Suplemento Cultural Contenido 25-05-13

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El Periodiquito

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Crónicas del Olvido

LA MUERTE PARA EMPEZAR ALBERTO HERNÁNDEZ

abatido por la policía, en la del trabajador que se desprende de un piso alto mientras pintaba, en la del joven que estrella su vehículo contra la defensa de un puente, e inclusive, en la del perro que yace destripado en medio de la calle y sólo le quedan los ojos para advertirnos, sabemos que la paz nuestra es inmerecida. No hemos sabido conservarla. No se trata de romper el espejo imperial, el reflejo del más poderoso, porque el poder mientras más lo es, es más vulnerable. No se trata de hablar con el discurso plañidero de nuestra tradicional izquierda, o con la retórica acartonada o “yupi” de la derecha conservadora. No; ambos están agotados. Nos queda –aunque hayamos desgastado a Dios con un ateísmo romántico– vernos en el hombre, despojarnos del fanatismo tanto de izquierda como de la derecha, lavarnos ambas manos, porque a la larga y a la corta la muerte no es de izquierda ni de derecha. Es ella, principio y fin, victoriosa, fea, deshuesada por la imagen del odio y la miseria humana.

“Iba a morirme yo, a pesar de ser yo” Fernando Savater

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l título y el epígrafe de esta nota, tomados por asalto del morral del reconocido filósofo español, hacen juego con la preocupación que cunde en el mundo a propósito de los acontecimientos que abren las páginas de los diarios. No se trata de la guerra, es la muerte, esa compañera invisible que respira atornillada a nuestros pasos y que a ratos espantamos para que salte la cuerda unos metros más allá de nuestros pensamientos. Se trata, sí, efectivamente, de la muerte. La que empieza y finaliza en el camino. Esa “cosa tan irremediablemente personal” que nos amarra a los seguros de vida y a la imagen de que alguien mirará nuestro rostro, serio y circunspecto, a través de un cristal. Más allá de esta consideración anodina, la muerte es un problema cuando aparece en la mano armada de los hombres, cuando es empujada por el odio, las ambiciones y los afanes de la irracionalidad, aunque la muerte no sea un salto irracional. Esta irracionalidad surte el pozo de la política. Todos los discursos de este viejo abono están agotados, han sido mermados por la demagogia, por la imbricación del pragmatismo y la ambición crematística. La guerra de los Estados Unidos contra el fantasmal país afgano no es más que eso, un discurso agotado producto del manoseo del territorismo como heredad. Igual, el que la ex Unión Soviética precipitó sobre los satélites de su ambición. O sobre el mismo Afganistán, Damasco o Bagdad. O la de Cuba sobre

la desolada Angola. ¿Qué cultura no ha practicado el terror para imponerse? Desde remotos días ha sido revelado en las ansias expansionistas de generaciones imperiales. Para ganar terreno hay que matar, desgarrar los sonidos del “otro”, del que nos mira desde su poca altura. Allá arriba está la muerte, poderosa, símil de la destrucción total. 2 El yo individual, el que muere con todos, con todos los otros, racionaliza el temor y lo convierte en filosofía , en “defenderse de quienes creen saber y no hacen

sino repetir errores ajenos”, como dice Savater. La certeza de esta idea se aproxima a lo que acontece actualmente: pensamos para repetir los errores del otro, los mismos yerros que nos han acercado al precipicio. Pese a que no estamos de acuerdo con esa “confrontación”, sabemos que es inevitable, porque quien maneja el poder azuza los deseos de ver de cerca la cara de la muerte del otro. Morir así es una humillación. Muerte al fin, es la mía, la que siento mía, la que no puedo eludir porque ya he muerto en el otro, en el que aparece en la pantalla de televisión envuelto

en la misma tela con que habrían de cubrirme. Vieja retórica, pero verdadera. La imagen de los aviones derritiendo los inmensos edificios de Nueva York establece el comienzo de la muerte. Los que hicieron eso sabían de antemano que con ellos no moría la muerte, empezaba. Y empieza a cada instante, no tiene fin. Es mi muerte a cada instante, por eso quiero negarla, enfrentarla. Y así como los discursos han sido agotados de tanto vernos en la muerte del soldado, de nuestro enemigo soldado interior, en la del delincuente

