arena color tierra de Leningrado, o la finísima arena color arena de Copacabana y los sentimientos que evocan. O quizá solo diario de esa oscura manía que nos impulsatantoareunirunacoleccióncomo a llevar un diario, es decir, la necesidad de transformar el transcurrir de la propia existencia en una serie de objetos salvados de la dispersión o en una serie de líneas escritas, cristalizadas fuera del continuo fluir de los pensamientos. La fascinación de una colección reside en lo que revela y en lo que oculta del impulso secreto que la ha motivado. Entre las colecciones extrañas de la exposición, una de las más impresio-
nantes era sin duda la de las máscaras antigás: una vitrina desde la cual miraban caras verdes o grisáceas de tela o de goma, con ciegos ojos redondos y protuberantes, la nariz-hocico como una lata o un tubo colgante. ¿Qué idea habrá guiado al coleccionista? Un sentimiento –creo– a la vez irónico y aterrado hacia una humanidad que estuvo dispuesta a conformarse con esa apariencia entre animal y mecánica; o quizá también una fe en los recursos del antropomorfismo que inventa nuevas formas a imagen y semejanza del rostro humano para adaptarse a respirar fosgeno o iperita, no sin una pizca de alegría caricaturesca. Y también una venganza contra la guerra al fijar en esas máscaras un aspecto de ella rápidamente obsoleto y que ahora parece más ridículo que terrible, pero asimismo la idea de que en esa crueldad atónita y estulta se reconozca todavía nuestra verdadera imagen. Si el conjunto de máscaras antigás podía transmitir un humor en cierto modo jovial y reconfortante, un poco más allá un coleccionista de Mickey Mouse producía un efecto escalofriante y angustioso. Alguien ha recogido durante toda la vida muñequitos, juguetes, cajas de productos diversos, gorros, máscaras, camisetas, muebles, baberos, que reproducen los rasgos estereotipados del ratón de Disney. Desde la vitrina atestada, centenares de negras orejas redondas, de blancos hocicos con la pelotita negra de la nariz, de guantes blancos y negros brazos filiformes, concentran su euforia melosa en una visión de pesadilla, revelan una fijación infantil en esa única imagen tranquilizadora en medio de un mundo espantoso, de modo que la sensación de temor termina por teñir ese único talismán humano en sus innumerables apariciones en serie. Pero donde la obsesión del coleccionista se repliega sobre sí misma revelando el propio fondo de egotismo es en un cajón con tapa de vidrio, lleno de simples carpetas de cartón atadas con cintas, en cada una de las cuales una mano femenina ha escrito títulos como: Los hombres que me gustan, Los hombres que no me gustan, Las mujeres que admiro, Mis celos, Mis gastos diarios, Mi moda, Mis dibujos infantiles, Mis castillos, e inclusive Los papeles que envolvían las naranjas que comí. í Lo que contienen aquellos dossieres no es un misterio, porque no se trata de una expositora ocasional sino de una artista de profesión (Annette Messager, coleccionista: así firma) que ha presentado en París y en Milán varias muestras personales de sus recortes de periódico, hojas de apuntes y esbozos. Pero lo que nos interesa ahora es este despliegue de carpetas cerradas y etiquetadas, y el procedimiento mental que implican. La autora misma lo ha definido claramente: “Trato de poseer, de adueñarme de la vida y los acontecimientos de que me entero. Durante todo el día hojeo, recojo, ordeno, clasifico, selecciono y lo reduzco todo a la forma de álbumes de colección. Estas colecciones se convierten así en mi vida ilustrada”. Los propios días, minuto por minuto, pensamiento por pensamiento, reduci-
