16 de junio de 1985 De profundis clamavi son las primeras palabras de un salmo de penitencia que se dicen en las oraciones de los difuntos. De lo profundo te invoqué. Porque estoy haciendo penitencia. Te llamé desde lo profundo. Porque estoy muerta. Desde lo profundo te sigo llamando para que vengas a mí. Para que vengas y me salves. Abril de 1995 Dicen que todo lo que nosotros buscamos también nos busca a nosotros, y que si nos quedamos quietos, nos encontrará. No sé por qué lo pienso. Sin embargo, no puedo dejar de hacerlo. Justo ahora. En el preciso momento en el que sé definitivamente que tal vez haya encontrado lo que siempre estuve buscando. O tal vez, sería más apropiado decir que lo que me estuvo buscando por fin me encontró. Y de algún modo extraño me alivia. Me alivia pensar que por fin haya ocurrido. Porque la búsqueda terminó. Pero también junto con la búsqueda se acabaron el miedo y la esperanza. ¿Por qué he estado rastreando los pasos de la
víctima, en vez de seguir los del victimario? Es la víctima la que nos lleva a su victimario. La víctima siempre es una entidad real que responde a un nombre. Un nombre que puede escribirse y pronunciarse. Un nombre, incluso, que puede invocarse. La víctima, una imagen eternizada en una fotografía. Una voz que sigue resonando en la distancia y a través del tiempo. Una letra ilegible sobre alguna página perdida. Un número y una fecha improbable grabada sobre una lápida. En el mejor de los casos. Una presencia a la que puede evocarse de diferentes modos. El victimario, en cambio, no es más que una incesante ausencia. Un cuerpo inasible. Que siempre está yéndose. Una sombra elusiva. Un fantasma en fuga. Un nombre impronunciable. Una imagen y un sonido que se desvanecen en el preciso instante en el que son evocados. En última instancia, una víctima siempre ha dejado rastros. Siempre ha hecho un recorrido que puede seguirse. Ha dejado un grito que sigue vibrando en un tiempo y un espacio determinados. Fuera de nuestro tiempo y de nuestro espacio. Sin embargo, el grito sigue allí resonando en otro lugar. La boca ha dibujado un gesto que se agita y se pierde a lo lejos. Un gesto que no es más que un grito que viene de abajo. Desde muy abajo, y desde lo profundo. Como de un abismo. Un grito que retumba como si saliera desde un pozo o desde un pantano. Un grito que sigue resonando cada vez más
cerca, hasta que nos alcanza, hasta que uno se da cuenta de que el grito está dentro de uno, que va creciendo dentro de uno hasta hacerse propio. Hasta descubrir que uno es el que está gritando. Uno es el que está escuchando su propio grito. Un grito que choca contra las paredes de la propia conciencia para abrirse paso a través de uno, como si uno no fuese más que un medio por el cual el grito puede cobrar existencia, y deslizarse y expandirse en ondas de sonido. En una cadena sonora que se prolonga durante el recorrido que lleva a cabo el grito hasta encontrar la salida que vuelva a darle existencia, que lo devuelva en grito. El grito que sale de nosotros para volver a nosotros. En grito. 14 de Junio de 1985 Te invoco desde lo profundo y sé que vendrás a mí. Para salvarme. Para salvar mi alma. Desde aquí abajo te espero. Pero llegarás tarde. Demasiado tarde. Cuando ya no quede más tiempo. Pero llegarás al fin. Cuando ya no tenga cuerpo. Llegarás, sin embargo y salvarás mi alma. Finales de Abril de 1995 Dicen que a ella, a la doctora, le había ocurrido algo grave. Algo muy grave. Pero le ocurrió cuando ya había ingresado a la colonia. No tengo modo de saber
qué fue lo que le pasó antes de entrar al Open Door, sino a través de la lectura de las páginas arrancadas al diario que ella escribió. Arrancadas seguramente por ella misma. Y ni siquiera es posible encontrar eso en las páginas arrancadas. Cualquiera que hubiese encontrado el diario lo habría destruido. No se hubiera tomado la molestia de arrancarle unas páginas y dejarle otras para que cualquiera fuera a leerlas. Esas pocas páginas que logré rescatar durante mis largos años de búsqueda ahora son mías. Y de tanto leerlas y releerlas todo lo que dicen y lo que no dicen ya forma parte de mí misma. Es como si todo lo que le pasó a ella, al leerlo e imaginarlo me estuviera pasando a mí. Por eso me puse a buscarla. Porque en alguna medida algo de ella ya está adentro mío. Por eso la búsqueda. Una búsqueda de nombres imprecisos. Una búsqueda de lugares sin nombre, de sonidos y de voces casi inaudibles, que sin embargo siguen resonando de manera continua y persistente, como una música reconocible y a la vez lejana que se escucha detrás de una puerta que nadie abrirá nunca. Una búsqueda de fragmentos que no alcanzaron para formar una figura entera, y de resquicios que debí llenar con desesperación y empecinamiento, y con palabras sueltas y sin sentido a las que tuve que darles un sentido arbitrario, y caprichoso, y siempre elusivo. Una búsqueda que se prolongó durante diez años. Diez años de mi vida. Una búsqueda que ahora al fin se acabó.
Mayo de 1985 Diluvia. El agua lo cubre todo. Tiene que caer una gran lluvia. Ojalá que el agua que caiga del cielo alcance para limpiar la inmundicia de Torres y de Open Door. Pero para semejante tarea no hay agua que alcance. Sin embargo, cuando el agua por fin caiga cubrirá los pozos, los aljibes, los túneles, las ciénagas y los pantanos. El agua se mezclará con la sangre. La sangre que ha encontrado refugio en los pozos y en los pantanos. La sangre que espera. Paciente. Lenta. Pero que sigue esperando. La sangre que ellos han derramado va a levantarse. La sangre va a levantarse y los cubrirá como una gran ola diluvial. Y se los llevará consigo junto con toda la podredumbre. Los restos. Pedazos de hombres que fueron arrojados al pantano y que se pudren dentro de los pozos, pedazos de hombres que ellos mismos se encargaron de recoger y de tirar. El hombre del túnel perecerá bajo el agua. Bajo la sangre. Pero eso no importa. Porque el hombre del túnel ya está muerto. El agua sólo ayudará a limpiar su cuerpo. Lavará las heridas de su cuerpo. El agua ayudará a entregar un cuerpo más digno el día de su muerte. Pero cuando el agua se retire todo quedará a la vista. Nadie podrá evitar ver lo que salga a flote. Toda la podredumbre que ha sido depositada en el pantano por fin saldrá a flote. Y lo que durante tantos
años permaneció oculto se levantará contra la soberbia de los hombres. Se levantará contra su vergüenza y contra su orgullo. Ustedes fueron capaces de engendrar toda esta miseria. Ustedes fueron los responsables de que todos estos restos permanecieran sepultados durante tanto tiempo. Pudriéndose en silencio. Amparados en la oscuridad. Ustedes verán lo que fueron capaces de hacer. Y no habrá suficiente agua que sea capaz de llevarse consigo los restos que ustedes dejaron. Mayo de 1995 A medida que leo y releo las páginas arrancadas del diario voy cayendo dentro del pozo de mi propia conciencia. ¿Qué se hace con lo que uno sabe? La mayoría de las veces lo que uno sabe es un arma poderosa que se vuelve en contra de uno mismo. Eso es lo que debe haberle pasado a la doctora. Ella sabía. Y no pudo soportarlo. No pudo soportar el peso de lo que sabía. Y por eso lo que sabía se volvió en su contra. Porque no pudo usarlo en contra de ellos. No le dieron tiempo. O no tuvo el valor de hacerlo. Como yo. Ahora. Que no sé qué voy hacer con esto que ahora sé. Lo que sé va a volverse en mi contra si no lo uso contra ellos ahora mismo. Pero me estoy quedando sin tiempo. Ya no tengo tiempo. Tampoco valor. ¿Correré la misma suerte que corrió la doctora?
Abril de 1985 Si lo que ven tus ojos te ofende, arráncatelos. Yo no podía arrancarme los ojos. Podía no ver más. Renunciar a ver. O pedirle a alguien que viera por mí. Y eso es lo que hice. Vino ella. Y fue peor. Mucho peor de lo que imaginé. Necesitaba a alguien que viera lo que yo no podía mirar. Así que ella vino y miró por mí. Sin embargo fui yo la que terminó viendo lo que no quería ver. Y ahora no puedo dejar de pensar en lo que vi. Porque el pensamiento y la vista se asemejan. Presentir el futuro y recordar el pasado tienen relación con la facultad de ver a lo lejos. Y yo veo lo que va a pasar. Desde lejos puedo verlo. Y lo que pasó me persigue, y es algo que no puedo dejar de recordar. Quiero arrancarme los ojos para no ver más. O quedarme ciega. Porque no hay nada más que yo quiera ver. Ya no necesito mis ojos. Ni siquiera necesito luz. Aunque aun sin ojos y sin luz no podría dejar de ver lo que veo, lo que sigo viendo, despierta y en sueños. Quiero estar a oscuras y sin ojos. ¿Por qué el ojo debe su existencia a la luz? Principios de junio de 1995 ¿Qué es lo que la doctora no quería ver? ¿Habría tenido ella misma que hacer lo que los médicos le ha-
cían a los internos en esos pabellones? Supongo que no. Estoy segura de que no. Que ella no tendría el valor de hacerlo. Ella también fue una víctima. Siempre sostuve la teoría de que las víctimas se hacen durante el transcurso de sus propias vidas. Una víctima se hace. Se hace porque también la van haciendo. Quiero decir que la cualidad de víctima no está sujeta a algo casual. O azaroso. Y si lo está, es de modo excepcional. No todos poseemos esa característica. La de convertirnos en víctimas potenciales. De acuerdo con lo que conozco sé que lo que hace o lo que no hace la víctima potencial aumenta el riesgo de convertirse en la víctima real de un crimen. Pongamos por caso a la doctora. Trabajaba en dos colonias con una población de cuatro mil oligofrénicos. Tenía que recorrer sus pabellones atravesando arboledas centenarias. Frondosas. Lugares oscuros. Llenos de sombra. Tenía que caminar bordeando pantanos y túneles. Inmejorable escenario si se quiere perpetrar el crimen perfecto. Y eso sin contar con que entre esos cuatro mil oligofrénicos se encontraban pacientes altamente peligrosos con prontuario policial. Asesinos que el Borda se sacaba de encima enviándolos al Open Door, que no contaba con personal ni con infraestructura como para tratarlos. La doctora convivía con asesinos. Y esto vuelve a llevarnos al tema del riesgo que siempre corre la víctima potencial. Me refiero al grado
de probabilidad de ser agredido al que uno se expone en virtud de su vida personal, social o profesional. Por ejemplo, una prostituta por el alto nivel de exposición al que se somete correría un alto riesgo a ser dañada, en contacto con un gran número de extraños, sola en la calle de noche. Se me ocurrió que la doctora al caminar por la parte externa de las dos colonias estaba corriendo los mismos riesgos que corre una prostituta que trabaja en las calles a altas horas de la noche. Pero en el Open Door no sólo había extraños, sino también asesinos. Principios de marzo de 1985 La imagen vuelve y vuelve. Una gran mesa de mármol. Las cajas metálicas con escalpelos y bisturís. El olor agresivo del desinfectante, los algodones y las gasas. El chico acostado sobre la mesa de mármol. Semiconsciente. Con los brazos extendidos a cada lado. Un cristo adolescente. Rubio y demacrado. Un poco sucio. No lo han peinado. Ni siquiera le han lavado la cara. Recién ahora una enfermera se le acerca y le pasa unas gasas con antiséptico por la frente y por los ojos. Los ojos azules del chico. No sé cómo estoy escribiendo esto, como si recordara algo que nunca me pasó. Porque yo no estaba allí. Ella sí estuvo, y vio por mí. Si no cómo podría yo saber
lo que pasó sin haber estado allí, tan cerca. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba yo cuando ocurrió todo? Mediados de junio de 1995 Según los recortes de los diarios, setenta y dos horas después de la desaparición de la doctora policías y bomberos se adentraron en los túneles para buscarla. A ella. A la doctora. Los túneles que comunican con el subsuelo de los viejos pabellones. Y sólo encontraron a un sujeto andrajoso, de larga barba, que pronunciaba frases incoherentes. El hombre se veía demacrado. Hacía mucho que vivía dentro de los túneles. Era un antiguo interno que un buen día desapareció. Como tantos otros internos. Finales de Marzo de 1985 Ya no soy la misma. Me he convertido en otra persona. A veces pienso si no inventé esta otra que soy ahora para que viera lo que yo no podía ver, para que fuera capaz de hacer lo que yo no podía. ¿Hizo esta otra lo que yo no pude hacer, y vio lo que yo no me permití ver? Debí de haberme arrancado los ojos. Y debí de haberme deshecho de mis manos. Podía habérmelas quemado con ácido. Pero no dejarlas hacer lo que hicieron. ¿Pero qué hicieron? Nunca debí haber permitido que todo eso pasara. ¿Es ella realmente yo?
¿Yo soy ella? Pero si ella soy yo entonces quién fue la que vio todo. ¿Quién fue de las dos la que lo hizo? Yo no podría estar observándome hacer algo. Sería algo imposible. Estaría loca. Todo aquello me habrá afectado tanto al punto de enloquecerme. No, no es posible. Nada de lo que está ocurriendo es posible. Y sin embargo, ocurre. Está ocurriendo ahora mismo mientras yo estoy escribiendo estas líneas. O es ella la que escribe. Julio de 1994 Necesito saber qué es lo que lleva a una mujer a convertirse en otra. La doctora en realidad no se convirtió en otra. Inventó a otra. Para compartir eso que vio, y que no quería, o no podía ver. ¿Qué fue lo que no podía ver? Algo terrible debe de haberle pasado. Mucho antes de entrar al Open Door. Incluso mucho antes de convertirse en doctora. O tal vez no. Quizá eso grave debió de haber ocurrido en el hospital Rufino de Elizalde. Porque dicen que cuando la doctora trabajaba allí, en la sala de hemoterapia, de un día para otro sufrió una transformación. Se sobresaltaba por nada. Veía sombras. Se le caían las cosas de las manos. Hasta que el jefe de sala de aquel hospital un día la echó. Y eso indefectiblemente deja marcas. Y tuerce el rumbo natural de las cosas. Y la línea de nuestra propia
vida que teníamos demarcada para seguir se vuelve tortuosa. Inviable. Los caminos se van cerrando. Y sin caminos ya no es posible moverse. Uno se detiene, y si uno se queda quieto llega la muerte. Todos estos días estuve pensando en el hombre del túnel. ¿Quién le daba de comer? ¿La doctora? ¿Cómo hizo para sobrevivir? El hombre del túnel. La doctora. Finales de Febrero de 1985 La mesa de operaciones se ha convertido en una mesa de disección. Puedo verlo. Puedo verlo todo por el resquicio de luz que sale a través de la puerta, como la música. La música que sigue resonando detrás de la puerta. Siempre encienden la radio. A los hombres de blanco les gusta escuchar música clásica. Esa música reconocible y a la vez lejana que se escucha detrás de la puerta. De la puerta que no puedo abrir. Que no podré abrir nunca. Bach. Dicen que prefieren a Bach porque su música es pura. Limpia y blanca. Como sus batas, los azulejos, y las piletas. Pero la música deja de sonar y el silencio se convierte en un aullido. En un grito que viene de la mesa de disección. Un grito que pasa a través de la puerta, y atraviesa el tiempo y el espacio. Un grito que me despierta todas las noches. Un grito que sigue reso-
nando dentro de mí, hasta que al fin me doy cuenta de que soy yo la que está gritando. El grito sale de adentro mío y se va abriendo paso a través de mí. Y yo lo dejo salir. El grito que sale de mí para volver a mí. En grito. Finales de junio de 1995 Ya no puedo dormir ni de noche ni de día. El grito me despierta. La música detrás de la puerta. El sueño recurrente. Sueño que salgo a caminar sola de noche por la colonia Montes de Oca. Camino a campo traviesa. Me lastimo las manos y las piernas con pedazos de alambrado. Salgo en busca de algo. Aunque nunca sé muy bien qué es lo que estoy buscando. En el preciso instante en el que me pongo a buscar olvido eso mismo que estaba buscando. De lo que estoy segura es que tengo que salir a buscarlo. Mediados de Febrero de 1985 Paradójicamente para poder sobrevivir intacta, me dividí. Me convertí en Ella. Me convertí en Ella para soportar lo que no podía absorber, para entender lo incomprensible, para poder hacer lo que se me prohibía, para conseguir lo que se me negaba. Para no tener que ver.
