Suplemento Cultural Contenido 26-01-13

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Maracay, Sábado 26 de enero de 2013

Crónicas del Olvido

Orwell y los espejismos ALBERTO HERNÁNDEZ Estos huesos brillando en la noche... -Alejandra Pizarnik1.-

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no cree ver el horizonte y se tropieza con el brillo húmedo de la distancia. Allá, donde queda la lejanía, el agua visual inunda la imaginación. Allá, donde queda el sitio del nacimiento, el mar traspasa la sabana y se torna infantilmente peligrosa cuando el carro se aproxima a su orilla. Mi padre reía en medio del llano cuando la carretera se movía como una serpiente acuática. "Eso se llama espejismo", y hundía lentamente el acelerador para alcanzarlo. Entonces mi padre se hacía niño, invadido por la magia de ese mundo líquido que nunca lográbamos tocar. "Es una laguna seca", decíamos, y mi padre, emocionado por la imagen, nos informaba "Detrás del espejismo está Calabozo o Valle de la Pascua", según haya sido la ruta. Pasados los años, venida la muerte de quien nos enseñó a soñar, aventajados por la cincuentena, seguimos siendo víctimas de los espejismos, sólo que los de la carretera ya no nos engañan. Hay otros espejismos, muchos de ellos fabricados con palabras, con ideas, con voces salidas del adentro pero teñidas de mucho afuera sucio, enlodado por la poca fortuna de un paisaje verdadero. 2.Los espejismos forman parte de la ecología, como el arco iris, los relámpagos o los truenos. Y aunque nunca lo veamos así, nos inclinamos a pensar que somos el espacio menos relevante de ese engaño óptico. Somos espejismos: frases sueltas, oraciones incoherentes, verbos esmirriados (para seguir en la rutina de este país donde los espejismos son guía en nuestros genes), discursos predestinados. Asimilada la ecología, pla-

to fuerte de la polilla discursiva, se hace ideología en los alfareros de espejismos. No se trata del habilidoso dirigente de papel (paper's leader), sino de quienes eslabonan una "inteligencia" para vigilar con el ojo del "Big brother". Parece un lugar común, pero es que ya hemos llegado a eso: somos un vulgar y silvestre lugar común. Un espejismo de la realidad. Nuestra ciudadanía es un espejismo, nombrada por la epifanía de una revuelta que va por el mismo camino de otras experiencias más altisonantes. Espejeantes como somos, no pasará mucho tiempo para que el lugar común se alce contra estos alabarderos, reunidos alrededor de la fogata prehistórica. El espejismo nos castigará a todos. El humor será tomado muy en serio a la hora de elaborar expedientes; la venganza se tornará parte de los juicios sumarios. La inquina doblará esfuerzos para calificar desviaciones. Dejará entonces de ser lo que era para convertirse en una realidad tan "concreta" que la misma fanfarria verbal se arrastrará cerca de los tacones de los

que predican nuestra salvación material y espiritual. 3.Una crónica dedicada al padre, al que nos enseñó a descubrir los espejismos del llano, se convierte en una prédica contra el silabeo ajeno, contra el ojo que advierte los hechos del vecino. ¿En quién confiar si esto se hace realidad? ¿Nos veremos en el espejo de la historia tantas veces dicha, pronunciada, descubierta en el odio y en la cara maquillada de una verdad que no es tal? ¿O es que ahora somos tan viscerales que hemos llegado a ver dragones en una iglesia? Esto último no lo creo así. Una visión progresista del mundo, verdaderamente cambiante, debe estar deslastrada de modelos ya superados. Si se quiere hacer andar sobre ruedas y se asimilan moldes extraños, el fracaso será parte de nuestros espejismos interiores. Llegará un momento en que los auspiciantes de esta torpeza contra la ciudadanía se comporten como los acostumbrados a ser parte del silencio, de las mue-

