El País de los Pequeños Placeres
Marifé Santiago Bolaños
El País de los Pequeños Placeres
A Ana. A su abuela Fernanda, mi madre
Un preámbulo, ahora:
Inventario de objetos. Apuntes de la vida, anotaciones en la parte de atrás del alma. Aparecen manchando de tinta y recuerdos los espacios, te cortan la conversación o te la propician, tienen algo de engaño: caminas, te sientas a su lado, te detienes y eres otra vez antes, idéntica a ti pero sin existencia, sin cuerpo y sin dedos para rozar aquello. Eres escalera de piedra y árbol centenario y el vuelo caligráfico de una golondrina. Eres la parsimonia de la hoja sin prisa, y los nombres de las cosas huyendo hacia el rincón que les corresponde: tiempo y la nube, voz que se quedó grabada en el rojo de las frambuesas. Ladran los perros y he confundido el viento con el canto de un unicornio. Alguien ya no está pero la tierra sigue ligera y pegajosa como si hubiera sido pisada por sus zapatos un día de lluvia. Han llegado otros, ocupan el vacío de los recuerdos desplazados a un baúl lleno de mantas pesadísimas y de infancia. Los que quedan –los de antes- se han enredado en la memoria y no saben salir de ella aunque me canse de encender la luz. Las cosas, los espacios van apoderándose del territorio de las huellas, desapareciéndolas. Y en la plaza, el agua del reguero me ignora; también me ignora la certeza de un río que hoy me ha dado vértigo. El aire ha doblegado la edad de un nogal y las ramas son, ahora, largos brazos extendidos hacia ninguna parte. Cuando abro los ojos nada es ya como lo recordaba. Nada es ya. 7
Sin embargo, ahí está la misma superficie de la luz, el mismo territorio de la sombra, tratando de entender el misterio de las constelaciones. Se hace de noche muy deprisa. Y amanece muy pronto. Solo mi cuerpo toma notas de esto que pasa, y se resiente o se alegra, y se pliega a la evidencia de la despedida. Adiós quiere decir Ahora. Ahora quiere decir No sé. Y No sé quiere decir “cuando te vayas, cierra la puerta, por favor” (Primavera de 2014)
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Lejos ya entonces
COMPRENDO lo inútil de hacer un paisaje desde el faro de la melancolía. Pero no sé evitarlo. Cuando cierro la puerta todo lo que está dentro gime y acabo sucumbiendo a su llamada. Hay una niña que se deja fotografiar en el juego y tiene los ojos lejos ya entonces. Hay una adolescente inventando disidencias en la monotonía y tiene los ojos lejos ya entonces. Hay la joven, la adulta, la que frena el cómputo de los años hacia delante y se queda en el puente, mirándose en el abandono de arrojar al río, arrastrando los pies, fragmentos de piedras y arena. Qué clase de meditación ha dado lugar a este País de los Pequeños Placeres es algo que no sabría responder. Por lo demás, nada puede impedir un rincón de la vida donde el tiempo vaga y se detiene, exhausto, cada vez que se cruza con un pájaro. (…Quise contarle a Ana y Ana también creció…) En la continuidad, se me ha arrugado la mirada, pero el manantial de la paz y el sosiego sigue aunque haya sequía en el resto de los mundos. (…Quise contarle a Ana y Ana había subido al campanario para darle las buenas noches al Teleno…) Dejamos el alma a su cuidado cuando la obligación nos envía a recorrer caminos. Y es un invento, claro. ¿Algo no lo es? Invento palabras contra los fragmentos heridos del cansancio, contra los accidentes de la voluntad, y todos anticipan felicidades minúsculas, efímeras, que crecen silvestres por aquí. 9
No, ya no se llama “infancia”. Y tampoco responde a otros tránsitos de la edad. Los almacena la memoria con cautela, y la memoria es poeta muchas veces: sabe de metáforas y de viajes. Paz y sosiego, solo eso. Un invento, tal vez. Le digo “siéntate”. Pero tiene prisa, siempre tiene prisa. Hablamos en la puerta. Cuando cierro, oigo dentro rumores muy lejanos –como los ojos de la niña, de la adolescente- y, entonces, esté donde esté estoy aquí. Con el cuerpo en la misma dirección que el universo. Eso escribí una vez. También esto: “fotografiar el silencio”. (Primavera de 2014)
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Fragmento de la memoria
Frente a ti, escribiendo guiada por el ritmo de tu respiración que vela una promesa: esa que te hace grande, que te ayuda a crecer. En la habitación que fue mía y de tu madre, donde se cruzan y se ríen sueños de mujeres que lo eran incipientes, que ahora lo son. Como tú lo serás, niña dormida, como lo son tus ojos del color de la noche y tu boca habladora. Y ese corazón que se parece al alma de las flores cuyos aromas aprendes en el jardín de esta nuestra casa. La casa de la infancia infinita, en el País de los Pequeños Placeres. La casa cimentada sobre la levedad de una hormiga o del zumbido acuoso de una abeja. También de los pájaros cuando dejamos para ellos migas de pan y nos lo agradecen batiendo las alas igual que un abanico. La casa que se refleja en el cielo, al amanecer; que desaparece ante la mínima sospecha de viento. Ahora hace viento; hace viento a la hora de la siesta. Por eso es tan necesario que sigas dormida, ajena a todo lo que no sea ser feliz; y que visites los sueños que otras tuvimos antes, acaso resucitándolos para su sorpresa –ellos, que se creían derrotados estoy segura-, cuando tú los recorras con esos pasitos ancestrales y únicos de ser vivo que danza, en el País de los Pequeños Placeres, la ceremonia del origen. 11
¿Te lo había dicho?, ¿te he contado ya que aquí está el cofre donde se guarda el misterio de la vida? ¿Te he explicado que el sagrado Monte de nuestros antepasados es el centro del mundo? ¿Y que ese centro se parece a ti? Hablo de la melancolía, pero también de las lavandas amurallando el tiempo de azul. Y del bolígrafo que se consume sin haber rozado siquiera lo que todo esto fue. Sin haberlo rozado, por mucho que me esfuerce en tratar de contártelo.
