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El paisaje, la mirada y una fotografĂa.
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Una sonrisa es una expresión facial formada al flexionar 17 músculos cerca de los extremos de la boca y alrededor de los ojos. En los humanos es una expresión común que refleja placer o entretenimiento. Una sonrisa es una reacción normal a ciertos estímulos y ocurre independientemente de cuál sea la cultura. No es una capacidad que se aprenda, se nace con ella. El sonreír no solo cambia la expresión de la cara, sino que, simultáneamente, el cerebro produce endorfinas que reducen el dolor físico y emocional y proveen una sensación de bienestar. Mediante estudios científicos se comprobó que los humanos comenzamos a sonreír desde el útero materno. 0.01 segundos, es el tiempo que tarda el cerebro en procesar un momento de felicidad que involuntariamente nos hará sonreír.
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…una fotografía. La toma entre sus dedos. Con trémulos movimientos, la voltea, la gira y contempla en su cuerpo su paisaje. Al momento llega un deslumbre en su pensamiento, se detiene el tiempo, hay un fugaz embeleso y sobreviene la noción. Los músculos de su rostro responden ante el estímulo del recuerdo, unos contrayéndose, otros expandiéndose, en natural y sublime sincronía, para formar curvilínea, una espléndida sonrisa, de esas que oportunamente llegan para disipar una densa neblina emocional. De sus ojos refulgentes y desconsolados aun brotan gotas de evanescente melancolía. Justo ahora escapa otra, que resbala lentamente por su mejilla, se desliza cálidamente por su piel fría, hasta acabar estancada en el surco que forman sus labios inertes, estatuarios, que aun sostienen fuertemente, su escultura corporal de felicidad efímera. Sonríe. Sonríe. Y un momento después su sonrisa desvanece. Se ha quedado dormida.
I Con postura frustrada una jovencita dirigía su atención hacia el ventanal de la entrada. Y no era que hubiera en este umbral algo que realmente le interesara, era que a través de su mirada escapaba, deseando con toda gana salir de ese lugar en donde estaba, y correr hacia afuera, correr o caminar hacia donde fuera. Sentada, no sobre los asientos de la sala de estancia, sino sobre una silla de ruedas, esperaba que el tiempo transcurriera, hasta escuchar la llamada que le indicara que podía entrar a su primera sesión fisioterapéutica. Algunos días atrás, un accidente había alterado el rumbo de su vida y la había destinado a esa silla y a ir una vez cada semana
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a ese hospital. Desde el día del incidente siempre estaba de mal temple. Ese día peculiarmente estaba de peor humor, ya no solo por estar de nuevo en un hospital de ambiente siempre deprimente, o por el dolor intermitente que sentía, también por la espera exasperante que desosiega a todo joven adolecente. Cabizbaja y displicente de lo que a su alrededor ocurriese, esperaba y esperaba, maldiciendo su condición, maldiciendo su suerte; minuto tras minuto; cuando de pronto creyó oír que alguien le hablaba. Volteó y vio a unos asientos de donde se encontraba a un chico con anteojos. No hizo gesto alguno, y retornó su mirada hacia donde antes se hallaba. No obstante, aquel muchacho extraño como de su misma edad, volvió a decir, Disculpa, ¿sabes la hora? Ella fingió no escuchar. Y el muchacho, al pensar que probablemente no lo había escuchado, le volvió a preguntar, Disculpa, ¿Sabes qué hora es? Al verse forzada a contestar, volteó y disintió con la cabeza; y tras esa acción pensó para sí, ¿Por qué no le pregunta a alguien más? Y enseguida, ¡La hora! ¿De qué sirve saber la hora en un lugar así? Creo que se descompuso otra vez mi reloj, el chico rumoreó. No sé cuánto tiempo tendré que esperar. ¿Por qué los hospitales no tienen relojes grandes sobre las paredes? Bah, seguramente porque personas como yo no dejaríamos de mirarlos y esto nos haría la espera peor de molesta, ¿no crees?, le comentó el joven parlante. Ella ni se movió, seguía ensimismada y apática.
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Segundos después ella escuchó su nombre, era la enfermera que le llamaba. Y entró a su primera sesión en el cuarto de fisioterapia.
