Olegario (De Aragua)

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JESÚS CASTILLO

OLEGARIO Y OTROS RELATOS

OLEGARIO Y OTROS RELATOS © Jesús Castillo Colección El árbol y la lluvia/ Narrativa © Para esta edición: Fundación Editorial El perro y la rana Sistema Nacional de Imprentas Red Nacional de Escritores de Venezuela Depósito Legal: lf 40220138003714 ISBN: 978-980-14-2745-2 Diagramación : Jesús Castillo Impresión: Sistema Nacional de Imprentas Imprenta de Aragua/ Ángel Pérez Imprentadearagua@yahoo.es.


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El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura a través de la Fundación Editorial El perro y la rana, con el apoyo y la participación de la Red Nacional de Escritores y Escritoras Socialistas de Venezuela. Tiene como objeto fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: el libro. Este sistema se ramifica por todos los estados del país, donde funciona una pequeña imprenta que le da paso a la publicación de autores, principalmente inéditos.

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I Luego de mucho caminar entre los matorrales, fríos riachuelos y pequeñas veredas de tierra, iluminado apenas por las estrellas y la luna, como sonrisa torcida. Exhaló un suspiro antes de sentarse en una enorme piedra, frente al ranchón de adobe y techo de zinc. Faltaba mucho para la salida del sol. Se acomodó lo mejor que pudo, abrigándose con la gruesa manta que colgaba de sus hombros. Todavía no perdía la esperanza. Los perros se le acercaron, curiosos, mestizos de aspecto feroz. Pero el batir de sus colas y sus olfatos fríos le dieron confianza. Se echaron a su lado, brindándole compañía. Se quedó allí, sin saber que pensar. Luego de tan larga caminata, le preocupaba no encontrar a nadie en casa. Pero todas las señas que le dieron le indicaban que ese era el camino. Su fama se remontaba a años, de boca en boca, algunas verdades, algunas mentiras, realidades exageradas, quién sabe. Temía que aquel hombre no pudiese ayudarlo, pues estaba enfermo del alma. El sobresalto y la alegría de los perros lo sacaron de sus pensamientos y melancolía. Lo vio acercarse. Un hombre bajo, bastante mayor, de edad indeterminada. El sombrero de paja no dejaba ver su rostro. Un poncho de lana lo resguardaba del frío de las montañas. Su paso era seguro aún. Se puso de pie para recibirlo, sin saber qué hacer. Esperando que ese hombre fuera al que él esperaba. -Buenos días –dijo el anciano. -Buenas –musitó nervioso- yo… -Sígueme Para sorpresa del viajero, el anciano abrió la puerta con un simple empujón. Entró, haciendo un gesto con la cabeza, invitándolo. Fue tras él. Todo el rancho era un solo cuarto grande, sin divisiones, apenas ventanas y puertas. En las paredes, alineadas por alambres, colgaban hileras de hierba y cortezas en cestas. En dos estantes reposaban frascos de vidrio con plantas, líquidos con serpientes, y cosas que no podía distinguir. Clavadas a las paredes estaban pieles de animales. De una jaula colgante dormitaba una enorme tarántula. Todo el ambiente estaba iluminado por tres lámparas de aceite y el fuego del fogón avivado por el anciano. El viajero no se atrevió a dar un paso más. Un par de ojos amarillos lo miraban fijamente desde un rincón en penumbras. Era


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un puma de montaña de aspecto impresionante. El animal estiró al máximo su poderoso cuerpo y se dejó caer, indiferente, dándole la espalda, para continuar durmiendo. El anciano le señaló donde sentarse, haciéndole un gesto para que guardara silencio. Se quedó allí, nervioso, sin saber qué hacer, mirando hacia todos lados. El ambiente se llenó con el aroma del café recién colado. Recibió una taza de peltre con el cálido líquido, haciéndole sentir a gusto ante el gesto. El anciano puso un asiento frente a él, taza en mano, saboreándolo. El aire comenzó a llenarse del canto de los primeros gallos. El puma lanzó un bostezo impresionante, levantándose y saliendo por la puerta posterior. -Se va a cazar… Viene por la madrugada para conversar conmigo. -¿Conversar? -Uhum… Conversar. Pero hoy no… Vengo del otro lado del valle. -Puedo esperar a que descanse. -Los viejos nos conformamos con poco sueño –sonrió-¿Cuál es tu problema? El hombre meditó antes de contestar, ordenando sus ideas. Le era muy difícil explicarse, encontrar las palabras exactas. Dijo lo que sentía: -Se me olvidó dormir. -¿Desde cuándo? -Desde que regresé de la guerra. Tiempos convulsos habían transcurrido. Apenas dos años de tensa paz, luego de hechos sangrientos y fratricidas. El caudillismo se enseñoreaba de las regiones y se vivía una paz relativa. Ya no existía el reclutamiento forzoso. Al terminar las revueltas, los sobrevivientes regresaron a sus hogares. Él era uno de esos hombres, con marcas de actos horribles y cicatrices en el alma que pesaban… Una carga insostenible. El anciano no dijo palabra alguna. Había aprendido mucho del alma humana en su vida, sobre todo en esos difíciles años. Tomó una vasija de barro, donde depositó puñados de hojas escogidas de las ramas colgantes. Un pedazo de corteza fue acercado al fuego hasta que hizo lumbre. La introdujo en la vasija, avivándola con su aliento. El humo ocre y dulzón comenzó a manar. Lo hizo circular frente al rostro y alrededor de la cabeza del hombre, atontándolo, sumiéndolo en la inconsciencia. Cuando el hombre volvió en sí, el gallo del mediodía lo sacó de su abstracción. El sol ya alcanzaba el cenit. Su mirada y la del anciano se cruzaron. Un rostro curtido y lleno de arrugas le

sonrió. Pasó las manos por el rostro para despejarse. -¿Qué?... ¿Dormí? -Hablaste. Mucho –le tendió una totuma de agua fresca, que bebió con avidez. Lo ayudó a levantarse- Puedes irte. Jamás hables de esto con nadie ni de tus recuerdos. Se feliz. Se puso de pie, libre de toda carga. Ya los fantasmas no lo perseguían como perros que le mordían los talones… Tomó las manos del viejo con gesto agradecido. Notó que le faltaban los dedos anular, meñique y medio de la mano derecha. Era una morena pinza de extraño aspecto. -¿Qué le pasó en la mano? -Nada. Cosas de mi juventud. Lo vio salir del ranchón, silencioso. Sobre el asiento dejó el pequeño saco de monedas, que le pareció muy poco para cómo se sentía y se sintió a partir de ese día. El anciano lo miró alejarse, mientras los perros le acompañaron un trecho. Luego, ya no se le vio más.

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II Esa noche, la luna iluminaba un cielo sin estrellas. Era el momento. El anciano se puso su infaltable poncho de lana. Las lámparas de aceite iluminaban el ranchón, aparte de una fogata en el patio. Sobre una mesa, iluminada por una vela, había una virgen y un sagrado corazón de Jesús. Tomó un lienzo blanco que envolvía un objeto. Era un cuchillo de ancha hoja, con un mango de cuerno de venado. En el patio, disfrutó del aire y el paisaje nocturno, del que nunca se cansaba. Identificaba claramente los ruidos de la montaña, pues conocía su lenguaje. Los años no le quitaban el gusto. A un costado de la casa, protegido por una cerca de espino, estaban sembradas un gran surtido de plantas. Usó una cesta de mimbre para depositar los cogollos que cortaba con el cuchillo. Otras plantas las arrancó de raíz. Unos ojos amarillentos emergieron de entre los matorrales, acercándose. Era el puma. Olisqueó las plantas y se restregó contra él, a modo de saludo. Olegario le correspondió, acariciándole la cabeza y la nariz. Lo miró alejarse unos metros y sentarse frente a él. -Bueno hijo –le susurró-¿Que tienes que decirme? El animal miró hacia la montaña, adoptando un aspecto fiero, lanzando un feroz rugido que retumbó en los cerros, provocando


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el aullido lejano de los perros, contestado por otros en viviendas aledañas. El anciano frunció el ceño, asegurando el cuchillo en su cintura, acomodándose el poncho de lana, al tiempo que murmuró para sí: -Espero que no sea verdad. La anciana abrió sus lagañosos ojos, tratando de divisar por la ventana al llegar a sus oídos el lejano rugido, conocido para ella, clavado en sus recuerdos. En un rincón del rancho, escondido entre las sombras, algo se deslizó, tumbando ollas, pegado a la pared, emitiendo una especie de susurro, parecidos a oraciones o murmullos. Unos gritos en forma de saludo la sacaron de sus pensamientos. Se incorporó de la estera de paja donde dormía y se asomó a la puerta. Se acercaba un hombre alto y delgado. Era raro ver a un mulato por esos contornos. Vestía pantalón de caqui y calzaba alpargatas. A través de un agujero de su franela se distinguían varios collares. El rostro se le notaba apenas, cubierto por el sombreo pelo e´ guama. Del hombro le colgaba un saco de yute a modo de bolso. -¿Qué pasó Liberato, y eso tú por aquí?... Pensé que estabas trabajando. -No más Juaca. No más. Me voy. Todo se perdió. -¿Qué pasó? Liberato le contó. Como Juaca, se dedicaba a las malas artes. Venía de muy lejos, de donde se decía se podía ver el mar, algo que solo se conocía de referencia por esos lados. Era famoso por sus rezos oscuros y sus maldiciones, sus bebedizos y “trabajos”. Su partida definitiva de allí era producto de su oficio. Un hacendado con mucho dinero, cincuentón, se había obsesionado con una jovencita de apenas quince años, con una enfermiza pasión no correspondida. Buscó a Liberato, pues quería venganza. La joven enloqueció. Desesperados, los padres se la llevaron a Olegario, el viejo rezandero de fama probada, un hombre devoto, con mucha fe en sus plantas y sus oraciones. Se la llevaron en un chinchorro con dos cargadores, sus hermanos mayores. Era mediodía. A pesar del sol en el cenit, ella temblaba como si estuviese bajo un frío intenso, en la más alta montaña de la región en una noche de invierno. Grandes rosetones rosados y púrpura cubrían su cuerpo. Sus ojeras profundas revelaban largas noches sin dormir, entre el delirio y la razón, revelada en su mirada

febril, de orate perdido. Olegario se quitó el sombrero de paja. Posó su mano en la frente de la muchacha. Sus ojos lo miraron sin verlo, como a través de él, mientras murmuraban palabras inteligibles. -Llévenla adentro –musitó- déjenla en el catre. Y usted, acompáñeme. La madre le siguió, nerviosa y desesperada. Sin hablar, casi sin fuerzas ya. Le ordenó desvestirla, mientras ponía a hervir agua, con toda clase de plantas. De una botella extrajo un líquido verde pastoso, que agregó al cocido al hervir. Tomó un pedazo de lienzo y lo empapó con el preparado, caliente aún. Se lo extendió a la madre. -Empapelo varias veces. Límpiela con esto, con fuerza por todos lados. Con la mano puesta en la frente de la joven recitaba sus plegarias. ¡Como lamentaba n o ser tan joven, cuando solo por su simple voluntad, podía alejar un daño¡ Sintió una especie de empujón y retrocedió. Con paso decidido fue hasta la mesa donde estaba el cuchillo envuelto en el blanco lienzo. Empezó a danzarlo sobre la temblorosa muchacha, poniendo más fuerza en sus oraciones. Le ganaba el cansancio. Pasó el cuchillo a la mano sana. La muchacha comenzó a gemir débilmente, luego con un poco más de fuerza, hasta que comenzó a convulsionar, poniendo los ojos en blanco, mientras arqueaba la espalda. -¡Se me muere Olegario¡ ¡Mi niña se me muere¡ Los gritos de la madre hicieron entrar al padre y a los hermanos. Olegario los detuvo con mirada fiera, brillantes los ojos. Con voz autoritaria, impropia de su aspecto. -¡Fuera¡ El puma rugió entre los matorrales. El padre y los hijos echaron a correr. Se concentró en su tarea. El sudor le corría por la frente. Sentía el cansancio, pero su pulso era firme aún. Clavó el cuchillo en el catre. El cielo comenzó a nublarse. Un cuervo se posó en una rama cercana, graznando con todas sus fuerzas. Olegario se asomó a la ventana. Miró al ave y murmuró un conjuro. El ave negra voló espantada. Se volvió a la mujer. -Ya vuelo. -¿Y qué pasará con mi hija? -Al caer la tarde, su hija estará bien o ambos estaremos muertos…

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¿Tiene fe en dios? -Si… -Rece. Rece mucho. A pleno día y con sol comenzó a llover a raudales, con fuertes vientos que estremecían las copas de loa árboles. Una ventana de madera golpeaba una y otra vez su marco, en una casa de bahareque, donde un hombre, agachado en un rincón, aspiraba con fuerza su tabaco sobre la foto de la joven y un mechón de sus cabellos, enlazados con un pequeño talego con quién sabe qué clase de cosas, apoyado en un ídolo de barro, al que el hombre bañaba con aceite de palma. A sus pies reposaba un cuchillo de caza. La habitación estaba llena de santos, ramas, grabados en las paredes y en el piso, velas encendidas y animales disecados. El hombre se sintió observado y se puso en guardia, cuchillo en mano, distinguiendo apenas la silueta del hombre de sombrero de paja y ruana, empapado de lluvia. -Olegario –murmuró. -Nos volvemos a ver. Pero esta vez te irás. Liberato dio una última chupada al tabaco, dejándolo caer al piso, notando el brillo del acero en manos del anciano. Lo midió cuidadosamente. No leía temor en su actitud. Sin embargo, Liberato se sentía confiado. -Estás en mi casa. -Y no te será suficiente. III -Y eso fue todo Juaca. Perdí. Me tengo que ir. Mira –le mostró el cuchillo partido por la mitad de la hoja- No tuve fuerzas para pelear con él. -¿Y nuestros trabajos? -No hay más trabajos. Se cumplió mi invocación. Cuida que no se cumpla la tuya… ¿Recuerdas? Uno de los trabajos más oscuros de ambos era visitar por las noches sin luna, amparados en la oscuridad, los cementerios, para desenterrar los muertos recientes, generalmente muy ancianos o muy niños, par que por medio de maleficios muy antiguos hacerles “hablar”, bien para predecir eventos o para otras “labores”, como atar su alma, aún errante, a alguna víctima para enloquecerla y no darle pez. En una de esas frías noches, bajo una llovizna pertinaz, Liberato había extraído el cadáver de un cura recién fallecido, un alma pura y bien querida, según la gran cantidad de feligreses que

asistieron al entierro y que no disimularon su miedo y desagrado al ver a la Juaca llegar a darle el “último adiós” al sacerdote. Ya Olegario lo tenía sentado. Las velas chisporroteaban con la llovizna con un sonido tenebroso pero no se apagaban, sino que crepitaban furiosas. Repentinamente lo hicieron. La oscuridad se hizo sobrenatural. El cuerpo giró la cabeza en una posición antinatural, como de ahorcado. Sus ojos sin vida se abrieron. Eran blancos, vacíos. -¡Escucha, oh mujer dedicada al arte oscuro¡… ¡Escucha, oh vil cargador de huesos, lleno de malos deseos¡… -Habla, invocado, ya que viniste sin ser llamado. Quería esta alma para atarla a un penitente. ¡Habla¡ Pero yo no te llamé. -Escucha bien bruja que estrujas y devoras almas. El próximo que invoques, te mirará como un pozo. Cuando pase, morirás… ¡Y tú, carroñero! El día que tú contacto con el mundo que usas se pierda, volverás sin poder evitarlo a tus orígenes… Hazlo, o te devorará la locura… Vagarás sin razón, te alimentarás de alimañas y te devoraran vivo los bichos de la montaña. ¡Hazlo! El cuerpo volvió a su postura original, enmudecido. Sin decir nada, Juaca y Liberato lo colocaron en su lugar, dejando todo como estaba, cuidando de no dejar rastro de sus acciones y de aquel momento de anuncios tan nefastos para ambos. Jamás volvieron a hablar de ello. Pero allí estaba Liberato, desgarrado, derrotado, con las dos piezas de buen acero roto, arrojado al piso. Tenía el rostro de las decisiones definitivas. -Me voy vieja. No olvides todo. -Yo me encargaré de Olegario. Al tú irte, no hay mucho que hacer por aquí. -Ten cuidado Juaca… Ve. Ya mi vaticinio se cumplió. -No trabajaré con muertos. Todavía tengo a mi familiar. Olegario no me va a sacar de aquí… ¿Y el tuyo? Liberato le entregó mansamente un enorme cuervo. Estaba enfermo, las plumas, que alguna vez fueros de un negro azul metalizado, estaban sin brillo, opacas. Apenas movía la cabeza. La anciana lo sujetó con una mano, mientras murmuraba oraciones, de entre sus ropas surgió el acero, hoja filosa con mango forrado en piel de sospechoso aspecto. A Liberato de se partía el corazón. ¡Eran tantos años¡… El cuervo arrojó un grito casi humano cuando la Juaca hizo salir sus entrañas, arrojando el agonizante ave al fondo del patio. Algo se deslizaba entre los arbustos, emitiendo susurros, una especie de siseo apenas. Sus ojos eran dos rendijas verticales,

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de mirada fría, inorgánica. Si cualquiera de esos contornos lo hubiese visto, hubiera muerto de la impresión. Era una anaconda de unos cuatro metros, gruesa y viscosa. Se respiraba la muerte un sus movimientos. Se acercó al ave, tibia aún, agonizante, moviéndose apenas. Como impulsada por resortes, engulló al ave de un solo golpe. El hombre lanzó un sollozo. Sin decir palabra se alejó, rumbo a sus orígenes, la lejana costa. El deseo de venganza quemaba el alma de la anciana. ¡Cuando alguien los necesitaba para algo malo, lo que fuera, ellos estaban allí, prestos¡… No se daban cuenta o no les interesaba que alguien siempre debía salir perjudicado. Entonces, otros acudían a Olegario, venerándolo como a un santo y maldiciéndolos a ellos, una y otra vez, como si fueran ellos y no las necesidades y pasiones de otros. Pero no volvería a pasar… Ella se encargaría de que toda la región sufriese. Y solo ella podría curarlos, porque Olegario estaría muerto… El bien y el mal quedarían en sus manos. Corrió a la cocina, profiriendo toda clase de maldiciones e injurias, tirando todo a su paso, buscando por los rincones. El negro alacrán se debatía en sus manos, aguijoneándola un par de veces. Lo destrozó con sus manos, mientras reía complacida, arrojando sus restos a un plato de barro, junto con cenizas de muerto, animales disecados y una grasa oscura y hedionda. A medida que murmuraba oscuras y antiguas invocaciones, la mano aguijoneada se llenó de feas llagas que emitían un pus sanguinolento… Las abrió con su cuchillo, uniéndolo a la mezcla, apretando con fuerza, rompiéndose un labio al ahogar el grito. Llevó todo al patio. Puso el plato en el piso. Sin darle oportunidad de moverse, pisó a la anaconda por la cabeza, inmovilizándola. Le hizo una herida pequeña y aprovechó su sangre. Era el ingrediente final. Envolvió todo en un lienzo y lo enterró al pie de un árbol. Más tarde, se mecía satisfecha en su hamaca, bebiendo ron a pico de botella, mientras una llovizna pertinaz y fría daba entrada a la noche y los truenos y relámpagos anunciaban tormenta. El aguacero duró tres noches y tres días. Los ríos se desbordaron, los sembradíos quedaron bajo las aguas y muchas reses murieron ahogadas. Cuando por fin pudieron enterrarlas, eran una masa descompuesta. La peste se apoderó de la región. Se vieron obligados a trabajar sin descanso, codo a codo, herbolarios, curandero y facultos,

junto con los primeros médicos rurales que llegaban desde la lejana capital. Ni Olegario se daba abasto con todos. Luego de varios días fueron muchos los atendidos y pocos los salvados. En una noche de pausas, un descanso entre tanto ajetreo, Olegario estaba sentado frente a la hoguera en el patio de su ranchón, mientras rezaba el rosario… Un gemido lastimero interrumpió sus oraciones. Era el puma, escondido entre sus matorrales. Su cabeza emergió y sus miradas se cruzaron. Se le veía sucio, agotado, pero firme aún. Olegario entendió. Buscó su arma y se internó entre los matorrales, buscando un camino, abrigado por su sombrero de paja y su infaltable poncho de lana. Dejó de lloviznar. El puma le acompañaba de cerca. La Juaca se mecía plácidamente en su hamaca, semidormida. El que la lluvia cesara de repente, le hizo abrir los ojos. Sintió a la serpiente revolverse inquieta, buscando el patio. Se incorporó, siguiéndola al patio. Allí le esperaba Olegario, acero en mano. Ella le mostró el suyo, retadora. -Vengo a pararte Juaca. -¿Aunque solo te quede morirte, viejo? -Eso es lo único que me queda. -Y con eso te quedarás. No morirás. Te venceré y me verás sobrepasarte aquí. Se mantuvieron relativamente cerca, danzando sus armas, musitando cada uno oraciones y maldiciones. Cada palabra, cada secreto. Dolores, debilidad, sudor, cansancio. De cuando en cuando, alguno lanzaba un ataque, buscando herir y debilitar, pero era evitado hábilmente por el otro. El puma amenazaba a la anaconda, que se enroscaba acechante, sisieante, advirtiendo antes de atacar. El felino seguía buscando una oportunidad, con la cabeza gacha, las orejas contraídas, mostrando los dientes, esperando. El ataque fue sorpresivo, calculado, sujetando al ofidio por la base de la cabeza. La serpiente giró sobre si, enrollándose en el cuerpo del felino para el abrazo mortal, aplicando cada vez más fuerza. Solo lo detenían las garras y las quijadas, apretándole la garganta, asfixiándola. De las heridas brotaba cada vez más sangre… Al final, el felino resultó vencedor. Pero retrocedió cojeando, internándose entre los arbustos, sin quitarle los ojos de encima a la Juaca. La vieja arrojó un grito de odio al ver la muerte de su “familiar”. Enardecida, aumentó la fuerza de sus maldiciones y oraciones, buscando vencer. Olegario sujetó el cuchillo con ambas manos,

