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PALA b RAs fOtOGR áficAs: i MAG en, esc R itu RA y M e MOR i A

Tengo la sensación de que la fotografía me ha devuelto la palabra

PAULA LUTTRinGeR

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La relación entre las imágenes artísticas –puntualmente, fotográficas– y el mundo de la palabra no es nueva en el arte contemporáneo, máxime desde el auge del arte conceptual a partir de los años 60, un arte basado casi exclusivamente en el lenguaje y el desarrollo de una idea.34 La incorporación de textos escritos alrededor o dentro mismo de las obras ha sido desde entonces una de las posibilidades de lo fotográfico. Una de las obras emblemáticas que tematizaron el problema de la representación en el arte a partir de la fotografía y el lenguaje ha sido la instalación One and three chairs (Una y tres sillas), presentada por el estadounidense Joseph Kosuth en 1965. La obra mostraba tres elementos: en el piso, una silla marrón de madera plegable; a la izquierda, sobre la pared, una foto a tamaño natural en blanco y negro de esa misma silla allí colocada (con sus sombras exactas) y, a su derecha, un panel de texto que reproducía la definición del diccionario de la entrada “chair” (silla) (Ruhrberg et al., 2001: 535). Los tres elementos invitaban a problematizar la relación entre las cosas y su representación, a reflexionar en paralelo sobre el estatuto de verdad de la palabra y de la fotografía (y, en suma, del arte en general). Por otra parte, desde sus inicios como imagen de prensa, el fotoperiodismo también se ha valido en extenso de la relación de las imágenes con las palabras, aunque a menudo de una manera diferente de la que interesa aquí: más bien supeditando la fotografía –precisamente, en su calidad de ilustración– al texto de la noticia, su núcleo principal.

Al examinar con cuidado las obras fotográficas de los capítulos precedentes, sobresale una constante: en gran medida las fotografías que refieren el pasado traumático están íntimamente acompañadas por palabras. Textos como explicación, textos de otros, textos manuscritos, textos borrados o ilegibles, textos viejos, textos jurídicos, textos íntimos se vuelven, a fin de cuentas, protagonistas de estas imágenes alusivas al pasado dictatorial reciente. Así, de manera transversal, es posible volver a revisar algunas de esas obras que incluyen a la palabra en –o alrededor de− las fotografías.

Las palabras, desde dentro y desde fuera de las fotografías aquí analizadas, complejizan las imágenes tanto como las fotos interfieren –y no meramente ilustran– lo que afirman los escritos que las rodean. Entonces, ¿cómo entender las sucesivas apariciones de las memorias del pasado traumático en fotografías que se presentan unidas al discur- so escrito? ¿Cómo se dan las relaciones de solidaridad y la tensión entre imágenes y palabras para convocar las memorias? ¿Puede una foto ser un testimonio visual? ¿Puede una imagen “tomar la palabra”?

LOS ReSTOS TexTUALeS

Ya se ha mencionado la serie El lamento de los muros (2004) donde Paula Luttringer rastrea la historia en los muros e interiores de los ex centros clandestinos de detención (CCD). La particularidad de esta serie es que cada foto va acompañada por el testimonio de una víctima de la dictadura, en un doble juego que dibuja un mapa de memoria situado entre lo visible y lo decible. Esta duplicidad se encuentra ya en el título, que evoca el Muro de los Lamentos, es decir, la piedra donde se dejan palabras en forma de rezos o pedidos, precisamente en otros restos: los del Templo de Jerusalén.

Una de las fotografías de esta serie muestra una escalera, motivo recurrente en los relatos de muchos de los desaparecidos que lograron sobrevivir y que, por ejemplo, se repetirá unos años más tarde en una de las fotos de la serie ESMA, de Inés Ulanovsky.35 La foto de Luttringer presenta, en tonos grises, tres escalones de una escalera de cemento unida a dos paredes del mismo material y color. La pared que tiene mayor protagonismo, al costado izquierdo de la foto, lleva unas inscripciones hechas con objetos punzantes. Son letras mezcladas, superpuestas, borradas o tachadas; letras clavadas en el muro pero que no llegan a formar alguna palabra legible (incluso algunas parecen números). Como en el juego de encontrar formas en las nubes, es inevitable buscar aquí palabras, intentar descifrar estas marcas incomprensibles e inestables, y sin embargo altamente significantes. Estas huellas lingüísticas –¿poslingüísticas, acaso?– son los restos del pasado traumático que resisten el paso del tiempo y persisten en la materialidad de los lugares. Similares a las inscripciones habituales de cualquier sitio público, como monumentos o escuelas, estas son sin embargo “los rastros que han quedado en las piedras en los lugares violentos”, según Luttringer (2006). Son el grito grabado, algo que no necesariamente tiene que ver con lo expresable.

En su análisis sobre el rumor carcelario –o “bemba”–, Emilio de Ípola (2005) define la cárcel política como una máquina de desinformación que toma numerosos recaudos para garantizar su buen funcionamiento. Entre ellos, sobresalen la requisa periódica de papeles escritos del detenido en su celda y el silencio obligado entre los detenidos de distintos pabellones o patios, así como entre detenidos y guardiacárceles. Sin embargo, “en ese ámbito cerrado que lleva hasta el paroxismo las medidas para asegurar el desconocimiento y la desinformación más integrales, los mensajes proliferan. En ese mundo, donde los signos están prohibidos o rigurosamente controlados, todo es signo y mensaje: todo es inevitable y enfáticamente significante. Y a su vez todo preso polí- tico se convierte, desde que se incorpora al medio carcelario, en un lector, un descifrador, un hermeneuta hipersensibilizado” (De Ípola, 2005: 29). Cada detenido puede ser entendido así como un descifrador perspicaz; cualquier posibilidad de adelantarse a lo que iba a suceder era tomada como una ventaja, por más mínima que fuera. Así, dentro del compartimentado espacio carcelario, se produce la rápida circulación de numerosos mensajes, que desafían y transgreden las reglas de la cárcel. Incluso otro factor de control sobre los presos políticos es que las propias reglas de la cárcel se mantengan en su mayoría implícitas, contribuyendo al silencio general de la prisión. Según De Ípola, las bembas constituyen “el grado cero de la resistencia interna de los presos políticos a la desinformación erigida en sistema; la forma primera y más elemental de oponerse materialmente (y colectivamente) a la violencia de la incomunicación regimentada” (De Ípola, 2005: 59).

35 Respecto de su fotografía, Luttringer ha dicho que “la escalera tiene un significado muy fuerte, no sé por qué. La mayoría de la gente nunca fue torturada en el mismo piso. todo el mundo cuenta que lo hacían subir o bajar la escalera. La escalera es muy traumática, porque es cuando te llevan a torturar. Cualquier sobreviviente sabe lo que esa escalera significa. Hay quiebres en el espacio, no sólo en el tiempo, en las primeras horas del secuestro. Porque ya estás vendada cuando entrás a esos lugares y ya el espacio no es lo que vos conocés. No sé qué más decirte de las escaleras. La mayoría de la gente las subió y las bajó sin verlas. Las escaleras tienen principio y fin: uno sabe si tienen 10 escalones o 20 o 30. y mucha gente se acuerda de cuántos escalones tenían. Hay una cosa de saber que cuando el último escalón llega, sabés que te van a torturar. Creo que está ligado a cosas muy primitivas.” (Luttringer, 2011).

Aunque las marcas en los muros de los espacios de detención y tortura se diferencian del rumor carcelario (en principio, su producción no es necesariamente colectiva y su materialidad es –algo– menos perecedera), ambas son estrategias de los detenidos frente al silencio erigido como norma. Muchas de las inscripciones en los muros de los CCD conforman capas de sedimento presentes, aunque no visibles, en las paredes y están siendo descubiertas a lo largo del tiempo. Desde hace unos años, los equipos de trabajo se encargan de relevar en los ex sitios de detención también las firmas y fechas que apenas se dejan ver, por ejemplo en el Casino de Oficiales de la ex ESMA, en las celdas desenterradas de El Atlético y en ex centros de detención de Córdoba y Rosario (Martínez, 2008). Los muros, convertidos en verdaderos palimpsestos, contienen las marcas que soportan –y dan vida– a la memoria. Y sus escrituras casi invisibles están siendo encontradas, descifradas y recuperadas para el relato del pasado. Por otra parte, estos restos de textos y dibujos fotografiados por la cámara de Luttringer –rumorosos, anónimos– también apuntan al ya mencionado enmudecimiento instalado en gran parte de la sociedad durante el régimen represivo dictatorial y la pérdida de los marcos narrativos para procesar ciertos acontecimientos traumáticos –la tortura, la desaparición– en la época democrática siguiente (Jelin, 2002). Dan cuenta de desfavorables contextos de habla y de escucha, que impiden que los testimonios afloren, que sean decibles y audibles. Cuando lo traumático vivido aún no sale a la superficie y aunque la memoria sea todavía subterránea, siempre hay fragmentos que logran manifestarse y que pueden anticipar el testimonio futuro. Tal como sugiere Nelly Richard al caracterizar la Escena de Avanzada chilena, las obras compuestas por fragmentos sueltos y desparramados confirman que la historia de los oprimidos es una discontinuidad. Y que “sólo una precaria narrativa del residuo fue capaz de escenificar la descomposición de las perspectivas generales, de las visiones centradas, de los cuadros enteros: una narrativa que sólo ‘deja oír restos de lenguajes, retazos de signos’, juntando hilos corridos y palabras a maltraer” (Richard, 2007: 124).36

