l e t r a s
l i b r e s
enero 2009, año viii, número
88
enero 2009, aÑ0 viii, número 88 revista mensual 5¤ www.letraslibres.com
CUBA
cincuenta años de felicidad >De la Grange >Rico >Rojas >Prieto >Ponte >Hernández Busto >Yoani Sánchez >Ferrer >Menéndez
•Manea •Snyder •Elizondo •Zaid •Manguel •Nuño •Lynch •Riemen •Molina Foix •Domínguez Michael
88 enero de 2009
Contenido 4
E D I C I Ó N Año viiI
E S P A Ñ A
enero de 2009
Número 88
Director
Enrique Krauze Directora gerente
Leonor Ortiz Monasterio Director editorial España
Julio Trujillo Director editorial México
Ricardo Cayuela Gally Redacción
Ramón González Férriz, Rafael Lemus, Emmanuel Noyola Coordinadora Administrativa
Mara Figueroa Edición internet
Humberto Beck, Pablo Duarte
Director de arte
Sergio A. Ruiz Carrera Asistente de diseño y preprensa digital
Esteban Espinosa Publicidad
Christián Victoria Fernández Editor de ilustración
Fabricio Vanden Broeck
Consejo editorial
J. J. Armas Marcelo, Félix de Azúa, Adolfo Castañón, Juan Gustavo Cobo Borda, Christopher Domínguez Michael, Jorge Edwards, Laura Freixas, Pete Hamill, Hugo Hiriart, David Huerta, Miguel León Portilla, Juan Malpartida, Vicente Molina Foix, Carlos Monsiváis, Beatriz de Moura, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Barbara Probst Solomon, Alejandro Rossi, Andrés Sánchez Robayna, Fernando Savater, Jorge Semprún, Guillermo Sheridan, Pedro Sorela, José-Miguel Ullán, Mario Vargas Llosa, Enrique Vila-Matas, Juan Villoro, Leon Wieseltier
Nuestros colaboradores
Convivio 6
Bertrand de la Grange y Maite Rico:
La Habana, ruinas y revolución
Yoani Sánchez, Ernesto Hernández Busto, Jorge Ferrer, Antonio José Ponte, Rafael Rojas, Ronaldo Menéndez: Abuelo Fidel 24 José Manuel Prieto: La revolución explicada a taxistas 28 Gabriel Zaid: Poemas fallidos 32 Salvador Elizondo: Dry martini (cuento) 44 Ramón González Férriz y Diego Salazar: Cultura 3.0 48 Alberto Manguel: Un crimen perfecto 50 Enrique Lynch: Lo falso no falso 54 Luigi Amara: Los impasibles del tablero 14
Poemas 31
Laurel de California
Gary Snyder
46 Gogolí
Nicole d’Amonville Alegría Libros 60 Casi nunca, de Ricardo Sada
Christopher Domínguez Michael 61 Tecnología, progreso y el impacto humano sobre la tierra, de John Gray
Manuel Arias Maldonado
63
La ninfa inconstante, de Guillermo Cabrera Infante
Vicente Molina Foix 64 Un lugar llamado Oreja de Perro, de Iván Thays
Rafael Lemus 66 Poesía reunida, de Arnaldo Calveyra
Letras Libres, revista mensual, enero de 2009 Redacción y publicidad: 91 402 00 33 y 91 402 93 22 Fax: 91 401 99 97 e-mail: revista@letraslibres.infonegocio.com Edita: Letras Libres Internacional Domicilio de la publicación: Ayala, 83, 1˚A, 28006, Madrid Imprenta: Central de Gráficas Asociadas, S.L. Distribución: Gestión de Logística Editorial, S.A. Suscripciones: 91 402 29 67 y 91 309 36 06 Depósito legal: M 41135/2001 Letras Libres es miembro de la Asociación de Revistas Culturales de España (ARCE)
Edgardo Dobry 67 El leopardo de las nieves, de Peter Matthiessen
68 Historia de las despedidas, de Pedro Sorela
Ana Rodríguez Fischer 69 La herencia del olvido, de Reyes Mate
Esta revista ha recibido una subvención de la Direccion General del Libro, Archivos y Bibliotecas para su difusión en bibliotecas, centros culturales y universidades de España, para la totalidad de los números editados en el año 2008.
Suscripciones: www.letraslibres.com
2 Letras Libres enero 2009
Jorge Carrión
Sonia Arribas
70 Ya sólo habla de amor, de Ray Loriga
Roberto Valencia 71
La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz
Martín Solares
La única aportación contundente a la literatura revolucionaria es el lema de “Patria o muerte”. Si se compara este motto mortal con la frase favorita de los revolucionarios franceses, “Liberté. Egalité. Fraternité.”, se verá no sólo la pobreza mental sino además la miseria moral del apotegma favorito de Fidel Castro. – Guillermo Cabrera Infante
entrevista
Artes y medios 72 Cine: Matar es una costumbre
Vicente Molina Foix 74
Vampiros: Livin’ la vida muerta
Rodrigo Fresán Letrillas 76 Literatura y moral: Un veneno perdurable
Norman Manea 77
Literatura: Ibargüengoitia, la sonrisa en el balcón
Jorge F. Hernández
36
Ricardo Cayuela Gally
rob
riemen
79 semblanza: Guimarães Rosa, dios y el diablo
Danubio Torres Fierro 80 Ciudades: La lágrima de Auden
Mauricio Montiel Figueiras
82 Centenario: Saroyan en el trapecio volante
Bruno H. Piché
83 Diario Infinitesimal: Silueta de Voltaire
Hugo Hiriart Arena internacional 84 2 o 3 cosas que sé del populismo
Ana Nuño
Cuba, cincuenta años de felicidad
Portada: Foto: AFP / Gregory Ewald Ilustradores: Alejandro Magallanes, Gabriel Gutiérrez, Max Luchini, Bela Renata.
Está claro que la Revolución cubana es el hecho histórico más importante de América Latina en el último medio siglo y que su aceptación o condena ha regido, en buena medida, la discusión intelectual del subcontinente. Está claro, también, que ese experimento social, que alguna vez recibió el aplauso casi unánime de la intelectualidad mundial, fracasó escandalosamente. Este número condena la dictadura castrista al escuchar las voces de sus opositores. Si volvemos al caso de Cuba, no es para convencer a los dogmáticos sino para hacer un nuevo recuento de los saldos de esa revolución que ha llenado de ruinas
las ciudades y de presos las cárceles. Abre nuestro dossier un reportaje de Bertrand de la Grange y Maite Rico, quienes viajaron a La Habana para documentar su dolorosa decadencia. Luego, una nueva generación de escritores cubanos, nacidos entre 1964 y 1975, escribe sobre distintos aspectos de un régimen volcado contra sus propios ciudadanos. Por último, José Manuel Prieto explica, con sentido común y no sin humor, la Revolución a un taxista. En otro orden de cosas, este mes de enero la edición mexicana de Letras Libres cumple diez años. ¡Felicidades!~
enero 2009 Letras Libres 3
COLABORADORES ■ Luigi Amara (Ciudad de México, 1971) es poeta. En 2006 ganó
Libres y autor de Informe (Tusquets).
el Premio Hispanoamericano de Poesía con Las aventuras de Max
■ Enrique Lynch (Buenos Aires, 1948) es ensayista y profesor
y su ojo submarino.
de estética en la Universidad de Barcelona. En 2007 publicó
■ Nicole d’Amonville Alegría (San Salvador, 1967) es poeta. Ha
Filosofía y/o literatura (fce).
publicado Acanto (Lumen).
■ Norman Manea (Suceava, 1963) es escritor. Tusquets ha
■ Manuel Arias Maldonado es profesor de Ciencia Política en la
reeditado recientemente su novela El sobre negro.
Universidad de Málaga. Acaba de publicar Sueño y mentira del
■ Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) es escritor. Lumen
ecologismo (Siglo xxi).
publicó el año pasado su Breve tratado de la pasión.
■ Sonia Arribas (Madrid, 1971) investiga en la Universidad
■ Ronaldo Menéndez (La Habana, 1970) es escritor. Su último
Pompeu Fabra. Este año publicará Egocracy (Diaphanes).
libro publicado es Río Quibú (Lengua de Trapo)
■ Jorge Carrión (Tarragona, 1976) es escritor. Su último libro
■ Vicente Molina Foix es escritor. Su último libro es El cine de las
publicado es La piel de la Boca (Libros del Zorzal).
sábanas húmedas (Espejo de Tinta).
■ Ricardo Cayuela Gally (Ciudad de México, 1969) es director
■ Mauricio Montiel Figueiras (Guadalajara, 1968) es escritor. Su
editorial de Letras Libres México.
último libro publicado es Terra cognita (fce)
■ Edgardo Dobry (Rosario, 1962) es poeta. Lumen acaba de
■ Ana Nuño (Caracas, 1957) es escritora. En 2002 publicó el libro
publicar su último libro, Cosas.
de poemas Sextinario.
■ Christopher Domínguez Michael (Ciudad de México, 1962) es
■ Bruno H. Piché (Montreal, 1970) es escritor y periodista.
crítico literario. Su último libro publicado es Diccionario crítico de
■ Antonio José Ponte (Matanzas, 1964) es escritor. Anagrama ha
la literatura mexicana 1955-2005 (fce).
publicado su último libro, La fiesta vigilada.
■ Salvador Elizondo (Ciudad de México 1932-2006) fue uno de
■ José Manuel Prieto (La Habana, 1962) es escritor. Su último
los grandes escritores mexicanos del siglo xx. Entre su obra
libro es Rex (Anagrama).
destaca la novela Farabeuf o la crónica de un instante (1965).
■ Maite Rico (Madrid, 1963) es periodista y coautora de Marcos, la genial
■ Jorge Ferrer (La Habana, 1967) es escritor Su último libro
impostura (El País Aguilar) y ¿Quién mató al obispo? (Martínez Roca).
publicado es Tristán de Jesús Medina. Retrato de apóstata con fondo
■ Ana Rodríguez Fischer (Vegadeo, 1957) es profesora y escritora.
canónico (Colibrí).
En 2002 publicó Pasiones tatuadas.
■ Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) es escritor. Seix Barral
■ Rafael Rojas (Santa Clara, 1965) es historiador. Su último libro
publicó en 2007 los cuentos completos de Carson McCullers con
publicado es Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia intelectual
su prólogo y sus notas.
de Cuba (Colibrí).
■ Ramón González Férriz (Barcelona, 1977) es redactor de Letras Libres.
■ Diego Salazar (Lima, 1981) es editor y periodista.
■ Bertrand de la Grange (Tánger, 1950) es periodista y coautor de
■ Yoani Sánchez (La Habana 1975) es autora del blog Generación Y.
Marcos, la genial impostura (El País Aguilar) y ¿Quién mató al obispo?
■ Gary Snyder (San Francisco, 1930) es poeta. Su último libro es
(Martínez Roca).
Back on the Fire (Shoemaker and Hoard).
■ Ernesto Hernández Busto (La Habana, 1968) es escritor.
■ Martín Solares (Tampico, 1970) es escritor. Ha publicado Los
Su último libro es Inventario de saldos. Apuntes sobre literatura
minutos negros (Mondadori).
cubana (Colibrí).
■ Danubio Torres Fierro (Uruguay, 1947) es escritor.
■ Jorge F. Hernández (Ciudad de México, 1962) es escritor.
antología Octavio Paz en España, 1937 (fce)
En España ha publicado La emperatriz de Lavapiés
■ Roberto Valencia (Pamplona, 1972) es periodista. Escribe para
(Punto de Lectura).
El Mundo, Quimera y Archipiélago.
■ Hugo Hiriart (Ciudad de México, 1942) es escritor. El año pasado
■ Gabriel Zaid (Monterrey, 1934) es poeta y ensayista. En España
Mario Muchnik publicó su novela El desorden de todas las cosas.
ha publicado Los demasiados libros (Anagrama) y Reloj de sol (Ave del paraíso). ~
■ Rafael Lemus (Ciudad de México, 1977) de redactor de Letras
4 Letras Libres enero 2009
Preparó la
cuba, cincuenta años de felicidad
Bertrand de la Grange y Maite Rico
La Habana, ruinas y revolución La Habana recibió con los brazos abiertos en 1959 a los que imaginaba sus libertadores. Medio siglo después la ciudad es una ruina, ni siquiera la sombra de sí misma. Esta crónica narra la destrucción de la capital cubana y, tácitamente, ilustra el fracaso de la Revolución. No es el poder lo que me interesa y puedo asegurar que no tengo el propósito de posesionarme de él. Nosotros únicamente deseamos asegurar la libertad del pueblo.
E
1. Se acabó la diversión... l 6 de enero de 1959, día de Reyes, el Diario de la Marina publicó el siguiente anuncio: “La Unión Nacional de Empresarios Cinematográficos de Cuba ha acordado [...] abrir las puertas de todas nuestras salas, absolutamente gratis, a todos los miembros de las valerosas tropas que integran el Ejército de la Libertad, para que disfruten de nuestros espectáculos mientras estén acampados en La Habana”. El negocio del cine se unía así al fervor generado por aquella revolución que prometía devolver las libertades políticas perdidas siete años antes, con el golpe del general Fulgencio Batista. La Habana era por aquel entonces una de las capitales mundiales del séptimo arte. La ciudad, alardeaban los cubanos, tenía más cines que Nueva York: 135 salas para una población que no llegaba al millón de habitantes. Grandes estudios como Warner, Twenty Century Fox, Columbia o Metro habían abierto centros de distribución y talleres donde se formaban decenas de técnicos. El cine no era sólo un motor cultural sino una industria de primer orden. Pero resultó que los dirigentes revolucionarios no supieron apreciar el apoyo del gremio. Resultó, incluso, que eran alérgicos a esa forma de entretenimiento burgués. Y aquellas salas, las señoriales y las modestas de barrio, fueron sucumbiendo a la construcción del socialismo. Hoy apenas sobrevive una 6 Letras Libres enero 2009
Fidel Castro, 2 de enero de 1959
veintena, para una población que rebasa los dos millones. Las demás, enmudecidas, están cayéndose a pedazos, como todo en esa ciudad. Y en la isla. La Habana, dicen ahora pesarosos los cubanos, es un cementerio de cines. Como también es un cementerio de librerías, de mercados, de comercios... De esperanzas. Sobrevive algo de humor, cada día más negro, en espera de la muerte del caudillo, ese desenlace biológico que nunca llega. “Lo tienen apuntalao –comentan–, como los edificios de La Habana Vieja.” Calle Diez de Octubre con Santos Suárez. El imponente cine Apolo se erige frente a la parada de la guagua. ¿Qué dan ahora? La pregunta desencadena una cascada de reacciones. “¡Uyyy, no! –dice un mulato–. ¡Hace años que está cerrado! Se rompieron las máquinas y más nunca lo abrieron. Un cine hermoso era, con fuente de soda y rositas de maíz.” “Y tenía aire acondicionado –interviene una señora canosa–. Lo dejaron morir, como a todos. Sólo han mantenido los de la calle 23 y la Rampa, en el Vedado.” Y las vecinas, entre suspiros, hacen un repaso de las salas que había en la colonia donde nació la inolvidable Celia Cruz: “El Moderno, el Dora, el Atlas, el Fénix, el Santos Suárez...”, mientras señalan a todos los puntos cardinales. “Ya no hay ni cartelera en el periódico.” Algunos blogueros cubanos documentan con fotos el triste destino de los cines más emblemáticos: el Cuatro Caminos es un aparcamiento, como el Shanghai. El Majestic, un almacén. El Rex y el Dúplex, prodigios de la tecnología en los cuarenta, se hunden “en aguas albañales”. El Capitolio es un almacén de construcción. El Campoamor, un estacionamiento de bicicletas. El Cerro Garden, un taller mecánico. Cuatro celebradas salas
art decó han corrido suertes dispares: el Infanta se incendió, el Manzanares se vino abajo, el Astral es utilizado por la Unión de la Juventud Comunista, y el América ofrecía, cuando pasamos ante él, un espectáculo humorístico titulado La esquina de Mariconchi. El cine había llegado a Cuba con la Guerra de independencia y el estreno de la República. La primera sala abrió sus puertas en el Paseo del Prado en enero de 1897. Durante cinco décadas los habaneros devoraron filmes estadounidenses, italianos y franceses, en doble sesión. Las estrellas internacionales se paseaban por la ciudad. En el barrio de Colón, el de los grandes estudios, los niños recogían del suelo los descartes de las películas para fabricar petardos. Y los vendedores esperaban con sus cestos de comida a la salida del pase de medianoche. El cine era parte indisoluble de la vida de La Habana. Hasta que “se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó a parar”. Tenía razón el cantante Carlos Puebla. Se apagaron los proyectores. Se confiscaron las películas. Las productoras abandonaron la isla. Las salas fueron intervenidas por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (icaic). Casi un tercio cerró los primeros años. El nuevo gobierno se encargó de seleccionar las películas en función de criterios ideológicos. Cintas soviéticas, checas y polacas subtituladas se adueñaron de las pantallas, aunque nunca se prohibió del todo el “decadente” cine capitalista. El público desertó. Sin mantenimiento de ninguna clase, el deterioro de las salas fue imparable. Nada queda del eje cinematográfico por excelencia, Paseo del Prado y Parque Central, jalonado por el Fausto (tan caro a Cabrera Infante), el Galatea, el Capitolio, el Montecarlo, el Niza, el Sevilla o el Royal. Han sobrevivido al cinecidio el Yara, el Payret o la gigantesca sala del Karl Marx, antiguo Teatro Blanquita, todos construidos antes de 1959. El régimen revolucionario los ha convertido en una vitrina internacional donde se celebra desde 1979 el festival anual del Nuevo Cine Latinoamericano. El principal responsable de esa estrategia ha sido Alfredo Guevara, el gran santón de la cultura oficial cubana y censor implacable desde la presidencia del icaic, que ocupó durante más de cuarenta años. Guevara pasará a la posteridad por el demoledor retrato que de él hizo Guillermo Cabrera Infante en su relato Delito por bailar el chachachá. 2. El Carmelo de Cabrera Infante Guevara vino a interrumpir una tarde las ensoñaciones de Cabrera Infante, que imaginaba entre el humo de su tabaco casamientos inmediatos con cuanta hembra jacarandosa entraba en El Carmelo. En aquella cafetería, toda una institución habanera, el escritor barruntaba lo que se avecinaba en Cuba, mientras observaba las idas y venidas de egregios miembros de la nueva casta política, que acababan de salir de un concierto en el Auditórium, rebautizado Amadeo Roldán tras la revolución.
Entre ellos estaba ese comisario de las artes y las letras, que se abrió paso hasta él “como Bette Davis en Now Voyager”, con su traje de seda y su corbata francesa, con su sonrisa gelatinosa, derramando efluvios de L’Air du Temps. La Dalia, le había apodado Néstor Almendros. De cara a la galería, Guevara ejercía de comunista virtuoso, al que disgustaba sobremanera un Cabrera Infante fuera de su control. Quería, le dijo, unirlo a su causa. Necesitaba su inteligencia. Y que dejara esa revista cultural, Lunes de Revolución, que difundía contenidos inapropiados como el arte “akstrakto”, la literatura “biknik” o el jazz, productos todos del imperialismo. La escéptica respuesta del escritor fue su sentencia: seis meses después, el aparatchik cerraba la revista. Cabrera murió en el exilio y es hoy uno de los muchos autores proscritos en Cuba. Guevara es un anciano al que pasean bajo palio y que se lamenta de que “La Habana está sumergida en la chusmería y en la vacuidad”. Y El Carmelo languidece en la misma esquina de Calzada con la calle D, víctima del perverso sistema de la doble moneda. (Aquí se impone una pequeña digresión técnica para explicar la insólita política del Banco Central. Los cubanos reciben sus salarios en pesos (veinte dólares mensuales en promedio), pero la moneda nacional sólo sirve en las bodegas de alimentos básicos subsidiados por el Estado, en algunos restaurantes baratos, en lo que queda de los cines, en el transporte público o en las tiendas de ropa reciclada. En cambio, la carne de res, la mayoría de las medicinas, la ropa decente, los televisores, los teléfonos celulares y un sinfín de productos se pagan en cuc o peso convertible, también llamado dólar cubano o chavito, en alusión a los billetes del juego del Monopoly. El caso del pollo es de lo más ilustrativo. El gobierno lo trae congelado de Estados Unidos y lo descuartiza con criterios clasistas: manda los muslos a las bodegas en pesos, y destina las pechugas a las tiendas en cuc (oficialmente, “tiendas de recuperación de divisas”; popularmente, chopin). Y sólo los cubanos que reciben remesas de sus familiares exiliados, los empleados de empresas mixtas o los que tienen contactos, formales o informales, con el turismo tienen acceso al cuc, que fue creado en 2004 y equivale a 24 pesos nacionales. El resto de la población, incluidos médicos y maestros, sólo dispone de moneda nacional y pasa verdaderas carencias. La brecha social es cada vez más evidente: hay una nueva clase de cubanos, vinculados al establishment, que gastan en un solo almuerzo en restaurantes de lujo lo que otros ganan en varios meses.) Regresemos ahora a El Carmelo, donde una camarera nos conduce a una sala lúgubre y destartalada, con neones escasos y tan vacía como las bandejas del autoservicio: –¿No tienen nada? –Sí, bueno, antes era bufé, pero ahora servimos en las mesas. –Nos vamos a sentar fuera, en la terraza. –Sí, pero tiene que ser en este lado, que es pago en divisa. Aquel lado es para moneda nacional. enero 2009 Letras Libres 7
cuba, cincuenta años de felicidad
Bertrand de la Grange y Maite Rico –¿Y qué diferencia hay? –Que en moneda nacional se da comida y bebidas nacionales. Su tono no deja lugar a discusión. Nos sentamos en el lugar asignado, también vacío, lejos de los cubanos que ocupan algunas mesas en el otro lado de la terraza. –En moneda nacional, tienen para comer arroz, pollo, sopas... –¿No nos había dicho que de este lado se pagaba en divisa? –En divisa no hay comida, sólo emparedados. –¿Hay pollo en moneda nacional y no hay en divisa? –Así es. –¿Y por qué? –No pregunte. No hay respuesta. No funciona, le digo tal cual nos han dicho. –Bueno, pues tomaremos una cerveza. –¿Cristal o Bucanero? –¿Pero no decía que la cerveza nacional era en el otro lado? –Allí no servimos Cristal ni Bucanero sino otra peor, la que tomamos los cubanos. –¿Pero no es la misma fábrica? –Ese ya es un tema que yo no domino. –¿Y si queremos tomar una Cristal, pero estar sentados con los cubanos? –No se puede porque... las sillas son distintas. Oiga, usted no ha venido pa comel, sino pa hacel preguntas, y aquí no se puede preguntar. Finalmente nos informan que podemos pedir comida en pesos y pagarla en divisas. Nos ofrecen arroz con verdura. Sea. Cuesta imaginarse que aquella terraza desolada, cubierta con plástico verde y amueblada con un puñado de mesas metálicas hubiera sido escenario luminoso de la vida social habanera de los cincuenta y refugio de animadas tertulias. No hay agua en el baño, y los manteles rojos lucen manchas de grasa. La comida es un rancho cuartelero. Ni en el peor de sus presagios hubiera imaginado Cabrera Infante la suerte de su santuario. Y Lezama Lima, visitante ocasional de El Carmelo y connotado glotón, penaría sin consuelo. 3. Réquiem por las librerías “La Habana era la voz de Lezama”, dice Cintio Vitier, el viejo poeta que se convirtió en un triste paladín del poder hace tres décadas. Mucho antes de dedicarse a la propaganda oficialista, Vitier formó parte de la redacción de la revista Orígenes, fundada en 1944 por Lezama y otros intelectuales. Ese grupo tenía sus tertulias en la cafetería La Lluvia de Oro y la librería La Victoria, ambas en la calle Obispo, en el corazón de La Habana Vieja. “En la diminuta trastienda de La Victoria podía uno asistir a las tertulias del autor de Paradiso. Con su enorme tabaco entre los dedos, se solía imponer con su maravillosa conversación”, cuenta el poeta y sacerdote Ángel Gaztelu, otro de los fundadores de 8 Letras Libres enero 2009
la revista. Y cuando un joven escritor le pedía consejos para sus lecturas, Lezama le contestaba: “Muchacho, lee a Proust”. Hoy nadie pide consejo en las pocas librerías que han sobrevivido al vendaval revolucionario. La Victoria, ese “punto de reunión de la intelligentzia cubana”, como la describió el dramaturgo Virgilio Piñera, sigue en el nº 366 de Obispo. Tras muchos avatares, el local, en estado ruinoso, ha retomado su antigua función y vende libros usados, cubiertos de polvo. No hay textos de Lezama, pero sí las Obras Completas del Che. Una pareja de nórdicos despistados, conducida por el inevitable jinetero que trabaja a comisión, mira unos carteles del guerrillero y se va sin comprar nada. La Lluvia de Oro también pervive, un poco más adelante, pero el camarero no sabe quién es Lezama. Una orquesta toca son y salsa para los turistas. Es uno más de esos lugares sin gracia que han proliferado en los últimos años para hacerse con las divisas de los visitantes extranjeros. Sólo en Obispo había ocho librerías-editoriales cuando Fidel Castro entró en La Habana en enero de 1959. Todas habían sido fundadas por españoles, entre ellos un exiliado republicano, y todas fueron “intervenidas” por las autoridades y clausuradas en su mayoría. El monumental edificio en la esquina de Obispo y Bernaza, construido en 1935, sigue albergando La Moderna Poesía, pero el buque insignia del mundo editorial cubano se ha convertido en un cascarón vacío. Los escaparates son el reflejo fiel de la política cultural del gobierno. En uno dominan los libros de cocina, astrología, autoayuda o decoración. La presencia de la literatura cubana se limita a los dos tomos de las Obras poéticas de Nicolás Guillén y una novela de la joven escritora Ena Lucía Portela. El otro está dedicado a la chemanía: doce títulos sobre el “guerrillero heroico”, en español, francés e inglés. La Moderna Poesía, como el puñado de librerías de La Habana, es más bien un depósito arbitrario de libros donde los dependientes, todos funcionarios del Estado, se aburren soberanamente a la espera del improbable comprador. La presencia de un manual sobre “estrategias de supervivencia empresarial” desconcierta casi tanto como la indigencia de los estantes de literatura cubana, donde faltan la mayoría de los grandes escritores. Con todo, el establecimiento mantiene la noble función para la que fue creado en 1890. De su socia, la librería Cervantes, con la que llegó a abrir sucursales en Sudamérica, no queda rastro. Y el local de su vecina, Ediciones Montero, creada en 1937 y especializada en temas de derecho, lo ocupa hoy el Comité Militar Municipal. El escaparate está tapado con tela verde, y en el cristal hay una foto del Che. En la acera de enfrente, la Librería Internacional ofrece al Che en todos los formatos posibles y la Ateneo Cervantes está invadida por manuales revolucionarios en desuso de los cinco continentes. Para los aficionados a la lectura, los libreros de ocasión de la Plaza de Armas constituyen el último recurso. Son una veintena e instalan sus puestos cuatro días a la semana en ese hermoso
Fotos: Bertrand de la Grange y Maite Rico
parque. Un primer vistazo puede ser decepcionante: Fidel, el Che y la revolución copan las estanterías, por obligado protocolo, pero también por negocio. “A los jóvenes europeos lo que más les interesa son las obras del Che”, comenta uno de ellos. Pero las miles de bibliotecas privadas desmanteladas y vendidas en Cuba dan para mucho, y todavía hoy puede encontrarse alguna pequeña joya. Nada de Cabrera Infante, Reinaldo Arenas o Virgilio Piñera, ni de los autores de la nueva generación, como Leonardo Padura y Pedro Juan Gutiérrez, que viven en La Habana pero publican en el extranjero. Parapetados en sus puestos, los libreros, que además suelen ser lectores, saben sin embargo dónde conseguir la mercancía prohibida. 4. Los vestigios de Galiano La calle Obispo, arteria cultural y comercial, hervidero de estudiantes y empleados de banca, de funcionarios y gacetilleros a la carrera, cedió protagonismo en los años cuarenta al distrito de Centro Habana, a espaldas del Capitolio. Las calles Galiano, Neptuno y San Rafael, sedes de los primeros grandes almacenes, se convirtieron en el corazón vibrante de la capital moderna. No hay habanero que no evoque la elegancia de sus tiendas, el brillo de los escaparates o las meriendas en las amplias cafeterías. Hoy Centro Habana parece una ciudad bombardeada, con pestilentes contenedores de basura y edificios ruinosos donde se hacinan las familias en cuartos oscuros. En este barrio, en la calle Trocadero, tenía Lezama Lima su casa, convertida en museo hace una década. De haberle tocado vivir en esta época, el escritor, después de haberse quedado con hambre en El Carmelo y sin tertulia en Obispo, habría regresado a su vivienda esquivando las montañas de escombros de los inmuebles vecinos. Pero si hay un lugar que representa la destrucción impenitente de la ciudad, ése es la calle Galiano, otrora “torbellino de curvas, de miradas, de piropos ásperos”, como la describiera Jorge Mañach en sus entrañables Estampas de San Cristóbal. Hacia el Malecón, Galiano está salpicada de desperdicios en charcos lodosos. Viejas farolas, hoy decapitadas, jalonan el recorrido. El
antiguo Casino Regina, con su portentosa fachada de azulejos, amenaza con derrumbarse, como el bloque de diez pisos del número 310, que ya ha sido desalojado. Justo al lado estaban los grandes almacenes La Ópera, que se vinieron abajo. En la antigua joyería Montané se ha instalado el Comité de Defensa de la Revolución del barrio, cuyo cometido es delatar a los “enemigos” del régimen. Galiano llegó a concentrar catorce establecimientos de alhajas. Del espectacular edificio de Le Trianon sólo queda la fachada, que ampara un solar donde se estacionan los bicicarros. Ribas tiene los portones sellados. De la joyería El Cairo se adivina la ubicación por el rótulo incrustado en el suelo de piedra, bajo los soportales: “El templo de los enamorados”. La otra atracción de Galiano eran los grandes almacenes. El Ten Cents, que la cadena estadounidense Woolworth había abierto en 1924, ofrecía mercancías importadas a módicos precios. “Vendían todo lo que puedas imaginar, cinco plantas con mostradores de vidrio y madera. Era precioso –recuerda Martha, que trabajó como administradora cuando fue intervenido tras la revolución–. Todo lo desbarataron. Fue tristísimo.” Woolworth explicaba con orgullo en sus folletos la filosofía del comercio a gran escala, que les permitía bajar costes. “Nuestra orientación es beneficiosa para las clases populares, que pueden obtener artículos que antes les eran inaccesibles.” En su lugar, la revolución ha abierto una gran ferretería en divisas y precios fuera del alcance del cubano. La tienda Trasval ocupa dos plantas y vende artículos de plástico, juguetes, herramientas y pequeños electrodomésticos, en su mayoría made in China. Desde martillos –el más barato, de pésima calidad, a 9,60 cuc (11,50 dólares)– hasta un pequeño y vulgar estante de mimbre, a 55 cuc (66 dólares). La gente acude de visita, como a un planeta de fantasía al que se ingresa después de dejar los bolsos y la identificación en una consigna. Para evitar cualquier descuido, su recorrido es seguido por “cámaras de alta tecnología”, según advierten los carteles. Y a la salida un ejército de fornidos vigilantes registra al cliente. Para evitar tan incómodo marcaje, nada como acudir a enero 2009 Letras Libres 9
cuba, cincuenta años de felicidad
Bertrand de la Grange y Maite Rico una tienda en moneda nacional, que no se llaman tiendas sino “unidades de ventas”. Impagable resulta la que hoy ocupa el local del antiguo Bazar Inglés, puerta con puerta con el Trasval. “Cadena exclusiva. Ropa reciclada de primera calidad”, reza la pintura de la pared azul. Todo es siniestro: desde el maniquí del escaparate a las dependientas, pasando por los desechos que cuelgan de cinco percheros: camisas, pantalones y faldas desgastados, posiblemente restos de las pacas de ropa de segunda mano, procedente de Estados Unidos, que se vende en Centroamérica. Tampoco exigen el bolso ni la identificación en la antigua Berens Moda, en la calle Neptuno, cuyo escaparate merece el paso a la posteridad. Veamos: un “blúmer” (braga), tres tarjetas del Che, dos botellas de desinfectante, una junta de cafetera, un peine sucio, una junta de olla, dos cascos de moto, un sobre de “polvo facial”, una cazuela, dos budas chinos de colores y un cartel que reza: “Se arreglan pies y manos. Uñas postizas”. Estos son los reductos de los cubanos sin divisas. 5. Lucha de clases en El Encanto La joya de la corona de la calle Galiano eran, sin duda, los almacenes El Encanto, “más que una tienda, una institución nacional”, como decían los anuncios de entonces. Abierta en 1888 por tres inmigrantes asturianos como una modesta sedería, para 1950 ocupaba ya una manzana entera, en la esquina con San Rafael. Las fotos de la época muestran un edificio moderno de siete plantas, con relucientes escaleras mecánicas, amplios vestíbulos con ascensores y “artísticas vitrinas”. La publicidad no exageraba: la fama de El Encanto, templo del refinamiento y el buen gusto, había cruzado fronteras. Christian Dior visitó en 1956 el establecimiento y le dio en exclusiva la representación de sus productos. El Encanto tenía oficinas de compras en todo el mundo, además de sus propios diseñadores de moda. María Félix y John Wayne encargaban ropa a medida y Tyrone Power rodó un anuncio del almacén. Todo en El Encanto era moderno: el aire acondicionado perfumado, el sistema de control y reposición de mercancía, la venta a crédito, su mecenazgo cultural y, sobre todo, su política de personal. La filosofía del negocio era implicar al millar de empleados, que recibían los mejores salarios del gremio, contaban con servicio médico y club social y podían seguir cursos de ortografía, contabilidad e inglés. Pepe Solís, Aquilino Entrialgo y Bernardo Solís, los fundadores, “bajaron a la tumba seguros de que El Encanto, proyectado al futuro, enlazaría sus nombres perpetuamente a la obra que ellos iniciaron y engrandecieron”, aseguraba un texto de los cincuenta. Sin embargo, el 13 de octubre de 1960, el nuevo gobierno publicó la Ley 890 de “expropiación forzosa de todas la empresas industriales y comerciales”. Las huestes milicianas tomaron control de El Encanto, que se convirtió en escenario “de la lucha de clases que en esos años se apreciaba en toda la sociedad”, según la prensa oficial. El 13 de abril de 1961, exactamente seis meses después de 10 Letras Libres enero 2009
la expropiación, cerrado ya el establecimiento, un humo denso y unas llamaradas empezaron a brotar del segundo piso. El fuego se expandió a toda velocidad. Al amanecer, El Encanto había quedado reducido a escombros. Entre las cenizas, los bomberos recuperaron los restos de Fe del Valle, que esa noche hacía su guardia miliciana. Tres días más tarde, fue detenido Carlos González Vidal, un joven empleado católico que había apoyado la revolución, pero que repudiaba el rumbo comunista que estaba tomando. Interrogado por la G-2, confesó haber provocado el fuego con dos petacas incendiarias, pero sin intención de causar víctimas. Fidel Castro atribuyó el atentado a la cia. En realidad, el cerebro de ese y otros sabotajes no era otro que un ex colaborador suyo, Manuel Ray Rivero, ministro de la Construcción del primer gobierno revolucionario. Opuesto a la orientación totalitaria del régimen, Ray Rivero había fundado el Movimiento Revolucionario del Pueblo (mrp), en cuya “sección obrera” se integró González Vidal. El joven, héroe para algunos, terrorista y mercenario para otros, fue fusilado el 20 de septiembre de 1961 en la Fortaleza de la Cabaña, donde cientos de cubanos cayeron ejecutados por el régimen castrista. Sus últimas palabras, dicen las crónicas, fueron: “¡Viva Cuba Libre! ¡Viva Cristo Rey!” Y Fe del Valle, heroína para unos, “comunista rabiosa” para otros, engrosó el panteón de los Mártires de la Revolución y tiene una estatua en el parque que hoy ocupa el solar de El Encanto. 6. Y Coppelia desplazó a La Gran Vía Si El Encanto era “la joya” de La Habana, la dulcería La Gran Vía era el “legítimo orgullo para la industria cubana”, según reza el Libro de Cuba, una gigantesca enciclopedia ilustrada sobre la vida republicana publicada en 1953. Sus fundadores eran también españoles, tres hermanos toledanos que habían aterrizado con lo puesto en Güines, allá por los años veinte. Pero quien mejor puede contar la historia es Bartolo Roque, un anciano enjuto y vivaracho de 78 años cuya vida está unida a La Gran Vía. “Allí entré chamaquito, con 16, como ayudante de caja. Ellos eran pichones gallegos. El mayor era José García Moyano. Pedro era el más chico. Y Valentín, el mediano. Empezaron haciendo dulces de bodega para los comercios del área campesina. Tenían gran aceptación, porque trabajaban sabroso. Yo fui a verles. Me recibió Pepe. Dígole: quiero aprender un oficio. Díceme: Ven pa ca. Empecé fregando latas, y luego me pusieron con el maestro repostero. Me formé como dulcero en poco tiempo, porque me gustaba y aprendí rápido.” La fama de los dulces se expande por la isla y en los años cuarenta deciden dar el salto a La Habana. Allá se instalan en la calle Santos Suárez. “El negocio marchaba muy bien, así que compraron el solar de enfrente, toda una manzana, e hicieron un parqueo y una tienda, que inauguraron en 1952. Éramos 120 trabajadores.” Bartolo saca una carpeta de viejas fotos. Una pastelería
reluciente y luminosa. Las cocinas con los hornos. Cinco elegantes señoritas muy atareadas recogiendo encargos por teléfono. Flota de camionetas de reparto, con sus choferes uniformados. Bartolo haciendo un pastel. Y en otra, 37 operarios y ayudantes, todos con largos delantales y gorros blancos, posan frente a incontables pasteles de nata. “Hacíamos de todo: tartaletas de guayaba y queso, pasteles de carne, pero los cakes eran la gran especialidad. Traían la leche en cántaros, para hacer la nata. La Habana entera compraba allá.” Debe de ser cierto, porque no hay habanero de cierta edad que no suspire y mire al cielo cuando se menciona La Gran Vía. En la siguiente foto, unos dirigentes sindicales hablan a los empleados desde una tarima. “La pastelería fue intervenida muy pronto –recuerda Bartolo–. Los hermanos se marcharon en 1959 a Puerto Rico. Muchos maestros dulceros también se fueron.” Bartolo no. Él apoyó la revolución y siguió trabajando hasta 1984, cuando se alistó en la zafra y un accidente lo dejó con una mano paralizada y una magra pensión de invalidez. “Después del accidente, seguí trabajando como voluntario. No era fácil.” Tesonero como es, dio clases en la escuela de dulcería. Y hoy, ya viudo, acude cada día a la tienda a ayudar en lo que puede. La Gran Vía conserva su local, a unas cuadras de la casa de Bartolo, con el mismo rótulo y el cartelito de madera del año de la fundación. Ahí terminan las similitudes. La otrora rutilante calle Santos Suárez es un estercolero, con la basura apilada alrededor de contenedores a rebosar. En el interior, lleno de humo, unos clientes beben cerveza. Los vecinos compran chucherías, cigarrillos y latas de refrescos. Todo en divisas. El “Mural de Emulación” destaca a los mejores trabajadores, agrupados por “brigadas”. Las vitrinas refrigeradas han dejado paso a cuatro mostradores con cakes de intensos colores amontonados en cajas y cuatro bandejas de pastelillos. “No se hace lo que se debe hacer porque carecemos de materia prima”, dice Bartolo, que culpa de inmediato “al bloqueo”. La animadversión hacia Estados Unidos no se ve matizada por el hecho de que tres de sus seis hijos se hayan marchado allá, y que le ayuden a completar su pensión de 240 pesos mensuales (12 dólares). “Mi mujer fue alguna vez a visitarlos, pero yo no. Yo, como decía el Che, no quiero ni tantito así con ellos.” Como maestro repostero, en los años cincuenta, Bartolo ganaba 81 pesos al mes. “¡Y entonces el peso valía más que el dólar, era una moneda fuerte y reconocida en todo el mundo! –dice sin poder disimular el orgullo–. Entonces, claro, comprábamos más cosas y vivíamos mejor. Mi padre era agricultor, ganaba 40 céntimos la jornada y con eso le daba pa comprar comida pa dos días. Hoy, como todo viene desde China, tiene que salir más caro. A ver si Obama arregla el bloqueo.”
