Maracay, Sábado 11 de agosto de 2012
Crónicas del Olvido
Una callada lujuria por la vida -ALBERTO HERNÁNDEZ-
curidad, de la verdad de "los hombres solos" (p. 28), Amengual descubre las cicatrices que la noche ha dejado en su memoria (p. 32).
1.-
B
asta leer este verso para saber que el tiempo nos acosa. Para entender que Alberto Amengual es un poeta acorralado por el tiempo: "¿Cuánta arena le queda al reloj?" (p. 17). Y desde esta misma perspectiva, desde la lectura lenta de estas palabras nos queda inventariar el resto del poema -donde reina la interrogación- para sabernos parte de este acorralamiento "¿Cuántos rostros hermosos podré mirar todavía?/ / me hago estas preguntas cada mañana/ y mi corazón se desliza lábil/ hacia la angustia.// Aun así/ idas para siempre/ las emociones de la guerrería/ mantengo/ una callada lujuria por la vida" (p. 17). Sí, entonces, asoma los ojos la esperanza la vida aparece al final de la reflexión y queda colgando al borde de una bulliciosa esquina. El poeta se detiene y describe desde el inmenso letrero de una pared huérfana el deseo de encontrar la belleza en una plaza, mientras encuentra el destino del universo en los ojos de un reptil tropical. Veo a Alberto Amengual. Casi lo oigo decir: Como nunca supe aprovechar los momentos intenté convertir en belleza lo que se me volvió imposible y así de una acera a otra terminé haciendo de mis intentos una permanente idealización del deseo… (p. 18). 2.Un hilo temático me conduce por la misma calle que Amengual transita a diario: la espera. Un hombre lleno de voces se estaciona bajo un árbol y descubre el mundo, se descubre. Revisa las viejas páginas de su memoria. El
viejo Whitman lo tropieza y conversa con él desde las palabras de quien hoy nos convoca con este libro "En otro tiempo/ me soñé capitán de un barco invencible (…) Con él viajé por los mares/ que mi ambición trazaba/ Como la ironía de lo imposible/ es dinámica y cruel con los recuerdos/ guardo cuidadosa relación de sus travesías/ para mantenerlo a flote" (p. 19). El barco es el mismo poeta. Su línea de flotación ha sido determinada por le memoria anclada en la angustia, la que lo hace expresar "Estás allí con tu doble mirada/ porque eres el rostro verdadero de los dioses/ y lo sabes" (p. 21). La mirada no se desvía de la realidad. Quien escribe respira un país, un territorio desolado, convertido en carne y
hueso, en conciencia, en poema, en dolor, en el deseo de alojarlo y trasladar las dudas y los peligros que entrañan ser parte de la "ortografía" (p. 24) de la realidad, de la soledad personal. Varias son las personas que constituyen el poeta. Muchos son sus rostros. De nuevo las preguntas "¿Cuál máscara me corresponde?/ Me dará ella algún día/ el desdoblamiento necesario/ que hace una la voz en el contraste?". Dos miradas, una interior, otra en el afuera. Máscaras, caras más, caras menos, el poeta se revela, se devela y se hace saber parte del camino que a diario recoge, esconde y enseña en plena calle, bajo el árbol preferido, bajo el canto mudo de los pájaros, suerte de lectura donde permanece (p. 25).
