El destino no esta escrito en los genes. Jorg Blech

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Índice Portada Prólogo. El secreto de los nómadas del mar I. Una nueva lección de los genes 1. X es el gen de Y 2. La astucia de las células o cómo la experiencia define nuestros genes 3. La primera guerra entre los sexos 4. Congénito, pero no hereditario

II. La mente 5. De la locura en los genes 6. El cuento de las marionetas 7. Tranquilos ante el estrés 8. La esperanza nos cura 9. La inteligencia y cómo desarrollarla

III. El cuerpo 10. El cáncer y la menospreciada influencia del entorno 11. Combatir la diabetes sin medicamentos 12. Lo que desea nuestro corazón 13. Las glándulas no nos hacen engordar

Epílogo. La asombrosa capacidad de transformación de nuestros genes Agradecimientos Notas Créditos


PRÓLOGO

EL SECRETO DE LOS NÓMADAS DEL MAR En el horizonte del mar de Andamán se avistan entre seis y diez barcas de madera. La vida de sus tripulantes, delgados y de pelo oscuro, transcurre a bordo de estas embarcaciones, en las que incluso traen a sus hijos al mundo. Hace siglos que los moken abandonaron la tierra firme por el mar. Es una de las pocas comunidades de nómadas marinos que todavía sobreviven. Surcan el océano y se alimentan de peces y otras especies marinas. Los niños aprenden a nadar antes que a caminar y las olas son su campo de juegos. Sin necesidad de gafas de buceo, encuentran con facilidad moluscos y cohombros de mar en el fondo de las aguas. Bajo el mar, en su elemento, estos pequeños hombrespez son capaces de ver con absoluta claridad, a pesar de que el ojo humano está concebido para ver en tierra. Fuera del agua, el cristalino y el globo ocular descomponen los rayos de luz en el aire y proyectan una imagen nítida en la retina. Sin embargo, debido a que el agua tiene casi la misma densidad que el líquido presente en el interior del ojo, cuando estamos bajo el agua, el cristalino apenas logra descomponer la luz que recibe y la proyecta en la retina sin claridad, creando una imagen borrosa. Así le sucede a la mayoría de las personas, pero no a los niños de los moken. Cuando el fenómeno llegó a sus oídos, la bióloga sueca Anna Gislén decidió descubrir el secreto de este pueblo nómada. Con su hija de seis años, voló desde Copenhague a la isla tailandesa de Phuket. Desde allí continuaron el viaje en autobús y en un barco, con el que cruzaron las celestes aguas del mar de Andamán. Tras varias horas, arribaron a las islas de Koh-Surin, un archipiélago paradisíaco donde conocieron a algunas familias moken de vida seminómada: cuando no estaban en el mar, habitaban cabañas de bambú, construidas sobre pilotes en la playa. A los moken los fascinó la rubia niña sueca de ojos azules llegada con su madre y, muy probablemente por esta razón, confiaron en ellas y permitieron que dos muchachos y cuatro muchachas de la comunidad participasen en una prueba de visión submarina. Anna Gislén sumergió un soporte con un reposacabezas a poca profundidad, y colocó a medio metro de distancia discos con líneas horizontales o verticales. En cada inmersión, los pequeños nómadas apoyaban su cabeza en el soporte y comunicaban a la investigadora sueca lo que habían visto. Gislén les mostraba discos con líneas cada vez más finas, hasta que los niños no eran capaces de distinguir nada. Este método le permitió determinar la agudeza visual de los pequeños. Con el objetivo de realizar un análisis comparativo, Anna Gislén reunió a veintiocho niñas y niños europeos que se encontraban de vacaciones en ésta y en otras islas vecinas. A pesar del entusiasmo que mostraban ante el experimento y de su empeño, los niños turistas eran incapaces de ver con claridad bajo el agua. La visión de los jóvenes nómadas era más del doble de aguda, y les permitía reconocer líneas en torno a los 1,5 mm. La diferencia radicaba en una característica que


Anna Gislén sólo logró descubrir gracias a una cámara de fotos submarina. Debido a la menor intensidad de luz, las pupilas de los niños europeos se dilataban bajo el agua hasta alcanzar los 2,5 mm de diámetro. Por el contrario, las pupilas de los pequeños moken se contraían cuando se sumergían, reduciendo su diámetro hasta sólo 1,96 mm. Estos niños desafían las leyes de la anatomía, pues son capaces de comprimir su cristalino hasta que adquiere una forma esférica. Así, como en una cámara de fotos en la que es posible reducir la apertura, la resolución mejora y aumenta la profundidad de campo. La investigadora sueca suponía que este talento tenía una explicación biológica. Como los nómadas marinos «habían vivido durante miles de años cerca del agua y en el mar, la selección natural podría haber favorecido a aquellos que se desenvolvían con más facilidad en el medio acuático», escribió a su regreso a la ciudad sueca de Lund. «La capacidad de ver bien bajo el agua podría haberse convertido en una ventaja genética para algunos individuos.»1 Anna Gislén publicó sus hipótesis en una revista especializada. Sin embargo, algo le hacía sospechar que ahí no terminaba todo y resolvió practicar la destreza visual submarina con cuatro niñas suecas en una piscina de su ciudad, Lund. Mientras otros niños se deslizaban una y otra vez por el tobogán, las pequeñas completaron once unidades de entrenamiento en treinta y tres días. La preparación continuó cuatro meses más tarde y, después de otros cuatro, llegó por fin el verano sueco. Un día de sol espléndido las cuatro niñas fueron a una piscina al aire libre en Lund. Era el día en el que se realizaría la gran prueba bajo el agua. Debido a la intensidad del sol, las pupilas de las pequeñas estaban muy contraídas (con un diámetro de 2,1 mm) cuando se situaron al borde de la piscina. Sin embargo, cuando se sumergieron en el agua, se contrajeron todavía más (reduciéndose hasta 1,9 milímetros), de tal forma que las niñas suecas podían ver tan bien bajo el agua como los pequeños moken.2 La bióloga se vio obligada a renunciar a su hipótesis inicial. Gracias al entrenamiento, las niñas de Lund habían logrado modificar su percepción óptica, desarrollando, por así decirlo, un sentido adicional. «Podemos aprender a ver bajo el agua —dice Anna Gislén—. Nuestro cuerpo es mucho más versátil de lo que podíamos imaginar». En este libro se recogen muchas historias parecidas a la del secreto de los nómadas del mar. Ni los genes determinan nuestras acciones, como habíamos imaginado, ni nosotros somos sus marionetas. Los genes nos controlan, pero nosotros también podemos controlarlos.


I UNA NUEVA LECCIÓN DE LOS GENES


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X ES EL GEN DE Y Hace algunos años, se reunieron en Suecia más de dos mil hombres a los que se les había localizado un tumor en la próstata. Todos ellos deseaban saber por qué les había tocado precisamente a ellos, por qué su próstata había enfermado y se había convertido en una bomba a punto de estallar. En algunos casos, el cáncer nunca llegaría a darse o lo haría pasados muchos años; en otros, sin embargo, la metástasis podría tener lugar pocas semanas después del diagnóstico. A todos los angustiaba vivir con esa incertidumbre. Querían hacer algo, así que se presentaron como voluntarios para que sus médicos les extrajesen una muestra de sangre. Se trataba del estudio más exhaustivo sobre el genotipo de enfermos de cáncer de próstata realizado hasta ese momento. Tras aislar el material genético —la cadena de ADN— de los leucocitos, los investigadores implicados en el proyecto buscaron los genes más prominentes y esbozaron los perfiles genéticos de aquellos 2.149 hombres para compararlos con los perfiles de 1.781 hombres sanos de su misma edad. El prestigioso The New England Journal of Medicine dedicó diez de sus páginas a los resultados del estudio. No en vano era la primera vez que se describía un caso de herencia genética de tal magnitud, pues los individuos que heredasen de sus padres cuatro genes de riesgo tenían una probabilidad cinco veces mayor de desarrollar un tumor primario en su próstata. Aunque los resultados de este estudio no curarán a aquellos hombres afectados por el cáncer, sus hijos podrán descubrir si han recibido esta herencia fatal. Los médicos ya han solicitado la patente para este método de análisis que comercializará una empresa privada. Y aunque las mujeres no tienen próstata ni pueden sufrir esta enfermedad, el análisis será también de gran utilidad en su caso, ya que pueden ser portadoras del gen que incrementa el riesgo de sufrir cáncer y transmitírselo a sus hijos. No transcurre una semana sin que la ciencia anuncie el descubrimiento del gen responsable de una u otra dolencia. Alrededor de trescientos institutos de investigación en los cinco continentes han participado en el mayor estudio de este tipo realizado hasta el momento a escala mundial y, tras analizar el genotipo de más de cien mil personas, han logrado identificar cinco genes mutados como los causantes de la aparición de la diabetes mellitus tipo 2.1 Por otra parte, en un estudio que reunió a 28.000 personas de origen europeo, un grupo de investigadores de la Universidad Politécnica de Múnich habría localizado nueve genes que aumentarían nuestras probabilidades de padecer fibrilación auricular, una enfermedad que eleva el riesgo de taquicardias y apoplejías en aquellos que la sufren. La búsqueda de genes ha hecho enloquecer a la medicina. Los grandes avances en las técnicas de laboratorio —una indiscutible revolución— constituyen el mayor impulso para la ciencia: años atrás, no habría sido posible descifrar el material genético del ADN de forma tan rápida y


económica. Una vez confeccionado el mapa del genoma humano, que reveló nuestra estructura genética, a principios de este siglo los científicos anunciaron el comienzo de la era de la medicina personalizada, cuyo objetivo es localizar, por medio de estudios comparativos, los genes causantes de todas aquellas enfermedades consideradas endémicas, es decir, las que afectan a un amplio número de personas en una comunidad. Su enfoque parte de la noción de que en el genoma existen millones de posiciones que son diferentes de persona a persona. Se trata de los SNP (según sus siglas en inglés: single nucleotide polymorphism, o, lo que es lo mismo, polimorfismo de nucleótido simple) y funcionan como señales a lo largo del camino del genoma. Hoy en día se realizan exhaustivas exploraciones para determinar de forma sistemática los SNP más recurrentes en el caso de ciertas enfermedades. Según las tesis de la biología molecular, un SNP recurrente indicaría la proximidad de un gen asociado a la enfermedad en cuestión. Estas concentraciones matemáticas se denominan asociaciones. La ciencia sospecha que en los segmentos asociados de ADN se encuentran los genes responsables de enfermedades tan frecuentes como el infarto, el alzhéimer, el cáncer o la obesidad. Sólo sería preciso examinar el genotipo de cualquier persona, para informarla de las combinaciones existentes y de cómo podrían determinar su riesgo de sufrir una enfermedad. Así funciona la medicina personalizada: cuando los médicos conocen la herencia genética de un paciente, pueden abordar sus riesgos de manera individualizada, introduciendo medidas preventivas y terapias encaminadas a combatirlos. Hasta el momento, se ha examinado el genotipo de miles y miles de personas. Los frutos de estos estudios genéticos inundan las páginas de las revistas especializadas e invitan al público a pensar que los científicos han alcanzado su objetivo de encontrar una panacea universal. En teoría, se han localizado ya más de trescientas combinaciones en la cadena de ADN que estarían relacionadas con unas setenta enfermedades comunes.2 «Los laboratorios especializados en genética cuentan con un método prometedor», informan, desde la Universidad de Múnich, investigadores que participan en la búsqueda de los genes causantes de la fibrilación auricular. «Realizamos estudios combinatorios en los que examinamos todo el genoma. Esto nos permite identificar los genes que incrementan el riesgo de sufrir un mal endémico.» Para los entendidos, se trata de un «planteamiento científico que garantiza el éxito».3 Sin embargo, cuando los investigadores hablan de éxito, no siempre se refieren a la utilidad clínica del experimento sino, más bien, a la forma de procesar la información recopilada, de tal manera que puedan establecerse correlaciones de relevancia estadística aparente. Como por arte de magia, la matemática hace posible una combinación que permite presentar en sociedad el gen de la semana. Un vistazo a los periódicos y portales de noticias nos proporciona una idea de cuánto disfrutan los periodistas cuando se trata de dar a conocer al público los últimos descubrimientos de la genética. Así, hasta el momento, se habrían descubierto los genes causantes: del infarto de la obesidad del síndrome de piernas inquietas de la dislexia del pelo rizado


de la alopecia del envejecimiento prematuro de la grasa abdominal en las mujeres de la bromhidrosis u olor corporal de la narcolepsia del envejecimiento biológico de la litiasis biliar o cálculos biliares de la paranoia de la transexualidad de la fidelidad de la memoria a largo plazo del 3 por ciento de la inteligencia de la intransigencia de la torpeza al volante Esta lista se engrosa siguiendo una sencilla fórmula: X es el gen de Y. La X correspondería al segmento del genoma humano y el lugar de la Y lo ocuparía un síndrome del amplio abanico de enfermedades y modos de comportamiento existentes, por ejemplo, la obesidad, la depresión, la infidelidad, la inclinación sexual, la propensión al estrés, el alcoholismo o la esquizofrenia. No hay duda de que este tipo de estudios tienen muy buena acogida entre el público no especializado, pues parecen confirmar lo que muchos habían dado siempre por supuesto. Entre otros, una conocida presentadora de televisión y autora de éxito atribuye el talento creativo de su familia a factores biológicos. «No sé cómo, pero los genes se transmiten —afirma convencida en una entrevista, y subraya—: Creo que la genética contribuye, que ciertos talentos se transmiten de una generación a otra.»4 También la psicología del deporte utiliza cada vez con mayor frecuencia estas características supuestamente innatas para explicar las victorias y las derrotas. «Antes del partido sentí que todos los jugadores tenían el gen del ganador», comenta un seleccionador nacional después de un importante triunfo. EL REVUELO EN TORNO A LOS GENES Si, tras la lectura de estos ejemplos, le han asaltado dudas sobre el poder de los genes, puede estar seguro de que no es usted el único. A muchos científicos les sucede lo mismo y miran con lupa las afirmaciones realizadas por los especialistas en genética. Uno de estos científicos trabaja en el Departamento de Salud Pública de la Universidad de Harvard y se llama Peter Kraft. Descendiente de alemanes, estudió alemán y matemáticas en la Universidad de Míchigan en Ann Arbor. De la puerta de su despacho cuelga el poema de Bertolt Brecht, «Der Zweifler» («El dubitativo»), unos versos que reflejan la forma en la que Kraft ejerce su profesión de bioestadístico: consciente de lo fácil que resulta mentir con las estadísticas, este investigador de aspecto juvenil se ha convertido en un escéptico.


El artículo sobre los 2.149 suecos con cáncer de próstata publicado en la primera plana de The New York Times despertó su desconfianza y acudió a la fuente original, The New England Journal of Medicine. Kraft no cuestiona en absoluto el rigor con el que se efectuaron la recogida de datos y los cálculos posteriores. Sin embargo, lo sorprende el ingenio con el que los autores han presentado los resultados de su investigación, de tal manera que los genes que, en su opinión, serían responsables del cáncer de próstata parezcan especialmente relevantes y peligrosos. Kraft repara también en la metodología empleada: al elegir a hombres que no eran portadores de ningún gen de riesgo y compararlos con aquellos que tenían cuatro o más asociaciones, consiguieron que la probabilidad de riesgo se cuadruplicase o quintuplicase. Por el contrario, el estudio no hace referencia alguna a los hombres con una, dos o tres asociaciones, a pesar de que constituyen el sector más amplio de la población. De hecho, alrededor del 90 por ciento de los hombres europeos presentan una, dos o tres de esas asociaciones, y apenas existen diferencias de riesgo entre estos grupos. En cambio, el supuesto grupo de riesgo —es decir, los hombres con cuatro o cinco de las variantes del gen— constituye el 2 por ciento de todos los hombres que participaron en el estudio. «Por lo tanto, este riesgo tan elevado no afecta a la mayor parte de la población masculina», afirma Peter Kraft. Estas reflexiones cuestionan la validez de este estudio como evidencia científica de la maldición de la genética. La historia de los genes del cáncer de próstata recuerda el cuento del danés Hans Christian Andersen El traje nuevo del emperador. En esta historia, dos impostores prometen al emperador hermosos ropajes que guardan además un secreto: son invisibles para todo aquel que no sea idóneo para su cargo o sea irremediablemente necio. Cuando el vanidoso emperador no es capaz de ver sus propios vestidos, guarda silencio, pues no quiere ser tomado por tonto. Y de la misma manera se comportan su anciano ministro y otros súbditos. Al final, sólo un niño es capaz de gritar: «Pero… ¡si no lleva nada puesto!». Ante las conclusiones de la investigación genética que defiende que existe un gen X para Y, también comienzan a escucharse voces que gritan como el niño: «Pero… ¡esos resultados no prueban nada!». Es evidente que las investigaciones en torno a las dolencias monogénicas no son objeto de tales críticas. En esos casos, no cabe la menor duda de que existe una relación directa entre el defecto genético y los graves síntomas producidos por la enfermedad. En la actualidad se conocen alrededor de seis mil enfermedades hereditarias monogénicas, aunque su transmisión dentro de la sociedad es muy limitada. No. Estas voces críticas se indignan ante los resultados de los estudios sobre las denominadas patologías poligénicas: enfermedades muy extendidas que dependen de un amplio número de factores. La mayoría de las asociaciones que se presentan a la opinión pública resultan ser, tras un análisis detallado, un ingenioso producto de la estadística sin ninguna base clínica. Los casos en los que los investigadores han sido capaces de encontrar genes de riesgo, merecedores de esta denominación, constituyen excepciones que podrían contarse con los dedos de una mano.


Repetimos: nadie cuestiona el papel que desempeñan los genes. Las enfermedades monogénicas están causadas directamente por la mutación o la ausencia de un gen determinado. No nos referimos aquí a estas enfermedades ni tampoco a los pocos genes de riesgo que puedan recibir este apelativo: los genes brca1 o brca2 elevan el riesgo relativo de padecer cáncer de mama entre tres y siete veces. Y el gen apoe4 incrementa el riesgo de alzhéimer entre tres y quince veces. «Los investigadores pensaron que podrían encontrar muchos más genes que tuviesen una importancia semejante», comenta Peter Kraft mientras da un sorbo a su café en su despacho. Pero, en su lugar, simplemente han acumulado un ingente número de asociaciones que apenas es posible demostrar con una estadística: en la mayoría de los casos, el aumento del riesgo relativo no alcanza valores cercanos a 10, sino que se mantiene en torno a 1,1. Estas asociaciones tan poco sólidas se denominan a menudo «genes», a pesar de que describen tan sólo segmentos de nuestro genotipo en los cuales quizás podrían encontrarse genes. Los trucos de la estadística, una ciencia capaz de transformar una consecuencia mínima en un efecto de gran alcance, logran magnificar unos resultados que son, a primera vista, insignificantes. Así se llega al gen sospechoso de causar Y. No es difícil comprender los motivos que llevan a los científicos a inflar de tal manera sus datos, dice Peter Kraft con cierta resignación: «Los investigadores se ven obligados a exagerar sus resultados para ser citados un mayor número de veces y conseguir de esta forma subvenciones para sus estudios». John Ioannidis, del Hospital Universitario de la Universidad de Ioannina (Grecia), tiene la misma impresión. Para este epidemiólogo de enorme bigote, la estadística no tiene misterios. Se conoce todos sus trucos y es capaz de llegar a esclarecedoras conclusiones como, por ejemplo, por qué «la mayor parte de las asociaciones descubiertas se exageran de esta manera». En una de sus revisiones más críticas, John Ioannidis valoró todos los estudios existentes sobre las asociaciones del genoma relacionadas con patologías cardiovasculares. Hasta esa fecha, septiembre de 2008, se habían localizado noventa y cinco asociaciones diferentes. De éstas, Ioannidis comprobó veintiocho con relevancia estadística. Se trataba de asociaciones genéticas que la ciencia había etiquetado como responsables del infarto coronario, de la arterioesclerosis, de la obesidad, del colesterol, de la diabetes tipo 2 o de la adicción a la nicotina. Aunque los resultados sean matemáticamente «relevantes», su utilidad práctica es nula. John Ioannidis lo explica así: «Los avances en la predicción, que radican en los marcadores que tenemos disponibles hoy en día, son muy pequeños y, en muchas ocasiones, no están disponibles. Todavía no estamos en condiciones de asegurar un pronóstico clínico. Si bien existe la esperanza de realizar nuevos descubrimientos, en este momento no es posible justificar el empleo de estos marcadores en la práctica clínica diaria o en la prevención sanitaria». Hace poco fue el gen del fumador empedernido el que causó un gran revuelo. Los exámenes realizados a ciento cuarenta mil sujetos en tres estudios publicados al mismo tiempo parecían apuntar al origen biológico de millones de colillas: los genes podrían decidir cuántos cigarrillos se fumaba una persona al día.5 Así, según los titulares, el tabaco se convertía en un «hábito condicionado genéticamente», mientras otras publicaciones anunciaban: «Los genes marcan el ritmo de los fumadores», «Los investigadores encuentran el gen del fumador» o «Los genes son culpables de la adicción al tabaco». Sin embargo, cuando se le pregunta a uno de los investigadores implicados en el


estudio, el médico Hans-Jörgen Grabe de la Universidad de Greifswald, la conclusión es muy diferente a la difundida por los periodistas. ¿Es cierto que los genes determinan que una persona se convierta en fumadora? «Aunque me habría gustado contestarle que sí —admite Grabe—, no hemos encontrado datos al respecto.» ¿Y qué pasa con la influencia de los genes sobre el número de cigarrillos que alguien se fuma al día? Los investigadores nos remiten a un dato «significativo»: una persona que posea dos variantes genéticas (del padre y de la madre) fumará al día 0,75 cigarrillos más que otra que sólo tenga una de estas variantes y 1,5 más que quien no posea ninguna variante de «riesgo». Una conclusión que parece un chiste. Una noche, en un bar, dos personas acaban de terminarse cada una su segundo paquete de tabaco. Una de ellas apaga la colilla, la otra se compra otro paquete, enciende su cigarrillo número 41, se lo fuma y dice, disculpándose: «¿Qué le voy a hacer, si tengo este estúpido “gen del fumador empedernido?”». EN BUSCA DE LA HERENCIA PERDIDA Existen dos razones que explican por qué las asociaciones puntuales no tienen apenas efecto sobre nuestra salud. En primer lugar, muchas de las dolencias que sufrimos están vinculadas a un gran número de factores biológicos, es decir, varias asociaciones podrían ser responsables de una enfermedad concreta. La ciencia cree haber localizado más de treinta asociaciones relacionadas con la enfermedad de Crohn, un trastorno crónico que afecta el intestino. En el caso de la diabetes mellitus tipo 2, éstas serían veinte. En los últimos años, se han determinado cincuenta asociaciones que serían responsables de nuestra altura, mientras que la esquizofrenia dependería de casi cien. Sin embargo, la relevancia de tales asociaciones disminuye de forma directamente proporcional a su número: cuantas más asociaciones existan para una enfermedad, menor relevancia tendrá cada una de ellas. Y, al mismo tiempo, el entorno gana en importancia. Un dato que muestra de nuevo lo engañoso que resulta la expresión «gen de la enfermedad» para aludir a estas asociaciones. Es más: dada la amplia extensión de ellas entre la población, los genes que en teoría encierran constituirían el material genético estándar en la especie humana. En segundo lugar, las asociaciones localizadas hasta el momento sólo lograrían explicar una mínima parte de nuestra constitución genética. Tomemos como ejemplo la obesidad: en su incansable búsqueda del gen de la gordura, los investigadores examinaron la estructura genética de individuos de procedencia europea, comprobando más de 350.000 secuencias diferentes.6 El resultado mostró que alguna de las variantes de dos genes (el gen fto y el gen mc4r) podrían estar vinculadas a un peso corporal ligeramente elevado. Desde un punto de vista estadístico, el índice de masa corporal de aquellos individuos portadores de ambas variantes se vería sutilmente incrementado y aumentaría alrededor de 1,17 puntos. Sin embargo, sólo una parte de la población presenta ambas «variantes de riesgo». En total, el gen fto y el gen mc4r explicarían menos del 2 por ciento del origen hereditario del sobrepeso. De todos modos, resulta superfluo buscar los factores biológicos que determinan la talla corporal. Es evidente: los padres grandes tendrán hijos grandes y los pequeños tendrán hijos pequeños. La estatura está condicionada entre un 80 y un 90 por ciento por la base hereditaria. Esto quiere decir que, si entre los miembros más altos y los más bajos de una comunidad existe una


diferencia de treinta centímetros, la genética será responsable de veintisiete centímetros. Sin embargo, las cincuenta variantes genéticas relacionadas con la talla corporal que conocemos hasta el momento sólo logran explicar alrededor del 5 por ciento de la base hereditaria de nuestra estatura. Así, entre las miles de variantes que determinan la altura de una persona, no es posible hablar de un gen de la estatura. Estos resultados se contradicen con los titulares que, semana tras semana, anuncian, llenos de júbilo, el descubrimiento de uno u otro gen responsable de tal o cual enfermedad. No obstante, bajo cuerda, muchos cazadores de genes admiten que la búsqueda de la herencia genética perdida es desesperante y que hemos sobrevalorado el poder de los genes. Entristecidos, estos científicos se preguntan: si la salud y el comportamiento de las personas están determinados por su herencia genética, ¿por qué no somos capaces de encontrar estos genes? La lengua inglesa, la de uso más frecuente en los congresos médicos, ha acuñado una expresión para el fenómeno de la herencia perdida que ya se ha puesto de moda: missing heritability problem. PRUEBAS GENÉTICAS CARENTES DE UTILIDAD CLÍNICA Uno de los científicos que han puesto el dedo en la llaga es el genetista David Goldstein de la Universidad de Duke en Durham (Carolina del Norte). Este hombre de pelo rizado —que, en este cálido día de abril, se pasea en chanclas por el campus— ha realizado estudios con miles de pacientes. Por el momento, no ha arribado a ninguna conclusión relevante. «Después de haber realizado extensos estudios sobre las enfermedades más frecuentes, sólo somos capaces de documentar un 2 por ciento de su base genética», dice Goldstein, director del Centro de Variaciones en el Genoma Humano. Muchos de sus colegas carecen de respuestas ante este balance tan nefasto, pero Goldstein habla con claridad. Después de todo el alboroto, la medicina personalizada, el perfil de riesgo genético y los medicamentos «hechos a medida» no han resultado más que una mera ilusión. Goldstein previene con firmeza de la poca fiabilidad de esos estudios genéticos que se imponen en el mercado con la promesa de revelarnos los riesgos ocultos tras nuestros genes. Una de las empresas que proveen estos servicios, la compañía 23andMe con sede en California, nos ofrece la posibilidad de consultar nuestro perfil genético en su página de internet a cambio de una muestra de saliva y el pago de 399 dólares. El único problema es que la prueba que esta empresa realiza se basa en las mismas asociaciones genéticas antes mencionadas, cuyo valor científico es tan limitado. Goldstein frunce el ceño y confiesa: «Para mí todo es puro entretenimiento, pues ninguno de los resultados que estas empresas pueden ofrecer a día de hoy tiene una utilidad clínica —y añade—: ¡No crea que ese estudio le proporcionará datos beneficiosos para su salud!». EL DESTINO NO ESTÁ EN NUESTROS GENES En Gattaca, una película de ciencia ficción del año 1997, un test genético realizado inmediatamente después del nacimiento decidía el futuro de la persona. El genotipo del niño se descifraba en cuestión de segundos, mientras la pantalla del ordenador bombardeaba información sobre el riesgo que tendría de desarrollar una enfermedad. Sólo aquellos que nacían con una constitución genética


perfecta podían ascender socialmente. En los últimos años, una parte de esta ficción se ha convertido en realidad: es posible descifrar el genotipo de una persona (aunque para conocer el resultado sea necesario esperar algunas semanas). En Boston, la empresa Knome cobra menos de 100.000 dólares por un servicio que se realiza en uno de sus laboratorios, situado en China. Cuando el proceso ha concluido, los clientes reciben una cajita plateada con un USB: allí está grabada la secuencia de su genotipo. Entre los clientes de Knome se encuentra Richard Powers, un escritor estadounidense fascinado por la genética, que incluso ha escrito una novela basada en la existencia del gen de la felicidad.7 Por este motivo, Powers no dudó ni un momento cuando la revista GQ le ofreció secuenciar su genotipo y escribir un artículo sobre todo el proceso. Sin embargo, cuando recibió los primeros datos sobre su constitución genética, se topó con sucesivas incoherencias y contradicciones. Por ejemplo, su ADN presentaba más de una docena de asociaciones que, en teoría, incrementaban su predisposición a la obesidad. Algo que sorprende a Richard Powers: «Toda mi vida he tenido un índice de masa corporal situado alrededor de 19, es decir, por debajo de mi peso ideal, y puedo comer lo que quiero sin preocuparme de engordar. En mi familia siempre me han llamado Palillo. Es evidente que el estudio de los efectos medioambientales está todavía en pañales».8 Por lo tanto, todavía existen diferencias abismales entre la fantasía futurista de Gattaca y los hechos biológicos. Nuestro destino no está escrito en las estrellas, pero tampoco en nuestros genes. Así lo comprobó también Craig Venter, bioquímico y empresario estadounidense, que, por así decirlo, descifró su propio genoma. Algunos expertos observan en el genotipo de Venter un riesgo elevado de desarrollar una «conducta asocial», pues presenta cierta variante del gen de la monoaminooxidasa. Sin embargo, para otros especialistas la presencia de este gen reduciría el riesgo de comportamientos asociales. A la hora de predecir el futuro, el análisis del genoma es tan fiable como una bola de cristal. Un grupo de los genetistas más críticos enviaron el genotipo de cinco personas a las empresas californianas 23andMe y Navigenics para comparar después sus resultados.9 Aunque la muestra proviniera de la misma persona, los estudios presentaban conclusiones completamente diversas: las predicciones no coincidían ni tan siquiera al 50 por ciento en siete de las trece dolencias examinadas. Las divergencias eran especialmente llamativas en relación con el riesgo de psoriasis: la empresa 23andMe asignó a una de las personas estudiadas un riesgo relativo de 4,02, mientras que el resultado de Navigenics reducía el riesgo a 1,25: ¡más del triple! Así que apenas sorprende que algunos de los cazadores de genes rechacen el valor de sus propios resultados. La psicóloga Sarina Rodrigues de la Universidad del Estado de Oregón en Corvallis anunció el supuesto descubrimiento del gen de la empatía.10 Tras haber mostrado fotos de diferentes rostros a doscientos estudiantes, les pidió que describiesen el estado de ánimo de esas personas. Se trataba de un test psicológico que medía la capacidad empática de los participantes, a los que Rodrigues solicitó también que rellenasen un cuestionario. Tras valorar los resultados del mismo, la investigadora determinó quiénes eran capaces de ponerse en lugar de otras personas, es decir quién era más empático o quién podría ser descrito como frío o distante. Rodrigues examinó también el genotipo de los voluntarios. Los resultados mostraban diferencias genéticas en el metabolismo de la oxitocina que fabrica nuestro propio cuerpo de forma natural. Esta sustancia es responsable del buen humor y regula también las relaciones sociales. Cuando una madre


escucha el llanto de su hijo, libera oxitocina, lo que le provoca la subida de la leche y un enorme bienestar. Además, la oxitocina desempeña un importantísimo papel en relación con sentimientos básicos como el amor, la confianza y la serenidad. Este efecto de bienestar se transmite a través de los receptores de oxitocina, y ése era precisamente el gen estudiado por Rodrigues. En la población, el gen presenta tres combinaciones diferentes: AA, AG o GG. Con su estudio, Rodrigues pretendía determinar si las respectivas variantes estaban vinculadas a una mayor o menor capacidad de las personas de mostrar empatía hacia sus semejantes. A la vista de las conclusiones, las mujeres parecían mostrar una mayor empatía que los hombres pero, según Rodrigues, las diferencias en la estructura genética de los receptores desempeñaban también un papel importante. Tanto entre las mujeres como entre los hombres se detectaron «diferencias significativas, basadas en las variaciones genéticas», tal como la investigadora comentó en relación con los resultados, publicados en la prestigiosa revista científica Proceedings of the National Academy of Sciences. Según el estudio, las personas que poseen las variantes AA y AG serían de naturaleza fría y distante, mientras que los portadores de la variante GG percibirían con mayor facilidad los sentimientos de sus semejantes. En el marco del experimento, Rodrigues examinó su propia sangre, un análisis que quizás podría haberse ahorrado pues, según sus propias mediciones, la psicóloga se integraría en la categoría de las personas frías. Resulta revelador que Rodrigues no estime válido este resultado tan poco halagador. En un comunicado de prensa bastante confuso, la psicóloga subrayó la relevancia de los resultados de otras personas, distanciándose al mismo tiempo del examen de su propia sangre. «Es cierto que no poseo el receptor GG —dijo Rodrigues—, pero creo que sí soy una persona que se preocupa por los demás, una persona que siente empatía por el prójimo.»11Sin duda, se trata de una declaración sorprendente. No sólo porque Rodrigues cuestiona los resultados de su propia investigación, sino porque revela lo que piensa en realidad: los genes no determinan nuestro destino. De cara a la galería, los biólogos moleculares y los expertos en genética se complacen en disfrazar la realidad y se enzarzan en una absurda búsqueda de las raíces biológicas de todas las enfermedades y conductas imaginables. Esta orientación unilateral se refleja también en la política de I+D y sus subvenciones. Los investigadores que deseen estudiar, por ejemplo, el origen «fundamentalmente» genético de la violencia obtendrán subvenciones más fácilmente que sus colegas cuyo objetivo consista en analizar la influencia «secundaria» del ambiente sobre las personalidades agresivas. Hace ya tiempo que Ruth Hubbard y Elijah Wald señalaron que «la búsqueda de explicaciones genéticas para la salud y la enfermedad se ha convertido en una moda». La creencia de que todo está predeterminado biológicamente, el determinismo genético, se ha extendido también en la sociedad. Hubbard y Wald constatan: «Aunque muchos de estos genes desaparezcan como si fueran fantasmas cuando nos paramos a observarlos, resulta imposible evitar la confusión que generan las miles de opiniones enfrentadas. Hay tantos estudios diferentes que la gente termina pensando que los genes lo controlan todo».12 ¿Todo bajo el control de los genes? Esta afirmación no serían cierta ni siquiera en el caso de una enfermedad hereditaria. Tomemos como ejemplo a dos niños de cinco años de edad cuyo gen para la enzima fenilalanina hidroxilasa ha mutado y no funciona con normalidad. A causa de esta mutación, los niños no pueden metabolizar el aminoácido fenilalanina y eliminarlo del cuerpo.


Aunque la fenilalanina es una sustancia de importancia vital, sólo puede permanecer en el cuerpo en cantidades mínimas. Si el cuerpo almacena dosis altas de forma continua, la fenilalanina funciona como un veneno, sobre todo en el caso de niños en edad de crecimiento. Supongamos que en uno de estos dos niños de cinco años no se detecta esta enfermedad congénita. El niño tendrá una cabeza de tamaño reducido, sufrirá deficiencia mental grave y mostrará una conducta psicótica. En el otro niño, por el contrario, la enfermedad se detectó en un cribado realizado inmediatamente tras el nacimiento. Su alimentación se adecuó reduciendo la ingesta de fenilalanina, de tal manera que el niño crece dentro de los parámetros normales. Por lo tanto, existen también factores sociales que determinan el destino de estos niños enfermos: ¿se preocupan los médicos de realizar el cribado al recién nacido? ¿Están los padres dispuestos a proporcionar al niño alimentos con bajo contenido en fenilalanina? Existen pruebas fehacientes de que individuos con una constitución genética idéntica pueden desarrollarse de forma diferente. Lo que está escrito en los genes, esa secuencia de bases nitrogenadas (adenina, timina, citosina y guanina) que compone el ADN, no tiene un impacto tan decisivo en nuestra vida. Por esta razón, el proyecto del genoma humano, a pesar de haber descifrado nuestra herencia genética, no ha logrado explicar por qué las personas somos como somos. No es sólo importante lo que está escrito en los genes. También resulta determinante cómo se transcribe la información de los genes. Y, en este proceso, sí podemos influir.


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LA ASTUCIA DE LAS CÉLULAS O CÓMO LA EXPERIENCIA DEFINE NUESTROS GENES En la ciudad canadiense de Montreal existe un lugar donde los científicos conservan los cerebros de personas que se suicidaron: se trata del Quebec Suicide Brain Bank y está ubicado en un hospital. Allí se presentaron hace algún tiempo el neurólogo Michael Meaney y el farmacólogo Moshe Szyf de la Universidad McGill de Montreal con el objetivo de ponerse en contacto con las familias de los suicidas y hacerlas partícipes de su proyecto. Meaney y Szyf pretendían extraer un par de gramos del tejido de los cerebros almacenados, más concretamente del hipocampo, la estructura cerebral que elabora las impresiones que recibimos de nuestro entorno y que se conservan en la memoria a largo plazo. Los investigadores deseaban llevar a cabo, asimismo, una autopsia psicológica: conversar con los allegados e intentar reconstruir así la historia de los fallecidos para comprender los motivos que los llevaron a quitarse la vida. La petición de los científicos era muy delicada, pues Meaney y Szyf partían de la hipótesis de que las neuronas de las personas que han sido desatendidas o han sufrido abusos durante la infancia presentan marcas biológicas que las hacen más propensas a sufrir depresión o a suicidarse. Alrededor de doce familias accedieron a participar en el estudio. La idea de que el maltrato modifica los genes del cerebro se le ocurrió al neurólogo Meaney cuando examinaba el comportamiento de un grupo de ratones de laboratorio. Igual que las personas, estos roedores adoptan modelos educativos diferentes. Algunas madres miman a sus crías con total devoción, lamiéndolas continuamente, como una madre humana acaricia y estrecha a sus hijos. Cuando las hembras que hay entre estas crías crecen y tienen descendencia, también ellas se muestran especialmente cariñosas con su camada y lamen a las crías una y otra vez. Por el contrario, en algunas familias de ratas no hay muestras de afecto: las madres apenas lamen a las crías y, cuando las crías hembras tienen sus propios hijos, también son madres poco afectuosas que no lamen a los pequeños ratones. Asimismo, el comportamiento de la madre influye en cómo los hijos se enfrentan a situaciones de estrés. Las crías que durante sus primeros diez días de vida reciben cuidados y muestras de afecto por parte de sus madres se convierten en adultos más despreocupados y apacibles. Por ejemplo, si se las coloca durante veinte minutos en un tubo de plástico estrecho, apenas liberan hormonas del estrés. A través de sus mimos, las madres dotan a sus crías de las herramientas para combatir el estrés. Las crías que no reciben tales muestras de afecto de sus progenitoras se desarrollan de forma muy diferente. Son adultos asustadizos que se esconden en la esquina más apartada de la jaula. Cuando las colocamos en el tubito de plástico, liberan grandes cantidades de la hormona del estrés.


Y, cuando las hembras adultas alumbran sus propias crías, el patrón conductual se repite, de tal manera que los pequeños también son incapaces de tolerar las situaciones de estrés. Los contrastes en el comportamiento de los roedores son evidentes y se transmiten de una generación a otra. Por este motivo, en un primer momento, los investigadores los atribuyeron a una diferencia en la constitución genética de los animales. Con el objetivo de localizar los genes involucrados en cada uno de los modelos educativos, Michael Meaney y su colega Darlene Francis decidieron experimentar con la adopción.1 Tomaron dos crías de la camada de una hembra poco afectuosa y las acoplaron a la camada de una madre afectuosa: las crías adoptadas, tanto hembras como machos, se convirtieron en adultos que reaccionaban ante las situaciones de estrés con la misma calma que sus hermanos adoptivos, cuya estructura genética era idéntica a la de la hembra más afectuosa. Y, llegado el momento, las hembras nacidas de las madres menos afectuosas, pero adoptadas por una hembra cariñosa, mimaban continuamente a sus propias crías. Así, Meaney llegó a la conclusión de que el cuidado maternal y la capacidad de tolerar el estrés no se transmiten a través de los genes. Ahora sólo faltaba explicar por qué conducto eran traspasados de una generación a otra. Michael Meaney y Moshe Szyf estaban investigando en la misma universidad y podrían haber tratado de resolver la incógnita juntos. Pero trabajaban en diferentes institutos y pasaron muchos años antes de que se conocieran. Fue en un congreso que se celebró en Madrid, en el que los dos académicos de Montreal se encontraron por casualidad y tuvieron la oportunidad de comentar sus investigaciones. Meaney no habría podido imaginarse un interlocutor mejor que Szyf. Especialista en farmacología, Szyf investigaba, en aquel momento, sustancias para tratar el cáncer. En el marco de sus estudios, se había topado con un fenómeno llamativo: en algunos casos, la alteración del comportamiento de los genes podía desencadenar la aparición de un tumor. METILACIÓN. ¿UN DESECHO DE LA NATURALEZA? Szyf se había percatado de la existencia de un detalle bioquímico, al que otorgó una gran importancia. Algunos genes en las células tumorales portan una pequeña caperuza química: son los llamados grupos metilo. Como ya se sabía, el proceso de metilación silencia a los genes implicados. Szyf pronto se convenció de que esta interrupción del funcionamiento de los genes tenía que estar vinculada al inicio del desarrollo del proceso tumoral. Sin embargo, para el catedrático con el que trabajaba entonces el tema no tenía mucho interés: rechazaba las ideas de Szyf sobre los procesos de metilación en las células tumorales, pues para él la metilación no era más que un «desecho de la naturaleza». Hasta hace pocos años los biólogos consideraban la metilación como un fenómeno cuya importancia se limitaba a la primera fase de la vida. Una vez que el espermatozoide fecunda el óvulo y se forma el embrión, casi todos los grupos metilo desaparecen de los núcleos celulares. En ese momento las células son como una hoja de papel en blanco. Pero, a medida que el organismo va madurando, determinados genes de los tejidos en formación experimentan un proceso de metilación que los silenciará. Sólo así se produce el milagro de la diferenciación celular: aunque todas las


células comparten la misma estructura genética, algunas se convierten en neuronas, otras en hepatocitos, otras en células del corazón. No existe magia en este proceso, sino simplemente una maquinaria molecular de grupos metilo. Un grupo metilo puede estar adherido únicamente a una de las cuatro bases del ADN: la citosina. La adhesión de un diminuto grupo metilo a esta base mucho mayor podría considerarse una modificación insignificante. Sin embargo, nos equivocaríamos de medio a medio: el proceso de metilación decide si el gen en cuestión se transcribe. Walter Dörfler, experto en genética de la Universidad de Colonia, utiliza un símil lingüístico para explicar a sus estudiantes el impacto de la metilación: la palabra alemana Achtung («atención», «respeto») se transforma, a través de una pequeñísima modificación, en su contraria Ächtung («exclusión»). Las consecuencias pueden ser enormes. Comparemos las cifras de la secuencia del ADN con una sucesión de letras. Veamos esta secuencia: Nos équé sign if i caes tatris tez a un ah isto riade o trost i emp osat or mentam isre cue rdo selai ree sfrí oyel rinse me cetran qui loos cur eceyen lam onta ñalac um brebril laenes teat ar decerya llía rrib ase ntad aent odos uespl end oresa mu jerta nbe llato dae llaf ulgorsu pe inede o roa lum bral asdor adash e brasd esu pel omi ent rasella en ton asu ca ntars udu lcey fa scin an teme lod íaalpe sca dorens uf rág ilbar cacau ti vac ons uca nci ónci egoal asroc aselhom bres ólom i raha ciala cim ayya laso lasle ro banal ma rin oba rcay vi daconsudu lceru morpa raéles cri biólo rele ysude stino.

El proceso de metilación la compondría de la siguiente manera: No sé qué significa esta tristeza, una historia de otros tiempos atormenta mis recuerdos. El aire es frío y el Rin se mece tranquilo; oscurece y, en la montaña, la cumbre brilla en este atardecer. Y, allí arriba, sentada en todo su esplendor, esa mujer tan bella, toda ella fulgor. Su peine de oro alumbra las doradas hebras de su pelo, mientras ella entona su cantar, su dulce y fascinante melodía. Al pescador en su frágil barca cautiva con su canción; ciego a las rocas, el hombre sólo mira hacia la cima, y ya las olas le roban al marino barca y vida. Con su dulce rumor, para él escribió Loreley su destino.

Así, la sucesión se dota de sentido (aquí, en el ejemplo de Heinrich Heine). El orden de las letras no ha sido modificado.


La metilación puede conferir cierto sentido a la estructura genética, sin que eso implique modificar la secuencia de cuatro letras del ADN, el código genético clásico. Junto a éste se establece un segundo nivel de información: la epigenética. La herencia epigenética (o, lo que es lo mismo, «lo que está por encima de los genes») describe la información celular que no se encuentra en la secuencia de ADN. Cuando una célula corporal se divide, el patrón epigenético se transmite a las células hija. Sin embargo, esta impresión no es muy resistente, sino que puede ser modificada por influencias exteriores. Eran precisamente estos mecanismos epigenéticos los que Moshe Szyf examinaba sin descanso en las células tumorales. Esta fascinación lo convirtió durante mucho tiempo en un paria para sus colegas biólogos, pues entre los entendidos imperaba una imagen fatalista de los genes: el código genético heredado de los padres, que se extrae de la secuencia del ADN, sería determinante. Tras la fase embrionaria, la metilación ya no variaría en las células maduras. Szyf siempre había cuestionado este dogma. Cuando se encontró con Michael Meaney de forma fortuita en Madrid, éste se convirtió en un apasionado interlocutor. ¿Sería la metilación el mecanismo secreto que transmitía el cuidado maternal y la resistencia al estrés a las crías de los ratones? Meaney y Szyf acordaron trabajar juntos sobre este tema. De regreso en Montreal, decidieron investigar la reacción corporal ante una situación de estrés. Cuando una persona o un animal de laboratorio sienten una amenaza, el hipotálamo, una estructura con forma de almendra situada en el interior del cerebro, recibe un aviso de ciertas células cerebrales. A través de la hipófisis, el hipotálamo envía señales químicas a las glándulas suprarrenales, que, a su vez, liberan la hormona del estrés (glucocorticoides). Éste proceso agudiza nuestros sentidos y nos permite reaccionar ante el peligro de manera adecuada. Por su parte, las hormonas del estrés también tienen un efecto sobre nuestro cerebro. En él, se unen a receptores que funcionan como ancladeros y frenan la actividad del hipotálamo. Esta respuesta es positiva e importante para el organismo, pues controla una reacción exagerada ante la situación de estrés. Sin embargo, las crías de los roedores menos afectuosos no pueden reaccionar correctamente ante estas situaciones: la actividad del hipotálamo no se suspende y envía señales a las hormonas del estrés de forma ininterrumpida. No resulta extraño que los animales sean tan asustadizos. Meaney y Szyf se preguntaron si esta reacción fallida estaría vinculada a los receptores de la hormona del estrés situados en el cerebro, por lo que decidieron buscar el gen responsable de este receptor. Y, en su búsqueda, encontraron procesos de metilación alterados. En el cerebro de los roedores más afectuosos, el gen del receptor de la hormona del estrés se encontraba activo y el número de receptores existentes facilitó que la reacción tuviese lugar sin complicaciones y la respuesta al estrés fuese moderada. A las crías de madres menos afectuosas les sucede exactamente lo contrario. Su gen de la hormona del estrés ha pasado por un proceso de metilación y por lo tanto está silenciado. Debido a que faltan los receptores, la reacción no es la adecuada y la respuesta al estrés se mantiene elevada. La hipermetilación del gen del receptor en el cerebro se asemeja a una cicatriz molecular que incrementa la predisposición de sus portadores a sufrir estrés.


«Esto significa —observa Michael Meaney— que estas células pueden transformarse de un modo que nadie ha examinado hasta el momento.»

Interruptor epigenético La adición de grupos metilo (Me) y la eliminación de los grupos acetilo (Ac) determina si la transcripción de un gen producirá o no una proteína.

Junto a los procesos de metilación, ambos investigadores han descubierto otras alteraciones epigenéticas, entre ellas la adhesión o desconexión de acetilos. Este tipo de alteración está vinculado al envoltorio del material genético. El ADN de cada célula de nuestro cuerpo se asemeja a una cuerda de unos dos metros de longitud. Para que los filamentos de ADN puedan adaptarse al núcleo celular, están envueltos en diminutas proteínas (histonas). Cuanto más compacto sea el envoltorio que rodea el segmento de ADN, más complicado resultará identificar los genes que lo integran. La adhesión de acetilos es, por lo tanto, un mecanismo necesario para aligerar la cobertura del ADN y transcribir los genes que allí se encuentran.2


El afecto modela los genes Fuente: Andre Fischer. Neuroforum 1/09

Y esto es precisamente lo que la ciencia ha descubierto al estudiar estas familias de ratones más afectuosos. En el núcleo de sus células nerviosas la proteína envolvente está hiperacetilada, de tal manera que el gen responsable del receptor de la hormona del estrés puede ser identificado y aparecen numerosos receptores que permiten una reacción adecuada. La falta de afecto no sólo influye en el gen responsable de la hormona del estrés, sino que son muchas las posiciones de nuestra estructura genética en las que este comportamiento deja marcas biológicas. Una serie de experimentos realizados en el Instituto Psiquiátrico Max Planck en Múnich permitió descubrir algunas de estas huellas en la estructura genética de los ratones: las crías fueron separadas de las madres justo después de nacer y permanecieron apartadas durante un tiempo.3 Diversos exámenes mostraron que el shock había modificado de forma permanente el comportamiento de los animales: los ratones implicados en el experimento eran incapaces de enfrentarse con éxito a situaciones de estrés, carecían de iniciativa y tenían peor memoria que las crías que no habían sido separadas de sus progenitoras. Incluso después de un año era posible observar el impacto de la separación de la madre en la constitución genética de las crías, ya que el gen que controla la producción de vasopresina en las neuronas del hipotálamo había metilado. La presencia de esta hormona es importante, pues está implicada tanto en la respuesta del organismo ante el estrés como en el comportamiento social del individuo. A causa de la metilación, los ratones que habían sido separados de sus madres tenían tal cantidad de vasopresina en el cerebro que no podían comportarse con normalidad.


«Este estudio muestra cómo, a través de los mecanismos epigenéticos, el entorno influye en nuestro genoma a nivel molecular. La exposición a episodios importantes de estrés a una edad temprana puede desencadenar procesos patógenos que más adelante desembocarán en depresión o ansiedad —dice Florian Holsboer, director del Instituto Psiquiátrico Max Planck—. En el futuro, la posibilidad de descifrar este código epigenético permitirá desarrollar nuevas estrategias en los tratamientos.» Sabemos cómo reaccionan las ratas y los ratones. Pero ¿tienen estas experiencias estresantes los mismos efectos sobre las personas? Ésta es la pregunta que impulsó a Meaney y a Szyf a examinar el cerebro de los suicidas. Los investigadores consiguieron los datos de doce hombres suicidas de la provincia de Quebec, con edades en torno a los treinta años. Todos ellos habían sufrido abuso o maltrato durante su infancia. Los patólogos extrajeron el hipocampo del cerebro y seccionaron un segmento de pocos centímetros que conservaron a una temperatura de –80 ºC en recipientes de plástico transparente. El mismo procedimiento se llevó a cabo con doce cerebros de personas que habían fallecido en accidentes y que los investigadores examinarían para cotejar sus resultados. Las víctimas de accidente, todas ellas fallecidas en torno a los treinta y seis años, habían tenido infancias y adolescencias felices. El análisis corroboró la suposición de Meaney y Szyf: los genes de las células del cerebro de los suicidas presentaban alteraciones mucho más evidentes que los de las víctimas de accidente. El gen del receptor de la hormona del estrés había metilado y se encontraba silenciado, por lo que fallaba la reacción necesaria para reducir de manera adecuada la respuesta al estrés. «Las vivencias de la infancia cincelan nuestro cerebro —afirma Szyf—. Las marcas permanecen en la edad adulta y pueden dar origen a una enfermedad o a un proceso patológico. En los casos que examinamos nosotros, esta enfermedad es el suicidio.» Las conclusiones de Szyf y Meaney van más allá de la cuestión del maltrato y sus consecuencias. Su estudio vierte nueva luz sobre la interacción entre el entorno, la genética y el comportamiento de los individuos. Los sentimientos, el pensamiento, las experiencias y vivencias, las relaciones personales y los factores sociales tienen un efecto sobre los genes y pueden modificar su trayectoria. Tras esta tesis se esconde uno de los descubrimientos más relevantes de la biología: la epigenética representa ese eslabón que explicaría cómo el entorno influye en nuestros genes. Durante siglos la cuestión ha enfrentado a científicos y filósofos: ¿desempeña el entorno un papel más importante en la definición de las personas que su naturaleza biológica? Ahora tenemos la respuesta. Los genes y el entorno no constituyen polos opuestos. No se trata de un duelo. No tiene sentido creer que los genes controlan la naturaleza, pues el entorno y la genética interactúan constantemente y dependen el uno del otro. El descubrimiento de que los factores externos dejan su huella en nuestra herencia genética ha cambiado muchas cosas. Las células transmiten la huella epigenética a las células hija y establecen, poco a poco, la memoria corporal. Durante toda la vida nuestras experiencias y nuestro estilo de vida van moldeando el núcleo celular. Se escriben así nuestras memorias moleculares, cuyos capítulos es posible borrar,


modificar, parafrasear o corregir, ya que la impresión epigenética no permanece inalterable durante toda la vida, sino que puede modificarse tanto a través de la metilación como de la acetilación, pues ambos son procesos químicos reversibles. Como sugieren los experimentos con crías de rata nacidas de una madre poco afectuosa adoptadas por una madre cariñosa, un entorno nuevo más favorable podría anular y sustituir las huellas grabadas por el contexto anterior. El grupo de investigación de Moshe Szyf habría conseguido un efecto similar con un principio activo farmacológico: la tricostatina A. Esta sustancia produce la acetilación de las histonas, un proceso que, a su vez, actúa como inhibidor de la metilación. Como consecuencia, resulta más sencillo transcribir los genes. Al menos en el marco del experimento, la tricostatina A funcionó como un medicamento contra los recuerdos negativos de la infancia: Moshe Szyf y sus colegas reunieron un amplio número de roedores que, tras haber sido criados por madres poco afectuosas, se habían convertido en adultos temerosos y propensos al estrés. A algunas de estas crías les administraron tricostatina. Al final del experimento, todas las crías debían pasar la «prueba de la fiesta», en palabras de Szyf. Cuando los investigadores colocaron a todas las ratas en una caja, las que no habían tomado tricostatina A se arrinconaban. En cambio, las ratas a las que sí se les había proporcionado la sustancia se comportaban de forma muy diferente. Se situaban en el centro de la caja y parecían tan relajadas y sociables como sus congéneres criadas por madres afectuosas. «Este descubrimiento demuestra que en la edad adulta todavía es posible modificar, por medio de sustancias farmacológicas, los comportamientos que se han forjado en la primera infancia», explica Szyf en una revista especializada.4 La emoción lo inunda cuando detalla el resultado de sus experimentos en algún congreso: «Tras una infancia traumática, no está todo perdido. ¡Hay esperanza!». LA EXPERIENCIA SE HEREDA No cabe duda de que el descubrimiento de la epigenética constituye una revolución, pues significa que es posible alterar nuestros genes. Durante mucho tiempo la biología defendió la hipótesis de que sólo las mutaciones en el código genético pueden generar nuevos rasgos. Estas mutaciones fortuitas habrían originado, según el naturista británico Charles Darwin (1809-1882), las diferentes especies y características biológicas. Sin embargo, ahora se ha demostrado que, junto a esta herencia «pesada», existe también una herencia «ligera», pues las características que aprendemos a lo largo de la vida también pueden dejarse en herencia. El botánico y zoólogo francés Jean-Baptiste Lamarck (17441829) supuso que el cuello de las jirafas era tan largo porque el animal lo estiraba para alcanzar las hojas de los árboles. El cuello alargado pasaría después de padres a hijos. Pero las tesis de Lamarck no explican la relación intergeneracional, cómo se hereda el cuello largo. Sin embargo, si observamos las células de nuestro cuerpo, encontramos otra explicación: las alteraciones epigenéticas que experimentan las células se transmiten a las células hija en el proceso de división y multiplicación celular. Nuestras células son inteligentes: aprenden de la experiencia.