También los restos de lenguaje en estas obras de Luttringer ofrecen una narrati- va histórica residual, indeterminada y fragmentaria que, de todas maneras, surge en un tiempo más intenso y abierto de memoria frente al anterior clima de silencio. Como ya se ha visto, numerosas memorias fotográficas (y cinematográficas, literarias, pictóricas, teatrales) se inician pasada la mitad de los años 90, justo cuando algunos sucesos claves se dan lugar en nuestro país y reconfiguran –en diferente medida– el escenario de memoria, el horizonte desde el que se reactivarán las memorias sobre los hechos del pasado. Las palabras de Luttringer sobre su propia obra son elocuentes al respecto:

He tardado dos años en querer mostrar El matadero [la serie se expuso en 1998], porque a mí también esas imágenes me resultan muy violentas. Por otro lado, si yo soy honesta conmigo misma, mi mundo interior es así, sé que la mirada que tengo sobre el mundo es esa. Por primera vez a pesar mío, mi interior está saliendo hacia afuera, es como que te sientes un poco desnuda ante los otros. Tengo la sensación de que la fotografía me ha devuelto la palabra (Luttringer, 2006).

Luttringer inscribe así su obra de 1998 en un momento histórico que empieza a propiciar la posibilidad de tomar la palabra, de recuperar la voz, y de que sea reconocida, entre otras cuestiones silenciadas, la vida política de los desaparecidos. Acerca de la relevancia de la fotografía como medio para empezar a dar testimonio y tomar la palabra, Luttringer refiere la importancia de una muestra de Adriana Lestido sobre mujeres presas con sus hijos. La muestra, que Luttringer vio al regresar a la Argentina tras quince años de exilio, cuando aún no era fotógrafa, le permitió descubrir que podía hablar de su terrible experiencia de desaparición como detenida ilegal, en un cautiverio que se prolongó por cinco meses y en el que dio a luz a su primera hija. En sus palabras: “Ahí hay un quiebre. Cuando yo vi esas fotos pensé: se puede hablar de lo que me pasó. Ahí descubrí que se podía hablar con fotografía del trauma. En esa época yo no lo llamaba trauma, lo llamaba recuerdos que te invaden, le ponía otros nombres” (Luttringer, 2011). Helen Zout también relaciona la fotografía con los inicios de su testimonio: “Yo comencé a estudiar [fotografía] cuando no me salían palabras, porque estaba escondida. La fotografía pasó a ser mi forma posible para contar lo que sentía a través de imágenes, hice cursos para sobrevivir a una situación de encierro y de miedo. Y ahí apareció esa doble sensación de meterme para adentro, pero al mismo tiempo sacar todo de alguna otra manera” (en Fanjul, 2006). Ambas fotógrafas dan así con su oficio precisamente en el camino desde el silencio hacia la narración (visual) de lo traumático.

Unos años después de El matadero, las fotos de El lamento de los muros vienen a presentar esas voces acalladas, cuyos ecos rebotan aún en las paredes de los espacios de detención y tortura. Estas fotografías de Luttringer –que son también el testimonio de la experiencia de la artista– muestran los restos de otros testimonios en formas de lamento o de quejido inscriptos en la pared (contra el silencio). Y es así como la imagen puede empezar a dar la palabra: hace ver, hace saber.

Será en el vínculo entre imagen y escritura donde se pueda empezar a dar la reconstrucción del sentido: en el pasaje de la materialidad cruda de un significante sin significado hacia la voz articulada del lenguaje significativo, la del testimonio. En un esfuerzo por trazar la parábola inversa a la que plantearon los militares: ya no del discurso articulado a la materia bruta del chillido, sino de lo confuso e inarticulado del trazo y de la imagen a la palabra significativa. En este proceso anamnético, entonces, ciertas estrategias fotográficas ponen a la foto como mediadora, como operadora del tránsito entre la palabra y el quejido, entre la letra y el garabato, de la mancha a la escritura. La fotografía aparece aquí comunicando ambos mundos, el fondo de sinsentido y horror con la posibilidad de empezar a articular un discurso que dé forma, significación y, por tanto, posibilidad de superación del trauma y postulación de nuevas aventuras significativas.

LA PALAbRA bORRAdA

Si el apartado anterior se refería a lo inscripto y silenciado, a lo decible quebradizo, este se detendrá en una zona aledaña: el borramiento de la letra que recuerda. Fotos que abordan ya no la dificultad del testimonio de la víctima sino el estatuto de la memoria –escrita– de las generaciones posteriores.

La relación entre palabra e imagen está presente con fuerza en muchos de los trabajos de Marcelo Brodsky, salvo quizás en sus últimos libros de correspondencias donde la palabra está aludida por completa omisión, y es precisamente lo que se deja afuera voluntariamente en una serie de cartas visuales). Ya en Buena memoria (1997), Brodsky intervenía con palabras una foto de sus compañeros de colegio y presentaba testimonios y largos epígrafes junto a las imágenes. Los libros fotográficos y las instalaciones que los anteceden o suceden se conforman en gran parte por textos, del propio artista y de otros, que incluso se traducen al idioma local con cada nuevo viaje de la obra. Hay una voluntad explicativa y expositiva en los textos que Brodsky coloca alrededor de sus fotos, lo que evidencia una clara estrategia de trasmisión intergeneracional –de hecho, Buena memoria se expone en el Colegio Nacional de Buenos Aires cada cinco años, para las sucesivas camadas de alumnos. En esta serie, la palabra instala a las imágenes en coordenadas.

En su libro Nexo (2001), Brodsky compone un ensayo sobre cómo se recuerda: fotos del exilio, objetos, formas del recuerdo. Y también sobre cómo se construye una identidad, sobre las formas de la memoria lastimada. El libro incluye producciones fotográficas diversas del artista, que fueron realizadas en el amplio arco temporal de su carrera: algunas se remontan hasta fines de la década del 70, mientras que otras llegan hasta el año de edición, pasando por diferentes momentos intermedios (exilios, regresos, viajes, instalaciones). A fin de explorar la relación entre palabra e imagen, se tomarán aquí dos momentos de este libro que resultan muy pertinentes: “El bosque de la memoria” y “Los condenados de la tierra”.

“El bosque de la memoria” alude al terreno cedido por la Universidad Nacional de Tucumán, en 1996, a los familiares de desaparecidos de esa provincia. Allí, cada familia plantó un árbol y lo identificó de alguna manera: con carteles, piedras, papeles plastificados. A lo largo de los años, los árboles fueron creciendo, con mayor o menor suerte (algunos sucumbieron a las plagas o la sequía), a la vez que las palabras de los carteles expuestas al viento, el sol y la lluvia también se fueron perdiendo y confundiendo lentamente. La cámara de Brodsky retrata precisamente este deterioro de lo escrito, las memorias lingüísticas que se han ido borrando con el avance del tiempo, pero que no se borran del todo y persisten de manera difusa.

En el libro, la serie está compuesta por siete fotografías. La que abre la sección muestra la silueta de un árbol recortada sobre el cielo blanco y mediada, para el espectador, por un borroso alambrado. Los rombos de alambres, ubicados entre la lente y el paisaje, están fuera de foco e interfieren la escena ligeramente. Otras cinco fotografías –el cuerpo principal de la serie– muestran papeles escritos a máquina, notas manuscritas y recortes de diarios, todos ellos cubiertos por plásticos amarronados y húmedos, que cuelgan de ramas y troncos o se apoyan en el pasto. En algunos de estos anuncios hay trazos de caligrafías legibles, que milímetros después se engrosan o se deshacen, hasta convertirse casi en dibujos. Hay también titulares o letras en negrita que sobreviven mejor a las inclemencias del tiempo. Algunas de las coberturas plásticas están rotas, invadidas por manchas que dialogan con las palabras y con las firmas de esposas, hijos, madres, hermanos. Uno de los carteles transcribe una oración de San Francisco de Asís. Otro proclama el orgullo hacia el “corto pero significante paso por la vida” del desaparecido. Los carteles están, además, en plena relación con la foresta: rodeados por hojas y ramas, parecen también tremendos carteles indicadores de botánica que deberían aclarar simplemente “esto es x”, “esto es y”, como en una irónica función de anclaje. En el texto que las acompaña, el autor se lamenta porque “hoy los carteles se han deteriorado casi por completo y suponen una especie de segunda desaparición de aquellos a los que se quiso recordar” (Brodsky, 2001: 67). No es menor que esta serie ofrezca junto a las fotos las palabras explicativas de Brodsky, casi en un intento por fijar desde afuera las coordenadas de lectura de la obra, entrando además explícitamente en los debates actuales sobre la memoria.