Finales de junio de 1995 Una vez que vaciaban los cuerpos ¿cómo se deshacían de ellos? Había un porquero con más de ochenta porcinos. También aljibes, pozos, pantanos y ciénagas. Los vecinos me contaron que los caranchos volaban en círculos sobre el porquero. Principios de Febrero de 1985 Fiat lux. Y se hizo la luz. Y a través del resquicio de luz, que deja entrever la puerta a medio cerrar, veo el tajo del que comienza a brotar una rosa de sangre. La sangre que sale de la rosa. La rosa que brota del cuerpo de una mujer. Me acerco más y descubro que la mujer no es más que una niña. ¿Por qué le salen rosas de su cuerpo? No es una rosa lo que sale de su cuerpo. Es sangre con forma de rosas. Con la textura de terciopelo de los pétalos de una rosa. La niña sangra. Y ellos ven cómo la niña está sangrando una gran rosa espesa. ¿Por qué no hago nada para evitarlo? ¿Por qué no puedo moverme? Estoy en el umbral. Pero no puedo dar ni un paso hacia delante ni uno hacia atrás. El tiempo se detiene, sin embargo el corazón ex-
tirpado sigue latiendo. Fuera del cuerpo. Fuera del tiempo y del espacio. El cuerpo deja de ser cuerpo para endurecerse como una cáscara. Hasta tener la consistencia de una cáscara. El cuerpo de la niña. Una cáscara sobre la mesa de disección. Finales de agosto de 1994 Busco pistas, indicios. Y en mi búsqueda salgo a caminar a campo traviesa. Siguiendo senderos, tratando de evitar pozos y montículos. Atravieso arboledas, y mientras camino esquivo zanjones y pozos ciegos por los que temo caer debido a la oscuridad, y al miedo. Temo caer dentro del pantano y ya no poder salir más. Como le pasó a la doctora. No, a mí no va a pasarme lo mismo. Aunque ya no pueda dejar de tener todas las noches el mismo sueño. Caigo por un aljibe, o por un pozo ciego. No es un pozo exactamente, sino más bien un pantano. Una ciénaga. Una vez que toco fondo, grito. Grito desde allí abajo, pero nadie me escucha. Enero de 1985 Todas las noches tengo el mismo sueño. Sueño que me caigo en el pantano y que me voy hundiendo lentamente. Nadie me ayuda. Todos miran cómo me voy hundiendo, pero nadie me ayuda. Trato infructuosamen-
te de salir, pero una fuerza desconocida me atrae hacia abajo, y es casi imposible resistirse. Cuanto más me esfuerzo en salir más me hundo. Grito, pero nadie parece escucharme. Grito hasta que yo misma escucho el eco de mi propio grito que se expande, y se prolonga hasta salir de mí misma, y del pantano desde el que sigo gritando. Desde aquí abajo. Aunque nadie me escuche. No voy a hundirme. Trato de aferrarme a una rama, a una piedra, pero sólo consigo lastimarme las manos. Ya no hay nada a lo que pueda aferrarme. Mi empecinamiento y mi desesperación no van a sacarme de aquí. Si me hundo en sueños, en la realidad saldré a flote. Voy a salir del pantano como un Lázaro y contaré lo que vi. Todo lo que vi. Y después me arrancaré los ojos. Enero de 2005 Lo que esconde una mano otra mano lo encuentra. Acabo de ver a la mujer que dice ser la doctora. No pude hablar con ella. Porque no escucha. No reconoce a nadie. Se queda con la mirada perdida repitiendo una sola frase. Le han diagnosticado esquizofrenia. Está internada desde hace diez años. Ejercía el periodismo como yo. Y los doctores dicen que su obsesión por el caso que investigaba se apoderó de su propia vida, hasta terminar ella misma transformándose en la doctora. Yo también estoy obsesionada con el caso. Pero la
búsqueda recién empieza. No cuento con las pruebas materiales que son las pruebas de los propios hechos. La prueba material es la más exacta. Por eso tiende a reemplazar a las pruebas testimoniales o a las pruebas circunstanciales. Yo ni siquiera cuento con estas últimas. El diario de la doctora, que estuvo en poder de esta periodista que se cree que es la mismísima doctora, está irremediablemente perdido. Ella misma se deshizo de sus páginas. Los médicos dicen haberla visto comiéndoselas. La periodista que se cree doctora terminó tragándose las páginas arrancadas al diario de la doctora. La encontraron a tiempo, justo cuando iba a comerse las páginas del diario que ella misma escribió en los años noventa. Sólo cuento con ese diario que logró ser rescatado por los médicos. Vaya ironía. Lo que esconde una mano otra mano lo encuentra. Febrero del año 2005 Los hombres que cometen crímenes dejan indicios. Tampoco cuento con indicios. Sólo tengo los pedazos de guardapolvo de la doctora que encontraron en un pozo ciego. Los recortes ajados de diarios con grandes titulares que hablan de tráfico de órganos y de sangre, de pacientes fugados y desaparecidos. Tengo una lista con el nombre de cientos de víctimas. Lo que no tengo es el nombre del asesino. Los nombres de los victimarios y
cómplices. En su lugar tengo una ausencia. Un agujero que crece y se expande hacia adentro y hacia abajo hasta que descubro que el agujero también está dentro de mí. Y afuera. En Montes de Oca y en Open Door. En el pozo. En el pantano. En la boca de la periodista que se cree doctora. La ausencia, el agujero no es más que un grito en la oscuridad. Un grito que sale del pozo, un grito que sigue resonando cada vez más cerca, hasta que me alcanza, hasta que me doy cuenta de que el grito está dentro de mí, que va creciendo por dentro hasta hacerse mío. ¿No seré yo la que está gritando? Es que acaso ¿no será mío el grito que no puedo dejar de oír? Marzo de 2005 Ya no es más el grito. Ahora son voces lejanas, pero reconocibles. Voces que conforman una especie de música. Una música que me persigue y que no puedo dejar de escuchar. Como si la música sonara detrás de una puerta que no puedo abrir y que tampoco nadie abrirá nunca. Fragmentos que no alcanzan para conformar una figura entera. Resquicios que deberé llenar ya no con palabras, sino con razones. Y la frase que esta mujer que ahora está loca no deja de pronunciar. De profundis clamavi.
Existió hace algún tiempo un hombre llamado Jacobo Altman que era cazador de vampiros. Tenía todas las condiciones para ello, buena memoria y paciencia, virtudes estas que la gente suele confundir con sabiduría. Si alguna ciudad necesitaba librarse de vampiros, el alcalde hacía llamar a Jacobo Altman. Antes de que llegara, los vampiros más listos solían huir. Los soberbios intentaban desafiarlo, pero a pesar de ser veloces y poderosos, ninguno estaba a la altura de Jacobo Altman. Empalaba a los espectros, cuidando que las estacas no les interesara el corazón y luego que estaban allí, en la plaza pública, colgando a varios metros del suelo, clamando por una bala de plata en el pecho, de uno de los bolsillos de su sempiterno abrigo gris sacaba una Biblia de carátula negra y los obligaba a escuchar salmos hasta la salida del sol. Impresionaba oír el grito de los vampiros cuando la claridad los iba tornando cenizas, cualquier otro se hubiera conmovido pero no Jacobo Altman. La continua exposición a la mirada de los aparecidos había terminado por volverlo tenue, impreciso, caminaba y no todos lograban oír sus pasos.
Su principal arma de ataque además del infaltable crucifijo negro y el látigo de tres cuerdas, era la música. Apenas llegaba a un pueblo cautivo se sentaba en el centro de la plaza principal y empezaba a tañer la flauta. Cuando lo oían, vampiros y vampiras no podían dejar de acercarse. Uno a uno iban siendo empalados los vampiros de sexo masculino. Con las vampiras Jacobo Altman no era tan directo, a ellas les reservaba un destino especial que incluía zalamerías y no del todo necesarias crueldades. Jacobo Altman era el único cazador de vampiro que aún quedaba en la tierra. Más raro aún que el mismo Jacobo Altman era este asunto de los vampiros, que bien mirado era muy difícil precisar en qué consistía, pues como eran invisibles para todos menos para Altman, sólo el cazador podía desentrañar cuando habían sido eliminados o dados de baja los chupasangres, como solía denominar a los vampiros la prensa de aquellos días de a principios del siglo veintiuno, época muy dada a las guerras y a todo aquello que
fuera televisado, fotografiado o filmado por una cámara del alta definición. Los vampiros se dejaban conocer por sus síntomas. Cuando empañaban el buen vivir de una ciudad, todo se volvía más lento, las personas andaban lelas, como en estupor. Al fin y al cabo los vampiros eran un virus. Su reina se llamaba Java, había conocido al rey Salomón y estaba harta de Jacobo Altman y de su tendencia a empalar espectros y luego evaporarlos con luz solar. Java se enfurecía pocas veces, más de cinco mil años de existencia le habían enseñado a tomar las cosas con calma, pero el cazador se estaba convirtiendo en un problema y no sólo porque matara vampiros sino por la falta de glamour con que lo hacía, una flauta fabricada en Taiwán, un látigo de utilería y un crucifijo plástico no son utensilios adecuados para tratar a seres como los vampiros. Algunos de tan viejos habían conocido a Keops, el gran faraón. Cualquiera no se convierte en vampiro. Jacobo Altman usaba calzoncillos de la marca Calvin Clain, zapatillas Adidas y de vez en cuando, sobre todo cuando estaba muy tenso, oía éxitos de rock sinfónico
y algún que otro blues, utilizando para ello uno de esos equipos llamados MP3. En fin, Jacobo Altman era un moderno. La reina no lograba comprender en qué consistía la capacidad de Jacobo Altman para hechizar a tantas y tantos vampiros. Nadie lo sabía. Las Brontë tampoco lo sabían, en realidad después de doscientos años se acordaban de muy poco, apenas de que habían sido hermanas cuando aún vivían y que habían nacido en el septentrión, en Inglaterra para ser exactos, y que una de ellas, antes de haber sido satanizada, había escrito una novela llamada Cumbres borrascosas. Las hermanas, esbeltas, pelirrojas y de ojos azules de bruja eran perfectas para cazar al cazador, para introducirlo en una trampa de la que sólo lograra salir zombi o convertido en un vampiro. Por eso la reina Java pensó en ellas dos y en Dostoievski, pero el ruso no era una opción, algo había en él que no acababa de convencer a la reina. Por muchas zalamerías que le dedicara Fiodor, Java lo observaba con desconfianza. Este quiere ser zar, pensaba la reina.
Muy temprano en la noche del veintiséis de febrero del 2012, salieron ambas hermanas del cementerio antiguo de Londres. Cabalgaban cerdos invisibles. Las hermanas no eran vampiros. Las hermanas eran demonios. La diferencia entre un vampiro y un demonio es casi tan grande como entre un humano y un vampiro. Ser vampiro es básicamente una elección. Uno no escoge ser demonio. Ser demonio es sobre todo una fatalidad, tienes que estar siempre al servicio de alguien, ya sea un humano de aviesas intenciones como Benvenuto Cellini o una vampira como la reina Java. Partieron sabiendo lo que tenían que hacer, directas como globos aerostáticos, listas a identificar a Jacobo Altman entre los siete mil millones de personas que poblaban el planeta. La identidad de Jacobo Altman permanecía secreta hasta el momento en que ya era demasiado tarde para los vampiros. Lo único que se sabía de él era su página web.
www.huntersvampire.com Jacobo Altman asistía todos los días al delfinario de Cienfuegos a limpiarse ojos y alma, observando esos seres felices, los delfines. Le gustaba alimentarlos, pero no con tilapia, claria o cualquier tipo de morralla marina. Jacobo Altman gastaba sus ahorros en atún para los delfines. El loco, por ese apelativo lo conocían los empleados del delfinario cuando lo veían abrir las latas, derramar el aceite y luego tirar el pescado al mar. Las hermanas Brontë empezaron por la Siberia, se dirigieron a un pueblo llamado Tucsa y principiaron a comportarse como vampiros endrogados, armaron tal gresca que al otro día en la página web de Altman apareció una palabra en inglés: help, seguida de tres signos de admiración, abajo en duros caracteres cirílicos había todo un párrafo donde el alcalde de Tucsa se explayaba detallándole a Jacobo Altman que la aldea estaba hechizada, los acordeones tocaban solos, las escobas de abedul intentaban levantar vuelo, los osos despreciaban la miel, los lobos cantaba interminables serenatas y las jóvenes en edad de merecer despreciaban el frío invierno siberiano, vistiendo ropas tan ligeras que ni siquiera para el trópico
eran apropiadas y lo peor, la estatua del héroe local, un honesto veterano de la guerra patria condecorado dos veces, había guiñado un ojo. Todo eso eran claros signos de vampirismo, pero como hasta Jacobo Altman tenía sus prioridades, lo pensó dos veces antes de dirigirse a una agencia y sacar un pasaje que lo llevara a la Federación Rusa, fingió no entender el eslavo, le escribió unas líneas tan evasivas al alcalde de Tucsa que cuando cayeron en manos de las hermanas Brontë comprendieron que el cazador de vampiro pertenecía a otra latitud. Tal vez sea francés, se ilusionaron imaginándolo un habitante del barrio latino. Antes de irse tomaron al alcalde de Tucsa, un tal Boris Stuvchenko y lo colgaron cabeza debajo del campanario de la iglesia ortodoxa. Esta vez eligieron un limpiecísimo pueblo belga, repleto de muchachos al parecer felices que iban a todas partes en bicicletas. Desde que llegaron, el cementerio del pueblo, antiguo y bien cuidado, les fascinó. Tres años pasaron las hermanas Brontë acostadas en la hierba, disfrutando, en una laptop robada de una tienda de productos usados, de Cumbres borrascosas en su adaptación norteamericana y conectándose de
vez en cuando a Internet para comprobar que el tal Altman seguía siendo una piedra en el zapato de los vampiros habidos y por haber. Después de ese tiempo fue que empezaron a preparar la trampa en la que Altman caería, pues descubrieron algo: Jacobo Altman escribía ficciones. Eso lo tornaba vulnerable, propenso a pensar que en el mundo había una especie de bondad intrínseca. Las hermanas Brontë, que aún después de muertas conservaban su mente despejada, ya avezadas en los secretos de la computación,
crearon
su
propia
página
web:
www.ghostwriter.com y organizaron un evento de cuentos breves con todos los gastos pagos, incluyendo el precio del pasaje para dirigirse al pueblecito belga y hospedarse en el California, único hotel del lugar. Participaron cien escritores. Ellas le bebieron la sangre a sesenta, le arrancaron el corazón a veinte y a los demás los enterraron vivos para que convertidos en detectives zombi clamaran por Jacobo Altman. Él leyendo el Granma digital se enteró de lo que le había pasado a sus colegas y aunque el periódico se extendía tratando de darle una vuelta realista a lo sucedido, Altman sabía que el más allá estaba implicado, así que muy temprano en la
mañana partió primero para La Habana y luego para el aeropuerto. Al otro día desembarcaba en Bruselas. Allí lo confundieron con un miembro de Alcaeda y lo arrestaron. Uno de los detectives zombi que había logrado penetrar las filas de INTERPOL les informó a los demonios que alguien muy raro, de ojos centelleantes y melena blanca, estaba probando la comodidad de las ergástulas europeas, un hombre que portaba una flauta barata. Eso era lo que ellas esperaban. Eso era lo que esperaba Jacobo Altman. Lo demás es historia. Basta decir que al otro año salió en Alfaguara la segunda parte de Cumbres borrascosas, la primera novela escrita a tres manos, y que la reina Java fue destronada por Dostoievski.