No es por casualidad que Moshe Szyf se convirtiese en adalid a la hora de superar los antiguos dogmas. Descendiente de alemanes, Szyf ama la farmacología. Es, además, un judío practicante que reza cada mañana y lleva la kipá en el laboratorio. Ya en sus primeros años como estudiante, deseaba establecer un puente de unión entre culturas, en lugar de encerrarse en su estudio. Primero estudió filosofía; años más tarde se decantó por la genética. «En nuestra sociedad, las humanidades y las ciencias naturales están completamente apartadas entre sí, como si el espíritu y el cuerpo no tuvieran nada en común —dice Szyf—. Mi trabajo aúna las dos disciplinas y muestra cómo el mundo no físico influye en nuestros genes.» Se trata de una perspectiva innovadora, incluso para los más eminentes genetistas. Szyf afirma: «No podemos reducir a las personas a una única célula ni desvincularlas de su entorno». EL DIÁLOGO ENTRE LA GENÉTICA Y EL ENTORNO Éste es precisamente el error que cometen quienes asumen que los genes son entes todopoderosos. Un error, porque la herencia genética es maleable y mantiene un diálogo constante con el entorno. Las marcas epigenéticas experimentan cambios constantes que la secuenciación del genoma no puede integrar, porque se trata de una imagen momentánea, una instantánea fugaz que nos muestra el código genético, pero no logra revelar cómo se habría descifrado ayer, cómo se descifrará mañana, o si los genes están activos ahora, lo estaban ayer o lo estarán en el futuro. De hecho, nuestro genotipo no se compone sólo de los cuatro pilares mencionados anteriormente: junto a la adenina, la timina, la citosina y la guanina, se encuentra la citosina metilada. Los científicos no habían incluido este pilar en las investigaciones que los llevaron a anunciar con gran pompa que habían logrado descifrar completamente el genoma humano. En el proyecto del genoma humano «se “pasó por alto” el quinto nucleótido de la secuencia del ADN, 5-mC. De tal manera que, a los investigadores interesados precisamente en la función de esta modificación del ADN, les falta un 20 por ciento esencial para comprender la información del genoma».5 El proyecto del epigenoma humano tiene como objetivo paliar este descuido. Pretende identificar los pares de base metilados. Sin embargo, el problema fundamental continúa sin resolverse: la secuenciación del ADN constituye una instantánea y no analiza los cambios en nuestro genotipo, que está, por decirlo de alguna forma, siempre en movimiento y es transformado por factores externos de forma permanente. No se trata sólo de factores no físicos, como los sentimientos y las experiencias: los genes también están influidos por elementos tangibles como las toxinas o algunas sustancias presentes en el entorno. SOMOS LO QUE COMEMOS La influencia de la alimentación resulta especialmente llamativa en las abejas. Estos animales poseen una estructura genética idéntica y, durante su etapa como larvas, todas tienen el mismo aspecto. A la mayoría de las larvas se las alimenta con una especie de puré compuesto de miel y polen que las transforma en estériles abejas obreras. Sin embargo, algunas larvas son alimentadas con jalea real y,


con el tiempo, se convierten en fértiles abejas reinas. Resulta evidente que la epigenética desempeña aquí un papel fundamental. El puré de miel y polen pone en funcionamiento un proceso de metilación que anula ciertos genes responsables del desarrollo y convierte a las larvas en abejas obreras. Randy Jirtle, biólogo del Centro Médico de la Universidad de Duke, ha encontrado un ejemplo similar en ratas en estado de gestación.6 A causa de una enfermedad hereditaria, estos animales sufrían sobrepeso y eran propensos a padecer diabetes y cáncer. Mientras algunas de las roedoras incluidas en el experimento continuaban con su alimentación normal durante la gestación, Jirtle enriqueció la dieta de un grupo de ratas con ácido fólico, vitamina B12, betaína y colina. Cuando nacieron las crías, Jirtle no apreció diferencia alguna entre ellas: todas se parecían. Pasado cierto tiempo, aunque todas las crías eran idénticas genéticamente, pues Jirtle había empleado un método de reproducción selectiva, algunas de ellas comenzaron a engordar, se enfermaban y mostraban un pelaje amarillento. Las diferencias en el aspecto de estos animales se debían únicamente a los suplementos nutricionales, que habían roto el maleficio de los genes, pues todos ellos —el ácido fólico, la vitamina B12, la betaína y la colina— contienen grupos metilo. Estas sustancias pasan al feto a través de la madre y metilan un gen concreto en la cría, el gen agouti, responsable del color del pelaje y del comportamiento alimentario. Así, Jirtle y su colega Robert Waterland lograron criar ratones con diversos grados de transformación que probaban que cuantos más suplementos nutricionales se le proporcionan a la madre, más oscuras y delgadas serán las crías. Con el objetivo de continuar su experimentación, Jirtle proporcionó genisteína a algunas ratonas.7 Este fitoestrógeno presente en las habas de la soja fue suministrado a las roedoras dos semanas antes del apareamiento y durante el embarazo y la lactancia. De nuevo, las crías nacidas mostraban diferencias entre ellas y, de nuevo, la respuesta estaba en la alimentación. Las crías de las madres que habían recibido la alimentación habitual no habían experimentado metilación alguna en el gen agouti: la mayoría mostraba adiposidad y el pelaje amarillo. Por el contrario, en las crías de las madres que habían sido alimentadas con genisteína, el gen agouti había metilado y esto se reflejaba en su aspecto: por lo general, eran más oscuras y pesaban cerca de la mitad que los ratones amarillos.


Las diferencias en la alimentación producen un aspecto diferente El genotipo de los ratones es idéntico. Sin embargo, la madre del animal de pelaje más oscuro recibió durante su gestación una alimentación que contenía un gran número de grupos metilo. Fuente: Randy Jirtle

La genisteína podría influir también en nuestro fenotipo. Esto explicaría, por ejemplo, por qué los asiáticos, que consumen una gran cantidad de productos derivados de la soja, enferman con menor frecuencia de cáncer de próstata o de mama. «Que tu alimento sea tu medicina y que tu medicina sea tu alimento»: en las palabras pronunciadas hace 2.400 años por el médico griego Hipócrates, resuenan los ecos de la epigenética. DE UN MISMO ÓVULO Y TAN DISTINTOS Tal como el sol tuesta la piel de un marino, así va dejando la vida su huella en los genes. Nuestras experiencias se reflejan en las moléculas de los núcleos celulares y, de la misma manera que la vida de un individuo es única, también son únicas las huellas presentes en nuestra estructura genética. Esta noción explicaría por qué los gemelos monocigóticos pueden ser tan diferentes en cuanto a su personalidad y a su salud. Los epidemiólogos llevan más de cincuenta años intentando descifrar por qué algunas dolencias, como la esclerosis múltiple, la diabetes mellitus tipo 1 o la esquizofrenia, se declaran únicamente en uno de los gemelos y perdonan al otro. Manel Esteller, del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas español, ha examinado el genotipo de cuarenta parejas de gemelos monocigóticos de edades comprendidas entre los tres y los setenta y cuatro años en busca de


diferencias en los procesos de metilación y acetilación.8 Los resultados de sus experimentos muestran que las parejas de gemelos más jóvenes presentan patrones epigenéticos similares, mientras que entre los gemelos mayores existen diferencias sustanciales. Estas diferencias se encuentran repartidas por todo el genoma e influyen de forma decisiva en cómo se transcriben los genes. Cuanto mayores son los gemelos, menor el tiempo que han compartido el mismo entorno y más diferentes sus estilos de vida, mayores serán las divergencias en sus patrones epigenéticos. Si una persona lleva una vida sedentaria o es muy activa, come embutidos o se decanta por las verduras, todo ello va dejando una huella que puede manifestarse cuando menos lo esperamos. Así lo explica Manel Esteller: «Cuando un gemelo comienza a fumar, a tomar drogas o se muda a una zona muy contaminada, aunque sólo sea durante un año, su perfil epigenético puede desviarse de forma significativa. Se trata de un proceso muy dinámico».9 En teoría nuestros genes pueden adoptar dos estados extremos: experimentar un proceso de metilación completo o, por el contrario, no metilarse en absoluto. «La vida —afirma Moshe Szyf— se sitúa en un punto entre estos dos estados.» Nuestro estilo de vida determinará dónde se encuentra este punto. Según las tesis del determinismo genético, nuestro destino está determinado biológicamente. Los últimos descubrimientos demuestran lo contrario: somos responsables de nuestros genes.


3

LA PRIMERA GUERRA ENTRE LOS SEXOS Hace algunos años, en la región de la Baja Sajonia, un extraño niño llegó al mundo. Sus brazos y piernas eran extraordinariamente fláccidos y era incapaz de sostener su cabecita. Apenas mamaba del pecho de su madre y dormía sin cesar día y noche. Pasados algunos meses, algo comenzó a cambiar. De repente, Peter estaba mucho más activo y tenía un hambre insaciable. Sin embargo, aunque sus padres contemplaban ilusionados cómo la grasa comenzaba a acumularse en sus bracitos, lo cierto era que el niño parecía no querer crecer. Sus movimientos eran torpes y no era capaz de expresarse. Cuando Peter contaba tres años, nació su hermana Paula. Igual que Peter, Paula era un bebé apático y sin apetito hasta que, de improviso, empezó a mostrarse siempre muerta de hambre. Con el paso del tiempo, los rasgos de estos niños se acentuaron. Paula y Peter son gordos y bajitos. Sus cabezas, llamativamente pequeñas. Ambos sufren retraso mental. La madre los quiere tal como son. El padre está decepcionado. Con gran resentimiento, los parientes del padre reprochan a la madre que haya traído «malos» genes a la familia. La madre, atormentada por los reproches de su familia política y los sentimientos de culpa, decidió buscar el origen de la misteriosa enfermedad de sus hijos. Durante años visitó a un médico tras otro hasta que alguien le aconsejó acudir al Instituto de Genética del Hospital Universitario de Essen. Bernhard Horsthemke escuchó con tristeza y gran interés la historia de Paula y Peter. Con tristeza, porque la familia del padre responsabilizaba a la madre del retraso de los niños. Con interés, porque los síntomas de Peter y Paula corresponden a una enfermedad que siempre ha interesado a los genetistas. Cuantos más detalles proporcionaba la madre, más seguro estaba: los hermanos padecen el síndrome de Prader-Willi, una alteración del sistema nervioso central que lleva el nombre de los dos médicos suizos que lo describieron por vez primera. Por lo general, está producida por la ausencia de un segmento de ADN en uno de los cromosomas 15. En principio, tal ausencia no debería constituir forzosamente un problema, ya que, con la excepción de los cromosomas sexuales, todos los componentes de nuestro genotipo aparecen por duplicado, ya que por cada gen heredamos una copia de nuestro padre y otra de nuestra madre. Sin embargo, el segmento del cromosoma 15 al que nos referimos constituye una excepción, porque está sujeto a la impronta del genoma. Este fenómeno, denominado también impronta genómica, afecta tan sólo a algunas posiciones del genoma y, a menudo, tiene como consecuencia que la copia del gen correspondiente a la madre esté silenciada, de manera que sólo está activo el equivalente paterno. Si esta copia, la única que está activada, se pierde —por ejemplo, en el caso de que tenga lugar un error casual durante la división celular—, nada podrá sustituirla. Si esto sucede en el cromosoma 15, se desarrolla el síndrome de Prader-Willi.


Eugenia Martinez Vallejo El pintor español Juan Carreño Miranda realizó este retrato de Eugenia Martínez Vallejo en 1680. Es muy probable que la joven padeciese el síndrome de Prader-Willi. En el cuadro, Eugenia Martínez tenía seis años y se encontraba en la fase de hiperfagia. Pesaba alrededor de 54 kilos. La pequeña estatura, los ojos almendrados, la boca, estrecha y con forma triangular, y las manos diminutas apuntan a este diagnóstico.

Como los procesos biológicos son delicados, con frecuencia el segmento de ADN relativo al cromosoma 15 se pierde en el proceso de maduración de los espermatozoides. Según las estadísticas, un niño de cada diez mil nace con el síndrome de Prader-Willi, lo que convierte esta dolencia en una de las diez enfermedades congénitas más frecuentes. Sin embargo, también con las estadísticas en la mano, es muy poco probable que el síndrome afecte a más de un miembro de la familia. «Esta familia es una rara avis», afirmó Bernhard Horsthemke. Pero el científico prefirió no creer en el azar y sugirió que la enfermedad que comparten Paula y Peter tiene su origen en una causa todavía desconocida. Por este motivo, decidió buscar la respuesta en la sangre de los niños.1 ERRORES DE IMPRONTA EN LOS GENES


La suposición de Horsthemke se confirmó. Peter y Paula tienen el síndrome de Prader-Willi, pero son muy diferentes a los otros niños que sufren la enfermedad y que el mismo Horsthemke había tratado o conocía a través de conversaciones con sus colegas. Horsthemke confirmó que no falta ningún segmento de la estructura de ADN. Tampoco en el cromosoma en cuestión, el cromosoma 15, donde los dos segmentos están presentes. Sin embargo, resultaba curioso que la metilación hubiera tenido lugar en ambas copias —ahora silenciadas— y no sólo en una, como sería el caso normal. Este error en la impronta ha impedido el desarrollo normal de Peter y Paula. Horsthemke y sus colaboradores hallaron el caso opuesto en una familia con una hija de once años y un niño de siete. También en su caso están presentes los dos segmentos de ADN del cromosoma 15, pero ninguno de ellos ha metilado y, por ese motivo, tanto los genes correspondientes a la madre como los que han heredado de su padre se han silenciado de forma permanente, con trágicas consecuencias para su salud. Ambos niños presentan el síndrome de Angelman, denominado así en honor al médico que lo describió por vez primera. Tienen un evidente retraso mental, pero muestran una enorme alegría y viven en un mundo feliz que sólo a ellos pertenece. Las historias de estas familias subrayan dos aspectos: por un lado, los niños pueden padecer enfermedades aunque su secuencia de ADN permanezca inalterable, es decir, no haya mutado: están enfermos porque el comportamiento de los genes se ha visto alterado. Por otro lado, revelan que los errores en la impronta genómica son la causa de numerosos síndromes. La impronta genómica normal afecta al menos a cuarenta o sesenta genes de nuestro ADN. Dependiendo del origen —paterno o materno— de los genes, se silenciará una u otra copia. Según las premisas de la teoría de la evolución, parecería absurdo suprimir uno de estos dos genes sanos. Sería como si el piloto de un avión bimotor decidiese sin motivo alguno apagar una de las dos turbinas. Entonces, ¿por qué sucede esto al principio de una vida? ¿Por qué algunos de nuestros genes están sujetos a la impronta? UN TIRA Y AFLOJA DENTRO DEL ÚTERO MATERNO Para responder a estas cuestiones, nadie mejor que el biólogo David Haig. Su despacho se encuentra en la ciudad estadounidense de Cambridge, en un edificio de ladrillo rojo que aloja el museo de Ciencias Naturales de la Universidad de Harvard. Mientras en el piso de abajo los visitantes admiran un tigre de Tasmania disecado y se maravillan ante el tiburón martillo, protagonista de la exposición, este estudioso de poblada barba se sienta delante de una enorme estantería repleta de libros, hojea artículos de revistas especializadas (entre ellos, algunos estudios del genetista Bernhard Horsthemke de Essen) y medita sobre los interrogantes que su disciplina no logra resolver.


Un fallo en la epigenética puede causar una enfermedad En los individuos sanos, la metilación tiene lugar en un segmento concreto de la copia materna del cromosoma 15 que permanece silenciado. Cuando tiene lugar un error en la impronta genómica, la persona desarrolla la enfermedad. La secuencia genética permanece inalterable: la impronta genómica desempeña el papel decisivo. Fuente: Horsthemke/Advanced in Genetics 2008

Según Haig, la impronta genómica revela la lucha entre los sexos. Para este biólogo, la impresión genómica constituye un arma en el conflicto evolutivo que tiene lugar entre la madre y el padre. Puede que ambos hayan acordado concebir un niño, pero sus motivos son muy diferentes. Desde el punto de vista evolutivo, el padre invierte muy poco en su descendencia: un único espermatozoide. El padre desea que el feto sea muy fuerte, porque así tendrá más posibilidades de sobrevivir. Por este motivo, la selección natural favorece los genes paternos, que permiten que el niño se desarrolle dentro del útero materno, y los activa en el embrión. En el marco de la evolución, al padre le resulta indiferente que esta circunstancia pueda perjudicar la salud de la madre, que debe alimentar a un niño de mayor tamaño: al fin y al cabo, el hombre siempre puede encontrar otra pareja. Por el contrario, la madre invierte mucho más en el bebé que lleva en su vientre y al que mantiene con vida. Sin embargo, su situación la obliga a encontrar un equilibrio, pues si bien desea también tener un niño grande y fuerte, que tenga más posibilidades de sobrevivir, sabe que no puede entregarse por entero a él, porque tiene otros hijos de los que ocuparse, y tampoco debe poner en peligro su salud. Por esta razón, la madre opta por una vía intermedia y decide no invertir demasiado. Este conflicto se reproduce a nivel genético en las células del embrión. «Aquí tiene lugar un tira y afloja en toda regla», explica David Haig. Los adversarios son los genes que favorecen el desarrollo del embrión. Las copias paternas de estos genes no han metilado, están activas y ordenan: ¡que el niño crezca! Por el contrario, las copias maternas de estos genes


están silenciadas, tras haberse metilado, y exigen: ¡que el niño se controle! El gen responsable del factor de crecimiento, igf2, ilustra este conflicto. Si bien el embrión porta dos copias de este gen, materna y paterna, en los humanos y otros mamíferos sólo está activada la versión paterna. Sin embargo, en algunos casos, el gen materno igf2 también está activo: cuando esto sucede en un humano, el niño pesará un cincuenta por ciento más al nacer. Si, por el contrario, metila no sólo el gen materno, sino también el paterno y ambos están silenciados, el niño nacerá con bajo peso. Los ornitorrincos constituyen una excepción. Aunque son mamíferos, ponen huevos y no tienen placenta, por lo que no existe la lucha por los recursos en el vientre materno. Así, en el caso del ornitorrinco, el gen igf2 no está sujeto a los designios de la impronta. DE INAPETENTE A GLOTÓN Estas teorías evolutivas sirven para explicar también el comportamiento de Paula y Peter. En su caso, los genes paternos del cromosoma 15 habían metilado y estaban silenciados. Los niños no comían mucho, no sólo precisaban poca alimentación en el útero, sino también durante los primeros meses de vida, cuando el niño depende todavía de los recursos de la madre (es decir, de la leche materna). Algunos recién nacidos afectados por el síndrome de Prader-Willi son tan malos comedores que tiene que ser alimentados con lactancia artificial. A la edad de dos o tres años su comportamiento se transforma y pasa al otro extremo. Muchos niños con el síndrome de Prader-Willi muestran repentinamente un apetito extraordinario: vacían sus platos de comida y, en los años posteriores, tienden a la glotonería y por sistema buscan algo para comer a su alrededor. Al contrario que otros niños de su edad, no son nada caprichosos: si no encuentran alimento, sacian su hambre desesperada incluso con restos de comida de la basura o chupan pescado o cualquier otro alimento que esté todavía congelado en el refrigerador. El biólogo David Haig tiene una explicación para tal conducta: la evolución de inapetente a comedor insaciable se produce exactamente en el momento en el que un niño dejaría de ser amamantado. En esta etapa, la madre puede aceptar esta voracidad, porque ya no tiene que darle su leche al niño. LA IMPRONTA IMPRIME CARÁCTER En los últimos años, los investigadores han localizado casi sesenta genes en los que se puede demostrar la influencia de la impronta, aunque es muy probable que éstos se cuenten por cientos. Además de influir en el tamaño de un recién nacido —en el caso de un niño sano, su peso puede oscilar en un diez por ciento—, la impronta influye también en la actitud y el comportamiento de las personas, pues muchos de los genes en cuestión se localizan en el cerebro. Como afirma David Haig: «No me extrañaría que la impronta de los genes afectase también el comportamiento social de un individuo». Esto significaría que la lucha entre los genes maternos y paternos que tiene lugar en las células embrionarias resulta decisiva a la hora de determinar la personalidad de un niño y si éste será, por ejemplo, introvertido o extrovertido.


En la mayoría de los casos, la partida termina en tablas y el comportamiento del niño se mantiene dentro de los márgenes de la normalidad. Sin embargo, en ocasiones, una de las partes obtiene el control y la conducta se desvía a extremos patológicos. Cuando hace algún tiempo el biólogo Bernard Crespi de la Universidad Simon Fraser, situada en la ciudad canadiense de Burnaby, comprendió la importancia de la impronta, dio un nuevo giro a su carrera. Crespi, que hasta entonces era conocido por sus estudios sobre el comportamiento social de los insectos, decidió ponerse al día en psicología y psiquiatría cuando descubrió la trascendencia de la impronta. En Inglaterra, el sociólogo Christopher Badcock de la London School of Economics vivió una experiencia similar y comenzó a investigar la influencia de la impronta en las personas. Crespi se topó con un artículo de Badcock y se puso en contacto con él. Así se inició una intensa colaboración que ha propiciado un nuevo enfoque en el tratamiento de las enfermedades mentales: las dolencias psicológicas apenas están motivadas por los genes que hemos heredado o no, sino por cómo se comportan estos genes. ¿Cuáles de ellos se encuentra activos? ¿Cuáles están silenciados? Estas preguntas se responden tan pronto como el espermatozoide alcanza el óvulo y comienza la lucha entre los genes maternos y paternos. En opinión de Crespi y Badcock, esta lucha «podría desempeñar un papel clave a la hora de determinar si en el cerebro del recién nacido tiene lugar una situación de equilibrio o de desequilibrio.»2 Si el resultado del enfrentamiento se inclina a favor del padre, la personalidad del niño tendrá rasgos característicos del autismo. Será un niño difícil de contentar, que apenas prestará atención a su madre. Su interés se dirigirá a los objetos, a los estampados y a los elementos mecánicos. De hecho, en las personas autistas los genes igf2 presentan una gran actividad, es decir, una impronta que favorece el legado paterno. Si, en caso contrario, el conflicto se resuelve a favor de la madre, el cerebro en desarrollo mostrará características propias de la psicosis. El niño será de menor tamaño, cariñoso, comprensivo y, por lo tanto, a la madre le resultará más sencillo educarlo. No obstante, si la impresión genética es muy profunda, esta personalidad, que está definida por la consideración hacia el otro, puede adoptar tendencias enfermizas. El niño experimentará continuos cambios de humor y tendrá un mayor riesgo de padecer trastornos bipolares en el futuro. El autismo y la esquizofrenia no serían, por lo tanto, dos enfermedades independientes, sino que estarían profundamente ligadas en su posición antagónica a los extremos de un mismo espectro. Y lo mismo ocurriría con sus síntomas en apariencia opuestos: por un lado, la simplicidad del autista; por el otro, la dicotomía del individuo psicótico. Lo realmente interesante de esta hipótesis es que pone de manifiesto la influencia de los genes en nuestro bienestar mental. Según esta tesis, ya en las células embrionarias habría factores externos que dejarían su huella en nuestra herencia genética. Dependiendo de la región que estuviese activa o desactivada, la persona desarrollaría modelos de conducta diferentes o incluso contrarios. Con todo, en la mayoría de los casos, la impresión genómica prenatal no resulta extrema y la constitución psicológica se mantiene en el ámbito de la normalidad. En cambio, Peter y Paula, los hermanos de la Baja Sajonia, sí presentan un error de impronta muy acentuado en su cromosoma 15 que explica su particular aspecto y conducta: su talla pequeña, su obesidad y el retraso mental. Mientras la madre aceptó a los niños tal como eran, su padre no lograba resignarse y su familia llegó incluso a recriminar a la madre por la condición de los niños. ¿Eran


estos reproches, que en cualquier caso resultan vergonzosos, acertados desde un punto de vista científico? El genetista Bernhard Horsthemke encontró la respuesta a este interrogante tras examinar el genotipo de la abuela de Peter y Paula: la abuela paterna tenía un defecto genético extraordinariamente raro que impedía el desarrollo de la impronta y que había transmitido a su hijo (el padre de Peter y Paula). Por esta razón, el padre de los niños producía espermatozoides incapaces de realizar la impronta. La madre de Peter y Paula sintió un verdadero alivio cuando tuvo conocimiento de esto.


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CONGÉNITO, PERO NO HEREDITARIO A primera vista uno podría pensar que Heide y Lisa son gemelas. Tienen ojos azul grisáceo, llevan el cabello castaño peinado hacia atrás y miden casi 1,60 m. Pero, a excepción de estos rasgos, las dos hermanas tienen muy poco en común. A Heide, de diecinueve años, y a Lisa, de veinte, no las une ningún lazo sanguíneo y ha sido fruto del azar que hayan crecido en la misma familia. Pocas semanas después de su nacimiento fueron recogidas y adoptadas por un matrimonio en Soest, una ciudad situada en Nordrhein-Westfalia. Los padres, Maria y Gerhard, ambos en torno a los cincuenta años de edad, no podían tener niños. Por esta razón, tal como cuenta Maria, pusieron todo su empeño en adoptar. Con la llegada de las dos bebés, parecían por fin haber cumplido su sueño.1 «Al fin teníamos una familia», dice Maria. Ella se ocupaba de sus hijas y de la casa, el padre trabajaba como profesor de ingeniería mecánica. Muchos días llegaba pronto a casa, porque tenía muchas ganas de ver a sus hijas. Lisa, la mayor, destacó desde el principio. Tras finalizar el bachillerato con éxito, ahora estudia Medicina y le gustaría ser pediatra. Heide es muy diferente. La madre relata que siempre fue una niña asustadiza, que ya en la guardería se sobresaltaba por cualquier cosa: constantemente mostraba inquietud y chillaba. Durante la adolescencia apenas podía seguir las clases en el colegio. Faltaba a clase y pasaba el rato en la estación de tren con un grupo de punks. Al final, no tuvo más remedio que acudir a un grupo destinado a personas con dificultades de aprendizaje. A los padres no los preocupan tanto sus calificaciones académicas o las malas compañías: lo que los entristece de verdad son los cambios de humor de Heide. En un segundo pasa de ser una joven encantadora a perder el control e insultarlos sin motivo alguno. Ellos intentan sobrellevar con calma estos ataques violentos, pero en los últimos años su desesperación ha ido en aumento. No son capaces de explicarse las diferencias entre sus dos hijas. ¿No trataron siempre a Heide con el mismo cariño que a Lisa? Ambas provienen de entornos familiares muy conflictivos y, en los dos casos, fueron dadas en adopción inmediatamente después del nacimiento. INTOXICACIÓN EN EL VIENTRE MATERNO Cuando el funcionario del Departamento de Infancia y Juventud entregó a la pequeña Heide a sus futuros padres, los tranquilizó: «A la pequeña no le ocurre nada». Sin embargo, tras años de peregrinación de terapeuta en terapeuta, los padres tienen más de un motivo para dudar de tal


afirmación. Es evidente que Heide nació con una discapacidad: el alcohol ocasionó daños irreversibles en su cerebro cuando estaba en el vientre de su madre. Hace dos años un médico les informó que la enfermedad de su hija tiene un nombre: síndrome de alcoholismo fetal. Los padres realizaron sus investigaciones y averiguaron que, cuando había llegado el momento de dar a la niña en adopción, los funcionarios del Departamento de Infancia y Juventud habían decidido no contar toda la verdad sobre la pequeña. En diciembre de 1989, sólo un mes después del nacimiento de Heide, una de las funcionarias encargadas del caso había señalado en un informe interno un problema de alcoholismo: la madre biológica no había advertido que estaba embarazada hasta el cuarto mes de gestación y admitía «haberse emborrachado todos los días, motivo por el cual había sido ingresada en el hospital comarcal de Eickelborn». «Nadie nos dijo ni una palabra sobre este controvertido informe», cuentan Maria y Gerhard. Hasta que se pusieron a investigar, no supieron nada de la adicción al alcohol de la madre biológica de la niña. Para entonces, la joven llevaba ya diecisiete años con ellos. «Nos sentimos engañados», admite Gerhard, recordando esos días. Y Maria añade: «Si nos hubieran dicho con franqueza que la pequeña tenía una discapacidad mental, no habríamos aceptado tal responsabilidad y no habríamos adoptado a Heide». Esta historia es únicamente una parte de una tragedia increíble. Sólo en Alemania nacen cada año cuatro mil niños cuyo cerebro ha sufrido graves daños a causa del alcohol ingerido por la madre durante la gestación. A menudo, estos bebés parecen estar afectados por una extraña enfermedad de carácter hereditario. Sin embargo, aunque su dolencia es congénita, no está determinada genéticamente. No hay mutaciones en su ADN y su genotipo es completamente normal, lo que indica que podrían haber evolucionado de forma saludable, si no hubieran estado expuestos a sustancias tóxicas en el útero. Estos niños constituyen el grupo más vulnerable de la sociedad. Estigmatizados por su falta de salud, son también víctimas de los graves problemas que sus padres tienen con el alcohol. Para las autoridades, la situación de estos pequeños representa también un inmenso reto social, pues deben encontrar un lugar para ellos, ya sea en un centro de acogida o en una nueva familia. Asimismo, resulta preocupante el desconocimiento en torno al síndrome de alcoholismo fetal. En la mayoría de los casos no se realiza un diagnóstico a tiempo y el niño es entregado a un centro de acogida o a una familia adoptiva que ignora las limitaciones del pequeño. A algunas familias les ha sucedido lo mismo que a Gerhard y Maria: subrayaron su deseo de adoptar a un niño sano y, sin saberlo, acogieron a una niña gravemente enferma que tendrán que cuidar durante el resto de su vida. Nadie agradece a los padres adoptivos una generosidad y una entrega que, al menos al principio, no es del todo voluntaria. Como muchos de los niños no son diagnosticados y, ante la ley, presentan un buen estado de salud, las familias no reciben ningún tipo de apoyo económico o terapéutico. Lo que sí reciben son miradas de indignación y comentarios mordaces: los vecinos y otras personas ajenas a la familia ignoran por completo las circunstancias dramáticas de estos hogares y creen que los padres de estos niños son sencillamente incapaces de educarlos de forma adecuada.


La ignorancia es la causa de la tragedia de estas familias: esta enfermedad no existiría si la mujer no hubiese ingerido alcohol durante su embarazo, pero el síndrome de alcoholismo fetal sigue siendo una de las principales causas de retraso mental y bajo peso en niños recién nacidos. Según un estudio realizado por el Instituto Robert Koch de Berlín, alrededor del 14 por ciento de las mujeres embarazadas bebe vino, cerveza o licores y modifica así el comportamiento de los genes en las células de sus futuros hijos. Una serie de experimentos con ratones ha demostrado que los efectos nocivos del alcohol etílico (etanol) se potencian en el núcleo celular.2 En uno de estos experimentos, los investigadores cruzaron ratones machos —portadores del gen responsable del pelaje amarillo— con hembras de pelo oscuro, para determinar la medida en la que el etanol interfiere en la impresión del gen responsable del pelaje amarillo. Con este objetivo y durante ocho días administraron a un grupo de roedoras preñadas un preparado de agua con un 10 por ciento de etanol. Después de esta fase, los animales bebieron sólo agua hasta el final de la gestación, que finalizaría doce días más tarde. Los investigadores deseaban simular los efectos que el alcohol ingerido en el primer trimestre del embarazo tiene para las personas. Al resto de las roedoras, en el grupo de control, se les proporcionó tan sólo agua. El alcohol ingerido durante la gestación tuvo consecuencias dramáticas. Las roedoras alcoholizadas trajeron al mundo un número extraordinario de crías de pelo oscuro, que además presentaban importantes alteraciones en el núcleo de sus células: el gen paterno, responsable del color del pelaje, había metilado y estaba completamente silenciado. Además, el alcohol había alterado el desarrollo de las células del hígado, reduciendo la actividad de doce genes. De estos doce, tres regulan los mecanismos de crecimiento y otros tres desempeñan un papel central en el desarrollo del sistema nervioso. Estos trastornos genéticos venían acompañados de alteraciones morfológicas: las crías expuestas al etanol nacieron con bajo peso y también su cráneo tenía menor tamaño. Las mismas características que los pediatras observan en los recién nacidos afectados por la exposición intrauterina al alcohol. Estos daños —sobre todo las lesiones cerebrales, que no sólo provocan retraso mental, sino que también son causa de conductas sociales patológicas— resultan, en los casos de mayor gravedad, casi imposibles de remediar. CONSULTA PARA PADRES DESESPERADOS El pediatra berlinés Hans Ludwig Spohr ha podido observar en más de quinientos niños los daños que el alcohol provoca en el cerebro. A su consulta de la clínica DRK-Berlín Westend acuden, muchas veces desde muy lejos, padres adoptivos y familias de acogida desesperados para que trate a sus hijos. Otras veces los padres le piden consejo ante la duda de adoptar o no a un niño cuya madre podría haber tenido un problema de alcoholismo. Según Spohr, en estas situaciones lo prioritario es hablar con claridad, así que no duda ni un segundo en detallar con gran franqueza la gravedad de las lesiones. Cuando ciertas estructuras cerebrales se han visto alteradas o no han podido desarrollarse con normalidad, las facultades cognitivas también resultan mermadas. A aquellas personas que desean adoptar a un niño sano, Spohr les dice abiertamente: «¿Adoptar un niño con un síndrome de alcoholismo? Yo no se lo aconsejo».


Aunque sus palabras pueden resultar crueles, lo cierto es que las conclusiones de los neurobiólogos revelan la gravedad de los síntomas. En el experimento antes descrito, a las roedoras se les administraba hasta 1,2 g de alcohol por cada litro de sangre: un valor que una mujer embarazada puede alcanzar con facilidad en una borrachera. Sin embargo, se está evaluando si una cantidad mucho menor de etanol podría ser suficiente para modificar el comportamiento de los genes y trastornar la fase en la que se estructura el sistema nervioso del feto. Los daños orgánicos en el cerebro no sólo causan carencias cognitivas, sino que también provocan modos de conducta anómalos que, por desgracia, afectan a Heide una y otra vez. La joven padece asimismo trastornos del control de impulsos (cuando menos lo esperan, los padres de Heide se convierten en el objetivo de sus repentinos ataques de furia) y una alteración de la denominada función ejecutiva, que impide a los afectados por la enfermedad evaluar lo que los rodea y planear y actuar en consecuencia. Todas estas disfunciones se van acumulando a lo largo del día y convierten a Heide en un individuo dependiente de los cuidados de otros. La muchacha sería incapaz de pagar las facturas con puntualidad o administrar su dinero, pese a lo que hace poco Heide dejó el hogar familiar para instalarse en un apartamento cerca de su grupo de ayuda. Su madre se ha mudado con ella y ayuda a su hija en todo cuanto puede. Sin duda, la necesita, pues los déficits de la joven son evidentes, incluso cuando ve la televisión: incapaz de diferenciar la realidad de la ficción, cree que los personajes de las películas de la emperatriz Sissi son reales y la inquieta descubrir a la protagonista en otros papeles. EL DESCONOCIMIENTO DEL SÍNDROME ES ALARMANTE Los problemas cognitivos de las personas afectadas por el síndrome de alcoholismo fetal no son evidentes desde el primer momento, lo que puede ser motivo de dificultades en el entorno social. La psicóloga Gela Becker-Klinger, que dirige en Berlín el único centro de asesoramiento para niños aquejados de este síndrome, ha podido observarlo en infinidad de casos. Becker-Klinger relata, por ejemplo, lo acontecido a un joven afectado que intentaba romper el candado de una bicicleta en una estación de metro de Berlín, a la luz de una farola para poder ver mejor. Cuando un policía le preguntó al joven qué pretendía, éste no dio muestra alguna de saber de qué le estaban hablando: en su opinión no estaba robando nada, simplemente quería tomar prestada la bici para volver a casa. «Sólo decía la verdad —explica Becker-Klinger—. Pero el policía pensó que estaba riéndose de él.» Reconocer este tipo de incapacidades originadas en el útero materno no es sólo complicado para la policía. Como critica Hans Ludwig Spohr, este síndrome continúa siendo un gran desconocido incluso para los funcionarios del Departamento de Infancia y Juventud. Aunque la madre fuera una alcohólica conocida en toda la ciudad, los funcionarios apenas profundizarían en el asunto ni se informarían de sus hábitos al respecto durante la gestación, dice el pediatra, acostumbrado a tratar estos temas.


Otros especialistas se adhieren a sus comentarios. Por ejemplo, el otorrinolaringólogo Volker Baschek recibe a numerosos niños afectados por el síndrome en su consulta de Gelsenkirchen, pues muchos de ellos presentan hipoacusia. «El Departamento de Infancia y Juventud no está nada informado sobre la sintomatología de esta enfermedad», afirma Baschek. Uno no puede evitar pensar, escribe en una carta al director del periódico médico Deutsche Ärzteblatt, que «el Estado y el Departamento de Infancia y Juventud pretenden que las familias adoptivas asuman el riesgo, sin considerar las posibles consecuencias que esto puede tener para ellas». APRENDER EN GRUPO A lo largo y ancho de Alemania, cientos de padres decepcionados se han asociado en grupos de autoayuda en los que pueden compartir sus problemas. Una de las integrantes de uno de estos grupos es una madre de cuarenta y siete años que preferiría no haber adoptado nunca a ese niño que acaba de cumplir dieciséis años y ya tiene un expediente policial por vandalismo y daños físicos. En una conversación telefónica confiesa: «Nosotros queríamos un niño sano, ahora tenemos un niño con una grave discapacidad a causa del alcohol, y no sabemos cómo comportarnos». Actualmente litiga con las autoridades sobre quién debe asumir la responsabilidad por la enfermedad congénita del muchacho. ¿Quién pagará el ingreso de su hijo en un centro especial, si algún día lo necesita? También el montador Peter Schubert tiene dolorosos recuerdos. Su mujer y él tenían ya dos hijos biológicos cuando, en agosto de 1993, decidieron acoger a un niño, pensando que estaba sano. Sin embargo, el niño no se acostumbraba al ritmo de la guardería ni tampoco al colegio. Según relata el padre, a la edad de dieciséis años sólo podía contar del uno al veinte. Un día casi estrangula a una cuidadora. Desde entonces el joven vive en un centro especial y debe estar localizable las veinticuatro horas del día. Hace algún tiempo la familia Schubert encontró un especialista que les informó que los problemas del chico se habían originado antes de su nacimiento. Los padres recordaron entonces las conversaciones mantenidas con los funcionarios del Departamento de Infancia y Juventud en el momento de acoger al niño. La adicción de la madre al alcohol era un hecho conocido, pero los funcionarios desestimaron las posibles consecuencias para el bebé, considerándolas irrelevantes, pues el cariño, según ellos, lo curaba todo. Los Schubert continúan apoyando a su hijo adoptivo, pero habrían deseado una mayor franqueza por parte de las autoridades. El padre afirma: «Un niño con tales limitaciones no tendría que haber sido puesto al cuidado de una familia de acogida normal». Por fortuna, comienza a vislumbrarse un cambio de mentalidad. Los descubrimientos más recientes, que apuntan al origen molecular del síndrome de alcoholismo fetal, han contribuido a concienciar a la sociedad sobre la existencia de esta enfermedad y sobre los pasos necesarios para prevenirla. También las autoridades están reaccionando. Por ejemplo, la agrupación Landschaftsverband Westfalen-Lippe intenta que los niños afectados por el síndrome sean acogidos por familias que hayan recibido una formación específica. Y también los miembros de la asociación FASworld Deutschland han iniciado una cruzada contra el síndrome y luchan para que las mujeres se abstengan de beber alcohol durante el embarazo.3


La señora Graf, residente en Berlín, ha experimentado en su propio cuerpo lo que el alcohol puede provocar al feto. Hasta hace cinco años, esta mujer de cuarenta y un años bebía alcohol con regularidad y, en ocasiones, de forma desenfrenada. Durante esos años, dio a luz a dos niños: el mayor de ellos tiene un coeficiente intelectual de 85 y acude a una escuela de educación especial; el más joven tiene un coeficiente intelectual de 111 y pronto empezará el bachillerato. Aunque los hijos tienen diferentes padres, la madre, que ya no bebe y es consciente de los errores cometidos, no duda ni un segundo cuando se le pregunta por las diferencias existentes entre sus hijos: «Una parte de las carencias de mi primer hijo están provocadas porque durante ese embarazo bebí una cantidad mucho mayor de alcohol que durante la segunda gestación». Actualmente, el hijo mayor intenta conseguir unas prácticas a tiempo parcial como jardinero. Conoce sus limitaciones y su madre le ha explicado cómo surgieron, pero no es capaz de hacerle reproche alguno: las excesivas moléculas de alcohol que impactaron en sus genes se lo impiden. EL DESCUBRIMIENTO DE LA PROGRAMACIÓN PERINATAL El síndrome de alcoholismo fetal es el mejor ejemplo para mostrar cómo las influencias externas pueden modelar la vida de una persona que todavía no ha nacido. Pero el entorno intrauterino se ve afectado no sólo por el alcohol, sino por medicamentos o por los elementos tóxicos presentes en el humo del cigarrillo o en el medioambiente. Según varios tocólogos, la ausencia de algunos nutrientes, «como el hierro, el yodo, el ácido fólico, los ácidos docosahexaenoicos (DHA), puede tener efectos a largo plazo en el desarrollo y la salud de las personas».4 Las causas más probables del sobrepeso, la hipertensión, la diabetes, el trastorno por déficit de atención o el autismo se encuentran en las circunstancias vividas durante la gestación y los tres primeros años de vida. Se trata, no obstante, de impresiones poco intensas que, por lo tanto, pueden ser reversibles. También la epigenética tiene aquí la respuesta, pues «podría explicarnos cómo las influencias más sutiles en los primeros años de vida pueden conducir a alteraciones funcionales y estructurales permanentes», como anuncian los especialistas en The New England Journal of Medicine.5 En el distrito berlinés de Pankow vive un hombre que subraya también la importancia de estas impresiones tempranas. Sus primeros artículos sobre el tema se publicaron hace ya cuarenta años. Se trata de Günter Dörner, un hombre de pelo blanco y gafas semioscuras, que nos abre la puerta de su apartamento y nos lleva a la galería, donde extiende más y más papeles. Dörner, nacido en 1929, fue durante mucho tiempo el director del Instituto de Endocrinología del hospital berlinés Charité. Cuando comenzamos a hablar del supuesto poder de los genes, el hombre se siente en su elemento. «Durante mucho tiempo imperó la máxima de que todo estaba condicionado genéticamente. Sin embargo, en los últimos años, el entorno se ha situado en el punto de mira, pues sabemos que, a través de la actividad de las hormonas y los neurotransmisores, puede influir en el cerebro en desarrollo. Precisamente en las fases críticas del desarrollo, los numerosos estímulos de nuestro hábitat programan la actividad del ADN.» Estos comentarios son muy significativos, porque, ya en los años setenta, Dörner se había expresado en este sentido y había establecido los cimientos de la denominada programación perinatal, con sus innovadores experimentos.


Sin embargo, la comunidad científica en los países occidentales apenas conoció sus resultados, pues el científico se vio obligado a permanecer en la República Democrática Alemana durante sus años más productivos. Dörner era médico y especialista en endocrinología del hospital Charité en Berlín Oriental. En 1961, cuando ya había preparado todo para su traslado al oeste de Berlín y mientras se encontraba en un congreso en Moscú, comenzó la construcción del Muro que dividiría la ciudad y acordonaría los barrios del este durante décadas: Dörner ya no pudo hacer realidad sus planes y, en lugar de publicar en Science o Nature, sus artículos aparecieron en revistas como Acta Biologica o Medica Germanica. Pese a todo, Dörner se benefició de la nueva situación. El director de su departamento, Walter Hohlweg, era ciudadano austríaco y pudo abandonar la RDA tras la construcción del Muro. Su puesto como director del Instituto de Endocrinología Experimental del hospital Charité de Berlín pasó entonces a Dörner, su joven pupilo. Un informe de la Stasi de mayo de 1984 revela cómo Dörner dirigía esta institución: «Es muy reservado, muestra actitudes casi asociales, pero también es egocéntrico. En el Instituto rige casi una dictadura, quiere ser informado de todo, pero él no informa a nadie. Llama también la atención su afán por no admitir a ningún camarada en la institución». Muchos de los experimentos de Dörner versaban sobre la influencia de las hormonas sexuales en el comportamiento. En una ocasión, inhibió la testosterona en ratas macho durante sus cuatro primeras semanas de vida y la restableció a sus niveles normales pasado este tiempo. En la edad adulta, estas ratas se comportaban de forma diferente a sus congéneres que no habían recibido tratamiento alguno. Para Dörner este resultado constituía un indicio inequívoco de su teoría de la programación: las influencias externas —en este caso, los niveles hormonales— pueden orientar el funcionamiento de las células del cerebro en un sentido concreto. Unas conclusiones similares a las que también llegarían científicos de países occidentales años más tarde. Entre ellos, Simon BaronCohen, un psicólogo inglés que defendía que la cantidad de testosterona que el feto asimila en el vientre materno podría determinar si la persona tendría un «cerebro femenino», más empático, o, por el contrario, un «cerebro masculino» de tendencias autistas. SOBREALIMENTACIÓN INFANTIL, SOBREPESO ADULTO En experimentos posteriores, Dörner y sus colaboradores inyectaron una dosis de insulina a ratones recién nacidos y observaron lo que sucedía. En comparación con otros congéneres que no habían recibido insulina, los ratones del experimento mostraban, pasada la pubertad, una tendencia a desarrollar diabetes mellitus tipo 2. Dörner y su colaborador Andreas Plagemann descubrieron tiempo después un comportamiento similar en las personas: a la luz de las estadísticas, si una mujer desarrolla diabetes tipo 2 durante el embarazo, la sobrealimentación a la que está sometido el feto aumenta las posibilidades de que éste padezca diabetes y sobrepeso en el futuro. En las sociedades bien alimentadas de los países industrializados, estos resultados nunca han tenido tanta actualidad como ahora. «Es evidente que la obesidad se origina en el vientre materno», dicen los especialistas berlineses Andreas Plagemann y Joachim Dudenhausen.6 Estos investigadores temen que nuestro organismo se mantenga programado en este sentido durante generaciones. Así, con


los años, las hijas de mujeres que habían padecido diabetes gestacional presentaban sobrepeso — independientemente de su legado genético— y desarrollaban también durante sus embarazos diabetes gestacional, programando así a las siguientes generaciones. Esto sucede porque el organismo del feto exige que un páncreas todavía en desarrollo trabaje en exceso. Pero también el estilo de vida influye en los centros del cerebro que controlan la sensación de saciedad y el peso corporal, al tiempo que modifica la actividad de los genes en el hipotálamo, la glándula que regula la saciedad en el cerebro medio. Así lo han demostrado los experimentos realizados por Plagemann, Dudenhausen y sus colaboradores en el hospital Charité de Berlín.7 Estos investigadores sobrealimentaron crías de ratón hasta que su sangre se espesó debido al alto contenido en azúcar y la grasa era evidente en sus cuerpos. Pero no sólo cambiaba el aspecto externo de los ratones, también lo hacían las neuronas del hipotálamo: el gen responsable de la proopiomelanocortina (POMC) había metilado y, por este motivo, se hallaba casi silenciado. En circunstancias normales, la POMC produce hormonas que influyen en el peso corporal y en la sensación de hambre. Los resultados de la investigación sugieren que sobrealimentar a los recién nacidos podría constituir un factor de riesgo epigenético de padecer obesidad en el futuro. Por este mismo motivo, un recién nacido de bajo peso sería más susceptible de desarrollar diabetes tipo 2, pues los bebés que nacen con poco peso son alimentados en exceso los primeros días e incluso meses de vida para que ganen kilos con rapidez. Dörner y sus colaboradores apuntaron ya a esta circunstancia en un estudio que realizaron en la RDA durante los años setenta y en el que participaron cinco mil niños. Los más ávidos comedores entre ellos engordaron en exceso en sus primeros tres meses de vida (más de tres kilogramos). Quince años más tarde, alrededor del 15 por ciento tenían sobrepeso, una media muy elevada para las estadísticas de aquel entonces. DELGADOS GRACIAS A LA LECHE MATERNA A menudo han sido los mismos médicos quienes han recomendado medidas urgentes para engordar a los recién nacidos. Cuanto antes aparezcan los michelines, mejor para el bebé, parecía ser la máxima a seguir: una falacia que ha causado a los niños más daños que beneficios. En Inglaterra se han llevado a cabo diversos estudios que examinan cómo los bebés prematuros reaccionan a los diferentes tipos de alimentación. De forma aleatoria, los investigadores dividieron a un número de recién nacidos en dos grupos: los integrantes del primer grupo fueron alimentados normalmente; a los bebés del segundo grupo se les administró fórmula enriquecida con proteínas y azúcar. El experimento se prolongó durante cuatro semanas, o hasta que el bebé alcanzó los dos kilos de peso, momento en el que, y también durante cuatro semanas, los niños comieron el alimento que les proporcionaban los padres. Veinte años más tarde, los investigadores se reencontraron con sus pacientes: la exploración reveló que los niños que habían recibido una alimentación enriquecida mostraban niveles más altos de insulina, lo que constituye un factor de riesgo para desarrollar diabetes tipo 2.8 La leche maternizada acelera de forma artificial el aumento de peso de un recién nacido, por lo que es aconsejable que las madres la eviten durante el primer año de vida y, siempre que sea posible, amamanten a sus hijos. Cada mes de lactancia materna reduce de manera sensible el riesgo de


padecer sobrepeso en la edad adulta. En la galería de su casa, Günter Dörner asiente, mostrando su acuerdo, pues este descubrimiento no es algo nuevo para él. Hace mucho tiempo que Dörner advirtió de la importancia de la leche materna e intentó que las autoridades la promocionasen. Éste fue el motivo por el cual, a partir de 1986, en la RDA las madres pudieron disfrutar de un permiso de maternidad de un año desde el nacimiento de su hijo. Sin embargo, la leche materna también puede ser demasiado buena, como comprobaron un grupo de investigadores que tomaron ratones con un genotipo similar y, tras dividirlos en dos grupos, les asignaron amas de cría robustas o delgadas.9 Los ratones se alimentaron de la leche de estas madres prestadas durante apenas tres semanas. El peso alcanzado tras este período difería claramente entre ambos grupos: los ratones alimentados por hembras delgadas pesaban una media de 10,7 g. Por el contrario, con los criados por hembras más robustas la balanza se inclinaba un poco más: pesaban una media de 14,4 g. La leche de las hembras más orondas era una bomba calórica. El contenido en grasa era el doble (un 40 frente a un 22 por ciento) y también era cuatro veces mayor el volumen de leptina, la hormona que desempeña un papel esencial en la formación de núcleos adiposos en el cuerpo. Estos experimentos demuestran que la probabilidad de que un individuo sufra sobrepeso se decide en la fase posnatal tardía, cuando el hipotálamo (el centro cerebral que controla la sensación de saciedad) se encuentra todavía en pleno desarrollo. En esta fase crítica, el número de hermanos influiría también en la constitución futura del individuo. Al menos así sucede en el caso de los ratones, entre los cuales el tamaño de la camada oscila entre tres y ocho crías. Las crías nacidas en una familia menor engordan más y serán más gruesas en el futuro; los ratones de una camada mayor son más delgados. La importancia de la alimentación posnatal resulta también evidente cuando se acopla una cría de ratón a una camada diferente. En el marco de un experimento, los investigadores asignaron un grupo de ratones nacidos de una madre delgada a un criadora robusta: las crías engordaron durante la lactancia y, una vez terminada esta etapa, no lograron rebajar su peso. Asimismo, su metabolismo del azúcar se había alterado, una circunstancia vinculada a graves trastornos en el hipotálamo.10 Los científicos realizaron también la experiencia inversa, es decir, trabajaron con ratones nacidos de madres gruesas que fueron alimentados por otras delgadas. Aunque las crías seguían teniendo sobrepeso, redujeron de forma paulatina su ingesta de alimentos hasta llegar a niveles inferiores a los de los ratones nacidos de una madre gruesa o que habían sido amamantados por ella. Con el tiempo, su metabolismo del azúcar funcionaba correctamente y algunos de los genes de su hipotálamo (el centro responsable de la sensación de saciedad) mostraban una gran actividad. El cambio de la madre gruesa a la criadora delgada influyó en el desarrollo de estos ratones, lo que supone un hallazgo de vital importancia: la impresión genética que tiene lugar en el vientre materno puede ser modificada y superada tras el nacimiento. La gravedad de esta impresión prenatal depende de las sustancias que actúen sobre el feto. Las sustancias químicas como el alcohol etílico son extremadamente nocivas y sus efectos pueden ser permanentes. Su impacto sobre las células embrionarias y fetales es tan violento que puede impedir por completo el desarrollo normal del feto al ocasionar dolencias tan graves como el síndrome de alcoholismo fetal.


