PAPA FRANCISCO POLITICA y SOCIEDAD Sus mรกs importantes discursos
INTRODUCCIÓN Este trabajo es fruto de la lectura de un interesante libro titulado “PAPA FRANCISCO. POLITICA Y SOCIEDAD. Conversiones con DOMINIQUE WOLTON”. En este libro-entrevista, cuya lectura recomendamos encarecidamente, se abordan múltiples cuestiones , tales como la paz y la guerra; la política y las religiones, la mundialización y la diversidad cultural; los fundamentalismos y la laicidad; Europa y los emigrantes, la ecología, las desigualdades en el mundo; el ecumenismo y el diálogo interreligioso, y el individuo, la familia y la solidaridad. Tras su lectura se logra acercarnos a la visión que el actual papa tiene sobre la Iglesia y la Sociedad, centrada en derribar muros y construir puentes. De este libro destacamos principalmente los discursos seleccionados en fragmentos hasta el año 2016. Dominique Wolton es un intelectual, sociólogo francés, teórico de la comunicación, especialista en mass media, comunicación política... etc, que ha seleccionado 16 discursos del papa, que publicamos en este trabajo, pero esta vez completos y hemos añadido 12 más, ampliando la fecha hasta marzo de 2018.
INDICE DE DISCURSOS 1. PAZ Y GUERRAS •
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MENSAJE PARA LA CELEBRACIÓN DE LA 51 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ. 1 DE ENERO DE 2018. “Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz” MENSAJE PARA LA CELEBRACIÓN DE LA 50 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 DE ENERO DE 2017 «La no violencia: un estilo de política para la paz» MENSAJE PARA LA CELEBRACIÓN DE LA 47 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ. 1 DE ENERO DE 2014. LA FRATERNIDAD, FUNDAMENTO Y CAMINO PARA LA PAZ DISCURSO DEL SANTO PADRE en las NACIONES UNIDAS . Nueva York, Viernes 25 de septiembre de 2015
2. RELIGIONES Y POLÍTICAS • •
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MENSAJE PARA LA CELEBRACIÓN DE LA 48 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 DE ENERO DE 2015. NO ESCLAVOS, SINO HERMANOS A LOS PARTICIPANTES EN EL II ENCUENTRO MUNDIAL DE LOS MOVIMIENTOS POPULARES DISCURSO DEL SANTO PADRE . Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) Jueves 9 de julio de 2015 A LOS PARTICIPANTES EN EL III ENCUENTRO MUNDIAL DE MOVIMIENTOS POPULARES. Aula Pablo VI , Sábado 5 de noviembre de 2016 MENSAJE AL PRESIDENTE EJECUTIVO DEL FORO ECONÓMICO MUNDIAL [DAVOS, SUIZA, 23-26 DE ENERO DE 2018]
3. EUROPA Y DIVERSIDAD CULTURAL • •
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ENTREGA DEL PREMIO CARLOMAGNO DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO . Sala Regia , Viernes 6 de mayo de 2016 A LOS JEFES DE ESTADO Y DE GOBIERNO DE LA UNIÓN EUROPEA PRESENTES EN ITALIA PARA LA CELEBRACIÓN DEL 60 ANIVERSARIO DEL TRATADO DE ROMA. Sala Regia, Viernes 24 de marzo de 2017 AL PARLAMENTO EUROPEO . Estrasburgo, Francia. Martes 25 de noviembre de 2014
4. CULTURA Y COMUNICACIÓN • • •
DISCURSO A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO SOBRE "LA DIGNIDAD DEL MENOR EN EL MUNDO DIGITAL" Viernes 6 de octubre 2017 A LOS PARTICIPANTES EN UN CURSO DE FORMACIÓN PARA NUEVOS OBISPOS. Viernes 16 de septiembre de 2016 MENSAJE PARA LA 52 JORNADA MUNDIAL DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES. «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32). Fake news y periodismo de paz
5. LA SOLIDARIDAD, EL TIEMPO Y LA ALEGRÍA • • •
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DISCURSO A LA CONFEDERACIÓN ITALIANA DE SINDICATOS DE TRABAJADORES (CISL). Aula Pablo VI, Miércoles 28 de junio de 2017 A LOS PARTICIPANTES EN EL I ENCUENTRO MUNDIAL DE MOVIMIENTOS POPULARES. Aula Vieja del Sínodo. Martes 28 de octubre de 2014 DISCURSO A UNA PEREGRINACIÓN DE POBRES DE LAS DIÓCESIS FRANCESAS DE LA PROVINCIA DE LYON. Aula Pablo VI, Miércoles 6 de julio de 2016 MENSAJE PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LA ALIMENTACIÓN 2013 DISCURSO A LOS PARTICIPANTES EN LA JORNADA MUNDIAL DE REFLEXIÓN Y ORACIÓN CONTRA LA TRATA DE PERSONAS . Sala Clementina, Lunes, 12 de febrero de 2018
6. LA MISERICORDIA ES UN VIAJE QUE VA DEL CORAZÓN A LA MANO • •
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CON OCASIÓN DE LA XXXI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD. Parque Jordan, en Blonia, Cracovia, Jueves 28 de julio de 2016 CON OCASIÓN DE LA XXXI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD. VIGILIA DE ORACIÓN CON LOS JÓVENES. Campus Misericordiae, Cracovia, Sábado 30 de julio de 2016 MENSAJE PARA LA CELEBRACIÓN DE LA 49 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 DE ENERO DE 2016 Vence la indiferencia y conquista la paz MENSAJE PARA LA CUARESMA 2018 «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12)
7. LA TRADICIÓN ES UN MOVIMIENTO •
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PRESENTACIÓN DE LAS FELICITACIONES NAVIDEÑAS DE LA CURIA ROMANA, DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO. Sala Clementina, Lunes 22 de diciembre de 2014 PRESENTACIÓN DE LAS FELICITACIONES NAVIDEÑAS DE LA CURIA ROMANA, DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO. Sala Clementina, Lunes 22 de diciembre de 2016
8. UN DESTINO • • •
VISITA A LA OFICINA DE LAS NACIONES UNIDAS EN NAIROBI (U.N.O.N.). DISCURSO DEL SANTO PADRE. Kenia, Jueves 26 de noviembre de 2015 MENSAJE CON OCASIÓN DEL ENCUENTRO DE MOVIMIENTOS POPULARES EN MODESTO, CALIFORNIA [16-19 DE FEBRERO DE 2017] ENCUENTRO CON EL COMITÉ DIRECTIVO DEL CELAM. DISCURSO DEL SANTO PADRE. Nunciatura apostólica, Bogotá, Jueves 7 de septiembre de 2017
1. PAZ Y GUERRA MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CELEBRACIÓN DE LA 51 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 DE ENERO DE 2018 Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz 1. Un deseo de paz Paz a todas las personas y a todas las naciones de la tierra. La paz, que los ángeles anunciaron a los pastores en la noche de Navidad[1], es una aspiración profunda de todas las personas y de todos los pueblos, especialmente de aquellos que más sufren por su ausencia, y a los que tengo presentes en mi recuerdo y en mi oración. De entre ellos quisiera recordar a los más de 250 millones de migrantes en el mundo, de los que 22 millones y medio son refugiados. Estos últimos, como afirmó mi querido predecesor Benedicto XVI, «son hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos que buscan un lugar donde vivir en paz»[2]. Para encontrarlo, muchos de ellos están dispuestos a arriesgar sus vidas a través de un viaje que, en la mayoría de los casos, es largo y peligroso; están dispuestos a soportar el cansancio y el sufrimiento, a afrontar las alambradas y los muros que se alzan para alejarlos de su destino. Con espíritu de misericordia, abrazamos a todos los que huyen de la guerra y del hambre, o que se ven obligados a abandonar su tierra a causa de la discriminación, la persecución, la pobreza y la degradación ambiental. Somos conscientes de que no es suficiente sentir en nuestro corazón el sufrimiento de los demás. Habrá que trabajar mucho antes de que nuestros hermanos y hermanas puedan empezar de nuevo a vivir en paz, en un hogar seguro. Acoger al otro exige un compromiso concreto, una cadena de ayuda y de generosidad, una atención vigilante y comprensiva, la gestión responsable de nuevas y complejas situaciones que, en ocasiones, se añaden a los numerosos problemas ya existentes, así como a unos recursos que siempre son limitados. El ejercicio de la virtud de la prudencia es necesaria para que los gobernantes sepan acoger, promover, proteger e integrar, estableciendo medidas prácticas que, «respetando el recto orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu»[3]. Tienen una responsabilidad concreta con respecto a sus comunidades, a las que deben garantizar los derechos que les corresponden en justicia y un desarrollo armónico, para no ser como el constructor necio que hizo mal sus cálculos y no consiguió terminar la torre que había comenzado a construir[4]. 2. ¿Por qué hay tantos refugiados y migrantes? Ante el Gran Jubileo por los 2000 años del anuncio de paz de los ángeles en Belén, san Juan Pablo II incluyó el número creciente de desplazados entre las consecuencias de «una interminable y horrenda serie de guerras, conflictos, genocidios, “limpiezas
étnicas”»[5], que habían marcado el siglo XX. En el nuevo siglo no se ha producido aún un cambio profundo de sentido: los conflictos armados y otras formas de violencia organizada siguen provocando el desplazamiento de la población dentro y fuera de las fronteras nacionales. Pero las personas también migran por otras razones, ante todo por «el anhelo de una vida mejor, a lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la “desesperación” de un futuro imposible de construir»[6]. Se ponen en camino para reunirse con sus familias, para encontrar mejores oportunidades de trabajo o de educación: quien no puede disfrutar de estos derechos, no puede vivir en paz. Además, como he subrayado en la Encíclica Laudato si’, «es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria empeorada por la degradación ambiental»[7]. La mayoría emigra siguiendo un procedimiento regulado, mientras que otros se ven forzados a tomar otras vías, sobre todo a causa de la desesperación, cuando su patria no les ofrece seguridad y oportunidades, y toda vía legal parece imposible, bloqueada o demasiado lenta. En muchos países de destino se ha difundido ampliamente una retórica que enfatiza los riesgos para la seguridad nacional o el coste de la acogida de los que llegan, despreciando así la dignidad humana que se les ha de reconocer a todos, en cuanto que son hijos e hijas de Dios. Los que fomentan el miedo hacia los migrantes, en ocasiones con fines políticos, en lugar de construir la paz siembran violencia, discriminación racial y xenofobia, que son fuente de gran preocupación para todos aquellos que se toman en serio la protección de cada ser humano[8]. Todos los datos de que dispone la comunidad internacional indican que las migraciones globales seguirán marcando nuestro futuro. Algunos las consideran una amenaza. Os invito, al contrario, a contemplarlas con una mirada llena de confianza, como una oportunidad para construir un futuro de paz. 3. Una mirada contemplativa La sabiduría de la fe alimenta esta mirada, capaz de reconocer que todos, «tanto emigrantes como poblaciones locales que los acogen, forman parte de una sola familia, y todos tienen el mismo derecho a gozar de los bienes de la tierra, cuya destinación es universal, como enseña la doctrina social de la Iglesia. Aquí encuentran fundamento la solidaridad y el compartir»[9]. Estas palabras nos remiten a la imagen de la nueva Jerusalén. El libro del profeta Isaías (cap. 60) y el Apocalipsis (cap. 21) la describen como una ciudad con las puertas siempre abiertas, para dejar entrar a personas de todas las naciones, que la admiran y la colman de riquezas. La paz es el gobernante que la guía y la justicia el principio que rige la convivencia entre todos dentro de ella. Necesitamos ver también la ciudad donde vivimos con esta mirada contemplativa, «esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas [promoviendo] la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia»[10]; en otras palabras, realizando la promesa de la paz. Observando a los migrantes y a los refugiados, esta mirada sabe descubrir que no llegan con las manos vacías: traen consigo la riqueza de su valentía, su capacidad, sus energías y sus aspiraciones, y por supuesto los tesoros de su propia cultura, enriqueciendo así la vida de las naciones que los acogen. Esta mirada sabe también descubrir la creatividad, la tenacidad y el espíritu de sacrificio de incontables personas, familias y comunidades que, en todos los rincones del mundo, abren sus puertas y sus corazones a los migrantes y refugiados, incluso cuando los recursos no son abundantes.
Por último, esta mirada contemplativa sabe guiar el discernimiento de los responsables del bien público, con el fin de impulsar las políticas de acogida al máximo de lo que «permita el verdadero bien de su comunidad»[11], es decir, teniendo en cuenta las exigencias de todos los miembros de la única familia humana y del bien de cada uno de ellos. Quienes se dejan guiar por esta mirada serán capaces de reconocer los renuevos de paz que están ya brotando y de favorecer su crecimiento. Transformarán en talleres de paz nuestras ciudades, a menudo divididas y polarizadas por conflictos que están relacionados precisamente con la presencia de migrantes y refugiados. 4. Cuatro piedras angulares para la acción Para ofrecer a los solicitantes de asilo, a los refugiados, a los inmigrantes y a las víctimas de la trata de seres humanos una posibilidad de encontrar la paz que buscan, se requiere una estrategia que conjugue cuatro acciones: acoger, proteger, promover e integrar[12]. «Acoger» recuerda la exigencia de ampliar las posibilidades de entrada legal, no expulsar a los desplazados y a los inmigrantes a lugares donde les espera la persecución y la violencia, y equilibrar la preocupación por la seguridad nacional con la protección de los derechos humanos fundamentales. La Escritura nos recuerda: «No olvidéis la hospitalidad; por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles»[13]. «Proteger» nos recuerda el deber de reconocer y de garantizar la dignidad inviolable de los que huyen de un peligro real en busca de asilo y seguridad, evitando su explotación. En particular, pienso en las mujeres y en los niños expuestos a situaciones de riesgo y de abusos que llegan a convertirles en esclavos. Dios no hace discriminación: «El Señor guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda»[14]. «Promover» tiene que ver con apoyar el desarrollo humano integral de los migrantes y refugiados. Entre los muchos instrumentos que pueden ayudar a esta tarea, deseo subrayar la importancia que tiene el garantizar a los niños y a los jóvenes el acceso a todos los niveles de educación: de esta manera, no sólo podrán cultivar y sacar el máximo provecho de sus capacidades, sino que también estarán más preparados para salir al encuentro del otro, cultivando un espíritu de diálogo en vez de clausura y enfrentamiento. La Biblia nos enseña que Dios «ama al emigrante, dándole pan y vestido»; por eso nos exhorta: «Amaréis al emigrante, porque emigrantes fuisteis en Egipto»[15]. Por último, «integrar» significa trabajar para que los refugiados y los migrantes participen plenamente en la vida de la sociedad que les acoge, en una dinámica de enriquecimiento mutuo y de colaboración fecunda, promoviendo el desarrollo humano integral de las comunidades locales. Como escribe san Pablo: «Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios»[16]. 5. Una propuesta para dos Pactos internacionales Deseo de todo corazón que este espíritu anime el proceso que, durante todo el año 2018, llevará a la definición y aprobación por parte de las Naciones Unidas de dos pactos mundiales: uno, para una migración segura, ordenada y regulada, y otro, sobre refugiados. En cuanto acuerdos adoptados a nivel mundial, estos pactos constituirán un marco de referencia para desarrollar propuestas políticas y poner en práctica medidas concretas. Por esta razón, es importante que estén inspirados por la compasión, la visión de futuro y la valentía, con el fin de aprovechar cualquier ocasión que permita avanzar en la construcción de la paz: sólo así el necesario realismo de la política internacional no se verá derrotado por el cinismo y la globalización de la indiferencia.
El diálogo y la coordinación constituyen, en efecto, una necesidad y un deber específicos de la comunidad internacional. Más allá de las fronteras nacionales, es posible que países menos ricos puedan acoger a un mayor número de refugiados, o acogerles mejor, si la cooperación internacional les garantiza la disponibilidad de los fondos necesarios. La Sección para los Migrantes y Refugiados del Dicasterio para la Promoción del Desarrollo Humano Integral sugiere 20 puntos de acción[17] como pistas concretas para la aplicación de estos cuatro verbos en las políticas públicas, además de la actitud y la acción de las comunidades cristianas. Estas y otras aportaciones pretenden manifestar el interés de la Iglesia católica al proceso que llevará a la adopción de los pactos mundiales de las Naciones Unidas. Este interés confirma una solicitud pastoral más general, que nace con la Iglesia y continúa hasta nuestros días a través de sus múltiples actividades. 6. Por nuestra casa común Las palabras de san Juan Pablo II nos alientan: «Si son muchos los que comparten el “sueño” de un mundo en paz, y si se valora la aportación de los migrantes y los refugiados, la humanidad puede transformarse cada vez más en familia de todos, y nuestra tierra verdaderamente en “casa común”»[18]. A lo largo de la historia, muchos han creído en este «sueño» y los que lo han realizado dan testimonio de que no se trata de una utopía irrealizable. Entre ellos, hay que mencionar a santa Francisca Javier Cabrini, cuyo centenario de nacimiento para el cielo celebramos este año 2017. Hoy, 13 de noviembre, numerosas comunidades eclesiales celebran su memoria. Esta pequeña gran mujer, que consagró su vida al servicio de los migrantes, convirtiéndose más tarde en su patrona celeste, nos enseña cómo debemos acoger, proteger, promover e integrar a nuestros hermanos y hermanas. Que por su intercesión, el Señor nos conceda a todos experimentar que los «frutos de justicia se siembran en la paz para quienes trabajan por la paz»[19]. Vaticano, 13 de noviembre de 2017. Memoria de Santa Francisca Javier Cabrini, Patrona de los migrantes. Francisco
[1] Cf. Lc 2,14. [2] Ángelus, 15 enero 2012. [3] Juan XXIII, Carta. enc. Pacem in terris, 57. [4] Cf. Lc 14,28-30. [5] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 3. [6] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2013. [7] Laudato si', n. 25. [8] Cf. Discurso a los Participantes en el Encuentro de Responsables nacionales de la pastoral de migraciones organizado por el Consejo de Conferencias Episcopales de Europa (CCEE), 22 septiembre 2017. [9] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2011. [10] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 71. [11] Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 57 [en español, n. 106]. [12] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2018, 15 agosto 2017. [13] Hb 13,2. [14] Sal 146,9.
[15] Dt 10,18-19. [16] Ef 2,19. [17] «20 Puntos de Acción Pastoral» y «20 Puntos de Acción para los Pactos Globales» (2017). Cf. Documento ONU A/72/528. [18] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2004, 6. [19] St 3,18.
VISITA A LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS DISCURSO DEL SANTO PADRE Nueva York Viernes 25 de septiembre de 2015
Señor Presidente, Señoras y Señores: Buenos días. Una vez más, siguiendo una tradición de la que me siento honrado, el Secretario General de las Naciones Unidas ha invitado al Papa a dirigirse a esta honorable Asamblea de las Naciones. En nombre propio y en el de toda la comunidad católica, Señor Ban Ki-moon, quiero expresarle el más sincero y cordial agradecimiento. Agradezco también sus amables palabras. Saludo asimismo a los Jefes de Estado y de Gobierno aquí presentes, a los Embajadores, diplomáticos y funcionarios políticos y técnicos que los acompañan, al personal de las Naciones Unidas empeñado en esta 70ª Sesión de la Asamblea General, al personal de todos los programas y agencias de la familia de la ONU, y a todos los que de un modo u otro participan de esta reunión. Por medio de ustedes saludo también a los ciudadanos de todas las naciones representadas en este encuentro. Gracias por los esfuerzos de todos y de cada uno en bien de la humanidad. Esta es la quinta vez que un Papa visita las Naciones Unidas. Lo hicieron mis predecesores Pablo VI en 1965, Juan Pablo II en 1979 y 1995 y, mi más reciente predecesor, hoy el Papa emérito Benedicto XVI, en 2008. Todos ellos no ahorraron expresiones de reconocimiento para la Organización, considerándola la respuesta jurídica y política adecuada al momento histórico, caracterizado por la superación tecnológica de las distancias y fronteras y, aparentemente, de cualquier límite natural a la afirmación del poder. Una respuesta imprescindible ya que el poder tecnológico, en manos de ideologías nacionalistas o falsamente universalistas, es capaz de producir tremendas atrocidades. No puedo menos que asociarme al aprecio de mis predecesores, reafirmando la importancia que la Iglesia Católica concede a esta institución y las esperanzas que pone en sus actividades. La historia de la comunidad organizada de los Estados, representada por las Naciones Unidas, que festeja en estos días su 70 aniversario, es una historia de importantes éxitos comunes, en un período de inusitada aceleración de los acontecimientos. Sin pretensión de exhaustividad, se puede mencionar la codificación y el desarrollo del derecho internacional, la construcción de la normativa internacional de derechos humanos, el perfeccionamiento del derecho humanitario, la solución de muchos conflictos y operaciones de paz y reconciliación, y tantos otros logros en todos los campos de la proyección internacional del quehacer humano. Todas estas realizaciones son luces que contrastan la oscuridad del desorden causado por las ambiciones descontroladas y por
los egoísmos colectivos. Es cierto que aún son muchos los graves problemas no resueltos, pero también es evidente que, si hubiera faltado toda esta actividad internacional, la humanidad podría no haber sobrevivido al uso descontrolado de sus propias potencialidades. Cada uno de estos progresos políticos, jurídicos y técnicos son un camino de concreción del ideal de la fraternidad humana y un medio para su mayor realización. Rindo pues homenaje a todos los hombres y mujeres que han servido leal y sacrificadamente a toda la humanidad en estos 70 años. En particular, quiero recordar hoy a los que han dado su vida por la paz y la reconciliación de los pueblos, desde Dag Hammarskjöld hasta los muchísimos funcionarios de todos los niveles, fallecidos en las misiones humanitarias, de paz y reconciliación. La experiencia de estos 70 años, más allá de todo lo conseguido, muestra que la reforma y la adaptación a los tiempos siempre es necesaria, progresando hacia el objetivo último de conceder a todos los países, sin excepción, una participación y una incidencia real y equitativa en las decisiones. Esta necesidad de una mayor equidad, vale especialmente para los cuerpos con efectiva capacidad ejecutiva, como es el caso del Consejo de Seguridad, los organismos financieros y los grupos o mecanismos especialmente creados para afrontar las crisis económicas. Esto ayudará a limitar todo tipo de abuso o usura sobre todo con los países en vías de desarrollo. Los organismos financieros internacionales han de velar por el desarrollo sostenible de los países y la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos de promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor pobreza, exclusión y dependencia. La labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del Preámbulo y de los primeros artículos de su Carta Constitucional, puede ser vista como el desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho, sabiendo que la justicia es requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad universal. En este contexto, cabe recordar que la limitación del poder es una idea implícita en el concepto de derecho. Dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia, significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones sociales. La distribución fáctica del poder (político, económico, de defensa, tecnológico, etc.) entre una pluralidad de sujetos y la creación de un sistema jurídico de regulación de las pretensiones e intereses, concreta la limitación del poder. El panorama mundial hoy nos presenta, sin embargo, muchos falsos derechos, y –a la vez– grandes sectores indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del poder: el ambiente natural y el vasto mundo de mujeres y hombres excluidos. Dos sectores íntimamente unidos entre sí, que las relaciones políticas y económicas preponderantes han convertido en partes frágiles de la realidad. Por eso hay que afirmar con fuerza sus derechos, consolidando la protección del ambiente y acabando con la exclusión. Ante todo, hay que afirmar que existe un verdadero «derecho del ambiente» por un doble motivo. Primero, porque los seres humanos somos parte del ambiente. Vivimos en comunión con él, porque el mismo ambiente comporta límites éticos que la acción humana debe reconocer y respetar. El hombre, aun cuando está dotado de «capacidades inéditas» que «muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico» (Laudato si’, 81), es al mismo tiempo una porción de ese ambiente. Tiene un cuerpo formado por elementos físicos, químicos y biológicos, y solo puede sobrevivir y desarrollarse si el ambiente ecológico le es favorable. Cualquier daño al ambiente, por tanto, es un daño a la humanidad. Segundo, porque cada una de las creaturas, especialmente las vivientes, tiene un valor en sí misma, de existencia, de vida, de belleza y de interdependencia con las demás creaturas. Los cristianos, junto con las otras religiones monoteístas, creemos que el universo proviene de una decisión de amor del
Creador, que permite al hombre servirse respetuosamente de la creación para el bien de sus semejantes y para gloria del Creador, pero que no puede abusar de ella y mucho menos está autorizado a destruirla. Para todas las creencias religiosas, el ambiente es un bien fundamental (cf. ibíd., 81). El abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, van acompañados por un imparable proceso de exclusión. En efecto, un afán egoísta e ilimitado de poder y de bienestar material lleva tanto a abusar de los recursos materiales disponibles como a excluir a los débiles y con menos habilidades, ya sea por tener capacidades diferentes (discapacitados) o porque están privados de los conocimientos e instrumentos técnicos adecuados o poseen insuficiente capacidad de decisión política. La exclusión económica y social es una negación total de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos y al ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos atentados por un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al mismo tiempo obligados a vivir del descarte y deben injustamente sufrir las consecuencias del abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la hoy tan difundida e inconscientemente consolidada «cultura del descarte». Lo dramático de toda esta situación de exclusión e inequidad, con sus claras consecuencias, me lleva junto a todo el pueblo cristiano y a tantos otros a tomar conciencia también de mi grave responsabilidad al respecto, por lo cual alzo mi voz, junto a la de todos aquellos que anhelan soluciones urgentes y efectivas. La adopción de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible en la Cumbre mundial que iniciará hoy mismo, es una importante señal de esperanza. Confío también que la Conferencia de París sobre el cambio climático logre acuerdos fundamentales y eficaces. No bastan, sin embargo, los compromisos asumidos solemnemente, aunque constituyen ciertamente un paso necesario para las soluciones. La definición clásica de justicia a que aludí anteriormente contiene como elemento esencial una voluntad constante y perpetua: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. El mundo reclama de todos los gobernantes una voluntad efectiva, práctica, constante, de pasos concretos y medidas inmediatas, para preservar y mejorar el ambiente natural y vencer cuanto antes el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado. Es tal la magnitud de estas situaciones y el grado de vidas inocentes que va cobrando, que hemos de evitar toda tentación de caer en un nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador en las conciencias. Debemos cuidar que nuestras instituciones sean realmente efectivas en la lucha contra todos estos flagelos. La multiplicidad y complejidad de los problemas exige contar con instrumentos técnicos de medida. Esto, empero, comporta un doble peligro: limitarse al ejercicio burocrático de redactar largas enumeraciones de buenos propósitos –metas, objetivos e indicaciones estadísticas–, o creer que una única solución teórica y apriorística dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder de vista, en ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un concepto perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento que, antes y más allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres concretos, iguales a los gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que muchas veces se ven obligados a vivir miserablemente, privados de cualquier derecho. Para que estos hombres y mujeres concretos puedan escapar de la pobreza extrema, hay que permitirles ser dignos actores de su propio destino. El desarrollo humano integral y el pleno ejercicio de la dignidad humana no pueden ser impuestos. Deben ser edificados y
desplegados por cada uno, por cada familia, en comunión con los demás hombres y en una justa relación con todos los círculos en los que se desarrolla la socialidad humana – amigos, comunidades, aldeas municipios, escuelas, empresas y sindicatos, provincias, naciones–. Esto supone y exige el derecho a la educación –también para las niñas, excluidas en algunas partes–, que se asegura en primer lugar respetando y reforzando el derecho primario de las familias a educar, y el derecho de las Iglesias y de las agrupaciones sociales a sostener y colaborar con las familias en la formación de sus hijas e hijos. La educación, así concebida, es la base para la realización de la Agenda 2030 y para recuperar el ambiente. Al mismo tiempo, los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin de que todos puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer su dignidad y para formar y mantener una familia, que es la célula primaria de cualquier desarrollo social. Este mínimo absoluto tiene en lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo espiritual: libertad de espíritu, que comprende la libertad religiosa, el derecho a la educación y todos los otros derechos cívicos. Por todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de la nueva Agenda para el desarrollo será el acceso efectivo, práctico e inmediato, para todos, a los bienes materiales y espirituales indispensables: vivienda propia, trabajo digno y debidamente remunerado, alimentación adecuada y agua potable; libertad religiosa, y más en general libertad de espíritu y educación. Al mismo tiempo, estos pilares del desarrollo humano integral tienen un fundamento común, que es el derecho a la vida y, más en general, lo que podríamos llamar el derecho a la existencia de la misma naturaleza humana. La crisis ecológica, junto con la destrucción de buena parte de la biodiversidad, puede poner en peligro la existencia misma de la especie humana. Las nefastas consecuencias de un irresponsable desgobierno de la economía mundial, guiado solo por la ambición de lucro y de poder, deben ser un llamado a una severa reflexión sobre el hombre:«El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza» (Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Federal de Alemania, 22 septiembre 2011; citado en Laudato si’, 6). La creación se ve perjudicada «donde nosotros mismos somos las últimas instancias [...] El derroche de la creación comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que solo nos vemos a nosotros mismos» (Id., Discurso al Clero de la Diócesis de Bolzano-Bressanone, 6 agosto 2008; citado ibíd.). Por eso, la defensa del ambiente y la lucha contra la exclusión exigen el reconocimiento de una ley moral inscrita en la propia naturaleza humana, que comprende la distinción natural entre hombre y mujer (Laudato si’, 155), y el absoluto respeto de la vida en todas sus etapas y dimensiones (cf. ibíd., 123; 136). Sin el reconocimiento de unos límites éticos naturales insalvables y sin la actuación inmediata de aquellos pilares del desarrollo humano integral, el ideal de «salvar las futuras generaciones del flagelo de la guerra» (Carta de las Naciones Unidas, Preámbulo) y de «promover el progreso social y un más elevado nivel de vida en una más amplia libertad» (ibíd.) corre el riesgo de convertirse en un espejismo inalcanzable o, peor aún, en palabras vacías que sirven de excusa para cualquier abuso y corrupción, o para promover una colonización ideológica a través de la imposición de modelos y estilos de vida anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y, en último término, irresponsables. La guerra es la negación de todos los derechos y una dramática agresión al ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre las naciones y los pueblos.
Para tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental. La experiencia de los 70 años de existencia de las Naciones Unidas, en general, y en particular la experiencia de los primeros 15 años del tercer milenio, muestran tanto la eficacia de la plena aplicación de las normas internacionales como la ineficacia de su incumplimiento. Si se respeta y aplica la Carta de las Naciones Unidas con transparencia y sinceridad, sin segundas intenciones, como un punto de referencia obligatorio de justicia y no como un instrumento para disfrazar intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando, en cambio, se confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar cuando resulta favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una verdadera caja de Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan gravemente las poblaciones inermes, el ambiente cultural e incluso el ambiente biológico. El Preámbulo y el primer artículo de la Carta de las Naciones Unidas indican los cimientos de la construcción jurídica internacional: la paz, la solución pacífica de las controversias y el desarrollo de relaciones de amistad entre las naciones. Contrasta fuertemente con estas afirmaciones, y las niega en la práctica, la tendencia siempre presente a la proliferación de las armas, especialmente las de destrucción masiva como pueden ser las nucleares. Una ética y un derecho basados en la amenaza de destrucción mutua –y posiblemente de toda la humanidad– son contradictorios y constituyen un fraude a toda la construcción de las Naciones Unidas, que pasarían a ser «Naciones unidas por el miedo y la desconfianza». Hay que empeñarse por un mundo sin armas nucleares, aplicando plenamente el Tratado de no proliferación, en la letra y en el espíritu, hacia una total prohibición de estos instrumentos. El reciente acuerdo sobre la cuestión nuclear en una región sensible de Asia y Oriente Medio es una prueba de las posibilidades de la buena voluntad política y del derecho, ejercitados con sinceridad, paciencia y constancia. Hago votos para que este acuerdo sea duradero y eficaz y dé los frutos deseados con la colaboración de todas las partes implicadas. En ese sentido, no faltan duras pruebas de las consecuencias negativas de las intervenciones políticas y militares no coordinadas entre los miembros de la comunidad internacional. Por eso, aun deseando no tener la necesidad de hacerlo, no puedo dejar de reiterar mis repetidos llamamientos en relación con la dolorosa situación de todo el Oriente Medio, del norte de África y de otros países africanos, donde los cristianos, junto con otros grupos culturales o étnicos e incluso junto con aquella parte de los miembros de la religión mayoritaria que no quiere dejarse envolver por el odio y la locura, han sido obligados a ser testigos de la destrucción de sus lugares de culto, de su patrimonio cultural y religioso, de sus casas y haberes y han sido puestos en la disyuntiva de huir o de pagar su adhesión al bien y a la paz con la propia vida o con la esclavitud. Estas realidades deben constituir un serio llamado a un examen de conciencia de los que están a cargo de la conducción de los asuntos internacionales. No solo en los casos de persecución religiosa o cultural, sino en cada situación de conflicto, como Ucrania, Siria, Irak, en Libia, en Sudán del Sur y en la región de los Grandes Lagos, hay rostros concretos antes que intereses de parte, por legítimos que sean. En las guerras y conflictos hay seres humanos singulares, hermanos y hermanas nuestros, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, niños y niñas, que lloran, sufren y mueren. Seres humanos que se convierten en material de descarte cuando la actividad consiste sólo en enumerar problemas, estrategias y discusiones. Como pedía al Secretario General de las Naciones Unidas en mi carta del 9 de agosto de 2014, «la más elemental comprensión de la dignidad humana [obliga] a la comunidad
internacional, en particular a través de las normas y los mecanismos del derecho internacional, a hacer todo lo posible para detener y prevenir ulteriores violencias sistemáticas contra las minorías étnicas y religiosas» y para proteger a las poblaciones inocentes. En esta misma línea quisiera hacer mención a otro tipo de conflictividad no siempre tan explicitada pero que silenciosamente viene cobrando la muerte de millones de personas. Otra clase de guerra que viven muchas de nuestras sociedades con el fenómeno del narcotráfico. Una guerra «asumida» y pobremente combatida. El narcotráfico por su propia dinámica va acompañado de la trata de personas, del lavado de activos, del tráfico de armas, de la explotación infantil y de otras formas de corrupción. Corrupción que ha penetrado los distintos niveles de la vida social, política, militar, artística y religiosa, generando, en muchos casos, una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de nuestras instituciones. Comencé esta intervención recordando las visitas de mis predecesores. Quisiera ahora que mis palabras fueran especialmente como una continuación de las palabras finales del discurso de Pablo VI, pronunciado hace casi exactamente 50 años, pero de valor perenne, cito: «Ha llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca, como hoy, [...] ha sido tan necesaria la conciencia moral del hombre, porque el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán [...] resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad» (Discurso a los Representantes de los Estados, 4 de octubre de 1965). Entre otras cosas, sin duda, la genialidad humana, bien aplicada, ayudará a resolver los graves desafíos de la degradación ecológica y de la exclusión. Continúo con Pablo VI: «El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas» (ibíd.). Hasta aquí Pablo VI. La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los considera más que números de una u otra estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada. Tal comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que acepte la trascendencia, la de uno mismo, renuncie a la construcción de una elite omnipotente, y comprenda que el sentido pleno de la vida singular y colectiva se da en el servicio abnegado de los demás y en el uso prudente y respetuoso de la creación para el bien común. Repitiendo las palabras de Pablo VI, «el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo» (ibíd.). El gaucho Martín Fierro, un clásico de la literatura de mi tierra natal, canta: «Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera». El mundo contemporáneo, aparentemente conexo, experimenta una creciente y sostenida fragmentación social que pone en riesgo «todo fundamento de la vida social» y por lo tanto «termina por enfrentarnos unos con otros para preservar los propios intereses» (Laudato si’, 229).
El tiempo presente nos invita a privilegiar acciones que generen dinamismos nuevos en la sociedad hasta que fructifiquen en importantes y positivos acontecimientos históricos (cf. Evangelii gaudium, 223). No podemos permitirnos postergar «algunas agendas» para el futuro. El futuro nos pide decisiones críticas y globales de cara a los conflictos mundiales que aumentan el número de excluidos y necesitados. La loable construcción jurídica internacional de la Organización de las Naciones Unidas y de todas sus realizaciones, perfeccionable como cualquier otra obra humana y, al mismo tiempo, necesaria, puede ser prenda de un futuro seguro y feliz para las generaciones futuras. Y lo será si los representantes de los Estados sabrán dejar de lado intereses sectoriales e ideologías, y buscar sinceramente el servicio del bien común. Pido a Dios Todopoderoso que así sea, y les aseguro mi apoyo, mi oración y el apoyo y las oraciones de todos los fieles de la Iglesia Católica, para que esta Institución, todos sus Estados miembros y cada uno de sus funcionarios, rinda siempre un servicio eficaz a la humanidad, un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa potenciar, para el bien común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano. Que Dios los bendiga a todos.
ENCUENTRO DEL SANTO PADRE FRANCISCO CON SU SANTIDAD KIRIL, PATRIARCA DE MOSCÚ Y TODA RUSIA FIRMA DE LA DECLARACIÓN CONJUNTA Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana - Cuba Viernes 12 de febrero de 2016
Declaración conjunta del Papa Francisco y del Patriarca Kiril de Moscú y de Todas las Rusias «Que la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2 Co13,13). 1. Por la voluntad de Dios Padre, de quien procede todo don, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, con la ayuda del Espíritu Santo Consolador, nosotros, Francisco, Papa, y Kiril, Patriarca de Moscú y Todas las Rusias, nos hemos reunido hoy en La Habana. Damos gracias a Dios, glorificado en la Trinidad, por este encuentro, el primero en la historia. Con alegría, nos hemos reunido como hermanos en la fe cristiana, que se encuentran para «hablar de viva voz» (2 Jn, 12), de corazón a corazón, y discutir acerca de las relaciones mutuas entre las Iglesias, de los problemas esenciales de nuestros fieles y de las perspectivas de desarrollo de la civilización humana. 2. Nuestro encuentro fraterno ha tenido lugar en Cuba, en la encrucijada entre el Norte y el Sur, el Este y el Oeste. Desde esta isla, símbolo de las esperanzas del «Nuevo Mundo»
y de los dramáticos acontecimientos de la historia del siglo XX, dirigimos nuestra palabra a todas las naciones de América Latina y de los otros continentes. Nos alegra el hecho de que la fe cristiana esté creciendo aquí de manera dinámica. El gran potencial religioso de América Latina, sus tradiciones cristianas multiseculares, forjadas en la experiencia personal de millones de personas, son la base de un gran futuro para esta región. 3. Al reunirnos a distancia de las antiguas disputas del «Viejo Mundo», sentimos con especial fuerza la necesidad de una colaboración entre católicos y ortodoxos, llamados, con dulzura y respeto, a dar al mundo razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). 4. Damos gracias a Dios por los dones que hemos recibido con la venida al mundo de su Hijo Unigénito. Compartimos la común Tradición espiritual del primer milenio del cristianismo. Los testigos de esta Tradición son la Santísima Madre de Dios, la Virgen María, y los santos a quienes veneramos. Entre ellos hay innumerables mártires que testimoniaron su fidelidad a Cristo y se convirtieron en «semilla de cristianos». 5. A pesar de tener la Tradición común de los diez primeros siglos, los católicos y los ortodoxos, desde hace casi mil años, están privados de la comunión en la Eucaristía. Permanecemos divididos por unas heridas causadas por los conflictos del pasado lejano o reciente, por las diferencias heredadas de nuestros antepasados acerca de la comprensión y la explicación de nuestra fe en Dios, uno en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Lamentamos la pérdida de la unidad, fruto de la debilidad humana y del pecado, que se produjo a pesar de la oración sacerdotal de Cristo Salvador: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» ( J 17, 21). 6. Conscientes de que todavía subsisten muchos obstáculos, esperamos que nuestro encuentro contribuya al restablecimiento de esta unidad querida por Dios, por la que Cristo rezó. Que nuestro encuentro anime a los cristianos de todo el mundo a rezar al Señor con renovado fervor pidiendo la plena unidad de todos sus discípulos. Que este encuentro sea, en un mundo que espera de nosotros no sólo palabras sino acciones concretas, un signo de esperanza para todas las personas de buena voluntad. 7. Con nuestra determinación de hacer todo lo que sea necesario para superar las diferencias históricas que hemos heredado, queremos unir nuestros esfuerzos para dar testimonio del Evangelio de Cristo y del patrimonio común de la Iglesia del primer milenio, respondiendo juntos a los desafíos del mundo contemporáneo. Los ortodoxos y los católicos deben aprender a dar un testimonio concorde de la verdad en aquellos ámbitos en los que sea posible y necesario. La civilización humana ha entrado en un cambio de época. Nuestra conciencia cristiana y nuestra responsabilidad pastoral nos obligan a no quedarnos indiferentes ante los desafíos que requieren una respuesta común. 8. Nuestra atención se dirige en primer lugar hacia aquellas regiones del mundo en las que los cristianos son perseguidos. En muchos países de Oriente Medio y África del Norte, nuestros hermanos y hermanas en Cristo son exterminados, por sus familias, pueblos y ciudades enteras. Sus templos son demolidos y saqueados de manera bárbara, sus objetos sagrados profanados, sus monumentos destruidos. Observamos con dolor el éxodo masivo de cristianos en Siria, Irak y otros países de Oriente Medio, la tierra donde nuestra fe comenzó a difundirse, y en la que ellos han vivido desde el tiempo de los apóstoles junto con otras comunidades religiosas. 9. Hacemos un llamamiento a la comunidad internacional para que actúe urgentemente y se evite la expulsión de más cristianos en Oriente Medio. Levantamos la voz en defensa de los cristianos perseguidos, y expresamos nuestra compasión por los sufrimientos
padecidos por los fieles de otras tradiciones religiosas, también ellos víctimas de la guerra civil, el caos y la violencia terrorista. 10. En Siria e Irak la violencia se ha cobrado ya miles de vidas, dejando sin hogar y sin recursos a millones de personas. Exhortamos a la comunidad internacional a que se una para poner fin a la violencia y al terrorismo y, al mismo tiempo, para que a través del diálogo se contribuya a un rápido restablecimiento de la paz civil. Es importante que a las poblaciones martirizadas y a tantos refugiados en los países vecinos se les asegure una ayuda humanitaria a gran escala. Pedimos a todos los que pueden influir en el destino de las personas secuestradas, entre las que se encuentran los Metropolitas de Alepo, Pablo y Juan Ibrahim, capturados en abril de 2013, a que hagan todo lo necesario para su pronta liberación. 11. Elevamos nuestras oraciones a Cristo, el Salvador del mundo, por el restablecimiento de la paz en Oriente Medio, que es «fruto de la justicia» (cf. Is 32, 17), para que se fortalezca la convivencia fraterna entre los diversos pueblos, las Iglesias y las religiones allí presentes, por el regreso de los refugiados a sus casas, por la curación de los heridos y el descanso eterno del alma de las víctimas inocentes. Dirigimos un ferviente llamamiento a todas las partes involucradas en los conflictos para que manifiesten buena voluntad y se sienten a la mesa de negociación. Al mismo tiempo, es necesario que la comunidad internacional haga todos los esfuerzos posibles para que, con acciones comunes, conjuntas y coordinadas, se acabe con el terrorismo. Hacemos un llamamiento a todos los países involucrados en la lucha contra el terrorismo, para que actúen con responsabilidad y prudencia. Exhortamos a todos los cristianos y a todos los creyentes en Dios a que recen con fervor al providente Creador del mundo, para que proteja a su creación de la destrucción y no permita una nueva guerra mundial. Para que la paz sea duradera y segura, se requieren esfuerzos específicos orientados a redescubrir los valores comunes que nos unen, y que se fundan en el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. 12. Nos inclinamos ante el martirio de aquellos que con la propia vida han dado testimonio de la verdad del Evangelio, prefiriendo morir antes que apostatar de Cristo. Creemos que estos mártires actuales, miembros de diferentes Iglesias pero unidos por un mismo sufrimiento, son un aval para la unidad de los cristianos. A vosotros, que sufrís por Cristo, el Apóstol dirige su palabra: «Queridos, … estad alegres en la medida que compartís los sufrimientos de Cristo, de modo que, cuando se revele su gloria, gocéis de alegría desbordante» (1 P4, 12-13). 13. En esta época preocupante es indispensable el diálogo interreligioso. Las diferencias en la comprensión de las verdades religiosas no deben impedir que las personas de distintos credos vivan en paz y armonía. En las circunstancias actuales, los líderes religiosos tienen la responsabilidad especial de educar a sus fieles en el respeto a las creencias de los que pertenecen a otras tradiciones religiosas. Los intentos de justificar actos criminales con consignas religiosas son absolutamente inaceptables. Ningún crimen puede ser cometido en el nombre de Dios, «porque Dios no es Dios de confusión sino de paz» (1 Co 14, 33). 14. Afirmamos el alto valor de la libertad religiosa y damos gracias a Dios por la renovación sin precedentes de la fe cristiana que ahora está sucediendo en Rusia y en muchos países de Europa del Este, que durante décadas han sido dominados por regímenes ateos. Hoy, las cadenas del ateísmo militante han sido rotas, y en muchos lugares los cristianos pueden profesar su fe libremente. En un cuarto de siglo, se han erigido decenas de miles de nuevos templos, se han abierto cientos de monasterios y escuelas teológicas. Las comunidades cristianas realizan amplias actividades caritativas y
sociales, prestando diversos tipos asistencia a los necesitados. Los ortodoxos y los católicos trabajan a menudo hombro con hombro. Así dan testimonio de los valores del Evangelio y ponen de manifiesto la existencia de una base espiritual común de la convivencia humana. 15. Al mismo tiempo, nos preocupa lo que sucede en tantos países, en que los cristianos se encuentran cada vez más ante una restricción de la libertad religiosa, del derecho a dar testimonio de sus creencias y de vivir de acuerdo con ellas. En particular, constatamos que la transformación de algunos países en sociedades secularizadas, ajenas a cualquier referencia a Dios y a su verdad, constituye una grave amenaza para la libertad religiosa. Estamos preocupados por la limitación actual de los derechos de los cristianos, incluso de su discriminación, cuando algunas fuerzas políticas, guiadas por la ideología de un secularismo en muchos casos excesivamente agresivo, intentan expulsarlos al margen de la vida pública. 16. El proceso de integración europea, que comenzó después de siglos de conflictos sangrientos, fue acogido por muchos con esperanza, como una garantía de paz y seguridad. Sin embargo, invitamos a permanecer vigilantes ante una integración que no sea respetuosa de las identidades religiosas. Aun cuando permanecemos abiertos a la contribución de otras religiones a nuestra civilización, estamos convencidos de que Europa debe permanecer fiel a sus raíces cristianas. Pedimos a los cristianos de Europa Occidental y Europa Oriental que se unan para dar juntos testimonio de Cristo y del Evangelio, de manera que Europa mantenga su alma forjada por dos mil años de tradición cristiana. 17. Nuestra mirada se dirige a las personas que se encuentran en una situación de gran dificultad, que viven en condiciones de extrema necesidad y de pobreza, mientras que las riquezas materiales de la humanidad no dejan de aumentar. No podemos permanecer indiferentes frente al destino de millones de migrantes y refugiados que llaman a la puerta de los países ricos. El consumo desenfrenado, como se ve en algunos países más desarrollados, está agotando gradualmente los recursos de nuestro planeta. La creciente desigualdad en la distribución de los bienes materiales aumenta el sentimiento de injusticia respecto al sistema de relaciones internacionales que se ha establecido. 18. Las Iglesias cristianas están llamadas a defender las exigencias de la justicia, el respeto por las tradiciones de los pueblos y una solidaridad auténtica con todos los que sufren. Nosotros, los cristianos, no debemos olvidar que «lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor» (1 Co 1, 27-29). 19. La familia es el núcleo natural de la vida humana y de la sociedad. Estamos preocupados por la crisis de la familia en muchos países. Los ortodoxos y los católicos comparten la misma concepción sobre la familia, y están llamados a dar testimonio de ella como un camino de santidad, que manifiesta la fidelidad de los cónyuges en sus relaciones recíprocas, en su apertura a la procreación y a la educación de los hijos, en la solidaridad entre las generaciones y el respeto hacia los más débiles. 20. La familia se funda en el matrimonio, que es un acto de amor libre y fiel entre un hombre y una mujer. El amor sella su unión y les enseña a recibirse mutuamente como un don. El matrimonio es una escuela de amor y de fidelidad. Lamentamos que otras formas de convivencia hayan sido puestas al mismo nivel de esta unión, mientras que el concepto de paternidad y maternidad,como vocación particular del hombre y de la mujer en el matrimonio, santificado por la tradición bíblica, sea excluido de la conciencia pública.
21. Pedimos a todos que respeten el derecho inalienable a la vida. A millones de niños se les priva de la posibilidad misma de nacer en el mundo. El grito de la sangre de los niños no nacidos clama a Dios (cf. Gn 4,10). La difusión de la así llamada eutanasia conduce a que los ancianos y enfermos empiecen a sentirse como una carga excesiva para su familia y la sociedad en general. También estamos preocupados por el uso cada vez más extendido de las técnicas de reproducción asistida, porque la manipulación de la vida humana es un ataque contra los fundamentos de la existencia del hombre, creado a imagen de Dios. Consideramos que nuestro deber es el de recordar la inmutabilidad de los principios morales cristianos, basados en el respeto a la dignidad del hombre, llamado a la vida según el designio del Creador. 22. Queremos hoy dirigirnos de forma especial a los jóvenes cristianos. Vuestra misión no es esconder el talento bajo tierra (cf. Mt25, 25), sino usar todas las capacidades que Dios os ha dado para afirmar la verdad de Cristo en el mundo, para encarnar en vuestra vida los mandamientos evangélicos del amor a Dios y al prójimo. No tengáis miedo de ir contra corriente, defendiendo la verdad de Dios, a la cual las actuales normas seculares distan de conformarse siempre. 23. Dios os ama y espera que cada uno de vosotros sea su discípulo y apóstol. Sed la luz del mundo, para que los que están a vuestro alrededor, viendo vuestras buenas obras, alaben a vuestro Padre que está en el cielo (cf. Mt 5,14-16). Educad a vuestros hijos en la fe cristiana, transmitirles la perla preciosa de la fe (Mt 13,46) que habéis recibido de vuestros padres y antepasados. Recordad que «habéis sido comprados a buen precio» ( 1 Co 6, 20), al precio de la muerte en cruz del Hombre-Dios, Jesucristo. 24. Los ortodoxos y los católicos están unidos no sólo por la Tradición común de la Iglesia del primer milenio, sino también por la misión de predicar el Evangelio de Cristo en el mundo de hoy. Esta misión conlleva el respeto mutuo entre los miembros de las comunidades cristianas y excluye cualquier forma de proselitismo. No somos competidores sino hermanos; y esto debe orientar todas nuestras acciones recíprocas y hacia el mundo externo. Instamos a los católicos y a los ortodoxos de todo el mundo a que aprendan a vivir juntos con paz y amor, y a que tengan «los unos para con los otros los mismos sentimientos» (Rm 15,5). Por tanto, no se puede aceptar el uso de medios desleales para inducir a los fieles a pasar de una Iglesia a otra, negando su libertad religiosa y sus propias tradiciones. Estamos llamados a poner en práctica el mandamiento del apóstol Pablo: «Considerando una cuestión de honor no anunciar el Evangelio más que allí donde no se haya pronunciado aún el nombre de Cristo, para no construir sobre cimiento ajeno» (Rm15, 20). 25. Esperamos que nuestro encuentro contribuya también a la reconciliación allí donde hay tensiones entre los greco-católicos y los ortodoxos. Hoy en día está claro que el pasado método del «uniatismo», entendido como la unidad de una comunidad con otra separándola de su Iglesia, no es un modo que consiente restaurar la unidad. Sin embargo, las comunidades eclesiásticas surgidas en estas circunstancias históricas tienen derecho a existir y a hacer todo lo necesario para satisfacer las exigencias espirituales de sus fieles, buscando al mismo tiempo la convivencia pacífica con sus vecinos. Los ortodoxos y los greco-católicos necesitan reconciliarse y buscar formas de convivencia mutuamente aceptables. 26. Lamentamos el enfrentamiento en Ucrania que ha causado ya muchas víctimas, sufrimientos innumerables a sus pacíficos ciudadanos y que ha llevado a la sociedad a una profunda crisis económica y humanitaria. Invitamos a todas las partes en conflicto a tener prudencia, a la solidaridad social y a trabajar para construir la paz. Instamos a
nuestras Iglesias en Ucrania a trabajar para lograr la armonía social, a abstenerse de participar en la confrontación y a no apoyar un ulterior aumento del conflicto. 27. Esperamos que la división entre los fieles ortodoxos en Ucrania se supere en el respeto de las normas canónicas existentes; que todos los cristianos ortodoxos de Ucrania vivan en paz y armonía, y que las comunidades católicas del país contribuyan a ello, con el fin de mostrar cada vez más nuestra fraternidad cristiana. 28. En el mundo de hoy, multiforme y al mismo tiempo unido por un destino común, los católicos y los ortodoxos están llamados a colaborar fraternalmente en el anuncio de la Buena Nueva de la salvación, a dar juntos testimonio de la dignidad moral y la auténtica libertad humana, «para que el mundo crea» (Jn 17,21). Este mundo, en el que desaparecen progresivamente los fundamentos espirituales de la existencia humana, espera de nosotros un fuerte testimonio cristiano en todos los ámbitos de la vida personal y social. El futuro de la humanidad depende en gran medida de nuestra capacidad de dar juntos testimonio del Espíritu de la verdad en estos tiempos difíciles. 29. Que Jesucristo, Dios y Hombre, Nuestro Señor y Salvador, nos ayude en este testimonio audaz de la verdad de Dios y de la Buena Noticia de salvación, que nos fortalece espiritualmente con su promesa infalible: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino» (Lc 12,32). Cristo es fuente de alegría y de esperanza. La fe en él transfigura la vida humana, la llena de sentido. A este convencimiento han llegado, a través de su propia experiencia, todos aquellos a los que se pueden aplicar las palabras de san Pedro Apóstol: «Los que antes erais no-pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos, ahora sois objeto de compasión» (1 P 2,10). 30. Llenos de gratitud por el don de la mutua comprensión, manifestada en nuestro encuentro, nos dirigimos con esperanza a la Santísima Madre de Dios, invocándola con las palabras de una antigua oración: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios». Que la Santísima Virgen María, con su intercesión, impulse a la fraternidad a todos los que la veneran, para que, en el momento establecido por Dios, se reúnan en paz y armonía en el único pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e Indivisible Trinidad.
Francisco Obispo de Roma, Papa de la Iglesia Católica 12 de febrero de 2016, La Habana (Cuba)
Kiril Patriarca de Moscú y de Todas las Rusias
Discurso del Patriarca Kiril Su Santidad, Sus Excelencias, Queridos hermanos y hermanas, Señoras y señores, Nosotros durante dos horas hemos tenido una discusión abierta, con pleno entendimiento de la responsabilidad para nuestras Iglesias, para nuestro pueblo creyente, para futuro del cristianismo y para futuro de la civilización humana. Fue una conversación con mucho
contenido, que nos dio la oportunidad de entender y sentir las posiciones de uno y otro. Y los resultados de la conversación me permiten asegurar que actualmente, las dos Iglesias pueden cooperar conjuntamente defendiendo a los cristianos en todo el mundo; y con plena responsabilidad, trabajar conjuntamente, para que no sea guerra, para que la vida humana se respete en todo el mundo, para que se fortalezcan las bases de la moral personal, familiar y social, y que a través de la participación de la Iglesia en la vida de la sociedad humana moderna se purifique en nombre de nuestro Señor Jesucristo y del Espíritu Santo.
Discurso del Papa Francisco Santidad, Eminencias, Reverencias, Hablamos como hermanos, tenemos el mismo Bautismo, somos obispos. Hablamos de nuestras Iglesias, y coincidimos en que la unidad se hace caminando. Hablamos claramente, sin medias palabras, y yo les confieso que he sentido la consolación del Espíritu en este diálogo. Agradezco la humildad de Su Santidad, humildad fraterna, y sus buenos deseos de unidad. Hemos salido con una serie de iniciativas que creo que son viables y se podrán realizar. Por eso quiero agradecer, una vez más, a Su Santidad su benévola acogida, como asimismo a los colaboradores -y nombro a dos-: Su Eminencia el Metropolita Hilarión y Su Eminencia el Cardenal Koch, con todos sus equipos que han trabajado para esto. No quiero irme sin dar un sentido agradecimiento a Cuba, al gran pueblo cubano y a su Presidente aquí presente. Le agradezco su disponibilidad activa. Si sigue así, Cuba será la capital de la unidad. Y que todo esto sea para gloria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y para el bien del santo Pueblo fiel de Dios, bajo el manto de la Santa Madre de Dios.
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CELEBRACIÓN DE LA 50 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 DE ENERO DE 2017 «La no violencia: un estilo de política para la paz» 1. Al comienzo de este nuevo año formulo mis más sinceros deseos de paz para los pueblos y para las naciones del mundo, para los Jefes de Estado y de Gobierno, así como para los responsables de las comunidades religiosas y de los diversos sectores de la sociedad civil. Deseo la paz a cada hombre, mujer, niño y niña, a la vez que rezo para que la imagen y semejanza de Dios en cada persona nos permita reconocernos unos a otros como dones sagrados dotados de una inmensa dignidad. Especialmente en las
situaciones de conflicto, respetemos su «dignidad más profunda»[1] y hagamos de la no violencia activa nuestro estilo de vida. Este es el Mensaje para la 50 Jornada Mundial de la Paz. En el primero, el beato Papa Pablo VI se dirigió, no sólo a los católicos sino a todos los pueblos, con palabras inequívocas: «Ha aparecido finalmente con mucha claridad que la paz es la línea única y verdadera del progreso humano (no las tensiones de nacionalismos ambiciosos, ni las conquistas violentas, ni las represiones portadoras de un falso orden civil)». Advirtió del «peligro de creer que las controversias internacionales no se pueden resolver por los caminos de la razón, es decir de las negociaciones fundadas en el derecho, la justicia, la equidad, sino sólo por los de las fuerzas espantosas y mortíferas». Por el contrario, citando Pacem in terris de su predecesor san Juan XXIII, exaltaba «el sentido y el amor de la paz fundada sobre la verdad, sobre la justicia, sobre la libertad, sobre el amor» [2]. Impresiona la actualidad de estas palabras, que hoy son igualmente importantes y urgentes como hace cincuenta años. En esta ocasión deseo reflexionar sobre la no violencia como un estilo de política para la paz, y pido a Dios que se conformen a la no violencia nuestros sentimientos y valores personales más profundos. Que la caridad y la no violencia guíen el modo de tratarnos en las relaciones interpersonales, sociales e internacionales. Cuando las víctimas de la violencia vencen la tentación de la venganza, se convierten en los protagonistas más creíbles en los procesos no violentos de construcción de la paz. Que la no violencia se trasforme, desde el nivel local y cotidiano hasta el orden mundial, en el estilo característico de nuestras decisiones, de nuestras relaciones, de nuestras acciones y de la política en todas sus formas. Un mundo fragmentado 2. El siglo pasado fue devastado por dos horribles guerras mundiales, conoció la amenaza de la guerra nuclear y un gran número de nuevos conflictos, pero hoy lamentablemente estamos ante una terrible guerra mundial por partes. No es fácil saber si el mundo actualmente es más o menos violento de lo que fue en el pasado, ni si los modernos medios de comunicación y la movilidad que caracteriza nuestra época nos hace más conscientes de la violencia o más habituados a ella. En cualquier caso, esta violencia que se comete «por partes», en modos y niveles diversos, provoca un enorme sufrimiento que conocemos bien: guerras en diferentes países y continentes; terrorismo, criminalidad y ataques armados impredecibles; abusos contra los emigrantes y las víctimas de la trata; devastación del medio ambiente. ¿Con qué fin? La violencia, ¿permite alcanzar objetivos de valor duradero? Todo lo que obtiene, ¿no se reduce a desencadenar represalias y espirales de conflicto letales que benefician sólo a algunos «señores de la guerra»? La violencia no es la solución para nuestro mundo fragmentado. Responder con violencia a la violencia lleva, en el mejor de los casos, a la emigración forzada y a un enorme sufrimiento, ya que las grandes cantidades de recursos que se destinan a fines militares son sustraídas de las necesidades cotidianas de los jóvenes, de las familias en dificultad, de los ancianos, de los enfermos, de la gran mayoría de los habitantes del mundo. En el peor de los casos, lleva a la muerte física y espiritual de muchos, si no es de todos. La Buena Noticia 3. También Jesús vivió en tiempos de violencia. Él enseñó que el verdadero campo de batalla, en el que se enfrentan la violencia y la paz, es el corazón humano: «Porque de
dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos» (Mc 7,21). Pero el mensaje de Cristo, ante esta realidad, ofrece una respuesta radicalmente positiva: él predicó incansablemente el amor incondicional de Dios que acoge y perdona, y enseñó a sus discípulos a amar a los enemigos (cf. Mt 5,44) y a poner la otra mejilla (cf. Mt 5,39). Cuando impidió que la adúltera fuera lapidada por sus acusadores (cf. Jn 8,1-11) y cuando, la noche antes de morir, dijo a Pedro que envainara la espada (cf. Mt 26,52), Jesús trazó el camino de la no violencia, que siguió hasta el final, hasta la cruz, mediante la cual construyó la paz y destruyó la enemistad (cf. Ef 2,14-16). Por esto, quien acoge la Buena Noticia de Jesús reconoce su propia violencia y se deja curar por la misericordia de Dios, convirtiéndose a su vez en instrumento de reconciliación, según la exhortación de san Francisco de Asís: «Que la paz que anunciáis de palabra la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones»[3]. Ser hoy verdaderos discípulos de Jesús significa también aceptar su propuesta de la no violencia. Esta —como ha afirmado mi predecesor Benedicto XVI— «es realista, porque tiene en cuenta que en el mundo hay demasiada violencia, demasiada injusticia y, por tanto, sólo se puede superar esta situación contraponiendo un plus de amor, unplus de bondad. Este “plus” viene de Dios»[4]. Y añadía con fuerza: «para los cristianos la no violencia no es un mero comportamiento táctico, sino más bien un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad. El amor a los enemigos constituye el núcleo de la “revolución cristiana”»[5]. Precisamente, el evangelio del amad a vuestros enemigos (cf. Lc 6,27) es considerado como «la charta magna de la no violencia cristiana», que no se debe entender como un «rendirse ante el mal […], sino en responder al mal con el bien (cf. Rm 12,17-21), rompiendo de este modo la cadena de la injusticia»[6]. Más fuerte que la violencia 4. Muchas veces la no violencia se entiende como rendición, desinterés y pasividad, pero en realidad no es así. Cuando la Madre Teresa recibió el premio Nobel de la Paz, en 1979, declaró claramente su mensaje de la no violencia activa: «En nuestras familias no tenemos necesidad de bombas y armas, de destruir para traer la paz, sino de vivir unidos, amándonos unos a otros […]. Y entonces seremos capaces de superar todo el mal que hay en el mundo»[7]. Porque la fuerza de las armas es engañosa. «Mientras los traficantes de armas hacen su trabajo, hay pobres constructores de paz que dan la vida sólo por ayudar a una persona, a otra, a otra»; para estos constructores de la paz, Madre Teresa es «un símbolo, un icono de nuestros tiempos»[8]. En el pasado mes de septiembre tuve la gran alegría de proclamarla santa. He elogiado su disponibilidad hacia todos por medio de «la acogida y la defensa de la vida humana, tanto de la no nacida como de la abandonada y descartada […]. Se ha inclinado sobre las personas desfallecidas, que mueren abandonadas al borde de las calles, reconociendo la dignidad que Dios les había dado; ha hecho sentir su voz a los poderosos de la tierra, para que reconocieran sus culpas ante los crímenes —¡ante los crímenes!— de la pobreza creada por ellos mismos»[9]. Como respuesta —y en esto representa a miles, más aún, a millones de personas—, su misión es salir al encuentro de las víctimas con generosidad y dedicación, tocando y vendando los cuerpos heridos, curando las vidas rotas. La no violencia practicada con decisión y coherencia ha producido resultados impresionantes. No se olvidarán nunca los éxitos obtenidos por Mahatma Gandhi y Khan Abdul Ghaffar Khan en la liberación de la India, y de Martin Luther King Jr. contra la discriminación racial. En especial, las mujeres son frecuentemente líderes de la no violencia, como, por ejemplo, Leymah Gbowee y miles de mujeres liberianas, que han
organizado encuentros de oración y protesta no violenta (pray-ins), obteniendo negociaciones de alto nivel para la conclusión de la segunda guerra civil en Liberia. No podemos olvidar el decenio crucial que se concluyó con la caída de los regímenes comunistas en Europa. Las comunidades cristianas han contribuido con su oración insistente y su acción valiente. Ha tenido una influencia especial el ministerio y el magisterio de san Juan Pablo II. En la encíclica Centesimus annus (1991), mi predecesor, reflexionando sobre los sucesos de 1989, puso en evidencia que un cambio crucial en la vida de los pueblos, de las naciones y de los estados se realiza «a través de una lucha pacífica, que emplea solamente las armas de la verdad y de la justicia»[10]. Este itinerario de transición política hacia la paz ha sido posible, en parte, «por el compromiso no violento de hombres que, resistiéndose siempre a ceder al poder de la fuerza, han sabido encontrar, una y otra vez, formas eficaces para dar testimonio de la verdad». Y concluía: «Ojalá los hombres aprendan a luchar por la justicia sin violencia, renunciando a la lucha de clases en las controversias internas, así como a la guerra en las internacionales»[11]. La Iglesia se ha comprometido en el desarrollo de estrategias no violentas para la promoción de la paz en muchos países, implicando incluso a los actores más violentos en un mayor esfuerzo para construir una paz justa y duradera. Este compromiso en favor de las víctimas de la injusticia y de la violencia no es un patrimonio exclusivo de la Iglesia Católica, sino que es propio de muchas tradiciones religiosas, para las que «la compasión y la no violencia son esenciales e indican el camino de la vida»[12]. Lo reafirmo con fuerza: «Ninguna religión es terrorista»[13]. La violencia es una profanación del nombre de Dios[14]. No nos cansemos nunca de repetirlo: «Nunca se puede usar el nombre de Dios para justificar la violencia. Sólo la paz es santa. Sólo la paz es santa, no la guerra»[15]. La raíz doméstica de una política no violenta 5. Si el origen del que brota la violencia está en el corazón de los hombres, entonces es fundamental recorrer el sendero de la no violencia en primer lugar en el seno de la familia. Es parte de aquella alegría que presenté, en marzo pasado, en la Exhortación apostólica Amoris laetitia, como conclusión de los dos años de reflexión de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia. La familia es el espacio indispensable en el que los cónyuges, padres e hijos, hermanos y hermanas aprenden a comunicarse y a cuidarse unos a otros de modo desinteresado, y donde los desacuerdos o incluso los conflictos deben ser superados no con la fuerza, sino con el diálogo, el respeto, la búsqueda del bien del otro, la misericordia y el perdón[16]. Desde el seno de la familia, la alegría se propaga al mundo y se irradia a toda la sociedad[17]. Por otra parte, una ética de fraternidad y de coexistencia pacífica entre las personas y entre los pueblos no puede basarse sobre la lógica del miedo, de la violencia y de la cerrazón, sino sobre la responsabilidad, el respeto y el diálogo sincero. En este sentido, hago un llamamiento a favor del desarme, como también de la prohibición y abolición de las armas nucleares: la disuasión nuclear y la amenaza cierta de la destrucción recíproca, no pueden servir de base a este tipo de ética[18]. Con la misma urgencia suplico que se detenga la violencia doméstica y los abusos a mujeres y niños. El Jubileo de la Misericordia, concluido el pasado mes de noviembre, nos ha invitado a mirar dentro de nuestro corazón y a dejar que entre en él la misericordia de Dios. El año jubilar nos ha hecho tomar conciencia del gran número y variedad de personas y de grupos sociales que son tratados con indiferencia, que son víctimas de injusticia y sufren violencia. Ellos forman parte de nuestra «familia», son nuestros hermanos y hermanas. Por esto, las políticas de no violencia deben comenzar dentro de los muros de casa para
después extenderse a toda la familia humana. «El ejemplo de santa Teresa de Lisieux nos invita a la práctica del pequeño camino del amor, a no perder la oportunidad de una palabra amable, de una sonrisa, de cualquier pequeño gesto que siembre paz y amistad. Una ecología integral también está hecha de simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento, del egoísmo»[19]. Mi llamamiento 6. La construcción de la paz mediante la no violencia activa es un elemento necesario y coherente del continuo esfuerzo de la Iglesia para limitar el uso de la fuerza por medio de las normas morales, a través de su participación en las instituciones internacionales y gracias también a la aportación competente de tantos cristianos en la elaboración de normativas a todos los niveles. Jesús mismo nos ofrece un «manual» de esta estrategia de construcción de la paz en el así llamado Discurso de la montaña. Las ocho bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-10) trazan el perfil de la persona que podemos definir bienaventurada, buena y auténtica. Bienaventurados los mansos —dice Jesús—, los misericordiosos, los que trabajan por la paz, y los puros de corazón, los que tienen hambre y sed de la justicia. Esto es también un programa y un desafío para los líderes políticos y religiosos, para los responsables de las instituciones internacionales y los dirigentes de las empresas y de los medios de comunicación de todo el mundo: aplicar las bienaventuranzas en el desempeño de sus propias responsabilidades. Es el desafío de construir la sociedad, la comunidad o la empresa, de la que son responsables, con el estilo de los trabajadores por la paz; de dar muestras de misericordia, rechazando descartar a las personas, dañar el ambiente y querer vencer a cualquier precio. Esto exige estar dispuestos a «aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso»[20]. Trabajar de este modo significa elegir la solidaridad como estilo para realizar la historia y construir la amistad social. La no violencia activa es una manera de mostrar verdaderamente cómo, de verdad, la unidad es más importante y fecunda que el conflicto. Todo en el mundo está íntimamente interconectado[21]. Puede suceder que las diferencias generen choques: afrontémoslos de forma constructiva y no violenta, de manera que «las tensiones y los opuestos [puedan] alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida», conservando «las virtualidades valiosas de las polaridades en pugna»[22]. La Iglesia Católica acompañará todo tentativo de construcción de la paz también con la no violencia activa y creativa. El 1 de enero de 2017 comenzará su andadura el nuevo Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, que ayudará a la Iglesia a promover, con creciente eficacia, «los inconmensurables bienes de la justicia, la paz y la protección de la creación» y de la solicitud hacia los emigrantes, «los necesitados, los enfermos y los excluidos, los marginados y las víctimas de los conflictos armados y de las catástrofes naturales, los encarcelados, los desempleados y las víctimas de cualquier forma de esclavitud y de tortura»[23]. En conclusión 7. Como es tradición, firmo este Mensaje el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María. María es Reina de la Paz. En el Nacimiento de su Hijo, los ángeles glorificaban a Dios deseando paz en la tierra a los hombres y mujeres de buena voluntad (cf. Lc 2,14). Pidamos a la Virgen que sea ella quien nos guíe. «Todos deseamos la paz; muchas personas la construyen cada día con pequeños gestos; muchos sufren y soportan pacientemente la fatiga de intentar edificarla»[24]. En el 2017,
comprometámonos con nuestra oración y acción a ser personas que aparten de su corazón, de sus palabras y de sus gestos la violencia, y a construir comunidades no violentas, que cuiden de la casa común. «Nada es imposible si nos dirigimos a Dios con nuestra oración. Todos podemos ser artesanos de la paz»[25]. Vaticano, 8 de diciembre de 2016 Francisco
[1] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228. [2] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1968. [3] «Leyenda de los tres compañeros»: Fonti Francescane, n. 1469. [4] Angelus (18 febrero 2007). [5] Ibíd. [6] Ibíd. [7] Discurso al recibir el Premio Nobel de la Paz (11 diciembre 1979). [8] Homilía en Santa Marta, «El camino de la paz» (19 noviembre 2015). [9] Homilía en la canonización de la beata Madre Teresa de Calcuta (4 septiembre 2016). [10] N. 23. [11] Ibíd. [12] Discurso, Audiencia interreligiosa (3 noviembre 2016). [13] Discurso a los participantes al tercer Encuentro Mundial de los Movimientos Populares (5 noviembre 2016). [14] Cf. Discurso en el Encuentro interreligioso con el Jeque de los musulmanes del Cáucaso y con representantes de las demás comunidades religiosas del país, Bakú (2 octubre 2016). [15] Discurso, Asís (20 septiembre 2016). [16] Cf. Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia, 90-130. [17] Ibíd., 133.194.234. [18] Cf. Mensaje con ocasión de la Conferencia sobre el impacto humanitario de las armas atómicas (7 diciembre 2014). [19] Carta Enc. Laudato si’, 230. [20] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 227. [21] Cf. Carta Enc. Laudato si’, 16.117.138. [22] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228. [23] Carta apostólica en forma de «Motu Proprio» con la que se instituye el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral (17 agosto 2016). [24] Regina Coeli, Belén (25 mayo 2014). [25] Llamamiento, Asís (20 septiembre 2016).