También hay una imagen que, ubicada entre las fotos del bosque, funciona como “intermedio” y dispara y abre nuevas cuestiones: se trata de la foto de unas inscripciones borradas sobre una lápida. Más precisamente, es el primer plano de una piedra tallada en el siglo XIII en forma de lápida de la –ya derruida– catedral irlandesa de Glendalough. Mientras que las letras ahuecadas en la piedra se pierden, confundidas con nuevos golpes y erosiones, el texto que acompaña la foto afirma que “fue necesario que transcurrieran setecientos años y que la catedral se derrumbara para que el texto quedara en este estado. El Bosque de la Memoria de Tucumán tiene apenas cuatro años. Sin embargo, las palabras ya se encuentran en un estado similar de deterioro” (Brodsky, 2001: 70).

¿Cuántos años tarda en borrarse una memoria? ¿Cuatro? ¿Setecientos? Esta es la pregunta que se hacen textos y fotos. Brodsky habla del “deterioro” que es producido también por el material que sostiene la inscripción: no duran igual las memorias en piedra o mármol que las memorias en papel –que puede funcionar como metáfora de la fotografía, también memoria de papel. En su libro Epitafios, Luis Gusmán sostiene: “Que el epitafio exista es insoslayable para la identidad. Saber quién es el muerto y dónde está su tumba es un derecho. La apelación a ese derecho en la antigua Grecia se conocía como el ‘derecho a la muerte escrita’ –como si el acto de morir reivindicara póstumamente un ejercicio absoluto del derecho” (Gusmán, 2005: 17). Sin homologar árboles y tumba, los carteles semiescriturales del Bosque de la Memoria vienen, sin embargo, a ejercer precisamente ese derecho a la muerte y a la memoria escritas. La pregunta por cuánto duraron o durarán parece, no obstante, menos relevante que el gesto de la efectiva inscripción del recordatorio, el saludo y la plegaria, nada menos que junto a árboles que crecerán y se metamorfosearán en el tiempo, manteniendo vivo el recuerdo, incluso aunque ya nada en ellos así lo indique.

La lápida −más en la línea de las baldosas por la memoria o el monumento central del Parque de la Memoria− y el cartel del árbol son simplemente dos modos distintos de hacer presente lo pasado. Quizá los modos efímeros no sean tanto una forma del olvido como la evidencia de la propia evanescencia de la memoria, la particular condición efímera de la construcción de las memorias de los desaparecidos. El hecho mismo de que los carteles sean precisamente carteles y no lápidas remite a discusiones abiertas, porque se trata de cuerpos desaparecidos y no meramente muertos. Cuerpos faltantes que no se han recuperado en la mayoría de los casos, dejando abierto y sin suturar el duelo por el ausente.

Una no-lápida liviana y perecedera, en metamorfosis con la vegetación, amarronada de tierra, cuyas letras se vayan diluyendo paulatinamente y luego se sequen con el sol puede ser entonces menos la evidencia del olvido y mucho más la forma precisa en que se desenvuelve y permanece la siempre particular memoria de los desaparecidos. La palabra borrada, palabra desaparecida, dice aquí mucho más que lo que enuncia.

En Los condenados de la tierra, Brodsky (2001) continúa la exposición de la palabra borrada y, en este caso, recuperada. Se trata de un conjunto de fotos de la instalación homónima que consiste en cajas de tierra con fragmentos de libros: tapas y hojas rotas, sueltas y comidas por los años de entierro. Los cuatro libros allí expuestos fueron enterrados en 1976, en el jardín de una casa marplatense por Nélida Valdez y Oscar Elissamburu por miedo a que la dictadura les encontrase libros considerados “subversivos”. Esos mismos ejemplares –Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon; La sociedad industrial contemporánea, de Erich Fromm y otros; La revolución teórica de Marx, de Louis Althusser, y un cuarto libro que no permite ser identificado– fueron a su vez desenterrados, en 1994, por los hijos adolescentes de quienes habían decidido esconderlos bajo tierra. Se trata de libros de inclinación marxista, entre los que se destaca aquel que da título a la serie. En los años 60 y 70, muchos jóvenes de América Latina leyeron en Los condenados de la tierra de Fanon, y especialmente en el prefacio que Sartre escribió para el libro, una incitación a la violencia como única arma contra la fuerza de los opresores.

Tres tipos de imágenes componen esta sección del libro de Brodsky. En primer lugar, las fotografías de la instalación: las cajas repletas de tierra y los libros –lo que queda de ellos– apoyados entre los terrones. A este mismo conjunto pertenecen los fotogramas del video que acompañaba a la instalación y donde se veían planos detalle de los libros, de sus tapas y de sus interiores, permitiendo que se leyeran palabras sueltas y hasta alguna frase entre los tonos ocres que la humedad y el óxido del tiempo les dieron a las hojas. En segundo lugar, se reproduce el facsímil de la carta-testimonio de Nélida Valdez, donde relata su alegría por la “búsqueda del tesoro” realizada por sus hijos Leonardo y Javier, de 16 y 13 años. Esta inclusión manuscrita narra la (su) historia, a la vez que sirve como contrapunto de la letra de molde de los libros enterrados, en los que ya no es posible leer nada. Por último, el libro incluye fotografías de algunos espectadores de esta muestra, de sus rostros reflejados en los vidrios de las fotos, mirando absortos. Al igual que Buena memoria, este libro incluye recursivamente las imágenes de los espectadores observando la exposición de las imágenes del libro. Salvo el testimonio de Nélida, todas estas imágenes van acompañadas por textos de Brodsky en los que relata, entre otras cosas, el miedo que llevó a su generación a quemar los libros y la anécdota de que, en la exhibición, un padre le explicó a su hijo cómo quemó sus propios libros. Brodsky afirma que los libros “desenterrados por sus hijos, son un testimonio de lo que tuvimos que pasar. Estos libros no pueden cumplir la función para la que fueron concebidos. Sus hojas, palabras y signos se han convertido en la memoria de lo que fueron y en testimonio rescatado por una nueva generación” (Brodsky, 2001: 77).

Testimonio rescatado y fragmentario, los libros son la palabra impresa transmitida de mano en mano entre generaciones, como una metáfora tomada en su literalidad. Así, los testimonios –siempre constitutivos de las identidades singulares, familiares y sociales– se materializan en estas imágenes en verdaderos libros condenados a la tierra, pero también dispuestos a ser rescatados para ver la luz casi veinte años después. De hecho, la foto de un padre con su hijo mirando la muestra refuerza esta idea de trasmisión generacional, aunque quizás haga evidente algo que la propia obra de Brodsky mostraba de manera menos obvia y autorreferencial.

LA imAGen mAnUSCRiTA

Otras de las formas en que la palabra aparece en las fotos es como letra manuscrita. En tanto huella de una mano que ha escrito, la grafía comparte con la fotografía su carácter indicial −estatuto, por supuesto, no exento de problemas aunque operativo en ambos casos. Palabras a mano y fotos se hallarían así ligadas desde un principio y, como se verá a continuación, varias obras documentan esa hermandad.

Las fotos intervenidas de El viaje de Papá (2005) de Pérez del Cerro están hiladas por el relato que construyen los fragmentos de la carta de despedida escrita al padre por Magdalena −tía del hijo, cuñada del padre. La epístola que aparece desglosada en letra manuscrita en los bordes inferiores de cada imagen, conforma una parte central de la obra fotográfica. Además de estas palabras que acompañan el imposible viaje de padre e hijo, Pérez del Cerro introduce y cierra la serie con textos. Incluso antes de mostrar las imágenes, transcribe foto por foto la carta de su tía como prólogo a la obra. Es decir, hay una inclinación a la escritura en este trabajo, tanto desde el paratexto de la serie como desde la constitución de cada imagen singular.

Así, las palabras que lleva inscripta cada imagen en su inferior −sobre un marco blanco interno a la fotografía− al ser leídas foto a foto conforman la unidad de la carta de la tía. Esta narración es vital para construir la memoria del asesinato del padre. Pudiendo escribir él mismo una carta propia, elige usar una carta que él atesora, una carta que viene del pasado y se configura como testimonio clave de su historia. Se trata de un texto de otro −su tía− para otro −su padre−, al que las fotos no ilustran −o, a lo sumo, ilustran evasivamente−, pero con el que las fotos entablan un diálogo alegórico. Las fotos del pa- dre, la letra manuscrita de la tía y los fotomontajes del hijo combinan en una sola imagen tres voces y tres tiempos. Los testimonios visuales y escriturales se entremezclan para hacer advenir la obra (la memoria) polifónica.

Esta serie refuerza y evidencia, desde el uso del texto, la reconstrucción particular que emprenden muchas de las obras fotográficas −especialmente de los familiares de desaparecidos− que aluden a la violencia política y a los efectos de la dictadura en la vida familiar tomando imágenes de los álbumes para armar unas nuevas imágenes, reconstruyendo fotos imposibles y faltantes. En este caso, Pérez del Cerro reconstruye, foto a foto y simultáneamente, el viaje del padre y la carta: en el pasaje de una foto a otra, el espectador podrá ir conociendo el contenido de la epístola, su testimonio, mientras viaja con el padre de la mano del hijo. La carta y las fotos del álbum −ambos objetos privados expuestos aquí a la esfera pública en una nueva configuración− conforman una obra que da cuenta de la historia. Además, el viaje y la carta están estrechamente ligados, tal como sostiene Carlos Bruck (1992), porque la escritura epistolar se entiende muy bien con la idea de una movilidad viajera.