Por el contrario, las hormonas y los neuropéptidos maternos influyen en el feto con menor intensidad. Así, en muchos casos, el estilo de vida podrá imponerse sobre la impronta perinatal y el legado genético se verá reprogramado.


II LA MENTE


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DE LA LOCURA EN LOS GENES ¿Por qué algunas personas parecen vivir con alegría mientras otras se hunden ante la primera adversidad y caen en depresiones una y otra vez? ¿Por qué para algunos resulta sencillo sobreponerse a la pérdida del trabajo o a una separación, mientras a otros los hace pedazos? Hace algunos años un grupo de psicólogos del King’s College de Londres intentó responder a esta pregunta y llegó a la conclusión de que el origen de estas diferencias se encuentra en los genes. A las personas que nacen con cierta variante genética corta les resulta más difícil superar los acontecimientos dolorosos y padecen episodios depresivos con mayor frecuencia. Los psicólogos Terri Moffit y Avshalom Caspi se toparon con las causas de esta fragilidad emocional cuando examinaban los datos de ochocientos cuarenta y siete neozelandeses.1 A lo largo de esta investigación, denominada estudio Dunedin, se observó a los sujetos desde su nacimiento hasta que cumplieron veintiséis años. Con los datos que tenían a su disposición, los dos psicólogos comprobaron si desde los veintiún años de edad habían vivido acontecimientos que pudieran haber incrementado su riesgo de padecer depresiones: separaciones, falta de hogar, deudas, desempleo, enfermedades graves o pérdida de un familiar. Tras registrar todos estos episodios, Moffit y Caspi examinaron asimismo si los participantes padecían una depresión en el momento de la encuesta o la habían sufrido durante el año anterior. El estudio Dunedin pretendía determinar si existía una predisposición biológica a la depresión. Para ello, los psicólogos observaron el comportamiento de un gen concreto, el 5-htt. Este gen influye en las reacciones químicas de nuestro cerebro y también en nuestro estado de ánimo, ya que produce una proteína transportadora que regula los niveles de serotonina, un neurotransmisor que puede funcionar como una inyección de ánimo. Existen dos versiones del gen 5-htt: una larga y otra corta. Como todos heredamos dos copias del gen 5-htt —una materna y otra paterna—, es posible encontrar tres combinaciones diferentes de 5-htt. El patrón de combinaciones que preveían los psicólogos se materializó entre los participantes: el 31 por ciento de los sujetos presentaban la combinación largalarga; el 51 por ciento, la combinación larga-corta, y en el 17 por ciento aparecía la versión cortacorta. Terri Moffit y Avshalom Caspi cotejaron la información genética con las experiencias dolorosas a las que se habían enfrentado los participantes y llegaron a una sorprendente conclusión: en igualdad de condiciones, los portadores de la variante corta del gen 5-htt mostraban una mayor tendencia a la depresión. Los psicólogos comprobaron dicha circunstancia en los participantes que habían sufrido cuatro o más golpes duros a lo largo de su vida: a este perfil —el de personas que se habían enfrentado a cuatro o más acontecimientos dolorosos y que presentaban la combinación corta-corta— correspondía el 10 por ciento de los participantes. Sin embargo, el porcentaje se incrementaba cuando se observaba a los participantes que habían desarrollado depresión, pues el 23 por ciento de


los enfermos respondía a este perfil. Por otra parte, el 33 por ciento de las personas que tenían por lo menos un gen en versión corta padecía depresión, mientras que sólo el 17 por ciento de los sujetos con la variante larga-larga sufría esta enfermedad. ¡Qué historia! Pero ¿es que los científicos no habían sospechado siempre que las enfermedades mentales tenían un origen biológico? Durante décadas la ciencia ha examinado las células de los enfermos mentales en busca del gen responsable de males como el alcoholismo o la esquizofrenia pero, hasta el momento, la búsqueda había sido infructuosa. Con el descubrimiento del «gen de la depresión», apareció el primer candidato. Además, el 5-htt llegaba con muy buenas credenciales: el enfoque biológico parecía sustentar la relación entre el gen y la enfermedad, pues la versión corta del receptor de serotonina funciona peor que su versión más larga. Por su tono esperanzador, las conclusiones del estudio Dunedin fueron del agrado de muchos: siempre que la vida fuese benévola, los portadores de la versión corta-corta permanecerían libres de patologías depresivas y sólo enfermarían cuando el destino les asestase un duro golpe. Estas conclusiones podrían explicar las conductas y reacciones que presenciamos todos los días: mientras que algunas personas se sobreponen con facilidad a los reveses de la vida, otras se hunden de forma irremediable. «Es una historia maravillosa —manifestó el prestigioso psiquiatra Thomas Insel del Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos—. Ha modificado nuestra concepción de los genes y de las enfermedades mentales.» La historia sirvió de inspiración a muchos periodistas que se referían en sus artículos a la resistencia innata de muchas personas que, a pesar de haber sufrido maltrato o abuso durante la infancia, nunca llegarían a padecer trastornos mentales —siempre que tuviesen, eso sí, la fortuna de poseer los genes apropiados, es decir, los más fuertes—. El escritor norteamericano Richard Powers recreó el poder de la serotonina en una novela en la que habla del supuesto gen de la felicidad.2 MALAS NOTICIAS PARA EL GEN DE LA DEPRESIÓN Para el matrimonio de investigadores que forman Terri Moffit y Avshalom Caspi el revuelo causado por el «gen de la depresión» supuso un golpe de suerte. Consiguieron sendas plazas muy bien remuneradas en la prestigiosa Universidad de Duke en Estados Unidos, donde pudieron observar con deleite —y no sin cierta vanidad— el impacto que su descubrimiento había causado entre sus colegas. Algunos de ellos también trataron de examinar la influencia de la versión corta del gen 5-htt y, aunque pusieron todo su empeño en extraer datos similares, no llegaron a resultados concluyentes. Por mucho que se empeñaron en encontrar el vínculo que Moffit y Caspi habían establecido entre la versión corta del gen 5-htt y la fragilidad emocional, su búsqueda fue infructuosa. Un grupo de psicólogos de la Universidad de Bristol llegó a declarar que la interacción entre el gen 5-htt y el entorno era el resultado de una mera casualidad.3 Tampoco Neil Risch, especialista en genética de la Universidad de California en San Francisco, lograba comprender el comportamiento del gen de la depresión. Por esa razón, examinó con todo detalle catorce estudios al respecto, entre ellos el publicado por Moffit y Caspi. Tras cotejar los datos de aproximadamente catorce mil doscientos cincuenta sujetos,4 llegó a un interesante resultado: las personas que se enfrentaban a experiencias


negativas o debían aceptar duros golpes del destino enfermaban más a menudo de depresión, pero esto no significaba que existiese una propensión innata a la fragilidad emocional. Independientemente de cómo Neil Risch y sus colaboradores procesasen los datos o de cuáles hubieran sido las experiencias vividas por los sujetos participantes en los estudios, los resultados no mostraban relación alguna entre la versión corta del gen 5-htt y la predisposición hereditaria a caer en una depresión. Estas conclusiones sugieren que ningún gen nos hace inmunes a las situaciones de estrés ni más propensos a padecer depresiones por su causa. Las influencias externas y las experiencias personales son determinantes para establecer cómo y cuándo se declara una depresión. Una separación, por ejemplo, incrementa en un 40 por ciento las posibilidades de sufrir episodios depresivos. La novela sobre el origen biológico de la felicidad y de la tristeza del escritor norteamericano Richard Powers resulta doblemente ficticia. No sólo el argumento es fruto de la imaginación del autor, sino que los fundamentos científicos sobre los que se basa la historia han resultado ser un cuento de hadas. Las tesis que apuntan a los genes como causa principal de las enfermedades mentales suscitan un gran interés porque ofrecen consuelo a los afectados y liberan a las personas de su entorno de cualquier responsabilidad. Al fin y al cabo, si la causa de la enfermedad se encuentra en los genes, nadie debe sentirse culpable. También la industria farmacéutica realiza grandes esfuerzos para propagar la idea de que las enfermedades mentales tienen un origen meramente biológico: si es así, siempre será posible recurrir a un medicamento para tratarlas con éxito. ¡ESE NIÑO ES UN TERREMOTO! El trastorno de déficit de atención e hiperactividad (TDAH) constituye un excelente ejemplo de cómo es posible inventar una enfermedad mental supuestamente hereditaria. El diagnóstico de TDAH es cada vez más frecuente: según informa el Instituto Robert Koch de Berlín, en los últimos años se ha detectado en más de seiscientos mil niños y adolescentes sólo en Alemania. Sin embargo, la ciencia no ha logrado localizar hasta el día de hoy el gen responsable de este trastorno. Tampoco es posible diagnosticarlo por medio de parámetros biológicos (por ejemplo, a través de un escáner del cerebro). A pesar de todo ello, la industria farmacéutica hace grandes esfuerzos para demostrar a la sociedad que se trata de una afección innata.5 Por ejemplo, la empresa alemana Medice financió unas jornadas sobre el tema durante un congreso de psiquiatría infantil y juvenil celebrado en Berlín. También el consorcio Novartis ha sacado al mercado un libro con ilustraciones que explica con claridad a los niños en qué consiste la enfermedad. El protagonista de la historia es un niño enfermo, Hippihopp, al que «le caen unas terribles broncas» porque está siempre despistado y se equivoca en muchas cosas. Pero, por suerte, conoce a la doctora Tortuga y ella se da cuenta de lo que le sucede: ¡padece el trastorno de déficit de atención e hiperactividad! Y la doctora Tortuga sabe qué hacer para solucionarlo: «Una pastillita blanca». Para los padres de niños con TDAH la idea de que este trastorno pueda originarse en los genes supone un verdadero consuelo, ya que los libera de la presión de que el entorno —es decir, su educación— pueda haber contribuido a desarrollarlo. En una jornada informativa dirigida a padres


en la clínica Hamburgo-Norte, un suspiro colectivo de alivio recorrió la sala abarrotada cuando un médico anunció al principio de su conferencia que los niños afectados por TDAH presentaban «una vulnerabilidad genética» que los hacía más propensos a desarrollar la enfermedad. Apoyados en estas tesis, los padres no sólo alivian su conciencia, sino que superan sus escrúpulos y no vacilan a la hora de suministrar psicofármacos a sus hijos, para que Zappelphilipp* se comporte como sus padres desean. Así, toda una generación está criándose con metilfenidato, una sustancia que se halla en marcas como Ritalin, Concerta o Medikinet, todas ellas habituales en nuestras farmacias. UNA DROGA QUE HA HECHO CARRERA Desde que en los años sesenta se diagnosticase el trastorno por primera vez, el consumo de metilfenidato ha aumentado de forma desorbitada en los países industrializados. En Alemania, por ejemplo, se ha pasado de 34 kilogramos en el año 2001 a 1.429 kilogramos en 2007, lo que significa que en cada clase de un colegio hay un niño que tiene que tomarse una píldora a la hora del recreo. Aunque resulte increíble, muchos de los padres afectados no se inmutan ante estos datos. Para ellos, el TDAH es sencillamente una enfermedad que se remedia con un medicamento. Por esta razón, en el mundo occidental se ha convertido en una costumbre tranquilizar a los niños con una pastilla. ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? ¿Quién se inventó esta enfermedad? El punto de inflexión tuvo lugar cuando se les atribuyó un daño cerebral a los niños con mucho temperamento y dificultades para concentrarse. En 1935 comenzó a utilizarse la expresión «síndrome posencefalítico» —aunque el niño en cuestión no hubiese sufrido jamás una encefalitis— para describir un comportamiento infantil desapacible que se originaba, según las tesis del momento, en una inflamación cerebral. A pesar de que nunca se logró demostrar la existencia de lesiones en los tejidos del cerebro, la medicina atribuía el comportamiento inquieto de los pequeños a un defecto orgánico, y tanto los médicos como los padres comenzaron a hablar pronto de «niños con daños cerebrales» o, como se acotó años después, «niños con daños cerebrales mínimos». Los padres de los niños afectados adoptaron con alegría la denominación porque apuntaba a una causa orgánica como origen del problema, eximiéndolos de toda responsabilidad. Sin embargo, en los años posteriores fue necesario buscar nuevos términos, pues nadie lograba probar con métodos científicos la existencia del hipotético daño cerebral: así, pasando por el niño clasificado como «hipercinético y distraído», llegamos al término TDAH, la denominación habitual hoy en día. LA DECEPCIÓN DEL PADRE INTELECTUAL DEL TDAH Cuando el TDAH se estableció como enfermedad, los médicos comenzaron a suministrar diferentes pastillas a los niños para probar sus efectos. El primero de ellos fue el pediatra estadounidense Charles Bradley, que trabajaba en un centro para niños con problemas de conducta en el pequeño estado de Rhode Island.6 Sin orden y de forma indiscriminada, Bradley comenzó a administrar anfetaminas a niños de edades comprendidas entre los cinco y los catorce años. Los resultados


fueron sorprendentes. Lejos de excitar a los niños, el supuesto estimulante los calmaba. Este efecto, que el pediatra definió como «paradójico», llenaba a Bradley de satisfacción: muchos de los treinta niños que habían recibido la sustancia se habían vuelto «mucho más dóciles». Durante algunos años, los experimentos del doctor Bradley cayeron en el olvido, hasta que, al principio de los años sesenta, se recurrió de nuevo a las anfetaminas para observar sus efectos en niños «hipercinéticos». El responsable de estos análisis era Leon Eisenberg, un neurólogo de poco más de cuarenta años,7 que durante el día se ocupaba de sus pequeños pacientes conflictivos y por la noche, cuando llegaba a casa, jugaba con sus dos hijos. En primer lugar, probó dextroanfetamina en un estudio clínico. Más adelante, suministró metilfenidato a los niños que participaba en el estudio. Eisenberg observó el mismo efecto paradójico que Bradley: la dosis diaria de estimulante transformaba a críos exaltados en obedientes colegiales. Resulta curioso que a Eisenberg no lo desconcertase el resultado de su experimento: ¿por qué el estimulante aplacaba el ímpetu de los niños en lugar de exaltarlos? Tanto para Eisenberg como para otros muchos psiquiatras infantiles, este efecto paradójico constituía una confirmación de que algo no funcionaba en los pequeños cerebros. Los niños tenían «lesiones cerebrales» o «alteraciones bioquímicas» y, por esa razón, reaccionaban de forma tan particular a los estimulantes. Y, a la inversa, esto significaba que un niño que presentase una reacción contradictoria, tras haber ingerido un estimulante, tendría, con mucha probabilidad, un daño cerebral hereditario.8 Leon Eisenberg publicó los resultados sobre el metilfenidato a principios de los años setenta. Esta vez, los experimentos no cayeron en el olvido. Al contrario, sus conclusiones fueron muy comentadas y aumentó el número de médicos que recetaban esta sustancia. Al tiempo que comenzaba la era de la ritalina, el ambicioso Eisenberg luchaba también por consagrar la enfermedad como tal. Durante un seminario de la OMS celebrado en 1967, Eisenberg y su colega Mike Rutter abogaron por la inclusión de la dolencia en el catálogo de las enfermedades psiquiátricas. A pesar de que algunos de los médicos presentes, defensores del origen psicosomático de ciertas dolencias, se opusieron a ello, Eisenberg impuso su criterio y la «reacción hipercinética en la infancia» se incluyó por vez primera en el manual de diagnóstico y estadística para enfermedades psiquiátricas de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA según sus siglas en inglés) en el año 1968. Y allí continúa, actualmente bajo la denominación de TDAH. Leon Eisenberg asumió la dirección del Departamento de Psiquiatría en el renombrado Hospital General de Boston y, con el tiempo, se convirtió en uno de los neurólogos más célebres del mundo. A los ochenta y seis años acudía todavía a diario a su despacho de la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard.9 Sin embargo, precisamente él, el padre intelectual del TDAH, experimentó una increíble metamorfosis. Hace tiempo que cuestiona la posición que adoptó en sus primeros años como médico y observa incrédulo cómo el trastorno al que dedicó tantos esfuerzos se convierte en un fenómeno de masas. Cuando se habla con Eisenberg, no pasa mucho tiempo antes de que el científico mencione un descuido que lo atormenta desde siempre. «Tendría que haber probado las sustancias también en niños sanos», dice, y nos cuenta que una colega más joven, la psiquiatra Judy Rapoport, subsanó este error. «Judy tuvo el valor de hacer lo que yo omití. Realizó un estudio con sus hijos y los hijos de sus colegas.»


En total, Rapoport examinó el comportamiento de catorce chicos de edades comprendidas entre los seis y los doce años. Todos ellos eran buenos estudiantes. Todos los días los muchachos tomaban una pastilla de dextroanfetamina,10 y, quién lo iba a decir, en estos chicos sanos la sustancia tuvo el mismo efecto contradictorio: el estimulante los calmaba. La paradójica reacción no podía apuntar en modo alguno a un trastorno cerebral, puesto que los niños sanos reaccionaban de forma semejante a los que, en teoría, presentaban lesiones cerebrales. Con el tiempo se comprobó que la explicación de la extraña reacción radicaba en la corta edad de los muchachos. Hasta la edad adulta las personas no experimentan euforia al tomar sustancias estimulantes. «El efecto paradójico de las malditas anfetaminas depende de la edad de los consumidores y no de si padecen o no TDAH», exclama Eisenberg. Esto significa que tanto los niños que presentan daños en el cerebro como los que están completamente sanos tienen una reacción idéntica ante el consumo de anfetaminas, la reacción que durante años los psiquiatras infantiles señalaron como prueba de posibles lesiones cerebrales en la infancia: se calman. Precisamente este efecto farmacológico sustenta el mito de Zappelphilipp: «Sobrevaloramos la influencia de la genética en el TDAH. Este trastorno es un claro ejemplo de una enfermedad que se ha inventado», dice Eisenberg. Y continúa su diatriba: la medicina debería examinar con mayor atención los factores psicosociales que pueden repercutir en el comportamiento de una persona, entre otros, las continuas discusiones entre los padres, una separación o problemas en el colegio. Son cuestiones de gran importancia, pero su análisis requiere mucho tiempo, explica Eisenberg, y suspira: «En cambio, prescribir una pastilla es muy rápido». El profesor emérito frunce el ceño: el fantasma del TDAH, que él mismo conjuró, ya no lo abandonará. EL ESTRÉS DE LOS PADRES PERJUDICA A LOS NIÑOS A la ausencia de pruebas de la existencia de un gen responsable del TDAH, se une una infinidad de estudios que subrayan la influencia del entorno en el cerebro. Ya en el vientre de su madre el niño está expuesto a influencias que tendrán un impacto en su persona. Las sustancias tóxicas como la nicotina y otras drogas o los bifenilos policlorados —los conocidos plastificantes— traspasan la placenta y se acumulan en el organismo del feto. El alcohol altera el desarrollo de la materia gris y los bifenilos trastornan el comportamiento de las feromonas.11 Cuando el cerebro en formación del feto se expone a estas sustancias nocivas, incrementa su posibilidad de desarrollar con el tiempo la conducta característica del TDAH. Tener una madre que padece estrés durante el embarazo es uno de los principales factores de riesgo prenatales: las hormonas del estrés llegan al feto y afectan su capacidad de reacción ante situaciones de estrés. Y puede que este estrés prepare el terreno no sólo de una futura hiperactividad, sino también de otras enfermedades mentales. El hogar familiar tiene una enorme importancia en el desarrollo de los bebés: la mayor parte de los niños afectados por el TDAH nacen en familias desfavorecidas, monoparentales o en las denominadas familias reconstituidas. Ver la televisión en exceso constituye asimismo un factor de riesgo: un niño que se pasa horas sentado frente al televisor, en lugar de jugar al aire libre, está obstaculizando el desarrollo de su cerebro, porque impide la interconexión entre neuronas. Así lo ha revelado un estudio realizado a más de mil niños de edades comprendidas entre los tres y los quince


años. Durante más de trece años los investigadores examinaron a estos niños. Finalmente concluyeron que, cuanto más veían la televisión, mayor probabilidad tenían de desarrollar trastornos de atención durante la adolescencia.12 Es muy probable que el consumo de metilfenidato agrave también el impacto de la televisión, pues sus efectos sedantes impiden un normal desarrollo físico y psicológico de los pequeños. El cerebro podría verse privado de vivencias y experiencias que son necesarias para que este órgano madure adecuadamente: cuando no se lo expone a experiencias personales y sociales, el cerebro carece del estímulo y de la motivación necesarios. Asimismo, la marginación social podría empeorar los problemas de los niños a nivel celular, como se ha demostrado en experimentos realizados a chimpancés, que han revelado que un estatus social bajo está vinculado a una menor presencia del neurotransmisor dopamina. GENES IDÉNTICOS, DIFERENTE SALUD MENTAL Aunque los gemelos monocigóticos poseen la misma constitución genética, a lo largo de su vida no padecen las mismas enfermedades mentales. Un ejemplo es la esquizofrenia: si fuese una enfermedad genética, la probabilidad de heredarla sería de alrededor de 1,0 puntos. Sin embargo, varios estudios realizados con gemelos monocigóticos han demostrado que se encuentra en torno a un factor de 0,31, un valor que apunta con rotundidad a la existencia de otros agentes desencadenantes distintos de los genes.13 Una serie de experimentos con niños nacidos de pacientes con esquizofrenia, pero criados por padres adoptivos sanos, ha revelado cuáles podrían ser, entre otros, estos factores. Hasta el momento, Pekka Tienari y sus colegas en la Universidad de Oulu, en Finlandia, han realizado el estudio más extenso en este sentido. En primer lugar, clasificaron las historias médicas de cerca de diecinueve mil mujeres que habían sido ingresadas por una dolencia de carácter psiquiátrico en algún hospital de Finlandia entre los años 1960 y 1979.14 Tras extraer de las historias médicas los nombres de las pacientes con esquizofrenia, se dirigieron a los registros municipales para consultar cuáles de ellas habían tenido hijos y si éstos habían sido dados en adopción. Su laboriosa búsqueda dio fruto y lograron localizar a ciento cuarenta y cinco niños adoptivos. Los investigadores visitaron a los niños y a sus familias adoptivas y, durante dos días, realizaron entrevistas en diferentes constelaciones familiares: al niño con cada uno de los miembros de la familia, al niño sólo con los padres y con la familia al completo. El objetivo de estas conversaciones era examinar cómo funcionaban las relaciones interpersonales, cómo se trataban los miembros de la familia los unos a los otros. Con el objetivo de comparar sus resultados, se realizaron asimismo entrevistas similares a ciento cincuenta y ocho niños adoptivos cuyas madres biológicas no habían padecido esquizofrenia. Con todos estos datos, dividieron a las familias en cinco grupos que iban de «sano» a «claramente disfuncional». Asimismo, Tienari y sus colegas registraron los nombres de los niños que mostraban algún síntoma de esquizofrenia. Los resultados del estudio subrayan la existencia de un componente genético: de los ciento cincuenta y ocho niños nacidos de madres sanas, sólo ocho habían desarrollado esquizofrenia. En cambio, en el grupo de los niños nacidos de madres con esquizofrenia, treinta y dos padecían también


la enfermedad. Tienari agrupó entonces a los niños enfermos tomando como referencia las familias en la que habían sido acogidos y obtuvo datos muy reveladores. Un amplio porcentaje de los treinta y dos niños esquizofrénicos habían crecido en familias desestructuradas y disfuncionales; en cambio, en la gran mayoría de los casos, los niños nacidos de madres esquizofrénicas que habían sido adoptados por familias estables no mostraban sintomatología alguna. El estudio demostró que, además de los genes, existe otro factor trascendental: el entorno. Crecer en una familia sana es la mejor protección contra la esquizofrenia. La impresión epigenética influye, por lo tanto, en cuándo y cómo se declara la esquizofrenia.15 Existen dos argumentos que apoyan esta tesis: en primer lugar, hace tiempo que la medicina trata la esquizofrenia con el ácido valproico, capaz de interferir en el comportamiento epigenético porque inhibe una enzima que el organismo produce de forma natural, la histona de acetilasa, responsable de eliminar grupos acetilo del genoma. Un efecto farmacológico que, por cierto, se descubrió por casualidad cuando el ácido valproico ya se había empleado. Por otra parte, la ciencia ha examinado el cerebro de enfermos de esquizofrenia fallecidos y se ha encontrado evidencia de alteraciones epigenéticas en las neuronas: la enzima ADNmetiltransferasa —responsable de la metilación y consiguiente supresión de otros genes— había tenido una gran actividad en las neuronas de la corteza prefrontral. Era indudable que la metilación había afectado a dos genes concretos (gad67 y reelina), ya que ambos estaban silenciados por completo. Es muy probable que la epigenética desempeñe un papel clave en nuestro bienestar psíquico, pues «muchas enfermedades neuronales van acompañadas de una expresión genética alterada», como explica André Fischer, dedicado a la investigación del cerebro en el Instituto Europeo de Neurociencia de Gotinga. Fischer estudia en la actualidad la más frecuente de las enfermedades degenerativas, el alzhéimer, que sólo en Alemania afecta a más de dos millones de personas. En el curso de esta terrible enfermedad, que se declara en la mayoría de los casos en la vejez, las neuronas se apagan paulatinamente y mueren. El desgaste de la actividad cerebral tiene lugar porque una especie de basura proteínica se almacena en las regiones afectadas del cerebro. EL ENTORNO MODELA EL CEREBRO En su búsqueda del factor desencadenante del alzhéimer, algunos científicos tienen sólo en cuenta los factores genéticos y no valoran que las influencias del entorno desempeñan también un papel decisivo. Por ejemplo, la polución ambiental, como sospecha el grupo liderado por Ulrich Ranft en el Instituto de Investigación de Medicina Medioambiental de la Universidad de Düsseldorf. Ranft y sus colaboradores examinaron a un grupo de aproximadamente cuatrocientas ancianas que viven desde hace años en diferentes ciudades y municipios de Nordrhein-Westfalia. Las mujeres fueron sometidas a pruebas neurológicas. Los investigadores midieron la polución en sus lugares de residencia y valoraron también las mediciones que habían realizado los organismos pertinentes durante los veinticinco años anteriores. En las poblaciones que presentaban índices de contaminación muy elevados, las mujeres se enfrentaban con mayor frecuencia a daños cognitivos. Una conclusión


que apoyan también varios experimentos con animales que han demostrado que las finísimas partículas de polvo, resultantes de los procesos de combustión y presentes en el aire, llegan al cerebro e inflaman el tejido nervioso. También los factores sociales parecen repercutir en el riesgo de padecer alzhéimer. Por ejemplo, la formación: cuanto más haya estudiado una persona, más protegida estará contra la enfermedad. Estudiar y reflexionar son actividades que incrementan la densidad de las interconexiones neuronales y proveen a la persona una reserva cognitiva que la ayudará a soportar mejor la pérdida de neuronas en la vejez. Un equipo de investigadores descubrió este escudo protector cuando examinaba a ciento treinta frailes y monjas de avanzada edad. Comprobaron la capacidad mental de los ancianos religiosos en vida y, tras su fallecimiento, realizaron autopsias de sus cerebros. El primer descubrimiento reveló que, independientemente de su formación, las neuronas de las monjas y de los frailes estaban afectadas en igual medida por el sedimento característico del alzhéimer. En segundo lugar, los investigadores observaron, no obstante, que entre los religiosos existía una diferencia sustancial: la capacidad intelectual de las monjas y los frailes con mayor formación se había mantenido. Hasta el final de su vida, habían conservado sus facultades cognitivas. Estas personas parecían inmunes a los síntomas de la acumulación de desechos en sus neuronas: para que los síntomas se declarasen, el sedimento en sus neuronas debía ser cinco veces mayor que el existente en los cerebros de los religiosos menos formados. Su formación los había dotado de neuronas de una gran plasticidad y sorprendentemente inmunes al alzhéimer. MENTE SANA EN CUERPO ACTIVO También la actividad física reduce el riesgo de padecer alzhéimer, pues estimula en el hipocampo la producción del factor neurotrófico o BDNF (según sus siglas en inglés, brain-derived neurotrophic factor), que tiene efectos muy positivos sobre el cerebro. Por un lado, protege nuestras neuronas y las mantiene plásticas y activas; por el otro, favorece la producción de neuronas nuevas en el hipocampo. Gracias a las teorías evolutivas, podemos comprender por qué el ejercicio físico contribuye a crear nuevas neuronas. Nuestros antepasados de la Edad de Piedra recorrían a pie unos cuarenta kilómetros diarios, enfrentándose a diversos peligros u obstáculos. Para superar con éxito los retos que surgían en el camino, el cerebro debía tener siempre disponible una reserva de neuronas. Se explicaría así también por qué los deportistas producen un mayor número de neuronas que quienes permanecen inmóviles ante la pantalla de un ordenador. En este sentido, André Fischer, el investigador de Gotinga, y su equipo han realizado relevantes experimentos con ratones que padecían una enorme reducción de su capacidad cognitiva.16 Durante cuatro semanas los investigadores encerraron a los ratones, que ya habían perdido una cuarta parte de sus células cerebrales, en un recinto espacioso en el que podían construir sus nidos y corretear por túneles, subiendo a sus ruedecitas y bajando. Transcurrido este período, un test, en el que los ratones obtuvieron los mismos resultados que sus congéneres sanos, probó los beneficios de este entorno tan estimulante sobre sus marchitos cerebros. Los roedores habían sido capaces de recuperar datos memorizados anteriormente. La intensa actividad entre sus escasas neuronas, estimuladas por el entorno, había compensado el déficit neuronal del cerebro.


La mejoría estaba ligada a alteraciones epigenéticas en el hipocampo y en la corteza cerebral, pues los estímulos ambientales habían modificado la estructura que los genes de los ratones tenían en su nacimiento. Determinadas proteínas de soporte (las histonas H3 y H4) habían experimentado un intenso proceso de acetilación y, como resultado, los genes podían transcribirse con mayor facilidad, lo que potenciaba la actividad y la plasticidad de las neuronas. Con una sustancia farmacológica que provocaba una intensa acetilación, el equipo de André Fischer consiguió el mismo resultado. Tras administrar dicha sustancia a un grupo de ratones con capacidad cerebral reducida, las aptitudes de los animales para aprender y memorizar mejoraron de forma llamativa. LA ADICCIÓN DE LAS NEURONAS Los mecanismos epigenéticos desempeñarían asimismo un importante papel en relación con la adicción al alcohol y a las drogas. Las drogas despliegan su potencial cuando controlan el centro de recompensa que está situado en el cerebro y al que pertenece una estructura denominada núcleo accumbens. Esta estructura nos capacita para sentir placer. Percibimos su influencia cuando, por ejemplo, saboreamos un manjar o tenemos una aventura amorosa. Existen drogas, como la cocaína, que interfieren en el comportamiento del núcleo accumbens. Su efecto es tan intenso que, con el tiempo, sólo la droga logra desencadenar la sensación de placer. En los animales adictos a la cocaína, las neuronas del núcleo accumbens han experimentado una fuerte mutación y parecen pequeños racimos debido al gran número de apéndices que poseen. Estos apéndices facilitan el intercambio de información entre las neuronas, por lo que un número elevado incrementa los niveles de adicción y el deseo de conseguir el siguiente subidón. El único responsable de la transformación de las neuronas en células adictas es un gen denominado cdk5. Si administramos cocaína a las ratas, se concentrará el cuádruple de grupos acetilo y, como consecuencia, el gen cdk5 se activará. ¿Qué significa esto? El impacto epigenético genera una memoria adictiva de la cocaína. Las neuronas del núcleo accumbens desarrollan nuevos apéndices y desean más estímulos. Como consecuencia, el cerebro se vuelve adicto a la sustancia. UNA NUEVA CONCEPCIÓN DE LAS ENFERMEDADES MENTALES

Una persona posee más de doscientos tipos de células diferentes. De todos ellos, las neuronas son, sin ninguna duda, las más receptivas a los estímulos externos: modifican constantemente su signatura epigenética, activando o desactivando genes, con el objetivo de asimilar nuevas experiencias o almacenar recuerdos. Sin embargo, esta signatura tan dinámica es, con toda probabilidad, también la superficie más idónea para acoger las influencias externas que incrementan el riesgo de padecer una enfermedad mental, al modificar la forma en la que están envueltas las moléculas de ADN. El investigador André Fischer expresa su preocupación: si esta transformación impide que se transcriban ciertos genes, las neuronas perderán plasticidad y llegará un momento crítico en el que aparecerán enfermedades psíquicas y neurológicas.


Entre las influencias perjudiciales no se encuentran sólo las sustancias contaminantes o las drogas adictivas, sino también factores sociales como el estrés permanente o un nivel excesivo de autoexigencia. Si estos factores dañan, por ejemplo, determinadas neuronas en la corteza prefrontal, puede desarrollarse una psicosis. Si, por el contrario, se altera la plasticidad de las neuronas del hipocampo, el sujeto podría desarrollar alzhéimer. En opinión de Fischer, la mutación de la signatura epigenética de las neuronas constituye el desencadenante de numerosas enfermedades mentales. En el ámbito de la psiquiatría, donde se ha impuesto el enfoque biológico, rige una concepción de la enfermedad diferente y algo anticuada, según la cual las patologías del cerebro tienen un origen genético y se curan con pastillas. Las psicoterapias se arrinconan17 y la industria farmacéutica impulsa la biologización de la psiquiatría. Desde hace algún tiempo, la industria sufraga los gastos de más del 80 por ciento de los estudios clínicos sobre enfermedades mentales y controla los resultados: los estudios que extraigan conclusiones beneficiosas para las empresas del sector serán publicados; los que contengan datos desfavorables serán archivados y ya no verán la luz. Algunos profesores de medicina no tienen ningún escrúpulo en convertirse en paladines de la industria farmacéutica. A cambio de cuantiosos honorarios, participan en congresos y ruedas de prensa, en los que presentan la genética como origen de toda enfermedad mental. Esta tendencia tiene explicaciones históricas, pues durante mucho tiempo, debido a que carecía de fundamentos científicos, la psiquiatría fue el hazmerreír de la medicina. Por ese motivo, los psiquiatras se afanan por subrayar que el núcleo duro de la enfermedad mental es biológico y niegan la influencia de factores externos. Esta postura satisface al público general, pues sólo los genes son culpables del TDAH, de la depresión o de la esquizofrenia. Sin embargo, han sido investigadores neurobiológicos quienes han desenmascarado esta falacia. Lo decisivo, a su entender, es el comportamiento que adoptan los genes, y el entorno es responsable de cuándo y cómo sucede esto. Las sustancias adictivas o la contaminación medioambiental, pero también las experiencias, los sentimientos y las relaciones, dejan huellas biológicas en las neuronas y determinan cómo se encuentran nuestras psiques.


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EL CUENTO DE LAS MARIONETAS Geoffrey Miller realmente es un padre de familia ejemplar. Su interés por las mujeres ligeras de ropa es puramente científico y nace de su deseo de comprender la psicología humana. Con este objetivo llevó a cabo una investigación en establecimientos situados en las peores zonas de su ciudad natal, Albuquerque, en el estado de Nuevo México. El público masculino que acudía a estos locales pertenecía a todas las clases sociales: había chicos jóvenes, pero también abuelos con ganas de diversión, todos ellos con la cartera bien provista. Tras haber bebido, los hombres acudían a estos establecimientos en busca de diversión con las bailarinas de striptease. Estas mujeres ofrecen un servicio que en Estados Unidos, un país en el que abunda la doble moral, todavía no se considera prostitución. Por esa razón, las autoridades consienten que existan los gentlemen’s clubs donde Miller realizó sus estudios. Allí las bailarinas practican el denominado lapdance, una modalidad de baile en que la mujer se sienta sobre las piernas del hombre y ambos se mueven al ritmo de la música. Miller no se apuntó al baile, sino que, tras observar con la mirada del psicólogo el comportamiento de ambas partes, registró todos los detalles:1 el baile reflejaba el «típico contacto rítmico entre la cadera de la mujer y el pene, cubierto de ropa, del hombre». La danza duraba tres minutos; pasado este tiempo, la mujer se levantaba y el hombre le entregaba su dinero, nunca menos de diez dólares y, en la mayoría de los casos, mucho más. Miller y sus colegas de la Universidad de Nuevo México precisamente estaban interesados en la cantidad de dinero que un hombre estaba dispuesto a pagar: ¿de qué dependía exactamente cuánto dinero recibía esta mujer semidesnuda? Los investigadores observaron la rutina laboral de dieciocho bailarinas durante sesenta días. Registraron dos tipos de datos: cómo evolucionaba el ciclo menstrual de las bailarinas y a cuánto ascendían sus ingresos diarios. Cuando cotejaron los datos, el grupo de investigadores se topó con un resultado cuanto menos sorprendente: los hombres eran especialmente generosos cuando la bailarina se encontraba en sus días fértiles. En los días en torno a la ovulación, las mujeres ganaban una media de trescientos treinta y cinco dólares al día; por el contrario, cuando estaban menstruando, la cantidad disminuía a ciento ochenta y cinco dólares. BUEN DINERO, BUENOS GENES


Los investigadores ignoran cómo los hombres son capaces de reconocer que el organismo femenino está listo para ser fecundado. Sin embargo, no tardaron mucho en explicar el porqué de la generosidad de los hombres. Tras el reluciente billete que entregaban a la bailarina, se escondía una información que nuestro inconsciente procesa e interpreta: con su dinero, los hombres pretendían señalar su elevado rango social, algo que para las mujeres se traducía en un buen legado genético. ¿Es cierto que los hombres más generosos tienen mejores genes? También Daniel Kruger, de la Universidad de Míchigan en Ann Arbor, presenta datos que señalan esta correlación.2 Kruger realizó entrevistas a hombres de edades comprendidas entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años. Les preguntaba sobre su vida amorosa y su relación con el dinero. El 25 por ciento de los encuestados, que constituían un grupo de hombres especialmente tacaños y egoístas, se habían acostado en los últimos cinco años con tres mujeres. Por el contrario, esta cifra se doblaba en el 25 por ciento de los hombres particularmente desprendidos a los que ni siquiera preocupaba contraer deudas. ¿Fundamenta la genética nuestra tendencia a derrochar? ¿Explicarían los genes el carácter ambicioso de los banqueros (hombres en su mayoría), que pretenderían impresionar a sus parejas con sus inmensas ganancias? Daniel Kruger parece convencido de ello. En su opinión, el comportamiento económico de los hombres serviría sobre todo para señalar un estatus social elevado. «En la sociedad de nuestros antepasados, los hombres sólo eran útiles si podían proveer de alimentos a la familia —afirma el investigador—. Ahora que vivimos en una sociedad de consumo, mostramos nuestro potencial con los productos que compramos.» Geoffrey Miller se adhiere sin fisuras a esta teoría. En lugar de pelearnos, por la mejor mujer, como nuestros antecesores, hoy, por fortuna, la lucha se desarrolla limpiamente en «términos económicos». Miller ha publicado un libro con un sugerente título sobre este tema, Spent: Sex, Evolution and Consumer Behavior, en cuyas páginas el científico explica: «Cuando la humanidad se fue concentrando en grupos pequeños, el aspecto externo y el estatus social adquirieron una importancia vital». Este legado se materializa hoy en día en nuestra tendencia al consumo y nuestras ansias por comprar. «Muchos de los productos que compramos son principalmente símbolos de estatus; su funcionalidad es algo secundario.»3 Así, por el mismo motivo que el ciervo muestra su majestuosa cornamenta, los hombres caminan orgullosos con sus trajes insultantemente caros, para mostrar al mundo lo magníficos que son sus genes. Su limusina de lujo funciona como la suntuosa cola del pavo real: con su cola de plumas el ave indica que está sana y que posee un excelente material genético. En su libro, Miller atribuye esta función de «indicador de salud» especialmente a nuestro consumo de artículos de lujo. Y no sólo los millonarios; los hombres menos pudientes «son consumidores indulgentes cautivos de la publicidad —por buscar un eufemismo— y de la presión de la sociedad, que los empujan a gastar dinero sin sentido». En tiempos remotos, nuestros genes programaron este tipo de hábitos de consumo, junto a otros muchos modos de comportamiento. Ya sea la infidelidad, un ataque de celos o incluso un asesinato, para la psicología evolucionista todos los aspectos del comportamiento humano se fundamentan en nuestro legado genético. Nuestras acciones, omisiones y pensamientos vienen motivados por factores vinculados al proceso evolutivo. Al fin y al cabo, el comportamiento humano conduce a un único fin: tener el mayor número de descendientes «de buena calidad».


¿Controlan los usos y costumbres de la Edad de Piedra al hombre moderno? La mayor parte de su historia —alrededor del 99 por ciento del tiempo— el hombre fue cazador y recolector. Nuestros antepasados recorrían la sabana africana en hordas de cincuenta a cien personas. En aquellos tiempos, «la selección natural fue transformando paulatinamente el cerebro humano», dice Leda Cosmides, una prestigiosa psicóloga evolucionista de la Universidad de California en Santa Bárbara. Por ese motivo existen módulos en el cerebro que están conectados entre sí y determinan la conducta humana. EL FACTOR SOCIAL MODELA LA MENTE No todos los científicos apoyan de forma unánime esta teoría sobre el comportamiento humano. Es cierto que afirman que las funciones metabólicas y reproductoras son un legado del reino animal y que nuestro cuerpo es heredero de la evolución. Todo el que sufre lumbago lo sabe: el dolor de espalda es una consecuencia innegable de caminar erguido. Sin embargo, la cuestión de la mente es diferente. Las neuronas constituyen el fundamento material de nuestra capacidad cognitiva, pero nuestro pensamiento es independiente. Los genes no interfieren en la adquisición de la competencia lingüística u otras facultades similares. Los niños adoptan una determinada mentalidad, forma de conducta o características culturales porque crecen en un contexto específico. Émile Durkheim, el padre de la sociología moderna, describe la naturaleza humana como «materia prima, cincelada y moldeada por el factor social». Precisamente ha sido la compleja estructura de su cerebro la que ha permitido al hombre emanciparse de los designios de su propia naturaleza. La psicología evolucionista pretende desechar esta postura presentándola como una crítica baldía de quienes no desean aceptar la interpretación de la neurociencia, cuyas tesis se han ido imponiendo en los últimos años. En este sentido, resulta curioso que la neurogenética proclame que no es posible reducir el comportamiento del hombre moderno a una herencia de la Edad de Piedra, ya que en la actualidad sabemos que el ser humano ha evolucionado de una forma más rápida y compleja de lo que antes imaginábamos. Como explica el filósofo estadounidense David Buller, los psicólogos evolucionistas no aportan mucho más que «sentencias grandilocuentes sobre la naturaleza humana para el gran público».4 Los argumentos de estos psicólogos son simplistas porque, por lo general, parten de la creencia de que hombres y mujeres persiguen diferentes objetivos a la hora de actuar. Mientras las mujeres deben esforzarse si desean traer unos pocos niños al mundo, los hombres no necesitan invertir mucho para tener una descendencia numerosa. Los hombres buscan cantidad; las mujeres, calidad: sobre esta oposición se sustentan las teorías de la psicología evolucionista. Coincidiendo con la gran crisis financiera de principios del siglo XXI, Miller y Kruger sitúan la acción en el mundo del consumo y cuestionan el papel del aspecto físico en este escenario: en los países occidentales, los artículos de lujo determinan el estatus social. En su libro Ansiedad por el estatus, Alain de Botton incide sobre la importancia del aspecto para las personas: «Los que gozan


de un cierto estatus tienen acceso a más recursos y disfrutan de mayor libertad, espacio, confort y — quizás éste sea el elemento más importante— de la sensación de saber que no les falta nada y que son valiosos a los ojos de los demás».5 Una frase muy bonita, además de muy inteligente, porque el autor no está infectado del virus de la psicología evolucionista y no menciona el enorme impacto que, en teoría, el estatus tiene sobre el comportamiento entre los sexos. Geoffrey Miller defiende la postura contraria. Además de realizar el mencionado estudio sobre las bailarinas, Miller también examinó las fantasías sexuales de ochenta y nueve universitarios. Junto a sus colaboradores, reunieron a estos estudiantes y, tras mostrarles imágenes de mujeres atractivas, les pidieron que imaginasen una cita con ellas. En la segunda parte del experimento, los jóvenes, excitados sexualmente tras haber visionado las fotografías, recibían cinco mil dólares imaginarios y debían decidir cuánto destinarían a productos de lujo que sirviesen para realzar su estatus, por ejemplo, el último modelo de teléfono móvil o un viaje a una isla paradisíaca. En comparación con el grupo de control formado por estudiantes que no habían visto ninguna fotografía, la excitación sexual parecía incitar a estos chicos a invertir mucho más en artículos de lujo. ¿UN PAPÁ HONDA PARA UN BEBÉ PORSCHE? Sin embargo, este estudio es casi un juego, como también lo es una encuesta realizada a un grupo de mujeres para valorar si su reacción al estatus del hombre es tan vigorosa como se cree y se muestran más receptivas al emparejamiento. Según los resultados de la encuesta, las mujeres encontraban al conductor de un Porsche más atractivo que al conductor de un Honda, aunque eso sí, sólo para una aventura, no para una relación duradera.6 A partir de estos resultados, Miller deduce que las mujeres, de forma inconsciente, imaginan que el conductor que presume de Porsche tendrá genes más valiosos. Sin embargo, el papá Honda podrá pagar la educación de ese bebé Porsche concebido en secreto. Según Miller, el impacto de un producto como indicador de salud depende de su imagen y de la publicidad que se le haga. Por este motivo, desde la perspectiva de la teoría de la evolución, el anuncio debería dirigirse a dos públicos diferentes: por una parte, a los compradores potenciales que puedan permitirse un coche de lujo; por otra parte, a todos aquellos no tan potentados que ven el anuncio y trasladan la imagen allí contenida a los compradores del coche. En su libro, Miller intenta demostrar su teoría y utiliza como evidencia los anuncios de la marca BMW, pues muchos de ellos se dirigen a quienes admiran la marca y tienen como objetivo infundirles «respeto ante la insignificante minoría que puede permitirse comprar estos coches». Por ese mismo motivo, el fabricante se anuncia en revistas de gran tirada. Quizás desde este soporte no se alcance a un gran número de compradores potenciales, pero sí a muchas personas en las que se cimienta ese respeto tan importante para la comercialización de la marca. Ningún sociólogo pondría en tela de juicio que el deseo de mejorar su estatus constituye un importantísimo estímulo para el Homo oeconomicus. Pero ¿está este impulso realmente motivado por su deseo de tener descendencia?


La psicología evolucionista se caracteriza por un discurso unidimensional y por su tendencia a ocultar contradicciones. De forma arbitraria, eligen facetas del ser humano —hasta han teorizado sobre el delito de violación— y las reducen a un interés reproductivo. Incluso cuando intentan explicar la diversidad de los fenómenos culturales, sus argumentos parecen vacíos. ¿Por qué nos gusta la música? Muy sencillo: todo aquel que desee aprender a tocar un instrumento deberá invertir mucho tiempo y energía, y sólo podrá hacer esto si tiene buenos genes. Por lo tanto, los hombres tocan la guitarra para demostrar al público femenino que tienen una genética más que aceptable. De acuerdo con esa teoría, las mujeres serían unas melómanas natas, que sólo se acercarían a los mejores músicos. Los antropólogos pueden probar sus especulaciones sobre el origen del cuerpo con fósiles de huesos y cráneos. Pero, cuando tratamos de discernir el origen de nuestra mente, sólo es posible conjeturar. Los descubrimientos paleontológicos no nos revelan nada sobre «esas interacciones sociales que han tenido un significado fundamental para la evolución psicológica de nuestra especie», dice el filósofo David Buller. Es muy poco lo que podemos saber de aquellos cazadores y recolectores. Pero, al menos, algo sí está claro. Las vidas de nuestros ancestros se desarrollaban en muy diversos escenarios y, por ese motivo, también nosotros somos flexibles y adaptamos nuestra conducta a las circunstancias. ESPECULACIONES A FALTA DE PRUEBAS A falta de pruebas en forma de fósiles, los psicólogos evolucionistas intentan demostrar que sus especulaciones son válidas por medio de encuestas y experimentos sociológicos. Sin embargo, las incoherencias no los abandonan: por ejemplo, de acuerdo con las teorías evolucionistas, la conducta conocida como «doble estrategia femenina» desempeña un papel central en la sociedad. Las mujeres querrían unirse de forma permanente a un hombre para tener niños, aunque no todos los niños tengan que ser hijos de ese mismo padre. La mujer engaña a su marido, eso sí, sólo con hombres con mejor herencia genética que su leal esposo, que cría a esos niños con el convencimiento de que son sus propios hijos. La psicología evolucionista se empeñó en demostrar la base supuestamente natural de la infidelidad y aportó para ello una cifra sorprendente: el 10 por ciento de la población, ya sea en Alemania o en cualquier otro país, se asemeja a los hijos de un cuco, un pájaro que, para asegurar la supervivencia de todas sus crías, coloca algunos de los huevos en nidos ajenos. Sin embargo, si observamos con detenimiento este porcentaje tan escandaloso, resulta evidente que las mujeres no son tan taimadas, pues en Alemania el porcentaje de niños nacidos fuera del matrimonio sólo alcanza el 3,7 por ciento. ¿Es suficiente esta cifra para hablar de una «doble estrategia femenina»? Otro ejemplo muy ilustrativo es el mito del padrastro malvado. Según los psicólogos evolucionistas, a las personas sólo las preocuparía criar a sus hijos biológicos. Así, en la Edad de Piedra, los padres, lejos de atender a sus hijastros, habrían abusado de ellos o los habrían asesinado. Esta pauta perduraría hoy en día, por lo que los niños que viven con un padrastro o una madrastra tendrían un riesgo cuarenta veces mayor de ser víctimas de abusos.


Algunos científicos se preguntan, no obstante, de dónde extrae la psicología evolucionista estas cifras. El filósofo David Buller ha examinado los datos y ha llegado a conclusiones muy diferentes. En su opinión, las cifras no son significativas y, además, por lo general, los abusos infligidos por un padrastro terminan en denuncia, mientras que los delitos del padre biológico tienden a ocultarse. Según Buller, cuando hablamos de agresiones a niños, «no hay diferencias apreciables» entre padres y padrastros.7 EVOLUCIONAR A TODA MÁQUINA Las dudas no sólo acechan a los datos proporcionados por los psicólogos evolucionistas. Los últimos descubrimientos de la genética han tirado por tierra sus hipótesis iniciales. En su credo, la psicología evolucionista proclama que la mente humana está todavía conectada con los tiempos prehistóricos. El cuerpo y, por lo tanto, también el cerebro se formaron en la fase del Pleistoceno —que comenzó hace un millón ochocientos mil años y terminó hace aproximadamente diez mil—, y, todavía hoy en día, no habría logrado adaptarse al tiempo histórico, porque los molinos de la evolución muelen demasiado despacio. Ésta es la máxima sobre la que se cimienta la psicología evolucionista. Los investigadores Leda Cosmides y John Tooby explican así el conflicto: «Nuestro cráneo moderno alberga todavía una mente de la Edad de Piedra». Sin embargo, precisamente esta misma mente ha adquirido conocimientos que cuestionan tales suposiciones y que sugieren más bien lo contrario: muchas facetas de la psicología humana se han ido desarrollando desde la Prehistoria. Esto es lo que han descubierto los biólogos moleculares que calcularon la edad de determinadas mutaciones presentes en el genotipo. A la luz de sus resultados, en los últimos diez mil años el genotipo humano se habría transformado mucho más de lo que la ciencia suponía.8 Los antropólogos estadounidenses Henry Harpending y John Hawks compararon a doscientos setenta sujetos de diferentes etnias —chinos, japoneses, nórdicos y africanos de Nigeria (yorubas)—, y llegaron a la misma conclusión.9 Al menos el 7 por ciento de los genes habían experimentado alguna transformación en los últimos cinco mil años. Por ejemplo, la capacidad de digerir el azúcar de la leche (lactosa) en la edad adulta se ha ido extendiendo en la especie humana en los últimos diez mil o seis mil años. Actualmente el 95 por ciento de la población en el norte de Alemania presenta la mutación del gen responsable de la tolerancia de la leche, a pesar de que ésta apareció por vez primera entre los masáis y los lapones. Sin duda, se trata de una evolución vertiginosa. Otro grupo de científicos examinó también la estructura genética humana,10 y sus análisis revelaron que más de trescientas posiciones en nuestro genoma han experimentado alteraciones hace relativamente muy poco tiempo. Una de estas mutaciones recientes nos vuelve resistentes a la fiebre de Lassa, otra nos protege de la malaria y, en el caso de los europeos del norte, se han desarrollado los genes responsables de los ojos azules y la tez pálida. Curiosamente, los ojos azules no son el producto de una mutación en el gen del color de los ojos, pues lo que se modificó en este caso fue la forma en la que se activa un gen concreto. Una vez más, el comportamiento de los genes desempeña un papel central: la evolución no avanza sólo cuando los genes se transforman, sino también cuando se altera su trayectoria.