III El epílogo es el mismo siempre: la guerra es un invento del hombre para disminuir su capacidad humana. Para hacerse menos humana o más muerte. Afganistán, Bagdad, Damasco o Angola son nuestro yo, el que siempre recibe los golpes. Pero también somos alaridos de los que sucumbieron en las torres o en Boston. Empezamos a ser cuando sabemos que la muerte se nos aproxima. Contradictorios, pese a que somos la muerte del otro y la celebramos desde la enemistad, nos batimos por evitarla a través de la guerra. La violencia es nuestro hombre primitivo, el que llevamos en la piel del animal que nos cubre.


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‘La gran ventana de los sueños’ o el legado literario de Fogwill ALEJANDRO REBOSSIO

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unque fue presentado la semana pasada, la primera obra póstuma de Fogwill será uno de los libros más atractivos para comprar en la 39° Feria del Libro de Buenos Aires, que comenzó el pasado jueves 25. La gran ventana de los sueños, editado por Alfaguara, es una de las tres obras que dejó sin publicar quien se llamaba Rodolfo Enrique Fogwill, uno de los tres más grandes escritores de la Argentina reciente, junto con César Aira y Ricardo Piglia. “En este libro, lo que encontramos, me parece, es un Fogwill que efectivamente se dedicó a recopilar en un diario los sueños que anotaba cuando se despertaba y luego él mismo generó una edición de estos relatos”, contó el poeta Guillermo Saavedra

Foto Claudio Álvarez

en la presentación de la obra la semana pasada en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba). “Porque no son los sueños anotados de primera mano por Fogwill, sino más bien un trabajo, una determinación,

una especie de inevitable sinceridad”, agregó Saavedra. “Para los que ya hemos tenido ocasión de tomar contacto con este libro, la palabra que más se impone, sin ponerse demasiado tangueros, es conmovedor”, relató Saavedra, autor de Mi animal imposible y Pancitas argentinas. “Porque si bien es inequívocamente fogwilliano, es un Fogwill al que uno accedía en contadas ocasiones, entre los pliegues de puteadas, chicanas, ironías y todo ese repertorio de aparentes maldades con las que Quique disfrazaba esa enorme capacidad de contener, acompañar y leer al otro”, opinó el poeta, que presentó la obra junto al músico Adrián Dárgelos, líder del grupo Babasónicos y autor de la banda de sonido de la película de la hija de Fogwill, Vera y Martín Desalvo, Las mantenidas sin sueños; el escritor Fabián Casas y Jorge Pa-

lant, uno de los cuatros psicoanalistas que trataron al genial autor argentino y a los que él les dedicó La gran ventana de los sueños. Fogwill, a secas, como él firmaba, había entregado esta obra poco antes de morir a los 69 años en 2010 a dos integrantes del grupo de arte al que pertenecía, Mondongo, a Juliana Laffitte y Manuel Mendanha. Cuando falleció, ellos dos dieron la obra encuadernada a los hijos de Fogwill. El autor de Los pichiciegos, Vivir afuera y Muchacha Punk también dejó listos para publicar otras dos novelas: Nuestro modo de vida y La introducción. En la presentación del nuevo libro, el músico y poeta Dárgelos observó “Una gran parte de los relatos de Quique están narrados en primera persona. Atrás de esa primera persona se presupone que está él: un héroe que con sarcasmo atraviesa sus

aventuras. Creo que Quique es el generador de esas aventuras y no el protagonista. En este libro, en cambio, me parece que la primera persona se parece más a él”. Casas, autor del poemario Tuca, aportó su visión “El libro funciona como una intelectualización de los sentimientos. Lo primero que me pasó leyéndolo fue que empezó a funcionar esa voz de Fogwill tan precisa. Me remitió inmediatamente a eso que pasa cuando uno se inunda por un autor y no puede salir de ahí: querés escribir como él porque es mejor que vos, no podés metabolizarlo por completo”. El libro finaliza con un capítulo llamado “Sueño de hospitales” y dice así: “Quilmes, París, Italiano con el coya karateca con manos de goma y unas de acero inoxidable”. Nada más. Pero no todo el libro es tan onírico como parece.

