No es por Gusto es por Hambre
Prólogo
El golpeteo de la lluvia en las ventanas disminuye a la vez que los gallos de pelea del barrio cantan alertando a los madrugadores que se alistan para el día. Las cuatro almas de este departamento también amanecen pronto: ¿cómo seguir durmiendo con aquel rugido incesante de sus estómagos? La luz de la luna que ilumina El Chorrillo es bella hoy, pero se vuelve inapreciable ante la demanda del cuerpo. Entre la calle 21 y 25 oeste, en donde empiezan las historias aquí narradas, emergen con el lucero pobres y descalzos niños en busca de alimento––un alimento rebosante cerca de los turistas del Casco, pero que se esfuma de la Avenida B hacia adentro. Aquellas calles han sido testigo de toda clase de actos ilícitos e historias tan horribles que ni el infierno de Dante podría igualar. Son el escenario de seres mezquinos que sobran y seres buenos que faltan, dando lugar a que los pobres niños vivan mugrosos y solos en aquel barrio marginal. Esteban, Yaris, Anaís y Miguel son cuatro de esos niños. Se despiertan entre basura y polvo en un edificio abandonado de la calle 24 Oeste, frente a la tiendita de Don Manuel. Viven en el segundo piso, el cual llevaba abandonado varios años, cuando Esteban, en busca de un refugio de la caliente lluvia panameña, lo descubrió. No era nada envidiable, por supuesto. El piso de asfalto estaba más sucio entonces, además de maloliente por los desechos de la gente que antes había estado allí. Las paredes manchadas de sustancias indefinibles pero grotescas; todo lleno de polvo y con nada más que una ventana y una puerta sin seguro. Aún así, las cuatro paredes y el techo sin hoyos ni goteras les brindaron desde entonces un refugio de sus difíciles vidas callejeras para disfrutar de escasos sueños y pausas. Dos de ellos, los más novatos, duermen sobre cajas de cartón
apiladas, mientras que los otros dos, más vivarachos, se desperezan en flácidos colchones. Entre estos últimos se encuentran Anaís y Esteban quienes roban por excelencia en Casco Viejo; Ella con una socia y él solo. Anaís es la más pequeña del grupo. Había estado soñando apaciblemente con su padre cuando los recuerdos de su madrastra le estropearon la alegría y la despertaron sobresaltada. La segunda señora de su padre la corrió de la casa con 7 años recién cumplidos, ya que quedó embarazada inmediatamente después de casarse con el padre de Anaís. La nueva criatura, más preciada a sus ojos, significaba también una boca más por lo que la de Anaís se convirtió en una carga dispensable. Por supuesto, el padre estrella no objetó cuando su esposa le contó los planes de llevar a Anaís a la estación de buses más cercana en San Felipe (“De la mano mi amor...obviamente”) y de lanzarla al mundo para que no se volviera floja en su dependencia. Él se desentendió de su rol paterno con la muerte de su primera esposa al ahogar su pena en alcohol. Anaís no lo culpó, ni entonces ni ahora, pero es ella la que tuvo que aprender a robar en su nuevo barrio––El Chorrillo–– antes de mudarse con Esteban y los demás, ya experimentada, hábil, y resignada. Anaís se levanta (¿de qué sirve descansar si el hambre hace al sueño esquivo?), estira la deshilachada frazada sobre el colchón y pasa a llevar la mano asomada de Miguel. Las camas están tan juntas que solo dejan un estrecho espacio entre sí para moverse. Por eso, Miguel, que había dormido despatarrado sobre una pila de cajas, no tuvo otra que atinar. Se saludan y se siguen preparando por su cuenta para el día.
Ojalá pudieran ayudarse unos a otros, pero compartir un techo ya implica dependencia: cosa que habían aprendido los cuatro a evitar para sobrevivir y no decepcionarse en exceso. Esto los llevó a pactar que si bien la cordialidad era imprescindible, ni amiguismos ni “favorcitos” se permitían; solo se saludarían, se desearían suerte en las aventuras diarias y evitarían las preguntas. Sus edades varían entre los 18 y los 12 años, pero ninguno tiene herramientas más allá del ingenio y de las ganas de vivir. Su filosofía es entonces, “el que puede, puede, y el que no, que aplauda”. (Suena a crueldad, pero cuando las necesidades más básicas no nublan el juicio, es fácil ponerse pedante o moral). Miguel Uriel, uno de los más hábiles del grupo, fue una víctima de la mala suerte desde chiquillo. Su padre murió cuando era muy chico y en su cabeza no tiene recuerdos de él. Con tan solo 7 años de edad encontró el cuerpo de su madre, sobre un charco de sangre en el baño de su casa. Esta escena marcó un antes y un después en su vida. Su único familiar restante era una hermana mayor. Una adicta a la metanfetamina, muy inestable. Cuando estaba sobria lo amaba y cuando no, lo odiaba, llegando a incluso amenazarlo de muerte. A los 14, el cuerpo de su hermana fue encontrado en la playa Santo Domingo, había sido disparada 5 veces. Miguel rebuscando en la casa algo para saciar su hambre encontró un paquete bastante lleno de una sustancia de un azul muy intenso en forma de cristales. Era lo que su hermana solía consumir pero nunca en su vida había visto tanta cantidad. Él, que no era tonto y sabía el valor de eso, se dio a la fuga con el paquete, y sus pocas pertenencias. Llegó al refugió porque Don Manuel le informó que niños como él, usaban aquel lugar para dormir por las noches. Al ver a uno
de ellos entrando, Esteban. Le pregunto si se podía quedar allí, este le explico las condiciones para quedarse. Miguel estuvo de acuerdo y desde entonces no se ha ido. Yaris Marin también tuvo que ser aceptada por Esteban. Con ella se encontró hace unos meses de polizona en el departamento. Estaba ella decidida a quedarse así que le explicó los términos y condiciones de dormir allí (básicamente, solo dormir), y ella accedió de inmediato. No sonrió entonces, y recientemente no ha sonreído tampoco; seguramente, los moretones en sus piernas y cuello, y el olor a colonia de hombre con que llega cada noche, contribuyen en algo a eso. De ella solo se sabe que desconoce la plácida y reconfortante vida doméstica; nunca conoció a sus padres, ignorando hasta ahora su aspecto e incluso sus nombres. Yaris calcula que a partir de los 4 años de edad (de cuando conserva sus primeros recuerdos) ya estaba sin su madre. Su infancia se fragmentó desde entonces en casas ajenas o en albergues del Chorrillo, donde la acogían por pena. Pasaba semanas o meses en cada sitio solamente; su estómago era una carga para cualquiera. Así, el departamento de la calle 24 Oeste es un alivio dentro de la decadencia. También su trabajo como “mujer de la calle” le da seguridad y sustento a pesar del llanto, sudor, y quejas diarias. Sigue viva por duro que sea, dependiendo únicamente de su determinación, de su valentía, y del meneo de su cadera.
Finalmente cabe mencionar a Esteban: el último bulto móvil del apartamento. Él es el mayor con 17 años recién cumplidos
y quedó como el líder del grupo por haber descubierto el piso y por haber aceptado a los otros tres. Podría parecer que sabe exactamente que hay que hacer para sobrevivir solo al margen de la sociedad, pero él es tan nuevo a esa vida como los demás. Tres años atrás vivía cómodamente con su padre, su madre y sus tres hermanos en el mismo Casco donde ahora merodea como ladrón. Su padre era sargento de la Policía Nacional y su madre trabajaba en la Secretaría de Desarrollo Agropecuario. Esteban no entendía en detalle ni lo que hacían ni cuánto ganaban, pero si se esforzaban a diario, ¿el sueldo promedio les debía alcanzar para casas en la playa, escuelas privadas y viajes, no? Tristemente para Esteban no fue así la cosa. Cada lujo en su casa estaba financiado por la empresa independiente del padre: el comercio de drogas en Casco y sus alrededores. Ese negocio terminó por destruir a la familia, ya que malos negocios llevaron a los “socios” del sargento a saldar cuentas con las vidas del matrimonio y dos de los hermanos de Esteban. De esta manera se quedó solo y perdido: apenas sabía poner la lavadora cuando su realidad dio un vuelco. El hurto (porque se enorgullecía de no tener que usar la violencia para salirse con la suya) le quedó como anillo al dedo y es su profesión hasta ahora. Las cuatro almas que en este desvencijado apartamento parecían la inocencia y la fragilidad personificadas mientras dormían, prueban ser lo contrario. Los infortunios que los condujeron hasta la calle 24 Oeste son únicos, pero en un barrio como el suyo todos los caminos llevan a Roma y no queda otra más que acomodarse, ya sea robando, prostituyéndose, o vendiendo drogas.
Si la sociedad los ha maltratado e ignorado tanto, ojalá que los trate bien el día. ¡Ojalá que junten lo suficiente para un torreja, una empanada, o (quizás es mucho pedir) un sancocho! Las suyas no son las buenas andanzas, pero la realidad no se elige, sino que se vive, y no les queda otra––ni a Anaís, Yaris, Esteban o Miguel––que abrirse paso entre el polvo y las camas incómodas a la mañana en el Chorrillo para saciar el hambre que a diferencia de la lluvia nunca arrecia.