La voz del poeta encara el pacto de los encantadores de serpientes y varias son las interrogantes que coloca sobre la realidad para desnudar la violencia, las contradicciones y dejar sin argumentos a lo que él llama la "generación sin asombro" (p. 269). La constante -la vida, la angustia de saberse vivo, atado a las necesidades más elementalesllevan al poeta a elaborar una poética íntima en la minuciosamente continúa preguntando hasta llegar a esta conclusión "En mi vida nunca habrá futuro/ ni saltos hacia lo grande/ben la minuciosidad del vivir/ están la clave y la esperanza". Así, contradictorios, poema y poetas respiran y se ahogan para después regresar y contar la angustia, la agonía del vivir. Desde esa os-
3.La mirada del poeta advierte la lluvia que invade la tarde. Desde su estratégica costumbre hila una súplica que lo aleje de "lo demasiado humano/ y mis enfermizos temores/ de ser y no ser al mismo tiempo" (p. 36). Un poco más adelante, con la misma mirada puesta en el pasado revisa la adolescencia, los años de distancia, algunos nombres míticos y la certeza de que ya lo ha alcanzado la edad de la reflexión. Sueños, pesadillas, ebrio en la soledad, exiliado en medio de muchas noches, la amistad y el tiempo shakespereano, la tentación alcohólica, hasta llegar a decir "El tiempo ha pasado/ sobre nuestro bohemio linaje/ los cimientos se resquebrajan/ la casa derrumba/ las ventanas cerradas" (50). Una despedida de la taberna, aunque el aliento sigue intacto. Alberto Amengual es el poeta. Respira como poeta y sueña como poeta, vive en la poesía de su desaliento, del tiempo que le corre por la piel y las venas. Pero le queda la memoria, que nadie podrá quitarle. Por eso cierra así el libro "Esto ocurre ahora/ cuando el deseo de vivir/ es desesperadamente pleno/ en un espacio que se angosta/ y un tiempo apenas luciérnaga" (p. 51). Alista la partida, el momento de cerrar un capítulo, donde el tiempo se hace tiempo en "el reloj ya sin arena/ el fatídico mensaje/ de un cuerpo que vuelve a su origen" (p.52). Veo al poeta sentado frente a la tarde, mientras la anunciada luciérnaga comienza a recorrerle la sangre, en el cuerpo donde habita la memoria. (Una callada lujuria por la vida fue publicado por la editorial El perro y la rana, en Caracas en el año 2010).
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Touché, mon Amour JUAN MARTINS
T
ouché, mon Amour: es tructura, ritmo y humor es definido por su autor/ director José Ignacio Serralunga. La formalidad del discurso se sostiene en el divertimento: en las condiciones del estadio idiosincrásico: el enunciado dispone del espectador, se hace signo, crea la alteridad del sentido quien le otorga a su vez significado al uso del humor en una historia de amor y espadas, con toda la intención del divertimento. Siendo así el uso social del habla (los diálogos, el texto dramático, todo aquello que se verbaliza en la escena), deviene en espacio lúdico. Es cierto, éste se divierte pero le concede sentido cuando decodifica la figura de su lenguaje: lo que hace reír en la ciudad de Santa Fe, no es igual para otra ciudad como Caracas. Lo escatológico se instala de acuerdo con esas necesidades expresivas del género de la comedia. El hecho de que su autor traslade un nivel del texto a otro de la representación, le exige a un tiempo reconocer cuáles son aquellos códigos los cuales se edifican para encontrar la gracia, el divertimento. Toda la fuerza de lo escatológico esta sitiado por aquél uso de las palabras. El signo ?la palabra? solaza aquellos límites de lo que puede ser grotesco o no. Tales límites se representan y la receptividad del público se antepone con la risa, legitimando el discurso, es decir, no se trata de un juego escueto con las palabras para hacer reír a quienes estuvimos de espectadores, sino que se constituye la composición escénica, la organización de aquél discurso lúdico, sobre los lineamientos del espacio escénico: actor/representación/habla, entendiendo por "habla" la exhibición de uno o más códigos donde el humor se rige por sus medios, por su identificación social y por todo aquello donde los diálogos definen la farsa. Hasta el límite, hasta la risa. Y quiero entender que la risa no carece de intención