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mientras rezaba… Se debilitaba. -Estás viejo… Ya no puedes más. Entre fintas y ataques, seguían los rezos e invocaciones antiguas, santo y salmos, conjuros y consignas… La Juaca atacó, más finta que otra cosa. Para su sorpresa, Olegario abrió los brazos, ofreciendo el pecho. Ella no pudo detener el golpe. La hoja entró limpiamente, atravesando el corazón. Desde la espesura, el puma lanzó un rugido, como si él fuese el herido. Juaca lanzó un grito, victoriosa. Olegario cayó de rodillas, lentamente, terminando en el piso. La Juaca arrancó el arma de su pecho, jadeante, agotada, un tanto amargada, a pesar del triunfo. Limpió la hoja con las ropas del muerto, mientras le hablaba. -No lo quería así… Pero por mi está bien ¡Muerto! -escupió al cadáver-¡Maldito! La mirada de La Juaca se cruzó con la del felino, que le gruñía entre los matorrales. Sus ojos titilaban como luciérnagas. Ella le hizo un gesto de desprecio. Había perdido su familiar, pero el de Olegario seguía allí. Cosa rara, considerando que este estaba muerto. Quiso tomar el arma de la yerta mano. La quería para sí, amuleto y trofeo. La mano como garra la sujetó con una fuerza no natural. Le arrancó un grito, mientras trataba de soltarse. Era Olegario y al mismo tiempo no. Su cabeza se torció en posición extraña, como la de los ahorcados. El terror se apoderó de la anciana al ver la mirada, al oír la voz, áspera y profunda, a pesar de ser un susurro. Le era familiar. De una vez, hace años atrás. -Ya es tarde… Vengo por ti. -¡Pero yo no te llamé! -Él lo hizo por ti. Pero ya no está aquí. Así que lo hizo por ti. Vienes conmigo. Al quitarle la vida, te ofreciste por él. -¡¡¡Te dije que yo no te llamé!!! Los ojos vacíos se clavaron en ella, congelándola del miedo. Ojos como de roedores o de una noche sin luna, negros, sin destello, como los de un pez muerto. Juaca sentía como el corazón le estallaba, que la vejiga se le vaciaba, que los ojos se le salían de las órbitas. La muerte, escondida en aquel cadáver, se llevaba entre sus garras. -Le arrebataste todo. Pero ahora, tus obras se perderán. La Juaca era arrastrada a los oscuros confines de la muerte. El puma se perdió entre la espesura, para no ser visto jamás por ojos

humanos. De las entrañas de la serpiente brotó un gran cuervo negro, joven, lleno de vida, que se alejó graznando, libre, sin atadura humana, ahora parte del todo. El trabajo enterrado al pie del árbol comenzó a moverse. Una gran cantidad de gusanos comenzó a manar. En la casa de la Juaca el altar comenzó a desarmarse, a incendiarse. Las llamas corrieron por toda la casa, devorando cada rincón, centímetro a centímetro. El techo de paja se tornó una bola de fuego que hizo caer una pared que cobró llamas por ser de paja seca y barro, aplastando los cuerpos de Olegario y la Juaca, consumiéndolos, hasta que no quedó nada. Con los días, cesaron las lluvias. Las pústulas, las fiebres y noches sin dormir desaparecieron y los enfermos sanaron. La gente agradeció a todos los que lucharon esos difíciles días. Nadie conocía el paradero de Olegario, ni se atrevía a entrar a su casa. El tiempo pasó. Las ciudades crecieron y las carreteras llegaron cada vez más lejos. En algunos lugares se conoció la electricidad. La gente salió de los campos y las montañas, buscando en las ciudades un lugar mejor donde criar y educar a sus hijos. El bosque reclamó sus antiguos espacios, devorando las casas abandonadas. Árboles y enredaderas devoraron la casa de Olegario, que pasó al olvido con los años, quedando solo en las historias de los ancianos, que se tornaron leyenda. De cuando en cuando, entre la inmensidad de las montañas, por esos lugares, solitario, pero aún potente, se escucha el rugir del puma. Entonces alguien se acuerda y narra la leyenda, hasta que no pase más.

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EL ÚLTIMO ALIENTO

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Muchos cayeron en el primer choque. Luego de muchas escaramuzas, el momento era inminente. El jefe se los había dicho. Ese era el momento. Comandó su grupo a gritos, empujones y carájos, organizándolos. No en vano era el segundo, la mano derecha del jefe. No era este el primer trance en el que se veía envuelto, desde que siguió a aquel hombre, que lo trató de tú, como a todos los demás, ganándose su respeto a fuerza de hombría y valor, mezclado con temeridad. Bastaba que alguien murmurase que tal movimiento, maniobra o ataque no se podía realizar, porque el riesgo ara grande. Sin titubeos, el jefe se ponía en acción. -¡Esto es para hombres completos y yo no ando con cobardes! ¿Quién me sigue? La primera vez que dio un paso al frente, lo hizo con timidez, pero poniéndose a la orden. Su mirada y la de aquel hombre se cruzaron. No supo que decir. El jefe le preguntó si tenía caballo y si sabía montar. Le dijo que sí, pero que no tenía montura. Le arrojó silla de montar y aperos. Les gritó a sus hombres mientras caminaba a buscar su caballo. -¡Vamos a buscarlos púes! ¿Quién más viene? La timidez no era por miedo. Ya había estado en batalla, en el bando contrario. Sus aspiraciones eran simples, como le había dicho a un general que le preguntó en algún momento por qué peleaba. Su respuesta fue simple: -Gua, por la plata que dicen que uno se va a lleva. Y por el uniforme, que es bien bonito. Aquel hombre le hizo cambiar de ideas. En el otro bando notaba las miradas recelosas, el menosprecio, a pesar de que él y muchos de los suyos arriesgaban la vida con ofertas de tierras, bienes y dinero, arrebatado a los antiguos amos. Pero aquí, aquí aprendía a ser uno más, a tratarse de tú con el que combatía al lado, a ver oficiales luchar a su lado y no detrás. Allí se encontró con el jefe. El jefe le enseñó el riesgo, el ímpetu de la sangre caliente en la pelea, de hombre a hombre, sin importar quien estaba al frente. Aprendió a decir: ¡Soy libre, un hombre libre! El poder sostenerle la mirada a un hombre, no con fiereza, sino con orgullo, con la conciencia de su valía, sin importarle su piel, o si los ojos eran negros o azules, o si era rico o pobre. Ya sabía lo que quería cuando todo terminase: Unas tierritas, unas reses, familia. Ahora la cosa era diferente. Al hombre se le respetaba por su liderazgo, no por su abolengo o su sangre. A hombres como él

no se les ganaba por un apellido o porque viniesen de conquistadores, sino porque esos hombres eran sinónimos de libertad, como aquellos musíues, que mentaba a veces el jefe, que aparecían en los libros, que decían que todos los hombres eran iguales. Ya los hombres estaban organizados, porque el enemigo se reagrupaba. Había que romper esa formación a como diera lugar, antes que pudiesen disparar. Se sujetó a la montura con firmeza, sosteniendo las riendas con los dientes, al tiempo que empuñaba una larga lanza en cada mano, apoyado en sus poderosos brazos. Taloneando al animal, ordenó carga a gritos, entre los ayes de los heridos, el retumbar de los caballos, el tronar de los cañones ensordecedores. Le costaba saber, salvo que la mayoría de su gente no estaba correctamente uniformada, quién era el enemigo. El choque fue terrible. Quedó aturdido por unos segundos. Las lanzas desgarraban, rompían, la sangre manaba, el aire se llenaba de quejidos y lamentos, pólvora y ruido de metal. Por el choque, el enemigo pudo apenas disparar una carga y se pasó a las bayonetas, aguantando la carga. Los arroyaron a lanza y machete, bajo el peso de los caballos. Grandes fueron las bajas, pero conquistaron el terreno que los comprometía. Un fuerte dolor en el pecho le cortó el aliento. Perdió una lanza. Apretó los dientes y aplicó todas sus fuerzas en la otra, cortando, golpeando, dando el ejemplo, escuchando el grito de los oficiales enemigos, con ese ceceo en el acento que le hacía fácil ubicarlos: ¡Maten al negro! ¡Negro y muy hombre! Les contestaba, sin dejar de pelear, hasta que le comenzaron a menguar las fuerzas… Se bajó del caballo, trastabillando un poco, golpeando y lanceando. Sabía que el momento llegaba, como lo había pasado a otros. Pero ya no importaba. Ya no. Ya no era por la hombría, ni por la casa, ni por la familia. Ese futuro era para otros. Ya comprendía ese destino más grande que el mismo, que su jefe, que la batalla misma: ¡La libertad!... Él era un hombre libre. Apoyado por momentos en su larga lanza, miró al cielo, entre el humo y la pólvora, los gritos y la metralla. Encontró al jefe, abriéndose paso con violencia, pues aun el enemigo no daba tregua, aunque se sabía derrotado. Este lo miró sorprendido de verlo allí, solo y sin montura. Le increpó con dureza, reclamándole el abandono de su puesto. Que si era su deseo, que desertara, pues el no peleaba junto a cobardes. Conocía al jefe. Sabía que sus duras palabras ocultaban lo que en realidad sentía. Más de una pelea con el enemigo habían

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compartido, coco con codo. Ya con la piel ceniza por el dolor se detuvo frente a él. En pleno fragor de la batalla, el impacto de los cañones, el retumbar de las descargas de fusilería, el olor a pólvora quemada y los gritos, dijo las palabras que llenaron de dolor al amigo y compañero de tantas batallas, mientras le mostraba el pecho: -¡Mi general, vengo a decirle adiós, porque estoy muerto!


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EN CAIDA LIBRE

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Seis de la mañana. Camila duerme profundamente, luego de una larga y pesada noche, como otras. Se acostó a las diez, resignada. Era viernes y su esposo Alejandro no llegaría temprano a la casa, como otros viernes y como otras noches. Apareció a las dos y media, encendiendo todas las luces del departamento. “Las Estrellas de Fania” llenaba todo el lugar. Se sirvió un whisky (el de antes de dormir), mientras se desnudaba, tirando la ropa por todos lados. Fue a hablarle al cuarto (no estaba dormida, acostumbrada al ritual). Durante tres agotadoras horas le habló de los mismos temas recurrentes: Del que trató de opacarlo y no pudo, del gran negocio que casi cuadra, del que le tumbaron y del que pensaba cuadrar. Camila escuchaba resignada. Si trataba de decir algo, la interrumpía con la frase de siempre “espérate un segundito, deja que te cuente…” Al final pudo dormir, envuelta entre sus sábanas de seda. Alejandro se las tiraba todas encima, siempre burlón, pues era de los que pensaba que un verdadero hombre dormía tapado con cualquier cosa, menos con eso. -¿No puedes conseguir sábanas más mariconas?... Camila soñaba… Una serpiente se deslizaba por su cara y espalda. Estaba amarrada por la cintura, pero no de manera muy firme. La atadura era extraña, pues se deslizaba hacia abajo, a sus caderas, luego a las rodillas y finalmente a los tobillos… Pero la serpiente no la soltaba, la retenía, negándole la libertad. Quiso resistirse, al principio le faltaban las fuerzas. Estaba como drogada. Reaccionó cuando sintió el manotazo en la cabeza, la voz de amanecido y alcohol gruñendo en su nuca, hablándole al oído: -¡Quédate quieta! Las manos separaban brutalmente sus nalgas, hurgando su intimidad, penetrando su sexo sin protocolo alguno, moviéndose. Fue allí donde despertó por completo y se dio cuenta que Alejandro la había despojado de sus pantaletas, tomándola. Comprendió que si se quedaba pasiva, él se demoraría más… Quiso salir de eso, moviéndose más rápido. Oyó su jadeo, la palabra morbosa y desconsiderada, el gemido de toro al momento del orgasmo inconsulto y sin delicadeza. Sacó su miembro de ella sin ningún tipo de consideraciones ni ternura. Saltó de la cama. Camila le dio la espalda y fingió dormir, mientras lo escuchaba prepara todo y darse un baño. Al pasar por su lado, le dio una nalgada, a la que ella no reaccionó.


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-¡Nada como el polvito de la mañana! Doña Marina amaba su trabajo. De lunes a viernes hacía el desayuno y limpiaba el departamento, más un sábado completo para lavar y planchar. No le molestaba. La paga era excelente y se sentía como en casa. -¡Buenos días Doña Marina –La saludó con un beso- ¡Bendición! -¡Dios me lo bendiga!.. Doña Marina pensaba que eran una pareja muy rara. Le era incondicional a Alejandro. Le parecía buen mozo, fresco, alegre y ella tan apagada, seria, casi amargada. Se decía para sí que ser bonita no era suficiente y que la vida no era justa. ¡Cómo quería un hombre así para sus hijas! -Bueno Doña Marina –Alejandro apenas probó el café- Me voy… -¿Cómo va a ser, si apenas probó algo? ¡Vamos! ¡Se sienta y desayuna como dios manda! -Esta Doña Marina… ¿Viste mi amor? Igualita a mamá, dios la tenga en la gloria –rió- ¡por eso es que yo quiero tanto a esta mujer! -¡Deje las zalamerías y desayune! –La mujer mal contenía la risaMire que se la va a enfriar. Alejandro le encantaba que lo mimaran, tanto en lo grande como en lo pequeño. Para él era el reconocimiento de que su forma de vivir era la correcta, sin dudas. -No voy a almorzar aquí hoy amor… -Está bien… -¿Está bien, qué? –Reprochó dolido- ¿Vio Doña Marina? Uno se mata trabajando como un esclavo, le dice que no viene a comer, ¿y cuál es su respuesta? “Está bien”… Ni un mi amor, ni un cariñito, un mi cielo, como si yo no la mimara. -No es eso Alejandro, discúlpame. Es que todavía estoy con sueño. -¡Cómo si hicieras tanto! –Ironizó- Porque conmigo, ni siquiera tienes que trabajar, porque yo te lo doy todo todito –Doña Marina hizo un gesto de desaprobación por lo bajo- ¡Bueno, tampoco es cuestión de arruinarme el día!... Vamos a empezar de cero… Más tarde, a solas, Camila bebía un café mientras hojeaba una revista, con la mente en otro lado. Pensaba que el día de mañana cumplía cinco años de casada. ¿Valía la pena celebrarlo?... El año anterior fue igual, un día cualquiera. Se deprimió más, pensando así. ¿Qué paso?... Recordaba la universidad, aquellas promesas de un futuro brillante. Ambos se graduaron juntos en la carrera de ingeniería. Ella era la estudiante sobresaliente, él era el líder del cen-

tro de estudiantes, el que hablaba a los medios, oponiéndose a unos y seducido por otros. Él le habló de amor y ella se sintió en la gloria, la envidia de las demás, que se morían por él, que las aceptaba a todas y a ninguna (la lucha estudiantil es mi amante, se excusaba). Camila le dio impulso, lo motorizó. Gracias a ella se graduaron en la misma promoción. Gracias a las muchas relaciones logradas en los tiempos de convulsiones políticas del país, Alejandro prosperó. En pocos años era un empresario solvente, cómodo económicamente hablando. No dejó trabajar a Camila, alegando que ella era su reina y que nada le faltaría. Con el tiempo, ella conoció el lado oscuro de su personalidad: Era explosivo cuando no se hacía su voluntad, le molestaba que le llevaran la contraria. Tenía la firme creencia de que el que pagaba tenía la voz de mando. Detrás de su aparente jovialidad, se escondía un ser agresivo e intimidante. A ella le sorprendían sus dos caras: El hombre público, en permanente campaña, agradable, de frase ingeniosa y oportuna, galante, bebedor social que respiraba alegría. Las mujeres la miraban con envidia. Se sentía orgullosa. El cambio lo vio en la primera confrontación. Durante una reunión hizo un comentario sin intención que a él no le gusto. Lo manejó como un chiste y el asunto quedó aparentemente en el olvido, hasta que llegaron al apartamento recién adquirido. -¡Nunca vuelvas a contradecirme en público! –La tironeó de la ropa, le restregó el maquillaje por el rostro y le revolvió el peinado- ¡Estos trapitos, este maquillaje y este peinado te los pago yo!... No lo olvides. Sus protestas ante la injusticia fueron silenciadas con un manotazo en la cabeza, seguido de una bofetada. Iba a continuar el maltrato, pero se calmó ante la actitud sumisa de ella. -Por favor… No me pegues. -¡Respeta! –Murmuró amenazante- Yo soy un hombre. Los que me conocen me dicen ¡y te dicen! Del tremendo hombre que te gastas… Pero tú no me aprecias… Luego no te quejes si termino buscando una mujercita que si lo haga. Más tarde llegaron las disculpas, rodeadas de palabras bonitas, regalos costosos, viajes y detalles. Pero comenzaba a dedicarle cada vez menos tiempo. Camila se dio cuenta de que solo era un bonito adorno para lucir, nada más. Comenzó a ocultarle cosas a Alejandro, no por que tuviese algo que ocultar, sino por una rebeldía inconsciente. Después supo por casualidad que su esposo gustaba de

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hacer sus reuniones de negocios en “clubes privados”, que no eran otra cosa que casas de citas. Pero él había ganado terreno en su mente. Temía su capacidad para el maltrato. No le dejaba marcas ni hematomas, pero era doloroso y humillante. Además, la acosaba con el tema de los hijos… Comenzó a cuidarse en secreto. Alejandro la envió al médico, pero sola (a él esas cosas lo fastidiaban). Las diferencias entre ambos eran cada vez más grandes: Ella amaba el teatro, los museos, los concierto… Decía que eran cosas para maricones con pretensiones intelectuales, incapaces de ganarse la vida trabajando duro como él lo hacía. Pero ella tenía la obligación de acompañarlo a todos sus eventos sociales. Eran las seis. A Camila se le pasó el día entre reflexiones sin conclusión. Escucho abrirse la reja. Le extrañó la hora y sintió temor al verlo entrar, desde el balcón, ebrio y molesto. -¿No hay nadie en esta vaina? –Camila apareció nerviosa- Dame comida, que tengo hambre. -¿Qué te preparo? -Cualquier vaina… Y tráeme cerveza. Al rato estaba devorando unos sándwiches en la sala de descanso, disfrutando de su televisión de plasma de cuarenta y dos pulgadas, comiendo y bebiendo sin modales. -Alejandro, estás ensuciando el mueble. -¿Y qué?... Para eso pago, para que se limpien las vainas… Anda, búscame otra cerveza. -¿No puedes pedir por favor? -¡Ah pues, ahora sí que me acomode!... Ahora hay que mariquearse para pedir las vainas, ¿Qué tal? –Adoptó una actitud amaneradaMira mana, disculpa, ¿tendrás la bondad de buscarme una cervecita, plis?... ¡Pendeja! Corrió a buscarla. De regreso la voz baja la detuvo. Prestó atención a la conversación, tratando de que él no lo notara, para no ser víctima de otra agresión. -Pero mamita –decía al celular- No te hagas la brava conmigo… ¿cómo te voy a comprar ese carrote? ¡Ni que tuvieras el culito de platino y el bollo de brillantes!... Sí, ya sé que soy yo quién se lo come. Pero mira donde vives. El que paga las cuentas y el alquiler del apartamento soy yo. La platica que te gastas en ropa te la doy yo, así que el que te parte el culo bien partío soy yo… No me interesan tus clientes… Si no te gusta, recoge tus mierdas y me desocupas el apartamento. ¿Okey?... Y no me vuelvas a dejar como hace rato. Y te he dicho un montón de veces que no me llames. Adiós.