Tratado 1
Un cuarto ni tan limpio, pero oficiales bien sucios
Tres años después de la muerte de mi padre, me encuentro en el segundo piso del edificio abandonado frente a la tiendita de Don Manuel. Es un miércoles por la noche a mediados de octubre. El Casco está lleno como siempre, pero no tanto como los fines de semana. El suelo del edificio, lleno de polvo, ha estado así desde que llegué. No tengo nada que hacer, entonces decido que voy a limpiarlo. Pero no tengo escoba, la tienda de Don Manuel debe tener una en el patio de atrás. Está cerrado, lo que me facilita robar cuando entré, pero también dificulta mi entrada. Voy a esperar otra oportunidad mañana temprano. Quiero dormir, pero es difícil en estas condiciones. Uno creería que después de tres años me lograría acostumbrar, pero pasé catorce años durmiendo en una buena cama acolchada. No es que no pueda dormir, sólo que no me agrada. Finalmente, el cansancio me gana y cierro mis ojos. Despierto bañado en sudor, anoche soñé con la noche que me puso en las calles. Diré la verdad, la muerte de mi padre es lo que menos me dolió. Él sabía que estaba en peligro desde el día que rompió la ley. Pero mi madre y mis hermanos no merecían la muerte, ellos eran inocentes. No merecían ser arrestados por los crímenes ajenos. El Sargento Arias me puso en las calles. Ser asociado con el hombre que me crio me daba rabia, por eso me cambié el nombre. No legalmente. Para la ley, estoy muerto. Claro que nunca encontraron mi cuerpo. Me buscaron por un par de horas antes de aceptar una coima e irse a tomar un par de tragos en el bar de la cuadra siguiente. Las horas las conté yo mismo; evadiendo a los pandilleros que también me andaban buscando. Los oía decir––¡Chucha, encuentra al pelao!––y los peones más pendejos se miraban entre sí y se preguntaban a qué muchachito estaban buscando. Por eso logré escapar.
La verdad, ya no estoy de humor para robar la escoba, voy a comprarla. La verdad esa debió de haber sido mi primera idea. Yo robo carteras. Es más fácil esconder una cartera que una escoba y además el señor Manuel siempre ha sido muy bueno conmigo. Me visto con una camiseta vieja y un pantalón decente qué compré con dinero robado. Tengo exactamente una camiseta y un par de pantalones que parecen dignos de alguien que creció en el Casco. Sólo los uso cuando quiero comprar algo. Siempre compro con dinero que robo, mayormente de turistas. Los turistas suelen ser distraídos, mientras no robes demasiado. Además, no suelen tener conexiones; si hurto dinero de algún residente del área, es posible que sea un policía en descanso o un miembro de una pandilla, no es que haya mucha diferencia. La única forma de diferenciar un miembro del cuerpo de policía de un miembro de una pandilla es el uniforme, y para ser honesto, las pandillas tienen mejor estilo. Es más seguro robarle a un turista porque muy probablemente no lo volveré a ver. Y el hecho de terminar en las calles es suficiente prueba de que no tengo mucha suerte, así que prefiero no arriesgarme con los locales. Me acabo de vestir y cojo lo que me queda de dinero. Tengo cerca de cinco Balboas, eso suficiente para comer alguito. No sé por qué había tanta gente festejando en el Casco ayer. Debía ser algún evento porque las fiestas no suelen ocurrir en medio de la semana. Cinco Balboas es bastante para empezar el día. Son cinco Balboas más de lo que normalmente tengo. Camino al mercado y compro unos guineos. No era nada comparado con lo que desayunaba años atrás, pero es suficiente para satisfacerme un poco. Me como una en el camino a “casa”. Dejo la bolsa de guineos en un hoyo en mi parte del cuarto. Es posible, aunque poco probable, que mis
compañeros de cuarto los roben, pero es aún más arriesgado llevar la bolsa conmigo. Al cargar una bolsa, robar se vuelve más complicado. Mis compañeros hacen sus cosas mientras yo hago las mías. No sé qué hacen, pero no están tan flacuchos, entonces supongo que están haciendo algo bien. Yo fui el primero en encontrar este cuarto, y los demás llegaron uno a la vez. Hoy, viven cuatro personas aquí, incluyéndome. Pude haberlos echado, pero no tenía razón para hacerlo. Además, si uno se molestara podría haber problemas. Si hago claro que no voy a vivir con ellos, puede ser que ellos traten de echarme a mí. Prefiero tener un techo compartido que no tener techo alguno. Me cambio uno de mis tres pares de pantalones viejos y una de mis cuatro camisetas. No quiero desgastar mi buena ropa, ya que si no las uso cuando compró cosas, parezco ladrón, lo cual soy. Es jueves por la mañana. En pleno día es un poco difícil robar a alguien sin que te vean, y no hay tanta gente como para poder esconderme dentro de la multitud. Tampoco hay tantos turistas. Sería difícil encontrar a un turista gringo en pleno octubre, pero siempre hay algunos en Casco, aunque sean pocos. Fui a los sitios históricos, a la catedral, a San Felipe y a las tiendas. Encontré algunos turistas, pero ninguno parecía suficientemente distraído para robarles. Al final logro encontrar a una pareja mayor, que parecían extranjeros. El hombre tiene puesto un Panama Hat, el cual se
ve que está nuevecito. La mujer tiene puesto una falda amarilla con un suéter sin mangas. Hablan inglés entre sí. No entendí lo que decían, pero pude reconocer algunas palabras como el “yes”, ya que es una de las palabras más básicas del inglés. Entran a una tienda artesanal y veo que no tienen intenciones de comprar. Los sigo adentro y disimulo como si yo fuera otro cliente. El hombre tiene su cartera en el bolsillo de atrás con parte de ella asomándose. Al no guardarla mejor, me confirmó la sospecha de que estaba distraído. Me acerco silenciosamente, y la tomó sutilmente fingiendo chocarme con él. Rápidamente la guardo en mi propio bolsillo, asegurándome que no se pudiera ver. Salgo de la tienda sin que me vean, o al menos eso creo. No sé de quién, pero oigo una voz de mujer diciendo algo. Asumo que es la esposa, pero no estoy seguro. Puede que sea paranoia, pero corrí. Oigo gritos, esta vez del hombre. Probablemente gritó “ladrón”, porque el policía que está posado en la esquina me empezó a correr tras de mí. Él es rápido, pero yo también lo soy. Escucho sus gritos diciendo diciéndome -¡Párate allí niño, que tú sabes que no eres mejor que yo!- sigo a una callecita donde nadie nos ve, y mientras corro, sin ver atrás, abro la cartera, saco lo que tenía, un billete de veinte dólares, y grito -¡agarra esto y déjame en paz!a la misma vez lo tire hacia atrás. Al salir de la calle el policía ya no me estaba siguiendo. Eso siempre funciona. Funcionó con mi padre, funcionó con este policía y funcionó con todos los policías que conocí en mi vida. Odio a los corruptos, pero no tanto como para hundirme con ellos. La cartera está casi vacía. Él debe haber gastado todo lo demás en mercancía barata. Conté cuanto me quedaba. Tres balboas con 90 centavos. Tengo que encontrar diez centavos más. Robar carteras es fácil, pero siempre hay un riesgo,
como el que encuentre un policía que hace su trabajo, por imposible que sea. Y si no fuese por lo adinerado que los turistas normalmente son, buscaría otras maneras. Cuando son cinco o diez centavos, es más seguro buscar monedas caídas.