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CELEBRACIÓN DE LA XLVII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 DE ENERO DE 2014 LA FRATERNIDAD, FUNDAMENTO Y CAMINO PARA LA PAZ 1. En este mi primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, quisiera desear a todos, a las personas y a los pueblos, una vida llena de alegría y de esperanza. El corazón de todo hombre y de toda mujer alberga en su interior el deseo de una vida plena, de la que forma parte un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer. De hecho, la fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un ser relacional. La viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y a tratar a cada persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano; sin ella, es imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz estable y duradera. Y es necesario recordar que normalmente la fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades complementarias de cada uno de sus miembros, en particular del padre y de la madre. La familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso es también el fundamento y el camino primordial para la paz, pues, por vocación, debería contagiar al mundo con su amor. El número cada vez mayor de interdependencias y de comunicaciones que se entrecruzan en nuestro planeta hace más palpable la conciencia de que todas las naciones de la tierra forman una unidad y comparten un destino común. En los dinamismos de la historia, a pesar de la diversidad de etnias, sociedades y culturas, vemos sembrada la vocación de formar una comunidad compuesta de hermanos que se acogen recíprocamente y se preocupan los unos de los otros. Sin embargo, a menudo los hechos, en un mundo caracterizado por la “globalización de la indiferencia”, que poco a poco nos “habitúa” al sufrimiento del otro, cerrándonos en nosotros mismos, contradicen y desmienten esa vocación. En muchas partes del mundo, continuamente se lesionan gravemente los derechos humanos fundamentales, sobre todo el derecho a la vida y a la libertad religiosa. El trágico fenómeno de la trata de seres humanos, con cuya vida y desesperación especulan personas sin escrúpulos, representa un ejemplo inquietante. A las guerras hechas de enfrentamientos armados se suman otras guerras menos visibles, pero no menos crueles, que se combaten en el campo económico y financiero con medios igualmente destructivos de vidas, de familias, de empresas. La globalización, como ha afirmado Benedicto XVI, nos acerca a los demás, pero no nos hace hermanos[1]. Además, las numerosas situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia revelan no sólo una profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de una cultura de la solidaridad. Las nuevas ideologías, caracterizadas por un difuso individualismo, egocentrismo y consumismo materialista, debilitan los lazos sociales, fomentando esa mentalidad del “descarte”, que lleva al desprecio y al abandono de los más débiles, de cuantos son considerados “inútiles”. Así la convivencia humana se parece cada vez más a un mero do ut des pragmático y egoísta.
Al mismo tiempo, es claro que tampoco las éticas contemporáneas son capaces de generar vínculos auténticos de fraternidad, ya que una fraternidad privada de la referencia a un Padre común, como fundamento último, no logra subsistir[2]. Una verdadera fraternidad entre los hombres supone y requiere una paternidad trascendente. A partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la fraternidad entre los hombres, es decir, ese hacerse «prójimo» que se preocupa por el otro. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn4,9) 2. Para comprender mejor esta vocación del hombre a la fraternidad, para conocer más adecuadamente los obstáculos que se interponen en su realización y descubrir los caminos para superarlos, es fundamental dejarse guiar por el conocimiento del designio de Dios, que nos presenta luminosamente la Sagrada Escritura. Según el relato de los orígenes, todos los hombres proceden de unos padres comunes, de Adán y Eva, pareja creada por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26), de los cuales nacen Caín y Abel. En la historia de la primera familia leemos la génesis de la sociedad, la evolución de las relaciones entre las personas y los pueblos. Abel es pastor, Caín es labrador. Su identidad profunda y, a la vez, su vocación, es ser hermanos, en la diversidad de su actividad y cultura, de su modo de relacionarse con Dios y con la creación. Pero el asesinato de Abel por parte de Caín deja constancia trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser hermanos. Su historia (cf. Gn 4,116) pone en evidencia la dificultad de la tarea a la que están llamados todos los hombres, vivir unidos, preocupándose los unos de los otros. Caín, al no aceptar la predilección de Dios por Abel, que le ofrecía lo mejor de su rebaño –«el Señor se fijó en Abel y en su ofrenda, pero no se fijó en Caín ni en su ofrenda» (Gn 4,4-5)–, mata a Abel por envidia. De esta manera, se niega a reconocerlo como hermano, a relacionarse positivamente con él, a vivir ante Dios asumiendo sus responsabilidades de cuidar y proteger al otro. A la pregunta «¿Dónde está tu hermano?», con la que Dios interpela a Caín pidiéndole cuentas por lo que ha hecho, él responde: «No lo sé; ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). Después –nos dice el Génesis–«Caín salió de la presencia del Señor» (4,16). Hemos de preguntarnos por los motivos profundos que han llevado a Caín a dejar de lado el vínculo de fraternidad y, junto con él, el vínculo de reciprocidad y de comunión que lo unía a su hermano Abel. Dios mismo denuncia y recrimina a Caín su connivencia con el mal: «El pecado acecha a la puerta» (Gn 4,7). No obstante, Caín no lucha contra el mal y decide igualmente alzar la mano «contra su hermano Abel» (Gn 4,8), rechazando el proyecto de Dios. Frustra así su vocación originaria de ser hijo de Dios y a vivir la fraternidad. El relato de Caín y Abel nos enseña que la humanidad lleva inscrita en sí una vocación a la fraternidad, pero también la dramática posibilidad de su traición. Da testimonio de ello el egoísmo cotidiano, que está en el fondo de tantas guerras e injusticias: muchos hombres y mujeres mueren a manos de hermanos y hermanas que no saben reconocerse como tales, es decir, como seres hechos para la reciprocidad, para la comunión y para el don. «Y todos ustedes son hermanos» (Mt 23,8) 3. Surge espontánea la pregunta: ¿los hombres y las mujeres de este mundo podrán corresponder alguna vez plenamente al anhelo de fraternidad, que Dios Padre imprimió en ellos? ¿Conseguirán, sólo con sus fuerzas, vencer la indiferencia, el egoísmo y el odio, y aceptar las legítimas diferencias que caracterizan a los hermanos y hermanas?
Parafraseando sus palabras, podríamos sintetizar así la respuesta que nos da el Señor Jesús: Ya que hay un solo Padre, que es Dios, todos ustedes son hermanos (cf. Mt 23,89). La fraternidad está enraizada en la paternidad de Dios. No se trata de una paternidad genérica, indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un amor personal, puntual y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano (cf. Mt 6,25-30). Una paternidad, por tanto, que genera eficazmente fraternidad, porque el amor de Dios, cuando es acogido, se convierte en el agente más asombroso de transformación de la existencia y de las relaciones con los otros, abriendo a los hombres a la solidaridad y a la reciprocidad. Sobre todo, la fraternidad humana ha sido regenerada en y por Jesucristo con su muerte y resurrección. La cruz es el “lugar” definitivo donde se funda la fraternidad, que los hombres no son capaces de generar por sí mismos. Jesucristo, que ha asumido la naturaleza humana para redimirla, amando al Padre hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8), mediante su resurrección nos constituye en humanidad nueva, en total comunión con la voluntad de Dios, con su proyecto, que comprende la plena realización de la vocación a la fraternidad. Jesús asume desde el principio el proyecto de Dios, concediéndole el primado sobre todas las cosas. Pero Cristo, con su abandono a la muerte por amor al Padre, se convierte en principio nuevo y definitivo para todos nosotros, llamados a reconocernos hermanos en Él, hijos del mismo Padre. Él es la misma Alianza, el lugar personal de la reconciliación del hombre con Dios y de los hermanos entre sí. En la muerte en cruz de Jesús también queda superada la separación entre pueblos, entre el pueblo de la Alianza y el pueblo de los Gentiles, privado de esperanza porque hasta aquel momento era ajeno a los pactos de la Promesa. Como leemos en la Carta a los Efesios, Jesucristo reconcilia en sí a todos los hombres. Él es la paz, porque de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando el muro de separación que los dividía, la enemistad. Él ha creado en sí mismo un solo pueblo, un solo hombre nuevo, una sola humanidad (cf. 2,14-16). Quien acepta la vida de Cristo y vive en Él reconoce a Dios como Padre y se entrega totalmente a Él, amándolo sobre todas las cosas. El hombre reconciliado ve en Dios al Padre de todos y, en consecuencia, siente el llamado a vivir una fraternidad abierta a todos. En Cristo, el otro es aceptado y amado como hijo o hija de Dios, como hermano o hermana, no como un extraño, y menos aún como un contrincante o un enemigo. En la familia de Dios, donde todos son hijos de un mismo Padre, y todos están injertados en Cristo, hijos en el Hijo, no hay “vidas descartables”. Todos gozan de igual e intangible dignidad. Todos son amados por Dios, todos han sido rescatados por la sangre de Cristo, muerto en cruz y resucitado por cada uno. Ésta es la razón por la que no podemos quedarnos indiferentes ante la suerte de los hermanos. La fraternidad, fundamento y camino para la paz 4. Teniendo en cuenta todo esto, es fácil comprender que la fraternidad es fundamento y camino para la paz. Las Encíclicas sociales de mis Predecesores aportan una valiosa ayuda en este sentido. Bastaría recuperar las definiciones de paz de la Populorum progressio de Pablo VI o de la Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II. En la primera, encontramos que el desarrollo integral de los pueblos es el nuevo nombre de la paz[3].En la segunda, que la paz es opus solidaritatis[4]. Pablo VI afirma que no sólo entre las personas, sino también entre las naciones, debe reinar un espíritu de fraternidad. Y explica: «En esta comprensión y amistad mutuas, en esta comunión sagrada, debemos […] actuar a una para edificar el porvenir común de la humanidad»[5].Este deber concierne en primer lugar a los más favorecidos. Sus
obligaciones hunden sus raíces en la fraternidad humana y sobrenatural, y se presentan bajo un triple aspecto: el deber de solidaridad, que exige que las naciones ricas ayuden a los países menos desarrollados; el deber de justicia social, que requiere el cumplimiento en términos más correctos de las relaciones defectuosas entre pueblos fuertes y pueblos débiles; el deber de caridad universal, que implica la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos tengan algo que dar y recibir, sin que el progreso de unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros[6]. Asimismo, si se considera la paz como opus solidaritatis, no se puede soslayar que la fraternidad es su principal fundamento. La paz –afirma Juan Pablo II– es un bien indivisible. O es de todos o no es de nadie. Sólo es posible alcanzarla realmente y gozar de ella, como mejor calidad de vida y como desarrollo más humano y sostenible, si se asume en la práctica, por parte de todos, una «determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común»[7]. Lo cual implica no dejarse llevar por el «afán de ganancia» o por la «sed de poder». Es necesario estar dispuestos a «‘perderse’ por el otro en lugar de explotarlo, y a ‘servirlo’en lugar de oprimirlo para el propio provecho. […] El ‘otro’ –persona, pueblo o nación– no [puede ser considerado] como un instrumento cualquiera para explotar a bajo coste su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un ‘semejante’ nuestro, una ‘ayuda’»[8]. La solidaridad cristiana entraña que el prójimo sea amado no sólo como «un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos», sino como «la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo»[9], como un hermano.«Entonces la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres en Cristo, ‘hijos en el Hijo’, de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá –recuerda Juan Pablo II– a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para interpretarlo»[10], para transformarlo. La fraternidad, premisa para vencer la pobreza 5. En la Caritas in veritate, mi Predecesor recordaba al mundo entero que la falta de fraternidad entre los pueblos y entre los hombres es una causa importante de la pobreza[11]. En muchas sociedades experimentamos una profunda pobreza relacionaldebida a la carencia de sólidas relaciones familiares y comunitarias. Asistimos con preocupación al crecimiento de distintos tipos de descontento, de marginación, de soledad y a variadas formas de dependencia patológica. Una pobreza como ésta sólo puede ser superada redescubriendo y valorando las relaciones fraternas en el seno de las familias y de las comunidades, compartiendo las alegrías y los sufrimientos, las dificultades y los logros que forman parte de la vida de las personas. Además, si por una parte se da una reducción de la pobreza absoluta, por otra parte no podemos dejar de reconocer un grave aumento de la pobreza relativa, es decir, de las desigualdades entre personas y grupos que conviven en una determinada región o en un determinado contexto histórico-cultural. En este sentido, se necesitan también políticas eficaces que promuevan el principio de la fraternidad, asegurando a las personas –iguales en su dignidad y en sus derechos fundamentales– el acceso a los «capitales», a los servicios, a los recursos educativos, sanitarios, tecnológicos, de modo que todos tengan la oportunidad de expresar y realizar su proyecto de vida, y puedan desarrollarse plenamente como personas. También se necesitan políticas dirigidas a atenuar una excesiva desigualdad de la renta. No podemos olvidar la enseñanza de la Iglesia sobre la llamada hipoteca social, según la cual, aunque es lícito, como dice Santo Tomás de Aquino, e incluso necesario, «que el hombre posea cosas propias»[12], en cuanto al uso, no las tiene «como exclusivamente
suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás»[13]. Finalmente, hay una forma más de promover la fraternidad –y así vencer la pobreza– que debe estar en el fondo de todas las demás. Es el desprendimiento de quien elige vivir estilos de vida sobrios y esenciales, de quien, compartiendo las propias riquezas, consigue así experimentar la comunión fraterna con los otros. Esto es fundamental para seguir a Jesucristo y ser auténticamente cristianos. No se trata sólo de personas consagradas que hacen profesión del voto de pobreza, sino también de muchas familias y ciudadanos responsables, que creen firmemente que la relación fraterna con el prójimo constituye el bien más preciado. El redescubrimiento de la fraternidad en la economía 6. Las graves crisis financieras y económicas –que tienen su origen en el progresivo alejamiento del hombre de Dios y del prójimo, en la búsqueda insaciable de bienes materiales, por un lado, y en el empobrecimiento de las relaciones interpersonales y comunitarias, por otro– han llevado a muchos a buscar el bienestar, la felicidad y la seguridad en el consumo y la ganancia más allá de la lógica de una economía sana. Ya en 1979 Juan Pablo II advertía del «peligro real y perceptible de que, mientras avanza enormemente el dominio por parte del hombre sobre el mundo de las cosas, pierda los hilos esenciales de este dominio suyo, y de diversos modos su humanidad quede sometida a ese mundo, y él mismo se haga objeto de múltiple manipulación, aunque a veces no directamente perceptible, a través de toda la organización de la vida comunitaria, a través del sistema de producción, a través de la presión de los medios de comunicación social»[14]. El hecho de que las crisis económicas se sucedan una detrás de otra debería llevarnos a las oportunas revisiones de los modelos de desarrollo económico y a un cambio en los estilos de vida. La crisis actual, con graves consecuencias para la vida de las personas, puede ser, sin embargo, una ocasión propicia para recuperar las virtudes de la prudencia, de la templanza, de la justicia y de la fortaleza. Estas virtudes nos pueden ayudar a superar los momentos difíciles y a redescubrir los vínculos fraternos que nos unen unos a otros, con la profunda confianza de que el hombre tiene necesidad y es capaz de algo más que desarrollar al máximo su interés individual. Sobre todo, estas virtudes son necesarias para construir y mantener una sociedad a medida de la dignidad humana. La fraternidad extingue la guerra 7. Durante este último año, muchos de nuestros hermanos y hermanas han sufrido la experiencia denigrante de la guerra, que constituye una grave y profunda herida infligida a la fraternidad. Muchos son los conflictos armados que se producen en medio de la indiferencia general. A todos cuantos viven en tierras donde las armas imponen terror y destrucción, les aseguro mi cercanía personal y la de toda la Iglesia. Ésta tiene la misión de llevar la caridad de Cristo también a las víctimas inermes de las guerras olvidadas, mediante la oración por la paz, el servicio a los heridos, a los que pasan hambre, a los desplazados, a los refugiados y a cuantos viven con miedo. Además la Iglesia alza su voz para hacer llegar a los responsables el grito de dolor de esta humanidad sufriente y para hacer cesar, junto a las hostilidades, cualquier atropello o violación de los derechos fundamentales del hombre[15].
Por este motivo, deseo dirigir una encarecida exhortación a cuantos siembran violencia y muerte con las armas: Redescubran, en quien hoy consideran sólo un enemigo al que exterminar, a su hermano y no alcen su mano contra él. Renuncien a la vía de las armas y vayan al encuentro del otro con el diálogo, el perdón y la reconciliación para reconstruir a su alrededor la justicia, la confianza y la esperanza. «En esta perspectiva, parece claro que en la vida de los pueblos los conflictos armados constituyen siempre la deliberada negación de toda posible concordia internacional, creando divisiones profundas y heridas lacerantes que requieren muchos años para cicatrizar. Las guerras constituyen el rechazo práctico al compromiso por alcanzar esas grandes metas económicas y sociales que la comunidad internacional se ha fijado»[16]. Sin embargo, mientras haya una cantidad tan grande de armamentos en circulación como hoy en día, siempre se podrán encontrar nuevos pretextos para iniciar las hostilidades. Por eso, hago mío el llamamiento de mis Predecesores a la no proliferación de las armas y al desarme de parte de todos, comenzando por el desarme nuclear y químico. No podemos dejar de constatar que los acuerdos internacionales y las leyes nacionales, aunque son necesarias y altamente deseables, no son suficientes por sí solas para proteger a la humanidad del riesgo de los conflictos armados. Se necesita una conversión de los corazones que permita a cada uno reconocer en el otro un hermano del que preocuparse, con el que colaborar para construir una vida plena para todos. Éste es el espíritu que anima muchas iniciativas de la sociedad civil a favor de la paz, entre las que se encuentran las de las organizaciones religiosas. Espero que el empeño cotidiano de todos siga dando fruto y que se pueda lograr también la efectiva aplicación en el derecho internacional del derecho a la paz, como un derecho humano fundamental, pre-condición necesaria para el ejercicio de todos los otros derechos. La corrupción y el crimen organizado se oponen a la fraternidad 8. El horizonte de la fraternidad prevé el desarrollo integral de todo hombre y mujer. Las justas ambiciones de una persona, sobre todo si es joven, no se pueden frustrar y ultrajar, no se puede defraudar la esperanza de poder realizarlas. Sin embargo, no podemos confundir la ambición con la prevaricación. Al contrario, debemos competir en la estima mutua (cf. Rm 12,10). También en las disputas, que constituyen un aspecto ineludible de la vida, es necesario recordar que somos hermanos y, por eso mismo, educar y educarse en no considerar al prójimo un enemigo o un adversario al que eliminar. La fraternidad genera paz social, porque crea un equilibrio entre libertad y justicia, entre responsabilidad personal y solidaridad, entre el bien de los individuos y el bien común. Y una comunidad política debe favorecer todo esto con trasparencia y responsabilidad. Los ciudadanos deben sentirse representados por los poderes públicos sin menoscabo de su libertad. En cambio, a menudo, entre ciudadano e instituciones, se infiltran intereses de parte que deforman su relación, propiciando la creación de un clima perenne de conflicto. Un auténtico espíritu de fraternidad vence el egoísmo individual que impide que las personas puedan vivir en libertad y armonía entre sí. Ese egoísmo se desarrolla socialmente tanto en las múltiples formas de corrupción, hoy tan capilarmente difundidas, como en la formación de las organizaciones criminales, desde los grupos pequeños a aquellos que operan a escala global, que, minando profundamente la legalidad y la justicia, hieren el corazón de la dignidad de la persona. Estas organizaciones ofenden gravemente a Dios, perjudican a los hermanos y dañan a la creación, más todavía cuando tienen connotaciones religiosas. Pienso en el drama lacerante de la droga, con la que algunos se lucran despreciando las leyes morales y civiles, en la devastación de los recursos naturales y en la contaminación,
en la tragedia de la explotación laboral; pienso en el blanqueo ilícito de dinero así como en la especulación financiera, que a menudo asume rasgos perjudiciales y demoledores para enteros sistemas económicos y sociales, exponiendo a la pobreza a millones de hombres y mujeres; pienso en la prostitución que cada día cosecha víctimas inocentes, sobre todo entre los más jóvenes, robándoles el futuro; pienso en la abominable trata de seres humanos, en los delitos y abusos contra los menores, en la esclavitud que todavía difunde su horror en muchas partes del mundo, en la tragedia frecuentemente desatendida de los emigrantes con los que se especula indignamente en la ilegalidad. Juan XXIII escribió al respecto: «Una sociedad que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de inhumana. En ella, efectivamente, los hombres se ven privados de su libertad, en vez de sentirse estimulados, por el contrario, al progreso de la vida y al propio perfeccionamiento»[17]. Sin embargo, el hombre se puede convertir y nunca se puede excluir la posibilidad de que cambie de vida. Me gustaría que esto fuese un mensaje de confianza para todos, también para aquellos que han cometido crímenes atroces, porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 18,23). En el contexto amplio del carácter social del hombre, por lo que se refiere al delito y a la pena, también hemos de pensar en las condiciones inhumanas de muchas cárceles, donde el recluso a menudo queda reducido a un estado infrahumano y humillado en su dignidad humana, impedido también de cualquier voluntad y expresión de redención. La Iglesia hace mucho en todos estos ámbitos, la mayor parte de las veces en silencio. Exhorto y animo a hacer cada vez más, con la esperanza de que dichas iniciativas, llevadas a cabo por muchos hombres y mujeres audaces, sean cada vez más apoyadas leal y honestamente también por los poderes civiles. La fraternidad ayuda a proteger y a cultivar la naturaleza 9. La familia humana ha recibido del Creador un don en común: la naturaleza. La visión cristiana de la creación conlleva un juicio positivo sobre la licitud de las intervenciones en la naturaleza para sacar provecho de ello, a condición de obrar responsablemente, es decir, acatando aquella “gramática” que está inscrita en ella y usando sabiamente los recursos en beneficio de todos, respetando la belleza, la finalidad y la utilidad de todos los seres vivos y su función en el ecosistema. En definitiva, la naturaleza está a nuestra disposición, y nosotros estamos llamados a administrarla responsablemente. En cambio, a menudo nos dejamos llevar por la codicia, por la soberbia del dominar, del tener, del manipular, del explotar; no custodiamos la naturaleza, no la respetamos, no la consideramos un don gratuito que tenemos que cuidar y poner al servicio de los hermanos, también de las generaciones futuras. En particular, el sector agrícola es el sector primario de producción con la vocación vital de cultivar y proteger los recursos naturales para alimentar a la humanidad. A este respecto, la persistente vergüenza del hambre en el mundo me lleva a compartir con ustedes la pregunta: ¿cómo usamos los recursos de la tierra? Las sociedades actuales deberían reflexionar sobre la jerarquía en las prioridades a las que se destina la producción. De hecho, es un deber de obligado cumplimiento que se utilicen los recursos de la tierra de modo que nadie pase hambre. Las iniciativas y las soluciones posibles son muchas y no se limitan al aumento de la producción. Es de sobra sabido que la producción actual es suficiente y, sin embargo, millones de personas sufren y mueren de hambre, y eso constituye un verdadero escándalo. Es necesario encontrar los modos para que todos se puedan beneficiar de los frutos de la tierra, no sólo para evitar que se amplíe la brecha entre quien más tiene y quien se tiene que conformar con las migajas, sino también, y sobre todo, por una exigencia de justicia, de equidad y de respeto hacia el ser humano. En este sentido, quisiera recordar a todos el necesario destino universal de los
bienes, que es uno de los principios clave de la doctrina social de la Iglesia. Respetar este principio es la condición esencial para posibilitar un efectivo y justo acceso a los bienes básicos y primarios que todo hombre necesita y a los que tiene derecho. Conclusión 10. La fraternidad tiene necesidad de ser descubierta, amada, experimentada, anunciada y testimoniada. Pero sólo el amor dado por Dios nos permite acoger y vivir plenamente la fraternidad. El necesario realismo de la política y de la economía no puede reducirse a un tecnicismo privado de ideales, que ignora la dimensión trascendente del hombre. Cuando falta esta apertura a Dios, toda actividad humana se vuelve más pobre y las personas quedan reducidas a objetos de explotación. Sólo si aceptan moverse en el amplio espacio asegurado por esta apertura a Aquel que ama a cada hombre y a cada mujer, la política y la economía conseguirán estructurarse sobre la base de un auténtico espíritu de caridad fraterna y podrán ser instrumento eficaz de desarrollo humano integral y de paz. Los cristianos creemos que en la Iglesia somos miembros los unos de los otros, que todos nos necesitamos unos a otros, porque a cada uno de nosotros se nos ha dado una gracia según la medida del don de Cristo, para la utilidad común (cf. Ef 4,7.25; 1 Co12,7). Cristo ha venido al mundo para traernos la gracia divina, es decir, la posibilidad de participar en su vida. Esto lleva consigo tejer un entramado de relaciones fraternas, basadas en la reciprocidad, en el perdón, en el don total de sí, según la amplitud y la profundidad del amor de Dios, ofrecido a la humanidad por Aquel que, crucificado y resucitado, atrae a todos a sí: «Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros; como yo les he amado, ámense también entre ustedes. La señal por la que conocerán todos que son discípulos míos será que se aman unos a otros» (Jn 13,34-35). Ésta es la buena noticia que reclama de cada uno de nosotros un paso adelante, un ejercicio perenne de empatía, de escucha del sufrimiento y de la esperanza del otro, también del más alejado de mí, poniéndonos en marcha por el camino exigente de aquel amor que se entrega y se gasta gratuitamente por el bien de cada hermano y hermana. Cristo se dirige al hombre en su integridad y no desea que nadie se pierda. «Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,17). Lo hace sin forzar, sin obligar a nadie a abrirle las puertas de su corazón y de su mente. «El primero entre ustedes pórtese como el menor, y el que gobierna, como el que sirve» –dice Jesucristo–,«yo estoy en medio de ustedes como el que sirve» (Lc 22,26-27). Así pues, toda actividad debe distinguirse por una actitud de servicio a las personas, especialmente a las más lejanas y desconocidas. El servicio es el alma de esa fraternidad que edifica la paz. Que María, la Madre de Jesús, nos ayude a comprender y a vivir cada día la fraternidad que brota del corazón de su Hijo, para llevar paz a todos los hombres en esta querida tierra nuestra. Vaticano, 8 de diciembre de 2013. FRANCISCO
[1] Cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 19: AAS 101 (2009), 654-655. [2] Cf. Francisco, Carta enc. Lumen fidei (29 junio 2013), 54: AAS 105 (2013), 591-592.
[3] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 87: AAS 59 (1967), 299. [4] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 39: AAS 80 (1988), 566-568. [5] Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 43: AAS 59 (1967), 278-279. [6] Cf. íbid., 44: AAS 59 (1967), 279. [7] Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 38: AAS 80 (1988), 566. [8] Íbid., 38-39: AAS 80 (1988), 566-567. [9] Íbid., 40: AAS 80 (1988), 569. [10] Íbid. [11] Cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 19: AAS 101 (2009), 654-655. [12] Summa Theologiae II-II, q.66, art. 2. [13] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 69. Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum (15 mayo 1891), 19: ASS 23 (1890-1891), 651; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 42: AAS 80 (1988), 573-574; Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, n. 178. [14] Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 16: AAS 61 (1979), 290. [15] Cf. Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, n. 159. [16] Francisco, Carta al Presidente de la Federación Rusa, Vladímir Putin (4 septiembre 2013): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 septiembre 2013), 1. [17] Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963),34: AAS 55 (1963), 256.
2. RELIGIONES Y POLÍTICAS MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CELEBRACIÓN DE LA XLVIII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 DE ENERO DE 2015 NO ESCLAVOS, SINO HERMANOS 1. Al comienzo de un nuevo año, que recibimos como una gracia y un don de Dios a la humanidad, deseo dirigir a cada hombre y mujer, así como a los pueblos y naciones del mundo, a los jefes de Estado y de Gobierno, y a los líderes de las diferentes religiones, mis mejores deseos de paz, que acompaño con mis oraciones por el fin de las guerras, los conflictos y los muchos de sufrimientos causados por el hombre o por antiguas y nuevas epidemias, así como por los devastadores efectos de los desastres naturales. Rezo de modo especial para que, respondiendo a nuestra común vocación de colaborar con Dios y con todos los hombres de buena voluntad en la promoción de la concordia y la paz en el mundo, resistamos a la tentación de comportarnos de un modo indigno de nuestra humanidad. En el mensaje para el 1 de enero pasado, señalé que del «deseo de una vida plena… forma parte un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y
querer».[1] Siendo el hombre un ser relacional, destinado a realizarse en un contexto de relaciones interpersonales inspiradas por la justicia y la caridad, es esencial que para su desarrollo se reconozca y respete su dignidad, libertad y autonomía. Por desgracia, el flagelo cada vez más generalizado de la explotación del hombre por parte del hombre daña seriamente la vida de comunión y la llamada a estrechar relaciones interpersonales marcadas por el respeto, la justicia y la caridad.Este fenómeno abominable, que pisotea los derechos fundamentales de los demás y aniquila su libertad y dignidad, adquiere múltiples formas sobre las que deseo hacer una breve reflexión, de modo que, a la luz de la Palabra de Dios, consideremos a todos los hombres «no esclavos, sino hermanos». A la escucha del proyecto de Dios sobre la humanidad 2. El tema que he elegido para este mensaje recuerda la carta de san Pablo a Filemón, en la que le pide que reciba a Onésimo, antiguo esclavo de Filemón y que después se hizo cristiano, mereciendo por eso, según Pablo, que sea considerado como un hermano. Así escribe el Apóstol de las gentes: «Quizá se apartó de ti por breve tiempo para que lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido» (Flm 15-16). Onésimo se convirtió en hermano de Filemón al hacerse cristiano. Así, la conversión a Cristo, el comienzo de una vida de discipulado en Cristo, constituye un nuevo nacimiento (cf. 2 Co 5,17; 1 P 1,3) que regenera la fraternidad como vínculo fundante de la vida familiar y base de la vida social. En el libro del Génesis, leemos que Dios creó al hombre, varón y hembra, y los bendijo, para que crecieran y se multiplicaran (cf. 1,27-28): Hizo que Adán y Eva fueran padres, los cuales, cumpliendo la bendición de Dios de ser fecundos y multiplicarse, concibieron la primera fraternidad, la de Caín y Abel. Caín y Abel eran hermanos, porque vienen del mismo vientre, y por lo tanto tienen el mismo origen, naturaleza y dignidad de sus padres, creados a imagen y semejanza de Dios. Pero la fraternidad expresa también la multiplicidad y diferencia que hay entre los hermanos, si bien unidos por el nacimiento y por la misma naturaleza y dignidad. Como hermanos y hermanas, todas las personas están por naturaleza relacionadas con las demás, de las que se diferencian pero con las que comparten el mismo origen, naturaleza y dignidad. Gracias a ello la fraternidad crea la red de relaciones fundamentales para la construcción de la familia humana creada por Dios. Por desgracia, entre la primera creación que narra el libro del Génesis y el nuevo nacimiento en Cristo, que hace de los creyentes hermanos y hermanas del «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29), se encuentra la realidad negativa del pecado, que muchas veces interrumpe la fraternidad creatural y deforma continuamente la belleza y nobleza del ser hermanos y hermanas de la misma familia humana. Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el primer fratricidio. «El asesinato de Abel por parte de Caín deja constancia trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser hermanos. Su historia (cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad de la tarea a la que están llamados todos los hombres, vivir unidos, preocupándose los unos de los otros».[2] También en la historia de la familia de Noé y sus hijos (cf. Gn 9,18-27), la maldad de Cam contra su padre es lo que empuja a Noé a maldecir al hijo irreverente y bendecir a los demás, que sí lo honraban, dando lugar a una desigualdad entre hermanos nacidos del mismo vientre. En la historia de los orígenes de la familia humana, el pecado de la separación de Dios, de la figura del padre y del hermano, se convierte en una expresión del rechazo de la comunión traduciéndose en la cultura de la esclavitud (cf. Gn 9,25-27), con las
consecuencias que ello conlleva y que se perpetúan de generación en generación: rechazo del otro, maltrato de las personas, violación de la dignidad y los derechos fundamentales, la institucionalización de la desigualdad. De ahí la necesidad de convertirse continuamente a la Alianza, consumada por la oblación de Cristo en la cruz, seguros de que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia... por Jesucristo» (Rm 5,20.21). Él, el Hijo amado (cf. Mt 3,17), vino a revelar el amor del Padre por la humanidad. El que escucha el evangelio, y responde a la llamada a la conversión, llega a ser en Jesús «hermano y hermana, y madre» (Mt 12,50) y, por tanto, hijo adoptivo de su Padre (cf. Ef 1,5). No se llega a ser cristiano, hijo del Padre y hermano en Cristo, por una disposición divina autoritativa, sin el concurso de la libertad personal, es decir, sin convertirse libremente a Cristo. El ser hijo de Dios responde al imperativo de la conversión: «Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38). Todos los que respondieron con la fe y la vida a esta predicación de Pedro entraron en la fraternidad de la primera comunidad cristiana (cf. 1 P 2,17; Hch 1,15.16; 6,3; 15,23): judíos y griegos, esclavos y hombres libres (cf. 1 Co 12,13; Ga3,28), cuya diversidad de origen y condición social no disminuye la dignidad de cada uno, ni excluye a nadie de la pertenencia al Pueblo de Dios. Por ello, la comunidad cristiana es el lugar de la comunión vivida en el amor entre los hermanos (cf. Rm 12,10; 1 Ts4,9; Hb 13,1; 1 P 1,22; 2 P 1,7). Todo esto demuestra cómo la Buena Nueva de Jesucristo, por la que Dios hace «nuevas todas las cosas» (Ap 21,5),[3] también es capaz de redimir las relaciones entre los hombres, incluida aquella entre un esclavo y su amo, destacando lo que ambos tienen en común: la filiación adoptiva y el vínculo de fraternidad en Cristo. El mismo Jesús dijo a sus discípulos: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15). Múltiples rostros de la esclavitud de entonces y de ahora 3. Desde tiempos inmemoriales, las diferentes sociedades humanas conocen el fenómeno del sometimiento del hombre por parte del hombre. Ha habido períodos en la historia humana en que la institución de la esclavitud estaba generalmente aceptada y regulada por el derecho. Éste establecía quién nacía libre, y quién, en cambio, nacía esclavo, y en qué condiciones la persona nacida libre podía perder su libertad u obtenerla de nuevo. En otras palabras, el mismo derecho admitía que algunas personas podían o debían ser consideradas propiedad de otra persona, la cual podía disponer libremente de ellas; el esclavo podía ser vendido y comprado, cedido y adquirido como una mercancía. Hoy, como resultado de un desarrollo positivo de la conciencia de la humanidad, la esclavitud, crimen de lesa humanidad,[4] está oficialmente abolida en el mundo. El derecho de toda persona a no ser sometida a esclavitud ni a servidumbre está reconocido en el derecho internacional como norma inderogable. Sin embargo, a pesar de que la comunidad internacional ha adoptado diversos acuerdos para poner fin a la esclavitud en todas sus formas, y ha dispuesto varias estrategias para combatir este fenómeno, todavía hay millones de personas –niños, hombres y mujeres de todas las edades– privados de su libertad y obligados a vivir en condiciones similares a la esclavitud. Me refiero a tantos trabajadores y trabajadoras, incluso menores, oprimidos de manera formal o informal en todos los sectores, desde el trabajo doméstico al de la agricultura, de la industria manufacturera a la minería, tanto en los países donde la legislación laboral no
cumple con las mínimas normas y estándares internacionales, como, aunque de manera ilegal, en aquellos cuya legislación protege a los trabajadores. Pienso también en las condiciones de vida de muchos emigrantes que, en su dramático viaje, sufren el hambre, se ven privados de la libertad, despojados de sus bienes o de los que se abusa física y sexualmente. En aquellos que, una vez llegados a su destino después de un viaje durísimo y con miedo e inseguridad, son detenidos en condiciones a veces inhumanas. Pienso en los que se ven obligados a la clandestinidad por diferentes motivos sociales, políticos y económicos, y en aquellos que, con el fin de permanecer dentro de la ley, aceptan vivir y trabajar en condiciones inadmisibles, sobre todo cuando las legislaciones nacionales crean o permiten una dependencia estructural del trabajador emigrado con respecto al empleador, como por ejemplo cuando se condiciona la legalidad de la estancia al contrato de trabajo... Sí, pienso en el «trabajo esclavo». Pienso en las personas obligadas a ejercer la prostitución, entre las que hay muchos menores, y en los esclavos y esclavas sexuales; en las mujeres obligadas a casarse, en aquellas que son vendidas con vistas al matrimonio o en las entregadas en sucesión, a un familiar después de la muerte de su marido, sin tener el derecho de dar o no su consentimiento. No puedo dejar de pensar en los niños y adultos que son víctimas del tráfico y comercialización para la extracción de órganos, para ser reclutados como soldados, para la mendicidad, para actividades ilegales como la producción o venta de drogas, o para formas encubiertas de adopción internacional. Pienso finalmente en todos los secuestrados y encerrados en cautividad por grupos terroristas, puestos a su servicio como combatientes o, sobre todo las niñas y mujeres, como esclavas sexuales. Muchos de ellos desaparecen, otros son vendidos varias veces, torturados, mutilados o asesinados. Algunas causas profundas de la esclavitud 4. Hoy como ayer, en la raíz de la esclavitud se encuentra una concepción de la persona humana que admite el que pueda ser tratada como un objeto. Cuando el pecado corrompe el corazón humano, y lo aleja de su Creador y de sus semejantes, éstos ya no se ven como seres de la misma dignidad, como hermanos y hermanas en la humanidad, sino como objetos. La persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, queda privada de la libertad, mercantilizada, reducida a ser propiedad de otro, con la fuerza, el engaño o la constricción física o psicológica; es tratada como un medio y no como un fin. Junto a esta causa ontológica –rechazo de la humanidad del otro- hay otras que ayudan a explicar las formas contemporáneas de la esclavitud. Me refiero en primer lugar a la pobreza, al subdesarrollo y a la exclusión, especialmente cuando se combinan con la falta de acceso a la educación o con una realidad caracterizada por las escasas, por no decir inexistentes, oportunidades de trabajo. Con frecuencia, las víctimas de la trata y de la esclavitud son personas que han buscado una manera de salir de un estado de pobreza extrema, creyendo a menudo en falsas promesas de trabajo, para caer después en manos de redes criminales que trafican con los seres humanos. Estas redes utilizan hábilmente las modernas tecnologías informáticas para embaucar a jóvenes y niños en todas las partes del mundo. Entre las causas de la esclavitud hay que incluir también la corrupción de quienes están dispuestos a hacer cualquier cosa para enriquecerse. En efecto, la esclavitud y la trata de personas humanas requieren una complicidad que con mucha frecuencia pasa a través de la corrupción de los intermediarios, de algunos miembros de las fuerzas del orden o de
otros agentes estatales, o de diferentes instituciones, civiles y militares. «Esto sucede cuando al centro de un sistema económico está el dios dinero y no el hombre, la persona humana. Sí, en el centro de todo sistema social o económico, tiene que estar la persona, imagen de Dios, creada para que fuera el dominador del universo. Cuando la persona es desplazada y viene el dios dinero sucede esta trastocación de valores».[5] Otras causas de la esclavitud son los conflictos armados, la violencia, el crimen y el terrorismo. Muchas personas son secuestradas para ser vendidas o reclutadas como combatientes o explotadas sexualmente, mientras que otras se ven obligadas a emigrar, dejando todo lo que poseen: tierra, hogar, propiedades, e incluso la familia. Éstas últimas se ven empujadas a buscar una alternativa a esas terribles condiciones aun a costa de su propia dignidad y supervivencia, con el riesgo de entrar de ese modo en ese círculo vicioso que las convierte en víctimas de la miseria, la corrupción y sus consecuencias perniciosas. Compromiso común para derrotar la esclavitud 5. Con frecuencia, cuando observamos el fenómeno de la trata de personas, del tráfico ilegal de los emigrantes y de otras formas conocidas y desconocidas de la esclavitud, tenemos la impresión de que todo esto tiene lugar bajo la indiferencia general. Aunque por desgracia esto es cierto en gran parte, quisiera mencionar el gran trabajo silencioso que muchas congregaciones religiosas, especialmente femeninas, realizan desde hace muchos años en favor de las víctimas. Estos Institutos trabajan en contextos difíciles, a veces dominados por la violencia, tratando de romper las cadenas invisibles que tienen encadenadas a las víctimas a sus traficantes y explotadores; cadenas cuyos eslabones están hechos de sutiles mecanismos psicológicos, que convierten a las víctimas en dependientes de sus verdugos, a través del chantaje y la amenaza, a ellos y a sus seres queridos, pero también a través de medios materiales, como la confiscación de documentos de identidad y la violencia física. La actividad de las congregaciones religiosas se estructura principalmente en torno a tres acciones: la asistencia a las víctimas, su rehabilitación bajo el aspecto psicológico y formativo, y su reinserción en la sociedad de destino o de origen. Este inmenso trabajo, que requiere coraje, paciencia y perseverancia, merece el aprecio de toda la Iglesia y de la sociedad. Pero, naturalmente, por sí solo no es suficiente para poner fin al flagelo de la explotación de la persona humana. Se requiere también un triple compromiso a nivel institucional de prevención, protección de las víctimas y persecución judicial contra los responsables. Además, como las organizaciones criminales utilizan redes globales para lograr sus objetivos, la acción para derrotar a este fenómeno requiere un esfuerzo conjunto y también global por parte de los diferentes agentes que conforman la sociedad. Los Estados deben vigilar para que su legislación nacional en materia de migración, trabajo, adopciones, deslocalización de empresas y comercialización de los productos elaborados mediante la explotación del trabajo, respete la dignidad de la persona. Se necesitan leyes justas, centradas en la persona humana, que defiendan sus derechos fundamentales y los restablezcan cuando son pisoteados, rehabilitando a la víctima y garantizando su integridad, así como mecanismos de seguridad eficaces para controlar la aplicación correcta de estas normas, que no dejen espacio a la corrupción y la impunidad. Es preciso que se reconozca también el papel de la mujer en la sociedad, trabajando también en el plano cultural y de la comunicación para obtener los resultados deseados. Las organizaciones intergubernamentales, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, están llamadas a implementar iniciativas coordinadas para luchar contra las redes
transnacionales del crimen organizado que gestionan la trata de personas y el tráfico ilegal de emigrantes. Es necesaria una cooperación en diferentes niveles, que incluya a las instituciones nacionales e internacionales, así como a las organizaciones de la sociedad civil y del mundo empresarial. Las empresas,[6] en efecto, tienen el deber de garantizar a sus empleados condiciones de trabajo dignas y salarios adecuados, pero también han de vigilar para que no se produzcan en las cadenas de distribución formas de servidumbre o trata de personas. A la responsabilidad social de la empresa hay que unir la responsabilidad social del consumidor. Pues cada persona debe ser consciente de que «comprar es siempre un acto moral, además de económico».[7] Las organizaciones de la sociedad civil, por su parte, tienen la tarea de sensibilizar y estimular las conciencias acerca de las medidas necesarias para combatir y erradicar la cultura de la esclavitud. En los últimos años, la Santa Sede, acogiendo el grito de dolor de las víctimas de la trata de personas y la voz de las congregaciones religiosas que las acompañan hacia su liberación, ha multiplicado los llamamientos a la comunidad internacional para que los diversos actores unan sus esfuerzos y cooperen para poner fin a esta plaga. [8] Además, se han organizado algunos encuentros con el fin de dar visibilidad al fenómeno de la trata de personas y facilitar la colaboración entre los diferentes agentes, incluidos expertos del mundo académico y de las organizaciones internacionales, organismos policiales de los diferentes países de origen, tránsito y destino de los migrantes, así como representantes de grupos eclesiales que trabajan por las víctimas. Espero que estos esfuerzos continúen y se redoblen en los próximos años. Globalizar la fraternidad, no la esclavitud ni la indiferencia 6. En su tarea de «anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad»,[9] la Iglesia se esfuerza constantemente en las acciones de carácter caritativo partiendo de la verdad sobre el hombre. Tiene la misión de mostrar a todos el camino de la conversión, que lleve a cambiar el modo de ver al prójimo, a reconocer en el otro, sea quien sea, a un hermano y a una hermana en la humanidad; reconocer su dignidad intrínseca en la verdad y libertad, como nos lo muestra la historia de Josefina Bakhita, la santa proveniente de la región de Darfur, en Sudán, secuestrada cuando tenía nueve años por traficantes de esclavos y vendida a dueños feroces. A través de sucesos dolorosos llegó a ser «hija libre de Dios», mediante la fe vivida en la consagración religiosa y en el servicio a los demás, especialmente a los pequeños y débiles. Esta Santa, que vivió entre los siglos XIX y XX, es hoy un testigo ejemplar de esperanza[10] para las numerosas víctimas de la esclavitud y un apoyo en los esfuerzos de todos aquellos que se dedican a luchar contra esta «llaga en el cuerpo de la humanidad contemporánea, una herida en la carne de Cristo».[11] En esta perspectiva, deseo invitar a cada uno, según su puesto y responsabilidades, a realizar gestos de fraternidad con los que se encuentran en un estado de sometimiento. Preguntémonos, tanto comunitaria como personalmente, cómo nos sentimos interpelados cuando encontramos o tratamos en la vida cotidiana con víctimas de la trata de personas, o cuando tenemos que elegir productos que con probabilidad podrían haber sido realizados mediante la explotación de otras personas. Algunos hacen la vista gorda, ya sea por indiferencia, o porque se desentienden de las preocupaciones diarias, o por razones económicas. Otros, sin embargo, optan por hacer algo positivo, participando en asociaciones civiles o haciendo pequeños gestos cotidianos –que son tan valiosos–, como decir una palabra, un saludo, un «buenos días» o una sonrisa, que no nos cuestan nada,
pero que pueden dar esperanza, abrir caminos, cambiar la vida de una persona que vive en la invisibilidad, e incluso cambiar nuestras vidas en relación con esta realidad. Debemos reconocer que estamos frente a un fenómeno mundial que sobrepasa las competencias de una sola comunidad o nación. Para derrotarlo, se necesita una movilización de una dimensión comparable a la del mismo fenómeno. Por esta razón, hago un llamamiento urgente a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, y a todos los que, de lejos o de cerca, incluso en los más altos niveles de las instituciones, son testigos del flagelo de la esclavitud contemporánea, para que no sean cómplices de este mal, para que no aparten los ojos del sufrimiento de sus hermanos y hermanas en humanidad, privados de libertad y dignidad, sino que tengan el valor de tocar la carne sufriente de Cristo,[12] que se hace visible a través de los numerosos rostros de los que él mismo llama «mis hermanos más pequeños» (Mt 5,40.45). Sabemos que Dios nos pedirá a cada uno de nosotros: ¿Qué has hecho con tu hermano? (cf. Gn 4,9-10). La globalización de la indiferencia, que ahora afecta a la vida de tantos hermanos y hermanas, nos pide que seamos artífices de una globalización de la solidaridad y de la fraternidad, que les dé esperanza y los haga reanudar con ánimo el camino, a través de los problemas de nuestro tiempo y las nuevas perspectivas que trae consigo, y que Dios pone en nuestras manos. Vaticano, 8 de diciembre de 2014 FRANCISCO
[1] N. 1. [2] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2014, 2. [3] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium,
11.
[4] Cf. Discurso a la Asociación internacional de Derecho penal, 23 octubre 2014: L’Osservatore Romano, Ed. lengua española, 31 octubre 2014, p. 8. [5] Discurso a los participantes en el encuentro mundial de los movimientos populares, 28 octubre 2014: L’Osservatore Romano, Ed. lengua española, 31 octubre 2014, p. 3. [6] Cf. Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz, La vocazione del leader d’impresa. Una riflessione, Milano e Roma, 2013. [7] Benedicto XVI, Cart. enc. Caritas in veritate, 66. [8] Cf. Mensaje al Sr. Guy Ryder, Director general de la Organización internacional del trabajo, con motivo de la Sesión 103 de la Conferencia de la OIT, 22 mayo 2014: L’Osservatore Romano, Ed. leng. española 6 junio 2014, p. 3. [9] Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 5. [10] «A través del conocimiento de esta esperanza ella fue “redimida”, ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios. Entendió lo que Pablo quería decir cuando recordó a los Efesios que antes estaban en el mundo sin esperanza y sin Dios» (Benedicto XVI, Carta. enc. Spe salvi, 3). [11] Discurso a los participantes en la II Conferencia internacional sobre la Trata de personas: Church and Law Enforcement in partnership, 10 abril 2014: L’Osservatore Romano, Ed. leng. española 11 abril 2014, p. 9; cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 270. [12] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium,
24; 270.
PARTICIPACIÓN EN EL II ENCUENTRO MUNDIAL DE LOS MOVIMIENTOS POPULARES DISCURSO DEL SANTO PADRE Expo Feria, Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) Jueves 9 de julio de 2015
Hermanas y hermanos, buenas tardes Hace algunos meses nos reunimos en Roma y tengo presente ese primer encuentro nuestro. Durante este tiempo los he llevado en mi corazón y en mis oraciones. Y me alegra verlos de nuevo aquí, debatiendo los mejores caminos para superar las graves situaciones de injusticia que sufren los excluidos en todo el mundo. Gracias, Señor Presidente Evo Morales, por acompañar tan decididamente este Encuentro. Aquella vez en Roma sentí algo muy lindo: fraternidad, garra, entrega, sed de justicia. Hoy, en Santa Cruz de la Sierra, vuelvo a sentir lo mismo. Gracias por eso. También he sabido por medio del Pontificio Consejo Justicia y Paz, que preside el Cardenal Turkson, que son muchos en la Iglesia los que se sienten más cercanos a los movimientos populares. Me alegra tanto ver la Iglesia con las puertas abiertas a todos ustedes, que se involucre, acompañe y logre sistematizar en cada diócesis, en cada Comisión de Justicia y Paz, una colaboración real, permanente y comprometida con los movimientos populares. Los invito a todos, Obispos, sacerdotes y laicos, junto a las organizaciones sociales de las periferias urbanas y rurales, a profundizar ese encuentro. Dios permite que hoy nos veamos otra vez. La Biblia nos recuerda que Dios escucha el clamor de su pueblo y quisiera yo también volver a unir mi voz a la de ustedes: las famosas “tres T”: tierra, techo y trabajo, para todos nuestros hermanos y hermanas. Lo dije y lo repito: son derechos sagrados. Vale la pena, vale la pena luchar por ellos. Que el clamor de los excluidos se escuche en América Latina y en toda la tierra. 1. Primero de todo, empecemos reconociendo que necesitamos un cambio. Quiero aclarar, para que no haya malos entendidos, que hablo de los problemas comunes de todos los latinoamericanos y, en general, también de toda la humanidad. Problemas que tienen una matriz global y que hoy ningún Estado puede resolver por sí mismo. Hecha esta aclaración, propongo que nos hagamos estas preguntas: —¿Reconocemos, en serio, que las cosas no andan bien en un mundo donde hay tantos campesinos sin tierra, tantas familias sin techo, tantos trabajadores sin derechos, tantas personas heridas en su dignidad? —¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando estallan tantas guerras sin sentido y la violencia fratricida se adueña hasta de nuestros barrios? ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando el suelo, el agua, el aire y todos los seres de la creación están bajo permanente amenaza? Entonces, si reconocemos esto, digámoslo sin miedo: necesitamos y queremos un cambio.
Ustedes –en sus cartas y en nuestros encuentros– me han relatado las múltiples exclusiones e injusticias que sufren en cada actividad laboral, en cada barrio, en cada territorio. Son tantas y tan diversas como tantas y diversas sus formas de enfrentarlas. Hay, sin embargo, un hilo invisible que une cada una de las exclusiones. No están aisladas, están unidas por un hilo invisible. ¿Podemos reconocerlo? Porque no se trata de esas cuestiones aisladas. Me pregunto si somos capaces de reconocer que esas realidades destructoras responden a un sistema que se ha hecho global. ¿Reconocemos que ese sistema ha impuesto la lógica de las ganancias a cualquier costo sin pensar en la exclusión social o la destrucción de la naturaleza? Si esto es así, insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los pueblos… Y tampoco lo aguanta la Tierra, la hermana madre tierra, como decía san Francisco. Queremos un cambio en nuestras vidas, en nuestros barrios, en el pago chico, en nuestra realidad más cercana; también un cambio que toque al mundo entero porque hoy la interdependencia planetaria requiere respuestas globales a los problemas locales. La globalización de la esperanza, que nace de los Pueblos y crece entre los pobres, debe sustituir a esta globalización de la exclusión y de la indiferencia. Quisiera hoy reflexionar con ustedes sobre el cambio que queremos y necesitamos. Ustedes saben que escribí recientemente sobre los problemas del cambio climático. Pero, esta vez, quiero hablar de un cambio en otro sentido. Un cambio positivo, un cambio que nos haga bien, un cambio –podríamos decir– redentor. Porque lo necesitamos. Sé que ustedes buscan un cambio y no sólo ustedes: en los distintos encuentros, en los distintos viajes he comprobado que existe una espera, una fuerte búsqueda, un anhelo de cambio en todos los pueblos del mundo. Incluso dentro de esa minoría cada vez más reducida que cree beneficiarse con este sistema, reina la insatisfacción y especialmente la tristeza. Muchos esperan un cambio que los libere de esa tristeza individualista que esclaviza. El tiempo, hermanos, hermanas, el tiempo parece que se estuviera agotando; no alcanzó el pelearnos entre nosotros, sino que hasta nos ensañamos con nuestra casa. Hoy la comunidad científica acepta lo que desde hace ya mucho tiempo denuncian los humildes: se están produciendo daños tal vez irreversibles en el ecosistema. Se está castigando a la Tierra, a los pueblos y a las personas de un modo casi salvaje. Y detrás de tanto dolor, tanta muerte y destrucción, se huele el tufo de eso que Basilio de Cesarea –uno de los primeros teólogos de la Iglesia– llamaba “el estiércol del diablo”, la ambición desenfrenada de dinero que gobierna. Ese es “el estiércol del diablo”. El servicio para el bien común queda relegado. Cuando el capital se convierte en ídolo y dirige las opciones de los seres humanos, cuando la avidez por el dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al hombre, lo convierte en esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta pueblo contra pueblo y, como vemos, incluso pone en riesgo esta nuestra casa común, la hermana y madre tierra. No quiero extenderme describiendo los efectos malignos de esta sutil dictadura: ustedes los conocen. Tampoco basta con señalar las causas estructurales del drama social y ambiental contemporáneo. Sufrimos cierto exceso de diagnóstico que a veces nos lleva a un pesimismo charlatán o a regodearnos en lo negativo. Al ver la crónica negra de cada día, creemos que no hay nada que se puede hacer salvo cuidarse a uno mismo y al pequeño círculo de la familia y los afectos. ¿Qué puedo hacer yo, cartonero, catadora, pepenador, recicladora frente a tantos problemas si apenas gano para comer? ¿Qué puedo hacer yo artesano, vendedor ambulante, transportista, trabajador excluido, si ni siquiera tengo derechos laborales?
¿Qué puedo hacer yo, campesina, indígena, pescador, que apenas puedo resistir el avasallamiento de las grandes corporaciones? ¿Qué puedo hacer yo desde mi villa, mi chabola, mi población, mi rancherío, cuando soy diariamente discriminado y marginado? ¿Qué puede hacer ese estudiante, ese joven, ese militante, ese misionero que patea las barriadas y los parajes con el corazón lleno de sueños pero casi sin ninguna solución para sus problemas? Pueden hacer mucho. Pueden hacer mucho. Ustedes, los más humildes, los explotados, los pobres y excluidos, pueden y hacen mucho. Me atrevo a decirles que el futuro de la humanidad está, en gran medida, en sus manos, en su capacidad de organizarse y promover alternativas creativas, en la búsqueda cotidiana de las “tres T”. ¿De acuerdo? Trabajo, techo y tierra. Y también, en su participación protagónica en los grandes procesos de cambio, cambios nacionales, cambios regionales y cambios mundiales. ¡No se achiquen! 2. Segundo. Ustedes son sembradores de cambio. Aquí en Bolivia he escuchado una frase que me gusta mucho: “proceso de cambio”. El cambio concebido no como algo que un día llegará porque se impuso tal o cual opción política o porque se instauró tal o cual estructura social. Dolorosamente sabemos que un cambio de estructuras que no viene acompañado de una sincera conversión de las actitudes y del corazón termina a la larga o a la corta por burocratizarse, corromperse y sucumbir. Hay que cambiar el corazón. Por eso me gusta tanto la imagen del proceso, los procesos, donde la pasión por sembrar, por regar serenamente lo que otros verán florecer, remplaza la ansiedad por ocupar todos los espacios de poder disponibles y ver resultados inmediatos. La opción es por generar procesos y no por ocupar espacios. Cada uno de nosotros no es más que parte de un todo complejo y diverso interactuando en el tiempo: pueblos que luchan por una significación, por un destino, por vivir con dignidad, por “vivir bien”, dignamente, en ese sentido. Ustedes, desde los movimientos populares, asumen las labores de siempre motivados por el amor fraterno que se revela contra la injusticia social. Cuando miramos el rostro de los que sufren, el rostro del campesino amenazado, del trabajador excluido, del indígena oprimido, de la familia sin techo, del migrante perseguido, del joven desocupado, del niño explotado, de la madre que perdió a su hijo en un tiroteo porque el barrio fue copado por el narcotráfico, del padre que perdió a su hija porque fue sometida a la esclavitud; cuando recordamos esos “rostros y esos nombres”, se nos estremecen las entrañas frente a tanto dolor y nos conmovemos, todos nos conmovemos… Porque “hemos visto y oído” no la fría estadística sino las heridas de la humanidad doliente, nuestras heridas, nuestra carne. Eso es muy distinto a la teorización abstracta o la indignación elegante. Eso nos conmueve, nos mueve y buscamos al otro para movernos juntos. Esa emoción hecha acción comunitaria no se comprende únicamente con la razón: tiene un plus de sentido que sólo los pueblos entienden y que da su mística particular a los verdaderos movimientos populares. Ustedes viven cada día empapados en el nudo de la tormenta humana. Me han hablado de sus causas, me han hecho parte de sus luchas, ya desde Buenos Aires, y yo se lo agradezco. Ustedes, queridos hermanos, trabajan muchas veces en lo pequeño, en lo cercano, en la realidad injusta que se les impuso y a la que no se resignan, oponiendo una resistencia activa al sistema idolátrico que excluye, degrada y mata. Los he visto trabajar incansablemente por la tierra y la agricultura campesina, por sus territorios y comunidades, por la dignificación de la economía popular, por la integración urbana de sus villas y asentamientos, por la autoconstrucción de viviendas y el desarrollo de infraestructura barrial, y en tantas actividades comunitarias que tienden a la reafirmación de algo tan elemental e innegablemente necesario como el derecho a las “tres T”: tierra, techo y trabajo.