Cuando el colectivo agarra por el Metrobús y el mapa indica que faltan unas veinte cuadras para que tengas que bajar y caminar cuatro cuadras más formando un siete antes de llegar a la casa de familia que tenés que peritar, sacás de tu morral las fotocopias de la causa. “Informe socio-ambiental” es el nombre técnico que tendrá el resultado de tu visita a la casa de los Mancuso. El Ministerio Público, a raíz de una denuncia, solicitó la declaración de incapacidad mental de Nicolás, un pibe de catorce años. Y vos sos la afortunada en el sorteo de peritos asistentes sociales inscriptas en el listado del Poder Judicial. Desinsaculada, como les gusta decir a los jueces y juezas drogados y drogadas, entre otras cosas, por el complejo de superioridad que les da ser tratados día y noche con el mote reverencial de “Su Señoría”. La cosa había empezado mal. En el colectivo te sentaste en un asiento de los del fondo, y no viste que había una especie de waskazo, o de manchón de yogurt, o de shampoo, o de sonada de nariz sin pañuelo. Te sentaste de lleno, y en el muslo izquierdo sentiste esa mierda tibia, y te levantaste y miraste y ya era demasiado tarde, te
habías manchado los jeans elastizados esos que te marcan bien la concha. Mientras caminás esas cuatro cuadras empezás a pensar que, con jeans manchados o no con esa tibieza húmeda de semen, moco o escupitajo, no fue buena idea haber aceptado ese peritaje. Podrías haberle pedido al juez que te excusara. Problemas familiares, estrés... Si total no has rechazado ninguna aceptación de cargo en lo que va del año. Palabras que leíste en tu copia del expediente empiezan a agolparse en tu cabeza de manera tal que no te permitís ni mirar las casas lindas que desfilan a tus costados. “Conducta compatible con un menor de cuatro años”, “intervalos de madurez”, “desarrollo normal hasta los 8 años”, “se desconoce si un hecho puntual afectó o empeoró su conducta”, “maltrato animal”, “conductas alimenticias compulsivas”, “aparenta no hallarse sexualizado” (pero eso no se condice con lo que dijo el acompañante terapéutico que hizo la denuncia al Ministerio Público), “bolos fecales y flatulencias constantes”, “bajo estricta medicación”, “impulsos exhibicionistas”; “Marcos, padrastro de Nicolás”, “desocupado”; “Daniela, 32 años”,
“madre soltera”, “duerme con su hijo”, “posible drogadependencia y promiscuidad”, “rasgos de mitomanía y síndrome de Münchhausen”; “abuelo materno”, “sostén económico de la familia”, “posible abuso sexual (manoseos) a su nieto, que encubre con una supuesta devoción y con regalos”; “abuela materna”, “posible abuso sexual a su nieto, premia los logros del menor en el centro de día al que concurre con viajes que juntos realizan”. Llegás a la puerta de un chalet bastante lindo y todavía necesitás seguir repasando mentalmente todo lo que leíste. En pocas palabras, no querés tocar el timbre. Pero ya estás ahí. Te abre un tipo que no debe pasar la treintena. Alto, musculoso inflado, con pinta de Superman. Mandíbula prominente, mirada de demasiado bueno o retrasado mental, inexpresivo. Todo el tiempo va a ser inexpresivo, nada lo hará alterar o siquiera salir de su apatía. El pelo negro muy engrasado, algo crecido; olor a transpiración, como si hubiera ido varias veces al gimnasio y no se hubiera bañado. Camiseta musculosa blanca, bien ajustada a la hipertrofia. Ya sabe que sos vos, porque te dice: –¿La señora Micaela?
Con él hablaste por teléfono la tarde anterior para concertar la visita, porque Daniela dormía, te había dicho él. Te acordás que te había dado un trabajo bárbaro explicarle quién eras, en el marco de qué estabas llamando y cuál era la tarea que ellos te tenían que dejar hacer, colaborando con vos. Parecía no lograr entender cada frase hasta que no le era repetida dos o tres veces. Recién cuando se corre a un costado para que pases empezás a sentir el olor a mierda. A mierda. No a pedo, o cloaca o repollitos de Bruselas hervidos. A soretes, a mierda de baño público. Pero no tenés tiempo para indagar demasiado sobre el origen de la mierda ni para observar demasiado la sala de estar con dos sillones de pana amarilla mugrientos y una mesa ratona de madera porque ahí, parado, a unos dos metros, con su cabeza de huevo torcida hacia un hombro, alto (no tanto como Marcos) y flaco, está Nicolás, el potencial interdicto. Viste una remera que limpia debería ser blanca, sin estampados, y un pantalón corto azul oscuro, y zapatillas. Todo lo que tiene puesto está extremadamente sucio, sucio con restos de comida, ba-
beado (porque se está babeando en este preciso momento) y lleno de pelos de animal. Definitivamente hay algo malo con la mirada de ese pibe. Muy malo. Pero por supuesto no podés saber qué. A lo mejor es la mirada amenazante de la enfermedad mental, te decís, pero eso no quiere decir que el enfermo sea peligroso. Juntás las manos delante de tu entrepierna en actitud cándida y lo saludás torciendo la cabeza como una maestra jardinera demostrando calidez en el colmo de la pelotudez que caracteriza a ese oficio: –¡Hola, Nico! Yo soy Micaela. Nico eleva un poco los párpados y te mira sin levantar la cabeza, cuya frente sigue apuntado hacia tus muslos. A vos sola se te pudo ocurrir presentarte con pantalones elastizados en el hogar de un autista teóricamente, según el acompañante terapéutico, dotado de perversidad polimorfa. Y para colmo con ese manchón húmedo en la parte posterior de la pernera izquierda, casi en el culo. Pero claro, si no habías leído el expediente antes de salir de tu casa... Te mandaste así nomás, con los pocos datos que había en la cédula que te había llegado unos días antes.
Cuando da un paso al costado y te mira como una fiera midiendo a su presa ya sabés que olió el manchón. No sabés si el Trastorno General del Desarrollo los dota de un sexto sentido o qué, pero cuando empieza a caminar sin cambiar la posición de la cabeza, dando un rodeo por tu izquierda, no podés evitar pensar en eso: que es una fiera midiéndote, que vos sos su presa. Mientras, fiera a punto de atacar a su presa, babeante, abandona el círculo que habían empezado a formar sus pasos y marca un radio hacia vos. Su padrastro, el grandote oligofrénico, vuelve a advertirte en su tono monocorde: –Si la quiere tocar no se asuste, señora. Déjelo porque se pone mal sino. Y no te queda otra que aguantarte el espanto mientras por tres segundos Niquito pasa un dedo índice con presión por debajo de tu culo, por la cara anterior de ese muslo tuyo, por encima de la mancha en el pantalón, frotando. Tiene mucho olor a mierda. Ese olor que se te antojó omnipresente sale de su cuerpo, ahora no tenés dudas.
Mirás cada uno de sus movimientos. Se está chupando el dedo. Con ruido. Como un bebé se chupa el pulgar. Y entonces habla por primera vez. –Waska. Horrorizada mirás al padrastro. Interrogante. –¿Se sentó arriba de algo, señora? Que siga llamándote señora lo vuelve cada vez más inquietante al gigantón retardado. Como una estúpida le respondés: –Sí. En el colectivo. Pero no sé qué era. Me senté en un asiento y... –Seguro que es waska. El Nico sabe. Tragás la bola de incomodidad tan rápido como podés. –¿Cómo que sabe? La pregunta te brotó con espanto. No pudiste contenerla. Se te ha ido a la mierda toda la calma profesional de años de experiencia en el rubro. –Tulipán. Te das vuelta. Se ha sacado el dedo de la boca y ha hablado de nuevo, con esa voz a medio camino entre un graznido y un pedo largo.
–¿Qué? –Es que el Nico una vez encontró en el campito un forro usado, señora. Perdón, señora. Un preservativo. Marca Tulipán. Y lo chupó. Lo trajo para acá y se lo tiramos, pero antes lo chupó. Y además, vio, están los amigos de él. Vio que siempre sospechamos que algo le hicieron. –Perdón. ¿Qué campito? ¿Qué amigos? Tu espanto va cediendo paso a un tono desafiante por la indignación que tu imaginación ahora desatada te está haciendo segregar. –Nada, un campito, acá cerca. Se me iba con los linyeras y pasaba la noche ahí. No había manera, se me escapaba todos los días. ¿Cómo anda? Daniela. Te extiende la mano y vos se la das notando que al olor a mierda se le agrega el olor a porro que tiene la rollinga esa que no podés creer que Nico tenga por madre. –¡Que le revisen la cola, a ver si tiene sangre! Te volvés hacia Nico, porque fue él el que gritó. Por primera vez hace contacto visual con vos con esa mirada perdida, y lo vuelve a repetir. –¡Que le revisen la cola, a ver si tiene sangre!
El padrastro no se inmuta, sigue parado en su lugar, la madre se empieza a reír a carcajadas, como posesa, busca algo entre los pliegues del sillón, encuentra un cigarrillo y lo prende con un encendedor que saca de un bolsillo posterior de los jeans que le envuelven la mitad inferior de ese cuerpo escuálido. Podés imaginar los rasgos del padre de Nico, porque no se parece en nada a su madre. Salvo en la delgadez, claro está. La mirás interrogante, casi indignada, porque el pibe sigue repitiendo lo mismo, mirándote. –Sentante, che. ¿Cómo te llamás? Sale a buscar un cenicero y vos les pedís a todos que se sienten con vos. El gigante se ubica junto a su concubina, y vos en el otro sillón, Nicolás empieza a dar vueltas alrededor de la habitación. Ya dejó de repetir esa frase que te perturba pero, después de presentarte y explicar en qué va a consistir tu visita, preguntás igual. –Antes de que empecemos a charlar me interesaría, Daniela, que me expliques, como para empezar, ¿no?, qué es eso que Nico dijo recién. Decidís, por ahora, y deliberadamente, dejar afuera de la conversación a Marcos.
–Nada, no es nada. Cuando una vez vino el psicólogo de la obra social a verlo y lo tuvo que ir a buscar al campito, cuando se lo traía una de las cirujas gritaba eso. Tragás saliva, una saliva muy espesa, y sacás tu cuaderno. Siempre te pareció invasivo grabar a tus entrevistados. –Bueno, vamos a empezar. ¿Les parece? Así no les robo mucho tiempo. –¿Dónde está Nico? Nico ha desaparecido. –Andá a buscarlo, Marcos. No vaya a ser que se haya metido en el ropero con el gato. El musculoso se levanta como un autómata y sale de la sala. Aprovechás para preguntar: –¿Hace mucho que están juntos con Marcos? –Nah, ¿qué va a hacer mucho?, ja-ja. Como dos años más o menos. A ver... Sí, más o menos eso. Pero es bueno. O sea, lo cuida bien a Nico, Nico le tiene miedo y si se porta mal lo mando a él y donde le ve el puño se caga todo y le hace caso. Medio que lo tengo de mascota, viste. De sex-toy, ja-ja-ja-ja. Pero bueno, ¿qué más quiere? Tiene casa y comida gratis.
Más allá de las paredes mugrientas y del escaso y deficiente mobiliario, no lográs explicarte cómo esa madre soltera pudo acceder a una vivienda tan costosa. Asumís que Marcos no trabaja, así que le preguntás a qué se dedica. –¿Yo? Me rasco todo el santo día. Cobro un sueldo como si trabajara en la empresa de mi viejo. Es dueño de una fábrica de vainillas. Recordás que en el expediente mencionan a los padres de ella y aprovechás el pie que te dio. –¿Nico ve seguido a los abuelos? Ella niega con la cabeza y revolea las pupilas. –Ponele... A Nico mi viejo lo re-malcría. Se la pasa dándole guita, mucha, y el pendejo se gasta todo en McDonnald’s, o en chizitos y esas porquerías, o se va a los jueguitos del centro, o se compra queso, porque le gusta el queso, y después se le hacen unos bolos fecales tremendos y termina internado. No le importa nada a mi viejo, ¿entendés? Porque si querés a tu nieto no hacés eso. Pero claro. Él está cagado en guita. Y se cree que con eso puede manejarnos a todos. Pero todos sabemos que es él el dominado. Un dominado de mi vieja. Porque
a mi vieja todos le tienen miedo en la familia. Yo no, ¿eh? Ojo. Yo no. Y Nico tampoco. La adora. En eso vuelve Marcos llevando de la oreja a Nico. Nico está desnudo, lleva en brazos un gato gris. Cuando se sienta al lado tuyo, empujado por su padrastro, alcanzás a ver que los cachetes del culo están llenos de mierda. Ya te estabas acostumbrando al olor, pero ahora, sin ropa interior de por medio, se siente más. –Estaba desnudo metido en el ropero de nuevo. Lo rompí. Me quedé con la manija de la puerta en la mano. Daniela mira a su hijo con asco. Preguntás, haciéndote la ingenua: –¿Juega con el gatito en el ropero? –No. Es el padrastro el que contesta. No querés mirar, pero la actitud de esos dos te obliga, y ves que Nico tiene toda la entrepierna arañada. Finas rayas rojas abiertas en la carne de las caras internas de los muslos, de la pelvis, incluso en el diminuto pene. Y es Marcos el que, inexpresivo como siempre pero mirándote a los ojos, sale con esa estupidez para detener tus elucubraciones:
–Una vez me dolía tanto una muela que me la arranqué con una pinza de esas de mecánico, ¿vio, señora?, y después no me paraba de sangrar, parecía que vomitaba sangre, y tuve que irme corriendo al hospital. No sabés si reírte o demostrar compasión, porque no tenés manera de dilucidar con qué intención te lo contó, más allá de que se trate de un intento por desviarte de la cuestión del pibe encerrado desnudo con un gato en el ropero. Como sea, el alarido que pega el gato cuando Nico le tira de la cola hace que todas las cabezas giren. Él los ignora, y la madre te dice: –Nico ama a los animales. Al perro también lo adora. Ahora Nico se ha metido toda la cabeza de la mascota en la boca. Vos no te vas a dar por vencida tan fácilmente. –Nico, contame. ¿Qué es lo que hacés con el gatito en el ropero? Cuando se saca la cabeza de la boca el animal maúlla con debilidad y deja los ojos cerrados y las orejas reclinadas. Ambos, animal y... y pibe, respiran con dificultad, agitados. Madre y padrastro esperan expectantes. Hasta que ella toma la palabra por su hijo.
–Nico habla cuando quiere. No creo que te conteste. Pero Nico parece ser que esta tarde está hablador. –Es para que haga ruidito. –¿Qué ruidito, Nico? –Para que ronronee es, ... ¿cómo era que te llamabas? –Micaela. –Micaela, cierto. Lo mete en el ropero para que ronronee. ¿Querés un cigarrillo? Acá encontré otro. –No, gracias, Daniela. No fumo. El gato acaba de lanzar un maullido tan repugnante que saltás en tu asiento. Nico le sostiene el cuello de tal manera que el felino no puede defenderse con la boca. Y lo que está haciendo el pendejo con la otra mano es retorcerle las cuatro patas. –Nico, ¿sabés qué vamos a hacer? Vamos a charlar un rato con vos y papá y mamá... –No es el padre. Te puteás por dentro y no podés evitar cerrar los ojos para que el auto-reproche sea más certero. Sentís olor a cigarrillo de nuevo. Debe haber prendido el que te ofreció.
–Perdón, es verdad. Vamos a charlar un rato con vos, con Marcos y con mamá. Dejamos que el gatito se vaya a descansar y charlamos. ¿Te parece, Nico? Los alaridos del gato van en aumento y parecen los de un niño siendo torturado, y llegan a un paroxismo y luego se detienen. Los ojos del animal están desorbitados. Nico gira la cabeza y te mira, siempre babeando con esa boca siempre entreabierta y mostrando dientes rotos. –Sacale una foto sufriendo. Sentís cómo el escalofrío más intenso de tu vida te recorre el cuerpo. –¡Dejá ese gato ya! El salto que das cuando oís la voz encolerizada de Daniela hace que Nico también se sobresalte y suelte el gato. Recién ahí tu mente alterada descubre el garabato multicolor que reposa sobre la mesa ratona. Usándola como clara y evidente distracción, levantás la hoja de papel y preguntás: –¿Esto lo hizo Nico? Sin dejar de mirar a su hijo con odio, Daniela contesta en un susurro de desinterés: –Sssssi.