II Una semana después, cuando asistía a su sesión siguiente, de nuevo, para su mala suerte, se encontró al chico de los anteojos. Él entró y cuando la vio, la saludó, fue y confianzudamente se sentó junto a ella. Ella lo reconoció, no obstante, igual que la semana pasada no se comportó muy amable con él. Y callada e indiferente se ensimismaba con la mirada hacia la ventana. La sala de espera como otras veces no tenía mucha gente, pero aun así habría segurísima tardanza, en un hospital siempre la hay. Esperar, esperar, esperar, siempre tenía uno que esperar, y justo cuando uno menos lo quiere, con fastidio ella pensaba. Y a veces como duele pensar, también soliloquiaba. ¿Quieres un dulce?, el chico le ofreció súbitamente. Ella giró y dijo, No, no gracias. Por primera vez ella le respondía con su voz y amablemente. ¿Segura? Mira tengo bastantes. Anda, toma uno o varios, los que quieras, seguramente algo de azúcar te alegrará el día, creo que a mí ya me lo alegró demasiado, ya me duele un poco la cabeza. Ella sonrió levemente, casi imperceptiblemente y finalmente se animó a tomarle uno. ¿Y a ti que te ha pasado?, inquirió el chico de los anteojos.
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Ella no contestó, no inmediatamente. Hubo un breve silencio entre ellos y tras esa pausa, de manera inopinada, se atrevió a contarle el suceso, quizá por el aburrimiento, aunque lo que le contaría era un suceso ciertamente incierto. Me caí… me caí improvisadamente.
de…
un
árbol…,
le
relataba
¿De un árbol?, coreó sorprendido el muchacho. ¿Y qué hacías en un árbol? Otra vez ella tardó en contestar, Trataba de… bajar un gato… mi gato. ¿A tu gato? Que gato tan pingo tienes, señaló él risueñamente. ¿Y cómo se llama tu gato?, preguntó. No tiene… no le he puesto nombre… aun, ella explicó. Entonces se escuchó su nombre, no el del gato, claro, el de ella que lo vociferaba la enfermera en la sala de espera. Y así, sin despedirse, se distanciaron.
III Advino la fecha para otro día de fisioterapia y como las otras dos veces, sin muchas ganas, ella asistió a su siguiente sesión. Coincidentemente, el encuentro con aquel chico extraño se repitió. Cuando ella entró a la sala de espera lo vio ahí sentado. No se sentía de humor, así que se colocó a varios asientos de él. Sin embargo, cuando él la notó, se levantó, fue y se sentó junto a ella. Hola, la saludó. Hola, también lo saludó. 6
¿Cómo has estado?, le preguntó jovialmente. Igual de inmóvil e inútil, sarcásticamente ella respondió. ¡Qué cruel y negativa eres! Puedes hacer tantas cosas. ¿Cómo que cosas? ¿Qué puedo hacer si no puedo ni pararme? Pues puedes, por ejemplo, dedicarle más tiempo a tus pensamientos, puedes leer, o desarrollar algún proyecto personal; puedes ver películas, jugar videojuegos. Probablemente, yo en tu lugar también me atrevería a salir por ahí. Su explicación causaba en ella sutil gracia. ¿Y a ti que te pasó?, ella se atrevió a preguntar. Nada. Hizo una pausa y después dijo, Tal vez por ello veo todo tan positivamente. ¿No vienes a alguna cuestión de fisioterapia? No, todos estos días salgo de la escuela y como me queda algo cerca, vengo al hospital y espero a mi madre, es enfermera, como a esta hora sale de su turno. Ah. Pero, ¿Cómo es que todavía vas a la escuela? ¿Que no están ya todos de vacaciones? Es que estoy en un curso de verano. Ah. ¿Y de que es tu curso? De fotografía.
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IV Los días pasaban y las semanas avanzaban y de esa manera tan inesperada y circunstancial sus vidas se entrelazaban en fortuita amistad, como compañeros en la sala de espera, mientras esperaban y esperaban, hasta que la enfermera, voceadora de ella y amiga cercana de la madre de él, de nuevo los distanciaba. Cada semana, que parecía, pero no era igual, ella se encontraba con aquel muchacho raro que de algún modo le robaba siempre una sonrisa. Conversaban largamente en aquellos pequeños ratos y de nuevo se despedían hasta la semana siguiente. Pero subyacentemente, con cada día que coincidían, interactuaban y más se conocían, un efecto inadvertido brotó de manera natural en ella y creció paulatinamente en su interior. Y con el tiempo esa reacción emocional comenzó a descubrirse e insistir en salir, aunque ella la ahogaba y resistía sordamente; el descubrimiento de ese sentimiento era un sueño que no deseaba soñar ni sentir. Sufría por ello inconscientemente, pues bajo la condición que sobrellevaba, se sentía insegura, menos bonita y eso menoscababa su autoestima. Y cuando surgía espontáneamente una idea positiva sobre esto, trataba inmediatamente de escapar de esos pensamientos. En los días que siguieron, él la encontraría repentinamente más callada e introvertida. Le comentaba algo y ella solamente asentía o disentía, su actitud era distinta, connotaba aspereza. ¿Te puedo tomar una fotografía? él le preguntó un día. ¿Una fotografía?, dijo sorprendida. ¿Para qué quieres la fotografía de una discapacitada? Me gustaría tener una foto tuya. Me gustan mucho tus ojos.