dos a colección: la vida triturada en un polvillo de corpúsculos: una vez más, la arena. Vuelvo sobre mis pasos, hacia la vitrina de la colección de arena. El verdadero diario secreto que hay que descifrar está aquí, entre estas muestras de playas y de desiertos bajo vidrio. También aquí el coleccionista es una mujer (leo en el catálogo de la exposición). Pero por ahora no me interesa ponerle una cara, una figura; la veo como una persona abstracta, un yo que podría ser también yo, un mecanismo mental que trato de imaginarme en acción. De regreso de un viaje, añade nuevos frascos a los otros en fila, y de pronto advierte que sin el índigo del mar el brillo de aquella playa de conchas desmenuzadas se ha perdido; que del calor húmedo del wadi no ha quedado nada en la arena recogida; que, lejos de México, la arena mezclada con lava del volcán Paricutín es un polvo negro que parece salido de la boca de la chimenea. Trata de devolver a la memoria las sensaciones de aquella playa, aquel olor de bosque, aquel ardimiento, pero es como sacudir ese poco de arena en el fondo del frasco etiquetado. En este momento no quedaría más que rendirse, separarse de la vitrina, de ese cementerio de paisajes reducidos a desiertos, de desiertos sobre los cuales ya no sopla el viento. Y sin embargo, el que ha tenido la constancia de llevar adelante durante años esa colección sabía lo que hacía, sabía a dónde quería llegar: tal vez justamente a alejar de su persona el estrépito de las sensaciones deformantes y agresivas, el viento confuso de lo vivido, y a guardar finalmente la sustancia arenosa de todas las cosas, tocar la estructura silícea de la existencia. Por eso no despega los ojos de aquellas arenas, entra con la mirada en uno de los frasquitos, cava su madriguera, se interna, extrae miríadas de noticias acumuladas en un montoncito de arena. Cualquier gris, una vez descompuesto en partículas claras y oscuras, brillantes y opacas, esféricas, poliédricas, chatas, deja de verse como gris o solo entonces empieza a hacernos entender el significado del gris. Descifrando así el diario de la melancólica (¿o feliz?) coleccionista de arena, he llegado a preguntarme qué hay escrito en esa arena de palabras escritas que he alineado en mi vida, esa arena que ahora me parece tan lejos de las playas y de los desiertos del vivir. Quizá escrutando la arena como arena, las palabras como palabras, podamos acercarnos a entender cómo y en qué medida el mundo triturado y erosionado puede todavía encontrar en ellas fundamento y modelo. *Italo Calvino (Santiago de Las Vegas, Cuba, 15 de octubre de 1923 - Siena, Italia, 19 de septiembre de 1985). Autor de “El barón rampante”, “El caballero inexistente”, “Las ciudades invisibles”, entre otros libros.
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14 DE ABRIL DE 2019 GUATEMALA
El efecto de un cuento E POR ENRIQUE VILA-MATAS
ra ya de noche en Nueva Orleans cuando a Regis le tembló la mano y le cayó al suelo su vaso de leche, y me dijo: –Anda, repite el cuento, por favor, repítelo. A Regis, el hijo de mi amiga Soledad, se le veía tan terriblemente afectado por lo que yo acababa de contarle a su madre que no parecía nada conveniente repetirle nada. Era, por otro lado, chocante que el cuento le hubiera hecho aquel efecto, pues no era una historia que pudiera entender fácilmente un niño. Y sin embargo, Regis estaba completamente lívido, como si lo hubiera entendido demasiado bien. –Anda, repite el cuento. Insistió como solo puede hacerlo un niño y acabó doblegando mi resistencia y repetí aquella historia, que era el último relato que escribiera una gran narradora dominicana: un cuento elegíaco y de fantasmas a la vez. Es un hermoso relato que se abre con la narradora detenida a la orilla de un río mirando los estriberones de un vado y recordándolos uno por uno. Y de pronto se encuentra en la orilla opuesta. Nota que la carretera no es exactamente igual a como era antes, pero en cualquier caso es la misma carretera, y la viajera avanza por ella con un sentimiento de felicidad. El día es espléndido, un día azul. Solo que el cielo presenta un aspecto vidrioso, que ella no ha visto nunca antes. Es la única palabra que se le ocurre. Vidrioso. Llega a los gastados escalones de piedra que conducen a la que fue su casa y empieza a latirle con fuerza el corazón. Hay dos niños, un chico y una niña pequeña. Ella les hace un saludo con la mano y les dice: “¡Hola!”. Pero ellos no contestan ni vuelven la cabeza. Se acerca más a ellos, vuelve a decir: “¡Hola!”. Y a renglón seguido: “Aquí vivía yo”. Tampoco contestan. Cuando dice “¡Hola!” por tercera vez, se halla casi junto a ellos y quiere tocarlos. El chico se vuelve, y sus ojos grises miran directamente