Caminé por unos quince minutos mirando al suelo, y por suerte consigo una dichosa moneda de exactamente diez centavos. No lo sé empiezo a creer que mi suerte no es tan mala. Tres balboas con noventa y nueve centavos es el precio de una escoba barata. Ya había visto ese precio exacto en una de las tiendas. Ya se me hace tarde, y no sé qué hora es, pero el sol se empieza a poner. Si me hubiese quedado por más tiempo allí, sin duda me hubiese encontrado con un “enchufe”. Me voy a la tienda de Don Manuel, donde se vende la escoba de tres con noventa y nueve, y entro. Está vacía y soy el único en la tienda. Compro la escoba y me voy a mi “casa”. A veces me pregunto si Don Manuel sabe que soy ladrón. Es posible, pero él no va a decir nada, porque sabe mi situación. Me dolió gastar el dinero del día en una insignificante escoba pero no soporto vivir entre el mugre y polvo, a los otros parece no importarles, no sé si es porque estoy acostumbrado a vivir bien pero no los entiendo. Me voy al apartamento y en el camino pateo una lata de cerveza Balboa puramente por ocio. Llego al apartamento como siempre; calladito y entre aburrido y cansado. Últimamente me he sentido cansado sin mucha razón. Subo
os escalones contándolos hasta que me resbalo y me doy tremendo golpe con el piso corrugado de concreto. Me paro y dejo de hacer el ridículo, Esta vez llego a casa de verdad. Ignoro la presencia o ausencia de los otros quienes viven conmigo. No podemos formar lazos cercanos aquí, la relación tiene que ser puramente cordial, esa es una de las reglas. No tenemos suficiente para compartir y no robamos de los otros en este cuarto. Si no fuera el espacio que ocupan sus “camas,” sus existencias no tendrían efecto alguno para mí. Me acuesto cerca de la ventana, y mirando hacia arriba y viendo entre el edificio adyacente y el mío logro ver el cielo que lentamente se empieza a poner ya casi morado. Termina el cielo de bañarse de negro cuando me dispongo a dormir. No sé por cuánto tiempo intento, dormirme hasta que empiezo a entusiasmarme con una musiquita de la discoteca en la planta baja del edificio al lado del edificio del frente. Un reggaetón con ritmo pegajoso que me da una idea. Bajo entonces a la planta baja disimuladamente con mis mejores pantalones y camisa a la dichosa discoteca. Caminar a esta hora significa que hay que prestar mucha atención al suelo debajo de tus pies en vez del camino delante tuyo, cómo para evitar problemas con los “managers” de la zona. Las reglas de sobrevivir a esta hora son: no mires a los que tienen una manga arremangada o una capucha medio puesta o a los que están fumando en la esquina cigarros Malboro. Me planto a la entrada de la discoteca, del otro lado de la calle para ver cómo me las ingeniaba para entrar y hacer lo que tenía que hacer. Después de un rato de ir viendo poco a poco la discoteca y la gente que entraba formuló lo más cerca que he logrado llegar a un serio plan de atraco a un banco. El plan es: entrar por la ventana abierta para la ventilación del baño a un costado de
la discoteca, peinarme con agua de la pluma y empezar a bailar entre la gente. Me la iba a tomar con calma con la gente, tropezándome con ellas sin querer y en ese entonces de descuido por sorpresa me cogía lo que consiguiera en el bolsillo más gordo que viera. Un poco ineficaz, pero era lo más seguro dentro de todas las opciones que tengo. Para no tener evidencia en mi contra, iré a una de las esquinas dónde nadie presta atención y contaría el dinerito que me gané con ese espectáculo y tiraría la cartera sin dinero en efectivo entre los cientos de pares de piernas moviéndose de un lado al otro para que pareciese un accidente común y corriente. Me moví rápidamente cuando el letrero de neón diciendo “DISCOTECA BUENOS TIEMPOS” se apaga de repente debido a la falta de corriente estable y edad de dicho letrero. Espero un par de segundos para asegurarme de que nadie le importara lo suficiente los ruidos que hicieron mis pies al tropezarme con la acera. Me trepo por la ventana y entro al baño morado con baldosas de piso blancas; me veo al espejo enfrente mío e inmediatamente me arreglo un poco. De repente, se abre la puerta y un borracho con una muchacha entran a uno de los dos puestos de baño que había y cierran la puerta detrás de sí mientras hacen su cosa. Aprovechando la puerta abierta hacia la discoteca me aventuro a un sitio dónde no me he atrevido a entrar en todos mis años de vivir así. No sé qué fue lo que me dio, pero directamente después de eso giro a la izquierda en vez de a la derecha y me encuentro en un callejón que daba la vuelta larga a casa. Saco los billetes mientras camino y empiezo a contar de a bojotes. -Cincuenta, sesenta, setenta y cinco, ciento cinco…- y hasta allí llego, porque me tropiezo con un hombre con la manga de su suéter de blue jean arremangada, y fue aquí donde jodo la noche. Si hubiera notado que antes de toparme con él tal
narco había un policía en la esquina posado tal cual cómo sii fuese a dormir parado. El narco me pregunta -¿Y tú qué quieres? ¿te quieres unir también?- a lo que respondo con No, disculpa no fue mi intención, sólo quiero llegar a casa para dormir-. obvio que hablando a mil por hora no me iba a entender, por lo cual me ridiculiza entre sus compañeros que tiene al lado. No es por nada, pero esos acompañantes no eran hombres, ya eran gorilas de montaña de esos que lees en los libros. Se ríe y dijo -¿es que acaso no me viste? ¿necesitas lentes, compa?- y se ríe de nuevo. En este punto ya me empiezo a preocupar un poco y me paro lentamente recogiendo los billetes caídos que tengo en las manos. Empiezo a formular una solución rápida con lo que tengo en las manos. Dinero. -Mira bro, no quiero problemas, y entiendo que quieras hacer negocios con los peladitos cómo yo que vienen por aquí. ¿Qué tal si te pago pasaje por aquí y me voy a casa seguro y tú haces tu negocito y listo?- me contesta después de mirarme con ojos vacíos y negros: -¿sabes algo? me gustas un poquito. te dejo el pasaje en cuarenta y cinco si no le dices nada al guardia de allí. ¿Está bien?- viendo mi oportunidad, acepto rápidamente. El revolú del intercambio de dinero fue rápido. Lo suficientemente rápido cómo para captar la atención del policía. Se acerca sin que lo notemos ,excepto por los dos gorilas. El policía sinvergüenza pregunta: -¿Y para mí no hay nada? Ay niños, ¿De verdad no saben cómo funcionan las vainas por aquí eh?- El narco se le planta enfrente y le dice Denle ahí quince para que vaya al carajo- -NO no no no no. Yo sé cuánto cuesta el pasaje seguro a esta hora. Dame cincuenta y me voy sin usar a mi fiel amiga.- Se empieza a calentar demasiado y ya siento que lo único que estaba parando a los gorilas de destripar al pobre desgraciado del
policía y fundar sus tripas en un nudo por un cable eléctrico es la pura autoridad de “El Flaco”. De una lo reconozco cuando se da media vuelta para ver el policía. A la que se voltea y me mira de nuevo y después a mis manos me dice -Mira, dame eso y te doy un descuento la próxima ¿eh?- por obvias razones no tengo voz ni voto a la que le dan setenta y cinco al policía desgraciado que tanto me da asco ver por aquí y El Flaco se queda con el resto. Uno de los gorilas se voltea mientras El Flaco le tira mil maldiciones al policía y viceversa y me dice -¿No ves que ya te puedes ir? No te queremos ya. ¡Que te vayas coño!- Con esto entiendo y salgo corriendo fuera del callejón y hacia casa me voy sin pensar más. Debí saber que eso pasaría. Siempre ocurre. Siempre que tengo mucho dinero me encuentro con una pandilla o la policía y siempre salgo sin dinero alguno. Pero también si no tuviera dinero podría estar muerto. Dicen que el dinero no compra felicidad pero sí compro mi seguridad. Después de todo me encuentro sin dinero, con una escoba y un par de guineos. Como ya había comido (me rehúso a decir que eso fue una cena), me dedico a barrer la casa y limpiarla. Esto es más por hábito que por deber, ya que estoy acostumbrado a vivir en un hogar limpio con mis
padres. Cuando termino de limpiar el apartamento, me acuesto en el suelo y me voy a dormir. Es un suelo duro, y los moretones que me saldrían en la mañana empiezan a manifestarse a mis sentidos, pero al menos estoy más limpio. No diría que dormí bien, pero no dormí tan mal. Mañana será viernes, entonces seguramente iba a ver más gente mañana. Espero que mañana tenga dinero suficiente al final del día para comprar un buen desayuno el sábado, aunque eso casi nunca ocurre, pero solamente la posibilidad de comer bien me da esperanza para el resto de la semana.