Por una ley de lenguas JUAN CLAUDIO DE RAMÓN

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o más absurdo de los problemas de España es que tienen solución. Algunas están tan al alcance de la mano, que uno se siente tentado de pensar que es la mala fe de los políticos, y no su incompetencia, la que impide el acuerdo. Ocurre singularmente con la querella de las lenguas, que tanto desfonda nuestra convivencia. España no es, en su diversidad lingüística, muy distinta del resto de países. Albergar más de una lengua es la regla en los Estados, no la excepción, y en casi todos se registran tensiones de variado voltaje. Basta viajar un poco para hallar conflictos que traen un inconfundible aire de familia. Sucede que los países, al hacerse mayores —al adoptar la ley democrática— se procuran soluciones razonables que cifran en la ley. En España, en cambio, preferimos seguir semienterrados en nuestro secular duelo a garrotazos. Culpa y vergüenza nuestra. Necesitamos como el respirar una ley de lenguas oficiales. El precio que estamos pagando por no tenerla, en forma de envenenamiento, bronca y derroche malsano de energía, es inasumible. ¿Qué espíritu debería guiar esa ley? Convendría, para empezar, que el Estado se tomara en serio la pluralidad de lenguas en España. En esta tarea nos hemos quedado a medias. La Constitución de 1978 permitió a hablantes de catalán, vasco y gallego salir del reducto familiar en el que

el franquismo los había confinado. Nuevas generaciones pudieron educarse en su lengua, se cambiaron las leyes del registro, se rescataron toponimias tradicionales, se ha distinguido a escritores en catalán, gallego o euskera con premios nacionales. Es injusto pensar que nada se ha hecho, y erróneo que está todo hecho. Convendría, para empezar, que el Estado se tomara en serio la pluralidad de lenguas en España. En realidad, la rehabilitación de estas lenguas es mérito de sus hablantes y las autonomías; la Administración general se ha conformado con poco, so capa de que solo eran oficiales en sus respectivas comunidades. Lo más triste es que la España que solo habla castellano no termina de percibir que existen amplias porciones del territorio en las que se habla, además, otra lengua, que es la materna para muchos españoles. No es que los españoles de raigambre castellanoparlante se opongan a la existencia de esas otras lenguas; sencillamente, tienden a no interesarse por ellas. Como consecuencia, existe una asimetría entre lo que una persona instruida de, digamos, Gandía, sabe de Garcilaso, y una de Toledo, de Ausiàs March. Catalán, vasco y gallego deberían ser lenguas oficiales del Estado, con el castellano. A algunos les dará la risa y otros se llevarán las manos a la cabeza. ¿No existe ya una koiné, una eficaz lengua común? ¿No conllevaría una factura monstruosa multiplicar todo por cuatro? Pero la cooficialidad de las cuatro lenguas no significa que todos los funcio-

narios deban aprender las cuatro ni que todo acto administrativo deba cuadruplicarse. Se trata más bien de una obligación de visualizar el hecho de que todas ellas son lenguas españolas, de igual rango y dignidad, y de facilitar su uso, en el nivel estatal, de manera razonable y progresiva. No parece alocado poder declarar en tribunales con jurisdicción en todo el Estado, solicitar la renovación del DNI o consultar las páginas web ministeriales en el idioma oficial de la preferencia de cada uno. En principio estas disposiciones ya existen, pero no se vela por su cumplimiento. No haría daño que el aeropuerto de Barajas saludase a los viajeros también en catalán, o que el catálogo del Museo del Prado estuviese disponible en euskera. Ni pasaría nada si dejásemos de emplear la letra ñ en todos los logotipos oficiales. Una ley de lenguas oficiales debería mandatar a los poderes públicos para que estimulasen el aprendizaje de las otras lenguas españolas, de manera que en el currículo de un colegio andaluz se estudie la última poesía en gallego, nociones de catalán, o la fascinante filogenia del euskera. A los que objetaran el coste de estas medidas —que no sería, sospecho, tan descabellado— cabría responder que es el precio de una mejor España. ¿Qué debería suceder en el Congreso? En mi opinión, en el Congreso, por ser el foro común por antonomasia, debería hablarse en la lengua común, para resaltar precisamente su valor de acervo compartido. En el Congreso el cas-