La carta es además el caso paradigmático de lo escrito a mano: en ella se escribe para un otro lector (toda carta tiene un destinatario) y para ser leído en otro tiempo (aunque muchas veces la carta es urgente, nunca se lee por supuesto en el mismo momento de su escritura). Además, el propio gesto de escribir la carta inscribe la singular subjetividad del remitente en su inconfundible caligrafía. La carta, por más íntima que sea –en especial porque es íntima−, no existe sin imaginar y convocar a otros, no existe sin anticipar desde su propia producción las posibilidades de su circulación social posterior e incluso las posibilidades de una circulación fallida. Que la carta no llegue o llegue tarde, que la lea el destinatario equivocado o que se haga pública por accidente son eventualidades que pueden ocurrir. Así que la carta, como la foto de álbum familiar, ya desde su nacimiento lleva implícita una carga identitaria, a la vez que corre el riesgo de ser leída en un contexto distinto del esperado o aun de convertirse en cosa pública. En su trabajo sobre el tipo de subjetividad que construyen las cartas de militantes políticos a sus hijos durante los años 70, Jordana Blejmar sostiene que los mismos militantes advierten el carácter testimonial de las cartas “al dirigirse a sus hijos no sólo en tanto hijos, sino también en su condición de futuros revolucionarios, que terminarían la tarea que ellos habían comenzado. (...) Esas cartas son, también, textos dirigidos a la Historia y es ese doble destinatario (privado y público) el que hace de ellas un documento invaluable para debatir sobre el pasado reciente” (Blejmar, 2009: 6). Esta consideración resulta muy pertinente en este caso particular en que el destinatario de la carta −siempre diferido, por definición− ha sido desde el origen uno imposible o ideal, un verdadero y radical ausente que al momento de la escritura ya llevaba un mes de asesinado. Por lo tanto, es posible pensar que esa carta fuera escrita por la tía para algunos otros destinatarios diferentes de su destinatario explícito: la esposa y los hijos, seguramente, pero quizá también las generaciones venideras −muchas de las cartas escritas desde la clandestinidad justificaban la lucha y el sacrificio en pos de un mejor futuro para los hijos y las generaciones futuras. A la vez, este difuso destinatario toma una forma nueva a partir de la intervención del hijo/sobrino, multiplicándose en otros nuevos corresponsales: anónimos mirantes y lectores de la nueva obra hecha con fotos. Algo similar a lo que sucede con el estatuto de las fotos del viaje del padre en su circulación posterior hacia un público no familiar, imprevisto.

Por otra parte, Blejmar cree que, al ser un diálogo diferido, la carta permite a los hijos de desaparecidos retomar una comunicación con sus padres e incluso responder las cartas que ellos les dejaron (Blejmar, 2009). Por ejemplo, en la película Papá Iván (2004), María Inés Roqué usa el mismo recurso que Pérez del Cerro ya que hilvana la narración cinematográfica a partir de una carta, en este caso la de su padre desaparecido.

Otra variante de la letra manuscrita son las esquelas que Inés Ulanovsky intercala en Fotos tuyas (2006) sobre la relación de las familias de los desaparecidos con las fotos de los ausentes. Qué fotos conservan, cómo las guardan, cómo posan junto a ellas y otras cuestiones atraviesan estas imágenes, divididas en nueve secciones, cada una antecedida −o intercalada− por un pequeño texto escrito a mano por uno de los retratados. Estos escuetos textos no acompañan la obra como paratextos sino que constituyen parte nuclear de ella. Son palabras que aparecen fotografiadas y presentadas de la misma manera que el resto de las fotos y que llevan siempre la carga fuerte de la primera persona, recordando al ausente desde un punto de vista dolorosamente privilegiado. Las esquelas hablan del desaparecido, contando la historia y explicando las fotos, las circunstancias de la desaparición o incluso los sentimientos de quien narra: “Mi papá (…) fue militante peronista. (…) Todavía lo extraño”; “Nunca me acostumbré a esa ausencia. Están conmigo en cada momento de dolor y alegría”; “No podremos nunca más escuchar su voz, ni conocer cómo el tiempo se marcó en sus rostros”. Sólo una de estas esquelas se diferencia del resto por dirigirse ya no a quien mira la foto sino a la hija desaparecida: “Cris: Te buscamos, no te encontramos, acá estamos. Mamá y papá”. Como en muchos recordatorios, el hecho de que el que escribe la carta se dirija a una segunda persona hace que el lector ocupe además momentáneamente ese lugar del ‘tú’, en este caso el lugar del desaparecido.

La serie de Ulanovsky retrata precisamente el tránsito desde esas fotos familiares hacia su conversión en las ‘fotos del desaparecido’, hecho que las transforma. En ese espacio ambiguo entre lo doméstico-familiar y lo público, también se ubican los textos manuscritos que acompañan y abren cada subconjunto. La existencia del texto agrega siempre información con que volver a revisar la imagen; incluso la letra y los indicios que en ella pueden leerse aportan información de quien escribe −con un pulso nervioso, cansado, aniñado, tembloroso o firme al recordar al ausente. La letra manuscrita deja ver al testigo que atestigua, que da testimonio ya no de la verdad de los hechos objetivos –aunque cuente las circunstancias de la desaparición o el asesinato−, sino de la verdad propia de la ausencia, que afortunadamente viene a ser interrumpida por recuerdos y fotos. La imagen y el texto aluden y confirman solidariamente lo que el aparato desaparecedor interrumpió: una vida anterior, una historia singular de la que muchas veces no queda casi nada, salvo unas fotos.

Además, otros textos diferentes acompañan en el libro a cada grupo de imágenes: más explicativos, van impresos junto a las imágenes y en la mayoría de los casos aportan los detalles de la biografía del desaparecido y retoman los testimonios de los familiares acerca de su relación con las fotos. Sería interesante pensar si lo que refuerza el texto aquí no es también cierto efecto explicativo y de verdad, cierta certeza de los dichos (de los hechos- dichos) en medio del horizonte de desconocimiento e imprecisión propio de toda desaparición. El texto asevera, confirma, quita polisemia a las imágenes, establece tiempos y vínculos y, aunque también dispara cuestiones nuevas, puede funcionar como anclaje de lo visual. Al ser entrevistada, Ulanovsky ha dicho que le otorga mucha importancia a la información y a la contextualización. “Hay toda una corriente de no información y arte y no sé qué. Yo no creo en eso. No me interesa. Me parece que este era un libro documental, si bien tiene algunas licencias estéticas. (...) Dije: ¿qué hago con la información, cómo la agrego? Sólo un epígrafe me parecía medio frío, medio afuera. Así que les pedí a ellos, los familiares, que escribieran algo acerca del desaparecido. Que me contaran de alguna manera quién era, qué había pasado, algo sobre las fotos” (Ulanovsky, 2010). Es decir, en el libro, la letra manuscrita va acompañada por otra letra, más propiamente explicativa, que agrega información sobre la historia del desaparecido y la relación de sus familias con las fotos.

Si el caso paradigmático de la escritura a mano lo constituye la carta, la firma resulta una interesante y fronteriza expresión de lo manuscrito. Derrida (1994) afirma que el hecho de que el individuo estampe su nombre en un papel, que se instaure como presencia, no hace más que confirmar su radical ausencia. Esta ausencia-muerte del sujeto derrideano de la escritura se fundamenta, en parte, en el hecho de que el sujeto esté preso de la muerte desde su nacimiento. Es por ello que instala su presencia a través de la ausencia de la escritura y la firma. La descripción de Derrida de la escritura como presencia de una ausencia coincide en mucho con la manera como habitualmente se piensa la fotografía. Si quien escribe inscribe su ausencia, borrándose; si la letra mata y la firma es el último intento de una para-siempre ausencia, ¿no funciona del mismo modo la fotografía, muda señaladora de una vida ya ausente, instaladora de “la muerte en futuro” al decir de Barthes (2006)?

Una foto de Helen Zout presenta dramática y explícitamente esta paradójica aparición conjunta de ausencia y presencia del sujeto en la firma y en la fotografía: si hay firma o foto es porque no hay persona y a la vez porque hubo persona. La foto, que pertenece a su libro Desapariciones (2009), muestra en blanco y negro y en primerísimo plano una rúbrica de lapicera sobre una mancha en el papel. Una línea punteada también manuscrita −con la misma tinta− pasa por debajo de la mancha y de la firma: es una línea de guiones que organiza el espacio y marca el vacío a completar. El título/epígrafe de la foto es “Mancha de sangre y firma en un expediente judicial de 1976”. Leerlo confirma la sospecha de que se trata de sangre y, además, que la firma no está extraída de cualquier documento sino de un expediente judicial. Una vez más, Zout fotografía los archivos utilizando el recurso de la doble exposición. Por un lado, la mancha de sangre que es en verdad la gran silueta que dejó sobre el piso el cadáver al ser removido (un doble del cuerpo, una sombra fotografiada). Por otro lado, la firma de la burocracia asesina que certificó esta muerte. Zout eligió esta foto dentro de una serie de imágenes del cadáver tomadas por el fotógrafo policial. Según las palabras de la fotógrafa, “la firma corrobora la imposibilidad de identificar este cuerpo. Es un muchacho muy joven que aparece ta- bicado. El fotógrafo de la policía (...) levanta el cuerpo y fotografía la mancha de sangre que quedó en el piso. Era un exceso de documentalismo de parte de la policía. (...) Esta es la firma que corroboró que este muchacho nunca se va a poder identificar” (Zout, 2011). La sangre que acompaña la firma subraya a la vez la aparición del cuerpo –la humanidad del asesinado, la realidad del desaparecido−, mientras alude a la tortura y a la muerte certificada como NN por la firma.37 Por último, es interesante que en una obra como la de Zout −plena de referencias al archivo, los legajos y las pruebas− la firma del expediente judicial del año 1976 venga a ocupar un lugar intermedio de inteligibilidad entre el lenguaje verbal y un no-lenguaje. Verdadero trazo no completamente lingüístico (la firma no es un texto), es identificable, sin embargo, como signo y expresión de una persona singular (una firma no es una mancha), en este caso de la persona que corrobora el delito, estampándolo.