El anciano combina su profesión de fe revolucionaria con destellos de nostalgia. “Los dueños eran buena gente. Eran los que mejor pagaban de las dulcerías y se portaban bien con los empleados: te resolvían problemas, te hacían préstamos.” En el Libro de Cuba, los propietarios de La Gran Vía, quizá por sus propios orígenes, dejan patente su rechazo a cualquier connotación elitista: “En esta casa no hay preferencias clasistas. Igual se hace un cake por valor de 1,50 pesos que otro de 500. Todos ellos de la mejor calidad. Lo mismo acuden a la casa los ricos y gentes de la alta sociedad que personas modestas y de condición humilde”. Pero como, en la nueva Cuba, sólo el Estado revolucionario podía contribuir a la felicidad del pueblo, las autoridades se apoderaron de La Gran Vía y decidieron crear su propio símbolo: la heladería Coppelia. Al poco tiempo de abrir sus puertas, en junio de 1966, el lugar había adquirido tal fama que cualquier extranjero de visita en La Habana no podía obviar una parada para saborear alguno de los veintiséis sabores en oferta. “Fidel me manda helados Coppelia”, alardeaba Hugo Chávez en enero pasado. Había hecho lo propio con Ho Chi Minh en los años sesenta, en aras de la solidaridad con Vietnam. Con su forma de platillo volador, rodeado de jardines, Coppelia ocupa dos mil metros cuadrados en pleno corazón de La Habana y tiene capacidad para atender a mil personas a la vez. Fue un encargo de Fidel Castro y se construyó en apenas seis meses. La “Catedral del Helado”, que inspiró el título de la más famosa película cubana, Fresa y chocolate, es apenas la sombra de lo que fue. Desde fuera, todo parece igual. Día tras día, de diez de la mañana a diez de la noche, miles de personas, jóvenes en su mayoría, esperan su turno durante horas bajo el sol o la lluvia. “Es que no hay otro lugar en moneda nacional donde sentarse con los amigos o la novia –dice Miguel–. El helado es pura escarcha (agua congelada), pero se pasa el tiempo.” Nadie se queja cuando los guardias de seguridad dan la prioridad a los extranjeros. Nos derivan a una parte más tranquila, un espacio recoleto con una pancarta del Che y media docena de mesas, casi todas libres. Aquí se paga en divisas. ¿Son los mismos helados? “Nooo, este es mucho mejor que el helado nacional y hay más variedad”, nos asegura el dependiente. Ese día sirven chocolate, avellana, naranja-piña y vainilla. Bastante mediocres. Y a precios altos: 3 cuc (3,60 dólares) por dos bolas. En el sector en pesos sólo hay naranja-piña. Cinco bolas cuestan cinco pesos (0,25 dólares), o sea, veinte veces menos. ¿Cuál es la diferencia entre los dos productos? “Los helados de moneda nacional –nos explican– vienen de otra enero 2009 Letras Libres 11
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Bertrand de la Grange y Maite Rico fábrica que se llama Varadero y están hechos con leche en polvo y saborizantes. Los de divisas son de crema de leche y fruta.” Colas y escarcha insípida para los cubanos; prioridad y helado cremoso para la “élite” con divisas. ¿Dónde quedó la “igualdad” que justificó la construcción de Coppelia? Joseluisito lo explica mejor que nadie en un blog en que los jóvenes manifiestan su solidaridad con Gorki Águila, el roquero encarcelado en dos ocasiones por ridiculizar al hasta ahora intocable “Coma Andante”. “Coppelia –escribe Joseluisito– es el símbolo perfecto de la dictadura socialista. La colectivización, la rebañización, todos al mismo lugar para comer los helados, pobres, mal hechos, con cucharas socialistas, con silencio castrista, todos obligados a sentarse en las mesas que no puedes escoger, todos haciendo colas, todos discriminados, cubanos de un lado, extranjeros del otro. Yo quería sentarme donde me daba la gana, harto de esas colas interminables, quería poder sentarme en cualquier café sin que nadie me dijera dónde, libre. Esa enorme heladería colectivista me da asco.” 7. Pantomima revolucionaria 30 de diciembre de 1958. Vísperas de la toma de La Habana por los revolucionarios. El Diario de la Marina anuncia: “Aumentan las exportaciones de frutas y vegetales a Estados Unidos. [...] También se han reportado grandes embarques de dulces y confituras [...], de carnes y pescados”. 31 de mayo de 2007, año 49 de la revolución. El órgano oficial Granma informa: “Empresarios estadounidenses concertaron la venta a Cuba de 318.000 toneladas de alimentos y otros productos agrícolas [...]. El 95% de esas importaciones tiene como destino la canasta básica de la población”. Noviembre de 2008, año 50 de la revolución. Lisette, militante revolucionaria de toda la vida, se lamenta: “Boniato, boniato y boniato. No hay más que boniato. No hay yuca, la fruta bomba (papaya) está amarilla; la piña, ácida. Los tomates, verdes. Las zanahorias, negras. No hay lechuga. Hoy sólo he encontrado acelga”. Lisette está avinagrada porque no encuentra lo que quiere en el mercado de la calle 14. El desabastecimiento es generalizado y, para “resolver” la comida de cada día, hay que recurrir a la “bolsa negra”, a precios mucho más altos. El mercado de la calle 19, el mejor, ofrece un poco más de variedad: un puesto de berenjenas de aspecto muy cansado, otro de berros y otro con tres manojitos de espinacas. La culpa, esta vez, la tienen los huracanes. En el agromercado de la calle 17 con k, en la parte más noble del antiguo barrio burgués del Vedado, el espectáculo es desolador. Boniatos, otra vez. Minúsculas cabezas de ajo a un peso cada una. Pepinos marchitos. El único mercado bien surtido lo hemos encontrado en la calle Cuba, delante de la iglesia de Belén. Tiene puestos de jamones y salchichones, lomos de res, quesos, estupendos tomates rojos que no se ven en ningún otro lado, plátanos, cocos... Es un atrezo, todo de plástico. Estamos en pleno rodaje de una 12 Letras Libres enero 2009
coproducción hispanocubana sobre la juventud de José Martí. “Se va a llamar El ojo del canario”, explica un extra vestido con harapos, acodado en una esquina. El gran país agrícola que siempre fue Cuba producía en 1958 casi el 80% de los alimentos que consumía la población y era el principal proveedor de hortalizas y tubérculos para Estados Unidos. Hoy es al revés: la isla importa más del 80% de la canasta básica de sus habitantes, sometidos además a una dieta austera y desabrida. La revolución ha destruido el campo y no ha desarrollado la industria. Cuba vive –muy mal– del turismo, de las exportaciones de níquel, de las remesas de los exiliados y de los subsidios, soviéticos hasta 1991 y venezolanos desde 1999, que compensan el enorme déficit de la balanza comercial. Ante las pruebas fehacientes de su fracaso en todos los sectores, el régimen se ha dedicado a crear una Cuba virtual, de presente heroico y pasado miserable. Todos los medios de comunicación, el cine, los libros, las escuelas y las universidades, los centros de investigación científica y los museos son instrumentos de propaganda de la llamada “batalla de ideas”, que consiste en fabricar “los logros” de la revolución. Las “dificultades”, el eufemismo para hablar del hundimiento de la economía, las achacan todas al “bloqueo criminal y genocida impuesto por Estados Unidos a Cuba”. ¿Cómo justificar entonces que “el imperio” sea desde 2003 el principal proveedor de productos alimenticios de la isla, con ventas de seiscientos millones de dólares al año? A los cubanos de a pie no hay que explicarles nada. Saben que el embargo comercial, decretado por Washington en 1962 en el contexto de la Guerra Fría, ha perdido gran parte de su vigencia y que La Habana lo utiliza como cortina de humo para desviar hacia otros la responsabilidad del naufragio. Los subterfugios estadísticos y el valor ficticio de la moneda nacional han ocultado la realidad durante décadas, pero ya nadie se cree los datos oficiales, cuando los hay. El desastre es demasiado obvio. Los indicadores socioeconómicos que ilustran el hundimiento del país están a mano en las páginas web de las organizaciones internacionales y de los centros especializados. Baste señalar que en los años cincuenta, con seis millones de habitantes, Cuba era la tercera potencia económica de América Latina, después de Venezuela y Uruguay, y la trigésima en el mundo. Hoy, la economía cubana es la penúltima del continente, sólo por delante de Haití, y la número 140 en la clasificación internacional. Un repaso de la prensa de antes de la revolución –había cerca de cien publicaciones en el país, incluyendo unos veinte diarios en La Habana, en español, chino e inglés– da una idea de la prosperidad económica en esa época, más allá de los tradicionales clichés sobre la mafia y la prostitución. La sección de “clasificados” del Diario de la Marina –unas diez páginas cada día– es particularmente ilustrativa, tanto en “Alquiler de casas”, como en “Venta de automóviles” o “Empleos”.
“Se ofrece matrimonio español sin hijos, juntos o separados, ella para cuartos, sabe lavar y planchar, ropa fina, y él para el comedor. Buenas referencias.” Anuncios como éste, publicado el 12 de diciembre de 1958, aparecían todos los días en “el periódico más antiguo de habla castellana”, fundado en 1832 y expropiado en 1960 (no le sirvió de mucho ponerse “a la orden de la revolución y de su líder máximo”). Los inmigrantes españoles competían por los empleos domésticos con la población negra. Coincidían en la misma página las ofertas de trabajo para una “cocinera color”, una “muchacha parda” o una “manejadora española experiencia cuidar bebitos”. En la primera mitad del siglo xx Cuba fue un imán de trabajadores españoles. En 1958 el ingreso por habitante en la isla duplicaba al de la antigua metrópoli. Había desigualdad y mucha miseria en el campo, es cierto, pero también “una gran movilidad social, y el país progresaba económicamente a pesar de los políticos y de la dictadura”, recuerda el editor Pío Serrano, que apoyó la revolución antes de exiliarse a Madrid en 1974. A partir de 1959 el nuevo régimen decreta la igualdad y acaba con la economía. Cuba se derrumba, mientras España entra en el círculo virtuoso del progreso: el ingreso por habitante alcanza rápidamente al de la antigua colonia y actualmente lo supera siete veces (27.000 dólares frente a 4.000). Si el 25 de marzo de 1952 los diarios cubanos informaban que España había “suprimido el racionamiento de pan”, en Cuba el racionamiento es hoy la regla. No hay prensa que no sea oficialista, no hay anuncios clasificados, no hay ofertas de trabajo. En cambio, hay más de sesenta mil médicos, la mitad de ellos en “misiones internacionalistas”. Cuba “vende” sus médicos a cambio de petróleo venezolano y no tiene medicinas ni ambulancias para su propia población, pese a lo cual mantiene vivo el mito de la superioridad de la revolución en materia de salud. Desde que Carlos Finlay descubriera, a finales del siglo xix, el modo de transmisión de la fiebre amarilla, Cuba siempre ha sido una potencia médica en América Latina. En 1952 la isla ya tenía la tasa de mortalidad infantil más baja de todo el continente y también la esperanza de vida más alta. Había 37 hospitales generales en todo el territorio, y en 1954 fue inaugurado en Topes de Collantes (sierra del Escambray) un centro ultramoderno para tuberculosis que ayudó a acabar con la enfermedad y que, como tantas otras cosas en Cuba, está hoy abandonado. “Esta revolución ha llevado al país cincuenta años atrás –comentaba una vecina de Santos Suárez–. Han logrado tres cosas: destruir todo lo que había construido el capitalismo, romper las familias y acabar con el cubano, que ahora vive de la trampa y el engaño.”
Todas las revoluciones destruyen para construir un orden nuevo. Los dirigentes cubanos, escribió el arquitecto comunista italiano Roberto Segre, se propusieron “borrar las imágenes formales de la sociedad anterior [...], destruir los símbolos existentes de la estratificación social” y “manifestar visiblemente la capacidad creadora implícita en el pueblo en acción”. El problema es que olvidaron la segunda parte. Si el éxito de una revolución se determina por lo que construye sobre las cenizas del anterior régimen, la cubana es un fracaso lamentable. Su “capacidad creadora” se ha circunscrito a los bloques prefabricados soviéticos o las viviendas chapuceras de las “microbrigadas” de voluntarios, los hoteles de lujo para turistas, un gigantesco mausoleo para el Che, “el primer monumento a Lenin en América” y muchas cárceles. Donde antes había centrales azucareras, fábricas, empresas, tiendas o cines, hoy sólo quedan vestigios, testigos mudos de la pujanza creativa del pasado y del empeño destructivo de un caudillo megalómano que ha dedicado su vida a “la construcción de ruinas”, según el luminoso oxímoron acuñado por el escritor cubano Antonio José Ponte en su libro La fiesta vigilada (2007). La Habana se llevó la peor parte. La revolución se ensañó con ella porque representaba todo lo que odiaban. La Habana efervescente de las mil tertulias literarias, abierta a la cultura y a la inteligencia, que recibía a Einstein, a la Pavlova o a María Guerrero; la capital mundial del ajedrez de la mano de Capablanca, la capital de la arquitectura que atrajo a Mies van der Rohe, Franco Albini o Walter Gropius... Aquella ciudad innovadora es hoy un fantasma gris. La revolución intenta ahora devolverle un poco del esplendor de antaño convirtiendo a La Habana Vieja en un decorado de cartón piedra para el turista. “Esto no tiene arreglo”, se lamentan los cubanos. La expectación por las reformas anunciadas por Raúl Castro al sustituir a su hermano se ha diluido ante la evidencia. “Fidel sigue mandando y todo está paralizado”, reconoce Gustavo, cuyas simpatías por el régimen no le han borrado el pragmatismo. Todos, castristas y anticastristas, confían en que ocurra algo, pero medio siglo de represión y castración política han hecho del cubano un pueblo apático. “Lo mejor –dicen– es no coger lucha, porque esto se va a caer por su propio peso.” Y expresan su hartazgo a través de una permanente huelga de brazos caídos, escribiendo un blog o huyendo en una balsa. Mientras, siguen esperando el regreso de los Reyes Magos, tal y como lo había anunciado en la prensa cubana la juguetería de los Almacenes Ultra: “Imposibilitados de llegar a todos los hogares en su fecha tradicional, con motivo de la situación nacional que ha devuelto la libertad a Cuba, los Reyes Magos prometen su visita el sábado 10 por la noche”. Fue el 8 de enero de 1959, y aún no han vuelto. ~ enero 2009 Letras Libres 13
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Varios autores
Abuelo Fidel
Mientras la dictadura cubana envejece y caduca, la resistencia se renueva. Ejemplo de ello es este caleidoscopio de voces en el que seis escritores cubanos, todos nacidos cuando la Revolución ya estaba allí, examinan distintos aspectos de la vida en la isla.
“Generación Y” o el cinismo como escudo
Regresemos al escenario donde se concibió esta generación que hoy exhibe su exótica “i griega” como si de un tirapiedras se tratara. Habían comenzado los años setenta y apenas tres acciones podían realizarse sin presentar un permiso o una cartilla de racionamiento: comprar un periódico, subir al ómnibus y nombrar los hijos. La frustración de la soñada zafra de los diez millones había comenzado a resquebrajar el sueño de quienes ya tenían edad de ser padres. Junto a la papilla de malanga, ellos nos administraron los primeros vestigios de desesperanza, las incipientes dudas sobre el proceso social al que habían entregado su juventud. Como en un vaticinio onomástico, los recién surgidos Yanisleidy, Yohandry o Yampier adelantaban que no sólo se rompería con la aburrida secuencia de Pablos, Josés o Marías, sino que la línea de la utopía y el sacrificio también se vería truncada. Nacimos cuando ya los brazos del Kremlin habían rodeado a esta isla y en los estanquillos se abarrotaban sus revistas de muchos colores y pocas verdades. La guerra de Vietnam sería un recuerdo que no cargaríamos y los huevos que vimos tirar cuando el éxodo del Mariel resonarían largos años en nuestras cabezas. No había manera de que fuéramos rebeldes, mirando los lacrimógenos dibujos animados rusos y obligados a escuchar los interminables discursos del entonces robusto Máximo Líder. Pioneritos de pañoleta y consigna guevariana, aprendimos rápidamente que la máscara era la única protección para no ser señalados y amonestados. Bebimos del oportunismo de nuestros padres y de la ironía de los abuelos que habían dudado –calladamente– del grupo barbado que descendió de las montañas. Vimos partir a los amigos, en sucesivas oleadas migratorias, y un buen día armamos nosotros mismos la balsa de la desilusión que nos llevara a cualquier parte. Nos inocularon la sensación de que la isla no nos pertenecía, y era sólo un premio ganado por quienes recitaban sus hazañas, hasta el cansancio. 14 Letras Libres enero 2009
Un laboratorio de experimento social, ése en el que nos criamos los escépticos jóvenes que hoy tenemos entre 25 y 40 años. Eran los tiempos en que se intentaba la emancipación de la mujer y los niños íbamos con sólo un mes y medio de nacidos al círculo infantil, para que nuestras madres portaran el fusil, elevaran la producción y leyeran comunicados en las asambleas laborales. Con nosotros se ensayaron los preuniversitarios en el campo, magnífica ocasión para tener sexo alejado de los padres, padecer un montón de enfermedades infecciosas y recibir de regalo las más altas calificaciones, porque no se podía permitir que bajara el rendimiento académico de una escuela. Fuimos declamadores de versos patrióticos, portadores de banderas que se agitaban en los actos políticos y expertos en gritar todo tipo de consignas. Con nosotros la ideologización de la educación alcanzó su punto más alto y el marxismo fue asignatura obligatoria hasta que el muro de Berlín ya llevaba años destruido. Las primeras letras las leímos en versos de Guillén, Martí o Maiakovski, pero sentados en los pupitres nunca oímos hablar de Gastón Baquero, Guillermo Cabrera Infante o José Lezama Lima. Habíamos venido a nacer cuando el quinquenio gris y la parametración de la cultura lograban mudar la literatura, el teatro y la música en un esperpento de lo que habían sido; pero aprendimos a forrar los libros prohibidos y a encontrar por nosotros mismos los versos de Heberto Padilla y las novelas de Vargas Llosa. La libreta de racionamiento industrial nos proveyó de la elemental cobertura para el cuerpo y las largas colas se constituyeron en parte inseparable de nuestra rutina cotidiana. La mayoría no fuimos bautizados y sólo conocimos los Reyes Magos por las anécdotas que nos contaban los abuelos, cuando nuestros padres no los escuchaban. Esa atmósfera de austeridad nos hizo amantes de las cosas materiales, encandilados por lo que lográbamos ver en las revistas extranjeras y coleccionadores de marcas, latas vacías y etiquetas de productos. Cuando regresaron los parientes que se habían ido al exilio, el olor que despedían sus maletas nos conquistó irreversiblemente.
1 Emisora de radio financiada y emitida desde el territorio de Estados Unidos.
Desposeídos desde siempre, habitamos la casa junto a los abuelos y rara vez heredamos algún bien duradero. En el directorio telefónico apenas si esta inquieta “i griega” asoma sus pronunciados brazos. Mucho menos en los registros de propiedad de carros y casas o en las sillas del parlamento cubano. Los mecanismos de poder siguen copados por los que exhiben medallas, charreteras o más de cinco décadas sobre sus hombros. Somos desposeídos, pero desconocemos todo lo que nos falta, pues nos criamos oyendo pestes de quienes acumulan objetos, apuestan por la prosperidad o tienen la “debilidad pequeñoburguesa” de querer poseer algo. Gobernados por septuagenarios, hemos presenciado cómo la edad de la energía se nos va y ya empezamos a temer si llegaremos demasiados viejos al cambio. Vimos regresar los turrones
Ilustraciones: LETRAS LIBRES / Alejandro Magallanes
Las tiendas en pesos convertibles –abiertas en el momento de nuestra adolescencia– fueron el golpe definitivo al ascetismo material que nos querían infundir. Sucesivas campañas pretendieron crear en nosotros una mentalidad de soldado siempre alerta, pero el bostezo y el jolgorio actuaron como antídoto ante tanta crispación. Íbamos al refugio después que sonaba la alarma de combate, riéndonos y hablando sobre novios y modelos de motocicletas. En las clases de preparación militar nos burlábamos de los gritos de “¡Marchen!” y apelábamos al camuflaje no para entrenarnos en la batalla sino para evadir a los profesores. La broma nos salvó de la sobriedad que quería grabársenos y la Revolución tenía esa edad que, a la altura de nuestros escasos años, sólo podía catalogarse de vieja. A diferencia de aquellos que habían vivido el proceso cubano como si de una moda juvenil se tratara, para la Generación Y este era sinónimo de anticuado, cheo y aburrido. Pero la dosis mayor de insolencia la alcanzamos en los años noventa y durante la crisis económica, cuando presenciamos cómo nuestros padres pasaron –en tiempo récord– de ser militantes del partido, fieles vigilantes de cada cuadra y dispuestos a dar su vida, a blasfemar contra el gobierno, sumergirse en el mercado negro y cambiar sus seguros empleos por labores ilegales. El ronroneo de los viejos artefactos con los que se lograba escuchar Radio Martí1 fue la música de fondo de nuestra pubertad. Dicha mutación, junto a las noticias que nos llegaban desde Europa del Este, condicionó nuestra iniciación en la política. Una mezcla de cinismo, incredulidad y pragmatismo fue la vacuna para evitar las frustraciones. Esa “saludable” combinación no era un buen terreno para el fanatismo, pero tampoco el caldo de cultivo donde podría crecer la rebeldía. Amantes de las canciones de Silvio Rodríguez, terminamos por migrar nuestros gustos musicales hacia zonas menos comprometidas con la ideología. La informática nos encontró con dedos ágiles para sumergirnos en las teclas y adherirnos al mouse. Les sacamos ventaja a todos los analfabetos informáticos que desde sus más de cuarenta años no han comprendido todavía que el ordenador es un nuevo camino de expresión para nosotros. Ellos, que apenas si saben trabajar en Word, subestimaron lo que podíamos llegar a hacer con esa herramienta de pantalla y doble clic. El eclecticismo nos ha marcado, como rechazo al monocromático espectáculo que se nos dio de las generaciones anteriores. Lo mismo somos interrogadores de la Seguridad del Estado que balseros surcando el estrecho de la Florida. Muy poco hay que nos una, como no sean la presencia de la penúltima letra del abecedario en nuestros nombres y la porción de descaro necesaria para sobrevivir al fin de la utopía. Eclécticos e irreverentes, podemos asistir a una marcha dando vivas a la Revolución y un rato después actuar como jineteros para sacarle unos dólares a un turista. El camaleón que aprendimos a ser siendo niños nos permite esas transmutaciones rápidas y creíbles.
de Navidad, el árbol con las guirnaldas, las procesiones de la Virgen de la Caridad por las calles. Asistimos al retornar de la prostitución y entregamos nuestros cuerpos de hombre nuevo para comprar un ventilador o un par de tenis. Hoy somos el principal grupo que nutre la emigración, las cárceles y los suicidios. Carne de utopía, llegamos a ser apenas una generación apática que alguna día escuchará los reproches de los más jóvenes. Ellos nos interrogarán y a la pregunta de: “¿Y ustedes qué hicieron?”, sólo podremos contraponer nuestro descreimiento y levantar los hombros como hacemos ahora. La Revolución ha terminado por quedársenos en el pasado. Las conquistas que este proceso logró, especialmente aquellas que apuntaló la subvención soviética, no produjeron en nosotros el efecto de salvación mesiánica, pues nacimos en medio de su “mejor” momento y fuimos testigos de su decadencia. Al no sentirnos rescatados de ningún mal del pasado, nos cuesta identificarnos como beneficiarios del socialismo y esto nos enero 2009 Letras Libres 15
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permite ser más objetivos, lo que nos lleva a ser más críticos. Cínicos y apáticos hemos resumido nuestra actitud en un verbo moroso: esperar. Aguardamos que una generación que cree poseer todas las prerrogativas termine de morir y nos deje el país que aún no nos pertenece. Hacemos tiempo, mientras la isla se nos cae a pedazos, porque en nuestras cabezas eso de comenzar una revolución suena anacrónico, tiene reminiscencias de siglo pasado. Una nueva oleada de nombres tradicionales, a la usanza de Martín, Juana y Mateo, han venido a recordarnos que también para esta inmadura Generación Y el tiempo está pasando. Todavía no rebasan los veinte años estos que han nacido ya con la dualidad monetaria y sin la libreta de racionamiento de productos industriales, pero empujan fuerte desde su aparente indiferencia. No arrastran –como nosotros– la nostalgia por los idealizados años ochenta ni el pudor de no contradecir la fe de los mayores. Ya no se llaman con esta letra exótica y eso les permite distanciarse de nuestro cinismo, volver a creer en algo. Ellos harán fracasar o prosperar el próximo proceso social, ese que nosotros viviremos también con escepticismo, con los ojos entornados de quien ha visto desmoronarse varias utopías. ~ – Yoani Sánchez
Revolución: fotos fijas
Aquel 8 de enero la caravana hizo su entrada triunfal en La Habana por la Carretera Central. Prosiguió hasta la Avenida de las Misiones, se detuvo un buen rato ante el yate Granma, y luego en el Palacio Presidencial, para saludar al recién estrenado presidente Manuel Urrutia, que se desvivió en atenciones con los barbudos. Fidel Castro presumió entonces de que ese recinto no lo tentaba: “Ustedes quisieran [...] saber cuál es la emoción que siento [...] al entrar en Palacio. Les voy a confesar mi emoción: exactamente igual que en cualquier otro lugar de la República. No me despierta ninguna emoción especial”. Luego propuso dirigirse a la fortaleza militar de Columbia, símbolo del batistato. Y allá fueron los blindados, primero por Malecón, y luego por las calles 23 y 41, mientras la multitud enfebrecida se abría a su paso. No homenajeaban a un presidente, adoraban a un Mesías. Al llegar, sonó el himno nacional y empezó la ceremonia. Habló el líder estudiantil Juan Nuiry Sánchez, y luego el olvidado comandante Luis Orlando Rodríguez. Sobre la tribuna se acomodó el también comandante Camilo Cienfuegos (la Revolución había dado más comandantes que la Segunda Guerra Mundial). Cerca de las once y media de la noche, cuando Fidel Castro comenzó su discurso, se liberaron varias palomas blancas. Se habla de centenares de jaulas abiertas, pero en realidad fueron apenas tres aves, lanzadas desde muy cerca, entre el público. Una de ellas se posó primero en el hombro izquierdo de Castro, que miró hacia el cielo mientras la multitud rompía a aplaudir. Luego llegaron las otras. Era un momento perfecto para quedar inmortalizado, y así 16 Letras Libres enero 2009
Foto: Alberto Korda
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sucedió, gracias a los oportunos clics de varios fotógrafos (José Pepe Agraz, Alberto Korda y Tor Eigendal son algunos de los más famosos). El orador evitó espantar a los pájaros, y en otro momento de su discurso, ya más relajado, se volvió de improviso hacia su compañero de tribuna para acuñar una frase célebre: “¿Voy bien, Camilo?” Y el interpelado asintió dos veces. Las palomas, para entonces, ya habían alzado el vuelo. Cualquiera de las fotos emblemáticas de la Revolución trae consigo una pequeña “mitología”. Cincuenta años después, historiadores y comentaristas no se ponen de acuerdo sobre cómo fue que llegó la paloma a posarse sobre aquella chaqueta verdeolivo. Las diferentes versiones van desde la teoría del “punto más alto” (los seis-pies-dos-pulgadas del orador) hasta una dieta de perdigones de plomo para impedir que los pájaros ganaran demasiada altura. Se ha mencionado incluso la asesoría de un experto colombófilo, que habría untado feromonas de palomo al chaleco para crear un efecto previamente estudiado en la multitud. La más difundida es la versión del periodista Luis Ortega, quien asegura que todo fue una escena preparada por Luis Conte Agüero, secretario general del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) y estrecho colaborador de Fidel en esos años, hoy en el exilio: Esperó hasta el momento en que la multitud había caído ya en trance. Era un océano de gentes delirantes. Ya la voz de Fidel era ronca. Los aplausos y gemidos de la multitud apenas si lo dejaban hablar. Y fue entonces que Conte Agüero, con un ademán bíblico, soltó la paloma. Y la siguió en el aire con ternura. Su paloma volaría hacia Fidel y se posaría suavemente en su hombro y entonces un rugido saldría de la multitud. Pero, no. No ocurrió nada de eso. La paloma de Conte Agüero levantó vuelo, dio unas cuantas vueltas y se perdió en la distancia. Un sollozo salió de los labios del poeta que ya era Conte Agüero. Había sido traicionado por la paloma.