Nico se ha recostado contra el respaldo del sillón que con vos comparte y ha empezado a tocarse el pito muy tranquilo. –Sí, en el centro de día al que lo mando. Lo lleva Marcos. Según las maestras, cuando no está revolcándose en el suelo arriba de la comida que tira, hace estas giladas. Vení, Nico, que te doy plata para que vayas al kiosko. No te diste cuenta pero la muy reventada acaba de meter una mano adentro del pantalón y de sacar unos billetes de su bombacha, si es que lleva puesta una. Le alcanza la plata por encima de la mesa ratona. Nico toma los billetes y se levanta. Camina dando vueltas por la habitación de nuevo. A vos no se te ocurre cómo carajo seguir con la entrevista. No has anotado nada en tu cuaderno. Deberías pedirles al menos que te muestren el resto de la casa, cómo viven, pero no te animás. De repente Nico se abalanza sobre su madre desde atrás y le mete las manos adentro del corpiño apenas cubierto por la camisa que lleva puesta. –¡Salí, pendejo forro! ¡Rajá de acá! Que la única guita que tengo es esa que te di. No tengo más. Traele a
Micaela una de las pisetas que hiciste en el centro, así come algo, pobre, que no le ofreciste nada desde que llegó. Nico la mira, desafiante, dispuesto a volver a la carga sobre su corpiño. Es hora de que intervenga Marcos, amagando con levantarse. –Nico... El pibe obedece. De hecho, sale corriendo hacia lo que estimás que es la cocina. Daniela te mira con una sonrisa propia de alguien que ha fumado mucha marihuana recientemente. –No sabés qué rico que cocina en el centro. Antes de que puedas responder Nico vuelve trayendo en una mano, efectivamente, una pizzeta. Se te acerca, siempre desnudo, y te tiende el pedazo de masa recubierto por una musarela repleta de pelos de animal y tierra. Sonreís. Le sonreís a él. Le sonreís a la madre. No te molestás en mirar al padrastro. Agarrás la pizzeta. Y mordés la pizzeta.
Y mientras empezás a masticar el bocado no podés dejar de imaginarlo a Nico poniéndole la musarela roñosa mientras la baba se le cae sobre la masa precocida. La nauseas avanzan por tu esófago. Con la boca llena hablás como podés y pedís que te indiquen el camino al baño. Prácticamente corrés intentando seguir las toscas indicaciones de Daniela. Alcanzás a cerrar la puerta y el olor del sorete que flota en el agua del inodoro aumenta tus nauseas. Querés escupir lo que tenés en la boca antes de concentrarte en vomitar pero primero necesitás apretar el botón para mandar la mierda por la cañería, y todo gira a tu alrededor y te venís de cabeza. Manoteás el aire en vez de intentar frenar la caída. Aterrizás con tu frente sobre el borde de la tasa del inodoro. El pedazo de pizzeta inmunda a medio masticar sale de tu boca al tiempo que se abre la piel por encima de tu ceja derecha y el golpe en el cráneo termina de concretar tu desvanecimiento. Quedás acostada en ese piso bien frío, sangrando entre el inodoro y la puerta.
No aguanto más y decido marcharme. A pesar de la mandíbula apretada de mi madre, que por una vez no dice nada, y de la estudiada indiferencia de mi padre, que lee los avisos fúnebres con la concentración de siempre, abro la puerta y salgo de mi casa para no volver. Una valija azul y un bolso rosado, comprados con mi primer sueldo, intentan contener los diecisiete años de mi vida que saco a rastras hasta la vereda. Afuera, en el mundo, me espera el coche destartalado y ruidoso fabricado hace dos décadas, con el motor encendido y Claudio al volante. De camino a mi nuevo hogar intento hurgar en mis sentimientos y recuerdos, todavía tengo instalada la vieja creencia de que es oportuno o beneficioso o conveniente hacer balance de la etapa que se cierra. Me encuentro frente al primer asombro: en este preciso instante no siento tristeza ni la más leve nostalgia, sólo una alegría primitiva y sensual, quizá producto del viento que se cuela por la ventanilla y que me desordena el cabello y me golpea el rostro con la fuerza de la libertad. Lleno de aire los pulmones en un intento por retener un instante más el gozo aunque ya sé que es inútil querer estirar esos momentos volátiles. E inevitablemente, al pensar en lo fugaz del
placer y, como si lo llamara, llega el remordimiento que me roza apenas como una medusa y me deja un ardor molesto y obstinado. Claudio pone la radio a todo lo que da y el sonido exagerado pega en mi cabeza y me explota en el cerebro. Aprieto los dientes, giro la perilla con brusquedad y el ruido desaparece como cortado a golpe de machete. Después clavo la vista en el paisaje urbano que conozco de memoria. Él me mira brevemente —lo veo por el espejo de mi puerta— y sigue manejando en silencio. Dos cuadras después me pregunta: —¿Te pasa algo? —No, qué me va a pasar. Lo miro de soslayo y veo que mientras conduce tiene esa expresión beatífica de quienes intentan recordar un número de teléfono o son tontos de nacimiento. —Claro que me pasa algo. Para empezar, acabo de irme de la casa de mis padres. Para seguir, salgo cargada de paquetes, vos te quedás sentado en el auto y ni siquiera te bajás a ayudarme con el bolso.
—Es que te vi llegar, tiraste tus cosas dentro del auto y cuando me di cuenta ya estabas arriba y cerrando la puerta. —Si voy a esperar a que te bajes... Tuve que cargar todo yo sola y lo que es peor, con mis viejos mirando por la ventana. Después preguntan extrañados cómo es que me voy a vivir con un ordinario como vos. —¿Un ordinario, yo? Si ellos ni siquiera salieron a despedirse. —Tendrías que haber entrado a saludarlos —digo, consciente de la inutilidad de la discusión pero poco dispuesta a ser la primera en abandonar el barco en disputa. —Ponete en mi lugar. Ellos están enojados porque te venís a vivir conmigo, y no pienso ir a meterme en la boca del tiburón. —¿Lo de tiburón es por mi padre? —No, nena. Es por tu mamá. Un gran cansancio baja y se instala en mi cuerpo. Estoy disparando mis cartuchos para el lado equivocado. —Sí, tenés razón —claudico—. Es que me da pena haberme marchado así, dejar a todos tan enojados.
—Si no estás segura de esta decisión, tomate tu tiempo, pensalo mejor. —Es tan difícil crecer… y elegir caminos, descartar otros. Si pudiera, me partía en dos. —Esa posibilidad no existe, no podés dividirte. O vas para un lado o te quedás en el otro. El coche se detiene frente a un edificio decrépito y manchado de hollín de la Ciudad Vieja, y descendemos arrastrando el equipaje hasta un palier lúgubre, que huele a cebollas fritas y a diarios mojados. Yo miro alrededor, aunque no hay mucho que observar. Las paredes de estuco negro con vetas blancas parecen inclinarse sobre nuestras cabezas y de los cinco artefactos de luz con forma de garras de bronce que se extienden hacia nosotros amenazantes, cuatro están quemados. Claudio deja mis bolsos en el piso y aprieta el botón rojo del ascensor, uno de esos aparatos antiguos de madera y hierro que se desplaza dentro de una caja de rejas negras. Debe de tener como cien años y me pregunto cómo puede ser que todavía funcione. Apretamos cinco o seis veces el botón pero el ascensor, inmóvil, sólo responde con un silencio obstinado que interpreto como una
negativa a colaborar. Apoyo el peso de mi cuerpo en un pie, luego en el otro. Claudio y yo miramos hacia arriba, espiamos metiendo la nariz entre las rejas: el ascensor no aparece. Aprieto de nuevo el botón rojo, una, dos, tres veces, intento convencer al aparato a fuerza de insistencia. Nos sobresalta un temblor, el estremecimiento del edificio seguido de un ronroneo mecánico que nos anuncia un terremoto o la puesta en marcha del mecanismo. Sonreímos y volvemos la mirada hacia arriba, por donde vemos llegar la temblorosa caja de madera que nos dispensará de subir ocho pisos por las escaleras. Metemos todo dentro, cerramos las dos puertas de tijera y oprimo el botón negro que lleva al octavo. Otro estremecimiento como de fiera que despierta seguido de un ronroneo, y el ascensor comienza a subir con una parsimonia digna de sus años. La valija, el bolso rosado, dos o tres bolsas de nailon, Claudio y yo ocupamos toda la superficie disponible. Miro el espejo y me reconozco allí dentro a pesar de las manchas negras de humedad en forma de filamentos que, como arañas, o várices me adornan la cara. En cámara lenta, veo pasar el palier sombrío y empapelado en flores marrones del primer pi-
sooooooooooooooooooooooooooooooooo, el palier recién pintado y con plantas de plástico del segundo pisooooooooooooooooooooooooooooooooo. Claudio hace un chiste sobre una tortuga y yo no veo la hora de terminar con este viaje. Incómoda y ansiosa, no puedo evitar preguntarme cómo estarán los viejos, si mamá y papá seguirán enojados conmigo. La medusa del remordimiento pasa, me toca y se va, pero deja el escozor de la culpa. No alcanzo a sufrir demasiado: el ardor imaginario queda súbitamente desplazado por la realidad física de una sacudida tremenda, una frenada violenta del aparato que me hace trastabillar, me obliga a hacer equilibrio apoyando la espalda contra el tabique de madera. Enseguida, otro cimbronazo sísmico, el último estertor de la fiera antes de llamarse a silencio. El ascensor queda detenido, trancado entre el tercer y el cuarto piso, sumido en un obstinado mutismo. Aprieto el botón negro del octavo piso, pero el aparato parece muerto. A través de la puerta de reja negra, sólo se ve un muro al que le falta pintura y más arriba, la parte inferior de la puerta de tijera del cuarto piso. Me siento desespe-
rar, pero no hay sitio ni para hacerse el loco. Hago lo único que puedo hacer y me prendo al botón rojo de alarma con desesperación de náufrago, mientras Claudio intenta abrir la puerta oprimiendo resortes. —No te gastes tocando la alarma —dice de espaldas, sin mirarme—, porque el domingo no hay portero. —Nos puede abrir algún vecino —respondo justo antes de recordar que en ese edificio hay oficinas, casas de masajes y algún que otro viejo, que debe ser sordo. En el umbral del desespero escucho el clic que hace el mecanismo al abrirse, y el chirrido metálico de la puerta tijera corriendo sobre los rieles, abriéndose. La sonrisa de Claudio me llega a los ojos y me devuelve a la vida. Pero abierta la primera puerta, aún nos queda alcanzar la segunda, la del cuarto piso, que está a más de un metro ochenta de altura. No hablamos, pero nos miramos y nos entendemos. Él me alzará, me empujará desde abajo, yo abriré la segunda puerta, entraré reptando al cuarto piso, y luego tiraré de él desde arriba. Me detengo por un instante a escuchar los sonidos del edificio, intento percibir alguna señal de vida. Vano esfuerzo, el silencio parece haberse galvanizado al edificio.
Claudio me ayuda a subir casi hasta el techo del ascensor, llego al suelo del cuarto piso, me tomo de la reja de la puerta corrediza y la empujo con fuerza hacia el costado, intento abrir el mecanismo a la fuerza. Para mi asombro, se abre sin problemas. Miro hacia abajo, a Claudio, busco su ánimo para continuar, pero sólo veo su frente transpirada que hace más y más fuerza para sostenerme en alto. Debo apresurarme. Tomo impulso, paso la cabeza por el hueco que queda entre el techo del ascensor y el suelo del cuarto piso, repto, arrastro medio cuerpo fuera de la caja del ascensor y me detengo a llenar de aire los pulmones, exhausta por el esfuerzo, me detengo así, quedo así, con el torso en el cuarto piso y las piernas colgando dentro del ascensor. Y escucho el estertor asmático que corta el silencio. (la bestia se despierta) Siento en mis huesos la sacudida, escucho el ronroneo y enseguida estalla el estrépito del viejo motor que resucita. Adelantándose a mi espanto, el ascensor se pone
en marcha y pasa hacia arriba, pasa por mí, pasa sobre mí camino al octavo piso. (pasa y me roza, como la medusa o el remordimiento) El grito desgarrador de Claudio explota a mi lado, aquí cerca, luego se aleja hacia arriba, lo escucho cada vez más lejos, y a mí me queda el ardor que anuncia que mi cuerpo fue cortado en dos. Intento recordar cómo se define la separación o extirpación de una parte del cuerpo, pero la palabra se me escapa, no me viene a la memoria. Evalúo las consecuencias de la división: me preocupa saber dónde ha quedado mi conciencia, dónde mi ser y mis instintos, ¿dónde quedó la culpa? No tardo en advertir que estoy en el cuarto piso con mi cabeza y la mitad de mi tronco, y que también viajo en el ascensor rumbo al octavo, junto a la otra mitad de mi tronco y las piernas. Veo a Claudio que mira mis extremidades y grita y la cara se le contrae en una mueca que forma una máscara de horror. (ablación, la separación de una parte del cuerpo se llama ablación)
Sí, soy una mujer dividida. Pero ya lo era antes, aunque ahora sí podría estar en la casa de mis padres y vivir con Claudio, todo a la vez. Aunque él haya dicho que no es posible. Es extraño, pero no siento dolor alguno. Sólo una leve picazón en el muslo derecho, en el sitio donde anoche me picó un mosquito. Y siento un ardor, que no es diferente del otro ardor. Claudio ya está en el octavo piso y continúa perforando los tímpanos de todo el barrio, los vecinos del edificio comienzan a salir de sus apartamentos, a acercarse, a agolparse en torno a sus aullidos. Alguien abre la puerta del ascensor, lo sacan a rastras hacia el corredor y lo llevan dentro de un apartamento, pero sus gritos quedan adheridos a las paredes del edificio. Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah Por el pasillo del octavo veo a una mujer de minifalda blanca muy justa, medias de red negras y zapatos de taco altísimo. Camina y sus muslos gelatinosos acompañan el movimiento, se detiene frente a la puerta del ascensor, me mira a través del rímel de sus pestañas y tuerce su boca debajo de la capa rouge.
—Qué asco —dice, como si yo me hubiera cercenado el cuerpo a propósito, sólo por el placer de enchastrar el piso del ascensor. Da media vuelta, se va por el pasillo y yo veo sus piernas que se alejan sacudiendo la gelatina de los muslos al compás de la marcha. Entra por una puerta del corredor y vuelve a salir casi de inmediato, esta vez con una tela negra en la mano. Taconea decidida, se mete dentro del ascensor, desde el suelo veo su tanga rojo cardenal. Detrás aparece una pareja de viejos tan decrépitos como el entorno y una señora de mediana edad en bata de baño, todos miran mi cuerpo mutilado, apretados entre el asco y el morbo. Ya no se escuchan los alaridos, me pregunto si a Claudio le habrán dado un sedante o lo habrán amordazado. Desde algún sitio me llega la descarga de la cisterna de un water y casi simultáneamente alguien enciende una radio, y el sonido toma posesión del edificio a ritmo de cumbia. La pareja de viejos decrépitos intenta acercarse para ver más y mejor, pero en el ascensor no hay espacio suficiente y ellos se resignan a mirar el espectáculo desde la puerta, en segunda fila. A mi lado, la dueña de la tanga
roja despliega la sábana negra y cubre mis piernas y mi torso, condenándolos a una oscuridad con olor a cebollas fritas. Cuatro pisos más abajo, una mujer joven sale de la puerta más cercana camino a la boca del ascensor, me mira a la cara y se tapa la boca con las dos manos. Que no se le ocurra cubrir mi otra mitad con una sábana, pienso. Un niño como de tres años llega corriendo detrás de ella, se detiene justo al costado de mi brazo izquierdo, me mira como si algo le hiciera mucha gracia. La mujer le tapa los ojos y lo arrastra hasta la puerta de su casa, que quedó abierta. El niño logra desasirse, vuelve la cabeza, me sonríe, yo le devuelvo la sonrisa y él me hace adiós con la mano libre. Oigo llegar la sirena de una ambulancia que detiene su aullido frente al edificio y que anuncia mi ablación a todo el barrio. Mete un escándalo que me hace enrojecer las mejillas de vergüenza al pensar que es por mí. Mis piernas, en el octavo, comienzan a entumecerse por la posición dislocada. La roncha que anoche me dejó el maldito mosquito pica más que nunca, pero mis dedos, quince
metros más abajo, se mueven en vano: ya no pueden hacer nada. En el cuarto piso escucho pasos acercándose por las escaleras. Un hombre bajo y obeso en guardapolvos blanco llega, se detiene al lado de mi cabeza y hace un gesto de asco que me ofende. Casi enseguida llega otro hombre, más joven y más delgado, también de blanco, mira mi torso y cabeza con indiferencia profesional y sigue de largo por las escaleras, hacia arriba. Al rato, en el octavo piso, lo escucho subir con dificultad de asmático los últimos escalones. Camina hasta mis piernas y sus pasos crujen como si tuviera zapatos negros, muy, muy duros. crish crish crish Levanta la tela negra y mira con la misma indiferencia profesional que empleó cuatro pisos más abajo, mira mis piernas y mi medio torso. Hace a un lado la sábana y yo agradezco el gesto humanitario. Enseguida vuelve el taconeo de la mujer de la tanga roja que escucho acercarse rápidamente por el pasillo. Sus pasos se colocan en segunda fila, detrás del hombre de blanco, me llega el siseo de un comentario que no alcanzo a oír pero
que adivino despectivo. Los viejos morbosos ya no están, deben haberse aburrido de ver sólo una sábana negra. El médico se limita a observarme con cara de sueño, y hace anotaciones en una hoja. —¿A qué horas ocurrió el accidente? —pregunta a la tanga roja, sin darse vuelta. La mujer vacila unos instantes, como si consultara el reloj y pensara. Entiendo que quiere ser precisa en su declaración y aprecio su exactitud de relojero suizo. —Hace doce minutos. El médico se da vuelta, le agradece con una sonrisa y le echa una mirada abarcativa que desciende por lycra blanca hasta la red negra de los muslos. —¿Vivís acá? —lo escucho preguntar en un tono algo menos profesional. —Noooooo, trabajo en la casa de masajes — responde orgullosa, apuntando a una puerta. El hombre de blanco parece interesarse. —¿Y hasta que horas está abierto? —Horario corrido, papi. Si querés…. El tipo duda, mira a un lado y al otro. Consulta el reloj y piensa. De pronto su mirada tropieza conmigo.