Tratado 2
Cómo Yaris encontró un tesoro y lo que la llevó hasta allí
El amanecer me despierta como un relámpago; el sol entra por el hueco que llamo ventana en la pared trasera del apartamento donde cojo refugio. Me mudé hace un par de meses con la ayuda de Esteban. Él encontró el apartamento y dejó que me quedase con él y el resto. Poco a poco hemos podido conseguir ciertas necesidades y rellenar nuestro apartamento. La más reciente adición fue un colchón un poco roto y con manchas que dejaron al lado del basurero cerca del apartamento. En una de las esquinas del apartamento mantengo una caja con comida. Siempre me aseguro de que no le caiga el sol directo para evitar que se me dañen más rápido las comidas, o que quede a la vista de alguien más, incluyendo a mis compañeros de apartamento. Hoy me tocaría ir al mini súper a buscar más comida, pero un cliente me ofreció una buena cantidad de dinero por una sesión privada. Mientras que me cambio de ropa a la de hace un par de días, me como una tostada y guardo un poco de carne enlatada en mi bolso para después. Hoy no me toca bañarme, entonces salgo del apartamento más temprano y aprovecho el tiempo extra. Las calles que rodean el apartamento son solitarias, pero no me molesta, ya que significa más paz y menos robos. Pensarías que cuando alguien sufre de una situación parecida a la mía, tendrían más cariño con la manera en la que te tratan, sin embargo, cuando la vida está en peligro, no se piensa sino que se actúa. Ya me ha pasado un par de veces que raciono siete tostadas para la semana, pero amanezco solo con cuatro. Al principio, me molestó porque no tengo suficiente dinero para estar gastando en tostadas desaparecidas. Decidí quedarme despierta unas noches––algo que no se me hace muy difícil––para ver si alguien entraba por la puerta. Me aseguré de poner la caja con comida recién
rellena justo debajo de la ventana, para que pudiera estar a la vista de cualquiera que pasara por allí. La primera y segunda noche no pasó nada. Como no tenía que trabajar esos días, simplemente dormí en la tarde y me volví a quedar despierta en la noche. Al tercer día, como a lo que yo supondría que eran la una de la mañana, escuche unos pasos afuera de la ventana. Vi a Anaís metiendo su mano por el hueco, intentando alcanzar una lata de carne mientras que agarraba dos tostadas con la otra mano. La miré por unos buenos segundos, y en ella vi un reflejo de lo que pudo haber sido mi vida, mendigando desde temprana edad, si las personas que me acogieron en sus casas no hubiesen tenido tanta empatía conmigo en mi infancia. La deje ir con las dos tostadas y la lata de carne. No agarró nada más, y se fue silenciosamente. Desde entonces, no he dejado mi caja de comida cerca de la ventana. En vez, escondo las tostadas y las latas de carne bajo una tablilla suelta bajo mi colchón. Llevo caminando un buen rato. Es mediodía, y el sol está ardiendo. Las calles se ven más pobladas y los edificios toman un tono violento. A mi derecha hay un grupo de niñas jugando con una muñeca de trapo. No sé dónde la consiguieron; se ve sucia y deshecha, pero les trae una sonrisa a la cara. A mi izquierda hay un callejón, no veo mucho porque los edificios tapan el sol, pero escucho discusiones y me alejo antes de que termine en una situación
desafortunada. Mi cliente me dijo que lo encontrara detrás del parque principal. El parque se ve vacío: hay un grupo de niños jugando en una esquina, y unos señores discutiendo sobre un periódico en la otra. En el medio del parque, hay una fuente vieja. Nunca la vi funcionar, creo que no ha tenido agua desde antes de que naciera. A la derecha de la fuente, veo a un hombre medio alto, vestido casi completamente de negro. No estoy segura si es él, pero de todas maneras me voy acercando. No he sentido tantos nervios desde que comencé a trabajar hace un par de meses. Normalmente, no salgo del edificio de mi trabajo, donde siempre me encuentro con clientes, y mucho menos para una sesión privada en sus propias casas. Ya estoy a unos pasos de él. De repente, se voltea a observarme. Su rostro no muestra ni cariño ni la sorpresa usual que recibo de mis clientes al ver lo joven que soy. No logro verle muy bien la cara; su espalda tapa el sol y esconde su rostro en la oscuridad. Mi conciencia grita que salga de allí y que no regrese, pero no me puedo mover. Necesito el dinero que ofrece esta sesión. Lo miro a los ojos, y le digo: ––¿Tú eres Edgar Casas?––Mi voz tiembla más de lo que quisiera. ––Si, tú has de ser la jovencita que me va a hacer compañía el día de hoy. Su comentario me toma por sorpresa. Normalmente, mis clientes van directamente al punto; me llevan directamente a un hotel, no hablan más que con un lenguaje brusco y escaso cuando ya estamos en el asunto––con frases que seriamente me incomoda relatar––pagan mi cuenta y la de la habitación, y desaparecen. Hay algo escondido en el fondo de sus conciencias que le dicen que lo que están haciendo no es correcto. Sin embargo, Edgar no parece ser un cliente usual;
él usa lenguaje fuerte y hace movimientos violentos, pero no rápidos, para imponerse. Sus acciones me muestran que no le importa llamar la atención, que quiere pasar toda la tarde y noche conmigo, y que está seguro que no voy a resistirme a nada. No consigo formular una respuesta, pero sí asiento con la cabeza. Edgar me vuelve a hablar: ––Entonces ya que eres tú, dejemos la charla y empecemos nuestros asuntos. No tarda ni un segundo en agarrarme del brazo. Su agarre es fuerte y firme. Me siento como la prisionera de un juego que no acepté. Caminamos por calles que conozco y calles que no conozco. Recibimos varias miradas extrañas de personas que nos encontramos en el camino. Algunos nos miran con preocupación, pero no se atreven a hacer nada al respecto. Algunos no se dan cuenta de lo que está pasando, y asumen que el señor que me lleva agarrada del brazo fuertemente es mi padre. En verdad no sé si son inconscientes de mi cara de miedo y angustia, o si simplemente deciden que es mejor ignorar la situación presentada frente a ellos. A veces, cuando tienes suficientes problemas en tu vida, es más fácil ignorar los problemas nuevos que se te van formulando, hasta si son por tu propia falta de moral. Llevamos como media hora caminando cuando Edgar finalmente me avisa que llegamos a su edificio. Miro alrededor mío para ver si reconozco la calle, pero lo único que veo son edificios desechos. Veo otra cosa que me asusta: el área se ve inusualmente deshabitada. Edgar me guía detrás de él usando mi brazo para jalarme de un lado al otro. Subimos por unas escaleras en la parte trasera de la entrada del edificio, ya que el elevador esta fuera de servicio -- y parece haberlo estado
desde hace años. Alcanzamos el tercer piso y Edgar me tira del brazo de nuevo y me lleva al apartamento 305. Está tan oscuro que casi me tropiezo al entrar. Miro alrededor mío, y no veo ninguna entrada de luz. A Edgar no parece importarle; me sigue jalando del brazo de una manera apurada. Todo mi ser me está gritando que salga corriendo, pero mis pies siguen caminando hacia donde él me está guiando. Ya puedo ver mejor, mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad. Noto que el cuarto donde estamos es un desastre. Hay latas de comida en casi todas las esquinas y camisas deshechas sobre todos los muebles. El apartamento está sucio, y noto algunas manchas de alcohol en los muebles. No mentiré, mi apartamento no es el más limpio del mundo tampoco, pero por lo menos tomo mi tiempo para arreglarlo de vez en cuando. En cambio, este apartamento parece que no se ha arreglado desde hace mil años. Siento otro jalón, y sigo caminando detrás de él. Entramos a una habitación pequeña con un mueble en el medio. Edgar finalmente suelta mi brazo y me empuja al mueble que está detrás de mí. Admito que he pasado por experiencias que no le deseo a nadie, pero en este momento, siento tanto miedo que es imposible describirlo. Edgar se aleja de mí, y sale del cuarto. Por la entrada de la puerta puedo ver como él camina hacia una refrigeradora en la esquina del cuarto. Nada sobre su persona me trae confianza ni tranquilidad. Decidí concentrarme en el cuarto para evitar salir corriendo del apartamento sin el dinero. En la esquina del cuarto, noto una mesa. No la había visto al entrar por la oscuridad. Es pequeña y simple, pero tiene algo de mucho valor encima. Quién lo pensaría, encima de la mesa hay un reloj plateado que, claramente, vale una buena cantidad de dinero. No sé cómo
terminó siendo propiedad de alguien como Edgar, pero no me importa. Si logro conseguir ese reloj, lo podría vender y conseguir suficiente comida para un mes. Me comienzo a levantar de la cama para un mes. Me comienzo a levantar de la cama para alcanzar el reloj, pero escucho pasos y me asusto. Miro hacia afuera; Edgar sigue lejos y está abriendo la refrigeradora. La refrigeradora parece no haberse usado hace mucho tiempo; la pintura se ha pelado y no está prendida. Él agarra una botella, y se acerca de nuevo al cuarto donde estoy. Siempre me siento nerviosa cuando estoy con un cliente. Si pudiera, dejaría este trabajo y borraría todas las memorias que tengo de él. Pero no puedo. Sin él no tendría pesadillas, pero tampoco tendría comida. Me acuerdo que cuando comencé, me dijeron que me acostumbraría, que las pesadillas irían desapareciendo, y que hasta cierto punto quizás lo disfrutaría. Eran puras mentiras, pero si me hubiesen dicho como me siento ahora, creo que me hubiese ido corriendo. Escucho los pasos de Edgar justo afuera de la puerta, y siento como mi corazón se acelera. Nunca debí aceptar una sesión privada, pero aquí estoy buscando el dinero. Edgar entra al cuarto con la botella en la mano. Me ofrece una, pero yo le digo que no. Nos miramos en silencio por como cinco minutos hasta que me dice: ––¿Entonces qué esperas? Empieza a desvestirte.
Lo miro con temor mientras que me arrepiento de haber venido. Me pregunto si va a ser brusco o si me hará daño. Al verlo me doy cuenta de que se está desesperando, entonces empiezo a quitarme una prenda a la vez. Él me jala hacia su cuerpo y yo lo detengo con mis manos. Le digo que traje protección para que la use. Desde que empecé con este trabajo, jamás había tenido problemas con un cliente sobre este asunto. Le entregó el condón. Edgar me mira, se ríe y lo tira a la basura. Lo miro con cara de confusión pero a la vez de temor, ya que me aterra lo que va a suceder en unos momentos. ––No vamos a necesitar eso el día de hoy––me aclara Edgar. ––¿Cómo que no?––pregunto muy nerviosa. ––Lo vamos a hacer sin eso. Se siente mejor. Me alejo poco a poco de él y le digo que si se niega a usar protección me voy a ir. Esto no parece importarle. Me vuelve a jalar hacia él, pero esta vez, me susurra algo en el oído: ––Tú vas a terminar lo que viniste a hacer, quieras o no. *** Por razones que siento que son bastante obvias, no voy a hablar de lo que sucedió después. De lo que sí hablaré es que por alguna razón que desconozco, Edgar tuvo que salir un momento de la habitación. Vi esto como una oportunidad para escapar. Giro mi cabeza y veo el reloj de plata. Decido que si me voy a ir, al menos me voy con algo que me ayudara a sobrevivir. Tomó el reloj y rápidamente miró a mi alrededor para buscar una salida. Veo una pequeña ventana y decido que esa es mi única opción. Corro hacia ella con el reloj en mi mano. Justo cuando piso fuera del cuarto, escucho el sonido más horroroso que uno se pudiese imaginar: ––¡Oye! ¿A dónde crees que vas?