cas de quien ve desde arriba y luego ríe. George Orwell no ha perdido vigencia. Su personaje sigue activo en la genética de algunos que no terminan de pensar que el mundo es redondo. Organizar a un sector de la población para que vigile a otro, no es más que miedo a la historia, al fracaso. De seguir por este camino no tardaremos en perder la piel, los ojos, la lengua y hasta las ganas de ir al baño. Los espejismos son una suerte de ceguera. Una mentira rodeada de ecología por todos lados, una isla presta a ser tragada por un tiburón, "huesos brillando en la noche". 4.Orwell mira un espejo. Se siente retorcido en el paisaje que lo borra. Una lectura nos embriaga. Si Alicia en el país de las maravillas nos lleva al fondo de nosotros, el Big brother nos invita a ser parte de su baba, de su osadía retórica. Somos parte de ese espejismo, por eso debemos regresar al lugar del origen, de donde partimos a quebrar los ventanales que nos sepa-

raban de la realidad. Nos orillamos en la carretera y dejamos pasar el espejismo que nos persigue. George Orwell nos alcanza y nos deletrea lo que podría sacudirnos. Atrás quedó 1984. Cada palabra guardada en silencio es un hueso que cae de la memoria. Como aquellos que a cada instante aparecen ante los ojos de los culpables, de quienes dejaron cicatrices y heridas abiertas en pleno almanaque. La noche cae sobre los antiguos esqueletos de los que aún no aparecen. De aquellos que cayeron y no dejaron nombres. Simples espejismos de una hora. Sobre ellos la sombra de unos pasos. El miedo también se refleja en la antigua carretera. El maestro George Orwell nos advierte. Mucho cuidado con los vigilantes. Mucho cuidado con los fisgones. Mucho cuidado con los que bailan en los parques y hacen terapia con la vejez, con las obesas que esquinan con la vagancia y se tornan admiradores de musgosos caprichos. Un espejismo también es parte de la realidad.


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Entretextos Cuentos de minas y otros relatos FRANCISCO ARÉVALO

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n el año 1988 nos reuníamos en la Casa de Cultura de Ciudad Guayana una cáfila de felices desubicados que tenían como fin escribir. Religiosamente los martes confluían para disertar sobre planes de publicación y eventos, personajes que son hoy en día pasto para alimentar una obesa trama novelística. Me vienen a la mente Sami Anderi (+), Antonio José Rodriguez; Eugenio Cortés; Alis Darnott (+), Carmen Requena de Gutiérrez; Carlos Ruiz (+), José Sequea, Alcides Pereira, Héctor Núñez, Castor Olivier, Pedro Eudes, Jesus Pérez Quijada, Xiomara Toledo, Carolina González Rocca, Miguel Miguens (+) y el enigmático venido de costa colombiana Francisco Javier Ramos, quien aparecía cada tres meses, cuando bajaba de su trabajo en las minas del sur. Creo que no se me escapa ninguno y si así fuere, disculpas. Todo esto bajo la égida de la Asociación de Escritores Guayana Sur, alma y motor reposado en los excelentes oficios de Sami Anderi, quien contaba con el apoyo del poeta Caupolicán Ovalles, quijotesco comandante de la Federación de Escritores de Venezuela, esfuerzo titánico por organizar a los marginados oficiantes de la palabra que para aquellos tiempos estaban excluidos del sistema de protección social del Estado venezolano. Francisco Javier Ramos asistía a estas reuniones. Si algo lo caracterizaba era la prudencia, hablaba poco, pero llevaba sus escritos y los mostraba en un espacio donde casi todos eran poetas o pretendían ser en medio de las conversaciones cruzadas y el desorden armónico que siempre estaba presente en esos martes de tertulias literarias. Éramos pocos los que teníamos una fidelidad por el oficio de escribir, los que sentíamos la poesía como la salvación ante tanta incomodidad que termina haciendo del ciclo existencial un menú insípido, la literatura como catarsis, como siquiatra en permanente consulta, donde uno suele hacer los dos papeles, el de hablante y el de escucha. Ramos estaba en ese

minúsculo grupo que era poco escuchado, su fijación eran los desheredados, los marginados y las victimas de la arbitrariedad. Diríamos que sus inclinaciones marxistas se dejaban dibujar con claridad en sus relatos y en sus opiniones que eran publicadas en la

prensa regional, muestra para la historia literaria de nuestra región son la novela Barrabas (1985), que se hizo acreedora del Premio de Narrativa Casa de la Cultura de Ciudad Guayana; y El espanto de la calavera, novela corta con algunos relatos