—No, ahora no puedo –dice con notorio pesar, haciéndome sentir menos que una mancha en el suelo. Ella levanta los hombros como diciendo “vos te lo perdés”. Los viejos del morbo alterado vuelven a salir de su apartamento —el olor a cebollas fritas viene de allí, estoy segura— a la búsqueda de emociones fuertes, y se paran en la puerta del ascensor, mirándome y cuchicheando entre ellos. Tendrán tema para sus noches de insomnio, pienso, y huelo las cebollas fritas que llegan en ráfagas. El médico y la tanga roja se sonríen de nuevo, luego ella se aleja golpeando los tacos contra las baldosas hasta perderse en una puerta cercana. Los gritos de Claudio se reanudan, llegan desde las profundidades de un apartamento y los viejos también se van, corren a través del pasillo, me abandonan por otra emoción aún más fuerte. Finalmente, yo quedo a solas con el médico, que termina de hacer sus anotaciones en la hoja y la guarda. Me vuelve a mirar con cara de qué me importa, y a mí me gustaría hacerle saber que el ardor está creciendo dentro de mí.
Los alaridos de Claudio parecen interminables, ya no puedo escuchar la emisión del programa de cumbias. Cuatro pisos más abajo, el gordo petiso también llena la hoja. El gesto de asco sigue petrificado en su cara y me pregunto si no formará parte de su personalidad. El niño que ríe aparece de nuevo, tal vez escapado de su madre, y camina hasta mí como un pato. Se acerca en silencio para que no lo vea el médico, y me saca la lengua. Yo le contestaría con el mismo gesto, pero no lo hago, me parece una falta de respeto al profesional que me asiste. Por fin, el médico lo ve. —Andá con tu mamá, nene. La mujer llega corriendo, lo toma del brazo y lo mete de nuevo en el apartamento. Después vuelve y me mira, aunque ya no se tapa la boca. —Pobre chica. Es tan joven. El médico se da vuelta y la mira. Después pregunta: —¿A qué horas se produjo el accidente? —No sé, hace como diez minutos. La mujer empieza a lagrimear en silencio y a mí me da mucha pena, aunque no sé bien si es por su dolor o por el mío o por el ardor que crece. Los aullidos de Claudio
me irritan y me alejan del dilema. El médico le explica a la mujer, tal vez porque no hay nadie más a quien explicarle. —Debemos trasladar el... los... el cuerpo a la morgue. Me mira él y ahora ella, además de triste parece confusa, como si no pudiera determinar qué es lo correcto en estas situaciones, sin embargo a mí me alegra ver que dejó de lagrimear: ya aparecerán otras razones en su vida para llorar. El médico termina de anotar y declara con voz televisiva: —Hora de la defunción, catorce y treinta. Su tono no admite discusiones. Yo acato la orden y comienzo a extinguirme, me extingo hasta morir. El ardor se diluye en la nada, queda en el pasado junto a los remordimientos, a la culpa, a la pena, y todo se licúa en el vacío al que voy entrando. También los gritos, los hombres de blanco y el edificio lúgubre se van borrando hasta desaparecer. En este túnel oscuro en que me encuentro ahora suceden cosas terribles, cosas que jamás me animaré a contar. Pero al menos, ya no estoy dividida ni siento olor a cebollas fritas.
I
El día que lo conocí, el chico cargaba un hacha apoyada en el hombro. Los dedos se le aferraban con fuerza a la cobertura de cuero cocido que lucía el mango en la parte inferior. Hasta sus venas parecían apretar la herramienta con la determinación ciega de quien realiza un acto por instinto. Sumado a la postura perfecta, una mirada imperturbable pero gélida, de serenidad asesina, todo él me sentir miedo. Creo que la abogada se esperaba una reacción así. El tipo me miró de arriba abajo y esgrimió media sonrisa mientras asentía con la cabeza, como si no estuviese dispuesto a esbozar otro tipo de saludo. La doctora Torres se encargó de hacer las presentaciones. —Mariano Boehringer —dijo mientras le apoyaba una mano en el hombro y lo zarandeaba (como si zarandear a semejante bestia hubiese sido posible) —. El señor Francisco Cañada; su tío y curador. Todavía me acuerdo del día que me llamaron. La noticia de que habían asesinado a mi hermana y a su esposo me dejó no solo perplejo, sino también incrédulo. Lo tomé como una equivocación, una comunicación cru-
zada. Hacía dieciocho años que no sabía nada de mi hermana y su nombre no me movilizaba en lo más mínimo. Vinimos, los Cañada, de un árbol genealógico reseco y quebrado; nuestros lazos no son otros que los que pudimos construimos en la exogamia. Desde que papá muriera y mamá se quitara la vida, los cinco hermanos vendimos la casa y nos hicimos con nuestra parte. Firmar el acuerdo también sancionó el fin de nuestras ligaduras: Diego se mudó a Buenos Aires, Agustín cruzó la cordillera hacia Chile, Luciana simplemente desapareció y Belén… Belén no se fue lejos, se mudó a Alta Gracia, pero canceló toda comunicación posible. Y yo, como siempre fui el que mantenía los pies en la tierra, me mantuve en mi lugar: la casa de al lado. Casi veinte años de incomunicación habían desdibujado la silueta de Belén, y lo violento de su muerte no terminaba de hacer nido en mi corazón. Hasta el día de hoy no he sentido tristeza genuina. He llorado, claro, como lo haría por cualquier amigo… El almacenero, el sodero. Mi atención estaba dispersa, no puedo negarlo, lo que más me preocupaba era Mariano. Recordaba haber recibido el rumor; los vecinos no dudaron en contarme.
—¿Te enteraste de que Belén adoptó? Adoptó. El árbol familiar se quebraba una vez más. Estábamos condenados a dejar el apellido morir, de eso no había duda. Yo, por mi parte, no había hecho mucho para evitarlo. Me había dedicado a espantar mujeres y coleccionar discos de rock progresivo. Nunca fue mucho, pero suficiente para mí. Hasta el día en el que me enteré de que el niño – ahora adolescente– había sido declarado culpable de los asesinatos, pasaba las mañanas trabajando en la facultad, las tardes leyendo, reclinado en el alfeizar de la ventana, y las noches a la orilla del río, tirando de una línea que no juntaba más que basura. Solía disfrutar esconderme entre la oscuridad, nadie me molestaba. Por la noche la rivera es un mundo distinto, un universo en el que la oscuridad tiene sabor a piedra y a culpa. Cuántas veces sentí deseos de tirarme al agua y dejarme llevar por la corriente. Cuando me enteré de que el niño que habían adoptado mi hermana y su esposo había salido del centro de detención juvenil, me sentí raro durante poco más de una semana. El sabor del río pasó de pétreo a sanguíneo, y las
voces y risas lejanas lo coparon todo. Supe en ese instante que ya no era dueño de la rama que tenía mi nombre.
II
Si los ojos de Mariano Boehringer miraban con astucia, sabían muy bien cómo esconderla. El joven parecía no entender nada de lo que estaba pasando. Yo, por el contrario, ya estaba percatándome de varias cosas. Mi hermana se había juntado con un hombre del que yo sabía poco y nada, y no tardaría esto en convertirse en una desventaja. Había llegado para conocer a mi sobrino adoptivo sin armas con las que defenderme. Él, por su parte, tenía el hacha. Fueron semanas difíciles, las previas a intervenir. Me había contactado con una veintena de juzgados, llamado cinco veces por día a mi abogado y vuelto a fumar con furia y resignación. Las mañanas eran interminables, las tardes se empecinaban en llorar y yo encendía mis cigarros bajo la lluvia sin que esta los apagara. Cuando por fin pude comunicarme telefónicamente con la fiscal, la doctora Torres me puso al tanto de muchas cosas.
—El proceso de nombramiento de curatela es largo y tedioso. Pero no se preocupe, estamos en situación excepcional, verá, Mariano no solo es menor de edad, sino que también tiene un retraso madurativo importante. No, déjeme terminar, no solamente necesita un acompañante sino que también alguien que se haga cargo de él. La jueza está dispuesta a “apurar los trámites” si usted guarda silencio sobre algunas cosas… Verá, es la misma jueza que realizó la condena, pero fue una condena apurada, no había pruebas suficientes. Pero como el chico era adoptado, no había dónde meterlo y nadie a quien le importara, lo mejor era que estuviera adentro. La cuestión es que es tranquilo, no es peligroso para nada. Creemos que es un caso abierto el de su hermana. Ah, por cierto, una lástima. Al chico lo encontraron sacándole filo al hacha con la que habían descuartizado a su hermana y cuñado. Creemos, hoy en día, que no se debe a que sea él el culpable, sino que, en su discapacidad, no terminó de entender lo que pasaba. Si tiene dudas, puede hablar con la psicóloga que lo atendió en el centro socioeducativo. Sí, no se haga drama, Cañada, ella le va a decir todo lo que necesite usted saber.
III —¿Qué haces con eso, Mariano? —le pregunté intentando romper el hielo. Aunque tenía una necesidad acuciante de mirar el hacha, no lo hice en ningún momento. Me inquietaba el simple hecho de estar hablando con él. Era al mismo tiempo mi sobrino y un sospechoso de doble homicidio. Corpulento, musculoso, colosal. —Cortar árboles —respondió, escueto. Aparentaba al menos el doble de la edad que la fiscal me había informado. —Sos leñador, entonces. —Sí. Las condiciones nunca estuvieron claras. No sabía si debía mudarme a Alta Gracia con él o si podía viajar a verlo. La fiscal Torres me dijo que no me hiciera problema, que me concentrara en hablar con la licenciada Bregmann y que conociera la historia del chico. Le permitirían volver a la casa de sus padres y hacerse cargo del negocio familiar.
Mientras la fiscal rompía un sobrecito de stevia, no dejaba de toquetear la pantalla del celular. Me ponía nervioso. —Bueno, usted quédese tranquilo. Él va a salir en libertad mañana y va a ser trasladado de nuevo a Alta Gracia. Cuando le preguntamos, nos dijo que quería volver a hacer lo que hacía con su papá antes de que pasara todo esto. —¿Hacer qué? —Tu cuñado era leñador, tiene una fábrica de madera, o algo así. —Pero no pueden dejarlo ir solo, es menor y retrasado. —Bueno, estamos en un gris medio difícil de tramitar, Cañada. El mocoso tiene diecisiete años hace once meses y medio aproximadamente. Imagínese que en quince o veinte días va a ser un adulto. Sabe cuidarse solo. El retraso no es tan retraso, va a andar bien. —Ustedes se están lavando las manos, me habían dicho otra cosa. —Mirá, Francisco, voy a ser sincera. —Dejó de revolver la lágrima y golpeó la cucharita dos o tres veces
contra la porcelana—. No hay ser en este mundo al que le preocupe Mariano. No tiene historia, pasó toda su infancia temprana en orfanatos y hogares hasta que tu hermana lo adoptó. Hoy en día quedaría desvalido si no le diéramos una oportunidad. Es más, yo estoy haciendo todo lo posible para que vos no tengas que pasar por un juicio de dos o tres años para acercársele. Deberías ver el lado bueno de las cosas. —¿Y si están equivocados? Anda con el hacha de allá para acá como si fuera un juguete. —Es el favorito de todos, el hacha es suya y no tiene filo. Por eso se la dejamos tener. Imaginátelo como a un niño con un juguete enorme. —Un niño que va a vivir solo. —Te tiene a vos ante cualquier eventualidad.
IV
Tuve varias reuniones con la psicóloga que lo había evaluado durante los años de detención. Era una chica jovencita pero muy despierta. Me atendía en un edificio antiguo ubicado en Villa Allende, en una habitación que
de tan pequeña era opresiva, decorada con al menos una decena de cuadros similares entre sí. Rayones de grafito sobre fondo blanco. Luz mortecina. Un sillón gastado. Libros de lomo negro. Una lámpara alta, siempre apagada, negra también. Y el inconfundible olor a humedad que brotaba de los cimientos. Según lo que me dijo en el primer encuentro, Mariano no tenía ningún referente familiar de sangre y se había criado en un orfanato religioso de Alta Gracia. Si bien no había registro alguno de cómo había ingresado a la institución, el joven había asegurado no tener memoria de haber vivido en otro lugar. La licenciada me mostró el expediente y me indicó que, el día de la fecha en la que había podido hablar de estas cuestiones con él, había tenido cerca de una hora y media de sesión. —Lo ameritó, no tenía otras entrevistas agendadas y fue la primera y única vez que se abrió conmigo. Es un chico encantador, no encontré indicador alguno de que fuera él el que perpetrara… el crimen, ¿vio? Me dio a conocer los detalles y tuve que tomar notas para no olvidarme la mitad de la información. A la edad de ocho años, Mariano había sido adoptado por Be-
lén y Eduardo, quienes vivían a las afueras de la ciudad. Se dedicaban a la plantación, tala y venta de madera exótica. Comencé a entender un poco más. Se mostró interesada en el hecho de que no hubiera conocido a mi sobrino hasta ese entonces, y le expliqué las razones por las cuales el árbol familiar de los Cañada era una causa perdida. Pareció distinguir algo que yo me encontraba lejano a vislumbrar, porque me señaló como “peculiar” el “tema de los árboles”. Debo de haber parecido un idiota, porque me explicó con más detenimiento que, según lo que había podido entender ella, los árboles eran una parte importante en la familia de mi hermana Belén. —Había una cosa que aparecía en cada sesión, algo que Mariano solía comentarme, su deseo de reconstruir la historia de su familia —me explicó. —No suena muy malo. —¡Para nada!, al contrario, es muy positivo esto; que Mariano haya podido figurarse esta meta nos da la pauta de que se encuentra transitando una adolescencia normal. Como todo eso me era ajeno, asentí y callé.
V
Durante meses, visité al chico por lo menos dos veces a la semana. Mis temores habían sido infundados; parecía ser que Mariano no tuviera problemas en manejarse por su cuenta, lo que me dejaba tranquilo. Se levantaba temprano, desayunaba, recorría el monte, cuidaba los árboles, hablaba con los clientes, preparaba pedidos. Fue difícil formar un vínculo con él. No solamente su mirada y presencia me inquietaban, parecía un robot la mayoría de las veces. Realizaba movimientos con precisión matemática y automatismo mudo. Y sus ojos analizaban todo lo que lo rodeara. Muchas veces tuve miedo, pero alejaba esos pensamientos negativos como si fuesen moscas. Me repetía lo que la fiscal y la psicóloga me habían explicado y tomaba responsabilidad por mi inseguridad pseudo paternal. “Sos vos, Francisco”, me repetía una y otra vez. La casa en la que Belén había vivido era modesta y antigua pero cómoda. Se encontraba a las afueras de Alta
Gracia, como me habían dicho, y contaba con poco más de cuatro hectáreas de plantación de árboles exóticos que Mariano cuidaba con un cariño y una pericia propios de artesano. La primera vez que lo visité, ahí estaba mi sobrino, esperándome en la puerta con su hacha al hombro. Me guio por el bosque, me mostró las distintas especies que allí crecían y me explicó cómo era que realizaba su trabajo. No era muy expresivo, todo lo hacía y decía sin emoción. El hacha aún me inquietaba, y lo hizo durante meses. La segunda sonrisa que observé en él, la esbozó cuando llegamos a la parte más espesa del bosque. En ese trayecto, los árboles eran de corteza blanquecina y el cielo se escondía entre un follaje anaranjado. Me sorprendí al ver semejante espectáculo y comprendí la razón de su felicidad. Yo también me sentí bendecido de cruzar por allí. —Estos son los abedules —me explicó—. Se venden a muy buen precio, tienen una de las maderas más tiernas y pálidas del mercado, además de ser maleables para revestimiento de paredes. —Tenés muchos, veo.
