Cuentos oscuros

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LA PUERTA Cruzó el umbral. La habitación estaba oscura, unas velas dispuestas en lugares estratégicos de la mesa, el tablero de ouija en el centro y ellas sobre él, como aves de rapiña. -Juan, ¿sos vos? -preguntó la rubita llorona, mirando hacia todos lados. El corazón le latía tan fuerte que tenía que hacer un esfuerzo desmesurado para no temblar en un compás taquicárdico. -Es Juan, estoy segura que es Juan- le responde una morochita, abrazándola con un brazo y sin dejar de soltar la guía del juego. Un muchachito triste se asomó por la puerta, había escuchado el llamado tal como el otro lo hiciera, pero el primero en entrar no quería intromisiones. Se puso en el umbral y lo miró fijamente, el recién llegado era un alma joven, un alma tierna, estrenaba incertidumbre, estaba perdido. El primero sacó la lengua, se la pasó por toda la cara y mostrándole los colmillos le dejó en claro que sólo él quedaría. El muchachito miró las chicas, las reconoció, dudó, intentó entrar, no pudo y se marchó. Él cerró la puerta para que nadie más lo interrumpiera y decidió seguir el juego y divertirse. -Juan, quiero saber si estás bien- preguntó la llorona- Amor de mi vida, ¿dónde estás? Se acercó a ella y poniendo la garra en uno de sus pechos y la otra sobre la ouija le contestó. -Aquí estoy. Algarabía. La llorona lloró más. Se sentó sobre el respaldo de la silla de la gimiente y comenzó a tocarla, introduciendo la mano por la entrepierna, lamiendo los pezones, jugando con el lóbulo de la oreja, penetrando sus deseos con saña. La muchacha comprendió todo. Se dejó hacer entre suspiros quedos, con los vellos erizados por la pasión de su Juan.


Después de todo, era eso lo que quería... despedirse. Un último beso, una última caricia. Recordarlo por una eternidad y saber que allá, él también la deseaba. Las amigas notaron el cambio y la miraban, dos habían soltado el tablero y sentían el frío en la habitación. La llorona llegó al orgasmo entre risitas. Una le tocó el hombro y rompió el encanto. Despertó. -Él está aquí- les aclaró cuando las vio confundidas. Las velas se apagaron y chillaron desesperadas en la oscuridad. El sonido de la madera rota las sobresaltó aún más, una de las gritonas logró llegar al interruptor y prender la luz. El tablero ouija estaba quebrado en dos. -Algo entró- sentenció la que entendía -y decidió quedarse- aclaró con tono misterioso. Mayor alarma. Grititos histéricos. -Era Juan- aclaró la llorona que ahora sonreía satisfecha- era Juan, no tengan miedo, era mi Juan. Ninguna estuvo conforme con la afirmación. El frío seguía siendo palpable. Antes de salir se miraron, intimándose con la mirada, nunca olvidarían el día en la que una de ellas había sido ultrajada, las dos que soltaron la ouija lo habían visto y ninguna quiso hablar y confirmar lo que las otras sospechaban: Juan no había estado esa noche entre ellas. La llorona llevaba un parásito en la espalda pero sólo lo sentía cuando, aburrido, jugaba con su sexo.


LA DOÑA DEL VENTILUZ La araña había tejido su tela con una delicadeza avezada, convirtiéndose en “La Doña” del ventiluz del baño. Nadie sabía de su existencia. El resquicio izquierdo de la pequeña ventana la escondía en secreta conspiración, y ella podía con tremenda parsimonia y exactitud, tejer capullos para sus huevitos y esconderlos entre el cabello de la vieja que se bañaba con dificultad, cada dos o tres días. Los puso durante esas noches: detrás de las orejas, en la nuca y ocultas entre las cejas. Cuatro capullos con un total de doscientos huevos que en veinte días eclosionarían en un acto casi milagroso y puro. Una escena que esperaba poder presenciar conmovida. Por tal motivo, cuando el día dieciocho llegó, abandonó su hogar y tras comer frugalmente al macho de turno para poder sobrevivir la travesía sin pasar hambre, descendió paredes, escaló desiertas escaleras, atravesó oscuros corredores hasta llegar a la pieza de la anciana y por fin, casi al morir del día diecinueve, se instaló bajo la almohada, como lo había hecho uno de sus ancestros, casi primo segundo, muy famoso por cierto almohadón de plumas, y esperó. Los gritos, manotazos y arcadas le dieron la pauta de que sus hijos estaban llegando a este mundo y se apresuró a elevarse por el cabezal de la cama. No soportó ver cuando la anciana histérica destrozaba a sus primogénitos con cada manotazo y para evitar una matanza en masa decidió sedarla, saltando a su oreja e inoculando veneno en lo profundo del oído. Dejó de escucharla gritar enseguida y cayó de costado. Hubo algunas muertes y ante tanta pena sólo se repuso cuando vio que sus hijos sobrevivientes, hermosos y pequeños, se abrían paso por los huecos calientes de la humana para iniciar sus propias aventuras. Nariz, boca, oídos, ojos... todo fue recubierto por el blanco despertar de la vida. Se sintió satisfecha y orgullosa. Un macho atractivo y apetitoso la observaba desde arriba de la puerta, mostrando con orgullo una presa sólo para ella, ¡invitaciones suicidas se las


hay! Y mirando a la última de sus hijas que entraba debajo de una uña… se despidió de ellas. La anciana pronto despertaría y tal vez ni siquiera recordaría lo pasado, pero sería un buen hospicio para sus crías. La Doña caminó tranquila y realizada, moviendo su enorme trasero mientras subía por la puerta, ya quería una nueva camada de crías, presuntuosa descubrió que era una buena madre.