AnTe LA Ley

En el libro de Zout (2009), en la página opuesta a la de la foto con la firma, aparece un primer plano del rostro de un joven muerto con los ojos y la boca entreabiertos y algunas manchas en la piel −llega a verse también su cabello enrulado. Sobre la foto o, más bien, por dentro mismo de la foto, se transparentan algunas palabras escritas a máquina que cubren la cara y el pelo, y aunque son difíciles de leer no entorpecen la visión de los detalles (“telegramas” (...) “21.34 y 24” (...) “que solicita se informe” (...) “Homicidio N.N.” (…) “referido expedien” (…) “Lomas de Zamora”, entre otras). La imagen se llama “Joven asesinado no identificado. Expediente judicial de 1976” y ya desde la puntuación del título −partido en dos oraciones− se habla al espectador sobre el recurso fotográfico de la doble exposición: poner juntas dos partes en un todo nuevo. Las letras de molde del expediente se combinan aquí con el rostro del muchacho asesinado y desconocido; y la sigla NN cae justo sobre uno de los ojos.

Zout fotografía en un mismo negativo fotos y palabras: el expediente y la foto que lo acompaña. Estos documentos elegidos para poner al frente de la cámara marcan un momento histórico de las reivindicaciones de los derechos humanos en la Argentina: la lenta apertura de diversos archivos policiales −instrumentos de control, persecución y muerte− que incluyen no sólo documentos escritos, sino también fotográficos. Precisamente, como se ha visto, Zout ha trabajado de manera extensa con materiales del archivo policial.

En esta foto, la artista se apropia del archivo al reinstalar la imagen y las palabras en otra serie, subrayando precisamente la violencia del archivo estatal-policial y de su discurso: son las palabras del expediente que se sobreimprimen sobre la víctima las que lo definen como −y lo convierten en− asesinado y NN. Aquellas palabras que Zout toma literalmente de la jerga policial para dar título a su foto se cargan con nuevos sentidos en este nuevo uso, a la vez que le dan a la foto la constatación de lo sucedido en tanto que fue registrado y archivado por las fuerzas de seguridad. Pensando en la presencia de lo textual en sus fotografías, Zout ha dicho sin embargo que su trabajo se fue despojando de palabras. “Cuando empecé a mostrarlo abajo tenía unos textos enormes que realmente competían muchísimo con la imagen. Y poco a poco fue teniendo cada vez menos” (Zout, 2011). Lo fotográfico lentamente se va autonomizando y deja de necesitar una explicación que sostenga desde fuera las imágenes. Para poder trabajar incluso en esta serie la palabra y la firma del poder represivo desde el interior mismo de la foto. Otras palabras del léxico jurídico-administrativo aunque provenientes de otro origen aparecen en Recuerdos inventados (2003), la serie en que Gabriela Bettini presenta −y donde se presenta junto a− su abuelo y su tío desaparecidos. Entre las diez fotos que componen este trabajo, donde también se superponen imágenes del pasado con acciones en el presente, hay cuatro que son fotos de textos: tres del informe Conadep; una de la carátula de un libro de poemas de Poe firmado por el abuelo. Si las instantáneas de falsos momentos vividos por el abuelo y el tío con la nieta/sobrina, al montar dos tiempos, contenían la verdad de lo imposible, entonces, ¿qué lugar juega el texto aquí? A diferencia de la palabra manuscrita, propia o ajena, Bettini se vale de testimonios ya dichos, ya escritos, para dar su propio testimonio. Aquí no se trata tanto de una voz familiar –salvo en la foto de la tapa del libro que lleva inscrita la subjetividad del desaparecido en la firma− sino del informe ‘objetivo’ acerca de cómo sucedieron las desapariciones. Es decir, son fragmentos del Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) creada por el gobierno nacional en 1983 para investigar la desaparición forzada de personas. Informe que dio origen, precisamente, al libro que se ve en otras de estas fotos, el Nunca más, publicado en septiembre de 1984 (Crenzel, 2008).

37 Gilles deleuze (1991) considera la firma como uno de los dos polos de las sociedades disciplinarias (el otro es el número de matrícula, en un doble juego de individualización y masificación).

¿Qué reenvíos genera esta intromisión de la palabra de orden legal o jurídico, la palabra ‘verdadera’? Siguiendo a Luis García (2011: 94), “la farsa teatralizada en las imágenes se golpea contra el prosaico registro administrativo de esas muertes”. Los dos órdenes –el visual y el escrito− se ubican a su vez en dos registros diferentes. Las palabras burocráticas presentadas en esta serie se combinan así con fotos que son documentos falsos: imágenes que prueban y muestran lo que no ha sucedido. O, para decirlo mejor, aquello que no ha podido suceder porque el terrorismo de Estado lo impidió. En relación con esto, la tercera de las fotos, titulada “Conversación con Antonio”, muestra a la nieta señalando una página del libro Nunca más mientras el abuelo mira con gravedad el texto que cuenta su asesinato. Esta imagen es quizá la pieza clave del conjunto, al funcionar como puente de las fotos y los textos. La recursividad surrealista de esta foto, donde la nieta le presenta al abuelo-desaparecido los hechos de su desaparición, conecta la lectura de lo escrito con las imágenes, lo dicho con lo visible, la verdad de la imagen con la verdad de las palabras, para desestabilizar todo el conjunto. La foto aparece aquí como prueba subvertida: es prueba de lo que no se puede probar, de las desapariciones y de un tiempo imposible.

Las palabras de la ley están aquí de manifiesto: en la foto de Zout es la ley ilegítima del expediente secreto; en las de Bettini son las palabras de la Conadep que ha tomado el camino legal para conseguir información y justicia y se ha valido in extenso de testimonios. Los discursos, el legal y el ilegítimo, se presentan fragmentarios y combinados con fotos, demostrando, en un caso, la complicidad de la foto y la palabra al momento de poner en marcha la burocracia asesina; y haciendo tambalear, en el otro, la extendida idea de la fotografía como reflejo de lo real.

COnTRATexTOS

Por último, otra de las formas en que la escritura acompaña las fotos es a partir de la presencia de la palabra testimonial alrededor de las imágenes.

Una llamativa combinación de testimonios y fotos se da en el libro Pozo de aire de Guadalupe Gaona (2009), que presenta imágenes de su álbum familiar –especialmente, las últimas vacaciones de la familia en Bariloche antes de la desaparición del padre– con fotos propias de los mismos escenarios y con poemas. Estos breves textos poéticos intercalados entre las imágenes ofrecen recuerdos y anécdotas vagas, mezclando voces de niña y de mujer –a veces son madre e hija. Al principio del libro, un breve prólogo poético narra un momento de felicidad. El texto describe con palabras su imagen favorita y amuleto: la única foto que tiene Gaona a solas con su padre y que ha sido tomada al borde del lago durante las vacaciones familiares.

Junto a la doble costura de presente y pasado de las fotos de Gaona, los poemas realizan un trabajo similar al buscar en las imágenes de la memoria para reconstruir un momento en permanente fuga. Intercalando textos entre las fotos presenta difusamente algunos momentos vividos, siempre entremezclados con percepciones presentes. ¿No son acaso los poemas imágenes hechas con palabras? La poesía es, dentro de la literatura, quien trabaja íntegramente con imágenes, hecho que aquí otorga a poemas y fotografías una gran empatía. Las palabras subrayan los contactos entre los mundos de ahora y del pasado que las fotos proponían y, así como las fotos, fallan justo al querer reponer un sentido:

A sus espaldas una frase está por salir de la luz. Su boca polar le dice algo.

Pero las palabras se pierden entre los escasos dedos de una mujer. Los ojos de ella se las devuelven igual que el eco.

Limpias de significado.

Aquello que las bocas quieren decir no puede decirse. Las palabras nacen limpias de significado, como un eco. Esta imposibilidad del habla denuncia la pérdida y el trauma. Y sin embargo es una imposibilidad de decir que se anuncia, como la foto movida que muestra a dos niños –Gaona y su hermano– bajo una vibración desenfocada. Hay una expectativa sobre ellos, una tensión que los acecha y que fotos y poemas se niegan a develar completamente.

En la página opuesta a la de la foto de la entrada a un bosque con un camino apenas marcado y algo de pasto quemado en el piso se lee:

Durante años. Espera atrás de una línea amarilla. Todavía no puede pasar.

Los ojos vendados por el calor. Una loca adentro.