Salgo corriendo hacia la puerta por donde entré al apartamento. Edgar está a unos pocos pasos furiosos de mí, y no quiero averiguar qué pasa si me atrapa. Más cerca de la puerta, estiro el brazo para alcanzar la pequeña mesa que está al lado, y la tiro en su camino. No me volteo a ver si mi trampa funcionó, pero puedo asumir que no, ya que escucho sus pasos aún acercándose mí. ¿Qué voy a hacer? Yo no soy ni rápida ni ágil. Al final del pasillo están las escaleras y un basurero. Llego a las escaleras, pero por la esquina de mi vista, veo a Edgar salir de su apartamento. En el basurero hay unas botellas de cerveza que probablemente le pertenecieron a él. Agarro una botella, miro hacia atrás, y se la tiro. No espero a ver si le pega o no, pero por su grito y sus maldiciones, supongo que tengo mejor puntería de lo que pensaba. Bajo las escaleras lo más rápido que puedo: bajo dos escalones, dos escalones, tres escalones, etc. No sé cómo sucede, pero me tropiezo y caigo por las escaleras hasta llegar al piso. No tardo en levantarme y sigo corriendo, pero sé que mi caída benefició a Edgar. Siento incomodidad en las piernas, pero la adrenalina me cubre el dolor. Espero que no sea un golpe grave, no tengo dinero para pagar atención médica ni nada parecido. Quizás tengo más que otros, al final del día mi trabajo me mantiene, pero ser prostituta no me garantiza la buena vida tampoco. Con lo poco que consigo en este negocio, es difícil no pensar que sacrifico más de lo que gano. Por un segundo, paro de correr y miro a mi alrededor. El sol está bajando; son las seis de la tarde. Comienzo a correr de nuevo. Paso por las calles pequeñas entre los edificios fácilmente, pero Edgar sigue muy cerca de mí. Giro en la esquina del edificio, y noto un basurero vacío. Me podría meter allí, pero sé que es el primer lugar donde
alguien buscaría. Sigo corriendo. Paso más edificios y giro por más esquinas. Veo un chinito en el edificio a mi derecha, y corro hacia allá. Edgar no me ve, ya que aún le faltaba girar por otra esquina para alcanzarme. Dentro del chinito hay pocas personas. Noto que las refrigeradoras con las bebidas están un poco alejadas de la pared. No sé si Edgar me siguió adentro de la tienda, pero no voy a gastar tiempo pensando en eso. Muevo una de las refrigeradoras un poco más adelante, y me escondo atrás de ella. Hay unos cables, pero me aseguro de mantenerme lejos de ellos. No es la primera vez que me escondo detrás de algo con cables, y no pienso electrocutarme de nuevo. Escucho pasos, pero ninguno de ellos suena tan violento como los de Edgar. Miro hacia abajo: el reloj sigue en mi mano. Espero unos minutos hasta que estoy segura de que Edgar se ha alejado de donde estoy. Poco a poco, salgo de atrás del refrigerador. Se está anocheciendo, y es hora de que vaya regresando a mi apartamento. Estas calles se ponen feas de noche y siempre está la posibilidad de que regresando a mi casa quede en un mal lugar a una mala hora. No puedo permitirme perder el reloj y si alguien nota que lo tengo puesto de noche en la calle, seguramente me lo quitarán. Meto el reloj bajo mi camisa, y doy unas vueltas por el chinito. Hay frutas, panes, jugos, etc., todo lo que se me podría antojar, pero que no puedo pagar. En la esquina de la tienda, noto una silla con un abrigo. Perfecto, con él podría esconder
mejor el reloj. Me acerco lentamente a la silla, y me aseguro de que no haya nadie cerca. Solo veo un basurero vacío. Camino hacia él y me llevo la bolsa de basura que tiene. Miro hacia ambos lados antes de agarrar el abrigo de la silla, y lo meto en la bolsa de basura. Tiró la bolsa sobre mi hombro, y actuó como si trabajase en la tienda y estuviese trasladando mercancía. Nadie me presta atención, hay mejores cosas que ver que una niña sucia intentando ganar un poco de dinero. Salgo del chinito, y miro alrededor mío. No había nadie, entonces saco el abrigo de la bolsa y me lo pongo. Me queda un poco grande, pero no me importa, ropa es ropa. Me pongo el reloj en la mano derecha, y lo escondo bajo la manga del abrigo. De repente escucho a alguien gritarme: ––¿De dónde sacaste ese abrigo? Eso parece llamarle la atención a la gente, ya que se me fueron acercando más. Me comienzan a acorralar, tratando de robarlo. Hay tantas personas alrededor mío que solo escucho sus palabras: –– ¿Qué hace una niña como tú con algo así? ––Yo le podría dar mejor uso que tú. ––¿Por qué no me lo das? ––Tú no lo necesitas tanto como yo. Me alejo poco a poco, pero me siguen rodeando. De repente, veo una lata de soda tirada al lado mío. La tiró contra la pared de un edificio para llamar la atención de los demás y aprovechó para escapar. Empujo a dos personas mientras están distraídas y me meto entre ellas. Me dirijo a casa para descansar después de un largo día. No estoy muy lejos de mi apartamento, pero aun así camino a paso rápido para evitar estar en la calle de noche. Ya se
comienzan a escuchar grupos saliendo a las calles para conseguir sus necesidades sin importar las consecuencias. La noche le trae otra impresión a las calles. Los edificios se ven más tristes que viejos, y las personas más abatidas que ansiosas. El cielo tiñe el ambiente de un tono sombrío. La luz de la luna enfatiza las sombras donde se esconden quienes no quieren ser vistos. Sigo caminando. Finalmente, llego a mi apartamento. Son como las siete de la noche, pero ya no me preocupo. Nadie entra a este edificio, se ve muy decrépito y parece que se va a caer en cualquier segundo. Me quito el abrigo y lo pongo en el colchón que conseguí hace poco. Me quito el reloj, y cuidadosamente lo coloco bajo el colchón, fuera de la vista de cualquiera. Mañana viajaré a la ciudad y pasaré a la tienda a venderlo. Normalmente, no gastaría dinero en un pasaje de bus, pero es un sacrificio que haré esta vez por el dinero del reloj. Me siento en el colchón. No había parado a pensar desde que salí corriendo de la casa de Edgar. Mis pensamientos me comienzan a atormentar, y mi pierna me está ardiendo. Cuando miro hacia abajo, veo una raspada desde mitad de mi pierna hasta mi tobillo. Lentamente, me paro del colchón a buscar un poco de agua de la vasija que tengo guardada. Me concentro en mi pierna y el dolor que siento para evitar pensar en los eventos de la tarde. Mojo una camiseta vieja en el agua, y la pasó suavemente por encima de mi pierna. Espero que sea suficiente para limpiar la herida. Agarro un pañuelo que conseguí cuando era pequeña, y lo envuelvo sobre mi herida. No suelo golpearme, pero sé cómo cuidar mis heridas, ya que me caía mucho de pequeña. Me muevo de vuelta al colchón y me acuesto. Las estrellas han salido de nuevo a tranquilizarme. Hace años paré de llorar; me di cuenta de que llorar no cambia nada de lo que
me pasa. Sin embargo, al ver las estrellas y la oscuridad de la noche, siento lágrimas caer por mi cara. No puedo llorar aquí. Llorar en un apartamento con más personas significa verme vulnerable, algo que me puede costar mucho a largo plazo. El tiempo pasa, y las estrellas siguen en el mismo lugar. Nada cambia, solo hay tranquilidad. El sueño me busca y me encuentra, pero antes de ir con él, ruego que mañana sea mejor que hoy.