Pero entonces ocurrió algo insólito, realmente milagroso. Otra paloma apareció de no se sabe dónde y se posó en el hombro de Fidel. La nueva paloma era todavía más blanca y hermosa que la de Conte. Fue una revelación que dejó al pobre Conte temblando. Lo que él había preparado cuidadosamente como un truco de publicidad se había convertido en un verdadero milagro. Por sorpresa o no, las palomas cumplieron su misión simbólica. Se habló de la Paz (que era el tema de aquel discurso en Columbia) y del Espíritu Santo. También de rituales de santería, donde la paloma blanca sería símbolo de Obatalá, el Elegido, el hijo de Dios. “La gente pensaba que Fidel era el enviado de Cristo”, resume el comandante negro Juan Almeida en un ditirámbico documental dirigido por Estela Bravo. La Revolución cubana encarna una tremenda paradoja simbólica al sostenerse sobre el prestigio de varias imágenes donde el mito busca invadir el lugar de lo histórico. A estas alturas, la historia ya no es algo que pasa, ni siquiera algo que “pasó”, sino un legado de “falsas verdades” en blanco y negro, que proclaman una vigencia eterna. Las fotos más emblemáticas de la Revolución cubana no son exactamente “documentales”: acarrean elevados niveles de idealización y estetización, justo lo contrario de la objetividad histórica. A falta de una visión de conjunto, tenemos ese puñado de imágenes cuyo glamour aumenta con el tiempo. Hoy la Revolución “son”, en realidad, esas fotos, hipnóticos fragmentos del pasado convertidos en acicates para la conciencia, pero también en obstáculos para un juicio racional. “El conocimiento obtenido mediante fotos fijas –advertía ya Sontag en su célebre ensayo de 1973– siempre consistirá en una suerte de sentimentalismo, ya cínico o humanitarista. Será un conocimiento a precios de liquidación: un simulacro de conocimiento, un simulacro de sabiduría.” Mientras más uno lee sobre el asunto, van apareciendo más capas del mito. La costumbre de soltar palomas sería, en realidad, el resabio de un antiguo rito de colonos franceses al fundar, a principios del siglo xix, algunas de las más célebres villas cubanas. Pero en Cuba las palomas también son símbolo de mala suerte. Palomas blancas son los animales que se le sacrifican a Olofi, el enviado de Oloddumare en la tierra, y haberlas manipulado en cautiverio acarrea, según la religión yoruba, terribles consecuencias (de ahí, tal vez, que Conte Agüero haya reescrito sus actos a posteriori). En cuanto a la simbólica profecía de paz, basta un simple repaso histórico –como el que hace Hugh Thomas– para que se revele como el más falso de los augurios. Como en todas las mitologías, aquí los significados son perfectamente dobles y contradictorios. Sin embargo, esa noche del 8 de enero de 1959 marca dos mutaciones fundamentales, descuidadas por culpa del glamour fotográfico. Primero: fue el momento en que los cubanos dejaron de juzgar la política
ateniéndose a los hechos y empezaron a considerarla como una dieta de símbolos. Segundo, como bien explica Norberto Fuentes en su monumental Autobiografía de Fidel Castro, ese momento en que el elegido de las palomas se permite ante la multitud el cínico chascarrillo de preguntar a su compañero de guerrilla si lo está haciendo bien marca el comienzo del poder absoluto que Fidel Castro ha detentado durante los últimos cincuenta años, para desgracia de la nación cubana. ~ – Ernesto Hernández Busto
Excepcionales figurantes
Las dos películas extranjeras más importantes que se rodaron en Cuba en los primeros años de revolución comienzan mostrando a mujeres que nadan en piscinas de hoteles. En Our Man in Havana, la película de Carol Reed basada en la novela de Graham Greene, la cámara sigue a una bella nadadora que bracea hacia un extremo de la piscina. La escena es de una calma abrumadora, salvo por un detalle: al fondo del camino de agua se advierte la silueta del capitán Segura, torturador de la policía, recortada sobre el paisaje urbano. Engañosa, pues, la belleza de la ciudad que se desborda por los límites de la azotea. Detrás de la paz y el lujo aparentes se escondería una realidad atroz. La otra ocasión en que se entró a La Habana desde una piscina fue en Soy Cuba, la película de Mijaíl Kalatozov a la que se deben las que tal vez sean las imágenes más bellas de la ciudad rodadas jamás. Tras la hermosa secuencia de los créditos, con una avioneta sobrevolando unos palmares que parecen nevados, la cámara desciende hasta la piscina de otro hotel del downtown habanero, y tras pasearla entre bañistas que toman el sol y copas, sigue a otra opulenta trigueña que se hunde en la alberca para encontrarse otras piernas y otros cuerpos en sensual y espasmódica danza. Aunque calmas las aguas de la primera piscina y revueltas las de la segunda, ambos directores eran reos de un mismo imaginario: La Habana no es lo que parece. Los sedujo el contraste entre esos cubos de agua llenos de cuerpos pop, y el vicio y la sangre que se aprestaban a mostrar después en una ciudad de la que tenían referencia de ensueño que transcurría en parejas aguas: el cuerpo desnudo de Ava Gardner gozando de la piscina de La Vigía, la finca de Ernest Hemingway en San Francisco de Paula. n
En “El nadador”, un célebre relato de John Cheever publicado en la revista The New Yorker precisamente en 1964, mientras las cámaras de Urusevsky esperaban días enteros alguna particular tonalidad de las nubes en el cielo sobre el Malecón, Neddy Merrill decide nadar hasta su casa desde el patio de los Westerhazy. Nadar de piscina en piscina; atravesar el condado a brazadas. Cuba, como el pertinaz nadador de Cheever, ha atravesado sucesivos avatares hasta llegar a tener el malcarado rostro enero 2009 Letras Libres 17
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que ostenta hoy. Y de tanta agua, se le ha corrido el maquillaje, como a vedette que camina bajo la lluvia. Y ha nadado siempre en piscina inundada de una misma agua discursiva: una ansia de “excepcionalidad” que ha sido su maldición y también su bálsamo. Un dispositivo creado desde la sociedad criolla, y que funcionó durante dos siglos enteros, tanto para vocear una grandeza las más de las veces apenas presunta como para justificar las desgracias, tantas veces demoledoras. La “Llave y Antemural”, que escribiera José Martín Félix de Arrate, paseó por todo el siglo xix la singularidad que implicaba permanecer como una provincia española, la “siempre fiel”, sin ser, o parecer, una colonia, según afirmara en 1841 Adolphe Jollivet. Pese a ello, anexionistas, independentistas y autonomistas enarbolaron discursos y machetes sin conseguir dotar a la “Perla de las Antillas” –título que le disputan Haití y Martinica, por cierto– de un Estado moderno ni de las instituciones funcionales que éste presupone. Fue precisamente ese siglo el responsable de que la vindicación de la “excepcionalidad” de Cuba se erigiera en leitmotiv nacional. Los reclamos por la independencia o la autonomía requerían de discursos que plasmaran la otredad de la isla respecto a España, ya fuera para arrastrar a los cubanos a la guerra o para exigir un estatuto privilegiado para la isla, una forma de autogobierno. n
Cuba se despidió del siglo xix, el siglo del afianzamiento de los discursos nacionales, ostentando la dolorosa primacía de haber inaugurado, de la mano de Valeriano Weyler, el universo concentracionario donde cuarenta años más tarde Europa se encontraría con los topes de la razón y la apoteosis de la técnica. 18 Letras Libres enero 2009
También con una decepción que marcaría las décadas siguientes: los cubanos habían peleado dos guerras contra España, pero no pudieron anotarse la victoria en exclusiva. Tampoco la normalización, y creación, de las instituciones del país. Así, la República tutelada por Estados Unidos que nacía sirvió para potenciar la maldición de otra cualidad “excepcional” que los cubanos habían ido amasando desde el primer tercio del siglo xix, a saber, la relación especial de Cuba y Estados Unidos. He ahí otra cifra “excepcional”, la geopolítica de la gravitación, que pervive hasta hoy tanto en los discursos antiimperialistas del régimen cubano como en el “excepcional” trato migratorio que reciben los cubanos en Estados Unidos. Ni Quebec autónomo en el Caribe, como quisieron los autonomistas, ni Suiza caribeña con la que soñaban los más optimistas, la Cuba republicana fue un tránsito de medio siglo por la indagación en torno a la identidad de los cubanos en típico gesto poscolonial. Hay al menos dos refugios donde se aloja la excepcionalidad cubana en los años republicanos. Por una parte, un extraño ejercicio de excepcionalidad negativa, que se fundamenta en la exposición de los vicios –Francisco Figueras, José Antonio Ramos, ciertas zonas de Fernando Ortiz y Jorge Mañach... Pero conjuntamente con los discursos de la excepcionalidad negativa, la República también conoció momentos de gran prosperidad económica que alimentaron el fantasma de una superioridad que enajenaba al país de la América Latina y el Caribe, aunque no conseguía insertarla en un espacio de estabilidad democrática que le permitiera parangonarse con las naciones del norte del continente. En Piedras y leyes, Fulgencio Batista recoge el prolijo catálogo de esa excepcionalidad en positivo. El “mito de la insularidad” que propugnó José Lezama Lima en el célebre “Coloquio con Juan Ramón Jiménez” es un ejemplo adicional del afán de excepcionalidad, aunque en él, como más tarde en el célebre poema de Virgilio Piñera, sea Cuba entera la que nade en una piscina de aguas que la aíslan y singularizan. Años después, Reinaldo Arenas recreó el mito al imaginar tiburones que roían la plataforma sobre la que se asienta la isla, que quedaría así a la deriva, perdiéndose en los mares, despidiéndose de su excepcionalidad fatal. n
Con la revolución de 1959, la aventura de la excepcionalidad cubana alcanzó proporciones apoteósicas. Entonces, nuevo membrete, ganó el de “primer país socialista de América”. Difícilmente alguien pudo imaginar que las ansias de excepcionalidad se vieran colmadas a un nivel que situara a la isla en el centro de un diferendo nuclear y que unos cohetes emplazados en su suelo generaran uno de los más intensos usos del “teléfono rojo” de la Guerra Fría. La idea de que el país había alcanzado por fin un destino genuinamente excepcional soporta buena parte de los discursos ideológicos de la revolución de 1959. La década de los sesenta convierte a Cuba en hotel de los intelectuales de izquierda. El
presunto hallazgo de una revolución que centraba los principales debates que rondaron esa década, el rol de enfant terrible del socialismo mundial de que dotaron a Cuba su relativa independencia de los dictados de Moscú, la implicación de la isla en los procesos de descolonización y los movimientos guerrilleros en África y América Latina convirtieron a Cuba en ilusorio vórtice del huracán que iba a enderezar el siglo. Más tarde, el inicio del colapso del imperio soviético en 1985 colocó a Cuba ante la amenaza a la supervivencia de su propio devenir socialista y requirió de artes que paliaran los efectos que un lustro más tarde se abatirían sobre la economía de la isla. Regaló también la benevolente Clío la posibilidad de dar todavía una puntada al traje de la excepcionalidad. Y no se iba a desaprovechar tamaña ocasión de proclamar la nueva condición excepcional y ufanarse de ella. “La historia nos dio el derecho a proclamar que somos hoy el país más independiente sobre la Tierra”, dijo Fidel Castro en 1991, para recordar inmediatamente después que a pregunta que le habían hecho acerca de si Cuba se había quedado sola tras el desmantelamiento de los regímenes socialistas en Europa, respondió: “¡Sí, estamos solos, pero en la cúspide!” El ensayista y poeta Roberto Fernández Retamar llevó la mítica norma a apoteosis no exenta de cursilería, cuando se refirió a la “enormidad de Cuba”, tomando como pie forzado aquella “enormidad de España” de la que habló Miguel de Unamuno, y jugando con la común raíz de las palabras anormalidad y enormidad. Enorme por excepcional, pues. n
A la Cuba poscomunista le tocará proveerse de un rostro que continúe dotándola de la ilusión de la excepcionalidad, a la vez que le sirva para encarar su reducción a país común, a ser un país más. Un paisito cualquiera, sin destino de epopeya. Como el nadador de Cheever cruzó el condado para encontrarse una casa vacía, los cubanos habrán de rastrear los muchos retratos de la Cuba “excepcional” para elegir con cuál se quedan, si es que alguno les conviene. Atravesar esas visiones, como nadando de piscina en piscina, desasidos por fin de la idea de que la excepcionalidad es una virtud de la geografía moral en un mapa del que Cuba se quiso epicentro. Un mapa que alberga ahora el paisaje de una ilimitada periferia. La devolución del país, y sus gentes, a un espacio carente de primacías y heroísmos, una realidad desprovista de falsas coartadas que validen un destino único, exigirá un reacomodo simbólico y un renovado asiento geoestratégico. La pérdida de la última coartada de excepcionalidad durante este último medio siglo de castrismo traerá consigo la suerte de vivir un destino común en el archipiélago de la mundialización. Cuba ya se prepara para adoptar nuevo rostro debatiéndose entre el socialismo del siglo xxi y el imaginario de la gozadera. Se afirma que Fidel Castro apareció como figurante en una película rodada en México en 1946, Easy to Wed. En los créditos figura con curioso papel: Pool Spectator. Un hombre que se pasea en
torno a una piscina. La mira de reojo, desinteresado. Tras medio siglo de revolución, los cubanos, que asisten como “excepcionales” figurantes al ocaso de su presunta excepcionalidad, ansían un destino sobre el que no gravite el reto de ser grandes. Al menos, más grandes de lo que son. De lo que cualquiera lo es. ~ – Jorge Ferrer
Un texto en blanco del que cuelgan notas 50 años de administración cultural revolucionaria En enero de 1959, apenas las fuerzas revolucionarias se hicieron del poder, afloró el júbilo y la mala conciencia de muchos creadores cubanos. José Lezama Lima clausuró una época: “Se decía que el cubano era un ser desabusé, que estaba desilusionado, que era un ensimismado pesimista, que había perdido el sentido profundo de sus símbolos”. Según él, el nuevo régimen venía a romper los hechizos infernales y haría “ascender, como un poliedro en la luz, el tiempo de la imagen”. Roberto Fernández Retamar consignó en un poema, “El otro”, los remordimientos de la sobrevivencia. Virgilio Piñera publicó una carta dirigida a Fidel Castro en la cual admitía la culpabilidad del gremio de artistas y escritores: “sabemos que nos cruzamos de brazos en el momento de la lucha, y sabemos que hemos cometido una falta”. Y sugirió al nuevo líder: “es preciso que la Revolución nos saque de la menesterosidad en que nos debatimos y nos ponga a trabajar. Créanos, amigo Fidel: podemos ser muy útiles”. Atendido o no este particular reclamo, las autoridades se ocuparon inmediatamente del gremio. Organizaron un aparato cultural en cuyas dependencias hallaron empleo artistas y comisarios. Fundaron un público. La campaña nacional de alfabetización brindó letras y catecismo político a la población analfabeta. Logró, además, que los jóvenes desoyeran las tutelas familiares al organizarse en brigadas de alfabetizadores: ya la revolución estaba por encima de la familia. Radio y televisión se hicieron didácticas. El lugar de la publicidad comercial fue ocupado por la propaganda política. El periodismo dejó de ser un ejercicio de indagación y libertad. Una frase de Fidel Castro sirvió de máxima a la administración cultural: “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”. La fórmula, que no admite afuera, obliga a averiguar por el encargado de las delimitaciones. Aunque Ernesto Guevara explicitó las condiciones del nuevo contrato: “la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios” (El socialismo y el hombre en Cuba). Ningún creador, por grande que fuese, sería más relevante que la revolución. Pues, en tanto los novelistas se limitaban a construir personajes, los líderes revolucionarios forjaban al Hombre Nuevo. Y no por casualidad aludía Guevara a la experimentación genética: “Podemos intentar injertar el olmo para que dé peras, pero simultáneamente hay que sembrar perales. Las nuevas generaciones vendrán libres del pecado original”. enero 2009 Letras Libres 19
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Varios autores Bajo este régimen de culpas arbóreas, cada artista constituyó un expediente policial. Entre 1965 y 1968, homosexuales y religiosos y hippies y roqueros quedaron encerrados en campos de concentración. El realismo socialista consiguió alzarse como receta única a inicios de los setenta. (En el congreso fundacional de la Unión de Escritores de la Unión Soviética, el escritor Leonid Sobolev había afirmado: “El Partido y el Gobierno le han ofrecido todo al escritor, y sólo le han quitado una cosa: el derecho a escribir mal”. Sin embargo, este último derecho resultó ampliamente alentado en los casos soviético y cubano.) Las Navidades fueron prohibidas. Hubo años sin carnavales. A los ojos del ascetismo revolucionario, en cada bailador se malograba un miliciano. Bares, salas de fiestas y centros nocturnos atravesaron por larga cuarentena. (La apelación al turismo extranjero hizo que resurgieran: de ello tratan el álbum y el filme Buenavista Social Club.) Si existió una música oficial podrá buscarse en el movimiento de la Nueva Trova: un puñado de jóvenes músicos (Silvio Rodríguez y Pablo Milanés los más conocidos) que salvaron ciertas dificultades políticas hasta ligar sus obras a la agenda gubernamental. (La protesta a la que aspiraron terminó por desvanecerse y, de haber crítica política en sus canciones, fue dirigida a las invasiones estadounidenses en distintos rincones del planeta o al golpe pinochetista, nunca a la sociedad donde vivían.) En su búsqueda de perales, la pedagogía revolucionaria creó las figuras del artista oficial, del burócrata artista, del delator de colegas y del delator de sí mismo. Contribuyó a la formación de inteligencia para ahogarla después. Empujó a muchísimos creadores al exilio, silenció sus obras, difundió la creencia de que el genio del lugar abandonaba a quienes emigraban. Según tal hipótesis, todo creador perdía fuelle en cuanto se alejaba de su tierra natal. Sentencia contestada desde el exilio con la de la imposibilidad de crear nada valioso dentro de una dictadura. (A un radicalismo geográfico contestaba un radicalismo histórico.) Virgilio Piñera había rogado que sacaran a los escritores de su menesterosidad, y el régimen revolucionario terminó por otorgarles el reconocimiento mayor: los tachó de peligrosos. El pensamiento logró alcanzar así una dignidad socrática. Aunque, al suprimírsele crítica y lectores, se le abrió el espejismo de intentar legitimarse a partir del repudio de las autoridades. Desaparecida la Unión Soviética, el discurso oficial cubano no encontró mejor salida que atrincherarse en el nacionalismo. Si hasta entonces resultaba conveniente identificarse con otros países comunistas, en adelante habría de subrayar lo endémico: que lo original de una cultura salvara al régimen de correr la suerte de sus homólogos de Europa. Fue así como dejaron de ser útiles las citas de Lenin y de Marx, y menudearon aun más las de José Martí. Revistas y editoriales habaneras recuperaron exiliados. Eligieron a los autores menos incómodos, a las zonas menos incómodas de esos autores. 20 Letras Libres enero 2009
Terminaron por ser aceptadas las religiones mal vistas. Una misa papal celebrada en la Plaza de la Revolución devolvió a la gente las Navidades. Con la inserción del dólar en la economía del país, las autoridades debieron soportar la competencia de otros empleadores, galeristas y editores extranjeros que sentían curiosidad por lo ocurrido dentro de Cuba. La publicación fuera del territorio nacional (tamizdat, para decirlo en el ruso de los años de Stalin) terminó por recibir licencia. Hoy pueden escuchárseles a los comisarios cubanos referencias bastante desenvueltas acerca de pasadas épocas terribles. Llaman quinquenio gris al reinado del realismo socialista con la misma impunidad con que hablarían del periodo azul de Picasso. Se muestran capaces de reconocer errores puesto que existen funcionarios jubilados a quienes achacárselos. Y no les faltan viejos artistas, antes represaliados y hoy Premios Nacionales, capaces de jurar que todo aquello se debió a interpretaciones torcidas de un proyecto humanista, justísimo en su fondo. Durante medio siglo ha sido puesta al alcance del público una cultura limitada a lienzos, volúmenes, funciones, filmes. Pero esta consideración por la obra de arte olvida que también es cultura cuanto comemos, el espacio en que vivimos, la ropa que nos viste: todas esas nimiedades esenciales. La gente, entretanto, acude a filmes y telenovelas extranjeras para imaginar sus vidas. (En país mísero y cerrado, las telenovelas constituyen, más aun, toda la vida apetecible. Y buena parte de este medio siglo podría historiarse mediante la pelea televisiva entre la novela de turno y la verborrea de Fidel Castro.) Así, una telenovela mexicana prestó nombre a los vendedores callejeros recién admitidos: merolicos. Y del negocio de una protagonista brasileña salió el título genérico de los restaurantes particulares bajo licencia estatal: paladares.
Quienes gobiernan la cultura en Cuba suelen vanagloriarse de los miles de títulos publicados, de las multitudes que asisten a un festival de cine o una feria del libro. No podrían hacer lo mismo a propósito de la gastronomía perdida, las ciudades destruidas, la lengua erosionada... Colocar un micrófono ante un niño cubano es comprobar la tremenda capacidad totalitaria para convertir a cada criatura en el mismo orador político. Igual que en la escasa arquitectura de este medio siglo, en el lenguaje impera lo prefabricado. La administración cultural cubana ha sido pródiga en instituciones y miedos. Existe un centro encargado de encauzar el rap de los jóvenes músicos, por ejemplo. Y un vasto cuerpo de policía secreta, desde el vecino más cercano al oficial más alto, a cargo de los miedos. (La guayabera se ha hecho prenda a evitar desde que los miembros de esa policía la vistieran.) No es aconsejable permanecer fuera de las instituciones gubernamentales: equivaldría a convertirse en bárbaro, hacerse inentendible, quedar en la noche descampada. Y, dentro de las instituciones, el miedo cohesiona membresías. Cualquier institución es miedo organizado. A lo largo de medio siglo han decaído las mitologías. Del poliedro en la luz vaticinado por Lezama Lima, no quedan ni las ganas. Resultan patéticos los intentos por revivir la Nueva Trova, el cine oficial es un desfile de estereotipos sin humor y Alicia Alonso remeda dentro de la escuela de ballet clásico la decadencia de Fidel Castro. Como corresponde a cualquier revolución instaurada o a cualquier tiranía, la más exitosa empresa cultural ha consistido en la administración del tiempo. Postergado hasta la construcción del comunismo, el cumplimiento de un ataque enemigo o, más secretamente, hasta la desaparición de una casta, el tiempo transcurre en Cuba extrañamente. Y, si fuera necesario resumir medio siglo de administración cultural, no cabría mejor imagen que la de un texto en blanco del que colgaran, con los hechos consignados antes (y otros más), notas a pie de página. ~ – Antonio José Ponte
Los revolucionarios olvidados
La Revolución de Cuba, como todas las epopeyas latinoamericanas, creó un panteón heroico conformado, primordialmente, por caudillos militares: Fidel Castro, Ernesto Guevara, Camilo Cienfuegos, Raúl Castro, Juan Almeida... Algunos comandantes que se opusieron a la deriva comunista, a partir de 1959, como Huber Matos, Humberto Sorí Marín, Rolando Cubela, Eloy Gutiérrez Menoyo, Jesús Carrera o William Morgan, fueron ejecutados o encarcelados y automáticamente expulsados de aquel panteón. Otras figuras públicas del naciente socialismo, como Carlos Franqui, director del primer periódico oficial, y Guillermo Cabrera Infante, líder de la corriente intelectual más vanguardista y heterodoxa del país, se exiliaron a fines de los sesenta y alcanzaron un importante reconocimiento fuera de la isla.
