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El ecologismo en la época de la pospolítica. Del ecologismo militante al emocional: límites estructurales del discurso ecologista

José Enrique Antolín Iria*

Resumen: Estamos asistiendo a un cambio progresivo de un ecologismo basado en una racionalidad política y científica (objetivos y medios) a un ecologismo emocional. Este último se basa en el consumo de experiencias a través de las cuales se construye la realidad. No hace falta haber vivido estas experiencias, simplemente se las puede haber consumido a través de Internet o de los medios de comunicación. La consecuencia es que la acción política entendida como experiencia colectiva es sustituida por la acción individual: el yo como eje de la acción. En este contexto, hablamos del surgimiento de la pospolítica: cuando lo político desaparece y solo queda la política como gestión en manos de los tecnócratas. Esta reprime o esconde el conflicto y la disputa política en nombre del bien común (la «crisis ambiental»), y cualquier horizonte de cambio social desaparece.

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Palabras clave: movimiento ecologista, emociones, pospolítica Abstract: We are witnessing a gradual change from environmentalism based on political and scientific rationale (objectives and means) to emotional environmentalism based on the consumption of experiences through which reality is constructed. These experiences need not be experienced personally but rather consumed via the Internet or the communication media. As a consequence, political action understood as a collective experience is substituted by individual action —«the self»— as a line of action. This gives rise to post-politics, in which political ideas disappear leaving behind politics as a form of management by technocrats. Conflict, or political dispute, is repressed or concealed in the name of the greater good (the «environmental crisis») via technocratic management of politics. Any possibility of social change disappears.

Keywords: environmental movement, emotions, post-politics

* Profesor titular, Departamento de Sociología 2, Universidad del País Vasco (UPV/EHU). Miembro de Ekologistak Martxan. E-mail: joseenrique.antolin@ehu.eus

Introducción

Todos los años, al inicio del curso, les pregunto a mis alumnos de Ciencias Ambientales si conocen algún grupo ecologista o ambiental y si han ido a alguna manifestación a favor del medio ambiente. Les he hecho esta pregunta a lo largo de los últimos siete años y, para mi sorpresa, los únicos grupos ecologistas que conocen son Greenpeace y, en menor medida, Ecologistas en Acción. Excepto siete personas que participaron activamente en la movilización contra el fracking, las demás no se han movilizado ni han militado en ningún grupo. Automáticamente, esto me lleva a preguntarles cómo han adquirido la conciencia ambiental. La respuesta suele ser unánime: a través de los medios de comunicación, especialmente de los documentales de National Geographic y los reportajes de La 2…, y a través de Internet, viendo documentales en YouTube. La mayoría nunca ha tenido una experiencia de acción colectiva; su proceso de concienciación ha sido producto de un proceso individual. Son conscientes de la crisis climática, pero consideran que la solución principalmente vendrá dada por un cambio individual: reciclar, consumir menos plásticos, cambiar de hábitos alimenticios… Conciben lo político como uno de los ámbitos para cambiar la realidad, como algo abstracto e impreciso.

La cientificación de lo político o la ambivalencia del concepto de emergencia climática

Al abordar los problemas ambientales, vemos que su definición se encuentra sujeta a un doble proceso. El primero es definir el problema en términos científicos: se evalúan los impactos que se van a generar y las posibles propuestas para solucionarlos. La comunidad científica juega un papel decisivo en su definición y solución. Si hoy en día admitimos la existencia de una emergencia climática como algo irrefutable, es porque hay un consenso en la comunidad científica acerca de la gravedad del problema. Una buena muestra de ello es el Acuerdo de París (2016), dentro de la Convención Marco Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que establece una serie de medidas para mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI).