Entro como si nada. La agarró por un brazo y la sentó en sus piernas, quitándole la cerveza, separando un poco las piernas para hacerle sentir la fuerza de su miembro, besándola en el escote. -Vamos al cuarto –dijo meloso- Anda, amorcito. -No puedo –dijo incómoda- Me estoy haciendo el tratamiento que mandó el doctor… Nada de sexo por unos días. -Yo no entiendo esa vaina… ¿cómo carajo vas a salir embarazada sin sexo? -Es solo mientras dura el tratamiento, para ver como marcho. La sujetó por las caderas, moviéndola en vaivén, suavemente, haciéndole sentir su erección a través del pijama que a ella le gustaba usar en casa. Mientras se movía, acarició sus senos, besándola. Camila respondió con ternura. Quería negarse sin molestarlo. Alejandro tomó el control del televisor y busco, hasta que encontró el canal porno. Una rubia de grandes senos era poseída por detrás por un hombre de aspecto latino con un miembro descomunal, mientras ella le hacía sexo oral a una negra de cuerpo escultural. La cámara se centró en los labios pintados de rojo, la vibrante lengua, paseando incesante de la vagina al ano. Camila se molestó. El era desconsiderado muchas veces, pero jamás había hecho algo así. -Vamos mami… -¡Te dije que no puedo tener sexo¡ -Protestó débilmente. -¿Y me vas a dejar así? –Preguntó dolido, sentándola a su lado, para mostrarle su erección, moviéndolo con suavidad- Mira como me tienes… Ayúdame aunque sea, pues. Le quitó la franela para disfrutar plenamente de sus senos, tratando de vencer su resistencia. Camila no era pacata. Solo que no quería estar con él. Recordó un consejo escuchado a una amiga, tiempo atrás: “el sexo oral te puede librar del sexo en la cama”. Resignada, comenzó a acariciárselo, tratando de besarse con él. Pero Alejandro quería todo en directo. La hizo inclinarse, mientras se acomodaba para disfrutar. En el televisor, el hombre tomaba ahora a la negra, parado al borde de un escritorio donde ella estaba acostada, con la rubia sentada en la cara, gimiendo y con esa cara que ponen las “actrices” de ese tipo de películas… Camila miró de reojo el rostro de su marido. Estaba en otro lado. Trató de seguir un rato más, pero no pudo… Si dejar de acariciárselo, le habló con la voz de niña que a él le gustaba. -Papito, me cansé… ¿No puedes terminar tú? -Está bien. Quédate así. La dejó en esa posición, poniéndole una mano en la espalda

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para que no se moviera, mientras agitaba frenéticamente su falo, como si quisiera arrancárselo, sin apartar la vista del televisor, donde las dos mujeres se turnaban en hacerle sexo oral al hombre que estaba a punto de terminar. Ella n o entendió que estaba sucediendo, hasta que escuchó sus jadeos y sintió el calor recorriendo sus senos… Quedó en shock unos segundos, mientras él se limpiaba con su blusa. Se puso de pie de un salto y salió de la sala rápidamente, sin mirarlo. -Voy a bañarme. Alejandro se quedó allí, satisfecho, mientras se limpiaba con la blusa de ella, terminando su cerveza, para luego finalizar los restos de sándwich del plato. Camila estaba de pie, con la cabeza apoyada a la pared, mientras se enjabonaba los senos una y otra vez, haciendo esfuerzos para no llorar. Se sentía sucia, usada. Mientras él estuvo allí, su mente estaba en otro lado, con otra mujer con gustos evidentemente muy diferentes a los de ella, usándola para finalizar lo que no pudo. Lo encontró tirado en la cama, durmiendo a pierna suelta. Se juró a si misma que moriría antes que darle un hijo a un hombre así. Que esa era la vida que ella había elegido, pero que no obligaría a una criatura a pasar por eso. Si tenía que cargar con esa vida, estaba bien, pero ella sola. El destino le iba a demostrar que estaba equivocada en muchas cosas…

dado, pero solo alcanzó a ver a la joven de escultural cuerpo que conversaba con un hombre, pero no pudo mirarlo. La vio saltar y colgarse de su cuello: -¡Gracias, gracias, gracias! –Gritaba- ¡Gracias por decir que sí! Molesta, cerró de un portazo. Seguramente era un viejo verde, comprándole el apartamento a una mujer que podía ser su hija o su nieta… Realmente el mundo era una mierda, pensó amargada. Quiso olvidar todo y aprovechar la tarde. Preparó la tina y se dio un baño caliente con espuma, mientras saboreaba una copa de vino… El perfume seguía allí, en un rincón de su mente, seduciéndola, haciéndola suya, en cada parte de ella. Un hombre sin rostro, suave, dulce y silencioso. Sus manos jugaban con sus senos, sus uñas jugaron con sus pezones, sin pellizcarlos, acariciándolos, disfrutándolos… Una de sus manos se deslizó por su vientre, haciéndole contraer cada músculo y cambiar el ritmo de su respiración, paseando por la cara interna del muslo. La sensación le obligó a separar las piernas. La mano iba ya por la base de las nalgas, bordeando el ano, terminando en el sexo, muy lentamente. La respiración se aceleró. Camila no quiso abrir los ojos… Roberto le separó los labios con suavidad, encontrando el punto exacto para hacerle perder la razón. La caricia se prolongó. Ya jadeaba, con cada músculo del cuerpo en tensión, hasta explotar. Quedó exhausta, su respiración se hizo más lenta. Se sintió satisfecha… Abrió los ojos totalmente relajada. No le había pasado eso desde sus tiempos de la universidad. Camila bebió un trago de vino… Aún continuaba en el baño.

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Al día siguiente, según su rutina de los sábados, Alejandro se marchó al club a pasarla con sus amigos. Un día de libertad para Camila: Desayuno en la calle, visitas al museo, a las tiendas. Sin tratar de complacer, ni caprichos que cumplir, críticas que escuchar. Era un momento ilusorio, breve. Pero suyo. Llegó al edificio, cargada de bolsas. Cuando entró al ascensor lo sintió. Una aroma penetrante que inundaba sus sentidos. Aspiró con fuerza… ¡Así debía oler un hombre! Se recostó, cerrando los ojos, dejándose llevar por el perfume, hasta que el ascensor se detuvo, abriendo sus puertas. Se sorprendió de ver la puerta del apartamento frente al suyo abierta. Eso era una novedad. Ese apartamento tenía meses vacío. Sus últimos dueños fueron un par de contadores, que emigraron a Estados Unidos en busca de una vida nueva, él como vendedor en una tienda y ella como encargada de un restaurant. Mientras entraba en su departamento, se esforzaba por distinguir las voces que salían del lugar vecino. La más fuerte era muy femenina era muy alegre y contagiosa. Camila se asomó con cui-

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II La actividad no cesó en el apartamento vecino: Pintores, ayudantes y carpinteros se movían de aquí para allá. Entraban adornos, máquinas de gimnasia, elegantes muebles. Camila no se perdía una excusa para asomarse. A la única que vio organizando todo fue a la amante del viejo. Ahora era seria, organizada, mandando aquí y allá, poniendo todo en su lugar. Camila se dijo a si misma que tal vez el tipo estaba con su esposa, mientras la amante le arreglaba el nidito para visitas ocasionales. Era algo que no le concernía, pero le molestaba. Pensaba en Alejandro. Pasaba cada vez menos tiempo con ella, con la excusa de no sentirse bien atendido, a pesar de sus esfuerzos, incluso en la cama.


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La situación comenzó a tener sentido cuando ella recogió la ropa tirada por él en todos lados, cuando llegaba bebido a altas horas de la noche. Camila se levantó antes que él para evitar el “polvito de la mañana”. Revisó la mensajería de texto, asegurándose antes de que estuviera dormido. El mensaje no dejaba lugar a dudas: “Gracias por el carro papi. ¡Es de lo más bello!... Ven esta noche para agradecértelo. Compre un vino y una película de las que tú sabes. Voy a usar la ropa interior que te gusta. Raquel.” Allí estaba la respuesta a todas las preguntas sobre el cambio de Alejandro. Camila se portó de una forma que la sorprendió a sí misma: Apagó el celular, poniéndolo de nuevo en el saco, dejándolo como estaba. Sonreía, pero sentía que el odio quemaba… Tantas cosas que hacía y soportaba por él y ahora el desgraciado la consideraba un estorbo. Al mismo tiempo había alivio en ella. Alejandro mientras continuara así, la molestaría menos. Ocupó un lugar en la mesa donde pudiera ver la sala. Doña Marina, luego del seco “buenos días” de rutina, le sirvió el desayuno, esperando a su niño querido para atenderlo. Un azorado Alejandro se asomó a la sala, en calzoncillos y medias. Revisó entre las ropas, encontrando el celular. Sonrió al ver que estaba apagado. Justo en ese momento se asomó Doña Marina, mirándolo sorprendida, al verlo tan diferente: Casi desnudo, sin afeitar, cubriéndose con la ropa, ofreciendo una imagen ridícula. Tartamudeó un buenos días, al tiempo que corría a su habitación. El desayuno transcurrió en silencio. Camila sentía que todo era muy divertido, pero no pensaba en nada en concreto. Con la voz más dulce del mundo le dijo a Alejandro: -Ale, ¿me puedes llevar al centro? -¿Y eso como para qué? -Bueno, entre otras cosas, para ir al gimnasio. -¡Toma un taxi, no me fastidies! -¡Pero tú tienes la camioneta! … Y yo no tengo carro. -¡Está bien, está bien!... Yo te llevo.

todo, excepto la ropa interior… Una visión estimulante para él, que entraba en la madurez. Para el momento que entraron en el ascensor, el corazón de Camila se detuvo: Otra vez el perfume… El hombre había estado allí. Por un momento, lamentó no verlo, hasta que se fijó en su esposo. Tal vez era otro desgraciado como él. De repente, sintió el manotazo en la cabeza. -¡Te estoy hablando chica! ¿En qué carajo piensas? -¡Disculpa!... ¿Qué dices? -Que a donde coño vas luego del gimnasio. -Bueno –hizo una pausa- ¿Tú te acuerdas de Graciela?... Estudió con nosotros. La encontré hace unos días en una tienda. Ella y su esposo tienen una firma de asesorías de proyectos… Parece que les va muy bien. -¿Graciela? –Alejandro trataba de recordar- ¡Ah, claro, Chelita! ¡La gorda Chela!... Cómo nos burlábamos de la gordita. Enamoradita de mí cuando yo era presidente del centro de estudiantes. ¿Y quién se jodió, casándose con ella? -Galindes, el flaco. ¿Te acuerdas de él? -¡Microondas! –Lanzó una carcajada- Hasta que por fin comió, aunque sean sobras. -No entiendo… -¡Tú nunca entiendes!... Siempre le quitábamos las novias. El calentaba y nosotros comíamos… Tuvo que conformarse con Chela. -Pues ella no es ni sombra de lo que fue en la universidad. Con decirte que hasta modelo de ropa interior ha sido. -Bueno, gorda o flaca, es mucha mujer para ese carajo… ¿Y qué pasa con ellos? -Graciela me preguntó si estaba interesada en trabajar con ellos. -¿Sabes cuánto tiempo tienes que saliste de la universidad? –Se burló- ¡Estás obsoleta! -¡Pero Ale…! -¡Ale un carajo¡

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En el ascensor, Alejandro pensaba en sus cosas. Raquel le quitaba mucho tiempo, pero le costaba zafarse: Bella, ardiente, demasiado joven y muy creativa. Estudiaba arquitectura en una universidad privada y se costeaba sus estudios y sus gustos como dama de compañía. Ahora estaba viviendo en un apartamento de soltera, pagado por él. No le importaba no ser el único. Solo exigía incondicionalidad y dedicación total cuando lo atendiera. La última vez que estuvieron juntos, se vistió con uniforme de colegiala, con trenzas y

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Camila iba a insistir, pero la sacó del ascensor de un empujón… Fue allí cuando por fin lo conoció. Tenía que ser. Era el mismo perfume. Se quedó unos segundos boquiabierta: Alto, delgado, de buen porte. Algunas canas salteaban en su cabello negro intenso. Su mirada era reposada, profunda. Irradiaba una calma absoluta, de los que no se toman nada a la ligera. El traje de sastre, en color azul marino, la camisa verde agua y la corbata que le hacía juego, con-


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trastaba con su piel morena. Alejandro no reaccionó de inmediato, porque estaba concentrado en otra cosa: La mujer que estaba frente a él. Vestía un ajustado mono, que resaltaba sus atributos, tal vez demasiado voluptuoso. Camila la identificó como la muchacha del apartamento vecino. Alejandro apenas pudo disimular: Con la mirada palpó las nalgas, las líneas breves de la ropa interior, el escote y el tamaño de los senos. Pensó que era una potra rica, para montarla por detrás. -Buenas tardes –El del traje lo sacó de sus pensamientos- Estoy recién mudado al edificio. Mucho gusto. Camila se sintió atraída por aquella voz, baja, modulada, suave. Murmuró unos “Buenos Días”, para no molestar a Alejandro, bajando la mirada. -¡Buenos días¡ ¿Y a que apartamento se mudó? -Al cinco C. -¡Ah, caramba! ¡Entonces somos vecinos! –Le tendió la mano, con su sonrisa de vendedor- Esta es mi esposa, Camila. -Un placer señora –Ella le estrechó la mano, apenas- Roberto Suberos. Ella es…

ese. Cuidao con una vaina –Ella quiso protestar- ¡Cállate!... –Hizo un gesto- Creer que se va a fijar en ti. La camioneta salió lentamente del estacionamiento, tomando la avenida. Camila miró hacia el edificio, llena de vergüenza. Le pareció ver a Roberto Suberos, mirándola por el balcón.

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En ese momento sonó el celular. Con gesto contrariado, Roberto murmuró un “Disculpen”, alejándose para contestar. La muchacha, para salvar el momento, se adelantó, extendiéndoles la mano, con una agradable sonrisa: -Mucho gusto. Sonia. -Usted es Sonia… -Alejandro la midió con la mirada -Solo Sonia –Contestó amable, captándole la intención- Si me disculpan, voy a llevar a Roberto al apartamento, para ver si quedó de su agrado. Se alejó, tomando al hombre por un brazo, entrando en el ascensor. Alejandro la vio alejarse, midiéndole las duras nalgas. Pensaba que así debía hacer una mujer, esforzándose por complacer al hombre en todo… Se veía que ese tipo la iba a pasar bien con ese pedazo de hembra. En el estacionamiento, le hizo un cariño con un trapo a su bien más preciado: Su camioneta Pick-Up doble cabina, de un chillón color amarillo. Camila subió en ella, incómoda por la forma en que su marido miraba a esa mujer. -¿Y a ti que te pasa? -Nada Alejandro. -Bueno… Ya te dije que de trabajo, nada… Vi como mirabas al tipo

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III Alejandro casi nunca veía a sus vecinos. Lo que más lamentaba era no ver a Sonia: Admirar esas nalgas, esos senos que parecían a punto de saltarle a uno en la cara. Algunas veces, Camila y Roberto se encontraban, o mejor dicho, se desencontraban: Uno entraba, el otro salía y viceversa. Roberto tuvo ocasión de conocer un poco más de la vida íntima de sus vecinos. Esperaba la llegada del ascensor, escuchando con claridad las voces, airada la de Alejandro, suplicante la de Camila. Justo cuando las puertas se abrían, esta se sostenía para no caer. Alejandro le importó muy poco ver a Roberto. Cerró las puertas, dejándolo afuera. Por breves segundos sus miradas se cruzaron: Uno agresivo, retador, iracundo. El otro frío, reposado y calculador. Días después, Roberto y Camila se cruzaron en el pasillo. No se hablaron. Roberto hizo una pausa antes de abrir su puerta. Titubeó un poco antes de hablar, deteniéndola con la voz: -Señora... –Ella lo miro con intensidad- Disculpe. -Dígame… -A un alguien que trata a una mujer así, yo le partiría la cara como si fuera un mocoso, para que aprenda a tratar a las mujeres. -Él no es malo –dijo avergonzada- Tiene problemas. Usted no sabe cómo es eso. -¿Y cómo sabe usted que yo no lo sé? –Ella se sorprendió- Disculpe. Creo que me excedí… Yo sé que son asuntos de pareja. Pero debe pensar más en usted misma. Con permiso. Camila lo vio entrar, dejándola sola. No se atrevió a moverse. Tenía sentimientos encontrados que no podía explicar. Como si él la escuchara, le musitó a la puerta cerrada: -Sí… Sí.


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IV Eran las doce y media de la noche cuando Roberto Suberos llegó a su apartamento. Metódico, puso cada cosa en su lugar: Llaves, poner a cargar su celular, revisar la contestadora. Puso en la gaveta de su mesita de noche sus credenciales, las esposas y su pistola, una Pietro Beretta nueve milímetros, asegurándose de descargarla. Se cambió y estuvo en su gimnasio cerca de una hora. Luego del baño fue a la cocina. En la nevera encontró un envase con un sándwich y una tarjeta donde se podía leer con letra primorosa: “Buen provecho amor!!” Sonrió y buscó algo de beber. Mar luego miró su reloj: Las dos. No tenía sueño. Puso una música instrumental para relajarse. Siguió reflexionando sobre el rumbo que estaba tomando su vida en esos días. Realmente no se sentía cómodo con ciertas cosas. No era el trabajo. En eso siempre estaba claro cómo llevar las cosas. Como Jefe de Investigaciones del Cuerpo de Policía Federal no tenía peros. Gozaba del respeto de sus subalternos. Lo tenían como estricto, pero justo, incapaz de abandonar a un compañero, pero con la verdad por delante. Su filosofía compartida era clara: “Prefiero un ladrón que al desleal y chismoso. Al ladrón lo corriges o lo jodes. Pero el otro te hunde” Su calma y control era admirado en los peores momentos. Pero era muy serio y eso le creaba distancias. Todo el mundo sabía que se movía en las “grandes ligas”, como llamaban a la alta sociedad, que su familia era muy adinerada, que fue el mejor en su promoción de derecho. Luego de un tiempo de bufete, donde se hizo una reputación, se hizo policía. Y de los buenos. Nadie dudaba de su buen corazón. Más de una vez colaboró con medicinas, dinero para una operación muy costosa o lo que necesitaran. Su mundo personal se perdía en una maraña de habladurías: Que tal vez era cristiano o evangélico, muy moralista. Los que se las daban de entendidos explicaban que era un hombre de gustos muy refinados, burdeles y bares de la “high” disfrazados de clubes privados, con muñecas para niños ricos. No se le conocían amigos y de mujeres, solo a Sonia. Pero con ese pedazo de hembra, bastaba y sobraba. ¿Para qué ver otras?... Pero en ese momento, Roberto Suberos estaba solo en su departamento, tratando de distraerse con música y saboreando una copa de vino, pero se sentía incómodo. Y no le gustaba perder su valioso tiempo libre en agobiarse de esa manera, pero no podía evitarlo. Escuchó la airada voz masculina el ruido de algo al romperse y el llanto de mujer silenciado bruscamente. Contrariado, terminó su

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copa de un golpe. Decidió irse a dormir, lamentando por primera vez su soledad. V Alejandro desayunaba solo esa mañana. Le dijo a Doña Marina que su querida esposa se levantaría más tarde, pues estaba indispuesta. Ella, solidaria, no dudó en ofrecerse a acompañarla, pues era el día de lavandería y planchado. Alejandro trató de ser amable: -Lleve todo a la tintorería y que la planchen. Cóbrese el día como laboral. No se preocupe. -Pero mijo, le va salir más caro… -Doña Marina –Alejandro trataba de controlarse-Hay algo que usted no sabe de mí. No tolero que me contradigan… Perdone la grosería, pero yo soy el que paga. -¿Qué le pasa joven? Usted no es así. Alejandro hizo una pausa teatral, muy natural en él. Pensó unos segundos antes de contestar. Su rostro era de preocupación, de circunstancias. Su voz era grave, de pesar: -Doña Marina –Se pasó una mano por el rostro- Perdóneme. Tuve una mala noche. Discutí con Camila… Usted no sabe cómo es ella. No comprende la vida que le doy, la que a ella le gusta. Yo hago muchos sacrificios. Usted sabe, el viajar, atender los negocios. -A ver mijo –Dijo solidaria- Tómese un café. -Yo quiero una familia completa… Pero está cerrada, no atiende a razones, en fin. -Lo entiendo hijo. -Me tengo que ir… Doña Marina, llévese la ropa a la tintorería y tómese unos días. Yo la llamo. -Está bien hijo mío. Dios me lo bendiga y me lo saque de este predicamento con bien. -Amén… En el ascensor, camino al trabajo, Alejandro pensaba acerca de Camila. ¿Qué se creía esa mujer?... Vivía como reina, no le faltaba nada y salía con unas vainas, ¡en fin!... Marcó un número en su celular. Su estado de ánimo cambió de repente, -¿Mami? Te invito a desayunar… Camila aprovechó su tiempo a solas para reencontrarse con sus viejas amistades, ya que Alejandro se la pasaba cada vez


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más fuera de casa, a veces en viajes que duraban una semana o dos. Camila mencionaba muy poco a Alejandro en sus conversaciones. No negaba estar casada. Quería ser un poco ella misma. Graciela la había invitado una tarde a tomarse un café, para convencerla de que trabajara con ella, en un lujoso centro comercial del norte de la ciudad. En un momento de la conversación, señaló hacía el ascensor de vidrio que estaba subiendo. -¡Hay que ver que hay gente sinvergüenza! Una pareja iba sola en el ascensor, ajena del mundo. Ambos se veían sonrientes. La mujer usaba una cortísima minifalda y una blusa sin mangas que apenas podían retener los grandes senos, a punto de salírseles. La espalda desnuda acentuaba la desnudez. El hombre posó una mano en su trasero y ella se apoyó en el vidrio, atrapándosela. El hombre murmuró algo a su oído y ella lo empujó riendo, coqueta. Camila dejó caer su café. No escuchaba a su amiga pidiéndole disculpas al mesonero, ofreciendo pagar el daño, ni la escuchaba hablándole. Su mirada estaba clavada en aquella pareja. La mujer besaba al hombre en la boca y en cuello, con la seguridad de quién sabe lo que tiene. -¡Camila reacciona, me tienes asustada! ¡Parece que nunca habías visto a un hombre abrazando a una muchachita! -… A mi esposo, no. Discúlpame. Hablamos luego… Yo te llamo. No supo ni cómo llegó a su apartamento. Esperó, sentada en la cama, hasta que se quedó dormida. La despertó el manoseo de Alejandro que trataba de obtener lo que él llamaba su polvito de la mañana. Ella se escabulló al baño con cualquier excusa. Alejandro notó su actitud, mientras bajaban en el ascensor. -Voy a salir… -¿Y a ti que te pasa? -Nada… ¿Dónde estabas ayer en la tarde? -Trabajando, como siempre. -… Por eso llegaste tan tarde. -A ti no te importa a la hora que llego. Estaba trabajando y punto. -No. No me importa. Y menos ayer que te estabas apretujando con esa “niñita”. -Era una compañera de trabajo. Estábamos visitando un cliente. -¿Y ahora te metiste a pelotero, que a tus “compañeros” de trabajo les agarras el culo? -Bueno, okey. Me viste… Yo no estaba haciendo nada. Lo que pasa es que uno es hombre, y si me la dejan bombita, yo no la voy a dejar pasar.