a los de ella, y dice: “Se ha levantado frío de repente. ¿No lo notas? Vamos adentro”. Le contesta la niña: “Sí, vamos adentro”. La viajera deja caer los brazos con abatimiento y por primera vez se da cuenta de la realidad. –Aquí vivía yo –dijo Regis también muy abatido. –Pero ¿qué has entendido de este cuento? –le preguntamos. No quiso responder. Pasó el resto de la velada en completo silencio, pensativo. Soledad, en su afán de restarle importancia al asunto, repitió la frase con un gesto cómico: –Aquí vivía yo. Pero el niño no rió. Luego, ella me contó la historia de su abuelo, que, al final de sus días, compró una granja en Montroig, donde todas las noches se reunían a conversar algunos amigos suyos del pueblo, hasta que, un día, sintiendo inminente el final de su vida y para que sus amigos no le molestaran más con sus metafísicas provincianas, ordenó que colocaran un cartel a la entrada de su finca, donde pudiera leerse: “Aquí se hablaba”. –Aquí vivía yo –dijo Regis, y se retiró visiblemente triste a su cuarto. Una hora más tarde, comprobamos que se había dormido profundamente, y quedamos tranquilos. Pero a la mañana siguiente entró en mi cuarto a cerrar las ventanas mientras me hallaba yo todavía en la cama. Y vi que parecía enfermo. Estaba temblando, ya no estaba lívido sino pálido, y andaba lentamente, muy lentamente, como si llevara tacones y le doliera moverse. –¿Qué te pasa, Regis? –Me duele la cabeza. –Será mejor que vuelvas a la cama. Es muy temprano. –Está bien –dijo. Y se fue andando como si tuviera pies de plomo. Pero cuando bajé, lo encontré sentado frente a un televisor que hacía días que estaba averiado. Parecía un niño de siete años muy enfermo. Cuando le puse las manos en la frente, noté que
tenía fiebre. –Vete ahora mismo a la cama –le dije–. Estás algo enfermo. Cuando llegó el médico, le tomó la temperatura. Treinta y ocho grados. Me ausenté un momento cuando llamaron por teléfono preguntando por Soledad y, al regresar, me encontré con la amplia sonrisa del médico. –No tiene nada –me dijo–, nada. Acaba de confesar que esta mañana se ha puesto mucho papel secante en los pies. Y eso ha provocado que el termómetro registrara fiebre. No tiene nada, nada. –No tienes nada –le dije. –Nada, ¿me oyes?, nada –le dijo poco después su madre. Aquel día teníamos que ir al aeropuerto a buscar a Robert, el marido de Soledad. Y fuimos. Ella y yo. A la vuelta nos entretuvimos los tres en el barrio francés. Nueva Orleans es un buen lugar para abandonarse por completo. Cuando llegamos a la casa, estaba ya anocheciendo. Y el niño estaba fatal, pero que muy mal. Ya no es que tuviera fiebre, que no la tenía, sino que el aspecto de su cara no era precisamente agradable. No creo recordar una cara más triste que aquélla. –¿A qué hora me moriré? –nos preguntó. –¿Qué? –Tengo derecho a saberlo. –¿Qué tonterías son ésas? –dijo su padre. –Ellos me han dicho que voy a morir. Al día siguiente, Regis había recuperado toda su vitalidad y se reía de cualquier cosa. Todo le hacía gracia. Pero ya no era el mismo. Había terminado la infancia para él. Y se reía, se reía de todo.
*Enrique Vila-Matas. Escritor español. Ha publicado: “Doctor Pasavento”, “Exploradores del abismo”, “Dietario voluble”, “Dublinesca”, “Aire de Dylan”, entre otros libros. Este relato pertenece a “Una casa para siempre” (Anagrama, 1988; Debolsillo, 2018).