lúdica. Por el contrario, es la estructura del humor lo que predomina. Nos reímos de una tragedia. De allí, si quieren, la farsa, el tratamiento entre géneros. Tal ambigüedad le confiere estructura al discurso escénico mediante la intertextualidad. Nada hay de nuevo en el tratamiento literario. Como no lo hay en cualquier discurso el cual se sustenta en su teatralidad. Su autor logra traducir las condiciones de ese lenguaje. De modo que la representación se reviste de esta alteridad del signo: de un metalenguaje teatral: entra y sale del código o (de)construye el espacio escénico al que hacía referencia. Las actuaciones por ejemplo dialogan con el espectador al recordarle que lo que ve es una ficción de su realidad, por tanto fragmentada. Todo cuanto ve es una metáfora de su pensamiento, es un giro alterno de su vida: quizás todo cuanto le rodea ahora se le transfiere en escena: la duda de la representación, puesto que, decía, es un proceso de (de)construcción. Y toda representación de la realidad lo es en cierta manera. En este caso debe establecer su funcionabilidad teatral:
cómo se organiza la estructura actoral en la disposición del espacio escénico para la representación. Aquí está el reto para todo director y lo asume con severidad: la forma convencional de colocar a estos actores: entradas y salidas de modo simétrica y lineal delante de otro actor el cual hacía de regidor o narrador del relato teatral. El relato se narra en tanto es aquella imagen la cual recrea el espectador mediante el desarrollo de los personajes: un narrador al centro y fondo del escenario a quien se le antepone la entrada y salida de los otros personajes, permitiendo que la sintaxis del relato teatral predomine en el ritmo, en la disposición de los personajes: secuencia de un relato, dispuesto mediante escenas, una tras otra a modo de que lo grotesco, la gracia y la comicidad se sostenga durante toda la representación. Y el público interviene en ella, legitimando ese humor. Con todo, el autor/director se somete a esos límites. Sabemos que esto se debe exigir a toda buena comedia. Y Serralunga se arroja a ese riesgo
estético. Lo quiere cuando lleva a su máxima los elementos del divertimento. Quiere hacer ver en el público la particularidad del humor como forma de pensamiento, detrás de la sonrisa, incluso la risa fácil, está el otro lado de la realidad: ficcionar la cotidianidad de sus vidas por más "vulgar" que parezca. Así lo poético no sólo lo constituye el discurso dramático del autor, sino la idiosincrasia de su público. Y, como se sabrá, entran a lugar procesos de sentido o comunicación que tienen que ver con el contexto de su representación. Y esto exige por otra parte ritmo y organización actoral: la caracterización de los personajes: coherente y dinámica, dispuesto en un mismo nivel de actuación. Podemos destacar una actuación sobre la otra, pero no es el objeto de la dirección. José Ignacio Serralunga deja las preferencias al espectador. Así que este espectador receptará de acuerdo con su nivel idiosincrásico/intelectual. Y se dará a lugar diferentes interpretaciones del relato, aun en el rechazo de la propuesta. Esto quiere decir que cada actor dispone de esa in-
terpretación del discurso humorístico para otorgarle su ritmo en la representación actoral. Es el caso de Hernán Rosa ("Eugenia") cuya gestualidad se identifica con una postura de lo femenino: el público está consciente de que se trata de un actor y no, en cambio, de una actriz, creando aquella ficcionalidad. Un juego de ambigüedad con la realidad del espectador. Al conseguirlo su actuación está consolidada. No para el público (por eso este espectáculo no hace concesiones), sino para su poética en la edificación escénica del discurso. Entonces lo que para uno es excesivo, para otro es necesario (insisto, el humor es un asunto ideológico). Cada actor cumple con rigor. Lo caricaturesco se impone en el rol de "León viejo" (aquél que narra), lo ridículo, el juglar y el parnaso cruza la frontera, como queriendo decir "aquí poco importa ser inteligentes, es la farsa lo que nos interesa. Poco importa el acomodo literario. Lo que se quiere, es que te diviertas": pero cuidando el rigor lúdico. Es decir te ríes de tu propia estupidez o con la que te dejas someter a causa de la cotidianidad. Es cuando escenificación y espectador se unifican en el pensamiento cuando se trata de arte. Y las actuaciones, reitero, procuran la representación