-¿Qué clase de excusa es esa? -La verdad. Un hombre no deja pasar un chance. -A mí me pareció que era algo más que un chance. -Ultimadamente, y si no es un chance, ¿qué pasa con eso? -¿Y me lo dices en mi cara? –Preguntó dolida- ¿Y nosotros? ¿Qué pasa con nosotros? -¡No te pongas cursi!... El ascensor llegó a planta baja. Camila no lo dejó salir y lo hizo subir de nuevo. Alejandro la miró iracundo, dejando caer el portafolio al piso, junto a su maleta. -¿Y a ti qué coño te pasa?... Tienes comida, vas a buenos lugares, no te falta nada. La gente te reconoce y te respeta como mi mujer. ¿Qué más quieres? -¡Respeto! ¡Yo no soy un perol tuyo, tú no me compraste! -¡A mí no me gritas carajo! ¿Y con quién estabas en el centro comercial? -No es asunto tuyo. La tiró al piso de un empujón, dándole manotazos en la cabeza. Doloroso y humillante. El ascensor bajaba otra vez. Sin dejarla levantarse, la sujetó por el cabello con fuerza, haciéndola gritar. -Escúchame bien, mujercita: No tienes a nadie. Estás sola. Solo tienes a papaíto aquí. A más nadie. -¡Déjame! -Cuando regrese, la vida va a ser como siempre –le habló didáctico, ignorando su llanto- Yo te cuido, te mantengo y tú no preguntas… -El ascensor se detuvo y el salió- Ahora sube y guárdate. Estás hecha un asco. Las puertas se cerraron nuevamente. Se quedó allí, con la mirada perdida, los ojos llorosos, sin noción de tiempo, en shock. No se dio cuenta de las manos gentiles que la ayudaron a levantarse. Si alguien hubiese deseado tirarla por la azotea, no se resistiría. La sensación del cristal rozando sus labios y el sabor del licor la sacaron de su sopor. Poco a poco reaccionó. El líquido la inundó de calor. -Beba Camila. El brandy le hará bien –ella miró a su alrededor- Está en mi departamento. La encontré en el ascensor cuando llegué. -No sé qué decir –Se le quebró la voz- Estoy tan avergonzada. Compartieron el silencio. Camila enjugó sus lágrimas con el dorso de la mano. Roberto le extendió la suya. Ella miró sin comprender. -Acompáñeme. -¿A dónde?

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-Al baño. Para que se lave la cara. A Camila le gustó la combinación de mármol y dorado, el detalle de los helechos alrededor del jacuzzi. Pensó que la compañera de Roberto tenía muy buen gusto. Se sobresaltó al sentir que tocaba la puerta. Abrió, nerviosa. Roberto sostenía un bol con hielo. Tomó un paño de un estante. -Llene el lavamanos con esto y mucha agua. Sumerja la cara varias veces. Así no se le hincharan los ojos –ella murmuró un “gracias”, cerrando la puerta. Pasaron rato en silencio, mientras ella terminaba su brandy y ordenaba sus ideas. No tenía nada claro. Se dejó llevar. -Roberto… -Dígame Camila. -¿Puedo volver más tarde?... Digo, si no tiene algo que hacer. -No. No tengo algo que hacer… Venga. Conversemos.

últimos meses de vida hicimos las paces. Conversamos como no lo hicimos jamás… Creo que más que nuestro perdón, aprendió a perdonarse a sí mismo. Nos aceptamos el uno al otro. De todo, mi madre fue la que más sufrió. -No sé qué decirle. -Es historia antigua. Ahora debe pensar en usted. -¿Cómo? -Por ahora, una tregua con su esposo… Necesita una tregua antes de tomar cualquier decisión. Debe ganarse su respeto. -¿Y cómo se supone que yo haga eso? -Para empezar, tratémonos de tú. Mira: Le puedes quitar todo y mandarlo preso. Pero si no te ganas su respeto, siempre podrá hacerte daño. -… Y tú vas a hacer que me respete. -No. Yo voy a hacer que tú te respetes. Toma mi tarjeta. -No pareces policía –dijo al leerla- Pareces ejecutivo. -Ya me lo han dicho –sonrió- Si decides pedir ayuda, llámame. -Me tengo que ir…-Se puso de pie- Roberto. -¿Qué?... -Gracias.

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VI Cuando volvieron a reunirse, Camila se había esmerado en maquillarse para borrar la mala impresión anterior, mostrándose más dueña de sí. Por lo menos en apariencia. -Gracias por lo de hace rato. -No tiene por qué. Si hay algo más que pueda hacer, no dude en decirme. -… Esto es algo que tengo que resolver yo. Más nadie puede. -¿Y usted cree que pueda!? -No lo sé… La verdad que no. -Si quiere, puedo presentarle un abogado confiable. -No. Eso no. Déjeme llevar esto. -Quisiera complacerla, pero no puedo. Él se aprovecha de que para usted es más difícil sicológicamente que físicamente, desprenderse de él. -¿Y usted como lo sabe?... Conoció a alguien que vivió esto? -Mi madre… Crecí viendo sufrir a mi madre. Siempre lo justificaba y defendía. Cuando me hice adulto, se refugió en mí. Cuando me hice abogado, lo amenacé con la cárcel si volvía a pegarle… Se fue de la casa. -¿Y qué pasó? -Nos acusó de muchas cosas… Luego enfermó de cáncer. En sus

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Ya en su hogar, Camila se sintió de alguna manera afortunada. Pero también la asaltaban pensamientos de que nada resultaría de todo eso. Botó la tarjeta de presentación que le dio Roberto. Los días transcurrieron y Alejandro se portó como un marido modelo, pero no dejó de verse con Raquel. El buen comportamiento no le duró mucho y regresó a sus “reuniones de trabajo”. Así, sus defectos se crecían, como que le llevaran la contraria. Camila le hablaba de ir a una reunión. -¡No, ni de vaina! ¡No vas a ir a esa reunioncita!... A mí no me interesa. Y si yo no voy, tú tampoco. -Pero Ale… -dijo conciliadora- Graciela me invitó. -No vas… -su tono se tornó amenazante- Ya te advertí que dejaras la juntica con la loca esa. -Esa loca, como tú le dices, es socia de una empresa. -Una empresa que puede competir con la mía –trató de convencerla¿Tú crees que te ofrece un trabajo porque realmente sirves?... Lo hace es para contrariarme. -Pero… -¡Ya deja la vaina así! El repique del celular cortó la discusión. Alejandro miró el


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número y murmuró un “espérate” y contestó la llamada, lanzando miradas ocasionales a su esposa. Incluso, le costó evitar una sonrisa, mientras conversaba. Al rato estaba listo para salir, con equipaje y todo. Se entretuvo unos momentos, mientras mandaba un mensaje de texto. Camila lo miraba sorprendida por el cambio.

go de verlo desnudo, allí bajo la ducha, lo deseaba. Dio un paso. La detuvo el ruido del timbre del teléfono. Escuchó a Roberto contestar. -Hola amor! ¿Cómo estás?... He estado muy ocupado con el trabajo. En lo que arregle algunas cosas, te visito. Te llamo luego… Chao. Camila corrió lo más rápido que pudo rumbo a la cocina. La cabeza le daba vueltas. Sentía culpa. Estuvo a punto de meterse en la cama de Roberto, y él, hablando por teléfono con Sonia. Se llamó a sí misma una cualquiera. Él era un hombre decente, que le ofrecía ayuda desinteresada y ella portándose como una regalada. La encontró en la sala sola y pensativa. Al verlo llegar, se ruborizó, tratando de esconder sus emociones un pedazo de torta de maíz y otra taza de café. Roberto le sonrió, sin saber realmente que pasaba. -¡Perdón! -Mejor así… Es mejor que comérmela yo solo… ¿Qué te pasa? Te noto rara. -Nada… Solo preocupada. ¿Qué vamos a hacer? -Vamos a un sitio… No me veas con esa cara, anda anímate. -Está bien.

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-¿Y eso? -¿Tanta inteligencia para no darte cuenta de las vainas? Voy a viajar. -¿Así, de repente? -Trabajo es trabajo. Por real no te preocupes. Tú tienes tu tarjeta y la chequera. No le pares. -¿Tanto tiempo así te vas? -Bueno, no lo sé. No preguntes pendejadas… Te voy a estar llamando. Uno nunca sabe. Camila no era tonta. Sabía exactamente qué estaba pasando. En vez de reaccionar como otras veces, sonrió y le deseó un buen viaje, pero sin exagerar. Alejandro se sintió feliz de que su esposita estuviese entrando por el aro. Dos horas más tarde, una Camila bien vestida y maquillada tocaba el timbre del apartamento vecino, tratando de aparentar que actuaba con normalidad. La puerta se abrió. Roberto estaba en ropa de deporte, chorreando sudor. Camila se le quedó viendo lela… El tipo no se veía tan corpulento de traje. Olvidó por un momento por qué estaba allí. -¡Camila, que sorpresa! –Sonrió- Pasa, disculpa la facha. -No, así está muy bien –murmuró- Bien. -¿Perdón? -No, nada. Vine a conversar. -Bueno, hay café en la cocina. Estás en tu casa. Sírvete lo que gustes. Me voy a dar un baño. Camila se tomó muy en serio lo de “estás en tu casa”. Se sirvió café, además de un pedazo de torta de maíz de la nevera. Estaba deliciosa. No había comido ni tres cucharadas, cuando una idea despertó su curiosidad. Si medir las consecuencias, caminó hasta la entrada de la habitación, guiada por el ruido de la ducha. La puerta del baño estaba abierta. Se asomó con cuidado… un poco. Hacía años que no veía a otro hombre desnudo, aparte de su esposo. No pensó si lo que estaba haciendo estaba bien o no. Simplemente, lue-

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VII Llegaron a un modesto conjunto residencial al sur de la ciudad. Un pequeño conjunto de viviendas multifamiliares. Roberto se detuvo en el estacionamiento que daba justo al frente del lugar que estaba buscando, al lado de un pequeño carro deportivo de color rojo. En el pequeño jardín resaltaban los helechos y las bella a las once, abiertos en flor, acompañando a las rosas. Disfrutando de la porción necesaria de sombra para crecer. Los recibió una mujer de no más de treinta, una pelirroja de cabello muy corto, un tanto masculina, a pesar de tener muy buena figura. Llamaba la atención una cicatriz que le cruzaba la ceja izquierda, dividiéndosela. Sonrió ampliamente al ver llegar a aquel hombre. -¡Caramba comisario! ¡Qué tiempo sin verlo! … Pasen por favor. -La verdad es que lo lamento Natalia, pero me esperan… Esta es la amiga de la que te hablé. -Quién recomienda Roberto es bienvenido en mi casa.


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-Camila, yo tengo que hacer unas cosas. Te dejo en buenas manos. Llámame cuando quieras y te vengo a buscar…

era una cualquiera… Se me transformó la vida: Celos, escándalos –rió- era horrible de verdad. ¡Pero lo hubieras viso delante de mi familia! ¡Todo un santo!... Y yo, de pendeja enamorada, no decía nada, porque juraba que él iba a cambiar…. Y yo, cada vez menos yo, transformada en una persona extraña para mí. Se imponía cada vez más. Pero no me doblegaba del todo. -Eso yo lo entiendo… Toma, pásame otra. -Mi mayor miedo era mi hija… Creía que una mujer sola con una criatura era algo muy jodido. Difícilmente un hombre toma en serio esa responsabilidad. Me aferré al peor de los hombres: Machista, poco colaborador, egoísta, flojo. ¡Ni sus interiores recogía! La tarde se fue entre el intercambio de anécdotas y confesiones. Camila expresó cosas que jamás se imaginó contar. Se interesó mucho por la situación de Natalia. -¿Cómo terminó todo con tú ex? -Esta fue la despedida –Se señaló la cicatriz- Las cosas empeoraron cuando Roberto llegó a la división… El mango aguado de mi ex agarró unos celos terribles, no los de mentiras, como los de antes. Comenzó a pelear para que yo pidiera traslado. No quise. El horario era muy bueno, daban oportunidades de estudio. Cambios que hizo Roberto. -¿Y? -En el transcurso de un mes fui dos veces al médico por un “accidente”. Uno con una puerta y otro con las escaleras. Roberto me interrogó. No dije nada, pero se las ingenió para saberlo… Como un mes después, en medio de una discusión, el desgraciado me golpeó con el puño cerrado. Me cegué. Vi todo negro. Le di dos tiros. Fallé el primero en “las que te conté”. El segundo en el estómago. Camino al hospital me juró que si se salvaba me quitaba a la niña y que yo me pudriría en la cárcel. -¿Cómo hiciste? -Roberto, como siempre. Lo mando para una clínica y se aseguró de ser el primero en verlo al salir de quirófano. No sé cómo lo hizo, pero seguro que la amenaza fue en serio… Apareció un informe donde mi ahora ex aseguraba que mi arma se le disparó accidentalmente al manipularla. El divorcio y todo lo demás salieron rapidísimo… El resto es historia. Compré esta casa. El pidió transferencia para otro estado bien lejos y ni por su hija pregunta. Mejor para mí. Quién sabe qué sería de mi vida si no fuera por Roberto… ¿Está bueno, verdad? –Preguntó en tono cómplice- Tá riquiquito. -¡Divino! –ambas estallaron en carcajadas. Camila recordó al hombre desnudo, pero se lo guardó- Sí. Es un tipo atractivo.

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La casa era sencilla, decorada con buen gusto. Nada de más ni de menos. Camila se sintió en un lugar cálido. Vio las fotografías colgadas en las paredes: Natalia de uniforme, recibiendo un reconocimiento. En otra, una niña de unos diez años, de toga y birrete, mostraba su diploma. Ella acarició el vidrio, pensando en los hijos que no tenía. -Mi hija. Muy buena estudiante. Está pasando el fin de semana con la abuela. Camila detalló otras fotos, entre ellas las de un grupo de funcionarios, todos muy serios y circunspectos. Natalia se dio cuenta que miraba ella. -Resalta, ¿verdad? -¿Quién? -Roberto… Vamos al patio. Era un lugar tan acogedor como el frente, entre plantas y muebles de ratán. Natalia se apareció con dos cervezas, extendiéndole una a Camila. Luego de un momento, comenzó a hablar: -Roberto me contó de ti, un poco. Resulta que soy divorciada. Te voy a hacer la historia corta: Me casé recién graduada de detective. Él era un sub inspector. Me impresionó a la primera… De esos tipos que les dicen sus verdades a cualquiera, un tipo jodido, o eso creía yo. Muy mujeriego y sinvergüenza. Yo me engañaba diciéndome a mí misma que esas mujercitas se le metían por los ojos. Como una tonta pensaba que era la única en su vida… Con el tiempo vinieron los enfrentamientos. Yo tengo mi carácter. Además, me sé todos los trucos de los policías con sus esposas. Cuando salí embarazada, él se calmó por un tiempo. -¿Y qué pasó después? -Una cosa era pelearse y otra cosa eran los coñazos… Me llené de miedo. Perdí el valor y el desgraciado agarró cancha, se sentía muy seguro. Quería que yo renunciara al trabajo. Usaba la excusa de los celos para armarme líos: Que si una mujer sola con hombres corría peligros, que todos querían meterse en la cama conmigo. Era un acoso y yo cambié mucho. -¿Cómo? -Me distancié de todo el mundo. De soltera, me gustaba la playa, la rumba, comer con mis amigos. No era una santurrona, pero tampoco

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-Y un caballero. Atento y detallista. Un buen amigo. Nunca me ha ayudado con segundas intenciones… Lamentablemente. Con decirte que es el niño Jesús y los reyes magos de la niña. Pero nunca me ha pedido nada. Amabas se quedaron mirando y estallaron en carcajadas. Ya las cervezas les estaban haciendo efecto. Sobre todo a Camila, que no estaba acostumbrada a beber. Natalia siguió hablando. -Si ese hombre me pidiera que me acostara con él, le daría hasta lo que no lo quise dar a mi esposo, tú sabes –Camila le hizo una o con el pulgar y el índice y ambas volvieron a estallar en carcajadas, chocando botellas- ¡A ese hombre yo le tengo unas ganas! -¡Ese hombre huele divino Si pudiera… Te voy a confesar algo: Es el primer hombre en mi vida, desde que me casé, que si tengo el chance, ¡me lo tiro! -Hablando en serio Camila. Ese hombre me mueve el piso. -A mí también. -¿Conociste a Sonia? -Si –dijo resignada- ¿Cómo compite una con una mujer así?... -¿Estás borracha? -¡Hasta el culo! –Murmuró- Borracha. -Yo estoy más o menos, tal vez más. Voy a llamar a Roberto para decirle que te ves a quedar. -Sí. Mejor que no venga –dijo conteniendo la risa- Porque a lo mejor no se salva –Natalia la señaló, burlándose- En serio. -¡Ay amiga!... Soñar no cuesta nada… Verás. Un día de estos lo vemos casado con Sonia. Eso es seguro. -Si… Un día de estos.

embochinchado con la mujercita esa, entra y sale a cada rato con la excusa de los viajes… Y sigue empeñado con lo del embarazo. -Eso es para asegurarse de tenerte atada en casa. No te dejes. -¿Has visto a Roberto? –Camila decidió cambiar de tema. -Muy poco. Estamos full. Pero me pregunta por ti. Sabe que somos amigas. Ayer Sonia le llevó almuerzo. -¿Sí? –Preguntó un poco desilusionada- ¿Y qué tal? -¿Sabes qué es lo que más me molesta?... Que la condenada no solo está buena, sino que también es sangre liviana. No hay cómo agarrarle idea. -Es verdad… Lástima.

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VIII Las dos mujeres forjaron una gran amistad. Para Natalia, su mundo era su trabajo y su hija, además de alguna diversión ocasional. Se identificaba con Camila, que estaba en un grado de dependencia tal que no trabajaba ni tenía círculo social, aparte del de su esposo. Era la primera amiga real en mucho tiempo. Un domingo cualquiera en que Alejandro no estaba en la ciudad, las amigas bebían en el estacionamiento de un campo al que Natalia la había invitado. Comenzaba a atardecer. Ambas, sentadas en el capó del carro conversaban intrascendencias, mientras una bachata les servía de fondo musical. -Ahora veo menos a Alejandro –se quejaba Camila- Desde que está

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Dos hombres abordaban un vehículo cercano. Uno miró a Camila con deseo, lascivo. Sin dar tiempo a reacción, Natalia se despojó de la chaqueta, exponiendo su arma de fuego, abrazando a una sorprendida Camila como si fuera alguien de su propiedad. -¿Qué ves? –Preguntó retadora- ¿Te gusta? El hombre murmuró una lisura, molesto, mientras el carro salía del estacionamiento. Camila seguía asombrada, mientras Natalia estallaba en carcajadas. -¿no le viste la cara? -¡Estás loca¡ ¿Qué van a decir esos hombres? -Lo que les dé la gana… Pero nosotras no somos fáciles. Conmigo, quién yo quiera. Y hablando de quién yo quiera, ya vas a ver… Esperemos un poco. ¿Ves esa moto?... Ya verás… No pasó mucho rato cundo llegó un joven de unos veintitantos para irse en su moto. Reparó en Natalia y la saludó con timidez. Ella correspondió, invitadora, lo que le arrancó una enorme sonrisa al marcharse. -¿Y eso? -Un detective nuevo en la división… ¡Le tengo unas ganas¡ -¡Pero si es un muchachito¡ -Bueno, tampoco es que anda en pañales… Tarde o temprano lo agarra otra y a lo mejor lo echa a perder. ¿No está lindo? -Bueno, eso sí. -Y yo no lo quiero para casarme. Como yo lo veo, estoy sola, no soy una muchachita, pero tampoco una vieja y creo que me lo merezco. Me han pasado tantas cosas en esta vida, que algo me debo cobrar. -Yo creo que eso es lo que me pasa a mí. Que aún no me he cobrado nada.