Ese arraigo al barrio, a la tierra, al oficio, al gremio, ese reconocerse en el rostro del otro, esa proximidad del día a día, con sus miserias, porque las hay, las tenemos, y sus heroísmos cotidianos, es lo que permite ejercer el mandato del amor, no a partir de ideas o conceptos sino a partir del encuentro genuino entre personas. Necesitamos instaurar esta cultura del encuentro, porque ni los conceptos ni las ideas se aman. Nadie ama un concepto, nadie ama una idea; se aman las personas. La entrega, la verdadera entrega surge del amor a hombres y mujeres, niños y ancianos, pueblos y comunidades… rostros, rostros y nombres que llenan el corazón. De esas semillas de esperanza sembradas pacientemente en las periferias olvidadas del planeta, de esos brotes de ternura que lucha por subsistir en la oscuridad de la exclusión, crecerán árboles grandes, surgirán bosques tupidos de esperanza para oxigenar este mundo. Veo con alegría que ustedes trabajan en lo cercano, cuidando los brotes; pero, a la vez, con una perspectiva más amplia, protegiendo la arboleda. Trabajan en una perspectiva que no sólo aborda la realidad sectorial que cada uno de ustedes representa y a la que felizmente está arraigado, sino que también buscan resolver de raíz los problemas generales de pobreza, desigualdad y exclusión. Los felicito por eso. Es imprescindible que, junto a la reivindicación de sus legítimos derechos, los pueblos y organizaciones sociales construyan una alternativa humana a la globalización excluyente. Ustedes son sembradores del cambio. Que Dios les dé coraje, les dé alegría, les dé perseverancia y pasión para seguir sembrando. Tengan la certeza que tarde o temprano vamos a ver los frutos. A los dirigentes les pido: sean creativos y nunca pierdan el arraigo a lo cercano, porque el padre de la mentira sabe usurpar palabras nobles, promover modas intelectuales y adoptar poses ideológicas, pero, si ustedes construyen sobre bases sólidas, sobre las necesidades reales y la experiencia viva de sus hermanos, de los campesinos e indígenas, de los trabajadores excluidos y las familias marginadas, seguramente no se van a equivocar. La Iglesia no puede ni debe estar ajena a este proceso en el anuncio del Evangelio. Muchos sacerdotes y agentes pastorales cumplen una enorme tarea acompañando y promoviendo a los excluidos de todo el mundo, junto a cooperativas, impulsando emprendimientos, construyendo viviendas, trabajando abnegadamente en los campos de salud, el deporte y la educación. Estoy convencido que la colaboración respetuosa con los movimientos populares puede potenciar estos esfuerzos y fortalecer los procesos de cambio. Y tengamos siempre en el corazón a la Virgen María, una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio, una madre sin techo que supo transformar una cueva de animales en la casa de Jesús con unos pañales y una montaña de ternura. María es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Yo rezo a la Virgen María, tan venerada por el pueblo boliviano para que permita que este Encuentro nuestro sea fermento de cambio. 3. Tercero. Por último quisiera que pensemos juntos algunas tareas importantes para este momento histórico, porque queremos un cambio positivo para el bien de todos nuestros hermanos y hermanas. Eso lo sabemos. Queremos un cambio que se enriquezca con el trabajo mancomunado de los gobiernos, los movimientos populares y otras fuerzas sociales. Eso también lo sabemos. Pero no es tan fácil definir el contenido del cambio – podría decirse–, el programa social que refleje este proyecto de fraternidad y justicia que esperamos; no es fácil de definirlo. En ese sentido, no esperen de este Papa una receta. Ni el Papa ni la Iglesia tienen el monopolio de la interpretación de la realidad social ni la propuesta de soluciones a problemas contemporáneos. Me atrevería a decir que no existe una receta. La historia la construyen las generaciones que se suceden en el marco de
pueblos que marchan buscando su propio camino y respetando los valores que Dios puso en el corazón. Quisiera, sin embargo, proponer tres grandes tareas que requieren el decisivo aporte del conjunto de los movimientos populares. 3.1. La primera tarea es poner la economía al servicio de los pueblos: Los seres humanos y la naturaleza no deben estar al servicio del dinero. Digamos “NO” a una economía de exclusión e inequidad donde el dinero reina en lugar de servir. Esa economía mata. Esa economía excluye. Esa economía destruye la madre tierra. La economía no debería ser un mecanismo de acumulación sino la adecuada administración de la casa común. Eso implica cuidar celosamente la casa y distribuir adecuadamente los bienes entre todos. Su objeto no es únicamente asegurar la comida o un “decoroso sustento”. Ni siquiera, aunque ya sería un gran paso, garantizar el acceso a las “tres T” por las que ustedes luchan. Una economía verdaderamente comunitaria, podría decir, una economía de inspiración cristiana, debe garantizar a los pueblos dignidad, «prosperidad sin exceptuar bien alguno» (Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra [15 mayo 1961], 3: AAS 53 [1961], 402). Esta última frase la dijo el Papa Juan XXIII hace cincuenta años. Jesús dice en el Evangelio que, aquel que le dé espontáneamente un vaso de agua al que tiene sed, le será tenido en cuenta en el Reino de los cielos. Esto implica las “tres T”, pero también acceso a la educación, la salud, la innovación, las manifestaciones artísticas y culturales, la comunicación, el deporte y la recreación. Una economía justa debe crear las condiciones para que cada persona pueda gozar de una infancia sin carencias, desarrollar sus talentos durante la juventud, trabajar con plenos derechos durante los años de actividad y acceder a una digna jubilación en la ancianidad. Es una economía donde el ser humano, en armonía con la naturaleza, estructura todo el sistema de producción y distribución para que las capacidades y las necesidades de cada uno encuentren un cauce adecuado en el ser social. Ustedes, y también otros pueblos, resumen este anhelo de una manera simple y bella: “vivir bien”, que no es lo mismo que “pasarla bien”. Esta economía no es sólo deseable y necesaria sino también es posible. No es una utopía ni una fantasía. Es una perspectiva extremadamente realista. Podemos lograrlo. Los recursos disponibles en el mundo, fruto del trabajo intergeneracional de los pueblos y los dones de la creación, son más que suficientes para el desarrollo integral de «todos los hombres y de todo el hombre» (Pablo VI, Enc. Popolorum progressio[26 marzo 1967], 14: AAS 59 [1967], 264). El problema, en cambio, es otro. Existe un sistema con otros objetivos. Un sistema que además de acelerar irresponsablemente los ritmos de la producción, además de implementar métodos en la industria y la agricultura que dañan a la madre tierra en aras de la “productividad”, sigue negándoles a miles de millones de hermanos los más elementales derechos económicos, sociales y culturales. Ese sistema atenta contra el proyecto de Jesús, contra la Buena Noticia que trajo Jesús. La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es mera filantropía. Es un deber moral. Para los cristianos, la carga es aún más fuerte: es un mandamiento. Se trata de devolverles a los pobres y a los pueblos lo que les pertenece. El destino universal de los bienes no es un adorno discursivo de la doctrina social de la Iglesia. Es una realidad anterior a la propiedad privada. La propiedad, muy en especial cuando afecta los recursos naturales, debe estar siempre en función de las necesidades de los pueblos. Y estas necesidades no se limitan al consumo. No basta con dejar caer algunas gotas cuando los pobres agitan esa copa que nunca derrama por sí sola. Los planes asistenciales que atienden ciertas urgencias sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras, coyunturales. Nunca podrían sustituir la verdadera inclusión: esa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario.
Y, en este camino, los movimientos populares tienen un rol esencial, no sólo exigiendo y reclamando, sino fundamentalmente creando. Ustedes son poetas sociales: creadores de trabajo, constructores de viviendas, productores de alimentos, sobre todo para los descartados por el mercado mundial. He conocido de cerca distintas experiencias donde los trabajadores unidos en cooperativas y otras formas de organización comunitaria lograron crear trabajo donde sólo había sobras de la economía idolátrica. Y vi que algunos están aquí. Las empresas recuperadas, las ferias francas y las cooperativas de cartoneros son ejemplos de esa economía popular que surge de la exclusión y, de a poquito, con esfuerzo y paciencia, adopta formas solidarias que la dignifican. Y, ¡qué distinto es eso a que los descartados por el mercado formal sean explotados como esclavos! Los gobiernos que asumen como propia la tarea de poner la economía al servicio de los pueblos deben promover el fortalecimiento, mejoramiento, coordinación y expansión de estas formas de economía popular y producción comunitaria. Esto implica mejorar los procesos de trabajo, proveer infraestructura adecuada y garantizar plenos derechos a los trabajadores de este sector alternativo. Cuando Estado y organizaciones sociales asumen juntos la misión de las “tres T”, se activan los principios de solidaridad y subsidiariedad que permiten edificar el bien común en una democracia plena y participativa. 3.2. La segunda tarea es unir nuestros pueblos en el camino de la paz y la justicia. Los pueblos del mundo quieren ser artífices de su propio destino. Quieren transitar en paz su marcha hacia la justicia. No quieren tutelajes ni injerencias donde el más fuerte subordina al más débil. Quieren que su cultura, su idioma, sus procesos sociales y tradiciones religiosas sean respetados. Ningún poder fáctico o constituido tiene derecho a privar a los países pobres del pleno ejercicio de su soberanía y, cuando lo hacen, vemos nuevas formas de colonialismo que afectan seriamente las posibilidades de paz y de justicia, porque «la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en los derechos de los pueblos particularmente el derecho a la independencia» (Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 157). Los pueblos de Latinoamérica parieron dolorosamente su independencia política y, desde entonces, llevan casi dos siglos de una historia dramática y llena de contradicciones intentando conquistar una independencia plena. En estos últimos años, después de tantos desencuentros, muchos países latinoamericanos han visto crecer la fraternidad entre sus pueblos. Los gobiernos de la Región aunaron esfuerzos para hacer respetar su soberanía, la de cada país, la del conjunto regional, que tan bellamente, como nuestros padres de antaño, llaman la “Patria Grande”. Les pido a ustedes, hermanos y hermanas de los movimientos populares, que cuiden y acrecienten esta unidad. Mantener la unidad frente a todo intento de división es necesario para que la región crezca en paz y justicia. A pesar de estos avances, todavía subsisten factores que atentan contra este desarrollo humano equitativo y coartan la soberanía de los países de la “Patria Grande” y otras latitudes del planeta. El nuevo colonialismo adopta diversas fachadas. A veces, es el poder anónimo del ídolo dinero: corporaciones, prestamistas, algunos tratados denominados «de libre comercio» y la imposición de medidas de «austeridad» que siempre ajustan el cinturón de los trabajadores y los pobres. Los obispos latinoamericanos lo denunciamos con total claridad en el documento de Aparecida cuando se afirma que «las instituciones financieras y las empresas transnacionales se fortalecen al punto de subordinar las economías locales, sobre todo, debilitando a los Estados, que aparecen cada vez más impotentes para llevar adelante proyectos de desarrollo al servicio de sus
poblaciones» (V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano [2007], Documento Conclusivo, Aparecida, 66). En otras ocasiones, bajo el noble ropaje de la lucha contra la corrupción, el narcotráfico o el terrorismo –graves males de nuestros tiempos que requieren una acción internacional coordinada–, vemos que se impone a los Estados medidas que poco tienen que ver con la resolución de esas problemáticas y muchas veces empeoran las cosas. Del mismo modo, la concentración monopólica de los medios de comunicación social, que pretende imponer pautas alienantes de consumo y cierta uniformidad cultural, es otra de las formas que adopta el nuevo colonialismo. Es el colonialismo ideológico. Como dijeron los Obispos de África en el primer Sínodo continental africano, muchas veces se pretende convertir a los países pobres en «piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa [14 septiembre 1995], 52: AAS 88 [1996], 32-33; Id., Enc. Sollicitudo rei socialis [30 diciembre 1987], 22: AAS80 [1988], 539). Hay que reconocer que ninguno de los graves problemas de la humanidad se puede resolver sin interacción entre los Estados y los pueblos a nivel internacional. Todo acto de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en todo en términos económicos, ecológicos, sociales y culturales. Hasta el crimen y la violencia se han globalizado. Por ello, ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común. Si realmente queremos un cambio positivo, tenemos que asumir humildemente nuestra interdependencia, es decir, nuestra sana interdependencia. Pero interacción no es sinónimo de imposición, no es subordinación de unos en función de los intereses de otros. El colonialismo, nuevo y viejo, que reduce a los países pobres a meros proveedores de materia prima y trabajo barato, engendra violencia, miseria, migraciones forzadas y todos los males que vienen de la mano… precisamente porque, al poner la periferia en función del centro, les niega el derecho a un desarrollo integral. Y eso, hermanos, es inequidad y la inequidad genera violencia, que no habrá recursos policiales, militares o de inteligencia capaces de detener. Digamos “NO”, entonces, a las viejas y nuevas formas de colonialismo. Digamos “SÍ” al encuentro entre pueblos y culturas. Felices los que trabajan por la paz. Y aquí quiero detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá decir, con derecho, que, cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas acciones de la Iglesia. Les digo, con pesar: se han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios. Lo han reconocido mis antecesores, lo ha dicho el CELAM, el Consejo Episcopal Latinoamericano, y también quiero decirlo. Al igual que san Juan Pablo II, pido que la Iglesia –y cito lo que dijo él– «se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos» (Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium, 11). Y quiero decirles, quiero ser muy claro, como lo fue san Juan Pablo II: pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América. Y junto a este pedido de perdón y para ser justos, también quiero que recordemos a millares de sacerdotes, obispos, que se opusieron fuertemente a la lógica de la espada con la fuerza de la cruz. Hubo pecado, hubo pecado y abundante, pero no pedimos perdón, y por eso pedimos perdón, y pido perdón, pero allí también, donde hubo pecado, donde hubo abundante pecado, sobreabundó la gracia a través de esos hombres que defendieron la justicia de los pueblos originarios. Les pido también a todos, creyentes y no creyentes, que se acuerden de tantos obispos, sacerdotes y laicos que predicaron y predican la Buena Noticia de Jesús con coraje y mansedumbre, respeto y en paz –dije obispos, sacerdotes, y laicos, no me quiero olvidar de las monjitas que anónimamente patean nuestros barrios pobres llevando un mensaje de paz y de bien–, que en su paso por esta vida dejaron conmovedoras obras de
promoción humana y de amor, muchas veces junto a los pueblos indígenas o acompañando a los propios movimientos populares incluso hasta el martirio. La Iglesia, sus hijos e hijas, son una parte de la identidad de los pueblos en latinoamericana. Identidad que, tanto aquí como en otros países, algunos poderes se empeñan en borrar, tal vez porque nuestra fe es revolucionaria, porque nuestra fe desafía la tiranía del ídolo dinero. Hoy vemos con espanto cómo en Medio Oriente y otros lugares del mundo se persigue, se tortura, se asesina a muchos hermanos nuestros por su fe en Jesús. Eso también debemos denunciarlo: dentro de esta tercera guerra mundial en cuotas que vivimos, hay una especie –fuerzo la palabra– de genocidio en marcha que debe cesar. A los hermanos y hermanas del movimiento indígena latinoamericano, déjenme trasmitirles mi más hondo cariño y felicitarlos por buscar la conjunción de sus pueblos y culturas, eso –conjunción de pueblos y culturas–, eso que a mí me gusta llamar poliedro, una forma de convivencia donde las partes conservan su identidad construyendo juntas una pluralidad que no atenta, sino que fortalece la unidad. Su búsqueda de esa interculturalidad que combina la reafirmación de los derechos de los pueblos originarios con el respeto a la integridad territorial de los Estados nos enriquece y nos fortalece a todos. 3.3. Y la tercera tarea, tal vez la más importante que debemos asumir hoy, es defender la madre tierra. La casa común de todos nosotros está siendo saqueada, devastada, vejada impunemente. La cobardía en su defensa es un pecado grave. Vemos con decepción creciente cómo se suceden una tras otras las cumbres internacionales sin ningún resultado importante. Existe un claro, definitivo e impostergable imperativo ético de actuar que no se está cumpliendo. No se puede permitir que ciertos intereses –que son globales pero no universales– se impongan, sometan a los Estados y organismos internacionales, y continúen destruyendo la creación. Los pueblos y sus movimientos están llamados a clamar a movilizarse, a exigir –pacífica pero tenazmente– la adopción urgente de medidas apropiadas. Yo les pido, en nombre de Dios, que defiendan a la madre tierra. Sobre éste tema me he expresado debidamente en la Carta Encíclica Laudato si’, que creo que les será dada al finalizar. 4. Para finalizar, quisiera decirles nuevamente: el futuro de la humanidad no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias y las elites. Está fundamentalmente en manos de los pueblos, en su capacidad de organizarse y también en sus manos que riegan con humildad y convicción este proceso de cambio. Los acompaño. Y cada uno, repitámonos desde el corazón: ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin tierra, ningún trabajador sin derechos, ningún pueblo sin soberanía, ninguna persona sin dignidad, ningún niño sin infancia, ningún joven sin posibilidades, ningún anciano sin una venerable vejez. Sigan con su lucha y, por favor, cuiden mucho a la madre tierra. Créanme –y soy sincero–, de corazón les digo: rezo por ustedes, rezo con ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y los defienda en el camino dándoles abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie, esa fuerza es la esperanza. Y una cosa importante: la esperanza no defrauda. Y, por favor, les pido que recen por mí. Y si alguno de ustedes no puede rezar, con todo respeto le pido que me piense bien y me mande buena onda. Gracias.
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN EL III ENCUENTRO MUNDIAL DE MOVIMIENTOS POPULARES Aula Pablo VI Sábado 5 de noviembre de 2016
Hermanas y hermanos, buenas tardes. En este nuestro tercer encuentro expresamos la misma sed, la sed de justicia, el mismo clamor: tierra, techo y trabajo para todos. Agradezco a los delegados, que han llegado desde las periferias urbanas, rurales y laborales de los cinco continentes, de más de 60 países, han llegado a debatir una vez más cómo defender estos derechos que nos convocan. Gracias a los Obispos que vinieron a acompañarlos. Gracias también a los miles de italianos y europeos que se han unido hoy al cierre de este Encuentro. Gracias a los observadores y jóvenes comprometidos con la vida pública que vinieron con humildad a escuchar y aprender. ¡Cuánta esperanza tengo en los jóvenes! Le agradezco también a Usted, Señor Cardenal Turkson, el trabajo que han hecho en el Dicasterio; y también quisiera mencionar el aporte del ex Presidente uruguayo José Mujica que está presente. En nuestro último encuentro, en Bolivia, con mayoría de latinoamericanos, hablamos de la necesidad de un cambio para que la vida sea digna, un cambio de estructuras; también de cómo ustedes, los movimientos populares, son sembradores de cambio, promotores de un proceso en el que confluyen millones de acciones grandes y pequeñas encadenadas creativamente, como en una poesía; por eso quise llamarlos “poetas sociales”; y también enumeramos algunas tareas imprescindibles para marchar hacia una alternativa humana frente a la globalización de la indiferencia: 1. poner la economía al servicio de los pueblos; 2. construir la paz y la justicia; 3. defender la Madre Tierra. Ese día, en la voz de una cartonera y de un campesino, se dio lectura a las conclusiones, los diez puntos de Santa Cruz de la Sierra, donde la palabra cambio estaba preñada de gran contenido, estaba enlazada a cosas fundamentales que ustedes reivindican: trabajo digno para los excluidos del mercado laboral; tierra para los campesinos y pueblos originarios; vivienda para las familias sin techo; integración urbana para los barrios populares; erradicación de la discriminación, de la violencia contra la mujer y de las nuevas formas de esclavitud; el fin de todas las guerras, del crimen organizado y de la represión; libertad de expresión y comunicación democrática; ciencia y tecnología al servicio de los pueblos. Escuchamos también cómo se comprometían a abrazar un proyecto de vida que rechace el consumismo y recupere la solidaridad, el amor entre nosotros y el respeto a la naturaleza como valores esenciales. Es la felicidad de «vivir bien» lo que ustedes reclaman, la «vida buena», y no ese ideal egoísta que engañosamente invierte las palabras y nos propone la «buena vida». Quienes hoy estamos aquí, de orígenes, creencias e ideas diversas, tal vez no estemos de acuerdo en todo, seguramente pensamos distinto en muchas cosas, pero ciertamente coincidimos en estos puntos. Supe también de encuentros y talleres realizados en distintos países donde multiplicaron los debates a la luz de la realidad de cada comunidad. Eso es muy importante porque las soluciones reales a las problemáticas actuales no van a salir de una, tres o mil conferencias: tienen que ser fruto de un discernimiento colectivo que madure en los
territorios junto a los hermanos, un discernimiento que se convierte en acción transformadora «según los lugares, tiempos y personas» como diría san Ignacio. Si no, corremos el riesgo de las abstracciones, de «los nominalismos declaracionistas que son bellas frases pero no logran sostener la vida de nuestras comunidades». (Carta al Presidente de la Pontificia Comisión Para América Latina, 19 de marzo de 2016). Son slogans. El colonialismo ideológico globalizante procura imponer recetas supraculturales que no respetan la identidad de los Pueblos. Ustedes van por otro camino que es, al mismo tiempo, local y universal. Un camino que me recuerda cómo Jesús pidió organizar a la multitud en grupos de cincuenta para repartir el pan (Cf. Homilía en la Solemnidad de Corpus Christi, Buenos Aires, 12 de junio de 2004). Recién pudimos ver el video que han presentado a modo de conclusión de este tercer Encuentro. Vimos los rostros de ustedes en los debates sobre qué hacer frente a «la inequidad que engendra violencia». Tantas propuestas, tanta creatividad, tanta esperanza en la voz de ustedes que tal vez sean los que más motivos tienen para quejarse, quedar encerrados en los conflictos, caer en la tentación de lo negativo. Pero, sin embargo, miran hacia adelante, piensan, discuten, proponen y actúan. Los felicito, los acompaño, y les pido que sigan abriendo caminos y luchando. Eso me da fuerza, eso nos da fuerza. Creo que este dialogo nuestro, que se suma al esfuerzo de tantos millones que trabajan cotidianamente por la justicia en todo el mundo, va echando raíces. Quisiera tocar algunos temas más específicos, que son los que he recibido de ustedes, que me han hecho reflexionar y los devuelvo en este momento. Primero: el terror y los muros. Sin embargo, esa germinación que es lenta, que tiene sus tiempos como toda gestación, está amenazada por la velocidad de un mecanismo destructivo que opera en sentido contrario. Hay fuerzas poderosas que pueden neutralizar este proceso de maduración de un cambio que sea capaz de desplazar la primacía del dinero y coloque nuevamente en el centro al ser humano, al hombre y la mujer. Ese «hilo invisible» del que hablamos en Bolivia, esa estructura injusta que enlaza a todas las exclusiones que ustedes sufren, puede endurecerse y convertirse en un látigo, un látigo existencial que, como en el Egipto del Antiguo Testamento, esclaviza, roba la libertad, azota sin misericordia a unos y amenaza constantemente a otros, para arriar a todos como ganado hacia donde quiere el dinero divinizado. ¿Quién gobierna entonces? El dinero ¿Cómo gobierna? Con el látigo del miedo, de la inequidad, de la violencia económica, social, cultural y militar que engendra más y más violencia en una espiral descendente que parece no acabar jamás. ¡Cuánto dolor y cuánto miedo! Hay -lo dije hace poco-, hay un terrorismo de base que emana del control global del dinero sobre la tierra y atenta contra la humanidad entera. De ese terrorismo básico se alimentan los terrorismos derivados como el narcoterrorismo, el terrorismo de estado y lo que erróneamente algunos llaman terrorismo étnico o religioso, pero ningún pueblo, ninguna religión es terrorista. Es cierto, hay pequeños grupos fundamentalistas en todos lados. Pero el terrorismo empieza cuando «has desechado la maravilla de la creación, el hombre y la mujer, y has puesto allí el dinero» (Conferencia de prensa en el Vuelo de Regreso del Viaje Apostólico a Polonia, 31 de julio de 2016). Ese sistema es terrorista. Hace casi cien años, Pío XI preveía el crecimiento de una dictadura económica mundial que él llamó «imperialismo internacional del dinero». (Carta Enc. Quadragesimo Anno, 15 de mayo de 1931, 109). ¡Estoy hablando del año 1931! El aula en la que estamos ahora se llama “Paolo VI”, y fue Pablo VI quien denunció hace casi cincuenta años la «nueva forma abusiva de dictadura económica en el campo social, cultural e incluso político»
(Carta Ap. Octogesima adveniens, 14 de mayo de 1971, 44). Son palabras duras pero justas de mis antecesores que avizoraron el futuro. La Iglesia y los profetas dijeron, hace milenios, lo que tanto escandaliza que repita el Papa en este tiempo cuando todo aquello alcanza expresiones inéditas. Toda la doctrina social de la Iglesia y el magisterio de mis antecesores se rebelan contra el ídolo-dinero que reina en lugar de servir, tiraniza y aterroriza a la humanidad. Ninguna tiranía, ninguna tiranía se sostiene sin explotar nuestros miedos. Esto es clave. De ahí que toda tiranía sea terrorista. Y cuando ese terror, que se sembró en las periferias, son con masacres, saqueos, opresión e injusticia, explota en los centros con distintas formas de violencia, incluso con atentados odiosos y cobardes, los ciudadanos que aún conservan algunos derechos son tentados con la falsa seguridad de los muros físicos o sociales. Muros que encierran a unos y destierran a otros. Ciudadanos amurallados, aterrorizados, de un lado; excluidos, desterrados, más aterrorizados todavía, del otro. ¿Es esa la vida que nuestro Padre Dios quiere para sus hijos? Al miedo se lo alimenta, se lo manipula… Porque el miedo, además de ser un buen negocio para los mercaderes de las armas y de la muerte, nos debilita, nos desequilibra, destruye nuestras defensas psicológicas y espirituales, nos anestesia frente al sufrimiento ajeno y al final nos hace crueles. Cuando escuchamos que se festeja la muerte de un joven que tal vez erró el camino, cuando vemos que se prefiere la guerra a la paz, cuando vemos que se generaliza la xenofobia, cuando constatamos que ganan terreno las propuestas intolerantes; detrás de esa crueldad que parece masificarse está el frío aliento del miedo. Les pido que recemos por todos los que tienen miedo, recemos para que Dios les dé el valor y que en este año de la misericordia podamos ablandar nuestros corazones. La misericordia no es fácil, no es fácil… requiere coraje. Por eso Jesús nos dice: «No tengan miedo» (Mt 14,27), pues la misericordia es el mejor antídoto contra el miedo. Es mucho mejor que los antidepresivos y los ansiolíticos. Mucho más eficaz que los muros, las rejas, las alarmas y las armas. Y es gratis: es un don de Dios. Queridos hermanos y hermanas: todos los muros caen. Todos. No nos dejemos engañar. Como han dicho ustedes: «Sigamos trabajando para construir puentes entre los pueblos, puentes que nos permitan derribar los muros de la exclusión y la explotación» (Documento Conclusivo del II Encuentro Mundial de los Movimientos Populares, 11 de julio de 2015, Cruz de la Sierra, Bolivia). Enfrentemos el Terror con Amor. El segundo punto que quisiera tocar es: El amor y los puentes. Un día como hoy, un sábado, Jesús hizo dos cosas que, nos dice el Evangelio, precipitaron la conspiración para matarlo. Pasaba con sus discípulos por un campo, un sembradío. Los discípulos tenían hambre y comieron las espigas. Nada se nos dice del «dueño» de aquel campo… subyacía el destino universal de los bienes. Lo cierto es que frente al hambre, Jesús priorizó la dignidad de los hijos de Dios sobre una interpretación formalista, acomodaticia e interesada de la norma. Cuando los doctores de la ley se quejaron con indignación hipócrita, Jesús les recordó que Dios quiere amor y no sacrificios, y les explicó que el sábado está hecho para el ser humano y no el ser humano para el sábado (cf. Mc 2,27). Enfrentó al pensamiento hipócrita y suficiente con la inteligencia humilde del corazón (cf. Homilía, I Congreso de Evangelización de la Cultura, Buenos Aires, 3 de noviembre de 2006), que prioriza siempre al ser humano y rechaza que determinadas lógicas obstruyan su libertad para vivir, amar y servir al prójimo. Y después, ese mismo día, Jesús hizo algo «peor», algo que irritó aún más a los hipócritas y soberbios que lo estaban vigilando porque buscaban alguna excusa para atraparlo. Curó la mano atrofiada de un hombre. La mano, ese signo tan fuerte del obrar,
del trabajo. Jesús le devolvió a ese hombre la capacidad de trabajar y con eso le devolvió la dignidad. Cuántas manos atrofiadas, cuantas personas privadas de la dignidad del trabajo, porque los hipócritas para defender sistemas injustos, se oponen a que sean sanadas. A veces pienso que cuando ustedes, los pobres organizados, se inventan su propio trabajo, creando una cooperativa, recuperando una fábrica quebrada, reciclando el descarte de la sociedad de consumo, enfrentando las inclemencias del tiempo para vender en una plaza, reclamando una parcela de tierra para cultivar y alimentar a los hambrientos, cuando hacen esto están imitando a Jesús porque buscan sanar, aunque sea un poquito, aunque sea precariamente, esa atrofia del sistema socioeconómico imperante que es el desempleo. No me extraña que a ustedes también a veces los vigilen o los persigan y tampoco me extraña que a los soberbios no les interese lo que ustedes digan. Jesús, ese sábado, se jugó la vida porque después de sanar esa mano, fariseos y herodianos (cf. Mc 3,6), dos partidos enfrentados entre sí, que temían al pueblo y también al imperio, hicieron sus cálculos y se confabularon para matarlo. Sé que muchos de ustedes se juegan la vida. Sé -lo quiero recordar, la quiero recordar- que algunos no están hoy acá porque se jugaron la vida… pero no hay mayor amor que dar la vida. Eso nos enseña Jesús. Las «3-T», ese grito de ustedes que hago mío, tiene algo de esa inteligencia humilde pero a la vez fuerte y sanadora. Un proyecto-puente de los pueblos frente al proyecto-muro del dinero. Un proyecto que apunta al desarrollo humano integral. Algunos saben que nuestro amigo el Cardenal Turkson está presidiendo ahora el Dicasterio que lleva ese nombre: Desarrollo Humano Integral. Lo contrario al desarrollo, podría decirse, es la atrofia, la parálisis. Tenemos que ayudar para que el mundo se sane de su atrofia moral. Este sistema atrofiado puede ofrecer ciertos implantes cosméticos que no son verdadero desarrollo: crecimiento económico, avances técnicos, mayor «eficiencia» para producir cosas que se compran, se usan y se tiran englobándonos a todos en una vertiginosa dinámica del descarte… pero este mundo no permite el desarrollo del ser humano en su integralidad, el desarrollo que no se reduce al consumo, que no se reduce al bienestar de pocos, que incluye a todos los pueblos y personas en la plenitud de su dignidad, disfrutando fraternalmente de la maravilla de la Creación. Ese es el desarrollo que necesitamos: humano, integral, respetuoso de la Creación, de esta casa común. Otro punto es: La bancarrota y el salvataje. Queridos hermanos, quiero compartir con ustedes algunas reflexiones sobre otros dos temas que, junto a las «3-T» y la ecología integral, fueron centrales en vuestros debates de los últimos días y son centrales en este tiempo histórico. Sé que dedicaron una jornada al drama de los migrantes, refugiados y desplazados. ¿Qué hacer frente a esta tragedia? En el Dicasterio que tiene a su cargo el Cardenal Turkson hay un departamento para la atención de esas situaciones. Decidí que, al menos por un tiempo, ese departamento dependa directamente del Pontífice, porque aquí hay una situación oprobiosa, que sólo puedo describir con una palabra que me salió espontáneamente en Lampedusa: vergüenza. Allí, como también en Lesbos, pude sentir de cerca el sufrimiento de tantas familias expulsadas de su tierra por razones económicas o violencias de todo tipo, multitudes desterradas –lo he dicho frente a las autoridades de todo el mundo– como consecuencia de un sistema socioeconómico injusto y de los conflictos bélicos que no buscaron, que no crearon quienes hoy padecen el doloroso desarraigo de su suelo patrio sino más bien muchos de aquellos que se niegan a recibirlos.
Hago mías las palabras de mi hermano el Arzobispo Hieronymus de Grecia: «Quien ve los ojos de los niños que encontramos en los campos de refugiados es capaz de reconocer de inmediato, en su totalidad, la “bancarrota” de la humanidad» (Discurso en el Campo de refugiados de Moria, Lesbos, 16 de abril de 2016) ¿Qué le pasa al mundo de hoy que, cuando se produce la bancarrota de un banco de inmediato aparecen sumas escandalosas para salvarlo, pero cuando se produce esta bancarrota de la humanidad no hay casi ni una milésima parte para salvar a esos hermanos que sufren tanto? Y así el Mediterráneo se ha convertido en un cementerio, y no sólo el Mediterráneo… tantos cementerios junto a los muros, muros manchados de sangre inocente. Durante los días de este encuentro, lo decían en el vídeo: ¿Cuántos murieron en el Mediterráneo? El miedo endurece el corazón y se transforma en crueldad ciega que se niega a ver la sangre, el dolor, el rostro del otro. Lo dijo mi hermano el Patriarca Bartolomé: «Quien tiene miedo de vosotros no os ha mirado a los ojos. Quien tiene miedo de vosotros no ha visto vuestros rostros. Quien tiene miedo no ve a vuestros hijos. Olvida que la dignidad y la libertad trascienden el miedo y trascienden la división. Olvida que la migración no es un problema de Oriente Medio y del norte de África, de Europa y de Grecia. Es un problema del mundo» (Discurso en el Campo de refugiados de Moria, Lesbos, 16 de abril de 2016). Es, en verdad, un problema del mundo. Nadie debería verse obligado a huir de su Patria. Pero el mal es doble cuando, frente a esas circunstancias terribles, el migrante se ve arrojado a las garras de los traficantes de personas para cruzar las fronteras y es triple si al llegar a la tierra donde creyó que iba a encontrar un futuro mejor, se lo desprecia, se lo explota, incluso se lo esclaviza. Esto se puede ver en cualquier rincón de cientos de ciudades. O simplemente no se lo deja entrar. Les pido a ustedes que hagan todo lo que puedan. Nunca se olviden que Jesús, María y José experimentaron también la condición dramática de los refugiados. Les pido que ejerciten esa solidaridad tan especial que existe entre los que han sufrido. Ustedes saben recuperar fábricas de la bancarrota, reciclar lo que otros tiran, crear puestos de trabajo, labrar la tierra, construir viviendas, integrar barrios segregados y reclamar sin descanso como esa viuda del Evangelio que pide justicia insistentemente (cf. Lc 18,1-8). Tal vez con vuestro ejemplo y su insistencia, algunos Estados y Organismos internacionales abran los ojos y adopten las medidas adecuadas para acoger e integrar plenamente a todos los que, por una u otra circunstancia, buscan refugio lejos de su hogar. Y también para enfrentar las causas profundas por las que miles de hombres, mujeres y niños son expulsados cada día de su tierra natal. Dar el ejemplo y reclamar es una forma de meterse en política y esto me lleva al segundo eje que debatieron en su Encuentro: la relación entre pueblo y democracia. Una relación que debería ser natural y fluida pero que corre el peligro de desdibujarse hasta ser irreconocible. La brecha entre los pueblos y nuestras formas actuales de democracia se agranda cada vez más como consecuencia del enorme poder de los grupos económicos y mediáticos que parecieran dominarlas. Los movimientos populares, lo sé, no son partidos políticos y déjenme decirles que, en gran medida, en eso radica su riqueza, porque expresan una forma distinta, dinámica y vital de participación social en la vida pública. Pero no tengan miedo de meterse en las grandes discusiones, en Política con mayúscula y cito de nuevo a Pablo VI: «La política ofrece un camino serio y difícil―aunque no el único―para cumplir el deber grave que cristianos y cristianas tienen de servir a los demás» (Lett. Ap. Octogesima adveniens, 14 de mayo 1971, 46). O esa frase que repito tantas veces, que siempre me confundo, no sé si es de Pablo VI o de Pío XII: “La política es una de las formas más altas de la caridad, del amor”. Quisiera señalar dos riesgos que giran en torno a la relación entre los movimientos populares y la política: el riesgo de dejarse encorsetar y el riesgo de dejarse corromper.
Primero, no dejarse encorsetar, porque algunos dicen: la cooperativa, el comedor, la huerta agroecológica, el microemprendimiento, el diseño de los planes asistenciales… hasta ahí está bien. Mientras se mantengan en el corsé de las «políticas sociales», mientras no cuestionen la política económica o la política con mayúscula, se los tolera. Esa idea de las políticas sociales concebidas como una política hacia los pobres pero nunca con los pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en un proyecto que reunifique a los pueblos a veces me parece una especie de volquete maquillado para contener el descarte del sistema. Cuando ustedes, desde su arraigo a lo cercano, desde su realidad cotidiana, desde el barrio, desde el paraje, desde la organización del trabajo comunitario, desde las relaciones persona a persona, se atreven a cuestionar las «macrorelaciones», cuando chillan, cuando gritan, cuando pretenden señalarle al poder un planteo más integral, ahí ya no se lo tolera. No se lo tolera tanto porque se están saliendo del corsé, se están metiendo en el terreno de las grandes decisiones que algunos pretenden monopolizar en pequeñas castas. Así la democracia se atrofia, se convierte en un nominalismo, una formalidad, pierde representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al pueblo en su lucha cotidiana por la dignidad, en la construcción de su destino. Ustedes, las organizaciones de los excluidos y tantas organizaciones de otros sectores de la sociedad, están llamados a revitalizar, a refundar las democracias que pasan por una verdadera crisis. No caigan en la tentación del corsé que los reduce a actores secundarios, o peor, a meros administradores de la miseria existente. En estos tiempos de parálisis, desorientación y propuestas destructivas, la participación protagónica de los pueblos que buscan el bien común puede vencer, con la ayuda de Dios, a los falsos profetas que explotan el miedo y la desesperanza, que venden fórmulas mágicas de odio y crueldad o de un bienestar egoísta y una seguridad ilusoria. Sabemos que «mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales» (Exhort. ap. postsin. Evangelii gaudium, 202). Por eso, lo dije y lo repito: «El futuro de la humanidad no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias y las elites. Está fundamentalmente en manos de los pueblos, en su capacidad de organizarse y también en sus manos que riegan con humildad y convicción este proceso de cambio» (Discurso en el Segundo Encuentro mundial de los Movimientos Populares, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 9 de julio de 2015). La Iglesia, la Iglesia también puede y debe, sin pretender el monopolio de la verdad, pronunciarse y actuar especialmente frente a «situaciones donde se tocan las llagas y el sufrimiento dramático, y en las cuales están implicados los valores, la ética, las ciencias sociales y la fe» (Discurso a la Cumbre de Jueces y Magistrados contra el Tráfico de Personas y el Crimen Organizado, Vaticano, 3 de junio de 2016). Este era el primer riesgo: el riesgo del corsé, y la invitación de meterse en la gran política. El segundo riesgo, les decía, es dejarse corromper. Así como la política no es un asunto de los «políticos», la corrupción no es un vicio exclusivo de la política. Hay corrupción en la política, hay corrupción en las empresas, hay corrupción en los medios de comunicación, hay corrupción en las iglesias y también hay corrupción en las organizaciones sociales y los movimientos populares. Es justo decir que hay una corrupción naturalizada en algunos ámbitos de la vida económica, en particular la actividad financiera, y que tiene menos prensa que la corrupción directamente ligada al ámbito político y social. Es justo decir que muchas veces se manipulan los casos de corrupción con malas intenciones. Pero también es justo aclarar que quienes han optado por una vida de servicio tienen una obligación adicional que se suma a la honestidad con
la que cualquier persona debe actuar en la vida. La vara es más alta: hay que vivir la vocación de servir con un fuerte sentido de la austeridad y la humildad. Esto vale para los políticos pero también vale para los dirigentes sociales y para nosotros, los pastores. Dije “austeridad”. Quisiera aclarar a qué me refiero con la palabra austeridad. Puede ser una palabra equívoca. Austeridad moral, austeridad en el modo de vivir, austeridad en cómo llevo adelante mi vida, mi familia. Austeridad moral y humana. Porque en el campo más científico, científico-económico si se quiere, o de las ciencias del mercado, austeridad es sinónimo de ajuste. A esto no me refiero. No estoy hablando de eso. A cualquier persona que tenga demasiado apego por las cosas materiales o por el espejo, a quien le gusta el dinero, los banquetes exuberantes, las mansiones suntuosas, los trajes refinados, los autos de lujo, le aconsejaría que se fije qué está pasando en su corazón y rece para que Dios lo libere de esas ataduras. Pero, parafraseando al ex Presidente latinoamericano que está por acá, el que tenga afición por todas esas cosas, por favor, no se meta en política, que no se meta en una organización social o en un movimiento popular, porque va a hacer mucho daño a sí mismo, al prójimo y va a manchar la noble causa que enarbola. Tampoco que se meta en el seminario. Frente a la tentación de la corrupción, no hay mejor antídoto que la austeridad; esa austeridad moral y personal. Y practicar la austeridad es, además, predicar con el ejemplo. Les pido que no subestimen el valor del ejemplo porque tiene más fuerza que mil palabras, que mil volantes, que mil likes, que mil retweets, que mil videos de youtube. El ejemplo de una vida austera al servicio del prójimo es la mejor forma de promover el bien común y el proyecto-puente de las 3-T. Les pido a los dirigentes que no se cansen de practicar esa austeridad moral, personal, y les pido a todos que exijan a los dirigentes esa austeridad, la cual –por otra parte– los va a hacer muy felices. Queridos hermanas y hermanos La corrupción, la soberbia, el exhibicionismo de los dirigentes aumenta el descreimiento colectivo, la sensación de desamparo y retroalimenta el mecanismo del miedo que sostiene este sistema inicuo. Quisiera, para finalizar, pedirles que sigan enfrentando el miedo con una vida de servicio, solidaridad y humildad en favor de los pueblos y en especial de los que más sufren. Se van a equivocar muchas veces, todos nos equivocamos, pero si perseveramos en este camino, más temprano que tarde, vamos a ver los frutos. E insisto, contra el terror, el mejor antídoto es el amor. El amor todo lo cura. Algunos saben que después del Sínodo de la familia escribí un documento que lleva por título Amoris Laetitia. La alegría del amor. Un documento sobre el amor en la familia de cada uno, pero también en esa otra familia que es el barrio, la comunidad, el pueblo, la humanidad. Uno de ustedes me pidió distribuir un cuadernillo que contiene un fragmento del capítulo cuarto de ese documento. Creo que se los van a entregar a la salida. Va entonces con mi bendición. Allí hay algunos «consejos útiles» para practicar el más importante de los mandamientos de Jesús. En Amoris Laetitia cito a un fallecido dirigente afroamericano, Martin Luther King, el cual volvía a optar por el amor fraterno aun en medio de las peores persecuciones y humillaciones. Quiero recordarlo hoy con ustedes, es decir: «Cuando te elevas al nivel del amor, de su gran belleza y poder, lo único que buscas derrotar es los sistemas malignos. A las personas atrapadas en ese sistema, las amas, pero tratas de derrotar ese sistema […] Odio por odio sólo intensifica la existencia del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La persona fuerte es la
persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del mal». Esto lo dijo en 1957 (n. 118; Sermón en la iglesia Bautista de la Avenida Dexter, Montgomery, Alabama, 17 de noviembre de 1957). Les agradezco nuevamente su trabajo y su presencia. Quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y los defienda en el camino dándoles abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie y nos da coraje para romper la cadena del odio: esa fuerza es la esperanza. Les pido por favor que recen por mí y los que no pueden rezar, ya saben, piénsenme bien y mándenme buena onda. Gracias.
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO AL PRESIDENTE EJECUTIVO DEL FORO ECONÓMICO MUNDIAL [DAVOS, SUIZA, 23-26 DE ENERO DE 2018] Al profesor Klaus Schwab Presidente Ejecutivo del Foro Económico Mundial Agradezco su invitación para participar en el Foro Económico Mundial 2018 y su deseo de incluir la perspectiva de la Iglesia católica y de la Santa Sede en el encuentro de Davos. También le agradezco sus esfuerzos por llevar esta perspectiva a la atención de los reunidos en este Foro anual, incluidas las distinguidas autoridades políticas y gubernamentales presentes y todos aquellos comprometidos en el ámbito de los negocios, la economía, el trabajo y la cultura, mientras discuten los desafíos, preocupaciones, esperanzas y perspectivas del mundo de hoy y del futuro. El tema elegido para el Foro de este año —Crear un futuro compartido en un mundo fracturado— es muy oportuno. Confío en que ayudará a orientar vuestras deliberaciones mientras buscáis mejores cimientos para construir sociedades inclusivas, justas y solidarias, capaces de restituir dignidad a aquellos que viven con gran incertidumbre y que no logran soñar con un mundo mejor. A nivel de gobernanza global, somos cada vez más conscientes de que existe una creciente fragmentación entre los Estados y las instituciones. Están surgiendo nuevos actores, así como una nueva competencia económica y acuerdos comerciales regionales. También las tecnologías más recientes están transformando los modelos económicos y hasta el mundo globalizado, que, condicionado por intereses privados y de la ambición de beneficio a toda costa, parece favorecer la sucesiva fragmentación e individualismo, en lugar de facilitar enfoques que sean más inclusivos. Las inestabilidades financieras recurrentes han comportado nuevos problemas y graves desafíos que los gobiernos deben enfrentar, tales como el crecimiento del desempleo, el aumento de las diversas formas de pobreza, el aumento de la brecha socioeconómica y las nuevas formas de esclavitud, a menudo enraizadas en situaciones de conflicto, migraciones y diversos problemas sociales. «A eso se asocian algunos estilos de vida un tanto egoístas, caracterizados por una opulencia insostenible y a menudo indiferente respecto al mundo circunstante, y sobre todo a los más pobres. Se constata amargamente el predominio de las cuestiones técnicas y económicas en el centro del debate político, en
detrimento de una orientación antropológica auténtica. El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de modo que —lamentablemente lo percibimos a menudo—, cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos reparos. (Discurso al Parlamento Europeo, Estrasburgo, 25 de noviembre de 2014). En este contexto, es esencial salvaguardar la dignidad de la persona humana, especialmente ofreciendo a todos oportunidades reales para el desarrollo humano integral y aplicando políticas económicas que favorezcan a la familia. «la libertad económica no prevalezca sobre la concreta libertad del hombre y sus derechos, que el mercado no sea algo absoluto, sino que considere las exigencias de la justicia» (Discurso a la Confederación General de la Industria Italiana, 27 de febrero de 2016). Los modelos económicos, por lo tanto, deben respetar una ética de desarrollo integral y sostenible, basada en valores que pongan en el centro a la persona humana y sus derechos. «Ante tantas barreras de injusticia, soledad, desconfianza y sospecha que aún se siguen levantando en nuestros días, el mundo del trabajo, del cual vosotros sois actores de primer nivel, está llamado a dar pasos valientes para que “encontrarse y estar juntos” no sea sólo un eslogan, sino un programa para el presente y el futuro» (Ibid.). Solo a través de una firme resolución, compartida por todos los actores económicos, podemos esperar dar una nueva dirección al destino de nuestro mundo. También la inteligencia artificial, la robótica y otras innovaciones tecnológicas deben emplearse de tal manera que contribuyan al servicio de la humanidad y a la protección de nuestra casa común, en lugar de lo contrario, como algunos análisis, lamentablemente, prevén. No podemos permanecer en silencio ante el sufrimiento de millones de personas cuya dignidad está herida, ni podemos seguir avanzando como si la difusión de la pobreza y la injusticia no tuvieran ninguna causa. Crear las condiciones adecuadas para consentir que cada persona viva de manera digna es un imperativo moral, una responsabilidad que involucra a todos. Rechazando una cultura «del descarte» y una mentalidad de indiferencia, el mundo empresarial tiene un enorme potencial para producir un cambio sustancial aumentando la calidad de la productividad, creando nuevos puestos de trabajo, respetando las leyes laborales, luchando contra la corrupción pública y privada y promoviendo la justicia social, junto con la distribución justa y equitativa de los beneficios. Hay una gran responsabilidad de discernir sabiamente, ya que las decisiones tomadas serán fundamentales para modelar el mundo del mañana y el de las generaciones futuras. Por lo tanto, si queremos un futuro más seguro, un futuro que anima la prosperidad de todos, es necesario mantener la brújula orientada continuamente hacia el «verdadero Norte», representado por los valores auténticos. Es este el momento de tomar medidas valientes y audaces para nuestro amado planeta. Es este el momento adecuado para traducir en acción nuestra responsabilidad de contribuir al desarrollo de la humanidad. Espero, por lo tanto, que este encuentro del Foro Económico Mundial en 2018 permita un intercambio abierto, libre y respetuoso, y que esté inspirado, sobre todo, por el deseo de promover el bien común. Renuevo mis mejores deseos para el éxito del encuentro e invoco de buen grado sobre usted y todos los que participan en el Foro las bendiciones divinas de sabiduría y fortaleza. Vaticano, 12 de enero 2018 Francisco
3. EUROPA Y DIVERSIDAD CULTURAL ENTREGA DEL PREMIO CARLOMAGNO DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO Sala Regia Viernes 6 de mayo de 2016
Ilustres señoras y señores: Les doy mi cordial bienvenida y gracias por su presencia. Agradezco especialmente sus amables palabras a los señores Marcel Philipp, Jürgen Linden, Martin Schulz, JeanClaude Juncker y Donald Tusk. Deseo reiterar mi intención de ofrecer a Europa el prestigioso premio con el cual he sido honrado: no hagamos un gesto celebrativo, sino que aprovechemos más bien esta ocasión para desear todos juntos un impulso nuevo y audaz para este amado Continente. La creatividad, el ingenio, la capacidad de levantarse y salir de los propios límites pertenecen al alma de Europa. En el siglo pasado, ella ha dado testimonio a la humanidad de que un nuevo comienzo era posible; después de años de trágicos enfrentamientos, que culminaron en la guerra más terrible que se recuerda, surgió, con la gracia de Dios, una novedad sin precedentes en la historia. Las cenizas de los escombros no pudieron extinguir la esperanza y la búsqueda del otro, que ardían en el corazón de los padres fundadores del proyecto europeo. Ellos pusieron los cimientos de un baluarte de la paz, de un edificio construido por Estados que no se unieron por imposición, sino por la libre elección del bien común, renunciando para siempre a enfrentarse. Europa, después de muchas divisiones, se encontró finalmente a sí misma y comenzó a construir su casa. Esta «familia de pueblos»[1], que entretanto se ha hecho de modo meritorio más amplia, en los últimos tiempos parece sentir menos suyos los muros de la casa común, tal vez levantados apartándose del clarividente proyecto diseñado por los padres. Aquella atmósfera de novedad, aquel ardiente deseo de construir la unidad, parecen estar cada vez más apagados; nosotros, los hijos de aquel sueño estamos tentados de caer en nuestros egoísmos, mirando lo que nos es útil y pensando en construir recintos particulares. Sin embargo, estoy convencido de que la resignación y el cansancio no pertenecen al alma de Europa y que también «las dificultades puedan convertirse en fuertes promotoras de unidad»[2]. En el Parlamento Europeo me permití hablar de la Europa anciana. Decía a los eurodiputados que en diferentes partes crecía la impresión general de una Europa cansada y envejecida, no fértil ni vital, donde los grandes ideales que inspiraron a Europa parecen haber perdido fuerza de atracción. Una Europa decaída que parece haber perdido su capacidad generativa y creativa. Una Europa tentada de querer asegurar y dominar espacios más que de generar procesos de inclusión y de transformación; una Europa que se va «atrincherando» en lugar de privilegiar las acciones que promueven nuevos dinamismos en la sociedad; dinamismos capaces de involucrar y poner en marcha todos los actores sociales (grupos y personas) en la búsqueda de nuevas soluciones a los problemas actuales, que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos; una
Europa que, lejos de proteger espacios, se convierta en madre generadora de procesos (cf. Evangelii gaudium, 223). ¿Qué te ha sucedido Europa humanista, defensora de los derechos humanos, de la democracia y de la libertad? ¿Qué te ha pasado Europa, tierra de poetas, filósofos, artistas, músicos, escritores? ¿Qué te ha ocurrido Europa, madre de pueblos y naciones, madre de grandes hombres y mujeres que fueron capaces de defender y dar la vida por la dignidad de sus hermanos? El escritor Elie Wiesel, superviviente de los campos de exterminio nazis, decía que hoy en día es imprescindible realizar una «transfusión de memoria». Es necesario «hacer memoria», tomar un poco de distancia del presente para escuchar la voz de nuestros antepasados. La memoria no sólo nos permitirá que no se cometan los mismos errores del pasado (cf. Evangelii gaudium, 108), sino que nos dará acceso a aquellos logros que ayudaron a nuestros pueblos a superar positivamente las encrucijadas históricas que fueron encontrando. La transfusión de memoria nos libera de esa tendencia actual, con frecuencia más atractiva, a obtener rápidamente resultados inmediatos sobre arenas movedizas, que podrían producir «un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no construyen la plenitud humana» (ibíd. 224). A este propósito, nos hará bien evocar a los padres fundadores de Europa. Ellos supieron buscar vías alternativas e innovadoras en un contexto marcado por las heridas de la guerra. Ellos tuvieron la audacia no sólo de soñar la idea de Europa, sino que osaron transformar radicalmente los modelos que únicamente provocaban violencia y destrucción. Se atrevieron a buscar soluciones multilaterales a los problemas que poco a poco se iban convirtiendo en comunes. Robert Schuman, en el acto que muchos reconocen como el nacimiento de la primera comunidad europea, dijo: «Europa no se hará de una vez, ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho»[3]. Precisamente ahora, en este nuestro mundo atormentado y herido, es necesario volver a aquella solidaridad de hecho, a la misma generosidad concreta que siguió al segundo conflicto mundial, porque —proseguía Schuman— «la paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan»[4]. Los proyectos de los padres fundadores, mensajeros de la paz y profetas del futuro, no han sido superados: inspiran, hoy más que nunca, a construir puentes y derribar muros. Parecen expresar una ferviente invitación a no contentarse con retoques cosméticos o compromisos tortuosos para corregir algún que otro tratado, sino a sentar con valor bases nuevas, fuertemente arraigadas. Como afirmaba Alcide De Gasperi, «todos animados igualmente por la preocupación del bien común de nuestras patrias europeas, de nuestra patria Europa», se comience de nuevo, sin miedo un «trabajo constructivo que exige todos nuestros esfuerzos de paciente y amplia cooperación»[5]. Esta transfusión de memoria nos permite inspirarnos en el pasado para afrontar con valentía el complejo cuadro multipolar de nuestros días, aceptando con determinación el reto de «actualizar» la idea de Europa. Una Europa capaz de dar a luz un nuevo humanismo basado en tres capacidades: la capacidad de integrar, capacidad de comunicación y la capacidad de generar. Capacidad de integrar Erich Przywara, en su magnífica obra La idea de Europa, nos reta a considerar la ciudad como un lugar de convivencia entre varias instancias y niveles. Él conocía la tendencia reduccionista que mora en cada intento de pensar y soñar el tejido social. La belleza arraigada en muchas de nuestras ciudades se debe a que han conseguido mantener en el
tiempo las diferencias de épocas, naciones, estilos y visiones. Basta con mirar el inestimable patrimonio cultural de Roma para confirmar, una vez más, que la riqueza y el valor de un pueblo tiene precisamente sus raíces en el saber articular todos estos niveles en una sana convivencia. Los reduccionismos y todos los intentos de uniformar, lejos de generar valor, condenan a nuestra gente a una pobreza cruel: la de la exclusión. Y, más que aportar grandeza, riqueza y belleza, la exclusión provoca bajeza, pobreza y fealdad. Más que dar nobleza de espíritu, les aporta mezquindad. Las raíces de nuestros pueblos, las raíces de Europa se fueron consolidando en el transcurso de su historia, aprendiendo a integrar en síntesis siempre nuevas las culturas más diversas y sin relación aparente entre ellas. La identidad europea es, y siempre ha sido, una identidad dinámica y multicultural. La actividad política es consciente de tener entre las manos este trabajo fundamental y que no puede ser pospuesto. Sabemos que «el todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas», por lo que se tendrá siempre que trabajar para «ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos» (Evangelii gaudium, 235). Estamos invitados a promover una integración que encuentra en la solidaridad el modo de hacer las cosas, el modo de construir la historia. Una solidaridad que nunca puede ser confundida con la limosna, sino como generación de oportunidades para que todos los habitantes de nuestras ciudades —y de muchas otras ciudades— puedan desarrollar su vida con dignidad. El tiempo nos enseña que no basta solamente la integración geográfica de las personas, sino que el reto es una fuerte integración cultural. De esta manera, la comunidad de los pueblos europeos podrá vencer la tentación de replegarse sobre paradigmas unilaterales y de aventurarse en «colonizaciones ideológicas»; más bien redescubrirá la amplitud del alma europea, nacida del encuentro de civilizaciones y pueblos, más vasta que los actuales confines de la Unión y llamada a convertirse en modelo de nuevas síntesis y de diálogo. En efecto, el rostro de Europa no se distingue por oponerse a los demás, sino por llevar impresas las características de diversas culturas y la belleza de vencer todo encerramiento. Sin esta capacidad de integración, las palabras pronunciadas por Konrad Adenauer en el pasado resonarán hoy como una profecía del futuro: «El futuro de Occidente no está amenazado tanto por la tensión política, como por el peligro de la masificación, de la uniformidad de pensamiento y del sentimiento; en breve, por todo el sistema de vida, de la fuga de la responsabilidad, con la única preocupación por el propio yo»[6]. Capacidad de diálogo Si hay una palabra que tenemos que repetir hasta cansarnos es esta: diálogo. Estamos invitados a promover una cultura del diálogo, tratando por todos los medios de crear instancias para que esto sea posible y nos permita reconstruir el tejido social. La cultura del diálogo implica un auténtico aprendizaje, una ascesis que nos permita reconocer al otro como un interlocutor válido; que nos permita mirar al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado, considerado y apreciado. Para nosotros, hoy es urgente involucrar a todos los actores sociales en la promoción de «una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones» (Evangelii gaudium, 239). La paz será duradera en la medida en que armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo, les enseñemos la buena batalla del encuentro y la negociación. De esta manera podremos dejarles en herencia una cultura que sepa delinear estrategias no de muerte, sino de vida, no de exclusión, sino de integración.
Esta cultura de diálogo, que debería ser incluida en todos los programas escolares como un eje transversal de las disciplinas, ayudará a inculcar a las nuevas generaciones un modo diferente de resolver los conflictos al que les estamos acostumbrando. Hoy urge crear «coaliciones», no sólo militares o económicas, sino culturales, educativas, filosóficas, religiosas. Coaliciones que pongan de relieve cómo, detrás de muchos conflictos, está en juego con frecuencia el poder de grupos económicos. Coaliciones capaces de defender las personas de ser utilizadas para fines impropios. Armemos a nuestra gente con la cultura del diálogo y del encuentro. Capacidad de generar El diálogo, y todo lo que este implica, nos recuerda que nadie puede limitarse a ser un espectador ni un mero observador. Todos, desde el más pequeño al más grande, tienen un papel activo en la construcción de una sociedad integrada y reconciliada. Esta cultura es posible si todos participamos en su elaboración y construcción. La situación actual no permite meros observadores de las luchas ajenas. Al contrario, es un firme llamamiento a la responsabilidad personal y social. En este sentido, nuestros jóvenes desempeñan un papel preponderante. Ellos no son el futuro de nuestros pueblos, son el presente; son los que ya hoy con sus sueños, con sus vidas, están forjando el espíritu europeo. No podemos pensar en el mañana sin ofrecerles una participación real como autores de cambio y de transformación. No podemos imaginar Europa sin hacerlos partícipes y protagonistas de este sueño. He reflexionado últimamente sobre este aspecto, y me he preguntado: ¿Cómo podemos hacer partícipes a nuestros jóvenes de esta construcción cuando les privamos del trabajo; de empleo digno que les permita desarrollarse a través de sus manos, su inteligencia y sus energías? ¿Cómo pretendemos reconocerles el valor de protagonistas, cuando los índices de desempleo y subempleo de millones de jóvenes europeos van en aumento? ¿Cómo evitar la pérdida de nuestros jóvenes, que terminan por irse a otra parte en busca de ideales y sentido de pertenencia porque aquí, en su tierra, no sabemos ofrecerles oportunidades y valores? «La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es mera filantropía. Es un deber moral»[7]. Si queremos entender nuestra sociedad de un modo diferente, necesitamos crear puestos de trabajo digno y bien remunerado, especialmente para nuestros jóvenes. Esto requiere la búsqueda de nuevos modelos económicos más inclusivos y equitativos, orientados no para unos pocos, sino para el beneficio de la gente y de la sociedad. Pienso, por ejemplo, en la economía social de mercado, alentada también por mis predecesores (cf. Juan Pablo II, Discurso al Embajador de la R. F. de Alemania, 8 noviembre 1990). Pasar de una economía que apunta al rédito y al beneficio, basados en la especulación y el préstamo con interés, a una economía social que invierta en las personas creando puestos de trabajo y cualificación. Tenemos que pasar de una economía líquida, que tiende a favorecer la corrupción como medio para obtener beneficios, a una economía social que garantice el acceso a la tierra y al techo por medio del trabajo como ámbito donde las personas y las comunidades puedan poner en juego «muchas dimensiones de la vida: la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de capacidades, el ejercicio de los valores, la comunicación con los demás, una actitud de adoración. Por eso, en la actual realidad social mundial, más allá de los intereses limitados de las empresas y de una cuestionable racionalidad económica, es necesario que “se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo […] para todos”[8]» (Laudato si’,127).
Si queremos mirar hacia un futuro que sea digno, si queremos un futuro de paz para nuestras sociedades, solamente podremos lograrlo apostando por la inclusión real: «esa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario»[9]. Este cambio (de una economía líquida a una economía social) no sólo dará nuevas perspectivas y oportunidades concretas de integración e inclusión, sino que nos abrirá nuevamente la capacidad de soñar aquel humanismo, del que Europa ha sido la cuna y la fuente. La Iglesia puede y debe ayudar al renacer de una Europa cansada, pero todavía rica de energías y de potencialidades. Su tarea coincide con su misión: el anuncio del Evangelio, que hoy más que nunca se traduce principalmente en salir al encuentro de las heridas del hombre, llevando la presencia fuerte y sencilla de Jesús, su misericordia que consuela y anima. Dios desea habitar entre los hombres, pero puede hacerlo solamente a través de hombres y mujeres que, al igual que los grandes evangelizadores del continente, estén tocados por él y vivan el Evangelio sin buscar otras cosas. Sólo una Iglesia rica en testigos podrá llevar de nuevo el agua pura del Evangelio a las raíces de Europa. En esto, el camino de los cristianos hacia la unidad plena es un gran signo de los tiempos, y también la exigencia urgente de responder al Señor «para que todos sean uno» (Jn 17,21). Con la mente y el corazón, con esperanza y sin vana nostalgia, como un hijo que encuentra en la madre Europa sus raíces de vida y fe, sueño un nuevo humanismo europeo, «un proceso constante de humanización», para el que hace falta «memoria, valor y una sana y humana utopía»[10]. Sueño una Europa joven, capaz de ser todavía madre: una madre que tenga vida, porque respeta la vida y ofrece esperanza de vida. Sueño una Europa que se hace cargo del niño, que como un hermano socorre al pobre y a los que vienen en busca de acogida, porque ya no tienen nada y piden refugio. Sueño una Europa que escucha y valora a los enfermos y a los ancianos, para que no sean reducidos a objetos improductivos de descarte. Sueño una Europa, donde ser emigrante no sea un delito, sino una invitación a un mayor compromiso con la dignidad de todo ser humano. Sueño una Europa donde los jóvenes respiren el aire limpio de la honestidad, amen la belleza de la cultura y de una vida sencilla, no contaminada por las infinitas necesidades del consumismo; donde casarse y tener hijos sea una responsabilidad y una gran alegría, y no un problema debido a la falta de un trabajo suficientemente estable. Sueño una Europa de las familias, con políticas realmente eficaces, centradas en los rostros más que en los números, en el nacimiento de hijos más que en el aumento de los bienes. Sueño una Europa que promueva y proteja los derechos de cada uno, sin olvidar los deberes para con todos. Sueño una Europa de la cual no se pueda decir que su compromiso por los derechos humanos ha sido su última utopía. Gracias.
[1] Discurso al Parlamento Europeo, Estrasburgo, 25 de noviembre de 2014. [2] Ibíd. [3] Declaración del 9 de mayo de 1950, Salón de l’Horloge, Quai d’Orsay, Paris [4] Ibíd. [5] Discurso a la Conferencia Parlamentaria Europea, París, 21 de abril de 1954. [6] Discurso a la Asamblea de los artesanos alemanes, Düsseldorf, 27 de abril de 1952. [7] Discurso a los movimientos populares en Bolivia, Santa Cruz de la Sierra, 9 de julio de 2015. [8] Benedicto XVI, Carta. Enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 32: AAS 101 (2009), 666. [9] Discurso a los movimientos populares en Bolivia, Santa Cruz de la Sierra, 9 de julio 2015. [10] Discurso al Consejo de Europa, Estrasburgo, 25 de noviembre de 2014.
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS JEFES DE ESTADO Y DE GOBIERNO DE LA UNIÓN EUROPEA PRESENTES EN ITALIA PARA LA CELEBRACIÓN DEL 60 ANIVERSARIO DEL TRATADO DE ROMA Sala Regia Viernes 24 de marzo de 2017
Distinguidos invitados Les doy las gracias por su presencia aquí esta tarde, en la víspera del 60 aniversario de la firma de los Tratados constitutivos de la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía Atómica. Quiero manifestarles el afecto de la Santa Sede hacia sus respectivos países y al conjunto de Europa, y a cuyos destinos, por disposición de la Providencia, se siente inseparablemente unida. Dirijo un especial agradecimiento al Honorable Paolo Gentiloni, Presidente del Consejo de Ministros de la República Italiana, por las deferentes palabras que ha pronunciado en nombre de todos y por el trabajo que Italia ha realizado para organizar este encuentro; así como al Honorable Antonio Tajani, Presidente del Parlamento Europeo, que ha dado voz a las esperanzas de los pueblos de la Unión en este aniversario. Volver a Roma sesenta años más tarde no puede ser sólo un viaje al pasado, sino más bien el deseo de redescubrir la memoria viva de ese evento para comprender su importancia en el presente. Es necesario conocer bien los desafíos de entonces para hacer frente a los de hoy y a los del futuro. Con sus narraciones, llenas de evocaciones, la Biblia nos ofrece un método pedagógico fundamental: la época en que vivimos no se puede entender sin el pasado, el cual no hay que considerarlo como un conjunto de sucesos lejanos, sino como la savia vital que irriga el presente. Sin esa conciencia la realidad pierde su unidad, la historia su hilo lógico y la humanidad pierde el sentido de sus actos y la dirección de su futuro. El 25 de marzo de 1957 fue un día cargado de expectación y esperanzas, entusiasmos y emociones, y sólo un acontecimiento excepcional, por su alcance y sus consecuencias históricas, pudo hacer que fuera una fecha única en la historia. El recuerdo de ese día está unido a las esperanzas actuales y a las expectativas de los pueblos europeos que piden discernir el presente para continuar con renovado vigor y confianza el camino comenzado. Eran muy conscientes de ello los Padres fundadores y los líderes que, poniendo su firma en los dos Tratados, dieron vida a aquella realidad política, económica, cultural, pero sobre todo humana, que hoy llamamos la Unión Europea. Por otro lado, como dijo el Ministro de Asuntos Exteriores belga Spaak, se trataba, «es cierto, del bienestar material de nuestros pueblos, de la expansión de nuestras economías, del progreso social, de posibilidades comerciales e industriales totalmente nuevas, pero sobre todo (...) [de] una concepción de la vida a medida del hombre, fraterna y justa»[1].