Hubo, sin embargo, un grupo de políticos civiles de la primera etapa de la Revolución que fue marginado del poder y que, en la mayoría de los casos, tampoco logró sostenidas posiciones dentro del exilio cubano. Esos líderes representaban el eslabón perdido de la Revolución: no pertenecían a la jerarquía militar de la Sierra Maestra y el Escambray, ni a la cúpula de la clandestinidad urbana ni a la nomenklatura del viejo comunismo, cuatro ramas que acapararían las principales carteras de gobierno a partir de 1960. Ese eslabón perdido era el que comunicaba a la Cuba republicana (1902-1959) con la Cuba socialista (1961-2009) y su ausencia en la memoria colectiva de los cubanos garantiza el mito de la regeneración nacional. Provenientes, casi todos, de la clase política republicana o de la sociedad civil prerrevolucionaria, ellos personifican la Revolución que triunfó en enero de 1959 y no la que comenzó a institucionalizarse a partir del año siguiente. Todos, sin excepción, se opusieron a la dictadura de Fulgencio Batista, por métodos electorales y pacíficos, entre 1952 y 1956 y, a partir de este año, a través del respaldo a la lucha armada que encabezaban, en la Sierra Maestra, el Escambray y las principales ciudades de la isla, el Movimiento 26 de Julio y el Directorio Estudiantil Revolucionario. El apoyo de aquellos políticos a la Revolución fue altamente valorado por Fidel Castro, entre 1957 y 1958, ya que otorgaba legitimidad a su movimiento y le ayudaba a ganarse la simpatía de las élites económicas y políticas del país. La historiografía oficial cubana, generalmente subordinada a un marxismo ortodoxo o a un nacionalismo estrecho, ha descalificado a esos revolucionarios como “burgueses”, “moderados” o “traidores”. Sin embargo, un ejercicio biográfico elemental nos persuade de que aquellos líderes pertenecían a las mismas clases medias de los jefes militares y sostenían las mismas ideas de la izquierda democrática y nacionalista cubana que predominaban en la dirección del 26 de Julio y el Directorio. Ni el marxismo ni el nacionalismo de la historia oficial han logrado ofrecer argumentos consistentes para justificar la eliminación de aquellos políticos de la historia revolucionaria y la ubicación de los mismos en un tenebroso catálogo de “enemigos de Cuba”. El primero de aquellos revolucionarios olvidados, que debería contar con una semblanza biográfica accesible al público de la isla, es el abogado villareño Manuel Urrutia Lleó. Siendo juez en la ciudad de Santiago de Cuba, Urrutia se opuso a que los asaltantes del cuartel Moncada, en julio de 1953, y los revolucionarios encarcelados tras la represión del levantamiento del 30 de noviembre de 1956, en esa ciudad, fueran condenados como “terroristas”. Urrutia sostenía que a los revolucionarios asistía el derecho a la resistencia violenta, debido a que la dictadura de Batista, al violar la Constitución de 1940 por medio de un régimen de facto, creaba las condiciones jurídicas para la oposición armada. enero 2009 Letras Libres 21
cuba, cincuenta años de felicidad
Varios autores
Urrutia fue designado como presidente provisional de la Cuba revolucionaria en los primeros días de enero de 1959 y encabezó el gobierno de la isla hasta mediados de julio de ese año. Durante siete meses, este abogado defendió una política basada en la reforma agraria, la alfabetización, la recuperación de bienes malversados por la corrupción administrativa y el reajuste soberano de las relaciones con Estados Unidos a partir del control estatal de algunos recursos estratégicos. Pero Urrutia sostuvo ese programa de gobierno, el mismo que había sido plasmado en los documentos básicos de la insurrección contra Batista, junto con un claro posicionamiento frente el comunismo. Su denuncia de la creciente incorporación de comunistas al gobierno revolucionario provocó la ira de Castro, quien lo obligó a renunciar en julio de 1959. Otro político importante de la primera revolución cubana fue el también abogado José Miró Cardona. Luego de defender la oposición pacífica, Miró comenzó a respaldar al Movimiento 26 de Julio y a su jefatura militar en la Sierra, a través de una alianza de asociaciones cívicas. Tras solicitar la renuncia de Batista, en oposición a las elecciones de 1958, Miró se asiló en la embajada de Uruguay y, desde el exilio, encabezó el Frente Cívico Revolucionario Democrático, una coalición de organizaciones antibatistianas que impulsó la caída del régimen. En enero de 1959 Miró ocupó el cargo de primer ministro del gobierno revolucionario hasta que diferencias con el presidente Urrutia lo llevaron a la renuncia en febrero, cediendo su posición a Fidel Castro. El primer canciller de la Revolución cubana no fue el intelectual marxista Raúl Roa, como generalmente se piensa, sino el destacado sociólogo y filósofo cubano Roberto Agramonte. Figura prominente del Partido Ortodoxo, la organización a la 22 Letras Libres enero 2009
que perteneció Fidel Castro antes de la Revolución, Agramonte era el candidato con mayores posibilidades de triunfo en las elecciones presidenciales de 1952. El golpe de Estado de Batista, en marzo de ese año, impidió la llegada de Agramonte a la presidencia y el líder opositor, como las principales figuras de su partido, respaldó el levantamiento armado contra Batista. En enero de 1959, Agramonte fue nombrado ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, cargo que desempeñó hasta junio de ese año. Durante seis meses el canciller defendió una diplomacia nacionalista y democrática, similar a la que caracterizaba a las izquierdas no comunistas de la región. Otro líder importante del Partido Ortodoxo, Raúl Chibás, hermano de la principal figura de la oposición al gobierno de Carlos Prío Socarrás (1948-1952), respaldó la insurrección antibatistiana desde 1957. En el verano de ese año Chibás, junto al economista Felipe Pazos, firmó con Castro un manifiesto desde la Sierra Maestra en el que proclamaba la vocación democrática de la revolución y anunciaba la realización de elecciones luego del triunfo. Las elecciones nunca se celebraron y Chibás, quien había declinado la oferta de ocupar el Ministerio de Hacienda del primer gabinete revolucionario, al igual que Pazos, primer presidente del Banco Nacional de Cuba, desplazado por el Che Guevara, se alejó de Fidel Castro. En la primavera de 1960 la mayoría de los miembros del primer gabinete revolucionario –Urrutia, Miró, Agramonte, Pazos y otros políticos destacados de la oposición a Batista, como el ingeniero Manuel Ray, el economista Rufo López Fresquet y los líderes del “llano” Faustino Pérez y Enrique Oltuski– estaba fuera del gobierno. Los jefes de la política económica, ideológica e internacional del régimen eran viejos o nuevos marxistas (Fidel y Raúl Castro, Ernesto Guevara, Carlos Rafael Rodríguez, Aníbal Escalante, Lionel Soto, Raúl Roa...), resueltos a establecer una alianza con la Unión Soviética y a crear un régimen de partido único y economía de Estado. En el verano de ese año los líderes de aquella democracia nacionalista comenzaron a exiliarse y a conspirar contra el naciente comunismo cubano. Los dos únicos de aquellos políticos que lograron posiciones importantes dentro del liderazgo de la oposición fueron Miró Cardona y Ray. Los otros, empezando por el ex presidente Urrutia y terminando por la ex ministra de Bienestar Social Elena Mederos o por el dirigente sindical David Salvador, pasaron el resto de sus vidas en la cárcel y el exilio, donde murieron, despreciados por el gobierno de Fidel Castro y olvidados y calumniados por la historia oficial de la isla. Las revoluciones, decía Raymond Aron, se “nutren de la ignorancia del porvenir”. Nada más cierto: el futuro de Cuba comienza a vislumbrarse como un tiempo de memoria y reconciliación en el que los actores del pasado, excluidos y satanizados por el poder, reviven en la historiografía crítica que se escribe desde la isla o desde la diáspora. ~ – Rafael Rojas
Cuba en la prehistoria del cambio
Tengo un amigo que nunca ha estado en Cuba, pero me mantiene informado sobre eso que llaman “la realidad cubana”. O sea, mi amigo es el dueño de una agencia de viajes, y todo empezó cuando un día me dijo: “Desde que informaron en la prensa internacional que Fidel estaba enfermo y que su hermano lo sucedía en el cargo, los pasajes para la Habana han ido subiendo”. Y luego agregó: “Ahora que están a punto de la transición todo el mundo quiere visitar Cuba, antes de que cambie”. Desde entonces, aunque visito La Habana con regularidad, cuando quiero saber algo acerca de eso que en el primer mundo llaman “la realidad cubana”, le pregunto a mi amigo si aún no bajan los pasajes. Y se mantienen altos: la gente quiere visitar el parque temático, el último reducto romántico de resistencia antiimperialista. Lo verdaderamente dramático va a ocurrir el día en que mi amigo me anuncie: “El Comandante no se muere nunca y ya están bajando los pasajes”. Ese olvido, vestido de indiferencia, será el auténtico primer síntoma del cambio. Porque si el mundo cambia tanto que ya el sacrificio cubano da lo mismo, entonces sí que va a ser aburrida la retórica oficial y la disidente, dentro y fuera de la isla. Digámoslo de una vez: desde aquel lejano día en que empezaron a subir los pasajes, lo único notable que cambia en Cuba son las mareas, y eso porque dependen de la luna. He tenido que ir a La Habana tres veces en los últimos dos años, porque mi casa (y esto sí fue un cambio, pequeño para la humanidad y enorme para mí) había sido okupada. O sea, una tribu procedente del oriente de la isla se instaló en mi domicilio, y desde entonces hago incomprensibles trámites para que el gobierno los reubique y me sea devuelta la nostálgica casa de mis abuelos. Me lo he tomado con filosofía y he querido ver en este percance, antaño inimaginable, un signo de lo que podría ser el cambio. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados. Me asombró no haber notado hasta ese momento en qué consistía el cambio del que no hablan los medios de comunicación. El cambio es ahora tan reciente que las cosas carecen de nombre, y para nombrarlas hay que señalarlas con el dedo. Un chiste, que es la profilaxis cubana contra la desesperanza, ilustra lo kafkiano de hoy y su Proceso: “En Cuba no hay desempleo, pero nadie trabaja. Nadie trabaja, pero todo el mundo tiene de todo. Todos tienen de todo, pero nadie tiene nada”. Y la nave va. Dentro de esta perversa inercia, muchos cubanos han llegado a una inevitable conclusión: un estado de crisis socioeconómica sostenida indefinidamente en el tiempo, fomenta daños irreversibles, mientras tanto la gente nace y muere. Porque el tiempo histórico no espera por el tiempo humano individual: es probable morirse esperando algo, una mejoría, un viaje, un acto de justicia o la publicación de un libro. No importa si la culpa es del bloqueo imperialista, de la mala administración interna, o del desvanecimiento de la urss: los efectos de este estado de cosas empobrecen o anulan la vida de la gente. Por
algo la quintaesencia actual de la semántica popular cubana se centra en algunas frases muy ilustrativas: “Tómalo con calma”, “esto no es fácil”, “no cojas lucha”. Cuando estuve en Cuba hace unos meses, noté que la gente repetía esas frases más que de costumbre. Los buscavidas callejeros habían eclosionado demográficamente, más ricos eran los yacimientos de holgazanes sentados todo el santo día en las esquinas o en el muro del malecón, una inusitada fauna de habaneros con móviles y cadenas de oro (gente voluntariamente desempleada) había tomado por asalto los garitos y quioscos de cerveza por tiempo indefinido. Y si uno aguzaba el oído no tardaba en escuchar: “Tómalo con calma”, “esto no es fácil”, “no cojas lucha”. La ausencia de horizontes con forma de proyecto cívico concreto y renovado, la falta de perspectivas de mejoría económica, y todo lo demás que implica una crisis, hace que la gente viva el día a día con una especie de desidia que crece en progresión geométrica. Y éste es el cambio que se puede señalar hoy con el dedo: la gente no acumula volúmenes de capital, sino de tiempo. He aquí la paradoja: el tiempo vital se acaba, pero el tiempo cotidiano sobra cada vez más y uno no sabe bien qué hacer con eso. O sea, se va pasando de una ansiedad generalizada por el cambio, a una indiferencia social sostenida en el tiempo. En mi última visita, al cabo de veinte días empezó a preocuparme el contagio: esa desidia escandalosa, ese andar de los habaneros que los hace parecer hombres (y mujeres) inmortales, gente que tiene ciento cincuenta años por delante para visitar a un sobrino, tres horas para tomar un autobús o toda una noche para saludar a ese vecino con el que acaban de cruzarse y al que ven todos los días. ¿Gracioso? Posiblemente, pero también monstruoso. Uno puede vivir con la certeza de que un minuto dura al menos ciento veinte segundos. Por eso la gente anda con calma y negligencia, y repiten constantemente el inviolable eufemismo de los tiempos que corren sin correr: “Cógelo con calma”. En todo el territorio nacional parece acatarse un secreto mandamiento: ya que hace más de treinta años esto no mejora, y no tiene pinta de hacerlo, cubanos de todas las provincias, uníos en el relajo y la desidia. Al final uno termina dejándose llevar como Ulises cuando conoció a Circe en aquella isla donde los días duraban meses. Una mañana salí a por tabaco y empecé perdiendo media hora en la esquina mientras saludaba a los del dominó. Luego me tropecé con un amigo que me invitó a que le pagara un par de cervezas que se convirtieron en seis. Entonces tuvimos hambre y decidimos incursionar en un sitio donde demoraron otro par de horitas en atendernos, porque a las camareras siempre les da lo mismo el cliente. Mientras nos despedíamos cubanamente nos sorprendió la noche. Pero lo curioso fue que cuando llegué a mi casa preocupado por haberme ausentado durante tanto tiempo, mi padre me preguntó distraído: “¿Encontraste los cigarros?” Y siguió en lo suyo como si tal cosa. Entonces comprendí que algo estaba cambiando, porque mi padre es uno de esos cubanos en peligro de extinción que nunca ha perdido el tiempo. ~ – Ronaldo Menéndez enero 2009 Letras Libres 23
cuba, cincuenta años de felicidad
José Manuel Prieto
La Revolución cubana explicada a los taxistas LaRevolucióncubanaestambiénunasumademalentendidos.Paradespejar variosdeellos,JoséManuelPrietonosentregaestosfragmentosdeunlibroen preparación: un acercamiento divertido y sensato a la realidad atroz.
e Viajes en taxi
l día de hace más de diez años en que llegué a Nueva York, en mi segundo o tercer viaje a América, y estudié el frío afuera, la hilera de taxis en espera, el paisaje que ya eran los Estados Unidos: un país con el que el mío había estado en guerra toda mi vida. O al menos eso era lo que no se habían cansado de decirme por años. El taxista, un indio o pakistaní con aire de pocos amigos con el que batallé por un minuto largo cuando intenté darle la dirección. Y no: se volvió hacia mí con todo el torso, me corrigió con aspereza y entonces, tras estudiarme un segundo, seguro de que no había mayor maldad en mí, tan sólo la torpeza del recién llegado, sopesó mi acento y me preguntó, para dulcificarme, ¿de qué país llegado? Que fue cuando, al yo contestarle de dónde, exclamó: –¿Cuba? Y acto seguido: –¡Fidel Castro! La enojosa manera que tuvo de decirlo, además: cómo chasqueó los dedos, se relamió la lengua de gusto, volvió a mirarme por el retrovisor, encajó los hombros. El ademán y la vehemencia de quien habla como un forzudo de pueblo. Y con la misma energía, y como su inglés no era mejor que el mío y deseaba a toda costa expresar lo que sentía, llevó la palma de su diestra a la otra mano, arrollada, de modo que se escuchó sonoramente: “Le dio por el c... a los americanos”. Debo haberme inclinado hacia la tablilla para leer su nombre tras el cristal, porque fue muy al principio de mis viajes a Nueva York, al menos el primero en que descubrí sorprendido aquella reacción, pero no recuerdo su nombre. 24 Letras Libres enero 2009
Recuerdo, sí, la ciudad asilueteándose a lo lejos, la mole gris de los rascacielos. Recuerdo que era otoño y recuerdo cuánto me extrañó su reacción, hallarla allí, tanta simpatía, ¡en América!, hacia la Revolución cubana. Aquel otro que en julio de 99 me llevó de Barajas a Sol, en Madrid, España. Y mientras viajábamos por la ciudad, escuchamos la noticia de un terrible accidente de aviación, los espeluznantes detalles del accidente. Cambió luego de estación, sintonizó una melodía de moda de aquel verano y me espió por el espejo, el gesto con que asentí maquinalmente al reconocerla, e inquirió acto seguido: –¿De tu país? –No, es de México –le contesté–, la cantante... Soy de Cuba. Y como por encanto: –¡Ah, Cuba! ¡Fidel Castro! Sin ánimo de ofender, de pura alegría. Debatiéndome aquella vez entre sonreír o enojarme, maravillado siempre ante la inmensa popularidad de la Revolución cubana entre los taxistas de todo el mundo. La vez que en Roma un cochezazo de lujo se detuvo junto al nuestro y lo estudiamos los dos, el taxista y yo, sin poder quitarle la vista de encima. Y le dije en broma: “Un bonito coche, ¿eh? Me compraría uno así de tener el... ¿soldi?” Soldi, sí: y asintió y se quejó en voz baja, algo así como: “¿Y de qué modo? Nunca tanto dinero trabajando de taxista.” Y aparté la vista y volví al diario que había estado hojeando. Y entonces me preguntó (un hombre joven, sus lentes oscuros): “¿De qué país?” Y me dije resignado: “¡Allá vamos!” Callé en aquella ocasión, y he callado en todas, perdido en un monólogo que sé que jamás le endilgaré al bonachón taxista. En el sentido de una equivocación enorme: la asombrosa popularidad de Fidel Castro y la Revolución cubana.
Todo lo que me gustaría añadir, matizar. Extrañado porque todo reducido a un nombre. Y el disgusto que no terminaba de instalarse en mí, el desconcierto más bien. Porque ¿no debería alegrarme aquello en cualquier caso? ¿Lo fácilmente que identificado mi país de entre todos los demás? Su peso y su relevancia patentes, que tan popular en todo el mundo. Y porque yo mismo, es lo más importante, lo que le explicaría con gusto a aquellos taxistas, sí, yo también, ¿sabe usted?, ¡Cuba!, ¡Fidel Castro! Ningún problema con ello. Una visión tan sólo un poco más compleja. Que me gustaría exponerle, ampliarla, si mi conocimiento del italiano o el turco me lo permitieran. La Revolución cubana explicada a los taxistas. Consciente de que una causa perdida toda explicación pormenorizada. Las muchas veces que he fallado en eso. Tras haberme prometido que jamás, y cayendo siempre en torpes, en largas tiradas que han tenido la virtud de complicarlo todo en la mente de mis interlocutores y dejarlos sin embargo imperturbables en su fe, convencidos de su verdad. Por lo que pensando luego, y habiendo entendido que quizá una explicación breve, con la fuerza y la sencillez argumentativas del lugar común, tres o cuatro puntos que debidamente abordados, puestos en claro, permitan hacernos una idea, rápida y fácilmente. Lo mismo que una charla de sobremesa o en los tres cuartos de hora que toma el viaje del aeropuerto al centro. Me bajo de esos taxis, mascullo una última frase en mi impotencia. Barboteo en el que digo a medias todo lo que hubiera querido decirle al taxista sobre este asunto. No tan simple, según lo veo, un fenómeno más vasto, una conflagración cuyo resplandor no ha dejado de iluminar un día de mi vida adulta. ¿Me habría entendido? ¿Lo que habría querido decirle, argumentarle? Y en el bar, antes de dormirme, y subiendo luego a mi cuarto de hotel, imagino todo lo que le hubiera dicho, desarrollo argumentos, me extiendo en razones. Y en vano, porque todo nuevo brote de entusiasmo, en Viena, en Ankara, me deja igual de mudo, desconcertado, sin saber qué decir. Las veces que he bajado en profunda rabia le he regateado la propina al taxista. Por esto mismo, que dicho así, explicado los motivos de mi enojo, les causaría infinita sorpresa. El reduccionismo, más que nada, de un cuadro así, que deja tantas cosas fuera. Presentada Cuba como un país liberado del yugo americano. ¿Cómo no estar feliz? ¿Cómo no entender tan gran simpatía, la solidaridad mundial, si antes bajo el yugo y ahora liberado? Entendido que imposible moverla, a la Revolución cubana, de su fama bien ganada y que en ello las causas de su inmensa popularidad. Sin que jamás pudiera yo explicarles los detalles de este asunto, nada tan simple. Y la necesidad, al hablar de lo malo y negativa que ha sido en tantas cosas la Revolución cubana, de mencionar todos sus logros, lo buena que ha sido en tantas otras. Que imposible negarla categóricamente, descalificarla en toda la línea porque
más compleja (y confusa) que eso. Lo inadecuado de pintarla como lo más negra, la más terrible, la más asesina, que no lo es, ninguna de esas cosas, aunque haya terminado siempre, durante demasiados años, haciendo mal. Los toques de genio presentes en toda la obra, en su concepción misma, la brillante idea –para empezar–, la genial idea de retar, como se hizo, a Estados Unidos. Ése solo detalle. La manera en que el país comenzó a hablar de sí mismo (aunque era una vía sin futuro, como no tardó en verse), al principio, durante varios años llenos de energía que no podía no impresionar a quienes la veían perseguir un programa de país grande, en la conciencia de la madurez alcanzada, queriendo salvar en pocos años el atraso de cientos. Ese impulso. Cómo no se ha robado. No es lo que se podría decir en primer lugar de la Revolución cubana. No es Fidel Castro un vulgar ladrón ni la Revolución cubana una vulgar ladrona. Cuyo único objetivo e idea enriquecerse, sino veo, y eso creo, un rasgo distintivo en esto, cierto idealismo profundo y terrible. ¿Quién no lo ha visto así? ¿Qué opositor no la querría, para el peso del argumento, para su mayor contundencia, más mala de lo que realmente es, la Revolución cubana? Evitar confusiones, verse obligado, en medio de la diatriba, a aceptar su intención más buena, todo lo que ahora digo. A favor de la Revolución cubana, y en contra de la Revolución cubana. Absolutamente buena, por una parte, y absolutamente mala, por la otra. Y luego esto, lo más frustrante, lo más desalentador: la intraducibilidad de la experiencia, cuán difícil es contarla. De modo que el más atento y comprensivo de tus escuchas, el de mejor corazón, falla siempre en entender tus razones. Que la más minuciosa descripción, la más fatigosa enumeración no logra responder todas las preguntas, armar un cuadro inteligible, siempre inconcluso. Que lo más enojoso y angustiante fuera siempre, hecho el horror de minúsculas percepciones. Mi desespero en tantos taxis: nunca lograría trasmitirlo, nunca lograrían entenderlo. Una argumentación construida sobre la marcha, todo lo más fácil y sencilla. Para contar a los taxistas de todo el mundo, el público encarnado en ellos. No un análisis académico rebosante de fechas y estadísticas. Mi conocimiento de primera mano de la Revolución cubana, en la que no he dejado de vivir, todos estos años, cuyo resplandor, repito, no ha dejado de iluminarme (vivamente) todos estos años. Débil y criticable por eso, ¿pero en la reacción diaria no nos basamos mayor y casi exclusivamente en percepciones, en intuiciones y certezas? Un inventario aquí de las que operan en mi mente cuando pienso en la Revolución cubana, las veces que he querido, infructuosamente, explicarlas en un taxi. Entendido lo ingrato de tal tarea, la retahíla de malentendidos, las falsas acusaciones, los improperios que levantará por todo el frente de una disputa que dura años, que ha tenido enero 2009 Letras Libres 25
cuba, cincuenta años de felicidad
José Manuel Prieto tiempo de madurar, caducar incluso, dejar crecer todos los equívocos que caben en cualquier empresa humana. Y lanzándome, sin embargo. Como un particular, un ciudadano de diario y café los domingos que, llegado de una guerra y todo el horror que la acompaña, entiende que sólo así, de esa manera. Y se apresta, viste el ridículo uniforme de campaña y sale a pelear con los más jóvenes, lo absurdo de su situación claramente, en una tregua en su trinchera, los redondos lentes alzados al cielo. Maravillándose, diciéndome: heme aquí, un enemigo jurado de toda discusión política, en el tajo. Nada bueno saldrá de esto. Sí, es aquí. ¿Cuánto le debo? Quédese el cambio. (Todo esto al taxista.) [...] África Por último, de no haber entrado el dinero ruso no hubiera habido aventuras militares en África. Porque nos supimos con “músculo” y salimos a buscar camorra por los barrios vecinos, a enseñarles a los demás cómo vivir. No habría mi padre, por ejemplo, pasado cuatro años en África, dos en Guinea-Bissau (y murió su padre y no pudo volar a su entierro) y dos en Benin (y murió su madre, mi abuela, y no pudo volar a su entierro). El delirio de grandeza y de poderío militar, de las “misiones internacionalistas”, como se les llamó hollywoodensemente. Del que hablaría en extenso si no me sintiera ya verdaderamente agotado, que no sé si un tema bueno para abordarlo así, de manera rápida, en un taxi. Todo un capítulo, un “logro” poco popular (incluso en Cuba), por absurdo, una guerra en la lejana África, en las llanuras de Cabinda, una contienda que duró ¡quince! años. ¡El único país de América Latina (el orgullo tonto y nacionalista hablando por mi boca ahora) con un cuerpo expedicionario a miles de kilómetros de casa! No escaramuzas guerrilleras, no incursiones de tres o cuatro pelotones. No: una guerra a gran escala: toda la aviación, toda la infantería, la preparación artillera de horas y días, columnas de tanques para romper las líneas del enemigo, más de cincuenta mil efectivos desplegados. Para comparación (me altera esta parte, siempre me adelanto en el asiento y le hago un cálculo al taxista que según yo ilustra mejor que nada este asunto), imagina, le digo, Rusia, el gran país, el imperio, cien mil efectivos en Afganistán, de un país de trescientos millones de almas, de fuertes y fornidos hombres soviéticos. Ahora bien, cincuenta mil efectivos desplegados por Cuba, una isla danzante de escasos once millones. Tropas aerotransportadas, unidades de cohetes. Como a la que se me invitó a alistarme (cierto esto y siendo esto absoluta verdad) la tarde, en Cuba, que se me citó al Comité Militar zonal. Y un oficial bonachón, un capitán, me lanzó, sin mucha convicción, el discurso sobre los hermanos africanos en problemas. Que yo, en mi calidad de ingeniero recién graduado, de oficial de la reserva (en esa 26 Letras Libres enero 2009
hipóstasis) podía solucionarles. Y le dije no. Rotundamente. Me miró sorprendido. Me preguntó capcioso: ¿pero no es hijo usted del Dr. Prieto? (Y quería decir, ¿cómo con un padre así, militar él mismo, teniente coronel, cirujano, dos campañas en África, tal actitud? ¿Sabe su padre, etcétera? Pero no podía enviarme en contra de mi voluntad, habían hecho un punto de eso. Y no creí, francamente, que fuera el momento (a mis veinticinco años, una esposa joven esperándome en casa) de ir a morir por la Revolución cubana. A las lejanas sabanas de África. [...] Balseros Como dejé el país cómodamente en avión, como no debí escapar con riesgo de mi vida ni intentar riesgosa maniobra alguna, he tenido noticias de la horrible tragedia de los balseros sólo por historias que he escuchado infinidad de veces de labios de quienes lograron llegar. Relaciones verídicas de esas fugas, historias de naufragios que me han helado la sangre en las venas aunque sin alcanzar nunca a imaginarme el drama en toda su magnitud, el destino terrible de los que se lanzan al mar. Algo, déjeme decirles, que jamás habría hecho, embarcarme en una balsa. Hay mucho jefe que camelar, congresos y conferencias que maquinar, viajes en comisión de servicio en los que desertar limpiamente, de guante blanco, por así decirlo. Todos mis amigos –porque este asunto es también de clase, ¿qué no lo es?–, han “volado” así. Ninguno en la disyuntiva de abordar una balsa. Quizás alguno profundamente varado con niños (porque a los niños se les prohíbe viajar), o un trabajo con acceso a información confidencial, esa “figura legal”, un obstáculo insalvable. Y, entonces, el mar, la fuga como única salida. Los he encontrado en muchas ciudades de México y de América. Ninguno personas con aires de marinos avezados. Muchachos normales –en el sentido en que se le dice muchacho a un amigo de cuarenta años: sin mucho cabello ya, panzudos algunos, el ex condiscípulo que dejas de ver por veinte años y te lo encuentras un día, en una parada, con una horrible camisa a cuadros, totalmente, ¿cómo decirlo?, domesticado, la fea esposa en casa. Y ese tipo de personas, de entre los conocidos, que no tenían un viaje a Viena o una conferencia en Tokio, en la experiencia espeluznante, como algo inevitable, del mar. Te lo cuentan y no puedes creerlo, los detalles. El amigo que me encontré en un viaje a La Habana y que me habló de ello como quien te habla de sus planes de remodelar la casa, añadir un cuarto al fondo, planes que abandonamos sin pena ni gloria porque sabemos que jamás los llevaremos adelante. Una empresa accidentada la de construir una balsa si no se es carpintero. La imposibilidad de comprar un bote hecho y listo para ser lanzado al agua en la sección de artículos para pesca de unos grandes almacenes. Las veces que en Occidente me he parado frente a un bote de esos, inflables, el motor fuera de borda y me he dicho: “Con uno así, sí, ¡ni lo pensaría! ¡Un paseo!”
Ilustración: LETRAS LIBRES / Gabriel Gutiérrez
Pero no en Cuba, no en el pueblo (lo recordé en ese momento cuando lo escuché contarme aquello, que no era de La Habana, sino de un pequeño pueblo, junto al mar) del que pretendió escapar, en balsa. Se reía al contármelo sin que asomara, en su cuento, la tragedia de los miles de muertos, de las decenas de miles que han terminado yéndose al fondo en todos estos años. Él no, porque nunca, ni siquiera, salió al mar. La comedia de equivocaciones, lo difícil que es poner de acuerdo a un grupo de amigos, todos hombres con familia. Escoger un lugar, la casa de uno de ellos donde llevar adelante el proyecto: construir de la manera más inverosímil, y como si fuera lo más natural del mundo, una balsa. Guardando el secreto, todas las precauciones del caso. Pero todos con niños corriendo y jugando por aquella casa, mujeres celosas que sospechan que no siempre a construir la balsa cuando salían o no siempre construyéndola cuando lo veían llegar a las dos de la madrugada.
La pesadilla logística de conseguir clavos en medio del desabasto, las discusiones sobre cuán grande y cuán pequeña la quilla (habiendo avanzado hasta ese punto). Los muchos miedos, las veces que se creyeron descubiertos. Y para el final lo más increíble, aguántate, no me lo creerás. Que una vez hecha y calafateada la balsa, ante la cual los amigos se dieron la mano, celebraron con cerveza, comprobaron desesperados que la habían hecho más grande que cualquiera de las puertas de aquella casa. No dejo de sonreír ahora, llegado a este punto, pero aquel día nos doblamos de la risa sin poder cobrar el aliento por un buen rato, enjugándome las lágrimas que me vinieron a los ojos de tanto reír. Y aquel amigo, que nunca veía y que no he vuelto a ver, envuelto en aquella historia inverosímil. Debieron desarmarla, cortarla en piezas, volverlas a armar en una cala en una sola noche, pero ya nunca llegó la persona a quien le habían encargado conseguir las provisiones para el viaje: no sé qué problema con su primo y una mujer. Y debieron posponerlo. Y nunca salieron. Sin una nota de resentimiento en la voz, hecho a la idea de que no saldría jamás de allí. Al menos no en balsa. [...]
¿Quién soy yo y por qué voy viajando en ese taxi? ¿Quién soy yo y por qué voy viajando en ese taxi? Soy, podría decirlo de esta forma y levantar más de una ceja, el más genuino fruto de la Revolución cubana, su más genuino hijo, alguien que de no haberse dado ésta, el acontecimiento que explico o intento explicar en este libro, jamás habría venido al mundo (mis padres consideraron posible tener otros dos niños, mi hermana y yo, en la holgura de los primeros años en que todo debe haberles parecido fácil). Un niño modelo que creció en una guerra privada y no menos dolorosa que la que atravesaba el país, resistiéndome a Czerny, a las escalas cromáticas y los estudios para cuatro manos de Béla Bartók, las largas sesiones de piano que debí aprender porque mi madre había querido estudiarlo. Un niño revolucionario enfrascado y poniendo en práctica el sueño pequeñoburgués de una infancia con piano y lecciones de esgrima. Fui luego, cuando crecí y quedó claro que jamás sería concertista, a la mejor escuela del país, a la Eton cubana (para que se me entienda en Inglaterra). Una institución con el simpático y muy evocador nombre de Vladimir Ilich Lenin, líder de la Revolución Mundial. Donde, en el ambiente de seriedad y excelencia académica –absolutamente cierto, dicho esto sin ironía–, me decidí en el último año de estudios a convertirme en ingeniero en computación, para lo que debí, de la manera más inverosímil y en un viaje que terminó por cambiar totalmente mi vida, yéndome a Rusia. Un largo viaje en barco que, cada vez que pienso en él y lo rememoro, se me antoja más fantástico e imposible: veintiún días del Caribe al Mar Negro, una larga semana en tren luego, a lo más profundo del territorio soviético, una ciudad en su lejana retaguardia, a dos mil (¡) kilómetros de la ya muy lejana Moscú. Mi asombro ante la coloración muy roja de las hojas la tarde que llegué a esa ciudad a fines del verano y donde viviría cinco inviernos (cinco duros inviernos) y donde, de manera insospechable para un hijo del Trópico, aprendí a calcular con facilidad a cuántos grados bajo cero por la escarcha en la ventana. Quise irme el primer año, pensé muchas veces en hacerlo y no me arrepiento de haberme quedado, terminado mis estudios y dejado entrar en mí la vida de todo un país del que el mío era meramente un aliado político, un frío (nunca mejor dicho) aliado político, un país que llegué a amar profundamente, cuya literatura llegué a conocer tan bien y a querer tan bien como la literatura de mi propio país. Menciono esto, o debería explicarle al taxista porque viene a cuento: la vida improbable, el mundo absolutamente nuevo (y exótico) en el que la Revolución cubana colocó a todo el país (y a mí con él). Gústenos o no. Un fruto imposible de la Revolución cubana, lo improbable de un destino del que no sólo no reniego sino que considero una gran suerte: aquella remota ciudad, los duros inviernos, la más profunda y radical experiencia. ~ enero 2009 Letras Libres 27
ensayo
Gabriel Zaid
Poemas fallidos En nuestra tradición literaria la autocrítica es una rareza. No lo es, por fortuna, en la obra de Gabriel Zaid, que en este ensayo relee implacablemente uno de sus poemas y sus distintas versiones para ejemplificar el misterio inherente a la creación poética. o es imposible escribir un buen poema, es improbable. Entre los millones escritos por aficionados (que en otros tiempos nunca se publicaban) lo más común es el borbollón sin forma. Algo brota y quiere decir algo, pero no lo dice. El querer decir, vivido como experiencia del que escribe, suspende la vida ordinaria, aparta de los demás, emociona, mueve la mano. Por momentos, se detiene. Espera la frase que llega, no se sabe cómo, ni de dónde. Aflora como un impulso que busca salida. El desahogo puede ser terapéutico, pero no es un poema. El psicoanálisis puede estudiarlo como los sueños: manantial insignificante que se deja leer como significativo, así como la mántica leía las líneas de la mano, el azar de las cartas, el vuelo de los pájaros, los signos de los astros y también los sueños. Pero la crítica literaria no tiene nada que hacer. Es imposible criticar, ya no digamos corregir, lo que no tiene un mínimo de oficio. La voluntad de forma modela el borbollón: incorpora al lector. El que escribe se desdobla en el impulso ciego y el lector crítico de su propio impulso. Trata de entender lo que quiere decir. La exaltación del impulso creador se vuelve secundaria frente a la exaltación de la lectura: recorrer, habitar, vivir, algo que parece importante. Los poemas que están más o menos bien permiten una lectura crítica y un segundo momento de la creación, que 28 Letras Libres enero 2009
es algo así como un impulso ciego pero dirigido. Trata repetidamente de atinar, como resolviendo un crucigrama. Quiere adivinar lo que está pidiendo la forma para llenar el hueco, o sustituir lo que está mal, o no tan bien. Suprime lo que distrae, lo que añade poco o no viene al caso, para que emerja lo que estaba ahí, estorbado por distracciones, interferencias, reiteraciones o desvíos. Un segundo lector puede ayudar, como Pound ayudó a Eliot en The Wasteland. Eliot tenía talento, oficio, gusto, creatividad, libertad, ambición, cultura, inspiración y buena suerte: todo lo necesario para recibir algo importante de las musas, si se dignan concederlo. Pero le había caído del cielo algo tan extraordinario que rebasaba su capacidad de lectura. Afortunadamente, tuvo un amigo que le ayudó a entenderlo y hacerle cortes magistrales. Hay millones de poemas que están bien, pero no tienen importancia. El impulso ciego puede encarrilarse por vías establecidas, con una especie de piloto automático que elude las dificultades, sabe lo que se puede o no se puede, evita los desvíos y conduce al que escribe por los caminos hechos. Más que piloto del impulso, es su pasajero, arrastrado por la tradición, por la moda o por sus propias soluciones previas, convertidas en fórmulas repetibles. Esto fue obvio en los tiempos del soneto, cuando miles de personas sabían escribir un soneto aceptable. Los buenos poetas se exigían más, y llegaban a escribir sonetos más perfectos que algunos de Quevedo, por ejemplo. Pero un soneto perfecto, como cualquier otro poema, puede ser vacuo: no tener mucho que decir.