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Al llegar a su apartamento, Camila encontró a Alejandro esperándola en la sala, con la maleta hecha. Le saludó con un beso no correspondido. A Camila le invadió el temor. -¿Vienes llegando? -No. Voy de salida. Llegué hace rato… ¿Dónde estabas? -Con una amiga. -¿Estabas tomando? -Bueno… mi amiga me invitó una cerveza y… -¡Ay Camila¡ -le amenazó- Cuidadito de que porque yo estoy ocupado, tú te vas a embochinchar con amiguitas por ahí, para hacer quién sabe qué. -Yo no estaba haciendo nada malo… -¡Cállate¡… Que yo te consiga puteando para que tú veas –le dio un fuerte manotazo en la cabeza- ¡Te mato¡… -Alejandro respiró varias veces, tratando de calmarse- Yo te entiendo Cami… No es tu culpa. Mira, yo sé que te he abandonado mucho últimamente, pero es el trabajo… Pronto me voy a tomar unos días. Me la paso en casita… encargamos a junior y así tendrás a alguien que te haga compañía. -Ale, te he dicho que no sé porque no salgo embarazada. -¡Pues vas a tener que salir preñada coño¡… A mí esto ya me huele raro. Cuando regrese, yo mismo te voy a llevar a un doctor. -¿Y vas a Salir de viaje con la mujercita esa? –Camila trataba de evadir el tema. -Mira como me hablas... Últimamente estás muy alzada. Me vas a ir dejando esas amistades que tienes, que no me gustan. Si yo tengo algo con alguien, eso no es tú problema. Tienes casa, no te falta dinero ni comida. Y si no te gusta, ¡te vas¡ Esta vaina es mía, es mi casa. El de los reales soy yo. -¡Pero esta también es mi casa ¡ -¿Cómo dijiste? –Dijo en tono amenazante- Repite lo que dijiste… vamos, ¡repítelo¡ -Alejandro la empujó, tirándola en el sofá. Camila estaba asustada. -Vamos a hablar, Ale… -Claro que vamos a hablar… Sin darle tiempo a reaccionar, tomó uno de los cojines que decoraban los muebles, mirándola con ojos de poseso. Sin perder tiempo la puso en la cabeza, descargando un puñetazo. Camila trató inútilmente de defenderse, pero él le apartó los brazos, cubriendo su rostro, ahogándola, aplastada por la oscuridad. Cuando le descubrió el rostro, ella tomó una fuerte bocanada de aire. Recibió dos golpes más amortiguados por el cojín, haciéndola gritar. Alejandro la sujetó por los cabellos.

-Escúchame bien: No se te ocurra hablarme más así… Voy a salir. Cuando regrese, te quiero mansita y amorosa. Y no creas que se me olvida. Reza. Usa el santoral completo si te da la gana. Pide un milagro para que salgas preñada. Y esta vez, los dos vamos juntos al médico. Y pobre de ti si me estás mintiendo. Y deja las juntas con la puta esa… Estás avisada. Tú lugar es la casa.

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Camila lloró por largo rato. Cuando se calmó pensó en llamar a Camila, pero se contuvo. Le daba vergüenza que su amiga viese que luego de tantos consejos, ella seguía siendo la misma mujer sin carácter, temerosa y débil. Salió del apartamento hacia el pasillo, a la puerta de Roberto. Tampoco llamó. Regresó a su hogar. Buscó lo que tenía escondido en el fondo del closet, en un bolso viejo. Se abrazó a él como a un salvavidas, mientras murmuraba para sí: -Nadie me vuelve a ver así nunca más… Mientras, Alejandro salía del ascensor satisfecho, despreocupado, tarareando una tonada, maleta en mano, sumido en sus pensamientos. Para él, la lección fue más que suficiente para poner a su mujer mansita. Ya solo le faltaba la visita al doctor, barriga, bebé y casita. Y esperaba a que no volviera a contradecirlo. Justo en ese momento casi tropezaba con Roberto. Ambos se quedaron en la entrada en espera de que alguno se decidiera a entrar o salir. Alejandro no disimulaba el desagrado que aquel hombre le producía. Lo consideraba un niño rico que no sabía lo que era joderse como los hombres, como él. Además no le gustaba como miraba a Camila Y mucho menos la cara que ella ponía al verlo. -Buenos días… -musitó Roberto. -Bueno, ¿y tú te piensas quedar atravesado como si fuera tu casa? -¿Qué le pasa amigo?... ¿Se le perdió algo? -Me caes mal tipo. Eso es lo que me pasa. -¿A ti nunca nadie te ha puesto un parao? -¿Y quién me va a parar? Se hizo un silencio de segundos que parecieron eternos. Alejandro, a punto de explotar. Roberto, Impasible. Alejandro lanzó el primer golpe, que Roberto bloqueó con su brazo con facilidad, respondiendo con un golpe a la clavícula y agarrándolo con esa misma mano por el hombro para apoyarse y hundir su codo en el centro del pecho, dejando a Alejandro rodilla en tierra. Y no se quedó allí. Se puso de pié y arrojó dos golpes más,


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que dieron en el vacío. Roberto volvió a golpearlo en el pecho, haciéndolo retroceder adolorido. Alejandro volvió a avanzar, pero está vez Alejandro lo frenó de una bofetada, haciéndolo caer. Quedó allí, desconcertado, a punto de llorar. Roberto le habló con frialdad. -Quédate ahí o de verdad te voy a hacer daño. Y Alejandro quedó allí, en silencio, sin atreverse a moverse, mientras Roberto desaparecía en el ascensor, pensando en desquitarse tarde o temprano. Además, quería desahogarse.

ría estar ocupada. Ocupada para no pensar, para no tener culpas, escrúpulos, ni cargos de conciencia. No deseaba, no le daba la gana analizar sus sentimientos… A las siete, estaba lista. Se puso un vestido sexi, pero no vulgar. Se miró en espejo y se acomodó el busto en el vestido. -Bueno Cami –dijo para sí- Esmerada, pero sin exagerar. Tampoco es que hay que parecer una mujer desesperada.

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Camila terminaba de salir de la ducha cuando sonó el teléfono. Contestó, figurándose ya quién podía ser. Desde que estaba de viaje, Alejandro no dejaba de fiscalizarla, de mantenerla ubicada. -¿Por qué tardaste tanto? ¿Qué carajo estás haciendo? -Me estaba bañando –dijo indiferente- ¿Qué quieres? -Que te mantengas allí hasta que yo llegue. -Ajá… ¿Algo más? -Que cuando te llame, atiende rápido –colgó. Camila comenzó a perderle el respeto a Alejandro (en realidad era el miedo, pero ella no se daba cuenta). Empezó a notar que ya no era la misma. Se disponía a salir cuando repicó el teléfono. Tuvo el impulso de no contestar, pero algo la hizo cambiar de opinión. -Camila, ¿cómo estás? –El saludo de Roberto le produjo una alegría infantil. -¡Hola¡ ¿Y eso que llamaste? -Digamos que estoy seguro de que tu esposos no está. Hace días que no sé de ti. ¿Te gustaría cenar conmigo esta noche?... Tú sabes, una copa de vino, conversar un poco. -Bien –Camila se mordió los labios, conteniéndose- ¿A las ocho?... ¿Estás en tú casa? -No… Estoy resolviendo algo –Camila se figuró que se trataba de Sonia, pero no le importó- Nos vemos luego. -Chao… Camila decidió no perder tiempo ¡Había tanto que hacer!... Corrió a ponerse presentable: Peluquería, manicura, pedicura. Que-

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Se asomó al balcón. Ya casi era hora. Lo vio llegar en un taxi y detenerse en la entrada del edificio, en lugar de llegar con su carro. Un detalle le hizo olvidarse de todo: Roberto traía entre sus brazos un enorme ramo de rosas rojas… Camila sintió que se derretía, recordándolo en el baño. Se decidió: Esta noche Roberto sería suyo. Así mismo. No era amor. Eran ganas de sentirse amada, el deseo de cobrarle a la vida algo que sentía que se merecía, por lo menos esto. Esta era la noche. Su noche. La recibió en su puerta, caballeroso, halagándola por su aspecto. Una suave música de fondo invitaba a conversar. Ella brillaba. Se sentía hermosa, querida. -De verdad te ves diferente hoy. -Me siento diferente… He estado pensando. Voy a comenzar a tomar decisiones muy importantes en mi vida: Me voy a divorciar. -¿Y cómo llegaste a esa decisión? -Algo que pasó hace días, pero no quiero hablar de eso. No quiero dañar el rato. -Está bien –sonrió- No hablemos de eso. La conversación fue muy amena, salpicada de risas y comentarios agudos. Luego de la comida, se instalaron en el balcón, saboreando una botella de vino. Camila se quedó unos segundos observando a Roberto para luego echarse a reír. -¿Y eso? -Nada. Me siento feliz… ¿Sabes? Me ofrecieron trabajo. Voy a aceptar. -¡Brindemos por eso!... Pero se acabó en vino. -¿No te queda nada para celebrar? -Bueno, solo whisky. -¿Tú crees? -Sí. Solo uno. Para celebrar –Le sonrió con ojos de inocencia- Anda ¿Sí? Ambos fueron a la sala. Mientras Roberto servía los tragos,


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Camila hurgaba entre los cd´s. Escogió uno y se los mostró a Roberto. -¿Puedo? –el asintió. La atmosfera se llenó de otra música, más íntima y personal. Se quedaron en la sala, conversando. A veces, él le decía cosas al oído, en baja voz, cómo quién cuenta un secreto, para luego estallar los dos en carcajadas. En algún momento, Roberto se pasó la mano por el rostro para aclarar sus ideas. -Creo que bebí de más. -¿No bebes? -Muy poco. He tenido mucho trabajo últimamente y poca vida social. -¡Pobrecito! –Decía Camila mientras servía los tragos- Un último trago, para celebrar el momento. -Pero no más… -¡Porque no hay más! Ambos estallaron en carcajadas. Camila guardó silencio, poniéndose de pie. Le quitó a Roberto el vaso de la mano sin pronunciar palabra, tomándosela, haciéndolo levantarse. Roberto la siguió con timidez. -Hace tiempo que no bailo. -Yo tampoco –dijo con voz aniñada- Desde la universidad… así, de esta forma. -¿Desde la universidad? -Hay tantas cosas que dejé desde la universidad –Se recostó en su pecho haciendo la danza más íntima, mientras parecía hablara consigo misma- Tantas cosas en mi vida, sin darme cuenta –abrazó con más fuerza a Roberto- Me siento tan segura. -Camila… -Roberto comenzó a ponerse nervioso- Hay algo… -la mujer silenció sus labios con la punta de sus dedos. -No me digas nada amigo. Porque eres el único y mejor amigo que tengo. No te voy a pedir nada más que tú amistad. -Bien. Porque hay algo… -Sí. Hay algo. Ya lo noté. -¿Sí? -Somos los mejores amigos. Te aseguro que nada va a cambiar eso… Y siempre, siempre, vamos a ser amigos. -Sí. Pero yo… -Ella se colgó de su cuello, apoyando su frente con la de él. -No digas nada –susurró- Te lo suplico. No me quites este momento, esta noche. No sería nada sin esto.

Unió sus labios con los de él, que trató de zafarse débilmente. Luego, le correspondió con dulzura. Pasaron largo rato en el sofá sintiéndose, acariciándose. Ella se puso de pie, extendiéndole las manos, llevándolo hasta la habitación, como si fuera suyo el lugar. Lo desnudó, tendiéndolo en la cama. Se dejó, como si fuera un adolecente. Roberto le hizo el amor concentrándose en cada centímetro de su cuerpo, conociéndola, explorándola, concentrándose en sus respuestas. Camila se sintió amada como nunca, a ojos cerrados, respondiendo a sus caricias. Una forma diferente de amar. El amanecer se coló por la ventana, encontrándolos abrazados, desnudos, como si se conocieran de toda la vida. Camila estaba rendida. Hacía tiempo que no hacía el amor, mucho menos buen sexo. Alejandro no pasaba de las relaciones en que él era el único satisfecho. El olor del café llegó a algún lugar de su mente. Sonrió adormilada. Manos gentiles la arroparon. Se abrazó con fuerza a la almohada, sin ganas de despertar. Los murmullos de una discusión llegaron a sus oídos… Las últimas frases le arrebataron el sueño: -Mi amor, no es lo que tú crees… ¡Por favor no grites, sabes que detesto los escándalos! Baja la voz. -¿Cómo qué no?... ¿Me puedes decir que hacías tú con esa bicha en la cama? ¡Por favor, cómo si yo no lo supiera! ¡Asquerosas! -Mi vida, espérate, ¿cómo te digo?... Es que bebimos mucho. Yo no sabía lo que hacía.

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Camila se sentó de golpe en la cama, incapaz de pronunciar palabra, mientras cubría su desnudez con la almohada, mientras miraba alternativamente a Roberto y al curioso personaje que tenía al frente: Un joven con el cabello teñido de blanco, no muy alto, delgado, vestido con un mono deportivo satinado con corte a la cadera. Todo, desde el reloj hasta los zapatos, en un llamativo azul eléctrico, con una inclinación sexual que no daba lugar a dudas. -¿No lo sabías? ¡Pero para no saberlo parece que te fue muy bien! –Hizo como si tuviese escalofríos- ¡Es que de que me da, me da! -Yo… Yo… El joven la señaló con dedo acusador, moviéndolo frente a ella, mientras le reclamaba, mirándola con los ojos muy abiertos. -No, no, ¡no!... Yo no quiero escuchar a esta niña. Y tú Roberto, no me hables. No me vuelvas a decir –asumió una pose y voz muy masculinas- “Lo siento mi amor, es el trabajo el que me impide verte…


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Pero no te preocupes. Trataré de sacar tiempo de donde no tengo” -Pero vamos a hablar –Las palabras de Roberto fueron ignoradas. -Niña –dijo el joven de cabellos blancos para sí, cómo si no estuviese allí- Contrólate… Ten dignidad… No escandalices… Respira profundo y no esmoñes a esta desgraciada. -¡Un momento! ¡A ella no le digas así!... Es mi amiga y no tienes idea de lo que ha sufrido. -¡Ay pobrecita la niña! ¿Sufriste mucho mi amor?... –Camila no respondía- ¡Porque déjame decirte que yo también sufrí! –su puso las manos en las nalgas- ¡Porque este es de un cargado!... Déjame contarte: Si yo te dijera mijita –Se interrumpió de golpe- ¡Ay, pero que estoy haciendo, hablando con el enemigo! -¿No es mejor que hablemos? –Roberto se enrolló en la sábana, poniéndose de pie. -¿Hablemos? ¿Es que tú no te has visto? –Se enjugó una lágrima en gesto teatral- No me hables, no me llames, ni pienses en mí, ¡ni respires!... Y tú –le habló a Camila- ¡Que te aproveche! –Arrojó sus llaves al piso- Esto ya no lo necesito. Y salió del cuarto hacia la sala en un estilo único e inconfundible, digno de una drag queen. Abrió la puerta y antes de salir les gritó: -¡Son unas perras cochinas!

-Camila, Sonia es mi hermanita. -¿Tú… hermana? -Sí. -¿Y ella sabe que tú…? -Sí. Por eso hace lo que hace. La gente siempre se equivoca –se sentó en una esquina de la cama- Cuando papá se agravó con el cáncer me hizo saber de ella. Suplicó que la cuidara. Su madre tenía como dos años de muerta, no tenía a nadie. Nos hicimos muy unidos. -…Pero tú te acercaste a mí. Si lo hiciste fue por algo. -Vi en ti la vida que vivió mi madre. A Sonia tampoco le gustó tu esposo. Su vida con papá tampoco fue fácil. -Pero yo sentí… que tú y yo… ¡qué vergüenza! –Se cubrió el rostroEn realidad lo creí. Es que tú no pareces… -Soy gay, no parchita –Camila no pudo reprimir una carcajada. -Perdón. Es tan raro escucharte decir algo así. ¿Te escondes por temor? -No es eso. Nunca me ha gustado dar cuenta de mi vida privada. Es un hábito de toda la vida, de cuando papá estaba vivía en la casa. Lo que pasa es que la gente se hace sus propios juicios. -Te creo –se señaló a sí misma- De verdad te creo. -Vamos a vestirnos…-Camila no se movió- Mejor voy a la cocina. Date un baño. El café ya está listo. -Sí… Mejor. -Camila… -¿Somos amigos? -Sí… Somos amigos. Y por favor, consíguele a tu amiga una aspirina. IX

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Camila y Roberto se quedaron allí, viéndolo retirarse, sin atreverse a cruzar miradas. Ambos se llevaron las manos a la cabeza al sentir el golpe de la puerta, quedando desnudos, pero solo por un fugaz momento, pues se cubrieron avergonzados. Camila comenzaba a reaccionar, señalando hacia la salida y a Roberto, mientras trataba de hilvanar una oración. -Yo… yo… -Traté de decírtelo anoche… Qué vergüenza. De verdad lo intenté. -Yo… tú… él… -hizo un cómico gesto de asco- ¡Ay! ¿Qué hice? ¿Qué hiciste? ¡¿Qué hicimos?! -ambos volvieron a agarrarse la cabeza, porque la resaca les estaba comenzando a llegar- ¡Coño! -No grites, por favor. -Yo no entiendo…Apenas ayer, te va llegar con un ramo de rosas, que digo era EL ramo. Yo pensé que… -Era mío, me lo dieron a mí –señaló hacia la puerta por donde se había marchado su pareja- el… -Entiendo. ¿Y Sonia?... Porque Sonia no es idea mía, yo la vi cuando te mudabas. Y luego cuando nos encontramos en el ascensor… Yo lo vi.

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Alejandro regresó muy raro del viaje: Poco comunicativo, ni siquiera agresivo, trataba a Camila como por necesidad forzada. Ni siquiera la molestaba con el “polvito de la mañana”. No se parecía en nada al hombre que la había hecho sentir que era capaz de matarla. No mencionó siquiera las visitas al médico. Algo le había pasado, pero Camila no sabía qué. Durante esos días Camila había reflexionado mucho, sobre todo después de lo sucedido con Roberto y lo que para ella era una experiencia increíble en todo sentido. Ya no se buscaban, pues no tenían idea de cómo seguir adelante. Pero Camila extrañaba al amigo y al hombre. Pero razona que ello no pasaba de ser una ilusión. Pero no se arrepentía de nada. Alejandro estaba satisfecho de cómo marchaban las cosas.


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Camila no sabía de su encuentro con Roberto. Quería desquitarse, pero le sorprendió la eficiencia y la manera de producirle dolor. Pensó que mejor era darle tiempo al tiempo. Le gustaba la Camila tranquila y amable que encontró al regresar de viaje. “La lección había servido de algo “, se dijo a sí mismo. Con su amante –Raquel- las cosas estaban de maravilla. Era una mujer joven, apasionada, osada, que sabía manipular con su voz de niña, combinado con elementos sorpresa, como aparecer vestida con vestimentas insólitas para él: Enfermera, colegiala, policía. Gustaba de atarlo a la cama y tener juegos licenciosos y prohibidos. Sus celos y constantes llamados a que abandonara a sus otros clientes para dedicarse solo a él la hicieron proponerle un negocio: Que le proporcionara el capital para ella montar su propio negocio, con varias amigas que ya tenía conversadas para que le trabajaran. Como incentivo le envió una foto a su celular: Ella forrada en látex negro, tratando de cubrir con su cuerpo a una rubia completamente desnuda, con un mensaje “Cuando todo esté listo, celebraremos” Para Alejandro Camila se había vuelto aburrida, insípida. Una pérdida de tiempo. Divorciarse no estaba entre sus planes. Todo era suyo y no lo iba a compartir. Otro no se iba a gozar lo que con tanto esfuerzo había ganado. Lo único que necesitaba hacer era apretarle las tuercas de vez en cuando a Camila. Demostrarle quién estaba al mando.