tellano merece más que en ningún otro lugar ser llamado español. Pero incluso en ese caso el hablar español debería ser fruto de la costumbre entre diputados, y no una obligación reglamentaria. La cooficialidad no implica que todos los funcionarios deban aprender las cuatro lenguas Ahora bien, poco avanzaremos en el logro de la paz lingüística si las comunidades con más de una lengua no desisten de posiciones dogmáticas y maximalistas. Tomemos el caso de Cataluña, por ser en ella más reñida la cuestión. Nadie niega el derecho de los nacionalistas catalanes a defender su modelo de enseñanza monolingüe, pero les pediríamos que no invocaran para ello falsos pretextos. A menudo escuchamos decir a los portavoces del catalanismo que en Cataluña no hay un problema de lenguas, que son todo insidias de la prensa de Madrid. Pero son familias catalanas, y no tertulianos madrileños, las que batallan en los tribunales, y son intelectuales y académicos catalanes los más conspicuos críticos del sistema. Por si fuera poco, tenemos conocido que mozos de escuadra y otros colectivos han encontrado un singular medio de protestar: usar únicamente el castellano, capitalizando el estigma que pesa sobre él. ¡Curiosa manera de no tener un problema! En cuanto a la supuesta insignificancia del número de disconformes, podemos descontar que al menos los 700.000 votantes de PP y Ciutadans (y no pocos, oso sugerir,

del PSC) querrían transitar hacia un modelo bilingüe. Nada sabemos con certeza, porque la Generalitat nunca ha realizado una encuesta dirigida a toda la sociedad catalana, con las preguntas adecuadas, para saber lo que en realidad prefieren los padres. Acaso intuye el Gobierno catalán que las preferencias serían más matizadas de lo que pregonan. Porque de matices, de equilibrios, se trata. La Generalitat nunca ha realizado una encuesta en la sociedad catalana para saber lo que prefieren los padres Está al alcance de cualquier inteligencia que una enseñanza bilingüe no implica la temida segregación por razón de lengua; no se separa a los alumnos, se separan las materias, unas pocas en una lengua, otras tantas en otra. Es una razonable vía intermedia que los nacionalistas catalanes se encargan convenientemente de olvidar, aunque luego algunos no se recaten, si pueden, en enviar a sus hijos a escuelas extranjeras basadas en esa filosofía. Sobre el supuesto aval internacional al modelo catalán, como ha explicado la profesora Mercè Vilarrubias en este diario, se trata de un sistema que no existe en ningún otro país o provincia del mundo con más de una lengua oficial (ni siquiera en Quebec, donde los anglófonos disponen de escuelas en inglés). Ese derecho a la enseñanza bilingüe (sin que ello implique la doble vía) también habría de ser recogido por una ley como la que propongo(…)


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BRECHA EN EL SILENCIO MAIKEL RAMÍREZ