Dos hijos. Los sacude. Suenan como cascabeles.

El bosque ofrece, en la foto, la entrada que no será franqueada –o, al menos, eso dice el poema. El bosque se vuelve así un escenario atractivo pero impedido. Algo a lo que será imposible regresar. El uso de la foto familiar se duplica en estos “poemas familiares”, que aluden también a la narración oral y repetida que hilvana las fotos familiares de los álbumes. Por otra parte, se destaca tanto en imágenes como en poemas la figura de la madre. Frente a la foto de una enramada en el bosque, Gaona elige estos versos:

El ruido de una rama desprendiéndose. Vuela por los aires una cachetada.

Proviene de mi madre y no del bosque.

El paisaje-madre resuena aquí en rama-cachetada. Quien habla no parece saber del todo de dónde viene pero sí conoce el sonido y el dolor de ese golpe. Los recuerdos son presentados en los poemas de Gaona a través de percepciones táctiles y sonoras, como una involuntaria memoria proustiana de lo perdido, y van construyendo junto a las fotos ese paisaje añorado y temido de las vacaciones previas a la ausencia del padre. Un fragmento de Treintamil de Fernando Gutiérrez (1997) también recuerda enrarecidos climas de infancia en una mixtura de fotos y palabras. En la página opuesta a la fotografía en blanco y negro de la carcasa oxidada y abandonada de un auto en un descampado, Gutiérrez escribe:

Santi era Batman; Beto, Robin y nosotros atacábamos al batimóvil, un auto abandonado a orillas del río Reconquista. Tomé el volante cuando miré hacia atrás, vi por entre los árboles acercarse un patrullero. El reflejo fue escapar. Carrera de cien metros en diez segundos, que fue interrumpida por el seco ruido de disparos. Manos en alto. Fuimos obligados a volver.

Parados uno al lado del otro contra unos arbustos, desconcertados, escuchamos: “si no nos dicen quién fue, los partimos en dos y los tiramos al río. López traiga la ametralladora”. Lo seguí con la mirada. Fue hasta el auto y volvió enseguida. No podía más que mirar el caño del arma con que nos apuntaba. Más preguntas y más gritos desesperaron a Santi que, arrodillado y llorando, les pidió por favor que no nos matara, que no sabíamos nada. Nos dejaron ir. Esta vez no corrimos. Teníamos doce años y era el verano del 80.

Tanto Gaona como Gutiérrez demuestran con fotos y textos que han sido testigos infantiles, niños que sin entender las razones han vivido el horror, la amenaza y el peligro. Esta temerosa –y temblorosa– confusión habita también sus obras.

Otras dos series que ofrecen una combinación de testimonio escrito y fotos son las de Gerardo Dell’Oro y Martín Acosta. Aunque de manera diferente, ambos reconstruyen la historia del retratado a partir de narraciones que tienen el mismo estatuto que las fotografías.

En Imágenes en la memoria, Dell’Oro trama las fotos con testimonios suyos sobre su hermana, su familia, su sobrina y sobre Julio López. También agrega fotografías de recuerdos escritos de la vida de su hermana: una nota de la maestra, un cuento de cuando estaba en tercer año, la carta de su cuñado desde la conscripción –nuevamente la epístola como un importante tesoro familiar−, las anotaciones de López con letra temblorosa. Todas estas apariciones de lo manuscrito subrayan, como se ha visto, la aparición de la persona detrás de la letra. Y marcan también la materialidad de estos escritos realizados en un boletín, en una hoja de carpeta, en un papel arrugado y conservados como prueba de una vida. Todo este conjunto es, al igual que las fotos, ordenado pacientemente por el relato propio que Dell’Oro intercala en las fotos.

Por su parte, Acosta narra en ADN el camino del nieto recuperado desde la desaparición de sus padres hasta la restitución de su identidad, incorporando en su narración algunos testimonios de nietos recuperados. Aquí la relación con el texto es algo más distanciada, ya que no se trata del testimonio en primera persona del testigo o familiar, sino de la tercera persona del fotógrafo –la mirada del reportero− que intercala incluso pareceres propios sobre el retratado, presentando, a fin de cuentas, su singular perspectiva. Respecto de la centralidad del texto en su trabajo, Acosta ha dicho que le incorporó texto porque se dio cuenta de que faltaba, que era necesario. “¿Por qué? Porque yo soy fotoperiodista. Concibo al lenguaje no como un lenguaje visual exclusivamente: la participación de la palabra es fundamental. Yo no soy un artista (...) El trabajo es como vos lo ves, no es sin foto histórica o sin texto. Es indivisible” (Acosta, 2011). Confirmado por sus dichos, esta obra de Acosta se acerca a lo que Ribalta llama un patrón documental social, en el que “las imágenes se articulan con textos y el formato de la página impresa mantiene una tensión dialéctica con el espacio expositivo” (Ribalta, 2004, 15). La referencia de esta obra es el periódico y la centralidad y organización visual de las zonas textuales. Las intenciones explicitadas por Acosta se relacionan con las razones de la –brevísima− aparición del texto en la serie de Julio Pantoja, en la que cada foto de los hijos tucumanos lleva como epígrafe el nombre del retratado, su edad, ocupación y el año de toma de la foto. En la presentación de la muestra, Pantoja (2006) sostiene que “otro punto importante siempre, pero vital en este caso, es la relevancia del nombre que acompaña cada retrato, porque permite preservar la identidad y la historia de cada uno. Las fotos sin nombre son fotos de NN, como calificaban los militares a sus víctimas. Y debía ubi- carme en las antípodas”. De esta manera, el texto esclarecería identidad, hecho siempre negado por el aparato represor.

Por último, y como se ha mencionado, los restos de textos no son los únicos elementos lingüísticos presentes en la serie El lamento de los muros de Paula Luttringer, ya que un conjunto de frases en primera persona conforma también la muestra. Cada foto está acompañada por un largo epígrafe con el testimonio de una mujer secuestrada durante la dictadura. Las voces de las ex detenidas desaparecidas ofrecen desde fuera de los marcos un contrapunto a esas huellas difícilmente codificables que habitan en las paredes. La foto de los escalones, por ejemplo, lleva el siguiente testimonio:

Bajé alrededor de 20 o 30 escalones, se oyeron cerrar grandes puertas de hierro. Supuse que el lugar estaba bajo tierra; que era grande, ya que las voces retumbaban y los aviones carreteaban por encima o muy cerca. El ruido era enloquecedor. Uno de los hombres me dijo:

¿así que vos sos psicóloga? Puta, como todas las psicólogas. Acá vas a saber lo que es bueno. Y empezó a darme trompadas en el estómago. Marta Candeloro fue secuestrada en la ciudad de Neuquén el 7 de junio de 1977, y trasladada luego al Centro Clandestino de Detención La Cueva.

De una manera similar a como Pilar Calveiro (2008) entrelaza en su libro los testimonios de otros sobrevivientes sin partir nunca de su propia experiencia, pero evidenciando un conocimiento al detalle de la maquinaria represiva, Luttringer se vale de los testimonios de otras mujeres para narrar su historia. Hay en ambos casos un alejamiento del lugar de víctima –del lugar testimonial subjetivo– y un recurrir al testimonio de los otros para mostrar esa parte terrible del pasado colectivo y de sus biografías. Tal como sostiene la propia fotógrafa: “nunca me ha gustado usar como estandarte el hecho de estar desaparecida, para que sea reconocida mi fotografía” y “no estoy hablando de mí, pero al mismo tiempo hablo de mí” (Luttringer, 2006 y 2011). Para narrar lo vivido, Luttringer se vale del testimonio del trauma de otras mujeres para presentar la historia y su historia –que haya elegido sólo a mujeres refuerza el hecho de que se trata de su historia.

“Tenía que preguntarles a otras mujeres qué recuerdos quedaban en sus memorias. (...) No me interesaba nunca saber la exactitud del recuerdo sino preguntarles: ‘Cuando te despertás mal en medio de la noche, ¿de qué te acordás?’” (Luttringer, 2011).38

La memoria del acontecimiento traumático, inexorable e incompletamente unida a la palabra, será necesariamente recreada y transformada en su pasaje a lo discursivo. El testimonio se vuelve la estructura fundamental de transición entre la historia y la memoria, ya que el sentido de lo que pasó no está fijado de una vez por todas (Ricoeur, 1999). Según Dominick LaCapra (2005), elaborar el trauma es lo que permite escapar a la repetición anclada en el pasado, a partir de reorganizar los sentidos sobre lo vivido para reubicarse en la vida presente y futura. El trauma, en tanto intransferible, se dice siempre y obligatoriamente en primera persona.

38 Respecto de la elección de testimoniantes mujeres, Luttringer (2011) explicó que al principio entrevistaba a hombres y mujeres, pero luego: “no pude enfrentar a los hombres. No pude enfrentar cuando los hombres empiezan a contar, se quiebran y lloran. Esa fue una falencia mía. No sabía cómo consolarlos, no entendía por qué lloraban tampoco. No supe cómo manejarlo, y de pronto empecé a abandonar eso. Cuando empecé a hablar sólo con mujeres, entendía de qué me estaban hablando. Además, mucho tiempo después me di cuenta de que la mujer no transmite la misma memoria que el hombre. La mujer tiene una memoria que tiene relación con colores, con olores, con sensaciones, con algo más ventral, del vientre. y era lo que yo estaba buscando”.