El entorno es un elemento clave para explicar por qué en los últimos diez mil años la especie humana ha evolucionado con una rapidez cien veces mayor que nunca antes en la historia de la humanidad. La diversidad creciente de nuestro hábitat ha acelerado el ritmo de la evolución del ser humano. El descubrimiento de la agricultura y la formación de colonias más numerosas expusieron al hombre a un sinfín de novedades: la necesidad de tener un techo, el consumo de alimentos nuevos o la aparición de agentes patógenos transmitidos por cerdos, terneras y otros animales domésticos. El cerebro también ha debido adaptarse a los sucesivos y rápidos cambios en el entorno. Entre estos genes más «jóvenes» desde el punto de vista de la evolución, se encuentran los que controlan el metabolismo del azúcar en el cerebro. Los psicólogos evolucionistas nunca llegarán a comprender los rápidos cambios que ha experimentado la mente humana, pues nuestro cerebro hace tiempo que se ha liberado de su legado biológico. Nuestra mente y nuestro comportamiento han evolucionado de tal forma que ya no tienen por qué preocuparse de las órdenes de la biología, siempre dirigidas a estimular nuestra capacidad reproductiva. LOS DESCUBRIMIENTOS FICTICIOS DIVIERTEN AL PÚBLICO

Durante algún tiempo, el segmento Xq28, presente en el cromosoma X, alcanzó una gran fama. Según anunció Dean Hamer, biólogo molecular norteamericano, el «gen de la homosexualidad» se encontraba en ese segmento concreto del genotipo. El supuesto hallazgo de la base biológica de la homosexualidad fue motivo de debates en todo el mundo. Fueron muchos los que escucharon satisfechos el anuncio de los biólogos, pues, si la homosexualidad era innata, debería ser finalmente aceptada por toda la sociedad y la comunidad gay ya no sería objeto de discriminación. Sin embargo, otros muchos temían precisamente que el descubrimiento trajese consigo una mayor segregación: una vez detectado el «defecto», ¿cómo asegurarse de que no se realizarían test genéticos para intentar curar a los afectados? La controversia estaba servida: se escuchaban las apasionadas voces de sexólogos, sociólogos y activistas, mientras que los periódicos dedicaban extensos artículos al sensacional hallazgo. Mucho ruido y pocas nueces: en el segmento Xq28 se acumulan cuatro millones de pares de bases con sus propios genes pero, pese a la intensa búsqueda, no fue posible localizar el supuesto gen de la homosexualidad entre ellos. A pesar de sus incansables esfuerzos, la ciencia ha fracasado en su afán por encontrar el gen que determina nuestras tendencias sexuales. Los investigadores anuncian con modestia que es muy probable que haya un gran número de genes implicados y subrayan además la importancia del entorno. Así las cosas, la comunidad científica desconoce todavía cómo se deciden las preferencias sexuales. A pesar de que la búsqueda del gen de la homosexualidad ha dejado en ridículo a los investigadores implicados, la fe de la sociedad en la genética parece inamovible. Quizás se deba a nuestra memoria a corto plazo, a nuestra necesidad de que nos expliquen las cosas de forma sencilla o a que, sin duda, estos descubrimientos resultan muy entretenidos. Ocurre cada dos por tres: después de que un reciente estudio revelase que el gen camk4 está silenciado en los ratones que muestran predilección por las drogas, todo el mundo hablaba del descubrimiento del gen de la cocaína. No obstante, la situación no está tan clara, pues la mitad de los roedores adictos a la droga tienen el gen


camk4 intacto, mientras que el gen está silenciado en un 50 por ciento de los ratones indiferentes a la sustancia tóxica. Asimismo, cuando en el marco de otro experimento se estableció la posible relación entre el gen avpr1a y una conducta cruel, de inmediato comenzó a discutirse si este «gen del dictador» podría explicar las atrocidades cometidas por Adolf Hitler. No transcurrió mucho tiempo antes de que otros estudios asignaran diferentes cualidades a este mismo gen: aptitudes musicales, talento para la danza, preferencias por alimentos determinados o la capacidad de llevarse bien con la pareja.11 Sin embargo, la mayor ola de protestas se generó cuando el epidemiólogo neozelandés Rod Lea anunció el hallazgo del «gen del guerrero». Una variante del gen mao-a explicaría, en opinión de Lea, las tendencias agresivas de los maoríes, la población autóctona de Nueva Zelanda, y los problemas que este pueblo tiene en la sociedad actual, en particular su inclinación al juego y a las drogas. Independientemente de sus conclusiones, lo que continúa siendo un enigma es la razón por la cual Lea escogió precisamente a los maoríes para examinar el comportamiento de este gen, cuando el 60 por ciento de los asiáticos y el 40 por ciento de los europeos son portadores de esta variante. En los años ochenta, la ciencia hizo público un sensacional hallazgo: se aseguró que se había localizado el gen de la esquizofrenia en familias islandesas y británicas.12 Hace tiempo que se demostró que tal descubrimiento no tenía ninguna base, sin embargo nadie recuerda ya este fracaso y, entretanto, se ha descubierto un nuevo gen que podría ser responsable de esta enfermedad: esta vez se trataría de la neuregulina-1. A saber qué se dirá sobre este descubrimiento dentro de diez años. Hace años que la genética del comportamiento entretiene a la opinión pública con sus hipotéticos descubrimientos sobre la conducta del ser humano. Tímidos, coléricos o melancólicos: según los defensores de esta corriente, en la cuna ya está todo decidido, porque un gen concreto subraya una faceta de nuestra personalidad. Y, por esa razón, las personas no pueden modificar su comportamiento. LOS EFECTOS DE LA RIVALIDAD EN EL CEREBRO Sin embargo, cuando uno examina los resultados de las investigaciones realizadas a miles de hermanos, gemelos o niños adoptados, surgen preguntas que no obtienen respuestas. Los mecanismos genéticos que se ocultan tras la personalidad constituyen «uno de los mayores enigmas para quienes estudian el comportamiento».13 De todos modos, todos están de acuerdo en que los ubicuos «genes del comportamiento» no existen. Cuando una persona presenta una supuesta predisposición a tener autoestima, a ser religioso o ambicioso, a los mecanismos genéticos se unen diversos y numerosos factores culturales. Así, tanto los genes como el entorno influyen sobre los hábitos de comportamiento. Los factores externos tienen un impacto en la herencia genética, modificando la estructura del cerebro y, por lo tanto, también la conducta. Los investigadores repararon en esto por vez primera observando a una especie de pájaros cantores. Cuando un macho diamante mandarín escucha el canto de otro macho, el gen egr-1 se transcribe en su cerebro.


Las influencias sociales controlan los genes del cerebro La intensidad de esta reacción depende de la importancia que el canto del otro macho tenga para el pájaro en cuestión. Si es la primera vez que escucha la melodía de este macho, se desencadenará una mayor actividad en el gen egr-1 que si el gorjeo proviene de un ave conocida. El egr-1 es un gen clave que tiene capacidad para activar o silenciar otros genes. Como si de una bola de nieve se tratara, el gen egr-1 desencadena una respuesta que afecta a miles de genes en varias regiones del cerebro. Esto prueba que el entorno social puede alterar muchas posiciones del genotipo. En el caso del diamante mandarín, la reacción de los genes ayuda a su cerebro a adaptarse con rapidez a los cambios en el entorno social, por ejemplo, a la presión que supone la llegada de un cantor rival a su territorio.14 Otro ejemplo nos lo ofrece un pequeño pez, el Astatotilapia burtoni. Esta perca originaria de las aguas del este de África puede vivir en acuarios, pero a menudo protagoniza conflictos cuando se halla en esta situación. Los machos, que llegan a medir doce centímetros, son muy agresivos entre ellos, de manera que con frecuencia el acuario resulta demasiado pequeño para dos ejemplares. El macho más fuerte domina el escenario. Con sus majestuosas escamas amarillas y azuladas, arrincona amenazante al macho más débil, pálido e inmaduro sexualmente. Sin embargo, quizás tras la apariencia del pez más frágil se esconde un macho alfa. Un equipo de científicos colocó a dos machos y una hembra en un acuario y, pasado un tiempo, sacó al macho dominante del agua.15 Había llegado el momento de gloria del macho más débil: pocos minutos después, las escamas de su piel comenzaron a mostrar brillantes colores y su actitud se tornó orgullosa. La oportunidad de mejorar su posición social alteró la predisposición genética de este pequeño pez: en las células cerebrales se activó el gen egr-1, lo que a su vez dio lugar a una cascada de transformaciones fisiológicas que convirtieron al frágil pececillo en una perca autoritaria. El gen clave egr-1 se halla también en otras especies de animales vertebrados, lo que hace sospechar que su presencia podría ser habitual e incluso que podría estar activo en las personas. Todos los resultados se encaminan en una misma dirección: las experiencias y las relaciones sociales modifican el comportamiento de los genes en el cerebro. Por lo tanto, la conducta no está determinada desde el nacimiento, sino que puede ser modificada por el entorno social y cultural. Con el paso del tiempo, la influencia de la biología desaparece, mientras que las experiencias tienen un mayor protagonismo a la hora de moldear nuestra personalidad.


7

TRANQUILOS ANTE EL ESTRÉS La joven se sienta con las piernas cruzadas, muestra las palmas de sus manos y cierra sus ojos oscuros. «Siente tu cuerpo en reposo —dice Britta Hölzel—. Cuando no seas capaz de controlar tus pensamientos, intenta recuperar este momento.» Cuatro mujeres y un hombre están sentados descalzos sobre colchonetas de yoga. Sus ojos están cerrados y respiran profundamente.1 El curso de relajación tiene lugar en una clínica universitaria con novecientas camas, pues muchos de los que atienden a los numerosos pacientes necesitan, como ellos, ser atendidos: el trabajo por turnos agota a médicos y enfermeras, mientras que los investigadores se ocupan de sus artículos y sus ponencias hasta bien entrada la noche. Entre ellos está Patrizia, una bióloga que lleva en la clínica tan sólo unas pocas semanas y se había imaginado unos inicios bastante diferentes. «Mi trabajo me obliga a estar en tres laboratorios distintos, así que voy corriendo de una cita a otra. Sentía que había perdido por completo el control», dice esta investigadora de treinta y tres años. Por las noches, era incapaz de conciliar el sueño, pues no podía dejar de darle vueltas a lo acontecido durante el día; por la mañana, saltaba de la cama completamente agitada. Britta Hölzel, profesora de yoga, afirma que, después de dos semanas de curso, el estado de ánimo de todos los participantes, independientemente del grado de estrés que tuviesen al inicio, mejora claramente. «De repente, todos están más alegres y llenos de vitalidad.» La elevada tasa de éxito no depende del enorme talento pedagógico de Hölzel, como ella misma añade con modestia. La clave consiste en mostrar, con métodos científicos, cómo nuestra mente puede ayudarnos a combatir el estrés. Como Britta Hölzel explica, «una persona que padece estrés puede reeducar su cerebro a través de la meditación para que reaccione correctamente ante una situación de angustia». Esta joven profesora alemana sabe perfectamente de qué está hablando. Imparte sus cursos, que combinan yoga y meditación, en el Hospital General de Massachusetts en el barrio de Charlestown, en Boston. Ofrece sus clases por la noche, porque, durante la mayor parte del día, Britta Hölzel, doctora en psicología, se aísla en la segunda planta de la clínica y trabaja en un proyecto único: con un escáner de última generación examina la reacción positiva que tiene lugar en el cerebro cuando una persona que padece estrés acude a un curso para combatirlo. Para este estudio, Hölzel y su colega Sara Lazar han contado con veintiséis mujeres y hombres con los siguientes requisitos: se sentían extraordinariamente estresados y ninguno de ellos había intentado antes combatir sus preocupaciones con meditación.


Antes de iniciar el experimento, Hölzel y Lazar examinaron a través del escáner el cerebro de los participantes, entre los que se encontraba Patrizia, la bióloga, y, una vez realizado este análisis, les prescribieron un programa de entrenamiento de ocho semanas de duración basado en antiquísimas enseñanzas budistas, definido por el psicólogo occidental Jon Kabat-Zinn como «un método de reducción de estrés centrado en la atención». El objetivo es concentrarse en el aquí y en el ahora. Patrizia y los demás participantes intentaban alcanzar este exilio interior durante la hora y media de clase semanal dedicada al curso. El resto de los días debían practicar esta técnica de meditación en sus casas al menos durante cuarenta y cinco minutos. Transcurridas las ocho semanas, Hölzel y Lazar preguntaron a los integrantes del grupo cómo les había sentado el curso. La respuesta fue unánime: muy bien. Todos se sentían mucho mejor. Pero ¿realmente había tenido el curso esos efectos? ¿Mostraba el cerebro alguna prueba neurológica de esta mejoría? Con el objetivo de averiguarlo, Hölzel y Lazar examinaron de nuevo el cerebro de los participantes para determinar la densidad de la materia gris por medio del escáner. El resultado fue rotundo: en algunas partes se observaba un evidente aumento de materia gris. «El cerebro había experimentado grandes cambios», afirma Britta Hölzel. Estos cambios apuntaban a una renovación de las zonas afectadas: las neuronas habían aumentado su tamaño y habían desarrollado nuevos apéndices. Incluso es posible que en el hipocampo, una estructura vital para el aprendizaje y la memoria, hubieran brotado nuevas células cerebrales. La materia gris, sin embargo, había disminuido su volumen en la amígdala, una región cerebral en la que surgen y se consolidan los miedos.2 Esto demuestra el efecto ansiolítico de la meditación. NUEVAS ESPERANZAS EN LA LUCHA CONTRA LA ENFERMEDAD EN LA MODERNIDAD

En pocas palabras, este espectacular descubrimiento sugiere que la resistencia cognitiva puede recuperarse gracias a la aparición o regeneración de las células cerebrales. Literalmente, la meditación barre de la cabeza el estrés y sus secuelas. Estos resultados cuestionan a quienes afirman que algunos de nosotros estamos programados genéticamente para padecer estrés. Asimismo, aportan un cierto optimismo en la lucha contra la que parece ser la plaga de nuestro tiempo. Según las encuestas, el 40 por ciento de la población alemana padece estrés a causa de su trabajo, mientras que un 10 por ciento se queja de trastornos del sueño, porque tampoco en la cama pueden liberarse de la tensión acumulada a lo largo del día. La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que el estrés constituye uno de los mayores riesgos para la salud en el siglo XXI debido a su impacto sobre nuestro organismo: nos entristece y nos vuelve olvidadizos, altera —como hemos visto— la signatura epigenética de las células cerebrales y favorece la aparición de arterioesclerosis, asma, obesidad o diabetes. Entre el 50 y el 60 por ciento de las bajas por enfermedad tienen su origen en un cuadro de estrés. En muchos países de la Unión Europea, estas dolencias son ya la primera causa de absentismo laboral.


Los estadounidenses hablan de desk rage cuando un trabajador pega un puñetazo a su ordenador o se muestra agresivo con un compañero. En cambio, en Japón, donde tienden a tragarse sus frustraciones, año tras año cientos de trabajadores se desploman sobre su mesa de trabajo a causa de un fenómeno calificado ya como enfermedad laboral y denominado karoshi (muerte por extenuación en el trabajo). También en Alemania el estrés comienza a pasar factura. Uno de sus factores desencadenantes, el ruido, se ha convertido en una plaga. Alrededor de trece millones de alemanes están expuestos a un nivel de contaminación acústica que pone en peligro su salud, pues incrementa sensiblemente el riesgo de sufrir un infarto. El ruido resulta especialmente grave cuando perturba o imposibilita el sueño. Un estudio realizado en las inmediaciones del aeropuerto de Colonia/Bonn determinó que la falta de sueño produce importantes daños en el organismo. Según las conclusiones de los investigadores, las personas que están expuestas al ruido de aviones entre las tres y las cinco de la madrugada consumen en promedio una mayor cantidad de antihipertensivos, tranquilizantes y medicamentos contra la depresión. La extenuación tiene también un impacto sobre los niños y los jóvenes, como demuestra una encuesta realizada por una compañía de seguros de salud alemana (DAK) entre miles de padres. El 42 por ciento de los padres aseguró haber observado síntomas de estrés en sus hijos: los niños no lograban concentrarse y estaban nerviosos o alterados. Lejos de constituir una vocación, para muchos adultos su trabajo es sólo causa de padecimientos. Son numerosas las circunstancias que han provocado que en los últimos años haya aumentado el número de casos de incapacidad laboral por trastornos psíquicos: un mal ambiente de trabajo, injusticias en las relaciones laborales, falta de compromiso en los acuerdos, presión, cansancio o también aburrimiento y, sobre todo, la sensación de que sus esfuerzos no se ven reconocidos. Los psicólogos han constatado entre la población un «envejecimiento prematuro» que debilita sensiblemente el poder económico de un país. No en vano cada año más de cien mil alemanes solicitan la jubilación anticipada. La tercera parte lo hace por padecer una enfermedad psíquica. Con el objetivo de evitar que desarrollen el tristemente célebre síndrome del burn-out, las empresas envían a sus trabajadores a cursos en los que aprenden a combatir el estrés. Por ejemplo, en el hospital Charité de Berlín un grupo de ejecutivos, cuyo rostro muestra claros signos de fatiga, se repantingan en colchonetas mientras escuchan el romper de las olas a través de los altavoces de un aparato de música. «Estos cursos existen desde hace ya algunos años», dice Mazda Adli, uno de los psiquiatras de la clínica. «La demanda es enorme», añade. También la consulta del psiquiatra Tarique Perera en Dandury, Connecticut, registra una afluencia de público poco común. Allí, finalizada su jornada laboral y durante el fin de semana, Perera trata a personas que padecen depresión o ansiedad. Pero su verdadero lugar de trabajo está en el Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva York, situado al norte de Manhattan, adonde acude todos los días para intentar averiguar los orígenes de la depresión.


Sus pacientes, que en muchos casos lo visitan en secreto, llevan una vida solitaria, tienen conflictos en el trabajo o en sus relaciones personales, o se enfrentan a dificultades financieras —y no sólo desde el comienzo de la crisis económica— en Nueva York, una ciudad escandalosamente cara. LA SOLEDAD TIENE IMPACTO SOBRE EL CEREBRO Hace algún tiempo a Perera se le ocurrió una idea un tanto extravagante: ¿no sería posible reproducir las neurosis de los habitantes de la gran ciudad en un experimento con animales? El investigador decidió realizar un estudio con macacos coronados. Estos primates de pelaje marrón grisáceo son de naturaleza sociable y necesitan tener contacto con sus semejantes. Como los humanos, los macacos coronados sufren cuando están solos. Con el objetivo de reproducir el estrés psicosocial que padecen los lobos solitarios que habitan nuestras ciudades, Perera separó una y otra vez un grupo de monos del resto durante más de tres meses, dejándolos también solos en una jaula en alguna ocasión. Mientras habla, Perera adopta una postura alicaída: los hombros le cuelgan, su cabeza está inclinada y sus ojos, vidriosos. «Los monos tenían también este aspecto poco tiempo después de encontrarse solos —dice el psiquiatra—. Sólo miraban hacia delante con indiferencia.» Pero, curiosamente, no todos los primates se desesperaban. Al principio del experimento, Perera había añadido una pequeña sustancia en la comida de algunos monos. Estos animales continuaron de buen humor a pesar del aislamiento al que fueron sometidos. Como en los ejercicios de meditación de Britta Hölzel, las cosas aquí no sucedían por arte de magia, sino que eran el resultado de un proceso biológico: la sustancia empleada por Perera impulsaba la regeneración neuronal en el hipocampo.3 Esta estructura situada en la parte interior del lóbulo temporal suscita un gran interés entre los científicos. Junto al bulbo olfatorio, el hipocampo es el único lugar en el cerebro de los mamíferos adultos en el que pueden madurar nuevas neuronas. El hallazgo de esta fuente de juventud situada en el cerebro constituyó un punto de inflexión en la investigación, pues durante mucho tiempo los manuales de neurología habían establecido que el cerebro humano terminaba de madurar en la infancia y, una vez finalizada esta etapa, el organismo no podía crear nuevas células. DEL ESTRÉS PERMANENTE A LA DEPRESIÓN Sin embargo, ahora, los investigadores especializados en el estudio del estrés adjudican al hipocampo, antes un gran desconocido, una importancia central entre las estructuras cerebrales: «El estrés crónico impide que se generen nuevas neuronas en el hipocampo —explica Perera—. Esto provoca que un día una persona ya no sea consciente de los pequeños cambios que tienen lugar en su entorno. No se da cuenta de si las circunstancias mejoran y permanece en un estado de tristeza


continua. Un estado que la psiquiatría denomina depresión». Sigmund Freud ya se había manifestado en este sentido: cuando una persona no es capaz de superar su tristeza, ésta se arraiga y se convierte en una —enfermiza— melancolía. El estrés crónico es el factor desencadenante de esta transformación. Como si se tratase de una metralleta automática, modifica la fisiología de las neuronas, convirtiendo un espíritu meditabundo en un alma enferma. El estrés permanente acaba con la curiosidad, reduce la capacidad intelectual, empeora la memoria e impide que el cerebro sea capaz de enfrentarse a las preocupaciones con normalidad. Por esa razón, el estrés es causa de descuidos continuos, de ansiedad y de un decaimiento patológico. El 90 por ciento de las depresiones tienen su origen en el estrés. Sin embargo, el cerebro humano no está tan amenazado por los diversos factores que desencadenan el estrés como se sospechaba hasta ahora. Los estudios de Britta Hölzel y Tarique Perera así lo han demostrado. Los efectos que el estrés tiene sobre el sistema nervioso son reversibles gracias al enorme potencial para la regeneración celular que habita en nuestra mente. «El cerebro puede ser muy flexible e incluso transformarse —dice Eberhard Fuchs, investigador del Centro Nacional de Primates de Gotinga, que se dedica a estudiar cómo las crisis psicosociales afectan el cuerpo y la mente—. El estrés es un proceso reversible.» También el neurobiólogo Bruce McEwen de la Universidad Rockefeller en Manhattan ha llegado a una conclusión esperanzadora tras estudiar el estrés durante cuatro décadas. En su despacho, repleto de revistas especializadas y montones de papeles, nos asegura: «No debemos convertirnos en víctimas de nuestro cerebro estresado». EL SUFRIMIENTO DEL MUNDO MODERNO El estrés, ese mal que parece afectarnos a casi todos, y el vocablo que utilizamos para denominarlo eran completamente desconocidos para la medicina hace un siglo. Su carrera comenzó con las publicaciones del psicólogo estadounidense Walter Cannon (1871-1945), que investigaba cómo la musculatura intestinal empuja los alimentos hacia el ano. Para llevar a cabo sus estudios, alimentaba a gatos y observaba el comportamiento de sus vísceras a través de un aparato de rayos X. Pronto se dio cuenta de que muchos gatos no eran aptos para el experimento: los que se mostraban reacios a participar en el proyecto, arqueaban el lomo erizado y bufaban. Cuando esto sucedía, las ondas peristálticas se debilitaban: en una palabra, tenían estreñimiento. El científico comenzó a preguntarse si la ansiedad reducía la capacidad digestiva. Pero ¿cómo puede suceder? Para averiguarlo, Cannon ideó el siguiente experimento: encerró a un gato durante un tiempo en una jaula junto con un perro. Éste en seguida comenzó a olisquear al felino y a ladrar. El gato se estremeció. En ese momento, Cannon le extrajo una muestra de sangre que comparó con la de otros animales que no habían sido expuestos al miedo y a la ansiedad. El resultado fue contundente: la sangre de los gatos amenazados contenía grandes cantidades de una sustancia que hoy está en boca de todos: la adrenalina. Ya en aquel entonces se sabía que la adrenalina eleva la presión arterial y los niveles de azúcar, además de frenar la digestión. Pero su vínculo con el miedo y las emociones era algo completamente novedoso.


Walter Cannon meditó mucho sobre sus descubrimientos y planteó una nueva teoría: las numerosas reacciones formaban parte del programa de supervivencia de la evolución, para que, en un caso de urgencia, el cuerpo pudiera adaptarse con rapidez a la decisión de luchar o huir. Tan pronto como el peligro desaparecía, los procesos fisiológicos volvían a la normalidad. Cannon, que bautizó este tipo de regulación como homeostasis, estaba convencido de que los hombres presentaban una reacción de lucha o huida similar. Corría el año 1929 y el mundo zozobraba ante una gran crisis económica. Walter Cannon observaba a sus conciudadanos, llenos de preocupaciones y estrés, y recordaba al gato encerrado en una jaula, aislado siempre del resto del grupo. «Por eso no resulta sorprendente —explicó a un grupo de médicos en 1936— que los miedos, las preocupaciones y el odio hayan desencadenado reacciones tan peligrosas y preocupantes.» EL CUERPO SE MOVILIZA Cannon no utilizaba todavía el término «estrés». El primero en hacerlo fue el bioquímico Hans Selye (1907-1981), que, como investigador en la Universidad McGill de Montreal, se dedicaba a hacer la vida imposible a las ratas: algunas pasaban las gélidas noches a la intemperie, sobre el tejado de la facultad, otras tenían que soportar el sofocante calor junto a una calefacción, mientras un tercer grupo se mareaba en el interior de un cilindro que daba vueltas sin parar. Independientemente de la estrategia que el doctor Selye emplease para atormentar a los animales, sus reacciones eran siempre idénticas: los ganglios linfáticos disminuían de tamaño y aparecían úlceras en el estómago. Selye decidió transferir sus resultados a las personas y las conclusiones no se hicieron esperar: también en el organismo humano existía un sistema que lo hacía reaccionar con determinados síntomas ante diversas presiones, como el frío o el calor extremos, las drogas, la falta de sueño y el dolor físico o emocional. Para denominar este sistema, Selye eligió la palabra stress, que en inglés significa «presión» o «tensión». Así, casi de un día para otro, las personas tenían una estructura en la cual podían proyectar un sinfín de enfermedades, preocupaciones y problemas. El estrés representa por lo tanto una orden de nuestro organismo que debemos entender, sobre todo, como un advertencia: «Ahora es cuestión de vida o muerte: ¡lucha o huye!». Ante esta situación, nuestro cuerpo reacciona como si fuese a explotar. El cerebro segrega sustancias de alarma, liberando en el cuerpo una cascada de hormonas como la adrenalina o el cortisol. El organismo entero se moviliza: el hígado libera la glucosa que tenía almacenada, de tal manera que aumenta el volumen de energía en los músculos y en el cerebro. El corazón late más deprisa, aumenta la presión arterial y la frecuencia respiratoria se dispara para que el cuerpo reciba más oxígeno. Al mismo tiempo se activan diversos mecanismos de protección. La sangre se licua con más facilidad para prevenir una gran pérdida si hubiese una lesión. La sudoración aumenta para moderar el aumento de la temperatura corporal en el caso de lucha o huida. El torrente sanguíneo se inunda de las hormonas que inhiben el dolor y mantienen a la persona alerta, mientras que el organismo suprime


todas aquellas funciones que resultan accesorias en una situación de vida o muerte: el impulso sexual, la digestión y la actividad del sistema inmunológico. En una situación de alarma, estas funciones no serían más que un derroche de energía. Este ingenioso sistema es una reliquia de la Edad de Piedra: el subidón de adrenalina que agudizaba los sentidos para cazar el mamut aumenta hoy en día nuestra perspicacia a la hora de hablar con nuestro jefe. Y nuestra capacidad de reacción ante el peligro que antes nos protegía de gigantescos felinos hoy nos puede salvar de ser atropellados por un coche. El único problema es que el organismo responde al estrés aunque no nos encontremos en una situación de verdadero peligro, de tal manera que nuestro cuerpo está continuamente alerta, ya sea por un conflicto familiar o laboral, porque se desplome la Bolsa, por el miedo al desempleo o, sencillamente, porque pensamos que están hablando mal de nosotros. ENFERMOS POR FALTA DE AUTONOMÍA Cuando las fases de recuperación tras un episodio de estrés son cada vez menos frecuentes, el cuerpo no logra restablecer los valores normales. Por ejemplo, según una encuesta realizada a alrededor de setecientas parejas de empleados, estar siempre disponible daña nuestro bienestar mental. Los trabajadores que no apagaban el teléfono móvil al llegar a casa se ponían nerviosos o tristes con más facilidad y se sentían más cansados, porque no conseguían olvidar sus obligaciones profesionales. Sin embargo, ni el ingente volumen de información ni las cargas familiares y profesionales permiten explicar por qué el estrés se ha convertido en la maldición de nuestra época, puesto que existen personas que disfrutan enormemente de la presión en el trabajo. ¿Por qué a otras la tensión extrema las incapacita para realizar las tareas más insignificantes? No es una cuestión genética. Depende más bien del tipo de estrés al que nos refiramos. Existe una diferencia entre el estrés positivo y el estrés negativo, entre el estímulo y la demanda excesiva. En este sentido, parece decisivo el control que una persona tenga sobre su vida. El riesgo de estrés es mayor en quienes soportan demasiada presión sobre la que no tienen control alguno. Esto explicaría por qué precisamente las personas cuya profesión consiste en ayudar a otros con el tiempo sólo sienten ansiedad y frustración en lugar de satisfacción personal. Es el caso de los médicos de los hospitales: sufren la falta de tiempo, las exigencias de sus jefes, las limitadas posibilidades de ascenso y, al mismo tiempo, se entregan en cuerpo y alma a sus pacientes. También los profesores, los educadores, los trabajadores sociales y quienes se dedican al cuidado de ancianos ocupan los primeros puestos en las estadísticas que valoran el «agotamiento físico por motivos profesionales» de la población. Estos profesionales dependen de la colaboración de las personas con las que trabajan, y no siempre pueden contar con ella. La falta de control sobre nuestras decisiones está directamente relacionada con la aparición de síntomas y de las enfermedades vinculadas a ellos, tal como comprobó un grupo de epidemiólogos británicos en el marco de un estudio realizado a más de diez mil funcionarios: cuanta menos responsabilidad tuviese el trabajador en su oficina y más dependiese de las instrucciones de otro, mayor era su riesgo de sufrir un infarto.


También en Alemania un equipo de investigadores realizó un descubrimiento sorprendente: en el marco de un estudio para la prevención de enfermedades coronarias, se reveló que en los estratos más bajos de la sociedad la incidencia de estas enfermedades es dos veces mayor que en las clases más acomodadas. Aunque se excluyan factores de riesgo como el tabaco o la vida sedentaria, el «desnivel social» sigue siendo la causa de estas diferencias. Un contraste que también se pone de manifiesto en relación con otras dolencias como la diabetes, la obesidad, el asma, la depresión y el dolor de espalda. En una palabra: parece que, cuanto más bajo es el estatus de una persona, peor se siente. El estrés también tiende a empeorar cuando no se respeta el principio de reciprocidad. Las personas esperan un reconocimiento por sus esfuerzos, ya sea por medio del sueldo que perciben, de una mejora de sus perspectivas profesionales o del aprecio de su entorno. Si sus superiores no observan esta relación de intercambio tácita, se desencadenan «reacciones acentuadas para combatir el estrés», según Johannes Siegrist, especialista en sociología médica en Düsseldorf: «Las personas que trabajan duramente año tras año sin perspectivas de ascenso o incluso con temor a perder su puesto de trabajo muestran un mayor riesgo de sufrir estrés». La familia y los amigos pueden contribuir a reducir este riesgo, pero estos lazos sociales parecen estar debilitándose en la sociedad actual. «Los contactos sociales son cada vez más escasos —se lamenta Fuchs, dedicado al estudio del estrés en Gotinga—. Mucha gente pasa el tiempo sola, sin posibilidad alguna de entablar relaciones con otros.» Cuando la impotencia, el aislamiento y la falta de afecto se alargan durante mucho tiempo sin que el sujeto haga nada por evitarlos, el estrés puede tener consecuencias extremas. Los circuitos de control bioquímicos se encuentran en un estado de alarma crónico y la signatura epigenética de las células se altera, lo que puede dar lugar a los numerosos males de nuestra civilización. LAS SUSTANCIAS SOCIALES TÓXICAS PROVOCAN ALERGIA Las tensiones debilitan de forma llamativa el sistema inmunológico. Una buena prueba de ello es la aparición de herpes labiales en situaciones de estrés. En el transcurso de un experimento, cuatrocientos voluntarios fueron infectados con el virus del resfriado: aquellos que se etiquetaron a sí mismos como estresados enfermaron con mayor facilidad, mientras que los individuos más relajados lograron defenderse mejor de los virus. También el estrés de la madre podría ser la causa de dolencias innatas como el asma, que padece el 5 por ciento de la población adulta, o las alergias. La doctora Rosalind Wright de la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard no lo duda. Wright realizó un estudio en el que observó a más de quinientas familias de clase baja en Boston y otros tres estados, y registró todo cuanto las mujeres debían soportar: preocupaciones económicas, crisis de pareja, violencia en el vecindario o en la familia. Cuando una de estas mujeres daba a luz, enviaba a Wright células de la sangre del cordón umbilical, que contienen células del sistema inmunitario. La investigadora realizaba entonces un cultivo en el que exponía las células inmunológicas a ácaros del polvo, virus y bacterias, con el objetivo de examinar cómo reaccionaban. Cuanto más estrés había sufrido la madre, más prominentes eran las células inmunológicas, lo que incrementa en el niño el riesgo de padecer


asma y otras alergias.4 Wright había observado estas circunstancias en otros estudios similares. A su entender, el estrés es una sustancia social tóxica. «Cuando lo inhalamos, perjudicamos nuestro sistema inmunitario.» ENFERMO DEL CORAZÓN Y OBESO Actualmente los médicos pueden explicar con precisión por qué la tensión emocional agota también el corazón. Por una parte, la adrenalina intensifica el pulso y obliga a este órgano a trabajar a toda máquina. Por otro lado, la noradrenalina aumenta la producción de una proteína determinada que desencadena procesos inflamatorios en las arterias coronarias. Esto allana el camino para la arterioesclerosis: el colesterol y los cúmulos de grasa forman un conglomerado blanco que estrecha el interior de las arterias. Además del estrés permanente, también un shock emocional repentino puede hacer estallar la bomba, como comprobó un equipo de médicos de la clínica de la Universidad de Múnich durante la celebración del mundial de fútbol de 2006. Durante los partidos de la selección alemana, el número de infartos que tuvo que atender el servicio de urgencias aumentó en 2,7 puntos. Asimismo, el estrés parece tener una enorme influencia en el peso de una persona. Las disputas en el trabajo o los problemas de pareja son la causa de que muchos recurran al chocolate o a las golosinas o vacíen la nevera por la noche. Es el cerebro el que envía la orden de acudir a la despensa. Aunque sólo representa el 2 por ciento del peso total de una persona, en situaciones de estrés el cerebro demanda hasta el 90 por ciento de las necesidades diarias de glucosa. Y es por ello por lo que, a pesar de que el organismo está satisfecho hace tiempo, el cerebro continúa exigiendo más y más alimento. Con el tiempo, esta orden permanente que obliga a comer sin parar puede producir obesidad y niveles de azúcar elevados que, a su vez, pueden desembocar en una diabetes mellitus tipo 2. El neurólogo Alain Dagher de la Universidad McGill en Montreal considera la obesidad como una de las principales causas de estrés: la tensión que produce abstenerse de comer o intentar seguir una dieta genera un profundo estrés en el cerebro, que sólo encuentra consuelo al atiborrarse de comida. «Hasta ahora, la falta de ejercicio y la comida rápida se consideraban las principales causas de la obesidad —confirma Alain Dagher—. Deberíamos añadir otro factor: el estrés de la sociedad actual.» LA MENTE BAJO LA INFLUENCIA DE LAS DROGAS El estrés permanente parece funcionar como una droga sobre el cerebro. Y, como se ha comprobado, ahora sabemos que inflige daños en este órgano que antes no habríamos podido imaginar. El estrés no sólo modifica el funcionamiento del cerebro, sino que altera la estructura de sus neuronas y de las del sistema nervioso.


Un experimento reveló que un grupo de monos rhesus, que habían sido separados de sus madres durante los seis primeros meses de vida, presentaban ciertas particularidades en sus cerebros que sus congéneres no tenían: la zona denominada cerebelo y otras dos regiones cerebrales, todas ellas relevantes para la asimilación de miedos y experiencias traumáticas, presentaban alteraciones. El resultado coincide con otros estudios realizados con niños y adolescentes de entornos poco favorecidos. También ellos presentaban un patrón característico en su cerebro. Es muy probable que éste sea el motivo por el que son mucho más propensos a desarrollar depresiones o enfermedades psíquicas. Es en el hipocampo, la región del cerebro responsable del aprendizaje y de los recuerdos, en donde el estrés influye con mayor intensidad. Sólo tres semanas de estrés resultan suficientes para que el volumen del hipocampo disminuya un 3 por ciento. Este descubrimiento concuerda con estudios anteriores en los que se observaba que muchas personas que habían sido torturadas durante la guerra y, por ese motivo, padecían enfermedades psíquicas tenían también un hipocampo relativamente pequeño. UNA NUEVA SALIDA DEL ESTRÉS Sin embargo, junto a los titulares sensacionalistas de los neurólogos, se escuchan también voces más reflexivas. Sí, es cierto, el estrés permanente oprime sobremanera las neuronas, pero éstas no se dejan someter y revelan una capacidad extraordinaria para transformarse y recuperar su naturaleza original. Los primeros en descubrir los recursos de la actividad neuronal fueron Eberhard Fuchs y sus colegas, cuando intentaban averiguar el estado psíquico de un tipo de musaraña, la Tupaia belangeri. Estos animales, que recuerdan ligeramente a las ardillas, son en realidad parientes muy cercanos de los primates. Su modo de vida las convierte en candidatas ideales para realizar experimentos en torno al tema del estrés. Son activas durante el día y se asemejan a las personas en cuanto a sus funciones metabólicas y a su conducta social. Les encanta coquetear, pero también se enzarzan en frecuentes disputas. Los machos defienden con uñas y dientes su territorio y establecen el orden jerárquico en la lucha. Al vencido se le niega la posibilidad de rendirse. Una vez finalizada la lucha, carga con crueles consecuencias: no se le permite dormir por la noche y durante el día se encuentra exhausto. El equipo de Fuchs en Gotinga comprobó que, en el caso de estos animales, el estrés psíquico del perdedor también viene acompañado de cambios en el hipocampo. Las neuronas, que normalmente presentan numerosos apéndices en forma de arbusto, se debilitan y encogen estas antenas. Por otra parte, también se reduce la producción de nuevas neuronas, «limitando a su vez la maleabilidad del cerebro», explica Fuchs. Pero el investigador también tiene buenas noticias: «Se trata de un proceso reversible». Así lo demostró este grupo de Gotinga con un experimento pionero en su campo: después de cinco semanas de estrés permanente, proporcionaron a las musarañas macho un antidepresivo. Gracias al medicamento, el tamaño del cerebro se restituyó, las neuronas se recuperaron y en el


hipocampo nacieron nuevas células. Después de dos o tres semanas de tratamiento, las tensiones y los desprecios parecían haber desaparecido de la cabeza. Recuperadas, las musarañas volvieron a marcar su territorio. Este descubrimiento amplió las perspectivas en el tratamiento de personas con estrés. Durante mucho tiempo, los médicos se habían preguntado cuál era la relación entre el estrés crónico y la aparición de cuadros depresivos o la pérdida de memoria. Ahora todo apunta a que podría tratarse de trastornos en el proceso de neurogénesis, o nacimiento de nuevas neuronas, en el hipocampo. Con el objetivo de confirmar esta hipótesis, se administraron medicamentos antidepresivos a animales y se observaron sus efectos. Prácticamente todos tuvieron el mismo efecto: impulsaban la neurogénesis. Perera, el psiquiatra neoyorquino, verificó estas teorías en sus experimentos con macacos. Expuso el cerebro de algunos animales a una radiación de rayos X antes de suministrarles una sustancia antidepresiva. La radiación impidió que brotasen nuevas neuronas: el efecto del medicamento fue nulo y los síntomas de estrés no mejoraron. En los últimos años la industria farmacéutica ha dirigido sus esfuerzos a desarrollar nuevas sustancias que favorezcan el beneficioso proceso de neurogénesis. Son muchas las compañías, entre ellas la francesa Servier, que ya han comprobado los efectos de ciertos compuestos en las musarañas. La industria se muestra optimista e informa que con el tiempo se utilizarán medicamentos que luchen al mismo tiempo contra la depresión, los trastornos del sueño y la pérdida de memoria. Algo que, sin embargo, inquieta a Eberhard Fuchs, neurobiólogo de Gotinga. Aunque justifica el empleo de sustancias farmacológicas para tratar enfermedades psíquicas graves que tengan su origen en el estrés, se muestra escéptico ante la posibilidad de curar el estrés crónico con pastillas: «No, me parece arriesgado». También Perera tiene sus reservas. Un medicamento no puede ser la solución. «Me gustaría poder ayudar a la gente a modificar sus hábitos —explica—. El alcohol, la falta de sueño y el tabaco dañan el cerebro.» Él aconseja a sus pacientes que se muevan: «La actividad física es una medicina excelente contra el estrés». UNA FUENTE DE JUVENTUD EN LA CABEZA Este consejo, que cada vez está más extendido entre los médicos, se inspira en un experimento que fue casi el fruto de una casualidad. En La Jolla, una ciudad en California, había quebrado una empresa de biotecnología. Entre el remanente de la quiebra se encontraba un montón de ratas de laboratorio de diecinueve meses de edad (lo que en las personas equivaldría a unos sesenta años), que habían pasado toda su vida en jaulas. Henriette van Praag, especialista en neurociencia en el vecino Salk Institute, se enteró de la existencia de estos roedores y los adoptó, muy agradecida, pues le parecían perfectos para comprender cómo el movimiento puede influir en los cerebros de personas mayores que sufren o han sufrido estrés. La mitad de los ratones realizarían un programa para ponerse en forma: todos los días recorrían de cinco a seis kilómetros en una rueda. Mientras tanto, el resto de los ratones continuaban vegetando en sus estrechas jaulas. Treinta y cinco días después, todos los ratones participaron en una


competición en la que debían aprender a adaptarse a un entorno completamente nuevo. El resultado mostró la ventaja del movimiento: los ratones que habían realizado ejercicio finalizaron la prueba dos veces más rápido que sus congéneres sedentarios. La conclusión final subrayaba el porqué: el ejercicio había activado determinados genes de las neuronas, de tal manera que en el hipocampo de los ratones deportistas habían brotado muchas más neuronas que en el cerebro de los roedores que habían estado encerrados. Esta reacción se produce porque el ejercicio modifica la estructura epigenética de las neuronas del hipocampo. El estrés y la edad debilitan la neurogénesis; el ejercicio físico y un entorno estimulante fortalecen este proceso de regeneración. Resulta evidente que las células del hipocampo pueden «percibir» las diferentes influencias del entorno a través de los mecanismos epigenéticos.5 Un claro ejemplo de la influencia que ejercen las señales externas en la producción de nuevas neuronas es la proteína BDNF, que funciona en el cerebro como «fertilizador de nervios» y, probablemente por esta razón, protege al organismo del alzhéimer. En una situación de estrés, el nivel de BDNF desciende con rapidez. Sin embargo, si realizamos ejercicio físico, se eleva de forma vertiginosa, estimula la neurogénesis y contribuye a mejorar el ánimo. Como demuestran muchos estudios clínicos, caminar a paso ligero durante media hora cuatro o cinco veces a la semana contribuye a paliar la depresión tanto o más que los antidepresivos comunes. GIMNASIA PARA EL ÁNIMO Afortunadamente, contra el estrés no sólo funciona el ejercicio físico. También la gimnasia mental podría ser eficaz para mejorar la estructura de los nervios que ya han sido afectados. Por lo menos, eso es lo que defienden quienes practican yoga o meditación, los espiritualistas y los psicoterapeutas. Sin embargo, desde hace tiempo, algunos médicos y científicos descartan esta posibilidad. Así lo explican los manuales: cuando el cerebro aprende, puede mejorar su funcionamiento, pero nunca se modificará su estructura celular o tisular. Podemos considerar que esta corriente ha sido superada. Eric Kandel, especialista en psiquiatría en la Universidad de Columbia en Nueva York, y distinguido con el premio Nobel de medicina, llevó a cabo un experimento muy ilustrativo:6 Kandel y su colega Daniela Pollak realizaron una especie de terapia conductual con ratones. En primer lugar, enseñaron a los roedores a relacionar un sonido específico con la sensación de seguridad. Una vez alcanzado este objetivo, sometieron a los animales a una situación de estrés. Los investigadores introdujeron a los ratones en una bañera llena de agua. Las criaturas, que tienen aversión al agua por naturaleza, chapoteaban desesperadas para mantenerse en la superficie. Sin embargo, cuando escucharon el conocido sonido de «tranquilidad», su pánico se mitigó. Finalmente, Kandel y Pollak examinaron si la terapia había alterado de alguna forma la estructura cerebral de los roedores. En el hipocampo los esperaba una sorpresa: los niveles de la proteína BDNF eran muy elevados y además se habían desarrollado muchas neuronas nuevas. Kandel, nacido en Viena, sospecha que el cerebro humano podría reaccionar también así a los


estímulos externos: «Siempre me ha interesado saber cómo funciona el psicoanálisis —dice este investigador—. Es una experiencia cognitiva y, por lo tanto, debería tener un fundamento biológico en el cerebro». DICHOSO COMO UN MONJE Los monjes budistas han sido objeto de varios estudios que pretendían determinar los efectos de la meditación en nuestro cerebro. Hace algún tiempo, un grupo de monjes de los monasterios del Himalaya viajaron a la Universidad de Madison en Wisconsin. Allí colaboraron con Richard Davidson, psicólogo del laboratorio Waisman y especialista en diagnóstico por imagen y comportamiento cerebral. Uno de los monjes había meditado miles de horas en su retiro tibetano: ¿qué efecto habría tenido esta actividad en su cerebro? Para averiguarlo, los miembros del equipo de investigación de Davidson colocaron ciento veintiocho electrodos sobre el cráneo afeitado del monje y le pidieron que comenzase a meditar: mientras el hombre estaba allí, tranquilamente sentado, el electroencefalograma registró el patrón de actividad cerebral más intenso que Davidson había visto jamás. En el cerebro del monje fluctuaban ondas gamma treinta veces más intensas que la media del cerebro humano. Estas ondas están directamente relacionadas con un rendimiento máximo de la actividad cognitiva. Cuando se publicaron los resultados de este examen, surgió la siguiente pregunta:7 ¿podrían los ciudadanos de países industrializados mejorar su actividad cerebral como habían hecho los monjes? Sara Lazar, investigadora del Hospital General de Massachusetts, realizó un estudio con treinta y cinco sujetos provenientes de Boston y sus alrededores, entre los que se encontraban médicos, abogados y periodistas. Veinte de ellos hacía tiempo que practicaban la meditación y dedicaban cincuenta minutos de su rutina diaria a esta actividad. Las otras quince personas nunca habían realizado este tipo de ejercicio. Tras escanear el cerebro de todos los participantes, Lazar pudo determinar que los ciudadanos occidentales que habían practicado la meditación presentaban una corteza cerebral más gruesa que los que no habían meditado nunca. Sara Lazar encontró así una espléndida salida para la trampa del estrés. Si no logramos responder a las demandas que surgen continuamente en nuestra vida o paliar la falta de reconocimiento en el trabajo, siempre existe la posibilidad de recurrir a la meditación como herramienta para dominar los factores que provocan estrés. En Alemania, Britta Hölzel recibió estos resultados con gran entusiasmo. En aquel tiempo estudiaba psicología en Fráncfort y participaba además en un curso para monitores de yoga. «Era como vivir en dos mundos diferentes —recuerda—. Aquí la ciencia, allí la meditación.» Fue entonces cuando decidió conciliar estos dos mundos en su tesis doctoral. Acudió al Instituto Bender de Neuroimagen, ubicado en la Universidad de Giessen. Fue el único lugar donde se mostraron receptivos a los métodos poco convencionales que deseaba emplear la joven psicóloga. Hölzel reunió a veinte seguidores de las técnicas de concentración y meditación budistas que conoció en un centro de vipassana en Alemania. Tras examinar sus cerebros con un escáner, los comparó con cerebros de personas que no meditaban. Además de corroborar las conclusiones de


Lazar en relación con la corteza cerebral, Hölzel observó, por vez primera, el hipocampo, donde registró una densidad extraordinaria de materia gris.8 Cuando finalizó su estudio, Britta Hölzel visitó a Sara Lazar en el Hospital General de Massachusetts, que alberga uno de los centros de investigación más renombrados a nivel mundial. Desde entonces, además de proseguir con sus experimentos, Hölzel imparte cursos de yoga. Cuando el trabajo es excesivo, ya sabe lo que tiene que hacer: sentarse con las piernas cruzadas, girar las palmas de las manos, cerrar sus ojos y liberar su mente de todo estrés.