excepcional de Elena, mujer de Menelao que Paris se llevó a Troya. homero en cuernavaca
¿Qué le hubiera costado a Dios que todas fueran unos mangos? Así cada quien tendría el suyo y nunca hubiera ardido Troya. Pero si fueran todas bonitas y viviéramos felices ¿quién cuidaría la tienda de la Historia? Los dos primeros versos me animaron muchísimo. Me parecieron (y me parecen) importantes. Pero todo lo que sigue es inferior. Hay cierta contradicción entre la palabra mangos, que es un mexicanismo coloquial, y la referencia culta del título; pero no está mal. Es la misma contradicción que hay entre Cuernavaca y Homero. Contrasta el Olimpo de los dioses con el paraíso tropical de los mangos de Cuernavaca. En cambio, la frase cada quien no está en el juego coloquial de mangos y las locuciones ardió Troya y cuidar la tienda. Tiene algo abstracto, general. No sé por qué escribí si fueran todas, en vez de si todas fueran. Quizá me arrastró la rima interna en e (hubiera, fueran, quien, hubiera, fueran, viviéramos), lo cual también explicaría de dónde vino cada quien. Una vez sustituido el quien y rota esa cadena de rimas, quizá el oído necesitaba un énfasis de otro tipo. Así apareció una solución rítmica (todas, todos) que mejoró la música, pero no el argumento. Publiqué los cambios en Campo nudista (1969): Ilustración: LETRAS LIBRES / Alejandro Magallanes
Fuera de la métrica, hay formas menos obvias, porque no están codificadas, en eso que se llama fondo o contenido. Una de tantas es el curso del pensamiento. El soneto abre con una afirmación, duda, exclamación, que lleva a una contraposición, interrogación, paradoja, que desemboca en un desenlace notable. Otras: el despliegue visual de imágenes, descripciones y metáforas congruentes o contrastantes; el ritmo cinematográfico; los escenarios y juegos dramáticos entre el personaje del poema, el narrador y el poeta creador de la escena; los simbolismos, alusiones y niveles de significación; el tema simplemente ameno o que cambia la vida del lector. Todo lo cual puede seguir formas trilladas, renovarlas o experimentar con formas nuevas. Paradójicamente, el oficio puede estorbar. Los que se las saben todas pueden tomar cualquier impulso por su lado manejable, encauzarlo y escribir un poema redondo. De poemas que están bien, pero nada más, está lleno el mundo. Con cierta práctica, el poeta que los ve venir puede ahorrarse el trabajo de escribirlos. No añaden nada. Sin embargo, muchas veces se escriben y hasta se publican. En la Revista de la Universidad de México (febrero de 1967), aparecieron cinco poemas que lamento haber publicado. Dos estaban bien, pero nada más (“Otra vez tarde a la oficina”, “Make love not war”). Los otros no estaban tan bien, pero tenían más que decir. Uno lo pude rescatar (“Deus ex machina”, ahora titulado “Balística celestial”). Los dos más ambiciosos resultaron fallidos, y parecen no tener solución. “Accidente” me sorprendió y me encantó, pero depende de un contexto desaparecido. No rimaba, cuando el soneto seguía siendo el paradigma del poema redondo. Era anecdótico, cuando narrar estaba prohibido. Era una sátira de la liberación juvenil cuando apenas empezaba, y de la vieja tradición del protagonismo que exhibe trofeos eróticos (en “Accidente”, el protagonista hace el ridículo). Peor aún: la anécdota dejó de ser verosímil, porque los tiempos han cambiado. Perdió toda importancia. Sería largo detallar mis objeciones a cada uno de los cinco poemas. Me limitaré a “Homero en Cuernavaca”, cuyo título se refiere a un libro. Alfonso Reyes iba a Cuernavaca para leer y escribir. Ahí trabajó en su versión de la Ilíada y escribió poemas que hablan de esa experiencia con gracia y animación. Los recogió en Homero en Cuernavaca. Cabe recordar que la Ilíada atribuye la guerra de Troya a la belleza
homero en cuernavaca
¿Qué le hubiera costado a Dios que todas fueran unos mangos? Así cada uno tendría el suyo y nunca hubiera ardido Troya. Pero si todas fueran bonitas y todos inteligentes ¿quién cuidaría la tienda de la Historia? enero 2009 Letras Libres 29
ensayo
Gabriel Zaid En el contexto feminista actual, salta a la vista el estereotipo bonitas / inteligentes, que distrae. Entonces no era tan obvio, y sin embargo distraía; porque el contraste significativo no es entre la bella Elena y el tonto de Paris (“gandul” le llama Reyes); sino entre el amor y la guerra. En Práctica mortal (1973), publiqué una tercera versión:
Wallace Stevens, que me dio otra perspectiva, pero confirmó mi decisión peter parasol
Aux taureaux Dieu cornes donne Et sabots durs aux chevaux...
homero en cuernavaca
¿Qué le hubiera costado a Dios que todas fueran unos mangos? Así cada uno tendría el suyo y nunca hubiera ardido Troya. Pero si todo fuera amor ¿quién haría Historia? No deja de ser un poema fallido. Los dos primeros versos abren una cuestión importante, presentada con humor coloquial. Los dos siguientes toman esa cuestión por el lado fácil. El humor coloquial se prolonga en una especie de justificación; y toma, finalmente, un aire de refrán como respuesta. Pero que la Historia (con mayúscula) se contrapone al amor no es un desenlace que responda a la cuestión. Es una salida fácil, apoyada en una serie de paralogismos: Es falso que si todas fueran unos mangos reinaría la monogamia. Es falso que si todos fueran inteligentes reinaría la paz. Es falso que si todo fuera amor no se haría Historia. Naturalmente, los personajes de un poema, como los de una película, pueden argüir falsedades, sin quitarle fuerza (ni verdad) al poema o la película. La debilidad del argumento no está en esas argucias, sino en su propio curso. Se va por la tangente de la cuestión que plantea: la injusticia divina, el mal innecesario, la injusta distribución de la belleza, la inteligencia y todo lo que no depende de la injusticia humana. Tentativamente, reduje el poema a la pregunta inicial. Esta solución me sirvió en “Arrecifes”, que tenía diez versos (afortunadamente nunca publicados) y creció en importancia reduciéndolo a dos. Pero los dos de “Homero en Cuernavaca” no dicen plenamente lo que quieren decir. Y, si lo dijeran, padecerían el título, que los lleva al contexto de Homero. De hecho, implican el contexto de Job. Según la Ilíada, los dioses toman partido: bajan y se meten a favor de Paris o de Aquiles en la guerra de Troya. Hay reclamaciones de unos dioses a otros, pero no reclamaciones de los hombres a los dioses por las calamidades que permiten o promueven. Referir a Homero la “modernidad” crítica de Job, que aparece cuatro siglos después, es un anacronismo que mezcla planteamientos y contextos. Cuando entendí finalmente el poema, vi que no tenía remedio. Lo abandoné. Volví a considerarlo en 1991, porque Aurelio Asiain descubrió su afinidad con un poema de 30 Letras Libres enero 2009
Why are not women fair, All, as Andromache– Having, each one, most praisable Ears, eyes, soul, skin, hair? Good God! That all beasts should have The tusks of the elephant, Or be beautiful As large, ferocious tigers are. It is not so with women. I wish they were all fair, And walked in fine clothes, With parasols, in the afternoon air. Este poema apareció en la revista Poetry (1919) y desapareció. Stevens no lo incluye en sus libros, ni siquiera en los Collected poems que publicó en 1954, un año antes de morir. Está en Opus posthumous (1957). El epígrafe es de Anacreonte (primeros dos versos de la segunda oda), en versión de Ronsard, que pone Dieu donde la oda dice Physis: La naturaleza dio cuernos a los toros, cascos a los caballos, velocidad a las liebres, fauces dentadas a los leones (“negra concavidad armó de dientes” –dice la versión de Quevedo), natación a los peces, vuelo a las aves, juicio a los hombres. Nada quedaba para las mujeres, y ¿qué les dio? Belleza. Sin escudos ni lanzas, una bella mujer vence al hierro y el fuego. El poema de Anacreonte es compacto y redondo. En 13 versos y 45 palabras, hace un inventario (que parece amplísimo) de las variadas armas naturales de los seres del mundo y llega a una conclusión inesperada y notable: la belleza desarmada vence a las armas. En su primera oda, había dado excusas por no ocuparse de cuestiones épicas (“Así, gloriosos rayos de la guerra, deidades de la tierra, perdonad a mi musa que no os cante desde hoy en adelante; que en ella sólo suena la dulce voz que está de amores llena.” –parafrasea Quevedo). En la segunda, no hay excusas, sino parangón: la belleza es imponente. Es un poder que anda por el mundo, como los otros. El poema de Stevens tiene oficio, pero no tiene importancia. Seguramente por eso lo descartó. “Homero en Cuernavaca” tuvo mayores ambiciones, pero no pasó de ahí. ~
Gary Snyder
Laurel de California El botánico nos dijo: “Junto a la serrería de Davis, entre repuestos de hogar y fontanería, crece un laurel griego. No huele mucho, pero es el que usaban los poetas. Ahora bien, el laurel de California no es un laurel; puede ahuyentar los insectos y dar sabor a una salsa, y te despeja a fondo la nariz si lo inhalas con una profunda respiración…”
hojas estrujadas, el olor me recuerda a Annie, junto al río Big Sur acampaba bajo los laureles, un verano entero comiendo arroz integral, desnuda, haciendo yoga su canto, su profunda respiración. ~ Versión de Nacho Fernández Poema de Danger on Peaks, Shoemaker & Hoard, 2004.
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cuento
Salvador Elizondo
Dry martini Como finale del primer recorrido que durante doce meses hemos hecho a los diarios y cuadernos de Salvador Elizondo, brindo con “Dry martini”, texto inédito e inconcluso que esbozó en Nueva York en 1965. Es naturalmente un texto sin pulir, alla prima, tal cual lo escribió en su cuaderno (Cuaderno 11, págs. 5-24), que sin embargo nos da una clara
S
ucede a veces que nuestras esperanzas se ven colmadas en una medida que sobrepasa, en mucho, nuestra capacidad de ser felices por ello. Esto quiere decir, desde luego, que nuestra felicidad tiene un límite más allá del cual nos es imposible experimentarla. Tal fue, exactamente, la circunstancia en que se vio envuelta mi vida el día en que conocí a Joy. Era alta, esbelta, clara como esos paisajes de Nueva Inglaterra que salen en The Trouble with Harry y, como las hojas de los castaños en el otoño, su pelo tenía fulgores rojizos rodeando la limpidez de su rostro alargado, equino quizá, en la mitad del cual brillaban, tanto como sus ojos vivaces, unos dientes blanquísimos e infinitamente largos y estrechos que cada vez que sonreía le daban una apariencia antigua, como de algo salido de una moneda romana, una divinidad silvestre, pánica, o quizá también como algo salido del Vogue, algo como esas maniquies que caben entre las páginas de un libro, que en realidad carecen de existencia para todo, menos para el elemento sensible del negativo fotográfico. Su voz era clara como todo en ella y sus palabras casi siempre tenían el entusiasmo de su sonrisa, una sonrisa alargada y precisa como su boca, y el énfasis de sus dientes que, perpendicularmente a la longitud de sus labios, los cruzaban verticalmente formando una cruz en la que el mejor cristo que se hubiera podido sacrificar hubiera sido un cristo hecho de besos lentísimos, con el aroma de un perfume discreto y el dejo de un dry martini hecho conforme a todas las reglas. 32 Letras Libres enero 2009
idea de lo que aún permanece inédito en este océano de escritura, al que curiosamente se refiere más adelante en el mismo cuaderno: “A veces pienso que quizá la grandeza de muchos escritores todavía está inédita en sus obras inconclusas, en sus fracasos...”~ – Paulina Lavista
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Grateful Memories, Inc. ocupa un piso entero de un elegante edificio de construcción moderna situado en una de las esquinas que forman el cruce de Park Avenue y la calle 59. Las oficinas, el piso sesenta y nueve, están discreta y hasta elegantemente decoradas con un criterio ecléctico. La sala de espera, que se confundiría con la de una próspera agencia de publicidad, cuenta con todas las comodidades y hasta ciertos lujos, como lo requieren tanto la continuidad del status como la eficacia del salesmanship. Frente al gran ventanal ante el que discurren las estaciones del año pormenorizadamente registradas por los follajes de Central Park a los lejos, la simplicidad violenta y cristalina de un enorme Kline que pende sobre los divanes, tapizados de lana blanca, interrumpidos a todo su largo por pequeñas mesas en las que se encuentran, cuidadosamente dispuestos, los ceniceros de Tiffany, las lámparas de bronce con base de mármol negro y pantallas verdes, de estilo inglés, las revistas que ofrecen un rato de esparcimiento a los atribulados clientes que nunca acuden previa cita: Esquire, Time, Saturday Evening Post, Status. Al fondo del salón, el busto en bronce de Mr. Ahab J. King, el finado fundador de Grateful Memories, Inc., sobre un zócalo de cedro, contra un muro forrado de madera oscura y frente al cual, viendo hacia la puerta de entrada, está colocado el escritorio Knoll Associates detrás del que Miss Minkowsky, la recepcionista, contesta los teléfonos de diferentes colores con acento y expresiones británicos. Bueno es recalcar que la diferenciación cromática que rige la clasificación de los teléfonos de Minkowsky no es debida al azar. El blanco es para las primeras llamadas, para el requerimiento de los servicios de la compañía, y su número aparece tanto en las guías telefónicas de Nueva York y Nueva Jersey como, mediante inserción pagada, en el Belune Hospital Services Directory. Los demás tienen números privados. El rojo sirve para que los empleados llamen a la compañía en momentos críticos o de manera urgente. El azul es para comunicación local entre diversas secciones de la oficina. El negro –cuando su campanilla con sordina suena– generalmente trae el grato mensaje que participa del feliz término de una operación y la satisfacción de una misión cumplida. n
Rosswell Stevens se había quedado dormido después de una ardua lucha contra el sueño en la que las imágenes remotas de su juventud habían acudido, como las huestes de un ejército intangible, a contener esa sensación cálida que lo distraía de su tarea febril. Era preciso terminar la obra, coronarla de brillantes conclusiones y de colofones certeros. Envuelto como vivía en la nebulosa de la parálisis parcial, alentaba aún en Stevens la urgencia por concretar de una manera definitiva su visión espléndida de la civilización, una civilización de la cual él, Rosswell Stevens, formaba parte, pues quién en nuestros
días invocaría las imágenes alucinadas de Blake sin conceder que era Stevens quien, a través de sus brillantes percepciones críticas, les había dado una esencia “contemporánea”, quién se atrevería a negar la grandeza de Caravaggio y de los caravaggeschi contra el entusiasmo de Stevens que en The Burning Shadow había revalorado, de una manera definitiva para nuestras generaciones, la grandeza del Barroco. Si bien es cierto que con el ascendiente de su obra crítica se había producido una marcada pérdida de interés por su obra estrictamente literaria, no era posible negar que tanto Flaning Mississippi como Hearts vs. Spades habían dejado una marca indeleble en la historia de la literatura norteamericana de la época de 1920 a 1930, el primero quizá como la novela más ambiciosa que se había intentado en los Estados Unidos y el segundo como una de las más bellas colecciones de cuentos que jamás se habían producido en lengua inglesa. Sin embargo, Rosswell estaba insatisfecho. Pensaba durante esas horas inquietantes que preceden al alba que tal vez se había dejado hechizar por la contemplación y que en aras de ella había prescindido de muchas cosas buenas de la vida –fundamentalmente de la euforia de la acción, de ese compromiso que los hombres de su generación, y especialmente los artistas, habían adquirido con la lucha. Qué importaba, en realidad, que ellos hubieran abusado del alcohol o de una visión políticamente demasiado radical si todo ello les había permitido dejar una obra, quizá menos refinada que la de él, pero más efectiva en el orden de la creación literaria. Cierto que su The God on Fire no sólo había hurgado en los resquicios más profundos de la poesía de Blake más que ningún otro trabajo crítico, sino que además había sentado las bases de un neo-demonismo literario cuyas expresiones todavía se manifestaban en la obra de algunos jóvenes, cierto que Rosswell Stevens era el maestro de una generación, pero a pesar de sí mismo, pues la nueva literatura, en el fondo, le resultaba insoportable. n
Había yo llegado a Nueva York auspiciado por una beca de la Fundación Gugenford para “entablar contacto con mis colegas norteamericanos y estudiar las últimas tendencias de la literatura de los Estados Unidos”. Esto era lo que decía la carta en la que me comunicaban que contaría yo con seiscientos dólares al mes para seguir mis estudios y convivir con mis colegas al amparo confortable de la hospitalidad americana. Debía yo inscribirme en la New School, sacar una credencial de la New York Public Library, asistir a los cocteles de los lunes, en el Hotel Pierre, del pen Club. Sin embargo, mis intenciones secretas eran bien diferentes. Para mí la literatura norteamericana posterior a Rosswell Stevens carecía de interés, me interesaba más la vida agitada de la gran ciudad, sus bares que se multiplicaban al infinito, sus maravillosas mujeres, los pequeños cines de arte donde casi siempre es posible volver enero 2009 Letras Libres 33
cuento
Salvador Elizondo a ver Casablanca, To Have and Have Not, Beat the Devil y L’année dernière à Marienbad. Por encima de estos intereses tangencialmente sociológicos y culturales campeaba una urgencia mucho más poderosa. Como Parsifal, emprendía yo una larga peregrinación en busca del Grial. No sé dónde leí una vez que el hombre moderno, al igual que el héroe de la gesta que peregrinó toda Europa en busca del cáliz que habían tocado los labios de Cristo, recorría todo el mundo en busca de un buen dry martini. Y, en efecto, esto es lo que sucedía conmigo, así que cuál no sería mi sorpresa cuando, llegando a Nueva York, una señorita de la Fundación Gugenford me condujo a lo que sería, durante el término de la beca, mi domicilio. Era el Hotel Chelsea, sito en la calle 23, casi esquina con la Séptima Avenida. Mi sorpresa fue grande en verdad y doble, pues en el trayecto desde la terminal de los aviones en la Primera Avenida hasta la calle 23 me enteré de que Rosswell Stevens vivía en el Chelsea, en una de las suites de lujo, claro está, y pude ver, al pasar por la Séptima Avenida, antes de dar vuelta a la izquierda en la calle 23, que a sólo unos cuantos pasos de mi hotel se erguía, majestuoso dentro de su pequeñez, un edificio sombrío de tres pisos en cuya ahumada fachada de ladrillos y adosado a la escalera de emergencia lucía un enorme letrero con esta inscripción: “Bartenders School of New York”. Me bastó leer esas letras fugazmente para darme cuenta de que la realización de mis ideales no era una cosa imposible. Mientras me despedía de la señorita de la Fundación Gugenford en el pórtico del hotel, prometiéndole hacer lo posible por conseguir una entrevista con Rosswell Stevens e inscribirme en la New School a la mayor brevedad posible, reafirmaba, para mis adentros, la posibilidad de dejar al azar el encuentro con el gran escritor y el propósito inquebrantable de inscribirme, a la mañana siguiente, en el curso más intensivo que se impartiera en la Bartenders School of New York. n
Del prospecto de Grateful Memories, Inc.: “Nadie, absolutamente nadie, está exento de la posibilidad de requerir los servicios de Grateful Memories, Inc. Nuestra organización ha tomado a cuestas uno de los apostolados más excelsos que la mente del hombre ha podido concebir y, fieles al ideal de nuestro venerable fundador Ahab J. King, sus sucesores no sólo hemos continuado su obra misericordiosa, sino que además, en el cumplimiento de nuestro sublime deber, hemos incorporado todos los recursos de la ciencia y la tecnología, todas las facetas de la caridad, del amor y de la hermandad humanas para hacer de nuestra tarea un acto de consolación y de alegría incomparables en los momentos en los que todos nuestros semejantes más lo requieren. “Ud. que está leyendo este folleto, recuerde, tarde o temprano se verá en el trance aflictivo de necesitar una mano 34 Letras Libres enero 2009
amiga, una palabra de aliento, una dulce sonrisa, una visión gratificante, un consuelo lleno de ternura. No desaproveche esta oportunidad. No tire usted este folleto que en la última página contiene un cupón que puede significar para usted la diferencia entre el terror y la paz, entre el dolor y una forma sublime de la felicidad. Haga extensivos nuestros servicios a sus seres queridos, mediante nuestro plan ‘Don del más allá’ o salvaguarde la serenidad y la alegría de sus últimos momentos suscribiendo nuestra póliza ‘Firme y Olvide’.” n
Información detallada Objeto de la organización Grateful Memories, Inc., con sucursales en todas las principales ciudades de la Unión Americana, es una organización incorporada al régimen jurídico del Principado de Lichtenstein, con sede principal en el Seagram’s Bld., Park Ave. and 59th St., N.Y.C. y oficinas técnicas y contables 76 Wall St. Grateful Memories fue fundada en 1932 por Mr. Ahab J. King con el fin de proporcionar consuelo y alegría a todas aquellas personas que por diferentes circunstancias están a punto de abandonar este mundo. Grateful Memories, Inc. garantiza a los tenedores o usufructuarios de sus pólizas la felicidad o la ignorancia –o ambas– de sus últimos días u horas de vida. Grateful Memories, Inc. no escatima absolutamente ningún esfuerzo, ninguna posibilidad, ningún recurso de la ciencia, la técnica, el arte para cumplir la noble misión que se ha impuesto. Nuestros archivos pueden dar fe de miles de casos en que los servicios de Grateful Memories, Inc. han traído a los que se van la alegría de la vida o la sensación de que se quedan. Millares de cartas testimonian el agradecimiento de nuestros deudos satisfechos por las atenciones que Grateful Memories ha proporcionado a sus clientes. Para ser uno de ellos basta con abonarse a cualquiera de nuestros cómodos planes que a continuación se detallan... n
Joy era, además de un arquetipo de su raza, una mujer de grandes aspiraciones. Estas aspiraciones se concretaban en asumir, llegado el momento, la responsabilidad de una gran empresa o la irresponsabilidad de un matrimonio holgado. En Grateful Memories había entrevisto la posibilidad de realizar sus aspiraciones por la vía corta. Desde hacía un año trabajaba como ejecutiva de algunas cuentas menores de la empresa, pero tanto su belleza como su habilidad estaban en espera, y esta era la opinión del más sutil de sus protectores, Mr. Ahab J. King II, uno de los jóvenes vicepresidentes de Grateful Memories que, armado de esa paciencia jovial que caracteriza a los que trafican con irremediables, no cesaba
de invitarla a su cama con renovado ardor después de cada vez que Joy le negaba este gusto. Tal vez un hondo sentido de la caridad cristiana lo impulsaba, después de cada tentativa infructuosa, a concederle a la más efusiva de sus empleadas pequeñas prebendas inocentes que permitían a Joy disponer a veces, para su usos personales, del Rolls-Royce negro de la compañía, destinado oficialmente a los directivos. Otras veces Joy prolongaba el coffee-break más allá de lo debido y otras, en fin, nos hacía participar de la bonanza de su carte blanche avalada por Grateful Memories. Y no fueron pocos los martinis que bebimos a expensas de las cuentas bancarias de esta empresa y, por los extraños designios de la sociedad, de los bolsillos de felices mortales que habían patrocinado los servicios de esta empresa. Por cierto que la estrella ascendente de Joy se manifestó por primera vez, cuando sólo era recepcionista, con la acuñación, para los efectos publicitarios del negocio, del slogan inolvidable de Grateful Memories: ¡Sea usted un feliz mortal! Una amiga íntima de Joy, después que esta pasó a ocupar una plaza distinguida en el departamento de publicidad, Beth, una modelo empeñosa y desconocida que siempre que le preguntaban de dónde era su juego de sala respondía: “De Bombay, India”, se encargó de decir, en tono soñoliento y lúbrico, a través de todos los televisores del país, que “usted también... tiene derecho a ser un feliz mortal”, mientras señalaba a los espectadores con la punta de su bello índice, luego, al acompañamiento tenue de la marcha fúnebre de Chopin, adaptada por Mantovani, guiñaba un ojo y su bello rostro se inmovilizaba un instante antes de desaparecer, sonriente siempre, de la pantalla, para que comenzara en comercial de Delay. Fue justamente después de sufrir un repudio más a sus apasionadas solicitaciones, proferidas con voz trémula en el bar del St. Regis, entre gritos y risas en español de los mexicanos que allí se alojaban, que Mr. King II se percató de una posibilidad latente de expansión para su firma. En ese mismo momento comisionó a Joy para que hiciera un estudio mercadotécnico del potencial de “mortalidad feliz” latente entre la población, inquietamente creciente, de habla española en Nueva York. En abono de su realismo y de su sense of humor, séame permitido el alegato de consignar aquí el hecho de que, cuando estábamos a solas, Joy solía reírse de los afanes inconfesables de Grateful Memories. Una vez que caminábamos por la Quinta Avenida, se detuvo ante el aparador de Van Cleef and Arpels y me dijo en tono nostálgico: –Nosotros no podemos hablar de nuestros clientes más que en pasado. (Sus palabras exactas fueron “...past tense”.) Después rió y profirió exclamaciones admirativas acerca de una diadema de brillantes y esmeraldas que había pertenecido a la emperatriz María Luisa.
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La primera vez que vi a Rosswell Stevens fue en el elevador del hotel. Afortunadamente vivía yo en el sexto piso y él en el noveno. Esto me dio la oportunidad de poder observarlo atentamente, de estar, aunque fuera unos instantes, a solas y cara a cara con él. Era un hombre pequeño y enjuto, de pelo blanco. Su rostro nervioso y marcado por una mirada nostálgica estaba rodeado de una barba rala y rizada y su mirada era vaga, como dirigida más hacia el mundo de sus pensamientos que al mundo exterior; sin embargo, cuando se fijaba en algún punto era penetrante, fría y a la vez extática. Su mano temblorosa y afilada se dirigió hacia el tablero del elevador y con la punta del índice, un dedo alargado y sensible, oprimió el botón número nueve. Durante el breve trayecto dudé si abordarlo, pero como en ese momento no tenía nada que decirle, decidí esperar hasta que se presentara una oportunidad más propicia y también más formal. Se había quedado inmóvil ante la puerta del elevador, así es que cuando este llegó al sexto piso y la puerta se abrió, no podía yo salir sin atropellarlo. Le pedía que me dejara pasar, pero durante algunos instantes no pareció percatarse. Excuse me, volví a decir y Stevens pareció, de pronto, volver de ese mundo interior en el que su mirada parecía estar ensimismada. En ese momento pareció percatarse, por primera vez desde que habíamos compartido ese ámbito estrecho, de mi presencia. Oh, excuse me, balbució apenas haciéndose a un lado y cayendo inmediatamente en el mismo ensimismamiento en el que estaba sumido antes de que mis palabras lo sacaran de él. Al pasar frente a él nuestros ojos se encontraron durante una fracción de segundo e involuntariamente esa mirada, en la que se anegaba un ideal hecho de grandes ríos (¿el Mississippi? ¿el Sena? ¿el Yang-tze Kiang?)[...] En la fijeza momentánea de esos ojos penetrantes y soñadores a la vez parecía vagar el recuerdo de una mirada que yo conocía bien y que hubiera querido conocer mejor. La fatiga de mi entusiasmo demasiado prolongado alentaba difusamente en esa mirada que parecía escudriñar atentamente lo que la rodeaba, aunque sólo engañosamente, pues en realidad era una mirada ya sólo capaz de mirarse a sí misma. Al pasar frente a ella no pude menos que pensar que era la mirada de un hombre próximo a morir, pero al meter la llave en la cerradura de la puerta de mi cuarto, súbitamente, como quien de pronto se percata del acontecimiento de un hecho prodigioso, se concretó en mi mente una idea más precisa y más clara acerca de su significado: era, en cierto modo, la mirada de Ishmael; es decir: la mirada de un hombre desencantado que sobrelleva su desilusión con un orgullo secreto, el orgullo secreto de quien ha vivido una epopeya interior y ha sido vencido, no por sus flaquezas sino por la buena suerte de sus enemigos. ~ enero 2009 Letras Libres 35
Los enemigos de la cultura ricardo cayuela gally entrevista a 36 Letras Libres enero 2009
Rob Riemen
entrevista
E
l Nexus Institut de Tilburg, Holanda, es probablemente el think tank más serio y activo de Europa. Por sus aulas y salones de conferencias han pasado, entre otros, Mark Lilla, Roberto Calasso, Leszek Kolakowski, Avishai Margalit, Ian Buruma, J.M. Coetzee, George Steiner y Mario Vargas Llosa. El pasado mes de noviembre su director, el filósofo e intelectual holandés Rob Riemen, estuvo en México, invitado por la editorial El Equilibrista, para presentar su libro Nobleza de espíritu (publicado en España por Arcadia), un alegato, de la mano de Thomas Mann, a favor de la cultura humanista en Europa y contra sus enemigos, tanto abiertos como enmascarados. La presente conversación tuvo lugar en su suite del hotel Four Seasons de Paseo de la Reforma, espejo ligeramente distorsionado de la realidad nacional. n
El siglo xx es el siglo de la “traición de los intelectuales”. Creo que tu libro es un alegato sobre el papel que los intelectuales deben tener en el mundo moderno. Querría empezar con una pregunta como de abogado del diablo. En tu libro dices que la esencia del trabajo intelectual es el amor al lenguaje, que equivale al amor a la verdad; ¿cómo juzgar en ese sentido a Céline y Drieu La Rochelle, por un lado, y por otro a Aragon y Neruda? ¿No hicieron grandes obras artísticas independientemente de que traicionaran la verdad? ¿Cómo juzgas este legado? Es una excelente pregunta. Creo que debemos tomar en cuenta lo siguiente: es cierto que hago la conexión entre
lenguaje y verdad, y afirmo que el lenguaje poético en su más alta forma ofrece o presenta cierta verdad, cierto significado. Este es un fenómeno quintaesencial, es decir: si el lenguaje ya no representa el significado, estamos perdidos. Si el lenguaje en su peor forma es sólo caparazón, charla vacía en torno a nada, entonces perdemos la comprensión profunda del significado de las palabras. Ahora bien, tu pregunta es qué hacer con esos escritores, esas personas con el don de la palabra, que usan el lenguaje para presentar un mundo determinado y cuya empresa resulta hasta cierto punto inútil. Tienes toda la razón: Céline escribió grandes novelas. Pero una de las cosas que descubrió Thomas Mann, y esa fue su primera reacción ante la politización de la inteligencia, es que en el arte está presente el demonio de la mentira. Hablamos de Céline pero también podríamos hablar de Dostoievski, cuyas opiniones políticas eran, digámoslo así, horribles; no creo que a ninguno de nosotros le hubiera gustado vivir en el mundo político de Dostoievski, y sin embargo es uno de los grandes novelistas de la historia. Fue el triunfo del nihilismo. En efecto, pero debemos aceptar que hay una diferencia fundamental entre la creación incesante de mentiras –no mentiras en la acepción moral, sino mediante el uso de un lenguaje sin sentido, como hacen los medios masivos de comunicación, que vacían las palabras de significado– y esa franja del mundo del arte que nos presenta los rincones más oscuros del alma humana. Céline dio un paso más allá, sacó conclusiones políticas de diversos asuntos, al igual que Drieu La Rochelle, pero ambos
dirían que deberíamos apreciarlos por indagar en el lado oscuro del hombre, y estarían en todo su derecho. Thomas Mann también lo señaló: necesitamos el modo en que Tolstói creyó en las cosas más bellas y nobles, pero necesitamos también al poeta enfermo que nos puede presentar el rostro demoniaco de nuestra naturaleza. Wagner es otro ejemplo perfecto. Mi tesis, así, es que la verdad puede ser también una verdad oscura, la verdad puede ayudarnos a aclarar la oscuridad de nuestra condición. En este aspecto, artistas como Dostoievski o Wagner tuvieron un papel central. Es como si el mundo del arte tuviera una lógica propia, distinta a la de la razón. Por supuesto: para eso existe el arte. Hay una famosa frase de Wittgenstein que me gusta citar: “Sentimos que, aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se habrán rozado en lo más mínimo”. Ésa es la razón: lo sabían Wittgenstein y Pascal, Thomas Mann y Joseph Brodsky. La razón es esencial, aunque es sólo una parte de la vida. Pero nos referíamos a los artistas con los que no coincidimos políticamente porque se volvieron un instrumento de la ideología: ese filón no tiene por qué hablar de la calidad del arte que produjeron. Es como si el problema no radicara en la creación del arte en sí mismo, sino en el papel público que el artista tiene en la sociedad. Quiero decir: Céline escribió novelas que nos muestran el lado oscuro del alma humana y que tienen una gran importancia, pero el papel que adoptó al apoyar al partido nazi es execrable. Ese es uno de los motivos por los que, en una parte de mi libro, coincido por enero 2009 Letras Libres 37
Ricardo Cayuela Gally / Rob Riemen completo con Thomas Mann en términos del papel que representan los intelectuales. Mann descubrió que los intelectuales sí tenemos una responsabilidad con la sociedad, que debemos estar enterados e informados de lo que ocurre en el mundo de la política y de lo que publica la prensa. No podemos desatenderlo, no podemos decir: “Eso es sólo para políticos, yo quiero seguir leyendo grandes novelas.” Tenemos, insisto, una responsabilidad. Pero hay una diferencia fundamental entre aceptar que debemos atender lo que sucede a nuestro alrededor y volvernos sus críticos en el sentido griego de la palabra. Debemos ser capaces de hacer distinciones y señalar desde nuestra distancia: “De acuerdo, el señor presidente puede decir esto y lo otro, pero es una mentira; quizá no hay nada que hacer, pero está mintiendo”, en lugar de volvernos parte del sistema político. No estoy criticando la política: el hecho de ser un político conlleva un gran honor pero es un papel distinto. Y cuando los intelectuales se convierten en ideólogos o políticos, renuncian a su devoción por la verdad a favor del juego del poder.