La segunda cuestión es determinar cómo construir el problema en términos sociales, cómo construir la emergencia climática como problema político. Actualmente existe un escenario en que la relación entre la política y la problemática medioambiental es cada vez más interdependiente, lo que ha dado lugar a la cientificación de la política. Con la crisis ambiental, la relación entre la sociedad y el medio ambiente cambia de modo sustancial y el conocimiento científico adquiere una relevancia fundamental. Las soluciones de los problemas ambientales serán más acertadas si se basan en decisiones científicas «objetivas» y los comités de expertos se constituyen como evaluadores de la gravedad del problema con base en una supuesta objetividad. En este contexto, adquiere relevancia definir el problema normalmente en términos biológicos y físicos. Los conflictos sociales, en cambio, juegan un papel menor, pues se asume que problemas como la desigualdad, la pobreza, etc., son estructurales al modelo capitalista, algo difícil de solucionar. Los riesgos ambientales que amenazan a la sociedad moderna son globales y no entienden de Estados (a pesar de que a algunos los favorezcan más que a otros) ni de clases sociales (aunque, como es obvio, la lógica de la desigualdad determina que las clases sociales bajas sufran sus efectos más que las clases altas). Pero los problemas ambientales, más tarde o más pronto, terminan afectando a quien los produce.

En esta nueva situación, los gestores políticos cada vez recurren más a la ciencia para fundamentar políticas medioambientales y aparecen como los gestores de estas. Ello lleva a un progresivo uso inflacionario del conocimiento científico por parte de los políticos: se produce una cientificación de la política y, a la vez, una politización de la ciencia. Los informes sobre el crecimiento del nivel del mar, los impactos de las sequías, etc., adquieren mayor relevancia

y en muchos casos sustituyen al propio debate político.

En este contexto, ¿dónde queda lo político? ¿Cómo se relacionan las problemáticas ambientales y lo político? Pienso que es aquí donde aparecen las diferencias más relevantes entre la tradición de la izquierda clásica, vinculada a los movimientos sociales, y el nuevo escenario actual. Dos temas condicionan dicha relación: la pospolítica como eje que articula lo político y la construcción de la emotividad como sustituto parcial de lo político. Este fenómeno es consecuencia de las nuevas formas de individualismo y de entender la política.

Mouffe (1999) distingue entre la política y lo político. Por política entiende la política institucional, formada por los partidos, los políticos profesionales y las instituciones sobre las que se asientan. Lo político, en cambio, hace referencia al contenido conflictivo y antagonista que se da en cualquier sociedad porque es algo innato a ella. A partir de los años noventa, desapareció lo político y solo quedó la política como gestión del aparato del Estado. Entonces se empezó a hablar de la pospolítica. La gestión tecnocrática de la política reprimió u ocultó el conflicto y la disputa política en nombre del bien común (la «crisis ambiental») y desapareció cualquier horizonte de cambio social. El Gobierno comenzó a verse como el gerente de la nueva situación; la solución de la problemática ambiental empezó a pasar por una buena gestión de esta por parte de las instituciones públicas y las empresas privadas, forzadas a asumir formalmente una mayor conciencia ambiental. Una mezcla de soluciones administrativas y tecnologías.

Un ejemplo de esta nueva situación es el debate sobre el cambio climático y la necesidad de abordar la emergencia climática. La propia definición de emergencia1 supedita los debates a soluciones

1. La Real Academia de la Lengua la define como una «situación de grave riesgo, catástrofe o calamidad pública que requiere la intervención coordinada de los poderes públicos y de los ciudadanos para la protección o socorro de personas o bienes». concretas que posibiliten darle respuestas (reales o ficticias). En este contexto, la tecnología tiene una respuesta más estructurada que lo político. Se redefine lo político, antes entendido como un espacio en que los actores hacen sus propuestas y se articulan las políticas ambientales. Se prima el debate científico-técnico sobre el modelo de desarrollo; se excluye de las discusiones a aquellos actores que no asumen un supuesto consenso para abordar el tema: los anticapitalistas, los antisistema, antidesarrollistas o anticonsumistas son marginados del debate porque, aunque alguien pueda pensar que tienen razón, no dejan de ser utópicos y poco realistas en este nuevo escenario, y hay urgencia para solucionarlo. Sus propuestas exigen deliberaciones, cambios sociales progresivos… unos plazos de tiempo demasiado largos en un momento de tanta emergencia. La paradoja es que la tecnología crea el problema, diagnostica el problema y se constituye como la solución al problema, y en cada una de esas fases busca una tasa de beneficio.