Tratado 3
Miguel Uriel y cómo usa los vicios
Como cada mañana siento hambre, y tal es el hambre que hasta me suenan las tripas. Me quito las sábanas mugrosas con las que duermo todos los días así como las cajas aplastadas con las que también me cubro. A estas horas, el edificio abandonado donde vivo con tres compañeros suena muy vacío; igual que mi estómago. Creo que no como desde antes de ayer, pero hoy tengo que comer, y para eso tengo que trabajar. El trabajo a veces es positivo, pero puede ser que no. Hay días donde puedo vender y comer, y días donde no puedo vender ni comer. No me siento avergonzado de mi negocio, aunque no sé cómo terminé en él. No es un trabajo limpio ni uno real, sin embargo, es lo que me sirve para sobrevivir en mis circunstancias. No soy una persona malvada ni viciosa. Mi infancia no fue la mejor y henos aquí. ¿Qué puedo hacer si no es velar por mí? No me voy a dejar morir de hambre. Siempre estuve rodeado de drogas y malas influencias (ese es mi rubro, por cierto), pero sí me he podido controlar, y nunca las he probado porque veo el efecto y la vulnerabilidad en la que deja a las personas. Aunque pueden parecer relajantes, siempre me han asustado, y si bien les debo en parte la vida, no me importa separar mi vida personal de la laboral. Mi primer paso cada mañana es revisar si en el basurero hay algo que pueda serme útil, así me surjo de entre mis cajas para hacer lo que acostumbro. No me molesto en lavarme mucho así que bajo del segundo piso, cruzo hacia la tiendita de don Manuel y escarbo en el basurero del callejón de su negocio. Hoy encuentro solo vasos viejos, pero no me quejo; quizás me faciliten algo el negocio. Soy buen amigo del dueño del mercadito de mi barrio, Don Manuel. Todas las mañanas entro a saludarlo, pero no es lo único que hago allí. Siempre que entro al mercadito, llevo una
maleta pequeña donde puedo meter algunos de los ingredientes que utilizo. Como somos buenos amigos, ni se le pasa por la cabeza que pueda estar metiendo cosas en la maleta. Ha habido momentos donde ha llegado a dudarlo pero nada muy obvio. Obviamente, no voy a entrar todos los días sin comprar nada. Si no, mi plan sería muy evidente, así que todos los dias compro chicles de esos de 5 centavos. Tampoco tengo mucho para gastar. Esta mañana, como todas, platico con el dueño, Don Manuel. Fue muy amable, como siempre: ––¿Qué xopa Don Manuel? ¿Cómo ta’ la vaina? ––Habla Miguel, pasa. Eres siempre bienvenido. ––¿Como ta’ la mujer? ––Cha, molestando como siempre. Y tú, ¿qué xopa? ¿Como tan’ las gyales? ––Todo bien jefe, gracias a Dios. ––Entra y coge lo que quieras hijo. ––Gracias Don Manuel, pero con un chiclecito quedo contento. Igual pa’ ver qué le trajeron los de MERCA hoy. La verdad es que me cae muy bien el man, pero hay que hacer lo que hay que hacer para comer. Por eso después de los saludos, cuando Don Manuel se va a atender a otros clientes, aprovecho para ver qué puedo agarrar hoy mientras busco los chicles. A veces son frutas, a veces dulces, e incluso, a veces
son sodas. Abro el bolso y agarro lo primero que veo–– mangos––, metiéndolos rápidamente dentro del bolso. Voy a la caja y tomo los chicles de cinco centavos. El hombre ya está ahí así que pago y me despido. Él me tira una mirada sospechosa––estoy seguro de que sabe que tomé algo–– pero creo que siente pena por mí y nunca me dice nada porque sabe lo difícil que es la vida en las calles. Ya casi es mediodía. Al abrir mi bolso fuera de la tienda, lo reviso para chequear cuántos mangos conseguí y, honestamente, hoy estuvo mejor de lo usual. A esta hora es cuando mi Chorrillo está en su versión más bella: los rayos de luces iluminan todos los lados y la gente da buenas vibras. Saco los mangos y pienso qué hacer con ellos. Lo mejor sería venderlos pero tengo mucha hambre así que prefiero comerlos. De mis mugrosos pantalones, saco un viejo cuchillo que llevo a todas partes conmigo porque siempre ando solo. Con este parto los mangos, y mi estómago me lo agradece dejando de sonar. Estaban deliciosos; no recuerdo la última vez que disfruté tanto una comida. Me encamino de vuelta a la casa donde vivo ahora. El apartamento está en el segundo piso del edificio más feo que he visto, en medio de la calle 24 Oeste, adonde podría llegar a él con los ojos cerrados de lo bien que conozco estos caminos. Rápidamente, subo y agarro una pequeña bolsa con utensilios cerca de mi cama (el contenido de ella no es importante) Y sin perder tiempo, salgo de nuevo para irme hacia el norte del barrio. El sol del Chorrillo, por lindo que sea, brilla fuerte a estas horas. Hoy está más fuerte de lo normal porque no hay nubes así que no para de quemarme. Varios minutos de caminata después, llego a mi destino: una pequeña feria.
Lo primero que hago al llegar es sacar la bolsa con los utensilios y lo otro que tengo ahí adentro, mi mayor secreto. Es una sustancia en forma de cristales de un azul muy intenso. Lo único que sé de ella es que paga muy bien, pero deja a las personas en un pésimo estado. Aprendí lo primero con satisfacción después de mi primera venta, pero lo segundo lo aprendí por las malas, viendo cómo mi hermana se arruinaba la vida consumiéndola. Repito, no estoy orgulloso de esto, pero es lo que me mantiene vivo en estas circunstancias. Caminando por la feria veo a un joven, que parece adinerado por su limpia ropa y su cara de susto, con una bebida en mano. Podría ser un objetivo fácil, así que voy hacia él y me presento: ––Hola, me llamo Miguel, ¿y tú? ––Hola, yo soy Gabriel, mucho gusto. ––Hermano, ¿qué estás tomando? ––Es un jugo de naranja natural. ––Nombe no, tu eres un hombre, deberías estar tomando un buen trago. ––Pero tú eres un pelaito, ¿qué sabes tú de tragos? ––Tal vez me falte la barriga cervecera, pero conozco el fondo de un botellín tan bien como este barrio.
Muy gracioso debo ser yo porque el joven Gabriel lleva carcajeando desde entonces: cierra los ojos, echa la cabeza para atrás, y pega un buen alarido. Se nota que el ataque le va a durar un rato así que aprovecho el momento para hacer lo que me propuse cuando me acerqué a él. Rápidamente, pero con cuidado, tiro el polvo del cristal en la bebida que aún sujeta y vuelvo a mi sitio. En momentos como este, mi corazón late muy fuerte por la ansiedad y temo que no haber echado suficiente polvo azul. Pero por suerte para mí (alguna vez que me toque) se sigue moviendo tanto que él mismo lo mezcla con la bebida y esta se tiñe de azul. Entonces aprovecho para despedirme justo cuando se toma el primer sorbo por lo que no me alejo tanto de él para estar pendiente de su estado. A los 15 minutos veo que Gabriel está mirando desconcertadamente a todos lados. Estaba esperando esta reacción así que ahí es cuando me acerco para su auxilio. Se cae al piso y lo ayudo a levantarse. Con él apoyado en el hombro, busco la caseta de emergencias que siempre se pone en la feria para dejarlo aunque sea con profesionales. Al final la encuentro y entro cargando a Gabriel. Cuando me comienzan a hacer preguntas, yo digo que no tengo idea de lo que le paso y que no lo conozco; solo tuve la suerte de estar cerca cuando pasó. Lo reciben sin más y me despido: –– ¡Adiós chico! ¡Espero que te mejores! Ya hecha mi tarea, el atardecer que bendice al Chorrillo hoy me parece hermoso. Gabriel tiene que haber estado muy alterado por la droga porque no sintió para nada cuando le quité la cartera del bolsillo. Feliz de la vida, me encamino hacia mi decrépito departamento una vez más. En la casa con calma abro la cartera. Encuentro 36 dólares y la cédula de Gabriel. No me quejo para nada, ya que no es solo
el contenido, sino que también el envase porque conseguí una cartera nueva. Saco la cédula y leo su nombre completo–– Gabriel Robles––antes de apartarla en una gaveta donde guardo cosillas. Con este dinero puedo estar tranquilo por unas tres semanas, pero no voy a mentir, igual estoy preocupado por la salud de Gabriel. Agradezco su dinero, (aunque no me lo dio personalmente) y le deseo lo mejor. Parece ser una persona amable, pero ¡qué agradable es saber que mi manjar de mañana va a ser tan bueno como los mangos de hoy! No me puedo ir a dormir todavía; falta una cosa por hacer para darle fin a un día redondito. Bajo del edificio y salgo a la calle, mirando a los dos lados antes de cruzar a la casa dos puertas más allá de Don Manuel. En un abrir y cerrar de ojos, ya estoy en ella: la casa de Doña Marina. Lo especial de esta, es que hay una hermosa palmera de coco que crece en su jardín que todos en el barrio admiramos. Esta visita a la planta ya casi es rutina así que me pongo manos a la obra. En silencio escalo la bella palmera y me robo una pipa; la más grande que encuentro. La verdad es que es increíble que Doña Marina nunca se haya dado cuenta de que sus pipas disminuyen casi todas las noches. Debe ser que ya está muy viejita y la pobre ya no puede ni contarlas. Finalmente, hoy el trabajo fue positivo en todos sentidos: no tengo hambre, tengo dinero, y, sobre todo, tengo satisfacción. Por supuesto que no todos los días en el Chorrillo son así de impecables. Para nada. Pero noches así hay que aprovecharlas porque con lo bien que curré todo el día, es lo que me merezco.