de ese discurso: excelentes. Podríamos exigirles una que otra estilización del uso de las palabras, del gesto, del sentido escatológico. Y por tanto de estética actoral. Su director, José Ignacio Serralunga, sabrá reconocer esas exigencias pero me limito a establecer este análisis ante un espectáculo que me ha resultado placentero, coherente. El equilibro de las actuaciones está dado en ese lugar, con cuidado y armonía en la escenificación. Un actor no se impone sobre el otro. Y esto es un nivel de conciencia de parte de la creación. Sería un placer continuar con este nivel de criterio ante un grupo de actores que se sostiene en el quehacer con responsabilidad. Seguro que tendré la oportunidad. Santa Fe, julio de 2012
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Julio Cortázar: Lo Fantástico Cotidiano ALFONSO SOLANO
"La obra de Julio Cortázar es invasora de pólipos, enjambre incontenible, transmigración de anguilas, pero también es poliedro de cristal tallado, sextante, sistema planetario (…) es Free Jazz y clave bien temperado." Saúl Yurkievich
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esde el pequeño barrio llamado Banfield, el niño Julio podía vislumbrar, subido a las ramas de un vetusto y noble sauce, el mundo transido y campestre que rodeaba la casa en donde creció y vivió hasta su bien entrada adolescencia. Allí conoció sus primeros amores; los libros y la música. Allí imaginó mundos, allí conoció los albores del contorno oculto de las horas, allí sufrió penas y sudó alegrías. El joven Cortázar fue un prodigio tanto en la lectura como en la escritura. A los nueve años escribió su primera novela y a los 12 sus primeros poemas, con una gran influencia simbolista de su admirado Edgar Allan Poe. Cortázar había leído la novela de Julio Verne-una de sus grandes influencias- llamada: ""El secreto de Wilhelm Storitz" que, curiosamente en vez de ser una novela de anticipación científica, era una novela fantástica. La novela planteaba la historia de un hombre invisible que luego-según narra el propio Cortázar en una entrevista- el escritor HG Wells volvió célebre en una de sus historias. El joven Julio quedó fascinado y conmovido por este relato porque "la presencia de un hombre invisible me parecía totalmente posible, en las circunstancias de la novela". Emocionado, guardó el texto y lo llevó a la escuela en donde cursaba estudios primarios para prestársela a un amigo que gustaba, al igual que él, de la buena lectura. Julio esperaba que el amigo se maravillase tanto como él al leer la novela. Pero no fue así. Dos días después, el chico se la devolvió desdeñosamente alegando que era "demasiado fantástica". "Y allí apareció la palabrita" confiesa Julio Cortázar al periodista Joaquín
Soler Serrano en una entrevista que éste le hizo para su programa televisivo "A Fondo". "Ese día-continua narrando Cortázar a Soler Serrano- sin poder racionalizarlo en mi ignorancia de niño, me di cuenta oscuramente que mi noción de lo fantástico no tenía nada que ver con la noción de, por ejemplo, mi hermana o de mi madre (…) Descubrí, y era un poco penoso, que yo me movía con naturalidad en el territorio de lo fantástico sin distinguirlo demasiado de lo real". Que le sucedieran cosas fantásticas en los libros que devoraba con felina avidez, o que se le aparecieran en su diario transitar, eran hechos que Cortázar asumía y admitía "sin escándalo y sin protes-
ta". Esa visión mimética de los fenómenos ocurridos en los intersticios de la vida cotidiana del joven Julio y su sensibilidad para aprehenderlos sin juzgarlos, lo condujo, invariablemente, hacía la experiencia de lo que el poeta y ensayista argentino Saúl Yurkievich llamaba "lo teratológico", es decir, de lo fantástico atisbado en el ámbito de lo cotidiano. Cortázar admitía, en efecto, que su "realidad" era una realidad "en donde lo fantástico y lo real se entrecruzaban cotidianamente". El Sentimiento de lo Fantástico Cortázar visitó nuestro país a mediados de los años setentas, para dictar una