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xiste casi que un incuestionable paralelismo entre la caverna de Platón y la sala de proyección de cine. En la primera, un grupo de hombres que se encuentra de espalda a la entrada de la caverna confía en que las sombras que se proyectan sobre la pared son la realidad misma; en la segunda, los espectadores ven cómo la oscuridad se apropia del salón, en tanto que una luz a sus espaldas se posa sobre una pantalla titánica frente a todos. Da igual si los asistentes del espectáculo cinematográfico están conscientes de que fijan su mirada sobre una ilusión de imagen en movimiento, porque, a la postre, las historias que ven los afectan emocionalmente como quizá no ocurre en el mundo exterior. El filme Brecha en el silencio, de Luís y Andrés Rodríguez, nos demuestra la vigencia del mito del filósofo griego, porque si bien sabemos que, por lo general, nuestra sociedad se funda en familias matricentradas y disfuncionales, donde puede irrumpir la figura del padrastro obsceno que acaba con el orden simbólico de la misma, observar esta realidad desde la ficción y los recursos propios del cine no sólo nos hace una suerte de testigos oculares, sino que nos involucra como unas víctimas en la distancia. Luís y Andrés Rodríguez nos conducen a centrarnos en Ana (Vanessa Di Quattro), joven sordomuda, que asume como propio el cuidado y cariño de sus hermanos menores (Caremily Artigas y Jonathan Pimentel), en vista de que su madre, Julia (Juliana Cuervos), sólo vive para sí. Ana se balancea entre las horas de trabajo en una compañía, las tareas de su mísero hogar y la ternura que les dispensa a sus hermanos. Y, para más infortunio, su padrastro (Rubén León) abusa sexualmente de ella a su antojo. Comprendemos que la prota-

gonista resiste porque sabe que su mamá no la apoyará y teme por la vida de sus hermanos. Ana se me antoja semejante a las heroínas de los filmes de Lars von Trier, como aquellas de Dogville, Manderlay y Bailarina en la oscuridad. Este parecido no sólo reside en su doloroso padecimiento, sino que son mujeres objetos. En Brecha en el silencio, Ana es instrumentalizada por su madre, deviene en un objeto que sirve para hacer otras cosas: limpiar, lavar, coser, cocinar, trabajar en una textilera y entregar su pago, cuidar a los niños, y hasta comunicarse con los maestros, pese a su condición de sordera y mudez. La forma como Ana es percibida por su propia madre nos da una pista sobre el título del filme y lo que, a mi juicio, es un problema medular de la historia: el lenguaje. Es evidente que, así como no necesitamos que un cuchillo, un lápiz o una herramienta nos hablen, la madre no necesita que Ana aprenda a comunicarse por medio del lenguaje de las señas. De allí que se refiera a ese código de

comunicación con la metáfora del mono. Ana se encuentra aislada en su silencio. Por otra parte, el abominable padrastro acuña a Ana como ‘murmullo’. Este es un claro caso de metonimia. Es decir, una parte que representa a un todo. Por lo que atañe a este aspecto, el reconocido psicólogo y científico cognitivista Steven Pinker ha demostrado que las metonimias son empleadas cuando los individuos tienen una percepción negativa hacia otra persona o un grupo social. La metonimia nos indica que el resto de la persona no tiene ningún valor, y si a esto le agregamos el hecho de que la parte del cuerpo que representa a la totalidad del ser es uno de esos símbolos de estigma de los que el sociólogo Erving Goffman nos habló, veremos que la metonimia es una marca de desprecio (‘el manco’, ‘el mocho’, ‘la cuatropepas’, ‘los pata en el suelo’). De modo que si Ana es sólo un murmullo, se evidencia que su padrastro no considera la totalidad de su cuerpo, ni su carácter, de allí que la instrumen-

talice como un objeto sexual. Las relaciones entre el nombre y el individuo han sido materia de rigurosos y agudos estudios en campos del saber entre los que podemos contar a la filosofía del lenguaje, las ciencias cognitivas y el psicoanálisis, entre otros. Entre los argumentos que hemos encontrado, descollan aquellos que vinculan al nombre con un ideal del ‘yo’ y los que se inclinan por argumentar que el nombre se llena de un contenido con el que el individuo va a ser identificado, esto es, su identidad. En cuanto a esto último, se sabe que, por ejemplo, ‘Plutón’ dejó de ser considerado un planeta desde hace algunos años porque no cumple con las condiciones para ser categorizado así. No obstante, el nombre ‘Plutón’ evoca a un planeta de forma automática. El punto es que Ana desconoce el nombre que la identifica. No posee un nombre que pueda llenar de un contenido o idea que le dé una identidad. Adicionalmente, Brecha en el silencio brinda una cuidada articulación entre su contenido