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LA ESPERANZA NOS CURA La paciente se curará pronto, el doctor Zubieta no tiene ninguna duda. «Ahora le pondremos una inyección contra el dolor», dice con voz suave y, acariciando a la mujer de cabello rubio en la sien, permanece al borde de la cama hasta que le ponen el gotero. Lleva una bata de color blanco inmaculado y asiente comprensivo, mientras observa a la paciente con sus brillantes ojos azules. La mujer de treinta y tres años sabe que se encuentra en buenas manos: una enfermera se ocupa de que la cánula y las vendas en su cabeza y manos estén correctamente colocadas. En la habitación contigua, los asistentes técnicos vigilan sus constantes en una pantalla. Entonces se oye la voz de un ordenador que cuenta hacia atrás: «Diez, nueve, ocho…». Cuando termina la cuenta atrás y la solución transparente fluye ya en la vena del brazo derecho, se hace un silencio en la habitación. La mujer ha cerrado los ojos. ¿Terminarán por fin sus dolores? Si nos guiásemos por las leyes de la farmacología, habría muy pocas esperanzas. Aunque ella lo ignora, la paciente es la protagonista de una gran farsa: la solución que fluye desde el gotero a su vena no es un analgésico, sino sencillamente suero fisiológico. El experimento tiene como objetivo desenmascarar uno de los más grandes misterios de la investigación cerebral: ¿por qué se atenúa el dolor cuando el paciente cree que van a ayudarlo? ¿Por qué se curan enfermos en los que se emplean tan sólo sustancias placebo? ¿Cómo puede la confianza modificar el comportamiento de los genes en las neuronas? Pocos médicos han investigado estas cualidades del ser humano con tanta profundidad como Jon-Kar Zubieta, neurólogo de la prestigiosa Universidad de Míchigan en Ann Arbor. La mujer rubia que está en su consulta, equipada con aparatos de alta tecnología, actúa como conejillo de Indias en un estudio en el que Zubieta lleva tres años trabajando. Cuando se presentó como voluntaria a cambio de unos cientos de dólares, no le dijeron toda la verdad. Sólo le informaron que el experimento trataba de comprobar la eficacia de un nuevo analgésico. La mujer, que por lo demás está sana, ha tenido que soportar cierto dolor en su cuerpo: la han pinchado con agujas a ambos lados de la cara, en los músculos de la mandíbula. Son estos dolores, que él mismo ha provocado, los que el doctor Zubieta pretende curar con la sustancia placebo. Cada cuatro minutos un mililitro de suero fisiológico entra en las venas de la mujer. Mientras la sustancia se extiende por su organismo, Zubieta y sus colaboradores observan lo que sucede en el cerebro de la mujer y pueden leer en las señales del tomógrafo PET que las endorfinas —péptidos con efecto analgésico que fabrica nuestro propio cuerpo— se adhieren a los receptores cerebrales.1 El registro del interior del cerebro que el tomógrafo realiza demuestra que una mera sugestión puede


desencadenar una respuesta bioquímica en las neuronas. Y esta respuesta es precisamente la que reduce el dolor. Zubieta explica con voz tenue, casi como si estuviese rezando: «Nuestras expectativas pueden crear verdaderos milagros en el cuerpo». También Fabrizio Benedetti, de la Universidad de Turín, ha examinado con profundidad el poder que la sugestión tiene en nuestro cerebro. Su grupo de investigación ha llevado a cabo estudios con pacientes de párkinson, una dolencia en la que la actividad neuronal de una región del cerebro es anormalmente elevada, lo que provoca que las manos del enfermo tiemblen de forma incontrolada.2 En el marco de su experimento, Benedetti informó a sus pacientes que les iba a suministrar un potente medicamento, cuando, en realidad, se trataba de suero fisiológico. Una mentira terapéutica que impresionó a los afectados de tal manera que la zona hiperactiva de su cerebro se calmó: las neuronas presentaban mucha menos actividad (según las mediciones realizadas en células individuales) y también el temblor disminuyó de forma significativa. LA CONFIANZA PUEDE CURARNOS Todos los cuidados médicos o psicológicos sirven para ayudar al organismo a curarse a sí mismo, ya sea a través de medicamentos, de cirugía o de terapias de diversa naturaleza. Según Benedetti, la imaginación puede «poner en marcha mecanismos similares a los medicamentos». La esperanza de curarse altera el comportamiento de ciertos genes e incrementa la producción de proteínas beneficiosas para la salud. El fenómeno, denominado «efecto placebo» (del latín placere, «yo gustaré»), constituye el principio básico del arte de curar y ha protagonizado historias increíbles. Por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial, agotadas las existencias de morfina, los médicos administraban en secreto soluciones salinas a los heridos y aliviaban, según cuentan, su dolor. El poder de curación de la esperanza se ha demostrado también en un experimento en el que participaron seis mil enfermos mentales, a los que se les suministraron pastillas que no contenían ningún principio activo. A todos ellos se les informó que con su colaboración ayudaban a los médicos a comprobar la eficacia de una terapia en pruebas. Los enfermos sabían que no podían esperar mucho de los resultados. Sin embargo, algunos se hicieron ilusiones y, después de tomar la pastilla, la mitad de ellos se sentían ya mucho mejor. En otro estudio, un grupo de médicos recetó a sus pacientes embarazadas un medicamento destinado, en teoría, a reducir los mareos típicos del primer trimestre de gestación. Era una fantasía pero, de todas formas, la mayoría de las mujeres aseguraron que sus estómagos se habían calmado y se sentían mejor. Lo que las mujeres ignoraban era que, en realidad, se les había suministrado un vomitivo. El efecto placebo generado por sus expectativas había trastocado el comportamiento de la sustancia desencadenando el efecto contrario. EL EFECTO PLACEBO SE PRESENTA EN SOCIEDAD


Aunque la influencia del efecto placebo en la medicina es extraordinaria, resulta difícil conseguir datos concretos. En opinión del cardiólogo norteamericano Brian Olshansky, el 30 o el 40 por ciento de la eficacia de los tratamientos en la mayoría de las enfermedades radica en el efecto placebo. Sin embargo, entre los médicos, este remedio ficticio sigue sin tener muy buena reputación. Quizás porque existen numerosos estudios que revelan que los resultados de muchos tratamientos sofisticados no son más que consecuencia del efecto placebo. ¿Y a quién le gusta que le digan que los éxitos alcanzados se deben a la imaginación del paciente? Hasta hace poco muchos médicos se burlaban del efecto placebo, dice Manfred Schedlowski, del Instituto de Psicología Clínica de la clínica universitaria de Essen. «Pero ahora nos damos cuenta de que se trata de una estrategia específica del sistema nervioso central.» Tradicionalmente, la medicina consideraba el efecto placebo como algo para «histéricos, locos y farsantes», explica también Paul Enck, del Departamento de Medicina Psicosomática y Psicoterapia del hospital universitario de Tubinga. «Ahora los médicos le dedican tiempo y atención.» Este cambio de mentalidad ha sido posible porque la investigación neurobiológica ha comprendido cómo funciona el efecto placebo. Éste, aunque se refleja en el sistema nervioso, ocasiona cambios en todo el organismo, sobre todo en el cerebro. El efecto placebo ha pasado de ser una fantasía a convencer a toda la comunidad científica, incluso a la medicina académica. Son muchos los médicos que ahora se plantean cómo utilizar el potencial del efecto placebo para beneficiar a sus pacientes. También la acupuntura y otros métodos terapéuticos se han visto favorecidos por este cambio de actitud de la clase médica. A pesar de que los fundamentos teóricos de estos tratamientos son cuestionables desde un punto de vista científico, no cabe duda de que tienen un impacto sobre el cerebro y sobre las neuronas y de que logran activar el potencial curativo del organismo humano. Si el paciente tiene esperanza de sanar, estimulará el circuito placebo en su cerebro. La capacidad del efecto placebo de desencadenar cambios en las células demuestra una vez más que los genes no son retraídos, sino receptivos a los cambios. A través de las señales epigenéticas, nuestros pensamientos y sentimientos pueden alterar los procesos fisiológicos en determinadas zonas del cerebro, por ejemplo en partes de la corteza, en el tálamo, en el núcleo accumbens (responsable de la sensación de bienestar) y en la amígdala (la región donde se esconden los miedos).3 Estas zonas cerebrales constituyen una red de placebo en la que las expectativas y la confianza del paciente se convierten en analgésicos naturales, producidos por el propio organismo. El placebo activa también los mecanismos fisiológicos que luchan contra la enfermedad y el estrés, lo que explicaría por qué algunos procedimientos no médicos pueden influir positivamente en el desarrollo de enfermedades tan diversas como infecciones, infartos o dolencias autoinmunológicas. Pero, aunque la investigación se ha reconciliado con el efecto placebo, la medicina apenas recurre a este fenómeno en el día a día. Según las encuestas, los médicos interrumpen las explicaciones de sus pacientes pasados dieciocho segundos, y así no queda mucho tiempo para despertar sentimientos beneficiosos para su curación. «El enfermo cuenta con un excelente aparato de diagnóstico a su disposición, pero ya nadie tiene tiempo para darle la mano», dice el médico Paul Enck, especialista en medicina psicosomática.


EL DESÁNIMO CAUSA ENFERMEDADES Por otra parte, las afirmaciones precipitadas de muchos médicos anulan cualquier conato de esperanza. Los sentimientos negativos que tal actitud provoca pueden a su vez desencadenar cambios fisiológicos muy perjudiciales: la enfermedad empeora o se desarrollan nuevos síntomas. Ya en el siglo XIX, este efecto nocebo (del latín, nocere, «perjudicar») empujó a numerosas personas a acudir a los hospitales para ser tratadas de intoxicación por la ingestión de tomates, después de que los médicos anunciasen que estos frutos contenían sustancias tóxicas. Los prospectos de las medicinas constituyen un capítulo aparte. Son necesarios, pero en ocasiones su información puede ser muy poco beneficiosa. Por ejemplo, nadie ha demostrado de forma empírica los efectos secundarios de los betabloqueantes. Sin embargo, en algunas ocasiones, aparecen, como si se tratase de una profecía: ¿quizás los pacientes desarrollan estos síntomas porque los han leído en el prospecto? Resulta también inquietante observar el impacto que la manipulación negativa puede tener en el bienestar de las personas, como demostró Becca Levy, de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de Yale en New Haven (Connecticut), con un experimento en el que evaluaba la discriminación por edad. Levy confeccionó una prueba de cálculo para un conjunto de ciudadanos mayores de sesenta años. Los dividió en dos grupos.4 Mientras los participantes resolvían las preguntas, en la pantalla del ordenador surgían, para desaparecer casi de inmediato, diferentes adjetivos en relación con el envejecimiento: adjetivos positivos «sabio, instruido, culto» para los integrantes de un grupo; estereotipos negativos «senil, decrépito, despistado» para las personas del otro. Era tal la velocidad con la que aparecían que los participantes sólo podían percibirlos de forma inconsciente. El resultado fue evidente: las personas manipuladas de forma negativa obtuvieron resultados mucho peores en la prueba. Además, su presión arterial había aumentado y habían sudado. Esto significa que la humillación inconsciente penetra hasta el núcleo de nuestras células y altera el funcionamiento del organismo. Por lo tanto, existe una diferencia abismal entre un médico que sólo realiza comentarios sin sentido y otro que anima a sus pacientes. Como afirma el cardiólogo Brian Olshansky: «Aunque sólo tiene un impacto indirecto, el consejo del médico puede desencadenar un poderoso efecto placebo, pero también, por desgraciada, un efecto nocebo». LA FARSA DE LA CIRUGÍA Los médicos que no valoran las posibilidades de este efecto están menospreciando los fundamentos de su profesión, ya que la mayor parte de los métodos utilizados a lo largo de la historia de la medicina se basan en el arte de la sugestión. Por ejemplo, los usos de lo que hoy denominaríamos «brujería» constituyeron durante mucho tiempo un importante pilar de las artes médicas: la gente se medicaba con telas de araña, con escarabajos o, incluso, con serpientes. En la antigua Roma se aconsejaba el consumo de heces de perro y de leche de esclava lactante para prevenir la muerte cardíaca. Contra la malaria, los médicos españoles recomendaban una copa de aguardiente con una


pizca de pimienta y tres gotas de sangre de la oreja de un gato. Y, no hace mucho tiempo, los galenos empleaban sanguijuelas y lancetas para practicar sangrías (y terminar con la vida de muchos de sus pacientes). ¿Por qué no nos rebelábamos contra estos tratamientos absurdos y peligrosos? Elaine y Arthur Shapiro, un matrimonio de investigadores del Departamento de Psiquiatría de la Escuela de Medicina de Mount Sinai en Nueva York, subrayan que, a pesar de la práctica extendida de estos métodos tan peligrosos y del uso de sustancias extrañas, los médicos eran personajes muy respetados porque eran agentes del efecto placebo.5 A pesar de esta relación —o quizás precisamente por ese motivo—, los médicos han ridiculizado el efecto placebo desde la primera vez que se mencionó en la literatura médica. «Placebo: cualquier medicamento prescrito más para complacer que para beneficiar al paciente», así lo describía el diccionario médico Hooper en 1811: un veredicto sin duda osado para una época en la que la medicina apenas contaba con medios farmacológicos eficaces y sólo tenía a su disposición un arsenal de sustancias tóxicas. En aquellos tiempos, tanto los farmacéuticos como los cirujanos se adjudicaban sin cesar éxitos que en realidad se basaban en el talento imaginativo de sus pacientes. Así, los afectados de epilepsia perdían con frecuencia una parte de su intestino grueso que los médicos les extirpaban, alegando que estaba invadida por el bacilo epilepticus, causante imaginario de la enfermedad. Ya en los años cincuenta, era costumbre que los médicos abriesen el tórax a los enfermos de angina de pecho, con el objetivo de atar una arteria con un hilo. En su opinión, esto provocaba un reflujo que hacía regresar la sangre al corazón enfermo. Muchos pacientes afirmaban haber experimentado una mejoría tras la intervención, y la ligadura se convirtió en una práctica estándar de la cardiología. Un día un grupo de científicos de la Universidad de Kansas comprobó en la práctica lo que sucedía cuando se practicaba esta ligadura. Tras anestesiar a los pacientes y dividirlos en dos grupos, realizaron a unos cuantos una ligadura tradicional. A los integrantes del segundo grupo simplemente les hicieron una pequeña incisión en el tórax. A continuación, todos los pacientes fueron explorados por médicos que ignoraban quiénes de ellos habían sido intervenidos. El resultado fue claro: la falsa cirugía era tan eficaz como la ligadura, cuyo éxito se debía únicamente a un efecto placebo. A la vista de estas conclusiones, este método desapareció de los protocolos de cardiología.6 Algo similar sucede con la cirugía en caso de hernia discal, como sugiere un estudio realizado a trescientas cuarenta y seis personas aquejadas de dolor de espalda. Todas fueron operadas, aunque ninguna tenía una hernia y, por lo tanto, éste no era el motivo de sus molestias. No obstante, el 43 por ciento de los pacientes aseguró que la operación había atenuado su dolor. También los beneficios de uno de los procedimientos médicos más comunes, la cirugía artroscópica, parecen fundamentarse en su efecto placebo. A menudo, la medicina recurre a este método cuando la articulación de la rodilla está gastada y el cartílago se ha dañado o ha perdido tejido. El cirujano derrama entonces unos diez litros de solución salina para expandir la articulación, retira el tejido blando o lesionado y pule las superficies rugosas: así termina la denominada «toilette articular».


El traumatólogo Bruce Moseley del Centro Médico para Veteranos de Guerra de Houston (Texas) quería averiguar si la cirugía era realmente más beneficiosa que una operación ficticia.7 Con este objetivo, dividió en grupos, de forma aleatoria, a ciento ochenta pacientes con artrosis de rodilla moderada. Los nombres de los pacientes que integraban cada grupo se guardaron en sobres cerrados que Moseley no abrió hasta antes de la intervención. El médico intubó a los miembros de un grupo y les puso anestesia general para realizarles una artroscopia convencional. En cambio, los pacientes del grupo placebo recibieron una inyección que les provocó un duermevela. Moseley les suministró además un potente analgésico, gracias al cual pudo realizar tres diminutos cortes en la piel con el bisturí, y movió su pierna como lo habría hecho durante una operación real. Mientras tanto, uno de sus asistentes vertía agua en un cubo, para simular los ruidos de líquido que se escuchan en la cirugía. Aunque los pacientes durmiesen, todo debía parecer real. Todos los participantes permanecieron una noche en el hospital en observación y a todos se les dio el alta al mismo tiempo. Ninguno fue informado de lo que le habían hecho a su rodilla. No les importaba: dos años después del experimento casi todos los pacientes estaban satisfechos con la operación y, en muchos casos, felices de haberse liberado del dolor. No existían diferencias entre quienes habían sido operados y los integrantes del grupo placebo. Aunque hace ya tiempo que Moseley publicó sus conclusiones en The New England Journal of Medicine, la operación de rodilla por artroscopia continua gozando de una gran popularidad: en las clínicas alemanas se realizan cada año artroscopias en más de diecinueve mil rodillas, y hay que añadir todas las intervenciones que se llevan a cabo en consultas privadas y de las que no existen registros. En los países industrializados ha surgido una industria en torno a este método que genera más de mil millones de euros al año: la imaginación sale muy cara. EL PLACEBO SATISFACE A MÉDICOS Y PACIENTES A menudo, los médicos deciden proporcionar a sus pacientes un tratamiento placebo desde el principio. En Estados Unidos un tercio de los medicamentos más comunes no contienen ningún principio activo, y en Israel una encuesta reveló que el 60 por ciento de los médicos recurren ocasionalmente a tratamientos imaginarios. También en Alemania, donde, según Erland Erdmann, profesor de Cardiología de la Clínica III de Medicina Interna en la Universidad de Colonia, un gran número de facultativos recetan placebos, a veces sin saberlo y otras veces intencionadamente. Y no sólo se trata de pastillas con lactosa y almidón, sino también de artículos de farmacia sin ningún valor farmacológico que son empleados como medicamentos ficticios. Estos productos con ingredientes vegetales se recomiendan especialmente a quienes padecen cefaleas, dolor de garganta o de espalda, siempre que se haya descartado una causa orgánica. En otros casos, el médico sí receta un medicamento tradicional, pero lo hace en dosis tan reducidas que el tratamiento nunca tendría efectos farmacológicos significativos. «Por suerte, la mayoría de estos dolores desaparecen por sí solos, con o sin tratamiento. Sin embargo, parece beneficioso, tanto para el médico como para el paciente, que la autoridad vestida de bata blanca recete alguna pastillas, gotas o grageas —explica Erdmann—. El paciente se alegra


porque lo están tomando en serio y el médico se siente útil. Así, ambos están casi siempre satisfechos.» Al contrario que muchos de sus colegas médicos, Erdmann no intenta ocultar que muchas veces recurre a los medicamentos placebo. Por ejemplo, el profesor recetó en una ocasión extracto de la flor adonis en cantidades mínimas a una paciente cuyos problemas cardíacos no lograba determinar. Esto animó a la mujer. Poco después, el malestar había desaparecido. NUESTRO CUERPO FABRICA LA DROGA DE LA FELICIDAD Como demostró un equipo de investigación, la interacción entre médico y paciente pone en funcionamiento en el cerebro de este último un sistema que, de lo contrario, sólo reacciona ante la presencia de analgésicos o drogas de la familia de los opiáceos. En primer lugar, los investigadores suministraron un medicamento placebo a pacientes que acababan de recibir un tratamiento dental. Poco después, los dolores habían cedido y los pacientes respiraban lenta y plácidamente. A continuación, le tocó el turno a la medicación tradicional y a los pacientes se les suministró naloxona. Esta sustancia bloquea un receptor de opio en el cerebro y suprime la sensación de felicidad que las personas experimentan después de consumir esta droga. Así también, terminó el bienestar que el medicamento placebo había proporcionado a los pacientes y, como consecuencia, volvieron los dolores, al tiempo que la respiración, que también ralentizan los opiáceos, se alteró de nuevo. El psicólogo Tor Wager de la Universidad de Míchigan en Ann Arbor deseaba localizar las regiones cerebrales en las que la sensación de confianza desencadena un proceso bioquímico.8 Para ello, su equipo de investigación aplicó leves —aunque nada agradables— descargas eléctricas y estímulos de calor en la muñeca de un grupo de hombres para tratarlos a continuación con un medicamento imaginario, más concretamente con una pomada, y observar el comportamiento de su cerebro por medio de una resonancia magnética. La imagen mostró que las regiones que procesan el dolor —el tálamo, el córtex cingulado anterior y la corteza insular— presentaban menor actividad. Cuando estos circuitos han sido dañados por una enfermedad, la persona pierde la capacidad para sanarse. Por ejemplo, los afectados de alzhéimer experimentan un deterioro paulatino de estas regiones cerebrales y, por lo tanto, es lógico que no puedan responder a tratamientos ficticios. Por el contrario, en los cerebros intactos, el placebo no sólo impulsa procesos analgésicos, sino que incrementa la actividad de determinados genes y, como consecuencia, también la producción de sustancias transmisoras en las células. Así lo demostró un equipo de investigación de la Universidad de British Columbia con un estudio realizado a pacientes de párkinson. Poco después de que a los afectados se les administrasen unas pastillas que carecían de cualquier principio activo, el cerebro comenzó a liberar dopamina, un neurotransmisor que pertenece al sistema de recompensa propio de nuestro cuerpo. Es muy probable que éste sea también el mecanismo que controla el efecto del placebo en otras enfermedades. Como esperamos que las molestias o los dolores se vean aliviados, de forma inconsciente ponemos en funcionamiento nuestro sistema de recompensa: las moléculas de dopamina se liberan y esto nos inspira ilusión.


UN BATIDO DE FRESA BLOQUEA EL SISTEMA INMUNITARIO Un experimento llevado a cabo por el psicólogo Manfred Schedlowski y sus colaboradores demostró que las expectativas tienen también un impacto sobre el sistema inmunitario.9 Durante dos días, los dieciocho participantes consumieron cada doce horas cápsulas con ciclosporina, una sustancia que inhibe el sistema inmunitario. Con las cápsulas se bebían un vaso de batido de fresa, al que los científicos habían añadido un par de gotas de esencia de lavanda y colorante verde. Una semana más tarde los voluntarios continuaron el experimento: volvieron a beber el batido perfumado y tomaron su medicina. Esta vez las pastillas no contenían ningún principio activo, pero los pacientes no se percataron de ello. Tal como había sucedido con el consumo de ciclosporina, el sistema inmunitario redujo su actividad: el organismo producía y, por consiguiente, segregaba una menor cantidad de interleucina e interferón, mientras que ciertos glóbulos blancos (los linfocitos TCD4+) tardaban mucho más en madurar. Como han mostrado varios experimentos, este fenómeno no sólo tiene lugar entre las personas, sino también entre los (otros) animales. En una ocasión, se administró a un grupo de ratas una bebida endulzada con sacarina y, al mismo tiempo, les inyectaron un veneno celular llamado ciclofosfamida: la mortalidad entre los animales se incrementó asombrosamente. En la segunda parte del estudio, los investigadores interrumpieron el tratamiento con ciclofosfamida en una parte de los ratones, pero continuaron administrándoles agua azucarada. A pesar de esto, murió un gran número de animales. La razón: relacionaban la dulce bebida con las inyecciones, por eso ésta tenía el mismo efecto en su organismo que el veneno celular. UNA INYECCIÓN TIENE MÁS EFECTO QUE UNA PASTILLA En el caso de las personas, a los efectos del condicionamiento clásico se unen las expectativas creadas por los médicos. El aspecto de unas pastillas puede ser suficiente: los investigadores han observado que las pastillas de color azul invitan a las personas a relajarse y dormitar; las de color amarillo tienen un efecto estimulante y las de color rojo fortalecen el ánimo. Pero para todos los colores resultan válidas las siguientes máximas: las pastillas de marca despiertan mejores expectativas que los genéricos, la ingestión de cuatro pastillas al día en lugar de dos es más beneficiosa y las cápsulas más grandes funcionan mejor que las pequeñas. El médico que escoja el método idóneo obtendrá los mejores resultados. Las inyecciones e incisiones parecen funcionar mejor que las pastillas y los supositorios. En un estudio con enfermos de corazón, a algunos participantes se les suministraron pastillas carentes de principio activo, mientras que a los restantes se les implantó un marcapasos sin conectar. En cuanto al efecto placebo provocado, el costoso marcapasos venció por amplia ventaja a las rutinarias pastillas. También la perforación de la bóveda craneal parece dotar de vitalidad a nuestra mente, según un estudio que un grupo de médicos estadounidenses realizó con treinta enfermos de párkinson.10 A los participantes se les comunicó que les inyectarían células fetales en el cerebro: el objetivo era


rejuvenecer este órgano que el párkinson había deteriorado considerablemente. Todos sabían que en realidad sólo algunos de ellos serían intervenidos, mientras que a los demás se les practicaría una operación falsa. Los médicos inyectaron células fetales en el cerebro de doce pacientes. Los dieciocho restantes fueron trasladados con todos los honores al quirófano y, una vez allí, se les aplicó anestesia general para que los médicos pudiesen realizar un amago de trepanación. Durante un tiempo, los nombres de los pacientes que habían sido operados permanecieron en secreto. Pasado un año, los médicos se interesaron por el estado físico de los participantes: su bienestar no parecía depender de si habían sido operados o no, sino más bien de lo que habían creído durante todo ese tiempo. Los que pensaban que los habían intervenido realmente «parecían tener una mejor calidad de vida que quienes estaban convencidos de que los médicos habían fingido una operación», dice Cynthia McRae de la Universidad de Denver, investigadora implicada en el experimento.11 McRae fue la encargada de informar a los pacientes los nombres de los operados. Tras la operación, una de las participantes había comenzado a hacer senderismo y a patinar. Atónita, escuchó las palabras de McRae: su nombre estaba entre los pacientes que no habían sido operados. LA PSICOTERAPIA AYUDA A NUESTRO CUERPO A CURARSE No sólo algunos métodos de la medicina académica se basan exclusivamente en sus efectos psicosociales. También la medicina alternativa y las diferentes psicoterapias tienen como objetivo estimular la capacidad de los pacientes para curarse. Desde que se hicieran públicas las teorías de Sigmund Freud, han surgido varias corrientes de psicoterapia que pretenden resolver los problemas psicológicos con tratamientos terapéuticos específicos. Y son eficaces porque operan en las mismas redes del cerebro que activan los medicamentos placebo. LA ACUPUNTURA INFLUYE EN NUESTRA MENTE También los métodos de la acupuntura contribuyen a estimular la capacidad del organismo para curarse. Esta técnica nacida en China goza de gran popularidad en los países industrializados. Sólo en Alemania más de un millón y medio de pacientes recurre cada año a la terapia de la aguja. Según cómo se aplique, el procedimiento puede hacer desaparecer eczemas, mitigar los trastornos de la menopausia o estimular la fertilidad. Ted Kaptchuk, investigador de la Facultad de Medicina de Harvard en Boston, pretendía establecer el valor analgésico de esta terapia.12 Con ese objetivo y con la ayuda de sus colaboradores, reunió a dieciséis personas sanas que nunca habían oído hablar de la acupuntura y les explicó, con ayuda de un póster, el concepto en el que se fundamentaba la terapia: por ejemplo, que existen más de trescientos puntos acupunturales distribuidos por el cuerpo a lo largo de unos conductos de energía denominados meridianos.


A continuación, utilizó un bloque de calor que podía calentarse hasta los cincuenta y dos grados centígrados para quemar en los dos brazos a estos principiantes. En uno de los brazos se utilizó acupuntura para paliar el dolor; el otro no recibió tratamiento, para poder cotejar los resultados. Según afirmaron los participantes, los dolores en el brazo que había recibido el tratamiento se habían reducido más rápidamente. Y eso a pesar de que Ted Kaptchuk había engañado a los voluntarios. Por una parte, no había pinchado las agujas en los lugares adecuados; por otra, había empleado agujas que funcionaban como las antenas de los caracoles: en cuanto la aguja rozaba la piel, se retraía. Estas agujas de mentira no sólo convencían a los participantes en el estudio, sino también a pacientes verdaderos, como Kaptchuk demostró en otro estudio en el que examinó si las personas con tenosinovitis respondían mejor a la acupuntura ficticia o a un tratamiento con pastillas carentes de principios activos. Tras comparar los resultados, resultó evidente que las falsas agujas eran mucho más eficaces.13 Kaptchuk atribuyó esta diferencia a los rituales de la medicina tradicional china. Esta «intervención, novedosa desde la perspectiva cultural», tenía un mayor impacto entre los pacientes occidentales y su efecto placebo resultaba excepcional. En suma, la acupuntura funciona mejor que algunos procedimientos de la medicina convencional, al menos a la hora de tratar dolores de articulaciones o de espalda. En el marco de la investigación impulsada por los Estudios Alemanes sobre Acupuntura (German Acupuncture Trials o GERAC),14 un equipo de médicos examinó a mil ciento sesenta y dos pacientes con dolor de espalda y a mil treinta y nueve pacientes con dolores en la rodilla, que fueron divididos en tres grupos. Los médicos trataron a los integrantes del primer grupo siguiendo las pautas de la medicina convencional, para el segundo grupo utilizaron las técnicas de la acupuntura tradicional china, mientras que, con los miembros del tercer grupo, sólo fingieron emplear estas técnicas: clavaban las agujas al azar y de forma muy superficial. El estudio demostró que, en cuanto a la eficacia de todas las terapias, no existía diferencia alguna entre la acupuntura oriental y el procedimiento ficticio. En general, los métodos de la medicina convencional obtuvieron peores resultados que las dos variantes de la acupuntura: de los afectados de dolor de espalda que recibieron la acupuntura real, un 47,6 por ciento anunció que tenía menos dolores; en el caso de la acupuntura ficticia, el porcentaje fue similar, un 44,2. Sin embargo, la terapia tradicional se quedó a la cola: sólo un 27,4 por ciento se sintió mejor tras este tratamiento. Los números fueron similares en el caso de los pacientes con dolor de rodilla. Resulta evidente que, en comparación con los médicos tradicionales, los acupuntores están más preparados para inspirar confianza en sus pacientes. Uno de los investigadores implicados en el estudio, Heinz Endres de la Universidad de Bochum, afirmó que la acupuntura, secundada por un cúmulo de factores sin determinar, constituye un «superplacebo». CONFIANZA PARA TODAS LAS TERAPIAS Este resultado se corresponde con las experiencias vividas por el médico y antropólogo Cecil Helman en diferentes partes del mundo. Helman, autor de un manual sobre la influencia del entorno cultural en la salud,15 ha estudiado a los chamanes en África y Sudamérica y ha trabajado como


médico de cabecera en los suburbios de Londres durante casi treinta años. El investigador asegura que en todas las culturas la medicina es una obra de teatro: «La consulta del médico, la habitación de un hospital, el gabinete o la cabaña de un curandero: todos estos sitios pueden compararse a un teatro, con sus decorados, su utilería, su vestuario e, incluso, un guión». Un guión que las personas conocen desde que el mundo existe. Cuando los europeos se asentaron en América, por todas partes se encontraban con pueblos que continuaban viviendo como cazadores o recolectores y curaban a sus enfermos con golpes de tambor, oraciones y bailes. En general, los médicos occidentales se burlaban de las prácticas de estos indios, tachándolos de charlatanes, pero algunos de los primeros colonos se mostraron fascinados ante el poder curativo de los chamanes. Éstos intentaban extraer el mal de la parte enferma del cuerpo con su propia boca: un empleo ejemplar del efecto placebo. La nueva actitud ante el medicamento placebo debería transformar la medicina. Por ejemplo, los estudios destinados a valorar la idoneidad de un medicamento deberían plantearse de forma diferente. En la actualidad, los investigadores se preocupan en exceso por los sentimientos de sus pacientes: les preguntan todos los días por su estado y se implican personalmente. Sin quererlo, ponen en marcha el efecto placebo y eso dificulta la evaluación de la eficacia farmacológica del medicamento en cuestión. Unos primeros resultados excelentes no son garantía del valor farmacológico de la medicina. En repetidas ocasiones, una segunda o tercera evaluación ha demostrado que se había menospreciado la influencia del efecto placebo. Una solución sería administrar la medicina en secreto a los participantes en el estudio. Fabrizio Benedetti y su equipo lo han comprobado con pacientes que se quejaban de dolor posoperatorio.16 Los pacientes de un grupo estaban en una habitación, solos y enganchados a un gotero que, sin que ellos lo supieran, les administraba un analgésico. Mientras tanto, los pacientes del grupo de control eran atendidos por un médico, que se acercaba a ellos y hablaba maravillas del analgésico que les daba con sus propias manos. Los investigadores trataron a los pacientes de ambos grupos con analgésicos hasta que sus dolores se redujeron a la mitad. Los que habían recibido la solución por medio del gotero e ignoraban que se tratase de un analgésico necesitaron dosis más elevadas para alcanzar este objetivo. Se trata de un experimento genial: a pesar de no haber suministrado a sus pacientes un medicamento placebo, la actitud de los médicos sí había desencadenado tal efecto. Varios experimentos con diferentes medicamentos han demostrado la magnitud de este efecto, tanto si el paciente ignora que se le está suministrando medicación como si es consciente de ello. En el día a día de la medicina esto significa que los pacientes que reciben una información detallada por parte de sus médicos sobre los medicamentos que éstos les recetan necesitan dosis menores. Si un paciente al que le han extraído una muela del juicio es debidamente informado sobre el efecto del analgésico, no necesitará los seis u ocho miligramos de morfina que, de otra manera, habría requerido para aliviar el dolor. PALABRAS QUE FUNCIONAN COMO MEDICAMENTOS


Pero precisamente ahora que la investigación cerebral confirma la importancia de la presencia del médico, su influencia disminuye en la práctica médica cotidiana. «Nadie se lo toma en serio, ni los estudiantes de medicina ni los jefes de servicio. Todos creen que se trata de charlatanería psicológica.» Es una locura: en los países industrializados no queda tiempo para la mejor de las medicina: la conversación. «La consulta de tres minutos, que es lo que se lleva en la actualidad, no sirve —dice el psicólogo de Tubinga Paul Enck—. Es una evolución que le da miedo a la gente.» Según los resultados de una encuesta, la comunicación entre médico y paciente es, de un modo significativo, uno de los puntos débiles de la sanidad alemana. El 46 por ciento de los encuestados afirman que sus médicos rara vez les explican el objetivo de los tratamientos. ¿Cómo puede funcionar así el poder curativo de la imaginación? Allí donde falta la empatía del médico convencional, triunfan los acupuntores y los terapeutas. Sus teorías no se basan en leyes naturales. Sin embargo, a través del efecto placebo, muchos de sus métodos tienen consecuencias impredecibles que deberían tenerse en cuenta. Desde hace algún tiempo, la sanidad pública alemana cubre los gastos de los tratamientos de acupuntura destinados a tratar dolores de espalda y de rodilla. Así, en su listado de servicios, se incluye un procedimiento basado en el poder curativo de la imaginación, en el que factores que no son físicos (la confianza o el optimismo) desencadenan cambios fisiológicos en las células del organismo. Aunque algunos médicos consideran que no es ético prescribir tratamientos placebo sin informar a los pacientes, es cada vez mayor el número de facultativos que defiende abiertamente el uso de este tipo de medicamentos o terapias. El cardiólogo Brian Olshansky, por ejemplo, puede imaginar situaciones en las que sería admisible recurrir al placebo: si el médico no ha determinado todavía un diagnóstico y no existe para el paciente una alternativa mejor. Por un lado, el enfermo estaría protegido de tratamientos con efectos secundarios potencialmente graves y, por otro, sus dolores podrían mejorar hasta en un 80 por ciento gracias al placebo. Olshansky considera que un cambio de actitud en la clase médica es absolutamente necesario. ¿No sería estupendo que la medicina convencional reconociese que es posible influir en las estructuras neurobiológicas de los pacientes? Ojalá hubiese más médicos que se tomasen en serio las palabras de Brian Olshansky. «Un médico frío y desinteresado producirá una respuesta nocebo. Un médico que muestra empatía y se preocupa por sus pacientes fomenta la confianza, subraya las expectativas de recuperar la salud y origina una fuerte reacción de placebo. Un médico que se implica en su relación con el paciente es mucho más valioso que cualquier tratamiento médico.»17


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LA INTELIGENCIA Y CÓMO DESARROLLARLA En la Memorial Church, situada en el campus de la Universidad de Harvard, se ha reunido la élite del mañana. Sentados en los incómodos bancos de madera, hay cientos de jóvenes de todas las razas. Algunos de ellos estudian aquí; otros vienen del Instituto Tecnológico de Massachusetts, que se encuentra tan sólo a algunos kilómetros de distancia. En los primeros bancos hay un hombre de pelo blanco sentado en una silla. Se trata de James D. Watson. Hoy cumple setenta y nueve años y es una leyenda viva de la biología internacional.1 A la edad de veinticinco años, este estadounidense descubrió, junto al científico británico Francis Crick (1916-2004), la organización tridimensional del material genético: la doble hélice del ADN. En 1962, a Crick y a Watson se les concedió el premio Nobel de medicina. Watson, por su parte, ha promovido intensamente el proyecto del genoma humano. Esta noche Watson presenta sus memorias. La crítica ha destacado que constituyen un ejemplo muy ilustrativo de cómo es posible alcanzar el éxito en la vida. Muchos de los presentes han adquirido el libro y ahora escuchan con entusiasmo las palabras de Watson, que, como siempre, farfulla de forma desagradable. No sólo es complicado el modo en el que articula las teorías de la biología, los consejos que proporciona a su público resultan también inverosímiles. Para progresar en la vida, afirma Watson, no estaría del todo mal que el hombre tuviera varias mujeres. No es casual que el estado de Utah — fundado por los mormones y en el que antes estaba permitida la poligamia— sea tan rico, dice encogiendo los hombros, y añade: «Que hayamos dejado de hacer algo no significa que fuese peor». No resulta extraño que muchas veces las conferencias de este prestigioso biólogo terminen en polémicas con el público, entre el que siempre hay algún estudiante que le recuerda que los humanos son iguales desde un punto de vista biológico. Sin embargo, para Watson, «eso es una tontería, porque está claro que existen las razas». Y apunta a las claras diferencias que existen entre los australianos blancos y los aborígenes de piel oscura. Y no sólo en el color de su piel. En lo que se refiere a la inteligencia de las diversas etnias, según Watson, «no deberíamos dar por supuesto que somos todos iguales». Pero Watson no proporciona muchos detalles sobre sus teorías, al menos no delante de este público. Los estudiantes se miran unos a otros desconcertados. La velada llega a su fin. Dos semanas más tarde, durante una entrevista con periodistas británicos, sin ningún escrúpulo, Watson echa más leña al fuego.2 Sobre el futuro de África, dice: «Lo veo, por su naturaleza, bastante negro, porque toda nuestra política social parte de la base de que la inteligencia de los africanos es como la nuestra, cuando todo apunta a que no es así».


El célebre biólogo no es el único científico que defiende que el grado de inteligencia varía según el color de la piel. En 1994, el psicólogo Richard Herrnstein (ya fallecido) y el politólogo Charles Murray publicaron un volumen titulado The Bell Curve, en el que insistían en que no se facilitase a los estudiantes afroamericanos el acceso a la universidad. Su razonamiento partía de la premisa de que, debido a su herencia genética, los negros no eran tan inteligentes como los blancos. Se trata de una tesis que cuenta con una larga tradición pues, ya veinticinco años antes, el psicólogo Arthur Jensen, de la Universidad de California en Berkeley, había publicado un artículo que defendía que las diferencias en el rendimiento escolar estaban condicionadas por la herencia genética: la mayoría de los niños menos competentes eran de piel oscura, por lo que se podía concluir que la falta de inteligencia era una rasgo distintivo del legado genético de su etnia. Por esa razón, la estimulación precoz en niños de minorías desfavorecidas carecería de sentido. Durante la época de la esclavitud, la sociedad norteamericana negó a las personas de raza negra el acceso a la educación y a la lectura. La mayoría blanca relegó así sistemáticamente a muchas generaciones de negros a un mundo de analfabetismo. Esta discriminación continuó incluso tras la abolición oficial de la esclavitud, ya que, de acuerdo con las leyes de segregación racial, los niños afroamericanos debían asistir a colegios para negros, que se encontraban en un deplorable estado. Por lo tanto, no resulta sorprendente que estuviesen en una situación de desventaja cuando en los años cincuenta se les permitió la entrada en las escuelas hasta entonces reservadas a los niños blancos. Algunos científicos blancos, como Jensen, Herrnstein, Murray o Watson, han querido ver en las diferencias en el rendimiento escolar, que sin duda radican en esta historia de discriminación, una prueba de que las personas de raza negra tienen una menor capacidad intelectual debido a su disposición genética. Sin duda, la suya es una estrategia pérfida. Hace ya tiempo que un experimento, realizado en la Alemania de la posguerra, demostró que no hay relación entre el color de la piel y la inteligencia. Algunos soldados del ejército estadounidense habían tenido hijos con mujeres alemanas: algunos de estos niños tenían un padre blanco; otros, un padre negro. Todos ellos eran alemanes y acudían a los mismos colegios. Klaus Eyferth, que por entonces era investigador del Instituto de Psicología de la Universidad de Hamburgo, se percató del potencial que este escenario podía tener para la ciencia. En 1961 escribió: «El objetivo de este estudio es revelar las particularidades en el desarrollo de los niños de color en comparación con los sujetos blancos. Los hijos de las fuerzas de ocupación que tienen la piel clara servirían de grupo de control, pues, con excepción del tono de su piel, son idénticos a los niños mestizos en todos los rasgos que podrían influir en su desarrollo (estatus social, nacimiento ilegítimo…)».3 A pesar del lenguaje anticuado, Eyferth llevó a cabo su estudio con un gran rigor científico. Reunió a doscientos sesenta y siete niños y adolescentes —ciento ochenta y cuatro negros y ochenta y tres blancos—, y los sometió a un test de inteligencia. Los resultados fueron muy interesantes. El rendimiento de los niños de piel oscura fue algo peor que el de los niños de piel clara; sin embargo, las niñas de piel oscura consiguieron mejores resultados que las de piel clara. En resumen, las pruebas realizadas a los participantes de diez años revelaron que los alumnos alemanes con padres blancos tenían en promedio un coeficiente intelectual de 97, mientras que los nacidos de padres afroamericanos obtenían un 96,5. Prácticamente no había diferencia.


En los últimos años, los experimentos realizados en el ámbito de la biología molecular han llegado a la misma conclusión: el color de la piel no está relacionado con la inteligencia. Un sudafricano blanco es tan diferente de un compatriota negro como de uno blanco. Los especialistas en genética tampoco han logrado establecer por qué existen diferentes grados de inteligencia dentro de una misma etnia. Robert Plomin, especialista en genética del comportamiento, ha examinado el genotipo de miles de niños en edad escolar, en busca de segmentos que influyan en la inteligencia. Tras una exhaustiva búsqueda, logró localizar una asociación que, no obstante, explicaría tan sólo el 0,4 por ciento de las diferencias en el grado de inteligencia. Esto quiere decir que si el coeficiente intelectual de un grupo de personas abarca valores desde 80 hasta 130, el gen más importante que se ha descubierto hasta ahora sería responsable de apenas 0,125 puntos. Y falta confirmar que tras la asociación del 0,4 por ciento se esconda un gen.4 Por el contrario, algo sí está claro: no existe una raíz biológica que dependa de uno o varios «genes de la inteligencia». Probablemente cientos o incluso miles de genes son responsables de las facultades cognitivas de un individuo. Una responsabilidad que, no obstante, comparten con las influencias que el individuo recibe de su entorno. LOS ESTÍMULOS CULTURALES ACTIVAN LOS GENES En muchas ocasiones, son los factores externos los que llevan a los investigadores a sospechar que el talento de los niños es innato. Cuando el niño recibe intensos estímulos de su entorno, una ventaja genética insignificante puede mejorar enormemente su coeficiente intelectual. Tomemos como ejemplo el baloncesto: un niño más alto que la media se divertirá especialmente jugando al baloncesto, porque en la clase de gimnasia consigue encestar muchos balones y siempre gana las competiciones. Sus padres cuelgan una canasta a la entrada del garaje. Gracias a la práctica, el niño mejora notablemente y llama la atención de su profesor, que recomienda a sus padres que lo apunten en un equipo. El entrenamiento y los partidos del fin de semana mejoran su contacto con la pelota. Ahora el niño ya no sólo tiene una ventaja física, sino que puede recoger la pelota y lanzarla mucho mejor que sus compañeros de clase. Sin embargo, esta mejoría en su relación con el balón depende sólo del estímulo de su entorno, no de sus genes. Con la inteligencia podría suceder algo similar. Los padres y profesores motivarán más a un niño especialmente curioso, y alabarán todos sus esfuerzos intelectuales. «Este niño desarrollará más su inteligencia que otro menos favorecido desde un punto de vista genético. Aunque sea muy pequeña, la ventaja genética puede tener un gran efecto en nuestro desarrollo, ya que puede multiplicarse en contacto con el entorno y convertirse en una ventaja real», explica el psicólogo Richard Nisbett de la Universidad de Míchigan en Ann Arbor.5 No obstante, son muchos los científicos que erróneamente atribuyen a los genes la capacidad de incrementar su propio poder e infravaloran el impacto del entorno. RESULTADOS ALTERADOS EN ESTUDIOS CON GEMELOS


Para medir la influencia de los genes en la inteligencia, los especialistas en genética confían sobre todo en los estudios con gemelos. Si los factores biológicos son los principales agentes para determinar la capacidad intelectual de una persona, entonces los valores de coeficiente intelectual de dos gemelos monocigóticos deberían ser más parecidos que los de dos gemelos dicigóticos. Aunque muchos estudios han demostrado esta afirmación, esto no es prueba suficiente para establecer que la genética determina nuestra capacidad intelectual, ya que, en la mayoría de los estudios, los gemelos habían crecido en entornos muy similares: en confortables familias de clase media interesadas por la educación de sus hijos. Precisamente debido a este interés, estas familias participan con más frecuencia en los estudios sobre gemelos, mientras que, en general, los padres de clases menos favorecidas no ven en ello ningún atractivo. Hace tiempo que Eric Turkheimer, de la Universidad de Virginia en Charlottesville, advirtió esta incongruencia. Este investigador nunca cuestionaría el papel de los genes. Comenta, bromeando, que la gente responsabiliza de todo al entorno, «hasta que tienen un segundo hijo». Sin embargo, la historia de que los genes determinan la inteligencia le resulta demasiado simple. Como psicólogo clínico ha tratado en repetidas ocasiones a personas que habían crecido en ambientes miserables y, en muchos casos, casi podía sentir cómo las circunstancias adversas habían reprimido la capacidad intelectual de sus pacientes. Durante mucho tiempo se preguntó si esta suposición podría fundamentarse de forma científica. La literatura sobre la inteligencia aún no incluía ningún estudio con gemelos de clases desfavorecidas. Turkheimer comenzó a cuestionar el planteamiento de muchas de estas investigaciones. Al examinar tan sólo a sujetos provenientes de entornos privilegiados, los resultados de estos estudios podrían estar falseados, porque en ningún caso se habían considerado factores ambientales como el estrés o el abandono. Junto con sus colaboradores, Turkheimer comenzó la búsqueda de información sobre gemelos nacidos en hogares pobres o desfavorecidos. Y encontró una fuente, una espléndida fuente: los responsables de un proyecto de salud perinatal realizado en Estados Unidos (National Collaborative Perinatal Project) habían recogido datos sobre unos sesenta mil niños de doce estados, a los que habían realizado un seguimiento durante sus primeros siete años de vida. Al final de la investigación, todos los niños habían realizado una prueba de inteligencia. De entre todos, Turkheimer eligió a 319 parejas de gemelos (114 monocigóticos y 205 dicigóticos); el 43 por ciento eran blancos, el 54 por ciento tenían la piel oscura y un 3 por ciento pertenecían a otras etnias. En el caso de los niños de raza blanca nacidos en una familia acomodada, el 60 por ciento de las diferencias en su rendimiento durante la prueba tenían una base genética. En cambio, entre los niños de familias con menos recursos, el componente hereditario de la inteligencia era prácticamente inexistente y, «en el caso de los gemelos muy pobres, su coeficiente intelectual parecía estar únicamente determinado por su nivel económico y social», explica Turkheimer. Un entorno familiar caótico suprime el potencial genético. Traslademos estos resultados a la ciudad de Berlín. Los niños de un barrio próspero como Dahlem crecen con frecuencia en un entorno familiar sólido en el que se da mucha importancia a la cultura y que constituye un excelente estímulo para potenciar su inteligencia. Esto se refleja en los buenos resultados que los jóvenes que residen en estos barrios obtienen en las pruebas de acceso a la universidad. Las diferencias individuales en las notas del


colegio radican, eso sí, en la diversidad genética. Por el contrario, los niños de zonas menos favorecidas, como Neukölln, viven más a menudo situaciones familiares complicadas y sólo logran explotar su potencial intelectual con grandes limitaciones. En estos barrios abundan las calificaciones regulares y las diferencias entre los resultados que obtienen en el colegio se deben a la influencia que el entorno tiene sobre ellos, es decir, a la situación familiar. Las diferencias en el rendimiento escolar entre los niños de Dahlem y los de Neukölln radican, pues, en el entorno familiar. El ex senador berlinés y político Thilo Sarrazin afirmó en una entrevista que la inteligencia era hereditaria y, por lo tanto, era una ilusión creer que podríamos cambiar a una persona en el colegio.6

La influencia del entorno en el cerebro y en la mente Fuente: Ramey & Ramey

Con esta afirmación, Sarrazin pretendía justificar sus controvertidas declaraciones sobre alumnos berlineses nacidos en familias provenientes de Turquía o del Líbano. En su opinión —que, por otra parte, carece por completo de sentido—, estos jóvenes tendrían, a causa de su origen, una menor capacidad intelectual. La realidad es a todas luces diferente, pues son los escolares menos favorecidos socialmente los que se benefician más de los estímulos. Richard Nisbett de la Universidad de Míchigan en Ann Arbor afirma: «El coeficiente intelectual, supuestamente inferior, de los niños de las clases menos favorecidas puede aumentar de forma considerable cuando su entorno les ofrece suficientes estímulos cognitivos».7 Los psicólogos Sharon Landesman Ramey y Craig Ramey de la Universidad de Georgetown en Washington D.C. demostraron el poder del entorno en la inteligencia por medio de un experimento con niños con padres biológicos sanos, aunque terriblemente pobres y sin educación. En uno de los


proyectos, a la edad de seis semanas los niños acudían ya a una guardería especial, en la que había un profesor por cada tres niños y se los estimulaba continuamente. Tres años después, el coeficiente intelectual de estos niños era trece puntos más alto que el de los niños de su misma edad y clase social que no se habían beneficiado de ese entorno.8 Estos avances se transmiten a través de procesos neurobiológicos. Las experiencias, los retos, la actitud receptiva del profesor y las tareas lúdicas incrementan la actividad de ciertos genes. Y en esta interacción se va formando esa condición que denominamos inteligencia. MÁS LISTOS GRACIAS A LA ADOPCIÓN Los psicólogos franceses Christiane Capron y Michel Duyme estudiaron a niños acogidos por familias de adopción con el objetivo de comprender la influencia del entorno en la inteligencia.9 En la mayoría de los casos, los niños de familias desfavorecidas son adoptados por otras más acomodadas, de clase media o alta. Rara vez sucede lo contrario, es decir, que niños de clase alta terminen en familias con menos recursos, y, precisamente, éste era el caso que los científicos querían explorar. Con este objetivo, se enterraron bajo documentos y certificados polvorientos hasta encontrar información sobre estas familias. Tras contactar con ellas, calcularon el coeficiente intelectual de los niños adoptados y descubrieron dos detalles. Independientemente de si habían sido adoptados por padres ricos o pobres, los niños con padres biológicos ricos obtuvieron mejores resultados que los niños que provenían de familias más humildes. El segundo hallazgo era más llamativo: las circunstancias sociales y económicas de la familia adoptiva determinan en gran medida el grado de inteligencia que alcanzará el niño. Si los hijos de padres ricos son adoptados por familias pobres, tendrán un coeficiente intelectual medio (alrededor de 107,5). Sin embargo, cuando los niños de padres ricos son adoptados por familias igualmente acomodadas, su coeficiente intelectual se situará por encima de la media, en torno a 119,6, una diferencia de 12 puntos. Conclusión: el entorno tiene un poder extraordinario sobre la inteligencia. En otro estudio, los psicólogos querían averiguar lo que ocurre cuando un niño de una familia con pocos recursos es acogido por una familia acomodada, mientras sus hermanos permanecen con sus padres en un entorno más humilde. Tras realizar pruebas de inteligencia, los resultados mostraron que los niños adoptados alcanzaban valores entre 107 y 111, mientras que sus hermanos que habían permanecido en el hogar menos favorecido presentaban valores alrededor de 95. Nuevamente, el entorno es la causa de unas diferencias de al menos 12 puntos. La curiosidad de estos expertos franceses parecía no tener fin. El objetivo de su tercer estudio era averiguar en qué medida varían las facultades intelectuales en niños que han sufrido abandono, si, pasados algunos años, son acogidos por una nueva familia.10 Michel Duyme examinó más de cinco mil informes y, entre ellos, encontró documentación sobre 75 niños que habían crecido en circunstancias especialmente dolorosas. Habían sufrido maltratos y abusos hasta que las autoridades intervinieron para procurar su adopción. Sin embargo, los procesos de adopción se retrasaron y, en muchos casos, los niños no fueron acogidos hasta que contaban entre cuatro y seis años.


Antes de que los niños fuesen acogidos por sus nuevas familias, los funcionarios del Departamento de Infancia y Juventud les realizaron pruebas psicológicas. Su coeficiente intelectual se encontraba entre 60 y 86. Estos números entristecieron a Michel Duyme, pues los valores por debajo de 80 en la infancia son un indicio de retraso intelectual, por lo que resultaba complicado que la familia adoptiva pudiese lograr mejorar algo. De todos modos, Duyme buscó a los niños y contactó con las familias adoptivas y con los colegios a los que acudían. Los niños eran ya adolescentes y tenían entre once y dieciocho años. De nuevo, tuvieron que realizar pruebas psicológicas. Pero, en esta ocasión, los psicólogos emplearon un truco. Como deseaban obtener los resultados más fiables y no querían poner en evidencia a los jóvenes ante sus compañeros, los científicos fingieron que las pruebas eran tareas académicas en las que debían participar todos los estudiantes. Los resultados de este estudio son verdaderamente esperanzadores. Si un niño nacido en una familia desestructurada es adoptado por una familia con escasos recursos pero emocionalmente estable, su coeficiente intelectual aumentará una media de 8 puntos. Este incremento alcanza los 19,5 puntos cuando el niño en cuestión es acogido por una familia de clase media o alta. EL CEREBRO DESPEGA Existen otros muchos ejemplos similares. Hace muchos años una congregación de monjas francesas fundó un orfanato en el Líbano para niños que habían sido abandonados nada más nacer. Se trataba de una institución que contaba únicamente con lo más indispensable. Los niños se sentaban, uno al lado del otro, en sus bacinillas, y dormían en pequeñas cunitas formando una fila a lo largo del pasillo. En el orfanato se prestaba más atención a la limpieza que al cuidado de los pequeños. En los años setenta, los investigadores descubrieron la existencia de esta institución y localizaron a ciento treinta y seis niños que habían crecido allí. De ellos, ochenta y cinco habían sido adoptados en su tercer año de vida. Cuando los niños cumplieron once años, los psicólogos les realizaron una prueba de inteligencia que proporcionó sorprendentes resultados: los niños adoptados tenían un coeficiente intelectual en torno a 85, lo que supone un valor normal en relación con su ambiente. Por el contrario, los niños que habían permanecido durante más tiempo en el orfanato alcanzaron un promedio de tan sólo 65: sufrían un grave retraso intelectual. Un grupo de investigación de la Universidad de Leiden cotejó los resultados de éste y de otros setenta y un estudios sobre la capacidad intelectual de casi dieciocho mil niños adoptados. Su conclusión fue rotunda:11 «Frente a la creencia general, los niños adoptados logran superar el retraso en su desarrollo y se benefician de la educación que reciben en la escuela y de las familias adoptivas». A pesar de que algunos niños no logran salvar esta brecha, probablemente porque el abandono y las graves carencias nutricionales han dañado orgánicamente su cerebro, la capacidad intelectual de la mayoría mejora sorprendentemente. Una prueba más de la plasticidad y del potencial de transformación del cerebro humano.