(1996), ambas de austera edición y circulación, algo normal para Francisco que si algo es de valorar es su alejamiento de lo mediático y su auténtica modestia. Ahora nos conseguimos a un narrador con un toque de madurez que demuestra unas

lecturas más precisas y lo hace ver con el lenguaje que utiliza como instrumento y arma de penetración. En ningun momento ha dejado de lado sus fijaciones. Cuentos de minas y otros relatos está construido con el pegajoso barro de la pobreza material que muchas veces toma posesión de lo espiritual. Son historias de gente común caracterizadas por la derrota y sus secuelas. Vivir con la expectativa de la riqueza que yace en las entrañas de la tierra, la ambición como patología, túnel de donde es difícil salir ileso, porque nada en las minas de oro y diamantes del sur de nuestro país es de fácil consecución, todo cuesta y se paga, rayando en las paredes del escándalo, que no es de conocimiento particular del colectivo citadino, sabemos de los horrores que rodean ese mundo pero como no nos toca preferimos el margen, vivir con nuestras particulares invivencias ignorando unas que suelen ser peores, ya que allí se carece de los más básicos elementos que permiten la convivencia social. Diríamos que las minas son una ramificación del averno adonde se va lleno de optimismo a conseguirse con la pena pura y la carencia es el motor de toda esta manera de vivir donde prevalece la ley del más fuerte y se hace la voluntad del mismo, algo que se llama arbitrariedad y es muy bien descrito por Francisco Javier Ramos en los 20 relatos que le dan cuerpo a este libro. Aparte de la humildad que ya mencioné, Ramos es un autentico escritor, el que ha armado su vida de un espíritu pertinaz, consecuente en el tiempo, perspicaz integral, que mantiene su afable trato y hace de la observación, lo comedido y el silencio métodos narrativos para seguir eslabonando en su máquina sonora y en libretas marginales lo que las mayorías vemos como algo sin valor para darle cuerpo y movimiento literario, es allí donde radican los verdaderos motivos, la leña para continuar escribiendo en serio, algo que suele hacer con frecuencia Ramos. ** Cuentos de minas y otros relatos. Francisco Javier Ramos. 135 páginas. Ediciones del perro y la rana. Colección páginas venezolanas, serie contemporáneos.


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La experiencia ultramarina de Francisco José Cruz NÉSTOR MENDOZA

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Qué tan grande es el interés de la crítica española en torno al poeta sevillano Francisco José Cruz? De lo poco que llega a Venezuela no se puede dar una respuesta categórica: es una tela de criterios que solo cubre el pecho y deja las piernas al aire libre. Tomando de aquí y de allá, de lo aparecido en publicaciones locales y en internet, esa primera imagen se vuelve más nítida, con bordes mejor delineados. También es oportuno decir que casi todos esos bordes -acercamientos críticoshan sido trazados por escritores latinoamericanos. No es extraño este particular interés: desde hace tiempo, Cruz mantiene un rico intercambio con poetas de ultramar: edita sus obras, los invita y presenta sus libros en su natal Carmona. Igual sucede en el caso contrario: ha sido invitado a México y Venezuela, creándose un agasajo de lado y lado muy beneficioso. Cito un ejemplo: en la revista Palimpsesto, la cual dirige desde principios de los 90, han aparecido poemas de Pedro Lastra, Ramón Cote Baraibar, Carlos Germán Belli, Óscar Hahn, Humberto Ak'abal, Juan Manuel Roca, Antonio Deltoro y Fabio Morábito, incluyendo libros íntegros y antologías. También, la poesía venezolana ha tenido especial acogida: se pueden localizar, entre otros poetas, a José Barroeta, a Eugenio Montejo -con Guitarra del horizonte, una antología de su trabajo poético y heteronímico-, y Enriqueta Arvelo Larriva -con su libro Caballo de fuego, recientemente editado en la colección de la revista-. La poesía de Cruz, al menos en el perímetro venezolano, ha gozado de una vigorosa receptividad, vigorosa si se compara con la escasa divulgación de poetas venezolanos y españoles contemporáneos, entre una y otra orilla. Hace 20 años, en una pequeña muestra de poesía española publicada por la revista Poesía, José Barroeta intentaba exponer el "presente literario que se nos muestra lejano o a veces inaccesible". Hoy, transcurrido todo ese