BLANCO Y NEGRO Temía despertar y no encontrar diferencias. Un día amanecer siendo la oscura mujer que la atormentaba durante el descanso. Se miraba en el espejo y se comparaba con ella. Se descubrió varias veces usando posturas que no coincidían con lo que era. -Te estas poniendo vieja y patética- se susurró una vez y dejó pasar al cambio, le dio la bienvenida a su vida sonora y diarreicamente (las modificaciones le traían trastornos nefastos a sus intestinos). Esa mañana tomó una pantufla y le pegó de lleno en la cara a su marido que dormía y salió gritando: -Nunca más me dominarás, soy una mujer que desde hoy rompe el yugo que la tiene atada a cualquier forma de condicionamiento impuesto por la sociedad, ya no estoy casada con vos, ya no te pertenezco, me voy- y dejó al pobre hombre, que nunca le había levantado la voz ni para pedir auxilio, con una mano apretándose el pecho y la otra refregándose la cara enrojecida. De la pobreza pasó a la miseria. Se construyó una tapera en medio del monte y sobrevivió resucitando un lado salvaje que ignoraba poseer. Su mujer oscura y alienada dejó de torturarla en sueños, había cumplido con lo que pedía aquel personaje y al romper lazos y bajar a un nivel básico en la evolución se había mimetizado con ella dando lugar a un vacío que debería llenar con la que se forjaría de la nada. Se las arregló como mejor pudo, gritando de impotencia durante las noches, pidiendo a gritos una paz que no lograba hallar en la casa, ni en el monte, ni en la soledad de su nueva vida; y así fue como comenzó a soñar con la mujer que había sido. Se despertaba intentando abrazar a su hombre o tratando de tomar un espejo para realizar su antiguo ritual de belleza. La bestia que saliera de sus sueños y se apropiara de ella la dominaba durante el día, no hubo otra salida que enfrentarla en sueños.


Al séptimo mes lo hizo. Se encontraron una noche frente a frente, la mujer delicada, frágil, bonita, iluminada entre rubores y adornos, y la otra: básica, brutal, intolerante, primitiva, sin rituales ni lazos, libre... tan libre que ardía como un hierro candente en lo profundo de los ovarios. La lucha feroz duró las noches de tres meses, finalizados estos regresó a su hogar. Encontró a su hombre sentado en la mesa, tomando una taza de té. No dijo nada, entró, le dio un beso, se bañó y reapareció: pulcra, vestida, pintada, adornada con sus mejores accesorios y se sentó a su lado. El hombre, acostumbrado a los desvaríos de su mujer, sonrió complacido y le tocó la cabeza. La bestia saltó y con un grito salvaje lo atacó dejándolo semi inconsciente tirado en el piso, cuando la furia cedió se alisó las arrugas del vestido y se sentó nuevamente para terminar de tomar el té que él había dejado. Los riesgos de un pacto estaban bañaditos y perfumados sentados a la mesa, cruzando las piernas, limándose las uñas. Las dos mujeres, incapaces de vencerse una a la otra, ¡habían decido convivir en un solo frasco!


LAS MIRADAS Aparecen cuando el sueño se hace pesado y me cuesta mantener la mirada fija. Es justo en ese momento. Nunca apago el televisor que está en mi pieza, lo mantengo sin volumen, no necesito ver las imágenes, sólo sentirme segura con la luz que mantiene en raya a las miradas. Desde mi cama los veo espiarme, muestran sólo una pequeña porción del rostro, lo suficiente para que uno de sus ojos me observe, abierto, desmesurado, casi, casi, saliendo de la órbita. A veces están en el marco de la puerta, otras veces los descubro en el lateral del ropero, una vez sorprendí a uno mirándome desde el costado derecho de mi cama. Esa noche fue la primera, intentaba descansar y no podía, escuchaba los murmullos de la gente que se para en las veredas a conversar a las tres de la mañana, no tenía el televisor prendido, mi habitación estaba sumida en una penetrante oscuridad, pero lo vi, lo vi y me asusté, grité tanto que nadie vino a verme, supongo que pensando que había un descuartizador en mi casa y no querían ser descuartizados ellos también. Desde ese día no apago el televisor y ya no se acercan tanto; o los asusta la pequeña luz que se derrama sobre mi cama o quedaron espantados de mis alaridos. Ya no les temo. A veces me sobresaltan, me doy media vuelta en la cama intentando dormir y encuentro una cabeza inclinada, apareciendo por algún recoveco y pego un salto, doy un brinco y me agito, pero ya no grito aterrada. De mi mamita heredé la costumbre de ver lo que otros no logran percibir, ella no podía dormir escuchando gatos, a veces se le subían en las piernas y comenzaba a tirar manotazos al aire intentando sacarlos de su falda. En esa época sólo ella los veía, supongo que si viviera ahora yo también podría verlos, lástima que no se despertó en mi este don en aquellos tiempos... la hubiese ayudado a espantarlos. Mi padre se la llevó un día para que la vieran los doctores y cuando regresó, un tiempo después, ya no era la misma. Dormía mucho. Se quedaba mirándome. A veces me sonreía, a veces me hablaba, a veces me abrazaba, una vez se murió. Pobre mi mamita querida que nadie supo comprender.


A veces, entre tantos ojos nocturnos, intento encontrar los suyos, y me alegra no hallarlos, me alegra imaginar que ya no está aquí y no tiene que luchar por conciliar el sueño entre tantos murmullos y extraños que observan con ojos desmesurados. Un día apagaré el televisor y dejaré que se acerquen hasta que me maten de un infarto y cuando me encuentren dura en mi cama, con el televisor apagado, le gente sabrá que me habré suicidado.

www.elblogdeescarcha.blogspot.com Todos los textos pertenecen a Diana Beláustegui

Criogenica.bel@gmail.com


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