ALIMENTACIÓN PARA LOS NERVIOS Para poder desarrollarse con normalidad, el cerebro depende del entorno mucho más que cualquier otro órgano. La estimulación de los padres y de los profesores puede ser extraordinaria, pero si las neuronas no reciben suficiente alimento, si hay una carencia de vitaminas y minerales, como ocurre en algunas familias muy desfavorecidas, los niños no lograrán desarrollar todo su potencial. La leche materna, por el contrario, parece ser un alimento especialmente beneficioso para las células grises, porque es rica en determinados ácidos grasos esenciales para el desarrollo del cerebro. El plomo y el alcohol, en cambio, funcionan como veneno y causan síntomas similares a los de las personas que padecen alguna incapacidad intelectual. Muchos creen que el legado biológico es el factor más importante a la hora de determinar la inteligencia y el talento de un niño. No advierten que, por ejemplo, el lugar de residencia tiene un impacto mucho mayor en el cerebro que los genes. En Boston, un grupo de investigadores descubrió que los niños que vivían cerca de cruces o carreteras e inhalaban cantidades elevadas de los gases que expulsan los tubos de escape tenían un coeficiente intelectual tres puntos menor que los niños de su misma edad que vivían en lugares más saludables.12 El hollín y otras sustancias pueden llegar al cerebro y alterar el comportamiento de las células. Por ejemplo, en los perros que respiran el aire contaminado de Ciudad de México el tamaño del cerebro está reducido, como también sucede en el caso de los pacientes de alzhéimer. Como el estrés emocional, las crisis, las preocupaciones y el abandono, las sustancias tóxicas también reducen la inteligencia. El estrés no es tangible, pero tiene efectos muy dañinos en el cerebro de los mamíferos: altera el comportamiento de los neurotransmisores, bloquea la regeneración de las neuronas, influye en la acción de las hormonas del estrés y disminuye el volumen del hipocampo y de la corteza prefrontal. El hipocampo es la puerta de entrada a la memoria, mientras que la corteza prefrontal nos proporciona la denomina inteligencia líquida (o fluida), cuyos cimientos se constituyen en la primera infancia. Dota a los niños de entendimiento y es, por lo tanto, decisiva en los procesos de aprendizaje (por el contrario, la inteligencia cristalizada o cristalina se ocupa de todo lo aprendido y continúa creciendo con los años). Esta noción sugiere la posibilidad de que el estrés permanente en la infancia pueda perjudicar el grado de inteligencia de un niño.


La inteligencia líquida es especialmente importante en los primeros años. El estrés crónico impide que pueda formarse con normalidad en el cerebro. Fuente: Richard Nisbett. Intelligence and How to Get It. Nueva York 2009

Durante años, Gary Evans y Michelle Schamberg de la Universidad de Cornell en el estado de Nueva York exploraron esta cuestión en un estudio realizado a ciento noventa y cinco niños y niñas en edad escolar.13 Calcularon el estrés que estos niños padecían a la edad de nueve y catorce años por medio de un indicador que en inglés se denomina allostatic load y que consta de seis valores: el nivel de tres hormonas del estrés, la presión diastólica y sistólica y el índice de masa corporal. Cuanto más elevados son estos valores, mayor es el estrés que sufre una persona. Cuando los investigadores compararon los valores de los niños, se percataron de la existencia de un patrón determinado: los niños nacidos en entornos menos favorecidos tenían un mayor grado de estrés. Gracias a estudios realizados con anterioridad, los investigadores pudieron determinar durante cuánto tiempo los niños habían vivido en esta situación desfavorable. Y la conclusión fue similar: cuanto más tiempo, más elevado era su indicador de estrés. Los científicos deseaban averiguar asimismo si el estrés acumulado había dejado huellas en sus cerebros. Con este objetivo, examinaron la memoria de los jóvenes cuando contaban ya diecisiete años. De nuevo se estableció un patrón: los que nunca habían contado con recursos podían recordar sólo 8,5 objetos; quienes habían disfrutado de los recursos de una familia de clase media eran más inteligentes: almacenaban 9,5 objetos en su memoria. Estos resultados no demuestran la relación entre el estrés y la memoria, pero los investigadores lograron eliminar otros factores gracias a un método estadístico específico. La escasa memoria de trabajo tiene su origen en el estrés y no en otros factores ligados a la pobreza. Esto significaría que los niños que crecen en ambientes con mucho estrés tienen más dificultades en el colegio y parecen más «tontos» que los niños de entornos más estables. Sacan malas notas, tienen que conformarse con trabajos mal pagados y nunca dejan de ser pobres; y cuando tienen hijos, éstos crecen en el mismo entorno de estrés. Es un círculo vicioso. LA CONVERSACIÓN ES ORO El estado de nuestro cerebro refleja la educación que hemos recibido. Es muy probable, por ejemplo, que una persona con una gran riqueza de vocabulario fuese un niño que hablaba mucho con sus padres. Los psicólogos Betty Hart y Todd Risley de la Universidad de Kansas visitaron a familias de diferentes culturas y clases sociales para registrar la cantidad de tiempo que los padres dedicaban a conversar con sus hijos.14 Las diferencias entre las familias eran notorias: los padres trabajadores de clase media hablaban mucho con sus hijos, les explicaban cómo funciona el mundo, compartían opiniones, les hablaban de sus experiencias y sentimientos y se interesaban por las vivencias y las necesidades de los niños. Como es comprensible, también los reñían, pero todas las advertencias iban acompañadas de una serie de comentarios positivos y animosos. En total, los padres les decían a sus hijos una media de dos mil palabras cada hora.


En los hogares más desfavorecidos se hablaba mucho menos. Cada hora se pronunciaban sólo mil trescientas palabras, y éstas eran más desagradables: por cada reprimenda, sólo había dos palabras de ánimo. Los modales en la mesa también llamaban la atención. Los padres de clase media integraban a los niños en la conversación, mientras que el padre y la madre de clase más baja se comunicaban entre ellos, como si los niños no estuvieran sentados a la mesa. A la edad de tres años, un niño de clase media había escuchado unos treinta millones de palabras; un niño de clase baja, tan sólo veinte millones. La riqueza de vocabulario mostraba diferencias similares: mientras los niños de clase media contaban con mil cien palabras, los de familias con menos recursos sólo tenían quinientos veinticinco vocablos a su disposición. También para aprender a leer, el área de Broca, centro de lenguas del cerebro, necesita sobre todo los estímulos del entorno. Estudios realizados en clases de primaria y preescolar muestran que las circunstancias externas son determinantes para mejorar la capacidad lectora.15 El ambiente en la clase y la aptitud de los profesores son más importantes que la genética. Sin embargo, cuando un niño tiene problemas con la ortografía, muchos padres y pedagogos culpan a la biología. Aseguran, por ejemplo, que los diferentes tipos de dislexia son en gran medida hereditarios. Pero lo cierto es que a menudo dependen del entorno: un niño que no practica la lectura y la escritura no estimula sus neuronas correctamente y, por este motivo, en el centro de lenguas del cerebro no se realizan suficientes conexiones sinápticas. Puede que la dislexia parezca hereditaria, pero se trata de un impedimento que el niño ha adquirido. ¿EL GEN ASIÁTICO DE LAS MATEMÁTICAS? Los estudios que comparan el talento para las matemáticas de niños en edad escolar de diferentes países del mundo llevan a pensar que en Asia existe una especie de gen de la matemática. En el estudio internacional Timss realizado en 2007 participaron más de cuatrocientos mil escolares de diferentes países. Los resultados del octavo curso revelan con claridad cómo se reparten los conocimientos en matemáticas en el mundo: mientras los países industrializados se quedan a mitad de camino, en los primeros puestos y a gran distancia del resto se sitúan cinco países: China (Taiwán), Corea del Sur, Singapur, Hong Kong y Japón. La superioridad de los niños asiáticos tiene una sencilla explicación: trabajan más. Por su tradición cultural, saben que la inteligencia es maleable y el resultado innegable del esfuerzo mental. En Alemania, en cambio, los padres y los alumnos achacan las malas notas en matemáticas a los genes y se excusan diciendo que no nacieron con talento para el cálculo. Sin embargo, el talento nace del esfuerzo; los alumnos asiáticos sencillamente no se rinden. Si se les pone un problema difícil, los niños japoneses invierten mucho más tiempo en resolverlo que sus congéneres estadounidenses. Y cuando no les va muy bien en una asignatura, los estudiantes japoneses lo perciben como un reto y se esfuerzan mucho más. En una ocasión, un equipo de investigadores realizó pruebas cognitivas a estudiantes japoneses y canadienses. Independientemente de los resultados que hubiesen obtenido, los psicólogos anunciaron a unos cuantos jóvenes que lo habían hecho francamente bien. El resto recibió la mala noticia de que sus resultados eran pésimos. A continuación, los psicólogos realizaron otro test a los alumnos y les informaron que tenían a su


disposición todo el tiempo que considerasen necesario. Las reacciones de los estudiantes revelaron una llamativa diferencia cultural. Los canadienses que habían tenido un buen resultado en el primer test dedicaron más tiempo a terminar la segunda prueba que sus compatriotas que no habían tenido tan buenos resultados. La reacción de los japoneses fue muy diferente, pues tardaron más en resolver la segunda prueba quienes no habían tenido éxito en la primera. Esta tenacidad no tiene fundamento biológico alguno, más bien está condicionada por el entorno cultural, aunque, eso sí, revierte en nuestro organismo: el esfuerzo intelectual de los estudiantes asiáticos incrementa el rendimiento de sus neuronas. EL MIEDO A LOS NÚMEROS NACE DE LA SUGESTIÓN Cuando se examina a los alumnos de matemáticas y ciencias naturales, a menudo se establece un patrón similar: en la escuela primaria, tanto los niños como las niñas cursan con éxito estas materias. Sin embargo, con el tiempo los chicos obtienen mejores resultados que sus compañeras. (Yo mismo lo experimenté en mi clase, en la que la mitad de los alumnos eran chicas. A los quince años, todas obtuvieron un resultado deficiente, ya fuera en matemáticas o en física. Los encargados de impartir estas asignaturas eran hombres.) Estas diferencias han apuntalado la creencia de que los hombres nacen con un mayor talento para las ciencias, y las mujeres, en cambio, tienen una mayor aptitud lingüística. Pero, en realidad, estas diferencias son parte de nuestro entramado cultural y se transmiten de generación en generación, pues las profesoras, que tienen miedo a las matemáticas, infunden este temor a sus alumnas. Así lo han demostrado estudios realizados en escuelas norteamericanas: las niñas que aceptaban como válido el estereotipo transmitido por sus maestras veían empeorar sus notas de matemáticas y, en general, obtenían peores resultados que sus compañeras que rechazaban este estereotipo. Resulta difícil de creer, pero las profesoras eran la causa de estas malas calificaciones. En las alumnas más crédulas, se cumplía la profecía que sus docentes habían anunciado. Los estereotipos sobre las facultades innatas de hombres y mujeres influyen en el rendimiento escolar en todos los países. Éste fue el resultado de una encuesta realizada en treinta y cuatro países diferentes. Se preguntó a los casi trescientos mil participantes si creían que los hombres tenían más talento para las matemáticas y las ciencias naturales. Con sus respuestas, los investigadores determinaron la prevalencia del estereotipo en cada país y compararon los resultados con los de estudiantes de octavo en la prueba de rendimiento Timss de 2003. La conclusión no dejaba lugar a dudas: en los países en los que el estereotipo de la falta de talento femenino estaba muy arraigado, las chicas se quedaban muy por detrás de sus compatriotas masculinos. Si sabemos lo extendido que está el estereotipo en un país concreto, podremos también predecir la diferencia entre los resultados de chicos y chicas. Como consecuencia, cuando estos estereotipos hayan caducado, desaparecerán también las diferencias en el rendimiento masculino y femenino. Un amplio estudio realizado en Estados Unidos muestra una tendencia optimista: tras examinar los ejercicios de matemáticas realizados por más de siete millones de alumnos, los investigadores responsables declararon que no era posible encontrar ninguna diferencia entre los sexos.16


LA PRÁCTICA HACE AL MAESTRO En resumen, los padres influyen en la inteligencia de sus hijos no tanto a través de su legado genético, sino más bien mediante la educación que les proporcionan. Leer, escribir, hablar, hacer cuentas y ejercitarse: cuanto más estímulo reciba el cerebro, mejor se explotará su potencial biológico. Junto a estos consejos elementales —a los que se une la búsqueda del mejor colegio—, los padres deberían transmitir a sus hijos lo que se ha tratado en este capítulo. La energía humana es moldeable: en la infancia se decide lo inteligente que será la persona adulta. Aunque la alabanza es esencial para los niños, no deberíamos alabarlos por su inteligencia, pues a los pequeños les gustan los elogios y se concentran en aquellas actividades que ya dominan y en las que pueden destacar. Por el contrario, evitan las tareas más complicadas o desconocidas. A esta conclusión llegaron las psicólogas Claudia Mueller y Carol Dweck cuando estudiaban a alumnos de quinto curso.17 Tras finalizar un test de inteligencia, las psicólogas aplaudieron con energía a todos los niños participantes, pero establecieron una pequeña diferencia: a algunos los elogiaban por su inteligencia; a otros, por su esfuerzo. Finalizado el reparto de alabanzas, ofrecieron a los niños una serie de nuevos ejercicios y los describieron, uno a uno, en relación con su grado de dificultad. A continuación, invitaron a los niños a que eligieran el ejercicio que querían realizar. De los niños que habían sido elogiados por su inteligencia, el 66 por ciento optó por los ejercicios calificados como fáciles: querían mantener su reputación de inteligentes. En cambio, el 90 por ciento de los niños que habían recibido felicitaciones por su empeño se decantó por las tareas más complicadas, porque deseaban que su entorno siguiera pensando que eran aplicados. Sin embargo, antes de que los alumnos pusiesen manos a la obra, las psicólogas les entregaron otros ejercicios mucho más complicados que la primera prueba, de modo que los niños no lograron mantener sus buenos resultados. Cuando las psicólogas les preguntaron por qué creían que había disminuido su rendimiento, los alumnos que habían recibido elogios por su inteligencia contestaron que no eran tan listos como para hacer ese ejercicio y, además, ya no tenían ganas de participar en la prueba. Por el contrario, los niños cuyo esfuerzo había sido tan celebrado, confesaron que esta vez no se habían esforzado lo suficiente, aunque seguían motivados. Para finalizar su experimento, Claudia Mueller y Carol Dweck entregaron una nueva tarea a los participantes: los niños cuyo esfuerzo había sido aplaudido fueron capaces de resolver más problemas que sus compañeros a los que se había felicitado por su inteligencia.


III EL CUERPO


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EL CÁNCER Y LA MENOSPRECIADA INFLUENCIA DEL ENTORNO Evelyn Heeg, profesora de Baden-Württenberg, tenía treinta años cuando decidió que le extirparan tejido sano de una mama porque temía enfermar del mismo cáncer que se había llevado la vida de su madre y sus tres tías. Heeg quería conocer su riesgo de desarrollar la enfermedad y, por ese motivo, permitió que un grupo de genetistas de la Universidad de Colonia examinase su genotipo. Poco después averiguó que era portadora de una mutación del gen denominado brca1. Cada vez es mayor el número de mujeres que deciden realizarse una mastectomía profiláctica. Evelyn Heeg ha descrito en su libro lo que supone este paso radical para las mujeres afectadas,1 un texto en el que esboza también las diferentes modalidades de cirugía plástica que existen para devolver al pecho su forma original, como ella misma hizo. Esta actitud ante la enfermedad —con un número creciente de operaciones en las que, por precaución, se extirpa tejido sano— ha consolidado en la sociedad la creencia de que el cáncer de mama es una enfermedad a la que nos condenan nuestros genes. Sin embargo, los genes responsables —junto al brca1, también existe el gen brca2— apenas aparecen y están implicados en sólo el 5 por ciento de los casos de cáncer de mama. De todas formas, muchas mujeres se enfrentan a este tipo de cáncer como si de una herencia fatal se tratara. La investigadora canadiense Kelly Metcalfe realizó una encuesta a mujeres a las que se les había practicado una mastectomía, y los resultados la dejaron estupefacta:2 muchas de las mujeres operadas no eran portadoras de la mutación del gen brca y habían pensado que su riesgo era mucho mayor que el que finalmente se determinó tras la valoración médica y científica. En el Departamento de Epidemiología Genético-Molecular del Centro de Investigación Oncológica de Heidelberg se conserva el mayor banco de datos a nivel mundial sobre la transmisión genética del cáncer. A la vista de esta información, los investigadores de este centro se sintieron obligados a tranquilizar a la opinión pública: hay una tendencia a sobrestimar el riesgo de herencia del cáncer dentro de la familia.3 El miedo al peso de la genética no nace de la casualidad. Tras el descubrimiento de brca1 y brca2, la ciencia afirmó rotundamente que las mujeres que eran portadoras de una mutación de la variante del gen tenían una probabilidad de hasta un 85 por ciento de desarrollar un cáncer de mama en cualquier momento hasta los setenta años.4 Aunque poco después los investigadores tuvieron que corregir este porcentaje a la baja, la opinión pública nunca fue informada. Según los nuevos valores, el riesgo de padecer la enfermedad es de un 65 por ciento para las mujeres que portan la variante brca1, y de un 45 por ciento para quienes presentan la variante brca2.5 Por otra parte, estos


porcentajes, lejos de ser definitivos, resultan en ocasiones muy inexactos. Varían, por ejemplo, de una familia a otra, como ha averiguado Colin Begg, epidemiólogo del prestigioso Memorial SloanKettering Cancer Center de Nueva York. Por una parte, Begg examinó a mujeres portadoras de una mutación del gen brca y que habían tenido hermanas o madres fallecidas a causa del cáncer de mama. Este grupo de mujeres —al que también pertenece Evelyn Heeg— tiene un porcentaje de riesgo que puede alcanzar el 80 por ciento. Por otra parte, el investigador descubrió que hay muchas mujeres que poseen un gen brca y, curiosamente, en sus familias no se conoce ningún caso de cáncer de mama. Según el estudio de Begg, estas mujeres tienen un riesgo inferior al 40 por ciento, un porcentaje que hasta el momento constituía el valor mínimo. En cambio, la mayor parte de los casos de cáncer de mama aparecen en mujeres que no eran portadoras del gen de riesgo. A la vista de los hechos, resulta lógico sospechar que los investigadores han sobrestimado la relevancia del gen brca y han ignorado factores esenciales para sus cálculos, tales como el tabaco, la vida sedentaria, la mala alimentación, las hormonas u otras influencias del entorno. Todos estos elementos tienen un impacto mucho mayor que la genética en la aparición del cáncer de mama. CAZAR FANTASMAS Este descubrimiento contradice la creencia popular de que el cáncer es una enfermedad primordialmente genética. Los culpables de que esta opinión se haya generalizado son las universidades o los centros de investigación, pues no pasa una semana sin que uno u otro anuncie el descubrimiento de un «nuevo gen del cáncer». Tras todos estos descubrimientos se esconden cálculos estadísticos y reflexiones biológicas que a primera vista resultan de lo más convincentes. Un ejemplo son los supuestos genes de riesgo, de gran importancia, pues en su estado original (y sano) reparan nuestra constitución genética. Sin embargo, si estos genes se desactivan debido a una mutación, son incapaces de cumplir su función y los núcleos genéticos de las células se deterioran. Como consecuencia, la célula pierde el control sobre su crecimiento y se transforma en un bulto maligno, en un tumor. Más de doscientos estudios publicados por diferentes investigadores apuntan a la mutación de genes reparadores como causa de cáncer. A pesar de que estos datos parecen inequívocos, muchos científicos se muestran escépticos. Entre ellos, el epidemiólogo John Ioannidis y, junto a él, numerosos autores de Australia, Inglaterra o Italia con los que ha estudiado y valorado la literatura existente al respecto.6 De los 241 estudios que estos investigadores examinaron, la mayoría podía considerarse un galimatías de cifras. Alrededor de treinta artículos, que trataban de dieciséis genes diferentes, parecían satisfacer los parámetros científicos necesarios. Los investigadores analizaron los estudios y realizaron sus cálculos. Sus conclusiones, publicadas en el prestigioso Journal of the National Cancer Institute, eran rotundas: la mayoría de las afirmaciones se desvanecían en el aire. Al final, sólo dos de las variantes genéticas eran «relevantes desde un punto de vista estadístico», lo que tampoco asegura que tengan un valor clínico. Ioannidis comprende la fascinación que suscitan los titulares que anuncian la relación entre


una variante genética y una enfermedad como el cáncer, pero añade: «El público tiene que deshacerse de la idea de que las personas que presentan una mutación en uno u otro gen están condenadas». En los últimos años, Alemania y otros países industrializados han puesto un considerable porcentaje de los impuestos de sus ciudadanos a disposición de la ciencia para que averigüe qué segmento de nuestro ADN nos hace vulnerables al cáncer. Los científicos han realizado grandes avances y han compilado una montaña de datos. Pero, tras evaluar sus conclusiones, la comunidad científica ha tenido que admitir en varias ocasiones que los cazadores de genes sólo han atrapado fantasmas. Con la excepción de los genes brca1 y brca2, no se ha localizado ningún otro gen responsable de incrementar nuestro riesgo de padecer cáncer. La tan traída y llevada propensión al cáncer parece no existir. Aunque algunos investigadores se resisten a admitirlo, otros ya lo tratan en sus estudios. Entre ellos, Stuart Baker, biomatemático del National Cancer Institute de Bethesda, en el estado norteamericano de Maryland, y Jaakko Kaprio, de la Universidad de Helsinki, han dictado sentencia sobre la búsqueda desesperada de genes cancerígenos: «Las últimas investigaciones sugieren que estos genes probablemente no existan y, de existir, no tendrían ninguna influencia relevante sobre la frecuencia con la que se declara la enfermedad».7 Especialmente reveladores en este sentido han sido los estudios con gemelos realizados en Finlandia, Suecia y Dinamarca. Los investigadores evaluaron los índices de cáncer en gemelos monocigóticos y dicigóticos para averiguar en qué medida esta enfermedad es hereditaria. ¿Enfermará el hermano gemelo, si uno de ellos desarrolla la enfermedad? En el caso de que el peso de la herencia fuese inevitable, la aportación de la genética sería del cien por cien. Pero esto es impensable: el porcentaje más elevado corresponde al cáncer de próstata y se mantiene en un 42 por ciento; en el caso del cáncer de mama, sólo alcanza el 27 por ciento. Como explican en su artículo, publicado en el célebre The New England Journal of Medicine, ante estos valores, los investigadores rechazan cualquier alusión a un supuesto fatalismo biológico. Por el contrario, subrayan que «los factores genéticos hereditarios contribuyen sólo de forma muy limitada a incrementar nuestra vulnerabilidad ante la mayoría de los tumores. Los resultados muestran que el entorno desempeña el papel principal».8 EL LUGAR DE RESIDENCIA COMO FACTOR DESENCADENANTE

Diversos estudios realizados a inmigrantes cuestionan también el impacto de la genética en la aparición de tumores. Pongamos el cáncer de mama como ejemplo. En Estados Unidos la incidencia de este cáncer había sido tradicionalmente entre cuatro y siete veces más elevada que en China o en Japón. Sin embargo, cuando las mujeres de estos países o de Filipinas emigraban a Estados Unidos, perdían esta protección geográfica.9 El índice de cáncer entre ellas, sus hijas y sus nietas alcanzaba niveles semejantes a los de las ciudadanas estadounidenses de origen europeo. Las mujeres de origen asiático nacidas en Estados Unidos tenían una posibilidad sesenta veces mayor que las que habían


nacido en un país asiático y luego se habían instalado en Estados Unidos. Entre estas últimas, existían también diferencias: las mujeres que llevaban viviendo al menos una década en Estados Unidos tenían un 80 por ciento más de riesgo de desarrollar cáncer de mama que las que acababan de llegar. Algo similar sucede con el cáncer de próstata: entre los hombres residentes en Asia la incidencia de este tumor es diez veces menor que entre los norteamericanos con ascendencia europea. Sin embargo, si emigran a Estados Unidos, esta tendencia se modifica en tan sólo una generación. Este último dato cuestiona la existencia de una predisposición genética, pues ésta no podría modificarse en un tiempo tan limitado. El aumento de los casos de cáncer entre la población asiática tienen su origen en el lugar de residencia y en el estilo de vida asociado a ese lugar. En Estados Unidos, este estilo de vida se caracteriza, mucho más que en otros países, por una desproporcionada ingesta de calorías y un sedentarismo poco saludable. Por lo tanto, no tendríamos que tener miedo de los genes cancerígenos, sino más bien de las sociedades cuyo estilo de vida incrementa nuestro riesgo de padecer cáncer. EL CÁNCER COMO CONSECUENCIA DE LA PROSPERIDAD Ningún otro estilo de vida responde mejor a la definición de «sociedad del cáncer» que el de los países occidentales industrializados. Hemos construido un mundo que, según las tesis de la medicina evolutiva, no está pensado para el ser humano. Prueba de la incompatibilidad del hombre con su entorno son los dolores de espalda, las depresiones o alergias, pero también las estadísticas sobre el cáncer. En lo que se refiere a esta enfermedad, la evolución parece haberles hecho un flaco favor a los humanos. Miles de autopsias a primates han demostrado que la incidencia de tumores en estas criaturas ronda el 1 o el 2 por ciento. Por el contrario, el Homo sapiens es la especie más propensa a padecer cáncer: una de cada tres personas que viven en la actualidad será diagnosticada de cáncer a lo largo de su vida. Una amenaza que es incluso mayor para los habitantes de países prósperos. Sólo el 19 por ciento de la población mundial reside en un país desarrollado. Sin embargo, el 46 por ciento de los nuevos casos de cáncer se diagnostican en estos lugares. Una de cada diez mujeres enfermará algún día de cáncer de mama; también esa terrible estadística responde a las circunstancias de la vida moderna: al contrario que en el resto de las especies, el ciclo menstrual de las féminas humanas depende de factores externos. Si la mujer no se alimenta en condiciones —como en la Edad de Piedra— o sufre un cansancio extremo, producirá menos hormonas femeninas y, por lo tanto, no ovulará. Eso lo saben las deportistas de élite, que muchas veces pasan meses sin menstruar. En la Prehistoria, este mecanismo evitaba que naciesen niños cuando no había suficiente alimento. Con toda probabilidad, nuestras antepasadas estaban constantemente embarazadas o amamantando a sus criaturas en las épocas de mayor prosperidad. Por lo tanto, producían una menor cantidad de estrógenos que las mujeres de hoy en día y tenían tan sólo una media de ciento sesenta reglas en toda su vida. Esto reducía sensiblemente su riesgo de desarrollar cáncer, por lo que, en aquellos tiempos, apenas debían existir los tumores en la mama.


La situación es muy diferente en nuestras sociedades opulentas. No tenemos ninguna carencia; el sistema reproductivo de la mujer funciona a toda máquina. Las mujeres alcanzan antes la pubertad, no tienen apenas hijos y dan el pecho muy pocos meses. De esta forma, pueden llegar a tener hasta cuatrocientas cincuenta menstruaciones a lo largo de su vida. Los estrógenos circulan por el cuerpo hasta que la mujer llega a la menopausia e incrementan el riesgo de padecer cáncer. Mel Greaves, experto en oncología del Institute for Cancer Research de Londres, estudia la influencia del estilo de vida actual en las enfermedades tumorales. Según este investigador, «la prosperidad, la emancipación y los métodos anticonceptivos han permitido que las mujeres adopten un estilo de vida para el que, desde un punto de vista genético e histórico, no están preparadas».10 Esto ya lo demostró por primera vez hace trescientos años Bernardino Ramazzini en sus estudios sobre religiosas que no bebían, pero tampoco pasaban hambre. El médico italiano observó sorprendido que apenas era posible encontrar un convento en el que no hubiera casos de cáncer. Si bien a ningún médico se le pasaría por la cabeza recomendar a las mujeres que tuvieran hijos como medida preventiva, tampoco resulta prudente la afición de ciertos ginecólogos a recetar hormonas artificiales. La terapia hormonal sustitutoria, que recomiendan muchos facultativos, incrementa de forma significativa el riesgo de padecer cáncer, como han demostrado numerosos estudios realizados a miles de mujeres. Pese a todo, los ginecólogos continúan aconsejando el uso de preparados de estrógenos. De forma similar al pecho de la mujer, la próstata también se ha visto afectada por la bonanza de las sociedades modernas. La testosterona irriga esta glándula permitiéndole segregar un líquido que se mezclará con el esperma. Con la excepción de los perros, ningún mamífero tiene una próstata tan grande como los humanos, y ninguno padece con tanta frecuencia cáncer en esta glándula. Junto al nivel de testosterona, Mel Greaves sospecha que también las relaciones sexuales en la ancianidad podrían elevar el riesgo de padecer cáncer. Aunque se supone que los hombres están programados para una «actividad sexual continua», esta continuidad se corresponde con el final de la edad reproductora en la Edad de Piedra. Desde el punto de vista de la biología, las relaciones sexuales a partir de los cincuenta años constituyen, «a pesar de tratarse de una práctica habitual, un comportamiento exótico». ¿Deberían los hombres mayores vivir de forma más contenida como medida de precaución? Aunque el ya abuelo Mel Greaves, nacido en 1941, tampoco quiere exagerar, sus observaciones sobre una posible explicación evolutiva para las enfermedades tumorales señalan causas en las que no se había reparado hasta el momento. El número de enfermos de cáncer, cuyo aumento parece no tener límites en los países industrializados, está directamente vinculado con las influencias del entorno actual. Alrededor del 90 por ciento de los casos de cáncer en las sociedades industrializadas tiene su origen en factores medioambientales. Durante mucho tiempo los médicos se han basado en las mutaciones en el ADN para explicar la influencia del entorno en el cáncer. Si las sustancias químicas del tabaco, la radiación intensa u otros factores causantes del cáncer actúan sobre una célula, ésta puede experimentar mutaciones en su núcleo: el código genético mutará en una posición desatinada y se alterará de forma permanente. La célula pierde entonces el control sobre su crecimiento, se reproduce sin freno, transmitiendo la mutación a las células hija. Así, de la mutación de una única célula puede crecer un tumor maligno.


Un tumor puede surgir de dos formas diferentes. Por un lado, a raíz de las mutaciones puede activarse un gen y, con éste, una proteína, que potencia la reproducción desenfrenada de la célula. En los últimos años, la ciencia ha descubierto más de cien de estos oncogenes. Esta denominación, «gen del cáncer», puede conducir a error, como muchos otros términos de la biología molecular, pues los genes en cuestión desempeñan, en su estado natural, importantes funciones en la célula. Por otro lado, puede suceder que el gen responsable del crecimiento de la célula se dañe durante el proceso de mutación. Debido a este incidente, la célula pierde el control de su crecimiento y comienza a dividirse de forma espontánea. El gen afectado funciona como un gen supresor tumoral, ya que, en su estado original, impulsa procesos que contienen el crecimiento de la célula. Hasta el momento se han localizado más de treinta genes de este tipo. EL TUMOR G0288 REVELA EL SECRETO El descubrimiento de estas mutaciones, así como de otras alteraciones en los cromosomas de los oncogenes, ha contribuido de forma decisiva a que, durante mucho tiempo, la medicina haya considerado las enfermedades tumorales como afecciones genéticas. Pero eso sólo es verdad a medias, pues los investigadores han descubierto en prácticamente todos los tumores otro tipo de mutación que no concierne al ADN: las alteraciones del comportamiento epigenético. Para diferenciarlas de la mutación clásica (la que modifica la secuencia de ADN), los científicos hablan de una «epimutación». Ésta no afectaría, por lo tanto, la secuencia de ADN, sino el nivel superior: la expresión de los genes. Este nuevo enfoque es el resultado de una ardua tarea de investigación. Tras extraer material genético de ciento tres tumores de humanos, entre los que se encontraban nódulos benignos y metástasis mortales, los investigadores examinaron las muestras con el procedimiento de cromatografía líquida de alta eficacia (HPLC, según sus siglas en inglés). En comparación con el tejido sano, en el tejido tumoral destacaba la presencia reducida de 5-metilcitosina. Esta pérdida de metilación era más llamativa cuanto más maligna era la muestra de tejido, y apuntaba a la existencia de un mecanismo todavía desconocido: ¿depende la aparición de un tumor únicamente del comportamiento epigenético? En el Instituto de Genética del Hospital Universitario de Essen trabajaba un joven bioquímico que leía apasionadamente todos los informes que se publicaban sobre el extraño proceso de la metilación. Finalmente, decidió resolver el enigma. Su nombre era Bernhard Horsthemke (mencionado anteriormente por sus estudios en relación con el síndrome de Prader-Willi). Con su laboratorio apenas montado, se puso a indagar en el tema con la ayuda de su primera doctoranda, Valerie Greger. No les costó mucho decidir en qué tumores examinarían el papel de la epigenética. En aquel tiempo (y también hoy en día), el Hospital Universitario de Essen lideraba la investigación del denominado retinoblastoma, un tumor maligno que se localiza en la retina. Se sabía que un gen supresor tumoral estaba relacionado con su aparición. Cuando fallan las dos copias (la de la madre y la del padre), se desarrolla un retinoblastoma que afecta a la persona en la primera infancia. Si no se trata, es mortal. El gen supresor tumoral despliega su infausto efecto sólo cuando falla.


Bernhard Horsthemke recuerda cómo, sin que pudiera evitarlo, se le ocurrían diferentes experimentos. Entonces se decía: «Bueno, sí, podría ser que el gen se silenciase a causa de una metilación intensa». El Centro de Oftalmología del Hospital Universitario proporcionó a Greger y Horsthemke el material necesario para iniciar su proyecto: tejido tumoral recién extirpado de veintiún niños con retinoblastoma. Los investigadores bautizaron una de las muestras como «tumor G0288». Pertenecía a un niño de dos años que sólo tenía un ojo enfermo y era el único de su familia en sufrir la enfermedad. Las tesis doctorales en biología molecular pueden extenderse durante cuatro, cinco o incluso, en algunos casos, seis años. Sin embargo, Valerie Greger avanzaba con rapidez y pocos meses después ya había examinado todas las muestras. En veinte de un total de veintiuna, no encontró lo que buscaba. Los pacientes habían enfermado porque el gen supresor tumoral había mutado en la forma clásica. La única que quedaba era la del niño de dos años, el tumor G0288. La secuencia del gen supresor tumoral no había mutado, aunque el número de grupos metilo en la estructura genética era muy llamativo. Este proceso de metilación había silenciado el gen supresor tumoral, de tal manera que ya no podía sofocar la aparición de un retinoblastoma. Este descubrimiento tuvo gran trascendencia, pues reveló que las señales epigenéticas pueden dar lugar a enfermedades tumorales. Embargados por la euforia, Valerie Greger y Bernhard Horsthemke presentaron sus resultados a revistas científicas tan prestigiosas como Nature o Cell. Sin embargo, los editores rechazaron su publicación, pues consideraron que los resultados eran aburridos y carecían de interés. Por fortuna, la revista Human Genetics reconoció el valor de tanto esfuerzo y concedió cuatro páginas a los investigadores de Essen.11 Este episodio ilustra las circunstancias que rodean el estudio de la epigenética. Incluso para los versados en la materia, los resultados de la investigación son ciertamente prematuros. Sin embargo, dentro del ámbito de la oncología los estudios en torno a la epigenética comienzan a ser valorados. Además, los científicos han descubierto en el proceso de metilación un mecanismo clave para la aparición del cáncer, pues desactiva los genes supresores tumorales, permitiendo que se desarrollen tumores malignos. También el caso contrario, la ausencia de metilación, está vinculado a diversas enfermedades tumorales. El análisis de tejido tumoral ha permitido comprobar su relación con el cáncer de estómago, de intestino, de páncreas, de las cervicales, de los pulmones y de los riñones. «La metilación en el caso del cáncer constituye un ejemplo claro de un fallo epigenético, si bien tanto el exceso de metilación como su ausencia desempeñan un papel esencial», afirma Andrew Feinberg de la Facultad de Medicina de la Universidad Johns Hopkins en Baltimore.12 Los estudios realizados a personas afectadas de un tumor de Wilms, que ataca los riñones, confirman las palabras de Feinberg. Cuando los médicos examinaron muestras pertenecientes a los mismos pacientes, descubrieron que algunas posiciones en el genotipo habían experimentado un proceso de metilación más intenso, mientras que en otras este proceso había sido insuficiente. LOS AGENTES PATÓGENOS Y LAS SUSTANCIAS NOCIVAS ALTERAN LA EPIGENÉTICA


El entorno también graba sus huellas en la memoria de las células tumorales. Los factores medioambientales influyen en los mecanismos epigenéticos del núcleo celular y alteran el comportamiento de los genes. Esta circunstancia se observa en el caso de aquellos tumores que aparecen como consecuencia de una infección por virus o microorganismos. Por ejemplo, ciertos tipos del virus del papiloma humano son la causa del cáncer cervical. Estos seres microscópicos se instalan en las células de la mucosa, desactivando en el núcleo ciertos genes. Como consecuencia, las células de la mucosa pierden el control sobre su crecimiento. Además, tal como descubrieron los investigadores del Centro de Investigación Oncológica de Heidelberg, los virus del papiloma humano del tipo 16 establecen señales epigenéticas:13 así, el gen interferon-kappa, un transmisor central del sistema inmunitario, queda silenciado. Ante la ausencia de este transmisor, nuestras defensas no logran combatir los virus invasores ni las células de la mucosa que ya están infectadas. La bacteria Helicobacter pylori es otro ejemplo. Este germen resistente a los ácidos habita en nuestro estómago y puede causar cáncer de estómago. El análisis de muestras de mucosidad estomacal de sujetos enfermos ha demostrado que el riesgo de cáncer era mucho mayor si el genotipo de las células de la mucosa había experimentado un proceso de metilación intenso. La metilación parece preparar el terreno para el establecimiento del tumor. Cuando la infección bacteriana se combate con medicamentos, el grado de metilación se reduce notablemente, aunque sigue siendo más elevado que el de las personas que nunca se han infectado de Helicobacter. En definitiva, los virus y otros agentes patógenos concurren en la aparición de aproximadamente el 20 por ciento de las enfermedades tumorales. En este sentido, resulta evidente que los mecanismos epigenéticos constituyen un puente entre la infección y el tumor. Las sustancias nocivas llegan a nuestras células por ese mismo puente. Entre otros principios tóxicos, destaca el cadmio, un elemento químico que obstaculiza la actividad de la metiltransferasa, es decir, de aquellas enzimas que pueden transmitir los grupos metilo al material genético. En experimentos con ratones, se ha comprobado que también el arsénico reduce el proceso de metilación. A estos carcinógenos epigenéticos pertenece también el componente cancerígeno más conocido: el humo del cigarrillo. Un grupo de investigadores japoneses examinó muestras de tumores en el esófago y, tras estudiar el comportamiento de cinco genes, llegó a las siguientes conclusiones: cuanto más tiempo hubiera fumado una persona, más alterada era la metilación de sus genes.14 También el consumo de cerveza, vino o licores, y, en general, nuestra dieta, tiene un impacto evidente en la metilación. Algunos estudios sugieren que el alcohol podría bloquear una enzima responsable de la metilación. En relación con la dieta, hay buenas noticias: las personas que incluyen en sus dietas grandes cantidades de un aminoácido esencial llamado metionina —que se encuentra, entre otros alimentos, en las nueces de Brasil, el sésamo, el salmón crudo y los huevos— tienen menos posibilidades de desarrollar cáncer colorrectal.15 La metionina eleva la magnitud de la metilación y, en el caso de esta enfermedad, este aumento beneficia al organismo. En pacientes con cáncer colorrectal, los investigadores han encontrado con mayor frecuencia casos de metilación insuficiente. Unos resultados que se corresponden con las conclusiones de estudios realizados a otros mamíferos: cuando el pienso de los animales carece del aminoácido metionina, éstos enferman con más frecuencia de cáncer de hígado.


Finalmente, la edad también deja sus inconfundibles huellas. Cuanto mayor es una persona, más alta es su probabilidad de enfermar de cáncer. Por un lado, con los años se van acumulando las mutaciones en su constitución genética; por otro, la edad deja también sus huellas en los patrones epigenéticos. Cuando una célula degenera y se transforma en un tumor, los dos tipos de mutaciones mencionados parecen aunarse, según afirman Jean-Pierre Issa y Hagop Kantarjian del Centro Oncológico M. D. Anderson de la Universidad de Texas en Houston. Por lo que sabemos, «todos los tumores malignos presentarían una mezcla de daños genéticos y epigenéticos; por el momento, no se ha encontrado ningún tumor que tenga únicamente origen genético o epigenético».16 LA SEMILLA DEL MAL El héroe griego Heracles luchaba con todas sus fuerzas, pero no lograba vencer a la Hidra. Cuando cortaba una de sus nueve cabezas, de inmediato le crecían otras dos. Los enfermos de cáncer y sus médicos se enfrentan a menudo a un enemigo similar. Luchan contra el cáncer con química y radiación, y consiguen que se reduzca o incluso que parezca extinguirse. Sin embargo, después de meses o años, brota, como de la nada, un nuevo tumor, que se asemeja de forma sorprendente al primero, aunque es mucho más peligroso. Durante años la ciencia ha especulado sobre el origen de estos tumores que parecen estar en la reserva. Ahora los oncólogos creen conocer la fuente de todo este mal. En el cuerpo de una persona enferma de cáncer existiría un diminuto depósito que conservaría células cancerígenas especialmente resistentes. Estas células no sólo son invulnerables a los efectos de las terapias, sino que también pueden dar lugar a nuevos tumores o propagarse a otros tejidos (metástasis). Reciben el nombre de células madre cancerosas, porque presentan características que hasta el momento sólo conocíamos en las células madre: son prácticamente indestructibles, portan ciertas proteínas en su superficie y pueden dar lugar a diferentes tipos de célula. Así, de la misma forma que una célula madre cardíaca puede producir todas las células que constituyen el corazón, en las células madre cancerosas se originan todas las células que se encuentran en un tumor. PERO ¿DE DÓNDE SURGEN ESAS CÉLULAS MADRE? Con el objetivo de responder a esta cuestión, el equipo de Frank Rosenbauer, en el Centro de Medicina Molecular Max Delbrück de Berlín, ha realizado experimentos con resultados muy significativos.17 En primer lugar, se concentraron en las células madre de la sangre, origen de todos los tipos de células sanguíneas existentes en el organismo. Hasta el momento se desconocía de dónde provenía el potencial de estas células y cómo evitaban convertirse en células sanguíneas comunes durante la división celular. Los científicos averiguaron que el lenguaje de la epigenética daba las instrucciones pertinentes. La posibilidad de regeneración de las células madre se mantenía sólo si una enzima determinada transmitía el patrón de metilación a las células hija durante la división celular. Estudios en ratones han demostrado que, cuando esta enzima (bautizada como Dnmt1) está desactivada, las células madre no funcionan adecuadamente y el organismo no puede sobrevivir.


La epigenética desempeña también un papel importante en el caso de las células madre cancerosas presentes en la sangre. La enzima Dnmt1 está activada y permite que las células se desarrollen. Si el proceso de metilación se contiene, las células madre cancerosas sólo pueden crecer con restricciones. Éste y otros descubrimientos no menos sorprendentes nos ayudan a comprender por qué una célula normal se convierte en una célula cancerosa. Según el doctor Andrew Feinberg, los mecanismos epigenéticos son el preludio de muchas enfermedades tumorales.18 En primer lugar, las células en un órgano o tejido concreto experimentan alteraciones que impulsan el desarrollo de células progenitoras, las cuales pueden convertirse en un tumor a través de una mutación clásica. Las alteraciones genéticas o epigenéticas pueden provocar que las células cancerosas jóvenes sean todavía más peligrosas y que se constituya un depósito de «semillas cancerosas» que se reproducen sin control. LUCHAR CONTRA EL CÁNCER JUNTO A LAS REINAS El biólogo molecular Frank Lyko asigna parte de su presupuesto a una actividad un tanto peculiar. Por cuatrocientos euros ha contratado a un apicultor que lo abastece de larvas de abeja. El apicultor extrae las larvas del panal y las lleva al laboratorio de Lyko en el Centro de Investigación Oncológica de Heidelberg. Allí, a una temperatura de 34 ºC y con un 80 por ciento de humedad relativa, son cuidadas y alimentadas con todo el cariño. Su dieta consiste en jalea real, ese cóctel misterioso que decide el futuro de las abejas. Quien se alimenta de ella puede convertirse en una soberbia reina. A pesar de la dieta y de la atención, las cosas no acaban de funcionar en Heidelberg. Entre suspiros, Lyko declara que sus reinas todavía no han puesto ni un huevo en el laboratorio. En el panal, la jalea real despliega todo su milagroso potencial y logra transformar el patrón epigenético de los genes. Así, de dos clones con una estructura genética idéntica, se desarrollan seres que tienen un aspecto completamente diferente: por un lado, una majestuosa reina; por el otro, una obrera infértil. Con sus experimentos con abejas, Lyko y sus colaboradores quieren averiguar cuáles son los componentes químicos de esta sustancia segregada por las glándulas hipofaríngeas de las abejas obreras jóvenes que posibilitan esta transformación. Una vez localizados, estos componentes podrían ser empleados como medicamento en la lucha contra el cáncer. REPROGRAMAR EN LUGAR DE ELIMINAR El papel central de los procesos epigenéticos en relación con el cáncer ha abierto a los oncólogos un abanico de posibilidades. Buscan sustancias que sirvan para invalidar las alteraciones epigenéticas de las células tumorales. La quimioterapia clásica destruye estas células; la terapia epigenética pretende reprogramarlas. En realidad, estas sustancias ya existen. Así lo descubrieron por casualidad unos científicos en California19 mientras realizaban un experimento con el objetivo de averiguar lo que ocurría en las células madre de los ratones cuando actuaban varias sustancias químicas al mismo tiempo. Un día,


cuando realizaban comprobaciones con la sustancia azacitidina —que tiene una estructura similar a la citosina, una de las bases del ADN—, los investigadores pensaron que había sucedido un error: en el recipiente para cultivos se había formado una extraña masa. ¿Quizás un moho había estropeado la muestra? Sin embargo, tras observar la sustancia con atención, descubrieron que el supuesto moho era, en realidad, tejido muscular. Sin querer, habían modificado el comportamiento epigenético de las células madre embrionarias. En lugar de citosina, las células habían integrado azacitidina, de estructura similar, en su constitución genética. La sustitución de una sustancia por la otra había provocado un desenlace muy distinto: la azacitidina había bloqueado ciertas enzimas responsables de la metilación, modificando así el comportamiento de los genes. Como consecuencia, las células madre que se encontraban en el recipiente para cultivos se habían transformado en células de tejido muscular. En los experimentos de laboratorio sucede algo similar cuando la azacitidina actúa en el tejido tumoral: las células tumorales de los ratones se transforman en células normales. La azacitidina ya ha sido admitida como medicamento y se emplea con personas que están afectadas por el síndrome mielodisplásico. Este síndrome, denominado también preleucemia, puede desembocar, pasado un tiempo, en una leucemia mortal. La azacitidina ha demostrado su utilidad y es actualmente la terapia más habitual en casos de preleucemia. Los médicos esperan que esta sustancia pueda convertirse en precursora de una nueva clase de medicamentos: fármacos destinados a transformar el comportamiento epigenético. La industria farmacéutica investiga ya en esta dirección. Sin embargo, los experimentos con azacitidina realizados hasta ahora no han tenido resultados muy favorables. A pesar de que la sustancia está dando buenos resultados y, en algunos casos, puede alargar la vida unos meses, el compuesto no logra salvar al enfermo.20 Como siempre en la lucha contra el cáncer, todo radica en intrincados detalles: en un tejido tumoral, el proceso de metilación es muy intenso para algunos genes e insuficiente para otros. ¿Cómo puede un medicamento actuar correctamente en un sistema tan complejo? Por otra parte, existe el temor de que el empleo de medicamentos que limiten la metilación pueda activar oncogenes que agravarían el estado del paciente. CURAR CON EL MOVIMIENTO Melinda Irwin, de la Facultad de Medicina de Yale, ha descubierto una forma sana y sencilla de controlar los genes. La especialista en epidemiología analizó los historiales de novecientas treinta y tres mujeres enfermas de cáncer de mama.21 ¿Qué estilo de vida tenían estas mujeres? ¿Cómo habían organizado su vida? Irwin evaluó el estilo de vida que estas pacientes habían llevado durante un período de diez años y descubrió una correlación entre el ejercicio que habían realizado y su esperanza de vida. Las mujeres que, una vez diagnosticadas, desarrollaban cierta actividad física vivían mucho más que las pacientes más perezosas. El efecto positivo era evidente aunque las mujeres sólo paseasen algunas horas a la semana a paso rápido. Un estudio realizado en la Facultad de Medicina de Harvard arribó a la misma conclusión: si las mujeres diagnosticadas de cáncer de mama realizan ejercicio, su esperanza de vida se incrementa de forma llamativa.


También las personas afectadas por cáncer colorrectal pueden beneficiarse del poder de curación del movimiento, como ha demostrado un grupo de médicos del prestigioso Instituto Oncológico Dana-Farber de Boston. En uno de sus estudios, reunieron a ochocientos veintitrés hombres afectados por cáncer colorrectal en sus fases menos avanzadas. Los pacientes fueron operados y recibieron quimioterapia. Seis meses después de finalizar el tratamiento, sus médicos les preguntaron por sus hábitos de vida, en particular por la actividad física realizada. Los pacientes que habían ido a pasear con regularidad (una hora diaria, seis días a la semana) habían evolucionado mejor que los menos activos. Un segundo estudio, que evaluaba el ejercicio realizado por quinientas setenta y cuatro enfermas de cáncer colorrectal después del tratamiento, indicó que las mujeres reaccionaban de forma similar: el índice de supervivencia se habría incrementado en un 50 por ciento.22 El movimiento provoca cambios fisiológicos en nuestras células que son similares a los mecanismos de acción de un medicamento acreditado. El ejercicio físico actúa hasta en el núcleo celular, desactivando genes perjudiciales y activando genes beneficiosos. En este sentido, el gen igfbp-3 desempeña un importantísimo papel, pues produce una proteína que frena el desarrollo del cáncer, bloqueando un factor de crecimiento que aumenta el peligro de desarrollar un tumor. Un equipo de científicos australianos determinó el nivel de la proteína IGFBP-3 en la sangre de cuatrocientos cuarenta y tres hombres enfermos de cáncer colorrectal. Durante más de cinco años y medio, los investigadores realizaron un seguimiento de estos pacientes y llegaron a las siguientes conclusiones: los hombres que hacían ejercicio físico presentaban valores elevados de IGFBP-3, lo que reducía su probabilidad de morir de cáncer colorrectal en un 48 por ciento.23 ¿Existe alguna otra vía para que las personas enfermas de cáncer influyan positivamente en sus genes y, por lo tanto, en la evolución de la enfermedad? Los médicos del Instituto Oncológico DanaFarber de Boston han llevado a cabo numerosas investigaciones en este sentido.24 Más de mil pacientes que habían sido sometidos a cirugía y quimioterapia para tratar su cáncer colorrectal protagonizaron uno de sus más innovadores estudios. Una vez finalizado el tratamiento, los médicos se interesaron por la dieta que habían seguido los pacientes en las semanas siguientes. Con las respuestas, establecieron dos patrones alimentarios: algunos pacientes se alimentaban principalmente de fruta, verdura, carne de aves y pescado; otros consumían grandes cantidades de carne roja, dulces, harinas refinadas y patatas fritas, es decir, una dieta típicamente occidental (western diet). Con el objetivo de analizar el impacto de la dieta en la evolución de la enfermedad, los médicos integraron otros factores en sus cálculos (la edad, el peso corporal, el sexo, la fase en la que se encontraba el tumor y el ejercicio físico realizado). La conclusión despejaba cualquier duda: la dieta había dejado evidentes huellas en el organismo de los participantes. En el caso de los pacientes que se habían decantado por una alimentación occidental, el tumor se reprodujo con una frecuencia tres veces mayor. Estos experimentos demuestran que también la alimentación puede alterar el comportamiento de los genes. Médicos de la Universidad de California en San Francisco trataron de responder a la pregunta de cómo el estilo de vida influye en la herencia genética de los enfermos de cáncer.25 En el estudio participaron treinta hombres afectados de cáncer de próstata en su fase más temprana que preferían prescindir de terapias convencionales como la cirugía y la quimioterapia. Los médicos


extrajeron a estos enfermos pequeñas muestras de tejido de sus próstatas y les pidieron que llevasen una vida tranquila. Los pacientes paseaban cada día media hora al aire libre, meditaban durante un rato y hacían una dieta sana consistente en mucha fruta y cereales enriquecidos con soja, aceite de pescado, vitamina C, vitamina E y selenio. Este régimen duró tres meses, tras los cuales los médicos extrajeron de nuevo muestras de tejido a sus pacientes para compararlas con las primeras. El nuevo estilo de vida había modificado la actividad de más de quinientos genes: los que tenían relación con enfermedades cardíacas, con infecciones y también con el cáncer estaban menos activos, mientras que los beneficiosos para la salud habían aumentado su actividad. Los detalles sobre el experimento fueron publicados en la influyente revista especializada Proceedings of the National Academy of Sciences. Los oncogenes de la llamada familia Ras se habían silenciado, mientras que, por el contrario, el gen supresor tumoral sfrp estaba activado. Estos datos constituyen un argumento científico contra el nihilismo genético. Nuestra genética nos proporciona cierto margen de acción: el ejercicio regular, una alimentación sana y el equilibrio emocional ayudan a los genes a mantenernos sanos.