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Fragmento de la luz
Alguien cargado de nostalgia desempolvó el trillo de sus abuelos y de sus padres, la guadaña de los antepasados, la criba, la forcada, el rastro; todo eso y otros utensilios que no puedo grabarte en tu memoria de las palabras porque no sé su nombre. Segaron a la antigua usanza y la era se convirtió en sol alrededor del cual giraba el trillo como un planeta de órbita fija. Subí contigo a ese lugar que, exactamente igual que las ofrendas, se distribuye a la sombra del campanario de la iglesia. Subí para mostrarle a tus ojos, y no sólo a tu imaginación, un poco de cómo éramos nosotros –tu madre y yo, por ejemplo- cuando teníamos, como tú, tres años. Entonces no era la nostalgia, sino la necesidad extrema e impositiva la que daba el mandato vital de comenzar la siega en julio, con la impiedad del sol sobre la piel renegrida. Segar, primero, con la guadaña o con la hoz; hacer, entonces, ramos de espigas y cargarlos en el carro que los niños usábamos, cuando hacían el trayecto vacíos, como una diversión cotizada en este País de los Pequeños Placeres. Las calles del pueblo estaban llenas de esos viajeros que traían el pan en el carro hasta la era, y que regresaban de nuevo para recoger lo que aún quedaba sobre el suelo rasgado por la cuchilla de esa herramienta que la historia ha identificado con la muerte. En la era, las espigan iban esculpiendo espacios que revisaban el vacío del mundo y, lejos de invadirlo, lo situaban en ese deseo 13
de inmortalidad que caracteriza los sueños de los hombres. Así, de un día para otro, las idas y venidas de los carros, el cansancio de las vacas, las ruedas sonoras, el sopor lacerante sobre la existencia, daba paso al tiempo que sigue en los relojes del alma y de las canas. Y los dedos, la fuerza de la Tierra y el saber que no se enseña, creaban un poblado, o una cordillera, cómo explicártelo, en ese esperar que, te digo, constituye el pálpito de la Naturaleza engendrada. Los niños llegábamos cuando ya estaban extendidas las gavillas, y el vacío señalaba la hermosura de las espigas adormecidas sobre nuestros campos de juegos. Seguía siendo, para nosotros, un jugar… Como cuando notábamos que la longitud dorada se esparcía en una suerte de cálida nevada, de lluvia ígnea que quemaba los brazos y la sonrisa. Y pedíamos nosotros participar de la multiplicación y la metamorfosis, dando vueltas y más vueltas en la monotonía rítmica del trillo solar. Apenas éramos conscientes de que, al acabar la tarde, los montoncitos de granos y paja todavía abrazados descendían. O si nos dábamos cuenta, era porque su descenso era nuestra subida; porque la altura de nuestro corazón era tan grande como ese germen que daría alimento al animal y al hombre. Los niños de ciudad observábamos con envidia el rostro de los que pasaban el invierno en el pueblo; habríamos dado muchos de los tesoros más queridos por que aquella felicidad sin rumbo –felicidad de mar- continuara a lo largo del año, cuando ya lejos de este país de la memoria teníamos que hacer el esfuerzo del recuerdo para no dejar, en la distancia, ni uno sólo de aquellos detalles fundamentales. 14
¿Sabes? Verte subida en ese trillo, verte solemnemente envuelta, después, en un manto de grano, adheridos los restos de la paja a tu cuerpo salado por el sudor solar y por el del corazón, ha ratificado mis recuerdos; pues, a pesar de tantos años transcurridos, no era la memoria engañosa la que me hacía creer que en muchos veranos ya lejanos el sentido de la vida, el rumbo de mis pasos futuros, iban a verse dibujados en un suelo que, como las cartas de navegación, poseen todas las posibilidades. Incluso las que el miedo, a veces, nos hace descuidar.Pensaba viéndote allí, sobre ese trillo que, como una biblioteca fantástica, tantas historias guarda, en lo que nuestra inocencia de niños regalaba a aquellos hombres y mujeres del pueblo que aceptaban nuestros ojos de fiesta acaso para salvarse de la esclavitud de las estaciones que exigía, como tributo, su alma de primavera, de verano, de