No se puede hacer una crítica legítima de Occidente sin tomar en cuenta la diferencia moral entre el bien y el mal Ésa es la enseñanza central del siglo xx: los intelectuales cometieron un terrible error al convertirse en ideólogos. Aunque, claro, no todos: tenemos, por ejemplo, a Camus y a Orwell. Así es, aunque Camus tuvo su gran momento cuando abandonó la política. Mi problema con buena parte del mundo de los intelectuales –y por eso inventé la figura del sacerdote fascista– es que algunos han creado sus propias capillas con un evangelio propio que predican constantemente, y si no eres parte de ese evangelio o no crees en él te conviertes en un hereje que debe ser fusilado o crucificado. Y esto ocurre en la derecha, en la izquierda, 38 Letras Libres enero 2009
por doquier. Ahora bien, como Camus anota en El hombre rebelde, la esencia de toda sociedad civilizada es el arte de la conversación, pero por desgracia nos hemos deslizado hacia una sociedad donde sólo hay gritos e insultos: basta encender la televisión para constatarlo. Cada vez hay menos lugares en el ámbito intelectual donde la gente puede tener un desacuerdo profundo y a la vez respetuoso. Los propios intelectuales han renunciado a la polémica razonada sobre ideas disímiles, al hecho de que la mejor idea es la que debe prevalecer, y para saber cuál es la mejor hay que confrontar diversas ideas, una cuestión que ya había planteado John Stuart Mill y que se relaciona con la traición de los intelectuales: nos sentimos tan relegados a una esquina que cultivamos una especie de resentimiento. Hay varios hechos obvios: para empezar, la época de Alexis de Tocqueville y Chateaubriand ha terminado. En un escenario político diferente podríamos tener ese tipo de intelectual consagrado únicamente a generar ideas, pero en la democracia resulta mucho más difícil. Amigos como Michael Ignatieff, Mario Vargas Llosa, Jorge Semprún y Luc Ferry, entre otros, han caído en la tentación de la política por diversos motivos. Pero, como ya dije, la política es un arte distinto: los intelectuales en general no poseen esa habilidad. El intelectual debe estar comprometido con el mundo de la política pero sólo como intelectual: si desea representar el papel que le atañe, si desea ser eficaz e incluso influyente, debe permanecer fuera de la política. Quiero seguir como abogado del diablo. En tu libro hay una explícita y emocionante defensa de Sócrates, pero hay que tomar en cuenta que la Atenas de Pericles estaba en guerra y en peligro. ¿No es justamente el papel que tuvieron ciertos intelectuales contemporáneos en el 11-s, cuando, pese al peligro que enfrentaba Estados Unidos, siguieron criticándolo? No creo que haya conexión alguna entre Sócrates y nuestros colegas intelectuales. En mi opinión –bueno,
no sólo es mi opinión: la vimos también en Le Monde, en London Review of Books, en todas partes–, era innecesario hallar una justificación a la matanza de tres mil personas inocentes. Es decir: Sócrates nunca justificó un solo asesinato, su único compromiso era con la verdad y estuvo dispuesto a morir por ella. Esto es muy distinto al intelectual que está sentado cómodamente en su escritorio, sin ninguna responsabilidad y sin correr riesgo alguno, y se dedica a escribir cosas estúpidas como: “Quizá no es muy bonito matar a tres mil personas, pero uno debe comprender que bla, bla, bla”. De modo que, insisto, no hay relación alguna entre Sócrates y los intelectuales contemporáneos. Al contrario: Sócrates criticó su propia sociedad porque ésta perdía terreno y ya no tenía interés en la verdad y pasaba el tiempo dedicada a asuntos triviales como ganar dinero; esto fue lo que dijo cuando tuvo que defenderse. Lo que nuestros colegas intelectuales argumentan hasta el cansancio es un error terrible; no se puede hacer una crítica legítima, absolutamente esencial y necesaria de lo que ocurre hoy en Occidente sin tomar en cuenta un factor de mucho mayor peso: la diferencia moral entre el bien y el mal. Escribí el “Preludio” de Nobleza de espíritu porque la Universidad de Yale aceptó mi libro, entonces quería narrar una historia muy personal, de mi estancia en Nueva York poco después del 11-s. Tu trabajo, el mío, el de nuestros colegas, se basa en un principio de fe: la cultura es importante. Importa que la gente lea libros, oiga música, piense, vaya a la ópera o al teatro: la cultura es fundamental. Ahora bien, ¿cómo podemos seguir viviendo de acuerdo con este principio si varios de los más grandes intelectuales –Susan Sontag, Norman Mailer, Dario Fo–, que son extremadamente agudos y han leído una cantidad de libros que ni tú ni yo leeremos jamás, y conocen a Bach y Schubert de memoria, son incapaces de hacer la más simple distinción entre el bien y el mal? Es eso por lo que la gente
entrevista se pregunta: ¿por qué me debe importar la cultura? ¿Por qué debo escuchar a los intelectuales? Digamos que los intelectuales afectan los cimientos de nuestra civilización en la medida en que no la defienden. Sin duda. Lo que quiero decir es esto: Sócrates consagró toda su vida a defender cuestiones y verdades morales por excelencia. ¿Defenderlas de quiénes? De los políticos, por supuesto. Como expliqué, la política es siempre y por definición una reducción de la realidad, sea de derecha o izquierda. Así, ¿qué pasa cuando un intelectual se transforma en un ente político? Adquiere una visión maniquea de quiénes son los buenos y quiénes los malos –los buenos son por lo general de izquierda, los malos de derecha, etcétera– e intenta justificar algo que siempre será injustificable. Aquí está el meollo de la democracia civilizada. Mi padre fue líder sindical, así que sé un poco de lo que hablo: esa gente luchó su vida entera por cambiar nuestra sociedad, por los derechos humanos, sin recurrir a la violencia. Digan lo que digan, hoy vivimos en una democracia libre... Pero volvamos al punto: el intelectual convertido en político corre el riesgo de no cumplir con la función que le atañe, intenta justificar lo injustificable y –lo peor de todo– está minando la quintaesencia de nuestra labor: tratar de dar a la gente los instrumentos del mundo de la cultura para enriquecer sus vidas. Para redondear el retrato de esta traición, yo diría que estos intelectuales viven además disfrutando de las libertades que no defienden y con todas las comodidades, con un público que les festeja sus tonterías. Gabriel Zaid tiene un apotegma que dice: “México es un país donde el radicalismo aumenta con los ingresos.” Eso sucede en todas partes, y quizá esa fue la razón principal que me llevó a escribir Nobleza de espíritu. Luego del 11s, pensé que tal vez habíamos llegado al fin de la llamada vida intelectual: no creo que sea difícil entender que matar a
tres mil personas inocentes es un acto de maldad absoluta. Al cabo de leer varios libros estúpidos que no podían asumir algo tan sencillo, me dije: no quiero vivir una mentira, no quiero estar en la posición de decir a la gente que se suscriba a tal revista o recomendarle determinada lectura; ¿para qué? Así que pensé: si esta es la verdadera situación, mejor busco otro trabajo. Aprendo a cocinar y pongo un restaurante, o bien me vuelvo médico o banquero. Tenía que hallar una respuesta, como hizo Thomas Mann en determinado momento. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, él era el escritor e intelectual conservador por excelencia, alguien que podría haber dicho: “Mientras pueda seguir gozando a Bach y Wagner, lo demás no me importa.” La lectura de Goethe logró ponerlo en el camino correcto: Mann tuvo que escribir tanto Consideraciones de un apolítico como una versión totalmente nueva de La montaña mágica. Esta obra había sido planeada originalmente como una novela breve en tono humorístico, para satirizar a los humanistas, pero Mann comenzó a preguntarse cuál era la legitimación de su propia existencia: primero, los seres humanos son la única especie capaz de reflexionar sobre el propósito de su vida; segundo, los intelectuales, esa gente sumamente privilegiada que no tiene que levantarse a las cinco de la mañana para trabajar en el campo, puede vivir la vida de los libros y su mayor responsabilidad es proyectar el mundo tal como es. De ahí que hablemos de una traición de los intelectuales, que buscan legitimarse en la derecha o la izquierda: ser independiente no es una posición fácil. Eso lo padecimos en el Nexus Instituut, donde durante muchos años nos fue imposible conseguir financiamiento porque queríamos mantener nuestra independencia. El intelectual debe ser independiente. En una parte de tu libro dices que el papel de los intelectuales es conservar el legado de la tradición, conectar el presente con las grandes obras del pasado. En cierto sentido es lo que haces en Nobleza de espíritu al acudir a Sócrates, Spinoza, Thomas Mann, etcétera.
Pero están asimismo los intelectuales o artistas cuyo trabajo consiste más bien en destruir el mundo que conocemos para dar un paso adelante hacia nuevas visiones, nuevas lecturas. Pienso, por ejemplo, en Malévich y la pintura abstracta, Mallarmé y la destrucción de la página en blanco... Picasso, Schönberg... ¿Qué piensas de este tipo de contradicciones? Desde mi perspectiva no hay tal contradicción. Mi visión del mundo está determinada por el pensamiento de Thomas Mann, que no era alguien como Joyce, Kafka o Beckett, sino una mente mucho más conservadora. Era plenamente consciente de lo que estaba yendo mal, de modo que regresó al ideal del mito, sobre todo en José y sus hermanos y Doctor Fausto. Por razones de peso, tuvo que tratar con Schönberg en un momento en que se creía que la tradición no podía continuar porque se generaría un vacío: sería una traición que un compositor del siglo xx escribiera música como Beethoven. Mann siempre receló de esta clase de oscurantismo, así que se empezó a preguntar cómo lidiar con las nuevas realidades... O cómo desafiarlas. Por supuesto. Esa era justo la idea de Mann, pero la vi confirmada en Picasso, Breton, Joyce, etcétera: pudieron hacer lo que hicieron sólo gracias a la tradición. Ahí están también Mondrian y Boulez, y sobre todo Schönberg, que estudió intensamente a Bach. El caso es que la idea de Mann, tomada de nuevo de Goethe, era la siguiente: la única dirección que hay que seguir es hacia adelante. Ahora bien, cada artista debe encontrar su propio lenguaje, para poder avanzar y presentar algo nuevo. Sin embargo, estoy seguro de que en todo lenguaje que busca atender los problemas de nuestro tiempo de forma significativa, en toda creación que quiere ser importante, está presente la tradición. No creo para nada que las cosas que hoy vemos en los museos de arte contemporáneo, obras que la gente admira y por las que puede pagar miles de dólares, vayan a perdurar: no pasaenero 2009 Letras Libres 39
Ricardo Cayuela Gally / Rob Riemen ron primero por la tradición. Pensemos otra vez en Mondrian o en Joyce, que escribió el Ulises con todo el peso de la tradición. O en el Picasso anterior al Guernica... Efectivamente. La clave, y hasta Primo Levi escribió al respecto, es muy sencilla: la tradición es parte intrínseca de nuestra identidad. Uno no puede desarrollarse como artista y crear algo nuevo así como así, de la nada. Es también una idea de Octavio Paz: la ruptura sólo es posible desde la tradición. Esto nos lleva a otro asunto: el canon. Creo que tu libro es un intento por establecer un canon intelectual, rescatando a figuras como Manès Sperber, George Orwell y Arthur Koestler frente al canon que pondría a Sartre o los ideólogos. Es decir que el canon, la tradición, no es algo establecido sino algo vivo, cambiante, por lo que hay que pelear. La historia más maravillosa que conozco al respecto tiene que ver con La Pasión según San Mateo de Bach, que cayó en el olvido durante más de cien años hasta que Mendelssohn la rescató. Algo similar sucedió con Góngora, que estuvo olvidado durante dos siglos y medio. ¿Qué significa entonces ser parte del canon? Todo lo que juzgamos importante o trascendente está condenado al olvido. Hay una pregunta que me planteo desde hace tiempo: ¿por qué tantos talentos magníficos, tantos artistas grandiosos, no han sido reconocidos en su propia época? Eso fue lo que ocurrió con Bach, Mozart, Kafka y muchos más; Goethe y Thomas Mann fueron verdaderas excepciones. Así, una de las mayores obligaciones intelectuales es mantener viva la herencia cultural, resguardar los orígenes y tesoros de la tradición –porque eso es justo lo que son: tesoros– y rescatarlos en el instante adecuado. Baltasar Gracián, Camus, Chiaromonte: todos ellos tienen algo que decirnos, de modo que hay que tratar de volverlos parte del canon. Creo que el canon es algo que se debe ampliar todo el tiempo. 40 Letras Libres enero 2009
¿Por qué no nos hablas un poco acerca de la transformación de Thomas Mann, que abordas en tu libro, y que va del personaje apolítico al comprometido con la causa antinazi, del pangermanista que piensa que el corazón de la cultura europea se manifiesta en Alemania al defensor de los valores universales? ¿Cuáles son las causas de esta metamorfosis y cuál es tu lectura personal al respecto? Fue una transformación fundamental, ya que logró hacer de Thomas Mann una figura creíble; sin este proceso, él jamás habría sido el hombre que conocemos. Es un buen ejemplo de lo que significa la integridad intelectual: si uno no tiene la capacidad de transformarse, carece de esta cualidad. Lo que le ocurrió a Mann fue lo siguiente: nació en 1875 y creció en un círculo social orientado hacia Wagner, que fue su gran ejemplo; en un inicio Goethe no le atraía demasiado: Wagner, Schopenhauer y Nietzsche conformaban su pensamiento. Otro aspecto esencial es que era protestante y, como tal, se interesaba más por los principios de su propia existencia, si estaba o no justificada. En 1911, sin embargo, ya estaba lidiando con el dilema del arte y el espíritu: sabía que no era un artista a la manera de Tolstói, capaz de concebir grandes epopeyas y construir escenarios fastuosos, sino una mente más crítica. Pero ser una mente crítica en aquella época lo convertía en un intelectual, una persona conservadora, y no en un auténtico poeta, así que empezó a escribir para resolver la duda de si en realidad era un artista. Porque no se consideraba como tal: se inclinaba más hacia el lado intelectual, el lado crítico. Y entonces descubrió a Goethe. Ese mismo año escribió a un amigo una carta donde decía: “En términos de poesía, futuro e integridad deberíamos elegir a Goethe, pero presiento que a final de cuentas todos los alemanes acabarán escogiendo a Wagner.” Recordemos que esto sucedía en 1911. Luego vino la Primera Guerra Mundial y la tremenda disputa con Heinrich, su hermano mayor, con quien cortó toda comunicación durante siete años; la controversia se centró en un tema: ser cien por ciento apolítico en
esta época equivale a ser amoral. Ese es un punto señalado también por Octavio Paz: toda crisis política es esencialmente una crisis moral. Thomas Mann no lo entendió en ese momento y se sintió profundamente herido, pero sólo nos podemos sentir así cuando sabemos que hay algo de verdad en aquello que nos hirió. Años después, en 1918, publicó sus Consideraciones de un apolítico, donde queda claro que creía que la única forma de proteger la verdad, la libertad, la belleza y la cultura era interviniendo en el orbe de la política, las mentes politizadas y la democracia: quería proteger ese mundo. Ahora bien, el error que cometió y del que se dio cuenta en cuanto se lanzó el libro fue que su concepto de cultura se conectaba con un conservadurismo político. ¿Qué pasa entonces? Sale el libro, lo lee, le gusta, pero al llegar a la segunda parte empieza a sentirse incómodo: descubre que sus ideas pueden tener serias repercusiones. Y luego, en 1922, viene el asesinato de Walther Rathenau, ministro de Asuntos Exteriores de la República de Weimar. La incomodidad de Mann aumenta: cree que su libro puede ser utilizado para legitimar la violencia. Hace poco, no obstante, descubrí algo muy hermoso. Cuando Mann tenía dieciocho años murió su padre, un suceso que obviamente lo afectó y que acabaría por abordar en Los Buddenbrook, donde está presente la noción romántica de que hay más belleza en la muerte que en la vida: una noción que proviene del mito de Tristán e Isolda y llega hasta Schopenhauer y Wagner. En esa época, Mann lee un poema de Goethe escrito con motivo de la muerte de Schiller [“Epílogo a la ‘Campana’ de Schiller”], donde hay un verso que lo sacude y cuya idea es la siguiente: sólo el valor de la vida puede vencer a la muerte. Mann era muy joven y no podía comprender el significado de esa línea; en ese momento, además, sus ideales eran Wagner, Nietzsche, Novalis, etcétera. Pasaron los años y alrededor de 1921, poco después de la creación de la República de Weimar, recordó de golpe
entrevista ese verso que terminaría incorporando a La montaña mágica, durante una de las discusiones finales entre Hans Castorp y Settembrini. En alguna parte Castorp señala: “Toda esta gente en el restaurante es tan ordinaria que ni siquiera merece morir”, y Settembrini responde: “Mira, pequeño estúpido, debes entender que no se trata de la muerte sino de la vida y la muerte”, y entonces cita el verso de Goethe. ¿No es una anécdota maravillosa? Mann lee ese verso en su juventud, no cree en lo que dice, lo recuerda en 1921 y lo usa en su novela en un instante revelador para Hans Castorp. A partir de La montaña mágica, Thomas Mann se vuelve el escritor y el hombre que hoy conocemos.
Si no hay un cambio radical, en términos no de economía o política sino de pensamiento, habrá guerras tribales Otro aspecto que me interesa de tu libro es que hay una crítica implícita a la academia y la universidad: como si la actuación que reclamas a los intelectuales debieran tenerla los académicos, y no lo están haciendo. ¿Cuál es la esencia de tu crítica al discurso académico? Hay un académico que admiro profundamente, Harry Austryn Wolfson, que fue profesor de filosofía de la religión en Harvard durante casi cincuenta años. A principios del siglo xx se trasladó a Europa y copió el manuscrito de un erudito judío medieval, que luego tradujo añadiendo sus propios comentarios; fue tal el empeño que puso en este trabajo que acabó convirtiéndolo en su tesis. Wolfson lo sabía todo, y creo que no podría haber vida intelectual sin este tipo de académicos. Para mí –y no sólo para mí: esta crítica se remonta a Goethe y Schopenhauer–, el problema comienza con la institucionalización de la vida académica, porque quienes se han rendido a ella no tienen nada que ofrecer. Primero, su lenguaje es incomprensible, no pueden escribir, y en esto coincido justo con Schopenhauer:
aquellos que no pueden escribir tampoco pueden pensar, al menos con claridad. Segundo, empezaron a creer en un concepto completamente científico de verdad y significado. No hay nada malo con los científicos, que son tremendamente importantes, pero cuando los académicos del mundo de las humanidades buscan imitar esa clase de pensamiento no llegan a buen puerto. Sabemos que ese fue el debate principal entre Vico y Descartes, y que este último lo ganó, pero Vico dijo después que el precio que pagaríamos sería la pérdida de la sabiduría: ya no habrá ideas, ya no habrá entendimiento. Así que soy muy escéptico en cuanto a lo que las universidades en general pueden ofrecer en nuestros días: no tienen nada que ver con el ideal de universidad, se han vuelto instituciones huecas y utilitarias donde impera el desorden. Hay que atesorar a los académicos que lo saben todo, como Wolfson: son ya una especie en extinción. Pero cuando se trata simple y sencillamente de elaborar una teoría literaria, ¿qué tiene eso que ver con la idea original de Platón, que fundó la primera academia bajo el principio de la educación liberal? Las universidades deberían ser el lugar idóneo para impartir este tipo de educación; ellas eran nuestro pilar, y su desaparición es una de las razones por las que ya no hay una identidad europea. Nietzsche escribió y se quejó de que las universidades existan sólo para preparar para cierta profesión que debe ser práctica, orientada hacia los negocios. El mundo académico es una broma absoluta. Entiendo dos ejes centrales de tu crítica: la pérdida de la esencia de la universidad, que es la educación liberal, y el intento de transformar el lenguaje humanista en lenguaje científico, con el oscurecimiento o empobrecimiento que resulta de ello. Pero hay un tercer eje, siguiendo las ideas de Gabriel Zaid, que me gustaría abordar para redondear este tema: el conocimiento para un grupo cerrado que reparte privilegios, que es también una forma del ascenso en la pirámide social. Es decir,
si se tienen ciertos atributos académicos se puede ir subiendo en la escalera, lo que conduce a algo aún más triste: el conocimiento no es para todos sino para un grupo que lo usufructúa en su propio beneficio. Cuando yo era estudiante tuve la enorme fortuna de contar con dos excelentes maestros que me dieron toda la libertad: durante diez años me dediqué únicamente a leer libros en mi casa. Si quieres volverte un científico experto, tienes que consagrarte en cuerpo y alma a ello. Lo interesante de la ciencia es que de inmediato queda claro si eres estúpido y cometes errores: tu teoría simplemente no funciona; lo mismo ocurre cuando eres arquitecto y tu edificio se viene abajo. El problema es si eres un académico que quiere transmitir conocimiento y sucumbes a la tentación, o mejor, a la perversión de ser un político. Hace poco tuve que tratar con un académico muy reputado que pertenece al mundo de las humanidades y que empezó a argumentar que los grandes libros no sirven para nada. ¡Por supuesto!, pero lo que debería entender es que estamos en el camino incorrecto si pensamos que la literatura debe ser útil o práctica. Los autos y muchas otras máquinas son útiles, pero no así el arte o la belleza. Esta politización de la esfera académica, aunada a la pretensión de que quienes están dentro de ella son académicos auténticos porque piensan en términos de objetividad y teoría, obliga a decir: “Hay que leer libros para encontrar y formular nuevas preguntas.” Esa es la verdadera esencia de la vida intelectual y filosófica: tratar de entender. La culpa es de los académicos pragmáticos, pero también de la sociedad, que reclama con ridiculez que no hay tiempo suficiente: todo se reduce a puntos y horarios, de modo que si para tu tesis tienes que leer Madame Bovary sólo te pueden exigir las primeras setenta y cinco páginas o el resumen de la novela. Quienquiera que entre en el mundo universitario actual debe salir adelante por sí mismo. enero 2009 Letras Libres 41
Ricardo Cayuela Gally / Rob Riemen De Nobleza de espíritu me interesó mucho el rescate que haces del editor Sammi Fischer y su apuesta por el primer Thomas Mann, ejemplo del legado de la cultura judía europea, barrida por el nazismo. ¿Crees que Europa se recuperará alguna vez de la pérdida de esa cultura? ¿Cómo acercarse a esa amputación, cuál es nuestra responsabilidad frente a ella? George Steiner dijo alguna vez que Europa se suicidó al matar a los judíos, y creo que tiene toda la razón. Hay otra idea con la que coincido y que viene de Joseph Roth, que en una de sus Crónicas berlinesas dice: “Miren cuáles son los libros que están quemando los nazis: todos son libros judíos. Vean la lista de los grandes libros europeos: la mayoría han sido escritos por autores judíos.” Roth está en lo cierto, y para constatarlo basta repasar la nómina de los autores de la Viena fin de siècle; aunque no todos admitían su condición judía, esa era su ascendencia: Herzl, Kraus, Von Hofmannsthal, Wittgenstein, etcétera. Ahora bien, inicié la revista Nexus con mi amigo Johan Polak, un viejo editor judío que sobrevivió a la guerra con la convicción de que su responsabilidad era transmitir el mundo de la cultura europea que Hitler había querido destruir, así que fundó una editorial donde publicó a Canetti, Nabokov, Yourcenar y muchos otros; era un hombre chapado a la antigua y vio en Nexus otro canal para lograr su cometido. En cuanto al futuro de Europa, soy pesimista ante la situación que se nos presenta actualmente aunque mantengo el optimismo porque creo que podemos modificarla: me niego a creer que este panorama prevalecerá para siempre. Una de las posibilidades que veo antes de que esto empeore y atestigüemos cosas terribles es que haya más personas como nosotros, que empiezan a asumir que tienen cierto compromiso. Jan Patočka, el filósofo checo, escribió una gran frase que dice que la esencia de la grandeza humana radica en que podemos crear un lugar en que imperen la justicia y la verdad; esta línea resume el sentido de la vida intelectual. Pero volvamos al tema de la tradición y la 42 Letras Libres enero 2009
identidad europeas, que no podrían existir sin el legado intelectual judío. Una de las mayores tragedias –de hecho es algo peor que una tragedia– es que Europa se volvió un sitio donde los judíos ya no se sentían bienvenidos, y por ello tuvieron que buscar un lugar donde refugiarse si las cosas empeoraban. Ese lugar se llamó Israel, que es la herencia de Europa. Por fortuna hay mucha gente como tú o como yo que intenta crear pequeños refugios fuera del sistema; es una metáfora de mi amigo Johan Polak, el editor judío del que hablaba antes, que me dijo que Nexus debía ser un pequeño monasterio secular, un sitio que cumpliera la función de los monasterios medievales: reunir textos para transmitirlos y darlos a conocer. Por eso quise editar la revista no sólo en internet sino en papel: para que dentro de cien o doscientos años haya un registro fiel de este empeño por preservar la cultura. Quizá la forma en que hoy día se sigue traicionando el legado de la cultura judía es que el viejo antisemitismo se esconde en la crítica total al Estado de Israel, aunque sea criticable por muchas cosas. Decir que Israel está siempre mal es una manera de que sobreviva ese proverbial antisemitismo europeo. ¿Estarías de acuerdo en que muchas de las críticas que se hacen al Estado de Israel son en realidad prejuicios ideológicos? Porque siempre se le mide con una vara más dura... En Europa sigue habiendo un fuerte antisemitismo, sí, pero también hay un fuerte antiamericanismo: existe un hondo resentimiento, que tiene que ver con varias cosas. Lo paradójico de la situación es que el país donde hay menos antisemitismo es Alemania; en los Países Bajos, por ejemplo, uno tenía que acudir a la televisión germana para enterarse de lo que realmente ocurría en Israel, ya que la televisión holandesa sólo transmitía lo que pasaba con los “luchadores por la libertad” de Hezbolá. Lo que vimos alrededor del 11-s fue vergonzoso. El antisemitismo, pues, sigue enraizado en el organismo de la gente. Eso se debe a varios factores, entre otros
la incapacidad de lidiar con la culpa y el rencor por el éxito del Estado de Israel. Es un fenómeno muy profundo. ¿No crees que la fragilidad democrática de ciertas zonas, por ejemplo América Latina, tiene que ver con que la democracia exige una conciencia individual que es abolida por los regímenes totalitarios, lo que facilita la obediencia y quita responsabilidad a la persona? ¿Estarías de acuerdo en que las sociedades que carecen de individuos que defiendan sus valores no pueden ser democracias fuertes? Porque, hay que insistir, la democracia exige participación individual en la defensa de sus valores. Es verdad. Pero, para ser franco, conozco más acerca de la situación democrática en la región donde vivo; con todo, sea donde sea, la democracia puede existir sólo si hay libertad y se respetan nuestros derechos. Ya vimos lo que pasó en Italia. O en Estados Unidos: Bush fue electo presidente no una sino dos veces, un hecho insólito. Ahí está también la implosión de los partidos socialdemócratas en Europa: Francia, Holanda, etcétera. Creo que si queremos argumentar a favor de la democracia global, debemos empezar por hacerlo con la de nuestros propios países. Tenemos que librarnos del impacto tremendo y peligroso de los medios masivos de comunicación. También hay que pensar en el bajo nivel del mundo político y en que hay una gran hipocresía que no dejará de tener consecuencias. Estados Unidos al menos sabe cómo lidiar con el multiculturalismo porque es un país basado en la inmigración, el famoso melting pot; los europeos no tenemos la más remota idea de cómo manejar este asunto, y me aterra recordar que la de Europa es una historia llena de masacres y guerras religiosas y políticas. Está además nuestro espíritu imperialista y colonialista: garantizamos nuestra riqueza regando la pobreza por doquier. Después vienen las dos guerras mundiales, al cabo de las cuales se abre una magnífica ventana de oportunidad gracias a una idea a la que el propio Thomas Mann se vuelve adepto: ahora debemos tener una Europa unida.
entrevista Nuestra gran tragedia es que estamos perdiendo esa ventana de oportunidad a un paso acelerado. Se puede salir a la calle en cualquier lugar de Europa occidental u oriental y preguntar a diez personas si se consideran europeas: se te quedarán viendo sin saber de qué hablas. Dejamos pasar ese momento de nuestra historia en que podríamos haber tenido por fin una identidad que nos hubiera permitido decir: “Soy católico o protestante, holandés o francés, pero también europeo.” Las identidades se están reduciendo cada vez más. En los Países Bajos, una región tan pequeña, se ha generado una discusión sobre el reconocimiento oficial de otros dos idiomas que se hablan en las provincias, bajo el argumento “debes respetar mi identidad”. En época de crisis el mejor refugio es la propia tribu. En efecto. No hay ninguna ley natural que diga que no habrá más guerras tribales en Europa. Y si la situación actual continúa, si no hay un cambio radical en términos no de economía o política sino de pensamiento –por ejemplo: qué significa ser europeo, por qué es importante la cultura–, si vemos que la respuesta no es el multiculturalismo sino el cosmopolitismo, por supuesto que habrá guerras tribales. Ya hay, de hecho, pequeños brotes: en Italia, el sur no se puede comunicar con el norte. Pese a todo, no quiero ser etiquetado como un pesimista cultural, porque no creo en las moralejas de la historia. Lo que sí creo es que mientras tengamos nuestra libertad, podemos aceptar una responsabilidad social, incorporar cambios, marcar la diferencia. Me gustaría saber tu opinión sobre la batalla de Ayaan Hirsi Ali y cómo la trataron en Holanda. Ayaan Hirsi Ali es una mujer sumamente valiente con una misión que no estoy seguro que siempre formule de manera heroica. Pero su importancia es indudable: aclara situaciones y señala lo que está en juego. Desde mi pers-
pectiva, creo que habría sido más eficaz como activista si hubiera estado fuera y no dentro de la política; me parece que esa fue justo una de las razones por las que abandonó finalmente el orbe político. Al ver a gente como ella o Martin Luther King pienso que el activismo no debería mezclarse con la política: lo mismo pasa con los intelectuales. El modo en que Ayaan fue tratada es uno de los momentos más vergonzosos de la historia reciente, la conducta de los holandeses resultó imperdonable; lo que empeoró las cosas, sin embargo, fue que una integrante de su propio partido –que buscaba el liderazgo de éste– expuso a Ayaan por un par de pequeños errores burocráticos, y además los vecinos del barrio donde ella vivía empezaron a quejarse porque se sentían amenazados. Pero la mayor tragedia es la siguiente: en 2007 coincidí con Ayaan y asistí a una entrevista pública con ella, y para mi sorpresa pude advertir que su modo de pensar es enteramente holandés. Es una holandesa de cabo a rabo: piensa en holandés, habla holandés, ¿qué más se puede pedir? Holanda, desafortunadamente, ha dejado de ser la patria de la democracia liberal, el refugio de los exiliados: gente como Ayaan, con todas sus complejidades, no puede hallar un sitio seguro en nuestro país. Pero vamos a contextualizar: hace tiempo, aunque tampoco tanto, hubo un pintor llamado Vincent van Gogh que también tuvo que salir de Holanda; se estableció en Francia, como sabemos, y durante toda su vida no pudo mostrar a los holandeses ninguno de sus cuadros. Hoy, por supuesto, tenemos el Museo van Gogh y toda la parafernalia en torno del artista: es la típica actitud de un país pequeño. Los holandeses no podemos lidiar con la excelencia, una idea que siempre nos ha horrorizado. Y Ayaan Hirsi Ali tiene que ver justo con la excelencia. Su autobiografía es uno de los libros más conmovedores de los últimos años. Es increíble lo que ha tenido que sobrevivir y soportar. Insisto: es una mujer extremadamente valiente que
sabe que su vida está en riesgo. Es muy deprimente la situación en los Países Bajos, aunque también en el resto de Europa occidental.