Después de los años oscuros y sangrientos de la Segunda Guerra Mundial, los líderes de la época tuvieron fe en las posibilidades de un futuro mejor, «no pecaron de falta de audacia y no actuaron demasiado tarde. El recuerdo de las desgracias del pasado y de sus propias culpas parece que les ha inspirado y les ha dado el valor para olvidar viejos enfrentamientos y pensar y actuar de una manera totalmente nueva para lograr la más importante transformación [...] de Europa»[2]. Los Padres fundadores nos recuerdan que Europa no es un conjunto de normas que cumplir, o un manual de protocolos y procedimientos que seguir. Es una vida, una manera de concebir al hombre a partir de su dignidad trascendente e inalienable y no sólo como un conjunto de derechos que hay que defender o de pretensiones que reclamar. El origen de la idea de Europa es «la figura y la responsabilidad de la persona humana con su fermento de fraternidad evangélica, [...] con su deseo de verdad y de justicia que se ha aquilatado a través de una experiencia milenaria»[3]. Roma, con su vocación de universalidad[4], es el símbolo de esa experiencia y por eso fue elegida como el lugar de la firma de los Tratados, porque aquí –recordó el Ministro holandés de Asuntos Exteriores Luns– «se sentaron las bases políticas, jurídicas y sociales de nuestra civilización»[5]. Si estaba claro desde el principio que el corazón palpitante del proyecto político europeo sólo podía ser el hombre, también era evidente el peligro de que los Tratados quedaran en letra muerta. Había que llenarlos de espíritu que les diese vida. Y el primer elemento de la vitalidad europea es la solidaridad. «La Comunidad Económica Europea –declaró el Primer Ministro de Luxemburgo Bech– sólo vivirá y tendrá éxito si, durante su existencia, se mantendrá fiel al espíritu de solidaridad europea que la creó y si la voluntad común de la Europa en gestación es más fuerte que las voluntades nacionales»[6]. Ese espíritu es especialmente necesario ahora, para hacer frente a las fuerzas centrífugas, así como a la tentación de reducir los ideales fundacionales de la Unión a las exigencias productivas, económicas y financieras. De la solidaridad nace la capacidad de abrirse a los demás. «Nuestros planes no son de tipo egoísta»[7], dijo el Canciller alemán Adenauer. «Sin duda, los países que se van a unir (...) no tienen intención de aislarse del resto del mundo y erigir a su alrededor barreras infranqueables»,[8] se hizo eco el Ministro de Asuntos Exteriores francés Pineau. En un mundo que conocía bien el drama de los muros y de las divisiones, se tenía muy clara la importancia de trabajar por una Europa unida y abierta, y de esforzarse todos juntos por eliminar esa barrera artificial que, desde el Mar Báltico hasta el Adriático, dividía el Continente. ¡Cuánto se ha luchado para derribar ese muro! Sin embargo, hoy se ha perdido la memoria de ese esfuerzo. Se ha perdido también la conciencia del drama de las familias separadas, de la pobreza y la miseria que provocó aquella división. Allí donde desde generaciones se aspiraba a ver caer los signos de una enemistad forzada, ahora se discute sobre cómo dejar fuera los «peligros» de nuestro tiempo: comenzando por la larga columna de mujeres, hombres y niños que huyen de la guerra y la pobreza, que sólo piden tener la posibilidad de un futuro para ellos y sus seres queridos. En el vacío de memoria que caracteriza a nuestros días, a menudo se olvida también otra gran conquista fruto de la solidaridad sancionada el 25 de marzo de 1957: el tiempo de paz más largo de los últimos siglos. «Pueblos que a lo largo de los años se han encontrado con frecuencia en frentes opuestos, combatiendo unos contra otros, (...) ahora, sin embargo, están unidos por la riqueza de sus peculiaridades nacionales» [9]. La paz se construye siempre con la aportación libre y consciente de cada uno. Sin embargo, «para muchos la paz es de alguna manera un bien que se da por descontado» [10] y así no es difícil que se acabe por considerarla superflua. Por el contrario, la paz es un bien valioso y esencial, ya que sin ella no es posible construir un futuro para nadie, y se termine por «vivir al día».
La unidad de Europa es fruto, en efecto, de un proyecto claro, bien definido, debidamente ponderado, si bien al principio todavía muy incipiente. Todo buen proyecto mira hacia el futuro y el futuro son los jóvenes, llamados a hacer realidad las promesas del mañana [11]. Los Padres fundadores, por tanto, tenían clara la conciencia de formar parte de una empresa colectiva, que no sólo traspasaba las fronteras de los Estados, sino también las del tiempo, a fin de unir a las generaciones entre sí, todas igualmente partícipes en la construcción de la casa común. Distinguidos invitados: A los Padres de Europa he dedicado esta primera parte de mi intervención, para que nos dejemos interpelar por sus palabras, por la actualidad de su pensamiento, por el apasionado compromiso en favor del bien común que los ha caracterizado, por la convicción de formar parte de una obra más grande que sus propias personas y por la amplitud del ideal que los animaba. Su denominador común era el espíritu de servicio, unido a la pasión política, y a la conciencia de que «en el origen de la civilización europea se encuentra el cristianismo»[12], sin el cual los valores occidentales de la dignidad, libertad y justicia resultan incomprensibles. «Y todavía en nuestros días ―afirmaba san Juan Pablo II― el alma de Europa permanece unida porque, además de su origen común, tiene idénticos valores cristianos y humanos, como son los de la dignidad de la persona humana, del profundo sentimiento de justicia y libertad, de laboriosidad, de espíritu de iniciativa, de amor a la familia, de respeto a la vida, de tolerancia y de deseo de cooperación y de paz, que son notas que la caracterizan»[13]. En nuestro mundo multicultural tales valores seguirán teniendo plena ciudadanía si saben mantener su nexo vital con la raíz que los engendró. En la fecundidad de tal nexo está la posibilidad de edificar sociedades auténticamente laicas, sin contraposiciones ideológicas, en las que encuentran igualmente su lugar el oriundo, el autóctono, el creyente y el no creyente. En los últimos sesenta años el mundo ha cambiado mucho. Si los Padres fundadores, que habían sobrevivido a un conflicto devastador, estaban animados por la esperanza de un futuro mejor y con una voluntad firme lo perseguían, para evitar que surgieran nuevos conflictos, nuestra época está más dominada por el concepto de crisis. Está la crisis económica, que ha marcado el último decenio, la crisis de la familia y de los modelos sociales consolidados, está la difundida «crisis de las instituciones» y la crisis de los emigrantes: tantas crisis, que esconden el miedo y la profunda desorientación del hombre contemporáneo, que exigen una nueva hermenéutica para el futuro. A pesar de todo, el término «crisis» no tiene por sí mismo una connotación negativa. No se refiere solamente a un mal momento que hay que superar. La palabra crisis tiene su origen en el verbo griego crino (κρίνω), que significa investigar, valorar, juzgar. Por esto, nuestro tiempo es un tiempo de discernimiento, que nos invita a valorar lo esencial y a construir sobre ello; es, por lo tanto, un tiempo de desafíos y de oportunidades. Entonces, ¿cuál es la hermenéutica, la clave interpretativa con la que podemos leer las dificultades del momento presente y encontrar respuestas para el futuro? Evocar las ideas de los Padres sería en efecto estéril si no sirviera para indicarnos un camino, si no se convirtiera en estímulo para el futuro y en fuente de esperanza. Cada organismo que pierde el sentido de su camino, que pierde este mirar hacia delante, sufre primero una involución y al final corre el riesgo de morir. ¿Cuál es la herencia de los Padres fundadores? ¿Qué prospectivas nos indican para afrontar los desafíos que nos aguardan? ¿Qué esperanza para la Europa de hoy y de mañana? La respuesta la encontramos precisamente en los pilares sobre los que ellos han querido edificar la Comunidad económica europea y que ya he mencionado: la centralidad del hombre, una solidaridad eficaz, la apertura al mundo, la búsqueda de la paz y el
desarrollo, la apertura al futuro. A quien gobierna le corresponde discernir los caminos de la esperanza –este es su cometido: discernir los caminos de la esperanza–, identificar los procesos concretos para hacer que los pasos realizados hasta ahora no se dispersen, sino que aseguren un camino largo y fecundo. Europa encuentra de nuevo esperanza cada vez que pone al hombre en el centro y en el corazón de las instituciones. Considero que esto implica la escucha atenta y confiada de las instancias que provienen tanto de los individuos como de la sociedad y de los pueblos que componen la Unión. Desgraciadamente, a menudo se tiene la sensación de que se está produciendo una «separación afectiva» entre los ciudadanos y las Instituciones europeas, con frecuencia percibidas como lejanas y no atentas a las distintas sensibilidades que constituyen la Unión. Afirmar la centralidad del hombre significa también encontrar el espíritu de familia, con el que cada uno contribuye libremente, según las propias capacidades y dones, a la casa común. Es oportuno tener presente que Europa es una familia de pueblos[14] y, como en toda buena familia, existen susceptibilidades diferentes, pero todos podrán crecer en la medida en que estén unidos. La Unión Europea nace como unidad de las diferencias y unidad en las diferencias. Por eso las peculiaridades no deben asustar, ni se puede pensar que la unidad se preserva con la uniformidad. Esa unidad es más bien la armonía de una comunidad. Los padres fundadores escogieron precisamente este término como punto central de las entidades que nacían de los Tratados, acentuando el hecho de que se ponían en común los recursos y los talentos de cada uno. Hoy la Unión Europea tiene necesidad de redescubrir el sentido de ser ante todo «comunidad» de personas y de pueblos, consciente de que «el todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas»[15], y por lo tanto «hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos»[16]. Los Padres fundadores buscaban aquella armonía en la que el todo está en cada una de las partes, y las partes están ―cada una con su originalidad― en el todo. Europa vuelve a encontrar esperanza en la solidaridad, que es también el antídoto más eficaz contra los modernos populismos. La solidaridad comporta la conciencia de formar parte de un solo cuerpo, y al mismo tiempo implica la capacidad que cada uno de los miembros tiene para «simpatizar» con el otro y con el todo. Si uno sufre, todos sufren (cf. 1 Co 12,26). Por eso, hoy también nosotros lloramos con el Reino Unido por las víctimas del atentado que ha golpeado en Londres hace dos días. La solidaridad no es sólo un buen propósito: está compuesta de hechos y gestos concretos que acercan al prójimo, sea cual sea la condición en la que se encuentre. Los populismos, al contrario, florecen precisamente por el egoísmo, que nos encierra en un círculo estrecho y asfixiante y no nos permite superar la estrechez de los propios pensamientos ni «mirar más allá». Es necesario volver a pensar en modo europeo, para conjurar el peligro de una gris uniformidad o, lo que es lo mismo, el triunfo de los particularismos. A la política le corresponde esa leadership ideal, que evite usar las emociones para ganar el consenso, para elaborar en cambio, con espíritu de solidaridad y subsidiaridad, políticas que hagan crecer a toda la Unión en un desarrollo armónico, de modo que el que corre más deprisa tienda la mano al que va más despacio, y el que tiene dificultad se esfuerce para alcanzar al que está en cabeza. Europa vuelve a encontrar esperanza cuando no se encierra en el miedo de las falsas seguridades. Por el contrario, su historia está fuertemente marcada por el encuentro con otros pueblos y culturas, y su identidad «es, y siempre ha sido, una identidad dinámica y multicultural»[17]. En el mundo hay interés por el proyecto europeo. Así ha sido desde el primer momento, como demuestra la multitud que abarrotaba la plaza del Campidoglio y los mensajes de felicitación que llegaban de otros Estados. Aún más interés hay hoy, empezando por los Países que piden entrar a formar parte de la Unión, como también de los Estados que reciben las ayudas que, con gran generosidad, se les ofrecen para
afrontar las consecuencias de la pobreza, de las enfermedades y las guerras. La apertura al mundo implica la capacidad de «diálogo como forma de encuentro»[18] a todos los niveles, comenzando por el que existe entre los Estados miembros y entre las Instituciones y los ciudadanos, hasta el que se tiene con los muchos inmigrantes que llegan a las costas de la Unión. No se puede limitar a gestionar la grave crisis migratoria de estos años como si fuera sólo un problema numérico, económico o de seguridad. La cuestión migratoria plantea una pregunta más profunda, que es sobre todo cultural. ¿Qué cultura propone la Europa de hoy? El miedo que se advierte encuentra a menudo su causa más profunda en la pérdida de ideales. Sin una verdadera perspectiva de ideales, se acaba siendo dominado por el temor de que el otro nos cambie nuestras costumbres arraigadas, nos prive de las comodidades adquiridas, ponga de alguna manera en discusión un estilo de vida basado sólo con frecuencia en el bienestar material. Por el contrario, la riqueza de Europa ha sido siempre su apertura espiritual y la capacidad de platearse cuestiones fundamentales sobre el sentido de la existencia. La apertura hacia el sentido de lo eterno va unida también a una apertura positiva, aunque no exenta de tensiones y de errores, hacia el mundo. En cambio, parece como si el bienestar conseguido le hubiera recortado las alas, y le hubiera hecho bajar la mirada. Europa tiene un patrimonio moral y espiritual único en el mundo, que merece ser propuesto una vez más con pasión y renovada vitalidad, y que es el mejor antídoto contra la falta de valores de nuestro tiempo, terreno fértil para toda forma de extremismo. Estos son los ideales que han hecho a Europa, la «península de Asia» que de los Urales llega hasta el Atlántico. Europa vuelve a encontrar esperanza cuando invierte en el desarrollo y en la paz. El desarrollo no es el resultado de un conjunto de técnicas productivas, sino que abarca a todo el ser humano: la dignidad de su trabajo, condiciones de vida adecuadas, la posibilidad de acceder a la enseñanza y a los necesarios cuidados médicos. «El desarrollo es el nuevo nombre de la paz»[19], afirmaba Pablo VI, puesto que no existe verdadera paz cuando hay personas marginadas y forzadas a vivir en la miseria. No hay paz allí donde falta el trabajo o la expectativa de un salario digno. No hay paz en las periferias de nuestras ciudades, donde abunda la droga y la violencia. Europa vuelve a encontrar esperanza cuando se abre al futuro. Cuando se abre a los jóvenes, ofreciéndoles perspectivas serias de educación, posibilidades reales de inserción en el mundo del trabajo. Cuando invierte en la familia, que es la primera y fundamental célula de la sociedad. Cuando respeta la conciencia y los ideales de sus ciudadanos. Cuando garantiza la posibilidad de tener hijos, con la seguridad de poderlos mantener. Cuando defiende la vida con toda su sacralidad. Distinguidos invitados: Con el aumento general de la esperanza de vida, los sesenta años se consideran hoy como el tiempo de la plena madurez. Una edad crucial en la que estamos llamados de nuevo a revisarnos. También hoy, La Unión Europea está llamada a un replanteamiento, a curar los inevitables achaques que vienen con los años y a encontrar nuevas vías para continuar su propio camino. Sin embargo, a diferencia de un ser humano de sesenta años, la Unión Europea no tiene ante ella una inevitable vejez, sino la posibilidad de una nueva juventud. Su éxito dependerá de la voluntad de trabajar una vez más juntos y del deseo de apostar por el futuro. A vosotros, como líderes, os corresponde discernir el camino para un «nuevo humanismo europeo»[20], hecho de ideales y de concreción. Esto significa no tener miedo a tomar decisiones eficaces, para responder a los problemas reales de las personas y para resistir al paso del tiempo. Por mi parte, renuevo la cercanía de la Santa Sede y de la Iglesia a Europa entera, a cuya edificación ha contribuido desde siempre y contribuirá siempre, invocando sobre ella la
bendición del Señor, para que la proteja y le dé paz y progreso. Hago mías las palabras que Joseph Bech pronunció en el Campidoglio: Ceterum censeo Europam esse ædificandam, por lo demás, pienso que Europa merezca ser construida. Gracias. [1] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957). [2] Ibíd. [3] A. De Gasperi, Nuestra patria Europa. Discurso a la Conferencia Parlamentaria Europea (21 abril 1954), en: Alcide De Gasperi e la politica internazionale, Cinque Lune, Roma 1990, vol. III, 437-440. [4] Cf. P.H. Spaak, Discurso, cit. [5] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957). [6] Ibíd. [7] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957). [8] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957). [9] P.H. Spaak, Discurso, cit. [10] Discurso a los Miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (9 enero 2017). [11] Cf. P.H. Spaak, Discurso, cit. [12] A. de Gasperi, La nostra patria Europa, cit. [13] Acto Europeo en Santiago de Compostela (9 noviembre 1982): AAS 75/I (1983), 329. [14] Cf. Discurso en el Parlamento Europeo, Estrasburgo (25 noviembre 2014): AAS 106 (2014), 1000. [15] Exhort. Apost. Evangelii Gaudium, 235. [16] Ibíd. [17] Discurso en la entrega del Premio Carlo Magno (6 mayo 2016): L’Osservatore Romano, 6-7 de mayo de 2016, p. 4. [18] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 239. [19] Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 87: AAS 59 (1967), 299. [20] Discurso en la entrega del Premio Carlo Magno (6 mayo 2016): L’Osservatore Romano, 6-7 de mayo de 2016, p. 5.
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO AL PARLAMENTO EUROPEO Estrasburgo, Francia Martes 25 de noviembre de 2014
Señor Presidente, Señoras y Señores Vicepresidentes, Señoras y Señores Eurodiputados, Trabajadores en los distintos ámbitos de este hemiciclo, Queridos amigos Les agradezco que me hayan invitado a tomar la palabra ante esta institución fundamental de la vida de la Unión Europea, y por la oportunidad que me ofrecen de dirigirme, a través de ustedes, a los más de quinientos millones de ciudadanos de los 28 Estados miembros a quienes representan. Agradezco particularmente a usted, Señor Presidente del Parlamento, las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos los miembros de la Asamblea. Mi visita tiene lugar más de un cuarto de siglo después de la del Papa Juan Pablo II. Muchas cosas han cambiado desde entonces, en Europa y en todo el mundo. No existen los bloques contrapuestos que antes dividían el Continente en dos, y se está cumpliendo lentamente el deseo de que «Europa, dándose soberanamente instituciones libres, pueda un día ampliarse a las dimensiones que le han dado la geografía y aún más la historia».[1] Junto a una Unión Europea más amplia, existe un mundo más complejo y en rápido movimiento. Un mundo cada vez más interconectado y global, y, por eso, siempre menos «eurocéntrico». Sin embargo, una Unión más amplia, más influyente, parece ir acompañada de la imagen de una Europa un poco envejecida y reducida, que tiende a sentirse menos protagonista en un contexto que la contempla a menudo con distancia, desconfianza y, tal vez, con sospecha. Al dirigirme hoy a ustedes desde mi vocación de Pastor, deseo enviar a todos los ciudadanos europeos un mensaje de esperanza y de aliento. Un mensaje de esperanza basado en la confianza de que las dificultades puedan convertirse en fuertes promotoras de unidad, para vencer todos los miedos que Europa – junto a todo el mundo – está atravesando. Esperanza en el Señor, que transforma el mal en bien y la muerte en vida. Un mensaje de aliento para volver a la firme convicción de los Padres fundadores de la Unión Europea, los cuales deseaban un futuro basado en la capacidad de trabajar juntos para superar las divisiones, favoreciendo la paz y la comunión entre todos los pueblos del Continente. En el centro de este ambicioso proyecto político se encontraba la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano o sujeto económico, sino en el hombre como persona dotada de una dignidad trascendente. Quisiera subrayar, ante todo, el estrecho vínculo que existe entre estas dos palabras: «dignidad» y «trascendente». La «dignidad» es una palabra clave que ha caracterizado el proceso de recuperación en la segunda postguerra. Nuestra historia reciente se distingue por la indudable centralidad
de la promoción de la dignidad humana contra las múltiples violencias y discriminaciones, que no han faltado, tampoco en Europa, a lo largo de los siglos. La percepción de la importancia de los derechos humanos nace precisamente como resultado de un largo camino, hecho también de muchos sufrimientos y sacrificios, que ha contribuido a formar la conciencia del valor de cada persona humana, única e irrepetible. Esta conciencia cultural encuentra su fundamento no sólo en los eventos históricos, sino, sobre todo, en el pensamiento europeo, caracterizado por un rico encuentro, cuyas múltiples y lejanas fuentes provienen de Grecia y Roma, de los ambientes celtas, germánicos y eslavos, y del cristianismo que los marcó profundamente,[2] dando lugar al concepto de «persona». Hoy, la promoción de los derechos humanos desempeña un papel central en el compromiso de la Unión Europea, con el fin de favorecer la dignidad de la persona, tanto en su seno como en las relaciones con los otros países. Se trata de un compromiso importante y admirable, pues persisten demasiadas situaciones en las que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos. Efectivamente, ¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar libremente el propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe religiosa? ¿Qué dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el dominio de la fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué dignidad puede tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de discriminación? ¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo necesario para vivir o, todavía peor, que no tiene el trabajo que le otorga dignidad? Promover la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables, de los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie y, menos aún, en beneficio de intereses económicos. Es necesario prestar atención para no caer en algunos errores que pueden nacer de una mala comprensión de los derechos humanos y de un paradójico mal uso de los mismos. Existe hoy, en efecto, la tendencia hacia una reivindicación siempre más amplia de los derechos individuales – estoy tentado de decir individualistas –, que esconde una concepción de persona humana desligada de todo contexto social y antropológico, casi como una «mónada» (μονάς), cada vez más insensible a las otras «mónadas» de su alrededor. Parece que el concepto de derecho ya no se asocia al de deber, igualmente esencial y complementario, de modo que se afirman los derechos del individuo sin tener en cuenta que cada ser humano está unido a un contexto social, en el cual sus derechos y deberes están conectados a los de los demás y al bien común de la sociedad misma. Considero por esto que es vital profundizar hoy en una cultura de los derechos humanos que pueda unir sabiamente la dimensión individual, o mejor, personal, con la del bien común, con ese «todos nosotros» formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social.[3] En efecto, si el derecho de cada uno no está armónicamente ordenado al bien más grande, termina por concebirse sin limitaciones y, consecuentemente, se transforma en fuente de conflictos y de violencias. Así, hablar de la dignidad trascendente del hombre, significa apelarse a su naturaleza, a su innata capacidad de distinguir el bien del mal, a esa «brújula» inscrita en nuestros corazones y que Dios ha impreso en el universo creado;[4] significa sobre todo mirar al hombre no como un absoluto, sino como un ser relacional. Una de las enfermedades que veo más extendidas hoy en Europa es la soledad, propia de quien no tiene lazo alguno. Se ve particularmente en los ancianos, a menudo abandonados a su destino, como también en los jóvenes sin puntos de referencia y de oportunidades para el futuro; se ve
igualmente en los numerosos pobres que pueblan nuestras ciudades y en los ojos perdidos de los inmigrantes que han venido aquí en busca de un futuro mejor. Esta soledad se ha agudizado por la crisis económica, cuyos efectos perduran todavía con consecuencias dramáticas desde el punto de vista social. Se puede constatar que, en el curso de los últimos años, junto al proceso de ampliación de la Unión Europea, ha ido creciendo la desconfianza de los ciudadanos respecto a instituciones consideradas distantes, dedicadas a establecer reglas que se sienten lejanas de la sensibilidad de cada pueblo, e incluso dañinas. Desde muchas partes se recibe una impresión general de cansancio, de envejecimiento, de una Europa anciana que ya no es fértil ni vivaz. Por lo que los grandes ideales que han inspirado Europa parecen haber perdido fuerza de atracción, en favor de los tecnicismos burocráticos de sus instituciones. A eso se asocian algunos estilos de vida un tanto egoístas, caracterizados por una opulencia insostenible y a menudo indiferente respecto al mundo circunstante, y sobre todo a los más pobres. Se constata amargamente el predominio de las cuestiones técnicas y económicas en el centro del debate político, en detrimento de una orientación antropológica auténtica.[5] El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de modo que – lamentablemente lo percibimos a menudo –, cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los enfermos, los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer. Este es el gran equívoco que se produce «cuando prevalece la absolutización de la técnica»,[6] que termina por causar «una confusión entre los fines y los medios».[7] Es el resultado inevitable de la «cultura del descarte» y del «consumismo exasperado». Al contrario, afirmar la dignidad de la persona significa reconocer el valor de la vida humana, que se nos da gratuitamente y, por eso, no puede ser objeto de intercambio o de comercio. Ustedes, en su vocación de parlamentarios, están llamados también a una gran misión, aunque pueda parecer inútil: Preocuparse de la fragilidad, de la fragilidad de los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista y privatista que conduce inexorablemente a la «cultura del descarte». Cuidar de la fragilidad de las personas y de los pueblos significa proteger la memoria y la esperanza; significa hacerse cargo del presente en su situación más marginal y angustiante, y ser capaz de dotarlo de dignidad. [8] Por lo tanto, ¿cómo devolver la esperanza al futuro, de manera que, partiendo de las jóvenes generaciones, se encuentre la confianza para perseguir el gran ideal de una Europa unida y en paz, creativa y emprendedora, respetuosa de los derechos y consciente de los propios deberes? Para responder a esta pregunta, permítanme recurrir a una imagen. Uno de los más célebres frescos de Rafael que se encuentra en el Vaticano representa la Escuela de Atenas. En el centro están Platón y Aristóteles. El primero con el dedo apunta hacia lo alto, hacia el mundo de las ideas, podríamos decir hacia el cielo; el segundo tiende la mano hacia delante, hacia el observador, hacia la tierra, la realidad concreta. Me parece una imagen que describe bien a Europa en su historia, hecha de un permanente encuentro entre el cielo y la tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a Dios, que ha caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra representa su capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los problemas. El futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e inseparable entre estos dos elementos. Una Europa que no es capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la
vida es una Europa que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel «espíritu humanista» que, sin embargo, ama y defiende. Precisamente a partir de la necesidad de una apertura a la trascendencia, deseo afirmar la centralidad de la persona humana, que de otro modo estaría en manos de las modas y poderes del momento. En este sentido, considero fundamental no sólo el patrimonio que el cristianismo ha dejado en el pasado para la formación cultural del continente, sino, sobre todo, la contribución que pretende dar hoy y en el futuro para su crecimiento. Dicha contribución no constituye un peligro para la laicidad de los Estados y para la independencia de las instituciones de la Unión, sino que es un enriquecimiento. Nos lo indican los ideales que la han formado desde el principio, como son: la paz, la subsidiariedad, la solidaridad recíproca y un humanismo centrado sobre el respeto de la dignidad de la persona. Por ello, quisiera renovar la disponibilidad de la Santa Sede y de la Iglesia Católica, a través de la Comisión de las Conferencias Episcopales Europeas (COMECE), para mantener un diálogo provechoso, abierto y trasparente con las instituciones de la Unión Europea. Estoy igualmente convencido de que una Europa capaz de apreciar las propias raíces religiosas, sabiendo aprovechar su riqueza y potencialidad, puede ser también más fácilmente inmune a tantos extremismos que se expanden en el mundo actual, también por el gran vacío en el ámbito de los ideales, como lo vemos en el así llamado Occidente, porque «es precisamente este olvido de Dios, en lugar de su glorificación, lo que engendra la violencia».[9] A este respecto, no podemos olvidar aquí las numerosas injusticias y persecuciones que sufren cotidianamente las minorías religiosas, y particularmente cristianas, en diversas partes del mundo. Comunidades y personas que son objeto de crueles violencias: expulsadas de sus propias casas y patrias; vendidas como esclavas; asesinadas, decapitadas, crucificadas y quemadas vivas, bajo el vergonzoso y cómplice silencio de tantos. El lema de la Unión Europea es Unidad en la diversidad, pero la unidad no significa uniformidad política, económica, cultural, o de pensamiento. En realidad, toda auténtica unidad vive de la riqueza de la diversidad que la compone: como una familia, que está tanto más unida cuanto cada uno de sus miembros puede ser más plenamente sí mismo sin temor. En este sentido, considero que Europa es una familia de pueblos, que podrán sentir cercanas las instituciones de la Unión si estas saben conjugar sabiamente el anhelado ideal de la unidad, con la diversidad propia de cada uno, valorando todas las tradiciones; tomando conciencia de su historia y de sus raíces; liberándose de tantas manipulaciones y fobias. Poner en el centro la persona humana significa sobre todo dejar que muestre libremente el propio rostro y la propia creatividad, sea en el ámbito particular que como pueblo. Por otra parte, las peculiaridades de cada uno constituyen una auténtica riqueza en la medida en que se ponen al servicio de todos. Es preciso recordar siempre la arquitectura propia de la Unión Europea, construida sobre los principios de solidaridad y subsidiariedad, de modo que prevalezca la ayuda mutua y se pueda caminar, animados por la confianza recíproca. En esta dinámica de unidad-particularidad, se les plantea también, Señores y Señoras Eurodiputados, la exigencia de hacerse cargo de mantener viva la democracia, la democracia de los pueblos de Europa. No se nos oculta que una concepción uniformadora de la globalidad daña la vitalidad del sistema democrático, debilitando el contraste rico, fecundo y constructivo, de las organizaciones y de los partidos políticos entre sí. De esta manera se corre el riesgo de vivir en el reino de la idea, de la mera palabra, de la imagen, del sofisma… y se termina por confundir la realidad de la
democracia con un nuevo nominalismo político. Mantener viva la democracia en Europa exige evitar tantas «maneras globalizantes» de diluir la realidad: los purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.[10] Mantener viva la realidad de las democracias es un reto de este momento histórico, evitando que su fuerza real – fuerza política expresiva de los pueblos – sea desplazada ante las presiones de intereses multinacionales no universales, que las hacen más débiles y las trasforman en sistemas uniformadores de poder financiero al servicio de imperios desconocidos. Este es un reto que hoy la historia nos ofrece. Dar esperanza a Europa no significa sólo reconocer la centralidad de la persona humana, sino que implica también favorecer sus cualidades. Se trata por eso de invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus talentos se forman y dan fruto. El primer ámbito es seguramente el de la educación, a partir de la familia, célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad. La familia unida, fértil e indisoluble trae consigo los elementos fundamentales para dar esperanza al futuro. Sin esta solidez se acaba construyendo sobre arena, con graves consecuencias sociales. Por otra parte, subrayar la importancia de la familia, no sólo ayuda a dar prospectivas y esperanza a las nuevas generaciones, sino también a los numerosos ancianos, muchas veces obligados a vivir en condiciones de soledad y de abandono porque no existe el calor de un hogar familiar capaz de acompañarles y sostenerles. Junto a la familia están las instituciones educativas: las escuelas y universidades. La educación no puede limitarse a ofrecer un conjunto de conocimientos técnicos, sino que debe favorecer un proceso más complejo de crecimiento de la persona humana en su totalidad. Los jóvenes de hoy piden poder tener una formación adecuada y completa para mirar al futuro con esperanza, y no con desilusión. Numerosas son las potencialidades creativas de Europa en varios campos de la investigación científica, algunos de los cuales no están explorados todavía completamente. Baste pensar, por ejemplo, en las fuentes alternativas de energía, cuyo desarrollo contribuiría mucho a la defensa del ambiente. Europa ha estado siempre en primera línea de un loable compromiso en favor de la ecología. En efecto, esta tierra nuestra necesita de continuos cuidados y atenciones, y cada uno tiene una responsabilidad personal en la custodia de la creación, don precioso que Dios ha puesto en las manos de los hombres. Esto significa, por una parte, que la naturaleza está a nuestra disposición, podemos disfrutarla y hacer buen uso de ella; por otra parte, significa que no somos los dueños. Custodios, pero no dueños. Por eso la debemos amar y respetar. «Nosotros en cambio nos guiamos a menudo por la soberbia de dominar, de poseer, de manipular, de explotar; no la “custodiamos”, no la respetamos, no la consideramos como un don gratuito que hay que cuidar».[11] Respetar el ambiente no significa sólo limitarse a evitar estropearlo, sino también utilizarlo para el bien. Pienso sobre todo en el sector agrícola, llamado a dar sustento y alimento al hombre. No se puede tolerar que millones de personas en el mundo mueran de hambre, mientras toneladas de restos de alimentos se desechan cada día de nuestras mesas. Además, el respeto por la naturaleza nos recuerda que el hombre mismo es parte fundamental de ella. Junto a una ecología ambiental, se necesita una ecología humana, hecha del respeto de la persona, que hoy he querido recordar dirigiéndome a ustedes. El segundo ámbito en el que florecen los talentos de la persona humana es el trabajo. Es hora de favorecer las políticas de empleo, pero es necesario sobre todo volver a dar dignidad al trabajo, garantizando también las condiciones adecuadas para su desarrollo. Esto implica, por un lado, buscar nuevos modos para conjugar la flexibilidad del mercado con la necesaria estabilidad y seguridad de las perspectivas laborales, indispensables para el desarrollo humano de los trabajadores; por otro lado, significa favorecer un
adecuado contexto social, que no apunte a la explotación de las personas, sino a garantizar, a través del trabajo, la posibilidad de construir una familia y de educar los hijos. Es igualmente necesario afrontar juntos la cuestión migratoria. No se puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio. En las barcazas que llegan cotidianamente a las costas europeas hay hombres y mujeres que necesitan acogida y ayuda. La ausencia de un apoyo recíproco dentro de la Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes, favoreciendo el trabajo esclavo y continuas tensiones sociales. Europa será capaz de hacer frente a las problemáticas asociadas a la inmigración si es capaz de proponer con claridad su propia identidad cultural y poner en práctica legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los derechos de los ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida a los inmigrantes; si es capaz de adoptar políticas correctas, valientes y concretas que ayuden a los países de origen en su desarrollo sociopolítico y a la superación de sus conflictos internos – causa principal de este fenómeno –, en lugar de políticas de interés, que aumentan y alimentan estos conflictos. Es necesario actuar sobre las causas y no solamente sobre los efectos. Señor Presidente, Excelencias, Señoras y Señores Diputados: Ser conscientes de la propia identidad es necesario también para dialogar en modo propositivo con los Estados que han solicitado entrar a formar parte de la Unión en el futuro. Pienso sobre todo en los del área balcánica, para los que el ingreso en la Unión Europea puede responder al ideal de paz en una región que ha sufrido mucho por los conflictos del pasado. Por último, la conciencia de la propia identidad es indispensable en las relaciones con los otros países vecinos, particularmente con aquellos de la cuenca mediterránea, muchos de los cuales sufren a causa de conflictos internos y por la presión del fundamentalismo religioso y del terrorismo internacional. A ustedes, legisladores, les corresponde la tarea de custodiar y hacer crecer la identidad europea, de modo que los ciudadanos encuentren de nuevo la confianza en las instituciones de la Unión y en el proyecto de paz y de amistad en el que se fundamentan. Sabiendo que «cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva».[12] Les exhorto, pues, a trabajar para que Europa redescubra su alma buena. Un autor anónimo del s. II escribió que «los cristianos representan en el mundo lo que el alma al cuerpo».[13] La función del alma es la de sostener el cuerpo, ser su conciencia y la memoria histórica. Y dos mil años de historia unen a Europa y al cristianismo. Una historia en la que no han faltado conflictos y errores, también pecados, pero siempre animada por el deseo de construir para el bien. Lo vemos en la belleza de nuestras ciudades, y más aún, en la de múltiples obras de caridad y de edificación humana común que constelan el Continente. Esta historia, en gran parte, debe ser todavía escrita. Es nuestro presente y también nuestro futuro. Es nuestra identidad. Europa tiene una gran necesidad de redescubrir su rostro para crecer, según el espíritu de sus Padres fundadores, en la paz y en la concordia, porque ella misma no está todavía libre de conflictos. Queridos Eurodiputados, ha llegado la hora de construir juntos la Europa que no gire en torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana, de los valores inalienables; la Europa que abrace con valentía su pasado, y mire con confianza su futuro para vivir plenamente y con esperanza su presente. Ha llegado el momento de abandonar la idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí misma, para suscitar y promover una Europa protagonista, transmisora de ciencia, arte, música, valores humanos y también de fe. La Europa que contempla el cielo y persigue ideales; la Europa que mira y
defiende y tutela al hombre; la Europa que camina sobre la tierra segura y firme, precioso punto de referencia para toda la humanidad. Gracias.
[1] Juan pablo II, Discurso
al Parlamento Europeo, 11 octubre 1988, 5.
[2] Cf. Juan pablo II, Discurso a la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, 8 octubre 1988, 3. [3] Cf. Benedicto XVI, Caritas in veritate, 7; Con. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 26. [4] Cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, [5] Cf. Evangelii gaudium,
37, 37.
55.
[6] Benedicto XVI, Caritas in veritate,
71.
[7] IbĂd. [8] Cf. Evangelii gaudium,
209.
[9] Benedico XVI, Discurso a los Miembros del Cuerpo diplomĂĄtico, 7 enero 2013. [10] Cf. Evangelii gaudium,
231.
[11] Audiencia General, 5 junio 2013. [12] Gaudium et spes, 34. [13] Carta a Diogneto, 6.
4. CULTURA Y COMUNICACIÓN DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO SOBRE "LA DIGNIDAD DEL MENOR EN EL MUNDO DIGITAL" Sala Clementina Viernes 6 de octubre 2017
Señores Cardenales, Señor Presidente del Senado, Señora Ministra, Señores Obispos, Rector Magnífico, Señores Embajadores, distinguidas Autoridades, Profesores, Señoras y Señores: Quiero agradecer al Rector de la Universidad Gregoriana, P. Nuno da Silva Gonçalves, y a la representante de los jóvenes por sus corteses e interesantes palabras de introducción a nuestro encuentro. Les doy las gracias a todos por su presencia aquí esta mañana, por haberme comunicado los resultados de vuestro trabajo y vuestro compromiso de afrontar juntos, por el bien de los niños de todo el mundo, un nuevo y grave problema, característico de nuestro tiempo. Un problema que no había sido todavía estudiado y discutido colegialmente, con la aportación de tantas personas especializadas y figuras con responsabilidades diferentes, como lo habéis hecho en estos días: el problema de la protección eficaz de la dignidad de los menores en el mundo digital. El reconocimiento y la defensa de la dignidad de la persona humana es el principio y el fundamento de todo orden social y político legítimo, y la Iglesia ha reconocido la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (1948) como «una piedra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad» (cf. Discursos de Juan Pablo II en la ONU, 1979 y 1995). En la misma línea, conscientes de que los niños son los primeros que han de recibir atención y protección, la Santa Sede saludó positivamente la Declaración de los Derechos del Niño (1959) y se adhirió a la correspondiente Convención (1990) y a los dos Protocolos facultativos (2001). La dignidad y los derechos de los niños deben ser protegidos por los ordenamientos jurídicos como bienes extremadamente valiosos para toda la familia humana (cf. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, nn. 244-245). Sobre estos principios estamos por lo tanto plena y firmemente de acuerdo y sobre la base de ellos debemos trabajar también de modo concorde. Tenemos que hacerlo con determinación y con verdadera pasión, mirando con ternura a todos los niños que vienen al mundo, cada día y en todas partes, y que tienen necesidad sobre todo de respeto, pero también de cuidado y afecto para crecer en toda la maravillosa riqueza de sus potencialidades. La Escritura nos habla de la persona humana creada por Dios a imagen suya. ¿Qué otra afirmación más rotunda se puede hacer sobre su dignidad? El Evangelio nos habla del afecto con el que Jesús acogía a los niños, tomándolos en sus brazos y bendiciéndolos (cf. Mc 10,16), porque «de los que son como ellos es el reino de los cielos» (Mt 19,14). Y las palabras más fuertes de Jesús son precisamente para el que escandaliza a los más pequeños: «Más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar» (Mt 18,6). Por lo tanto, debemos dedicarnos a proteger la dignidad de los
niños con ternura pero también con gran determinación, luchando con todas las fuerzas contra esa cultura de descarte que hoy se manifiesta de muchas maneras en detrimento sobre todo de los más débiles y vulnerables, como son precisamente los menores. Vivimos en un mundo nuevo, que cuando éramos jóvenes ni siquiera podíamos imaginar. Lo definimos con dos palabras sencillas: «mundo digital ― digital world»; es el fruto de un esfuerzo extraordinario de la ciencia y la técnica, que en unas pocas décadas ha transformado nuestro ambiente de vida y nuestra forma de comunicarnos y de vivir, y está transformando en cierto sentido nuestro propio modo de pensar y de ser, influyendo profundamente en la percepción que tenemos de nuestras posibilidades y nuestra identidad. Por un lado estamos como admirados y fascinados por el maravilloso potencial que nos abren, por otra parte, sentimos temor y tal vez miedo, cuando vemos lo rápido que avanza este desarrollo, los problemas nuevos e imprevistos que nos plantea, las consecuencias negativas –casi nunca queridas y sin embargo reales– que trae consigo. Con razón nos preguntamos si somos capaces de conducir los procesos que nosotros mismos hemos puesto en marcha, si no se nos estarán yendo de las manos, si estamos haciendo lo suficiente para tenerlos bajo control. Esta es la gran cuestión existencial de la humanidad de hoy frente a los diversos aspectos de la crisis global, que es al mismo tiempo ambiental, social, económica, política, moral y espiritual. Os habéis reunido, representantes de diversas disciplinas científicas, de diferentes áreas de trabajo en las comunicaciones digitales, en el derecho y en la política, justamente porque sois conscientes de la importancia de estos desafíos relacionados con el progreso científico y técnico, y con visión de largo alcance habéis concentrado vuestra atención sobre ese reto, que es probablemente el más importante de todos para el futuro de la familia humana: la protección de la dignidad de los jóvenes, de su crecimiento saludable, de su alegría y de su esperanza. Sabemos que hoy en día, los niños representan más de la cuarta parte de los más de tres mil millones de usuarios de Internet, lo que significa que más de 800 millones de niños navegan por la red. Sabemos que tan sólo en India, en los próximos dos años, más de 500 millones de personas tendrán acceso a la red, y la mitad de ellos serán menores. ¿Qué es lo que se encuentran en la red? ¿Y cómo son considerados por quienes, de tantas maneras, tienen poder sobre la red? Debemos tener los ojos abiertos y no ocultar una verdad que es desagradable y que no quisiéramos ver. Por otra parte, ¿no hemos entendido demasiado bien en estos años que ocultar la realidad del abuso sexual es un gravísimo error y fuente de tantos males? Entonces, miremos la realidad tal y como la habéis visto en estos días. En la red se están propagando fenómenos extremadamente peligrosos: la difusión de imágenes pornográficas cada vez más extremas porque con la adicción se eleva el umbral de la estimulación; el creciente fenómeno del sexting entre chicos y chicas que utilizan las redes sociales; la intimidación que se da cada vez más en la red y representa una auténtica violencia moral y física contra la dignidad de los demás jóvenes; la sextortion; la captación a través de la red de menores con fines sexuales es ya un hecho del que hablan continuamente las noticias; hasta llegar a los crímenes más graves y estremecedores de la organización online del tráfico de personas, la prostitución, incluso de la preparación y la visión en directo de violaciones y violencia contra menores cometidos en otras partes del mundo. Por lo tanto, la red tiene su lado oscuro y regiones oscuras (la dark net) donde el mal consigue actuar y expandirse de manera siempre nueva y cada vez con más eficacia, extensión y capilaridad. La antigua difusión de la pornografía a través de medios impresos era un fenómeno de pequeñas dimensiones
comparado con lo que está sucediendo hoy en día, de una manera cada vez más creciente y rápida, a través de la red. De todo esto habéis hablado claramente, de manera documentada y en profundidad, por eso os damos las gracias. Ante todo esto ciertamente nos quedamos horrorizados. Pero lamentablemente estamos también desorientados. Como bien sabéis y así nos enseñáis, la característica de la red es su carácter global, que cubre todo el planeta superando todas las fronteras, siendo cada vez más capilar, alcanzando en cualquier parte todo tipo de usuarios, incluidos los niños, a través de dispositivos móviles cada vez más ágiles y fáciles de manejar. Por eso ahora nadie en el mundo, ninguna autoridad nacional por su cuenta se siente capaz de abarcar adecuadamente y de controlar las dimensiones y la evolución de estos fenómenos, que se entrelazan y se conectan con otros problemas dramáticos relacionados con la red, como el tráfico ilegal, el crimen económico y financiero, el terrorismo internacional. Incluso desde un punto de vista educativo nos sentimos desorientados, ya que la velocidad del desarrollo deja «fuera de juego» a las generaciones de más edad, haciendo que sea muy difícil o casi imposible el diálogo entre las generaciones y la transmisión equilibrada de las normas y de la sabiduría de vida adquirida con la experiencia de los años. Pero no debemos dejarnos dominar por el miedo, que es siempre un mal consejero. Y mucho menos dejar que nos paralice el sentimiento de impotencia que nos oprime frente a la dificultad de la tarea. Estamos llamados en cambio a movilizarnos juntos, sabiendo que nos necesitamos mutuamente para buscar y encontrar el camino y las actitudes adecuadas que ayuden a dar respuestas eficaces. Debemos confiar en que «es posible volver a ampliar la mirada, y la libertad humana es capaz de limitar la técnica, orientarla y colocarla al servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más social, más integral» (Enc. Laudato si’, 112). Para que esta movilización sea eficaz, os invito a contrastar con decisión algunos posibles errores de perspectiva. Me limito a señalar tres. El primero es el de subestimar el daño que los fenómenos antes mencionados hacen a los menores. La dificultad para resolverlos puede hacernos caer en la tentación de decir: «En el fondo, la situación no es tan grave ...». Pero los avances en la neurobiología, la psicología, la psiquiatría, nos llevan a destacar el profundo impacto que las imágenes violentas y sexuales tienen en las dúctiles mentes de los niños, a reconocer los trastornos psicológicos que se manifiestan en el crecimiento, las situaciones y comportamientos adictivos, de auténtica esclavitud resultantes del abuso en el consumo de imágenes provocativas o violentas. Son trastornos que repercutirán fuertemente durante toda la vida de los niños actuales. Y aquí permítaseme hacer una observación. Con razón se insiste en la gravedad de estos problemas para los menores, pero como consecuencia se puede subestimar o tratar de hacer olvidar que también se dan problemas en los adultos y que, aunque para los ordenamientos jurídicos se necesita un límite que distinga entre el menor y el mayor de edad, eso no es suficiente para afrontar los desafíos, porque la difusión de una pornografía cada vez más extrema y otros usos impropios de la red no sólo causan trastornos, adicciones y daños graves incluso entre los adultos, sino que afecta también a la representación simbólica del amor y a las relaciones entre los sexos. Y sería un grave engaño pensar que una sociedad en la que el consumo anómalo de sexo en la red se extiende entre los adultos será capaz de proteger eficazmente a los menores. El segundo error es el de pensar que las soluciones técnicas automáticas, los filtros construidos en base a algoritmos cada vez más sofisticados para identificar y bloquear la difusión de imágenes abusivas y dañinas, son suficientes para hacer frente a los problemas. Ciertamente estas son medidas necesarias. Sin duda, las empresas que
proporcionan a millones de personas redes sociales y dispositivos informáticos cada vez más potentes, capilares y veloces han de invertir en ello una parte proporcionalmente grande de sus numerosos ingresos. Pero también es necesario que, dentro de la dinámica misma del desarrollo técnico, sus actores y protagonistas perciban con mayor urgencia, en toda su amplitud y en sus diversas implicaciones, la fuerza de la exigencia ética. Y es aquí donde nos encontramos con el tercer posible error de perspectiva, que consiste en una visión ideológica y mítica de la red como un reino de libertad sin límites. Precisamente entre vosotros hay también representantes de quienes tienen que elaborar las leyes y de aquellos que han de hacerla cumplir para garantizar y proteger el bien común y el de las personas. La red ha abierto un espacio nuevo y de gran alcance para la libre expresión y el intercambio de ideas e información. Y es ciertamente un bien, pero, como vemos, también ha ofrecido nuevos instrumentos para actividades ilícitas horribles y, en el ámbito que nos ocupa, para el abuso y el daño a la dignidad de los menores, para la corrupción de sus mentes y la violencia a sus cuerpos. Aquí no se trata de ejercicio de la libertad, sino de crímenes, contra los cuales debemos proceder con inteligencia y determinación, ampliando la cooperación entre los gobiernos y las fuerzas del orden a nivel global, en la misma medida en que la red se ha hecho global. De todo esto habéis hablado entre vosotros, y en la «Declaración» que poco antes me habéis presentado habéis indicado algunas de las direcciones en las que hay que promover la cooperación concreta entre todos los que están llamados a comprometerse para afrontar el gran reto de la defensa de la dignidad de los menores en el mundo digital. Apoyo con gran determinación y firmeza el compromiso que habéis asumido. Se trata de despertar la conciencia sobre la gravedad de los problemas, de hacer leyes apropiadas, de controlar el desarrollo de la tecnología, de identificar a las víctimas y perseguir a los culpables de crímenes, de ayudar en su rehabilitación a los menores afectados, de colaborar con los educadores y las familias para que cumplan con su misión, de educar con creatividad a los jóvenes para que usen adecuadamente Internet –y sea saludable para ellos y para los demás menores–, de desarrollar la sensibilidad y la formación moral, de continuar con la investigación científica en todos los campos relacionados con este desafío. Con razón expresáis el deseo de que también los líderes religiosos y las comunidades de creyentes participen en este esfuerzo común, aportando toda su experiencia, su autoridad y su capacidad educativa y de formación moral y espiritual. En efecto, sólo la luz y la fuerza que vienen de Dios nos pueden ayudar a afrontar los nuevos desafíos. Por cuanto respecta a la Iglesia Católica, quiero asegurar su disponibilidad y compromiso. Como todos sabemos, la Iglesia Católica en los últimos años se ha hecho cada vez más consciente de no haber hecho lo suficiente en su interior para la protección de los menores: han salido a la luz hechos gravísimos de los que hemos tenido que reconocer nuestra responsabilidad ante Dios, ante las víctimas y ante la opinión pública. Precisamente por eso, por las dramáticas experiencias vividas y los conocimientos adquiridos en el compromiso de conversión y purificación, la Iglesia siente hoy un deber especialmente grave de comprometerse, de manera cada vez más profunda y con visión de futuro, en la protección de los menores y de su dignidad, tanto dentro de ella como en toda la sociedad y en todo el mundo; y esto no lo realiza ella sola –porque sería evidentemente insuficiente– sino ofreciendo su colaboración activa y cordial a todas las fuerzas y miembros de la sociedad que desean comprometerse en la misma dirección. En este sentido, se adhiere al objetivo de «poner fin al maltrato, la explotación, la trata y todas las formas de violencia y tortura contra los niños», establecido por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible 2030 (Objetivo 16.2).
En muchas ocasiones y en tantos países diferentes, mi mirada se ha cruzado con la de los niños, pobres y ricos, sanos y enfermos, los que están alegres y los que sufren. Sentirse mirado por los ojos de los niños es una experiencia que todos conocemos y que nos toca en lo más hondo del corazón, y que también nos obliga a un examen de conciencia. ¿Qué hacemos para que estos niños nos puedan mirar sonriendo y conserven una mirada limpia, llena de confianza y de esperanza? ¿Qué hacemos para que no se les robe esta luz, para que esos ojos no sean perturbados y corrompidos por lo que encontrarán en la red, que será parte integral e importantísima de su ambiente de vida? Trabajemos por tanto todos juntos para tener siempre el derecho, el valor y la alegría de mirar a los ojos de los niños de todo el mundo. Gracias.
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN UN CURSO DE FORMACIÓN PARA NUEVOS OBISPOS Sala Clementina Viernes 16 de septiembre de 2016
Queridos hermanos, buenos días. Estáis ya casi al final de estas fecundas jornadas transcurridas en Roma para profundizar en la riqueza del misterio al que Dios os ha llamado como obispos de la Iglesia. Saludo con gratitud a la Congregación para los Obispos y a la Congregación para las Iglesias Orientales. Saludo al Cardenal Ouellet y le agradezco sus amables palabras, palabras fraternas. En la persona del Cardenal Ouellet y del Cardenal Sandri, quiero agradecer el generoso trabajo que se hace para el nombramiento de los obispos y el esfuerzo con que se ha preparado esta semana. Me alegra recibiros y compartir con vosotros algunas ideas que están en el corazón del Sucesor de Pedro cuando veo ante mí a los que han sido «pescados» por el corazón de Dios para guiar a su Pueblo Santo. 1. El estremecimiento de haber sido amados primero Sí, Dios os precede en su amoroso conocimiento. Él os ha «pescado» con el anzuelo de su sorprendente misericordia. Sus redes se han ido restringiendo misteriosamente y no habéis podido hacer otra cosa que dejaros capturar. Sé bien que todavía hoy, cuando recordáis la llamada que os llegó a través de la voz de la Iglesia, su Esposa, el estremecimiento se apodera de vosotros. No sois los primeros en ser invadidos por esta sensación. Lo ha experimentado Moisés, que creía estar solo en el desierto y en cambio se sintió encontrado y atraído por Dios, que le confió su propio Nombre, no para él, sino para su pueblo (cf. Ex 3). Le confía el Nombre para el pueblo, no olvidéis esto. Continúa elevándose a Dios el grito de dolor de su gente, y sabed que esta vez el nombre que el Padre ha querido pronunciar es el vuestro, para que pronunciéis su Nombre al pueblo. Lo ha sentido también Natanael, quien, al haber sido visto cuando todavía estaba «bajo la higuera» (Jn 1,48), se descubre con estupor a sí mismo custodio de la visión de los cielos que definitivamente se abren. Son muchos los que todavía no han encontrado en su vida
este pasillo que da entrada a lo alto, y vosotros habéis sido vistos de lejos para guiar hacia la meta. No os contentéis con menos. No os quedéis a mitad de camino. Lo ha notado también la Samaritana, «conocida» por el Maestro en el pozo de la aldea, que luego llama a sus paisanos al encuentro con aquel que posee el agua de la vida (cf. Jn 4,16-19). Es importante que toméis conciencia de que en vuestras Iglesias no es necesario ir «de mar a mar», porque la Palabra de la que la gente tiene hambre y sed la pueden encontrar en vuestros labios (cf. Am 8,11-13). También los Apóstoles estuvieron invadidos por un estremecimiento semejante cuando, desvelados «los pensamientos de sus corazones», descubrieron con esfuerzo el acceso a la vía secreta de Dios, que habita en los pequeños y se le esconde a quien se basta a sí mismo (cf. Lc 9,46-48). No os avergoncéis de las veces en que también vosotros os habéis alejado de los pensamientos de Dios. Abandonad más bien la pretensión de la autosuficiencia para confiaros como niños a Aquel que revela su Reino a los pequeños. Incluso los fariseos percibían también ese sobresalto cada vez que el Señor, que los conocía, los desenmascaraba en sus pensamientos, que eran tan pretenciosos que querían medir el poder de Dios con la estrechez de su propia mirada, y tan blasfemos que murmuraban en contra de la soberana libertad de su amor salvífico (Mt 12,24-25). Dios os libre de convertir este estremecimiento en algo estéril, de domesticarlo y de vaciarlo de su potencial «desestabilizante». Dejad que os «desestabilice»: esto es bueno para un obispo. 2. Admirable condescendencia Es hermoso dejarse traspasar por el conocimiento amoroso de Dios. Llena de consuelo saber que él conoce verdaderamente cómo somos y no se espanta de nuestra deficiencia. Nos da serenidad conservar en el corazón la memoria de su voz, que nos ha llamado a pesar de nuestras insuficiencias. Nos da paz abandonarnos a la certeza de que será él, y no nosotros, quien lleve a cumplimiento lo que él mismo ha iniciado. Hoy muchos se encubren y esconden. Les gusta construir personajes e inventar perfiles. Se hacen esclavos de los míseros recursos que acumulan y a los cuales se aferran como si bastasen para comprar el amor que no tiene precio. No soportan el estremecimiento de saberse conocidos por Alguien que es más grande y no desprecia nuestra poquedad, es más Santo y no nos recrimina nuestra debilidad, es bueno de verdad y no se escandaliza de nuestras heridas. Que no ocurra así entre vosotros: dejad que ese estremecimiento os invada, no lo apartéis ni lo acalléis. 3. Pasar por el corazón de Cristo, verdadera Puerta de la Misericordia Por todo esto, el próximo domingo, cuando atraveséis la Puerta Santa del Jubileo de la Misericordia, que ha atraído a Cristo a millones de peregrinos de la Urbe y del Orbe, os invito a vivir intensamente una experiencia personal de gratitud, de reconciliación, de confianza total, de entrega de la propia vida sin reservas al Pastor de los Pastores. Al pasar por Cristo, la única Puerta, poned vuestra mirada en su mirada. Dejad que él os alcance «miserando atque eligendo». La riqueza más grande que podéis llevaros de Roma al comienzo de vuestro ministerio episcopal es la conciencia de la misericordia con la que habéis sido mirados y elegidos. El único tesoro que os ruego que no dejéis que se enmohezca en vosotros es el de la certeza de que no estáis abandonados a vuestras fuerzas. Vosotros sois obispos de la Iglesia, partícipes de un único episcopado, miembros de un Colegio indivisible, insertados fuertemente, como humildes sarmientos en la vid, sin la cual nada podréis hacer (Jn 15,48). Ahora que ya no podéis ir solos a ninguna parte,
porque lleváis a la Esposa que se os ha confiado grabada como un sello en vuestra alma, cuando atraveséis la Puerta Santa hacedlo llevando sobre la espalda a vuestro rebaño: no solos, sino con el rebaño a cuestas, y llevando en vuestros corazones el corazón de vuestra Esposa, de vuestras Iglesias. 4. Hacer más pastoral la misericordia No es una tarea fácil. Preguntadle a Dios, que es rico en misericordia, el secreto para hacer más pastoral su misericordia en vuestras diócesis. Es necesario, en efecto, que la misericordia forme e informe las estructuras pastorales de nuestras Iglesias. No se trata de rebajar las exigencias o de malvender nuestras perlas. Es más, la única condición que la perla preciosa pone a quienes la encuentran es la de no contentarse con menos que todo; su única pretensión es suscitar en el corazón de quien la encuentra la necesidad de arriesgarse totalmente para tenerla. No tengáis miedo de proponer la misericordia como resumen de todo lo que Dios ofrece al mundo, porque el corazón del hombre no puede aspirar a nada más grande. Si eso no fuera suficiente para «infundir calor de vida en el hielo, domar el espíritu indómito, guiar al que tuerce el sendero», ¿qué otra cosa podría tener poder sobre el hombre? Entonces, estaríamos desesperadamente condenados a la impotencia. ¿Tendrían así nuestros miedos el poder de romper muros y abrir caminos? ¿Acaso nuestras inseguridades y desconfianzas podrían suscitar dulzura y consuelo en la soledad y en el abandono? Como ha enseñado mi venerado y sabio predecesor, es «la misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor». Ella es «el modo con el cual Dios se opone al poder de las tinieblas con su poder diverso y divino» (Benedicto XVI, Homilía, 15 abril 2007). Por lo tanto, no os dejéis intimidar por la prepotente insinuación de la noche. Conservad intacta la certeza de este poder humilde con el que Dios llama al corazón de todo hombre: santidad, verdad y amor. Hacer más pastoral la misericordia no es otra cosa que convertir las Iglesias a vosotros encomendadas en hogares donde habiten la santidad, la verdad, el amor. Que habiten como huéspedes venidos de lo alto, de los cuales uno no se puede adueñar, sino que a los se deben servir siempre, repitiendo: «No pases de largo junto a tu siervo» (Gn18,3), es la petición de Abrahán. 5. Recomendaciones para hacer más pastoral la misericordia Quisiera ofreceros tres pequeñas reflexiones como ayuda para esta enorme tarea que os espera: hacer más pastoral la misericordia por medio de vuestro ministerio, es decir, hacerla accesible, tangible, «encontrable». 5.1. Obispos capaces de encantar y atraer. Haced de vuestro ministerio un icono de la misericordia, la única fuerza capaz de seducir y atraer de modo permanente el corazón del hombre. También el ladrón se dejó llevar en la última hora por Aquel que «no ha hecho nada malo » (Lc 23,41). Al verlo traspasado en la cruz, se daban golpes de pecho confesando lo que, de otra manera, nunca habrían podido reconocer en sí mismos si no se hubiesen sentido desconcertados por aquel amor que antes nunca habían conocido y que, sin embargo, brotaba gratuita y abundantemente. A un dios lejano e indiferente se le puede incluso ignorar, pero no es fácil resistirse a un Dios tan cercano y además herido por amor. La bondad, la belleza, la verdad, el amor, el bien: esto es lo que podemos ofrecer a este mundo mendigo, aunque sea en vasijas medio rotas.
Pero no se trata de atraer hacia uno mismo: esto es un peligro. El mundo está cansado de embaucadores mentirosos. Y me atrevo a decir: de sacerdotes «a la moda» o de obispos «a la moda». La gente «olfatea» —el Pueblo de Dios tiene el olfato de Dios—, la gente «olfatea» y se aleja cuando reconoce a los narcisistas, a los manipuladores, a los defensores de las propias causas, a los proclamadores de vanas cruzadas. Buscad más bien secundar a Dios, que se presenta ya antes de que vosotros lleguéis. Pienso en Elí con el pequeño Samuel, en el Primer Libro de Samuel. A pesar de que era un tiempo en el que «era rara la palabra del Señor y no eran corrientes las visiones» (3,1), Dios sin embargo no se había resignado a desaparecer. Sólo a la tercera vez, el adormecido Elí comprendió que el joven Samuel no tenía necesidad de su respuesta sino de la de Dios. Veo hoy el mundo como a un confundido Samuel, necesitado de alguien que le ayude a distinguir, en el gran ruido que turba su agonía, la secreta voz de Dios que lo llama. Se necesitan personas que sean capaces de hacer surgir en los confusos corazones hodiernos un humilde balbuceo: «Habla, Señor» (3,9). Y hacen más faltan todavía más los que saben favorecer el silencio para que esta palabra se pueda escuchar. Dios nunca se rinde. Somos nosotros los que, acostumbrados a darnos por vencidos, nos acomodamos muchas veces y preferimos dejarnos convencer de que verdaderamente lo han podido eliminar e inventamos discursos amargos para justificar con el sonido inmóvil de las vanas quejas la pereza que nos paraliza. La queja en un obispo es algo feo. 5.2. Obispos capaces de iniciar a quienes os han sido encomendados. Para poder adentrarse en todo lo que es grande se necesita un proceso. Mucho más la misericordia divina, que es inagotable. Una vez aferrados por la misericordia, esta exige un proceso de introducción, un camino, un sendero, una iniciación. Basta mirar a la Iglesia, que es Madre al engendrar para Dios y Maestra en iniciar a aquellos que ha engendrado para que comprendan la verdad en plenitud. Basta contemplar la riqueza de sus sacramentos, fuente a la que debemos retornar siempre, también en nuestra pastoral, que no debe ser otra cosa que la tarea maternal de la Iglesia de alimentar a los que han nacido de Dios y por medio de ella. La misericordia de Dios es la única realidad que hace que el hombre no se pierda definitivamente, aun cuando, desventuradamente, trate de huir de su encanto. En ella, el hombre puede estar siempre seguro de no caer en ese abismo en el que se encuentra privado de origen y destino, de sentido y horizonte. El rostro de la misericordia es Cristo. En él, ella permanece como una ofrenda permanente e inagotable; en él, proclama que ninguno está perdido —¡ninguno está perdido!—. Para él, cada uno es único. Única es la oveja por la cual él se arriesga en la tempestad; única la moneda comprada con el precio de su sangre; único el hijo que estaba muerto y ahora está vivo (cf. Lc 15). Os ruego que no miréis a vuestros fieles con otra perspectiva que no sea la de su unicidad, que no dejéis de intentarlo todo con tal de llegar a ellos, sin escatimar esfuerzo alguno para recuperarlos. Sed obispos capaces de iniciar a su Iglesia en este abismo de amor. Hoy se pide mucho fruto de unos árboles que no han sido suficientemente cultivados. Se ha perdido el sentido de la iniciación y, sin embargo, en las cosas verdaderamente esenciales de la vida, se accede solamente mediante la iniciación. Pensad en la emergencia educativa, en la transmisión tanto de los contenidos como de los valores, pensad en el analfabetismo afectivo, en los procesos vocacionales, en el discernimiento en las familias, en la búsqueda de la paz: todo esto requiere iniciación y procesos guiados con perseverancia, paciencia y constancia, que son los signos que distinguen al buen pastor del mercenario. Me viene a la mente Jesús cuando inicia a sus discípulos. Tomad el Evangelio y observad cómo el Maestro introduce con paciencia a los suyos en el misterio de su propia persona
y, al final, para imprimir dentro de ellos su persona, les da el Espíritu que «enseña todas las cosas» (cf. Jn 16,13). Siempre me conmueve una acotación de Mateo en el discurso de las parábolas que dice así: «Luego [Jesús] dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle “Explícanos...”» (13,36). Quiero detenerme en esta acotación aparentemente irrelevante. Jesús entra en casa, en la intimidad de los suyos, la multitud queda fuera, se acercan los discípulos, piden explicaciones. Jesús siempre estaba inmerso en las cosas de su Padre, con el cual mantenía la intimidad de la oración. Por eso podía estar presente ante sí mismo y ante los otros. Salía hacia la multitud, pero tenía la libertad de regresar. Os recomiendo cuidar la intimidad con Dios, fuente de la posesión y la entrega de sí, de la libertad para salir y regresar. Ser Pastores que sepan también entrar en casa con los vuestros, capaces de suscitar esa sana intimidad que ayuda a los demás a acercarse, a crear la confianza que favorece aquella pregunta: «Explícanos». No se trata de una explicación cualquiera, sino del secreto del Reino. Es una pregunta dirigida a vosotros en primera persona. No se puede delegar la respuesta en ningún otro. No se puede postergar para después porque se vive dando vueltas, en un impreciso «otro lugar», yendo a una parte y volviendo de otra, sin estar a menudo bien asentados en sí mismos. Os pido que cuidéis con especial premura las estructuras de iniciación de vuestras Iglesias, especialmente de los seminarios. No os dejéis tentar por el número y la cantidad de las vocaciones, sino buscad más bien la calidad del discipulado. Ni números, ni cantidad: solamente la calidad. No privéis a los seminaristas de vuestra firme y tierna paternidad. Hacedlos crecer hasta el punto de adquirir la libertad de estar en Dios «tranquilos y serenos como niños en brazos de su madre» (cf. Sal 131,2); no presos de sus propios caprichos y esclavos de las propias fragilidades, sino libres de abrazar lo que Dios les pide, aun cuando no sea siempre dulce como fue al comienzo en el seno materno. Y estad atentos cuando algún seminarista se refugie en la rigidez: debajo hay siempre algo feo. 5.3. Obispos que saben acompañar Permitidme una última recomendación para hacer más pastoral la misericordia. Y aquí estoy obligado a llevaros nuevamente al camino de Jericó para contemplar el corazón del Samaritano que se desgarra como el vientre de una madre, tocado por la misericordia frente a aquel hombre sin nombre caído en manos de los bandidos. En primer lugar está ese dejarse conmover al ver al herido medio muerto, y luego viene la serie impresionante de verbos que todos conocéis. Verbos, no adjetivos, como muchas veces preferimos nosotros. Verbos en los cuales se conjuga la misericordia. Hacer más pastoral la misericordia es justamente esto: conjugarla en verbos, hacerla palpable y operativa. Los hombres necesitan misericordia; la buscan aun sin saberlo. Saben bien que están heridos, lo sienten, saben bien que están «medio muertos» (cf. Lc10,30), aun teniendo miedo de admitirlo. Cuando inesperadamente ven que se acerca la misericordia, entonces, exponiéndose, tienden la mano para mendigarla. Les fascina su capacidad de detenerse cuando son tantos los que pasan de largo; de inclinarse, cuando un cierto reumatismo del alma impide doblarse; de tocar la carne herida, cuando lo que prevalece es la preferencia por todo lo que es aséptico. Quisiera detenerme en uno de los verbos conjugados por el Samaritano. Él acompaña hasta la posada al hombre que encontró por casualidad, se hace cargo de su suerte. Se interesa por su curación y por su futuro. No le basta lo que ya había hecho. La misericordia, que le había partido el corazón, necesita derramarse y brotar. No se puede
taponar. No se puede hacerlo parar. Aun siendo sólo un samaritano, la misericordia que lo ha tocado participa de la plenitud de Dios y, por eso, no hay dique que la detenga. Sed obispos con el corazón herido por una misericordia así y, por lo tanto, incansable en la humilde tarea de acompañar al hombre que «por casualidad» Dios ha puesto en vuestro camino. Allá donde vayáis, recordad que el camino de Jericó no está lejos. Vuestras Iglesias están llenas de esos caminos. No será difícil encontrar cerca de vosotros a quien está esperando, no a un «levita» que le vuelva la cara, sino a un hermano que se hace prójimo. Acompañad ante todo y con paciente solicitud a vuestro clero. Estad cerca de vuestro clero. Os pido que llevéis a vuestros sacerdotes el abrazo del Papa y el aprecio por su laboriosa generosidad. Tratad de reavivar en ellos la conciencia de que Cristo es su «suerte», su «lote de heredad», la parte que les toca beber en el «cáliz» (cf. Sal 15,5). ¿Quién sino Cristo podrá llenar el corazón de un servidor de Dios y de su Iglesia? Os ruego también que actuéis con gran prudencia y responsabilidad cuando acojáis a los candidatos o incardinéis sacerdotes en vuestras Iglesias locales. Por favor, prudencia y responsabilidad en esto. Recordad que, desde los orígenes, se quiso que la relación entre una Iglesia local y sus sacerdotes fuera inseparable y nunca se ha aceptado un clero vagabundo o en tránsito de un lugar para otro. Y esta es una enfermedad de nuestros tiempos. Ofreced un acompañamiento especial a todas las familias, gozando con su amor generoso y alentando el inmenso bien que realizan en este mundo. Seguid sobre todo a las más heridas. No «paséis de largo» ante su fragilidad. Deteneos para dejar que vuestro corazón de pastor quede traspasado al ver sus heridas; acercaos con delicadeza y sin temor. Poned ante sus ojos la alegría del amorauténtico y de la gracia con la cual Dios los eleva a la participación del propio Amor. Muchos necesitan redescubrirla, otros nunca la han conocido, algunos esperan rescatarla, son muchos los que deberán llevar en sus espaldas el peso de haberla perdido irremediablemente. Os ruego que los acompañéis en el discernimiento y con empatía. Queridos hermanos Ahora rezaremos juntos y yo os bendeciré con todo mi corazón de pastor, de padre y de hermano. La bendición es siempre la invocación del rostro de Dios sobre nosotros. Cristo es el rostro de Dios que nunca se oscurece. Cuando os bendiga, le pediré que camine con vosotros y que os dé la valentía de caminar con él. Su rostro es el que nos atrae, se imprime en nosotros y nos acompaña. Que así sea.