Tratado 4
Su tormenta diaria: Un día en la vida de Anaís
Una vez más despierto entre sábanas sucias y pesadillas de mi infancia. Siento el sol en mi rostro y la humedad en todo mi cuerpo. Puedo escuchar los ronquidos a mi alrededor, complementando el canto de los gallos de pelea y las últimas gotas de la tormenta de anoche . En el momento que decido levantarme siento el mismo malestar de todas las mañanas.Ya es costumbre sentir este vacío en mi cuerpo. Aún así sé que tengo que seguir mi condenada rutina sin pensarlo mucho. Sigo caminando, esquivando los cuerpos de los chicos que duermen y el desorden en nuestro decrépito hogar. Me lavo el rostro al igual que las axilas y me veo en el reflejo de la ventana. Me devuelven la mirada mis ojos cristalinos que transmiten inocencia y ocultan la oscuridad––aquella oscuridad a la que me tengo que aventurar y acostumbrar por haber sido expulsada de mi hogar años atrás. Cuando ocurrió y salí al mundo estando muy pequeña noté la indiferencia, el miedo e incluso la malicia con la que aquellos más afortunados merodeaban por mi barrio. Es cierto que vivir aquí a veces implica ensuciarse las manos, pero no es por gusto. Es por necesidad. Comienzo el trayecto hacia los lugares donde encuentro fortuna, caminado por calles que conozco mejor que el rostro de mi padre. Esto me causa nostalgia, me recuerda a la casita de San Felipe y a mis razones para seguir adelante. La calle 24 Oeste, donde vivo, se encuentra cerca de Casco, lo cual me beneficia muchísimo: allí siempre hay miembros de la clase alta así como turistas de todo el mundo listos para cooperar inconscientemente a la noble causa de mi estómago. Así, enfocada en lo mío mientras camino, me mentalizo para empezar.
Después de una buena caminata, ya en la Avenida A, veo a mi querida compañera y tutora, la famosa Kelsy Hernández. Ella es lo opuesto a mi; ojos marrones, piel morena y cabello espeluznantemente oscuro. Su impredecible persona me solía atormentar cuando recién nos conocimos; el clima de Panamá era más predecible que ella (y eso es decir mucho si pasas más de una hora fuera). Era mi mentora al empezar los trabajos arriesgados, pero ahora es mi socia. Ella contacta a los compradores del barrio, yo consigo la mercancía, y nos vamos a medias con las ganancias. Una vez que la alcanzo nos vamos al callejón donde siempre recordamos lo planeado el día anterior. Kelsy parece impaciente, mordiendo las largas uñas postizas a las que se aferra por caras que sean como única muestra de vanidad. Me agarra el brazo fuerte y sus uñas se clavan en mi piel. –– No te puedes distraer hoy Anaís. Tenemos una meta y tienes que enfocarte ––ruedo los ojos cuando repite lo obvio. Se desespera y exclama: –– ¡Lo digo enserio! Ayer conseguí un cliente nuevo e importante. Le dije que tenía una persona que es buena consiguiendo lo que sea. Hoy es sólo para trabajar. Mira su reloj, que me recuerda a uno que había robado la semana pasada, y vuelve a hablar: –– Son las siete y media. Las personas están llegando. No despedimos sin más y salimos cada una por su lado del callejón Así empiezo mi día, reemplazando tristes reflexiones por objetivos y movimientos calculados. Las horas pico durante un día en Casco Viejo regularmente son la mañana, la hora del almuerzo y la noche. Tres períodos clave para mi empresa.
Mientras camino hacia el centro del Casco, me encuentro a una señora saliendo de una cafetería––está hablando por teléfono. Me quedo observándola y estudiando su comportamiento un rato. Tiene con ella un iPhone y estoy segura que es de los nuevos. No tiene protector, así que no debe pesar tanto; no más de 200 gramos.Se sienta en la terraza de un restaurante. Tiene una cartera inusual; larga y de color crema. En este momento sé lo que tengo que hacer. Mi víctima está en una llamada, y por sus expresiones se ve que va a demorar un poco. Ya cuento con la perfecta distracción. Tengo que buscar un objeto rectangular y que pese más o menos lo mismo que ese celular. Me voy para el otro callejón solamente pensando en mi objetivo. Finalmente encuentro una cajita rectangular y delgada para sustituir la sensación del celular, que pronto estará ausente. En el transcurso de los cuatro minutos que me demoro en dar con la caja, la mujer termina la llamada y saca un libro de su cartera––fue más breve de lo que pensé, pero estoy lista. Una vez que mete el celular en su bolsa me encamino hacia la tienda al lado suyo. Mi estómago se retuerce y mi mente se distrae con los olores a comida de la cafetería. Paro y me calmo. No puedo permitir que mi estómago me distraiga de la oportunidad más inmediata que tengo para acallarlo; si no me hago con el
celular, a saber cuando otra despistada se cruce por mi camino hoy de nuevo y pueda cumplir con Kelsy. Camino directamente hacia la silla con la cartera. Con un suave movimiento la tiro al piso, me arrodillo y empiezo a ayudar a la joven, disculpándome por el accidente. Justo cuando baja a recoger su bolsa, agarro el celular, lo meto en mi bolsillo trasero y reemplazo la caja en la bolsa. Le pongo la bolsa en la manos antes de que pudiera recogerla, logrando que todo estuviera bajo control y tal como yo lo quería. –– Disculpe, estaba distraída ––digo como excusa y la miro a los ojos para darle seguridad. Apenas presta atención a mis palabras mientras vuelve al libro del que la distraje; no tiene interés o preocupación alguna porque haya hecho algo que ignora, pero igual me aseguro de actuar lo más inocente posible. Me despido y regreso inmediatamente a Plaza Catedral para reencontrarme con Kelsy. A pesar de que siento una clase de remordimiento por haber robado, una oportunidad como esa no viene todos los días; y si veo quién necesita más entre ella y yo, siempre seré yo (¡alguna ventaja que me de la escasez y penuria que paso!). *** Alrededor de las once de la mañana ya he robado muchas más cosas. Al celular se le han unido muchos otros: la billetera de una señora mayor, el reloj de un joven de ojos claros, la cartera de una turista, un anillo, un par de celulares de un grupo de jóvenes, y unos lentes de sol de una muchacha de piel oscura. Todo lo meto en mi bolsa y me reencuentro con Kelsy. –– Aquí está todo lo que conseguí en las últimas horas. Con
distracciones y todo ––recalco por sus advertencias ––. Espero que sea suficiente para tu gran cliente. –– Sí va a ser suficiente ––responde con su voz tan seca como siempre. ––¿Tú que conseguiste? ––no me contesta y mira para abajo fingiendo despreocupación. –– Nada. Yo sabía la respuesta claro, ella casi siempre viene con la manos vacías. ––¿Qué pasó? ¿Por qué no pudiste conseguir algo? –– No pude hacer nada Anaís. Me vieron unos turistas y se cambiaron de calle y una vez que los policías lo notaron, además de los lentes de sol que llevaba, no me quitaron los ojos de encima ––se desespera––. No preguntes si ya sabes la respuesta. Es verdad. Yo sé perfectamente por qué ella nunca trae nada. Las personas creen que ella, por ser morena, es más propensa a robar. En cambio a mí se me hace fácil; todos confían en la pequeña niña inocente de piel blanca, ropas desteñidas, y ojos verdes. Pero si solo supieran cómo son las cosas. Si supieran que cada objeto que me llama la atención me pertenece automáticamente. Cada cosa suelta o descuidada––todo pasa a ser mío. Kelsy solo los intercambia por dinero; pero yo, yo soy la que se las ingenia para conseguirlos. Después de más robos y entregas a Kelsy, me comienzo a aburrir y a cansar. Por suerte, en el momento perfecto me cae un ángel del cielo. La señora Maritza, mejor conocida cómo la de los mejores perros calientes de todo Casco Viejo, se cruza por mi camino. Es una señora ya mayor, de unos 60 años,
morena, y voluminosa (por así decirlo), además de muy trabajadora. Entre trabajo y trabajo, he visto pasar a algunos de sus hijos y nietos; seguro que la están acompañando y haciéndola feliz. Desde hace algunas semanas tengo un acuerdo con ella. Una tarde, después de pasar toda la mañana con Kelsy, la señora Maritza me vio caminando por las calles de Casco sin rumbo y me ofreció un pequeño trato. –– Oígame niña, yo siempre la veo por aquí sin oficio. ¿Dónde están sus papás? Yo no sabía qué decirle para que no pensara mal de mí, así que le inventé un cuento: –– Mis papás me mandan a conseguir trabajo todos los días para ayudar con los gastos y que mis hermanitos coman. Con los “hermanitos” la conmoví. Se ve que tiene carácter fuerte pero un gran corazón, y ahí supe que la conversación iba a ser interesante. –– Bueno mija has llegado en el momento perfecto. Tengo una cantidad de clientes inmensa que no puedo manejar sola. Creo que me puedes ayudar y a cambio te ganarías alguito para llevar a tu casa. ¿Te parece? –– Sí, claro. Puedo trabajar después del mediodía ––respondí sin pensármelo dos veces. –– Aquí la espero entonces. Trabajaremos hasta las 5 de la tarde, así que venga comida para aguantar. Lo que Maritza no sabía era que yo nunca andaba “comida” así que lo de aguantar ya me era costumbre. Con eso comencé a trabajar con la señora Maritza. Hasta el momento me he mantenido muy digna con los impulsos a raya. Pero hoy, esperando mi paga del “gran” cliente de Kelsy,
no podía parar de pensar en robar comida, o en agarrar dinero a escondidas para comprar después. Aprecio mucho a la señora Maritza, pero el hambre cambia mis lealtades. Mis tripas no paran de sonar y el olor a salchichas me marea justo cuando a Maritza le dan ganas de ir al baño dejándome a cargo del puesto. No sé si hacerlo. Me da vergüenza quitarle a ella cuando lo único que hace es ayudar, pero hoy la caridad no me satisface: nunca lo ha hecho como un buen pan.