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Ella se ruborizó y agachó un momento la mirada. Después respondió, ¿Y que tienen mis ojos?, dime, si son como los de todos. Tus ojos son como el cielo, bellos y llenos de misterios. Ella quedo de nuevo involuntariamente ruborizada. Hubo un momento de silencio. ¿Alguna vez has visto el cielo de cabeza? ¿De cabeza? No, nunca. Sobre esto se trata uno de mis proyectos fotográficos. ¿Le tomas fotografías al cielo?, ella preguntó interesada. Sí. El cielo es una de las cosas que más me fascinan. El cielo esconde sobre sí mismo otro mundo, ¿sabes? El mejor momento para percibir ese paisaje oculto es al amanecer o al caer la tarde, cuando sobre el cielo hay grandes nubes. En una fotografía es más sencillo descubrirlo, pero francamente prefiero el otro método. ¿Cuál método? Si giras tu cabeza y observas hacia el horizonte - le decía mientras literalmente lo hacía-, veras como esos paisajes aparecen, se desplazan, se colorean, cambian de forma y gradualmente se desvanecen. Hablaba y hablaba. No le aburría, ella lo escuchaba arrobada por su peculiar ingenio y singular muestra de pasión, tan disímil a la perspectiva que comúnmente le rodeaba. La enfermera le llamó. Era la tercera llamada. No había escuchado la primera, ni la segunda, pues le tenían cautivada.
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Así pues, se despidieron con prisa, como todas esas veces que se encontraban. Apenas se retiraba ella de la sala, cuando él la detuvo, ¡Espera! Ten… es un obsequio. Es una fotografía, una de mis miradas favoritas. La tome justo cuando amanecía. Ella recibió la fotografía y a pesar de que ya se le hacía tarde, se dio un tiempo para apreciarla. Era un bello paisaje celeste, un amanecer con nubes arreboladas que se desplegaban desde un horizonte dorado y resplandeciente. Giró la fotografía para ver ese mundo que al parecer solo su amigo descubría; y aunque no era alguien con ese tipo de imaginación, lo intentó, y por un instante creyó verle, y sonrió.
V Pasaron lentamente los días de la semana, y al fin llegó otro día de fisioterapia rutinaria. Ahí, en la sala de espera con aire expectante y semblante radiante, ella dirigía su mirada hacia el ventanal de la entrada de aquel gran hospital de especialidades. Los minutos pasaban inadvertidos mientras ella esperaba y esperaba, mas ahora su paciencia no estaba orientada a la llamada de la enfermera – ojala hoy esa tardara, pensaba ella-, esperaba que su compañero de espera llegara. Cuan molesto es esperar, pensaba. ¡No! Peor sería no tener nada que esperar, después reflexionaba. El tiempo trascurrió lento, minuto tras minuto tras minuto. Doctores, enfermeras, pacientes, y quienes a estos últimos acompañaban, salían o entraban, pasaban o regresaban. Y su amigo no llegaba.
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La enfermera dijo su nombre, pero ella no lo escuchó o quizá a propósito lo ignoró. Volvió a repetir su nombre, y entonces, cedió a la idea que esta vez no lo vería. Con desanimo sordo e irreprimible avanzó por el pasillo y entró al consultorio donde la doctora de siempre le recibiría. Al entrar ésta le preguntó cómo se sentía. Ella no contestó, no inmediatamente. ¿Cómo cree que me siento? Sigo en silla de ruedas, contestó finalmente. La doctora se acercó y sin detenimientos la revisó. Le pidió que hiciera algunos movimientos técnicos y la evaluó. Y aunque hace una semana le habían quitado los tornillos que había tenido incrustados tantas semanas, aun se quejaba, no podía flexionar cómodamente los pies o las rodillas. Ese día era para ella otro sin mucha mejoría, pero era, particularmente, un día en el que sentía un poco más de dolor. Los días siguientes transcurrieron entre inquietos pensamientos y circunspectos sentimientos, y hasta la semana siguiente las cosas no parecían avanzar distintamente. Al llegar otra fecha de terapia, sintiéndose inevitablemente invadida de una sutil alegría que era alentada por la posibilidad de ver a quien de menos echaba, asistió a su siguiente sesión asignada. Llegó al hospital, pasó la puerta principal e impulsivamente, desde el corredor, puso su mirada en la sala de espera, para ver si el chico de los anteojos se encontraba. No estaba. Tomó lugar en donde cada semana acostumbraba y esperó. Tácitamente lo esperó, dando atisbadas de cuando en cuando a los pasillos y a la entrada, anhelando verle; sin embargo él no aparecía. Minuto a minuto su alegría le consumía en una fría desolación y un pesimismo que se volvía fragilidad y casi