Así, el lenguaje se vuelve abstracto: términos como capitalismo (no hay pocos tipos de capitalismo), sostenibilidad (palabra bastante vacía de contenido), políticos (como si todos fueran iguales), países pobres (como si fueran lo mismo las comunidades campesinas de Bolivia que las de la India)... O se emplean conceptos difíciles de evaluar: compromiso individual, consumo responsable… ¿Alguien sabe qué significa?, ¿pasar de dos coches a uno?, ¿hacer un viaje en avión en vez de dos? Se nos dice: «Repasa tu conciencia; siempre tendrás algo de qué arrepentirte; seguro que algo estás haciendo mal por el planeta; descúbrelo en el fondo de tu ser».

Se habla poco de la desigualdad que genera el modelo de desarrollo, de la distribución de costes y beneficios de los impactos ambientales, de la biopiratería o de la deuda ecológica. Los problemas ambientales siguen el mismo proceso que la desigualdad social; no se distribuyen de forma homogénea entre los diversos colectivos; aquellos que tienen las rentas más bajas y determinadas minorías raciales o indígenas son los más

afectados. No tenemos una teoría social sobre la crisis climática. Conocemos los efectos sociales que genera el cambio climático, especialmente entre las comunidades campesinas (desforestación, inundaciones cíclicas, sequías…), pero no contamos con una teoría social en la que encuadrarlos. Quizás sea la obra de Ulrich Beck (2006) la que más se aproxima a ello.

Esta situación nos lleva a una paradoja: se reclama un cambio urgente, abordar las políticas climáticas con respuestas inmediatas, y esto supone una contradicción en el mensaje. El proceso para superar la crisis climática pasa por crear conciencia política, por reflexionar sobre el modelo de consumo, elaborar políticas antidesarrollistas… y todo ello es demasiado lento. Las modificaciones legales nos marcan las nuevas restricciones y la tecnología es la única que tiene, en este nuevo escenario de urgencia, capacidad real (o ficticia) para resolver las disonancias del modelo. Eso sí, después de fuertes inversiones públicas y privadas.

El proceso de individualización y la forma de consumir información ambiental

Los procesos tradicionales de acción colectiva se basan en un sistema de comunicación interpersonal en que interactúan los sujetos. Las interacciones personales conllevan la necesidad de debatir, fundamentar las decisiones y analizar las consecuencias bajo la mirada de los otros en un debate público, en una asamblea… Sin embargo, gracias a las redes sociales, las nuevas formas de vinculación colectiva no se asientan sobre la proximidad física y el contacto directo. A través de Internet se construye una nueva sociabilidad basada en la tecnología que no requiere una comunicación presencial. Aparecen la comunidad virtual o las multitudes inteligentes (Rheingold, 2004), agrupaciones capaces de actuar conjuntamente de manera eficaz sin conocerse, que generan entornos intensivos de comunicación donde participar, compartir, consumir, debatir, etc. La cuestión que se plantea es: ¿cómo se consume la información ambiental que se produce en el contexto de las redes sociales? Lo primero que define ese consumo es la inmediatez de los mensajes. Estos son breves, inmediatos e impactantes; apelan fundamentalmente a la emotividad: una pobre tortuga con un anillo de plástico en la cabeza, mares de plástico en mitad del océano, etc. El problema es que muchas veces el mensaje se agota en sí mismo. En su obra clásica Sobre la fotografía, Susan Sontag (2014) denunció el valor ambivalente de las imágenes en la realidad. Por una parte, dotamos a la realidad de imágenes y, por otra, se pierde esa realidad, porque esa imagen que definimos como real tiene más que ver con la forma en que seleccionamos, acotamos y construimos subjetivamente esa imagen que con lo que es. Una imagen no es la realidad, sino una selección de esta con criterios previamente definidos. La indignación moral y la compasión que vemos o consumimos al compadeceros de esos pobres animalitos no desemboca necesariamente en la acción. En los bellos paisajes que presenta National Geographic o en las imágenes del Parque Nacional del Serengueti que muestra La 2 no hay conflictos, no hay grandes manifestaciones, no hay muertos derivados del cambio climático; solo imágenes espectaculares que nos ahorran conflictos personales.