Son las cinco de la tarde y no he tenido una comida completa en todo el día. Ella seguramente sí come todos los días y tiene una familia que la apoya mientras que yo fui abandonada y pude llegar hasta aquí solo con mi viveza y manos largas. Me decido y guardo en mis bolsillos solo el dinero de las ventas que hice mientras estaba en el baño. (Menos mal que queda lejos y hay muchos con tanta hambre como yo). Después disfruto el mejor hot dog de toda mi vida antes de que llegue. La veo acercándose al carrito luego de veinte minutos y me dice: -–Ya volví, ¿cómo te fue con las ventas?––mira con satisfacción a un señor que se aleja contento con su hot dog–– Me imagino que de maravilla. Ya sabes que a esta hora al salen todos del trabajo. –– No señora, no sé qué ha pasado hoy. No ha pasado casi nadie, pero sí cuidé muy bien todo. Mire, está todo impecable. Le parece rara mi observación. De igual manera me cree el cuento (nunca ha sabido de mi “trabajo” con Kelsy) y me salgo
con la mía una vez más. Al poco rato, cuando los hijos de la señora Maritza llegan en masa, decido aprovechar la distracción para irme a la iglesia de Santa Ana. No soy religiosa, la verdad es que no creo ni en Dios, ni en la Biblia––me niego a creer en algo que no veo y que permite que hayan tantos niños como yo, robándole a mujeres honradas como Maritza para protegerse. Pero todavía, después de un largo y agotador día como hoy, camino a la iglesia y me apoyo contra la pared. Me gusta escuchar a los niños cantar y al padre hablar mientras mi mente se vacía lenta y placenteramente. Me siento, cierro los ojos y escucho. La puerta está entreabierta así que siento alivio por no tener que entrar. Me siento muy cansada y ya está anocheciendo; todo el discurso del padre se hace una mezcla de palabras en mi cerebro. La voz del padre se confunde con el ruido de la plaza y recuerdo lo que hice unos días atrás, siguiendo órdenes de Kelsy. *** Nunca antes había robado de la iglesia (me parecía honrada como la señora Maritza), pero en el momento en que Kelsy mencionó la cantidad de dinero que me iba a ganar, sabía que debía hacerlo. Esa porción de dinero me aseguraba la comida de al menos dos semanas.
Mi socia me pidió algo específico y difícil de sacar sin ser vista: un rosario de oro de los expuestos cerca del altar. Toda la mañana me preguntaba a mí misma cómo rayos iba a conseguirlo y el peligro de decepcionar a Kelsy consumía cada pensamiento: quizás qué pasaría si no se lo conseguía. –– Cómo diablos lo voy a conseguir Kelsy! –– No me hables con ese tono. No me importa qué hagas ni cómo lo hagas, pero lo necesito. Tienes hasta mañana. Con eso me soltó el brazo y se fue. Cuándo miré mi brazo noté las familiares marcas que me había dejado: cuatro lunas acostadas en la parte inferior de mi brazo. Luego de pensarlo un poco más, supe que me convenía y que era poco probable que supieran que fui yo; solía escuchar la misma afuera y no tendrían forma de conocer mis mañas. Así que me fui del Casco hasta la Plaza de Santa Ana, merodee un poco, y entré por primera vez a la iglesia. *** Noto un gran silencio y me doy cuenta de que me quedé dormida hacia el final del sermón. De repente, escucho unos grandes pasos dirigiéndose hacia la salida donde estoy, despejando mi nublada mente. Me despego de la pared, lista para irme, pero una mano me detiene: el padre. Me doy la vuelta, y lo tengo justo enfrente. Tiene anchos hombros, una voluminosa barriga, es altísimo y de una mirada cálida. ––Sé que fuiste tú la que robó el rosario––dice con una voz suave y parecida a la de mi papá. ––Disculpe, no sé de qué está hablando––respondo, despertándome del todo. ––Querida, por favor––pone su mano en mi cachete, acariciándome la piel––,solo dámelo, no seas difícil.
Mueve su mano hacia mi nuca y me empiezo a sentir incómoda, sentimiento que empeora cuando me lleva a un callejón oscuro al costado de la iglesia, lejos de ojos curiosos. Mi corazón late rápido y fuerte por los nervios mientras que el cuerpo se me eriza. ––Yo no me robé nada. Permiso. Me aparto del Padre, haciendo mi mejor intento de separar mi cuerpo del suyo. Mi mente es un solo grito de alarma que no se calla. La desesperación se me nota en el rostro. Pero no me puedo mover y me está agarrando tan fuerte que no puedo escapar. ––Si no me das el rosario voy a tener que hacer algo que quizás Dios no va a estar feliz de ver. ¿Quieres que Dios esté molesto?––me pregunta haciendo un puchero como le hacía yo a mi madre para hacerla reír. Acerca su boca a mi oído y siento las gotas de saliva tocar mi piel mientras susurra: ––Dame el rosario. Su mano está en la parte de adentro de mi pierna izquierda. Sé lo que viene ahorita, solo que no sé cómo evitarlo. ––De verdad que no sé de qué está hablando––murmuro desesperada, pero él está seguro de su acusación. Me tira contra la pared apenas registra mis palabras. Rápidamente se acerca a mí y pone ambas manos junto a mi cabeza llenando el poco espacio entre los dos con un asqueroso tufo a café oxidado que sale de su boca. Con esa misma boca toca la mía, forzando cada movimiento. Siento las lágrimas correr por mi rostro; no he llorado tan fuerte desde que mi madrastra empacó mis cosas años atrás. Me oculta aún más en la oscuridad del callejón antes de abrirme el pantalón, y lo que sucede después es mejor no detallarlo…
El dolor que me inunda cuando se aparta es insoportable. Él empieza a vestirse y apenas se distrae desempolvando su túnica (sucia más allá de las manchas), cierro mi bragueta, y corro. Vislumbro el edificio del Chorrillo y el almacén cerrado de Don Manuel con más alivio que nunca. Me acerco al portal cuando escucho la voz del dueño de la tienda. Lo saludo, con una sonrisa en la cara como todos los días, y sigo caminando. Al llegar a la habitación me lavo el rostro y mi cuerpo de la mejor manera que puedo con una esponja y un balde de agua, intentando quitar cada huella de sus manos en mi. Veo a Yaris y solo pienso en que este dolor lo siente a diario. Me pongo mis única muda de cambio y voy a mi lugar de descanso. Me acuesto escuchando a los carros pasar y a las personas listas para aprovechar la noche. Mi mente no para de dar vueltas. Solo pienso que será imposible dormir esta noche y que si fue difícil levantarme hoy, a saber si lo lograré mañana.
Créditos y una última nota La creación de este libro es producto del esfuerzo conjunto de la clase Español 11º Honores de la profesora Hurtado de Balboa Academy. Como grupo, después de leer "El lazarillo de Tormes," reflexionamos acerca de la cruda verdad que los pícaros no pertenecen solamente al Siglo de Oro español o a la literatura clásica––nada más alejado de la verdad. El hambre, el sufrimiento, y la necesidad de sobrevivir son parte intrínseca de la condición humana y, nosotros, como ciudadanos jóvenes, afortunados de Panamá, debemos reconocerlo y entenderlo dentro de lo que cabe. Así, agradecemos a los creadores de las cuatro historias que intentan entender esta verdad. A los del Tratado 1: Omar Rodríguez, Evan Bush, Carlos Zelenka, y Henrique Ferreira; a los del Tratado 2: Alexandra Gris, Laura Hermida, y Alex González; a los del Tratado 3: Ethan Davis, Javier Estévez, y Mateus Mendoza; y, por último, a los del Tratado 4: Ana Sofía Guerra, Daniella Castillo, Isabella González y Natalia García. Agradecemos también al grupo editor y autor del prólogo–– Juan Diego Gómez, Jorge Alcedo, y Emilia Salazar––por liderar, criticar, y juntar todas las piezas del rompecabezas. Por último, a la profesora María Hurtado, gracias por incitarnos a mirar más allá de nuestra burbuja a través de la escritura creativa. Fue un reto crear a partir de temas tabú y de realidades desconocidas a la vez que evitábamos caer en la parodia o la ignorancia. Sin más que añadir, nos despedimos, esperando que haya disfrutado las historias de Esteban, Yaris, Miguel y Anaís.