conferencia sobre su obra en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). Allí departió, con su ingente erudición y su proverbial humor, acerca del tema predilecto presente en la mayoría de su obra: lo fantástico cotidiano. Como él mismo lo explicaba en tantas entrevistas que le hicieron a lo largo de su vida, el problema estribaba en la definición que daba "el cementerio de las letras" es decir, el diccionario (como lo definió el periodista J.S.Serrano). Una definición preceptiva que no satisfacía de ningún modo al escritor de Rayuela. Porque como lo dijo en esa oportunidad "los elementos imponderables de lo fantástico, tanto en la literatura como en la realidad, se escaparán de esa definición". Cortázar siempre vio el mundo de una manera distinta; sintió de una forma continua que las leyes de la naturaleza no se cumplían del todo o lo hacían de una manera discontinua, irregular, lo cual daba lugar a ciertas excepciones. Ese sentimiento él lo definió como un "extrañamiento". "Hay como pequeños paréntesis en esa realidad-narra Cortázar a los estudiantes y profesores presentes en la UCAB- y es por ahí donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico". Para el cronopio mayor, ese sentimiento estaba allí, a cada paso, en cada recodo de la vida "consiste en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio y todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible (…) se ve bruscamente sacudido por una especie de viento interior que los desplaza y que los hace cambiar". Precisamente de esta forma y desde Creta, ciudad insular de la antigua Grecia, le llegó, por estos caminos desconocidos de la "intranet espacial" o de "los cromosomas invisibles", su relato-poema llamado "los Reyes". Cortázar cuenta a Soler serrano en la mencionada entrevista, la situación insólita en la que "le llegó" tal poema épico-mitológi-
co: "La idea me nació en un colectivo cuando me trasladaba de regreso a casa. De golpe me vino la presencia de algo que resultó ser pura mitología griega". Se trataba, en efecto, del mito clásico de Teseo y el Minotauro. Lo curioso del asunto es que Cortázar lo vio y concibió al revés "yo vi en el minotauro a el poeta, al hombre libre, al hombre diferente y que es el hombre al que "el sistema" encierra inmediatamente (el laberinto)(…) Teseo en cambio es el perfecto defensor del orden; el entra allí(en el laberinto) para hacerle el juego a "Minos" al Rey, es el gangster de aquel que acude para matar a el poeta con todos los procedimientos de un perfecto fachista". "Ese relato-continua diciendo Cortázar- me lo dictó alguien, una voz que no soy yo, quizá de un archi-abuelo mío nacido en Creta hace 300 años atrás (…) incluso el lenguaje no es mío porque es muy suntuoso y yo no escribo de esa manera…" Semejante visión del mito causó, como es bien conocido, la reacción desfavorable de la "crítica especializada" que lo tildó de heterodoxo y subversivo. Lo fantástico encuentra un vehículo ideal y propicio en la literatura y "su casa natural"-como lo decía Cortázares el cuento. Los procedimientos de narración y experiencia "teratológica" en los textos de éste, ocurren en un mundo al "modo mimético inferior" es decir, a la mayor proximidad entre lo narrado y lo imaginado por el lector. De modo que cuando el cronopio mayor escribía un cuento -de manera casi natural- siempre era, invariablemente, un relato fantástico. Aunque para él, fueran narraciones de la "obcecada y cruel" realidad. Julio Cortázar siempre miró el lado oculto de las cosas; rondó "el pulso herido" de los objetos y las experiencias naturales extraordinarias de la realidad cotidiana. Adoptó la otra vía: transitó los caminos de la otredad invisible y nos descubrió un mundo donde, ciertamente como lo definió Yurkievich, encarnó "todas las metamorfosis de ese genio proteiforme que llamamos literatura".
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Don Fernando estuvo en Viena (Fragmento)
L
Alberto Amengual A Julio Lira
as paredes de mi pequeña habitación se movían aquella mañana como si fuesen de goma. Y aunque siempre ocurre así, cuando las insondables vertientes del sueño han conducido mi ser hacia espacios donde prevalecen la confusión y la angustia, mi desconcierto era más acentuado que de costumbre. Escindido, flotando en una suave dispersión de hechos y objetos, sentía vibrar la voz de don Fernando, implacable en su énfasis como en los tiempos de nuestras tertulias, la cual parecía provenir de una serie de relucientes féretros perfectamente alineados: Nunca como en Viena, muchacho, nunca como en Viena. Haciendo esfuerzos para detener el otro mundo y centrarme en el mío me incorporé (por