En segundo lugar, estas nuevas formas de comunicar no están sujetas a espacios territoriales; son espacios desterritorializados (Vallespín, 2015). Esto es interesante porque, si se construye la propia conciencia ambiental a través de las redes sociales, es posible que los conceptos local y global se diluyan parcialmente, porque no hay una continuidad espaciotemporal. Si se adquiere la conciencia ambiental a través de la pantalla de un móvil o de un ordenador, el concepto de distancia no existe, porque el consumo es instantáneo. Esta situación puede crear disonancias cognoscitivas: se es más consciente del problema de las ballenas que de la autovía que están haciendo delante de casa; se habla del reciclaje o del consumo de plásticos, pero no de la incineradora ni de sus impactos y emisiones

de dioxinas; de los GEI, pero no del tren de alta velocidad (el mayor consumidor de energía después del avión); del coche en la ciudad más que de las infraestructuras y autopistas que se están construyendo para acceder a ella; se habla de la electrificación de automóviles, pero se olvida la mayor demanda de energía que conlleva. No hay continuidad espacial-temporal; se consumen versiones fragmentadas de la realidad.

Por último, una de las características de la producción de la información en red es que se consume de forma horizontal y está sujeta a un pluralismo inmanente. En la medida en que en algunos casos no es posible determinar científicamente las amenazas ambientales de forma concluyente, nos encontramos con un espacio en el que los intercambios de información y de datos pueden ser contradictorios. Un ejemplo son los debates en el sector agroalimentario (sobre el consumo de carne, el vegetarianismo...) o la biotecnología (transgénicos).

No seleccionamos los problemas ambientales con parámetros científicos u objetivos, sino de forma subjetiva e irracional. Nuestras preocupaciones por las cuestiones ambientales surgen de la experiencia básica de inseguridad que experimentamos a través de lo que consumimos en la red. Por supuesto, no se trata de negar que en la red podamos encontrar informes y estudios de muy alta calidad y que sea la base de muchos movimientos de protesta. No son planteamientos incompatibles.

Las emociones como sustituto parcial de lo político

Una de las claves del actual proceso de estructuración social es la relevancia de la elaboración y gestión de las emociones. Dicho proceso nos organiza no solo las prácticas sociales (salud, educación...), sino también las decisiones políticas. Se promueven, o se consumen, diversas formas de sentir. Hay emociones que nos incitan a actuar; otras nos llevan a escondernos o a huir de la realidad. Todas ellas pueden ser útiles y contribuir al bienestar de la persona que las experimenta, pero para ello hay que conocerlas y aprender a gobernarlas. Es posible hacerlo porque las emociones, al igual que otras tantas expresiones humanas, se construyen socialmente. En su estudio de las emociones, Victoria Camps (2011) plantea que los afectos no son opuestos a la racionalidad. Por el contrario, ellos explican la motivación para actuar racionalmente. En la época de las redes sociales, las emociones juegan un papel importante; son en gran parte el resultado de las interacciones que mantenemos a través del móvil o del ordenador con otras personas o de la forma como consumimos imágenes, noticias, mensajes de WhatsApp...

Tradicionalmente, el tema de las emociones no ha sido relevante para la izquierda política. El marxismo clásico no consideraba las emociones como una categoría de análisis. La razón es que el marxismo se presentaba como una ciencia que analizaba la evolución del capitalismo, cuyo proceso de autodestrucción era irreversible, y las emociones, como la moral, quedaban al margen, sujetas al compromiso político de cambiar la realidad (Cohen, 2001: 137).