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resignación por la sugestión. Y cuando, desde el rincón donde yacía la recepción y el escritorio de la enfermera, escuchó su nombre para que entrara a su sesión, sintió en su cuerpo lastimado en recuperación como el día anterior, un poco más de dolor. Con desaliento avanzó por el pasillo y entró al cuarto de fisioterapia. Siguió nuevamente el protocolo de cada sesión. Terminó. Y salió de aquel cuarto blanco con apagada semblanza, que parecería mostrar enfado en su cara, pero más bien reflejaba tristeza arraigada en sus ojos. Avanzó, sobre aquella maldita silla de ruedas –como ella misma la llamaba- a la que estaba postrada, por un ancho pasillo, proyectando su austeridad en los ventanales y una que otra vítrea puerta. Al llegar a una esquina giró a su izquierda haciendo un tenue rechinido de ruedas, y cuando alzó la mirada, sintiendo cercana una presencia, sin esperarlo, justo ahí, lo encontró, al chico de los anteojos. Lo miró. Él la miró. Vino un deslumbre en su pensamiento, se detuvo el tiempo a su alrededor, hubo un fugaz embeleso y sobrevino la noción. Una sonrisa se dibujó libremente en su rostro y no desapareció. Él se acercó y le dijo, Hola. Hola, ella contestó. Te estaba esperando ¿Cómo has estado? La semana pasada no pude venir, aunque en verdad quise. Desafortunadamente, tuve que salir lejos, o más bien me llevaron a fuerza. Me acorde mucho de ti. Te eche de menos. Tenía tantas ganas de verte. Hoy se me hizo tarde y ya no pude alcanzarte, pero decidí hacer tiempo y esperar a que salieras, quería verte y acompañarte, quería…
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Hablaba y hablaba. Ella lo escuchaba sin decir nada. Un sentimiento que hacía semanas se desenvolvía en secreto, en ese momento escapaba, haciéndolo todo más claro, y revelándose ante sus ojos, mientras ambos se entrelazaban en enternecida y transparente mirada. Así había comenzado. Así había vislumbrado y conocido el amor. Así lo recordaba. VI Hoy ella espera sentada, ya no sobre una silla de ruedas –hace tanto tiempo que no sabe de esta-, sino sobre un asiento urbano. Espera, mientras observa, con nostalgia en su mirada, un atardecer arrebolado. Está esperando y recordando días irisados de su pasado. Su hijo pronto saldrá de uno de esos cursos de verano. Por fin sale. Lo ve venir entre un alegre rio pueril de niños, y cuando llega lo abraza con fuerza. Se dirigen a su casa, que está apenas a unas cuantas cuadras. Hablan de su escuela, de lo que ha aprendido hoy, de lo excelente que es la maestra, de un compañero que no tolera, de su tarea, mientras avanzan por la calzada adoquinada. Minutos después llegan, pero no entran, deciden ir por comida rápida. Regresan, después de un par de horas y ahora si entran. Pasan. Dejan en algún lugar sus cosas. Después de ordenar un poco, ella prepara la cena. Su hijo juega después de intentar hacer su tarea. Cenan. Ríen otro poco. Y al rato lleva a su hijo somnoliento a su cama, tras ver la mitad de una película animada. Lo recuesta, lo cobija, lo contempla, le dice que lo ama. Y de nuevo le vence de golpe la tristeza, como cada día, como cada noche, al recordar a quien tanto extraña, a quien tanto ama, y quien de su lado se ha ido, el padre de su hijo.
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Entra a su cuarto y naufraga a la orilla de su cama, solitaria, pensativa. De súbito se levanta y se dirige a un mueble de una esquina. Abre el cajón y encuentra la cajita que inconscientemente buscaba. De su memorabilia atesorada saca varios objetos impregnados de momentos románticos de su pasado, entre ellos, una fotografía. La toma entre sus dedos. Con trémulos movimientos, la voltea, la gira y contempla en su cuerpo su paisaje. Al momento llega un deslumbre en su pensamiento, se detiene el tiempo, hay un fugaz embeleso y sobreviene la noción. Los músculos de su rostro responden ante el estímulo del recuerdo, unos contrayéndose, otros expandiéndose, en natural y sublime sincronía, para formar curvilínea, una espléndida sonrisa, de esas que oportunamente llegan para disipar una densa neblina emocional. De sus ojos refulgentes y desconsolados aun brotan gotas de evanescente melancolía. Justo ahora escapa otra, que resbala lentamente por su mejilla, se desliza cálidamente por su piel fría, hasta acabar estancada en el surco que forman sus labios inertes, estatuarios, que aun sostienen fuertemente, su escultura corporal de felicidad efímera. Sonríe. Sonríe. Y un momento después su sonrisa desvanece. Se ha quedado dormida.
Ervin Malagón.
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