lo menos eso creía): el cese de la voz, y una súbita modificación del escenario, parecieron anunciar la llegada de mi reagrupada totalidad al puerto fatal de la rutina. Entonces, con las paredes ya fijas en su sitio, recorrí el sendero memorioso de mi provechosa amistad con el anciano, nacida a partir de las innumerables descomposiciones de mi reloj: don Fernando, excelso maestro en el arte de reinstalar las alambradas temporales a los habitantes de esta turbulenta ciudad, sostenía que en mi caso se trataba de una acción voluntaria como símbolo de una estéril rebeldía contra un Cronos desvaído por la cotidianidad. Su ingenio y permanente buen humor entrelazaron, por contraste con mi naturaleza melancólica y huraña, una sólida relación entre ambos y así él, interlocutor inagotable, y yo, acotador de quisquillosas precisiones, la pasábamos realmente muy bien. Al principio las tertulias se realizaban en la trastienda de la relojería, luego se trasladaron al café de la esquina y, un poco más tarde, al segundo espacio de su casa donde, en medio de buena música, ocasionales partidas de ajedrez y una copa de buen brandy, dábamos sin cesar la vuelta al mundo a la caza de los grandes personajes de la historia, sus vidas, sus creaciones y todo cuanto ha inquietado el
espíritu del hombre y contribuido a construir nuestra historia. De allí que aquella mañana, todavía un poco aturdido, no le encontrara una particular significación al enigmático ritornelo de su voz. Cierto que habíamos visitado muchas veces Viena y que don Fernando se emocionaba hasta las lágrimas con una de las primeras composiciones del Mozart niño, que compartimos con Freud sus acuciosas investigaciones sobre las profundidades del alma humana, y también con muchos otros grandes genios, pero indefectiblemente esas visitas terminaban abruptamente y de mala manera cuando recordaba que allí también había estado el Adolfo Hitler rechazado por la Academia de Bellas Artes, hecho que para el anciano había transmutado sus inclinaciones estéticas en un resentimiento calamitoso para la humanidad. No sabía qué me pasaba pero estaba todavía un poco aturdido a pesar de que aquella insistencia vocal tan emocionada no me provocaba ningún sentimiento especial, y en cuanto a los féretros, ni siquiera me servían como símbolos, pues la muerte de don Fernando era un hecho incontestable desde hacía ya mucho tiempo. Nada mejor para despejarme que un buen duchazo de agua fría y eso fue lo que hice, demorándome más de lo usual para que el despeje fuese total y me diese una lucidez que bastante falta me estaba haciendo. La estratagema surtió poco efecto porque, a pesar de
sentirme refrescado de cuerpo y mente, la desazón no me abandonaba y fue tanto así que, impelido por una súbita urgencia, decidí visitar la tumba de don Fernando en su pueblo natal. A lo mejor era eso lo que me ocurría, no había podido ir a su funeral ni a su sepelio por encontrarme en el exterior, y la promesa de visitarlo en su última morada se llenó de postergaciones hasta caer en el olvido. Curiosamente, en medio de aquel estado, salió a flote una infrecuente y pequeña dosis de buen humor y me dije "Claro, te vino a visitar porque si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma", y de pronto, sin solución de continuidad en el hilo secuencial de mis actos, heme aquí al volante de mi automóvil recorriendo a toda velocidad la autopista y después una sinuosa carretera que me llevó, sin saber por cuánto tiempo, a un estrecho y asfaltado camino abrasado por la resolana. Difícil reconstruir la memoria cuando los hechos pasan tan vertiginosamente al punto de que los acontecimientos se entrelazan, la coherencia es dudosa y la frontera entre lo real y la fantasía se confunden. Seguro estoy, sin embargo, de que en algún lugar de ese caminito encontré un parador con una apariencia exterior nada atrayente, entré, di los saludos de rigor a los presentes y sin ningún preámbulo le pregunté al hombre que atendía por el cementerio del pueblo. -¿Cuál de los dos? -me respondió. El hombre, advirtiendo mi sorpresa, prosiguió: -No sé por qué se extraña, señor. En todas partes hay ahora unos cementerios muy bonitos, con su grama verdecita bien cuidada y unos ramitos de flores que hasta ganas le dan a uno de irse para allá... La carcajada resonó en el lugar antes de concluir la frase: -...de visita y a hacer una parrilla o un sancocho. -¿Y el otro? -pregunté. El hombre endureció el gesto y su voz cambió de tono, ya no era jocoso. -Ah, caray, mi don, no me diga que anda buscando espíritus. Ese lugar está abandonado,