—Un poco más de la mitad de toda la plantación es de abedules. Los más blancos son los mejores y los más caros. Papá me dijo que, si tenemos algo que nos una como familia, son los abedules. Jamás lo había oído hablar tanto. Transitamos el sendero, bordeamos un pequeño arroyo y volvimos a la casa. No volvió a hablar en lo que quedaba del trayecto, y tampoco lo forcé. Nuestra obcecada relación demostró ser funcional y con eso nos conformamos durante un tiempo.
VI
Durante el otoño recibí una llamada desesperanzadora. La tragedia signaba una vez más el futuro de mi apellido. Diego había sido secuestrado. Siempre había sabido de él. Se convirtió en un periodista famoso y polémico. De esos que tientan a los políticos mafiosos de hacerlos desaparecer. Al parecer había logrado su cometido y la noticia cruzaba el país desde La Quiaca hasta Ushuaia. Recibí el mal trago sin chistar y
continué con mi cotidianeidad, Diego había sido claro al irse: —No quiero volver a ver a ninguno de ustedes — nos había dicho. Y era digno de ser respetado. Diego rondó por mi cabeza sin descanso hasta el final de junio. Me parecía verlo en cada esquina de mi casa, agazapado en la oscuridad. Me lo había callado hasta ese entonces, y se lo confié a la licenciada Bregmann. —¿Cómo es eso? —Se juntan a llorar. Él se agacha al lado de Belén, en el mismo rincón. Me derivó a un doctor cuyo apellido no pude retener. El psiquiatra me retuvo durante una hora, me pidió muchos detalles de mi vida privada y terminó por obligarme a tomar medicación por la mañana y la noche. Acepté esto de buena gana, no podía permitir que me quitaran la curaduría de mi sobrino. Además, tomar pastillas no era tan malo. Diego comenzó a no presentarse, pero Belén siguió firme en su puesto, solo que esta vez no lloraba, solo me observaba fijo. Una mañana de agosto, Mariano me llamó. Era la primera vez que él tomaba la iniciativa. Su voz al telé-
fono era tan monótona e inexpresiva como en persona, quizás por eso arqueé las cejas cuando me dijo que estaba contento. —Estoy planeando un proyecto personal. —¿Ah, sí? ¿De qué se trata? —Voy a construir mi árbol genealógico. —Qué buena idea. —Necesito que me ayudes. Viajé el mismo día. Lo hice con un bolso en el baúl. El chico me había invitado a quedarme una semana con él, y como me encontraba de vacaciones en el trabajo, no lo dudé. Nos levantábamos temprano, él antes que yo. Mariano se internaba en el bosque y talaba durante toda la mañana. Yo tomaba mate y miraba viejos álbumes familiares. También pasaba horas frente a la computadora. Era menester que encontrara a los hermanos que me quedaban, tanto por mí mismo como por Mariano, a quien no había podido darle mucha información sobre los Cañada. Me tranquilizó a su manera y me dijo que no me preocupara por la familia Boehringer, porque de ellos ya se había encargado él.
En Alta Gracia pude dormir sin problemas. Tampoco los había tenido en Córdoba, pero sí me costaba no mirar a mi hermana a los ojos cada noche. La extrañaba, solo eso.
VII
El día que encontré el paradero de Agustín, me sorprendí de enterarme que había vuelto a Córdoba un año atrás. Desde la cocina, mi sobrino miraba la pantalla de mi computadora con curiosidad mientras yo le contaba sobre su otro tío, quien al parecer no se había casado ni tenía hijos propios, y se dedicaba a la venta de propiedades. Mariano se había dejado crecer una barba poblada y de aspecto acerado y la acariciaba con gesto quedo mientras yo le explicaba por qué mi hermano se había ido del país. De repente, abandonó la habitación y volvió a los pocos segundos con un pellejo enrollado. Una vez que despejamos la mesa, lo estiró en su totalidad y pude ver que el trabajo que el chico había hecho era de verdad hermoso. El cuero bovino estaba labrado con guardas de
lo más complejas y elaboradas. En el centro había un árbol grabado a mano que contenía los nombres de todos los Boehringer y gran parte de mi familia. Observé que mi sobrino había investigado con pasión y estaba muy cerca de terminar su proyecto, lo que me llenó de orgullo. —Falta la tía Luciana, el tío Agustin y… yo —le dije con un dejo de desánimo. Había esperado ver mi nombre grabado. —Vos vas a ser el último, tío —me dijo mientras me sonreía. Una sonrisa genuina que me llenó de una angustia agridulce—. El último en ser agregado y el primero en verlo terminado. Esa noche me fui a dormir con la misma sensación invadiéndome el pecho, solo para despertarme aferrado a un terror infantil. Busqué en la oscuridad el interruptor de mi velador pero no lo encontré. Una segundo más tarde, me percaté de que no lo necesitaba. Ahí estaba Belén, mirando por la ventana, bañada solo por el tenue resplandor de la luz de la ruta. Me mantuve quieto y en silencio. Me imaginé que ahora era ella la que me extrañaba, por lo que agradecí su presencia. Luego escuché algo que se
arrastraba por el suelo y me asomé por el borde de la cama. Era Agustín.
VIII
Le había prestado mi auto a Mariano, quien dijo que tenía que cerrar un trato en Alta Gracia y que su cliente no podía verlo antes de las once de la noche. Sabía que no estaba capacitado para manejar pero no me importó. El chico era un buen tipo y tenía que crecer. Le habían quitado casi tres años de su adolescencia, entorpecido su crecimiento, hecho oídos sordos al trauma de ver a sus padres asesinados y arruinado el negocio familiar, un negocio que con dieciocho años recién cumplidos estaba rearmando por sí solo. Cuando estacionó afuera eran las cinco y media de la mañana y yo seguía despierto. Preocupado por mis medicamentos, comencé a pensar en que quizás sí me estaba volviendo loco. Mariano fue derecho a su habitación y, una vez que cerró la puerta, yo abandone mi cama. Quería salir a caminar por el bosque,
no podía pasar un minuto más oyendo el llanto desgarrador de Agustín. La madrugada me encontró deambulando entre la niebla y la espesura. Era refrescante y la claridad del cielo nublado se hizo presente tras el humo de mis cigarrillos casi sin que me percatara de ello. No fue hasta que llegué al claro que empezó a sonar mi alarma. Me había acostumbrado a no tener señal de internet, pero en aquel lugar parecían confluir todas las líneas telefónicas de la provincia, por lo que cuando miré la pantalla me encontré con un torrente ininterrumpido de notificaciones. Cuando intenté borrarlas, mi cuenta de Facebook se abrió y me encontré con varios mensajes sin leer. Y el corazón me dio un vuelco. Leí el nombre de Lu Cañada con una aprehensión que me llegó hasta los huesos. Había estado hablando conmigo, pero yo no lo recordaba. La conversación databa del día anterior a las diez de la noche. “Dejé la cuenta abierta”, pensé. “Mariano se hizo pasar por mí”. Hablaban de manera pausada, desarticulada. Mi hermanita menor debería tener treinta y seis o treinta y siete años para ese entonces. Decía sentir un vacío enorme, querer ver-
me, quedaba en encontrarse conmigo a las doce esa misma noche. Volví a la casa caminando sobre una indignación furiosa. Allí me lo encontré, impecable, como siempre, cebando el primer mate de la mañana. —Me revisaste la computadora —lo increpé, pero me miró como solía hacerlo, con incomprensión idiota. —Tomate un mate, tío. Quizás Mariano sabía cómo parecer retrasado, pero yo no iba a dejar que se saliera con la suya. Me acerqué y tomé el mate que me tendía. Lo tomé rápido, el frío había calado hondo en mí. Me dispuse a hablarle, pero algo había cambiado; su mirada ya no era la misma de siempre, había en esas pupilas calmas algo que no encajaba. Me di cuenta de esto mientras sentía mi cuello perder la fuerza para mantener la cabeza erguida. Los ojos de mi sobrino me siguieron durante todo el trayecto hacia el suelo.
IX
Me desperté para encontrarme envuelto en la neblina una vez más. Había tenido un sueño de lo más raro.
Una mesa redonda. Cinco sillas. Cuatro de ellas ocupadas. Agustín. Lucianita. Diego. Belén. Cuatro cabezas vueltas hacia mí, ojos nublados y ansiosos, como preguntándose por qué no me sentaba con ellos. Y entre la neblina, Mariano iba caminaba nervioso. Rodeaba uno de los abedules más grandes y estilizados de todo el bosque. Lo reconocí en el acto y sentí confusión: era igual al árbol que el chico había grabado en el cuero. Estaba reseco, lucía un blanco tiza enfermo y parecía que iba a desmoronarse de un momento para el otro. Había leído, no hacía mucho, que algunos árboles pueden enfermarse y morir, e infectar a otros árboles a su alrededor. Mientras volvía en mí, pensaba en estas cosas sin dejar de temblar. ¿Acaso me había desmayado en el bosque? ¿Era todo un sueño? La voz de mi sobrino captó mi atención. —¡Completamos el árbol, tío! —me decía con una alegría inédita en él—. Gracias a vos, pude hacerlo. — Me volteé sobre un costado y lo miré. Al principio no lo comprendí. Su hacha estaba apoyada sobre el tronco. Él, por su lado, tenía manchas de sangre en el pantalón.
—¿Mariano?... ¿Estás bien?, ¿te lastimaste? —le pregunté. Siempre tuve miedo de que el hacha se le cayera y le rebanara un pie. —Estoy mejor que nunca, tío —me dijo, sonriente—. Gracias a vos. Me llevó un par de segundo más darme cuenta de que sentía tanto frío por estar desnudo. La consciencia sobre mi cuerpo me llevó a mirarlo. En ese entones entendí la totalidad del asunto, aun sin haberlo visto todo. Grité. Donde antes habían estado mis piernas, había dos colgajos de piel sin ley ni forma. Me pregunté, en aquellos segundos de poco razonamiento, dónde habían de andar mis extremidades inferiores y me percaté de que, al menos, sí sabía dónde estaban los huesos. Los tenía Mariano. En ese entonces trepaba a la escalera y los ataba en una de las ramas más altas del árbol, como si fuesen la continuación de la misma. —¡Te dije, tío! —me gritó desde las alturas—. Ibas a ser el último que agregara y el primero en verlo terminado.
X
Eso no es un árbol, pienso y repienso y hasta este momento no puedo dejar de repetirlo en mi cabeza. Mariano bajó con naturalidad y me observó largo y tendido. Un cuervo de aspecto horrible se posó en una de las ramas y graznó. Entonces, de a uno fueron apareciendo, nuestros parientes muertos, creo que el manojo de huesos los convocó. Toda nuestra historia resumida en una horrorosa construcción. ¿Cómo lo habrá hecho? Salieron de la niebla, blancos y enfermizos, y se lo llevaron. Nuestra historia va a perecer cuando se me cierren los ojos de una vez y por todas. Lo único que me preocupa es ese cuervo.
Va a patear, linda. Estoy cansada de escuchar eso. Va a patear. Va a patear. Va a patear. Siempre te cantan esa. Vaya donde vaya me la dicen. Te avisan, pero nunca es la justa. La posta la vas a descubrir cuando lo sientas. Te lo voy avisando para cuando te pase. No es la única mentira que te zarpan. Ni bien empieza a patear, te dicen que si es varón, va a ser futbolista, y si es nena, bailarina. Verso. Ni ahí. Esto que tengo adentro me quiere lastimar por lo que quise hacerle. Que se aguante. No es lo primero que me meten de prepo. Va a patear, te dicen. Y esto se lo tomaba en serio, cada vez más fuerte a medida que le crecían los piecitos. No había ninguna canción de cuna, ningún noni noni que lo calmara. Patea y patea. Y mucho más cuando reconoce la baranda de adónde entramos.
La casa siempre había sido chica, y así y todo nunca había llegado a escaparme. La mesa siempre me cortaba el paso en la cocina. La había querido gambetear varias veces, y por más buena cintura que tuve nunca pude zafar. Terminaba con la cara contra la madera de la mesa. Las migas de pan me pinchaban y el tufo a mugre y vino pegoteado en la madera me mataba. Eso te lo podés imaginar y también sacar de encima fácil. Una ducha y a otra cosa. Pero el otro asco no lo podés borrar; eso no se va ni con perfume ni con agua. Va a ser una princesa, me había dicho la tordo con una sonrisa. Yo la única princesa que podía bancarme en mi vida era la que tenía en mi remera preferida: She-ra. Mi vieja me la había regalado antes de tomarse el palo. No la culpa. Me ganó de mano. Aunque podría haberme llevado con ella. No sé. Ser madre es difícil. Yo quería ser como She-ra. Ella se la bancaba. Ella sí tenía el poder. Yo no. –Esa putita rubia –decía él y le echaba la culpa a la remera. Siempre me hacía ponérmela antes de correrme la bombacha que él mismo me había comprado, porque el rojo te hace más linda, y mandármela a contrapelo.
Vos no tenés la culpa le decía a She-ra, y me limpiaba los mocos y las lágrimas ahí. Mientras me zarandeaba la jeta contra la mesa, cerraba las manos en cruz sobre la figura de ella. Era lo más parecido a un abrazo que había en casa. Era lo único que podía hacer mientras él hacía lo suyo, y la puerta quedaba ahí, cerquita, y tan, tan lejos. –¿A dónde vas a irte, mamu? ¿A dónde te van a querer como acá? El recuerdo la vuelve loca y patea. Cómo patea. La casa siempre había sido chica. Y ahora, con siete meses de panza, mucho más. La baranda es la misma. Siento un tirón, parece que ella se estruja como si ovillara el cordón umbilical. ¿Estará poniéndoselo en el cuello?, me pregunto. Me llevo la mano al bombo. A vos no te puede tocar, le digo. Tengo que ponerme en puntitas de pie para poder pasar la panza por arriba de la mesa y esquivar las sillas. Mitad bailarina, mitad futbolista, pienso y me rio. No alcanzo a rodear la mesa cuando escucho la cadena del baño. Transpiro, tiemblo. La boca se me seca. La respiración se me corta. Los dos corazones retumban,
ella se mueve por mí, las pataditas son rápidas, como si quisiera girar, darle la espalda o andá a saber qué carajo quiere hacer. Lo único que sé es que patea. Él sale subiéndose los pantalones hasta que me ve y deja de hacerlo La latita de coca que tiene se le cae y se vuelca en el piso. –Volviste, mamu. Te extrañaba. –Se ríe. El hijo de puta se ríe–. Yo pensé que mi nena ya no me quería más. La panza lo distrae. Escucho cómo se rasca la barba de varios días. –Andás con un retraso veo. Saca cuentas con los dedos. Usa las dos manos. La coincidencia lo sorprende, asiente y me dedica un guiño. Se mira el jean y con la cabeza gacha vuelve a hablar. –Mejor los dejó ahí, así ganamos tiempo. Sigo dura. Ella no. Ella patea. Ella desespera. No tanto como yo. Nos separa la mesa, pero sé bien que eso no es ningún obstáculo para él. Vuelve a mirarme la panza. Después, los ojos. Se muerde los labios, se acomoda el bulto. La sonrisa se agranda. No es lo único. La pija parada le hace carpa en
el bóxer celeste. Yo me hago un poco de pis. Baja por la pierna, me pega el jean. Espero que no se note. Siempre me hacía pis encima del miedo, pero él pensaba que yo me mojaba. –Esa remerita te queda linda igual, pero ¿qué pasó con la que me gusta? Qué pasó pregunta el hijo de puta, como si hiciera alguna diferencia aparte. Pasó qué no me entra, y no porque haya pegado el estirón que todavía estoy esperando. Me desbordé para los costados. Ya no me entra la ropa, el armario, la casa. No sé ya cómo iba a ser mi cuerpo. Cómo podría haber sido. Se agacha y agarra la latita de coca antes de darle un fondo blanco. La hace un bollo y la tira en el tacho del baño. Se vuelve a relamer mientras se seca con el dorso de la mano. El bóxer celeste se vuelve azul en la punta de la carpa. Está listo. Patea. Y va a patear. Me llevo la zurda a la panza. Tranquila. Yo también estoy lista.