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COMBATIR LA DIABETES SIN MEDICAMENTOS La enfermedad parecía planear sobre la familia Erdmann de Duisburgo como una maldición. Afectados durante décadas, el padre y la madre finalmente habían fallecido a causa de la terrible dolencia. También a su hija Elisabeth le tocó. Cuando acudió al médico a la edad de cuarenta y ocho años, el mal se encontraba muy avanzado. Enfermera de profesión, Elisabeth entendía de biología, por lo que recibió el diagnóstico con consternación. Tenía que ser así, pensó. «Estaba claro que a mí también me tocaría. Es genético.» Pero, después del diagnóstico, Elisabeth no varió su estilo de vida ni regresó al médico en muchos años. La enfermedad que sufre Elisabeth se llama diabetes mellitus tipo 2. Quien esté al corriente de las novedades al respecto, pensará, como ella, que se trata de un mal congénito. «Se ha descubierto el gen de la diabetes», se anunció cuando un grupo de investigación internacional localizó un segmento sospechoso en el cromosoma 2, un gen llamado calpain-10. Poco después farmacólogos de la Universidad Politécnica de Braunschweig se postularon también como descubridores del gen de la diabetes. Afirmaban haber hallado una variante que podría causar alrededor del 15 por ciento de los casos de diabetes mellitus tipo 2. Estos investigadores «han revelado una de las más importantes claves genéticas de una enfermedad que supone, ya a día de hoy, el problema médico más grave del siglo XXI», proclamaba a los cuatro vientos el gabinete de prensa de la Universidad Politécnica de Braunschweig.1 Con exquisita regularidad, la ciencia anuncia el descubrimiento —extrañamente familiar— de un gen especialmente importante para la lucha contra la diabetes. Los empleados del consorcio internacional de investigación MAGIC (Meta-Analyses of Glucose and Insulin-Related Traits Consortium) aseguran haber localizado de golpe nueve segmentos en nuestro genotipo que estarían íntimamente vinculados con la diabetes y los niveles de azúcar en la sangre. Por su parte, investigadores de la empresa islandesa DeCode Genetics han destacado la importancia del gen tcf7l2 (o, lo que es lo mismo, transcription factor 7 like 2), y ofrecen una prueba genética destinada a localizarlo. Tal como explica la empresa, «si conocemos nuestro riesgo de padecer diabetes, podemos adoptar medidas para reducir o minimizar la posibilidad de desarrollar la enfermedad».2 En los últimos años habrán salido a la luz al menos veinte genes que nos hacen propensos a padecer este mal. Y a esto hay que sumar los folletos y artículos sensacionalistas. «Diabetes tipo 2: el riesgo se transmite de padres a hijos», informa una compañía aseguradora a sus clientes,3 mientras que el suplemento de medicina y salud de un periódico regional expone sin rodeos: «La predisposición a padecer diabetes es hereditaria».4


EL MITO DEL GEN GLOTÓN Día tras día, la ciencia nos presenta atroces historias sobre los pueblos indígenas de América, Australia y Asia, en las que la genética ostenta un papel protagonista. Según los más recientes estudios, estos grupos y tribus estarían al borde de la extinción. Paul Zimmet, del Instituto Internacional de Diabetes de la Universidad Monash en Australia, advierte que puede que ciertos pueblos —los indios americanos, los maoríes o incluso los aborígenes australianos— no sobrevivan mucho más tiempo. Los trece mil habitantes de Nauru, una apartada isla en el Pacífico occidental que en la Prehistoria fue colonizada por polinesios y melanesios, están especialmente amenazados. Se sospecha que algunos de estos indígenas no llegaron a la isla voluntariamente, sino que fueron arrastrados hasta allí tras algún naufragio. Se establecieron en Nauru y allí se alimentaban de lo que cultivaban en la tierra y pescaban en el mar. En 1880 la isla fue colonizada por Alemania, y en 1914 pasó a estar bajo el poder de Australia. En el año 1968, Nauru consiguió su independencia. Ya como Estado independiente, la explotación de los yacimientos de fosfatos procuró enormes beneficios a los habitantes, quienes, durante algún tiempo, se encontraron entre los más ricos del planeta.5 Sin embargo, esta repentina prosperidad tuvo consecuencias para su salud: en la actualidad, Nauru es uno de los Estados con mayor número de obesos del mundo. Según la Organización Mundial de la Salud, alrededor del 79 por ciento de las mujeres y del 83 por ciento de los hombres padecen sobrepeso.6 El primer caso de diabetes mellitus tipo 2 se registró en 1925, actualmente entre el 40 y el 45 por ciento de la población está afectada. La etnomedicina y la biología explican el elevado índice de diabetes entre los nauruanos con la hipótesis del thrifty-gene que planteó el genetista James V. Neel (1915-2000). Según Neel, algunas personas tienen thriftygene o, lo que es lo mismo, genes glotones: los portadores de estos genes podrían asimilar por completo los alimentos y convertirlos con rapidez en depósitos de grasa. Por este motivo, en la Prehistoria, los genes glotones eran beneficiosos para sobrevivir, puesto que el abastecimiento de comida no estaba asegurado: a épocas de gran abundancia seguían años de carestía. La presencia de genes glotones es considerable entre los miembros de pueblos indígenas, dice Paul Zimmet, porque, hasta hace pocas décadas, sus antepasados vivían como cazadores y recolectores. Entre otros pueblos, Zimmet ha estudiado a melanesios, micronesios, polinesios y criollos, y no vaticina buenos tiempos para ellos: en esta época de prosperidad, los pueblos indígenas están condenados a la enfermedad. En el mundo animal existe un excelente ejemplo para ilustrar la situación, explica Zimmet. Se trata del jird gordo (Psammomys obesus), un mamífero cuyo organismo se adapta sin problemas a la vida en el desierto del Norte de África, de Israel o Arabia Saudí, donde puede alimentarse de salobreñas u otras plantas halófilas. Como son animales sociables y cariñosos, se han convertido en mascotas para muchos occidentales. Sin embargo, al jird no le sienta nada bien la buena vida. «Cuando lo alimentamos con la dieta occidental en el laboratorio, el roedor engorda en exceso y desarrolla diabetes tipo 2», dice Zimmet.7 Según este científico, este animal refleja el destino de los nauruanos y de otros pueblos indígenas.


AL PRINCIPIO NO SE NOTA NADA Debido a que la enfermedad tiene un primer estado latente, los afectados por diabetes tipo 2 se sienten a menudo muy sanos. Sin embargo, poco a poco, el cuerpo pierde la capacidad de quemar el azúcar ingerido. En teoría, la insulina, una hormona secretada por el páncreas, debería empujar a las células a asimilar la glucosa presente en la sangre. En el enfermo de diabetes, las células dejan de reaccionar a esta señal y se vuelven resistentes a la insulina. Como resultado, la concentración de azúcar en sangre se mantiene muy elevada, con consecuencias muy nocivas para el organismo. La esperanza de vida de un diabético se reduce entre cinco y diez años, aunque en la mayoría de los casos los afectados fallecen por las consecuencias de la enfermedad: el volumen elevado de glucosa perjudica el funcionamiento del riñón y lo deteriora. El 50 por ciento de las personas que acuden a diálisis padecen diabetes tipo 2, y la mitad de los pacientes que reciben diálisis mueren en los tres años siguientes al comienzo del tratamiento. Además, el azúcar afecta a los ojos: alrededor de ocho mil personas pierden la vista cada año en Alemania porque su retina se ha deteriorado. También es terrible la repercusión que el exceso de azúcar puede tener en los aparatos motor y nervioso. Las amputaciones de miembros inferiores (pie, dedos del pie o pierna) afectan año tras año a unas treinta mil personas. ENFERMOS POR LA COCA-COLA Tras estas cifras se esconde un sufrimiento que no sólo atormenta a los afectados, sino también a sus allegados, porque el cuidado de estos pacientes implica grandes sacrificios. Y, en menor medida, los contribuyentes padecen también la enfermedad, pues asumen en sus tributos el coste de la epidemia de diabetes. En una oscura habitación del Hospital Sana Gerresheim en Düsseldorf me encuentro con HansUlrich Ebert, un vendedor de coches jubilado. Está acostado en una camilla y a su lado hay una silla de ruedas. Su mujer, que se ocupa todo el tiempo de él, lo ha traído en coche. ¿Es este hombre de setenta años víctima de una enfermedad genética? El mismo Ebert lo duda. Nos cuenta cómo su cuerpo comenzó a deteriorarse. Hace treinta años estuvo de vacaciones en Florida. La cerveza estadounidense le resultaba tan poco apetecible que, para saciar su sed, se pasó a los refrescos con cafeína. Se los bebía a litros. «Contraje matrimonio con la empresa Coca-Cola», nos confiesa. Con los años, el constante consumo de esta bebida azucarada produjo un elevado nivel de glucosa en la sangre, aunque Ebert no era consciente de ello y siempre pensó que podría eludir las consecuencias. Pero hace doce meses, la enfermedad se presentó de improviso: Ebert sufrió un ictus cerebral y en el hospital le informaron que la sangre no llegaba a su pierna izquierda, porque las arterias estaban esclerosadas y ocluidas. Ebert presentaba una cantidad exorbitante de glucosa en la sangre. Los médicos le hicieron un baipás quirúrgico, pero las heridas no terminaban de sanar: otra consecuencia de su diabetes. La pierna izquierda se infectó y tuvo que ser amputada por debajo de la rodilla. Pero esto no fue todo: también la pierna derecha sufría complicaciones. La piel de su pie era como un pergamino y presentaba una herida que no se cicatrizaba. Tampoco aquí se pudo evitar la


amputación: donde antes estaba el dedo gordo, se abre ahora un agujero circular. Gracias a los cuidados intensivos, el doctor Stephan Martin, que dirige el Centro de Diabetes y Salud en el Hospital Sana, consiguió en las semanas siguientes reducir la herida del pie derecho y quizás logre así salvar la pierna. Eso sería para el señor Ebert un motivo de gran satisfacción. El tratamiento médico para la diabetes puede costar más de 20.000 euros. A la vista del enorme aumento del número de enfermos, esto se traduce en millones de euros de gasto y cuotas cada vez mayores para los sistemas de salud pública y privada. La diabetes mellitus tipo 2 ha impulsado la aparición de una lucrativa rama industrial en Alemania y otros países industrializados. La industria se afana por paliar los síntomas de la enfermedad con pastillas e inyecciones de insulina, y se estudian ya posibilidades más drásticas. En estudios clínicos se ha extirpado parte del estómago del paciente, para aumentar así la sensación de saciedad tras la ingesta de comida y reducir el nivel patológico de azúcar en la sangre.8 DISCRIMINACIÓN GENÉTICA El protagonismo del bisturí es una prueba fehaciente de que nuestra sociedad considera que la diabetes tipo 2 es una enfermedad hereditaria que sólo puede combatirse con métodos farmacológicos o quirúrgicos. Sin embargo, hace algún tiempo un grupo de investigadores realizó un descubrimiento que muestra que no existe ninguna predisposición genética a desarrollar diabetes mellitus tipo 2. Hace décadas que la ciencia occidental intenta localizar el mítico gen en la sangre de los habitantes de islas o de pueblos indígenas, pero nunca han encontrado nada. La hipótesis carece de cualquier fundamento científico y debe ser considerada parte de nuestro acervo biológicocolonial. El investigador australiano Yin Paradies y otros dos especialistas en etnomedicina de Estados Unidos demostraron en un artículo que no hay «ninguna prueba contundente de que existan minorías genéticamente más propensas a desarrollar esta enfermedad».9 Y no sólo no ha aparecido el supuesto gen glotón —a pesar del exhaustivo análisis realizado a miembros de pueblos indígenas—, sino que otra hipótesis fundamental también ha resultado errónea. Siempre se ha dicho que, en comparación con los indios y los habitantes de las islas, los europeos, junto con los australianos y los norteamericanos de origen europeo, estaban protegidos contra la enfermedad. Sin embargo, el dramático aumento del número de enfermos en la sociedad occidental muestra cuán descaminada era esta afirmación. Antes de la Segunda Guerra Mundial, un enfermo de diabetes tipo 2 era una rareza médica, y sólo un 0,4 por ciento de la población tenía, al llegar a cierta edad, el «azúcar alto», como se decía entonces. El número de enfermos constituye hoy el 12 por ciento de la población alemana, es decir, unos doce millones de personas. Los genes no pueden explicar este incremento tan rápido. El ejemplo del jird gordo puede contribuir a esclarecer el porqué de este aumento. No sólo en el caso de los pueblos indígenas, sino de la población mundial. NACIDO PARA CAMINAR


A muy pocos científicos en el mundo les interesa tanto el organismo humano como a Daniel Lieberman, catedrático de la Universidad de Harvard. En su laboratorio hay huesos y cráneos desperdigados por todas partes, y en un rincón Lieberman tiene un esqueleto de un hombre primitivo. En este momento, Lieberman y sus estudiantes están montando una cinta de correr para examinar más tarde a un grupo de voluntarios, a los que el catedrático grabará mientras corren. El científico ya ha comparado en otros estudios nuestra constitución ósea con la de los chimpancés y con la del hombre de Neandertal para averiguar qué mecanismos evolutivos han modelado el cuerpo humano, dotándolo del aspecto que tiene hoy en día. Aunque nos quejemos de pies planos y dolores de espalda, Lieberman ha demostrado que el hombre ha nacido para caminar. Resulta evidente en nuestra constitución actual: nuestra piel y las glándulas sudoríparas evitan que tengamos demasiado calor; un ligamento en la nuca, el ligamentum nuchae, permite que mantengamos la cabeza hacia delante cuando caminamos, y, al contrario que los primates, tenemos unos glúteos (musculus glutaeus) muy fuertes, que son imprescindibles para la biomecánica de la marcha.10 Gracias a esta capacidad para andar, nuestros antepasados prehistóricos lograron desarrollar una forma de caza que sólo ellos controlaban. Pedro Picapiedra y sus amigos acosaban durante horas a los antílopes y a otros animales en la sabana, hasta que éstos caían rendidos por el calor y eran una presa fácil. Seguro que estos cazadores no eran diabéticos, dice Lieberman, mientras nos guía por su laboratorio, mostrándonos su colección de cráneos. No es justo que la biomedicina sencillamente decida ignorar la historia de la humanidad, dice Lieberman. Sopesa un cráneo en su mano y continúa: «Me paso el día leyendo historias sobre el fundamento genético de todo tipo de enfermedades. Cada día aparece un gen que nos predispone para desarrollar diabetes mellitus tipo 2, y los periódicos y las revistas especializadas pregonan que la diabetes es genética. Qué tontería. Puede que determinados genes tengan algún efecto, pero sólo en circunstancias específicas. Son genes que no se eliminaron en la evolución, porque hace muy poco tiempo que vivimos en esta sociedad en la que existe un acceso ilimitado a las calorías y no tenemos necesidad de movernos. A pesar de la gran cantidad de desinformación de la prensa, estoy seguro de que los especialistas en genética implicados saben perfectamente que hace doscientos años no había diabetes mellitus tipo 2».11 POR QUÉ TENEMOS DIABETES La amenazante epidemia de diabetes demuestra que el hombre moderno ha construido un mundo que no le resulta del todo adecuado, al menos desde el punto de vista de la medicina evolutiva. El hecho de que sólo los músculos activos puedan extraer el azúcar de la sangre era una gran ventaja en la Edad de Piedra pues, en ocasiones, no había nada para comer. Así, cuando una persona descansaba, los músculos no absorbían azúcar y de esta manera se ahorraban recursos calóricos. Ahora nos pasamos el día sentados delante del televisor comiendo chocolate y golosinas, y, como los músculos pasivos no absorben el azúcar de la sangre, éste se mantiene a niveles demasiado elevados y arruina nuestra salud.


Este programa de la Edad de Piedra es válido para todos. Las diferencias en los índices de diabetes entre Alemania y Nauru no radican en las discrepancias en sus códigos genéticos, sino que se deben a las influencias del entorno. La incidencia de diabetes en los pueblos indígenas apunta a condiciones de vida muy poco sanas en las reservas. «La causa de los elevados índices de diabetes en estos pueblos se encuentra en el entorno social —afirma el investigador Yin Paradies de Australia —. Una dieta desequilibrada, la escasa actividad física, el estrés, el bajo peso al nacer y otros factores vinculados a la pobreza contribuyen a esta tasa tan alta de diabetes entre los indígenas.» El empeño de los investigadores occidentales en localizar el gen responsable de incrementar el riesgo de sufrir diabetes no es sólo inútil, sino que desvía la atención de las causas reales. La fijación en los genes no contribuye a mejorar las condiciones de vida de los pueblos indígenas. PRUEBAS GENÉTICAS SIN NINGUNA UTILIDAD Los médicos e investigadores siempre justifican la enorme inversión que supone la búsqueda del supuesto gen de la diabetes con las mismas palabras: cuanto más sepamos sobre la enfermedad, mejor podremos proteger a las personas que tienen tendencia a padecerla. Los afectados podrían actuar a tiempo y ahorrarse muchos dolores y pesares, y se rebajarían también los costes que la dolencia supone para los sistemas de salud pública. Parece obvio, pero ¿es así? Diversos grupos de investigación han examinado esta cuestión y han llegado a las conclusiones que a continuación se exponen. El internista James Meigs, del Hospital General de Massachusetts, en Boston, analizó material genético de personas que veintiocho años atrás habían participado en un célebre estudio desarrollado en la pequeña ciudad de Framingham (en el estado de Massachusetts). Habían donado muestras de sangre, que habían permanecido almacenadas en un laboratorio desde entonces.12 De un total de dos mil trescientos setenta y siete voluntarios, con el tiempo doscientos cincuenta y cinco enfermaron de diabetes mellitus tipo 2. Meigs y su equipo aislaron el material genético de las muestras de sangre e intentaron localizar dieciocho genes determinados, descritos como genes de riesgo en estudios de asociación genética. Cada una de las variantes genéticas incrementaba la posibilidad de sufrir diabetes mellitus tipo 2 «de forma significativa». Los investigadores realizaron un test genético con el objetivo de determinar qué variante portaba cada uno de los doscientos cincuenta y cinco enfermos de diabetes y en qué medida podría haberse pronosticado la enfermedad a la vista de esta estructura genética. Además, el equipo de Meigs comparó el resultado de este test genético con el pronóstico de diabetes resultante de la ponderación de factores clásicos, como el peso corporal o los niveles de grasa o glucosa en la sangre. El experimento reveló que el perfil genético no aporta apenas valor informativo (el valor del denominado estadístico C se encuentra entre 0,900 y 0,901) y que es más beneficioso calcular el riesgo de sufrir diabetes por medio de los factores clásicos. El test adicional representa un exceso de información diagnóstica, cuya única utilidad es la satisfacción del paciente que se lo realiza. Conocer la variante genética no mejora el pronóstico y, por lo tanto, no tiene «significado clínico alguno».13


En Alemania, un grupo de científicos sin ningún vínculo con James Meigs llegaron a la misma conclusión. Hans-Georg Joost, del Instituto Alemán de Investigación Alimentaria, examinó las muestras de sangre de quinientas setenta y nueve personas que habían participado en el estudio Epic realizado en Potsdam. Éste había comenzado en 1992 y tenía como objetivo extraer relaciones entre los hábitos alimentarios y varias enfermedades, entre ellas la diabetes mellitus tipo 2 y el cáncer. Al inicio del estudio, los quinientos setenta y nueve participantes afectados gozaban de buena salud pero, pasados siete años, habían enfermado de diabetes.14 Los científicos analizaron ocho valores en su sangre —el nivel de glucosa, la hemoglobina glicosilada (HbA1c), la grasa en sangre y las enzimas hepáticas— y examinaron también veinte «genes de la diabetes». De nuevo el resultado reveló que el perfil genético no mejora el valor de la predicción. «Según nuestro estudio, la influencia de los factores de riesgo clásicos —la edad, el sobrepeso, la alimentación y el estilo de vida— es tan significativa que el plus de información que aportan los marcadores genéticos conocidos hasta el momento es muy reducido», afirma Hans-Georg Joost. Estos resultados son doblemente reveladores. En primer lugar, los proclamados «genes de la diabetes» no existen; los fundamentos biológicos de la diabetes son mucho más complejos de lo que se había pensado hasta ahora. En segundo lugar, los componentes de nuestro genotipo bautizados como «genes de la diabetes» determinan la circulación de ciertos elementos bioquímicos en el organismo, y éstos, a su vez, desempeñan un papel esencial en la asimilación del azúcar de la sangre. Esta estructura genética varía levemente en cada persona, pero ni condena a nadie a padecer diabetes mellitus tipo 2 ni protege de esta enfermedad. Es nuestro estilo de vida el que decide quién permanecerá sano y quién desarrollará diabetes. LOS FARMACÓLOGOS Y SUS ERRORES DE CÁLCULO Mientras muchos médicos creían poder tratar la diabetes mellitus tipo 2 con terapias farmacológicas de amplio espectro (y también económicamente rentables), otros adoptaron una actitud crítica y rechazaron estos procedimientos. Los expertos Steve Stannard y Nathan Johnson se manifestaron en este sentido en la revista especializada Diabetes/Metabolism Research and Reviews: «Es un error tratar de combatir la epidemia de diabetes mellitus tipo 2 por medios farmacéuticos o moleculares».15 También los investigadores de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de Harvard opinan que es necesario corregir la imagen que la opinión pública tiene de la enfermedad. «La ciencia invierte considerables esfuerzos en investigar las posibles causas genéticas de la diabetes» y, sin embargo, «se conocen ya formas para evitar que la enfermedad se declare en la mayoría de los casos».16 Esta afirmación parece reforzar las conclusiones de uno de los estudios de mayor alcance realizados hasta este momento, que se planteaba por qué algunas personas enferman de diabetes y otras parecen inmunes a la enfermedad.17 Durante más de diez años, investigadores de la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard realizaron un seguimiento de la salud de más de cuatro mil ochocientas mujeres y hombres de sesenta y cinco o más años de edad. Año tras año se les realizaba un chequeo médico: los


pesaban, medían sus circunferencias abdominales y todos tenían que dar cuentas de cuántos cigarrillos fumaban, cuánto alcohol consumían, qué tipo de dieta seguían y con qué frecuencia hacían ejercicio. A lo largo de diez años, más de trescientos voluntarios desarrollaron diabetes mellitus tipo 2. Gracias a los datos que habían reunido durante años, los científicos pudieron establecer por qué la enfermedad había afectado precisamente a estas personas. Al final, determinaron cinco factores: la falta de ejercicio físico, el tabaco, una dieta poco equilibrada, el exceso de grasa corporal y el consumo desmedido de alcohol. Todos estos factores estaban vinculados con un riesgo elevado de padecer diabetes. Sin embargo, no es necesario convertirse en vegano o abstenerse de probar el alcohol para evitar la diabetes pues, según las conclusiones del estudio, pequeños cambios en el estilo de vida suponen enormes beneficios para la salud. Un consumo moderado de alcohol (no más de dos copas al día) no se opone a un estilo de vida sano. Tampoco el sobrepeso parece tener tanta importancia: mientras uno se alimente de forma equilibrada y haga ejercicio con regularidad podrá protegerse de la diabetes. LA TELEVISIÓN ES PEOR QUE LOS GENES Hace tiempo, cuando era un médico joven, Stephan Martin trabajó en un laboratorio de investigación de la Universidad de Harvard. Allí aprendió a no dejarse impresionar por las promesas de la biomedicina. «Se ha dramatizado mucho sobre la importancia del componente genético de la diabetes tipo 2. Casi es un escándalo que tengamos que destinar millones a proyectos de investigación molecular —dice el catedrático que dirige el Centro de Diabetes y Salud en el Hospital Sana en Düsseldorf-Gerresheim—. Mi experiencia como médico me dice que tenemos que empezar a aplicar lo que hace tiempo que sabemos.» Durante el tiempo que dura su consulta, averiguamos a qué se refiere. Martin intenta, en la medida de lo posible, curar a sus pacientes sin medicinas. Este método requiere largas conversaciones e información sobre las verdaderas causas de la enfermedad. «La culpa no la tienen los genes, sino la tele», afirma Martin, y hace referencia a una correspondencia asombrosa: cuantas más horas pase una persona delante del televisor, mayor riesgo tiene de desarrollar diabetes. Un estudio18 con más de cincuenta mil mujeres que fueron monitorizadas durante seis años llegó a la siguiente conclusión: el riesgo de diabetes aumenta en un 14 por ciento por cada dos horas que una persona pasa delante del televisor. Al letargo muscular frente a la caja tonta, se une un perjudicial «síndrome de la televisión». «Aunque sea difícil de conseguir, en esta sociedad tan mediatizada debería existir un organismo público que denunciase el vínculo entre televisión y enfermedad.»19 Sin embargo, Stephan Martin se apunta grandes éxitos en su consulta. Entre sus pacientes se encuentra Manfred Neumann, un ex director de colegio de Düsseldorf de unos cincuenta y cinco años. «Yo siempre me sentía sano», dice, y nos describe su asombro absoluto cuando su médico le hizo saber que tenía un nivel de glucosa terriblemente elevado (260, cuando lo normal es de 90 a 110 mg por dl). Ante este diagnóstico, muchos pacientes escogen el camino más sencillo y le preguntan a su


médico si no puede recetarles insulina. Pero el señor Neumann reaccionó de una manera muy diferente: «Yo no quería inyectarme insulina, no quería que mi cuerpo dependiese de sustancias extrañas —dice—. Me tomé el diagnóstico como un reto: algo tiene que cambiar». El primer paso hacia la curación fue comprender la enfermedad. Manfred Neumann no se engañó, sabía de dónde provenía su diabetes. Con la excepción de un par de partidos de tenis, durante los últimos años apenas había realizado ejercicio. En el cajón de su mesa de trabajo tenía siempre un surtido de regaliz, bombones y otras chucherías a los que recurría siempre que no tenía tiempo para comer. Y, por la noche, no podía comenzar a corregir los deberes de sus estudiantes si antes no se comía una tableta de chocolate. Ahora tiene otros rituales. Ha limitado el consumo de golosinas y practica ejercicio con regularidad en un gimnasio. La prueba de su mejoría la tiene cada día a las seis de la mañana, cuando se pincha en el dedo para conocer su nivel de glucosa. Éste se encuentra siempre en torno a 100: Neumann se ha curado solo, sin el apoyo de ningún medicamento. Hace unos seis meses, Elisabeth Erdmann, la enfermera diabética, acudió por primera vez a la consulta de Stephan Martin. Desde entonces, ha experimentado una transformación que la llena de optimismo: en lugar de 122 kg, esta mujer de 1,76 m de altura pesa ahora 96 kg, porque, por primera vez en su vida, come de forma moderada e incluso va a caminar de vez en cuando. «Por fin puedo volver a agacharme de forma normal y ya no tengo que llevar esos pantalones que parecen tiendas de campaña», dice la señora Erdmann, mientras extiende sus brazos. Su organismo se ha beneficiado de la pérdida de peso: sus niveles de glucosa, elevados hasta hace muy poco, se encuentran hoy en los parámetros adecuados. Erdmann no necesita ya los medicamentos contra la diabetes y la presión arterial. Estos éxitos radican en cambios en la epigenética, pues el estilo de vida determina cuáles de los genes responsables del metabolismo del azúcar se activan o desactivan. Así lo demostró Juleen Zierath, del Instituto Karolinska, en Suecia, con un sofisticado experimento.20 La fisióloga examinó células musculares de personas sanas y de pacientes de diabetes tipo 2 y comparó los procesos de metilación en el núcleo celular de todos ellos: en cientos de segmentos del genotipo habían tenido lugar diferentes procesos de metilación. Curiosamente, en los segmentos alterados, Zierath localizó también genes que están relacionados con el funcionamiento normal de las mitocondrias. Éstas actúan como una central energética, pues transforman la energía de la glucosa en el denominado ATP, el combustible universal para procesos bioquímicos. Si las células musculares presentan pocas mitocondrias o éstas son defectuosas, no pueden extraer tanta glucosa de la sangre: como sucede en la diabetes mellitus tipo 2, las células afectadas podrían volverse resistentes a la insulina. El gen pgc1alpha es importante para el desarrollo normal de las mitocondrias. Juleen Zierath descubrió que nuestro estilo de vida define el comportamiento de este gen clave, pues en las células musculares de los pacientes con diabetes mellitus tipo 2 (aunque también en las células musculares de las personas con una diabetes incipiente) este gen había experimentado un intenso proceso de metilación a raíz del cual se encontraba silenciado. Como consecuencia, en las células musculares afectadas había disminuido la producción de mitocondrias y las existentes eran de menor tamaño. En experimentos posteriores, Juleen Zierath reprodujo un estilo de vida insano —una dieta hipercalórica y falta de ejercicio físico— en un tubo de ensayo. Introdujo células musculares sanas en una solución de glucosa y grasa. Muy poco después el gen pgc1alpha había metilado. La


investigadora quiso comprobar entonces si era posible evitar este proceso. Para ello, añadió a la solución de grasa y azúcar un componente químico que bloquearía la enzima responsable de la metilación. Como Zierath esperaba, no aparecieron marcadores de metilación y el gen pudo seguir actuando libremente. Estos experimentos demuestran cómo un estilo de vida poco sano puede perjudicar la actividad de esos genes que, por norma general, son los responsables de garantizar nuestro bienestar. La diabetes tipo 2, una enfermedad endémica, es una prueba evidente: no somos víctimas de nuestros genes. Los genes son nuestras víctimas.


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LO QUE DESEA NUESTRO CORAZÓN Todo el mundo sabe que hacer ejercicio es bueno, pero en el caso de Gero Behrend el ejercicio se limitaba a ir a comprar tabaco a pie. Este arquitecto de interiores de Berlín fumaba dos paquetes diarios. «Cualquier marca me servía —nos cuenta—, pero mi preferida era Ernte 23.» Un día su cuerpo dijo basta: Behrend tenía tan sólo cincuenta y dos años cuando, tras la cena, su mano derecha cayó inerte sobre su plato. Su pierna carecía también de fuerza, Behrend farfullaba y la comisura de sus labios caía hacia abajo: los síntomas de un ictus de intensidad leve. Sin embargo, para este fumador empedernido el «pequeño ictus» no constituyó un motivo para cambiar su vida. Las señales de su parálisis no eran tan graves como para impedirle proseguir con su vicio. «Todavía podía sujetar la colilla con el otro lado de la boca.» Los síntomas de este leve ictus fueron remitiendo. Seis años —y ochenta y siete mil cigarrillos — más tarde todavía le molestaba la pierna derecha. Como había seguido fumando sin control y apenas se movía, la pierna estaba fría y presentaba una tonalidad azulada. En su interior, las tres arterias de la parte inferior estaban ocluidas. La sangre ya no irrigaba de manera suficiente un tejido que comenzaba a necrosarse por este motivo: en el dorso del pie y en la pantorrilla aparecieron dos heridas que supuraban. Durante un año, un dermatólogo las trató con pomada, pero las llagas se volvían más y más grandes. Los médicos se plantearon amputar la pierna por debajo de la rodilla. Hoy Behrend tiene sesenta y siete años y se encuentra mucho mejor. Sonriente, entra en un bar de excursionistas y pide un café.1 Conserva su pierna y las terribles heridas se han cicatrizado. También en el interior su pierna está sana, como puede verse en una ecografía: junto a los vasos sanguíneos obstruidos se han generado arterias fuertes y sanas que han curado la pierna desde dentro. Behrend se inclina hacia atrás, relajado. «Jamás habría pensado que esto fuera posible», dice. Esta mejoría puede parecer un milagro. Pero, en realidad, Gero Behrend sólo ha modificado el comportamiento de los genes de sus vasos sanguíneos. El mecanismo, poco conocido hasta el momento, se denomina arteriogénesis y puede reproducirse en cualquier individuo. LA FUERZA DE LA SANGRE ESTIMULA A LOS GENES En el organismo existen pequeños vasos sanguíneos junto a las arterias que a menudo sólo tienen 10 mm de grosor. Se denominan vasos colaterales y pueden formar un baipás natural: ante el estrechamiento paulatino de una arteria, la sangre debe buscar nuevas vías y fluye con más fuerza por los pequeños vasos colaterales, que gracias al estímulo del torrente sanguíneo se convierten, poco a poco, en arterias a pleno rendimiento.


Mientras los médicos buscan el «gen responsable del riesgo de sufrir arterioesclerosis» y aseguran haber localizado algunos «genes del infarto», el descubrimiento de la arteriogénesis proporciona a la medicina un nuevo enfoque. La salud del aparato circulatorio no está programada en los genes, como pretenden hacernos creer algunos científicos (una excepción sería la hipercolesterolemia familiar, muy poco frecuente).2 En cambio, el estilo de vida sí resulta decisivo para el estado de nuestros vasos sanguíneos. Aunque nuestro abuelo y nuestro padre hayan sufrido infartos, éste no tiene por qué ser nuestro destino, mientras cuidemos bien nuestras arterias. Y para eso nunca es demasiado tarde, como demuestra el descubrimiento de la arteriogénesis. Incluso los órganos y los tejidos esclerosados pueden regenerarse si estimulamos el torrente sanguíneo. El baipás biológico no tiene efectos secundarios y promete una curación natural. Uno de los pioneros en este tratamiento es Wolfgang Schaper, profesor emérito del Instituto Max Planck de Investigación Cardíaca y Pulmonar en Bad Nauheim. Tras décadas de duro trabajo, descubrió que el aparato circulatorio no es una estructura estática, sino asombrosamente maleable. En uno de sus experimentos, Schaper ligó la arteria femoral de una de las patas de atrás de una cobaya, para obligar a la sangre a circular por los pequeños vasos periféricos, los vasos colaterales. Al principio éstos eran demasiado estrechos, pero poco a poco fueron ensanchándose, hasta convertirse en una circunvalación vascular. Había construido un baipás natural. Este fenómeno responde a una ley biofísica: cuando la sangre fluye más rápido y con más potencia por una arteria, ésta aumenta su diámetro. Ivo Buschmann, un cirujano vascular del hospital Charité de Berlín, afirma: «La aceleración del torrente sanguíneo, un mayor impulso de la sangre, estimula la arteriogénesis». Por ese motivo, el ejercicio físico regular es tan beneficioso para el corazón, y el infarto es un fenómeno desconocido entre los pueblos indígenas. También los miembros más activos de la sociedad industrializada viven muchos más años que los sedentarios. Algunas personas mayores aficionadas al footing tienen las arterias obstruidas a causa de su edad avanzada, pero no presentan molestia alguna. El orgullo resuena en las palabras de Ivo Buschmann: «Se han construido su propio baipás». La arteriogénesis es un servicio de rescate que surgió en la evolución. Los médicos no sólo han comprobado su funcionamiento en las piernas, sino también en la cadera, en el cerebro y en el corazón. El aumento de impulso en el torrente sanguíneo tiene un efecto en las células de los vasos y activa diversos genes en sus núcleos. Como consecuencia, se genera una proteína que atrae a los monocitos de la sangre. Éstos acuden apresurados, estimulan el crecimiento y desencadenan, así, la transformación de los vasos colaterales en arterias plenamente operativas.3 Sin embargo, esta restauración se reduce o sencillamente no funciona si la persona sigue fumando o no hace ejercicio. Además, la construcción de este baipás natural dura varios días o semanas, por lo que la arteriogénesis no sirve como solución de urgencia después de un ictus o de un infarto agudo de corazón. Por este motivo, los investigadores intentan mejorar artificialmente este mecanismo. En diversos experimentos, se suministraron por vía inyectable sustancias para impulsar la arteriogénesis. Por desgracia, este método no siempre resultó beneficioso para el paciente. Más bien


al contrario: las sustancias, extrañas para el organismo, funcionaban como un agente infeccioso y, en algunos casos, llegaron a provocar infartos de corazón, así como un empeoramiento de la arterioesclerosis. PANTALONES INFLABLES CONTRA EL INFARTO Ivo Buschmann, su mujer Eva y otros colaboradores del hospital Charité en Berlín intentan activar la arteriogénesis impulsando el torrente sanguíneo de forma artificial. Con este objetivo, organizaron un estudio con enfermos de corazón, entre los que se encontraba Holger Schulze, un perito de automóviles de cincuenta años de Brandemburgo.4 Como Gero Behrend, también Holger Schulze se ha convertido en un caso para los médicos a causa del exceso de nicotina y el escaso ejercicio físico que ha definido su vida. Las arterias de Schulze presentan depósitos calcáreos y estrechamiento de las paredes. Pero puede que hoy una terapia innovadora logre ayudarlo. Holger Schulze está sentado en una camilla en el Hospital Evangélico del barrio berlinés de Lichtenberg y espera a que dé comienzo el procedimiento. Schulze lleva puestos unos pantalones azules que tienen insertados tres finos tubos. Eva Buschmann presiona un botón. Se escucha un zumbido y, de repente, unas ondas fluyen a través del cuerpo de Schulze. Primero se levantan bruscamente los pies, después los muslos y por último las dos extremidades inferiores al completo. Quien viera el cuerpo de Schulze vibrar, levantándose y agitándose, pensaría que lo están torturando. Pero Holger Schulze parece muy feliz. «Estupendo —exclama desde la camilla—, me siento como si hubiese bebido de la fuente de la eterna juventud.» Los pantalones azules tienen tobilleras inflables, que pueden ser hinchadas por partes. Con cada impulso de aire, la sangre se propulsa hacia la parte superior del cuerpo: estos extraños pantalones simulan así el comportamiento del flujo sanguíneo, mientras el organismo se mueve. Por ese motivo Holger Schulze se siente tan bien: su cerebro segrega endorfinas, como lo haría si Holger estuviera dando un paseo por el bosque. Estos sentimientos de alegría son sólo un efecto secundario de los «pantalones del corazón», como los denominan los investigadores. El objetivo principal de esta prenda es contribuir a que la sangre fluya con más fuerza: los pantalones incrementan la fuerza de empuje de la sangre en el corazón y estimulan, de este modo, la arteriogénesis. Durante siete semanas, los médicos permitieron que Holger Schulze y otros quince pacientes saborearan las bondades de los pantalones del corazón. Tras este tratamiento, los médicos examinaron el corazón de los voluntarios y encontraron pruebas indiscutibles de un incipiente baipás biológico. Eva Buschmann, responsable de este proyecto, afirma admirada: «El rendimiento de la circulación periférica ha mejorado en un 87 por ciento». En al menos seis de los dieciséis voluntarios, los síntomas remitieron de forma significativa. Entre ellos, Holger Schulze. Como en su cuerpo han crecido varias arterias periféricas, ya no resulta necesario recurrir al ensanchamiento artificial de una arteria con una angioplastia, como se había planeado. Ivo Buschmann y su equipo buscan participantes para realizar más estudios y poder así


documentar la utilidad de los pantalones del corazón. Su objetivo es probar su tratamiento con trescientos pacientes con dolencias cardíacas, pero también con doscientas cincuenta personas con arterias ocluidas en las piernas y con cincuenta voluntarios con vasoconstricción cerebral.5 De todas formas, para los médicos este pantalón (que, por cierto, cuesta alrededor de noventa mil euros, con el hinchador incluido) no debe sustituir el ejercicio físico. Ivo Buschmann se muestra autoritario y dice: «Precisamente, lo que no queremos es que los pantalones trabajen mientras nosotros vemos la televisión». Sin embargo, el aparato —recién diseñado— podría ser empleado de forma permanente por pacientes que, por una amputación u otro tipo de discapacidad, no pueden caminar. En otros pacientes, los pantalones están concebidos para contribuir a activar los genes en los vasos sanguíneos. Tan pronto como haya comenzado el proceso de arteriogénesis, el paciente deberá impulsar por sí mismo la fuerza del flujo sanguíneo por medio del ejercicio físico regular. El ejercicio constituye el método más efectivo y natural de impulsar el desarrollo de nuevos vasos. El cardiólogo y corredor de maratón Christian Seiler, del Inselspital de Berna, ha comprobado la autenticidad de esta afirmación en su propio organismo.6 Cuando tenía cuarenta años, este médico, que es pura fibra, corrió entre ocho y diez horas cada semana durante un período de cuatro meses. A lo largo de este tiempo, sus colegas examinaron la reacción de su corazón: el entrenamiento elevó en un 60 por ciento la circulación en sus vasos colaterales. Aunque Seiler tenía una salud de hierro, quería comprobar en qué medida las arterias esclerosadas se benefician del ejercicio físico. En uno de sus experimentos, animó a veinticuatro pacientes con dolencias cardíacas a practicar deportes de resistencia de forma moderada (cinco días a la semana durante treinta minutos). Sólo después de tres meses el resultado era evidente: el movimiento tenía el mismo efecto que un medicamento, y, como éste, el ejercicio también podía dosificarse con precisión. Cuanto más entrenaba una persona, mayor era el número de baipás naturales que se creaban. Antes de comenzar, las personas que ya sufren una enfermedad coronaria deberían acordar el programa de ejercicio con un especialista en angiología. En primer lugar, para que la arteriogénesis pueda desplegar todas sus virtudes, es necesario tratar previamente algunos puntos en los que la arteria está visiblemente estrechada, explica Karl-Ludwig Schulte, jefe de servicio del Centro Vascular de Berlín. «Es necesario solucionar un estrechamiento en la pelvis, para que la sangre pueda fluir hasta las piernas y permitir que crezcan los vasos colaterales en las extremidades.» Un tratamiento que combinaba la cirugía y el movimiento curó también a Gero Behrend. Durante una operación de más de siete horas, los médicos le implantaron una vena para irrigar la pierna derecha. Posteriormente, cerraron las heridas con piel de las caderas. Estas operaciones suponían verdaderas proezas quirúrgicas. Pero, para que la pierna se curase por completo, faltaba algo que únicamente podía conseguir el paciente. Gero Behrend cuenta: «Pensé que, si seguía comportándome como antes, nunca mejoraría». Después de cuarenta y dos años, dejó de fumar y comenzó a dar largos paseos para impulsar la circulación en sus piernas. «Mis nuevas arterias son un regalo.»


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LAS GLÁNDULAS NO NOS HACEN ENGORDAR En 2004 nació una niña en Leipzig que siempre tenía hambre. En cuanto veía el pecho de su madre, comenzaba a agitarse. A continuación, aunque hubiese comido momentos antes, tragaba enormes cantidades de leche. A los pocos años de edad se abalanzaba sobre las papillas, los purés, la carne, el pollo, el pescado, las zanahorias y las patatas, y repetía y repetía de todos los platos. En la guardería se convirtió en una célebre ladrona de alimentos: tan pronto como terminaba su propia comida, les birlaba a los otros niños la suya y se la metía, veloz, en la boca. La niña tiene cuatro años cuando los padres deciden acudir al Policlínico Infantil y Juvenil de la Universidad de Leipzig.1 Con su 1,12 m de altura, es excesivamente grande para su edad. Por lo demás, aunque presenta un ligero sobrepeso, se ha desarrollado con normalidad y está sana. En los últimos meses, la madre ha decidido controlar su ingesta de alimentos, limitándola a una cantidad determinada, lo que la niña sorprendentemente ha aceptado sin protestar. No tiene hermanos y los demás familiares son delgados, a excepción de los abuelos, que sí tienen algunos kilos de más. Los médicos están fascinados con la niña que siempre tiene hambre, y acuerdan con la madre y las educadoras que realizarán un experimento un tanto particular. Durante cinco días la madre alimentará a la niña con las restricciones habituales y anotará todo cuanto ingiere, hasta la última miga. Sin embargo, durante los cuatro días siguientes la madre y las educadoras implicadas le darán vía libre. Podrá comer cuando y cuanto desee e incluso decidir qué comidas prefiere: chocolate y milanesa, salchichas y golosinas. Durante estos cuatro días la niña satisface todos sus caprichos e ingiere un 32 por ciento más de energía, sobre todo en forma de proteína y grasa. ¿Qué provoca esta hambre desmedida? Los médicos piensan que se trata de un capricho de la naturaleza y proponen examinar el genotipo de la pequeña. En un gen (del receptor de melanocortonina-4, mc4r), que está presente en las células del hipotálamo, encuentran una mutación mínima. Una base del ADN (una citosina) ha sido intercambiada por otra (una timina). El error tiene consecuencias: algunos circuitos del hipotálamo están alterados, y por este motivo la niña no tiene nunca la sensación de estar satisfecha. ¿Un ataque de hambre porque los genes así lo quieren? Esta predisposición genética sirve de explicación para muchas personas. Una médica de la comarca de Wetterau, al norte de Fráncfort, lo experimenta cada día en su consulta. En Wetterau la obesidad es casi un mal endémico, relata la médica. Entre sus pacientes con sobrepeso se encuentran una mujer con un índice de masa corporal de 58 (a partir de 30 podemos hablar de obesidad) y un niño que a los nueve años ya presenta esteatosis hepática o hígado graso. «Cada día viene gente —cuenta— suplicándome que les examine las glándulas para saber si son las culpables.»


Los países occidentales invierten ingentes cantidades en investigación para responder a esta pregunta. Los genetistas y los matemáticos han analizado el genotipo de diferentes grupos sociales. Han examinado alrededor de trescientas cincuenta mil posiciones de la secuencia de ADN, es decir, más del 75 por ciento del total del genoma. Hace tiempo que la ciencia viene anunciando el descubrimiento de genes responsables de la gordura: algunos de estos anuncios eran prematuros o resultaron ser descubrimientos fantasma (entre ellos, los relacionados con los genes gap, enpp1 y insig2), de tal manera que, actualmente, sólo podrían tenerse en cuenta dos segmentos de ADN.2 Uno de ellos es el mencionado mc4r, que regula el apetito desde el hipotálamo. A pesar de que una mutación de dicho gen podría influir en el apetito del individuo, no sirve de excusa para la obesidad, pues incluso en personas que presentan un sobrepeso alarmante la mutación del gen mc4r sólo aparece en un 2,5 por ciento de los casos y únicamente en un 1,6 por ciento si se trata de niños.3 El otro segmento de ADN que quizás favorezca el sobrepeso ha sido bautizado con la denominación fto (la abreviatura de su nombre en inglés, fat mass and obesity associated). Todos somos portadores del gen fto, pero la ciencia ignora todavía cuál es su función. Sin embargo, se sospecha que podría estar implicado en regular el peso corporal a través del sistema integrado por el hipotálamo, la hipófisis y las glándulas suprarrenales, porque es precisamente aquí donde es más activo. Del gen fto existen al menos dos variantes que actúan en las células de forma diferente y tienen, por lo tanto, distintas consecuencias para nuestro peso corporal. Las personas que tienen dos genes fto con alteraciones pesan una media de tres kilos más que los portadores de dos genes normales.4 Sin embargo, no es tan sencillo diferenciar cuál de las variantes es normal y cuál no lo es, porque ambas son muy habituales en nuestro genotipo. Cuando se han realizado estudios con sujetos europeos de tez clara, los resultados han mostrado que el 16 por ciento de la población ha heredado la variante «dura» de la madre y del padre y, por lo tanto, son portadores de dos copias. Pero más de la mitad de la población ha heredado una variante dura y otra débil. Por lo que, según las estadísticas, pesan un kilo y medio más que las personas con dos variantes débiles. A la vista de estos datos, el gen fto no puede utilizarse como excusa para explicar el sobrepeso masivo, pues su influencia es casi insignificante y además puede ser neutralizada por el estilo de vida, como demostraron investigadores estadounidenses en un estudio que reunió a más de setecientos voluntarios, hombres y mujeres pertenecientes a la comunidad amish y residentes en la ciudad de Lancaster en Pennsylvania.5 En primer lugar, los científicos constataron que algunos miembros de la comunidad amish eran portadores de las dos variantes duras del gen fto. Como era de esperar, estas personas pesaban alrededor de tres kilos más que los sujetos con dos variantes débiles del gen. No obstante, a los investigadores los aguardaba una sorpresa: entre los amish había un grupo de personas en el que no se daba la correlación estadística entre la presencia del gen fto y el sobrepeso. A pesar de ser portadores de las dos variantes «duras», ninguno de los adultos de este grupo tenía un peso excesivo. Los investigadores descubrieron que todo radicaba en el estilo de vida que seguían. Como su religión prohíbe a los amish que utilicen vehículos de motor o máquinas, o sólo les permite usarlos de un modo muy restringido (existen grandes diferencias entre las comunidades amish en cuanto a los medios técnicos que pueden emplear), los miembros de estos grupos realizan un intenso trabajo físico. Así, los hombres y las mujeres que eran especialmente activos físicamente y quemaban


una media de 900 kilocalorías diarias, podían eludir por completo los efectos de la variante «dura» del gen fto. Los investigadores no sólo midieron el efecto de forma aislada, sino que demostraron que éste se activa con un consumo de energía mínimo.6 Cuando hacemos algo de ejercicio, por ejemplo, damos un paseo largo o salimos a caminar por el bosque, no sólo quemamos calorías, sino que modificamos la actividad de los genes en el hipotálamo (el centro del hambre) y desactivamos el efecto del gen fto de abrir el apetito. Otra muestra más de cómo el estilo de vida puede determinar la herencia genética. El ejemplo de los amish ilustra cómo el ejercicio físico tiene una influencia mucho mayor sobre el cuerpo que los genes. Los genes no nos hacen engordar, sino el modo en el que organizamos nuestra vida, si trabajamos en una oficina, si vamos en coche a trabajar o permitimos que nuestros hijos vayan a pie al colegio. En Nueva York un grupo de investigadores examinó el índice de masa corporal de más de trece mil ciudadanos. Los voluntarios constituían un variado collage de etnias, con humildes inmigrantes y ricos banqueros provenientes del Bronx, de Manhattan o de alguno de los otros tres distritos de Nueva York. ¿Por qué algunos voluntarios estaban delgados y otros sufrían exceso de peso? Los investigadores examinaron los respectivos lugares de residencia y determinaron cuántas paradas de autobús, estaciones de metro, cruces de calles o calles comerciales había a su alrededor. El estudio puso de manifiesto que es posible establecer paralelismos entre el peso de los neoyorquinos —sea cual sea su origen— y el barrio donde residen. Según este estudio, el entorno tendría un mayor impacto sobre la talla de las personas que la herencia genética. Así, cuantas más aceras había y mejores eran los accesos a la zona para los peatones, más delgados estaban los residentes de Nueva York.7 En Bonn y en otras siete ciudades europeas, se realizó un estudio similar, que arribó a conclusiones muy parecidas.8 Si cuentan con zonas verdes y un entorno agradable para caminar, los ciudadanos se moverán más y lograrán reducir en un 40 por ciento su posibilidad de desarrollar sobrepeso. Sin embargo, para las personas que viven en distritos más humildes con pocas zonas verdes, salir a pasear resulta mucho más complicado. En estos barrios, claramente «adipógenos», el índice de sobrepeso aumenta un 50 por ciento. El pueblo indio pima ha servido a la ciencia para analizar la influencia del entorno inmediato sobre los genes. Los pimas viven en la reserva Gila River, en el tórrido estado de Arizona, en cuyos valles sus antepasados se asentaron hace dos mil años. En aquel tiempo, este pueblo utilizaba un sofisticado sistema para regar sus campos y paliaban así la escasez de agua. Además se nutrían de frutos de los bosques y salían a cazar. La llegada de los conquistadores españoles no modificó su modo de vida. Pero, a finales del siglo XIX, los colonos de otros estados norteamericanos arribaron a sus asentamientos y amenazaron con robarles el agua. Sin agua, los pimas no podían mantener el estilo de vida que habían conservado durante generaciones ni tampoco trabajar sus campos. Dependían por completo de estos conquistadores estadounidenses, que enviaron a los pimas a reservas situadas en medio del desierto. Hace más de cuarenta años, una expedición de la autoridad sanitaria estadounidense (NIH) visitó la reserva india en Gila River. Los miembros del grupo incluían a algunos médicos que pretendían averiguar si los indios pimas enfermaban con más frecuencia de artritis reumatoide que los indios pies negros que vivían en Montana, un estado situado mucho más al norte. Sin embargo, cuando vieron a los habitantes de la reserva, comprendieron que tenían problemas de salud muy


diferentes: el sobrepeso de los pimas era excepcional, incluso para parámetros estadounidenses. Los investigadores decidieron poner todo su empeño en identificar la causa de tal gordura. Movilizaron a miles de voluntarios, a los que extrajeron muestras de sangre. También les tomaron medidas, examinaron sus ojos y sus riñones. Finalmente, establecieron relaciones de parentesco. El diagnóstico fue estremecedor: los pimas no sólo tenían sobrepeso, su índice de diabetes mellitus tipo 2 batía todos los récords. ¿Cuál podía ser la causa? Tendrían que pasar treinta años antes de que los investigadores lograsen encontrar una respuesta definitiva. Uno de los integrantes de la primera expedición del NIH, el epidemiólogo Peter Bennet, había escuchado a los indios hablar de un grupo de pimas que se había librado de la reserva. Ni siquiera vivían en Arizona, sino en las inaccesibles montañas de Sierra Madre, al noroeste de México. Aislados del mundo, los pimas de esta comunidad habían conservado sus costumbres y su estilo de vida. Bennet recorrió el arduo camino hasta Sierra Madre y encontró a la tribu en las montañas. Los indios vivían en chozas de adobe y madera a 1.600 m sobre el nivel del mar. Plantaban patatas, judías y maíz en las colinas próximas. Aproximadamente mil años atrás, este grupo se había separado del resto de su pueblo y sobrevivía en las apartadas montañas. Cuando Bennett y sus colaboradores llegaron al asentamiento, fueron recibidos con curiosidad. Los pimas se interesaron por el trabajo de los visitantes, y diecisiete mujeres y veintitrés hombres se ofrecieron como voluntarios para una exploración médica que proporcionaría a los investigadores información sobre su salud.9 Los científicos compararon estos datos con los que habían recogido en la reserva de Arizona. Éste fue el resultado:

El último dato revela el secreto: los pima que habitan en México se mueven mucho más. En la inhóspita Sierra Madre, cultivan el suelo con sus brazos, y éste no es el único esfuerzo físico que realizan, pues también trabajan en las minas de la región y tienen que serrar madera. Necesitan caminar largas distancias para conseguir agua potable y sus comidas se preparan a la antigua usanza, con mucha fibra, poca grasa y azúcar (la alimentación de los pimas de Estados Unidos contiene un 62 por ciento de hidratos de carbono, la de los mexicanos sólo un 49 por ciento). Sin embargo, aunque la dieta desempeña un importante papel, el elemento que decide si un pima será delgado o tendrá sobrepeso es el ejercicio físico que realiza.