Thomas Mann descubrió el humanismo europeo y juzgó que su esencia era la siguiente: el arte, la moral y la política conforman la totalidad de la vida humana Octavio Paz siempre pidió, dado el fracaso de la política del siglo xx, que se intentara reconciliar las dos grandes tradiciones occidentales: el liberalismo y el socialismo democrático. Es decir, el futuro sólo era posible si convergían ambas tradiciones. ¿Quieres especular sobre una posible respuesta a este dilema? Me gustaría hablar de otras dos ideas que vienen del propio Paz. La primera: quienes vivimos en la modernidad –dice– somos parte sólo de tal tradición, y ésta no se emparienta con un nombre determinado; los judíos, el islam, etcétera: todas las tradiciones tienen un nombre salvo la nuestra; el término “modernidad” carece de sentido. Segunda idea: por definición, la democracia intenta contestar las preguntas de Sócrates, que no obstante siguen y seguirán ahí al igual que la búsqueda de nuestra identidad; por tanto, el enfoque final de este asunto debe ir más allá de la política. A este respecto regreso a Thomas Mann, que descubrió el humanismo europeo y juzgó que su esencia era la siguiente: el arte, la moral y la política conforman la totalidad de la vida humana. Creo que no avanzaremos mucho si esas dos grandes áreas, la estética y la ética, no forman parte de nuestro pensamiento. Si queremos tener un futuro como civilización, debemos apelar al mundo del humanismo europeo: no a la religión, ni a la política, ni a las ideologías, ni a la tecnología, ni a la economía. El humanismo europeo, que incluye a Paz y Borges y tantas otras mentes brillantes, es nuestra respuesta. ~ Traducción de Mauricio Montiel Figueiras enero 2009 Letras Libres 43
investigación
Ramón González Férriz y Diego Salazar
La ciencia en la calle
El humanismo de hoy cojea ostensiblemente al despreciar la ciencia. Ha habido ilustres llamadas de atención contra esa tara, nunca del todo atendidas. González Férriz y Salazar señalan un nuevo y loable esfuerzo español por paliar esa ignorancia: Cultura 3.0. n el prólogo a la muy reciente reedición de La traición de los intelectuales, de 1927, de Julien Benda (Galaxia Gutenberg), Fernando Savater afirma que “quizá la mayor de las paradojas del paradójico siglo xx es ésta: nunca ha habido una época en la historia humana en la que alcanzase mayor desarrollo la habilidad para fabricar instrumentos y el conocimiento de la estructura íntima de lo real en todos los campos. O sea, nunca se dio mayor esplendor técnico y científico. Pero tampoco hubo nunca tantos movimientos ideológicos fundados (o mejor, desfondados) en lo irracional, dogmático o inverificable; sobre todo, jamás se dio tal abundancia de partidarios del arrebato intuitivo o la certeza sanguínea entre la élite de servidores de las altas funciones espirituales.” En palabras del propio Benda, “los hombres cuya función es defender valores eternos y desinteresados como la justicia y la razón, y a los que denomino intelectuales, han traicionado esa función en pro de intereses prácticos”, que casi siempre se traducen en la conversión del intelectual en un mero ideólogo que aspira a un espacio de poder. En un sentido parecido, en 1959, C. P. Snow publicó The Two Cultures and the Scientific Revolution, una denuncia del inmenso abismo que separaba a las “dos culturas” de las sociedades modernas: la ciencia y las humanidades. En los años treinta, decía, los intelectuales literarios habían decidido, “mientras nadie miraba”, que ellos eran los intelectuales, quienes debían monopolizar el debate público en detrimento de los científicos, aunque ello acarreara una confirmación de la deriva irracionalista que Benda había advertido más o menos por aquel entonces: la propensión a convertir la vida intelectual en una actividad cada vez más ajena a la realidad material del mundo, más ensimismada y más sometida a intereses que se interponen en la búsqueda de la verdad. 44 Letras Libres enero 2009
Siguiendo la estela de Snow –y probablemente tratando de reparar la traición de la que hablaba Benda–, John Brockman fundó en 1988 la Edge Foundation (www.edge. org), una organización que pretende reintegrar, bajo la idea de una “Tercera cultura”, los discursos científico y humanista y contribuir a que la ciencia tenga un papel clave en la discusión de los asuntos públicos. “La tercera cultura la forman científicos y otros pensadores empíricos que, a través de su trabajo y su escritura, están tomando el lugar de los intelectuales tradicionales en la tarea de sacar a la luz los significados profundos de nuestras vidas, redefiniendo quién y qué somos –afirma Brockman en un texto de presentación de Edge. A lo largo de la historia, la vida intelectual se ha caracterizado por el hecho de que sólo un reducido número de personas se ha encargado del pensamiento serio por todos los demás. Estamos siendo testigos de cómo un grupo de pensadores, los intelectuales literarios tradicionales, le pasan la antorcha a un nuevo grupo, los intelectuales de la emergente tercera cultura”. Inspirados por una visión de las cosas semejante, en noviembre del año pasado un grupo de intelectuales, periodistas y científicos españoles presentó Cultura 3.0, “un proyecto que nace del deseo de establecer un movimiento en España basado en una nueva manera de percibir la cultura, a través de la ciencia y el método científico, y de promoverla como un vehículo para el desarrollo del juicio crítico”, según cuenta Vicente Carbona, uno de sus promotores y miembro del consejo de redacción de la página web de la iniciativa, www.terceracultura.net. “Estamos convencidos de que esta iniciativa debe ser un movimiento hacia una cultura realmente ‘popular’, que no requiere intermediarios, místicos o intelectuales, sino que posibilita a cualquier ser humano a responder por sí mismo a las grandes preguntas de siempre. Nuestras intenciones son pragmáticas, y queremos escuchar las
como bloqueos y dogmas”. La Declaración de Aranjuez, postulada por algunos de los miembros del proyecto como Eduardo Robredo, miembro también del consejo de redacción de www.terceracultura.net y autor del blog “La revolución naturalista”, afirma: “Necesitamos cuestionar los nuevos colectivismos formados en el nombre de la ‘cultura’, la política o la religión que exigen nuevos sacrificios o disculpan los existentes. Necesitamos rescatar la razón de su autodesprecio posmoderno. Necesitamos liberar el proyecto de la Ilustración de la humillación teocrática. Necesitamos amotinarnos contra la justificación de los crímenes sagrados, afirmando la libertad de crítica y la libertad de cambiar de religión o de creencia e incluso el derecho a no profesar religión alguna.” Ya escribía Benda en 1927: “En primer lugar, los intelectuales adoptan pasiones políticas. Nadie objetará que hoy, por toda Europa, la inmensa mayoría de los hombres de letras, los artistas, un número considerable de filósofos, de ‘ministros de lo divino’ asumen la parte que les corresponde en el coro de los odios raciales, de las facciones políticas; aun menos se negará que adoptan pasiones nacionales”. Y algo semejante –aunque felizmente más pacífico– se podría decir de la vida intelectual de hoy en día. Para librarse de esta lacra, Cultura 3.0 se propone generar “un bloque de opinión, un diálogo entre las ciencias y las humanidades lo más libre posible de ideologías”, en palabras de Carbona. Y ello requiere una exhaustiva tarea de divulgación y promoción que, en primer lugar, debe comprender muy bien el funcionamiento de la comunicación en nuestros tiempos, pero también redefinir el papel del intelectual, no tanto como un ser político sino sobre todo como propagador: “El papel de los intelectuales incluye la comunicación –afirma Brockmann–. No sólo son personas que saben cosas, sino que conforman los pensamientos de su generación. Un intelectual es un sintetizador, un publicista, un comunicador.” En esa vía, Carbona concluye: “Vamos a ver cuál es nuestra pericia, cuáles son nuestros medios y oportunidades, pero la intención de Cultura 3.0 es impulsar todo tipo de actos que valoren lo que podríamos llamar pensamiento crítico y el tipo de naturalismo positivo y abierto que defendemos”. Y Espada apunta, aun más enfático: “Me gustaría que este proyecto cambiara mi oficio de periodista. Y voy a tratar de que así sea en la medida de mis posibilidades”. ~ Ilustración: Letras Libres / Bela Renata
voces de expertos y científicos españoles y extranjeros que normalmente tienen muy poco espacio mediático en nuestra sociedad”. Con todo, el proyecto parece peculiarmente complicado en España, un país con una larguísma tradición de intelectuales literarios no sólo ajenos a la ciencia, sino en muchos casos refractarios al racionalismo y el secularismo, y donde el debate público está participado sobre todo por escritores de formación humanista que ejercen de líderes de opinión en asuntos que conocen superficialmente. “El mundo intelectual no ha despreciado la ciencia –opina Arcadi Espada, uno de los impulsores de Cultura 3.0–. Lo ha hecho esa mezcla de religión y poesía que conocemos por cultura española, y que se desencadena después de Cervantes (el último hombre de ciencia español), con las excepciones de nuestro despreciado siglo xviii y parte del periodismo de la primera mitad del siglo xx. El desprecio a la ciencia es por otra parte el desprecio a la verdad, característico de un país dominado por una dictadura de medio siglo y durante otro medio siglo más (aún nos quedan unos añitos) por oposición a la dictadura.” El caso de Espada es peculiar en España, pues es uno de esos pocos “intelectuales de la emergente tercera cultura” que, pese a compartir buena parte de la educación intelectual y política de los hombres de letras de su generación, cada vez ha ido prestando más atención a los asuntos científicos. “Creo que me llevó a eso el hartazgo de la cultura literaria y el enorme volumen de clichés que maneja. También la evidencia de que en mis lares la filosofía de los periódicos (la única importante) nunca ha sido más que un género (y muy menor) de la ficción literaria. Por último, creo que mi indagación acerca del discurso periodístico ha sido clave para buscar respuestas a este drama fuera de donde cabría encontrarlas.” Cultura 3.0 pretende devolver la ciencia al centro de la discusión o, en palabras de Espada, “incorporar la ciencia a la toma de decisiones”. Lo cual implica necesariamente revisar el papel de cuestiones como la religión o los nacionalismos en la agenda pública: “Creemos que es absolutamente necesario abordar cuestiones de interés social basándose en la ciencia –dice Carbona–. Nos parece muy importante considerar asuntos sociales desde un punto de vista empírico, con el diligente escrutinio de cualquier hipótesis, pero libres de elementos supernaturales, sobre todo cuando estos actúan
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Nicole d’Amonville Alegría
Gogolí Como las rocas, la gente. En cuadrados de tierra la cebolla prolifera sobre riscos; trinos, rebuznos, balidos y cloqueos, las mujeres majan mijo. Un salto de agua por la falla excremento de los dioses. Neré, mango, papayo y karité. Baobabs, sus muñones, con la corteza joven las cuerdas para izar los dogones vivos a los muertos que a veces los hombres-pájaro rechazan con avispas. Brazo zorro y brazo hormiguero, gavilanes y gorriones. Los caimanes no tienen lengua, pero en su estómago la edad se cuenta en piedras por cada año que se arrastran sobre la tierra. Las cuevas son oídos. Rezan los cuervos en los nichos de los antepasados. ~
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ensayo
Alberto Manguel
Un crimen perfecto La estructura mercantil en la que estamos inmersos es perfecta y letal: es evidente que nos ahogamos en ella. ¿Es inútil la literatura frente a ese azote? En este texto, Alberto Manguel demuestra que no. no de los sueños más antiguos de la humanidad es el de una máquina social perfecta que seleccionará infaliblemente lo bueno frente a lo malo eliminando lo nocivo y preservando sólo lo saludable. Esa ansiada ciudad se encuentra siempre en un pasado imaginario o en un fantástico futuro. “Que no tenemos aquí ciudad permanente”, escribió San Pablo a los hebreos, “sino que andamos buscando la ciudad por venir.” La filosofía y la religión han intentado una y otra vez definir esta ciudad “por venir”; en muchas ocasiones hemos creído que sus murallas estaban casi a nuestro alcance, apenas más allá del horizonte, y desde el comienzo de los tiempos nuestras historias han tratado de decirnos cómo es. “Espero con ansia un día en el que el hombre avance impulsado por algo más digno y elevado que su estómago”, escribió Jack London en 1905, “un tiempo en el que exista un incentivo mejor para la acción que el incentivo actual que es el estómago. Mantengo mi fe en la integridad y excelencia del ser humano. Creo que la nobleza de espíritu y el desinterés vencerán a la vulgar glotonería de hoy.” Lector temprano del Manifiesto comunista, miembro del Partido Socialista (que abandonó más tarde “debido a su falta de combatividad y su pérdida de interés por la lucha de clases”) London soñó largamente con esa perfecta maquinaria social. Quizás porque comprendió que su sueño era imposible, apenas cumplidos los cuarenta años, en la noche del 21 de noviembre de 1916, en la lujosa mansión californiana que había adquirido con sus cuantiosos derechos de autor, Jack London decidió suicidarse. Pensando precipitar el fin, ingirió dosis letales de dos sustancias diferentes. El efecto fue el contrario: la una anulaba los efectos de la otra y London agonizó durante más de veinticuatro horas. Entre sus escritos inacabados se encontró una novela y unas pocas notas para un posible final. Tenía un título espléndido: Asesinatos, S.L., y trataba de una máquina social tan perfectamente diseñada contra los enemigos de la sociedad que sólo puede ser detenida destruyendo a su creador. El inventor es 48 Letras Libres enero 2009
un tal Iván Dragomiloff, creador de una sociedad secreta que, por un cierto precio, asesina por encargo. Sin embargo, las víctimas potenciales no pueden ser personas a las que simplemente tenga aversión el cliente. Una vez que se ha propuesto un nombre, Dragomiloff lleva a cabo una investigación sobre la conducta y la personalidad del elegido. Sólo si, según su criterio, el asesinato “está justificado desde el punto de vista social” dará la orden de actuar. Un enemigo de la sociedad sólo es enemigo si así lo juzga Dragomiloff. La empresa es una maquinaria totalmente eficiente. Una vez que ha propuesto un asesinato y ha pagado el precio, el cliente debe esperar a que los subordinados de Dragomiloff ofrezcan pruebas definitivas de la falta de ética de la víctima. Ésta puede ser un jefe de policía brutal, un empresario implacable, un banquero codicioso, una señora de la aristocracia: en todos los casos debe quedar demostrado, más allá de toda duda, que esa persona perjudica a la sociedad. Si la prueba no es suficiente, o si la víctima muere accidentalmente, se devuelve el dinero al cliente, tras deducir un diez por ciento destinado a cubrir los gastos de administración. Pero una vez que Dragomiloff ha decidido que la víctima merece la muerte, ya no hay vuelta atrás. “Una vez que se ha dado una orden”, explica, “es como si se hubiera cumplido. No podemos funcionar de otra manera. Tenemos nuestras normas, ¿sabe?” Y entonces ocurre algo. Con el propósito de desmantelar la organización, un joven emprendedor presenta una solicitud excepcional. Se reúne con Dragomiloff y paga el precio por el asesinato de un importante personaje público de quien no da el nombre. Sólo cuando aquél ha aceptado la petición (bajo la condición, naturalmente, de que se demuestre que el personaje es culpable), el joven revela el nombre de la víctima que no es otra que el mismo Dragomiloff, quien acepta la solicitud de su propio asesinato. Ha creado una maquinaria social tan eficiente que su objetivo, la eliminación por encargo de personajes indeseables, está incluso por encima de la vida de su creador. La narración de Jack London, escrita hace más de un siglo, suena hoy curiosamente contemporánea. No porque sugiera que pueda crearse una organización para eliminar a aquellos que consideramos perjudiciales para la sociedad sino por la
idea de que una maquinaria social puede ser tan perfecta en su fanatismo que sólo puede ser destruida si se destruye también a su creador. A riesgo de llevar la comparación demasiado lejos, creo que la organización de Dragomiloff ha logrado una reencarnación moderna. Creo que, hoy en día, hemos permitido la construcción de gran número de maquinarias formidables que, como la de London, son multinacionales y anónimas, pero cuyo propósito no es purificar la sociedad por medio del asesinato (sin duda un objetivo censurable) sino conseguir para un puñado de individuos el mayor beneficio económico posible, sin reparar en el perjuicio que causan a la sociedad, y protegidas por una pantalla de incontables accionistas anónimos. Sin importarles las consecuencias, estas maquinarias invaden todos los campos de la actividad humana y buscan en cualquier lugar el beneficio económico: aún a costa de la vida humana. De la vida de todos, ya que, a fin de cuentas, ni siquiera los más ricos ni los más poderosos sobrevivirán a la explotación de nuestro planeta. Los eventos de estos últimos meses confirman la atroz moraleja. El médico holandés Bernard de Mandeville, que ejerció en Inglaterra a comienzos del siglo xviii, publicó en 1714 un ensayo que tituló La fábula de las abejas, o Vicios privados, beneficios públicos, en el cual sostenía que el sistema de asistencia mutua, que permite a la sociedad funcionar como una colmena, se alimenta de la pasión de los consumidores por adquirir aquello que no necesitan. Una sociedad virtuosa en que sólo se satisficieran las exigencias básicas, carecería de industria y de cultura y, por lo tanto, se derrumbaría por falta de empleos. La sociedad de consumidores que triunfó dos siglos después, tomó los sarcásticos argumentos de Mandeville al pie de la letra. Al halagar a los sentidos, al valorizar la posesión por encima de la necesidad, cambió totalmente la noción de valor que, de acuerdo con los códigos de la publicidad comercial, se convirtió, no en la medida de las cualidades de un objeto ni del servicio que prestaba, sino en la mera percepción de ese valor, basada en hasta qué punto y con qué marca se promocionaban ese objeto o ese servicio. En el mundo de los consumidores, el esse est percepi de Berkeley tiene un significado diferente al que quiso darle el buen obispo. La percepción está en la raíz del ser, pero las cosas adquieren un valor determinado, no porque sean necesarias, sino porque se las percibe como necesarias. El deseo se convierte así, no en el origen, sino en el producto final del consumo. La literatura (que cree aún en valores más sólidos y antiguos) nos cuenta que existe un mundo mejor y más feliz apenas más allá de nuestro alcance, en otro tiempo y lugar, en la fabulosa Edad de Oro que don Quijote añoraba, o en el porvenir descrito por la ciencia-ficción. En el film de Stanley Kubrick 2001, una odisea del espacio, el mundo al que tratamos de llegar se encuentra en Júpiter. Para alcanzar ese objetivo, la humanidad ha construido una nave espacial controlada por un superordenador, Hal 9000. Ha sido programado para dirigir la nave a su destino,
con instrucciones precisas de eliminar cualquier obstáculo que pueda encontrar en su camino. Hal, una máquina dotada de inteligencia artificial, es capaz de hablar y reaccionar como un ser humano y hasta puede simular emociones. Sin embargo, a diferencia de los seres humanos, se supone que es incapaz de cometer un error. Al cabo de cierto tiempo, Hal anuncia que algo marcha mal en el sistema de comunicaciones de la nave. Uno de los tripulantes, Bowman, sale para reparar la avería; en la Tierra, los controladores, perplejos, deducen que el ordenador debe de haberse equivocado. Bowman y otro miembro de la tripulación deciden desconectarlo para evitar más problemas, pero, a pesar de sus precauciones, Hal descubre su plan, elimina al compañero de Bowman y corta el suministro oxígeno a cuatro miembros de la tripulación. Bowman, el único que puede ahora oponerse al ordenador, se da cuenta de que el “error” de Hal era deliberado. Programado para hacer que la nave llegara a su destino “a toda costa”, Hal había llegado a la conclusión de que el mayor obstáculo para el cumplimiento de la misión era la falibilidad de la inteligencia humana y, dado que los programadores no habían incluido en su mente la prohibición de matar, había decidido eliminar la fuente de todo posible error: los seres humanos. Como la organización de London, Hal es una máquina a prueba de fallos, construida para alcanzar la meta deseada “a toda costa”. La estructura mercantil que hemos creado como motor de nuestra sociedad es tan perfecta como esas construcciones imaginarias, e igualmente letal. Le hemos dado la orden de alcanzar un objetivo –producir un beneficio financiero a toda costa– y hemos olvidado grabar en su memoria esta advertencia: “excepto a costa de nuestra vida”. Para la enorme maquinaria económica que controla todos los aspectos de nuestras sociedades, como para un Dragomiloff capaz de juzgarlo todo o un Hal técnicamente perfecto, nosotros somos los enemigos. La situación que vivimos hoy es la prueba. Ésa parece ser la identidad que merecemos. La literatura puede ofrecernos fábulas ejemplares y preguntas cada vez más vastas y perspicaces. Pero ninguna literatura, ni siquiera la mejor ni la más cabal, puede salvarnos de nuestra propia locura. Novelas, poemas, argumentos cinematográficos, no pueden protegernos del sufrimiento o del “error” deliberado, de las catástrofes naturales o artificiales debidas a nuestra propia codicia suicida. Lo único que puede hacer la literatura es, a veces, milagrosamente, contarnos esa locura y esa codicia, y recordarnos que debemos mantenernos alerta frente a unas tecnologías financieras y comerciales cada vez más perfectas y autosuficientes. La literatura puede ofrecer consuelo frente al sufrimiento y palabras para dar nombre a nuestras experiencias, puede decirnos quiénes somos, puede enseñarnos a imaginar un futuro en el que, sin exigir un convencional final feliz, podamos permanecer vivos, juntos, sobre esta tierra maltratada. Eso debe bastarnos. ~ enero 2009 Letras Libres 49
ensayo
Enrique Lynch
Lo falso no falso
Entre quien dice la verdad y quien miente está aquel que sin duda hace trampas, pero sin incurrir por ello en falsedades. Tal vez, cuenta Lynch, esa sea la condición más frecuente en los discursos de nuestro tiempo. res cosas han cambiado en relación con lo falso desde los felices años ochenta, cuando la falsedad era una pura prenda de artificio. En primer lugar, ha cambiado la referencia y la forma de verificarla que, a despecho de quienes declaman por la importancia de la verdad, parece estar ahora mucho más próxima al orden de lo mítico. En segundo lugar, nuestra experiencia es más amplia y, al mismo tiempo, menos tangible, de tal modo que la sugerencia del semiólogo Baudrillard –que toda realidad se desvanece detrás de su representación– aunque, como era habitual en él, un tanto exagerada, tiene fundamento. Cada vez nos resulta más difícil distinguir entre la realidad y la representación; como si de pronto el mundo se hubiese poblado de fantasmas. Y, por último, la extraordinaria revolución tecnológica en curso ha hecho que los principales agentes de lo falso –las imágenes– hayan cambiado de naturaleza, tanto como ha cambiado todo lo que se representa con ellas. Hace dos o tres años, en un viaje a Nueva York, di con un librito de sugestivo título, escrito por el filósofo analítico Harry Frankfurt: On Bullshit. No tenía más de treinta páginas, en gran parte dedicadas a proponer las tediosas definiciones que gustan a los filósofos analíticos. Aclaremos que bullshit, (literalmente: bosta o boñiga o excremento de vacuno) significa en inglés coloquial algo así como “tomadura de pelo” o “pamplinas” o “camelo”: lo que en España se llama 50 Letras Libres enero 2009
camama. En la Argentina –lugar fascinante donde casi todo es falso– tienen un nombre perfecto para bullshit: lo llaman sanata, discurso que parece serio o profundo o relevante pero que, en el fondo, no quiere decir nada. Perorata que no falta a la verdad porque, en rigor, no tiene intención de mentir o de engañar: simplemente no establece nada significativo o pertinente sobre aquello de lo que trata, aunque lo haga seriamente e incluso saque conclusiones. Que un filósofo analítico dedique aunque sea unas líneas a la sanata y que esa breve atención se convierta en un inusitado éxito de ventas quería decir que, cuando menos, había cambiado el sesgo y la interpretación de lo falso (o de sus correlatos: la verdad y la mentira, la simulación y la ficción, el argumento y la prueba, etcétera). O también que, como advierte el mismo Frankfurt al comenzar su libro, los lectores eran conscientes de la inmensa cantidad de bullshit o de sanata que hay en la cultura, en la educación y en la ciencia contemporáneas. No es nada nuevo. Lo inquietante no es que haya sanata sino por qué hay tanta. Aunque no conseguía revelar nada sustancioso acerca de esta cuestión (de donde cabe pensar que el propio libro practica lo que denuncia), entre farragosas prolijidades sobre la argumentación, Frankfurt descubría casi sin querer que se puede no decir la verdad sin por ello incurrir –intencionada o espontáneamente– en mentira o falsedad. No se ocupaba del discurso que es manifiestamente falso, por contenido o por intención, sino del discurso que no se muestra falso per se aunque, a la postre, resulte un fiasco o una estafa, es decir, sea pura bullshit.
Curiosamente, en España, el país de la lectura literal donde, como en la Ínsula Barataria de Sancho Panza, las gentes inexplicablemente se enorgullecen de llamar “al pan, pan; y al vino, vino”, se entendió que Frankfurt hacía una denuncia de la mentira y una defensa de la verdad. Como de costumbre: se tomó el rábano por las hojas. Nadie percibió que el concepto de bullshit contiene ese elemento nuevo de lo falso que hoy en día es corriente. Porque lo falso contemporáneo no es una mentira flagrante sino que denota lo que arrastra un contenido de verdad y, al mismo tiempo, escamotea la posibilidad de verificarlo, de tal modo que quien lo practica manifiesta una voluntad de decir la verdad o de llegar a conclusiones razonables, sólo que se sustrae a toda alternativa de someterse a verificación. Consigue así una eficacia oracular, como las parábolas de Jesucristo que, o te las crees o vas al infierno; o como el tarot, que explicita algo que quien interroga las cartas ya sabe. La sanata no se puede falsar, como diría Popper, y de este modo nunca se puede determinar si es verdadera o es falsa, lo cual la hace invulnerable a la crítica e inmune a la denuncia de la mentira. El sanatero no miente aunque esté claro que hace trampas, (pero, ¿acaso hay alguien que no haga trampas?) y su amagada intención retórica no es muy distinta de la ironía socrática: recordemos que, hasta el día de hoy, todavía no se ha demostrado qué se proponía el primer filósofo, el fundador de la tradición. No está claro que tuviera vocación de decir la verdad aunque sí tenía la intención –muy sofística, por cierto– de producirla o de generar con ella un efecto, puesto que a Sócrates le importaba dejar que hablara la razón en la vía de la verdad, pero no necesariamente establecerla o desentrañarla contra toda prueba. Tras fatigosas elucubraciones semi-lógicas (o semiológicas) Frankfurt concluye que toda bullshit o sanata instaura una semi-verdad (o una semi-falsedad) cuya consistencia argumentativa se funda en su coherencia expositiva. Tiene, pues, la forma de una verdad, aunque no revela contenido positivo alguno. Así pues, Frankfurt no tiene más remedio que reconocer que el sanatero no es un charlatán o un impostor, sino que el suyo es un discurso serio, ni verdadero ni falso, como un mito: lo mismo que la guerra de Troya o la muerte del Minotauro, que a nadie importa si son historias verdaderas o falsas o si han tenido lugar, puesto que en efecto han tenido lugar, pero sólo en el contexto de sus respectivos relatos. Por lo tanto, son falsas, pero en esa dimensión de lo falso en que se sitúan, dicen la verdad. Preguntarse por qué hay tanta sanata, tanta semi-verdad, es lo mismo que preguntarse por qué tienen tanto éxito los trileros. El trilero es un sanatero cabal porque no adultera la verdad sino que instala a su víctima en una dimensión de lo real muy semejante a la posición que ocupa la bolita sobre su mesa: esa dimensión intermedia que nunca hemos abandonado del todo y que es característica de los mitos. En ella estamos
entre la verdad y la falsedad y, por lo tanto, desentendidos de alternativas excluyentes (bueno/malo, real/imaginario, verdadero/falso, etcétera). Se diría que esta dimensión es producida por la naturaleza misma de la curiosidad humana, por la propia voluntad de saber. La verdad nace –o surge, o se desentraña– de y no contra lo falso. Pero hay otro aspecto significativo de lo falso, relacionado con la bolita del trilero, que aparece y desaparece. La bolita del trilero es la realidad. En lo falso posmoderno no se contradice la experiencia de lo real como quien presenta algo exactamente opuesto, algo irreal, o formula una mentira explícita, sino que, como en la ilusión de los juegos de magia, se hace desaparecer lo real como desaparece y reaparece el conejo de la chistera del mago. Consideremos este otro ejemplo de falso: Delante de Fartier, en la Place Vendôme, se detiene una limusina negra y de ella baja un hombre muy elegante que entra a la joyería. Su director siente que se aproxima un buen negocio y le ofrece sus servicios. El cliente quiere comprar un pendiente para una señora. y el director le enseña sus piezas más bellas. El cliente las examina, reflexiona y se decide por una de las más caras. Firma un cheque y comenta que está en viaje de negocios por París y que se aloja en el Georges V. El director está encantado. Lo acompaña hasta la limusina y más tarde telefonea al Georges V para comprobarlo. Le dicen que sí. Al día siguiente el cliente llama a la joyería para comentar que la destinataria del pendiente ha quedado absolutamente extasiada. Tanto, que le gustaría conseguir otro igual para hacer una pareja. –Ay señor –dice el director–, lo siento, pero por desgracia es muy difícil encontrar una piedra y una montura tan bellas como las que se llevó. –Haga usted lo posible. Quiero cumplir con esta dama y estoy dispuesto a pagar lo que sea, a condición de que sea idéntica. –Muy bien, señor. Haré mis investigaciones, pero le advierto que quizá me lleve tiempo y no estoy seguro de lograrlo. –No importa, mis negocios me obligan a retrasar mi salida de París, así que puedo esperar. Estaré en el Georges V; y recuerde que pagaré lo que sea. –Entendido. Le telefoneo en cuanto tenga noticias. Pasa una semana sin resultados. Pese a que Fartier tiene muy buenos contactos entre los mercaderes de diamantes de toda Europa, no parece posible conseguir una copia. El señor x telefonea insistentemente una vez, dos veces, se impacienta, se irrita. El cheque tenía fondos y todo indica que el cliente está bañado en oro. Fartier redobla entonces sus esfuerzos. Al cabo de dos semanas llama un corresponsal de Amberes para avisar a Fartier que tiene delante de sus ojos una pieza enero 2009 Letras Libres 51
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Enrique Lynch idéntica a la vendida por él. El director llama entonces inmediatamente al Georges V, pide por el señor x y le informa de que ya tiene la pieza que buscaba pero que, desgraciadamente, el precio es el doble del pagado la primera vez. –No tiene ninguna importancia, –responde el señor x entusiasmado–: ¡Cómprela inmediatamente! –Muy bien señor, admite el director, impresionado por la suma (unos cincuenta millones de los antiguos francos) y por la seguridad de su cliente. Llama a su corresponsal y le da la orden de comprar la joya. Él se lo reembolsará, sin olvidar su comisión, por supuesto. El corresponsal cumple con su cometido (faltaba más) pero cuando el joyero llama al Georges V para que el señor x venga a buscar la pieza que ha encargado, le contestan que el cliente ha desaparecido sin dejar rastro. ¿Qué ha sucedido aquí? Naturalmente, ha habido una estafa. Un vendedor codicioso ha resultado víctima de su propia codicia. Pero lo más significativo no es la lección de moral en los negocios que se puede extraer del ejemplo sino que la estafa muestra cómo hemos llegado a introducir un valor ficticio de las cosas y nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo poblado por este tipo de fantasmas, donde la dimensión del valor ya no se entiende con relación al uso o al intercambio. Se trata, sin duda, de un criterio de valor falso (¿cuánto vale el arete?, ¿dónde está el mercado que fija la oferta y la demanda en esta circunstancia donde tanto la oferta como la demanda son falsas?, ¿qué tiene de real lo que llamamos “mercado”?). Bien visto, en este ejemplo el bien, sea o no escaso, o excepcional, no tiene precio, de lo contrario la estafa no podría haberse producido; o bien tiene un precio que no se puede fijar en el intercambio, porque el intercambio no es tal. Los árabes en sus mercados entienden muy bien qué significa esto: el valor de una pieza no se establece por un guarismo de contraste estadístico sino por la pauta de la conversación de los que comercian con ella, la puja y el chalaneo, que siempre se manejan con valores virtuales. Que no tiene precio significa que todos los precios que pongamos a nuestros bienes son falsos, ninguno posee un patrón de consistencia comprobable (como el precio del barril de petróleo, por cierto). Pero, además, que el estatuto del valor –esto ya se dejaba ver en las transacciones bursátiles cuando empezó a hablarse de la compra-venta de “futuros”– es totalmente imaginario, es decir, no es real sino virtual, o sea, falso. El proceso de la transacción borra un aspecto real del bien para trasladarlo a una dimensión ficticia que, en definitiva, es la única que deja rastro en este supuesto intercambio. Imaginemos ahora el mundo entero (la economía y la guerra –¿dónde están las “armas de destrucción masiva” de los iraquíes?, ¿cuál es la razón de fondo de la invasión de Iraq?–, el arte, el conocimiento, los símbolos, las instituciones –pienso en la diócesis de Boston, que estuvo durante 52 Letras Libres enero 2009
décadas gestionada por varias generaciones de curas pedófilos organizados–, la historia y la memoria que se fabrica y se vuelve a fabricar del mismo modo en que Schwarzenegger podía viajar virtualmente con sólo que la agencia de viajes le instalase en su cerebro un chip programado para producirle ciertos recuerdos y experiencias, etcétera), un mundo entero refigurado en términos de una realidad que se ha escamoteado y que ya no cuenta para la toma de decisiones, entre otras razones porque, cualquiera que sea la decisión su efecto ya no será real sino, de nuevo, virtual; o sea, falso. Este es nuestro mundo que –mira por dónde– vuelve a ser mítico justamente porque redescubre el valor de verdad no en la correspondencia con hechos sino en la mera consistencia interna del discurso que los desarrolla y los hace circular. Consideremos un tercer ámbito donde se ve cómo ha cambiado nuestra idea de lo falso. Se suele decir que la nuestra es una cultura de las imágenes y que éstas son, como es sabido desde la experiencia de Narciso, lo falso por antonomasia. La imagen es el soporte de la ilusión, el agente de la apariencia y el engaño y plantea el problema más antiguo que afronta la filosofía. “En el mismo río, no nos bañamos dos veces”, afirma Heráclito. O sea, una cosa es lo real y otra su manifestación o su apariencia que, como nos llega desde los sentidos y los sentidos nos engañan, siempre es falsa y cabe desconfiar de ella. Las imágenes han servido desde siempre para fijar o para traer a presencia un objeto lejano o ausente. Como tales, en una función básicamente sígnica, han sido utilizadas para representar el mundo que nos rodea y, sobre todo, para referirnos a aquello que nuestros sentidos no llegan a alcanzar: lo suprasensible, es decir, lo divino. Por eso todas las culturas se han servido de las imágenes como instrumento de la religión, ya sea como ídolos, como iconos o como representaciones. Como ídolos, aun cuando sean falsas –la estatua de un dios, para nosotros lo mismo que para los antiguos griegos idólatras, es un trozo de materia moldeada o tallada– nos proporcionan un doble del dios que, de este modo, puede hacernos compañía. Como iconos, nos enseñan la máscara del dios y nos remite a lo que está detrás de ellas, su sustancia o su realidad divinas; o, como máscaras de un individuo, nos revelan el alma recóndita de éste que es también su parte divina, su alma. Y por último, como representaciones artísticas las imágenes conservan la primitiva función religiosa transfigurada en la moderna idea de arte. Una imagen artística es más real que la realidad misma porque –así en una gran mayoría de las teorías del arte, desde el romanticismo hasta la vanguardia, incluso en la idea heideggeriana de arte–, más real significa más verdadera, es decir, lo que de la experiencia de las cosas no es falso. Una falsedad representativa nos permite llegar a una verdad que permanece oculta, salvo para el artista que, no por casualidad, ha sido entronizado por nuestra cultura moderna como una especie de semidiós.