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA 52 JORNADA MUNDIAL DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32). Fake news y periodismo de paz Queridos hermanos y hermanas: En el proyecto de Dios, la comunicación humana es una modalidad esencial para vivir la comunión. El ser humano, imagen y semejanza del Creador, es capaz de expresar y compartir la verdad, el bien, la belleza. Es capaz de contar su propia experiencia y describir el mundo, y de construir así la memoria y la comprensión de los acontecimientos. Pero el hombre, si sigue su propio egoísmo orgulloso, puede también hacer un mal uso de la facultad de comunicar, como muestran desde el principio los episodios bíblicos de Caín y Abel, y de la Torre de Babel (cf. Gn4,1-16; 11,1-9). La alteración de la verdad es el síntoma típico de tal distorsión, tanto en el plano individual como en el colectivo. Por el contrario, en la fidelidad a la lógica de Dios, la comunicación se convierte en lugar para expresar la propia responsabilidad en la búsqueda de la verdad y en la construcción del bien. Hoy, en un contexto de comunicación cada vez más veloz e inmersos dentro de un sistema digital, asistimos al fenómeno de las noticias falsas, las llamadas «fake news». Dicho fenómeno nos llama a la reflexión; por eso he dedicado este mensaje al tema de la verdad, como ya hicieron en diversas ocasiones mis predecesores a partir de Pablo VI (cf. Mensaje de 1972: «Los instrumentos de comunicación social al servicio de la verdad»). Quisiera ofrecer de este modo una aportación al esfuerzo común para prevenir la difusión de las noticias falsas, y para redescubrir el valor de la profesión periodística y la responsabilidad personal de cada uno en la comunicación de la verdad. 1. ¿Qué hay de falso en las «noticias falsas»? «Fake news» es un término discutido y también objeto de debate. Generalmente alude a la desinformación difundida online o en los medios de comunicación tradicionales. Esta expresión se refiere, por tanto, a informaciones infundadas, basadas en datos inexistentes o distorsionados, que tienen como finalidad engañar o incluso manipular al lector para alcanzar determinados objetivos, influenciar las decisiones políticas u obtener ganancias económicas. La eficacia de las fake news se debe, en primer lugar, a su naturaleza mimética, es decir, a su capacidad de aparecer como plausibles. En segundo lugar, estas noticias, falsas pero verosímiles, son capciosas, en el sentido de que son hábiles para capturar la atención de los destinatarios poniendo el acento en estereotipos y prejuicios extendidos dentro de un tejido social, y se apoyan en emociones fáciles de suscitar, como el ansia, el desprecio, la rabia y la frustración. Su difusión puede contar con el uso manipulador de las redes sociales y de las lógicas que garantizan su funcionamiento. De este modo, los contenidos, a pesar de carecer de fundamento, obtienen una visibilidad tal que incluso los desmentidos oficiales difícilmente consiguen contener los daños que producen. La dificultad para desenmascarar y erradicar las fake news se debe asimismo al hecho de que las personas a menudo interactúan dentro de ambientes digitales homogéneos e impermeables a perspectivas y opiniones divergentes. El resultado de esta lógica de la desinformación es que, en lugar de realizar una sana comparación con otras fuentes de
información, lo que podría poner en discusión positivamente los prejuicios y abrir un diálogo constructivo, se corre el riesgo de convertirse en actores involuntarios de la difusión de opiniones sectarias e infundadas. El drama de la desinformación es el desacreditar al otro, el presentarlo como enemigo, hasta llegar a la demonización que favorece los conflictos. Las noticias falsas revelan así la presencia de actitudes intolerantes e hipersensibles al mismo tiempo, con el único resultado de extender el peligro de la arrogancia y el odio. A esto conduce, en último análisis, la falsedad. 2.¿Cómo podemos reconocerlas? Ninguno de nosotros puede eximirse de la responsabilidad de hacer frente a estas falsedades. No es tarea fácil, porque la desinformación se basa frecuentemente en discursos heterogéneos, intencionadamente evasivos y sutilmente engañosos, y se sirve a veces de mecanismos refinados. Por eso son loables las iniciativas educativas que permiten aprender a leer y valorar el contexto comunicativo, y enseñan a no ser divulgadores inconscientes de la desinformación, sino activos en su desvelamiento. Son asimismo encomiables las iniciativas institucionales y jurídicas encaminadas a concretar normas que se opongan a este fenómeno, así como las que han puesto en marcha las compañías tecnológicas y de medios de comunicación, dirigidas a definir nuevos criterios para la verificación de las identidades personales que se esconden detrás de millones de perfiles digitales. Pero la prevención y la identificación de los mecanismos de la desinformación requieren también un discernimiento atento y profundo. En efecto, se ha de desenmascarar la que se podría definir como la «lógica de la serpiente», capaz de camuflarse en todas partes y morder. Se trata de la estrategia utilizada por la «serpiente astuta» de la que habla el Libro del Génesis, la cual, en los albores de la humanidad, fue la artífice de la primera fake news (cf. Gn 3,1-15), que llevó a las trágicas consecuencias del pecado, y que se concretizaron luego en el primer fratricidio (cf. Gn 4) y en otras innumerables formas de mal contra Dios, el prójimo, la sociedad y la creación. La estrategia de este hábil «padre de la mentira» (Jn 8,44) es la mímesis, una insidiosa y peligrosa seducción que se abre camino en el corazón del hombre con argumentaciones falsas y atrayentes. En la narración del pecado original, el tentador, efectivamente, se acerca a la mujer fingiendo ser su amigo e interesarse por su bien, y comienza su discurso con una afirmación verdadera, pero sólo en parte:«¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (Gn 3,1). En realidad, lo que Dios había dicho a Adán no era que no comieran de ningún árbol, sino tan solo de un árbol: «Del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás» (Gn 2,17). La mujer, respondiendo, se lo explica a la serpiente, pero se deja atraer por su provocación:«Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: “No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis”» (Gn 3,2). Esta respuesta tiene un sabor legalista y pesimista: habiendo dado credibilidad al falsario y dejándose seducir por su versión de los hechos, la mujer se deja engañar. Por eso, enseguida presta atención cuando le asegura: «No, no moriréis» (v. 4). Luego, la deconstrucción del tentador asume una apariencia creíble: «Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal» (v. 5). Finalmente, se llega a desacreditar la recomendación paternal de Dios, que estaba dirigida al bien, para seguir la seductora incitación del enemigo: «La mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable» (v. 6). Este episodio bíblico revela por tanto un hecho esencial para nuestro razonamiento: ninguna desinformación es inocua; por el contrario, fiarse de lo que es falso produce
consecuencias nefastas. Incluso una distorsión de la verdad aparentemente leve puede tener efectos peligrosos. De lo que se trata, de hecho, es de nuestra codicia. Las fake news se convierten a menudo en virales, es decir, se difunden de modo veloz y difícilmente manejable, no a causa de la lógica de compartir que caracteriza a las redes sociales, sino más bien por la codicia insaciable que se enciende fácilmente en el ser humano. Las mismas motivaciones económicas y oportunistas de la desinformación tienen su raíz en la sed de poder, de tener y de gozar que en último término nos hace víctimas de un engaño mucho más trágico que el de sus manifestaciones individuales: el del mal que se mueve de falsedad en falsedad para robarnos la libertad del corazón. He aquí porqué educar en la verdad significa educar para saber discernir, valorar y ponderar los deseos y las inclinaciones que se mueven dentro de nosotros, para no encontrarnos privados del bien «cayendo» en cada tentación. 3. «La verdad os hará libres» (Jn 8,32) La continua contaminación a través de un lenguaje engañoso termina por ofuscar la interioridad de la persona. Dostoyevski escribió algo interesante en este sentido: «Quien se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, llega al punto de no poder distinguir la verdad, ni dentro de sí mismo ni en torno a sí, y de este modo comienza a perder el respeto a sí mismo y a los demás. Luego, como ya no estima a nadie, deja también de amar, y para distraer el tedio que produce la falta de cariño y ocuparse en algo, se entrega a las pasiones y a los placeres más bajos; y por culpa de sus vicios, se hace como una bestia. Y todo esto deriva del continuo mentir a los demás y a sí mismo» (Los hermanos Karamazov, II,2). Entonces, ¿cómo defendernos? El antídoto más eficaz contra el virus de la falsedad es dejarse purificar por la verdad. En la visión cristiana, la verdad no es sólo una realidad conceptual que se refiere al juicio sobre las cosas, definiéndolas como verdaderas o falsas. La verdad no es solamente el sacar a la luz cosas oscuras, «desvelar la realidad», como lleva a pensar el antiguo término griego que la designa, aletheia (de a-lethès,«no escondido»). La verdad tiene que ver con la vida entera. En la Biblia tiene el significado de apoyo, solidez, confianza, como da a entender la raíz ‘aman, de la cual procede también el Amén litúrgico. La verdad es aquello sobre lo que uno se puede apoyar para no caer. En este sentido relacional, el único verdaderamente fiable y digno de confianza, sobre el que se puede contar siempre, es decir, «verdadero», es el Dios vivo. He aquí la afirmación de Jesús: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). El hombre, por tanto, descubre y redescubre la verdad cuando la experimenta en sí mismo como fidelidad y fiabilidad de quien lo ama. Sólo esto libera al hombre: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32). Liberación de la falsedad y búsqueda de la relación: he aquí los dos ingredientes que no pueden faltar para que nuestras palabras y nuestros gestos sean verdaderos, auténticos, dignos de confianza. Para discernir la verdad es preciso distinguir lo que favorece la comunión y promueve el bien, y lo que, por el contrario, tiende a aislar, dividir y contraponer. La verdad, por tanto, no se alcanza realmente cuando se impone como algo extrínseco e impersonal; en cambio, brota de relaciones libres entre las personas, en la escucha recíproca. Además, nunca se deja de buscar la verdad, porque siempre está al acecho la falsedad, también cuando se dicen cosas verdaderas. Una argumentación impecable puede apoyarse sobre hechos innegables, pero si se utiliza para herir a otro y desacreditarlo a los ojos de los demás, por más que parezca justa, no contiene en sí la verdad. Por sus frutos podemos distinguir la verdad de los enunciados: si suscitan
polémica, fomentan divisiones, infunden resignación; o si, por el contrario, llevan a la reflexión consciente y madura, al diálogo constructivo, a una laboriosidad provechosa. 4. La paz es la verdadera noticia El mejor antídoto contra las falsedades no son las estrategias, sino las personas, personas que, libres de la codicia, están dispuestas a escuchar, y permiten que la verdad emerja a través de la fatiga de un diálogo sincero; personas que, atraídas por el bien, se responsabilizan en el uso del lenguaje. Si el camino para evitar la expansión de la desinformación es la responsabilidad, quien tiene un compromiso especial es el que por su oficio tiene la responsabilidad de informar, es decir: el periodista, custodio de las noticias. Este, en el mundo contemporáneo, no realiza sólo un trabajo, sino una verdadera y propia misión. Tiene la tarea, en el frenesí de las noticias y en el torbellino de las primicias, de recordar que en el centro de la noticia no está la velocidad en darla y el impacto sobre las cifras de audiencia, sino las personas. Informar es formar, es involucrarse en la vida de las personas. Por eso la verificación de las fuentes y la custodia de la comunicación son verdaderos y propios procesos de desarrollo del bien que generan confianza y abren caminos de comunión y de paz. Por lo tanto, deseo dirigir un llamamiento a promover un periodismo de paz, sin entender con esta expresión un periodismo «buenista» que niegue la existencia de problemas graves y asuma tonos empalagosos. Me refiero, por el contrario, a un periodismo sin fingimientos, hostil a las falsedades, a eslóganes efectistas y a declaraciones altisonantes; un periodismo hecho por personas para personas, y que se comprende como servicio a todos, especialmente a aquellos –y son la mayoría en el mundo– que no tienen voz; un periodismo que no queme las noticias, sino que se esfuerce en buscar las causas reales de los conflictos, para favorecer la comprensión de sus raíces y su superación a través de la puesta en marcha de procesos virtuosos; un periodismo empeñado en indicar soluciones alternativas a la escalada del clamor y de la violencia verbal. Por eso, inspirándonos en una oración franciscana, podríamos dirigirnos a la Verdad en persona de la siguiente manera: Señor, haznos instrumentos de tu paz. Haznos reconocer el mal que se insinúa en una comunicación que no crea comunión. Haznos capaces de quitar el veneno de nuestros juicios. Ayúdanos a hablar de los otros como de hermanos y hermanas. Tú eres fiel y digno de confianza; haz que nuestras palabras sean semillas de bien para el mundo: donde hayruido, haz que practiquemos la escucha; donde hay confusión, haz que inspiremos armonía; donde hay ambigüedad, haz que llevemos claridad; donde hay exclusión, haz que llevemos el compartir; donde hay sensacionalismo, haz que usemos la sobriedad; donde hay superficialidad, haz que planteemos interrogantes verdaderos; donde hay prejuicio, haz que suscitemos confianza; donde hay agresividad, haz que llevemos respeto; donde hay falsedad, haz que llevemos verdad. Amén. Francisco
5. LA SOLIDARIDAD, EL TIEMPO Y LA ALEGRÍA
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LA CONFEDERACIÓN ITALIANA DE SINDICATOS DE TRABAJADORES (CISL) Aula Pablo VI Miércoles 28 de junio de 2017
Os doy la bienvenida con motivo de vuestro congreso, y agradezco a la Secretaría General su presentación. Habéis elegido un lema muy hermoso para este congreso: “Por la persona, por el trabajo”. Persona y trabajo son dos palabras que pueden y deben estar juntas. Porque si pensamos y decimos trabajo sin la persona, el trabajo termina por convertirse en algo inhumano, que olvidando a las personas se olvida y se pierde a sí mismo. Pero si pensamos en la persona sin trabajo decimos algo parcial, incompleto, porque la persona se realiza plenamente cuando se convierte en trabajador, en trabajadora; porque el individuo se hace persona cuando se abre a los demás, a la vida social, cuando florece en el trabajo. La persona florece en el trabajo. El trabajo es la forma más común de cooperación que la humanidad haya generado en su historia. Cada día millones de personas cooperan simplemente trabajando: educando a nuestros hijos, poniendo en funcionamiento equipos mecánicos, resolviendo asuntos en una oficina... El trabajo es una forma de amor civil: no es un amor romántico ni siempre intencional, sino que es un amor verdadero, auténtico, que nos hace vivir y saca adelante el mundo. Por supuesto, la persona no es sólo trabajo… Tenemos que pensar en la sana cultura del ocio, de saber descansar. Esto no es pereza, es una necesidad humana. Cuando pregunto a un hombre, a una mujer, que tiene dos, tres hijos: “Pero dígame, ¿usted juega con sus hijos? ¿Tiene este ‘ocio’?”— “¡Eh!, sabe, cuando voy al trabajo, todavía están dormidos, y cuando vuelvo ya están acostados”. Esto es inhumano. Por eso, junto con el trabajo, debe ir pareja también la otra cultura. Porque la persona no es solamente trabajo, porque no siempretrabajamos y no siempre tenemos que trabajar. De niños no se trabaja y no se debe trabajar. No trabajamos cuando estamos enfermos, no trabajamos cuando somos ancianos. Hay muchas personas que todavía no trabajan, o que ya no trabajan. Todo esto es verdadero y conocido, pero hay que recordarlo también hoy, cuando hay todavía demasiados niños y jóvenes en el mundo que trabajan y no estudian, mientras el estudio es el único “trabajo” bueno de los niños y de los jóvenes. Y cuando no siempre y no a todos se les reconoce el derecho a una jubilación justa — justa porque no es ni demasiado pobre ni demasiado rica: las “jubilaciones de oro” son un insulto al trabajo no menos grave que el de las jubilaciones demasiado pobres, porque hacen que las desigualdades del tiempo del trabajo se hagan perennes. O cuando un trabajador enferma y es descartado también por el mundo del trabajo en nombre de la eficiencia — y, sin
embargo, si una persona enferma puede, dentro de sus límites, trabajar, el trabajo también desempeña una función terapéutica: a veces uno se cura trabajando con los demás, trabajando juntos, para los demás. Es una sociedad necia y miope la que obliga a las personas mayores a trabajar demasiado tiempo y obliga a una entera generación de jóvenes a no trabajar cuando deberían hacerlo para ellos y para todos. Cuando los jóvenes están fuera del mundo del trabajo, las empresas carecen de energía, de entusiasmo, de innovación, de alegría de vivir, que son bienes comunes preciosos que mejoran la vida económica y la felicidad pública. Es por tanto urgente un nuevo pacto social humano, un nuevo pacto social para el trabajo, que reduzca las horas de trabajo de los que están en la última temporada laboral para crear trabajo para los jóvenes que tienen el derecho-deber de trabajar. El don del trabajo es el primer don de los padres y de las madres a los hijos y a las hijas, es el primer patrimonio de una sociedad. Es la primera dote con la que les ayudamos a levantar el vuelo libre de la vida adulta. Quisiera subrayar dos desafíos trascendentales que hoy el movimiento sindical debe afrontar y superar si quiere seguir desempeñando su papel esencial para el bien común. El primero es la profecía, y se refiere a la naturaleza misma del sindicato, a su vocación más verdadera. El sindicato es expresión del perfil profético de una sociedad. El sindicato nace y renace todas las veces que, como los profetas bíblicos, da voz a los que no la tienen, denuncia al pobre “vendido por un par de sandalias” (cfr Amós 2,6), desenmascara a los poderosos que pisotean los derechos de los trabajadores más frágiles, defiende la causa del extranjero, de los últimos, de los “descartes”. Como demuestra también la gran tradición de la cisl, el movimiento sindical tiene sus grandes temporadas cuando es profecía. Pero en nuestras sociedades capitalistas avanzadas el sindicato corre el riesgo de perder esta naturaleza profética suya y volverse demasiado parecido a las instituciones y a los poderes que, en cambio, debería criticar. El sindicato, con el pasar del tiempo, ha terminado por parecerse demasiado a la política, o mejor dicho, a los partidos políticos, a su lenguaje, a su estilo. En cambio, si le falta esta dimensión típica y diferente, también su acción dentro de las empresas pierde fuerza y eficacia. Esta es la profecía. Segundo desafío: la innovación. Los profetas son centinelas, que vigilan desde su atalaya. También el sindicato tiene que vigilar desde las murallas de la ciudad del trabajo, como un centinela que mira y protege a los que están dentro de la ciudad del trabajo, pero que mira y protege también a quienes están fuera de las murallas. El sindicato no realiza su función esencial de innovación social si vigila solo a los que están dentro, si sólo protege los derechos de quien ya trabaja o está jubilado. Esto se debe hacer, pero es la mitad de vuestro trabajo. Vuestra vocación es también la de proteger los derechos de quien todavía no los tiene, los excluidos del trabajo que también están excluidos de los derechos y de la democracia. El capitalismo de nuestro tiempo no comprende el valor del sindicato, porque se ha olvidado de la naturaleza social de la economía, de la empresa. Este es uno de los pecados más graves. Economía de mercado: no. Digamos economía social de mercado, como enseñaba san Juan Pablo ii: economía social de mercado. La economía ha olvidado la naturaleza social que tiene como vocación, la naturaleza social de la empresa, de la vida, de los vínculos, de los pactos. Pero tal vez nuestra sociedad no entiende al sindicato porque no lo ve luchar lo suficiente en los lugares de los “derechos del todavía no”: en las periferias existenciales, entre los descartados del trabajo. Pensemos en el 40% de jóvenes menores de 25 años que no tienen trabajo. Aquí. En Italia. ¡vosotros tenéis que luchar ahí! Son periferias existenciales. No lo ve luchar entre los inmigrantes, los pobres, que están bajo las murallas de la ciudad; o simplemente no lo entiende porque a veces — pero pasa en todas las familias— la corrupción ha entrado en el corazón de algunos
sindicalistas. No os dejéis bloquear por esto. Sé que os estáis esforzando ya desde hace tiempo en la dirección justa, especialmente con los migrantes, con los jóvenes y con las mujeres. Y esto que digo podría parecer superado, pero en el mundo del trabajo la mujer es todavía de segunda clase. Podríais decirme: “No, está esa empresaria, esa otra…”. Sí, pero la mujer gana menos, se la explota con más facilidad… Haced algo. Os animo a continuar y, si es posible, a hacer más. Vivir las periferias puede convertirse en una estrategia de acción, en una prioridad del sindicato de hoy y de mañana. No hay una buena sociedad sin un buen sindicato, y no hay un sindicato bueno que no renazca cada día en las periferias, que no transforme las piedras descartadas por la economía en piedras angulares. Sindicato es una bella palabra que proviene del griego “dike”, es decir justicia y “syn” juntos: syn-dike, “justicia juntos”. No hay justicia juntos si no es junto con los excluidos de hoy. Os doy las gracias por este encuentro, os bendigo, bendigo vuestro trabajo y os deseo lo mejor para vuestro Congreso y vuestro trabajo diario. Y cuando nosotros en la Iglesia hacemos una misión, por ejemplo, en una parroquia, el obispo dice: “Hagamos la misión para que toda la parroquia se convierta, es decir dé un paso a mejor”. También vosotros “convertíos”: dad un paso a mejor en vuestro trabajo, que sea mejor. ¡Gracias! Y ahora os pido que recéis por mí, porque yo también tengo que convertirme en mi trabajo; cada día tengo que hacer mejor para ayudar y cumplir mi vocación. Rezad por mí y quisiera daros la bendición del Señor.
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO MUNDIAL DE MOVIMIENTOS POPULARES Aula Vieja del Sínodo Martes 28 de octubre de 2014 Buenos días de nuevo, estoy contento de estar entre ustedes, además les digo una confidencia, es la primera vez que bajo acá, nunca había venido. Como les decía, tengo mucha alegría y les doy una calurosa bienvenida. Gracias por haber aceptado esta invitación para debatir tantos graves problemas sociales que aquejan al mundo hoy, ustedes que sufren en carne propia la desigualdad y la exclusión. Gracias al Cardenal Turkson por su acogida. Gracias, Eminencia, por su trabajo y sus palabras. Este encuentro de Movimientos Populares es un signo, es un gran signo: vinieron a poner en presencia de Dios, de la Iglesia, de los pueblos, una realidad muchas veces silenciada. ¡Los pobres no sólo padecen la injusticia sino que también luchan contra ella! No se contentan con promesas ilusorias, excusas o coartadas. Tampoco están esperando de brazos cruzados la ayuda de ONGs, planes asistenciales o soluciones que nunca llegan o, si llegan, llegan de tal manera que van en una dirección o de anestesiar o de domesticar. Esto es medio peligroso. Ustedes sienten que los pobres ya no esperan y quieren ser protagonistas, se organizan, estudian, trabajan, reclaman y, sobre todo, practican esa solidaridad tan especial que existe entre los que sufren, entre los pobres, y que nuestra civilización parece haber olvidado, o al menos tiene muchas ganas de olvidar.
Solidaridad es una palabra que no cae bien siempre, yo diría que algunas veces la hemos transformado en una mala palabra, no se puede decir; pero es una palabra mucho más que algunos actos de generosidad esporádicos. Es pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad de vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, la tierra y la vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero: los desplazamientos forzados, las emigraciones dolorosas, la trata de personas, la droga, la guerra, la violencia y todas esas realidades que muchos de ustedes sufren y que todos estamos llamados a transformar. La solidaridad, entendida,en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares. Este encuentro nuestro no responde a una ideología. Ustedes no trabajan con ideas, trabajan con realidades como las que mencioné y muchas otras que me han contado… tienen los pies en el barro y las manos en la carne. ¡Tienen olor a barrio, a pueblo, a lucha! Queremos que se escuche su voz que, en general, se escucha poco. Tal vez porque molesta, tal vez porque su grito incomoda, tal vez porque se tiene miedo al cambio que ustedes reclaman, pero sin su presencia, sin ir realmente a las periferias, las buenas propuestas y proyectos que a menudo escuchamos en las conferencias internacionales se quedan en el reino de la idea, es mi proyecto. No se puede abordar el escándalo de la pobreza promoviendo estrategias de contención que únicamente tranquilicen y conviertan a los pobres en seres domesticados e inofensivos. Qué triste ver cuando detrás de supuestas obras altruistas, se reduce al otro a la pasividad, se lo niega o peor, se esconden negocios y ambiciones personales: Jesús les diría hipócritas. Qué lindo es en cambio cuando vemos en movimiento a Pueblos, sobre todo, a sus miembros más pobres y a los jóvenes. Entonces sí se siente el viento de promesa que aviva la ilusión de un mundo mejor. Que ese viento se transforme en vendaval de esperanza. Ese es mi deseo. Este encuentro nuestro responde a un anhelo muy concreto, algo que cualquier padre, cualquier madre quiere para sus hijos; un anhelo que debería estar al alcance de todos, pero hoy vemos con tristeza cada vez más lejos de la mayoría: tierra, techo y trabajo. Es extraño pero si hablo de esto para algunos resulta que el Papa es comunista. No se entiende que el amor a los pobres está al centro del Evangelio. Tierra, techo y trabajo, eso por lo que ustedes luchan, son derechos sagrados. Reclamar esto no es nada raro, es la doctrina social de la Iglesia. Voy a detenerme un poco en cada uno de éstos porque ustedes los han elegido como consigna para este encuentro. Tierra. Al inicio de la creación, Dios creó al hombre, custodio de su obra, encargándole de que la cultivara y la protegiera. Veo que aquí hay decenas de campesinos y campesinas, y quiero felicitarlos por custodiar la tierra, por cultivarla y por hacerlo en comunidad. Me preocupa la erradicación de tantos hermanos campesinos que sufren el desarraigo, y no por guerras o desastres naturales. El acaparamiento de tierras, la desforestación, la apropiación del agua, los agrotóxicos inadecuados, son algunos de los males que arrancan al hombre de su tierra natal. Esta dolorosa separación, que no es sólo física, sino existencial y espiritual, porque hay una relación con la tierra que está poniendo a la comunidad rural y su peculiar modo de vida en notoria decadencia y hasta en riesgo de extinción. La otra dimensión del proceso ya global es el hambre. Cuando la especulación financiera condiciona el precio de los alimentos tratándolos como a cualquier mercancía, millones de personas sufren y mueren de hambre. Por otra parte se desechan toneladas de alimentos. Esto constituye un verdadero escándalo. El hambre es criminal, la alimentación es un derecho inalienable. Sé que algunos de ustedes reclaman una reforma agraria para
solucionar alguno de estos problemas, y déjenme decirles que en ciertos países, y acá cito el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, “la reforma agraria es además de una necesidad política, una obligación moral” (CDSI, 300). No lo digo solo yo, está en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Por favor, sigan con la lucha por la dignidad de la familia rural, por el agua, por la vida y para que todos puedan beneficiarse de los frutos de la tierra. Segundo, Techo. Lo dije y lo repito: una casa para cada familia. Nunca hay que olvidarse que Jesús nació en un establo porque en el hospedaje no había lugar, que su familia tuvo que abandonar su hogar y escapar a Egipto, perseguida por Herodes. Hoy hay tantas familias sin vivienda, o bien porque nunca la han tenido o bien porque la han perdido por diferentes motivos. Familia y vivienda van de la mano. Pero, además, un techo, para que sea hogar, tiene una dimensión comunitaria: y es el barrio… y es precisamente en el barrio donde se empieza a construir esa gran familia de la humanidad, desde lo más inmediato, desde la convivencia con los vecinos. Hoy vivimos en inmensas ciudades que se muestran modernas, orgullosas y hasta vanidosas. Ciudades que ofrecen innumerables placeres y bienestar para una minoría feliz… pero se le niega el techo a miles de vecinos y hermanos nuestros, incluso niños, y se los llama, elegantemente, “personas en situación de calle”. Es curioso como en el mundo de las injusticias, abundan los eufemismos. No se dicen las palabras con la contundencia y la realidad se busca en el eufemismo. Una persona, una persona segregada, una persona apartada, una persona que está sufriendo la miseria, el hambre, es una persona en situación de calle: palabra elegante ¿no? Ustedes busquen siempre, por ahí me equivoco en alguno, pero en general, detrás de un eufemismo hay un delito. Vivimos en ciudades que construyen torres, centros comerciales, hacen negocios inmobiliarios… pero abandonan a una parte de sí en las márgenes, las periferias. ¡Cuánto duele escuchar que a los asentamientos pobres se los margina o, peor, se los quiere erradicar! Son crueles las imágenes de los desalojos forzosos, de las topadoras derribando casillas, imágenes tan parecidas a las de la guerra. Y esto se ve hoy. Ustedes saben que en las barriadas populares donde muchos de ustedes viven subsisten valores ya olvidados en los centros enriquecidos. Los asentamientos están bendecidos con una rica cultura popular: allí el espacio público no es un mero lugar de tránsito sino una extensión del propio hogar, un lugar donde generar vínculos con los vecinos. Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo. Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro. Por eso, ni erradicación ni marginación: Hay que seguir en la línea de la integración urbana. Esta palabra debe desplazar totalmente a la palabra erradicación, desde ya, pero también esos proyectos que pretenden barnizar los barrios pobres, aprolijar las periferias y maquillar las heridas sociales en vez de curarlas promoviendo una integración auténtica y respetuosa. Es una especie de arquitectura de maquillaje ¿no? Y va por ese lado. Sigamos trabajando para que todas las familias tengan una vivienda y para que todos los barrios tengan una infraestructura adecuada (cloacas, luz, gas, asfalto, y sigo: escuelas, hospitales o salas de primeros auxilios, club deportivo y todas las cosas que crean vínculos y que unen, acceso a la salud –lo dije- y a la educación y a la seguridad en la tenencia. Tercero, Trabajo. No existe peor pobreza material - me urge subrayarlo-, no existe peor pobreza material, que la que no permite ganarse el pan y priva de la dignidad del trabajo. El desempleo juvenil, la informalidad y la falta de derechos laborales no son inevitables, son resultado de una previa opción social, de un sistema económico que pone los beneficios por encima del hombre, si el beneficio es económico, sobre la humanidad o
sobre el hombre, son efectos de una cultura del descarte que considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hoy, al fenómeno de la explotación y de la opresión se le suma una nueva dimensión, un matiz gráfico y duro de la injusticia social; los que no se pueden integrar, los excluidos son desechos, “sobrantes”. Esta es la cultura del descarte y sobre esto quisiera ampliar algo que no tengo escrito pero se me ocurre recordarlo ahora. Esto sucede cuando al centro de un sistema económico está el dios dinero y no el hombre, la persona humana. Sí, al centro de todo sistema social o económico tiene que estar la persona, imagen de Dios, creada para que fuera el dominador del universo. Cuando la persona es desplazada y viene el dios dinero sucede esta trastocación de valores. Y, para graficar, recuerdo una enseñanza de alrededor del año 1200. Un rabino judío explicaba a sus feligreses la historia de la torre de babel y entonces contaba cómo, para construir esta torre de babel, había que hacer mucho esfuerzo, había que fabricar los ladrillos, para fabricar los ladrillos había que hacer el barro y traer la paja, y amasar el barro con la paja, después cortarlo en cuadrado, después hacerlo secar, después cocinarlo, y cuando ya estaban cocidos y fríos, subirlos para ir construyendo la torre. Si se caía un ladrillo, era muy caro el ladrillo con todo este trabajo, si se caía un ladrillo era casi una tragedia nacional. Al que lo dejaba caer lo castigaban o lo suspendían o no sé lo que le hacían, y si caía un obrero no pasaba nada. Esto es cuando la persona está al servicio del dios dinero y esto lo contaba un rabino judío, en el año 1200 explicaba estas cosas horribles. Y respecto al descarte también tenemos que ser un poco atentos a lo que sucede en nuestra sociedad. Estoy repitiendo cosas que he dicho y que están en la Evangelii Gaudium. Hoy día, se descartan los chicos porque el nivel de natalidad en muchos países de la tierra ha disminuido o se descartan los chicos por no tener alimentación o porque se les mata antes de nacer, descarte de niños. Se descartan los ancianos, porque, bueno, no sirven, no producen, ni chicos ni ancianos producen, entonces con sistemas más o menos sofisticados se les va abandonando lentamente, y ahora, como es necesario en esta crisis recuperar un cierto equilibrio, estamos asistiendo a un tercer descarte muy doloroso, el descarte de los jóvenes. Millones de jóvenes, yo no quiero decir la cifra porque no la sé exactamente y la que leí me parece un poco exagerada, pero millones de jóvenes descartados del trabajo, desocupados. En los países de Europa, y estas si son estadísticas muy claras, acá en Italia, pasó un poquitito del 40% de jóvenes desocupados; ya saben lo que significa 40% de jóvenes, toda una generación, anular a toda una generación para mantener el equilibrio. En otro país de Europa está pasando el 50% y en ese mismo país del 50%, en el sur, el 60%, son cifras claras, óseas del descarte. Descarte de niños, descarte de ancianos, que no producen, y tenemos que sacrificar una generación de jóvenes, descarte de jóvenes, para poder mantener y reequilibrar un sistema en el cual en el centro está el dios dinero y no la persona humana. Pese a esto, a esta cultura del descarte, a esta cultura de los sobrantes, tantos de ustedes, trabajadores excluidos, sobrantes para este sistema, fueron inventando su propio trabajo con todo aquello que parecía no poder dar más de sí mismo… pero ustedes, con su artesanalidad, que les dio Dios… con su búsqueda, con su solidaridad, con su trabajo comunitario, con su economía popular, lo han logrado y lo están logrando…. Y déjenme decírselo, eso además de trabajo, es poesía. Gracias. Desde ya, todo trabajador, esté o no esté en el sistema formal del trabajo asalariado, tiene derecho a una remuneración digna, a la seguridad social y a una cobertura jubilatoria.
Aquí hay cartoneros, recicladores, vendedores ambulantes, costureros, artesanos, pescadores, campesinos, constructores, mineros, obreros de empresas recuperadas, todo tipo de cooperativistas y trabajadores de oficios populares que están excluidos de los derechos laborales, que se les niega la posibilidad de sindicalizarse, que no tienen un ingreso adecuado y estable. Hoy quiero unir mi voz a la suya y acompañarlos en su lucha. En este Encuentro, también han hablado de la Paz y de Ecología. Es lógico: no puede haber tierra, no puede haber techo, no puede haber trabajo si no tenemos paz y si destruimos el planeta. Son temas tan importantes que los Pueblos y sus organizaciones de base no pueden dejar de debatir. No pueden quedar sólo en manos de los dirigentes políticos. Todos los pueblos de la tierra, todos los hombres y mujeres de buena voluntad, tenemos que alzar la voz en defensa de estos dos preciosos dones: la paz y la naturaleza. La hermana madre tierra como la llamaba San Francisco de Asís. Hace poco dije, y lo repito, que estamos viviendo la tercera guerra mundial pero en cuotas. Hay sistemas económicos que para sobrevivir deben hacer la guerra. Entonces se fabrican y se venden armas y, con eso los balances de las economías que sacrifican al hombre a los pies del ídolo del dinero, obviamente quedan saneados. Y no se piensa en los niños hambrientos en los campos de refugiados, no se piensa en los desplazamientos forzosos, no se piensa en las viviendas destruidas, no se piensa, desde ya, en tantas vidas segadas. Cuánto sufrimiento, cuánta destrucción, cuánto dolor. Hoy, queridos hermanas y hermanos, se levanta en todas las partes de la tierra, en todos los pueblos, en cada corazón y en los movimientos populares, el grito de la paz: ¡Nunca más la guerra! Un sistema económico centrado en el dios dinero necesita también saquear la naturaleza, saquear la naturaleza, para sostener el ritmo frenético de consumo que le es inherente. El cambio climático, la pérdida de la biodiversidad, la desforestación ya están mostrando sus efectos devastadores en los grandes cataclismos que vemos, y los que más sufren son ustedes, los humildes, los que viven cerca de las costas en viviendas precarias o que son tan vulnerables económicamente que frente a un desastre natural lo pierden todo. Hermanos y hermanas: la creación no es una propiedad, de la cual podemos disponer a nuestro gusto; ni mucho menos, es una propiedad sólo de algunos, de pocos: la creación es un don, es un regalo, un don maravilloso que Dios nos ha dado para que cuidemos de él y lo utilicemos en beneficio de todos, siempre con respeto y gratitud. Ustedes quizá sepan que estoy preparando una encíclica sobre Ecología: tengan la seguridad que sus preocupaciones estarán presentes en ella. Les agradezco, aprovecho para agradecerles, la carta que me hicieron llegar los integrantes de la Vía Campesina, la Federación de Cartoneros y tantos otros hermanos al respecto. Hablamos de la tierra, de trabajo, de techo… hablamos de trabajar por la paz y cuidar la naturaleza… Pero ¿por qué en vez de eso nos acostumbramos a ver cómo se destruye el trabajo digno, se desahucia a tantas familias, se expulsa a los campesinos, se hace la guerra y se abusa de la naturaleza? Porque en este sistema se ha sacado al hombre, a la persona humana, del centro y se lo ha reemplazado por otra cosa. Porque se rinde un culto idolátrico al dinero. Porque se ha globalizado la indiferencia, se ha globalizado la indiferencia: a mí ¿qué me importa lo que les pasa a otros mientras yo defienda lo mío? Porque el mundo se ha olvidado de Dios, que es Padre; se ha vuelto huérfano porque dejó a Dios de lado. Algunos de ustedes expresaron: Este sistema ya no se aguanta. Tenemos que cambiarlo, tenemos que volver a llevar la dignidad humana al centro y que sobre ese pilar se construyan las estructuras sociales alternativas que necesitamos. Hay que hacerlo con coraje, pero también con inteligencia. Con tenacidad, pero sin fanatismo. Con pasión, pero sin violencia. Y entre todos, enfrentando los conflictos sin quedar atrapados en ellos, buscando siempre resolver las tensiones para alcanzar un plano superior de unidad, de
paz y de justicia. Los cristianos tenemos algo muy lindo, una guía de acción, un programa, podríamos decir, revolucionario. Les recomiendo vivamente que lo lean, que lean las bienaventuranzas que están en el capítulo 5 de San Mateo y 6 de San Lucas, (cfr. Mt 5, 3 y Lc 6, 20) y que lean el pasaje de Mateo 25. Se lo dije a los jóvenes en Río de Janeiro, con esas dos cosas tienen el programa de acción. Sé que entre ustedes hay personas de distintas religiones, oficios, ideas, culturas, países, continentes. Hoy están practicando aquí la cultura del encuentro, tan distinta a la xenofobia, la discriminación y la intolerancia que tantas veces vemos. Entre los excluidos se da ese encuentro de culturas donde el conjunto no anula la particularidad, el conjunto no anula la particularidad. Por eso a mí me gusta la imagen del poliedro, una figura geométrica con muchas caras distintas. El poliedro refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan la originalidad. Nada se disuelve, nada se destruye, nada se domina, todo se integra, todo se integra. Hoy también están buscando esa síntesis entre lo local y lo global. Sé que trabajan día tras día en lo cercano, en lo concreto, en su territorio, su barrio, su lugar de trabajo: los invito también a continuar buscando esa perspectiva más amplia, que nuestros sueños vuelen alto y abarquen el todo. De ahí que me parece importante esa propuesta que algunos me han compartido de que estos movimientos, estas experiencias de solidaridad que crecen desde abajo, desde el subsuelo del planeta, confluyan, estén más coordinadas, se vayan encontrando, como lo han hecho ustedes en estos días. Atención, nunca es bueno encorsetar el movimiento en estructuras rígidas, por eso dije encontrarse, mucho menos es bueno intentar absorberlo, dirigirlo o dominarlo; movimientos libres tiene su dinámica propia, pero sí, debemos intentar caminar juntos. Estamos en este salón, que es el salón del Sínodo viejo, ahora hay uno nuevo, y sínodo quiere decir precisamente “caminar juntos”: que éste sea un símbolo del proceso que ustedes han iniciado y que están llevando adelante. Los movimientos populares expresan la necesidad urgente de revitalizar nuestras democracias, tantas veces secuestradas por innumerables factores. Es imposible imaginar un futuro para la sociedad sin la participación protagónica de las grandes mayorías y ese protagonismo excede los procedimientos lógicos de la democracia formal. La perspectiva de un mundo de paz y justicia duraderas nos reclama superar el asistencialismo paternalista, nos exige crear nuevas formas de participación que incluya a los movimientos populares y anime las estructuras de gobierno locales, nacionales e internacionales con ese torrente de energía moral que surge de la incorporación de los excluidos en la construcción del destino común. Y esto con ánimo constructivo, sin resentimiento, con amor. Yo los acompaño de corazón en ese camino. Digamos juntos desde el corazón: Ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin tierra, ningún trabajador sin derechos, ninguna persona sin la dignidad que da el trabajo. Queridos hermanas y hermanos: sigan con su lucha, nos hacen bien a todos. Es como una bendición de humanidad. Les dejo de recuerdo, de regalo y con mi bendición, unos rosarios que fabricaron artesanos, cartoneros y trabajadores de la economía popular de América Latina. Y en este acompañamiento rezo por ustedes, rezo con ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y los acompañe en el camino dándoles abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie: esa fuerza es la esperanza, la esperanza que no defrauda, gracias.
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A UNA PEREGRINACIÓN DE POBRES DE LAS DIÓCESIS FRANCESAS DE LA PROVINCIA DE LYON Aula Pablo VI Miércoles 6 de julio de 2016
Queridos amigos: Estoy muy contento de acogerles. Cualquiera que sea su condición, su historia, el peso que llevan, es Jesús quien nos reúne entorno a sí. Si algo tiene Jesús, es precisamente la capacidad de acoger. Él acoge a cada uno así como es. En Él somos hermanos, y yo quisiera que ustedes sintieran cuánto son bienvenidos; su presencia es importante para mí, y también es importante que ustedes estén en casa. Con los responsables que les acompañan, ustedes dan un bello testimonio de fraternidad evangélica en este caminar juntos en peregrinación. En efecto, ustedes vinieron acompañándose unos a otros. Unos, ayudándoles generosamente, ofreciendo medios y tiempo para hacerles venir; y ustedes regalándoles, regalándonos, regalándome a mí, a Jesús mismo. Porque Jesús quiso compartir su condición: se hizo, por amor, uno de ustedes: despreciado por los hombres, olvidado, alguien que no cuenta para nada. Cuando les toca probar todo esto, no olviden que también Jesús lo probó como ustedes. Es la prueba de que son preciosos a sus ojos, y que Él está a su lado. Están ustedes en el corazón de la Iglesia, como decía el Padre Giuseppe Wresinski, porque Jesús, en su vida, siempre ha dado prioridad a personas que eran como ustedes, que vivían en situaciones semejantes. Y la Iglesia, que ama y prefiere lo que Jesús ha amado y preferido, no puede estar tranquila hasta que no haya llegado a todos los que experimentan el rechazo, la exclusión y que no cuentan para nadie. En el corazón de la Iglesia, ustedes nos dejan encontrar a Jesús, porque nos hablan de Él, no tanto con las palabras como con toda su vida. Y testimonian la importancia de los pequeños gestos, asequibles a de todos, que contribuyen a construir la paz, recordándonos que somos hermanos, y que Dios es Padre de todos nosotros. Me viene a la mente intentar imaginar qué pensaría la gente cuando ha visto a María, José y Jesús por las calles, huyendo en Egipto. Ellos eran pobres, pasaban tribulaciones a causa de las persecuciones: pero ahí estaba Dios. Queridos acompañantes, quiero agradecerles todo lo que hacen, fieles a la institución del Padre Giuseppe Wresinski, que quería partir de la vida compartida, y no de teorías abstractas. Las teorías abstractas nos llevan a las ideologías y las ideologías nos llevan a negar que Dios se ha hecho carne, uno de nosotros. Porque es la vida compartida con los pobres lo que nos transforma y nos convierte. Y piensen bien en esto. Ustedes no sólo salen a su encuentro, —también al encuentro de quien se avergüenza y se esconde—, no sólo caminan con ellos, esforzándose por comprender su sufrimiento, por entrar en su disposición [de ánimo]; sino que ustedes se esfuerzan por entrar en su desesperación. Además, suscitan entorno a ellos una comunidad, restituyéndoles de ese modo una existencia, una identidad, una dignidad. Y el Año de la Misericordia es la ocasión para redescubrir y vivir esta dimensión de solidaridad, fraternidad, ayuda y apoyo recíproco.
Queridos hermanos, les pido sobre todo que mantengan el coraje en medio de sus angustias, para conservar la alegría de la esperanza. Que esa llama que habita en ustedes no se apague. Porque nosotros creemos en un Dios que repara todas las injusticias, que consuela todas las penas y que sabe recompensar a cuantos mantienen la fe en Él. En espera de aquel día de paz y luz, su contribución es esencial para la Iglesia y para el mundo: ustedes son testigos de Cristo, son intercesores ante Dios que escucha, de modo particular, sus oraciones. Ustedes me pedían recordar a la Iglesia de Francia que Jesús sufre a la puerta de nuestras iglesias si no hay pobres... «Los tesoros de la Iglesia son los pobres», decía el diácono romano Lorenzo. Y, por último, quiero pedirles un favor, más que un favor, darles una misión: una misión que solamente ustedes, en su pobreza, son capaces de realizar. Me explico: Jesús, algunas veces, ha sido muy severo y ha reprochado fuertemente a personas que no acogían el mensaje del Padre. Y así como Él pronunció la hermosa palabra «bienaventurados» refiriéndose a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran, a los que son odiados y perseguidos, también dijo otra, que, dicha por Él da miedo. Dijo: «ay de ustedes». Y lo dijo a los ricos, a los saciados, a los que ahora ríen, a los que les gusta ser adulados, a los hipócritas. Les doy la misión de rezar por ellos, para que el Señor cambie su corazón. Les pido también rezar por los culpables de su pobreza, para que se conviertan. Rezar por tantos ricos que se visten de púrpura y de lino y hacen fiestas con grandes banquetes, sin darse cuenta de que a sus puertas yacen muchos Lázaros, deseosos de saciar su hambre con las sobras de sus mesas. Recen también por los sacerdotes, por los levitas, quienes —viendo a aquel hombre golpeado y medio muerto— pasan de largo, mirando a otra parte, para que tengan compasión. A todas estas personas, y por supuesto también a otras que están relacionadas negativamente con la pobreza de ustedes y con tantos dolores, sonríanles desde el corazón, deseen para ellos el bien y pidan a Jesús que se conviertan. Y les aseguro que, si ustedes hacen eso, habrá una gran alegría en la Iglesia, en su corazón y también en la amada Francia. Todos juntos, ahora, bajo la mirada de nuestro Padre celestial, les confío a la protección de la Madre de Jesús y a la de san José, y les imparto de corazón la Bendición apostólica. Y recemos todos a nuestro Padre. [Padre Nuestro, recitado en francés] [Bendición en francés]
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LA ALIMENTACIÓN 2013
Al Señor José Graziano da Silva Director General de la FAO 1. La Jornada Mundial de la Alimentación nos pone ante uno de los desafíos más serios para la humanidad: el de la trágica condición en la que viven todavía millones de personas hambrientas y malnutridas, entre ellas muchos niños. Esto adquiere mayor gravedad aún en un tiempo como el nuestro, caracterizado por un progreso sin precedentes en diversos campos de la ciencia y una posibilidad cada vez mayor de comunicación. Es un escándalo que todavía haya hambre y malnutrición en el mundo. No se trata sólo de responder a las emergencias inmediatas, sino de afrontar juntos, en todos los ámbitos, un problema que interpela nuestra conciencia personal y social, para lograr una solución justa y duradera. Que nadie se vea obligado a abandonar su tierra y su propio entorno cultural por la falta de los medios esenciales de subsistencia. Paradójicamente, en un momento en que la globalización permite conocer las situaciones de necesidad en el mundo y multiplicar los intercambios y las relaciones humanas, parece crecer la tendencia al individualismo y al encerrarse en sí mismos, lo que lleva a una cierta actitud de indiferencia —a nivel personal, de las instituciones y de los estados— respecto a quien muere de hambre o padece malnutrición, casi como si se tratara de un hecho ineluctable. Pero el hambre y la desnutrición nunca pueden ser consideradas un hecho normal al que hay que acostumbrarse, como si formara parte del sistema. Algo tiene que cambiar en nosotros mismos, en nuestra mentalidad, en nuestras sociedades. ¿Qué podemos hacer? Creo que un paso importante es abatir con decisión las barreras del individualismo, del encerrarse en sí mismos, de la esclavitud de la ganancia a toda costa; y esto, no sólo en la dinámica de las relaciones humanas, sino también en la dinámica económica y financiera global. Pienso que es necesario, hoy más que nunca, educarnos en la solidaridad, redescubrir el valor y el significado de esta palabra tan incómoda, y muy frecuentemente dejada de lado, y hacer que se convierta en actitud de fondo en las decisiones en el plano político, económico y financiero, en las relaciones entre las personas, entre los pueblos y entre las naciones. Sólo cuando se es solidario de una manera concreta, superando visiones egoístas e intereses de parte, también se podrá lograr finalmente el objetivo de eliminar las formas de indigencia determinadas por la carencia de alimentos. Solidaridad que no se reduce a las diversas formas de asistencia, sino que se esfuerza por asegurar que un número cada vez mayor de personas puedan ser económicamente independientes. Se han dado muchos pasos en diferentes países, pero todavía estamos lejos de un mundo en el que todos puedan vivir con dignidad. 2. El tema elegido por la FAO para la celebración de este año habla de «sistemas alimentarios sostenibles para la seguridad alimentaria y la nutrición». Me parece leer en él una invitación a repensar y renovar nuestros sistemas alimentarios desde una perspectiva de la solidaridad, superando la lógica de la explotación salvaje de la creación y orientando mejor nuestro compromiso de cultivar y cuidar el medio ambiente y sus recursos, para garantizar la seguridad alimentaria y avanzar hacia una alimentación suficiente y sana para todos. Esto comporta un serio interrogante sobre la necesidad de cambiar realmente nuestro estilo de vida, incluido el alimentario, que en tantas áreas del planeta está marcado por el consumismo, el desperdicio y el despilfarro de alimentos. Los datos proporcionados en este sentido por la FAO indican que aproximadamente un tercio de la producción mundial de alimentos no está disponible a causa de pérdidas y derroches
cada vez mayores. Bastaría eliminarlos para reducir drásticamente el número de hambrientos. Nuestros padres nos educaban en el valor de lo que recibimos y tenemos, considerado como un don precioso de Dios. Pero el desperdicio de alimentos no es sino uno de los frutos de la «cultura del descarte» que a menudo lleva a sacrificar hombres y mujeres a los ídolos de las ganancias y del consumo; un triste signo de la «globalización de la indiferencia», que nos va «acostumbrando» lentamente al sufrimiento de los otros, como si fuera algo normal. El reto del hambre y de la malnutrición no tiene sólo una dimensión económica o científica, que se refiere a los aspectos cuantitativos y cualitativos de la cadena alimentaria, sino también y sobre todo una dimensión ética y antropológica. Educar en la solidaridad significa entonces educarnos en la humanidad: edificar una sociedad que sea verdaderamente humana significa poner siempre en el centro a la persona y su dignidad, y nunca malvenderla a la lógica de la ganancia. El ser humano y su dignidad son «pilares sobre los cuales construir reglas compartidas y estructuras que, superando el pragmatismo o el mero dato técnico, sean capaces de eliminar las divisiones y colmar las diferencias existentes» (cf. Discurso a los participantes en el 38ª sesión de la FAO, 20 de junio de 2013). 3. Estamos ya a las puertas del Año internacional que, por iniciativa de la FAO, estará dedicado a la familia rural. Esto me ofrece la oportunidad de proponer un tercer elemento de reflexión: la educación en la solidaridad y en una forma de vida que supere la «cultura del descarte» y ponga realmente en el centro a toda persona y su dignidad, como es característico de la familia. De ella, que es la primera comunidad educativa, se aprende a cuidar del otro, del bien del otro, a amar la armonía de la creación y a disfrutar y compartir sus frutos, favoreciendo un consumo racional, equilibrado y sostenible.Apoyar y proteger a la familia para que eduque a la solidaridad y al respeto es un paso decisivo para caminar hacia una sociedad más equitativa y humana. La Iglesia Católica recorre junto con ustedes esta senda, consciente de que la caridad, el amor, es el alma de su misión. Que la celebración de hoy no sea una simple recurrencia anual, sino una verdadera oportunidad para apremiarnos a nosotros mismos y a las instituciones a actuar según una cultura del encuentro y de la solidaridad, para dar respuestas adecuadas al problema del hambre y la malnutrición, así como a otras problemáticas que afectan a la dignidad de todo ser humano. Al formular cordialmente mis mejores votos, Señor Director General, para que la labor de la FAO sea cada vez más eficaz, invoco sobre Ud. y sobre todos los que colaboran en esta misión fundamental la bendición de Dios Todopoderoso. Vaticano, 16 octubre de 2013 FRANCISCO
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN LA JORNADA MUNDIAL DE REFLEXIÓN Y ORACIÓN CONTRA LA TRATA DE PERSONAS Sala Clementina Lunes, 12 de febrero de 2018
1. [Joy Monday, en inglés] En primer lugar deseamos darle las gracias por su incesante y benévola atención y preocupación por todos los migrantes y las víctimas de la trata. Nosotros hemos experimentado muchas dificultades y sufrimientos antes de llegar a Italia. Llegados a Italia nos cuesta integrarnos y encontrar un trabajo digno es casi imposible. Quisiera hacer una pregunta. ¿Usted cree que el sorprendente silencio sobre lo que sucede con la trata se deba a la ignorancia del fenómeno? Respuesta Seguramente sobre el tema de la trata hay mucha ignorancia. Pero a veces parece que haya también poca voluntad de comprender la dimensión del problema. ¿Por qué? Porque toca de cerca nuestras conciencias, porque es escabroso, porque nos avergüenza. Hay además quien, conociéndolo, no quiere hablar de ello porque se encuentra al final de la «cadena de consumo», como usuario de los «servicios» que son ofrecidos en la calle o en internet. Está, finalmente, quien no quiere que se hable, por estar implicado directamente en las organizaciones criminales que de la trata obtienen buenos beneficios. Sí, es necesaria valentía y honestidad, «cuando encontramos o tratamos en la vida cotidiana con víctimas de la trata de personas, o cuando tenemos que elegir productos que con probabilidad podrían haber sido realizados mediante la explotación de otras personas»[1]. El trabajo de sensibilización debe empezar en casa, por nosotros mismos, porque solo así seremos capaces después de concienciar a nuestras comunidades, estimulando a comprometerse para que ningún ser humano sea víctima de la trata. Para los jóvenes esto parece una tarea más fácil, dado que son menos estructurados en el pensamiento, menos ofuscados por los prejuicios, más libres de razonar con la propia cabeza. La voz de los jóvenes, más entusiasta y espontánea, puede romper el silencio para denunciar las injusticias de la trata y proponer soluciones concretas. Adultos que estén preparados para escuchar pueden ser de gran ayuda. Por mi parte, como habréis notado, no he perdido nunca ocasión para denunciar abiertamente la trata como un crimen contra la humanidad. Es «una verdadera forma de esclavitud, lamentablemente cada vez más difundida, que atañe a cada país, incluso a los más desarrollados, y que afecta a las personas más vulnerables de la sociedad: las mujeres y las muchachas, los niños y las niñas, los discapacitados, los más pobres, a quien proviene de situaciones de disgregación familiar y social»[2] También he dicho que «es necesaria una toma de responsabilidad común y una más firme voluntad política para lograr vencer en este frente. Responsabilidad hacia quienes cayeron víctimas de la trata, para tutelar sus derechos, para asegurar su incolumidad y la
de sus familiares, para impedir que los corruptos y criminales se sustraigan a la justicia y tengan la última palabra sobre las personas»[3]. 2. [Silvia Migliorini. Liceo de Via Dalmazia, Roma] Muchos de nosotros jóvenes queremos comprender mejor la trata, las migraciones y sus causas. Sí, queremos comprometernos para hacer este mundo más justo. Nos gustaría afrontar temas como este con los jóvenes de nuestra sociedad, también utilizando las redes sociales, vista su notable potencialidad de comunicación. Querido Papa Francisco, en los grupos parroquiales, en los movimientos juveniles, en las instituciones educativas católicas a veces no hay espacios adecuados y suficientes para afrontar estos temas. Además, sería bonito que se organizaran actividades para promover la integración social y cultural con aquellos que son víctimas de la trata para que sea para ellos más sencillo superar su drama y reconstruirse una vida. ¿Qué podemos hacer nosotros los jóvenes? ¿Qué puede hacer la Iglesia? Respuesta Los jóvenes ocupan una posición privilegiada para encontrar a los supervivientes de la trata de seres humanos. Id a vuestras parroquias, a una asociación cerca de casa, encontrad a las personas, escuchadlas. Desde ahí, crecerá una respuesta y un compromiso concreto de vuestra parte. Veo de hecho el riesgo de que esto se convierta en un problema abstracto, pero no es abstracto. Hay signos que podéis aprender a «leer», que os dicen: aquí podría haber una víctima de trata, un esclavo. Necesitamos promover la cultura del encuentro que lleva en sí una riqueza inesperada y grandes sorpresas. San Pablo nos da un ejemplo: en Cristo, el esclavo Onésimo no es más un esclavo sino mucho más, es un hermano querido (cf. Filemón 1, 16). La esperanza, vosotros jóvenes, la podéis encontrar en Cristo, y a Él lo podéis encontrar también en las personas migrantes, que han huido de casa, y permanecen atrapadas en las redes. No tengáis miedo de encontrarles. Abrid vuestro corazón, hacedles entrar, estad preparados para cambiar. El encuentro con el otro lleva naturalmente a un cambio, pero no es necesario tener miedo de este cambio. Será siempre el mejor. Recordad las palabras del profeta Isaías: «ensancha el espacio de tu tienda» (cf. 54, 2). La Iglesia debe promover y crear espacios de encuentro, por este motivo he pedido abrir las parroquias a la acogida. Es necesario reconocer el gran compromiso en respuesta a mi llamamiento, ¡gracias! Os pido a vosotros aquí presentes hoy trabajar a favor de la apertura al otro, sobre todo cuando está herido en la propia dignidad. Haceos promotores de iniciativas que vuestras parroquias puedan acoger. Ayudad a la Iglesia a crear espacios de compartir experiencias e integración de fe y de vida. También las redes sociales representan, sobre todo para los jóvenes, una oportunidad de encuentro que puede parecer sin límite: internet puede ofrecer mayores posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos, y esto es algo bueno, es un don de Dios. Sin embargo para cada instrumento que se nos ofrece, es fundamental la elección que el hombre decide hacer. El ambiente comunicativo puede ayudarnos a crecer o, al contrario, a desorientarnos. No es necesario infravalorar los riesgos inherentes en algunos de estos espacios virtuales; a través de las redes muchos jóvenes son atraídos y arrastrados en una esclavitud de la cual después se convierte en más allá de las propias capacidades para liberarse. En este ámbito los adultos, padres y educadores —también los hermanos y primos un poco más grandes— están llamados a la tarea de vigilar y proteger a los jóvenes. Vosotros tenéis que hacer lo mismo con vuestros parientes y compañeros. Percibir y
señalar vulnerabilidad particulares, casos sospechosos sobre los cuales sea necesario arrojar luz. Usad por tanto las redes para compartir una historia positiva de vuestras experiencias de encuentro con nuestros hermanos en el mundo, contad y compartid las buenas prácticas y desencadenad un círculo virtuoso. 3. [Faith Outuru, en inglés] Soy una de las muchas jóvenes procedentes de un país lejano, con cultura diferente, con condiciones de vida y experiencia de Iglesia diferentes. Ahora estoy aquí y deseo construir aquí mi futuro. Pero pienso en mi país, en muchos jóvenes que vienen ilusionados con falsas promesas, engañados, esclavizados, prostituidos. ¿Cómo podemos ayudar a estos jóvenes a no caer en la trampa de las ilusiones y en las manos de los traficantes? Respuesta Como tú has dicho, es necesario hacer que los jóvenes no caigan «en las manos de los traficantes». ¡Y qué horrible es darse cuenta de que muchas jóvenes víctimas han sido primero abandonadas por sus familias, consideradas como descarte de su sociedad! Muchos así han sido inducidos a la trata por sus propios parientes y por los llamados amigos. Ha sucedido también en la Biblia: ¡recordad que los hermanos mayores vendieron al joven José como esclavo, y así fue llevado esclavo a Egipto! También en condiciones de extremo malestar, la educación se revela importante. Esta es instrumento de protección contra la trata, de hecho ayuda a identificar los peligros y a evitar las ilusiones. Un sano ambiente escolar, como un sano ambiente parroquial, consiente a los jóvenes denunciar a los traficantes sin vergüenza y convertirse en portadores de mensajes adecuados para otros jóvenes, para que no terminen en la misma trampa. Todos aquellos que han sido víctimas de trata son fuente inagotable de apoyo para las nuevas víctimas e importantísimos recursos informativos para salvar a muchos otros jóvenes. Son a menudo falsas noticias, que llegan a través del pasapalabra o filtradas por las redes sociales, que atrapan a los inocentes. Los jóvenes que han encontrado la criminalidad organizada pueden jugar un rol clave en el describir los peligros. Los traficantes a menudo son personas sin escrúpulos, sin moral ni ética que viven de las desgracias de otros, aprovechado las emociones humanas y la desesperación de la gente para subyugarla a su voluntad, haciéndola esclava y sometido. Basta pensar en las mujeres africanas jovencísimas que llegan a nuestras costas esperando empezar una vida mejor, pensando en ganarse la vida honestamente, y sin embargo son esclavizadas, obligadas a prostituirse. Para los jóvenes es fundamental construir paso a paso la propia identidad y tener un punto de referencia, un faro-guía. La Iglesia desde siempre quiere estar al lado de las personas que sufren, en particular de los niños y de los jóvenes, protegiéndoles y promoviendo su desarrollo humano integral. Los menores son a menudo «invisibles», sujetos a peligros y amenazas, solos y manipulables; queremos, también en las realidades más precarias, ser vuestro faro de esperanzas y apoyo, porque Dios está siempre con vosotros. «La valentía y la esperanza son dotes de todos, pero en particular son propias de los jóvenes: valentía y esperanza. Ciertamente, el futuro está en las manos de Dios, las manos de un Padre providente. Esto no significa negar las dificultades y los problemas, sino verlos, eso sí, como pasajeros y superables. Las dificultades, las crisis, con la ayuda de Dios y la buena voluntad de todos, se pueden superar, vencer, transformar»[4].