-Discúlpeme… Estoy perdiendo facultades. Antes, cuando yo le decía a una mujer que estaba embarazada, nunca me equivocaba –rióMe está pegando la edad. -Sí… Supongo…

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Camila no podía creer lo que veía en aquella pequeña pieza de plástico, no mayor que su palma. Todo lo que hacía era mirarla, sin saber que creer. Su menstruación siempre había sido exacta como reloj suizo… Con tanto problema había olvidado cuidarse. Comenzó con ataques de ansiedad, que achacó a problemas de pareja. Luego, las náuseas, levantarse de noche con apetito, un fuerte deseo de dulces, cosa a la que ella no era muy apegada. Más nerviosa se puso en la mañana en que Doña Marina, mientras le servía el desayuno, la miraba de cuando en cuando. Para su fortuna, Alejandro no estaba en casa. -¿Le pasa algo Camila? -¿A mí?... Nada. ¿Por qué? -La noto rara –bajó la voz, como si pudiesen oírlos- ¿Usted está embarazada? -¿Yo? –Camila trató de parecer natural- No Doña Marina… Más bien estoy en esos días…

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Ahora, a solas en su habitación, su cabeza bullía de preguntas. Si llamaba a Roberto, ¿qué le iba a decir? También estaba Alejandro. Seguro que era capaz de matarla. Para completar, ya no la tocaba, embelesado con su amante, que no se esmeraba en disimular. La idea de sexo fugaz con él para salir del paso cruzó su mente, pero le causó repulsión. Se sentía atrapada. Tomó su celular y marcó un número. -¿Natalia?... Necesito hablar contigo… ¿Estás trabajando? ¿Mañana sí?... Bien. Pero va a ser largo y tendido. No. No es mi esposo. Está de viaje. Chao. Llegó justo a la hora del almuerzo, como se lo pidió Natalia. Camila disfrutó de algo lejano para ella: El calor de hogar, las risas, los regaños no faltos de cariño y afecto. Luego, la madre de Natalia salió con su nieta y las dos mujeres se dispusieron a conversar. -La niña va a pasar unos días con la abuela. Eso me da el tiempo para hacer mis cosas y darle siempre un buen ejemplo a la niña. Ahora, bebamos –sacó dos cervezas de la nevera- Es la hora de las damas. -Amiga –dijo Camila solemne- Bebamos. ¡Tengo un despecho!... Creo. O una decepción, no estoy segura. Tal vez las dos cosas. -Explícate porque no entiendo nada de nada. -Ami… Pasé la noche con Roberto. -¿los dos? –Preguntó incrédula- ¿Los dos, los dos? -Sí. -¡No te lo puedo creer! –Camila asintió- ¿Y cómo fue? -¿La verdad? -¡La verdad! -… ¡Me dejó desecha! –Ambas estallaron en carcajadas- Fue dulce, tierno, apasionado… Hicimos el amor, tuvimos sexo hasta el agotamiento. Nos quedamos dormidos juntitos, abrazados. -Espérate. Entonces, cual es la decepción. No entiendo. -… El… ¡Es gay! -¿Qué? -Natalia no lo podía creer-¡Ah, no. Tú me tienes que explicar!. Porque si no me explicas, yo me muero infartada. ¡Habla por dios!


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Camila le contó la historia de principio a fin, incluida la llegada del “amigo” de Roberto y que tenía más de dos meses que no sabía nada de él. Natalia estaba impresionada. -¡Amiga, me lo dices y no te lo creo! ¡Dios! -Eso… no es lo peor. -… ¿Hay más? -… Estoy embarazada –Natalia ahogó un grito- dos o tres meses, más o menos. -¿Y qué vas a hacer? ¡No lo sé!... Para rematar, hace tiempo que mi esposo no me toca. Estoy que me muero. No sé qué hacer con ninguno de los dos. -¿Y el bebé? -¡Voy a tenerlo!... En eso no tengo dudas. El problema es cómo. Porque, de verdad, acostarme con Alejandro no me provoca. Me causa repulsión. -Amiga, usted está preñada. Cuando me pasó a mí, le agarre un odio indescriptible al papá. Bueno, el no ayudó mucho. -Y Alejandro no es el papá. Ese es el problema. -¿Le vas a decir a Roberto? -¡No lo sé, de verdad!... Dame otra cerveza. -Aquí va. Independientemente de lo que vayas a hacer con él, debes decirle toda la verdad. Roberto se lo merece. -No te entiendo. -Bueno, es gay, está bien, pero eso no lo hace mala persona –la señaló acusadora- Tú sacaste tus propias conclusiones. ¡Hasta yo lo hice!... ¡Dios! Hasta me pudo haber pasado a mí. Sí, a mí, no me mire así… Todavía me gusta. Pero, por lo menos, tú tuviste el valor ¡Brindemos por eso! -No fue valor. Solo vi la oportunidad y no pensé, no quise pensar. A lo mejor fue el deseo, mis problemas, rencor contra Alejandro, no lo sé. -Como yo lo veo, la cosa va así: Piensa antes de responder. ¿Le vas a quitar la amistad a Roberto? -No. Hizo mucho por mí. Sin él, ni tú ni yo seríamos amigas. ¿Sabías que eres la única amiga que tengo? -¿Le vas a decir a Roberto, sí o no? -Si… Pero tengo miedo. -¿Y tú esposo? -Todavía no se me ocurre nada. Por ahora, bebamos amiga. No voy a beber más durante muchos meses. -Ni que fueras alcohólica. Hermana: Bebamos, lloremos y riamos.

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Dejemos correr la tarde. Camila no sabía que pronto iba a encontrar las respuestas que buscaba, pero no en el orden ni en la forma que deseaba. X -¡Párate floja! –Camila sintió el familiar y desagradable manotazo en la cabeza, intensificado por la resaca- ¡Muy bonito! ¿Disfrutaste la rumba? ¿Mucha caña y mucho macho? -¡Vete a la mierda ¡ -murmuró adormilada aún- Déjame dormir, coño. Camila no tenía idea de cómo ni a qué hora había llegado. Solo recordaba la música, el llanto y las risas, además de promesa de que sería la madrina del bebé que venía en camino. Como no reaccionaba, Alejandro se fue al comedor a desayunar. -¿Y la señora Camila? –Preguntó Doña Marina, al tiempo que le pasaba las arepas y el queso- ¿está enferma? -¡Ay Doña Marina! ¡Esa mujer está descarrilada, en juntas, no sé con quién¡… Yo me mato trabajando, todo para tenerla como reina ¿Y qué hace ella? ¡Me gasta los reales no sé con quién! -Me va a disculpar señor Alejandro, ¡Pero cuando en mis tiempos!... Cuando mi difunto marido, dios lo tenga en la gloria, salía, yo lo esperaba. No iba a ningún lado sino era con él. -Lamentablemente, esos eran otros tiempos Doña Marina. -¿Y usted que va a hacer? Y perdone la pregunta. -No se preocupe… Camila no es una mala mujer, solo está confundida por malas juntas. Lo único que tengo que hacer es hablar con ella… Tres palabritas y usted verá cómo agarra el carril. -¡Que así sea hijo! -¡Amén! Camila se levantó de mal humor, debido al mal trato de Alejandro. No se sentía con el miedo de otras ocasiones. Estaba al borde. Se dio una ducha y se arregló para salir, buscando el bolso que escondía en el fondo del closet. Lo encontró en la sala, leyendo la prensa. Se sorprendió de verlo, pues creyó que ya se había ido a trabajar. La miró de pies a cabeza, tirando el periódico a un lado. -Vámonos. -¿A dónde?


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-En el camino te digo… La camioneta de Alejandro se desplazaba rápidamente por una de las avenidas de la urbanización. No había cruzado palabra con Camila desde que salieron del edificio. Eso la estaba poniendo nerviosa. -¿A dónde vamos? -Al médico –masculló entre dientes, mientras apretaba el volante con fuerza- Vamos al médico. -¿Y qué vamos a hacer? -El doctor es amigo mío –Alejandro frenó la camioneta de golpe, quedando atravesado en la avenida- Quiero que te revise para que me diga desde cuando no te cojen, porque si amaneciste borracha, que otras vainas no habrás hecho mientras yo no estaba. -Estaba en casa de una amiga y me tomé unas cervezas. -Pues esa “amiga” tuya o es tu cabrona o se acuesta contigo. Camila se le quedó mirando, sin saber que decir. Titubeó antes de hablar, pues algo comenzaba a hervirle por dentro y no sabía qué hacer ante tanta ofensa. -¿Cómo te atreves? … Yo no soy cómo las mujercitas esas con que tú sales. La tal Raquel, es tú cabrona, tira contigo, se acuesta con tus mujeres, les sirves de colchón o las tres cosas. La reacción de Alejandro fue brutal: Comenzó a darle manotazos por la cabeza, mientras le sujetaba por el cabello y restregaba el rostro contra el asiento del vehículo, haciéndola gemir. -Escúchame, mujercita… Yo me atrevo a lo que me da la gana, porque tú no eres nadie para decirme lo que tengo que hacer. Si no te gusta, agarra tus vainas y te largas de mi casa. Se me olvidaba: Tú no tienes casa, ni ropa ni nada, porque el de los reales soy yo. Así, que te la calas o te la calas. Desesperada, Camila tanteó el piso de la camioneta, buscando el bolso, hasta que lo encontró. El primer golpe lo recibió Alejandro en el rostro, aturdiéndolo y soltándola, los fuertes golpes en la cabeza lo obligaron a cubrirse y tirar manotazos a la nada, mientras gritaba. -¿Pero bueno, que coño te pasa? Camila logró sacar las llaves del encendido de la camioneta. Alejandro le dio un empujón que la hizo tropezar con la puerta y las llaves cayeron debajo del asiento. Se bajó de la camioneta como

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pudo. Forcejeó con Alejandro para cerrar la puerta, pero no lo lograba. Notó la barra del gato debajo del asiento. Alejandro estaba como nunca. -¡Te voy a matar puta! La ofensa le hizo perder el miedo y la cordura. Todo se oscureció a su alrededor. No escuchaba el ruido de los autos, ni las bocinas o los gritos de los mirones. Empuño la barra con ambas manos, con la llocura pintada en sus ojos. -¿Puta? ¿Me dijiste puta?... Vas a ver. Alejandro tuvo que echarse para atrás para evitar el golpe, mientras jadeaba asustado. Camila comenzó con el parabrisas. Un aterrorizado Alejandro se acurrucó en el fondo de la camioneta, sintiendo la lluvia de vidrios sobre él, mientras el ruido de los golpes no cesaba. Por fin hubo silencio. Lentamente, asomó la cabeza. Vio a Camila frente al vehículo, dejando caer agotada la barra del gato, para agarrar nuevamente el bolso que estaba tirado en la calle. Alejandro tuvo que forzar la puerta para bajarse de la camioneta. Camila, sin perder la calma, hurgó dentro del bolso, sacando una pistola nueve milímetros. Colocó una bala en recámara como si la usara de toda la vida, apuntándole, pero sin poner el dedo en el gatillo. La práctica en el polígono con Natalia había dado frutos. Avanzó hacia Alejandro, que, sin pensárselo dos veces, regresó a la relativa seguridad de la camioneta, cerrando la puerta. Camina metió el brazo por la ventanilla, agarrándolo por los cabellos, apoyando el cañón de la pistola contra la sien con todas sus fuerzas, retorciéndolo, haciéndolo quejarse. -¿Duele? ¡No más que todos tus años de ofensas y abusos!... Años llorando, rogando un cambio. ¡Años para darme cuenta de que yo no había fallado, que tú, desgraciado, siempre fuiste así! –le golpeó la cabeza contra el marco de la puerta- ¿Tienes miedo?... ¡Yo lo tuve todas las noches que llegabas borracho, tratándome con un objeto, como un peor es nada, pero no más. No más. Dio unos pasos atrás y apuntó cuidadosamente. Alejandro gritaba, lloroso y babeando, suplicante. -¡No dispares amorcito, yo te quiero!... ¡Es verdad que me puse un poquito bruto, pero te juro que no lo vuelvo a hacer! Se cubrió el rostro al oír los disparos. Al ver que no caía muerto, comenzó a revisarse, desesperado. Camila, sonriente y sa-


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tisfecha, guardaba el arma. Alejandro bajó de la camioneta con paso tembloroso. Miró los alrededores. Ni un alma. De las pocas personas que caminaban por la urbanización a esa hora, no quedaba nadie, después de los disparos. Miró la camioneta. Los ojos volvieron a llenárseles de lágrimas: Vidrios rotos, agujeros de bala en la carrocería y neumáticos, la pintura rallada y la carrocería abollada. Pasó una mano temblorosa por el capó y por un espejo retrovisor, que se hizo añicos al caer al suelo. Alejandro lo recogió y lo anidó en su pecho, como un animalito querido que muere. Musitó triste, mientras veía a Camila largarse en un taxi: -¡Desgraciada¡… Mi pobre camioneta…

de metal con asas para esposar a los interrogados agresivos o violentos. La lámpara de luz, algo pequeña, aumentaba la sensación de opresión. Un enorme espejo rompía con la monotonía de la habitación. Un espejo de dos caras, que permitía mirar con la seguridad de no ser visto. Allí esperaba Alejandro, un poco nervioso, mientras se bebía un café. -Espere aquí, por favor. Pasaron unos cuarenta minutos. Alejandro no dejaba de mirar el retrovisor de su camioneta, puesta sobre el mesón. No vio a Roberto hasta que lo tuvo sentado al frente. Quedó sin habla. Deliberada y lentamente desenfundó su pistola, descargándola. Alejandro no le quitaba la vista de encima. Desde su incidente con Camila, no se había dado cuenta del terror que le producían las armas de fuego. -Quería usted algo, ¿una denuncia quizá? -Yo… yo… -abrazó nuevamente el retrovisor contra su pecho, conteniendo las ganas de llorar- Ella destrozó mi camioneta… Mi pobre camioneta. -¿Volvió a golpearla? -¿Qué? -Que si la golpeaste. -Bueno… A veces uno hace las cosas sin pensar. -No. Yo sí pienso lo que hago. Puedo dejarte aquí, conseguir a tu esposa, hacer que te denuncie por maltrato, con un informe médico –hizo una pausa para ver el efecto de sus palabras- Cuando estés preso, hacer correr la voz de que eres un violador… Ahí si vas a saber lo que es una mujer maltratada. Eso es lo que vas a ser, la mujercita de turno… Pero no te preocupes, vas a alcanzar para todos. -Nn… no te atreverías. ¡Yo también tengo derechos! -¿Crees que no me atrevería? Las alimañas como tú no tienen derechos. Natalia se presentó en la habitación. A pesar de su situación, Alejandro no perdió la oportunidad de calibrar a la mujer. Ella lo miró con desagrado. -Detective, aquí este ciudadano va a formular la denuncia del robo de su camioneta en manos de sujetos desconocidos cuando transitaba por la ciudad. Luego que haga la denuncia, acompáñelo hasta la salida -¡Pero es que mi…! –Roberto tomó su pistola del mesón, le introdujo el cargador y puso un proyectil en la recámara- Está bien…

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XI El movimiento en la central de policía federal era el de rutina: Gente en espera, detenidos protestando, otros llorando, familiares impotentes ante una situación del padre, del hijo, del hermano. Abogados en su trajinar entre clientes, detenidos y policías, los conocedores de los vericuetos de la justicia (las conexiones, las amistades o aquellos con poder interno), tratando de resolver allí mismo el caso. Los denunciantes trataban de tener paciencia. Este fue el sitio donde se presentó un sucio, desaliñado, desesperado y aún lloroso Alejandro, abrazado todavía al espejo retrovisor de su camioneta. Le intimidaba aquel lugar. Sus reservas con los organismos de seguridad eran las mismas de sus días de universidad. Por casualidad, Roberto pasó frente a la recepción casualmente justo en el momento que este llegaba. Sin titubear le hizo señas a uno de sus compañeros, quién respondió respetuoso y cordial. -Dígame jefe. -Ramírez, ese hombre, el del retrovisor en la mano. Llévalo a interrogatorios y me lo pones a esperar. Atiéndemelo bien. -¿Lo dejo detenido? -No. Solo ponlo a esperar. Yo me encargo. -Delo por hecho jefe. Más que oficina, era un cubículo: paredes grises, un mesón

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Ya fuera de la sede policial, Alejandro divagaba, hablando para sí, sin tomar ninguna decisión, luego de la sorpresa de encontrarse con Roberto, yendo de aquí para allá, sin terminar de salir del estacionamiento de la institución, murmurando para sí. -¡Que vaina!... Venir a encontrarme al carajo ese como policía. ¡Segurito que le está calentando la oreja a la Camila, por eso es que está tan alzada! … ¡Qué coño! –Dijo resignado- Me conformaré con Raquel. Allá no la pasó mal. ¡Pero a esa pendeja no le doy el divorcio! ¿Quiere ser libre? ¡Que se vaya sin nada!... Hacerme esto a mí, un hombre arrecho, un varón… Pero va a ver, la voy a ver rogando. -Señor disculpe, ¿usted trabaja aquí? Alejandro miró de arriba abajo al joven de voz amanerada, vestido con jeans a la cadera, franela blanca muy ajustada y zapatos deportivos del mismo color. Se veía indeciso, pasándose una mano nerviosa por el muslo. -¿Tengo cara de trabajar aquí? -Bueno, no sé. Quería ver a alguien, usted me entiende. -No. Entiendo y no quiero entender. -¡Ay, pero no seas así, no te amargues que eso hace daño! –ya a Alejandro le parecía divertida la conversación- Mira que eso trae mal karma. -Eso no es mi problema. -¡Brutote! ¡Eso me encanta! ¡Mejor me voy! Y se alejó, meneando las caderas. Alejandro movía la cabeza, entre incrédulo y divertido, sin saber que pensar o decir. -¡Ah bichos pá raros¡ Nunca había cruzado palabra con ninguno. Solo de lejitos… Hay que ver que este mundo se echó a perder. XII Sentada en su cama, Camila miraba las maletas ya listas, reflexiva, en silencio, con la actitud de las decisiones definitivas. -A estos se resumen las cosas –murmuró- Mi vida… Cinco años. No es mi vida. Esta casa, esta vida, todo se resume a las cosas de él, como yo, un coroto más de esta casa. Dejé de tener vida propia hace mucho. Creí estar enamorada… o él mató ese sentimiento y ni siquiera me percaté… No era mi vida. Todo mi mundo giraba alrededor de él. Sonó el celular. Sintió temor por un momento, pero se cal-

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mó al ver el número de Roberto. Realmente necesitaba escucharlo. -¡Menos mal que llamaste Roberto! Necesito hablar contigo. Tuve un tremendo problema con Alejandro. No sé qué me pasó. Perdí el control, me volví loca. -Lo sé. Estuvo aquí. -¿Aquí donde? -En mi trabajo. Vino a denunciarte. -¡A denunciarme! ¡Pero si yo soy la agredida! ¿De qué te ríes? Al rato ambos no podían controlar las carcajadas, mientras Roberto le contaba los pormenores de la visita de Alejandro a la comisaría. -… y entonces el pobre hombre abrazaba el retrovisor de la camioneta, mientras decía, todo llorón “mi camioneta, mi camioneta”… al pobre se le partía el alma. -Hablando en serio Roberto… Necesitamos hablar. -Cierto. Tenemos que hablar. -Para mí es muy importante –Camila se puso la mano en el vientre, de manera inconsciente- Hay que conversar. -¿Y tú esposo? -No ha llegado… Aquí le tengo las maletas. Es raro que no esté aquí. -Voy para allá. -No te preocupes. Ya no tengo miedo… Ya no. -Lo que me preocupa es que él no lo sabe. Nos vemos. Camila colgó, suspirando. A pesar de que conocía la realidad entre los dos, guardaba una especie de ilusión con Roberto. Al terminar la llamada, Roberto No sabía por qué, pero estaba un poco nervioso. Sacó la pistola de la gaveta del escritorio, guardándola en su funda. En ese momento Natalia entraba en su oficina con un rimero de carpetas. Le extraño la actitud azorada de su superior. -Jefe, aquí están los expedientes que me solicitó. -Déjalos allí… Voy a avisarle al comandante que voy saliendo. Dejo al segundo encargado. -¡Caramba jefe! ¿Pasa algo raro? Usted nunca pide permiso. -No es por mí… Es por Camila. Hablé con ella hace un momento por teléfono. Luego te explico. Natalia quedó allí, sola, ordenando todo, viéndolo marchar. Negó con la cabeza, reflexiva. -Camila… tú como que te equivocaste… Y sí no lo hiciste, ¡yo tam-


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Cuando Roberto llegó al edificio, se encontró con la persona que menos esperaba en ese momento: Su ex. Se le quedó mirando, sin saber que decir. -Te estaba esperando. -Ricardo, yo… -No. No menciones mi nombre. Y tampoco me digas Juliana. Sigo molesta contigo, perra. -No te pongas ordinario. Sabes que no me gusta. -Esa es la pregunta chico. ¿Qué te gusta a ti? Porque contigo o sin ti, todo es igual en mi vida. Tú solo estás. ¿Qué sientes? -Yo… no lo sé. Mira, el problema no eres tú. -¡No me vengas con eso que odio los lugares comunes! –Manoteó molesto, como si fuera un ave o una mariposa- ¡Ay dios! ¡Así es la vida!... Una se esfuerza, los cuida, les tiene detalles, se preocupa de que no les falte nada, se sacrifica un montón por ustedes, ¿y cómo le pagan a una? ¡Le montan cachos! –Suspiró teatralmente- ¿Qué hice para merecer esto? ¿En qué te fallé? ¿Qué no te di? -Esto no me había pasado nunca. -¡Y conmigo no te va a volver a pasar! A mí me fallan una sola vez… Soy fiel, hacendosa, no soy una cuaima. ¡Pero cachos no!... Soy una chica seria. Hice mi mejor esfuerzo. Pero tú, solo estabas, por lo que veo. -No sé qué decirte. -Te dejo. Voy a sufrir, pero solo un ratico –Se secó una lágrima- ¿Sabes que es lo que me da más rabia? Que no me puedo poner brava contigo, no tengo carácter… ¿Qué tiene ella que no tenga yo? ¿Qué te pasó, cuando te dio esa debilidad? -Cuando me vine a dar cuenta, ya había pasado. Quizá fueron los tragos… ¿Podemos ser por lo menos, amigos? –Ricardo hizo unos pucheros, mientras pensaba, antes de contestar- ¿qué me dices? -¡Esta bien! Anda, dame un abrazo niño. ¡Y defínete! Se dieron un abrazo entre risas. En ese preciso momento, llegaba Alejandro en taxi. Asombrado, no podía dar crédito a sus ojos. Murmuró para sí: -¡Ah caramba! La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, como la canción –Sonrió- Así que precisamente a él era al que estaban buscando… Y yo, creyendo que se acostaba con mi mujer. So lo que son es par de… mariposones.