Entonces, ¿qué nuevos reenvíos crean estos testimonios en primera persona que subrayan la singularidad del sujeto que ha experimentado la tortura? ¿De qué manera modifican las fotos? Sin dudas, entablan un ida y vuelta entre cierta afirmación y claridad del testimonio –una claridad que no completa, sino que admite huecos, cosas no dichas y fisuras– y la opacidad de la fotografía. El juego entre lo dicho y lo no dicho, entre palabra y foto, arma un conjunto que tiene que ver con las memorias subterráneas y la oscuridad que caracteriza a los testimonios (Pollak, 2006). Luttringer no usa los dichos de las mujeres para explicar la foto. Una vez que se los ha leído, es más un clima o atmósfera de recepción de las fotos lo que se crea, que una descripción de lo que se ve (aunque haya un motivo que las aúna, en este caso los escalones, por ejemplo). El modo como se relacionan es el fragmento: dos partes diferentes puestas juntas para construir una nueva obra, ni plenamente clara ni caótica por completo. Fragmentos que hablan de una composición, de un todo abierto que sirve como mapa a medio camino entre lo decible y lo visible. Las palabras acompañan las fotos y expresan sin explicar. El testimonio deja oír el lamento de los muros para que persista como rumor. Un rumor que ni siquiera los testimonios de las mujeres que han estado detenidas logran, desde el otro lado del marco, explicar ni aclarar.39

Luttringer establece además la importancia de las palabras testimoniales en su dimensión fónica, en su forma y su sonoridad, más allá de lo que las palabras signifiquen. Prueba de esto es que cuando estas obras han sido mostradas en el extranjero y hubo que leer los testimonios a un público no hispanohablante la artista pidió que se leyeran primero en español, aunque el auditorio no las comprendiera. “Necesito dar mi voz, mi propia lengua, y luego compartir con ustedes en su idioma lo que pasó en mi país” (Diamond, 2008, traducción propia). La palabra es más que lo que dice, ya que es el testimonio de alguien en singular y lleva sus marcas enunciativas, en las que pueden rastrearse los rasgos identitarios e incluso sus fisuras.

El relato, motor de memorias y encargado del pasaje de la memoria individual a la memoria colectiva, es también voz y grafía, sonido e imagen que pueden conducir al testimonio. La necesidad de mostrar y de decir por parte del testigo aparece con fuerza en la serie de Luttringer. Incompletas e insuficientes, las palabras de las víctimas apuntalan la obra desde afuera.

PALAbRA devUeLTA

Desde la concepción platónica de la huella y la teoría aristotélica de la reminiscencia hasta nuestros días, la memoria ha estado profundamente relacionada con las imágenes como elemento central para su definición. Asimismo, y por otra parte, la palabra también resulta un vehículo central como hacedora y transmisora de memorias a lo largo de generaciones, como expresión –potente aunque inacabada– de la experiencia traumática. Entre muchos otros, Paul Ricoeur (2008) y Elizabeth Jelin (2002) piensan las narrativas como la manera primordial como los sujetos construyen, evocan y modelan su pasado. Dada esta importancia de las formas lingüísticas en la construcción del pasado, no es nunca azarosa su utilización en fotos que tematizan una cesura histórica. Por su parte, Beatriz Sarlo (2005) cree que el testimonio está ubicado en un lugar de “icono de la verdad” en esta época, por lo que es el recurso principal para la reconstrucción del pasado por parte de la generación siguiente a la de los desaparecidos. Sumado a esto, el efecto de testimonio que Barthes (2006) le adjudica a la foto y la idea de Ricoeur (2008) de que la huella es la raíz común al testimonio y al indicio permite comprender por qué estas fotografías, a fin de cuentas verdaderos testimonios visuales, arman junto a la palabra poderosos artefactos de memoria.

39 Primo Levi se ha referido también al lamento: “de hombres que han conocido esta privación extrema no podemos esperar una declaración en el sentido jurídico del término sino otro tipo de cosa, que está entre el lamento, la blasfemia, la expiación y el intento de justificación, de recuperación de sí mismos” (citado en Agamben, 2000: 25).

De hecho, las fotografías comparten en su mayoría las características pensadas para los testimonios verbales: suponen una primera persona –una perspectiva: la mirada de un ojo que establece un punto de vista particular–; hay en ellas tensión entre lo singular y lo social, y hay por supuesto en ambas ambigüedad, cosas no dichas, reconstrucción, silencios, incompletitud. En el lugar de intercambio entre lo individual y lo colectivo, las fotografías como testimonios visuales se ubican a medio camino entre una historia exterior y los esfuerzos siempre incompletos de una memoria. Y pueden ser, como se ha visto, un interesante escenario donde desplegar los testimonios escritos. Porque, tal como cree Huyssen (2009), en lugar de oponer palabra a imagen debemos reconocer que la imagen y la palabra están entrelazadas en las prácticas de representación y cuando una de ellas falla, la otra puede iluminar la escena. Las series revisadas otorgan a la palabra un lugar relevante en el armado final de la obra. Luttringer combina los trazos lingüísticos en una pared con el testimonio de las víctimas, problematizando incluso el lugar del testigo. Brodsky juega con la supervivencia de la memoria, con la letra del olvido. La carta de la tía al padre asesinado es el andamiaje que sostiene la serie de fotos de Pérez del Cerro, así como las esquelas manuscritas de Ulanovky dan entidad biográfica a la pérdida. Zout fotografía palabras policiales y fotos secretas para abrir el entramado de silencio y el texto de la Conadep le permite a Bettini complejizar en sus fotos las cuestiones de lo verdadero/falso. Los poemas de Gaona arman con las imágenes una costura que sumerge al lector en un ir y venir del presente al pasado, y Acosta y Dell’Oro narran las biografías previas de los desaparecidos a la vez que las historias de los hijos.

Algunas de estas fotografías ofrecen apariciones veladas de la palabra, muchas veces ilegibles o en diálogo con la ilegibilidad, donde ciertos sentidos sobrevienen y sobreviven –en las paredes, en los muros de las prisiones, bajo las inclemencias del tiempo– para poder leerse de manera transversal desde el presente. “Se trata de una letra pero fuera del lenguaje. Lo que se transmite es del orden de lo no-dicho, pero se escribe” (Rousseaux, 2007: 381). Aquí, entonces, las fotos –complejas huellas de lo real– muestran a su vez huellas lingüísticas y se presentan incompletas, aunque desbordantes de sentido. La letra funciona y se transmite más en la línea de la imagen y de las memorias subterráneas que como información explícita. La imagen fotográfica evidencia el grito y el quejido, la phoné donde aún no se articula lenguaje alguno, pero que gracias a la fotografía ha comenzado su camino al testimonio. Jacques Rancière retoma la distinción aristotélica entre phoné –el grito o el ruido animal, que expresa placer o displacer– y logos –la palabra humana, que expresa discernimiento. “La política consiste (...) en hacer visible aquello que no lo era, en escuchar como seres dotados de palabra a aquellos que no eran considerados más que como animales ruidosos” (Rancière, 2005: 15). Algunos de los artefactos fotográficos de este capítulo se proponen justamente comenzar a dar palabras allí donde sólo había ruido. Y así dar sentido a esas “imágenes sufrientes, a la espera de una posible, de una futura legibilidad” (Didi-Huberman, 2008: 48).

Incluso cuando, como es el caso de la letra manuscrita, las palabras cuentan algo, el pulso de la letra y su caligrafía singular ayudan a reponer el espesor no completamente decible de la ausencia y de quienes la sufren: los sujetos reales, con un cuerpo y una mano que escribe. Las palabras de estas obras, aun aquellas más narrativas, no explican las imágenes sino que agregan otro nivel de discurso. Ya que para explicar se necesita implicar las emociones, palabras e ideas en la presentación de las imágenes mismas (DidiHuberman, 2008: 48).

Por otra parte, la memoria está compuesta por fragmentos y a su vez cada foto es fragmentaria (es índice y recorte, el fuera de campo es central en la definición de la fotografía: es imposible no dejar algo afuera). Precisamente son los fragmentos textuales los que componen estas obras: la palabra rota o que ya no se lee, pero también el fragmento de testimonio, cuando la anécdota puntual no describe panorámicamente sino que cuenta partes mínimas, los pedazos de una carta, una breve esquela. Por todo esto, muchas de las fotos de estas series, antes que una visión totalizante, proponen una entrada incompleta y plena de lagunas como la memoria.

En estas imágenes, los sobrevivientes y familiares que portan su palabra lo hacen sin poder sustraerse de narrarlo una y otra vez, pero a la vez sabiéndose fatalmente imposibilitados de dar completa cuenta de lo vivido. Palabras fotografiadas y palabras escritas recrean y reconstruyen la experiencia del horror, siempre a mitad de camino entre la historia y la memoria individual, para ser y hacer memorias. Para devolver la palabra y, de esta manera, comenzar a elaborar el trauma.