La pregunta que surge es: ¿qué son las emociones? Genéricamente, hay dos maneras de definirlas. La primera las explica como experiencias personales (Ministerio de Sanidad, Igualdad y Servicios Sociales, 2013). Es lo que ocurre, por ejemplo, ante una situación de peligro en la que puede estar en juego la propia vida. El miedo puede enceguecernos a nivel cognitivo (es decir, en lo que concierte a nuestra capacidad de comprensión, juicio, memorización y razonamiento); entonces somos incapaces de controlar nuestra conducta y reaccionamos de manera similar a otras especies menos evolucionadas, como los reptiles. Es decir, tratamos de decidir si tenemos más posibilidades de sobrevivir luchando, huyendo o quedándonos paralizados. A nivel subjetivo, experimentamos una serie de sensaciones físicas intensas, desagradables y descontroladas que, junto con los cambios cognitivos y algunos pensamientos sobre el peligro y sus consecuencias, nos hacen vivir una experiencia de miedo o de inseguridad.

Pero las emociones también pueden definirse no como derivadas de los comportamientos personales, sino como vinculadas a la acción colectiva. Las emociones juegan un papel importante en la opinión pública y en la acción política (Jasper, 2011): la indignación, la humillación, la injusticia… condicionan los movimientos de protesta y les dan vida al impulsar el reclutamiento de sus miembros, el mantenimiento de la organización o la lucha por el logro de los objetivos. Emirbayer y Goldberg (2005) plantean que la acción colectiva tiene que estar vinculada a las emociones, pero bajo tres premisas: la razón y las emociones son convergentes, las emociones son algo más que estados individuales y las emociones colectivas pueden ser analizadas. En este contexto, las emociones se relacionan con la transformación de la realidad en el marco de un programa político.

Pero ¿cómo se articulan las emociones en el contexto de la pospolítica? Se presentan como sustituto de lo político y no se construyen a partir de la lógica de la acción colectiva, sino del consumo individual de imágenes e información en las redes sociales. Se apela al Estado o a las empresas como causantes del problema ambiental para que lo solucionen, porque afecta a todo el planeta, como en el caso del cambio climático. Es un modelo que se construye sobre las emociones personales, no colectivas. La crisis ambiental se vive como una experiencia personal. No actúo porque se quiera cambiar radicalmente el mundo, sino porque el mundo desaparece, y yo y los míos nos vemos afectados; luego hay que actuar. Es un contexto despolitizado. No se promueve ninguna revolución radical; solo se pide que se gestione bien lo existente. Las emociones personales como experiencia son la forma de adquirir conciencia ambiental.

Con la pujanza actual de la neurobiología y la psicología, hay cierta tendencia a psicologizar el análisis social. Eva Illouz (2007: 86) afirma que el capitalismo ha ido desarrollando un modelo psicológico de «comunicación» en el que las emociones pasan de la esfera privada al centro de la sociabilidad bajo forma de modelo cultural. En ese contexto, el yo como narrativa de la autorrealización personal adquiere un papel central y desplaza al nosotros como eje de la construcción de los vínculos sociales.

¿Un nuevo ecologismo?

Dentro del ecologismo, encontramos distintas corrientes: el ecologismo verde (capitalismo verde), el movimiento projusticia ambiental, la ecología profunda, el ecofeminismo, etc. (Martínez Alier, 2005). Por tanto, dada la diversidad de planteamientos, es imposible hablar de un movimiento ecologista con un discurso homogéneo. Pienso que las formas nuevas de consumir información ambiental y de movilización, como el Fridays for Future, dan lugar a nuevos modos de actuar, no vistos hasta ahora, como las huelgas de adolescentes por razones climáticas o las protestas en la calle.2 La edad juega un papel importante, ya que se trata de jóvenes entre los dieciséis y los veinticinco años, que se han socializado de forma diferente a las generaciones anteriores. En las escuelas o los institutos, han tenido información sobre las cuestiones ambientales a través de Agendas Locales 21, programas de educación ambiental, etc. Nunca antes las nuevas generaciones habían dispuesto de tanta información, pero pocas veces se les dice que deben actuar colectivamente. Es raro que se les hable del antiproductivismo, del antidesarrollismo, del decrecimiento, etc. Se les enseña que deben salvar el medio ambiente fundamentalmente a través de un cambio personal.