Intimidad
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elacordeón
DOMINGO 14 DE ABRIL DE 2019 GUATEMALA
POR RICHARD FORD
E
sto ocurrió en una época en que mi matrimonio todavía era feliz. Vivíamos en una gran ciudad del noreste. Era invierno. Febrero. El mes más frío. Yo, por cierto, seguía intentando escribir, y mi mujer trabajaba de traductora para una pequeña editorial especializada en ensayos científicos checoslovacos. Llevábamos diez años casados, y aún disfrutábamos de la extraña y excitante ilusión de haber superado las peores dificultades de la vida. El apartamento que alquilábamos se hallaba en una antigua zona de fábricas al sur de la ciudad, y constaba solo de una habitación grande y vacía con altas ventanas en la parte de delante y la de atrás, y casi sin iluminación eléctrica. La luz natural era lo que contaba allí. Un famoso director teatral de vanguardia había vivido en aquel apartamento, donde escenificaba sus obras agresivas y nihilistas, por lo que las paredes estaban pintadas de negro, y en una de ellas aún se alineaban unos asientos de plástico para su público escaso y poco entusiasta. Nuestra cama –la mía y de mi mujer– estaba en un oscuro rincón, donde, para proteger la intimidad, habíamos colocado parte de las cortinas negras que servían de telón. Aunque, por supuesto, nadie la amenazaba. Cada noche, cuando mi mujer volvía de trabajar, salíamos a las frías y relucientes calles y buscábamos un restaurante donde cenar. Luego nos quedábamos una hora en algún bar y nos tomábamos un café o un coñac, y hablábamos apasionadamente de las traducciones en las que mi mujer estaba trabajando, aunque nunca (por fortuna) del trabajo en el que yo estaba fracasando. Nuestro deseo, no hace falta que lo diga, era permanecer fuera del apartamento el mayor tiempo posible. Pues no solo casi no había luz en él, sino que cada noche, a las siete, el propietario del edificio apagaba la calefacción, por lo que a las diez –en nuestra planta, la última– hacía tanto frío que el único lugar en el que se podía estar era la cama, enterrados bajo tantas mantas que casi no podíamos movernos. Mi mujer, en aquella época, trabajaba muchas horas y siempre estaba fatigada, y aunque a veces volvíamos a casa con una copa de más y hacíamos el amor en la oscuridad, bajo las mantas, lo normal era que se derrumbara inmediatamente en la cama y comenzara a roncar antes de que yo me metiera a su lado. Y así, durante numerosas noches de aquel invierno, en aquella habitación, fría, grande y casi vacía, permanecí despierto, a menudo con los ojos como platos a causa del fuerte café que habíamos bebido. Y a menudo me ponía a caminar de una ventana a otra, y contemplaba la calle desierta o el cielo espectral, que ardía con la titilante luminosidad de los edificios de la ciudad, edificios que ni
siquiera podía ver. A menudo me echaba una manta, y a veces dos, sobre los hombros, y me ponía unos calcetines de lana basta y gruesa que había conservado de cuando era un chaval. Fue en una de esas frías noches –a través de las ventanas que había en la parte posterior de nuestro piso, ventanas por las que primero se veía el callejón que había abajo, luego el solar dejado por una fábrica de alambre al ser demolida y más allá los edificios de la calle paralela a la nuestra– cuando vi, dentro de un apartamento alargado e iluminado por una luz amarilla, la figura de una mujer que se desvestía lentamente y a la que, por lo que parecía, tanto le daba lo que hubiera más allá del cristal de su ventana. Debido a la distancia, no pude verla
bien ni con claridad; solo vi que era de poca estatura y aparentemente delgada, de pelo muy corto y moreno: una mujer menuda en todos los sentidos. La luz amarilla que la rodeaba parecía arder, y daba a su piel un tono bronceado y reluciente; sus movimientos, vistos a través de la ventana, resultaban estilizados y levemente irreales, como los de una silueta o los de un personaje de una película antigua. Yo, sin embargo, solo en aquella gélida oscuridad, envuelto con mantas que me cubrían la cabeza como si fueran un chal, con mi esposa durmiendo, sin darse cuenta de nada, a unos pocos pasos…, bueno, me quedé extasiado ante aquella visión. Al principio me acerqué al cristal de la ventana, tanto, que sentí su frío en las mejillas. Pero luego,