–Vení, linda, no te vayas. Lo que si, hoy capaz que es mejor que vayamos por atrás. Me da cosa por el otro, por el bebé más que nada. Vos me entendés, ¿no? Da el primer paso. Se hace una sombra cuando apaga la luz del baño. Antes hubiera llorado y me hubiera rendido. Eso era lo único que podía hacer. Si me resistía lo calentaba más, y era para peor. Da otro paso. Tres metros. El azul se agranda en el bóxer. No deja de mirarme el bombo. Abre y cierra las manos. Sí. Antes hubiera llorado, me hubiera entregado, cerrado los ojos, mientras el resto se abría a la fuerza. Pero eso hubiera sido antes. La remerita de She-ra no me entra más, pero ya no la necesito. No tengo el poder, pero tengo un poder. Va a patear. Todos me avisaron. El Rolo también me avisó cuando me lo puso en la mano, pesado y frío. Cuidate que va a patear, linda. –She-ra no era una putita –le digo con los dientes apretados y la boca temblando. Abre los ojos. La panza
fue mi coartada. Solo tuvo ojos para eso. Nunca para mi derecha. Y patea. Como la re puta madre patea. Seis veces patea. El celeste y el azul se borran con el rojo. Se da contra el piso y retumba. La luz del pasillo le cae en la jeta. La sombra desaparece y deja solo a un hijo de puta. El click click es lo último que escucha. Lo único -y últimoque se le sube son las pupilas que desaparecen y dejan dos puntos blancos. La bebé está quieta. No se mueve. No patea. Ahora él y yo estamos iguales. Ahora los dos tenemos algo en la panza, algo que nos había matado.
No recuerdo que mi padre me hubiera besado nunca. Quizá me obsequió algún beso arrojado con los dedos en ocasión de llegar o partir a alguno de sus viajes, eternos, inexplicables para una niña que a los tres aprendió que había un lugar en la casa que definitivamente no sería ocupado. Mamá me contó cuando fui niña que ese hombre sentía devoción por esa bebé que lo miraba con asombro desde la cuna. Que se acercaba con el sombrero ladeado sobre la coronilla, me miraba sonriente y recién me levantaba después de bañarse y afeitarse. Entonces yo no lo reconocía, porque no era el mismo olor a perro mojado que traía y abandonaba debajo de la ducha ni entendía ese rostro desprovisto de barba que no me asustaba tanto pero tampoco me explicaba nada. Me contó que él sentía pudor al provocar ese llanto repentino y quizás en lo profundo de ese pudor estaba la razón de su lejanía conmigo. Ya no recuerdo esos extraños avatares. Sí creo recordar, aunque quizá sea la transferencia de alguna historia romántica de televisión o cine, que mamá y papá se hacían arrumacos en una hamaca tendida entre las ramas de un álamo frondoso. Entonces yo reclamaba la presen-
cia de ese ser que me calmaba con solo levantarme, que me llevaba hacia la paz y el sueño ofreciéndome su teta. Me sorprendió el final de una carta manuscrita que se había mojado en las manos del cartero antes de entregármela: Te abraza, tu padre, mucho más que la visión de ese paquete rectangular que debió ayudarme a ingresar en el porche porque era demasiado pesado. Y estaba frío. Congelado. Recubierto por una capa de nieve que registró las huellas de mis manos ansiosas por encontrar la forma de abrirlo para ver su contenido, luego de aceptar la sugerencia del cartero de que enchufara la ficha del cable negro que aparecía por uno de sus bordes. –Si quiere le ayudo a trasladarlo hasta la cocina – dijo el mensajero. La carta venía en un sobre amarillento que parecía tener la antigüedad de la ausencia de mi padre. Traía un timbrado con caracteres de un idioma desconocido para mí, simbólico, imposible de entender que esos dibujos fuesen capaces de engendrar algún sonido. Me senté con la carta en la mano frente a ese bulto que al desarmar el embalaje de maderas cruzadas se reveló como un mueble con una ventana en la parte superior.
Lo que siempre busqué para ti, y me llevó la vida encontrarlo, estaba al alcance de mi mano, solo que en un lugar apartado y helado del mundo al que llegué por un descuido, como un cazador avezado que busca la pieza soñada para después retirarse a descansar. Tuve la suerte de contemplar su caída en la trampa en plena agonía de la noche. Ten cuidado, no desperdicies la ocasión de que su alma te pertenezca. Te abraza, tu padre. Había también lo que parecía ser una firma con muchos arabescos y acaso un texto breve que asocié con su nombre, en caracteres muy confusos que replicaban los dibujos de los sellos. Me quedé absorta contemplando un hilo de agua que apareció sobre las baldosas en uno de los vértices del paquete. Me apuré a conectarlo a la corriente eléctrica y el ruido de un motor extraño me paralizó. ¡A mí, que cuando niña me enorgullecía de haber heredado el arrojo del hombre que, antes de partir, puso lo suyo para fecundar el gameto de mamá! La llegada de ese bulto era tan inoportuna como alarmante. Yo tenía todo listo para partir hacia un campamento juvenil con mis compañeras de la cátedra de an-
tropología. ¡Nunca, habiendo perdido la osadía de mi padre, había consentido arriesgarme a una relación siquiera amistosa con ningún espécimen masculino, y cuando estaba a punto de lograr una tregua aparecía ese obsequio, con el mandato secreto de impedir su descongelamiento! Pensé que la carta escondía otro mensaje. Me senté a leerla de nuevo. Ten cuidado, no desperdicies la ocasión de que su alma te pertenezca. Reí cuando pensé que papá había intentado enviarme el alma de alguien encerrada en el cubo de hielo que fue apareciendo cuando intenté abrir el envoltorio. Ni en mis mejores lecturas había encontrado una imagen semejante, todas me parecieron pobres de repente, infantiles, tan débiles que no aceptaría nunca firmarlas con mi nombre. Papá me había parecido inalcanzable. Más que inalcanzable, escurridizo dijo mi madre, cuando intentó explicarme una separación que era hija de la ausencia, de sus lágrimas, de la deuda de una imagen paterna para la única persona en el mundo que heredaría su apellido. Vinieron a buscarme para ir al campamento. Se había derrumbado la noche alrededor de todo lo que nos rodeaba y yo no había caído en la cuenta. Estaban preo-
cupados porque me demoraba, sentada frente al paquete, hipnotizada y en silencio, pensaron que una vez más habían fracasado sus intentos por recuperar un perfil gregario que yo nunca había demostrado. Armé la mochila con lo indispensable, vigilé que la ficha del cable estuviera inserta en el enchufe, le eché una última mirada a la superficie de hielo bajo la tapa de maderas cruzadas en la que alcanzaba a verse una piel deteriorada con pelos de color oscuro. Haciendo una abstracción de su envoltorio pensé en un abrigo al que necesariamente había que conservar congelado. Nos fuimos. No puedo decir que pasé un fin de semana pleno de alegría, pero no me sentí turbada cuando casi al alba sentí que los labios de un compañero se posaban sobre los míos. Nos había tocado dormir en la misma bolsa de plumas y el calor hizo lo que suele hacer con las almas en pena. Me sentí bien, pero casi no dormí pensando en el contenido del paquete que había recibido. Luego del desayuno volvimos a la ciudad. Nos despedimos todos juntos sin que nadie dijera otras palabras que “hasta pronto”. Al entrar en la casa percibí que se había cortado la luz, que el mueble de madera se había vaciado de su
bloque de hielo y un hilo de agua buscaba la pendiente. Unas huellas húmedas de pies humanos descalzos se dirigían hacia el patio y se perdían sobre la carpeta de césped que rodeaba el natatorio.
, 8 1 0 2 o ñ a l e d s ae t l s i v ua e r nt t e n v e a ae t l s e E l d o n v i e a e or ut a onmotndel c a ó i a c t pa i c i t baMa r o d pa r ó C l a v i t s e f
Son pasadas las cinco y media de la tarde del jueves 20 de Septiempre de 2018 y camino a paso rápido por la peatonal de Córdoba. He quedado para las seis y no me gusta ser impuntual. Llego al café en cuestión y entro. No tardo ni dos segundos en localizarla, sentada en una mesa con la netbook abierta y un plato a un costado. La he visto en fotografías y entrevistas pero es la primera vez que me encuentro cara a cara con Gabriela Cabezón Cámara. Me acerco, la saludo y me presento. Muy simpática, hace lo propio, y a renglón seguido me pide que le confirme el horario de su mesa en el Córdoba Mata “para compartir en las redes”. Charlamos un rato de bueyes perdidos y vamos a lo nuestro…
Teniendo en cuenta que tu primera novela, La virgen cabeza, fue finalista del Memorial Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón; que tú última novela, Las aventuras de la China Iron, retoma aspectos de la gauchesca y que hay elementos del terror rondando por tus obras: ¿Te sentís una escritora “de género” o cercana a algún género en particular? De ser así, ¿a cuál o cuáles?
Bueno, la verdad que no, no me siento cercana a ningún género en particular. Tengo algunas novelas en las que acontecen casos en el orden de lo policial, en el sentido de que hay algún crimen, pero no hay intriga. No me interesa pensar la literatura como pegada a ningún género en particular. No me interesan los policiales per se, sí me interesa la política y, en ese sentido, si hay crimen y hay política, entiendo que puedan ser leídas algunas de las cosas que escribí como cercanas al género negro, pero sólo en eso. Igual me encanta estar con los colegas del género negro, me divierto, la paso bien, quiero mucho a muchos, por eso voy cuando me invitan a los eventos de género negro, para ver a los colegas que quiero mucho.
A pesar de no reconocerte como escritora de género negro, has reconocido entre tus influencias iniciales a dos hitos del policial: la novelista de suspense, Patricia Highsmith y el Rodolfo Walsh de Operación Masacre, ¿en qué sentidos y de qué modo concebís dicha influencia?
La verdad que esto no lo veo en un sentido muy directo. Puede ser en el sentido de la fascinación que me produjo la saga de Ripley en algún momento, me gustó mucho esta cosa del suspenso del thriller psicológico, esa capacidad de hacerte empatizar con un psicópata como lo es Ripley, un tipo que dé a los demás en función de la otredad que le reportan y solo en esa función y vos terminás empatizando y entendiendo por qué Ripley mata a uno que le incomoda. Es una operación que te pone en un lugar muy raro, de golpe te descubrís en ese lugar y decís “¡Ah, bueno, qué mierda esto!”. En el caso de Operación Masacre, mi visión de la historia argentina tiene un antes y un después de haberlo leído. Para mí, la historia argentina se reordenó después de esa lectura. Entendí y supe cosas que yo no sabía también que me enteré cuando leí Operación Masacre.
Tanto en los libros de la saga Ripley como en Operación Masacre hay una ausencia del aparato legal estatal como impartidor de justicia para todos, los personajes deben buscar vías alternativas o configu-
ran una justicia propia, ¿creés que eso también se puede leer en tus ficciones? Si es así, ¿de qué forma opera?
Yo no tengo una gran confianza en las instituciones y mucho menos en su carácter de imparcial. Hablando de la justicia, es muy notable para hablar de la contemporaneidad, que con el gobierno anterior los jueces tendían a dar determinada clase de fallos y ahora tienden a dar otra, opuesta. Los jueces son los mismos entonces, evidentemente, la justicia está ligada al poder político. También, sin lugar a dudas, el poder político está ligado -cuando no directamente subsumido- al poder económico. Por eso me parece que si hay alguna justicia, sí, no es que siempre y solo gana el más fuerte, pero casi. Cuando los casos son importantes, gana el más fuerte. Cuando es algo de peso, gana el más fuerte. Es muy difícil para una persona de bajos ingresos poder hacer una acción judicial porque es carísimo. Yo acompañé a algunas chicas que sufrieron abuso, chicas de clase media, no porque tenga problema con las otras chicas, sino porque fueron las que se me acercaron,
y para ellas, incluso, siendo de clase media, conseguir patrocinio legal era muy difícil. Entonces, ¿se puede hablar de una justicia para todos? No, de ninguna manera. También vemos cosas impactantes como casos de corrupción flagrantes que están a la vista de todos y no se castigan mientras yo recuerdo haber visto a un tipo ir en cana por haberse afanado un bife en 2001. ¿Sabés qué? Tenía hambre el tipo. El otro lo que tiene es corrupción hasta adentro de los huevos, en el caso de ser un varón, si no de los ovarios, no vamos a ser sexistas. (risas) Hay corrupción en todas partes, por supuesto predominan los varones también, pero porque hay más en el poder. Entonces, supongo que de alguna manera se trasunta en mis textos esta falta de fe en las instituciones, aunque no es una cuestión de fe, las instituciones realmente son muy débiles. La “Republiquita” de Carrió está toda agujereada, a Lilita le gusta agujereada. (risas)
Varias de tus obras pueden leerse en clave policial, sin embargo, tensan o traicionan elementos de código genérico, ¿pueden entenderse estas distancias y
trastrocamientos como una politización o intento de deconstruir el sistema dominante que deja fuera a sujetos que están siendo o criminalizados o victimizados?
Creo que las situaciones que aparecen en mis texto están más vinculadas a la violencia política que a cosas que tengan que ver con el policial, por eso creo que voy más por la deconstrucción. Yo no tengo al código como referente, no pienso dentro de ese marco. Por eso supongo que tiene más que ver con algo del orden del análisis, de lo que yo llego a percibir como relaciones de poder entre los cuerpos, entre las clases.
Tus personajes suelen ser marginales, sujetos fuera de la norma (social, legal y biológica) o que no encajan en su entorno, excéntricos que, no obstante esto, se adueñan de la trama, ¿es ese lugar de desplazados el que los empuja a realiza actos extremos contra instituciones (familiar, judicial, policial, etc.) o gobiernos que nos los abarcan o incluyen?
Pienso que no hay tantos de esos casos, tampoco es que está lleno de extremos lo que yo escribo. Me parece, en general, que en el centro está lo conservador, lo casi muerto. El centro solo quiere permanecer en el centro, solo quiere conservar lo que tiene, solo quiere hacer de sus privilegios una especie de naturaleza. Y me parece que siempre dentro de lo conservador las cosas están bastante muertas, que la condición de periférico lo que te da alguna posibilidad de pensar las cosas de otra manera porque tu situación es otra, tus coordenadas históricas, políticas y biológicas son necesariamente otras. Es un poco lo que decía Borges cuando hablaba de literatura argentina: que la condición de periférica era la que le permitía la universalidad, y yo diría que la condición de desplazado o de periférico es lo que le puede permitir a un personaje hacer una cosa otra, lo que le puede permitir a un escritor hacer una cosa otra también, pensar por afuera de lo ya convenido y establecido, en otra lógica, porque su vida está armada en otra lógica. Esto también le permite hacer un uso de los materiales de la cultura, incluso un uso de la lengua un poco diverso. Por ejemplo, yo tengo una idea de la lengua como fin en sí
mismo, yo escribo porque me gusta la lengua también y por eso escribo teniendo muy en cuenta esa materia. Sé que las palabras portan sentido -no se me escapa- pero también sé perfectamente que portan sonidos, entonces trabajo de un modo que un sonido atrae a otro. Eso hace algo que para mi gusto y mi sensación de felicidad mientras lo hago es muy hermoso porque rompe la cadena lógica de sentido y empieza a haber minas de sentido para todas partes, empieza a ser como una fuga, a veces, o algo concéntrico, pero empieza a enloquecer el sentido. Si vos me preguntaras que hago yo cuando escribo: hago eso, más allá de cualquier género o no género.
Pensando en lo que acabás de explicar sobre tu trabajo con el lenguaje, en como tur textos dan cuenta del encuentro entre una lengua barroca por momentos y cruda en otros, en el modo complejo de construir las historias, en la inclusión de nombres del arte y la cultura reconocidos mencionados en momentos inesperados, etc. podemos concluir que lo popular, lo culto y lo masivo suelen confluir en tus ficciones mezclándose en productos creativos inusuales. ¿Conside-
rás a tus obras como productos culturales disruptores?