nadie lo visita, ni siquiera los familiares de los muertos, porque dicen que allí salen apariciones. Además si no lo mata de susto un espíritu lo puede matar una culebra, que debe haberlas como arroz en ese montarascal. ¿Es ahí donde quiere ir? -Tiene que ser ahí porque busco la tumba de un amigo que murió hace bastante tiempo. -Sí, tiene que ser porque el otro es nuevecito, si acaso cinco años. Pero de verdad, amigo, no le aconsejo que vaya. -Tengo que ir, es una promesa, dígame cómo llegar. -Un poco más adelante hay un cruce de caminos, tome el de la izquierda, si acaso queda algo que pueda llamarse camino, y siga por ahí, al final lo encontrará. Cuando iba saliendo oyó la voz del hombre gritándole a los contertulios "Amigos, ahí va un cazafantasmas y ni siquiera lleva un machete para defenderse". "Lo tiene entre las piernas", fue lo último que oí antes de subir al automóvil. Seguí las instrucciones y el hombre tenía toda la razón del mundo; el camino, invadido por el monte, apenas si se veía. Aquí mi memoria se dispersa, tanto como mi cabeza aquella tarde en el que el sol me achicharraba. A pesar de estar en ayunas decido entonces servirme un generoso trago de whisky para poner las cosas en orden. Al primer sorbo bien paladeado me veo frente a un rectángulo de tumbas difíciles de diferenciar por la invasión vegetal y sólo reconocibles por las cruces que asoman bien alineadas una al lado de la otra. Al segundo sorbo recuerdo haber decidido lo que hice: recorrer el cementerio como si fuese un laberinto, empezar por la primera de la derecha, llegar hasta la última de la izquierda, cruzar y caminar en sentido inverso hasta la última de la derecha y así, haciendo grandes eses, recorrer todo aquel desolado y amenazador escenario. Poco duró la búsqueda porque de pronto, casi al final, sobre una cruz había un gran destello difícil de pasar por alto. Realidad o ilusión de un tercer sorbo, lo cierto es que me dirigí directamente hacia al sitio y allí, sobre la
cruz, colgaba un redondo reloj de plata, con tapa, sostenido por una cadena del mismo metal; ni falta que me hizo leer la inscripción en la lápida para saber que era la tumba de don Fernando y ya no hicieron falta más sorbos para reconstruir como un buen arquitecto los basamentos de mi memoria. No fue una voz que me susurró al oído sino un pensamiento que me hizo decir "Es para ti, llévatelo", e inmediatamente lo descolgué y lo guardé en un bolsillo de mi pantalón sin siquiera mirarlo, porque ese mismo pensamiento me hizo saber que eso quedaba para otra ocasión. Me veo entonces sentado en posición de loto frente a la tumba de don Fernando, haciéndome preguntas y conversando imaginariamente con él. ¿Habría estado don Fernando alguna vez en Viena? Cierto que daba muestras de conocer bien la ciudad y su historia, pero eso es algo que se puede aprender en cualquier buen libro. Y si no había estado, ¿por qué esa voz tan apasionada en el sueño? ¿Qué había querido decirme? ¿Que recordara algún hecho especial de nuestras innumerables tertulias? ¿Sería acaso aquella historia de un paisano suyo que se había ido a la capital para estudiar música en el conservatorio y logró, hábil y con gran ciencia en la lengua, un puesto menor en el consulado en Viena para poder estudiar piano, proyecto que fracasó por su pésima digitación, falta de entusiasmo y poca o ninguna disciplina? ¿Ese mismo paisano que aprendió a afinar pianos, hizo cursos de historia de la música y terminó viviendo en una buhardilla porque quería ser poeta? ¿ O acaso los amores de la condesa Kaspersky con el italiano Biondi y su trágico final? ¿De dónde sacaba tantas historias sobre hechos ocurridos en Viena? ¿Las había leído, se las habían contado? ¿Tendría hijos? Y si acaso los tenía, ¿cómo encontrarlos? En mis cavilaciones el enigma seguía: ¿por qué Viena? ¿Qué clave había en todo esto? En mi imaginario diálogo le reclamé el haberme puesto en este trance y desasosegarme más de lo que ya es habitual en mí, le di las gracias por el reloj y le prometí que esto no acabaría allí, que tarde o temprano el misterio dejaría de serlo...