y su plano formal. Especialmente, se deben subrayar los planos subjetivos que nos posicionan desde la perspectiva de la heroína trágica. Estos nos permiten conocer el mundo que ella registra. Los ojos de Ana se fijan en pequeños detalles, cuyo patetismo y amenaza son maximizados (la boca y el cigarro del padrastro, un gusano, el rojo de la pintura de uñas, entre otros), lo que produce un efecto de mirada paranoide. Se nota también que el ralentí puede acentuar el dramatismo de un momento, como en el segmento en el que la protagonista ve la cara de hartazgo de su hermano porque el padrastro le ordena jugar con el resto de los niños. Ver ese movimiento nos sugiere la angustia a la que está sometida en ese momento. Por igual, sentimos compasión por la joven protagonista porque los cineastas encuadran su dolor desde una cámara en picado y desde el ángulo holandés. Nos movemos del color al sepia y al blanco y negro, y por momentos el audio fija su posición desde los oídos de Ana. Di Quattro, Cuervos, León, Artigas y el joven Pimentel asumen sus roles con la determinación de que suspendamos el sabernos espectadores ante un filme y penetremos una realidad pura. Sus actuaciones nos anuncian que esta problemática puede ser más sórdida de lo que leemos en las noticias. Por cierto, tuve la oportunidad de intercambiar unas palabras con Cuervos y me resultó gratificante saber que tuvo formación en La escuela de arte dramático de Maracay y que durante su residencia en esta ciudad era seguidora de las páginas de El Periodiquito. Por último, el final de Brecha en el silencio trajo a mi mente el subterfugio de los personajes femeninos de la novela de Sonia Chocrón, Las mujeres de Houdini, a quienes, como el conocido escapista francés, las dificultades les ofrecen una solución harto complicada: escapar como por arte de magia.


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Nuno Júdice INTERRUPCIÓN FILOSÓFICA

Al ver tu cuerpo desnudo pienso en la correspondencia entre la carne y el espíritu. Los hombros, por ejemplo, son el soporte del alma que habita el cerebro; los senos corresponden a una doble esencia, y cuando los toco con las manos siento el vértigo abstracto de un diámetro que acompaña la línea de la idea; y toda la extensión en torno del ombligo corresponde a ese centro de un puro concepto que sólo se agota en el perfil de las nalgas. Más abajo, sin embargo, el triángulo del pubis presenta la perfección del sentido que sus ángulos delimitan; y en el vértice exterior, el sexo es la designación de la cosa inexpresable, y el movimiento que lo hace vivir da forma a la presencia de algo cuya intangibilidad se completa en el término material de las piernas, colocadas en la horizontal del busto y delimitadas por la luz de un axioma cuya lógica se realiza en la simple posesión, cuyo final me revela ese fondo de unos ojos abiertos en que se ilumina el enunciado de lo humano. Pero luego tu risa me lleva lejos de la filosofía, y recomenzamos, limitando el amor al proceso natural que pone entre paréntesis el alma.

EL INVENTOR DE HISTORIAS

En esta ciudad había un bosque; en esta casa, un hueco; y en ese hueco murió un hombre, mirando el fuego. En esa noche, no se veía el cielo entre las ramas; pero todos los ruidos de la noche interrumpían el pensamiento del hombre, y el crepitar de la leña le iluminaba el rostro, mientras moría. En ese tiempo, en que no había ciudad ni casa y sólo el bosque se extendía más allá de ríos y montes, de valles y montañas, de rebaños y manadas, un hombre miraba al fuego, y moría. En su cabeza, sin embargo, se habían formado historias que atravesaron los tiempos hasta que llegaron al cuarto que ya fue un hueco, en una ciudad sin árboles ni pájaros. Lo que el hombre recuerda, ante el fuego, tiene el brillo de la llama que se va a volver ceniza, en el final de la noche; y el mismo viento que barre las hojas del otoño y las cenizas de la hoguera ya no llevará las palabras del hombre que a la madrugada no despertó. Pero las historias que inventó se soltaron de él; y recorrieron el mundo y los tiempos, mientras otros hombres abatieron bosques, construyeron ciudades,