Vamos hacia una fase de transición en la que las formas tradicionales de organización y las nuevas van a convivir durante un tiempo. Hay elementos que sí son novedosos: movimientos que se desarrollan de forma apolítica; no están dirigidos por ningún grupo social ni formación política; se organizan al margen de los sindicatos o de los

2. Solo a lo largo del año 2019, han organizado dos huelgas globales por el clima (15 de marzo y 24 de mayo) y la Semana Global por el Clima (20-27 de septiembre), que han conseguido unas movilizaciones muy importantes.

partidos. Están vinculados al movimiento ecologista clásico, pero reclaman su autonomía. No son el resultado de la pobreza, sino a menudo (aunque no siempre) de la creciente riqueza que se experimenta en los países avanzados. Los problemas que plantean son globales; apenas contemplan las problemáticas locales, las concretas. Construyen sus experiencias principalmente a través de las redes sociales de manera individual, pues el individualismo constituye uno de sus ejes de comportamiento. Tienen una relación ambigua con el consumo: son vegetarianos, animalistas, asumen los nuevos valores del feminismo, pero, por otra parte, no reclaman un cambio radical de la economía, de la política o de la sociedad. Piden ajustes para que el Gobierno y las empresas cambien la forma de producir (no son antiproductivistas) dada la crisis ambiental y climática existente. Sin embargo, no cuestionan el desarrollo o el crecimiento a no ser de forma genérica, y para ello recurren a un lenguaje abstracto: capitalismo, consumo responsable, etc. Nos falta perspectiva para saber cómo va a evolucionar este movimiento.

Las emociones juegan un papel importante al estar vinculadas a la inseguridad personal derivada de la crisis climática. Las emociones personales se constituyen como una nueva centralidad, y trascienden la esfera personal para colocarse en el eje de la nueva sociabilidad de las políticas

Imagen 1: Greta Thunberg, activista del movimiento Fridays for Future, durante una rueda de prensa a raíz de la COP25. Autora: Bego Solís.

ambientales.

Referencias

Beck, U., 2006. La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad. Barcelona, Paidós. Camps, V., 2011. El gobierno de las emociones.

Barcelona, Herder. Cohen, G. A., 2001. Si eres igualitario, ¿cómo eres tan rico? Barcelona, Paidós. Emirbayer, M., y C. A. Goldberg, 2005. «Pragmatism, Bourdieu, and Collective Emotions in Contentious Politics». Theory and Society, 34, pp. 469-518. Illouz, E., 2007. Las emociones en el capitalismo.

Madrid, Katz. Jasper, J. M., 2003. «Las emociones y los movimientos sociales: veinte años de teoría y de investigación». Revista Latinoamericana de

Estudios sobre Cuerpo, Emociones y Sociedad, 4 (10), pp. 48-68. Leopold, A., 2000. La ética de la tierra. Madrid,

Catarata. Martínez Alier, J., 2005. El ecologismo de los pobres. Conflictos ambientales y lenguajes de valoración. Barcelona, Icaria. Ministerio de Sanidad, Igualdad y Servicios Sociales, 2013. «Estrategia de promoción de la salud y prevención en el sistema nacional de salud». Disponible en: https://www. mscbs.gob.es/profesionales/saludPublica/ prevPromocion/Estrategia/estrategiaPromocionyPrevencion.htm, consultado el 19 de noviembre de 2019.

Mouffe, C., 1999. El retorno de lo político. Barcelona, Paidós. Rheingold, H., ,2004. Multitudes inteligentes: la próxima revolución industrial. Barcelona,

Gedisa. Sontag, S., 2014. Sobre la fotografía. Madrid,

DeBolsillo. Vallespín, F., 2015. «Políticas y nuevas redes».

Telos, 100, Telefónica Fundación.

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