Se quedó allí, en la entrada del edificio, sin dejarse notar, esperando su oportunidad. Ricardo salió del edificio sin verlo. No pudo evitar el impulso de gritarle: -¡Adiós niña! ¡Cuidado y se te caen las plumas! Acostumbrado a la burla y al menosprecio, Ricardo se detuvo y dando media vuelta, le replicó mordaz: -¡Disculpa que no te vi cariño! ¿Se te está saliendo? – Alejandro perdió la sonrisa- ¡Chaito! Entro al edificio a paso rápido, molesto. Roberto lo interceptó. Su mirada era fría, sin matices. La de Alejandro era burlona, irrespetuosa. -¿Qué, no me vas a dejar pasar? -Espérate un momento. Ya vienen por ti. -¿Cómo es que vienen por mí? Yo voy a mí apartamento, para pedirle explicaciones a mí mujer, porque mi problema es con ella. Un… tipo como tú no me va a impedir que hable con ella. -Mejor espera aquí. Si subes y te pones bruto, a lo mejor tengo que recogerte con el carro de la morgue. Está armada y obstinada. -No te metas en esto, raro. Esa mujer va a terminar haciendo lo que yo le diga… Un par de gritos y ya verás. Esa pendeja no tiene nada, porque todo eso es mío. -Estás bien desubicado. Pero ya lo verás. En ese momento apareció Camila, con un par de maletas grandes, que dejó caer a los pies de Alejandro, que la miró sorprendido por su actitud resuelta y de desafío. Nunca la había visto así. -Aquí tienes. Un adelanto de tu parte. Cuando dividamos todo, veremos. -¿Dividamos? ¿Cómo que dividamos? ¡Tú no tienes nada! ¿Oíste? ¡Nada!... ¡Todo lo compré con mis reales! -No grites y deja la histeria. -¡A mí no me toques, maricón! –Le dio un empujón- No me toques –Sonrió burlón- Vamos a ver si eres tan serio cuando todo el mundo sepa lo que eres, cuando tengas que salir del closet. Aprovechando la discusión, Alejandro golpeó a Roberto en el estómago y el rostro, pero este reaccionó de inmediato, inmovilizándolo con una llave en el brazo, obligándolo a ponerse de rodillas. -¿Quieres decirlo? A mí no me importa. Pero todo el mundo va a saber que un tipo como yo te dio una paliza. Camila se va a divorciar. Tiene los abogados necesarios y va a reclamar lo que es suyo. Y si tengo que poner una patrulla para ponerte a raya aquí, lo voy

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a hacer –Camila intervino, dejándose llevar por la rabia le soltó en un impulso. -Si hablas mal de Roberto vas a quedar muy mal parado… A diferencia tuya, yo tengo pruebas y no me va a dar pena usarlas. -¿Qué carajo vas a inventar? -No hay invento. Todo el mundo va a saber que estoy embarazada y que voy a tener un hijo de él. -¡Qué! –Exclamaron ambos hombres al unísono. -Si Roberto. Y perdóname por decírtelo de esta manera. -¡Desgraciada! ¡Me engañaste! Me dijiste que no podías tener hijos y vienes a salir embarazada del pato este. ¡Perra! -Dile así, pero nos acostamos. Y te aseguro que es más hombre que tú -¡Qué bolas, después de todo lo que hice por ti! -¿Lo que hiciste por mí? –Preguntó indignada-¡Si no te hubiera apoyado en la universidad, ni siquiera te hubieras graduado! ¿Y qué me has dado, además de golpes y humillaciones? ¡Nada!... No soy más que un adorno, algo decorativo en apartamento. Para ti es mejor lo que consigues en la calle. -¡Yo soy un hombre chica! No tengo que darte explicaciones de lo que hago en la calle. A ti lo único que te tenía que interesar era que no te faltara nada. Y lo tenías todo. -No tenía un esposo, un amigo, un compañero. ¡Dios sabe cuántas veces traté de decírtelo!… Pero estaba asustada, tenía miedo. Pero ya no. Si vuelves a tocarme otra vez, juro por este bebé que tengo en las entrañas que te mato. ¿Oíste? ¡Te mato!... Mejor no lo olvides. -Claro que no lo voy a olvidar. Cuando les diga a mis abogados que eres adúltera, no te va a tocar nada. Y todo el mundo lo va a saber. -Adulterio es causal de divorcio, no de pérdida de derechos. Y tú también cometiste adulterio. Hace rato. Y no te vas a salvar de la ley por ser hombre. -Dile a todo el mundo Alejandro. ¿Tú crees que me avergüenzo? Es muy poco para lo que tú me has hecho ¿Qué me voy a rayar, a desprestigiar? ¡Hazlo público!... Es más, te voy a ayudar –puso las manos en forma de bocina- ¡Yo, Camila Segovia, estoy feliz! ¡Feliz de montarte cachos! ¡Soy demasiado feliz! ¡Y me voy a quitar el “de”! -¡Cállate desvergonzada! ¿No tienes moral?... ¡A mí nadie me deja mal parado chica! Yo voy a… Los dos me las van a pagar –Señaló a Roberto- Y tú, cuídate ¿Oíste? ¡Cuídate! Lo vieron salir del estacionamiento, en busca de un taxi,

arrastrando sus maletas. Ambos guardaron un incómodo silencio hasta que Camila tomó la iniciativa. -¿Me invitas a un café?

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Roberto le extendió la taza de café con leche a Camila, que la recibió musitando un “gracias”, sin atreverse a mirarlo. Ambos guardaron un silencio incómodo. -No sé qué decir… -Comienza a decirme otra vez que estás embarazada. ¿Es cierto? -Si… Aunque te parezca mentira, eres el padre. -No creo que me estés mintiendo ni dudo de ti. Es solo que yo… Papá, bueno, ¿qué te puedo decir? -Nada. Yo voy a ser madre. Y hasta allí. No tienes ninguna obligación. Fue algo que pasó y punto. No se discute más. -¿No crees que estás siendo muy dura? -Es la verdad. Aunque suene duro, es algo que pasó por circunstancias. Yo fui la que buscó lo que pasó. -No será que te avergüences de porque el padre de tu hijo es, bueno, tu sabes… ¿Qué te hace gracia? -No me burlo de ti. ¿Sabes lo raro que se siente eso? –él sonrió. -Cierto… ¿Qué vas a hacer con Alejandro? -¿De qué? -Te amenazó. Te puede hacer algo. El embarazo no es algo que te vaya a perdonar. -… Si Alejandro no existiera en este momento, todo sería más fácil. -Sí… Estoy de acuerdo contigo. -Roberto… ¿Qué vamos a hacer? -Primero, voy a llamar a un gran amigo. Es un abogado. De confianza. Se encargará de todo de lo del divorcio. ¿Qué te pasa? -Jamás pensé que me vería hablando de mí divorcio. -Nadie se casa para divorciarse. Bueno, se han visto casos. Alejandro Segovia miraba el cielo oscuro y sin estrellas, frio, profundo, sintiendo que lo aplastaba. Caminaba con cierta torpeza, murmurando para sí. -¡Pasarme esta vaina a mí!... Claro, como la mujercita esa está embobada con el maricón ese… ¡Pato! –Masculló con desprecio- Tremenda vaina me echaron. Ahora, para completar, tengo que darle la mitad de todo lo que me gané jodiéndome, partiéndome el alma, tratándola como a una reina… ¿Y para qué? ¡Para un coño! ¡Para


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que me trate peor que a un perro!... Pero esto no se va a quedar así. Ahora, para rematar, la Raquel se me puso gremial… ¡Pendeja! -Se mofó- “Si te separaste de tú mujer, no te puedes venir a vivir conmigo. Mi casa es mi negocio”… ¡No joda! Ahora me sale con que negocios son negocios y una relación es una relación.

-Jefe, es de homicidios. Hallaron el cadáver de un hombre en un contenedor de basura de un edificio. -¿Y qué tiene que ver con nosotros? - Bueno, nada. Pero es en el edificio donde usted vive. Querían que lo supieran.

Mal humorado, entró a un local para seguir desahogándose bebiendo para calmar su amargura, sin darse cuenta que era un local de los llamados “de ambiente”. Las cosas iban a tomar más de un giro inesperado.

Camila abrió su puerta con cuidado. Dos hombres de saco y corbata le dieron los buenos días identificándose, disipando sus temores. Pensó que venían de parte de Roberto. -Buenos días. ¿El señor Alejandro Segovia vive aquí? -Vivía… Se fue hace unos días con otra mujer. -Señora, lamento informarle que su esposo está muerto. Tuvieron que sostenerla y ayudarla a sentarse, pues le fallaban las piernas. Estaba en shock. Le parecía que estaba viendo todo como una simple espectadora. Al recuperarse, musitó apenas: -¿Y… cómo murió? -Estamos investigando. Realmente lo identificamos por sus documentos, pues, aparentemente no le faltaba nada, por lo que se descarta el robo. Hay algunos golpes, nada concluyente. De todas formas, el forense está por llegar. -No entiendo. ¿Por llegar? ¿Aquí? -¿No le dije? El conserje lo encontró en el contenedor de basura del edificio, en el estacionamiento. -¿Pero cómo? Si desde que se fue no ha pasado por aquí… ¡Quiero verlo! -Señora, no se lo recomiendo en este momento. Como decirle… Es mejor esperar que el forense levante el cuerpo para que usted lo vea. -¿Y qué pasó? ¿Lo aplastó un camión, le dispararon, le dieron con un bate, un hacha, lo envenenaron? ¿Y por qué ustedes tienen esas caras? ¿Qué es lo gracioso? -Bueno, espere al forense. La situación es un poco… extraña. -¿Ustedes saben cómo es la cosa? Quiero ver a mi esposo ya, ¡ahora! El cuerpo seguía dentro del contenedor, entre restos de comida y bolsas de basura. El conserje, piadosamente cubrió el cuerpo con una sábana, para salvar la poca dignidad que le quedaba al occiso. Poca porque ya los vecinos, los curiosos, incluso algunos funcionarios, todos comentaban lo visto. Y acorde a los nuevos tiempos, las imágenes ya circulaban por internet. La camioneta del forense hacía su llegada en ese momento.

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XIII El viejo Rafael mascullaba malhumorado mientras se dedicaba a recoger la basura regada por todos los alrededores del contenedor ubicado detrás del estacionamiento. Algún gracioso había arrojado la basura de mala manera dentro del contenedor, dejando la gran parte tirada en el piso. -¡Otra vez la misma vaina!... Y a mí que nadie me venga a decir que es la gente de la calle, porque ya hablé con el portero. Que si el perro de la del cinco, los muchachos que tiran basura… ociosos para darme trabajo –recogió unos restos de pañales del piso- Comerán comida fina y compotas importadas, quesos finos y jamón serrano, pero lo que botan es… Enmudeció, dejando caer de nuevo al piso la basura. Entre las bolsas negras y restos de desperdicios estaba el cadáver de un hombre. De inmediato corrió a avisarle al portero, un policía jubilado, que sabría qué hacer. Porque en su vida, jamás había visto uno. Roberto Suberos revisaba unos documentos en su oficina, luego de un allanamiento, mientras saboreaba una taza de café, al tiempo que daba algunas instrucciones por teléfono. Natalia apareció por la oficina. -¡Buenos días comisario! ¿Se le pegaron las sábanas? -Estaba en la casa de mamá. Tú sabes cómo es ella. -¿Todavía cree que estás chiquito? -Toda la vida… -Ambos se echaron a reír. Volvió a sonar el teléfono y Natalia contestó -División contra el crimen organizado. Buenos días. El comisario está ocupado –escuchó atenta la información- Sí. Yo le diré. Gracias.

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El médico forense actuaba con la indiferencia del hombre que lo ha visto todo, a los más horrorosos choques con la muerte, con accidentes de tránsito, envenenamientos, ahorcados y pare de contar. Sentía que le estaban ocultando algo. Levantó la sábana para revisar. Se detuvo por un momento y revisó de nuevo. -¡Coño! ¿Y qué vaina es esta? –Revisó entusiasmado- Y yo que creí que había visto todo… Jamás había visto a nadie muerto ahogado de esta manera… Si uno lo piensa bien, es hasta gracioso. Bien gracioso –miró a la mujer que lo observaba desconcertada- Usted es… -La esposa del fallecido… Y no veo ninguna gracia en su muerte, así que más respeto, por favor. -Disculpe. -¿Cómo murió? -Bueno –el hombre hizo una pausa para recuperar su aire profesional- Tiene un par de golpes en el rostro y otro en la parte posterior del cráneo, pero ninguno es mortal, solo lo desmayó. Parece que cayó de un lugar alto, pero no mucho, tal vez de allí –señaló al segundo piso- ¿Ustedes donde viven? -En el piso cinco. ¿Y qué hacía allí?... ¿Cómo murió? -Aparentemente, ahogado señora. -¿Ahogado? Yo quiero verlo. -Señora, su esposo está, cómo decirle… en una posición comprometedora. -¡Le exijo verlo ya! Le permitieron el paso hasta el contenedor, del que habían alejado a todos los curiosos. Se subió a un cajón de madera para observar mejor. Levantó la sábana y miró por unos momentos que le parecieron eternos. La dejó caer y vio a su alrededor. Miradas frías, apenadas algunas, indiferentes otras, risas contenidas. No sabía ni que decir o pensar. -Así estaba –dijo el forense. -¿Así estaba? -Sí. -¿Y qué estaba haciendo? -Señora… La imaginación no tiene límites. Lo único que puedo decirle es que la causa probable de la muerte de su esposo, es sofocación por ingestión de materia orgánica de desecho. Ahora, levantaré el cadáver y le diré que hacer para reclamar el cuerpo.

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XIV Luego del cementerio, Camila estaba física y mentalmente agotada. Alejandro no tenía familia, por lo que todo quedó en sus manos. Roberto no pudo ayudarla mucho, sino por medio de Natalia, permaneciendo de perfil bajo. Pocas personas asistieron al sepelio. Socialmente la vida o más bien la muerte de Alejandro le dio un giro a la situación. A Camila le sorprendieron las palabras de Doña Mariana, siempre tan poco solidaria con ella: -¡Ay hija!... Ya me imagino por las que pasaste. ¡Tan serio y tan formal que se veía!... Y ya ves, ¡quién sabe en qué andaba, que terminó así! Camila observaba a Alejandro en el ataúd, de saco y corbata, muy diferente de cómo lucia en el contenedor de basura. Para ella era el momento de pasar la página, a pesar de las dudas que rondaban su mente. Dos meses después de la muerte de Alejandro Camila comenzó a retomar las riendas de su vida de manera gradual, casi por inercia. A pesar de que comenzaba a notársele la gravidez, estaba cada vez más ocupada. Se encargó de la que era ahora su empresa, asociándose con Graciela, su antigua amiga de universidad. Entendía que si quería salir adelante, no podría sola. La situación económica para ella. Luego de mucho tiempo y por primera vez comía en un lugar público con Roberto. -… Por lo que me has contado, tu vida dio un giro completo. -Bueno, ahora soy “una empresaria”, una mujer muy ocupada. Ahora todo es tan diferente. -Cierto. La muerte de Alejandro cambió todo. Muy extraña su muerte –la miró fijamente- Muy rara. -Bastante rara. En verdad. -Hablé con el forense. El informe demuestra que estaba bajo un fuerte grado de excitación y con una gran cantidad de alcohol en la sangre. -Excitado y borracho… Eso lo describe bien. -La muerte no fue por el golpe. -Lo supe. Hablé con el forense cuando lo encontraron. Nunca olvidaré cuando levanté la sábana. No voy a fingir. No me da tristeza lo


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que pasó, pero no me alegro… Pero me parece que lo del pañal fue un toque macabro. ¿No crees que fue como mucho? -Me lo parece. ¿Hay algo que quieras decirme? -Bueno, yo sé de qué hablamos de que todo sería mejor si Alejandro no existiera… -Sí, pero yo no pensé que te atrevieras. -¿Atreverme?... Me estás insinuando que yo…? ¡Pero cómo!. Si yo creía que tú… -¿Qué yo lo hice? –Ironizó- ¡Si claro, como Roberto es el “raro”, lo calentó, le bajó los pantalones, lo tiré al contenedor del edificio donde yo vivo! Y para rematar, le cubro la cara con un pañal lleno de mierda hasta que se muera ahogado. A ver, ¿y por qué no tú? -¿Se te olvida que le dije que estoy embarazada y de que tú eres el padre? Si lo hubiese convencido de estar conmigo, el solo hubiese aceptado si yo me dejaba golpear… Le gustaba maltratarme durante el sexo… Y creo que si haces memoria, en esos días no tenía golpes. Era su forma de proclamar que yo le pertenecía. Sus marcas de guerra… Te juro que de verdad yo no lo hice. Yo pensé que tú, bueno, tú entiendes. -Pues no –dijo más calmado- Aunque ganas no me faltaron. -¿Entonces quién fue? ¿Hay una investigación? -Sí. -¿No sería su amante? Se llama Raquel. Por lo menos eso decían los mensajes de texto del celular. -Ya están averiguando. Si se sabe algo, lo sabrás. La respuesta llegó días después, de la persona menos esperada. Roberto estaba en su hogar, disfrutando de un rato de descanso cuando oyó sonar el timbre. Creyó por un momento que se trataba de Camila. Fue una verdadera sorpresa encontrarse con su ex, del que no sabía nada en todo ese tiempo. -¡Hola! -… ¿Puedo Pasar? - Sí, claro. Disculpa. -¿No estás solo? Si estás acompañado, me lo dices. -No, no. Estoy solo. Dime que sucede. ¿Te pasa algo? -Bueno… la verdad es que yo… -En ese momento estalló- ¡YO LO MATE, YO LO HICE! ¡FUI YO! –Ricardo trataba de contener el llanto- Fue sin querer… -¿De qué carajo estás hablando? ¡Cálmate y explícate ya! -Bueno –suspiró varías veces para controlarse- Déjame agarrar aire y te cuento…

Cuando Alejandro entró en el local nocturno ya bastante bebido, ni siquiera notó el lugar. Solo pidió un whisky doble con hielo. A su lado, dos hombres conversaban en una actitud muy íntima. -¡Ay papá!... Ese arroz ya se quemó. Una mano gigantesca se posó en su espalda, obligándolo a voltearse. El hombre media por lo menos un metro ochenta. Vestía todo de negro y la ropa apenas podía con su corpulencia. Alejandro trató de fingir coraje -¿Tú cómo que te estás burlando de mis amigos? ¿Te molestan los gay? -¿Qué te importa? -¿Se puede saber qué haces con mi hombre, bicha? -¡Ay nada, chica, disculpa¡ Es que creí que estaba hablando mal de mis amigas. -¡Ay, como se te ocurre¡ -Alejandro fue rescatado, llevado por un brazo- ¿No ves que viene por mí? –Se lo llevó a un rincón, regañándolo en baja voz- ¿Se puede saber qué haces tú aquí, mi amor?... Estás buscando que la perra esa te mate de un bofetón. -¿Y qué sitio es este? -Uno como cualquier otro, pero con más estilo.

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La conversación se inició con ciertas reservas por parte de Alejandro, que cobró más confianza luego de unos tragos más. Estaba más accesible y conversador. -Sinceramente, yo no pensé que ustedes fueran así… Tú inventas cada vaina. -¡Y no has oído nada! –Dijo con picardía, sirviendo otro trago- ¡Salud! Brindemos por… -Por los amores no correspondidos. Mira, no soy estúpido. Yo sé quién eres tú. La mujer mía se fue con el marío tuyo… Ahora ella me quiere quitar todo lo que es mío. -¡No te des mala vida!... Con quién vivir o pasar el futuro, eso sobra. Luego de una larga conversación, impulsado por la bebida, Alejandro tuvo una idea, que decidió llevar a cabo. -¡Vamos a ver a esos dos, a ver si nos dan la cara! -¿Tú crees?... uhmm...No sé. -Anda, vamos… Pero yo no tengo carro. -Yo tengo… ¡Pero te portas bien! Si te vas a portar mal –le advirtióque sea conmigo


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-¡No jodas! –Alejandro soltó la carcajada- Hay que ver que tú si tienes vainas. En el Camino, Alejandro comenzó a hacer pucheros al recordar a su camioneta y que ya no tenía cómo trasladarse, secándose las lágrimas. -La muy desgraciada destruyó mi camioneta… Mi pobre camioneta.