otoño y de invierno. Con ellos, agradecíamos el sol que ayudaba al descenso del milagro de la espiga domesticada; con ellos, convivíamos en las ensoñaciones de la escuela, en las redacciones de tema libre, en muchos de las conversaciones comunes con el espíritu de los mayores. Cuando la rutina disciplinada del colegio en Madrid y las tardes oscuras sustituían este paisaje de luz, era suficiente convocar, mediante cualquiera de los nombres de quienes habitaban este pueblo de rumores, a los hados que enseñan el mejor escondite a los niños: ellos, los seres del umbral, aparecían súbitos, como el genio de la lámpara, y repasaban con nosotros las lecciones del día siguiente y las que quedarían, sabias y secretas, en nuestro corazón. 15
Hoy ese peculiar viaje circular habrá, te lo auguro, sembrado anhelo celeste en tu alma. Al acabar la mañana -¿lo recuerdas?-, te subí al campanario para que fuera tu mano diminuta quien esparciera la buena nueva.
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Conjuro
Cada mañana revisamos las mariposas, las abejas, los pájaros que pueblan el jardín. Hoy me has explicado cómo se hacen las mariposas: son una flor; pero para llegar a parecer flor voladora, es necesario que el jardín se llene de la letra “i” con un puntito; también un poco de alas y un poco de sal. Hay que regar esa masa envuelta en las lavandas o en la hiedra. Y cuando se agote el agua fresca de la regadera, se abrirá la flor y el jardín se llenará de mariposas. Nosotras seguiremos su vuelo orgullosas de haber contribuido a la expansión de la Belleza.
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Fragmento del barro
Te llevé a la casa de nuestros amigos los ceramistas; ellos te mostraron el taller, el horno, las piezas en reposo, las acabadas… Te sentaron en la mesa de trabajo ofreciéndote un pedazo de barro. Lo tocaste tú como se acercan los dedos a un hermoso animal cuya vida asusta y atrae al mismo tiempo. Observabas en silencio las piezas recién acabadas, y te sorprendías sin decirlo del color con que las pintaba el aire y el fuego. Nos escuchabas lejos, me parece, porque lo que te hablaba a ti era la materia pidiendo tu imaginación y tus dedos para ser forma. Tocaste el barro y lo hiciste tuyo concentrada en el tacto; lo llevaste a tu memoria de las sensaciones y comenzaste a hacer de él lo que él te pedía. Hay una foto que refleja a esa niña que eres dialogando con los objetos que fueron creciéndole al barro (una cesta, una flor, una tortuga, una barra de pan, el contorno de una casa con todo el interior sin límites aún, un perrito pequeño, una luna, una estrella…): la mesa fue llenándose de mundo. Creo que pocas veces te he visto tan concentrada, aunque eres tú niña de herméticas reflexiones y de elocuentes silencios. ¿Hacia dónde miraba tu alma? ¿Acaso tus oídos saben escuchar el latido del cosmos? Me parecía que las cosas y tú habíais hallado el lenguaje por el que comprenderos. Y habría querido preguntártelo, pero era demasiado absoluto tu silencio. 19
Dejaste tu obra en manos de los amigos que te iniciaban en este sacarle vida a la vida, en este limpiarle lo inerte a la tierra… ¿lo haría así, como tú, el dios del que hablan los mitos?, ¿en manos de qué alfareros dejaría él su obra?, ¿cómo sería el horno que da firmeza?, ¿y las manos de quienes encendieron la responsabilidad de ese fuego? Se te sentía tan feliz cuando bajábamos la calle, con el agua del reguero cantándonos, con el sol celebrando tu experiencia; se te sentía tan feliz que, me parece, ni sombra quedaba en el suelo porque tu alegría se llevaba hasta las sombras: como si el sol que la ejercita fueras tú; como si fueras tú el ojo que mira y decide hacia dónde hemos los otros de mirar… Tendremos que pintar con colores acuáticos la cesta, la flor, la tortuga, la barra de pan, la casa y el interior de la casa, el perrito, la luna, la estrella… Tendremos que pintar este manojo de llaves que abre las puertas de lo imposible… Si estamos juntas, otra vez, en el País de los Pequeños Placeres.
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