tiempo, el paisaje no ha cambiado mucho y la distancia sigue expandiéndose: solo las publicaciones electrónicas han logrado mitigar esta carencia. En ese contexto, la obra de Cruz ha sido la excepción. La revista Poesía, desde el año 2000 hasta la presente fecha, ha publicado entrevistas y una muestra parcial de su obra. Igualmente, en el 2007, la editorial El otro el mismo de la Universidad de Los Andes editó Hasta el último hueso, poesía reunida 1998-2007; y, en el marco de la Bienal Mariano Picón Salas, ese mismo año, el poeta visitó la ciudad de Mérida para presentar esta publicación. Dentro de su país, ha publicado los poemarios Prehistoria de los ángeles (Premio Barro de Poesía, Sevilla, 1984), Bajo el velar del tiempo (1987), Maneras de vivir (I Premio Renacimiento de Poesía, Sevilla, 1998), A morir no se aprende (2003), Hasta el último hueso. Poemas reunidos 1998-2007 (Mérida, Venezuela, 2007), El espanto seguro (Sevilla, 2010) y Vía Crucis (plaquette, con ilustraciones de Manuela Bascón, Carmona, 2011). Francisco José Cruz es un poeta con una voz particular dentro de la actual poesía española. Su escritura -precisa, rítmica y siempre atenta a la disposición del verso a lo largo del espacio- sintetiza aquel viejo dilema, casi siempre antípoda, de la poesía: la autonomía del poema y la unidad temática del libro. El mismo autor lo define con estas palabras en una entrevista "mi idea

de libro no establece una interdependencia entre los poemas, sino una simple relación que no afecte a la individualidad de cada texto y le permita, primordialmente, ser él fuera del conjunto". Esto es posible precisarlo en su libro de mayor fuerza y alcance, Maneras de vivir (1998), el cual resume un trabajo minucioso. La configuración visual del verso, el empleo de la rima asonante y el recurso métrico refuerza la intensidad de sus poemas (ejemplo de ello son los poemas "El funambulista" y "Maneras de no ser"). Al hablar de la singularidad de su poesía aludo a un especial trato con la palabra, asociada a la experiencia y al conocimiento, y no a una demostración erudita. El poema, como se sabe, pertenece a una determinada tradición cultural, posee el peso de una historia colectiva e íntima que se manifiesta naturalmente en el texto. El poema no es, entonces, una excusa para demostrar que se tiene un vasto conocimiento teórico de la cultura. No interesa la erudición explícita: ese caudal debe fluir internamente, como un río que se desborda y solo dejar sentir un lejano eco, lo suficientemente fuerte para hacerse notar desde las entrañas. Así, como una metástasis que no da lugar al engaño. Desde adentro hervirá de experiencias, pero saldrá limpio, preciso y ponderado. La obra de Cruz no comparte esa inclinación excesivamente culturalista de algunos de sus paisanos. La exposición de motivos relacionados con la

literatura, la historia y el arte universales (que a veces encubre solo una expresión "culta" estéril y poco genuina) no está entre sus predilecciones estéticas. Nietzsche escribió sobre el poder ancestral del ritmo, en el canto y en el verso: se cantaba para no olvidar -gran poder mnemotécnico- e invocar a los dioses. Se cantaba para

seducir. Cantar, cantar, de eso se trataba. Pero el canto vacío, algunas veces, nunca logra madurar un buen poema. Ahora bien: ¿cómo inquieta la música a Francisco José Cruz? Algunos críticos han resaltado ese talante rítmico; entre ellos, el español Rafael Amilburu, quien expresa que "la poesía de Cruz late con un latido dulce, de ritmo impecable, que no hace duro el poema, sino armonioso"; mientras que el mexicano Fabio Morábito complementa esta cualidad expresando que "para Cruz, en efecto, la tradición poética es sobre todo un acervo vivo de ritmos y respiraciones, de sonoridades y de cadencias". Existe, entonces, una vocación del ritmo, del sonido meditado que recorre al poema. Francisco José Cruz, con su trabajo orfebre, paciente y meticuloso, reúne las credenciales suficientes para mostrarse sin miedo escénico, con la certeza que da el poema no tocado aún por el exceso retórico, la mueca o la frase sin asidero.