por un lado y salir por el otro; y si el camello, cuando sale del ojo de la aguja, consigue pasar por el agujero del botón para prenderlo a la camisa, la mujer le hace fiesta en la joroba para que el camello no se enfade. Y es que un botón cosido por el camello dura más tiempo en la camisa, aunque el hombre, cuando se vista la camisa, tenga que apretarlo entre la joroba y el cuello del camello. Así, el hombre entra con más facilidad en el agujero del botón que el camello en el ojo de la aguja; y la mujer puede lavar la camisa con el agua del camello, cuando el hombre la desnuda.

LA CRISIS GRIEGA

inventaron otras historias. El hombre no supo lo que le sucedió a esta historia. Pero la inventó para que, un día, otro la pudiese contar.

LA PRESIÓN DE LOS MERCADOS

Préstenme las palabras del poema; o denme sílabas de saldo, para que las ponga a rendir en el mercado. Pero súbanme la cotización de la metáfora, para que me limite a imágenes simples, las más baratas, las que nadie quiere: ¿una flor? ¿Un perfume del campo? ¿Aquellas olas que revientan, unas detrás de las otras, sin pedir intereses a quien las ve? Es que las palabras están caras. Hojeo diccionarios en busca de palabras pequeñas, las que cueste menos pagar, para que no exijan reembolsos si las pusiera, de propina, al final del verso. El problema es que las rimas me irán a costar el doble y por mucho que recorra los mercados lo que me proponen está por encima de mis posibilidades, sin reembolso. Y cuando vengan a pedirme lo que tengo que pagar, ¿a cuánto por ciento lo tendré que dar? Abro la cartera, vacío los bolsillos, voy a las cuentas, y sin blanca: símbolos, a cero; alegorías, agotadas; metáforas, ni una. ¿A quién recurrir? ¿Qué fondo de emergencia poética me irá a salvar? Entonces, al final, me quedan dos sílabas -aire-: al menos con ellas nadie me impedirá respirar.

EL EVANGELIO SEGÚN QUIEN LO TRADUCE Dicen algunos: esta traducción, al pie de la letra, hace que el camello entre por el ojo de la aguja. Si el ojo es grande, el camello se desliza por el arco; si es pequeño, la joroba no pasa. Pero la mujer que cose el botón de la camisa con la aguja humedeció de saliva al camello para que pudiera entrar

Fue en las islas griegas donde vi el Mediterráneo completamente azul, sin sombra de transparencia. “Y felizmente es así”, me dijo la muchacha griega que servía cafés a la orilla de las rocas. “Conocí a algunos que quisieron rasgar el mar para ver lo que escondía y nunca más volvieron”. Entendí lo que quería: que yo rasgara la superficie del mar, y bajase los peldaños del abismo que nos cautiva hasta la eternidad. “Si vienes detrás de mí, y me traes de vuelta, haré lo que deseas”. Pero ella fingió no entender mi lengua, aunque hablásemos un inglés de aeropuerto. Y cuando llegamos al gran anfiteatro, bajo las colinas de los pinos rodenos y los bosques de cipreses, el cielo estaba completamente limpio, como si los dioses ya hubieran dejado de existir. Recité un verso en griego clásico, poniendo a las aves en desbandada. “¿Ves lo que has hecho?”, me gritó la muchacha griega. “¡Llenaste el cielo con una nube de pájaros!” Y nos pusimos a mirarlos, a la espera de saber para dónde se dirigían. Pero se hacía tarde para tomar el barco. Las islas me dan claustrofobia, dijo la muchacha griega. Y me puse a correr hacia el barco que ya tenía los motores en marcha, sin pagarle el café.

ENIGMA ORNITOLÓGICO

Un pájaro entró en una nube. Una nube entró en un pájaro. “¿Cuál es la verdad?”, preguntó el hombre. “¿Está en el pájaro? ¿O está en una nube?” Y mientras el hombre buscaba la respuesta, el pájaro salió de la nube, haciendo que la verdad saliese del hombre.


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