4. [Antonio Maria Rossi. Liceo de la Via Dalmazia, Roma] Nosotros los jóvenes italianos nos confrontamos con un contexto marcado cada día más por la pluralidad de culturas y religiones. Se trata de un desafío abierto. A menudo la falta de respeto por el diferente, la cultura del descarte y la corrupción, de las que se origina la trata, parecen normales. Papa Francisco, por favor, continúe alentando a nuestros gobernantes con el fin de que contrasten la corrupción, la venta de armas y la cultura del descarte; aliente también a todos los líderes religiosos para garantizar espacios donde las diferentes culturas y religiones puedan conocerse y valorarse mutuamente, de tal modo que todos compartan la misma espiritualidad de acogida. Quisiera preguntarle, ¿qué podemos hacer nosotros aquí, para que desaparezca definitivamente la plaga de la trata? Respuesta Cuando los países son víctimas de la pobreza extrema, la violencia y la corrupción, la economía, el marco normativo y la infraestructura básica son ineficientes y no son capaces de garantizar la seguridad, los bienes y los derechos esenciales. En tal contexto, los autores de estos crímenes actúan impunemente. La criminalidad organizada y el tráfico ilegal de drogras y de seres humanos eligen las presas entre las personas que hoy tienen escasos medios de subsistencia y aún menos esperanzas por el mañana. La respuestas es, por lo tanto, crear oportunidad para un desarrollo humano integral, iniciando con una instrucción de calidad desde la primera infancia, creando sucesivamente oportunidades de crecimiento a través de la ocupación. Estas dos modalidades de crecimiento, en las diversas fases de la vida, representan los antídotos a la vulnerabilidad y a la trata. La que he indicado más veces como «cultura del descarte» está en la base de comportamientos que, en el mercado y en el mundo globalizado, llevan a la explotación de los seres humanos, a todos los niveles. «La pobreza, las necesidades, los dramas de tantas personas terminan por entrar en la normalidad»[5]. Algunos estados promueven, dentro de la comunidad internacional, una política particularmente dura al querer derrotar a la trata de seres humanos; ese comportamiento es de por sí engañoso, porque, a causa de intereses económicos que están detrás, no se quieren afrontar las causas profundas. Además, no siempre la posición a nivel internacional es coherente con las políticas internas. Espero realmente que podáis enviar un mensaje a los líderes de cada nivel de gobierno, en el mundo de las relaciones y de la sociedad, pidiendo el acceso a una instrucción de calidad y por lo tanto, a una ocupación justa y sostenible. Una estrategia que comprenda un mayor conocimiento del tema de la trata, a partir de una terminología clara y de testimonios concretos de los protagonistas, puede ser ciertamente de ayuda. La conciencia real sobre el tema centra, sin embargo, la atención en la «demanda de trata» que se encuentra detrás de la oferta (cadena de consumo); todos estamos llamados a salir de la hipocresía y enfrentar la idea de ser parte del problema en lugar de mirar a otro lado proclamando nuestra inocencia. Dejadme que lo diga, si hay tantas chicas víctimas de la trata que terminan en las calles de nuestras ciudades es porque muchos hombres aquí —jóvenes, de mediana edad, ancianos— piden estos servicios y están dispuestos a pagar por su placer. Me pregunto entonces, ¿son realmente los traficantes la causa principal de la trata? Yo creo que la causa principal es el egoísmo sin escrúpulos de tantas personas hipócritas de nuestro mundo. Cierto, arrestar a los traficantes es un deber de justicia. Pero la verdadera solución es la conversión de los corazones, cortar la demanda para sanear el mercado.
5. [Maria Magdalene Savini] Papa Francisco, en un mensaje suyo dirigido a los alcaldes de las grandes ciudades reunidas en el Vaticano, decía que «para ser verdaderamente eficaz, el compromiso común para la construcción de una conciencia ecológica y la lucha contra la esclavitud moderna —la trata de seres humanos y de órganos, la prostitución, el trabajo negro— debe comenzar desde las periferias»[6]. También nosotros, los jóvenes, nos encontramos a menudo en la periferia y sufrimos la exclusión, la inseguridad por no tener trabajo y acceso a una educación de calidad, por vivir en situaciones de guerra, de violencia, por vernos obligados a dejar nuestras tierras, por pertenecer a minorías étnicas y religiosas. Sobre todo las mujeres somos penalizadas y las principales víctimas. ¿Qué espacio se dará en el Sínodo de los Jóvenes a las jóvenes y a los jóvenes que provienen de las periferias de la marginación causada por un modelo de desarrollo ya superado, que continúa produciendo degradación humana? ¿Cómo se puede hacer para que estas chicas y chicos sean los protagonistas del cambio en la sociedad y en la Iglesia? Respuesta Deseo, para los que son testigos reales de los riesgos de la trata en sus países de origen, que puedan encontrar en el Sínodo un lugar para expresarse, desde el cual llamar a la Iglesia a la acción. Por lo tanto, es mi gran deseo que los jóvenes representantes de las «periferias» sean los protagonistas de este Sínodo. Espero que puedan ver el Sínodo como un lugar para enviar un mensaje a los gobernantes de los países de origen y llegada para solicitar protección y apoyo. Espero que estos jóvenes lancen un mensaje global para una movilización juvenil mundial, para construir juntos una casa común inclusiva y acogedora. Espero que sean un ejemplo de esperanza para aquellos que atraviesan por el drama existencial del desaliento. La Iglesia católica tiene la intención de intervenir en todas las fases de la trata de seres humanos: quiere protegerlos del engaño y de la seducción; quiere encontrarlos y liberarlos cuando sean transportados y reducidos a la esclavitud; quiere asistirlos una vez que sean liberados. A menudo, las personas que han sido atrapadas y maltratadas pierden la capacidad de confiar en los demás, y la Iglesia es a menudo el último ancla de salvación. Es absolutamente importante responder de modo concreto a las vulnerabilidades de aquellos que están en riesgo, para después acompañar el proceso de liberación comenzando a poner a salvo sus vidas. Los grupos eclesiales pueden abrir espacios de seguridad allí donde sea necesario, en lugares de reclutamiento, en las rutas del tráfico en los países de llegada. Mi esperanza es que el Sínodo sea también una oportunidad para las Iglesias locales para aprender a trabajar juntos y convertirse en «una red de salvación». Quisiera finalmente concluir citando a santa Josefina Bakhita. Esta grande sudanesa «es un testigo ejemplar de esperanza para las numerosas víctimas de la esclavitud y un apoyo en los esfuerzos de todos aquellos que se dedican a luchar contra esta “llaga en el cuerpo de la humanidad contemporánea, una herida en la carne de Cristo”»[7]. Que pueda inspirarnos para realizar gestos de hermandad con aquellos que se encuentran en un estado de sumisión. A dejarnos interpelar, a dejarnos invitar al encuentro. Recemos: Santa Josefina Bakhita, de niña fuiste vendida como esclava y tuviste que enfrentar dificultades y sufrimientos indecibles. Una vez liberada de tu esclavitud física, encontraste la verdadera redención en el encuentro con Cristo y su Iglesia.
Santa Josefina Bakhita, ayuda a todos aquellos que están atrapados en la esclavitud. En su nombre, intercede ante el Dios de la Misericordia, de modo que las cadenas de su cautiverio puedan romperse. Que Dios mismo pueda liberar a todos los que han sido amenazados, heridos o maltratados por la trata y el tráfico de seres humanos. Lleva consuelo a aquellos que sobreviven a esta esclavitud y enséñales a ver a Jesús como modelo de fe y esperanza, para que puedan sanar sus propias heridas. Te suplicamos que reces e intercedas por todos nosotros: para que no caigamos en la indiferencia, para que abramos los ojos y podamos mirarlas miserias y las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de su dignidad y de su libertad y escuchar su grito de ayuda. Amén.
[1] Mensaje para la XLVIII Jornada Mundial de la Paz 2015 No esclavos sino hermanos, n.6 [2] Discurso a un grupo de nuevos embajadores con motivo de la presentación de sus cartas credenciales, 12 de diciembre de 2013 [3] Ibid. [4] Discurso a los jóvenes de la diócesis de Abruzzo y Molise, 5 de julio de 2014. [5] Catequesis, Audiencia General del 5 de junio de 2013. [6] Discurso a los participantes del Workshop Modern slavery and climate change: the commitment of the cities, organizado por las Academias Pontificias de las Ciencias y de las Ciencias Sociales, 21 de julio de 2015. [7] Mensaje para la XLVIII Jornada Mundial de la Paz 2015 No esclavos sino hermanos, n.6
6. LA MISERICORDIA ES UN VIAJE QUE VA DEL CORAZÓN A LA MANO
CON OCASIÓN DELLA XXXI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD (27-31 DE JULIO DE 2016) CEREMONIA DE ACOGIDA DE LOS JÓVENES DISCURSO DEL SANTO PADRE Parque Jordan, en Błonia, Cracovia Jueves 28 de julio de 2016
Queridos jóvenes, muy buenas tardes. Finalmente nos encontramos. Gracias por esta calurosa bienvenida. Gracias al Cardenal Dziwisz, a los Obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas, laicos y a todos aquellos que los acompañan. Gracias a los que han hecho posible que hoy estemos aquí, que se han esforzado para que pudiéramos celebrar la fe. Hoy nosotros, todos juntos, estamos celebrando la fe. En esta, su tierra natal, quisiera agradecer especialmente a san Juan Pablo II [aplauso] ‒«Fuerte, fuerte»‒ que soñó e impulsó estos encuentros. Desde el cielo nos está acompañando viendo a tantos jóvenes pertenecientes a pueblos, culturas, lenguas tan diferentes con un sólo motivo: celebrar a Jesús, que está vivo en medio de nosotros. ¿Lo han entendido? Celebrar a Jesús, que está vivo en medio de nosotros. Y decir que está vivo es querer renovar nuestras ganas de seguirlo, nuestras ganas de vivir con pasión el seguimiento de Jesús. ¡Qué mejor oportunidad para renovar la amistad con Jesús que afianzando la amistad entre ustedes! ¡Qué mejor manera de afianzar nuestra amistad con Jesús que compartirla con los demás! ¡Qué mejor manera de vivir la alegría del Evangelio que queriendo «contagiar» su Buena Noticia en tantas situaciones dolorosas y difíciles! Y Jesús es quien nos ha convocado a esta 31 Jornada Mundial de la Juventud; es Jesús quien nos dice: «Felices los misericordiosos, porque encontrarán misericordia» (Mt 5,7). Felices aquellos que saben perdonar, que saben tener un corazón compasivo, que saben dar lo mejor a los demás; lo mejor, no lo que sobra: lo mejor. Queridos jóvenes, en estos días Polonia, esta noble tierra, se viste de fiesta; en estos días Polonia quiere ser el rostro siempre joven de la Misericordia. Desde estas tierras, con ustedes y también unidos a tantos jóvenes que hoy no pueden estar aquí, pero que nos acompañan a través de los diversos medios de comunicación, todos juntos vamos a hacer de esta jornada una auténtica fiesta Jubilar, en este Jubileo de la Misericordia. En los años que llevo como Obispo he aprendido una cosa ‒he aprendido muchas, pero una quiero decirla ahora‒: no hay nada más hermoso que contemplar las ganas, la entrega, la pasión y la energía con que muchos jóvenes viven la vida. Esto es hermoso, y, ¿de dónde viene esta belleza? Cuando Jesús toca el corazón de un joven, de una joven,
este es capaz de actos verdaderamente grandiosos. Es estimulante escucharlos, compartir sus sueños, sus interrogantes y sus ganas de rebelarse contra todos aquellos que dicen que las cosas no pueden cambiar. Esos a los que yo llamo los «quietistas»: «Nada puede cambiar». No, los jóvenes tienen la fuerza de oponerse a estos. Pero, posiblemente, algunos no están seguros de esto… Yo les hago una pregunta, ustedes me respondan: –«Las cosas, ¿se pueden cambiar?» –«Sí» [responden los jóvenes]. –«No se oye», –«Sí» [repiten]. Es un regalo del cielo poder verlos a muchos de ustedes que, con sus cuestionamientos, buscan hacer que las cosas sean diferentes. Es lindo, y me conforta el corazón, verlos tan revoltosos. La Iglesia hoy los mira ‒diría más: el mundo hoy los mira‒ y quiere aprender de ustedes, para renovar su confianza en que la Misericordia del Padre tiene rostro siempre joven y no deja de invitarnos a ser parte de su Reino, que es un Reino de alegría, es un Reino siempre de felicidad, es un Reino que siempre nos lleva adelante, es un Reino capaz de darnos la fuerza de cambiar las cosas. Yo me he olvidado, les repito la pregunta: ‒«Las cosas, ¿se pueden cambiar?» ‒«Sí» [responden]. De acuerdo. Conociendo la pasión que ustedes le ponen a la misión, me animo a repetir: la misericordia siempre tiene rostro joven. Porque un corazón misericordioso se anima a salir de su comodidad; un corazón misericordioso sabe ir al encuentro de los demás, logra abrazar a todos. Un corazón misericordioso sabe ser refugio para los que nunca tuvieron casa o la han perdido, sabe construir hogar y familia para aquellos que han tenido que emigrar, sabe de ternura y compasión. Un corazón misericordioso, sabe compartir el pan con el que tiene hambre, un corazón misericordioso se abre para recibir al prófugo y al emigrante. Decir misericordia junto a ustedes, es decir oportunidad, es decir mañana, es decir compromiso, es decir confianza, es decir apertura, hospitalidad, compasión, es decir sueños. Pero ustedes, ¿son capaces de soñar? ‒«Sí». Y cuando el corazón es abierto y capaz de soñar, hay espacio para la misericordia, hay espacio para acariciar a los que sufren, hay espacio para ponerse junto aquellos que no tienen paz en el corazón y les falta lo necesario para vivir, o no tiene la cosa más hermosa: La fe. Misericordia. Digamos juntos esta palabra: «Misericordia». ‒Todos: «Misericordia», ‒otra vez: «Misericordia», ‒ otra vez para que el mundo nos oiga: «Misericordia». También quiero confesarles otra cosa que aprendí en estos años. No quiero ofender a nadie, pero me genera dolor encontrar a jóvenes que parecen haberse «jubilado» antes de tiempo. Esto me hace sufrir. Jóvenes que parece que se hayan jubilado con 23, 24, 25 años. Esto me produce dolor. Me preocupa ver a jóvenes que «tiraron la toalla» antes de empezar el partido. Que se han «rendido» sin haber comenzado a jugar. Me produce dolor el ver a jóvenes que caminan con rostros tristes, como si su vida no valiera. Son jóvenes esencialmente aburridos... y aburridores. Que aburren a los demás, y esto me produce dolor. Es difícil, y a su vez cuestionador, por otro lado, ver a jóvenes que dejan la vida buscando el «vértigo», o esa sensación de sentirse vivos por caminos oscuros, que al final terminan «pagando»…y pagando caro. Piensen en tantos jóvenes, que ustedes conocen, que eligieron este camino. Cuestiona ver cómo hay jóvenes que pierden hermosos años de su vida y sus energías corriendo detrás de vendedores de falsas ilusiones ‒en mi tierra natal diríamos «vendedores de humo»‒, que les roban lo mejor de ustedes mismos. Y esto me hace sufrir. Yo estoy seguro de que hoy, entre ustedes, no hay ninguno de esos, pero quiero decirles: Existen los jóvenes jubilados, jóvenes que tiran la toalla antes del partido, hay jóvenes que entran en el vértigo con las falsas ilusiones y terminan en la nada. Por eso, queridos amigos, nos hemos reunidos para ayudarnos unos a otros porque no queremos dejarnos robar lo mejor de nosotros mismos, no queremos permitir que nos roben las energías, que nos roben la alegría, que nos roben los sueños, con falsas ilusiones.
Queridos amigos, les pregunto: ¿Quieren para sus vidas ese vértigo alienante o quieren sentir esa fuerza que los haga sentirse vivos, plenos? ¿Vértigo alienante o fuerza de la gracia? ‒«¿Qué quieren?: ¿Vértigo alienante o fuerza de plenitud?». ‒«Fuerza de plenitud». ‒«No se oye bien». ‒«Fuerza de plenitud». Para ser plenos, para tener vida renovada, hay una respuesta; hay una respuesta que no se vende ni se compra, una respuesta que no es una cosa, que no es un objeto, es una persona, se llama Jesucristo. Les pregunto: Jesucristo, ¿se puede comparar? ‒«No». Jesucristo, ¿se vende en las tiendas? ‒«No». Jesucristo es un don, un regalo del Padre, el don de nuestro Padre. ‒ ¿Quién es Jesucristo? Todos: ‒«Jesucristo es un don». ‒Todos: ‒«Es un don». ‒Es el regalo del Padre. Jesucristo es quien sabe darle verdadera pasión a la vida, Jesucristo es quien nos mueve a no conformarnos con poco y nos lleva a dar lo mejor de nosotros mismos; es Jesucristo quien nos cuestiona, nos invita y nos ayuda a levantarnos cada vez que nos damos por vencidos. Es Jesucristo quien nos impulsa a levantar la mirada y a soñar alto. «Pero padre ‒me puede decir alguno‒ es tan difícil soñar alto, es tan difícil subir, estar siempre subiendo. Padre, yo soy débil, yo caigo, yo me esfuerzo pero muchas veces me vengo abajo». Los alpinos, cuando suben una montaña, cantan una canción muy bonita, que dice así: «En el arte de subir, lo que importa no es no caer, sino no quedarse caído». Si tú eres débil, si tú caes, mira un poco en alto y verás la mano tendida de Jesús que te dice: ‒«levántate, ven conmigo». ‒«¿Y si lo hago otra vez?» ‒También. ‒«¿Y si lo hago otra vez?» ‒También. Pedro preguntó una vez al Señor: «Señor, ¿Cuántas veces?» ‒«Setenta veces siete». La mano de Jesús está siempre tendida para levantarnos, cuando nosotros caemos. ¿Lo han entendido?: ‒«Sí». En el Evangelio hemos escuchado que Jesús, mientras se dirige a Jerusalén, se detiene en una casa ‒la de Marta, María y Lázaro‒ que lo acoge. De camino, entra en su casa para estar con ellos; las dos mujeres reciben al que saben que es capaz de conmoverse. Las múltiples ocupaciones nos hacen ser como Marta: activos, dispersos, constantemente yendo de acá para allá…; pero también solemos ser como María: ante un buen paisaje, o un video que nos manda un amigo al móvil, nos quedamos pensativos, en escucha. En estos días de la Jornada, Jesús quiere entrar en nuestra casa: en tu casa, en mi casa, en el corazón de cada uno de nosotros; Jesús verá nuestras preocupaciones, nuestro andar acelerado, como lo hizo con Marta… y esperará que lo escuchemos como María; que, en medio del trajinar, nos animemos a entregarnos a él. Que sean días para Jesús, dedicados a escucharnos, a recibirlo en aquellos con quienes comparto la casa, la calle, el club o el colegio. Y quien acoge a Jesús, aprende a amar como Jesús. Entonces él nos pregunta si queremos una vida plena. Y yo en su nombre les pregunto: ustedes, ¿ustedes quieren una vida plena? Empieza desde este momento por dejarte conmover. Porque la felicidad germina y aflora en la misericordia: esa es su respuesta, esa es su invitación, su desafío, su aventura: la misericordia. La misericordia tiene siempre rostro joven; como el de María de Betania sentada a los pies de Jesús como discípula, que se complace en escucharlo porque sabe que ahí está la paz. Como el de María de Nazareth, lanzada con su «sí» a la aventura de la misericordia, y que será llamada feliz por todas las generaciones, llamada por todos nosotros «la Madre de la Misericordia». Invoquémosla todos juntos. Todos: María, Madre de la Misericordia. Entonces, todos juntos, le pedimos al Señor ‒cada uno repita en silencio en su corazón‒: Señor lánzanos a la aventura de la misericordia. Lánzanos a la aventura de construir puentes y derribar muros (cercos y alambradas), lánzanos a la aventura de socorrer al pobre, al que se siente solo y abandonado, al que ya no le encuentra sentido a su vida. Lánzanos a acompañar a aquellos que no te conocen y a decirles lentamente y con mucho respeto tu Nombre, el porqué de mi fe. Impúlsanos a la escucha, como María de
Betania, de quienes no comprendemos, de los que vienen de otras culturas, otros pueblos, incluso de aquellos a los que tememos porque creemos que pueden hacernos daño. Haznos volver nuestro rostro, como María de Nazareth con Isabel, que volvamos nuestras miradas a nuestros ancianos, a nuestros abuelos, para aprender de su sabiduría. Yo les pregunto: ‒«¿Hablan ustedes con sus abuelos?» ‒«Sí». ‒«Así, así...» Busquen a sus abuelos, ellos tienen la sabiduría de la vida y les dirán cosas que conmoverán su corazón. Aquí estamos, Señor. Envíanos a compartir tu Amor Misericordioso. Queremos recibirte en esta Jornada Mundial de la Juventud, queremos confirmar que la vida es plena cuando se la vive desde la misericordia, y que esa es la mejor parte, es la parte más dulce, es la parte que nunca nos será quitada. Amén.
CON OCASIÓN DE LA XXXI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD (27-31 DE JULIO DE 2016) VIGILIA DE ORACIÓN CON LOS JÓVENES DISCURSO DEL SANTO PADRE Campus Misericordiae, Cracovia Sábado 30 de julio de 2016
Queridos jóvenes, buenas tardes. Es bello estar aquí con vosotros en esta Vigilia de oración. Al terminar su valiente y conmovedor testimonio, Rand nos pedía algo. Nos decía: «Pido encarecidamente que recéis por mi amado país». Una historia marcada por la guerra, el dolor, la pérdida, que finaliza con una petición: la oración. Qué mejor que empezar nuestra vigilia rezando. Venimos desde distintas partes del mundo, de continentes, países, lenguas, culturas, pueblos diferentes. Somos «hijos» de naciones que quizá pueden estar enfrentadas luchando por diversos conflictos, o incluso estar en guerra. Otros venimos de países que pueden estar en «paz», que no tienen conflictos bélicos, donde muchas de las cosas dolorosas que suceden en el mundo sólo son parte de las noticias y de la prensa. Pero seamos conscientes de una realidad: para nosotros, hoy y aquí, provenientes de distintas partes del mundo, el dolor, la guerra que viven muchos jóvenes, deja de ser anónima, para nosotros deja de ser una noticia de prensa, tiene nombre, tiene rostro, tiene historia, tiene cercanía. Hoy la guerra en Siria, es el dolor y el sufrimiento de tantas personas, de tantos jóvenes como la valiente Rand, que está aquí entre nosotros pidiéndonos que recemos por su amado país. Existen situaciones que nos pueden resultar lejanas hasta que, de alguna manera, las tocamos. Hay realidades que no comprendemos porque sólo las vemos a través de una pantalla (del celular o de la computadora). Pero cuando tomamos contacto con la vida,
con esas vidas concretas no ya mediatizadas por las pantallas, entonces nos pasa algo importante, sentimos la invitación a involucrarnos: «No más ciudades olvidadas», como dice Rand: ya nunca puede haber hermanos «rodeados de muerte y homicidios» sintiendo que nadie los va a ayudar. Queridos amigos, os invito a rezar juntos por el sufrimiento de tantas víctimas de la guerra, de esta guerra que hoy existe en el mundo, para que de una vez por todas podamos comprender que nada justifica la sangre de un hermano, que nada es más valioso que la persona que tenemos al lado. Y, en este ruego de oración, también quiero dar las gracias a Natalia y a Miguel, porque también nos han compartido sus batallas, sus guerras interiores. Nos han mostrado sus luchas y cómo hicieron para superarlas. Son signo vivo de lo que la misericordia quiere hacer en nosotros. Nosotros no vamos a gritar ahora contra nadie, no vamos a pelear, no queremos destruir, no queremos insultar. Nosotros no queremos vencer el odio con más odio, vencer la violencia con más violencia, vencer el terror con más terror. Nosotros hoy estamos aquí porque el Señor nos ha convocado. Y nuestra respuesta a este mundo en guerra tiene un nombre: se llama fraternidad, se llama hermandad, se llama comunión, se llama familia. Celebramos el venir de culturas diferentes y nos unimos para rezar. Que nuestra mejor palabra, que nuestro mejor discurso, sea unirnos en oración. Hagamos un rato de silencio y recemos; pongamos ante el Señor los testimonios de estos amigos, identifiquémonos con aquellos para quienes «la familia es un concepto inexistente, y la casa sólo un lugar donde dormir y comer», o con quienes viven con el miedo de creer que sus errores y pecados los han dejado definitivamente afuera. Pongamos también las «guerras», vuestras guerras y las nuestras, las luchas que cada uno trae consigo, dentro de su corazón. Y, para ello, para estar en familia, en hermandad, todos juntos, os invito a levantaros, a daros la mano y a rezar en silencio. A todos. [Silencio] Mientras rezábamos, me venía la imagen de los Apóstoles el día de Pentecostés. Una escena que nos puede ayudar a comprender todo lo que Dios sueña hacer en nuestra vida, en nosotros y con nosotros. Aquel día, los discípulos estaban encerrados por miedo. Se sentían amenazados por un entorno que los perseguía, que los arrinconaba en una pequeña habitación, obligándolos a permanecer quietos y paralizados. El temor se había apoderado de ellos. En ese contexto, pasó algo espectacular, algo grandioso. Vino el Espíritu Santo y unas lenguas como de fuego se posaron sobre cada uno, impulsándolos a una aventura que jamás habrían soñado. Así, las cosas cambian totalmente. Hemos escuchado tres testimonios, hemos tocado con nuestros corazones sus historias, sus vidas. Hemos visto cómo ellos, al igual que los discípulos, han vivido momentos similares, han pasado momentos donde se llenaron de miedo, donde parecía que todo se derrumbaba. El miedo y la angustia que nace de saber que al salir de casa uno puede no volver a ver a los seres queridos, el miedo a no sentirse valorado ni querido, el miedo a no tener otra oportunidad. Ellos nos compartieron la misma experiencia que tuvieron los discípulos, han experimentado el miedo que sólo conduce a un sitio. ¿A dónde nos lleva el miedo? Al encierro. Y cuando el miedo se acovacha en el encierro siempre va acompañado por su «hermana gemela»: la parálisis, sentirnos paralizados. Sentir que en este mundo, en nuestras ciudades, en nuestras comunidades, no hay ya espacio para crecer, para soñar, para crear, para mirar horizontes, en definitiva para vivir, es de los peores males que se nos puede meter en la vida, especialmente en la juventud. La parálisis nos va haciendo perder el encanto de disfrutar del encuentro, de la amistad; el encanto de soñar juntos, de caminar con otros. Nos aleja de los otros, nos impide dar la mano, como hemos visto [en la coreografía], todos encerrados en esas cabinas de cristal. Pero en la vida hay otra parálisis todavía más peligrosa y muchas veces difícil de identificar; y que nos cuesta mucho descubrir. Me gusta llamarla la parálisis que nace
cuando se confunde «felicidad» con un «sofá/kanapa (canapé)». Sí, creer que para ser feliz necesitamos un buen sofá/canapé. Un sofá que nos ayude a estar cómodos, tranquilos, bien seguros. Un sofá —como los que hay ahora, modernos, con masajes adormecedores incluidos— que nos garantiza horas de tranquilidad para trasladarnos al mundo de los videojuegos y pasar horas frente a la computadora. Un sofá contra todo tipo de dolores y temores. Un sofá que nos haga quedarnos cerrados en casa, sin fatigarnos ni preocuparnos. La «sofá-felicidad», «kanapa-szczęście», es probablemente la parálisis silenciosa que más nos puede perjudicar, que más puede arruinar a la juventud. Y, Padre, ¿por qué sucede esto? Porque poco a poco, sin darnos cuenta, nos vamos quedando dormidos, nos vamos quedando embobados y atontados. El otro día hablaba de los jóvenes que se jubilan a los 20 años; hoy hablo de los jóvenes adormentados, embobados y atontados, mientras otros —quizás los más vivos, pero no los más buenos— deciden el futuro por nosotros. Es cierto, para muchos es más fácil y beneficioso tener a jóvenes embobados y atontados que confunden felicidad con un sofá; para muchos, eso les resulta más conveniente que tener jóvenes despiertos, inquietos respondiendo al sueño de Dios y a todas las aspiraciones del corazón. Os pregunto a vosotros: ¿Queréis ser jóvenes adormentados, embobados y atontados? [«No»]. ¿Queréis que otros decidan el futuro por vosotros? [«No»]. ¿Queréis ser libres? [«Sí»]. ¿Queréis estar despiertos? [«Sí»]. ¿Queréis luchar por vuestro futuro? [«Sí»]. No os veo demasiado convencidos... ¿Queréis luchar por vuestro futuro? [«Sí»]. Pero la verdad es otra: queridos jóvenes, no vinimos a este mundo a «vegetar», a pasarla cómodamente, a hacer de la vida un sofá que nos adormezca; al contrario, hemos venido a otra cosa, a dejar una huella. Es muy triste pasar por la vida sin dejar una huella. Pero cuando optamos por la comodidad, por confundir felicidad con consumir, entonces el precio que pagamos es muy, pero que muy caro: perdemos la libertad. No somos libres de dejar una huella. Perdemos la libertad. Este es el precio. Y hay mucha gente que quiere que los jóvenes no sean libres; tanta gente que no os quiere bien, que os quiere atontados, embobados, adormecidos, pero nunca libres. No, ¡esto no! Debemos defender nuestra libertad. Ahí está precisamente una gran parálisis, cuando comenzamos a pensar que felicidad es sinónimo de comodidad, que ser feliz es andar por la vida dormido o narcotizado, que la única manera de ser feliz es ir como atontado. Es cierto que la droga hace mal, pero hay muchas otras drogas socialmente aceptadas que nos terminan volviendo tanto o más esclavos. Unas y otras nos despojan de nuestro mayor bien: la libertad. Nos despojan de la libertad. Amigos, Jesús es el Señor del riesgo, es el Señor del siempre «más allá». Jesús no es el Señor del confort, de la seguridad y de la comodidad. Para seguir a Jesús, hay que tener una cuota de valentía, hay que animarse a cambiar el sofá por un par de zapatos que te ayuden a caminar por caminos nunca soñados y menos pensados, por caminos que abran nuevos horizontes, capaces de contagiar alegría, esa alegría que nace del amor de Dios, la alegría que deja en tu corazón cada gesto, cada actitud de misericordia. Ir por los caminos siguiendo la «locura» de nuestro Dios que nos enseña a encontrarlo en el hambriento, en el sediento, en el desnudo, en el enfermo, en el amigo caído en desgracia, en el que está preso, en el prófugo y el emigrante, en el vecino que está solo. Ir por los caminos de nuestro Dios que nos invita a ser actores políticos, pensadores, movilizadores sociales. Que nos incita a pensar en una economía más solidaria que esta. En todos los ámbitos en los que nos encontremos, ese amor de Dios nos invita llevar la Buena Nueva, haciendo de la propia vida una entrega a él y a los demás. Esto significa ser valerosos, esto significa ser libres. Pueden decirme: «Padre, pero eso no es para todos, sólo es para algunos elegidos». Sí, es cierto, y estos elegidos son todos aquellos que están dispuestos a compartir su vida
con los demás. De la misma manera que el Espíritu Santo transformó el corazón de los discípulos el día de Pentecostés ―estaban paralizados―, lo hizo también con nuestros amigos que compartieron sus testimonios. Uso tus palabras, Miguel, tú nos decías que el día que en la Facenda te encomendaron la responsabilidad de ayudar a que la casa funcionara mejor, ahí comenzaste a entender que Dios pedía algo de ti. Así comenzó la transformación. Ese es el secreto, queridos amigos, que todos estamos llamados a experimentar. Dios espera algo de ti. ¿Lo habéis entendido? Dios quiere algo de ti, Dios te espera a ti. Dios viene a romper nuestras clausuras, viene a abrir las puertas de nuestras vidas, de nuestras visiones, de nuestras miradas. Dios viene a abrir todo aquello que te encierra. Te está invitando a soñar, te quiere hacer ver que el mundo contigo puede ser distinto. Eso sí, si tú no pones lo mejor de ti, el mundo no será distinto. Es un reto. El tiempo que hoy estamos viviendo no necesita jóvenes-sofá, młodzi-kanapowi, sino jóvenes con zapatos; mejor aún, con los botines puestos. Este tiempo sólo acepta jugadores titulares en la cancha, no hay espacio para suplentes. El mundo de hoy pide que seáis protagonistas de la historia porque la vida es linda siempre y cuando queramos vivirla, siempre y cuando queramos dejar una huella. La historia nos pide hoy que defendamos nuestra dignidad y no dejemos que sean otros los que decidan nuestro futuro. ¡No! Nosotros debemos decidir nuestro futuro; vosotros, vuestro futuro. El Señor, al igual que en Pentecostés, quiere realizar uno de los mayores milagros que podamos experimentar: hacer que tus manos, mis manos, nuestras manos se transformen en signos de reconciliación, de comunión, de creación. Él quiere tus manos para seguir construyendo el mundo de hoy. Él quiere construirlo contigo. Y tú, ¿qué respondes? ¿Qué respondes tú? ¿Sí o no? [«Sí»]. Me dirás, Padre, pero yo soy muy limitado, soy pecador, ¿qué puedo hacer? Cuando el Señor nos llama no piensa en lo que somos, en lo que éramos, en lo que hemos hecho o de dejado de hacer. Al contrario: él, en ese momento que nos llama, está mirando todo lo que podríamos dar, todo el amor que somos capaces de contagiar. Su apuesta siempre es al futuro, al mañana. Jesús te proyecta al horizonte, nunca al museo. Por eso, amigos, hoy Jesús te invita, te llama a dejar tu huella en la vida, una huella que marque la historia, que marque tu historia y la historia de tantos. La vida de hoy nos dice que es mucho más fácil fijar la atención en lo que nos divide, en lo que nos separa. Pretenden hacernos creer que encerrarnos es la mejor manera para protegernos de lo que nos hace mal. Hoy los adultos ―nosotros, los adultos― necesitamos de vosotros, que nos enseñéis ―como vosotros hacéis hoy―a convivir en la diversidad, en el diálogo, en compartir la multiculturalidad, no como una amenaza, sino como una oportunidad. Y vosotros sois una oportunidad para el futuro. Tened valentía para enseñarnos, tened la valentía de enseñarnos que es más fácil construir puentes que levantar muros. Necesitamos aprender esto. Y todos juntos pidamos que nos exijáis transitar por los caminos de la fraternidad. Que seáis vosotros nuestros acusadores cuando nosotros elegimos la vía de los muros, la vía de la enemistad, la vía de la guerra. Construir puentes: ¿Sabéis cuál es el primer puente que se ha de construir? Un puente que podemos realizarlo aquí y ahora: estrecharnos la mano, darnos la mano. Ánimo, hacedlo ahora. Construid este puente humano, daos la mano, todos: es el puente primordial, es el puente humano, es el primero, es el modelo. Siempre existe el riesgo ―lo he dicho el otro día―de quedarse con la mano tendida, pero en la vida hay que arriesgar; quien no arriesga no triunfa. Con este puente, vayamos adelante. Levantad aquí este puente primordial: daos la mano. Gracias. Es el gran puente fraterno, y ojalá aprendan a hacerlo los grandes de este mundo... pero no para la fotografía ―cuando se dan la mano y piensan en otra cosa―, sino para seguir construyendo
puentes más y más grandes. Que éste puente humano sea semilla de tantos otros; será una huella. Hoy Jesús, que es el camino, te llama a ti, a ti, a ti [señala a cada uno] a dejar tu huella en la historia. Él, que es la vida, te invita a dejar una huella que llene de vida tu historia y la de tantos otros. Él, que es la verdad, te invita a abandonar los caminos del desencuentro, la división y el sinsentido. ¿Te animas? [«Sí»]. ¿Qué responden ―lo quiero ver― tus manos y tus pies al Señor, que es camino, verdad y vida? ¿Estás dispuesto? [«Sí»]. Que el Señor bendiga vuestros sueños. Gracias.
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CELEBRACIÓN DE LA XLIX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 DE ENERO DE 2016 Vence la indiferencia y conquista la paz 1.Dios no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la abandona. Al comienzo del nuevo año, quisiera acompañar con esta profunda convicción los mejores deseos de abundantes bendiciones y de paz, en el signo de la esperanza, para el futuro de cada hombre y cada mujer, de cada familia, pueblo y nación del mundo, así como para los Jefes de Estado y de Gobierno y de los Responsables de las religiones. Por tanto, no perdamos la esperanza de que 2016 nos encuentre a todos firme y confiadamente comprometidos, en realizar la justicia y trabajar por la paz en los diversos ámbitos. Sí, la paz es don de Dios y obra de los hombres. La paz es don de Dios, pero confiado a todos los hombres y a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la práctica. Custodiar las razones de la esperanza 2. Las guerras y los atentados terroristas, con sus trágicas consecuencias, los secuestros de personas, las persecuciones por motivos étnicos o religiosos, las prevaricaciones, han marcado de hecho el año pasado, de principio a fin, multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las formas de la que podría llamar una «tercera guerra mundial en fases». Pero algunos acontecimientos de los años pasados y del año apenas concluido me invitan, en la perspectiva del nuevo año, a renovar la exhortación a no perder la esperanza en la capacidad del hombre de superar el mal, con la gracia de Dios, y a no caer en la resignación y en la indiferencia. Los acontecimientos a los que me refiero representan la capacidad de la humanidad de actuar con solidaridad, más allá de los intereses individualistas, de la apatía y de la indiferencia ante las situaciones críticas. Quisiera recordar entre dichos acontecimientos el esfuerzo realizado para favorecer el encuentro de los líderes mundiales en el ámbito de la COP 21, con la finalidad de buscar nuevas vías para afrontar los cambios climáticos y proteger el bienestar de la Tierra, nuestra casa común. Esto nos remite a dos eventos precedentes de carácter global: La Conferencia Mundial de Addis Abeba para recoger fondos con el objetivo de un desarrollo sostenible del mundo, y la adopción por parte de las Naciones Unidas de la Agenda 2030
para el Desarrollo Sostenible, con el objetivo de asegurar para ese año una existencia más digna para todos, sobre todo para las poblaciones pobres del planeta. El año 2015 ha sido también especial para la Iglesia, al haberse celebrado el 50 aniversario de la publicación de dos documentos del Concilio Vaticano II que expresan de modo muy elocuente el sentido de solidaridad de la Iglesia con el mundo. El papa Juan XXIII, al inicio del Concilio, quiso abrir de par en par las ventanas de la Iglesia para que fuese más abierta la comunicación entre ella y el mundo. Los dos documentos, Nostra aetate y Gaudium et spes, son expresiones emblemáticas de la nueva relación de diálogo, solidaridad y acompañamiento que la Iglesia pretendía introducir en la humanidad. En la Declaración Nostra aetate, la Iglesia ha sido llamada a abrirse al diálogo con las expresiones religiosas no cristianas. En la Constitución pastoral Gaudium et spes, desde el momento que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo»[1], la Iglesia deseaba instaurar un diálogo con la familia humana sobre los problemas del mundo, como signo de solidaridad y de respetuoso afecto[2]. En esta misma perspectiva, con el Jubileo de la Misericordia, deseo invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para que todo cristiano pueda desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de anunciar y testimoniar la misericordia, de «perdonar y de dar», de abrirse «a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea», sin caer «en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye»[3]. Hay muchas razones para creer en la capacidad de la humanidad que actúa conjuntamente en solidaridad, en el reconocimiento de la propia interconexión e interdependencia, preocupándose por los miembros más frágiles y la protección del bien común. Esta actitud de corresponsabilidad solidaria está en la raíz de la vocación fundamental a la fraternidad y a la vida común. La dignidad y las relaciones interpersonales nos constituyen como seres humanos, queridos por Dios a su imagen y semejanza. Como creaturas dotadas de inalienable dignidad, nosotros existimos en relación con nuestros hermanos y hermanas, ante los que tenemos una responsabilidad y con los cuales actuamos en solidaridad. Fuera de esta relación, seríamos menos humanos. Precisamente por eso, la indiferencia representa una amenaza para la familia humana. Cuando nos encaminamos por un nuevo año, deseo invitar a todos a reconocer este hecho, para vencer la indiferencia y conquistar la paz. Algunas formas de indiferencia 3. Es cierto que la actitud del indiferente, de quien cierra el corazón para no tomar en consideración a los otros, de quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás, caracteriza una tipología humana bastante difundida y presente en cada época de la historia. Pero en nuestros días, esta tipología ha superado decididamente el ámbito individual para asumir una dimensión global y producir el fenómeno de la «globalización de la indiferencia». La primera forma de indiferencia en la sociedad humana es la indiferencia ante Dios, de la cual brota también la indiferencia ante el prójimo y ante lo creado. Esto es uno de los graves efectos de un falso humanismo y del materialismo práctico, combinados con un pensamiento relativista y nihilista. El hombre piensa ser el autor de sí mismo, de la propia vida y de la sociedad; se siente autosuficiente; busca no sólo reemplazar a Dios, sino prescindir completamente de él. Por consiguiente, cree que no debe nada a nadie,
excepto a sí mismo, y pretende tener sólo derechos[4]. Contra esta autocomprensión errónea de la persona, Benedicto XVI recordaba que ni el hombre ni su desarrollo son capaces de darse su significado último por sí mismo[5]; y, precedentemente, Pablo VI había afirmado que «no hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre a lo Absoluto, en el reconocimiento de una vocación, que da la idea verdadera de la vida humana»[6]. La indiferencia ante el prójimo asume diferentes formas. Hay quien está bien informado, escucha la radio, lee los periódicos o ve programas de televisión, pero lo hace de manera frívola, casi por mera costumbre: estas personas conocen vagamente los dramas que afligen a la humanidad pero no se sienten comprometidas, no viven la compasión. Esta es la actitud de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la acción dirigida hacia sí mismo. Desgraciadamente, debemos constatar que el aumento de las informaciones, propias de nuestro tiempo, no significa de por sí un aumento de atención a los problemas, si no va acompañado por una apertura de las conciencias en sentido solidario[7]. Más aún, esto puede comportar una cierta saturación que anestesia y, en cierta medida, relativiza la gravedad de los problemas. «Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una “educación” que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones—, cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes»[8]. La indiferencia se manifiesta en otros casos como falta de atención ante la realidad circunstante, especialmente la más lejana. Algunas personas prefieren no buscar, no informarse y viven su bienestar y su comodidad indiferentes al grito de dolor de la humanidad que sufre. Casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido en incapaces de sentir compasión por los otros, por sus dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos, como si aquello que les acontece fuera una responsabilidad que nos es ajena, que no nos compete[9]. «Cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien»[10]. Al vivir en una casa común, no podemos dejar de interrogarnos sobre su estado de salud, como he intentado hacer en la Laudato si’. La contaminación de las aguas y del aire, la explotación indiscriminada de los bosques, la destrucción del ambiente, son a menudo fruto de la indiferencia del hombre respecto a los demás, porque todo está relacionado. Como también el comportamiento del hombre con los animales influye sobre sus relaciones con los demás[11], por no hablar de quien se permite hacer en otra parte aquello que no osa hacer en su propia casa[12]. En estos y en otros casos, la indiferencia provoca sobre todo cerrazón y distanciamiento, y termina de este modo contribuyendo a la falta de paz con Dios, con el prójimo y con la creación. La paz amenazada por la indiferencia globalizada 4. La indiferencia ante Dios supera la esfera íntima y espiritual de cada persona y alcanza a la esfera pública y social. Como afirmaba Benedicto XVI, «existe un vínculo íntimo entre la glorificación de Dios y la paz de los hombres sobre la tierra»[13]. En efecto, «sin una apertura a la trascendencia, el hombre cae fácilmente presa del relativismo, resultándole
difícil actuar de acuerdo con la justicia y trabajar por la paz»[14]. El olvido y la negación de Dios, que llevan al hombre a no reconocer alguna norma por encima de sí y a tomar solamente a sí mismo como norma, han producido crueldad y violencia sin medida[15]. En el plano individual y comunitario, la indiferencia ante el prójimo, hija de la indiferencia ante Dios, asume el aspecto de inercia y despreocupación, que alimenta el persistir de situaciones de injusticia y grave desequilibrio social, los cuales, a su vez, pueden conducir a conflictos o, en todo caso, generar un clima de insatisfacción que corre el riesgo de terminar, antes o después, en violencia e inseguridad. En este sentido la indiferencia, y la despreocupación que se deriva, constituyen una grave falta al deber que tiene cada persona de contribuir, en la medida de sus capacidades y del papel que desempeña en la sociedad, al bien común, de modo particular a la paz, que es uno de los bienes más preciosos de la humanidad[16]. Cuando afecta al plano institucional, la indiferencia respecto al otro, a su dignidad, a sus derechos fundamentales y a su libertad, unida a una cultura orientada a la ganancia y al hedonismo, favorece, y a veces justifica, actuaciones y políticas que terminan por constituir amenazas a la paz. Dicha actitud de indiferencia puede llegar también a justificar algunas políticas económicas deplorables, premonitoras de injusticias, divisiones y violencias, con vistas a conseguir el bienestar propio o el de la nación. En efecto, no es raro que los proyectos económicos y políticos de los hombres tengan como objetivo conquistar o mantener el poder y la riqueza, incluso a costa de pisotear los derechos y las exigencias fundamentales de los otros. Cuando las poblaciones se ven privadas de sus derechos elementares, como el alimento, el agua, la asistencia sanitaria o el trabajo, se sienten tentadas a tomárselos por la fuerza[17]. Además, la indiferencia respecto al ambiente natural, favoreciendo la deforestación, la contaminación y las catástrofes naturales que desarraigan comunidades enteras de su ambiente de vida, forzándolas a la precariedad y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas, nuevas situaciones de injusticia de consecuencias a menudo nefastas en términos de seguridad y de paz social. ¿Cuántas guerras ha habido y cuántas se combatirán aún a causa de la falta de recursos o para satisfacer a la insaciable demanda de recursos naturales?[18] De la indiferencia a la misericordia: la conversión del corazón 5. Hace un año, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz «no más esclavos, sino hermanos», me referí al primer icono bíblico de la fraternidad humana, la de Caín y Abel (cf. Gn 4,1-16), y lo hice para llamar la atención sobre el modo en que fue traicionada esta primera fraternidad. Caín y Abel son hermanos. Provienen los dos del mismo vientre, son iguales en dignidad, y creados a imagen y semejanza de Dios; pero su fraternidad creacional se rompe. «Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el primer fratricidio»[19]. El fratricidio se convierte en paradigma de la traición, y el rechazo por parte de Caín a la fraternidad de Abel es la primera ruptura de las relaciones de hermandad, solidaridad y respeto mutuo. Dios interviene entonces para llamar al hombre a la responsabilidad ante su semejante, como hizo con Adán y Eva, los primeros padres, cuando rompieron la comunión con el Creador. «El Señor dijo a Caín: “Dónde está Abel, tu hermano? Respondió Caín: “No sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?”. El Señor le replicó: ¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo”» (Gn 4,9-10). Caín dice que no sabe lo que le ha sucedido a su hermano, dice que no es su guardián. No se siente responsable de su vida, de su suerte. No se siente implicado. Es indiferente
ante su hermano, a pesar de que ambos estén unidos por el mismo origen. ¡Qué tristeza! ¡Qué drama fraterno, familiar, humano! Esta es la primera manifestación de la indiferencia entre hermanos. En cambio, Dios no es indiferente: la sangre de Abel tiene gran valor ante sus ojos y pide a Caín que rinda cuentas de ella. Por tanto, Dios se revela desde el inicio de la humanidad como Aquel que se interesa por la suerte del hombre. Cuando más tarde los hijos de Israel están bajo la esclavitud en Egipto, Dios interviene nuevamente. Dice a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a liberarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Es importante destacar los verbos que describen la intervención de Dios: Él ve, oye, conoce, baja, libera. Dios no es indiferente. Está atento y actúa. Del mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús, ha bajado entre los hombres, se ha encarnado y se ha mostrado solidario con la humanidad en todo, menos en el pecado. Jesús se identificaba con la humanidad: «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm8,29). Él no se limitaba a enseñar a la muchedumbre, sino que se preocupaba de ella, especialmente cuando la veía hambrienta (cf.Mc 6,34-44) o desocupada (cf. Mt 20,3). Su mirada no estaba dirigida solamente a los hombres, sino también a los peces del mar, a las aves del cielo, a las plantas y a los árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda la creación. Ciertamente, él ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a las personas, habla con ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en necesidad. No sólo, sino que se deja conmover y llora (cf. Jn 11,33-44). Y actúa para poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte. Jesús nos enseña a ser misericordiosos como el Padre (cf. c 6,36). En la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,29-37) denuncia la omisión de ayuda frente a la urgente necesidad de los semejantes: «lo vio y pasó de largo» (cf. Lc 6,31.32). De la misma manera, mediante este ejemplo, invita a sus oyentes, y en particular a sus discípulos, a que aprendan a detenerse ante los sufrimientos de este mundo para aliviarlos, ante las heridas de los demás para curarlas, con los medios que tengan, comenzando por el propio tiempo, a pesar de tantas ocupaciones. En efecto, la indiferencia busca a menudo pretextos: el cumplimiento de los preceptos rituales, la cantidad de cosas que hay que hacer, los antagonismos que nos alejan los unos de los otros, los prejuicios de todo tipo que nos impiden hacernos prójimo. La misericordia es el corazón de Dios. Por ello debe ser también el corazón de todos los que se reconocen miembros de la única gran familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde la dignidad humana —reflejo del rostro de Dios en sus creaturas— esté en juego. Jesús nos advierte: el amor a los demás —los extranjeros, los enfermos, los encarcelados, los que no tienen hogar, incluso los enemigos— es la medida con la que Dios juzgará nuestras acciones. De esto depende nuestro destino eterno. No es de extrañar que el apóstol Pablo invite a los cristianos de Roma a alegrarse con los que se alegran y a llorar con los que lloran (cf. Rm 12,15), o que aconseje a los de Corinto organizar colectas como signo de solidaridad con los miembros de la Iglesia que sufren (cf. 1 Co 16,2-3). Y san Juan escribe: «Si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17; cf. St 2,15-16). Por eso «es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones
y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia»[20]. También nosotros estamos llamados a que el amor, la compasión, la misericordia y la solidaridad sean nuestro verdadero programa de vida, un estilo de comportamiento en nuestras relaciones de los unos con los otros[21]. Esto pide la conversión del corazón: que la gracia de Dios transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de abrirse a los otros con auténtica solidaridad. Esta es mucho más que un «sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas»[22]. La solidaridad «es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos»[23], porque la compasión surge de la fraternidad. Así entendida, la solidaridad constituye la actitud moral y social que mejor responde a la toma de conciencia de las heridas de nuestro tiempo y de la innegable interdependencia que aumenta cada vez más, especialmente en un mundo globalizado, entre la vida de la persona y de su comunidad en un determinado lugar, así como la de los demás hombres y mujeres del resto del mundo[24]. Promover una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la indiferencia 6. La solidaridad como virtud moral y actitud social, fruto de la conversión personal, exige el compromiso de todos aquellos que tienen responsabilidades educativas y formativas. En primer lugar me dirijo a las familias, llamadas a una misión educativa primaria e imprescindible. Ellas constituyen el primer lugar en el que se viven y se transmiten los valores del amor y de la fraternidad, de la convivencia y del compartir, de la atención y del cuidado del otro. Ellas son también el ámbito privilegiado para la transmisión de la fe desde aquellos primeros simples gestos de devoción que las madres enseñan a los hijos[25]. Los educadores y los formadores que, en la escuela o en los diferentes centros de asociación infantil y juvenil, tienen la ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y sociales de la persona. Los valores de la libertad, del respeto recíproco y de la solidaridad se transmiten desde la más tierna infancia. Dirigiéndose a los responsables de las instituciones que tienen responsabilidades educativas, Benedicto XVI afirmaba: «Que todo ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo transcendente; lugar de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado en sus propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en la construcción de una sociedad más humana y fraterna»[26]. Quienes se dedican al mundo de la cultura y de los medios de comunicación social tienen también una responsabilidad en el campo de la educación y la formación, especialmente en la sociedad contemporánea, en la que el acceso a los instrumentos de formación y de comunicación está cada vez más extendido. Su cometido es sobre todo el de ponerse al servicio de la verdad y no de intereses particulares. En efecto, los medios de comunicación «no sólo informan, sino que también forman el espíritu de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una aportación notable a la educación de los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos entre educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la educación se produce mediante la comunicación, que influye positiva o negativamente en la formación de la persona»[27]. Quienes se ocupan de la
cultura y los medios deberían también vigilar para que el modo en el que se obtienen y se difunden las informaciones sea siempre jurídicamente y moralmente lícito. La paz: fruto de una cultura de solidaridad, misericordia y compasión 7. Conscientes de la amenaza de la globalización de la indiferencia, no podemos dejar de reconocer que, en el escenario descrito anteriormente, se dan también numerosas iniciativas y acciones positivas que testimonian la compasión, la misericordia y la solidaridad de las que el hombre es capaz. Quisiera recordar algunos ejemplos de actuaciones loables, que demuestran cómo cada uno puede vencer la indiferencia si no aparta la mirada de su prójimo, y que constituyen buenas prácticas en el camino hacia una sociedad más humana. Hay muchas organizaciones no gubernativas y asociaciones caritativas dentro de la Iglesia, y fuera de ella, cuyos miembros, con ocasión de epidemias, calamidades o conflictos armados, afrontan fatigas y peligros para cuidar a los heridos y enfermos, como también para enterrar a los difuntos. Junto a ellos, deseo mencionar a las personas y a las asociaciones que ayudan a los emigrantes que atraviesan desiertos y surcan los mares en busca de mejores condiciones de vida. Estas acciones son obras de misericordia, corporales y espirituales, sobre las que seremos juzgados al término de nuestra vida. Me dirijo también a los periodistas y fotógrafos que informan a la opinión pública sobre las situaciones difíciles que interpelan las conciencias, y a los que se baten en defensa de los derechos humanos, sobre todo de las minorías étnicas y religiosas, de los pueblos indígenas, de las mujeres y de los niños, así como de todos aquellos que viven en condiciones de mayor vulnerabilidad. Entre ellos hay también muchos sacerdotes y misioneros que, como buenos pastores, permanecen junto a sus fieles y los sostienen a pesar de los peligros y dificultades, de modo particular durante los conflictos armados. Además, numerosas familias, en medio de tantas dificultades laborales y sociales, se esfuerzan concretamente en educar a sus hijos «contracorriente», con tantos sacrificios, en los valores de la solidaridad, la compasión y la fraternidad. Muchas familias abren sus corazones y sus casas a quien tiene necesidad, como los refugiados y los emigrantes. Deseo agradecer particularmente a todas las personas, las familias, las parroquias, las comunidades religiosas, los monasterios y los santuarios, que han respondido rápidamente a mi llamamiento a acoger una familia de refugiados[28]. Por último, deseo mencionar a los jóvenes que se unen para realizar proyectos de solidaridad, y a todos aquellos que abren sus manos para ayudar al prójimo necesitado en sus ciudades, en su país o en otras regiones del mundo. Quiero agradecer y animar a todos aquellos que se trabajan en acciones de este tipo, aunque no se les dé publicidad: su hambre y sed de justicia será saciada, su misericordia hará que encuentren misericordia y, como trabajadores de la paz, serán llamados hijos de Dios (cf. Mt 5,6-9). La paz en el signo del Jubileo de la Misericordia 8. En el espíritu del Jubileo de la Misericordia, cada uno está llamado a reconocer cómo se manifiesta la indiferencia en la propia vida, y a adoptar un compromiso concreto para contribuir a mejorar la realidad donde vive, a partir de la propia familia, de su vecindario o el ambiente de trabajo. Los Estados están llamados también a hacer gestos concretos, actos de valentía para con las personas más frágiles de su sociedad, como los encarcelados, los emigrantes, los desempleados y los enfermos.
Por lo que se refiere a los detenidos, en muchos casos es urgente que se adopten medidas concretas para mejorar las condiciones de vida en las cárceles, con una atención especial para quienes están detenidos en espera de juicio[29], teniendo en cuenta la finalidad reeducativa de la sanción penal y evaluando la posibilidad de introducir en las legislaciones nacionales penas alternativas a la prisión. En este contexto, deseo renovar el llamamiento a las autoridades estatales para abolir la pena de muerte allí donde está todavía en vigor, y considerar la posibilidad de una amnistía. Respecto a los emigrantes, quisiera dirigir una invitación a repensar las legislaciones sobre los emigrantes, para que estén inspiradas en la voluntad de acogida, en el respeto de los recíprocos deberes y responsabilidades, y puedan facilitar la integración de los emigrantes. En esta perspectiva, se debería prestar una atención especial a las condiciones de residencia de los emigrantes, recordando que la clandestinidad corre el riesgo de arrastrarles a la criminalidad. Deseo, además, en este Año jubilar, formular un llamamiento urgente a los responsables de los Estados para hacer gestos concretos en favor de nuestros hermanos y hermanas que sufren por la falta de trabajo, tierra y techo. Pienso en la creación de puestos de trabajo digno para afrontar la herida social de la desocupación, que afecta a un gran número de familias y de jóvenes y tiene consecuencias gravísimas sobre toda la sociedad. La falta de trabajo incide gravemente en el sentido de dignidad y en la esperanza, y puede ser compensada sólo parcialmente por los subsidios, si bien necesarios, destinados a los desempleados y a sus familias. Una atención especial debería ser dedicada a las mujeres —desgraciadamente todavía discriminadas en el campo del trabajo— y a algunas categorías de trabajadores, cuyas condiciones son precarias o peligrosas y cuyas retribuciones no son adecuadas a la importancia de su misión social. Por último, quisiera invitar a realizar acciones eficaces para mejorar las condiciones de vida de los enfermos, garantizando a todos el acceso a los tratamientos médicos y a los medicamentos indispensables para la vida, incluida la posibilidad de atención domiciliaria. Los responsables de los Estados, dirigiendo la mirada más allá de las propias fronteras, también están llamados e invitados a renovar sus relaciones con otros pueblos, permitiendo a todos una efectiva participación e inclusión en la vida de la comunidad internacional, para que se llegue a la fraternidad también dentro de la familia de las naciones. En esta perspectiva, deseo dirigir un triple llamamiento para que se evite arrastrar a otros pueblos a conflictos o guerras que destruyen no sólo las riquezas materiales, culturales y sociales, sino también —y por mucho tiempo— la integridad moral y espiritual; para abolir o gestionar de manera sostenible la deuda internacional de los Estados más pobres; para la adoptar políticas de cooperación que, más que doblegarse a las dictaduras de algunas ideologías, sean respetuosas de los valores de las poblaciones locales y que, en cualquier caso, no perjudiquen el derecho fundamental e inalienable de los niños por nacer. Confío estas reflexiones, junto con los mejores deseos para el nuevo año, a la intercesión de María Santísima, Madre atenta a las necesidades de la humanidad, para que nos obtenga de su Hijo Jesús, Príncipe de la Paz, el cumplimento de nuestras súplicas y la bendición de nuestro compromiso cotidiano en favor de un mundo fraterno y solidario. Vaticano, 8 de diciembre de 2015 Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María Apertura del Jubileo Extraordinario de la Misericordia FRANCISCUS
[1] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 1. [2] Cf. ibíd., 3. [3] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia Misericordiae vultus, 14-15. [4] Cf. Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 43. [5] Cf. ibíd., 16. [6] Carta. enc. Populorum progressio, 42. [7] «La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad» (Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 19). [8] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 60. [9] Cf. ibíd., 54. [10] Mensaje para la Cuaresma 2015. [11] Cf. Carta. enc. Laudato si’, 92. [12] Cf. ibíd., 51. [13] Discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (7 enero 2013). [14] Ibíd. [15] Cf. Benedicto XVI, Intervención durante la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, Asís, 27 octubre 2011. [16] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 217-237. [17] «Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 59). [18] Cf. Carta enc. Laudato si’, 31; 48. [19] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2015, 2. [20] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia Misericordiae vultus, 12. [21] Cf. ibíd., 13. [22] Juan Pablo II, Carta. enc. Sollecitudo rei socialis, 38. [23] Ibíd. [24] Cf. ibíd. [25] Cf. Catequesis durante la Audiencia general (7 enero 2015). [26] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2012, 2. [27] Ibíd. [28] Cf. Ángelus (6 septiembre 2015). [29] Cf. Discurso a una delegación de la Asociación internacional de derecho penal (23 octubre 2014).
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2018 «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12) Queridos hermanos y hermanas: Una vez más nos sale al encuentro la Pascua del Señor. Para prepararnos a recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año la Cuaresma, «signo sacramental de nuestra conversión»[1], que anuncia y realiza la posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida. Como todos los años, con este mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia; y lo hago inspirándome en una expresión de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (24,12). Esta frase se encuentra en el discurso que habla del fin de los tiempos y que está ambientado en Jerusalén, en el Monte de los Olivos, precisamente allí donde tendrá comienzo la pasión del Señor. Jesús, respondiendo a una pregunta de sus discípulos, anuncia una gran tribulación y describe la situación en la que podría encontrarse la comunidad de los fieles: frente a acontecimientos dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con apagar la caridad en los corazones, que es el centro de todo el Evangelio. Los falsos profetas Escuchemos este pasaje y preguntémonos: ¿qué formas asumen los falsos profetas? Son como «encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las emociones humanas para esclavizar a las personas y llevarlas adonde ellos quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas de un placer momentáneo, al que se le confunde con la felicidad. Cuántos hombres y mujeres viven como encantados por la ilusión del dinero, que los hace en realidad esclavos del lucro o de intereses mezquinos. Cuántos viven pensando que se bastan a sí mismos y caen presa de la soledad. Otros falsos profetas son esos «charlatanes» que ofrecen soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que sin embargo resultan ser completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar y tirar», de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por una vida completamente virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan dramáticamente sin sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas sin valor sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y la capacidad de amar. Es el engaño de la vanidad, que nos lleva a pavonearnos… haciéndonos caer en el ridículo; y el ridículo no tiene vuelta atrás. No es una sorpresa: desde siempre el demonio, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44), presenta el mal como bien y lo falso como verdadero, para confundir el corazón del hombre. Cada uno de nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a examinar en su corazón si se siente amenazado por las mentiras de estos falsos profetas. Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inmediato, superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro interior una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven para nuestro bien.
Un corazón frío Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo sentado en un trono de hielo[2]; su morada es el hielo del amor extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad? ¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse en nosotros? Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de todos los males» ( 1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por tanto, el no querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos con nuestra desolación antes que sentirnos confortados por su Palabra y sus Sacramentos[3]. Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras «certezas»: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras expectativas. También la creación es un testigo silencioso de este enfriamiento de la caridad: la tierra está envenenada a causa de los desechos arrojados por negligencia e interés; los mares, también contaminados, tienen que recubrir por desgracia los restos de tantos náufragos de las migraciones forzadas; los cielos —que en el designio de Dios cantan su gloria— se ven surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de muerte. El amor se enfría también en nuestras comunidades: en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium traté de describir las señales más evidentes de esta falta de amor. estas son: la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la tentación de aislarse y de entablar continuas guerras fratricidas, la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo misionero[4]. ¿Qué podemos hacer? Si vemos dentro de nosotros y a nuestro alrededor los signos que antes he descrito, la Iglesia, nuestra madre y maestra, además de la medicina a veces amarga de la verdad, nos ofrece en este tiempo de Cuaresma el dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno. El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos[5], para buscar finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro Padre y desea para nosotros la vida. El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico estilo de vida. Al igual que, como cristianos, me gustaría que siguiésemos el ejemplo de los Apóstoles y viésemos en la posibilidad de compartir nuestros bienes con los demás un testimonio concreto de la comunión que vivimos en la Iglesia. A este propósito hago mía la exhortación de san Pablo, cuando invitaba a los corintios a participar en la colecta para la comunidad de Jerusalén: «Os conviene» (2 Co 8,10). Esto vale especialmente en Cuaresma, un tiempo en el que muchos organismos realizan colectas en favor de iglesias y poblaciones que pasan por dificultades. Y cuánto querría que también en nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano que nos pide ayuda, pensáramos que se trata de una llamada de la divina Providencia: cada limosna es una ocasión para participar en la Providencia de Dios hacia sus hijos; y si él hoy se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no va a proveer también mañana a mis necesidades, él, que no se deja ganar por nadie en generosidad?[6] El ayuno, por último, debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante ocasión para crecer. Por una parte, nos permite experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; por otra, expresa la
condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre. Querría que mi voz traspasara las fronteras de la Iglesia Católica, para que llegara a todos ustedes, hombres y mujeres de buena voluntad, dispuestos a escuchar a Dios. Si se sienten afligidos como nosotros, porque en el mundo se extiende la iniquidad, si les preocupa la frialdad que paraliza el corazón y las obras, si ven que se debilita el sentido de una misma humanidad, únanse a nosotros para invocar juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo que podamos como ayuda para nuestros hermanos. El fuego de la Pascua Invito especialmente a los miembros de la Iglesia a emprender con celo el camino de la Cuaresma, sostenidos por la limosna, el ayuno y la oración. Si en muchos corazones a veces da la impresión de que la caridad se ha apagado, en el corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una nueva oportunidad para que podamos empezar a amar de nuevo. Una ocasión propicia será la iniciativa «24 horas para el Señor», que este año nos invita nuevamente a celebrar el Sacramento de la Reconciliación en un contexto de adoración eucarística. En el 2018 tendrá lugar el viernes 9 y el sábado 10 de marzo, inspirándose en las palabras del Salmo 130,4: «De ti procede el perdón». En cada diócesis, al menos una iglesia permanecerá abierta durante 24 horas seguidas, para permitir la oración de adoración y la confesión sacramental. En la noche de Pascua reviviremos el sugestivo rito de encender el cirio pascual: la luz que proviene del «fuego nuevo» poco a poco disipará la oscuridad e iluminará la asamblea litúrgica. «Que la luz de Cristo, resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y de nuestro espíritu»[7], para que todos podamos vivir la misma experiencia de los discípulos de Emaús: después de escuchar la Palabra del Señor y de alimentarnos con el Pan eucarístico nuestro corazón volverá a arder de fe, esperanza y caridad. Los bendigo de todo corazón y rezo por ustedes. No se olviden de rezar por mí. Vaticano, 1 de noviembre de 2017 Solemnidad de Todos los Santos Francisco
[1] Misal Romano, I Dom. de Cuaresma, Oración Colecta. [2] «Salía el soberano del reino del dolor fuera de la helada superficie, desde la mitad del pecho» (InfiernoXXXIV, 2829). [3] «Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de ser consolados. Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Sabéis por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio en la consolación es el Espíritu Santo el protagonista» (Ángelus, 7 diciembre 2014). [4] Núms. 76-109. [5] Cf. Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 33. [6] Cf. Pío XII, Enc. Fidei donum, III. [7] Misal Romano, Vigilia Pascual, Lucernario.