MONOS EN UN ZOO

Deambulan, no pasean, van y vienen y cogen, no por hambre, por desidia los pedazos de pan que les echamos desde arriba del mundo. Aún no han aprendido a saltar de una ausencia a otra ausencia del bosque que perdieron y por esto sus ojos no miran lo que ven. Acaso, cuando nadie los observa, anudan sus recuerdos altos y enmarañados de la selva y se cuelgan de ellos para mecer su exilio. Sólo cuentan aquí con un espacio circular, sin tiempo, y una especie de escalera de hierro en la que, al apoyarse, mitigan el vacío de no entender qué mundo están deshabitando día a día, pan a pan, tedio a tedio y no encontrar la vuelta ni la fuga. Tal vez han decidido -al menos los ancianosno gastar energía inútilmente y engordar de desidia, tumbados en el suelo, solos a la redonda, como un reloj parado. Francisco José Cruz


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Poetas invisibles de Latinoamérica DARIO JARAMILLO

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racias a los premios y a la labor de algunas editoriales españolas, entre las que se destacan Visor, Renacimiento y Pre-Textos, la poesía escrita en castellano en la orilla occidental del océano Atlántico es más o menos conocida en España. Los principales nombres del canon actual, por lo menos, son familiares en la república poética. Es difícil que la poesía supere esos límites de difusión. Incluso la gente de la literatura, de la academia y de la prensa cultural se mueve con más familiaridad con los nombres de los narradores y hasta de los ensayistas que en el iniciático mundo de los poetas. Pero, hoy por hoy, poetas como Nicanor Parra (1914), Álvaro Mutis (1923), Fina García Marruz (1923), Ernesto Cardenal (1925), Tomás Segovia (1927-2011), Rafael Cadenas (1930), Juan Gelman (1930) y José Emilio Pacheco (1939), son conocidos gracias al Premio Reina Sofía, al Premio Cervantes y al Premio FIL de literatura. Los que hay más allá es pura niebla. Nombres familiares en cada país e ignorados en el resto del vecindario, poetas secretos, de culto, individuos de todas las edades que, no obstante su valor, apenas son mencionados. A Fina García Marruz, por ejemplo, la saca del anonimato el Premio Reina Sofía; pero su esposo, otro grande poeta, Cintio Vitier (1921), permanece a la sombra. Y, sin salirme de Cuba, todavía más secreto es el simpar Rafael Alcides Pérez (1933). Entre la generación de los nacidos en el tercer decenio del siglo XX están las uruguayas Ida Vitale (1923) e Idea Vilariño (19202009), los peruanos Jorge Eduardo Eielson (19242006), Blanca Varela (19262009) y Carlos Germán Belli (1927), los argentinos Perla Rotzait (1920) y Joaquín Giannuzzi (1924-2004) y los mexicanos Eduardo Lizalde (1929), Ramón Xirau (1924) y Rubén Bonifaz Nuño (1923). Entre los nacidos después de 1930 hay algunos poetas que murieron sin alcanzar el cenit de reconocimiento que tanto merecían y que, ahora, son cada vez más leídos y admirados, como el venezolano Eugenio Montejo (1938-2008) y el colombiano José Manuel Aran-

Eugenio Montejo, en la Residencia de Estudiantes / Gorka Lejarcegi

go (1937-2002). Entre los vivos de esta misma generación destaco, en México, a Gabriel Zaid (1934), de quien sus magistrales ensayos han opacado la excelente obra poética; están también los chilenos Oscar Hahn (1938) y Pedro Lastra (1932) y el colombiano Jaime Jaramillo Escobar (1932). Por obvias razones, conozco más el paisaje colombiano que el de otros países. El mío, ha sido un país autista, mediterráneo, volcado hacia adentro. El más interesante poeta colombiano del siglo XX, Aurelio Arturo (1906), muerto en 1974, es todavía de consumo interno. Algo parecido sucede con el nadaista que comenzó firmando como X-504 y después con su nombre propio -no es mi pariente- Jaime Jaramillo Escobar, un poeta veriscular, de una inusitada fuerza, de un humor único. Ya las generaciones nacidas en el decenio de 1940 tienen sus propios mártires: los colombianos Raúl Gomez Jattin (1945-1997) y María Mercedes Carranza (1945-2003), los peruanos José Watanabe (1945-2007) y Antonio Cisneros (1942-2012). Y acaso sea en este segmento en donde haya más grandes poetas desconocidos o casi. Pienso, sobre todo en los mexicanos Francisco Hernández (1946),