-¡Te odio, perra desgraciada! -¡Alejandro, me haces daño! Solo tenía ojos para Camila, para su largo cabello negro, su piel, su voz. No quería que ella hablara. No deseaba escucharla. -¡Sucia! –Dijo entre dientes- ¡Yo te amaba, puta!... Un fuerte golpe en la frente y en el rostro lo dejaron aturdido. Sentía que flotaba, que no pesaba nada. Todo corría en cámara lenta: Las rejas del estacionamiento, las luces de la calle, las ventanas de los edificios, las luces de los balcones. Hubo un golpe sordo, intenso. Su mirada vacía desaparecía entre las estrellas. Ricardo recorrió las escaleras a toda velocidad hasta llegar al contenedor de basura, mientras se acomodaba los pantalones. Se acercó como si se acercara a un animal salvaje. Se asomó de golpe. El cuerpo estaba entre bolsas de basura, con los ojos vidriosos y la mirada perdida. -¡Lo maté, lo maté! Se cubrió la boca con ambas manos para no ser escuchado. Miró a su alrededor… Nada. Se asomó de nuevo. Desesperado, comenzó a romper bolsas de basura, tratando de cubrir el cuerpo. Un enorme pañal cayó de lleno sobre el rostro. Pasaron unos momentos… Una de las manos de Alejandro tembló levemente, alzándose unos centímetros, apenas, hasta que cedió, floja… Sonidos sofocados salían de su garganta. Se estremeció unos segundos para no moverse más…

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Dejaron el vehículo frente al edificio. Para que Ricardo pasara sin ser visto, Alejandro entretuvo al portero, logrando que ambos pasaran al estacionamiento. Por un momento pensó que no podría entrar al edificio, hasta que recordó que en su cartera guardaba una llave de emergencia. Después de unos intentos, se la dio a Ricardo. -Abre… Yo no la puedo meter –comenzó a divagar- Perdí mis llaves… perdí mi apartamento… perdí mi camioneta. -¡Ay, no sigas con eso, que te estás poniendo fastidioso! -Perdón… -Eso te pasa por juntarte con demonias con cara de que no rompen un plato –ambos entraron en el ascensor- ¡Y esta rompió la camioneta! ¿Entendiste? ¡La camioneta! ¡Ay, que graciosa soy! –dejó de reír al ver la cara de Alejandro- Perdón, yo… bueno. -Está bien… De verdad era una diabla, con esa cara –sonrió con malicia, recordándola – La condenada se esmeraba en darme gusto. Era calientica… Cómo quisiera tenerla ahora… Alejandro tomó a Camila por la cintura, besándola con fuerza. Su olor, su piel, toda ella estaba allí, amorosa, jadeante y ardiente. Camila lo empujó contra la pared. Alejandro cerró los ojos. La ávida boca de Camila le produjo sensaciones inesperadas. Alejandro tanteó los botones del elevador para no interrumpirla, deteniéndolo en el segundo nivel del estacionamiento. Bajó la mano para interrumpirá y la tomó por un brazo. -¡Vamos! -¿A dónde? -A esta hora no hay nadie aquí. Apoyó el abdomen de ella contra la baranda de metal. Acarició su espalda, sus nalgas, mientras la abrazaba por la cintura… Con mano torpe desabrochó sus pantalones, dejándolos caer hasta los tobillos. La desnudó en esa posición, deseando poseerla a la fuerza. Acercó su boca a su oído, dejándole sentir su aliento a alcohol. Le susurró, con ira contenida:

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Roberto reflexionaba sobre todo lo que Ricardo le había contado, mientras tomaba un sorbo de café, pensando qué decir y qué decisiones tomar. Habló más para sí que para su interlocutor. -Justicia poética, diría yo. Vivió y murió como le gustaba: Lleno de excremento. Pura mierda. -¿Y qué vas a hacer? ¿Denunciarme? -Después de todo lo que ha pasado, no puedo… ¡Quién lo diría!... Yo, el “correcto”, el inflexible, voy ayudarte. -¡Pero yo lo maté! -Fue un accidente. Cuando cayó dentro del contenedor de basura estaba inconsciente… Lo demás fue un accidente. Raro, pero accidente al fin. No creo que debas ir a la cárcel por que el comiera su alimento favorito. -¿Y qué hago? -Sigue como si nada… Yo me encargo de lo demás. No hagas preguntas.


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-¿Quieres ayudarme o es que te conviene ayudarme? -Ambas. No creo que sea el fin del mundo que la gente me conozca, pero mira hacia atrás. Son tantas cosas. Todo lo que se supone que la gente esperaba de mí o se supone que debo ser. A excepción de mi trabajo, en lo personal, siempre me dejé llevar. -¿Y qué esperas tú de la vida? -¿Ves? Ese es el problema. ¡No lo sé! Vivir, supongo. Un día a la vez. -¡Ay no! ¡Mátame, dispárame, méteme preso o déjame ir! Oírte hablar así me da grima. ¡Me voy! -Tienes razón –Ricardo le extendió la mano- Adiós… -Ni abrazos ni besitos. Cada quién por su lado… Pero si me llegas a necesitar… El timbre los interrumpió. Roberto fue a abrir y se encontró con Camila. Roberto dijo resignado: -Yo voy de salida… Te ves linda niña. Te lo dejo. Pero te advierto: Si lo haces sufrir, regreso y te araño y te araño –y se fue, dejándolos solos -No voy a preguntar –dijo riéndose- Es mejor. -Vine a decirte que me voy de viaje. Hay unas obras en la costa. Son unos meses. Me va a servir para aclarar mis ideas. -Que bien te ves… De la antigua Camila no queda nada… Me gusta la nueva Camila. -Gracias… Yo también me gusto. -¿Y… nosotros? -Roberto… Hasta hace poco era una mujer casada. Mal casad, pero casada al fin. Ahora soy viuda. Estoy comenzando a conocerme. Me gusta quien soy. No creo que pueda pensar en otra cosa ahora. Con respecto a este bebé, tú no tienes ninguna obligación. Tú no lo buscaste. -Nunca pensé ser padre algún día. Ahora es diferente. Pensar en esto me hace muy feliz. Es algo que nos une. No me niegues la oportunidad la iniciar una vida diferente. -¿Conmigo? -O sin ti. No te puedo obligar. No me niegues el ser padre. -¿Y cómo vas a llevar tu vida de aquí en adelante? -No lo sé… No te vayas a burlar de lo que te voy a decir: Eres la primera mujer con la que he estado en mi vida. -Bueno, te co0nfesaré que ha sido la mejor relación de mi vida, y no me refiero solamente al sexo. No quiero perderte como amigo. Al menos por ahora. Hay muchas cosas delante de nosotros.

-¿Nos volveremos a ver? -Cuando regrese de viaje… Pero sin promesas, te lo advierto. -Lo entiendo –preguntó en tono de broma- ¿y dónde nos vemos, en mi apartamento o en el tuyo? -En el ascensor… Casi siempre nos encontramos allí… Y así pasaron el resto de la tarde, en temas triviales, sin palabras de promesas, sin hablar de futuro, pero presintiéndolo.

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FIN DE LA IRA

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La ambulancia salía disparada de la urbanización, con el ulular de la sirena cortando el silencio de la noche. Su conductor conducía con la despreocupación de la cotidianidad de su oficio. De sus labios colgaba en precario equilibrio un cigarrillo, sostenido de cuando en cuando para exhalar el humo. No estaba permitido fumar. Pero se decía a sí mismo como justificación que en ese momento estaba solo, ya que su acompañante estaba en ese momento en la parte de atrás con un paciente. No estaba ningún jefe cerca y él era inmune a las quejas de su compañero, que peleaba con él más por costumbre que por otra cosa. En la parte posterior, el paramédico atendía las condiciones del paciente, concentrado, metódico. A pesar de su terrible aspecto, se encontraba estable. Su respiración, aunque dificultada por la nariz fracturada y los labios sangrantes, era continua. Empapó una gasa en solución salina para retirar la sangre del rostro y la frente, en busca de lesiones mayores, mientras la persona continuaba inconsciente. Con suavidad retiró un mechón de sus cabellos para quitarle sangre de la sien. Se preguntó cómo se podía golpear a alguien con tal ensañamiento. No encontró otras heridas visibles. La joven abrió lentamente los ojos, tratando de ubicarse, con la mirada perdida, sin poder moverse, con los brazos muy pegados al cuerpo, susurrando balbuceos, incoherencias quizá. Según los procedimientos, el paramédico chequeó su reflejo pupilar con una linterna de bolsillo. Sintió calma al ver que sus reflejos eran buenos a la luz. Tal vez se portaba así por alguna pequeña contusión o estaba aún en shock. -Tranquila señorita –le habló con suavidad- Se encuentra en una ambulancia. Vamos al hospital general. Nos avisaron que estaba tirada en una calle muy golpeada… Pero ya está a salvo, no se preocupe. Ya estamos llegando. Que le pasó? La joven no respondió. Su mirada reflejaba preocupación, mientras miraba el rostro del hombre que la atendía, los estantes con medicamentos, hasta detenerse en las luces del techo. Cerró los ojos y tragó saliva con un poco de sangre. Comenzaba a dolerle todo el cuerpo, la cabeza le daba vueltas. Había cientos de imágenes en su cabeza, muchas sin sentido, voces no definidas y miedo. Prefirió seguir en silencio. La ambulancia salió del área de emergencias, luego de dejar a la mujer. Se detuvieron en un lugar para descansar y tomarse un café. El conductor aprovechó la oportunidad para ventilar el ve-


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hículo antes de que su acompañante comenzara a molestarlo por el olor, como siempre. Se extrañó de no oír las quejas de costumbre. El paramédico estaba sumido en sus pensamientos. Reflexionaba, entre sorbos de café, sobre todas las cosas que había visto en sus años de servicio. No estaba seguro, pero podía jurar que aquella joven dejada en emergencias del hospital, a pesar de sus labios partidos y sangrantes, de su nariz fracturada, tal vez los brazos rotos al igual que la cabeza y la mirada vidriosa, estaba sonriendo.

-No tengo nada… Pero no le mentí cuando le dije que no pasaría más. No sé cómo, pero pasó. La mujer aflojó su brazo, extendiéndoselo al médico. El gesto le hizo comprender todo. De que era lo que la mujer le hablaba. No era incoherencias… En su brazo, manchado de sangre seca, sostenía el pedazo de pene que le había arrancado a su esposo, para poder liberarse y correr a la calle, durante quién sabe cuántas cuadras, hasta caer desmayada donde la encontraron, luego que alguien llamara a emergencias.

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El médico miraba con desaprobación las lesiones de la paciente que acababa de ingresar. Aunque endurecido por la rutina del servicio, una mujer golpeada y de esa manera, le afectaba, conmoviéndolo. Pero se concentró en ser el profesional endurecido. -Enfermera, ayúdeme a quitarle esta ropa… Vamos a chequearla. Espero no tenga lesiones graves. -Si doctor. -Tome nota: Mujer, de veinte a veinticinco años. Presenta lesiones en el rostro, escoriaciones en la cabeza, fractura del tabique nasal, labios rotos, encías lastimadas, hematomas en los hombros, algunos no tan recientes… Fractura del brazo izquierdo por torsión, posiblemente la mano también. La mujer tenía el brazo derecho firmemente pegado a un costado, con el puño cerrado y se negaba a moverlo. No se dejaba revisar, resistiéndose. Comenzó a balbucear. Tosió un poco y comenzó a hablar, con dificultad al principio. El galeno prestó atención a sus palabras. -…Yo le dije que no –sollozó- Pero el insistía, no paraba. -Está bien –dijo conciliador- Pero ya está a salvo. Déjese revisar, por favor. -Me golpeaba, me arrojaba contra la pared, contra los muebles, me decía que yo era suya, que tenía que responderle como mujer –las lágrimas corrían indetenibles- Yo le suplicaba, le insistía, pero no quiso detenerse, no paraba. -No se preocupe. Llamaremos a la policía para que se encargue. -Me golpeó en la cara con el puño. Le grité que no más, que no dejaría que me pegara otra vez, ni me acostaría más con él… Por eso pasó eso. -Ya paso todo. No le volverá a pegar. -No más… -Le voy a suministrar un calmante. Necesita descansar. Permítame su brazo. Déjese revisar. No se preocupe más.

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OLEGARIO Y OTROS RELATOS

ESCOPOLAMINA

JLC…

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Ya tenía una relación de dos años con Rebeca cuando ocurrió el evento. Éramos una pareja bien llevada, pero la rutina nos estaba llevando por delante: Levantarse temprano, el desayuno, correr para el trabajo, regresar, cenar, sexo dos veces a la semana (miércoles y sábado). No era que fuese malo, pero sin hablarlo, sentíamos que no dábamos para más. No faltaban afecto y risas, pero ya parecían programados. Los mismos comentarios, las mismas horas, las mismas conversaciones y las mismas anécdotas. Pero nos faltaba el entusiasmo para hablar de nuestras carencias. Nuestros silencios se hicieron cada vez más largos. A veces, hechos fortuitos ajenos a nosotros, poseen la fuerza necesaria para que nos hagamos las preguntas y respuestas que necesitamos y así ocurrió. Un sábado en la noche, yo ya listo para el sexo, la vi entrar al cuarto de lo más entusiasmada. Se sentó en la cama frente a mí, sosteniendo un pequeño frasco de vidrio entre las manos. Parecía una niña que va a compartir un secreto. -Mira –me mostró- ¿Sabes lo que es? Negué con la cabeza, sin apartar la mirada, curioso. Me envolvía el aire de confidencia, poco habitual entre nosotros. Una novedad. Traté de no mostrarme tan ansioso. -¿No, no sé. Qué es? -Escopolamina. -¿Escopeta qué? -!!!Escopolamina, gafo¡¡¡... Es lo que llaman burundanga. Así supe la historia. Una amiga de ella se la quitó a un tipo que la invitó a salir y trato de ponérsela en la bebida. Y como ladrón que roba a ladrón… Rebeca se la quitó. -Y, más o menos, ¿para qué se la quitaste? -No se… -A mí eso no me gusta. Darle un menjunje de esos a una mujer, es igual o peor que violarla a la fuerza. -Uhmm… Es verdad. -Además, he visto en la prensa que hay locales nocturnos hay mujeres que engañan a los hombres con eso para robarlos. La noche se nos fue en conversar y no llegó el sexo, ni durante los otros días, pero, para extrañarme más, el resto de la rutina no cambió. Pensé que eran esas cosas que afectaban a las mujeres, esos ciclos de los que los hombres no sabemos nada. Un sábado en la mañana, durante el desayuno, Rebeca me dijo muy seria que teníamos que hablar. No supe por qué, pero me


Jesús Castillo

OLEGARIO Y OTROS RELATOS

sentí nervioso, como si fuera culpable de algo que no había hecho. Me dispuse a escucharla. -Me puse a pensar algo… Si un hombre o una mujer consumen escopolamina y hacen lo que les pidan, digo, voluntariamente, no es malo, verdad? -Bueno, supongo que no –murmuré. -Decía yo, si tú me das y yo acepto, que importa? -Estás loca!!! -No. Fíjate: Un viernes o un sábado cualquiera en la noche, tú me das un poquito (sin avisarme) y juegas conmigo. Yo lo vería malo, porque es idea mía, No? -Mira… -me rasque la cabeza, no muy convencido- No sé. -Vas a ver… Se puso de pie y corrió descalza hasta al cuarto, a saltitos, moviendo rítmicamente su trasero, que me quedé mirando mientras bebía jugo de naranja, sin saber que pensar. Sería en serio?... Regresó con papel y un lapicero. Estuvo escribiendo unos minutos, hasta que terminó, leyéndome en voz alta. Cuando comenzó, casi me ahogo con el jugo de naranja. Decía que voluntariamente aceptaba que yo le suministrase escopolamina con fines de interés personal. Me mostró el frasquito y lo destapó: En el fondo de la tapa estaba pegada una pequeña cucharilla que parecía de juguete, para las dosis. Quise oler el frasco, pero ella me regañó pegándome en la mano y quitándomelo. -Hay una sola condición: Cuando lo hagas, no me avises ni me cuentes lo que pase… Te lo voy a dejar en el closet, arriba, junto a los perfumes. No le respondí. En castigo, creo yo, el sexo brilló por su ausencia, pero sin darme oportunidad de preguntar, tratándome de lo mejor. Habilidad de mujer, supuse. Para rematar, parecía que la ropa de casa se le había encogido. Los shorts eran cada vez más cortos y los escotes más pronunciados… Pero solo hasta allí, en plan de exhibición! Me decidí un viernes por la noche. Se lo di en su jugo de lechosa, acompañado con un sándwich de jamón y queso. Una cucharada rasa (tenía miedo) Cuando colocaba el frasco de nuevo en su lugar, note el regalo: Una caja con un listón rojo y una tarjeta. Leí el mensaje: -“Amorcito –las letras tenían corazones y flores- como sé cómo son los hombres, que no saben pensar ni organizarse, te compré esto para que lo uses”… Era un lubricante el gel con sabor. De piña. Un tarro grande. Sonreí.

Como cenábamos frente al televisor del cuarto, allí seguía, con la mirada perdida. Me sonrió beatíficamente. Busqué unos Cd´s porno que tenía escondidos de ella (muy útiles en las temporadas de abstinencia, pero extrañamente ineficaces en esta) Puse uno en funcionamiento. La desvestí y luego lo hice yo, sin pensar mucho. No quería ponerme a pensar ahora. Los días de abstinencia, su cuerpo, el video las ganas… Me estaba quemando. Y no tenía idea de por dónde empezar, pero estaba que explotaba. Cuando guié su mano hasta mí para que me sujetase, suplicándole, susurrante, que abriese la boca y sus acciones no se hicieron esperar, perdí el control. Fue sexo del más salvaje. Le hice el amor, la poseí, la use, la utilicé en formas y maneras que en otras circunstancias jamás me hubiera atrevido ni a pensarlo. La tuve con furia, con pasión, la hice activa, pasiva, finalizando en, sobre y dentro de ella, hasta que no quedó nada de mí… Hasta me apoyé en un pepino. Eran casi las once de la mañana cuando nos despertamos. Ella miró el lubricante y se ruborizó, sonriendo. Se estiró como una gata y esperó un rato antes de ponerse de pie y caminar en dirección al baño, un poco tambaleante. -Veo que te divertiste –murmuró burlona. No se mencionó nada más del asunto. Pero nuestra relación cambió, y para bien. Se llenaron los vacíos, las risas eran más naturales, compartíamos más. Desperté un domino como a las doce, completamente desnudo, entre sabanas, solo. No podía recordar nada, solo imágenes borrosas, risas y un olor a fruta en el ambiente. Cuando aparecí en la cocina, me recibió el olor a hervido recién servido me saludó. Estaba acompañado de arepita fritas y trozas de queso, como a mi me gustaba. -¡¡Buenos días dormilón!! –Sonrió y me besó en la boca- Come. Ahora el sexo era una sorpresa que nos asaltaba sin aviso, a veces, una o dos veces a la semana, pero eso sí, muy intenso, lleno de incertidumbre de cuándo o como iba a suceder, sin saber en qué momento el otro iba a actuar. Algo se había apoderado de mí. Solo me bastaba con verla para desearla, para querer tenerla y poseerla de mil maneras. Pensaba que no era algo sano. Pero me encontraba atrapado en eso que compartíamos. Una tarde de un viernes cualquiera busque el frasco. No lo encontraba. Quería estar con ella esa noche. En el fondo del closet lo encontré: Una caja rectangular. Curioso, abrí un extremo. Sobresa-

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lía una base plana, con un punto en relieve y varias correas de goma a su alrededor. Mi primera impresión al apretarla era que se trataba de un aparato de esos de masajes, al apretarlo y sentirle el temblor. Al sacarlo de la caja, casi me caigo de la impresión: Grande, de color negro, curvo. De caucho. Era un vibrador. Las gomas eran para sujetarlo. La base, calculé rápidamente, quedaba apoyada justo en el sexo de la mujer… Mis manos quedaron impregnadas de algo. Lo olí… Era piña. Cuando Rebeca llegó al apartamento no me encontró. Pero al ver el desorden y la falta de explicaciones, entendió al encontrar el vibrador tirado en el piso. No atendí sus llamadas ni sus mensajes de texto: “Hablemos”, “Te amo”, “Ya no necesitamos la escopolamina para ser felices” (esos fueron los primeros, conciliadores) “No te puedes quejar, tú también gozaste”, “Lo que es igual no es trampa”, “¿De qué te quejas?” (Esos fueron los segundos, tratando de convencer) “¡Te odio, Púdrete!”, “¡¡¡Después que matas al tigre, le tienes miedo al cuero!!!” (Los terceros, retadores)… Los últimos fueron conciliadores: “Perdóname”, “Escribí sin pensar”… Hasta ahí llegó. Pensé que no la vería nunca más. Pasó más de un año, quizá más. Nos encontramos por casualidad en una reunión, de una amiga en común que hacía años ninguno de los dos visitábamos. Hablamos de cosas banales (cómo estás, cómo ha pasado el tiempo, que haces, bla, bla, bla)… En un momento determinado, nos quedamos solos. Nos miramos, envueltos en un silencio incómodo. Recordé la pasión, todo… y lo que encontré aquel viernes en la tarde en el closet. Todo pasó por mi mente, mientras nos besábamos con furia, devorándonos, manoseándonos por encima de la ropa, pero sin pudor, para asombro de nuestra anfitriona y los demás invitados… Reaccioné. Antes de que alguien profiriese palabra alguna, murmuré un “disculpen” y salí de la fiesta. Jamás volví a verla (ni a la miga en común o cualquier otro, claro está) Para curarme de todo, me busqué una novia pacata, moralista y medio frígida. Y no soporto la piña ni en jugo.

Se termió de imprimir en abril 2014 en el Sistema Nacional de Imprentas Maracay estado Aragua República Bolivariana de Venezuela La edición consta de 500 ejemplares




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