Si hay algo que me gusta a la hora de escribir es trabajar con muchos registros distintos y con muchos materiales. Es como te decía, para mí la lengua tiene una materialidad fuerte y concreta: una es la parte del sonido, otra es política. Y sin lugar a duda, cada registro de habla, cada manera de usar la lengua, habla de una situación política concreta de sus hablantes. A mí me gusta mezclar todos esos registros distintos, ponerlos con la misma jerarquía. Por otra parte, cuando se habla de lo alto y de lo bajo o de lo culto y lo popular, siempre se habla como si el escritor estuviera por fuera de eso y yo no estoy por fuera de eso: yo soy una persona nacida y criada en un hogar de clase media baja (papá empleado de comercio y mamá obrera textil) que tuvo la suerte de poder ir a la Universidad más luego, porque la universidad acá es libre, gratuita, universal, para todos y todas y todes. Por eso y porque los pobres sí podemos ir a la Universidad, se lo digo esto a una gobernadora que piensa que no. Son muy importantes las Universidades, en el caso de Buenos
Aires, en el conurbano. Uno dice “sí, es todo Buenos Aires”, pero entre Florencio Varela y la sede de Arquitectura de la UBA hay 3 horas de viaje y para la gente que trabaja es imposible hacer esa distancia, Arquitectura o Puan Letras o Medicina o la carrera que quieras, hay entre 1 hora y media y 3 de viaje y si una persona trabaja mientras estudia, de ninguna manera puede hacer eso, pero bue, me fui a otra cuestión. Uno mismo es el cruce de todas esas cosas, de a lo que pudo acceder gracias a este casi milagro dentro de lo que es la estructuración de la economía argentina hoy, que es que haya Universidades libres (lo es desde la dictadura que las universidades resistan), bah, un milagro no, una lucha nuestra. Me parece que nosotros estamos en el mundo, no es que lo alto esté en un lugar, lo bajo en otro, lo culto, lo popular, está todo mezclado y una cosa no es mejor que otra.
De todos modos, tus cruces son disruptores, provocan un choque –en mi caso positivo- en quien está leyendo al ver cómo una cultura que está desprestigiada, devaluada o marginada ingresa en espacios que
no son habituales a partir de situaciones que salen de lo común.
Y bueno, es un trabajo que hay que hacer. Pensando en términos de artes visuales: cuando hace algunos años se empezó a poner en valor, por usar términos del ámbito inmobiliario, prácticas y formas de hacerse del arte que eras despreciadas, por ejemplo, el bordado, el tejido. ¿Por qué eran despreciadas? Porque lo hacían las mujeres en las casas. A mí me parece hermoso tomar eso y llevarlo a otros espacios y darle el valor que tiene que tener. De todas maneras también me parecería hermoso que el arte “alto” estuviera en todos los barrios y en todas las casa y no encerrado en un museo o en una galería de difícil acceso para mucha gente porque no se entera. Me parece que tendríamos que empezar a mezclar todo más. No tengo dudas de que esto lo piensa un montón de gente, estoy pensando en la escuela de arte que tiene Fernanda Laguna en Villa Fiorito, que es una masa. Toda la gente es capaz de hacer arte, la gente de Fiorito también. Como que hay algo, algunos modos de practicar el arte o a literatura, lo que hacen es darte la posibilidad de expandir
ciertas parte de vos más que otras prácticas. Me parece que a eso tenemos derecho todos y que tendría que estar mucho más repartido por todas partes y que tenemos que pelear por eso. No solo porque no nos saquen las Universidades sino por ampliar esos derechos y que todo el mundo pueda acceder a un buen taller de arte con un buen artista.
Cambiando de tema, la religiosidad o santidad ocupa un lugar importante en tus ficciones, incluso se construyen mitos, relatos y mártires del mundo de lo cotidiano que sostienen a una comunidad de sujetos marginados, ¿esta religiosidad, entendida y vivida de un modo particular, se convierte en una alternativa para los excluidos a fin de adquirir cierto poder?
Me parece que para adquirir cierto poder hay que estar con otros, tratar de construir alguna forma de comunidad. Las comunidades se basan en mitos, todos pensamos con mitos, no es que la gente pobre cree en el Gauchito Gil y es boluda o muy elemental. Yo conozco un montón de forros que creen en los mercados, está bien,
probablemente a ellos los mercados los benefician bastante más que a la mayor parte de la gente le Gauchito Gil, pero hay cosas que se usan como mitos que no sé exactamente qué son. Todo el tiempo se van creando ideas que no tienen demasiada correspondencia con nada de lo que sucede en la realidad pero si sirven para darle cohesión a un grupo en pos de cierta liberación de ese grupo, a mí me parece que está bien. Creo que la religión puede ser usada así, o sea, se pueden tomar elementos de las religiones para ser usados así. Por supuesto, a lo largo de la historia han sido usados mayormente y de manera aplastante de un modo contrario, pero me parece que ahí hay ciertos significantes que pueden ser aglutinantes y que bien podrían servir para otra cosa. Creo que pensamos con arquetipos, en general, y que esos son arquetipos muy universales, que entendemos todos. La idea de un bien, o de una instancia redentora, o la idea del martirio – que a mí me parece horrible- están funcionando todo el tiempo. De hecho, las distintas facciones políticas se acusan las unas a las otras de “querer un muerto” y lo hacen porque un mártir viene bien, reditúa para una cabeza cristiana pero también para una no cristiana, porque es un
capital político, porque hay algo ahí, yo no sé si será del orden de lo antropológico o qué mierda es, no entiendo por qué tiene que morirse un pibe en una esquina donde no hay un semáforo, pero que todos sabíamos que era necesario un semáforo, para que ahora lo pongan. Ahí pasa algo…
En ese sentido, los personajes que se convierten en mártires o héroes tienden, directa o indirectamente, a aliviar los padecimientos de la comunidad que los reconoce, ¿vos pensás a esos personajes como salvadores o redentores?
No, al revés, pienso que la comunidad cuando logra determinado grado de cohesión, esa cohesión muchas veces cristaliza en la figura de una persona. No pienso en un liderazgo autoritario, es la comunidad misma la que inviste a esa persona y también la determina, un liderazgo que para mantenerse necesita e consenso. Una persona a la que yo le veo ahora carisma de líder es Miriam Bregman y ella es copadísima, pero ese consenso que va generando está todo el tiempo apoyado en la aprobación de
los otros. Es un ida y vuelta, se cristalizan en ella determinadas aspiraciones que muchos de nosotros tenemos, nos cabe Miriam porque hace las cosas que hay que hacer a nuestro criterio, es una expresión de lo que a nosotros nos parece bien y no al revés al menos por ahora.
Sin embargo, esos personajes heroicos en los que cristalizan los ideales y anhelos de la comunidad, muchas veces no logran escapar de la corrupción. A veces recurren a ella en vías de mejorar la situación de un colectivo, pero no logran evadirla...
Probablemente haya grados de corrupción pero yo no supe ni sé de ningún lugar en el que haya poder que no haya corrupción. No tengo idea de ninguno. No sé si es posible o no escapar a la lógica de la corrupción, me excede completamente, lo que sí sé es que no veo espacios de poder en los que falte la corrupción. Sí me animaría a decir que no creo que Miriam Bregman sea corrupta pero tampoco tiene un espacio de poder significativo. Me parece que no, que ellos no, al FIT yo no le veo corrupción y nunca me enteré de nadie que haya denunciado un acto
de corrupción, pero bueno, no manejan cajas bestiales y no están en el gobierno, yo no sé, de eso no tengo idea. Es solo una mirada…
Por último, ¿qué género literario preferís como lectora y por qué?
Ninguno, no leo por género. Lo que prefiero es a la literatura que tiene a la lengua como un fin y no un medio. Me da lo mismo si es negro, rosa, verde, azul, amarillo… Me gusta esa escritura para la que la lengua tiene un relieve notable, es importante. Todo lo demás me da igual.
Kruguer, una anticomunidad criminal Por Lucía Feuillet “No sé cómo explicarlo. No es que hayamos visto algo anormal. Era una sensación. Por fuera todo parecía igual. Hermoso. Como de cuento de hadas. Todo muy cuidado. Pero ni loco me iba a vivir ahí. Yo lo hablaba con mi mujer. Tratábamos de hablarlo porque era más bien un presentimiento. Una sensación. Una impresión. Y el 27, cuando se supo todo, yo pensé que iba a pasar algo así. Que todos lo sabíamos”. Testimonio de Roberto Soto en La masacre de Kruguer (2019), de Luciano Lamberti, p. 69
No hay explicación posible para la matanza colectiva que acontece en Kruguer, un pintoresco pueblo de montaña, durante una Fiesta de la Nieve en 1987, pero la novela de Lamberti reconstruye el conjunto de antecedentes y narra la atmósfera de pesadilla que verosimilizan la locura comunitaria. Escrito por un periodista que investiga el suceso, un libro homónimo adentro del texto permite ordenar el registro documental que domina alguno de los sectores
de la ficción, e impulsa la intención explicativa. Sin embargo, las voces de los personajes entrevistados familiares, sobrevivientes, vecinos de una localidad cercana- se acumulan de manera divergente y no logran modular un sentido racional. En esa imposibilidad se articula lo literario, gracias a un narrador fantasma que entra y sale de la conciencia de quienes protagonizan la masacre para contar su cotidianeidad anterior al 26 de junio, día de la Fiesta de la Nieve. Lo que muestra esta confluencia de relatos es la imposibilidad de perpetuar los lazos comunitarios y familiares, impregnados de violencia, humillación y abandono. El terror se construye a partir del mensaje que supone la extinción de una población y el miedo es un efecto vinculado a las transgresiones más salvajes de toda norma civil y moral, de modo que la novela se transforma en un interrogante abierto sobre el carácter arbitrario y artificial de esas normas. A la vez, en La masacre de Kruguer, lo inexplicable no es la violencia de los asesinatos masivos, superpuestos y mutuos, sino lo que estos muestran al interior del relato, la crudeza íntima de una moralidad social en decadencia. El misterio es la coordinación, la espontaneidad, la coinci-
dencia en tiempo y espacio de un conjunto de impulsos asesinos que parecen testimoniar otra dimensión del paisaje de Kruguer y de sus habitantes. El pueblo recuerda a Villa General Belgrano, la localidad cordobesa que podría referenciarse en este emplazamiento ficcional. Un narrador documental explica el modo en que en 1923, el alemán Jerónimo Kruguer decide comenzar la construcción del hotel que da origen a esta población, y rodea su terreno de pinos, lo que, junto con las montañas de picos nevados, configura el paisaje que tendrá el sitio en tiempos de la masacre. Para 1980, Kruguer se ha convertido en una región turística gracias al espectáculo de la naturaleza sobrecogedora que lo rodea y una festividad anual que conjuga costumbres europeas y locales (cerveza alemana, asado de cordero, danzas típicas y chocolate caliente). Pero esto no logra ocultar una atmósfera de tragedia y violencia que predomina en la historia privada del fundador, escenas de filicidio invaden los sueños de Jerónimo Kruguer desde los años 20 y comportamientos inexplicables aparecen en la vigilia. Esto se intensifica en 1943 con la desaparición de su mujer, quien “muere de disgusto al enterarse del deceso de sus padres en Alemania, producto de un bombar-
deo de las fuerzas aliadas”, p. 81. Finalmente, transmutado en un fantasma vivo que merodea el hotel, Kruguer se suicida en 1946, dejando a cargo de su descendencia la siniestra herencia inmobiliaria. Simultáneamente, la historia del pueblo es la historia de la violencia nacional, en 1978 los documentos citados en el relato registran la llegada de una pareja cuyo aspecto de pobreza motiva una serie de intrigas y chismes entre los pobladores. Por las dudas, y ante la posibilidad de que los nuevos habitantes hayan huido de la cárcel o sean ladrones drogadictos, el almacenero local se niega a venderles alimentos y los adultos prohíben a los niños todo contacto con ellos. La pareja “se va” dejando mochilas tiradas y una construcción a medio hacer, pero esta desaparición no se enuncia en la novela como tal, y quizás allí resida el indicio más importante de la verdadera monstruosidad que inquieta al pueblo de Kruguer. De este modo, la aniquilación colectiva empieza antes, anunciada por la presencia de una fuerza local capaz de aislar todo lo que no encaja en el paisaje de cuento de hadas. No obstante, los rastros de marginalidad y crueldad persisten, como capas sedimentadas de violencia, acumuladas temporalmente
en la historia de este espacio urbanizado y a la espera de un detonante. De este modo, lo que se violenta en la segunda novela de Lamberti es cierta construcción aparentemente inocente de una comunidad homogénea, pasiva y complaciente, que se vuelve imposible ante la acumulación de desigualdades y sedimentos de violencia histórica. Es un sentido de comunidad “falso de toda falsedad” como dice Walter Skarton, uno de los personajes interrogados por el comisario Carlos Dut sobre la masacre. Quizás la mayor paradoja de la narración es la inserción de este personaje descifrador que contribuye a ordenar los testimonios de los sobrevivientes, a la manera de un detective perdido en una novela de terror, que nada puede hacer ante la dominación de lo inexplicable. Es que las confesiones arrancadas a los sufrientes pobladores que logran subsistir casualmente luego de la masacre solo pueden hacer hincapié en los lazos comunitarios rotos antes de la ejecución colectiva. Por eso en La masacre de Kruguer no hay certezas, no hay modo de ordenar el lenguaje, de exponer lo no decible, lo que no puede relatarse se dibuja como un espacio oscuro en el discurso de los supervivientes. La insistente pregunta
de Dut sobre quiénes daban las órdenes de actuar en el momento de la matanza es la expresión de una búsqueda desesperada hacia un sentido jerárquico que no puede subsistir como tal en una comunidad decidida a expresar lo más atroz de su intimidad de modo anárquico. Y si todos los órdenes se alteran en la novela, también se desdibuja el precepto cronológico en una narración que va y viene desde la fundación del pueblo a la caída de un meteorito en la zona, desde un día antes de la fecha de la masacre a los treinta días previos y treinta años posteriores, dando cuenta de un modo de rodear lo que no puede organizarse: las causas de la autodestrucción de Kruguer. Con todo, lo que no funciona aquí es justamente ese ordenamiento causa-efecto, es decir, solo mediante su transgresión puede reconstruirse algún sentido del caos, vislumbrando la presencia de lo extraño en la cotidianeidad. Lo cierto es que la aniquilación sucede, la novela discurre en la densidad de un lenguaje que describe padres que envenenan o ahogan a sus hijos, hijos que degüellan a sus padres, parejas que se propinan torturas inimaginables, vecinos que se atacan de los modos más brutales. Asfixias, desmembramientos, cuerpos que se prenden fuego,
cabezas que ruedan por el suelo lleno de restos humanos y rastros de sangre en la nieve: todos estos elementos definen la estética de Kruguer, de modo tan elocuente como las vísceras que cuelgan en el cartel que da la bienvenida al pueblo. Las hipótesis recorren la locura colectiva, la presencia de egregors, la alteración provocada por un meteorito convertido en una piedra que se prende y apaga, pero ninguna tiene la consistencia necesaria para conformar una certeza. Configuran signos de lo que se ignora, zonas de oscuridad de la racionalidad dominante, del mismo modo, las alucinaciones o los fantasmas que conviven con los personajes durante el exterminio son otras formas de nombrar la violencia intrafamiliar, la degradación, la iniquidad y la desidia. Lo inexplicable persiste, sin embargo, en una novela que recoge testimonios imposibles, porque reconstruye la voz de los muertos para testimoniar las miserias de lo humano, e invita a transformar el enigma tranquilizador en una persistencia del misterio: una colectividad que rompe violentamente con las formas morales y los lazos que sostienen lo social ¿nos devuelve la imagen de una
anticomunidad criminal, privada de civilidad y de toda posibilidad de reconstrucción sobre bases humanitarias? La nueva novela de Lamberti continúa y profundiza las preocupaciones proyectadas en sus libros de cuentos (La casa de los eucaliptus, El asesino de chanchos) y en su novela La maestra rural sobre los vínculos familiares, pero incorpora un motivo novedoso en la literatura argentina, el fenómeno de la colectividad que se autodestruye, a la vez que agrieta todos los pilares sobre los que se asienta el orden burgués. La novela tiene la forma de la anticipación aunque sea una reconstrucción en pasado, porque la tensión con el futuro es permanente y esto no se vincula solo al motivo apocalíptico. La “masacre” no es un sentido suspendido sino que se anuncia desde el título y es predicha inexplicablemente por casi todos los personajes que pronostican permanentemente un final sin explicación, como reza el epígrafe que recuperamos arriba. Solo la lectura puede reconstruir el hilo de la proyección hacia un futuro imposible, la pregunta sobre la dirección a la que se dirige la comunidad se reemplaza por la pregunta sobre las etapas que subyacen este destino trágico y la oscuridad de lo no decible.