En la literatura científica y en artículos de revistas especializadas, aparecen con frecuencias titulares sensacionalistas que anuncian la predisposición genética de los pimas a padecer obesidad. ¡Qué mentira! Los pimas están enfermos porque se los ha despojado de su estilo de vida tradicional y se los ha enviado a vivir en reservas. Se estima que alrededor de cien o doscientos genes están implicados en determinar la cantidad de energía que un hombre consume, el modo en el que quema los alimentos y cuánta grasa almacena. De estos datos no podemos extraer información sobre grupos de riesgo, sino sencillamente variantes biológicas. Tomemos a dos personas: aunque coman y se muevan en igual medida, una de ellas tendrá tendencia a estar delgada, mientras que la otra engordará con más facilidad. No obstante, estas tendencias genéticas no son suficientes para explicar la obesidad que padece la humanidad desde hace sólo unas cuantas décadas. También de esto nos habla la historia de la niña de Leipzig cuyo apetito nunca se sacia. Cuando los médicos le diagnosticaron la mutación del gen mc4r, los padres, además de limitar sus comidas y controlar su peso en la balanza de casa, animaron a la niña a practicar mucho ejercicio. Con estas medidas tan sencillas han logrado neutralizar su propensión a engordar. En este sentido, la madre constituye un ejemplo para la pequeña: como se alimenta bien y hace mucho ejercicio, siempre ha sido una mujer delgada y ágil. Y eso a pesar de que es portadora, como su hija, de la mutación de mc4r, como averiguó cuando los médicos de la Universidad de Leipzig analizaron su sangre. Nada le había hecho nunca sospechar la existencia de esta supuesta predisposición genética.

Triángulo de control del balance energético El balance energético de una persona depende sólo marginalmente de la genética y mucho más de los factores vinculados a nuestro estilo de vida. Como no podemos reducir nuestras ganas de comer pasado un determinado umbral, las dietas draconianas están abocadas al fracaso. El límite superior, no obstante, no existe: por este motivo, las personas que ingieren alimentos de forma permanente pueden alcanzar un peso corporal de 500 kilos o más. Fuente: Hans-Georg Joost. Instituto Alemán de Investigación Alimentaria-Potsdam Rehbrücke


EPÍLOGO

LA ASOMBROSA CAPACIDAD DE TRANSFORMACIÓN DE NUESTROS GENES Diez años después de que se determinase la secuencia completa del genoma humano, la ciencia no ha logrado anunciar la curación de ninguna de las grandes enfermedades endémicas y los protocolos clínicos apenas se han beneficiado de la «revolución genética». Pese a todo, la genética se ha convertido para muchos en una nueva religión. La fe en la omnipotencia de la biología proporciona consuelo y nos libera de responsabilidades, porque nuestro destino, dicen, está escrito en los genes. No obstante, esta fe en los genes tiene, en realidad, consecuencias fatales. En su afán por atrapar al fantasma genético, los científicos malgastan miles de millones. A cambio, sólo ofrecen a la sociedad un montón de asociaciones genéticas imposibles de digerir. Aunque la ciencia pretende que creamos en el progreso, por ahora la humanidad no está más sana ni se siente más feliz. Tomemos como ejemplo la gerontología. Los biólogos tratan sin descanso de localizar el gen responsable de la longevidad, y no advierten que son otros los factores que propician una vida sana y feliz. Sin duda, sería mucho más productivo investigar el impacto del entorno sobre nuestra salud y nuestro cerebro. Un enfoque que, sin embargo, parece no tener ningún futuro en la era de la biomedicina, que ha reducido al hombre a su estructura molecular.

El entorno influye en los genes Esta incondicional fe en la genética resulta más peligrosa para las personas solitarias, que creen que sus problemas físicos y psicológicos tienen una raíz biológica irremediable. La falta de esperanza las empuja a la pasividad, a cobijarse en un nihilismo genético, y esperan, sin hacer nada, que su destino se cumpla.


Reconocer que esta actitud es errónea no es una cuestión de ideología o mentalidad. No se trata de decidir si el péndulo se decanta por los genes o por el entorno. En realidad, la misma genética ha demostrado ya que los genes no son omnipotentes. Durante años los investigadores han examinado a cientos de miles de gemelos en todo el mundo y han comprobado que el impacto de la herencia es mínimo. En lo que a nuestra salud se refiere, los genes sólo son responsables del 30 por ciento. El 70 por ciento restante depende de nosotros. Surge aquí la epigenética, ese eslabón que une la cultura con nuestra herencia genética: los genes no nos controlan, pero nosotros sí podemos controlarlos. Los genes tienen una asombrosa capacidad de transformación e incluso pueden transmitir de generación en generación las experiencias que en ellos se imprimen. LA MEMORIA DE NUESTRO CUERPO Uno de los más asombrosos descubrimientos de la epigenética es que las células pueden transmitir sus experiencias a las células hija. Este proceso en las células corporales ha sido documentado científicamente. Se sabe que las células transmiten su signatura epigenética a las células hija durante la división celular. Lo que resulta más controvertido es si las personas pueden transmitir estas experiencias a través de sus gametos, es decir, del óvulo y del espermatozoide, dejándolas en herencia a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Si así fuera, nuestro estilo de vida actual tendría repercusiones para nuestros hijos, nietos, biznietos y tataranietos. De la misma forma, nuestro cuerpo sería portador de las experiencias de nuestros padres, abuelos y tatarabuelos. ¿Influirá lo que una mujer come en el organismo de sus nietos? ¿Transmitirán las personas que han tenido experiencias traumáticas esos recuerdos a las generaciones venideras? Algunos científicos aseguran contar con evidencia que demostraría que la epigenética se transmite de generación en generación. En los años ochenta, por ejemplo, se realizó un estudio con personas de Överkalix, una pequeña comunidad situada en el norte de Suecia. Este apartado pueblo resultaba muy atractivo para la medicina social, porque contaba con un minucioso registro local que revelaba que los años 1800, 1812, 1821, 1836 y 1856 habían sido testigos de muy malas cosechas y de hambrunas entre la población. Por el contrario, en los años 1801, 1822, 1828, 1844 y 1863 el campo proporcionó muchas alegrías y los habitantes tuvieron más alimento del que necesitaban. El médico Lars Olov Bygren deseaba averiguar si estos ciclos de carestía y abundancia habían dejado huellas en la población: no sólo en los ciudadanos de aquel entonces, sino también en sus hijos y nietos. Para ello, estudió los datos de casi cien personas nacidas en Överkalix en 1905. Gracias al registro histórico, pudo comprobar los datos de los padres y abuelos y también calcular lo bien o mal alimentados que habían estado sus antepasados. En opinión de Bygren, los resultados eran muy esclarecedores: los hombres que habían pasado hambre durante su juventud tenían nietos extraordinariamente longevos. Animado por sus conclusiones, Bygren decidió localizar otros ejemplos similares. Junto con un grupo de investigadores británicos, recogió los datos de ciento sesenta y seis hombres que habían comenzado a fumar en exceso antes de cumplir los doce años. Todos ellos habían traído al mundo hijos que, a la edad de nueve años, ya sufrían sobrepeso.


¿Sería posible que las experiencias de hambre y tabaquismo hubiesen modificado la signatura epigenética en las células sexuales de estos chicos? Se trata sólo de una especulación. Los registros históricos no aportan más información sobre otros aspectos medioambientales que también podrían haber afectado a los hijos. Y tampoco será posible comprobar jamás si la estructura epigenética de las células del esperma de los padres había experimentado alteraciones. También el biólogo molecular Michael Skinner ha realizado experimentos con animales para comprobar si las células del esperma pueden transmitir huellas epigenéticas a las generaciones futuras. En el marco de un estudio, inyectó un fungicida denominado vinclozolina a ratas embarazadas. Finalizada la gestación, las ratas dieron a luz machos poco fértiles. Asimismo, en las cuatro generaciones posteriores casi todos los machos presentaban un cierto grado de esterilidad que radicaba, sin duda, en una metilación alterada del ADN.1 Si lo extrapolamos al ser humano, esto podría significar que, si la abuela ha estado expuesta a productos químicos durante su embarazo, sus nietos podrían sufrir las consecuencias. Sin embargo, existen muchas incongruencias en el estudio de Michael Skinner y su equipo. En un artículo publicado en 2006 describían cómo la vinclozolina había modificado la estructura epigenética de una serie de genes. Pero, tres años después, se vieron obligados a retractarse porque uno de los investigadores había manipulado sus datos. Por otra parte, otros grupos de investigación de Japón, Alemania y Estados Unidos realizaron experimentos similares con el fungicida y no lograron determinar que sus efectos nocivos se transmitiesen de generación en generación.2 Otros resultados también ponen en entredicho la posibilidad de que los cambios en la estructura epigenética se transmitan a otras generaciones. En 2004, por ejemplo, un grupo de investigadores australianos anunció por todo lo alto que incluso las enfermedades tumorales podrían heredarse durante generaciones a través de los mecanismos epigenéticos y, más concretamente, por medio de las células del esperma con alteraciones en el proceso de metilación. Sin embargo, tres años más tarde, uno de los autores rectificó y publicó una nueva conclusión en la revista Nature Genetics: la revisión del experimento había revelado que los espermatozoides no habían experimentado alteración alguna durante el proceso de metilación.3 Por otra parte, la biología también parece negar que las alteraciones epigenéticas puedan transmitirse a través de las células sexuales. Tras la fusión del óvulo y el espermatozoide, la estructura epigenética de éstos debería suprimirse para que crezca un nuevo organismo. No podemos descartar que el patrón genético original se transmita debido a un fallo, pero se trata de una circunstancia excepcional. Por norma general, la estructura epigenética del embrión es una tábula rasa, y esto constituye una buena noticia, pues significa que llegamos al mundo sin herencia epigenética alguna. No obstante, inmediatamente después de la fecundación, los factores medioambientales empiezan a actuar sobre los genes. La impronta de los genes comienza en el útero materno y se desarrolla durante toda la vida, moldeando la historia del individuo en sus genes. Todos escribimos nuestra autobiografía en las moléculas y determinamos cómo se modelan nuestro cuerpo y nuestra mente. Los genes no son estáticos, sino que están definidos por un marcado dinamismo.


La metilación y la acetilación son reacciones químicas reversibles y podemos actuar sobre ellas. Ésta es la gran esperanza de la farmacología, que realiza ya pruebas con sustancias que tienen un efecto directo sobre la epigenética, más concretamente sobre las enzimas que son responsables de la metilación y la acetilación. Sin embargo, debemos ser muy cautos.4 Es poco probable que las sustancias farmacológicas puedan intervenir en la epigenética con un objetivo específico sin desorganizar esta estructura tan compleja. Los efectos secundarios parecen inevitables. Basta recordar lo sucedido con la azacitidina, el medicamento anticancerígeno mencionado en el capítulo 10. En teoría, la sustancia activa los genes supresores tumorales, frenando el crecimiento del tumor. Pero la azacitidina también podría activar oncogenes, lo que potenciaría la aparición de nuevas células cancerosas. Afortunadamente, existe otra posibilidad de actuar sobre la epigenética, una posibilidad que carece de efectos secundarios y que está al alcance de nuestra mano: nuestro estilo de vida. El modo en el que vivimos tiene un impacto sobre nuestros genes y determina la evolución de nuestro potencial biológico. Junto con la epigenética, durante la evolución desarrollamos un mecanismo que permite a nuestro cuerpo y a nuestra mente reaccionar con rapidez ante las influencias del entorno. Ahora podemos aprovecharnos de esta experiencia: siempre que hagamos algo que favorezca nuestro organismo, estaremos modificando la signatura epigenética en nuestro propio beneficio. Los diferentes ejemplos expuestos a lo largo de este libro lo prueban: un estilo de vida sano tras el diagnóstico de cáncer contribuye a silenciar los genes peligrosos; los pacientes que practican algún deporte de resistencia después de un infarto impulsan la aparición de nuevos vasos sanguíneos; las personas que meditan incrementan el volumen de su materia gris. En pocas palabras: podemos determinar el modo en el que se modela nuestro aspecto actuando sobre el nivel molecular. Tomemos la musculatura como ejemplo: la mayoría de las personas llegan al mundo con un amplio abanico de fibras musculares. Los que tienen muchos músculos de tipo 1 tenderán a ser fibrosos, como los corredores de fondo. Sin embargo, quien se asemeje más a un velocista o a un atleta tendrá más fibras musculares de tipo 2. La división de las fibras en «los diferentes tipos de músculos está determinada en gran parte por nuestros genes» y, por lo tanto, según el consenso actual, no es posible variarla.5 No obstante, los fisiólogos han averiguado que esta suposición no es correcta, pues es posible remodelar los músculos con un entrenamiento específico. Los músculos de los que comienzan a correr distancias largas se prolongan y se convierten en músculos de tipo 1. Antaño los médicos aconsejaban a quien quisiera tener una vida larga y sana que se buscase unos buenos padres. La influencia de los genes en la esperanza de vida siempre se ha exagerado, pues, en realidad, la genética sólo influye en los años que viviremos en un 20 o 30 por ciento. Estudios con gemelos de Dinamarca, Finlandia y Suecia, que fueron monitorizados durante más de noventa años, demostraron que la influencia de la genética en la mortalidad antes de los sesenta años es mínima. Y, en el caso de los individuos más longevos, la influencia es sólo «moderada».6 Es decir, los años que vivimos y cómo los vivimos es algo que depende básicamente de nosotros. «Podemos influir mucho en el proceso de envejecimiento —dice James Vaupel, el director del Instituto Max Planck de Investigación Demográfica de Rostock—. Un entorno apropiado nos permitirá prolongar de forma considerable nuestra vida, incluso si comenzamos a una edad avanzada.»


El lugar de residencia resulta mucho más determinante que la herencia genética. La ciudad de Washington constituye un magnífico ejemplo: el metro la cruza hasta la comarca de Montgomery, en el estado vecino de Maryland. La esperanza de vida de quienes residen en poblaciones situadas a lo largo de la línea de metro se incrementa en medio año por cada milla recorrida: los hombres que viven alrededor de la primera parada, en el centro de la ciudad, son pobres y viven un promedio de 57 años; en las inmediaciones de la última parada, habitan hombres más ricos y con una esperanza de vida de 76,6 años.7 La epigenética es el eslabón que vincula el entorno con nuestros genes. Que un gen sea «bueno» o «malo» depende también de cómo lo tratemos. El estilo de vida se refleja en la impronta epigenética. En el tejido cardíaco de los pacientes con insuficiencia cardíaca, algunos genes han metilado con más intensidad que en las personas sanas.8 Las células de la piel que han estado expuestas al sol tienen un patrón de metilación diferente al de las que nunca han estado en contacto con los rayos solares. Nuestra forma de envejecer viene acompañada de alteraciones en el epigenoma. Quién sabe, quizás algún día los científicos puedan averiguar cómo ha vivido una persona examinando su impronta epigenética. ¿Recibió suficiente afecto de sus padres? ¿Pasó hambre durante su infancia? ¿Fumaba cuando era adolescente? Los epidemiólogos atribuyen un efecto reductor de la esperanza de vida a varios factores medioambientales: el tabaco, la vida sedentaria y una dieta desequilibrada constituyen atajos hacia la muerte, porque alteran el comportamiento de los genes. Por ejemplo, un grupo de investigadores proporcionó a algunas cobayas tan sólo comida rápida (mucha grasa y mucho azúcar) durante dos meses. Como consecuencia, en el hipocampo se redujo la actividad del gen para la proteína BDNF, es decir, la proteína que funciona como fertilizante en el cerebro.9 MANUAL DE INSTRUCCIONES PARA GENES Si evitamos que nuestros genes estén expuestos a estos efectos perjudiciales, influiremos en gran medida en nuestro destino. Las personas que realizan ejercicio, comen fruta y verdura en abundancia, no fuman y consumen alcohol con moderación prolongan su vida una media de catorce años.10 Pero en el manual de instrucciones de los genes también se nos indica que debemos tratar bien nuestra mente. La confianza en el prójimo, las relaciones sociales, el yoga o la meditación restauran en profundidad la arquitectura de las neuronas. El aprendizaje y la memoria están vinculados a las modificaciones epigenéticas en el cerebro. Así, por decirlo de alguna manera, no sólo tenemos control sobre nuestro cerebro, sino que somos responsables del desarrollo psicológico de nuestros hijos. Es importantísimo querer a los niños, respetarlos y darles toda la atención que necesitan. Esto modela las neuronas para toda la vida y es la condición básica para que estos niños se conviertan en personas felices y tengan una personalidad estable. La mente y el cerebro son tan maleables como los genes. Es necesario que se lo expliquemos a nuestros hijos. Un grupo de estudiantes universitarios tuvo ocasión de ver una película sobre la capacidad de transformación de la mente, en la que se mostraba cómo las neuronas interactúan las


unas con las otras y cómo crece la materia gris cuando se la estimula. Al final del semestre, estos estudiantes estaban mucho más satisfechos que los estudiantes del grupo de control a los que no se les había explicado nada sobre la maleabilidad del cerebro humano. Además, sus calificaciones eran mucho mejores. También en una escuela, un grupo de investigadores explicó a los alumnos que el cerebro es un músculo que se puede entrenar y los animaron a que lo intentasen durante ocho semanas. Estos alumnos se mostraron mucho más estimulados y progresaron con más rapidez que los del grupo de control que nada sabían de la plasticidad cerebral. Mientras los niños ejercitaban su cerebro, se imaginaban las neuronas interactuando unas con otras.11 Así se cumple una profecía maravillosa. Nuestra vida no está tan predeterminada como pensábamos. Y quien es consciente de ello está ya en el mejor camino para explotar el potencial de sus genes.


AGRADECIMIENTOS Cuando estudiaba en la Universidad de Colonia, un día, en el aula magna de la Facultad de Biología, oí hablar por primera vez de la metilación a Walter Dörfler. En aquel momento no había imaginado que la epigenética pudiese influir tanto en nuestras vidas. Quiero darles las gracias a todos cuantos me han ayudado a comprender la magnitud de esta revolución. A Gela Becker-Klinger, Eva Buschmann, Ivo Buschmann, Nicolas Christakis, Gunter Dorner, HansUlrich Ebert, Leon Eisenberg, Elisabeth Erdmann, André Fischer, Eberhard Fuchs, Anna Gislén, David Goldstein, Hans-Georg Joost, David Haig, Britta Holzel, Bernhard Horsthemke, John Ioannidis, Jerome Kagan, Ted Kaptchuk, Peter Kraft, Daniel Lieberman, Frank Lyko, Stephan Martin, Bruce McEwen, Geoffrey Miller, Manfred Neumann, Tarique Perera, Andreas Plagemann, Henriette van Praag, Manfred Schedlowski, Torsten Schoneberg, Karl-Ludwig Schulte, Christian Seiler, Hans-Ludwig Spohr, Jon-Kar Zubieta, Heide, Lisa y sus padres. Les agradezco el tiempo invertido en entrevistas o en enviarme documentación. HansGeorg Krüger, de la biblioteca Martha Muchow en la Universidad de Hamburgo, me envió un artículo al que de otra forma jamás habría tenido acceso. Sin la ayuda de las personas mencionadas, este libro no habría sido posible. Yo soy el único responsable de los posibles errores en sus páginas. Una mención especial va para Georg Mascolo, Mathias Müller de Blumencron y Martin Doetty de la redacción de la revista Spiegel, por aprobar este proyecto. Quiero también agradecer enormemente el apoyo prestado por Johann Grolle y Olaf Stamp. A Nina Bschorr, de la editorial Fischer, quisiera agradecer su talento para la edición y su capacidad para creer en el proyecto. Y muchas gracias también a Matthias Landwehr por defender esta idea. Pero mi agradecimiento más profundo es para aquellas personas a quienes debo las huellas más especiales de mi genotipo: mi madre, mi mujer y nuestros hijos.


Notas Prólogo EL SECRETO DE LOS NÓM ADAS DEL M AR 1. ANNA GISLÉN et al., «Superior Underwater Vision in a Human Population of Sea Gypsies», Current Biology, 13 (2003), pp. 833-836.


2. ANNA GISLén et al., «Visual Training Improves Underwater Vision in Children», Vision Research, 46 (2006), pp. 3.443-3.450.


Capítulo 1 X ES EL GEN DE Y 1. JOSE DUPUIS et al., «New Genetic Loci Implicated in Fasting Glucose Homeostasis and Their Impact on Type 2 Diabetes Risk», Nature Genetics, 42 (2010), pp. 105-116.


2. www.genome.gov/gwastudies/


3. Informe del gabinete de prensa del Hospital Universitario de la Universidad TĂŠcnica de MĂşnich emitido el 10 de enero de 2010.


4. Amelie fried en una entrevista realizada por Silke Offergeld y publicada en el peri贸dico Kolner Stadt-Anzeiger el 1 de agosto de 2009.


5. JASON Z LIU et al., «Meta-analysis and imputation refines the association of 15q25 with smoking quantity», Nature Genetics, 42 (2010), pp. 436-440; «The Tocacco and Genetics Consortium: Genome-wide meta-analyses identify multiple loci associated with smoking behavior», Nature Genetics, 42 (2010), pp. 441-447; Thorgeir E Thorgeirsson et al., «Sequence variants at CHRNB3-CHRNA6 and CYP2A6 affect smoking behavior», Nature Genetics, 42 (2010), pp. 448-453.


6. CLIFTON BOGARDUS, «Missing Heritability and GWAS Utility», Obesity, 17 (2009), pp. 209-210.


7. RICHARD P OWERS, Das grössere Glück, Frankfurt am Main, 2009.


8. Ibid, «Ich habe das Neugier-Gen», [traducción al alemán de Manfred Allie y Gabriele Kempf-Allie], Süddeutsche Zeitung, 28 de diciembre de 2009.


9. P AULINE C. NG et al., ÂŤAn Agenda for Personalized MedicineÂť, Nature, 461 (2009), pp. 724-726.


10. SARINA M. RODRIGUES et al., «Oxytocin Receptor Genetic Variation Relates to Empathy and Stress Reactivity in Humans», Proceedings of the National Academy of Sciences, 106 (2009), pp. 21.437-21.441.


11. Informe de la Universidad del Estado de Oreg贸n, 16 de noviembre de 2009.


12. RUTH HUBBARD y ELIJA WALD, Exploding the Gene Myth, Boston, 1999.


Capítulo 2 LA ASTUCIA DE LAS CÉLULAS O CÓM O LA EXPERIENCIA DEFINE NUESTROS GENES 1. DARLENE FRANCIS et al., «Nongenomic Transmission Across Generations of Maternal Behavior and Stress Responses in the Rat», Science, 286 (1999), pp. 1.155-1.158.


2. TambiĂŠn las molĂŠculas del ARN pueden influir en el comportamiento de los genes y constituyen, por lo tanto, otro nivel de la impronta epigenĂŠtica.


3. CHRIS MURGATROYD et al., «Dynamic DNA Methylation Programs Persistent Adverse Effects of Early-life Stress», Nature Neuroscience, 12 (2009), pp. 1.559-1.566.


4. MOSHE SZYF, «Dynamisches Epigenom als Vermittler zwischen Umwelt und Genom», MedizinischeGenetik, 2009, pp. 7-13.


5. WALTER DÖRFLER: «DNA-Methylierung-ein wichtiges genetisches Signal in Biologie und Pathogenese», Medgen, 2005, pp. 260-264.


6. Se trata de los ratones agouti, portadores de un gen que hace que su pelaje tenga un tono amarillento. WATERLAND y RANDY JIRTLE, ÂŤTransposable Elements: Targets for early Nutritional Effects on Epigenetic Gene RegulationÂť, Journal of Molecular Cell Biology, 15 (2003), pp. 5.293-5.300.


7. DANA DOLINOY et al., «Maternal Genistein Alters Coat Color and Protects Avy Mouse Offspring from Obesity by Modifying the Fetal Epigenome», Environmental Health Perspectives, 114 (2006), pp. 567-572.


8. MARIO F. FRAGA et al., «Epigenetic Differences Arise During the Lifetime of Monozygotic Twins», Proceedings of the National Academy of Sciences, 102 (2005), pp. 10.604-10.609.


9. DAVID CYRANOSKI, «Two by Two», Nature, 458 (2009), pp. 826-829.


Capítulo 3 LA PRIM ERA GUERRA ENTRE LOS SEXOS 1. Peter y Paula son nombres ficticios. Bernhard Horsthemke y otros siete colaboradores documentaron la historia de estos niños en un artículo: ANDRÉ REIS et al., «Imprinting Mutations Suggested by Abnormal DNA Methylation Patterns in Familial Angelman and PraderWilli Syndromes», The American Journal of Human Genetics, 54 (1994), pp. 741-747.


2. CHRISTOPHER BADCOCK y BERNARD CRESPI, «Battle of the Sexes May Set the Brain», Nature, 454 (2008), pp. 1.054-1.055.


Capítulo 4 CONGÉNITO, PERO NO HEREDITARIO 1. Conocí a Heide, Lisa y a sus padres en el verano de 2009 y narré su historia en un artículo publicado por la revista Der Spiegel 37/2009 y titulado «Misshandelt im Mutterleib» [Abusos en el útero materno].


2. NINA KAM INEN-AHOLA et al., «Maternal Ethanol Consumption Alters the Epigenotype and the Phenotype of Offspring in a Mouse Model», PLoS Genetics, 2010, 61: e1000811. doi:10.1371/journal.pgen.1000811.


3. www.fasworld.de


4. KARL E. BERGM ANN et al., ÂŤPerinatale Einflussfaktoren Gesundheitsforschung, Gesundheitsschutz, 50 (2007), pp. 670-676.

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5. P ETER D. GLUCKM AN et al., «Effect of In Utero and Early-Life Conditions on Adult Health and Disease», The New England Journal of Medicine, 359 (2008), pp. 61-73.


6. ANDREAS P LAGEM ANN y JOACHIM DUDENHAUSEN, Weichenstellung im Mutterleib, Humboldt-Spektrum, edici贸n especial 05/2008.


7. ANDREAS P LAGEM ANN et al., ÂŤHypothalamic Proopiomelanocortin Promoter Methylation Becomes Altered by Early Overfeeding: an Epigenetic Model of Obesity and the Metabolic SyndromeÂť, The Journal of Physiology, 587 (2009), pp. 4.963-4.976.


8. GEORGE DOVER, ÂŤThe Barker Hypothesis: How Pediatricians Will Diagnose and Prevent Common Adult Onset DiseasesÂť, Transactions of the American Clinical and Climatological Association, 120 (2009), pp. 199-207.


9. P ETER C. REIFSNYDER et al., «Maternal Environment and Genotype Interact to Establish Diabesity in Mice», Genome Research, 10 (2000), 1.568-1.578.


10. JUDITH N. GORSKI et al., «Postnatal Environment Overrides Genetic and Prenatal Factors Influencing Offspring Obesity and Insulin Resistance», American Journal of Physiology-Regulatory, Integrative and Comparative Physiology, 291 (2006), pp. R768-R778.


Capítulo 5 DE LA LOCURA EN LOS GENES

1. AVSHALOM CASPI et al., «Influence of Life Stress on Depression: Moderation by a Polymorphism in the 5-HTT Gene», Science, 301 (2003), pp. 386-389.


2. RICHARD P OWERS, Das grössere Glück, Frankfurt am Main, 2009.


3. MARCUS R. MUNAFO et al., «Gene x Environment Interactions at the Serotonin Transporter Locus», Biological Psychiatry, 65 (2009), pp. 211-219.


4. NEIL RISCH et al., «Interaction Between the Serotonin Transporter Gene (5-httlpr), Stressful Life Events, and Risk of Depression», Journal of the American Medical Association, 301 (2009), pp. 2.462-2.471.


5. JÖRG BLECH, Die Krankheitserfinder - wie wir zu Patientengemacht werden, Fráncfort, 2010 [traducción al castellano: Los inventores de enfermedades, traducción de Susana Tornero, Barcelona, Destino, 2005].


6. P ETER SCHRAG y DIANE DIVOKY, The Myth of the Hyperactive Child, Nueva York, 1976.


7. LEON EISENBERG, «Commentary with a Historical Perspective by a Child Psychiatrist: When “ADHD” Was the “Brain-Damaged Child”», Journal of Child and Adolescent Psychopharmacology, 17 (2007), pp. 279-283.


8. JUDITH L. RAPOPORT et al., «Dextroamphetamine: Cognitive and Behavioral Effects in Normal Prepubertal Boys», Science, 199 (1978), pp. 560-563.


9. El encuentro con Leon Eisenberg tuvo lugar el 3 de febrero de 2009 en su apartamento en la calle Mt. Auburn en Cambridge (Massachusetts). Aquel día el científico se mostraba ilusionado y ocurrente. Nada hacía pensar que pudiera estar enfermo. Meses después, el 15 de septiembre de 2009, Leon Eisenberg falleció de cáncer de próstata. Acababa de cumplir ochenta y siete años.


10. JUDITH RAPOPORT et al., «Dextroamphetamine: Cognitive and Behavioral Effects in Normal Prepubertal Boys», Science, 199 (1978), pp. 560-563.


11. JONATHAN MILL y ARTURAS P ETRONIS, «Pre- and Peri-natal Environmental Risks for Attention-deficit Hyperactivity Disorder (ADHD): The Potential Role of Epigenetic Processes in Mediating Susceptibility», The Journal of Child Psychology and Psychiatry, 49 (2008), pp. 1.020-1.030.


12. CARL ERIK LANDHUIS et al., «Does Childhood Television Viewing Lead to Attention Problems in Adolescence? Results from a Prospective Longitudinal Study», Pediatrics, 120 (2007), pp. 532-537.


13. LEON EISENBERG, «The Social Construction of the Human Brain», American Journal of Psychiatry, 152 (1995), pp. 1.563-1.575.


14. P EKKA TIENARI et al., «Genotype-environment Interaction in Schizophrenia-spectrum Disorder Long-term Follow-up study of Finnish Adoptees», The British Journal of Psychiatry, 2004, 184, pp. 216-222.


15. FARAHNAZ SANANBENESI y ANDRE FISCHER, «The Epigenetic Bottleneck of Neuro degenerative and Psychiatric Diseases», Biological Chemistry, 390 (2009), pp. 1.145-1.153.


16. ANDRÉ FISCHER et al., «Recovery of Learning and Memory is Associated with Chromatin Remodelling», Nature, 447 (2007), pp. 178-182.


17. JOACHIM BAUER, Das Gedachtnis des Korpers, MĂşnich, 2004.


Capítulo 6 EL CUENTO DE LAS M ARIONETAS 1. GEOFFREY MILLER et al., «Ovulatory Cycle Effects on Tip Earnings by Lap Dancers: Economic Evidence for Human Estrus?», Evolution and Human Behavior, 28 (2007), pp. 375-381.


2. DANIEL J. KRUGER, «Male Financial Consumption is Associated with Higher Mating Intentions and Mating Success», Evolutionary Psychology, 6 (2008), pp. 603-612.


3. GEOFFREY MILLER, Spent: Sex, Evolution and Consumer Behavior, Nueva York, 2009.


4. DAVID J. BULLER, «Evolution of the Mind: 4 Fallacies of Psychology», Scientific American, enero de 2009.


5. ALAIN DE BOTTON, Status angst, Fráncfort, 2006 [traducción al castellano: Ansiedad por el estatus, traducción de Jesús Cuéllar, Madrid, Taurus, 2004].


6. GEOFFREY MILLER, Spent, Nueva York, 2009,


7. DAVID J. BULLER, «Evolution of the Mind: 4 Fallacies of Psychology», Scientific American, enero de 2009.


8. GREGORY COCHRAN y HENRY HARPENDING, The 10,000 Year Explosion: How Civilization Accelerated Human Evolution, Nueva York, 2009.


9. JOHN HAWKS et al., «Recent Acceleration of Human Adaptive Evolution», Proceedings of the National Academy of Sciences, 104 (2007), pp. 20.753-20.758.


10. P ARDIS C. SABETI et al., «Genome-wide detection and Characterization of Positive Selection in Human Populations», Nature, 2007, 449 (2007), pp. 913-918.


11. CONSTANCE HOLDEN, «Parsing the Genetics of Behavior», Science, 322 (2008), pp. 892-895.


12. Der Spiegel 30/1993.


13. CONSTANCE HOLDEN, «Parsing the Genetics of Behavior», Science, 322 (2008), pp. 892-895.


14. GENE E. ROBINSON, «Genes and Social Behavior», Science, 322 (2008), pp. 896-899.


15. SABRINA S. BURM EISTER et al., «Rapid Behavioral and Genomic Responses to Social Opportunity», PLoS Biology, 2005, 3(11): e363. doi:10.1371/journal.pbio.0030363.


Capítulo 7 TRANQUILOS ANTE EL ESTRÉS

1. La clase de yoga fue parte del trabajo de investigación que realicé cuando estaba escribiendo un artículo titulado «Die Heilkraft der Monche» [El poder para sanar de los monjes] para la revista Der Spiegel 48/2008.


2. BRITTA K. HÖLZEL et al., «Stress Reduction Correlates with Structural Changes in the Amygdala», Social Cognitive and Affective Neuroscience, 2009, doi: 10.1093/scan/nsp034.


3. www.sfn.org/index.cfm?pagename=news_110607a


4. ROSALIND J. WRIGHT et al., «Prenatal Maternal Stress and Cord Blood Innate and Adaptive Cytokine Responses in an Inner-city Cohort», American Journal of Respiratory and Critical Care Medicine, 2010, doi:10.1164/rccm.200904-0637OC.


5. MARCELA COVIC et al., «Epigenetic Regulation of Neurogenesis in the Adult Hippocampus», Heredity, doi: 10.1038/ hdy.2010.27.


6. DANIELA D. P OLLAK et al., «An Animal Model of a Behavioral Intervention for Depression», Neuron, 60, pp. 149-161.


7. ANTOINE LUTZ et al., ÂŤLong-term Meditators Self-induce Highamplitude Gamma Synchrony During Mental PracticeÂť, Proceedings of the National Academy of Sciences, 46 (2004), pp. 16.369-16.373.


8. BRITTA K. HÖLZEL et al., «Investigation of Mindfulness Meditation Practitioners with Voxel-based Morphometry», Social Cognitive and Affective Neuroscience, 3 (2008), pp. 55-61.


Capítulo 8 LA ESPERANZA NOS CURA 1. El encuentro con Jon-Kar Zubieta y la mujer que participaba en el estudio tuvo lugar en Ann Arbor (Míchigan). La historia se convirtió en el artículo de cabecera de un número de la revista Der Spiegel (26/2007). JON-KAR ZUBIETA et al., «Placebo Effects Mediated by Endogenous Opioid Activity on μ-Opioid Receptors», The Journal of Neuroscience, 25 (2005), pp. 7.754-7.762.


2. FABRIZIO BENEDETTI et al., «Placebo-responsive Parkinson Patients Show Decreased Activity in Single Neurons of Subthalamic Nucleus», Nature Neuroscience, 7 (2004), pp. 587-588.


3. JON-KAR ZUBIETA y CHRISTIAN S. STOHLER, «Neurobiological Mechanisms of Placebo Responses», Annals of the New York Academy of Sciences, 2009, 1156 Ausgabe: The Year in Cognitive Neuroscience, pp. 198-210.


4. The New York Times, 5 de octubre de 2006.


5. JÖRG BLECH, «Wundermittel im Kopf», Der Spiegel 26/2010.


6. JÖRG BLECH, Heillose Medizin, Frankfurt am Main, 2007 traducción al castellano: Medicina enferma, traducción de Marc Jiménez Buzzi, Barcelona, Destino, 2007].


7. J. BRUCE MOSELEY et al., «A Controlled Trial of Arthroscopic Surgery for Osteoarthritis of the Knee», The New England Journal of Medicine, 2002, 347 (2002), pp. 81-88.


8. TOR D. WAGER et al., «Placebo-Induced Changes in fMRI in the Anticipation and Experience of Pain», Science, 303 (2004), pp. 1.162-1.167.


9. MARION U. GOEBEL et al., «Behavioral Conditioning of Immunosuppression Is Possible in Humans», The FASEB Journal, 16 (2002), pp. 1.869-1.873.


10. CYNTHIA MCRAE et al., «Effects of Perceived Treatment on Quality of Life and Medical Outcomes in a Double-blind Placebo Surgery Trial», Archives of General Psychiatry, 61 (2004), pp. 412-420.


11. AIJING SHANG et al., «Are the Clinical Effects of Homoeopathy Placebo Effects? Comparative Study of Placebo-controlled Trials of Homoeopathy and Allopathy», The Lancet, 366 (2005), pp. 726-732.


12. JIAN KONG et al., ÂŤBrain Activity Associated with Expectancy-Enhanced Placebo Analgesia as Measured by Functional Magnetic Resonance ImagingÂť, The Journal of Neuroscience, 26 (2006), pp. 381-388.


13. TED KAPTCHUK et al., «Sham Device v Inert Pill: Randomised Controlled Trial of Two Placebo Treatments», British Medical Journal, 332 (2006), pp. 391-397.


14. www.gerac.de


15. CECIL HELM AN, Culture, Health and Illness, Filadelfia, 2007.


16. JORG BLECH, «Wundermittel im Kopf», Der Spiegel 26/2010.


17. BRIAN OLSHANSKY, «Placebo and Nocebo in Cardiovascular Health: Implications for Healthcare, Research, and the Doctor-Patient Relationship», Journal of the American College of Cardiology, 49 (2007), pp. 415-421.


Capítulo 9 LA INTELIGENCIA Y CÓM O DESARROLLARLA 1. JAM ES D. WATSON presentó su libro Avoid Boring People: Lessons from a Life in Science el día 3 de octubre de 2007 en Memorial Church en Harvard Yard, Cambridge (Massachusetts).


2. The Sunday Times, 17 de octubre de 2007.


3. KLAUS EYFERTH, ÂŤLeistungen verschiedener Gruppen von Besatzungskindern im Hamburg-Wechsler Intelligenztest fur Kinder (HAWIK)Âť, Archiv fur die gesamte Psychologie, 113 (1961), pp. 222-241.


4. CARL ZIM M ER, «Searching for Intelligence in Our Genes», Scientific American, octubre de 2008.


5. RICHARD NISBETT , Intelligence and How to Get it, Nueva York, 2009.


6. En un artículo del periódico Süddeutsche Zeitung, 1 de marzo de 2010.


7. RICHARD E. NISBETT , Intelligence and How to Get It, Nueva York, 2009.


8. CRAIG T. RAM EY y SHARON LANDESM AN RAM EY, «Prevention of Intellectual Disabilities: Early Interventions to Improve Cognitive Development», Preventive Medicine, 27 (1998), pp. 224-232.


9. CHRISTIANE CAPRON y MICHEL DUYM E, «Assesment of the Effects of Socioeconomic Status on IQ in a Full Cross-fostering Study», Nature, 340 (1989), pp. 552-554.


10. MICHEL DUYM E et al., «How Can We Boost IQs of “Dull Children”?: A Late Adoption Study», Proceedings of the National Academy of Sciences, 96 (1999), pp. 8.790-8.794.


11. MARINUS H. VAN IJZENDOORN y FEM M IE JUFFER, «Adoption Is a Successful Natural Intervention Enhancing Adopted Children’s IQ and School Performance», Current Directions in Psychological Science, 14 (2005), pp.326-330.


12. SHAKIRA FRANCO SUGLIA et al., «Association of Black Carbon with Cognition among Children in a Prospective Birth Cohort Study», American Journal of Epidemiology, 167 (2008), pp. 280-286.


13. GARY W. EVANS y MICHELLE A. SCHAM BERG, «Child Poverty, Chronic Stress, and Adult Working Memory», Proceedings of the National Academy of Sciences, 106 (2009), pp. 6.545-6.549.


14. BETTY HART y TODD R. RISLEY, Meaningful Differences in the Everyday Experience of Young American Children, Baltimore, 1995.


15. STEPHEN A. P ETRILL et al., «Genetic and Environmental Influences on the growth of early reading skills», The Journal of Child Psychology and Psychiatry. Acceso desde internet, 5 de enero de 2010.


16. JANET S. HYDE et al., «Gender Similarities Characterize Math Performance», Science, 321 (2008), pp. 494-495.


17. CLAUDIA M. MUELLER y CAROL S. DWECK, «Praise for Intelligence Can Undermine Children’s Motivation and Performance», Journal of Personality and Social Psychology, 75 (1998), pp. 33-52.


Capítulo 10 EL CÁNCER Y LA M ENOSPRECIADA INFLUENCIA DEL ENTORNO

1. EVELYN HEEG, Oben ohne, Frankfurt am Main, 2009.


2. KELLY A. METCALFE y STEVEN N. NAROD, «Breast Cancer Risk Perception Among Women Who Have Undergone Prophylactic Bilateral Mastectomy», Journal of the National Cancer Institute, 94 (2002), 1.564-1.569.


3. www.dkfz.de/de/presse/pressemitteilungen/2005/dkfz_pm_05_60.php


4. COLIN B. BEGG, ÂŤOn the Use of Familial Aggregation in Population-Based Case Probands for Calculating PenetranceÂť, Journal of the National Cancer Institute, 94 (2002), pp. 1.221-1.226.


5. COLIN B. BEGG et al., «Variation of Breast Cancer Risk Among BRCA1/2 Carriers», Journal of the American Medical Association, 2008, 299 (2008), pp. 194-201.


6. P AOLO VINEIS et al., «A Field Synopsis on Low-Penetrance Variants in DNA Repair Genes and Cancer Susceptibility», Journal of the National Cancer Institute, 101 (2009), pp. 24-36.


7. STUART G. BAKER y JAAKKO KAPRIO, «Common Susceptibility Genes for Cancer: Search for the End of the Rainbow», British Medical Journal, 332 (2006), pp. 1.150-1.152.


8. P AUL LICHTENSTEIN et al., «Environmental and Heritable Factors in the Causation of Cancer-Analyses of Cohorts of Twins from Sweden, Denmark, and Finland», The New England Journal of Medicine, 343 (2000), pp. 78-85.


9. REGINA G. ZIEGER et al., «Migration Patterns and Breast Cancer Risk in Asian-American Women», Journal of the National Cancer Institute, 85 (1993), pp. 1.819-1.827.


10. MEL GREAVES, «Cancer Causation: the Darwinian Downside of Past Success?»,The Lancet Oncology, 3 (2002), pp. 244-251.


11. VALERIE GREGER et al., «Epigenetic Changes May Contribute to the Formation and Spontaneous Regression of Retinoblastoma», Human Genetics, 1989, pp. 155-158.


12. ANDREW P. FEINBERG y BENJAM IN TYCKO, «The History of Cancer Epigenetics», Nature Reviews Cancer, 4 (2004), pp. 1-11.


13. BLADIM IRO RINCON-OROZCO et al., «Epigenetic Silencing of Interferon in Human Papillomavirus Type 16-Positive Cells», Cancer Research, 2009, 69 (2009), pp. 8.718-8.725.


14. http://www.genengnews.com/articles/chitem.aspx?aid=3177&pn=3


15. ANDREW P. FEINBERG y BENJAM IN TYCKO, The History of Cancer Epigenetics, 4 (2004), pp. 143-153.


16. JEAN-P IERRE J. ISSA y HAGOP M. KANTARJIAN, «Targeting DNA Methylation», Clinical Cancer Research, 15 (2009), pp. 3.9383.946.


17. ANN-MARIE BROSKE et al., «DNA Methylation Protects Hematopoietic Stem Cell Multipotency from Myeloerythroid Restriction», Nature Genetics, 41 (2009), pp. 1.207-1.215.


18. ANDREW FEINBERG et al., «The Epigenetic Progenitor Origin of Human Cancer», Nature Reviews Genetics, 7 (2007), pp. 21-33.


19. La revista especializada Cell publicó un artículo de gran interés sobre este descubrimiento. SASCHA KARBERG, «Switching on Epigenetic Therapy», Cell, 139 (2009), pp. 1.029-1.031.


20. M. J. FRIEDRICH, «Epigenetic Therapies Offer New Approach to Fighting Cancer at the Genetic Level», Journal of the American Medical Association, 303 (2010), pp. 213-214.


21. MELINDA L. IRWIN et al., «Influence of Pre- and Postdiagnosis Physical Activity on Mortality in Breast Cancer Survivors: The Health, Eating, Activity, and Lifestyle Study», Journal of Clinical Oncology, 26 (2008), pp. 3.958-3.964.


22. JĂ–RG BLECH, Heilen mit Bewegung, Frankfurt am Main, 2009.


23. ANDREW HAYDON et al., «Physical Activity, Insulin-like Growth Factor 1, Insulin-like Growth Factor Binding Protein 3, and Survival from Colorectal Cancer», Gut, 55 (2006), pp. 689-694.


24. JEFFREY A. MEYERHARDT et al., «Association of Dietary Patterns With Cancer Recurrence and Survival in Patients With Stage III Colon Cancer», The Journal of the American Medical Association, 298 (2007), pp. 754-764.


25. DEAN ORNISH et al., ÂŤChanges in Prostate Gene Expression in Men Undergoing an Intensive Nutrition and Lifestyle InterventionÂť, Proceedings of the National Academy of Sciences, 105 (2008), pp. 8.369-8.374.


CapĂ­tulo 11 COM BATIR LA DIABETES SIN M EDICAM ENTOS 1. www.tu-braunschweig.de/forschung/aktuellehighlights/archiv/diabetes


2. www.decodediagnostics.com/T2-general.php


3. http://www.dak.de/content/dakratgeber/diabetes_ursachenriskofaktoren_gene-vererbung.html


4. Así apareció el 28 de enero de 2010 en la página 23 del periódico Süddeutsche Zeitung.


5. JARED DIAM OND, «The Double Puzzle of Diabetes», Nature, 423 (2003), pp. 599-602.


6. https://apps.who.int/infobase/report. aspx?rid=114&iso=NRU&ind=BMI


7. www.abc.net.au/rn/healthreport/stories/2007/1913092.htm


8. Conferencia de prensa convocada en BerlĂ­n por la Sociedad Alemana de CirugĂ­a el 9 de diciembre de 2010.


9. YIN C. P ARADIES, MICHAEL J. MONTOYA y STEPHANIE M. FULLERTON, «Racialized Genetics and the Study of Complex Diseases: The Thrifty Genotype Revisited», Perspectives in Biology and Medicine, 50 (2007), pp. 203-227.


10. DENNIS M. BRAM BLE y DANIEL E. LIEBERM AN, «Endurance Running and the Evolution of Homo», Nature, 432 (2004), pp. 345352.


11. DANIEL LIEBERM AN me recibi贸 en febrero de 2009 en su laboratorio en la Universidad de Harvard en Cambridge (Massachusetts).


12. JAM ES B. MEIGS et al., «Genotype Score in Addition to Common Risk Factors for Prediction of Type 2 Diabetes», The New England Journal of Medicine, 359 (2008), pp. 2.208-2.219.


13. www.aerzteblatt.de/v4/news/news.asp?id=34515


14. MATTHIAS B. SCHULZE et al., «Use of Multiple Metabolic and Genetic Markers to Improve the Prediction of Type 2 Diabetes: the EPIC-Potsdam Study», Diabetes Care, 2009, 32 (2009), pp. 2.116-2.119.


15. STEVE STANNARD y NATHAN JOHNSON, «Energy Well Spent Fighting the Diabetes Epidemic», Diabetes/Metabolism Research and Reviews, 22 (2006), 1-19.


16. http://www.hsph.harvard.edu/ news/press-releases/2009-releases/majority-of- new-cases-of-diabetes-in-older-us-adults-could-beprevented-by-following-modestly-healthier-lifestyles.html


17. DARIUSH MOZAFFARIAN et al., «Lifestyle Risk Factors and New-Onset Diabetes Mellitus in Older Adults», Archives of Internal Medicine, 169 (2009), pp. 798-807.


18. FRANK B. HU et al., ÂŤTelevision Watching and Other Sedentary Behaviors in Relation to Risk of Obesity and Type 2 Diabetes Mellitus in WomenÂť, The Journal of the American Medical Association, 289 (2003), pp. 1.785-1.791.


19. STEPHAN MARTIN, «Nichtpharmakologische Diabetestherapie», Medizinische Klinik, 101 (2006), pp. 973-989.


20. ROM AIN BARRES et al., «Non-CpG Methylation of the PGC-1a Promoter through DNMT3B Controls Mitochondrial Density», Cell Metabolism, 10 (2009), pp. 189-198.


Capítulo 12 LO QUE DESEA NUESTRO CORAZÓN 1. La revista Der Spiegel 3/2010 publicó un artículo sobre el encuentro con Gero Behrend, que tuvo lugar en diciembre de 2009.


2. La hipercolesterolemia familiar es un trastorno hereditario que afecta al metabolismo. Se caracteriza por valores de colesterol muy elevados. Esta grave enfermedad homocig贸tica se presenta en uno de cada mill贸n de individuos.


3. STEPHAN SCHIRM ER et al., ÂŤMechanismen und Moglichkeiten einer therapeutischen Stimulation der ArteriogeneseÂť, Deutsche Medizinische Wochenschrift, 134 (2009), pp. 302-306.


4. EVA E. BUSCHM ANN et al., «Improvement of Fractional Flow Reserve and Collateral Flow by Treatment with External Counterpulsation (Art.Net.-2 Trial)», European Journal of Clinical Investigation, 39 (2009), pp. 866-875.


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6. RAINER ZBINDEN et al., «Direct Demonstration of Coronary Collateral Growth by Physical Endurance Exercise in a Healthy Marathon Runner», Heart, 2004, 90 (2004), pp. 1.350-1.351.


Capítulo 13 LAS GLÁNDULAS NO NOS HACEN ENGORDAR 1. Christin Melchior et al., «Schlank trotz genetischer Pradisposition fur Adipositas - Beeinflussung von Umweltfaktoren als Chance? Eine Kasuistik», Deutsche Medizinische Wochenschrift, 134 (2009), pp. 1.047-1.050.


2. STEVEN ROBBENS et al., «The FTO Gene, Implicated in Human Obesity, Is Found Only in Vertebrates and Marine Algae», Journal of Molecular Evolution, 2008, 66 (2008), pp. 80-84.


3. NICOLA SANTORO et al., ÂŤPrevalence of pathogenetic MC4R mutations in Italian children with early onset obesity, tall stature and familial history of obesityÂť, BMC Medical Genetics, 10 (2009), p. 25. Disponible en internet: biomedcentral.com/1471-2350/10/25/


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6. CAM ILLA H. ANDREASEN et al., «Low Physical Activity Accentuates the Effect of the FTO rs9939609 Polymorphism on Body Fat Accumulation», Diabetes, 2008, 57 (2008), pp. 95-101.


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8. ANNE ELLAWAY et al., «Graffiti, Greenery, and Obesity in Adults: Secondary Analysis of European Cross Sectional Survey», British Medical Journal, 331 (2005), pp. 611-612.


9. JULIAN ESPARZA et al., «Daily Energy Expenditure in Mexican and USA Pima Indians: Low Physical Activity as a Possible Cause of Obesity», International Journal of Obesity, 24 (2004), pp. 55-59.


Epílogo LA ASOM BROSA CAPACIDAD DE TRANSFORM ACIÓN DE NUESTROS GENES 1. MATTHEW D. ANWAY et al., «Epigenetic Transgenerational Actions of Endocrine Disruptors and Male Fertility», Science, 308 (2005), pp. 1.466-1.469.


2. REBECCA RENNER, «Key Environmental Epigenetics Paper Challenged», Environmental Science and Technology, 2009, 1 de noviembre, pp. 8.009-8.010.


3. CATHERINE M. SUTER et al., «Addendum: Germline epimutation of MLH1 in Individuals with Multiple Cancers», Nature Genetics, 39 (2007), p. 1.414.


4. Algún día, gracias a la epigenética, se superarán enfermedades que en la actualidad se consideran incurables. P ETER SPORK, Der zweite Code, Reinbek, 2009.


5. WEND-UWE BOECKH-BEHRENS y WOLFGANG BUSKIES, Fitness-Krafttraining, Reinbek, 2004.


6. JACOB B. HJELM BORG et al., «Genetic Influence on Human Lifespan and Longevity», Human Genetics, 119 (2006), pp. 312-321.


7. MICHAEL G. MARM OT et al., «Status Syndrome», Journal of the American Medical Association, 295 (2006), pp. 1.304-1.307.


8. MEHREGAN MOVASSAGH et al., «Differential DNA Methylation Correlates with Differential Expression of Angiogenic Factors in Human Heart Failure», PLoS ONE, 2010 51: e8564. doi:10.1371/journal.pone.0008564.


9. RAFFAELLA MOLTENI et al., «A High-Fat, Refined Sugar Diet Reduces Hippocampal Brain-Derived Neurotrophic Factor, Neuronal Plasticity, and Learning», Neuroscience, 112 (2002), pp. 803-814.


10. KAY-TEE KHAW et al., «Combined Impact of Health Behaviours and Mortality in Men and Women: The EPIC-Norfolk Prospective Population Study», PLoS Medicine, 2008, 51: e12. doi:10.1371/journal.pmed0050012.


11. CAROL S. DWECK, «Can Personality Be Changed? The Role of Beliefs in Personality and Change», Current Directions in Psychological Science, 17(2008), pp. 391-394.


* Zappelphilipp (o, en su versión española, Felipe el Berrinchudo) es el niño protagonista de la historia con el mismo nombre, incluida en el volumen de cuentos infantiles Struwwelpeter (1845). La colección, compilada por el médico alemán Heinrich Hoffmann (1808-1894), está compuesta por diez cuentos escritos en verso que protagonizan niños con algún vicio o defecto. Zappelphilipp es un muchacho inquieto, que atormenta a sus padres con sus constantes rabietas. Su nombre se utiliza en la actualidad para hacer referencia al trastorno de déficit de atención e hiperactividad. (N. de la t.)


El destino no está escrito en los genes Jörg Blech No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal) Título original: Gene sind kein Schiksal © de la imagen de la portada, MHJ-Istockphotos © del diseño de la portada, In house © S. Fischer Verlag, GmbH, Frankfurt am Main, 2010 © Ediciones Destino, S. A., 2012 Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) www.planetadelibros.com © de la traducción del alemán, Lorena Silo Ribas, 2012 Primera edición en libro electrónico (epub): junio de 2012 ISBN: 978-84-233-2890-1 (epub) Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L. www.newcomlab.com


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