intuyendo que a aquella distancia se me podría ver, retrocedí hacia el interior del cuarto. Finalmente, me fui hasta el rincón, donde mi mujer tenía una lamparilla junto a la cama, y la apagué, de modo que quedé totalmente oculto en la oscuridad. Y al cabo de un par de minutos más abrí un cajón y saqué unos anteojos plateados que el director de teatro se había dejado, me acerqué de nuevo a la ventana y observé a la mujer a través de la oscuridad y desde mi propia oscuridad. No recuerdo en qué pensaba. Sin duda, estaba excitado. Sin duda, estaba emocionado por el misterio de observar en la oscuridad. Sin duda, me encantaba que fuera algo ilícito, y que mi mujer durmiera al lado y no se enterara de lo que estaba haciendo. También es posible que incluso me gustara el frío que me rodeaba, tan absoluto como la propia noche, y puede que incluso sintiera que la visión de aquella mujer –a la que imaginaba joven y carente de cautela o discreción me tenía como paralizado, me aislaba y hacía que el mundo se detuviera y resultara perfectamente expresable como dos polos conectados por mi línea de visión. Ahora estoy seguro de que todo eso tenía que ver con la sensación de haber fracasado que se cernía amenazadora sobre mí. Nada más pasó. Pero en las noches siguientes me quedé despierto para observar a la mujer, y dejé que mi esposa, fatigada, durmiera. Cada noche, durante la semana siguiente, la mujer apareció en la ventana y se desnudó lentamente en su habitación (una habitación que jamás intenté imaginarme, aunque en la pared que había a su espalda parecía haber el dibujo de un ciervo saltando). Una vez se había despojado de su ropa y mostraba sus hombros huesudos, sus pequeños pechos, sus finas piernas, su estrecha caja torácica y su estómago menudo y redondeado, la mujer se paseaba un rato por la habitación sumida en aquella luz color bronce, de una ventana a otra, escenificando lo que me parecía una especie de lánguida danza ritual o una serie de movimientos, posiblemente teatrales, levantando, doblando y extendiendo los brazos, arqueando el cuello, mientras sus manos ejecutaban unos elegantes y cadenciosos gestos que no entendía ni intentaba entender, absorto como estaba en su desnudez y en la esporádica visión de la oscura mata de vello entre sus piernas. Todo aquello era excitante, misterioso, ilícito, y nada más. Como ya he dicho, eso duró una semana, y luego lo dejé. Una noche, simplemente, me envolví de nuevo con las mantas, fui a la ventana con mis anteojos y vi las luces al otro lado del espacio vacío. Durante un rato no apareció nadie. Y entonces, sin ninguna razón concreta, di media vuelta y me metí en la cama con mi mujer, que estaba calentita y olía a coñac y sudor y sueño bajo las mantas, y me quedé dormido. No se me ocurrió volver a mirar por la ventana. Sin embargo, una tarde, una semana después de haber dejado de mirar por la ventana, me levanté del escritorio en un momento de frustración y vana
desesperación, y salí al sol de invierno, y pasé por delante de una hilera de elegantes locales, pues los viejos edificios fueron renovados y ahora había en ellos tiendas de moda y prósperas galerías de arte. Caminé hasta el río, en el que flotaban grandes bloques de hielo gris. Seguí hasta la zona universitaria, cerca de donde mi mujer trabajaba a aquella hora. Y luego, cuando comenzó a caer la tarde, emprendí el camino de regreso con la cara rígida de frío, la espalda agarrotada y mis manos sin guantes congeladas y rojas. Al doblar una esquina para tomar un atajo hasta mi casa, me encontré con que, de manera inesperada, iba a pasar frente al edificio que había espiado durante una semana. Algo hizo que lo reconociera, aunque no era consciente de haber pasado por delante de él ni de haberlo visto a la luz del día. Y justo en aquel momento se disponía a entrar por la alta puerta principal del edificio la mujer que había contemplado todas aquellas noches, y que me había proporcionado satisfacción y un indudable y secreto consuelo. Reconocí su cara, desde luego: pequeña, redonda y, por lo que pude ver, impasible. Y para mi sorpresa, aunque no para mi pesar, resultó ser vieja. Tendría quizá setenta años, o más. Era china, y vestía unos finos pantalones negros y una delgada chaqueta gris, y dentro de esas prendas debía de tener tanto frío como yo. De hecho, debía de estar helada. Colgándole de los brazos y en las manos llevaba bolsas de plástico que contenían comestibles. Cuando me detuve y la miré, giró la cabeza y me devolvió la mirada desde lo alto de los escalones que conducían a la entrada con una expresión que ahora solo puedo considerar de indiferencia mezclada con un levísimo sentimiento de temor. Era una anciana, al fin y al cabo. Yo habría podido sentir el repentino impulso de atacarla, y habría podido hacerlo con facilidad. Pero, desde luego, no era esa mi intención. La anciana volvió la vista hacia la puerta, y me pareció que metía la llave en la cerradura con muchas prisas. Giró la vista otra vez en dirección a mí, y oí el ruido apagado del cerrojo al descorrerse. No dije nada, ni siquiera volví a mirarla. No quería que pensara que había en mi mente lo que había, y tampoco lo que no había. Y entonces seguí andando; me sentía traicionado, lo cual me parecía extraño, aunque, por otra parte, no me sorprendía en lo más mínimo, y, simplemente, acabé de recorrer la calle camino de mi habitación y de mis propias puertas, y mi vida entró en aquel momento en lo que sería su primer y largo ciclo de deprimente frustración. *Richard Ford. Escritor estadounidense. Ha publicado: “Un trozo de mi corazón”, “La última oportunidad”, “Incendios”, “El periodista deportivo”, “El Día de la Independencia” y “Acción de Gracias”, entre otros libros.