que acaba de ganar el Premio Nacional de Literatura de México, y David Huerta (1949), en el boliviano Eduardo Mitre (1943), en el colombiano Juan Manuel Roca (1945), en los venezolanos Alejandro Oliveros (1948) y Armando Rojas Guardia (1949), en los argentinos Arturo Carrera (1948) y Daniel Samoilovich (1949). A medida que avanzo en el recorrido se me aparece más reveladora la imagen de que recorro un camino lleno de neblina, donde los nombres son desconocidos y los textos son borrosos. Entre los nacidos en el decenio de 1950 destaco al colombiano Rómulo Bustos (1954), a los chilenos Diego Maquieira (1954) y Raúl Zurita (1950), a los venezolanos Yolanda Pantin (1954) y Gustavo Guerrero (1958) -además de poeta, autor de la más completa antología de poetas hispanoamericanos nacidos después de 1960, Cuerpo plural-, al argentino Alejandro Bekes (1959), al uruguayo Rafael Courtoisie (1958), a los mexicanos Coral Bracho (1951), Vicente Quirarte (1954), Jorge Esquinca (1957), José Luis Rivas (1950) y Fabio Morábito (1955) A medida que avanzo hacia los más jóvenes, desde un principio, el enunciado tiende

El escritor colombiano Álvaro Mutis / Gorka Lejarcegi

más a parecerse a una conjetura y la sensación del redactor es que puede estar omitiendo nombre que olvidó o que, simplemente, desconoce. No están todos los que son, pero los que están, son. Después de 1960 nacieron los mexicanos María Baranda (1962), Jorge Fernández Granados (1965), Julio Trujillo (1969), Luis Felipe Fabre (1974) y Hernán Bravo Varela (1979); el costarricense Luis Chaves (1969); los colombianos Ramón Cote (1963), John Galán (1973), Juan Felipe Robledo (1968) y Catalina González (1976); el salvadoreño Jorge Galán (1973), el peruano Eduardo Chirinos (1960), el cubano Antonio José Ponte (1964), los argentinos Edgardo Dobry (1962) y Fabián Casas (1965), los argentino-españoles Andrés Neuman (1977) y Mariano Peyrou (1971); el guatemalteco Alan Mills (1979); los venezolanos Luis Pérez Oramas (1960), Luis Moreno Villamediana (1966), Erika Reginato (1977) y Jorge Vessel (1979); el dominicano Frank Báez (1978)… Imposible abarcar todos los nombres que se insinúan como excelentes poetas y, por eso, este párrafo destaca a algunos y comete involuntarias injusticias. Enunciada mi incompletalista; la que aparece como pri-

mera y mejor conclusión, es la diversidad de voces y de tendencias. Hay de todo. Desde autores de sonetos hasta las más informales formas, con el mérito de que hay versos libres que, no por ser libres, dejan de ser versos. Hay poesía conversacional, narrativa, barroca, surrealista, en fin, un extenso y contradictorio menú. Y, en todos, talento; más visible, más comprobable con la obra consolidada de los mayores. Pienso que una poesía tan personal en todos sus registros, tan poseída de un lirismo hondo y claro a la vez, como la de Francisco Hernández, está en las vísperas de su consagración definitiva y de su más amplia divulgación, al que ha dado impulso en premio recién recibido en México. Y, aunque distinta, mis afirmaciones también caben para referirse a la poesía de David Huerta. Entre los muy jóvenes no caben juicios tan nítidos como los que pueden hacerse alrededor de Hernández y de Huerta. Son más bien apuestas, intuiciones, acaso reflejos del gusto personal. En todo caso se distingue por su reconocimiento y por las ediciones en varios países -cuatro- de su libro Postales (premio nacional de su país), la voz desenfadada y lírica, imaginativa y lúdica del dominicano Frank Báez.


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