7. LA TRADICIÓN ES UN MOVIMIENTO
PRESENTACIÓN DE LAS FELICITACIONES NAVIDEÑAS DE LA CURIA ROMANA DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO Sala Clementina Lunes 22 de diciembre de 2014
La Curia Romana y el Cuerpo de Cristo «Tú estás sobre los Querubines, tú que has cambiado la miserable condición del mundo cuando te has hecho como uno de nosotros» (San Atanasio). Queridos Hermanos Al final del Adviento, nos reunimos para los tradicionales saludos. En unos días tendremos la alegría de celebrar la Natividad del Señor; el evento de Dios que se hizo hombre para salvar a los hombres; la manifestación del amor de Dios, que no se limita a darnos algo y enviarnos algún mensaje o ciertos mensajeros, sino que se entrega a sí mismo; el misterio de Dios que toma sobre sí nuestra condición humana y nuestros pecados para revelarnos su vida divina, su inmensa gracia y su perdón gratuito. Es la cita con Dios, que nace en la pobreza de la gruta de Belén para enseñarnos el poder de la humildad. En efecto, la Navidad es también la fiesta de la luz que no es recibida por la gente «selecta», sino por los pobres y sencillos que esperaban la salvación del Señor. En primer lugar, quisiera desearos a todos vosotros – colaboradores, hermanos y hermanas, Representantes pontificios esparcidos por el mundo – y a todos vuestros seres queridos una santa Navidad y un feliz Año Nuevo. Deseo agradeceros cordialmente vuestro compromiso cotidiano al servicio de la Santa Sede, de la Iglesia Católica, de las Iglesias particulares y del Sucesor de Pedro. Puesto que somos personas, y no sólo números o títulos, recuerdo particularmente a los que durante este año han terminado su servicio, por razones de edad, por haber asumido otros encargos o porque han sido llamados a la casa del Padre. También para todos ellos y sus familiares, mi recuerdo y gratitud. Con vosotros, quiero elevar un profunda y sentida acción de gracias al Señor por el año que nos está dejando, por los acontecimientos vividos y todo el bien que él ha querido hacer con generosidad a través del servicio de la Santa Sede, pidiendo humildemente perdón por las faltas cometidas «de pensamiento, palabra, obra y omisión». A partir precisamente de esta petición de perdón, quisiera que este encuentro, y las reflexiones que compartiré con vosotros, fueran para todos nosotros un apoyo y un
estímulo para un verdadero examen de conciencia y preparar nuestro corazón para la santa Navidad. Pensando en este encuentro, me ha venido a la mente la imagen de la Iglesia como Cuerpo Místico de Jesucristo. Es una expresión que, como explicó el Papa Pío XII, «brota y aun germina de todo lo que en las Sagradas Escrituras y en los escritos de los Santos Padres frecuentemente se enseña».[1]A este respecto, san Pablo escribió: «Pues, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo» (1 Co12,12).[2] En este sentido, el Concilio Vaticano II nos recuerda que «en la construcción del cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios (cf. 1 Co 12,1-11), distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia».[3] «Cristo y la Iglesia son por tanto el “Cristo total”,Christus Totus. La Iglesia es una con Cristo».[4] Es bello pensar en la Curia Romana como un pequeño modelo de la Iglesia, es decir, como un «cuerpo» que trata seria y cotidianamente de ser más vivo, más sano, más armonioso y más unido en sí mismo y con Cristo. En realidad, la Curia Romana es un organismo complejo, compuesto por muchas Congregaciones, Consejos, Oficinas, Tribunales, Comisiones y numerosos elementos que no todos tienen el mismo cometido, pero que se coordinan para su funcionamiento eficaz, edificante, disciplinado y ejemplar, no obstante la diversidad cultural, lingüística y nacional de sus miembros.[5] En todo caso, siendo la Curia un cuerpo dinámico, no puede vivir sin alimentarse y cuidarse. En efecto, la Curia – como la Iglesia – no puede vivir sin tener una relación vital, personal, auténtica y sólida con Cristo.[6] Un miembro de la Curia que no se alimenta diariamente con esa comida se convertirá en un burócrata (un formalista, un funcionario, un mero empleado): un sarmiento que se marchita y poco a poco muere y se le corta. La oración cotidiana, la participación asidua en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía y la Reconciliación, el contacto diario con la Palabra de Dios y la espiritualidad traducida en la caridad vivida, son el alimento vital para cada uno de nosotros. Que nos resulte claro a todos que, sin él, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Por tanto, la relación viva con Dios alimenta y refuerza también la comunión con los demás; es decir, cuanto más estrechamente estamos unidos a Dios, más unidos estamos entre nosotros, porque el Espíritu de Dios une y el espíritu del maligno divide. La Curia está llamada a mejorarse, a mejorarse siempre y a crecer en comunión, santidad y sabiduría para realizar plenamente su misión.[7] Sin embargo, como todo cuerpo, como todo cuerpo humano, también está expuesta a los males, al mal funcionamiento, a la enfermedad. Y aquí quisiera mencionar algunos de estos posibles males, males curiales. Son males más habituales en nuestra vida de Curia. Son enfermedades y tentaciones que debilitan nuestro servicio al Señor. Creo que nos puede ayudar el «catálogo» de los males – siguiendo a los Padres del Desierto, que hacían aquellos catálogos – de los que hoy hablamos: nos ayudará a prepararnos al Sacramento de la Reconciliación, que será un gran paso para que todos nosotros nos preparemos para la Navidad. 1. El mal de sentirse «inmortal», «inmune», e incluso «indispensable», descuidando los controles necesarios y normales. Una Curia que no se autocrítica, que no se actualiza, que no busca mejorarse, es un cuerpo enfermo. Una simple visita a los cementerios podría ayudarnos a ver los nombres de tantas personas, alguna de las cuales pensaba quizás ser inmortal, inmune e indispensable. Es el mal del rico insensato del evangelio, que pensaba vivir eternamente (cf. Lc 12,13-21), y también de aquellos que se convierten en amos, y se sienten superiores a todos, y no al servicio de todos. Esta enfermedad se
deriva a menudo de la patología del poder, del «complejo de elegidos», del narcisismo que mira apasionadamente la propia imagen y no ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los otros, especialmente de los más débiles y necesitados.[8] El antídoto contra esta epidemia es la gracia de sentirse pecadores y decir de todo corazón: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17,10). 2. Otro: El mal de «martalismo» (que viene de Marta), de la excesiva laboriosidad, es decir, el de aquellos enfrascados en el trabajo, dejando de lado, inevitablemente, «la mejor parte»: el estar sentados a los pies de Jesús (cf. Lc 10,38-42). Por eso, Jesús llamó a sus discípulos a «descansar un poco» (Mc 6,31), porque descuidar el necesario descanso conduce al estrés y la agitación. Un tiempo de reposo, para quien ha completado su misión, es necesario, obligado, y debe ser vivido en serio: en pasar algún tiempo con la familia y respetar las vacaciones como un momento de recarga espiritual y física; hay que aprender lo que enseña el Eclesiastés: «Todo tiene su tiempo, cada cosa su momento» (3,1). 3. También existe el mal de la «petrificación» mental y espiritual, es decir, el de aquellos que tienen un corazón de piedra y son «duros de cerviz» (Hch 7,51); de los que, a lo largo del camino, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia, y se esconden detrás de los papeles, convirtiéndose en «máquinas de legajos», en vez de en «hombres de Dios» (cf. Hb 3,12). Es peligroso perder la sensibilidad humana necesaria para hacernos llorar con los que lloran y alegrarnos con quienes se alegran. Es la enfermedad de quien pierde «los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2,5), porque su corazón, con el paso del tiempo, se endurece y se hace incapaz de amar incondicionalmente al Padre y al prójimo (cf. Mt 22,34-40). Ser cristiano, en efecto, significa tener «los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp2,5), sentimientos de humildad y entrega, de desprendimiento y generosidad.[9] 4. El mal de la planificación excesiva y el funcionalismo. Cuando el apóstol programa todo minuciosamente y cree que, con una perfecta planificación, las cosas progresan efectivamente, se convierte en un contable o gestor. Es necesario preparar todo bien, pero sin caer nunca en la tentación de querer encerrar y pilotar la libertad del Espíritu Santo, que sigue siendo más grande, más generoso que todos los planes humanos (cf. Jn 3,8). Se cae en esta enfermedad porque «siempre es más fácil y cómodo instalarse en las propias posiciones estáticas e inamovibles. En realidad, la Iglesia se muestra fiel al Espíritu Santo en la medida en que no pretende regularlo ni domesticarlo... – ¡domesticar al espíritu Santo! –, él es frescura, fantasía, novedad».[10] 5. El mal de una falta de coordinación. Cuando los miembros pierden la comunión entre ellos, el cuerpo pierde su armoniosa funcionalidad y su templanza, convirtiéndose en una orquesta que produce ruido, porque sus miembros no cooperan y no viven el espíritu de comunión y de equipo. Como cuando el pie dice al brazo: «No te necesito», o la mano a la cabeza: «Yo soy la que mando», causando así malestar y escándalo. 6. También existe la enfermedad del «Alzheimer espiritual», es decir, el olvido de la «historia de la salvación», de la historia personal con el Señor, del «primer amor» ( Ap 2,4). Es una disminución progresiva de las facultades espirituales que, en un período de tiempo más largo o más corto, causa una grave discapacidad de la persona, por lo que se hace incapaz de llevar a cabo cualquier actividad autónoma, viviendo un estado de dependencia absoluta de su manera de ver, a menudo imaginaria. Lo vemos en los que han perdido el recuerdo de su encuentro con el Señor; en los que no tienen sentido «deuteronómico» de la vida; en los que dependen completamente de su presente, de sus pasiones, caprichos y manías; en los que construyen muros y costumbres en torno a sí, haciéndose cada vez más esclavos de los ídolos que han fraguado con sus propias manos.
7. El mal de la rivalidad y la vanagloria.[11] Es cuando la apariencia, el color de los atuendos y las insignias de honor se convierten en el objetivo principal de la vida, olvidando las palabras de san Pablo: «No obréis por vanidad ni por ostentación, considerando a los demás por la humildad como superiores. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp2,3-4). Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos, y vivir un falso «misticismo» y un falso «quietismo». El mismo san Pablo los define «enemigos de la cruz de Cristo», porque su gloria «está en su vergüenza; y no piensan más que en las cosas de la tierra» (Flp 3,18.19). 8. El mal de la esquizofrenia existencial. Es la enfermedad de quien tiene una doble vida, fruto de la hipocresía típica de los mediocres y del progresivo vacío espiritual, que grados o títulos académicos no pueden colmar. Es una enfermedad que afecta a menudo a quien, abandonando el servicio pastoral, se limita a los asuntos burocráticos, perdiendo así el contacto con la realidad, con las personas concretas. De este modo, crea su mundo paralelo, donde deja de lado todo lo que enseña severamente a los demás y comienza a vivir una vida oculta y con frecuencia disoluta. Para este mal gravísimo, la conversión es más bien urgente e indispensable (cf. Lc 15,11-32). 9. El mal de la cháchara, de la murmuración y del cotilleo. De esta enfermedad ya he hablado muchas veces, pero nunca será bastante. Es una enfermedad grave, que tal vez comienza simplemente por charlar, pero que luego se va apoderando de la persona hasta convertirla en «sembradora de cizaña» (como Satanás), y muchas veces en «homicida a sangre fría» de la fama de sus propios colegas y hermanos. Es la enfermedad de los bellacos, que, no teniendo valor para hablar directamente, hablan a sus espaldas. San Pablo nos amonesta: «Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones, para ser irreprensibles e inocentes» (cf. Flp2,14-18). Hermanos, ¡guardémonos del terrorismo de las habladurías! 10. El mal de divinizar a los jefes: es la enfermedad de quienes cortejan a los superiores, esperando obtener su benevolencia. Son víctimas del arribismo y el oportunismo, honran a las personas y no a Dios (cf. Mt 23,8-12). Son personas que viven el servicio pensando sólo en lo que pueden conseguir y no en lo que deben dar. Son seres mezquinos, infelices e inspirados únicamente por su egoísmo fatal (cf. Ga 5,16-25). Este mal también puede afectar a los superiores, cuando halagan a algunos colaboradores para conseguir su sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el resultado final es una auténtica complicidad. 11. El mal de la indiferencia hacia los demás. Se da cuando cada uno piensa sólo en sí mismo y pierde la sinceridad y el calor de las relaciones humanas. Cuando el más experto no poner su saber al servicio de los colegas con menos experiencia. Cuando se tiene conocimiento de algo y lo retiene para sí, en lugar de compartirlo positivamente con los demás. Cuando, por celos o pillería, se alegra de la caída del otro, en vez de levantarlo y animarlo. 12. El mal de la cara fúnebre. Es decir, el de las personas rudas y sombrías, que creen que, para ser serias, es preciso untarse la cara de melancolía, de severidad, y tratar a los otros – especialmente a los que considera inferiores – con rigidez, dureza y arrogancia. En realidad, la severidad teatral y el pesimismo estéril[12] son frecuentemente síntomas de miedo e inseguridad de sí mismos. El apóstol debe esforzarse por ser una persona educada, serena, entusiasta y alegre, que transmite alegría allá donde esté. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz que irradia y contagia la alegría a cuantos están a su alrededor: se le nota a simple vista. No perdamos, pues, ese espíritu alegre, lleno de humor, e incluso autoirónico, que nos hace personas afables, aun en situaciones difíciles.
[13] ¡Cuánto bien hace una buena dosis de humorismo! Nos hará bien recitar a menudo la oración de santo Tomás Moro:[14] yo la rezo todos los días, me va bien. 13. El mal de acumular: se produce cuando el apóstol busca colmar un vacío existencial en su corazón acumulando bienes materiales, no por necesidad, sino sólo para sentirse seguro. En realidad, no podremos llevarnos nada material con nosotros, porque «el sudario no tiene bolsillos», y todos nuestros tesoros terrenos – aunque sean regalos – nunca podrán llenar ese vacío, es más, lo harán cada vez más exigente y profundo. A estas personas el Señor les repite: «Tú dices: Soy rico; me he enriquecido; nada me falta. Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo... Sé, pues, ferviente y arrepiéntete» (Ap 3,17-19). La acumulación solamente hace más pesado el camino y lo frena inexorablemente. Me viene a la mente una anécdota: en tiempos pasados, los jesuitas españoles describían la Compañía de Jesús como la «caballería ligera de la Iglesia». Recuerdo el traslado de un joven jesuita, que mientras cargaba en un camión sus numerosos haberes: maletas, libros, objetos y regalos, oyó decir a un viejo jesuita de sabia sonrisa que lo estaba observando: «¿Y esta sería la “caballería ligera” de la Iglesia?». Nuestros traslados son una muestra de esta enfermedad. 14. El mal de los círculos cerrados, donde la pertenencia al grupo se hace más fuerte que la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a Cristo mismo. También esta enfermedad comienza siempre con buenas intenciones, pero con el paso del tiempo esclaviza a los miembros, convirtiéndose en un cáncer que amenaza la armonía del Cuerpo y causa tantos males – escándalos – especialmente a nuestros hermanos más pequeños. La autodestrucción o el «fuego amigo» de los camaradas es el peligro más engañoso.[15] Es el mal que ataca desde dentro;[16] es, como dice Cristo, «Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado» (Lc 11,17). 15. Y el último: el mal de la ganancia mundana y del exhibicionismo,[17] cuando el apóstol transforma su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener beneficios mundanos o más poder. Es la enfermedad de las personas que buscan insaciablemente multiplicar poderes y, para ello, son capaces de calumniar, difamar y desacreditar a los otros, incluso en los periódicos y en las revistas. Naturalmente para exhibirse y mostrar que son más entendidos que los otros. También esta enfermedad hace mucho daño al Cuerpo, porque lleva a las personas a justificar el uso de cualquier medio con tal de conseguir dicho objetivo, con frecuencia ¡en nombre de la justicia y la transparencia! Y aquí me viene a la mente el recuerdo de un sacerdote que llamaba a los periodistas para contarles – e inventar – asuntos privados y reservados de sus hermanos y parroquianos. Para él solamente contaba aparecer en las primeras páginas, porque así se sentía «poderoso y atractivo», causando mucho mal a los otros y a la Iglesia. ¡Pobrecito! Hermanos, estos males y estas tentaciones son naturalmente un peligro para todo cristiano y para toda curia, comunidad, congregación, parroquia, movimiento eclesial, y pueden afectar tanto en el plano individual como en el comunitario. Es preciso aclarar que corresponde solamente al Espíritu Santo – el alma del Cuerpo Místico de Cristo, como afirma el Credo Niceo-Constantinopolitano: «Creo… en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida» – curar toda enfermedad. Es el Espíritu Santo el que sostiene todo esfuerzo sincero de purificación y toda buena voluntad de conversión. Es él quien nos hace comprender que cada miembro participa en la santificación del cuerpo y también en su decaimiento. Él es el promotor de la armonía:[18] «Ipse harmonia est», afirma san Basilio. Y san Agustín nos dice: «Mientras cualquier miembro permanece unido al cuerpo, queda la esperanza de salvarle; una vez amputado, no hay remedio que lo sane».[19]
La curación es también fruto del tener conciencia de la enfermedad, y de la decisión personal y comunitaria de curarse, soportando pacientemente y con perseverancia la cura.[20] Así, pues, estamos llamados – en este tiempo de Navidad y durante todo el tiempo de nuestro servicio y de nuestra existencia – a vivir «siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef 4,15-16). Queridos hermanos: Una vez leí que los sacerdotes son como los aviones: únicamente son noticia cuando caen, aunque son tantos los que vuelan. Muchos critican y pocos rezan por ellos. Es una frase muy simpática y también muy verdadera, porque indica la importancia y la delicadeza de nuestro servicio sacerdotal, y cuánto mal podría causar a todo el cuerpo de la Iglesia un solo sacerdote que «cae». Por tanto, para no caer en estos días en los que nos preparamos a la Confesión, pidamos a la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, que cure las heridas del pecado que cada uno de nosotros lleva en su corazón, y que sostenga a la Iglesia y a la Curia para que se mantengan sanas y sean sanadoras; santas y santificadoras, para gloria del su Hijo y la salvación nuestra y del mundo entero. Pidámosle que nos haga amar a la Iglesia como la ha amado Cristo, su hijo y nuestro Señor, y nos dé valor para reconocernos pecadores y necesitados de su misericordia, sin miedo a abandonar nuestra mano entre sus manos maternales. Feliz Navidad a todos vosotros, a vuestras familias y a vuestros colaboradores. Y, por favor, ¡no olvidéis rezar por mí! Gracias de todo corazón.
[1] La Iglesia, siendo un mysticum Corpus Christi, «necesita también una multitud de miembros, que de tal manera estén trabados entre sí, que mutuamente se auxilien. Y así como en este nuestro organismo mortal, cuando un miembro sufre, todos los otros sufren también con él, y los sanos prestan socorro a los enfermos, así también en la Iglesia los diversos miembros no viven únicamente para sí mismos, sino porque ayudan también a los demás y se ayudan unos a otros, ya para mutuo alivio, ya también para edificación cada vez mayor de todo el cuerpo... No basta una cualquier aglomeración de miembros para constituir el cuerpo, sino que necesariamente ha de estar dotado de lo que llaman órganos, esto es, de miembros que no ejercen la misma función, pero están dispuestos en un orden conveniente, así la Iglesia ha de llamarse Cuerpo, principalmente por razón de estar formada por una recta y bien proporcionada armonía y trabazón de sus partes, y provista de diversos miembros que convenientemente se corresponden los unos a los otros». [2] Cf. Rm 12,5: «Así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo de Cristo, pero cada cual existe en relación con los otros miembros». [3] Const. dogm. Lumen gentium, 7. [4] Catecismo de la Iglesia Católica, 795; ibíd., 789: «La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a él: siempre está unificada en él, en su cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia “Cuerpo de Cristo” se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo». [5] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 130-131. [6] Jesús ha enseñado varias veces cómo debe ser la unión de los fieles con él: «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15,4-5). [7] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Pastor bonus, art. 1; Código de Derecho Canónico, can. 360. [8] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 197-201. [9] Cf. Benedicto XVI, Audiencia general, 1 junio 2005.
[10] Homilía en la Catedral católica del Espíritu Santo, Estambul, 29 noviembre 2014. [11] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 95-96. [12] Cf, ibíd., 84-86. [13] Cf, ibíd., 2. [14] «Concédeme, Señor, una buena digestión, y también algo que digerir. Concédeme la salud del cuerpo, con el buen humor necesario para mantenerla. Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante el mal, sino que encuentre el modo de poner las cosas de nuevo en orden. Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento, las murmuraciones, los suspiros y los lamentos, y no permitas que sufra excesivamente por ese ser tan dominante que se llama “Yo”. Dame, Señor, el sentido del humor. Concédeme la gracia de comprender las bromas, para que conozca en la vida un poco de alegría y pueda comunicársela a los demás. Así sea». [15] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 88. [16] El Beato Pablo VI refiriéndose a la situación de la Iglesia dijo tener la sensación de que «por alguna ranura había entrado el humo de satanás en el templo de Dios»: Homilía en la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, 29 junio 1972; cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 98-101. [17] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 93-97 («No a la mundanidad espiritual»). [18] Cf. Homilía en la Catedral católica del Espíritu Santo, Estambul, 29 noviembre 2014, «El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Él da la vida, suscita los diferentes carismas que enriquecen al Pueblo de Dios y, sobre todo, crea la unidad entre los creyentes: de muchos, hace un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo... El Espíritu Santo hace la unidad de la Iglesia: unidad en la fe, unidad en la caridad, unidad en la cohesión interior». [19] San Agustín, Sermo 137, 1: PL., 38, 754. [20] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 25-33 (Pastoral en conversión).
PRESENTACIÓN DE LAS FELICITACIONES NAVIDEÑAS DE LA CURIA ROMANA DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO Sala Clementina Jueves 22 de diciembre de 2016
Queridos hermanos y hermanas: Me gustaría comenzar nuestra reunión expresando mis mejores deseos para todos vosotros, Superiores, Oficiales, Representantes Pontificios y Colaboradores de las Nunciaturas repartidos por todo el mundo, a todas las personas que prestan servicio en la Curia Romana, y a todos vuestros seres queridos. Os deseo una santa y serena Navidad y un Feliz Año Nuevo 2017. Contemplando el rostro del Niño Jesús, san Agustín exclamó: «Inmenso en la naturaleza divina, pequeño en la forma de siervo»[1]. También san Macario, monje del siglo IV y discípulo de san Antonio Abad, para describir el misterio de la Encarnación recurrió al verbo griego smikruno, es decir, hacerse pequeño casi reduciéndose a la mínima expresión: «Escuchad con atención: el infinito, inaccesible e increado Dios, por su inmensa e inefable bondad, tomó un cuerpo y diría que se ha disminuido infinitamente en su gloria»[2].
La Navidad es la fiesta de la humildad amante de Dios, del Dios que invierte el orden de lo lógico y descontado, el orden de lo debido, de lo dialéctico y de lo matemático. En este cambio reside toda la riqueza de la lógica divina que altera los límites de nuestra lógica humana (cf. Is 55, 8-9). Romano Guardini escribió: «¡Qué reversión de todos los valores familiares para el hombre, no sólo humanos, sino también divinos! Realmente este Dios da la vuelta a todo lo que el hombre trata de construir por sí mismo»[3]. En Navidad, estamos llamados a decir «sí», con nuestra fe, no al Dominador del universo, ni siquiera a la más noble de las ideas, sino precisamente a este Dios que es el humilde-amante. El beato Pablo VI, en la Navidad de 1971, afirmaba: «Dios podría haber venido revestido de gloria, de esplendor, de luz, de fuerza, para asustarnos, para dejarnos con los ojos abiertos por el asombro. No, no. Vino como el más pequeño de los seres, el más frágil, el más débil. ¿Por qué así? Para que nadie tuviera vergüenza de acercarse a él, para que nadie tuviera temor, para que todos lo pudieran sentir cerca, acercarse a él, que no hubiera ya ninguna distancia entre él y nosotros. Dios ha hecho el esfuerzo de anonadarse, de sumergirse dentro de nosotros, para que cada uno, repito, cada uno, pueda hablarle de tú, tener confianza, acercarse a él, saberse recordado por él, amado por él…amado por él: mirad que esta es una palabra muy grande. Si entendéis esto, si recordáis esto que os estoy diciendo, habréis entendido todo el cristianismo»[4]. En realidad, Dios quiso nacer pequeño[5], porque quiso ser amado[6]. De este modo la lógica de la Navidad transforma la lógica mundana, la lógica del poder, la lógica del mandar, la lógica farisea y la lógica causalista o determinista. Precisamente a la luz, suave y majestuosa, del rostro divino de Cristo niño, he elegido como tema de nuestro encuentro anual la reforma de la Curia Romana. Me ha parecido justo y oportuno compartir con vosotros el cuadro de la reforma, poniendo de relieve los criterios que la guían, las medidas adoptadas, pero sobre todo la lógica de la razón de cada paso que se ha dado y de los que se darán. Aquí me viene espontáneamente a la memoria el viejo adagio que describe la dinámica de los Ejercicios Espirituales en el método ignaciano, es decir:Deformata reformare, reformata conformare, conformata confirmare e confirmata transformare. No hay duda de que en la Curia el significado de la re-forma puede ser doble: en primer lugar hacerla con-forme «a la Buena Nueva que debe ser proclamada a todos con valor y alegría, especialmente a los pobres, a los últimos y a los descartados»; con-forme a los signos de nuestro tiempo y de todo lo bueno que el hombre ha logrado, para responder mejor a las necesidades de los hombres y mujeres que están llamados a servir[7]; al mismo tiempo, se trata de que la Curia sea más con-forme con su fin, que es el de colaborar con el ministerio específico del Sucesor de Pedro[8] («cum Ipso consociatam operam prosequuntur», dice el Motu Proprio Humanam progressionem), es decir, apoyar al Romano Pontífice en el ejercicio de su potestad única, ordinaria, plena, suprema, inmediata y universal[9]. En consecuencia, la reforma de la Curia Romana se orienta eclesiológicamente: in bonum e in servitium, igual que el servicio del Obispo de Roma[10], según una significativa expresión del Papa san Gregorio Magno, recogida en el tercer capítulo de la Constitución Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I: «Mi honor es el de la Iglesia universal. Mi honor es la fuerza sólida de mis hermanos. Me siento muy honrado, cuando a cada uno de ellos no se le niega el debido honor»[11]. Como la Curia no es un aparato inmóvil, la reforma es ante todo un signo de la vivacidad de la Iglesia en camino, en peregrinación, y de la Iglesia viva y por eso —porque está viva — semper reformanda[12], reformanda porque está viva. Es necesario repetir aquí con fuerza que la reforma no es un fin en sí misma, sino que es un proceso de crecimiento y
sobre todo de conversión. La reforma no tiene una finalidad estética, como si se quisiera hacer que la Curia fuera más bonita; ni puede entenderse como una especie de lifting, de maquillaje o un cosmético para embellecer el viejo cuerpo de la Curia, y ni siquiera como una operación de cirugía plástica para quitarle las arrugas[13]. Queridos hermanos, no son las arrugas lo que hay que temer en la Iglesia, sino las manchas. En esta perspectiva, cabe señalar que la reforma sólo y únicamente será eficaz si se realiza con hombres «renovados» y no simplemente con hombres «nuevos»[14]. No basta sólo cambiar el personal, sino que hay que llevar a los miembros de la Curia a renovarse espiritual, personal y profesionalmente. La reforma de la Curia no se lleva a cabo de ningún modo con el cambio de laspersonas ―que sin duda sucede y sucederá―[15]sino con la conversión de las personas. En realidad, no es suficiente una «formación permanente», se necesita también y, sobre todo, «una conversión y una purificación permanente». Sin un «cambio de mentalidad» el esfuerzo funcional sería inútil[16]. Esta es la razón por la que en nuestros dos encuentros precedentes por Navidad me detuve, en el 2014, tomando como modelo a los Padres del desierto, sobre algunas «enfermedades» y en 2015, a partir de la palabra «misericordia», sobre un ejemplo de «catálogo de virtudes necesarias para quien presta servicio en la Curia y para todos los que quieren hacer fecunda su consagración o su servicio a la Iglesia». La razón de fondo es que el semper reformanda en la Curia, al igual que pasa con la Iglesia entera, también se ha de transformar en una conversión personal y estructural permanente[17]. Era necesario hablar de enfermedades y tratamientos, porque cada operación, para lograr el éxito, debe ir precedida de un diagnóstico profundo, de un análisis preciso y debe ir acompañada y seguida de prescripciones precisas. En este camino es normal, incluso saludable, encontrar dificultades que, en el caso de la reforma, se podrían presentar según diferentes tipologías de resistencia: las resistencias abiertas, que a menudo provienen de la buena voluntad y del diálogo sincero; las resistencias ocultas, que surgen de los corazones amedrentados o petrificados que se alimentan de las palabras vacías del gatopardismo espiritual de quien de palabra está decidido al cambio, pero desea que todo permanezca como antes; también están las resistencias maliciosas, que germinan en mentes deformadas y se producen cuando el demonio inspira malas intenciones (a menudo disfrazadas de corderos). Este último tipo de resistencia se esconde detrás de las palabras justificadoras y, en muchos casos, acusatorias, refugiándose en las tradiciones, en las apariencias, en la formalidad, en lo conocido, o en su deseo de llevar todo al terreno personal, sin distinguir entre el acto, el actor y la acción[18]. La ausencia de reacción es un signo de muerte. Así que las resistencias buenas ―e incluso las menos buenas― son necesarias y merecen ser escuchadas, atendidas y alentadas a que se expresen, porque es un signo que el cuerpo esté vivo. Todo esto manifiesta que la reforma de la Curia es un proceso delicado que debe ser vivido con fidelidad a lo esencial, con un continuo discernimiento, con valentía evangélica, con sabiduría eclesial, con escucha atenta, con acciones tenaces, con silencio positivo, con firmes decisiones, con mucha oración ―con mucha oración―, con profunda humildad, con clara visión de futuro, con pasos concretos hacia adelante e incluso ―cuando sea necesario― retrocediendo, con voluntad decidida, con vibrante vitalidad, con responsable autoridad, con total obediencia; pero, en primer lugar, abandonándose a la guía segura del Espíritu Santo, confiando en su necesaria asistencia. Por esto, oración, oración, oración.
ALGUNOS CRITERIOS-GUÍA DE LA REFORMA: Son principalmente doce: individualidad; pastoralidad; misionariedad; racionalidad; funcionalidad; modernidad; sobriedad; subsidiariedad; sinodalidad; catolicidad; profesionalidad; gradualidad. 1- Individualidad (Conversión personal) Vuelvo a reiterar la importancia de la conversión individual, sin la cual sería inútil cualquier cambio en las estructuras. El alma de la reforma son los hombres a los que va dirigida y la hacen posible. En efecto, la conversión personal sostiene y fortalece a la comunitaria. Hay un fuerte vínculo de intercambio entre la actitud personal y la comunitaria. Una sola persona es capaz de hacer tanto bien a todo el cuerpo, pero también podría dañarlo y enfermarlo. Y un cuerpo sano es el que sabe recuperar, acoger, fortalecer, sanar y santificar a sus propios miembros. 2- Pastoralidad (Conversión pastoral) Recordando la imagen del pastor (cf. Ez 34,16; Jn 10,1-21) y siendo la Curia una comunidad de servicio, «nos hace bien también a nosotros, llamados a ser Pastores en la Iglesia, dejar que el rostro de Dios Buen Pastor nos ilumine, nos purifique, nos transforme y nos restituya plenamente renovados a nuestra misión. Que también en nuestros ambientes de trabajo podamos sentir, cultivar y practicar un fuerte sentido pastoral, sobre todo hacia las personas con las que nos encontramos todos los días. Que nadie se sienta ignorado o maltratado, sino que cada uno pueda experimentar, sobre todo aquí, el cuidado atento del Buen Pastor»[19]. Detrás de los papeles hay personas. El compromiso de todo el personal de la Curia ha de estar animado por una pastoralidad y una espiritualidad de servicio y de comunión, ya que este es el antídoto contra el veneno de la vana ambición y de la rivalidad engañosa. En este sentido el Beato Paolo VI advirtió. «Que la Curia Romana no sea, por tanto, una burocracia, como injustificadamente algunos la juzgan; pretenciosa y apática, sólo canonista y ritualista, una palestra de escondidas ambiciones y de sordos antagonismos como otros la acusan, sino una verdadera comunidad de fe y de caridad, de oración y de acción; de hermanos y de hijos del Papa, que lo hacen todo, cada cual respetando la competencia ajena y con sentido de colaboración, para ayudarle en su servicio a los hermanos e hijos de la Iglesia universal y de toda la tierra»[20].
3. Misionariedad [21](Cristocrentrismo) Es la finalidad principal de todos los servicios eclesiásticos, es decir, llevar la buena nueva a todos los confines de la tierra[22], como nos recuerda el magisterio conciliar, porque «hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. 4. Racionalidad Basado en el principio de que todos los Dicasterios son jurídicamente iguales entre sí, se veía la necesidad de una racionalización de los organismos de la Curia Romana[24], para
poner de relieve que cada Dicasterio tiene sus propias competencias. Dichas competencias deben ser respetadas y, también, distribuidas de forma racional, eficaz y eficiente. Ningún Dicasterio se puede atribuir la competencia de otro Dicasterio, según lo establecido por el derecho, y por otro lado todos los Dicasterios hacen referencia directa al Papa. 5. Funcionalidad La eventual fusión de dos o más Dicasterios competentes en materias análogas o estrechamente relacionadas en un único Dicasterio sirve, por un lado, para dar al mismo Dicasterio mayor relevancia (incluso externa); por otro lado, la contigüidad e interacción de entidades individuales dentro de un único Dicasterio ayuda a tener una mayor funcionalidad (por ejemplo, los dos nuevos Dicasterios de reciente institución)[25]. La funcionalidad requiere también la revisión continua de las funciones y de la relevancia de las competencias y de la responsabilidad del personal y, por lo tanto, la realización de traslados, incorporaciones, interrupciones e incluso promociones. 6. Modernidad (Actualización) Es la capacidad de saber leer y escuchar los «signos de los tiempos». En este sentido: «proveemos con prontitud a que los Dicasterios de la Curia Romana se acomoden a las situaciones de nuestro tiempo y se adapten a las necesidades de la Iglesia universal»[26]. Esto fue solicitado por el Concilio Vaticano II: «Los Dicasterios de la Curia Romana sean reorganizados según las necesidades de los tiempos y con una mejor adaptación a las regiones y a los ritos, sobre todo en cuanto al número, nombre, competencia, modo de proceder y coordinación de trabajos»[27]. 7. Sobriedad En esta perspectiva es necesaria una simplificación y agilización de la Curia: la unión o fusión de Dicasterios según las materias de competencia y la simplificación interna de algunos Dicasterios; la eventual supresión de Departamentos que ya no responden más a las necesidades contingentes. La inclusión en los Dicasterios o reducción de comisiones, academias, comités, etc., todo con vistas a la indispensable sobriedad necesaria para un testimonio más correcto y auténtico. 8. Subsidiaridad Reorganización de competencias específicas de los distintos Dicasterios, trasladándolas, si es necesario, de un Dicasterio a otro, para lograr autonomía, coordinación y subsidiariedad en las competencias y más interrelación en el servicio. En este sentido, también es necesario respetar los principios de subsidiariedad y racionalidad en la relación con la Secretaría de Estado y dentro de la misma —entre sus diferentes competencias— para que en el ejercicio de sus funciones sea la ayuda más directa e inmediata del Papa[28]; además, para una mejor coordinación de los distintos sectores de los Dicasterios y de los Departamentos de la Curia. La Secretaría de Estado llevará a cabo esta importante función, precisamente mediante la unidad, la interdependencia y la coordinación de sus secciones y diferentes sectores.
9. Sinodalidad El trabajo de la Curia tiene que ser sinodal: reuniones periódicas de los Jefes de Dicasterio, presididas por el Romano Pontífice[29]; audiencias de trabajo con regularidad de los Jefes de Dicasterio; reuniones interdicasteriales habituales. La reducción del número de Dicasterios permitirá encuentros más frecuentes y sistemáticos de cada uno de los Prefectos con el Papa, y eficaces reuniones de los Jefes de los Dicasterios, que no pueden ser tales cuando se trata de un grupo tan grande. La sinodalidad[30] también debe vivirse dentro de cada Dicasterio, dando especial importancia al Congreso y, al menos, mayor frecuencia a la Sesión ordinaria. Dentro de cada Dicasterio se debe evitar la fragmentación que puede ser causada por varios factores, como la proliferación de sectores especializados, que pueden tender a ser autoreferenciales. La coordinación entre ellos debería ser tarea del Secretario, o del Subsecretario. 10.Catolicidad Entre los colaboradores, además de sacerdotes y personas consagradas, la Curia debe reflejar la catolicidad de la Iglesia a través de la contratación de personal proveniente de todo el mundo, de diáconos permanentes y fieles laicos y laicas, cuya selección debe hacerse cuidadosamente sobre la base de una vida espiritual y moral ejemplar, y de su competencia profesional. Es oportuno proporcionar el acceso a un mayor número de fieles laicos, sobre todo en aquellos Dicasterios en los que pueden ser más competentes que los clérigos o los consagrados. De gran importancia es también la valorización del papel de la mujer y de los laicos en la vida de la Iglesia, y su integración en puestos de responsabilidad en los dicasterios, con particular atención al multiculturalismo. 11.Profesionalidad Es esencial que cada Dicasterio adopte una política de formación permanente del personal, para evitar el anquilosamiento y la caída en la rutina del funcionalismo. Por otra parte, es esencial archivar definitivamente la práctica del promoveatur ut amoveatur. Esto es un cáncer. 12.Gradualidad (discernimiento) La gradualidad es el resultado del indispensable discernimiento que implica un proceso histórico, plazo de tiempo y de etapas, verificación, correcciones, pruebas, aprobaciones ad experimentum. En estos casos, por lo tanto, no se trata de indecisión sino de flexibilidad necesaria para lograr una verdadera reforma. ALGUNOS PASOS REALIZADOS [31] Señalo de manera breve y limitada algunos pasos realizados en la concretización de los criterios-guía, las recomendaciones realizadas por los Cardenales durante las Reuniones plenarias antes del Cónclave, por la C.O.S.E.A., por el Consejo de Cardenales, así como por los Jefes de Dicasterio y por otras personas expertas: El 13 de abril de 2013 se anunció el Consejo de Cardenales (Consilium Cardinalium Summo Pontifici) —el conocido como C8 y, a partir del 1 de julio de 2014, como C9— para asesorar principalmente al Papa en el gobierno de la Iglesia universal y en otros asuntos relacionados[32], y también con la misión específica de proponer la revisión de la Constitución Apostólica Pastor Bonus[33]
Con Quirógrafo del 24 de junio de 2013 fue erigida la Pontificia Comisión Referente sobre el Instituto para las Obras de Religión, con el objetivo de conocer con mayor profundidad la posición jurídica del I.O.R. y permitir una mejor «armonización» con «la misión universal de la Sede Apostólica». Todo para «permitir que los principios del Evangelio impregnen también las actividades económicas y financieras» y alcanzar una transparencia completa y reconocida en su actividad. Con Motu Proprio del 11 de julio de 2013, se ha procedido a delinear la jurisdicción de los órganos judiciales del Estado de la Ciudad del Vaticano en materia penal. Con Quirógrafo del 18 de julio de 2013, fue constituida la C.O.S.E.A. (Pontificia Comisión Referente de Estudio y Guía para los Asuntos Económicos y Administrativos)[34], con el encargo de estudiar, analizar y recoger información, en cooperación con el Consejo de Cardenales, para el estudio de los problemas organizativos y económicos de la Santa Sede. Con Motu Proprio del 8 de agosto de 2013, fue constituido el Comité de Seguridad Financiera de la Santa Sede, para la prevención y la obstaculización del lavado de dinero, del financiamiento del terrorismo y de la proliferación de armas de destrucción masiva. Todo para llevar al I.O.R. y a todo el sistema económico vaticano a la adopción regular y al total cumplimiento, con empeño y diligencia, de todas las leyes estándar internacionales sobre la transparencia financiera[35]. Con Motu Proprio del 15 de noviembre de 2013, fue consolidada la Autoridad de Información Financiera (A.I.F.)[36], instituida por Benedicto XVI, con Motu Proprio del 30 de diciembre de 2010, para la prevención y la defensa de las actividades ilegales en campo financiero y monetario[37]. Con Motu Proprio del 24 de febrero de 2014 (Fidelis Dispensator et Prudens), fueron erigidas la Secretaría para la Economía y el Consejo para la Economía[38], en sustitución del Consejo de los 15 Cardenales, con la misión de armonizar las políticas de control relacionadas con la gestión económica de la Santa Sede y de la Ciudad del Vaticano[39], Con el mismo Motu Proprio (Fidelis Dispensator et Prudens), del 24 de febrero de 2014, fue erigida la Oficina del Revisor General (U.R.G.), como nuevo ente de la Santa Sede encargado de cumplir con la revisión (audit) de los Dicasterios de la Curia Romana, de las instituciones relacionadas con la Santa Sede —o que hacen referencia a ella— y de las administraciones de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano. Con Quirógrafo del 22 de marzo de 2014 fue instituida la Comisión Pontificia para la Protección de los Menores para «promover la protección de la dignidad de los menores y los adultos vulnerables, a través de formas y modalidades, conformes a la naturaleza de la Iglesia, que se consideren más oportunas». Con Motu Proprio del 8 de julio de 2014, fue trasferida la Sección Ordinaria de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica a la Secretaría para la Economía. El 22 de febrero de 2015 fueron aprobados los Estatutos de los nuevos Organismos Económicos. Con Motu Proprio del 27 de junio de 2015, fue erigida la Secretaría para la Comunicación con el encargo de «responder al contexto actual de la comunicación, caracterizado por la presencia y el desarrollo de los medios digitales y por los factores de convergencia e interactividad», y también de la restructuración total, a través de la reorganización y consolidación, «todas las realidades, que, de diversas formas hasta hoy se han ocupado de la comunicación», con el fin de «responder cada vez mejor a las exigencias de la misión de la Iglesia». El 6 de septiembre de 2016 se promulgó el Estatuto de la Secretaría para la Comunicación, que entró en vigor el pasado mes de octubre[40]. Con dos Motu Proprio del 15 de agosto de 2015, se proveyó a la reforma del proceso canónico para las causas de nulidad del matrimonio: Mitis et misericors Iesus, en el Código de los Cánones de las Iglesias Orientales; Mitis Iudex Dominus Iesus, en el Código de Derecho Canónico[41]. Con Motu Proprio del 4 de junio de 2016 (Como una madre amorosa), se ha querido prevenir la negligencia de los Obispos en el ejercicio de su oficio, especialmente en lo relacionado con los casos de abusos sexuales cometidos contra menores y adultos vulnerables. Con Motu Proprio del 4 de julio de 2016 (Los bienes temporales), siguiendo como principio de máxima importancia que los organismos de vigilancia estén separados de los que son vigilados, fueron delineados de forma mejor los campos respectivos de competencia de la Secretaria para la Economía y de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica. Con Motu Proprio del 15 de agosto de 2016 (Sedula Mater), se constituyó el Dicasterio para los laicos, la familia y la vida,recordando sobre todo la finalidad pastoral general del ministerio petrino: «nos esforzamos
por disponer con prontitud todas las cosas para que las riquezas de Cristo Jesús se difundan apropiada y abundantemente entre los fieles». Con Motu Proprio del 17 de agosto de 2016 (Humanam progressionem), se constituyó el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, de modo que el desarrollo se implemente «a través del cuidado de los bienes inconmensurables de la justicia, la paz y la salvaguardia de la creación». En este Dicasterio confluirán, desde el 1 de enero de 2017, cuatro Consejos Pontificios: Justicia y Paz, Cor Unum, Pastoral para los migrantes y Agentes Sanitarios. Me ocuparé directamente «ad tempus» de la sección para la pastoral de los emigrantes y refugiados del nuevo Dicasterio[42]. El 18 de octubre de 2016 fue aprobado el Estatuto de la Pontificia Academia para la Vida.
Este nuestro encuentro comenzó hablando del significado de la Navidad como cambio de nuestros criterios humanos para evidenciar que el corazón y el centro de la reforma es Cristo (Cristocentrismo). Deseo concluir sencillamente con una palabra y una oración. La palabra es la de reiterar que la Navidad es la fiesta de la humildad amorosa de Dios. Para la oración he elegido la convocación navideña del padre Matta El Meskin (monje contemporáneo), que dirigiéndose al Señor Jesús, nacido en Belén, así se expresa: «si para nosotros la experiencia de la infancia es algo difícil, para ti no lo es, Hijo de Dios. Si tropezamos en el camino que lleva a la comunión contigo según tu pequeñez, tú eres capaz de quitar todos los obstáculos que nos impiden de hacer esto. Sabemos que no tendrás paz hasta que no nos encuentres según tu semejanza y pequeñez. Permítenos hoy, Hijo de Dios, acercarnos a tu corazón. Haz que no nos creamos grandes por nuestras experiencias. Concédenos, en cambio, que seamos pequeños como tú, para que podamos estar cerca de ti y recibir de ti humildad y mansedumbre en abundancia. No nos prives de tu revelación, la epifanía de tu infancia en nuestros corazones, para que con ella podamos curar todo tipo de orgullo y de arrogancia. Tenemos mucha necesidad […] de que reveles en nosotros tu sencillez, llevándonos a nosotros, también a la Iglesia y al mundo entero, a ti. El mundo está cansado y exhausto porque compite para ver quién es el más grande. Hay una competencia despiadada entre gobiernos, entre iglesias, entre pueblos, al interno de las familias, entre una parroquia y otra: ¿Quién es el más grande entre nosotros? El mundo está plagado de heridas dolorosas porque su grave enfermedad es: ¿quién es el más grande? Pero hoy hemos encontrado en ti, nuestro único medicamento, Hijo de Dios. Nosotros y el mundo entero no encontraremos salvación ni paz, si no volvemos a encontrarnos de nuevo en el pesebre de Belén. Amen»[43]. Gracias. Os deseo una santa Navidad y un feliz Año Nuevo 2017. [de forma espontánea] Cuando hablé hace dos años sobre las enfermedades, uno de vosotros vino a decirme: «¿Dónde tengo que ir, a la farmacia o a confesarme?» — «Bueno, las dos cosas», dije yo. Y cuando saludé al Cardenal Brandmüller, él me miró a los ojos y me dijo: «Acquaviva». En el momento, no comprendí, pero después pensando, pensando, recordé que Acquaviva, quinto Prepósito general de la Compañía de Jesús, había escrito un libro que nosotros, como estudiantes, leíamos en latín; los padres espirituales nos lo hacían leer, se llamaba así: Industriae pro Superioribus ejusdem Societatis ad curandos animae morbos, es decir las enfermedades del alma. Hace tres meses se publicó una edición muy buena en italiano, realizada por el padre Giuliano Raffo, fallecido recientemente; con un prólogo que indica cómo se debe leer, y también una buena introducción. No es una edición crítica, pero la traducción es muy bella, está bien hecha y pienso que puede ayudar. Como regalo de Navidad me gustaría ofrecerlo a cada uno de vosotros. Gracias.
[1] Sermo 187,1: PL 38,1001: «Magnus dies angelorum, parvus in die hominum […] magnus in forma Dei, brevis in forma servi». [2] Hom. IV,9: PG 34, 480. [3] Cf. Il Signore, Milán 1977, 404. [4] Homilía (25 diciembre 1971). [5] Cf. Pedro Crisólogo, Sermo 118: PL 52, 617 [6] Santa Teresa del Niño Jesús —la enamorada de la pequeñez de Jesús— en su última carta, del 25 de agosto de 1897, dirigida a un sacerdote, que le había sido designado como «hermano espiritual», escribía: «No puedo temer a un Dios que por mí se ha hecho pequeño. Yo lo amo. De hecho, él es todo amor y misericordia» (Carta 266: Opere complete, Roma 1997, 606). [7] Cf. Carta Apostólica en forma de «Motu Proprio» con la que se instituye el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral (17 agosto 2016). [8] La Curia Romana tiene la función de ayudar al Papa en su gobierno cotidiano de la Iglesia, es decir en sus tareas propias, que son: a) conservar a todos los fieles «en el vínculo de una sola fe y de la caridad», y también «en la unidad de la fe y de la comunión»; b) «para que el episcopado sea uno e indivisible» (Conc. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus, Prólogo). «Este santo Sínodo, siguiendo las huellas del Concilio Vaticano I, enseña y declara que Jesucristo, Pastor eterno, edificó la santa Iglesia y que envió a sus Apóstoles, lo mismo que él fue enviado por el Padre (cf. Jn 20,21), y quiso que los sucesores de aquéllos, los Obispos, fuesen los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los siglos. Pero para que el mismo Episcopado fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 18). [9] El Concilio Vaticano II, sobre la Curia Romana, explica que «en el ejercicio supremo, pleno e inmediato de su poder sobre toda la Iglesia, el Romano Pontífice se sirve de los Dicasterios de la Curia Romana, que, en consecuencia, realizan su labor en su nombre y bajo su autoridad, para bien de las Iglesias y servicio de los sagrados pastores (Decreto Christus Dominus, 9). Así, nos recuerda, ante todo, que la Curia es un organismo que ayuda al Papa y precisa, al mismo tiempo, que el servicio de los organismos de la Curia Romana está siempre realizado nomine et auctoritate del mismo Romano Pontífice. Es por esto que la actividad de la Curia se ejerce in bonum Ecclesiarum et in servitium Sacrorum Pastorum, es decir, orientada ya sea al bien de las Iglesias particulares, o bien para ayudar a sus Obispos. Las Iglesias particulares son «formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica, una y única» (Const. dogm. Lumen gentium, 23). [10] Pablo VI, Discurso a la Curia Romana (21 septiembre 1963): «Por lo demás, una tal consonancia entre el Papa y su Curia es una norma constante. No sólo en las grandes horas de la historia este acuerdo demuestra su existencia y su fuerza, sino que siempre está vigente; en cada día, en cada acto del ministerio pontificio, como conviene al órgano de inmediata adhesión y absoluta obediencia, del que el Romano Pontífice se sirve para desarrollar su misión universal. Esta relación esencial de la Curia romana con el ejercicio de la actividad apostólica del Papa es la justificación, más aún, la gloria de la Curia misma, resultando de la relación misma, su necesidad, su utilidad, su dignidad y su autoridad; pues la Curia romana es el instrumento que el Papa precisa y del que el Papa se sirve para cumplir su propio mandato divino. Un instrumento dignísimo, al cual, no es de extrañar si por parte de todos, empezando por Nos mismo, tanto se le pide y tanto se le exige. Su función requiere capacidad y virtud sumas, porque precisamente es altísima su misión. Función delicadísima, cual es la de ser custodio y eco de las verdades divinas, y hacerse lenguaje y diálogo con las almas humanas; función amplísima que tiene por frontera el mundo entero; función noble, cual es la de escuchar e interpretar la voz del Papa y al mismo tiempo de velar porque no le falte ninguna información que pueda serle útil y objetiva, así como tampoco ningún filial y ponderado consejo». [11] Ep ad Eulog. Alexandrin., epist. 30: PL 77, 933. La Curia Romana «recibe del Pastor de la Iglesia universal su existencia y competencia. Efectivamente, existe y actúa en la medida en que se refiere al ministerio petrino y se funda en él» (Juan Pablo II, Const. Ap. Pastor Bonus, Introd. 7; cf. art. 1). [12] La historia confirma que la Curia Roma ha estado en permanente «reforma», al menos en los últimos cien años. «La que fue anunciada el 13 de abril de 2013 con la comunicación de la Secretaría de Estado llega como cuarta desde la primera efectuada por san Pío X con la Constitución Sapienti Consilio de 1908. Esta reforma se efectuaba ciertamente con urgencia en la perspectiva de la nueva disposición canónica, ya en preparación; todavía más, era necesaria por haber puesto término al poder temporal. Siguió la realizada por el beato Pablo VI con la Regiminis Ecclesiae Universae (1967), después de la celebración del Concilio Vaticano II. El mismo Papa había previsto un examen ulterior del texto a la luz de una primera experiencia. En 1988 llegó la Constitución Pastor Bonus de san Juan Pablo II, que en línea general seguía el esquema montiniano, pero incluyó una clasificación diferente de los varios organismos y de sus competencias en sintonía con el CIC 1983. Dentro de estos pasos fundamentales, se registran otras modificaciones importantes. Benedicto XV, por ejemplo, creó e incluyó entre las Congregaciones romanas la de los Seminarios (hasta ese momento sección dentro de la Congregación Consistorial) y las Universidades de los Estudios (1915) y otra para las Iglesias Orientales (1917: anteriormente fue constituida como sección de la S. Congregatio de Propaganda Fide). Juan Pablo II hizo cambios en la organización de la Curia posteriores a la Pastor Bonus y, después de él, Benedicto XVI realizó también cambios significativos; por ejemplo, la creación del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización (2010), el cambio de competencia sobre los Seminarios, de la Congregación para Educación Católica a la del Clero, y de la competencia sobre la Catequesis, de esta última al Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización (2013). A todo esto se añadirán otras intervenciones de simplificación, realizadas en el trascurso de los años y algunas vigentes hasta el día de hoy, con la unificación de varios Dicasterios
bajo una única presidencia» (Marcello Semeraro, La riforma di Papa Francesco, Il Regno, Anno LXI, n. 1240, 15 julio 2016, pp. 433 – 441). [13] En este sentido Pablo VI, el 21 de septiembre de 1963, dirigiéndose a la Curia Romana, dijo:«Es explicable que tal ordenamiento esté lastrado por su misma edad venerable, que se resienta de la disparidad de sus órganos y de su acción con respecto a las necesidades y costumbres de los tiempos nuevos, que sienta al mismo tiempo la exigencia de simplificarse y descentralizarse, de extenderse y disponerse para las nuevas funciones». [14] Pablo VI, el 22 de febrero de 1975, con ocasión del Jubileo de la Curia Romana, afirmó: «Somos la Curia Romana, […] esta nuestra conciencia, que deseamos claramente no sólo en su definición canónica, sino también en su contenido moral y espiritual, impone a cada uno de nosotros un acto de penitencia en conformidad a la disciplina propia del Jubileo, acto que podemos llamar de autocrítica para verificar, en el secreto de nuestros corazones, si nuestro comportamiento corresponde al oficio que nos ha sido confiado. Nos estimula a esta confrontación interior sobre todo la coherencia de nuestra vida eclesial, y después el análisis, que tanto la Iglesia como la sociedad hace de nosotros, en ocasiones no objetivo, y mucho más severo cuanto más sea nuestra posición de representación, de la que debería irradiar una ejemplaridad ideal […]. Dos sentimientos espirituales por lo tanto darán sentido y valor a nuestra celebración jubilar: un sentimiento de sincera humildad, que quiere decir verdad sobre nosotros mismos, declarándonos ante todo necesitados de la misericordia de Dios» (Insegnamenti di Paolo VI, XIII [1975], pp. 172-176). [15] En esta lógica, la sucesión de generaciones hace parte de la vida; ¡ay de nosotros si pensamos o vivimos olvidando esta verdad! Entonces, el cambio de personas es normal, necesario y deseable. [16] Benedicto XVI, inspirándose en una visión de santa Hildegarda de Bingen, durante su Discurso a la Curia del 20 de diciembre de 2010, recordó que el mismo rostro de la Iglesia desgraciadamente puede estar «cubierto de polvo» y «su vestido roto», y por esto he recordado a su vez que la curación «es también fruto de tener conciencia de la enfermedad, y de la decisión personal y comunitaria de curarse, soportando pacientemente y con perseverancia la cura» (Discurso a la Curia Romana, 22 diciembre 2014). [17] Se trata de entender la reforma como una transformación, es decir, un cambio hacia adelante, un mejorar: mutar/cambiar in melius. [18] Cf. Homilía en Domus Sanctae Marthae (1 diciembre 2016). [19] Cf. Homilía con ocasión del Jubileo de la Curia Romana (22 febrero 2016); cf. Discurso de inauguración de los trabajos del Consistorio (12 febrero 2015). [20] Pablo VI, Discurso a la Curia Romana (21 septiembre 1963). [21]«La tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia; una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más urgentes. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, […] la comunidad de los cristianos no está nunca cerrada en sí misma. En ella, la vida íntima —la vida de oración, la escucha de la Palabra y de las enseñanzas de los Apóstoles, la caridad fraterna vivida, el pan compartido— no tiene pleno sentido más que cuando se convierte en testimonio, provoca la admiración y la conversión, se hace predicación y anuncio de la Buena Nueva. Es así como la Iglesia recibe la misión de evangelizar y como la actividad de cada miembro constituye algo importante para el conjunto» (Id., Exhort. ap. Evangelii Nuntiandi, 14-15). «“No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos” y que hace falta pasar “de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera”» (Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 15). [22] No se puede perder la tensión por el anuncio destinado a los que están lejos de Cristo, porque esta es la primera tarea de la Iglesia (cf. Juan Pablo II, Carta Enc. Redemptoris misio, 34). [23] Exhort. Ap. Evangelii gaudium, n. 26. «Sueño una opción misionera [= misión paradigmática] capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial [= misión programática] se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación» (ibíd. 27). En este sentido, «lo que hace caer las estructuras caducas, lo que lleva a cambiar los corazones de los cristianos, es precisamente la misionariedad», puesto que «la misión programática, como su nombre lo indica, consiste en la realización de actos de índole misionera. La misión paradigmática, en cambio, implica poner en clave misionera la actividad habitual de las Iglesias particulares» (Discurso al Comité de coordinación del CELAM, Río de Janeiro, 28 julio 2013). [24] Cf. Pablo VI, Const. Ap. Regimini Ecclesiae Universae art. 1 §2; Pastor Bonus art. 2 §2. [25] «De Roma parte hoy la invitación a la puesta al día (“aggiornamento” […], es decir, al perfeccionamiento de todo, lo interno y lo externo, de la Iglesia. […] La Roma papal hoy es muy distinta, y, gracias a Dios, mucho más digna, más prudente y más santa; mucho más consciente de su vocación evangélica, mucho más comprometida: con su misión cristiana, y, por tanto, mucho más deseosa y susceptible de perenne renovación» (Pablo VI, Discurso a la Curia Romana, 21 septiembre 1963) [26] Motu Proprio Sedula Mater (15 agosto 2016). [27] Decreto Christus Dominus, 9. [28] Entre las funciones del Secretario de Estado, como primer colaborador del Sumo Pontífice en el ejercicio de su suprema misión y ejecutor de las decisiones que el Papa realiza con la ayuda de los órganos de consulta, debe ser preeminente la periódica y frecuente reunión con los Jefes de Dicasterio. En todo caso, es de primera necesidad la coordinación y la colaboración de los Dicasterios entre sí y con los otros Departamentos.
[29] Cf. Juan Pablo II, Const. Ap. Pastor Bonus, 22. [30] Una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha (cf. Discurso por la conmemoración del 50 aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos, 17 octubre 2015; Exhort Ap. Evangelii gaudium, 171). Las etapas de recepción de contribuciones para la reforma de la Curia han sido: 1. Recogida de opiniones, en el verano de 2013, de los Jefes de Dicasterio y de otros, de los Cardenales del Consejo, de cada Obispo y de las Conferencias Episcopales del ámbito de procedencia; 2. Reunión de los Jefes de Dicasterio el 10 de septiembre de 2013 y el 24 de noviembre de 2014; 3. Consistorio del 12 al 13 febrero de 2015; 4. Carta del Consejo de los Cardenales a los Jefes de Dicasterio, del 17 de septiembre de 2014, para eventuales “descentralizaciones”; 5. Intervenciones de cada Jefe de Dicasterio en las reuniones del Consejo de Cardenales para pedir propuestas y opiniones con vistas a la reforma del mismo Dicasterio (cf. Marcello Semeraro, La riforma di Papa Francesco, Il Regno, pp. 433 – 441). [31] Para profundizar en los pasos realizados, las razones y las finalidades del proceso de reforma se recomienda dirigirse de modo particular a las tres Cartas Apostólicas en forma de Motu Proprio con las que se ha intervenido hasta el día de hoy para la creación, la variación y la supresión de algunos Dicasterios de la Curia Romana. [32] El ritmo de trabajo ha tenido ocupados a los miembros del Consejo hasta el día de hoy por un total de 93 reuniones, durante mañana y tarde. [33] Las sesiones de trabajo del Consejo han sido hasta hoy más de dieciséis (de media, una cada dos meses), distribuidas en el tiempo de este modo: I.Sesión: 1-3 octubre 2013; II.Sesión: 3-5 diciembre 2013; III; Sesión: 17-19 febrero 2014; IV.Sesión: 28-30 abril 2014; V.Sesión: 1-4 julio 2014; VI.Sesión: 15-17 septiembre 2014; VII.Sesión: 9-11 diciembre 2014; VIII. Sesión: 9-11 febrero 2015; IX.Sesión 13-15 marzo 2015; X.Sesión 8-10 junio 2015; XI.Sesión 1416 septiembre 2015; XII.Sesión 10-12 diciembre 2015; XIII.Sesión 8-9 febrero 2016; XIV.Sesión 11-13 abril 2016; XV. 68 junio 2016; XVI. 12-14 septiembre 2016; XVII. 12-14 diciembre 2016. [34] Erigida el 18 de julio de 2013 y suprimida el 22 de mayo de 2014, con la función de ofrecer ayuda técnica de orientación especializada y elaborar soluciones estratégicas de mejora, aptas para evitar derroche de recursos económicos, para favorecer la trasparencia en los procesos de adquisición de bienes y servicios, para perfeccionar la administración del patrimonio mobiliario e inmobiliario, para actuar cada vez más con mayor prudencia en ámbito financiero, para asegurar una correcta aplicación de los principios contables y para garantizar asistencia sanitaria y seguridad social a todos los que tienen derecho: «a una simplificación y racionalización de los organismos existentes y a una programación más atenta de las actividades económicas de todas las administraciones vaticanas» (Quirógrafo del 18 julio 2013). [35] Por ejemplo las recomendaciones elaboradas por el Grupo de la Acción Financiera Internacional (G.A.F.I.). Hoy la actividad del I.O.R. es totalmente conforme a la normativa vigente en materia de lavado de dinero y lucha contra la financiación del terrorismo en el Estado de la Ciudad del Vaticano. [36] La A.I.F. es «una Institución conectada con la Santa Sede» que «desarrolla, con plena autonomía e independencia, las siguientes funciones: a) vigilancia y regularización, con fines prudenciales, de los entes que realizan profesionalmente una actividad de naturaleza financiera; b) vigilancia y regularización para la prevención y la lucha contra el lavado de dinero y la financiación del terrorismo; c) información financiera» (Estatuto de la A.I.F., tít. 1, art. 12). [37] La A.I.F. ha sido instituida también para renovar el compromiso de la Santa Sede en la adopción de principios y en empleo de los instrumentos jurídicos desarrollados por la Comunidad internacional, adecuando además la ordenación institucional con vistas a la prevención y a la lucha contra el lavado de dinero, la financiación del terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva. [38] El Consejo para la Economía tiene «la tarea de supervisar la gestión económica y vigilar las estructuras y actividades administrativas y financieras de los Dicasterios de la Curia Romana, de las Instituciones relacionadas con la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano» (Motu Proprio Fidelis Dispensator et Prudens, 1). [39] El Departamento del Revisor General actúa en plena autonomía e independencia de acuerdo con la legislación vigente y con el propio Estatuto, informando directamente al Sumo Pontífice. Somete al Consejo para la Economía un programa anual de revisión y una relación anual de las propias actividades. La finalidad del programa de revisión es el de individuar las áreas más importantes de gestión y organizativas potencialmente de riesgo. El departamento de Revisor General es la institución que desarrolla la revisión contable de los Dicasterios de la Curia Romana, de las Instituciones relacionadas con la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano. La actividad del U.R.G. tiene el objetivo de dar orientaciones profesionales e independientes, sobre la oportunidad de procesos contables y administrativos (sistema de control interno) y su efectiva aplicación (compliance audit), así mismo la fiabilidad de los presupuestos de cada Dicasterio y la consolidación (financial audit) y la regularidad de la utilización de los recursos financieros y materiales (value for money audit). [40] «El contexto actual de la comunicación, caracterizado por la presencia y la evolución de los medios digitales y por factores de convergencia e interactividad. Esta nueva situación requiere una reorganización que, teniendo en cuenta la historia de lo que se ha realizado en el marco de la comunicación de la Sede Apostólica, proceda hacia una integración y gestión unitaria» (Estatuto de la Secretaría para la Comunicación, Preámbulo). [41] Con el Motu Proprio del 31 de mayo de 2016 (De concordia inter Codices), fueron cambiadas algunas normas del Código de Derecho Canónico.
[42] «Dicho Dicasterio será especialmente competente en las cuestiones que se refieren a las migraciones, los necesitados, los enfermos y los excluidos, los marginados y las víctimas de los conflictos armados y de las catástrofes naturales, los encarcelados, los desempleados y las víctimas de cualquier forma de esclavitud y de tortura». [43] L’umanità di Dio,Qiqajon, Magnano 2015, 183-184.