Instaladas en espacios comunes a la fotografía y al testimonio –fragmentariedad, tiempo pasado, construcción identitaria, indicios de un haber estado ahí–, estas obras se comportan tal como describe Michel Foucault (1993: 80) la pintura de Magritte, dejando “que el discurso caiga según su propia gravedad y adquiera la forma visible de las letras. Letras que, en la medida en que están dibujadas, entran en una relación incierta, indefinida, embrollada con el propio dibujo, pero sin que ninguna superficie pueda servirles de lugar común”. Así, palabras y fotografías –cada lenguaje en su irreductible singularidad pero embrollados–,contraen aquí una unión nueva, que encuentra su punto justo precisamente por no tener equilibrio alguno. Poner textos en los muros de una exposición no es desterrar las imágenes, sino que, tal como piensa Rancière, las palabras también son materia de imagen y modelan formas visibles. “El arte y la política comienzan cuando (...) las palabras se hacen figuras, cuando llegan a ser realidades sólidas, visibles” (2008: 83). Frente al silencio y al enmudecimiento heredados del dispositivo represivo, estas obras enlazan imágenes fotográficas y testimonios en artefactos capaces de devolver(nos) la palabra.

...creo que nuestra sociedad intenta completar su álbum de fotografías, quizá se trate sencillamente de eso. dieGO

ARáOz

Óscar Muñoz es un artista colombiano que ha trabajado sobre la memoria a partir de diversos soportes de la imagen, entre ellos la fotografía. Una de sus obras es Proyecto para un memorial (2005), una videoinstalación donde se documenta la ejecución de una tarea inútil: Muñoz pinta retratos con agua sobre el pavimento caliente de Cali, copiando algunas fotografías de la sección necrológica del diario. Cuando se acerca el momento de completar el dibujo los primeros trazos empiezan a desaparecer, a evaporarse, por lo que hay que empezar de nuevo otra vez. Esta acción de dibujar con agua sobre una piedra al sol las caras de muertos que desaparecen incesantemente y que es vuelta a recomenzar cada vez –en loop, como una tarea inacabable y a la vez indetenible− sirve para subrayar el pertinaz trabajo de la memoria desde el presente y con la imagen. Un trabajo repetido –quizás a primera vista vano− que vuelve a arrancar una y otra vez, y que compromete al espectador en un ejercicio de rememoración efímero pero obstinado.

Entre los trabajos con imágenes que, como el de Muñoz, son verdaderos esfuerzos de memoria y apelan al espectador desde lugares no evidentes ni completamente conscientes o cristalizados, se encuentra el conjunto de obras fotográficas que a lo largo de estas páginas se presentaron y pusieron en diálogo. Entenderlas como memorias fotográficas resulta fructífero para estas producciones que son, a la vez, memorias sociales de un pasado en común, artefactos fotográficos –con sus particularidades temporales, estéticas y políticas− y elaboraciones artísticas creadoras que ponen en marcha recursos visuales singulares.

Desde sus orígenes, las artes de la memoria han intentado generar recuerdos a través de las imágenes, ya guiando al orador en su discurso, ya transmitiendo enseñanzas a destinatarios no familiarizados con la escritura. En una línea no demasiado alejada de esta matriz, aunque por supuesto menos estrictamente pedagógica y más autónoma, los artistas aquí revisados toman y producen imágenes de su memoria –personal y colectiva− para traerlas e instalarlas en otros, para tocar una fibra de la sociedad y para finalmente intervenir en la construcción del recuerdo, es decir, para tomar la palabra y hacer memorias. Estas obras suponen construcciones y reconstrucciones del pasado desde un presente y contienen también miradas hacia el futuro, en medio de variados contextos memoriales y de diversas condiciones históricas de decibilidad.

En estos trabajos, la fotografía es la técnica recurrente para la insistencia de la memoria del horror de la dictadura, especialmente para la evocación de la desaparición. Cada una de estas obras explota la duplicidad propia de la imagen fotográfica, a la vez huella de lo real y construcción. Las fotografías funcionan como artefactos de memoria precisamente en esa condición dual. En este reconocerse, en primer lugar, como indi- cios y restos de vidas interrumpidas por la violencia del secuestro y la desaparición. Pero también, como la abierta posibilidad de creación de sentidos nuevos para revisitar aquella traumática experiencia desde el presente, para indagarla desde sus secuelas.

Asimismo, en las obras se destaca la evocación del desaparecido, en especial a partir de la alusión y escenificación de su ausencia, esto es, de la construcción de un recurso que evidencia en sus mismos procedimientos la consecuencia principal del exterminio represivo. La figura del desaparecido condensa el horror de la dictadura por antonomasia: ha sido arrancado violentamente de la calle, del aula, de la fábrica, de su casa, de la vida y jamás regresará. En su lugar queda un vacío, y ya no se le reconocerá cuerpo ni historia desde entonces. En estas fotos, el cuerpo ausente se presenta como una identificable presencia urbana; lo desaparecido carece de cuerpo y sin embargo significa y está presente, se torna perturbadoramente visible. El cuerpo ausentado y desaparecido es evocado aquí por su necesaria incompletitud. Baste pensar, entre otros, en los cuerpos desaparecientes de Res; los cuerpos ausentes, las siluetas y las figuras humanoides en Travnik; los zapatos vacíos de Gutiérrez; las imágenes movidas del cuerpo lastimado del sobreviviente en Zout; los cuerpos animales torturados en Luttringer; los cuerpos faltantes en Germano; los cuerpos de los hijos que soportan en su piel las imágenes de los padres ausentes en las fotos de Quieto y Maggi; el cuerpo suplantado en Bettini; los cuerpos de papel fotográfico en Pantoja y Ulanovsky; el cuerpo recuperado de los nietos en Acosta.

Por otra parte, ciertas memorias fotográficas evocan la represión a partir de la visualización de la violencia política, tanto mediante la mostración de los instrumentos y las tecnologías del poder que llevaron adelante la desaparición y las torturas, como haciendo visibles las huellas de la represión en el espacio público. Este conjunto de memorias convoca el dispositivo desaparecedor de personas y cuerpos a partir de sus maquinarias y restos: las huellas en una ciudad vacía; el Falcon; el avión de las FFAA; el matadero; el archivo policial; la picana; la capucha y los restos de los centros clandestinos de detención. Evidenciando la configuración espacial y técnica del poder, muchas muestran de soslayo las marcas del trauma en la ciudad, en el espacio público, los territorios de memoria y las heridas, como sentidos de un sinsentido en el que se arraigan y del que, de alguna manera, son manifestación y presencia.

Otro gran conjunto de memorias fotográficas, por su parte, trabaja con las fotos familiares para exponer los efectos de la represión como interrupción de una trayectoria biográfica singular. Las consecuencias de este quiebre en el entorno íntimo del desaparecido hacen que hijos, hermanos, nietos recuperados y otros familiares recurran a las fotos del álbum para realizar unas nuevas imágenes, guiados por una voluntad anacrónica de reconstrucción. Por último, la palabra y el testimonio aparecen también en muchas de estas obras. En algunas, la letra se transmite más en la línea de la imagen y de las memorias subterráneas, mientras que en otras aparece como información que forma parte de la obra. La palabra fotografiada reconstruye junto a las fotos la infijable memoria del horror, siempre entre la historia y las vivencias individuales.

Estas memorias fotográficas conmueven e intranquilizan porque develan un territorio escondido en los pliegues de la experiencia colectiva a partir de mecanismos estéticos que suponen siempre la generación de formas, espacios e interrogantes abiertos.

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AGRAdeciMientOs

A Ana Longoni y Felisa Santos, por guiarme en los caminos del pensamiento, por su amistad y por enseñarme, además, la manera en que el trabajo de escribir y la maternidad pueden acompañarse mutua y felizmente.

A las y los artistas que permitieron que escribiera sobre sus fotos, me enviaron las obras, abrieron sus talleres y casas, me contaron sus historias y respondieron mis preguntas.

A mis compañeras y compañeros de estudio y trabajo en estos años. En especial a Jordana Blejmar, Luis Ignacio García, Claudia Feld, Cora Gamarnik y a quienes forman parte del grupo Ubacyt.

A Gabriel Valansi, Karin Idelson y Pablo Caligaris, que me impulsaron hacia la fotografía.

A Jacqui Behrend por sus charlas metodológicas.

A Julieta Escardó y Eugenia Rodeyro que acompañaron pacientemente la edición de este libro, y muy especialmente a Malena La Rocca por comentar puntillosa la versión final.

A Gabi Franco por sus consejos editoriales y poéticos.

A mi prima Paula por sus traducciones y por estar cerca.

A mis amigas y amigos de la vida.

A mi tía Ro, por su presencia constante.

A mis hermanas Lau y Ani, y mi sobrina Meyu, que siempre traen alegrías y ayudas.

A mis padres, por acompañarme cada vez y todas las veces. Y por enseñarme a no olvidar.

A Diego y Simón que, con infinita paciencia en largas horas y largos días, me dieron cariñosamente mucho más que el apoyo y el tiempo necesarios para cursar, leer, investigar y escribir. A la hermosa Eloísa, que llegó justo después de la tesis. Con ellos, que comparten mi vida, se queda todo mi amor.

Agradezco también al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas por haber financiado la investigación y escritura de la tesis doctoral cuyas principales ideas y capítulos fueron condensados en este libro. El Doctorado en Ciencias Sociales fue dirigido por Ana Longoni en el ámbito del Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.

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