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Balzac y los acreedores POR JESÚS MARCHAMALO
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i se trata de Balzac hay que hablar de tres cosas: su pelo, sus sortijas y su bastón. Ningún otro rasgo ha despertado tanto interés entre sus biógrafos, nada, en su vida, ha hecho correr tanta tinta como su melena impermeable a los peines –asilvestrada, arrebolada, airosa, un poco de mañana de resaca–; la variedad de sus anillos, de papa o de monarca, y las empuñaduras de sus cachavas. Suficiente para una caricatura. Vivía en Les Jardies. Una pequeña propiedad cerca de París, salpicada de árboles diminutos y empinadas terrazas, donde él mismo dirigió la construcción de la casa en la que, hélas!, se olvidó de la escalera. Por más que los albañiles preguntaran por ella –su localización en planta, la calidad de los materiales, el diseño de la barandilla–, el ocupado Honoré, pendiente de otros aspectos más urgentes de la obra, fue postergando la decisión hasta que se retiraron los andamios y la imposibilidad de acceder a los pisos superiores se hizo evidente. Así que hubo que improvisar: ponerla por fuera, en la parte trasera, como pertinaz homenaje a su impericia. En esa casa, poco más que un pabellón umbrío y destartalado, vivió gran parte de su vida rodeado de un mobiliario inexistente que fue garabateando en las paredes, con un trozo de tiza, y que nunca llegó a comprar: aquí una cómoda –se leía–, aquí un zócalo de mármol, aquí una chimenea… Allí trabajaba, siempre de madrugada, corrigiendo una y otra vez, y de allí salía a pasear, a menudo, con sus andares torpes, sinuosos, como los de un paquidermo. Le gustaba caminar de noche, para pensar, por los bosques de Ville d’Auray y de Versalles. Y había veces en que aparecía en la plaza, ya amanecido, con pantuflas y bata, despeinado, sin reloj ni dinero, como un sonámbulo, y que tenía que volver a casa en el tranvía, contando con la complicidad del conductor que hacía la vista gorda cuando subía sin pagar. Sus deudas fueron legendarias. Los acreedores llamaban a su puerta haciendo sonar una campanilla (se decía que de plata), y se enfrentaban a su silencio indiferente, un muro, cuando no a los ladridos amenazantes, intimidatorios, de un enorme perrazo, El Turco, todo dientes y fauces espumosas y ojos inyectados, temible y homicida. Y fue la comidilla nacional aquella señora, no se supo quién era, que cierta noche, en el transcurso de un baile de disfraces, se acercó hasta él y le deslizó un grueso fajo de billetes para a continuación desaparecer apresuradamente, enmascarada, entre los pierrots, los arlequines y los napoleones. Un día lo visitó Victor Hugo. Desarrapados ambos, algo andrajosos. Uno, el pantalón sin tirantes; otro, la corbata raída. Uno, los zapatos sucios; otro, el chaleco falto de botones. Hugo fue parco en sus cumplidos, a juzgar por lo que contaron los testigos. Solo, casi al final, elogió la belleza de los alhelíes. “Son bonitos”, dijo señalando difuso con el dedo. *Jesús Marchamalo. Escritor y periodista español. Ha publicado: “Tocar los libros”, “Las bibliotecas perdidas” y “Donde se guardan los libros”, entre otros volúmenes.
DOMINGO
14 DE ABRIL DE 2019 GUATEMALA