8. UN DESTINO VISITA A LA OFICINA DE LAS NACIONES UNIDAS EN NAIROBI (U.N.O.N.) DISCURSO DEL SANTO PADRE Kenia Jueves 26 de noviembre de 2015
Deseo agradecer la amable invitación y las palabras de acogida de la Señora Sahle-Work Zewde, Directora General de la Oficina de las Naciones Unidas en Nairobi, como también del Señor Achim Steiner, Director Ejecutivo del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, y del Señor Joan Clos, Director Ejecutivo del Programa ONU–Hábitat. Aprovecho la ocasión para saludar a todo el personal y a todos los que colaboran con las instituciones aquí presentes. Aunque no estén acá en este momento, a todos que son los que llevan el esfuerzo cotidiano del trabajo. De camino hacia esta sala me han invitado a plantar un árbol en el parque del Centro de las Naciones Unidas. Quise aceptar este gesto simbólico y sencillo, cargado de significado en tantas culturas. Plantar un árbol es, en primera instancia, una invitación a seguir luchando contra fenómenos como la deforestación y la desertificación. Nos recuerda la importancia de tutelar y administrar responsablemente aquellos «pulmones del planeta repletos de biodiversidad [como bien lo podemos apreciar en este continente con] la cuenca fluvial del Congo», lugar esencial «para la totalidad del planeta y para el futuro de la humanidad». Por eso, es siempre apreciada y alentada «la tarea de organismos internacionales y de organizaciones de la sociedad civil que sensibilizan a las poblaciones y cooperan críticamente, también utilizando legítimos mecanismos de presión, para que cada gobierno cumpla con su propio e indelegable deber de preservar el ambiente y los recursos naturales de su país, sin venderse a intereses espurios locales o internacionales» (Carta enc. Laudato si’, 38). A su vez, plantar un árbol nos provoca a seguir confiando, esperando y especialmente comprometiendo nuestras manos para revertir todas las situaciones de injusticia y deterioro que hoy padecemos. Dentro de pocos días comenzará en París un importante encuentro sobre el cambio climático, donde la comunidad internacional como tal, se enfrentará de nuevo a esta problemática. Sería triste y me atrevo a decir, hasta catastrófico, que los intereses
particulares prevalezcan sobre el bien común y lleven a manipular la información para proteger sus propios proyectos. En este contexto internacional, donde se nos plantea la disyuntiva que no podemos ignorar de mejorar o destruir el ambiente, cada iniciativa pequeña o grande, individual o colectiva, para cuidar la creación indica el camino seguro para esa «generosa y digna creatividad, que muestra lo mejor del ser humano» (ibíd., 211). «El clima es un bien común, de todos y para todos; […] el cambio climático es un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad»(ibíd., 23-25) cuya respuesta «debe incorporar una perspectiva social que tenga en cuenta los derechos fundamentales de los más postergados» (ibíd., 93). Ya que «el abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, va acompañado por un imparable proceso de exclusión» (Discurso a la ONU, 25 septiembre 2015). La COP21 es un paso importante en el proceso de desarrollo de un nuevo sistema energético, que dependa al mínimo de los combustibles fósiles, busque la eficiencia energética y se estructure con el uso de energía con bajo o nulo contenido de carbono. Estamos ante el gran compromiso político y económico de replantear y corregir las disfunciones y distorsiones del actual modelo de desarrollo. El Acuerdo de París puede dar una señal clara en esta dirección, siempre que, como ya tuve ocasión de decir ante la Asamblea General de la ONU, evitemos «toda tentación de caer en un nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador en las conciencias. Debemos cuidar que nuestras instituciones sean realmente efectivas» (ibíd.). Por eso, espero que la COP21 lleve a concluir un acuerdo global y «transformador» basado en los principios de solidaridad, justicia, equidad y participación, y orientando a la consecución de tres objetivos, a la vez complejos pero interdependientes: el alivio del impacto del cambio climático, la lucha contra la pobreza y el respeto de la dignidad humana. A pesar de muchas dificultades, se está afirmando la «tendencia a concebir el planeta como patria y la humanidad como pueblo que habita una casa de todos» (Carta enc. Laudato si’, 164). Ningún país «puede actuar al margen de una responsabilidad común. Si realmente queremos un cambio positivo, tenemos que asumir humildemente nuestra interdependencia» (Discurso a los movimientos populares, 9 julio 2015). El problema surge cuando creemos que interdependencia es sinónimo de imposición o sumisión de unos en función de los intereses de los otros. Del más débil en función del más fuerte. Es necesario un diálogo sincero abierto, con la cooperación responsable de todos: autoridades políticas, comunidad científica, empresas y sociedad civil. No faltan ejemplos positivos que nos demuestran cómo una verdadera colaboración entre la política, la ciencia y la economía es capaz de lograr importantes resultados. Somos conscientes, sin embargo, de que los «seres humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, también pueden sobreponerse, volver a optar por el bien y regenerarse» (Carta enc. Laudato si’, 205). Esta toma de conciencia profunda nos lleva a esperar que, si la humanidad del período post-industrial podría ser recordada como una de las más irresponsables de la historia, «la humanidad de comienzos del siglo XXI [sea] recordada por haber asumido con generosidad sus graves responsabilidades» (ibíd., 165). Para eso es necesario poner la economía y la política al servicio de los pueblos donde «el ser humano, en armonía con la naturaleza, estructura todo el sistema de producción y distribución para que las capacidades y las necesidades de cada uno encuentren un cauce adecuado en el ser social» (Discurso a los movimientos populares, 9 julio 2015). No se trata de una utopía fantástica, por el contrario, una perspectiva realista que pone la persona y su dignidad como punto de partida y hacia donde todo tiene que fluir.
El cambio de rumbo que necesitamos no es posible realizarlo sin un compromiso sustancial por la educación y la formación. Nada será posible si las soluciones políticas y técnicas no van acompañadas de un proceso de educación que promueva nuevos estilos de vida. Un nuevo estilo cultural. Esto exige una formación destinada a fomentar en niños y niñas, mujeres y hombres, jóvenes y adultos, la asunción de una cultura del cuidado; cuidado de sí, cuidado del otro, cuidado del ambiente; en lugar de la cultura de la degradación y del descarte. Descarte de sí, del otro, descarte del ambiente. La promoción de la «conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos [nos] permitirá el desarrollo de nuevas convicciones, actitudes y formas de vida. Se trata de un gran desafío cultural, espiritual y educativo que supondrá largos procesos de regeneración» (Carta enc. Laudato si’, 202), que todavía estamos a tiempo de impulsar. Son muchos los rostros, las historias, las consecuencias evidentes en miles de personas que la cultura del degrado y del descarte ha llevado a sacrificar bajo los ídolos de las ganancias y del consumo. Debemos cuidarnos de un triste signo de la «globalización de la indiferencia, que nos va “acostumbrando” lentamente al sufrimiento de los otros, como si fuera algo normal» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Alimentación 2013, 16 octubre 2013, 2), o peor aún, a resignarnos ante las formas extremas y escandalosas de “descarte” y de exclusión social, como son las nuevas formas de esclavitud, el tráfico de personas, el trabajo forzado, la prostitución, el tráfico de órganos. «Es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria empeorada por la degradación ambiental, que no son reconocidos como refugiados en las convenciones internacionales y llevan el peso de sus vidas abandonadas sin protección normativa alguna» (Carta enc. Laudato si’, 25). Son muchas vidas, son muchas historias, son muchos sueños que naufragan en nuestro presente. No podemos permanecer indiferentes ante esto. No tenemos derecho. En paralelo al descuido del ambiente, desde hace tiempo somos testigos de un rápido proceso de urbanización, que por desgracia conduce con frecuencia a un «crecimiento desmedido y desordenado de muchas ciudades que se han hecho insalubres [e …] ineficientes» (ibíd., 44). Y son también lugares donde se difunden síntomas preocupantes de una trágica rotura de los vínculos de integración y de comunión social, que lleva al «crecimiento de la violencia y [al] surgimiento de nuevas formas de agresividad social, [al] narcotráfico y [al] consumo creciente de drogas entre los más jóvenes, [a] la pérdida de identidad» (ibíd., 46), al desarraigo y al anonimato social (cf. ibíd, 149). Quiero expresar mi aliento a cuantos, a nivel local e internacional, trabajan para asegurar que el proceso de urbanización se convierta en un instrumento eficaz para el desarrollo y la integración, a fin de garantizar a todos, y en especial a las personas que viven en barrios marginales, condiciones de vida dignas, garantizando los derechos básicos a la tierra, al techo y al trabajo. Es necesario fomentar iniciativas de planificación urbana y del cuidado de los espacios públicos que vayan en esta dirección y contemplen la participación de la gente del lugar, tratando de contrarrestar las muchas desigualdades y los bolsones de pobreza urbana, no sólo económicos, sino también y sobre todo sociales y ambientales. La futura Conferencia Hábitat-III, prevista en Quito para octubre de 2016, podría ser un momento importante para identificar maneras de responder a estas problemáticas. Dentro de pocos días, esta ciudad de Nairobi, será sede de la 10ª Conferencia Ministerial de la Organización Mundial del Comercio. En 1967, frente a un mundo cada vez más interdependiente, y anticipándose en aquellos años a la presente realidad de la globalización, mi predecesor Pablo VI reflexionaba sobre cómo las relaciones comerciales entre los Estados podrían ser un elemento fundamental para el desarrollo de los pueblos o, por el contrario, causa de miseria y de exclusión (cf. Carta enc. Populorum progressio, 56-62). Aun reconociendo lo mucho que se ha trabajado en esta materia, parece que no
se ha llegado todavía a un sistema comercial internacional equitativo y totalmente al servicio de la lucha contra la pobreza y la exclusión. Las relaciones comerciales entre los Estados, parte indispensable de las relaciones entre los pueblos, pueden servir tanto para dañar el ambiente como para recuperarlo y asegurarlo para las generaciones futuras. Expreso mi deseo de que las deliberaciones de la próxima Conferencia de Nairobi no sean un simple equilibrio de intereses contrapuestos, sino un verdadero servicio al cuidado de la casa común y al desarrollo integral de las personas, especialmente de los más postergados. En particular, quiero unirme a las preocupaciones de tantas realidades comprometidas en la cooperación al desarrollo y en la asistencia sanitaria –entre ellos las congregaciones religiosas que asisten a los más pobres y excluidos–, acerca de los acuerdos sobre la propiedad intelectual y el acceso a las medicinas y cuidados esenciales de la salud. Los Tratados de libre comercio regionales sobre la protección de la propiedad intelectual, en particular en materia farmacéutica y de biotecnología, no sólo no deben limitar las facultades ya otorgadas a los Estados por los acuerdos multilaterales, sino que, al contrario, deberían ser un instrumento para asegurar un mínimo de atención sanitaria y de acceso a los remedios básicos para todos. Las discusiones multilaterales, a su vez, deben dar a los países más pobres el tiempo, la elasticidad y las excepciones necesarias para una adecuación ordenada y no traumática a las normas comerciales. La interdependencia y la integración de las economías no debe suponer el más mínimo detrimento de los sistemas de salud y de protección social existentes; al contrario, deben favorecer su creación y funcionamiento. Algunos temas sanitarios, como la eliminación de la malaria y la tuberculosis, la cura de las llamadas enfermedades «huérfanas» y los sectores de la medicina tropical desatendidos, reclaman una atención política primaria, por encima de cualquier otro interés comercial o político. África ofrece al mundo una belleza y una riqueza natural que nos lleva a alabar al Creador. Este patrimonio africano y de toda la humanidad sufre un constante riesgo de destrucción, causado por egoísmos humanos de todo tipo y por el abuso de situaciones de pobreza y exclusión. En el contexto de las relaciones económicas entre los Estados y los pueblos no se puede dejar de hablar de los tráficos ilegales que crecen en un ambiente de pobreza y que, a su vez alimentan la pobreza y la exclusión. El comercio ilegal de diamantes y piedras preciosas, de metales raros o de alto valor estratégico, de maderas y material biológico, y de productos animales, como el caso del tráfico de marfil y la consecuente matanza de elefantes, alimenta la inestabilidad política, alimenta el crimen organizado y el terrorismo. También esta situación es un grito de los hombres y de la tierra que tiene que ser escuchado por la Comunidad Internacional. En mi reciente visita a la sede de la ONU en Nueva York, pude expresar el deseo y la esperanza de que la obra de las Naciones Unidas y de todos los desarrollos multilaterales pueda ser «prenda de un futuro seguro y feliz para las generaciones futuras. Lo será si los representantes de los Estados sabrán dejar de lado los intereses sectoriales e ideologías, y buscar sinceramente el servicio al bien común» (Discurso a la ONU, 25 septiembre 2015). Renuevo una vez más el apoyo de la Comunidad Católica, y el mío de seguir rezando y colaborando para que los frutos de la cooperación regional que se expresan hoy en la Unión Africana y en los muchos acuerdos africanos de comercio, cooperación y desarrollo sean vividos con vigor y teniendo siempre en cuenta el bien común de los hijos de esta tierra. La bendición del Altísimo sea con todos y cada uno de ustedes y sus pueblos. Gracias.
DISCURSO DEL SANTO PADRE A LOS PARTICIPANTES EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL PARA LA PAZ Al-Azhar Conference Centre, El Cairo Viernes 28 de abril de 2017
Al Salamò Alaikum! Es para mí un gran regalo estar aquí, en este lugar, y comenzar mi visita a Egipto encontrándome con vosotros en el ámbito de esta Conferencia Internacional para la Paz. Agradezco a mi hermano, al Gran Imán por haberla proyectado y organizado, y por su amabilidad al invitarme. Quisiera compartir algunas reflexiones, tomándolas de la gloriosa historia de esta tierra, que a lo largo de los siglos se ha manifestado al mundo como tierra de civilización y tierra de alianzas. Tierra de civilización. Desde la antigüedad, la civilización que surgió en las orillas del Nilo ha sido sinónimo de cultura. En Egipto ha brillado la luz del conocimiento, que ha hecho germinar un patrimonio cultural de valor inestimable, hecho de sabiduría e ingenio, de adquisiciones matemáticas y astronómicas, de admirables figuras arquitectónicas y artísticas. La búsqueda del conocimiento y la importancia de la educación han sido iniciativas que los antiguos habitantes de esta tierra han llevado a cabo produciendo un gran progreso. Se trata de iniciativas necesarias también para el futuro, iniciativas de paz y por la paz, porque no habrá paz sin una adecuada educación de las jóvenes generaciones. Y no habrá una adecuada educación para los jóvenes de hoy si la formación que se les ofrece no es conforme a la naturaleza del hombre, que es un ser abierto y relacional. La educación se convierte de hecho en sabiduría de vida cuando consigue que el hombre, en contacto con Aquel que lo trasciende y con cuanto lo rodea, saque lo mejor de sí mismo, adquiriendo una identidad no replegada sobre sí misma. La sabiduría busca al otro, superando la tentación de endurecerse y encerrarse; abierta y en movimiento, humilde y escudriñadora al mismo tiempo, sabe valorizar el pasado y hacerlo dialogar con el presente, sin renunciar a una adecuada hermenéutica. Esta sabiduría favorece un futuro en el que no se busca la prevalencia de la propia parte, sino que se mira al otro como parte integral de sí mismo; no deja, en el presente, de identificar oportunidades de encuentro y de intercambio; del pasado, aprende que del mal sólo viene el mal y de la violencia sólo la violencia, en una espiral que termina aislando. Esta sabiduría, rechazando toda ansia de injusticia, se centra en la dignidad del hombre, valioso a los ojos de Dios, y en una ética que sea digna del hombre, rechazando el miedo al otro y el temor de conocer a través de los medios con los que el Creador lo ha dotado[1]. Precisamente en el campo del diálogo, especialmente interreligioso, estamos llamados a caminar juntos con la convicción de que el futuro de todos depende también del encuentro entre religiones y culturas. En este sentido, el trabajo del Comité mixto para el Diálogo entre el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso y el Comité de Al-Azhar para el Diálogo representa un ejemplo concreto y alentador. El diálogo puede ser favorecido si se conjugan bien tres indicaciones fundamentales: el deber de la identidad, la valentía de la alteridad y la sinceridad de las intenciones. El deber de la identidad, porque no se puede
entablar un diálogo real sobre la base de la ambigüedad o de sacrificar el bien para complacer al otro. La valentía de la alteridad, porque al que es diferente, cultural o religiosamente, no se le ve ni se le trata como a un enemigo, sino que se le acoge como a un compañero de ruta, con la genuina convicción de que el bien de cada uno se encuentra en el bien de todos. La sinceridad de las intenciones, porque el diálogo, en cuanto expresión auténtica de lo humano, no es una estrategia para lograr segundas intenciones, sino el camino de la verdad, que merece ser recorrido pacientemente para transformar la competición en cooperación. Educar, para abrirse con respeto y dialogar sinceramente con el otro, reconociendo sus derechos y libertades fundamentales, especialmente la religiosa, es la mejor manera de construir juntos el futuro, de ser constructores de civilización. Porque la única alternativa a la barbarie del conflicto es la cultura del encuentro, no hay otra manera. Y con el fin de contrarrestar realmente la barbarie de quien instiga al odio e incita a la violencia, es necesario acompañar y ayudar a madurar a las nuevas generaciones para que, ante la lógica incendiaria del mal, respondan con el paciente crecimiento del bien: jóvenes que, como árboles plantados, estén enraizados en el terreno de la historia y, creciendo hacia lo Alto y junto a los demás, transformen cada día el aire contaminado de odio en oxígeno de fraternidad. En este desafío de civilización tan urgente y emocionante, cristianos y musulmanes, y todos los creyentes, estamos llamados a ofrecer nuestra aportación: «Vivimos bajo el sol de un único Dios misericordioso. [...] Así, en el verdadero sentido podemos llamarnos, los unos a los otros, hermanos y hermanas [...], porque sin Dios la vida del hombre sería como el cielo sin el sol»[2]. Salga pues el sol de una renovada hermandad en el nombre de Dios; y de esta tierra, acariciada por el sol, despunte el alba de una civilización de la paz y del encuentro. Que san Francisco de Asís, que hace ocho siglos vino a Egipto y se encontró con el Sultán Malik al Kamil, interceda por esta intención. Tierra de alianzas. Egipto no sólo ha visto amanecer el sol de la sabiduría, sino que su tierra ha sido también iluminada por la luz multicolor de las religiones. Aquí, a lo largo de los siglos, las diferencias de religión han constituido «una forma de enriquecimiento mutuo del servicio a la única comunidad nacional»[3]. Creencias religiosas diferentes se han encontrado y culturas diversas se han mezclado sin confundirse, reconociendo la importancia de aliarse para el bien común. Alianzas de este tipo son cada vez más urgentes en la actualidad. Para hablar de ello, me gustaría utilizar como símbolo el «Monte de la Alianza» que se yergue en esta tierra. El Sinaí nos recuerda, en primer lugar, que una verdadera alianza en la tierra no puede prescindir del Cielo, que la humanidad no puede pretender encontrar la paz excluyendo a Dios de su horizonte, ni tampoco puede tratar de subir la montaña para apoderarse de Dios (cf. Ex 19,12). Se trata de un mensaje muy actual, frente a esa peligrosa paradoja que persiste en nuestros días, según la cual por un lado se tiende a reducir la religión a la esfera privada, sin reconocerla como una dimensión constitutiva del ser humano y de la sociedad y, por el otro, se confunden la esfera religiosa y la política sin distinguirlas adecuadamente. Existe el riesgo de que la religión acabe siendo absorbida por la gestión de los asuntos temporales y se deje seducir por el atractivo de los poderes mundanos que en realidad sólo quieren instrumentalizarla. En un mundo en el que se han globalizado muchos instrumentos técnicos útiles, pero también la indiferencia y la negligencia, y que corre a una velocidad frenética, difícil de sostener, se percibe la nostalgia de las grandes cuestiones sobre el sentido de la vida, que las religiones saben promover y que suscitan la evocación de los propios orígenes: la vocación del hombre, que no ha sido creado para consumirse en la precariedad de los asuntos terrenales sino para encaminarse hacia el Absoluto al que tiende. Por estas razones, sobre todo hoy, la religión no es un problema sino parte de la solución: contra la tentación de acomodarse en una vida sin relieve,
donde todo comienza y termina en esta tierra, nos recuerda que es necesario elevar el ánimo hacia lo Alto para aprender a construir la ciudad de los hombres. En este sentido, volviendo con la mente al Monte Sinaí, quisiera referirme a los mandamientos que se promulgaron allí antes de ser escritos en la piedra[4]. En el corazón de las «diez palabras» resuena, dirigido a los hombres y a los pueblos de todos los tiempos, el mandato «no matarás» (Ex20,13). Dios, que ama la vida, no deja de amar al hombre y por ello lo insta a contrastar el camino de la violencia como requisito previo fundamental de toda alianza en la tierra. Siempre, pero sobre todo ahora, todas las religiones están llamadas a poner en práctica este imperativo, ya que mientras sentimos la urgente necesidad de lo Absoluto, es indispensable excluir cualquier absolutización que justifique cualquier forma de violencia. La violencia, de hecho, es la negación de toda auténtica religiosidad. Como líderes religiosos estamos llamados a desenmascarar la violencia que se disfraza de supuesta sacralidad, apoyándose en la absolutización de los egoísmos antes que en una verdadera apertura al Absoluto. Estamos obligados a denunciar las violaciones que atentan contra la dignidad humana y contra los derechos humanos, a poner al descubierto los intentos de justificar todas las formas de odio en nombre de las religiones y a condenarlos como una falsificación idolátrica de Dios: su nombre es santo, él es el Dios de la paz, Dios salam[5]. Por tanto, sólo la paz es santa y ninguna violencia puede ser perpetrada en nombre de Dios porque profanaría su nombre. Juntos, desde esta tierra de encuentro entre el cielo y la tierra, de alianzas entre los pueblos y entre los creyentes, repetimos un «no» alto y claro a toda forma de violencia, de venganza y de odio cometidos en nombre de la religión o en nombre de Dios. Juntos afirmamos la incompatibilidad entre la fe y la violencia, entre creer y odiar. Juntos declaramos el carácter sagrado de toda vida humana frente a cualquier forma de violencia física, social, educativa o psicológica. La fe que no nace de un corazón sincero y de un amor auténtico a Dios misericordioso es una forma de pertenencia convencional o social que no libera al hombre, sino que lo aplasta. Digamos juntos: Cuanto más se crece en la fe en Dios, más se crece en el amor al prójimo. Sin embargo, la religión no sólo está llamada a desenmascarar el mal sino que lleva en sí misma la vocación a promover la paz, probablemente hoy más que nunca[6]. Sin caer en sincretismos conciliadores[7], nuestra tarea es la de rezar los unos por los otros, pidiendo a Dios el don de la paz, encontrarnos, dialogar y promover la armonía con un espíritu de cooperación y amistad. Nosotros, omo cristianos —y yo soy cristiano— «no podemos invocar a Dios, Padre de todos los hombres, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios»[8]. Hermanos de todos. Más aún, reconocemos que inmersos en una lucha constante contra el mal, que amenaza al mundo para que «no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad», «a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles»[9]. Por el contrario, son esenciales: En realidad, no sirve de mucho levantar la voz y correr a rearmarse para protegerse: hoy se necesitan constructores de paz, no de armas; hoy se necesitan constructores de paz, no provocadores de conflictos; bomberos y no incendiarios; predicadores de reconciliación y no vendedores de destrucción. Asistimos perplejos al hecho de que, mientras por un lado nos alejamos de la realidad de los pueblos, en nombre de objetivos que no tienen en cuenta a nadie, por el otro, como reacción, surgen populismos demagógicos que ciertamente no ayudan a consolidar la paz y la estabilidad. Ninguna incitación a la violencia garantizará la paz, y cualquier acción unilateral que no ponga en marcha procesos constructivos y compartidos, en realidad, sólo beneficia a los partidarios del radicalismo y de la violencia.
Para prevenir los conflictos y construir la paz es esencial trabajar para eliminar las situaciones de pobreza y de explotación, donde los extremismos arraigan fácilmente, así como evitar que el flujo de dinero y armas llegue a los que fomentan la violencia. Para ir más a la raíz, es necesario detener la proliferación de armas que, si se siguen produciendo y comercializando, tarde o temprano llegarán a utilizarse. Sólo sacando a la luz las turbias maniobras que alimentan el cáncer de la guerra se pueden prevenir sus causas reales. A este compromiso urgente y grave están obligados los responsables de las naciones, de las instituciones y de la información, así como también nosotros responsables de cultura, llamados por Dios, por la historia y por el futuro a poner en marcha —cada uno en su propio campo— procesos de paz, sin sustraerse a la tarea de establecer bases para una alianza entre pueblos y estados. Espero que, con la ayuda de Dios, esta tierra noble y querida de Egipto pueda responder aún a su vocación de civilización y de alianza, contribuyendo a promover procesos de paz para este amado pueblo y para toda la región de Oriente Medio. Al Salamò Alaikum!
[1] «Por otra parte, una ética de fraternidad y de coexistencia pacífica entre las personas y entre los pueblos no puede basarse sobre la lógica del miedo, de la violencia y de la cerrazón, sino sobre la responsabilidad, el respeto y el diálogo sincero»: Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2017. La no violencia: un estilo de una política para la paz, 5. [2] Juan Pablo II, Discurso a las autoridades musulmanas, Kaduna–Nigeria (14 febrero 1982). [3] Id., Discurso durante la ceremonia de bienvenida, El Cairo (24 febrero 2000). [4] «Fueron escritos en el corazón del hombre como ley moral universal, válida en todo tiempo y en todo lugar». Estos ofrecen la «base auténtica para la vida de las personas, de las sociedades y de las naciones. Hoy, como siempre,son el único futuro de la familia humana. Salvan al hombre de la fuerza destructora del egoísmo, del odio y de la mentira. Señalan todos los falsos dioses que lo esclavizan: el amor a sí mismo que excluye a Dios, el afán de poder y placer que altera el orden de la justicia y degrada nuestra dignidad humana y la de nuestro prójimo»: Id., Homilía en la celebración de la Palabra en el Monte Sinaí, Monasterio de Santa Catalina (26 febrero 2000). [5] Cf. Discurso en la Mezquita Central de Koudoukou, Bangui-República Centroafricana (30 noviembre 2015). [6] «Probablemente más que nunca en la historia ha sido puesto en evidencia ante todos el vínculo intrínseco que existe entre una actitud religiosa auténtica y el gran bien de la paz» (Juan Pablo II, Discurso a los Representantes de las Iglesias y de Comunidades eclesiales cristianas y de las religiones mundiales, Asís (27 octubre 1986). [7] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 251. [8] Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Nostra aetate, 5. [9] Id., Const. past. Gaudium et spes, 37-38.
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CELEBRACIÓN DE LA 51 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 DE ENERO DE 2018 Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz 1. Un deseo de paz Paz a todas las personas y a todas las naciones de la tierra. La paz, que los ángeles anunciaron a los pastores en la noche de Navidad[1], es una aspiración profunda de todas las personas y de todos los pueblos, especialmente de aquellos que más sufren por su ausencia, y a los que tengo presentes en mi recuerdo y en mi oración. De entre ellos quisiera recordar a los más de 250 millones de migrantes en el mundo, de los que 22 millones y medio son refugiados. Estos últimos, como afirmó mi querido predecesor Benedicto XVI, «son hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos que buscan un lugar donde vivir en paz»[2]. Para encontrarlo, muchos de ellos están dispuestos a arriesgar sus vidas a través de un viaje que, en la mayoría de los casos, es largo y peligroso; están dispuestos a soportar el cansancio y el sufrimiento, a afrontar las alambradas y los muros que se alzan para alejarlos de su destino. Con espíritu de misericordia, abrazamos a todos los que huyen de la guerra y del hambre, o que se ven obligados a abandonar su tierra a causa de la discriminación, la persecución, la pobreza y la degradación ambiental. Somos conscientes de que no es suficiente sentir en nuestro corazón el sufrimiento de los demás. Habrá que trabajar mucho antes de que nuestros hermanos y hermanas puedan empezar de nuevo a vivir en paz, en un hogar seguro. Acoger al otro exige un compromiso concreto, una cadena de ayuda y de generosidad, una atención vigilante y comprensiva, la gestión responsable de nuevas y complejas situaciones que, en ocasiones, se añaden a los numerosos problemas ya existentes, así como a unos recursos que siempre son limitados. El ejercicio de la virtud de la prudencia es necesaria para que los gobernantes sepan acoger, promover, proteger e integrar, estableciendo medidas prácticas que, «respetando el recto orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu»[3]. Tienen una responsabilidad concreta con respecto a sus comunidades, a las que deben garantizar los derechos que les corresponden en justicia y un desarrollo armónico, para no ser como el constructor necio que hizo mal sus cálculos y no consiguió terminar la torre que había comenzado a construir[4]. 2. ¿Por qué hay tantos refugiados y migrantes? Ante el Gran Jubileo por los 2000 años del anuncio de paz de los ángeles en Belén, san Juan Pablo IIincluyó el número creciente de desplazados entre las consecuencias de «una interminable y horrenda serie de guerras, conflictos, genocidios, “limpiezas étnicas”»[5], que habían marcado el siglo XX. En el nuevo siglo no se ha producido aún un cambio profundo de sentido: los conflictos armados y otras formas de violencia organizada siguen provocando el desplazamiento de la población dentro y fuera de las fronteras nacionales. Pero las personas también migran por otras razones, ante todo por «el anhelo de una vida mejor, a lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la
“desesperación” de un futuro imposible de construir»[6]. Se ponen en camino para reunirse con sus familias, para encontrar mejores oportunidades de trabajo o de educación: quien no puede disfrutar de estos derechos, no puede vivir en paz. Además, como he subrayado en la Encíclica Laudato si’, «es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria empeorada por la degradación ambiental»[7]. La mayoría emigra siguiendo un procedimiento regulado, mientras que otros se ven forzados a tomar otras vías, sobre todo a causa de la desesperación, cuando su patria no les ofrece seguridad y oportunidades, y toda vía legal parece imposible, bloqueada o demasiado lenta. En muchos países de destino se ha difundido ampliamente una retórica que enfatiza los riesgos para la seguridad nacional o el coste de la acogida de los que llegan, despreciando así la dignidad humana que se les ha de reconocer a todos, en cuanto que son hijos e hijas de Dios. Los que fomentan el miedo hacia los migrantes, en ocasiones con fines políticos, en lugar de construir la paz siembran violencia, discriminación racial y xenofobia, que son fuente de gran preocupación para todos aquellos que se toman en serio la protección de cada ser humano[8]. Todos los datos de que dispone la comunidad internacional indican que las migraciones globales seguirán marcando nuestro futuro. Algunos las consideran una amenaza. Os invito, al contrario, a contemplarlas con una mirada llena de confianza, como una oportunidad para construir un futuro de paz. 3. Una mirada contemplativa La sabiduría de la fe alimenta esta mirada, capaz de reconocer que todos, «tanto emigrantes como poblaciones locales que los acogen, forman parte de una sola familia, y todos tienen el mismo derecho a gozar de los bienes de la tierra, cuya destinación es universal, como enseña la doctrina social de la Iglesia. Aquí encuentran fundamento la solidaridad y el compartir»[9]. Estas palabras nos remiten a la imagen de la nueva Jerusalén. El libro del profeta Isaías (cap. 60) y el Apocalipsis (cap. 21) la describen como una ciudad con las puertas siempre abiertas, para dejar entrar a personas de todas las naciones, que la admiran y la colman de riquezas. La paz es el gobernante que la guía y la justicia el principio que rige la convivencia entre todos dentro de ella. Necesitamos ver también la ciudad donde vivimos con esta mirada contemplativa, «esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas [promoviendo] la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia»[10]; en otras palabras, realizando la promesa de la paz. Observando a los migrantes y a los refugiados, esta mirada sabe descubrir que no llegan con las manos vacías: traen consigo la riqueza de su valentía, su capacidad, sus energías y sus aspiraciones, y por supuesto los tesoros de su propia cultura, enriqueciendo así la vida de las naciones que los acogen. Esta mirada sabe también descubrir la creatividad, la tenacidad y el espíritu de sacrificio de incontables personas, familias y comunidades que, en todos los rincones del mundo, abren sus puertas y sus corazones a los migrantes y refugiados, incluso cuando los recursos no son abundantes. Por último, esta mirada contemplativa sabe guiar el discernimiento de los responsables del bien público, con el fin de impulsar las políticas de acogida al máximo de lo que «permita el verdadero bien de su comunidad»[11], es decir, teniendo en cuenta las exigencias de todos los miembros de la única familia humana y del bien de cada uno de ellos.
Quienes se dejan guiar por esta mirada serán capaces de reconocer los renuevos de paz que están ya brotando y de favorecer su crecimiento. Transformarán en talleres de paz nuestras ciudades, a menudo divididas y polarizadas por conflictos que están relacionados precisamente con la presencia de migrantes y refugiados. 4. Cuatro piedras angulares para la acción Para ofrecer a los solicitantes de asilo, a los refugiados, a los inmigrantes y a las víctimas de la trata de seres humanos una posibilidad de encontrar la paz que buscan, se requiere una estrategia que conjugue cuatro acciones: acoger, proteger, promover e integrar[12]. «Acoger» recuerda la exigencia de ampliar las posibilidades de entrada legal, no expulsar a los desplazados y a los inmigrantes a lugares donde les espera la persecución y la violencia, y equilibrar la preocupación por la seguridad nacional con la protección de los derechos humanos fundamentales. La Escritura nos recuerda: «No olvidéis la hospitalidad; por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles»[13]. «Proteger» nos recuerda el deber de reconocer y de garantizar la dignidad inviolable de los que huyen de un peligro real en busca de asilo y seguridad, evitando su explotación. En particular, pienso en las mujeres y en los niños expuestos a situaciones de riesgo y de abusos que llegan a convertirles en esclavos. Dios no hace discriminación: «El Señor guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda»[14]. «Promover» tiene que ver con apoyar el desarrollo humano integral de los migrantes y refugiados. Entre los muchos instrumentos que pueden ayudar a esta tarea, deseo subrayar la importancia que tiene el garantizar a los niños y a los jóvenes el acceso a todos los niveles de educación: de esta manera, no sólo podrán cultivar y sacar el máximo provecho de sus capacidades, sino que también estarán más preparados para salir al encuentro del otro, cultivando un espíritu de diálogo en vez de clausura y enfrentamiento. La Biblia nos enseña que Dios «ama al emigrante, dándole pan y vestido»; por eso nos exhorta: «Amaréis al emigrante, porque emigrantes fuisteis en Egipto»[15]. Por último, «integrar» significa trabajar para que los refugiados y los migrantes participen plenamente en la vida de la sociedad que les acoge, en una dinámica de enriquecimiento mutuo y de colaboración fecunda, promoviendo el desarrollo humano integral de las comunidades locales. Como escribe san Pablo: «Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios»[16]. 5. Una propuesta para dos Pactos internacionales Deseo de todo corazón que este espíritu anime el proceso que, durante todo el año 2018, llevará a la definición y aprobación por parte de las Naciones Unidas de dos pactos mundiales: uno, para una migración segura, ordenada y regulada, y otro, sobre refugiados. En cuanto acuerdos adoptados a nivel mundial, estos pactos constituirán un marco de referencia para desarrollar propuestas políticas y poner en práctica medidas concretas. Por esta razón, es importante que estén inspirados por la compasión, la visión de futuro y la valentía, con el fin de aprovechar cualquier ocasión que permita avanzar en la construcción de la paz: sólo así el necesario realismo de la política internacional no se verá derrotado por el cinismo y la globalización de la indiferencia. El diálogo y la coordinación constituyen, en efecto, una necesidad y un deber específicos de la comunidad internacional. Más allá de las fronteras nacionales, es posible que países menos ricos puedan acoger a un mayor número de refugiados, o acogerles mejor, si la cooperación internacional les garantiza la disponibilidad de los fondos necesarios.
La Sección para los Migrantes y Refugiados del Dicasterio para la Promoción del Desarrollo Humano Integral sugiere 20 puntos de acción[17]como pistas concretas para la aplicación de estos cuatro verbos en las políticas públicas, además de la actitud y la acción de las comunidades cristianas. Estas y otras aportaciones pretenden manifestar el interés de la Iglesia católica al proceso que llevará a la adopción de los pactos mundiales de las Naciones Unidas. Este interés confirma una solicitud pastoral más general, que nace con la Iglesia y continúa hasta nuestros días a través de sus múltiples actividades. 6. Por nuestra casa común Las palabras de san Juan Pablo II nos alientan: «Si son muchos los que comparten el “sueño” de un mundo en paz, y si se valora la aportación de los migrantes y los refugiados, la humanidad puede transformarse cada vez más en familia de todos, y nuestra tierra verdaderamente en “casa común”»[18]. A lo largo de la historia, muchos han creído en este «sueño» y los que lo han realizado dan testimonio de que no se trata de una utopía irrealizable. Entre ellos, hay que mencionar a santa Francisca Javier Cabrini, cuyo centenario de nacimiento para el cielo celebramos este año 2017. Hoy, 13 de noviembre, numerosas comunidades eclesiales celebran su memoria. Esta pequeña gran mujer, que consagró su vida al servicio de los migrantes, convirtiéndose más tarde en su patrona celeste, nos enseña cómo debemos acoger, proteger, promover e integrar a nuestros hermanos y hermanas. Que por su intercesión, el Señor nos conceda a todos experimentar que los «frutos de justicia se siembran en la paz para quienes trabajan por la paz»[19]. Vaticano, 13 de noviembre de 2017. Memoria de Santa Francisca Javier Cabrini, Patrona de los migrantes. Francisco [1] Cf. Lc 2,14. [2] Ángelus, 15 enero 2012. [3] Juan XXIII, Carta. enc. Pacem in terris, 57. [4] Cf. Lc 14,28-30. [5] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 3. [6] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2013. [7] Laudato si', n. 25. [8] Cf. Discurso a los Participantes en el Encuentro de Responsables nacionales de la pastoral de migraciones organizado por el Consejo de Conferencias Episcopales de Europa (CCEE), 22 septiembre 2017. [9] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2011. [10] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 71. [11] Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 57 [en español, n. 106]. [12] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2018, 15 agosto 2017. [13] Hb 13,2. [14] Sal 146,9. [15] Dt 10,18-19. [16] Ef 2,19. [17] «20 Puntos de Acción Pastoral» y «20 Puntos de Acción para los Pactos Globales» (2017). Cf. Documento ONU A/72/528. [18] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2004, 6. [19] St 3,18.
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO CON OCASIÓN DEL ENCUENTRO DE MOVIMIENTOS POPULARES EN MODESTO, CALIFORNIA [16-19 DE FEBRERO DE 2017] Queridos Hermanos: Quisiera, ante todo, felicitarlos por el esfuerzo de reproducir a nivel nacional el trabajo que vienen desarrollando en los Encuentros Mundiales de Movimientos Populares. Quiero, a través de esta carta, animar y fortalecer a cada uno de ustedes, a sus organizaciones y a todos los que luchan por las tres T: “tierra, techo y trabajo”. Los felicito por todo lo que hacen. Quisiera agradecer a la Campaña Católica para el Desarrollo Humano, a su presidente Mons. David Talley y a los Obispo anfitriones Stephen Blaire, Armando Ochoa y Jaime Soto, por el decidido apoyo que han prestado a este encuentro. Gracias Cardenal Turkson por seguir acompañando a los movimientos populares desde el nuevo Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral. ¡Me alegra tanto verlos trabajar juntos por la justicia social! Cómo quisiera que en todas las diócesis se contagie esta energía constructiva, que tiende puentes entre los Pueblos y las personas, puentes capaces de atravesar los muros de la exclusión, la indiferencia, el racismo y la intolerancia. También quisiera destacar el trabajo de la Red Nacional PICO y las organizaciones promotoras de este encuentro. Supe que PICO significa “personas mejorando sus comunidades a través de la organización”. Qué buena síntesis de la misión de los movimientos populares: trabajar en lo cercano, junto al prójimo, organizados entre ustedes, para sacar adelante nuestras comunidades. Hace pocos meses, en Roma, hemos hablado de los muros y del miedo; de los puentes y el amor. No quiero repetirme: estos temas desafían nuestros valores más profundos. Sabemos que ninguno de estos males comenzó ayer. Hace tiempo enfrentamos la crisis del paradigma imperante, un sistema que causa enormes sufrimientos a la familia humana, atacando al mismo tiempo la dignidad de las personas y nuestra Casa Común para sostener la tiranía invisible del Dinero que sólo garantiza los privilegios de unos pocos. “La humanidad vive un giro histórico”[1]. A los cristianos y a todas las personas de buena voluntad nos toca vivir y actuar en este momento. Es “una responsabilidad grave, ya que algunas realidades del mundo presente, si no son bien resueltas, pueden desencadenar procesos de deshumanización difíciles de revertir más adelante”. Son los “signos de los tiempos” que debemos reconocer para actuar. Hemos perdido tiempo valioso sin prestarles suficiente atención, sin resolver estas realidades destructoras. Así los procesos de deshumanización se aceleran. De la participación protagónica de los pueblos y en gran medida de ustedes, los movimientos populares, depende hacia dónde se dirige ese giro histórico, cómo se resuelve esta crisis que se agudiza. No debemos quedar paralizados por el miedo pero tampoco quedar aprisionados en el conflicto. Hay que reconocer el peligro pero también la oportunidad que cada crisis supone para avanzar hacia una síntesis superadora. En el idioma chino, que expresa la ancestral sabiduría de ese gran pueblo, la palabra crisis se compone de dos ideogramas: Wēi que representa el peligro y Jī que representa la oportunidad.
El peligro es negar al prójimo y así, sin darnos cuenta, negar su humanidad, nuestra humanidad, negarnos a nosotros mismos, y negar el más importante de los mandamientos de Jesús. Esa es la deshumanización. Pero existe una oportunidad: que la luz del amor al prójimo ilumine la Tierra con su brillo deslumbrante como un relámpago en la oscuridad, que nos despierte y la verdadera humanidad brote con esa empecinada y fuerte resistencia de lo auténtico. Hoy resuena en nuestros oídos la pregunta que el abogado le hace a Jesús en el Evangelio de Lucas «¿Y quién es mi prójimo?» ¿Quién es aquel al cual se debe amar como a sí mismo? Tal vez esperaba una respuesta cómoda para poder seguir con su vida “¿serán mis parientes? ¿Mis connacionales? ¿Aquellos de mi misma religión?...”. Tal vez quería llevar a Jesús a exceptuarnos de la obligación de amar a los paganos o los extranjeros considerados impuros en aquel tiempo. Este hombre quiere una regla clara que le permita clasificar a los demás en “prójimo” y “no prójimo”, en aquellos que pueden convertirse en prójimos y en aquellos que no pueden hacerse prójimos[2]. Jesús responde con una parábola que pone en escena a dos figuras de la élite de aquel entonces y a un tercer personaje, considerado extranjero, pagano e impuro: el samaritano. En el camino de Jerusalén a Jericó el sacerdote y el levita se encuentran con un hombre moribundo, que los ladrones han asaltado, robado, apaleado y abandonado. La Ley del Señor en situaciones símiles preveía la obligación de socorrerlo, pero ambos pasan de largo sin detenerse. Tenían prisa. Pero el samaritano, aquel despreciado, aquel sobre quien nadie habría apostado nada, y que de todos modos también él tenía sus deberes y sus cosas por hacer, cuando vio al hombre herido, no pasó de largo como los otros dos, que estaban relacionados con el Templo, sino «lo vio y se conmovió» (v.33). El samaritano se comporta con verdadera misericordia: venda las heridas de aquel hombre, lo lleva a un albergue, lo cuida personalmente, provee a su asistencia. Todo esto nos enseña que la compasión, el amor, no es un sentimiento vago, sino significa cuidar al otro hasta pagar personalmente. Significa comprometerse cumpliendo todos los pasos necesarios para “acercarse” al otro hasta identificarse con él: «amaras a tu prójimo como a ti mismo». Este es el mandamiento del Señor[3]. Las heridas que provoca el sistema económico que tiene al centro al dios dinero y que en ocasiones actúa con la brutalidad de los ladrones de la parábola, han sido criminalmente desatendidas. En la sociedad globalizada, existe un estilo elegante de mirar para otro lado que se practica recurrentemente: bajo el ropaje de lo políticamente correcto o las modas ideológicas, se mira al que sufre sin tocarlo, se lo televisa en directo, incluso se adopta un discurso en apariencia tolerante y repleto de eufemismos, pero no se hace nada sistemático para sanar las heridas sociales ni enfrentar las estructuras que dejan a tantos hermanos tirados en el camino. Esta actitud hipócrita, tan distinta a la del samaritano, manifiesta la ausencia de una verdadera conversión y un verdadero compromiso con la humanidad. Se trata de una estafa moral que, tarde o temprano, queda al descubierto, como un espejismo que se disipa. Los heridos están ahí, son una realidad. El desempleo es real, la violencia es real, la corrupción es real, la crisis de identidad es real, el vaciamiento de las democracias es real. La gangrena de un sistema no se puede maquillar eternamente porque tarde o temprano el hedor se siente y, cuando ya no puede negarse, surge del mismo poder que ha generado este estado de cosas la manipulación del miedo, la inseguridad, la bronca, incluso la justa indignación de la gente, transfiriendo la responsabilidad de todos los males a un “no prójimo”. No estoy hablando de personas en particular, estoy hablando de un proceso social que se desarrolla en muchas partes del mundo y entraña un grave peligro para la humanidad.
Jesús nos enseña otro camino. No clasificar a los demás para ver quién es el prójimo y quién no lo es. Tú puedes hacerte prójimo de quien se encuentra en la necesidad, y lo serás si en tu corazón tienes compasión, es decir, si tienes esa capacidad de sufrir con el otro. Tienes que hacerte samaritano. Y luego, también, ser como el hotelero al que el samaritano confía, al final de la parábola, a la persona que sufre. ¿Quién es este hotelero? Es la Iglesia, la comunidad cristiana, las personas solidarias, las organizaciones sociales, somos nosotros, son ustedes, a quienes el Señor Jesús, cada día, confía a quienes tienen aflicciones, en el cuerpo y en el espíritu, para que podamos seguir derramando sobre ellos, sin medida, toda su misericordia y la salvación. En eso radica la auténtica humanidad que resiste la deshumanización que se nos ofrece bajo la forma de indiferencia, hipocresía o intolerancia. Sé que ustedes han asumido el compromiso de luchar por la justicia social, defender la hermana madre tierra y acompañar a los migrantes. Quiero reafirmarlos en su opción y compartir dos reflexiones al respecto. La crisis ecológica es real. “Hay un consenso científico muy consistente que indica que nos encontramos ante un preocupante calentamiento del sistema climático”[4]. La ciencia no es la única forma de conocimiento, es cierto. La ciencia no es necesariamente “neutral”, también es cierto, muchas veces oculta posiciones ideológicas o intereses económicos. Pero también sabemos qué pasa cuando negamos la ciencia y desoímos la voz de la naturaleza. Me hago cargo de lo que nos toca a los católicos. No caigamos en el negacionismo. El tiempo se agota. Actuemos. Les pido, nuevamente, a ustedes, a los pueblos originarios, a los pastores, a los gobernantes, que defendamos la Creación. La otra es una reflexión que ya la hice en nuestro último encuentro pero me parece importante repetir: ningún pueblo es criminal y ninguna religión es terrorista. No existe el terrorismo cristiano, no existe el terrorismo judío y no existe el terrorismo islámico. No existe. Ningún pueblo es criminal o narcotraficante o violento. “Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión”[5]. Hay personas fundamentalistas y violentas en todos los Pueblos y religiones que, además, se fortalecen con las generalizaciones intolerantes, se alimentan del odio y la xenofobia. Enfrentando el terror con amor trabajamos por la paz. Les pido firmeza y mansedumbre para defender estos principios; les pido no intercambiarlos como mercancía barata y, como San Francisco de Asís, demos todo de nosotros para que: “allí donde haya odio, que yo ponga el amor, allí donde haya ofensa, que yo ponga el perdón; allí donde haya discordia, que yo ponga la unión; allí donde haya error, que yo ponga la verdad”[6]. Sepan que rezo por ustedes, que rezo con ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y los proteja. Les pido por favor que recen por mí y sigan adelante. Ciudad del Vaticano, 10 de febrero de 2017. Francisco [1] Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 52 [2] Papa Francisco, Audiencia general del miércoles 27 de abril de 2016. [3] Ibid. [4] Papa Francisco, Laudato si', 23 [5] Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 52 [6] Oración de San Francisco de Asís (Fragmento)
VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A COLOMBIA (6-11 DE SEPTIEMBRE DE 2017) ENCUENTRO CON EL COMITÉ DIRECTIVO DEL CELAM DISCURSO DEL SANTO PADRE Nunciatura apostólica, Bogotá Jueves 7 de septiembre de 2017
Queridos hermanos, gracias por este encuentro y por las cálidas palabras de bienvenida del Presidente de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano. De no haber sido por las exigencias de la agenda, muy apretada, hubiera querido encontrarlos en la sede del CELAM. Les agradezco la delicadeza de estar aquí en este momento. Agradezco el esfuerzo que hacen para transformar esta Conferencia Episcopal continental en una casa al servicio de la comunión y de la misión de la Iglesia en América Latina; en un centro propulsor de la conciencia discipular y misionera; en una referencia vital para la comprensión y la profundización de la catolicidad latinoamericana, delineada gradualmente por este organismo de comunión durante décadas de servicio. Y hago propicia la ocasión para animar los recientes esfuerzos con el fin de expresar esta solicitud colegial mediante el Fondo de Solidaridad de la Iglesia Latinoamericana. Hace cuatro años, en Río de Janeiro, tuve ocasión de hablarles sobre la herencia pastoral de Aparecida, último acontecimiento sinodal de la Iglesia Latinoamericana y del Caribe. En aquel momento subrayaba la permanente necesidad de aprender de su método, sustancialmente compuesto por la participación de las Iglesias locales y en sintonía con los peregrinos que caminan en busca del rostro humilde de Dios que quiso manifestarse en la Virgen pescada en las aguas, y que se prolonga en la misión continental que quiere ser, no la suma de iniciativas programáticas que llenan agendas y también desperdician energías preciosas, sino el esfuerzo para poner la misión de Jesús en el corazón de la misma Iglesia, transformándola en criterio para medir la eficacia de las estructuras, los resultados de su trabajo, la fecundidad de sus ministros y la alegría que ellos son capaces de suscitar. Porque sin alegría no se atrae a nadie. Me detuve entonces en las tentaciones, todavía presentes, de la ideologización del mensaje evangélico, del funcionalismo eclesial y del clericalismo, porque está siempre en juego la salvación que nos trae Cristo. Esta debe llegar con fuerza al corazón del hombre para interpelar su libertad, invitándolo a un éxodo permanente desde la propia autorreferencialidad hacia la comunión con Dios y con los demás hermanos. Dios, al hablar en Jesús al hombre, no lo hace con un vago reclamo como a un forastero, ni con una convocación impersonal como lo haría un notario, ni con una declaración de preceptos a cumplir como lo hace cualquier funcionario de lo sacro. Dios habla con la inconfundible voz del Padre al hijo, y respeta su misterio porque lo ha formado con sus mismas manos y lo ha destinado a la plenitud. Nuestro mayor desafío como Iglesia es hablar al hombre como portavoz de esta intimidad de Dios, que lo considera hijo, aun cuando reniegue de esa paternidad, porque para Él somos siempre hijos reencontrados.
No se puede, por tanto, reducir el Evangelio a un programa al servicio de un gnosticismo de moda, a un proyecto de ascenso social o a una concepción de la Iglesia como una burocracia que se autobeneficia, como tampoco esta se puede reducir a una organización dirigida, con modernos criterios empresariales, por una casta clerical. La Iglesia es la comunidad de los discípulos de Jesús; la Iglesia es Misterio (cf. Lumen Gentium, 5) y Pueblo (cf. ibíd., 9), o mejor aún: en ella se realiza el Misterio a través del Pueblo de Dios. Por eso insistí sobre el discipulado misionero como un llamado divino para este hoy tenso y complejo, un permanente salir con Jesús para conocer cómo y dónde vive el Maestro. Y mientras salimos en su compañía conocemos la voluntad del Padre, que siempre nos espera. Sólo una Iglesia Esposa, Madre, Sierva, que ha renunciado a la pretensión de controlar aquello que no es su obra sino la de Dios, puede permanecer con Jesús aun cuando su nido y su resguardo es la cruz. Cercanía y encuentro. Cercanía y encuentro son los instrumentos de Dios que, en Cristo, se ha acercado y nos ha encontrado siempre. El misterio de la Iglesia es realizarse como sacramento de esta divina cercanía y como lugar permanente de este encuentro. De ahí la necesidad de la cercanía del obispo a Dios, porque en Él se halla la fuente de la libertad y de la fuerza del corazón del pastor, así como de la cercanía al Pueblo Santo que le ha sido confiado. En esta cercanía el alma del apóstol aprende a hacer tangible la pasión de Dios por sus hijos. Aparecida es un tesoro cuyo descubrimiento todavía está incompleto. Estoy seguro de que cada uno de ustedes descubre cuánto se ha enraizado su riqueza en las Iglesias que llevan en el corazón. Como los primeros discípulos enviados por Jesús en plan misionero, también nosotros podemos contar con entusiasmo todo cuanto hemos hecho (cf. Mc 6,30). Sin embargo, es necesario estar atentos. Las realidades indispensables de la vida humana y de la Iglesia no son nunca un monumento sino un patrimonio vivo. Resulta mucho más cómodo transformarlas en recuerdos de los cuales se celebran los aniversarios: ¡50 años de Medellín, 20 de Ecclesia in America, 10 de Aparecida! En cambio, es otra cosa: custodiar y hacer fluir la riqueza de tal patrimonio (pater - munus) constituyen el munus de nuestra paternidad episcopal hacia la Iglesia de nuestro continente. Bien saben que la renovada conciencia, de que al inicio de todo está siempre el encuentro con Cristo vivo, requiere que los discípulos cultiven la familiaridad con Él; de lo contrario el rostro del Señor se opaca, la misión pierde fuerza, la conversión pastoral retrocede. Orar y cultivar el trato con Él es, por tanto, la actividad más improrrogable de nuestra misión pastoral. A sus discípulos, entusiastas de la misión cumplida, Jesús les dijo: «Vengan ustedes solos a un lugar deshabitado» (Mc 6,31). Nosotros necesitamos más todavía este estar a solas con el Señor para reencontrar el corazón de la misión de la Iglesia en América Latina en sus actuales circunstancias. ¡Hay tanta dispersión interior y también exterior! Los múltiples acontecimientos, la fragmentación de la realidad, la instantaneidad y la velocidad del presente, podrían hacernos caer en la dispersión y en el vacío. Reencontrar la unidad es un imperativo. ¿Dónde está la unidad? Siempre en Jesús. Lo que hace permanente la misión no es el entusiasmo que inflama el corazón generoso del misionero, aunque siempre es necesario; más bien es la compañía de Jesús mediante su Espíritu. Si no salimos con Él en la misión pronto perderíamos el camino, arriesgándonos a confundir nuestras necesidades vacuas con su causa. Si la razón de nuestro salir no es Él será fácil desanimarse en medio de la
fatiga del camino, o frente a la resistencia de los destinatarios de la misión, o ante los cambiantes escenarios de las circunstancias que marcan la historia, o por el cansancio de los pies debido al insidioso desgaste causado por el enemigo. No forma parte de la misión ceder al desánimo cuando, quizás, habiendo pasado el entusiasmo de los inicios, llega el momento en el que tocar la carne de Cristo se vuelve muy duro. En una situación como esta, Jesús no alienta nuestros miedos. Y como bien sabemos que a ningún otro podemos ir, porque sólo Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68), es necesario en consecuencia, profundizar nuestra elección. ¿Qué significa concretamente salir con Jesús en misión hoy en América Latina? El adverbio «concretamente» no es un detalle de estilo literario, más bien pertenece al núcleo de la pregunta. El Evangelio es siempre concreto, jamás un ejercicio de estériles especulaciones. Conocemos bien la recurrente tentación de perderse en el bizantinismo de los doctores de la ley, de preguntarse hasta qué punto se puede llegar sin perder el control del propio territorio demarcado o del presunto poder que los límites prometen. Mucho se ha hablado sobre la Iglesia en estado permanente de misión. Salir con Jesús es la condición para tal realidad. Salir, sí, pero con Jesús. El Evangelio habla de Jesús que, habiendo salido del Padre, recorre con los suyos los campos y los poblados de Galilea. No se trata de un recorrido inútil del Señor. Mientras camina, encuentra; cuando encuentra, se acerca; cuando se acerca, habla; cuando habla, toca con su poder; cuando toca, cura y salva. Llevar al Padre a cuantos encuentra es la meta de su permanente salir, sobre el cual debemos reflexionar continuamente y hacer un examen de conciencia. La Iglesia debe reapropiarse de los verbos que el Verbo de Dios conjuga en su divina misión. Salir para encontrar, sin pasar de largo; reclinarse sin desidia; tocar sin miedo. Se trata de que se metan día a día en el trabajo de campo, allí donde vive el Pueblo de Dios que les ha sido confiado. No nos es lícito dejarnos paralizar por el aire acondicionado de las oficinas, por las estadísticas y las estrategias abstractas. Es necesario dirigirse al hombre en su situación concreta; de él no podemos apartar la mirada. La misión se realiza siempre cuerpo a cuerpo. Una Iglesia capaz de ser sacramento de unidad ¡Se ve tanta dispersión en nuestro entorno! Y no me refiero solamente a la de la rica diversidad que siempre ha caracterizado el continente, sino a las dinámicas de disgregación. Hay que estar atentos para no dejarse atrapar en estas trampas. La Iglesia no está en América Latina como si tuviera las maletas en la mano, lista para partir después de haberla saqueado, como han hecho tantos a lo largo del tiempo. Quienes obran así miran con sentido de superioridad y desprecio su rostro mestizo; pretenden colonizar su alma con las mismas fallidas y recicladas fórmulas sobre la visión del hombre y de la vida, repiten iguales recetas matando al pacientemientras enriquecen a los médicos que los mandan; ignoran las razones profundas que habitan en el corazón de su pueblo y que lo hacen fuerte exactamente en sus sueños, en sus mitos, a pesar de los numerosos desencantos y fracasos; manipulan políticamente y traicionan sus esperanzas, dejando detrás de sí tierra quemada y el terreno pronto para el eterno retorno de lo mismo, aun cuando se vuelva a presentar con vestido nuevo. Hombres y utopías fuertes han prometido soluciones mágicas, respuestas instantáneas, efectos inmediatos. La Iglesia, sin pretensiones humanas, respetuosa del rostro multiforme del continente, que considera no una desventaja sino una perenne riqueza, debe continuar prestando el humilde servicio al verdadero bien del hombre latinoamericano. Debe trabajar sin cansarse para construir puentes, abatir muros, integrar la diversidad, promover la cultura del encuentro y del diálogo, educar al perdón y a la reconciliación, al sentido de justicia, al
rechazo de la violencia y al coraje de la paz. Ninguna construcción duradera en América Latina puede prescindir de este fundamento invisible pero esencial. La Iglesia conoce como pocos aquella unidad sapiencial que precede cualquier realidad en América Latina. Convive cotidianamente con aquella reserva moral sobre la que se apoya el edificio existencial del continente. Estoy seguro de que mientras estoy hablando de esto ustedes podrían darle nombre a esta realidad. Con ella debemos dialogar continuamente. No podemos perder el contacto con este sustrato moral, con este humu vital que reside en el corazón de nuestra gente, en el que se percibe la mezcla casi indistinta, pero al mismo tiempo elocuente, de su rostro mestizo: no únicamente indígena, ni hispánico, ni lusitano, ni afroamericano, sino mestizo, ¡latinoamericano! Guadalupe y Aparecida son manifestaciones programáticas de esta creatividad divina. Bien sabemos que esto está en la base sobre la que se apoya la religiosidad popular de nuestro pueblo; es parte de su singularidad antropológica; es un don con el que Dios se ha querido dar a conocer a nuestra gente. Las páginas más luminosas de la historia de nuestra Iglesia han sido escritas precisamente cuando se ha sabido nutrir de esta riqueza, hablar a este corazón recóndito que palpita custodiando, como un pequeño fueguito encendido bajo las aparentes cenizas, el sentido de Dios y de su trascendencia, la sacralidad de la vida, el respeto por la creación, los lazos de solidaridad, la alegría de vivir, la capacidad de ser feliz sin condiciones. Para hablar a esta alma que es profunda, para hablar a la Latinoamérica profunda, a la Iglesia no le queda otro camino que aprender continuamente de Jesús. Dice el Evangelio que hablaba sólo en parábolas (cf. Mc 4,34). Imágenes que involucran y hacen partícipes, que transforman a los oyentes de su Palabra en personajes de sus divinos relatos. El santo Pueblo fiel de Dios en América Latina no comprende otro lenguaje sobre Él. Estamos invitados a salir en misión no con conceptos fríos que se contentan con lo posible, sino con imágenes que continuamente multiplican y despliegan sus fuerzas en el corazón del hombre, transformándolo en grano sembrado en tierra buena, en levadura que incrementa su capacidad de hacer pan de la masa, en semilla que esconde la potencia del árbol fecundo. Una Iglesia capaz de ser sacramento de esperanza Muchos se lamentan de cierto déficit de esperanza en la América Latina actual. A nosotros no nos está consentida la «quejumbrosidad», porque la esperanza que tenemos viene de lo alto. Además, bien sabemos que el corazón latinoamericano ha sido amaestrado por la esperanza. Como decía un cantautor brasileño «a esperança è equilibrista; dança na corda bamba de sombrinha» (João Bosco, O Bêbado e a Equilibrista). Cuidado. Y cuando se piensa que se ha acabado, hela aquí nuevamente donde nosotros menos la esperabamos. Nuestro pueblo ha aprendido que ninguna desilusión es suficiente para doblegarlo. Sigue al Cristo flagelado y manso, sabe desensillar hasta que aclare y permanece en la esperanza de su victoria, porque —en el fondo— tiene conciencia que no pertenece totalmente a este mundo. Es indudable que la Iglesia en estas tierras es particularmente un sacramento de esperanza, pero es necesario vigilar sobre la concretización de esta esperanza. Tanto más trascendente cuanto más debe transformar el rostro inmanente de aquellos que la poseen. Les ruego que vigilen sobre la concretización de la esperanza y consiéntanme recordarles algunos de sus rostros ya visibles en esta Iglesia latinoamericana.
La esperanza en América Latina tiene un rostro joven Se habla con frecuencia de los jóvenes —se declaman estadísticas sobre el continente del futuro—, algunos ofrecen noticias sobre su presunta decadencia y sobre cuánto estén adormilados, otros aprovechan de su potencial para consumir, no pocos les proponen el rol de peones del tráfico de la droga y de la violencia. No se dejen capturar por tales caricaturas sobre sus jóvenes. Mírenlos a los ojos, busquen en ellos el coraje de la esperanza. No es verdad que estén listos para repetir el pasado. Ábranles espacios concretos en las Iglesias particulares que les han sido confiadas, inviertan tiempo y recursos en su formación. Propongan programas educativos incisivos y objetivos pidiéndoles, como los padres le piden a los hijos, el resultado de sus potencialidades y educando su corazón en la alegría de la profundidad, no de la superficialidad. No se conformen con retóricas u opciones escritas en los planes pastorales jamás puestos en práctica. He escogido Panamá, el istmo de este continente, para la Jornada Mundial de la Juventud del 19 que será celebrada siguiendo el ejemplo de la Virgen que proclama: «He aquí la sierva» y «se cumpla en mí» (Lc 1,38). Estoy seguro de que en todos los jóvenes se esconde un istmo, en el corazón de todos nuestros chicos hay un pequeño y alargado pedazo de terreno que se puede recorrer para conducirlos hacia un futuro que sólo Dios conoce y a Él le pertenece. Toca a nosotros presentarles grandes propuestas para despertar en ellos el coraje de arriesgarse junto a Dios y de hacerlos, como la Virgen, disponibles. La esperanza en América Latina tiene un rostro femenino No es necesario que me alargue para hablar del rol de la mujer en nuestro continente y en nuestra Iglesia. De sus labios hemos aprendido la fe; casi con la leche de sus senos hemos adquirido los rasgos de nuestra alma mestiza y la inmunidad frente a cualquier desesperación. Pienso en las madres indígenas o morenas, pienso en las mujeres de la ciudad con su triple turno de trabajo, pienso en las abuelas catequistas, pienso en las consagradas y en las tan discretas artesanas del bien. Sin las mujeres la Iglesia del continente perdería la fuerza de renacer continuamente. Son las mujeres quienes, con meticulosa paciencia, encienden y reencienden la llama de la fe. Es un serio deber comprender, respetar, valorizar, promover la fuerza eclesial y social de cuanto realizan. Acompañaron a Jesús misionero; no se retiraron del pie de la cruz; en soledad esperaron que la noche de la muerte devolviese al Señor de la vida; inundaron el mundo con el anuncio de su presencia resucitada. Si queremos una nueva y vivaz etapa de la fe en este continente, no la vamos a obtener sin las mujeres. Por favor, no pueden ser reducidas a siervas de nuestro recalcitrante clericalismo; ellas son, en cambio, protagonistas en la Iglesia latinoamericana; en su salir con Jesús; en su perseverar, incluso en el sufrimiento de su Pueblo; en su aferrarse a la esperanza que vence a la muerte; en su alegre modo de anunciar al mundo que Cristo está vivo, y ha resucitado. La esperanza en América Latina pasa a través del corazón, la mente y los brazos de los laicos Quisiera reiterar lo que recientemente he dicho a la Pontificia Comisión para América Latina. Es un imperativo superar el clericalismo que infantiliza a los Christifideles laici y empobrece la identidad de los ministros ordenados. Si bien se invirtió mucho esfuerzo y algunos pasos han sido dados, los grandes desafíos del continente permanecen sobre la mesa y continúan esperando la concretización
serena, responsable, competente, visionaria, articulada, consciente, de un laicado cristiano que, como creyente, esté dispuesto a contribuir en los procesos de un auténtico desarrollo humano, en la consolidación de la democracia política y social, en la superación estructural de la pobreza endémica, en la construcción de una prosperidad inclusiva fundada en reformas duraderas y capaces de preservar el bien social, en la superación de la desigualdad y en la custodia de la estabilidad, en la delineación de modelos de desarrollo económico sostenibles que respeten la naturaleza y el verdadero futuro del hombre, que no se resuelve con el consumismo desmesurado, así como también en el rechazo de la violencia y la defensa de la paz. Y algo más: en este sentido, la esperanza debe siempre mirar al mundo con los ojos de los pobres y desde la situación de los pobres. Ella es pobre como el grano de trigo que muere (cf. Jn 12,24), pero tiene la fuerza de diseminar los planes de Dios. La riqueza autosuficiente con frecuencia priva a la mente humana de la capacidad de ver, sea la realidad del desierto sea los oasis escondidos. Propone respuestas de manual y repite certezas de talkshows; balbucea la proyección de sí misma, vacía, sin acercarse mínimamente a la realidad. Estoy seguro que en este difícil y confuso pero provisorio momento que vivimos, las soluciones para los problemas complejos que nos desafían nacen de la sencillez cristiana que se esconde a los poderosos y se muestra a los humildes: la limpieza de la fe en el Resucitado, el calor de la comunión con Él, la fraternidad, la generosidad y la solidaridad concreta que también brota de la amistad con Él. Todo esto lo quisiera resumir en una frase que les dejo como síntesis, síntesis y recuerdo de este encuentro: Si queremos servirdes de el CELAM, a nuestra América Latina, lo tenemos que hacer con pasión. Hoy hace falta pasión. Poner el corazón en todo lo que hagamos, pasión de joven enamorado y de anciano sabio, pasión que transforma las ideas en utopías viables, pasión en el trabajo de nuestras manos, pasión que nos convierte en continuos peregrinos en nuestras Iglesias como —permítanme recordarlo— santo Toribio de Mogrovejo, que no se instaló en su sede: de 24 años de episcopado, 18 los pasó entre los pueblos de su diócesis. Hermanos, por favor, les pido pasión, pasión evangelizadora. A ustedes, hermanos obispos del CELAM, a las Iglesias locales que representan y al entero pueblo de América Latina y del Caribe, los confío a la protección de la Virgen, invocada con los nombres de Guadalupe y Aparecida, con la serena certeza de que Dios, que ha hablado a este continente con el rostro mestizo y moreno de su Madre, no dejará de hacer resplandecer su benigna luz en la vida de todos. Gracias.