sobre un carro, combatiendo en la batalla de Gaugamela. También estos personajes célebres son productos de una operación imaginaria, la lectura, que responde a sus propios algoritmos sólo que, a diferencia de los de las computadoras, no podemos reconstruirlos de forma finita y, por lo tanto, no podemos repetir tal cual lo que se configura con ellos, lo cual hace que cada lectura sea singular e inefable. Un algoritmo es una serie finita de operaciones de cálculo que genera una imagen que no es plano ni proyección sino cuerpo y que, de este modo, resulta tan real como la realidad misma. (Eso sí, yo no le aconsejo a nadie que se apoye en una pared virtual.) Las imágenes virtuales, lo mismo que los valores bursátiles y las estafas de los trileros, los consejos psicológicos de los tarotistas y las sanatas de los consejeros de finanzas y los que ayudan a ser feliz reclaman que demos un nuevo sesgo a la diferencia entre verdadero y falso, que volvamos a creer en los mitos de nuestros ancestros. Como los antiguos griegos, o los niños, que creen en los Melchor, Gaspar y Baltasar y, al mismo tiempo, saben que los Reyes Magos son sus padres. ¿Hemos de sucumbir a la ilusión y entregar nuestras vidas a la mentira y la publicidad? Llega el momento del balance constructivo. Ocuparnos del estatuto de lo falso contemporáneo como falso no nos interesa para fundar un patrón equívoco, para hacer la defensa de la mentira o la ilusión o para reinstaurar un “Ni verdad, ni mentira, todo depende del cristal con que se mira”. Sea que sostengamos la vigencia de un real efectivo como fundamento de verdad de todo cuanto sucede en el mundo o que demos acogida a esta nueva condición que tiene tanto parecido con la muy humana creencia en los fantasmas, la cuestión de fondo que se debate frente a la experiencia siempre es la misma. Ya sea delante de una realidad real o delante de una realidad fantasmal, una realidad falsa, o virtual, o imaginaria, la cuestión es la misma: se trata de asegurar nuestra libertad de criterio y mantener reserva constante de la decisión sobre lo que nos está dado juzgar. Justamente aquí, cuando se supera la vieja alternativa que distingue entre lo verdadero y lo falso, es cuando somos más libres y, por fuerza, más responsables de nosotros mismos. ~ Ilustración: Letras Libres / Gabriel Gutiérrez
Pues bien, la técnica contemporánea ha concebido un nuevo tipo de imagen que no es ya representativa (ídolo, icono o representación), no es la imagen bidimensional de un objeto ausente aunque, naturalmente, sirva para representarlo, sino que se parece más bien a un objeto nuevo, un Gólem, que según vaya progresando la capacidad de cálculo de las máquinas que las producen, habrá de tener vida propia; es decir, que podrá diseñar desde ella misma el medio o contexto en el que habrá de sobrevivir . Será capaz de interactuar con él para adquirir la especie de automatismos que llamamos vida. Ya no se trata de imágenes sino de simulacros; mejor dicho, de fantasmas resultado de un artificio –como el trazado del contorno de una sombra sobre un plano, la perspectiva renacentista para producir la ilusión del espacio, el barrido de un haz de electrones sobre una pantalla luminiscente o la proyección de una cadena de fotogramas sobre una pantalla para producir una imagen-movimiento, como en el cine– que saca partido de todos los trucos que nuestra tradición ha inventado para generar imágenes. Lo que hace a estas imágenes diferentes es que son matriciales. Lo que vemos en ellas es el resultado de una operación, una matriz generada por un algoritmo dentro de una máquina que produce un objeto, el cual a partir de ese momento es real –o mejor dicho, virtual, sólo que “virtual” en este caso es una especie de neorrealidad. No puede decirse de ellas que sean falsas. No tenemos más remedio que aceptar que, por primera vez, las imágenes han dejado de ser ilusión para convertirse en verdaderas. En ellas no vemos lo que representan sino que vemos la imagen, como si de pronto delante de un espejo no viéramos lo que se refleja en él sino el espejo mismo, el límite que traspone Alicia en su ingreso al País de las Maravillas en el celebérrimo cuento de Lewis Carroll. Tercera subversión de la diferencia entre lo verdadero y lo falso. Las imágenes matriciales no son falsas –como no son falsos don Quijote o el coronel Aureliano Buendía, aunque sean personajes de ficción; o el unicornio, que sólo se ha visto en los bestiarios medievales y en los cuentos; o Alejandro Magno, de quien sólo se tiene un retrato en un fragmento de un mosaico de una villa romana de Pompeya, montado
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Luigi Amara
Los impasibles del tablero Elamenazanteminuteronofuesiempreunenemigoferozdelajedrecista: antessedejabaacriteriocaballerescoladuracióndelasjugadas,quepodían dilatarsedurantehoras.LuigiAmarareflexionasobreesosgeniosimpasibles que confundían el ajedrez con la vida misma. Entre más se delimita una mente, más toca por otro lado el infinito. Stefan Zweig antas veces se ha elevado el ajedrez a símbolo del universo que con frecuencia se olvida que para ciertos hombres el ajedrez es el universo. Abismados frente al tablero como si se sometieran a una disciplina de meditación esotérica y no a un “simple juego”, inmóviles y hieráticos sin que nada en su expresión delate la serie de cálculos y ramificaciones que se agita en sus cabezas con el ruido de una batalla ancestral, para quienes ya son víctimas del ajedrez –y no meramente unos aficionados o cautivos– no hay lugar para la alegoría, no existe aquella otra cosa con la cual se pueda elaborar el símil y de la cual sería apenas un remedo. No se trata únicamente de que a lo largo de la partida de ajedrez el jugador concentre toda su energía analítica y toda su creatividad al cometido si se quiere estéril de acorralar al rey contrario, ni de que durante las horas que dedica a su entrenamiento la realidad se nuble y pierda sus colores hasta reducirse a una contienda de fuerzas negras y blancas, entretejidas según la lógica del instinto asesino, que es una lógica más obsesionante y primitiva que la que impera en la búsqueda de belleza y aun de perfección; se trata de que el tablero, la imagen del tablero, acompaña al jugador en todo momento, día y noche, como una sombra maléfica incluso cuando se supone que debería descansar, cuando el sueño debería disolver el estremecimiento que experimentó tras una ligera vacilación en su estrategia y el enemigo podía capitalizar una fisura apenas vislumbrada; se trata de esa pregunta que todo gran ajedrecista se plantea sin descanso, ya no digamos al comienzo de cada torneo importante, sino cuando coloca las piezas para una nueva partida, no importa qué tan formal; esa pregunta en apariencia sencilla y se diría excesiva, pero de consecuencias imprevisibles cuando se 54 Letras Libres enero 2009
formula de manera espontánea, y que Vladimir Nabokov coloca en el centro de su novela La defensa: “¿Qué otra cosa existe en el mundo fuera del ajedrez?” Una de las razones por las que este juego milenario (este “triste desperdicio de cerebros”, como lo denominó Walter Scott) puede ser tan absorbente, tan tentador y a su manera tiránico, radica en que aun la partida más breve se sitúa en un punto limítrofe entre la armonía y el vértigo. Hay una plasticidad elemental, pero al mismo tiempo inagotable, en ese enfrentamiento de fuerzas simétricas que tanto se parece a la lucha siempre seductora de la mano izquierda contra la derecha; pero también hay algo más profundo y desconocido, algo insondable en el ensamblaje a veces secreto de las piezas sobre el tablero, que es capaz de erizarnos la piel y despertar el temblor frente a lo infinito. Pese a que tenga como escenario una retícula de apenas 64 escaques que puede plegarse y caber en el bolsillo, no hay nadie que se interne en los meandros del juego sin la conciencia de que su dominio, su dominio cabal, es imposible para el hombre. Basta estudiar la posición de una partida entre dos grandes maestros, con su entramado de ataques potenciales y equilibrios, con esa fragilidad soterrada de tensiones y contrajuegos, para advertir su apabullante inmensidad; y aun cuando en medio de la contienda, apremiados por la presión del tiempo, tengan que decidirse por una jugada, siempre queda la sospecha de que algo se les escapa incluso a ellos, de que inadvertido entre el follaje de variantes siempre habrá un movimiento mejor, más elegante y letal. El total de partidas diferentes que caben en el mantel a cuadros es un número tan monstruoso que bastaría para construir un universo paralelo en el que los constituyentes básicos, en vez de átomos, fueran juegos completos (los electrones serían los movimientos), de allí que no deba parecer descabellado que un hombre se pierda con facilidad y en ocasiones no sepa muy bien cómo volver de ese cosmos en miniatura –paradójicamente más vasto que el propio universo.
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El ajedrez goza del prestigio de ser un juego de inteligencia y habilidad que, sin embargo, en una época no demasiado lejana ni siquiera pretendía disfrazar su condición de vicio. La tensión que genera, sutil y persistente como la telaraña, alcanza tal voltaje y demanda tal constancia de las capacidades de la mente exigidas al máximo, que la sensación liberadora que sobreviene después de encajonar al enemigo en una red de mate sólo se compara con un nudo que por fin se deshiciera en algún punto de unión entre el cuerpo y la conciencia; algo parecido a una descarga de euforia, pero de euforia pacífica, que a la larga se torna adictiva. Los temperamentos que se sienten atraídos por el ajedrez se distinguen por la naturalidad con que se desplazan entre las entidades abstractas, así como por una concentración agudísima que dirigen a un reducido abanico de asuntos, hasta el punto de que a veces son poseídos por el demonio de la idea fija. Quizá debido a la formidable focalización de la que hacen gala, muchos genios del ajedrez han sido torpes e imprácticos en su vida diaria, han adquirido manías que uno no sabe si calificar de excéntricas o llanamente de supersticiosas, y se han visto aquejados por brotes esporádicos de paranoia o megalomanía, hasta que un día terminan por salirse literalmente de sus casillas. Entre los grandes jugadores que han padecido desórdenes mentales relacionados con su afición al ajedrez, o que cuando menos se han comportado fuera del tablero de manera a tal punto excéntrica de parecer un alfil con arranques de caballo, se cuentan Steinitz, Morphy, Pillsbury, Torre, Rubinstein y Fischer, por sólo mencionar a ajedrecistas de primera línea, dos de ellos campeones del mundo. Un carácter propenso a la introversión cae con facilidad en las arenas movedizas de este juego silencioso y autista que no precisa establecer una plática, que si acaso, como el go de los orientales, se aproxima a una “conversación de las manos”, a un “diálogo manual”, y una vez allí, una vez absorbido por sus arenas envolventes y áridas, por sus exigencias no exentas de recompensas y alegrías, nada es más natural que complete el círculo vicioso exacerbando su aislamiento y dándole la espalda al mundo. “Lo que es preciso recalcar es un hecho muy sencillo –escribe George Steiner en su libro sobre el campeonato mundial entre Fischer y Spassky–: un genio del ajedrez es un ser humano que concentra dones mentales vastísimos, poco y mal comprendidos hasta ahora, y que se desvive por lograr la culminación de una empresa en definitiva trivial. De un modo casi inevitable, esa concentración genera síntomas patológicos de estrés nervioso, de irrealidad.” n
En una página célebre el ensayista inglés Joseph Addison escribe que las ruinas de Babilonia no son un espectáculo tan conmovedor como la mente humana desbaratada por la locura. Pero quizás haya un espectáculo aún más conmovedor
que ese, y es el instante en que la mente de un ajedrecista, después de adentrarse en el laberinto de combinaciones que representa un nuevo movimiento sobre el tablero –un laberinto en cierta medida familiar pero a la vez aterradoramente desconocido, lleno de trampas y salientes súbitas y callejones sin salida–, logra sortear los desfiladeros de la locura y sostenido por algo tan delicado como un cabello se las arregla para desandar el camino de sus pensamientos hasta volver a la realidad. Cada tanto, lo mismo en los torneos de alto nivel que en las partidas entre aficionados, se da uno de esos trances de pasividad introspectiva en que la disposición de las piezas produce un inadvertido laberinto sobre el tablero, un laberinto capaz de eclipsar por completo el mundo –y al propio tablero que ha fungido de entrada– mientras el reloj avanza con el sonido maquinal de una condena. El espejismo de una jugada brillante, quizás un sacrificio que análisis más detallados presentan como ineficaz, puede detonar ese ensimismamiento que en algunos casos se prolonga de manera alarmante hasta traducirse en derrota. Después del fogonazo de la genialidad, el jugador se descubre de pronto extraviado en el espeso bosque de combinaciones, donde no sólo ya no encuentra las migas de pan que le servirían de guía para volver a la superficie del tablero y completar al fin su movimiento, sino donde también ha entrevisto las honduras impenetrables del ajedrez y ha comprendido su horror, se ha visto a sí mismo conducido a través del túnel de la monomanía hasta los umbrales del infinito, y aunque esté convencido de que la clave de la mejor continuación se encuentra allí, en algún lugar de esas profundidades cuya mirada es incapaz de abarcar, sabe también que jamás tendrá el valor de emprender su búsqueda sistemática. Durante la segunda partida del cuarto enfrentamiento por el título mundial entre Anatoli Karpov y Garri Kasparov, en 1987, la mente del joven campeón fue tragada por un remolino sólo en apariencia estático, por una vorágine de variantes y contraataques de un dinamismo perturbador. Apenas en el décimo movimiento, después de un gambito sorpresivo que Karpov había preparado hacía pocos años para su duelo con Kortchnoï, y que por una razón u otra no había utilizado de nueva cuenta, Kasparov, como si alguien hubiera oprimido un interruptor en su nuca, se desconecta del mundo. Su mente se abstrae de la sala de competiciones, se esfuerza por evaluar los alcances de esa novedad emponzoñada y, de improviso, arrastrada por una fuerza superior, comienza a vagar por los bordes del tablero como quien guarda el equilibrio en las inmediaciones de un precipicio. Cambia el apoyo de la cabeza de una mano a la otra, con frecuencia se lleva un dedo distraídamente a los labios, pero es claro que no está allí, que aun su repelente enemigo se ha desvanecido en la bruma, lo mismo que las piezas, que hace ya tiempo dejaron de mostrarle su perfil despiadado y perdieron toda sustancia. Una hora y veinte minutos más tarde el “Ogro de Bakú” vuelve en enero 2009 Letras Libres 55
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Luigi Amara sí y realiza su movimiento, pero hay una sombra de extrañeza en su rostro, cierta estupefacción en su actitud delata que el peón en su mano ha dejado de ser una pieza de ajedrez y se ha convertido en otra cosa, en algo ajeno y desusado e improcedente, en un obtuso pedazo de madera. El despilfarro de tiempo, que a la postre habría de costarle el encuentro y estuvo a un milímetro de comprometer la confirmación de su título mundial, es sólo el dato anecdótico, la contraparte estadística de ese descenso angustioso a los infiernos del tablero acerca del cual los ajedrecistas prefieren no hablar demasiado –a veces ni siquiera evocar–, como si esa reserva, ese empecinado alzarse de hombros, conjurara de algún modo el peligro de una recaída aún más catastrófica.
La inadvertida entrada al laberinto. Posición después de 9...e3 n
Es difícil aceptar que alguien que suspende la vista durante horas sobre un tablero intacto, mientras sostiene la cabeza con ambas manos a manera de pedestal, esté en verdad reflexionando sobre los caminos que lo conducirán a una posición ganadora. Cualquiera que conozca el espíritu del ajedrez sabe que la concentración que demanda no puede mantenerse incólume después de cierto tiempo, y que la tensión que se acumula debe encontrar a veces su válvula de escape en un movimiento profiláctico o no del todo intrépido, siempre y cuando no tenga visos de ser un error garrafal. Pero en ocasiones lo que obsesiona al ajedrecista no es tanto la bullente combinatoria de secuencias que diez o doce jugadas más adelante lo guiarán a una ventaja tan infinitesimal como incierta, sino la cercanía de una continuación obvia, la seguridad incoercible de que cual56 Letras Libres enero 2009
quier mirón que echara un vistazo al tablero desde fuera atinaría en un dos por tres con la variante que daría sentido y hondura a todo el plan hasta entonces desarrollado. Es esa cercanía, la sombra de esa posibilidad escurridiza y quizá flagrante, como la carta robada de Poe, la que tortura y hace vacilar al jugador, y que, posándose como un ave de mal agüero sobre su cráneo sudoroso, comienza a picotearlo en la sien, una y otra vez, se diría de manera sarcástica, cegándolo con la negrura de sus alas y dando un nuevo sentido, más aterrador y opresivo, a la idea de amenaza, que es el arma más sutil en el ajedrez, pero que dirigida contra uno mismo termina por convertirse en una prueba de cordura. Antes de Kasparov, muchos otros ajedrecistas han experimentado esa suerte de trance en el que la conciencia no sólo se evade de la realidad, sino que, enfrascada como se encuentra en los recovecos de una posición no necesariamente compleja, termina por alejarse de ella hasta que, precipitándose por la puerta de atrás hacia el infinito, ya no le significa nada. En el sexto movimiento de una Ruy López –quizá la apertura más estudiada y recurrente del ajedrez—, Víktor Kortchnoï se ausentó cierta vez sobre su silla por cerca de una hora y media, para regresar del abismo con la recompensa de una jugada consabida. Efim Bogoljubow, el malhadado aspirante al título mundial durante los años veinte del siglo pasado, demoró una hora y cincuenta y siete minutos mientras meditaba una posición de la que por cierto no salió muy airoso, y hay constancia de que en 1980 el Maestro Internacional Francisco Trois, de Brasil, ocupó la desconcertante cantidad de dos horas y veinte minutos para completar su séptimo movimiento frente a Luis Santos, siendo que al parecer sólo tenía que considerar dos movimientos posibles de su caballo. ¿Cómo entender esos lapsos prolongados de hipnosis, esa niebla súbita de extravío y turbación que aguarda al ajedrecista a la vuelta de un movimiento que nadie juzgaría especial? ¿Qué puede la mente humana, aun la mente aguda y privilegiada del ajedrecista, frente a algo que no tiene indicio alguno de lógica y que es impredecible y desasosegante y de consecuencias funestas? Si consideramos que en los torneos actuales cada jugador cuenta con dos horas y media para completar los primeros cuarenta movimientos, dejarse llevar por los vuelos de una especulación vagarosa se antoja descabellado, si no suicida, y se aviene muy mal con la imperturbable disciplina a la que debe someterse el jugador de nivel. ¿Cabe describir esa hipnosis como una forma magnificada de la indecisión, como ese punto limítrofe en que la duda se convierte en pasmo y por tanto en inacción? El inconstante Siegbert Tarrasch, que también era médico, bautizó como amaurosis scacchistica la ceguera repentina en el ajedrez, ese insidioso lapsus en que el jugador pierde la conciencia de una pieza o de una zona del tablero con desenlaces casi siempre lamentables. ¿Habría tal vez que abordar este bloqueo profundo desde el punto de vista de la
medicina y entonces bautizarlo como apoplejía scacchistica, es decir, como una variante de la parálisis que deja girando a la mente alrededor de sí misma? ¿No puede ser, simplemente, un revoloteo inoportuno del ala de la imbecilidad ensañándose con aquellas mentes que han pretendido ir más allá de lo que les permite su genio? ¿Y qué es exactamente lo que cruza por la cabeza de los grandes maestros durante tanto tiempo de meditación, qué los subyuga o hechiza con tal improcedencia y los mantiene a kilómetros de distancia del tablero, de ese mismo tablero que sin embargo escrutan de arriba abajo con aire de perplejidad como si se tratara de un jeroglífico? n
Mijaíl Tal, amo de las combinaciones fantásticas y de los sacrificios deslumbrantes, capaz de encontrar vetas inexploradas en las posiciones en apariencia más anodinas y estancadas, solía dejar que su mirada planeara como un ave de rapiña sobre el tablero en busca del salto de la liebre de lo extraordinario, lo cual sucedía con frecuencia, pero también lo llevaba a internarse en callejones sin salida con los que él mismo se obstaculizaba el análisis. No por nada conocido como el “Mago de Riga”, durante una de esas fugas intempestivas a los márgenes de la realidad, Tal se las ingenió para que su mente se deslizara del frío escenario de Kiev a un pantano del África, y de la tentación de un sacrificio intrépido se sacara de la chistera un hipopótamo, un aberrante y sin duda adiposo hipopótamo en aprietos. “Nunca olvidaré mi encuentro con el maestro Evgeni Vasiukov durante uno de los campeonatos de la urss –comenta Tal–. La posición en el tablero era muy compleja, y yo pensaba sacrificar un caballo. No era una variante muy clara, puesto que existían muchas posibilidades. Comencé a calcular y me horrorizó la idea de que el sacrificio fuera vano. Las ideas se amontonaban en mi cabeza: a una respuesta correcta del enemigo en determinada situación la traspasaba otra variante, y allí, naturalmente, ese movimiento era del todo inoportuno. Lo concreto es que en mi cabeza se formó un montón caótico de movimientos, a veces incluso sin ninguna relación entre sí, y el ‘árbol del análisis’, tan recomendado por los entrenadores, comenzó a crecer de manera monstruosa. No sé por qué, pero en ese momento recordé la célebre poesía infantil de Chukovski: ‘¡Oh, qué difícil es el trabajo/ de sacar a un hipopótamo del pantano!’ No podría explicar a causa de qué asociación este hipopótamo se metió en el tablero, pero la verdad es que, mientras los espectadores creían que estaba analizando la posición, yo pensaba en cómo demonios podría sacarse a un hipopótamo del pantano. Recuerdo que mi cabeza pronto se llenó de cabrestantes, palancas, helicópteros e incluso de una escalera de cuerda. Después de numerosos intentos no encontré ningún método aceptable de sacarlo del pantano, y pensé con amargura: ¡pues que se ahogue!” Aunque para dar cauce a sus devaneos sin sentido Tal se
valió en aquella ocasión de la figura nada discreta de un hipopótamo, es claro que se trataba de un mero pretexto; a quien debía sacar del atolladero era a sí mismo, y ya se sabe que para que la mente encuentre una salida al intrincado encierro que ella misma se ha fabricado no hay palanca ni escalera que valga. El paréntesis se extendió sólo cuarenta minutos, y hay que decir que tuvo un efecto benéfico: Tal volvió a la realidad con la cabeza despejada, y de un vistazo se decidió por hacer caso a la intuición y no al cálculo. “Hay tres tipos de sacrificios: los correctos, los incorrectos y los míos”, gustaba de señalar Tal, y aquel caviloso día de 1964, el sacrificio de caballo, no sin cierto dramatismo funambulesco de quien de pronto improvisa el número de apoyarse únicamente en un dedo, le redituaría una celebrada victoria. n
Si hoy estas excursiones a los abismos cenagosos del tablero se presentan como una fatalidad aquí y allá, cuando el reloj se ha convertido en el más fiero antagonista del ajedrez (un antagonista que obliga a que cada jugador se enfrente en primer lugar contra sí mismo, contra su propia dispersión e inconstancia), en las épocas en que todavía no se instituían límites para la reflexión había partidas que llegaban a extenderse hasta lo inimaginable, y, después de varias eras geológicas en que se diría que el mundo había contenido el aliento, no era raro que los contrincantes fueran confundidos con figuras de cera. Sin la presión del tiempo que introdujo la invención del reloj mecánico de ajedrez, los movimientos dependían del sentido del decoro de cada jugador, sentido que parece estar muy mal repartido entre los hombres. Se cuenta que en 1851 el historiador británico Henry Thomas Buckle redactó dos capítulos de su History of Civilization in England mientras su rival reflexionaba una sola jugada, y hubo partidas memorables, como la decisiva entre Anderssen y Staunton, que para apenas 29 movimientos requirieron cerca de nueve horas. También en ese mismo año de 1851, que debería ser recordado como el año de los movimientos más lentos y exasperantes de todos los tiempos, Elijah Williams, durante el Torneo de Londres, tenía la mala costumbre de abismarse sobre el tablero sin esforzarse en la mímica de la concentración, transformando el noble juego del ajedrez en una prueba de resistencia, que exigía del rival la fortaleza interior de un monje budista, si no para el dominio de las descargas de ansiedad y aburrimiento, para desarrollar el temple necesario a fin de permanecer sobre una silla la mayor parte del día y de la noche. Las partidas de Williams eran tan dilatadas que algunas veces rebasaban las veinte horas, y aunque ese lapso le habría bastado a un general de la Armada Británica para la conquista de una ciudad exótica, según los reportes de aquella época las escaramuzas que protagonizó fueron más bien lerdas y esporádicas, y las emociones que regaló al público sólo se comparaban con las que podía despertar el papel enero 2009 Letras Libres 57
ensayo
Luigi Amara tapiz del decorado. En The Even More Complete Chess Addict se sugiere que más que una peculiaridad de su carácter flemático la tardanza proverbial del “Perezoso de Bristol” comportaba una estratagema para sacar de balance a sus rivales, una burda maniobra que no tardaría en ser conocida como Sitzkrieg, o “guerra de la silla”, que él introdujo al reino del ajedrez. Tomarse las cosas con excesiva calma puede ser, en efecto, una artimaña tan eficaz como una celada, que destroza los nervios del contrincante y lo hace caer en la desesperación o en el error que, como se sabe, son los verdaderos enemigos contra los que debe lidiar todo ajedrecista. Howard Staunton, organizador del torneo y antiguo profesor de Williams, se sintió con el derecho a amonestar a su ex pupilo cuando le tocó el turno de medirse con él, recriminándolo por su estilo tardo a pesar de que él tampoco sobresalía en celeridad: “¡Elijah, no se supone que estés allí simplemente sentado, se supone que debes estar allí sentado y ponerte a pensar!”, le gritó. Pocos movimientos más tarde, y tras varias horas de presuntos análisis quién sabe qué tan profundos pero en cualquier caso irritantes, Staunton estalló. Los modales victorianos de ese gran caballero que defendía el espíritu deportivo del más civilizado de los juegos se hicieron de pronto añicos ante el ritmo acompasado de aquel individuo que parecía estar hecho de mármol y al que no importaba aplazar hasta lo indecible la hora del té. Aunque ese gesto habría de costarle uno de los primeros puestos, Staunton abandonó la partida con una declaración infamante: “¡Yo no admito la lentitud de la mediocridad!” Elijah, con una sonrisa diabólica que tardó varios segundos en formarse, saboreó como nunca la victoria. Pero llevar el Giuoco piano hasta las fronteras de la inmovilidad posee el inconveniente de que nada obliga al rival al apresuramiento, y en realidad se expone a que éste le pague con la misma moneda de la lentitud. En su duelo con el desconocido James Mucklow, el “Perezoso” se enfrentó con un espejo, apenas un poco menos pausado y abúlico, al punto de que entre los bostezos que reinaban en la sala se alcanzó a escuchar la hipótesis de que los contendientes se habían aficionado al opio. Staunton, cuya actitud hacia las partidas que rebasaban las diez horas pasó de la indulgencia a la mala voluntad y luego a la reacción alérgica (no por nada se convertiría en el principal promotor del reloj de arena como tercero en discordia sobre la mesa), describió los aportes de Williams y Mucklow a la historia del ajedrez en los siguientes términos: “No es necesario subrayar que sus partidas, de la primera a la última, son notables únicamente por su invariable y nunca antes conocida somnolencia”. n
Todos estos ejemplos de enajenación transitoria en los que el alelamiento colinda con la profundidad metafísica y aun con el desequilibrio mental, y que bajo la apariencia del rigor analítico encubren la vulnerabilidad del ajedrecista, sus excursiones involuntarias al reino del no ser y la cegue58 Letras Libres enero 2009
ra, son apenas un suspiro comparados con la parsimonia desquiciante de Louis Paulsen, un férreo ajedrecista alemán que durante la segunda mitad del siglo xix destacó por la pulcritud de su juego defensivo y por la gravedad con que afrontaba cada aspecto de la partida, y que sin importarle el agotamiento mental que derivaba de sus cálculos, invertía más tiempo que nadie en el descubrimiento y anulación de las maquinaciones del contrario. Paulsen fue quizás el primer ajedrecista de la historia en dudar del ataque brillante, en descreer de la genialidad entendida como fuego de artificio; su estilo se basaba en la premisa de que el ajedrez ha de ser una batalla sorda, y que para todo lance temerario siempre habrá una defensa que mostrará su inanidad. Era por supuesto un enemigo del juego efectista y romántico, un meticuloso aguafiestas del tablero, y si se mostraba reacio a participar en los grandes torneos internacionales era debido a que sus escrúpulos le exigían detenerse ante cada avance del rival hasta refutarlo, como si se tratara de un desafío teórico, lo cual muchas veces sucedía horas después de que ya su bandera hubiera caído y se le adjudicara la derrota. Paulsen nació en 1833 en Blumberg, Alemania, y fue contemporáneo y rival de Morphy y Steinitz. De haber nacido treinta años antes quizá habría sido un ajedrecista imbatible, dada la precisión y fortaleza de su juego, dada la solidez de sus innovaciones en las aperturas, pero tuvo la mala fortuna de figurar justo en una época en que la liberalidad concedida al análisis comenzaba a restringirse. El reloj se empleó por primera vez de manera oficial en 1867, en el torneo de París, y no transcurrieron ni siquiera veinte años para que se aprobara el reloj mecánico dual, inventado por Thomas Bright Wilson, que desde entonces se impuso en todo el mundo, con gran mortificación de los jugadores calmos y meditabundos. Aunque destacó en las exhibiciones de simultáneas a ciegas, Paulsen se interesaba menos en la victoria que en la verdad; era un ajedrecista de una sutileza sin precedentes, mas no del tipo competitivo. Antes de tocar una pieza se cercioraba de que su movimiento fuera tan riguroso que alcanzara el estatus de “científico”, y en cierta ocasión ese prurito lo llevó a rumiar durante once horas ininterrumpidas una sola jugada, que sin embargo no sabemos si fue, en compensación, a tal punto eficaz. Esas once horas son toda una proeza para la mente humana carcomida por una sola idea; también, del lado del oponente, representan un hito de tolerancia, espíritu deportivo y hasta de abnegación, pues de haber sabido que Paulsen se resistiría a meter las manos al tablero durante tanto tiempo, como si estuviera obligado a inferir cuál de todas las piezas era la única que no detonaba un explosivo, con toda seguridad se habría excusado y se habría ido a la cama hasta nuevo aviso. Si excluimos el ajedrez postal, se trata de la respuesta más dilatada de la que se tenga noticia en un juego que ponga cara a cara a dos contrincantes. Ni siquiera el go, cuan-
Ilustración: Letras Libres / Max Luchini
do estuvo regido por los despaciosos ritmos orientales y no por el cronómetro, produjo tal prodigio de reflexión y silencio, a pesar de que entonces una sola partida de campeonato solía asignar cuarenta horas a cada jugador, lo cual hacía que las contiendas se prolongaran durante semanas e incluyeran prácticas propias del zen y numerosos aplazamientos.
n
Con su reputación de jugador absorto y solemne, de auténtico quelonio del ajedrez, Paulsen no sólo provocó la ira y a veces el abandono de sus rivales, sino que dio lugar a toda clase de equívocos sobre las reglas de etiqueta que habían de guardarse frente al tablero, y no faltó quien se preguntara si el genio alemán dominaba el arte de quedarse dormido con los ojos abiertos. En una de las anécdotas más famosas del ajedrez –la anécdota favorita de Bobby Fischer–, Paulsen se sume en una de sus colosales meditaciones en una partida contra Paul Morphy, cuya maestría para el juego abierto era tan audaz como relampagueante, y que a partir de que le asestara uno de los sacrificios de dama más espectaculares de todos los tiempos bien podía ser considerado su Némesis. Al cabo de cinco horas, Morphy, un caballero habituado a compases de espera inhumanos, en los que evitaba a toda costa mesarse los cabellos de hastío o importunar a su contrario con un bostezo, se decide tímidamente a romper el silencio y exclama: “Perdone, ¿pero por qué no juega de una vez?” Y ante esa pregunta que resonó con un timbre acerado que pertenecía a otro mundo, a un mundo distante donde todavía existía el cambio y la variación, y que atravesó el cuarto de un extremo
a otro como lo haría una daga en un globo henchido de sopor, Paulsen volvió en sí con una sacudida y repuso: “¡Oh!, ¿en verdad es mi turno?” No está de más preguntarse si episodios como éste no desatarían la perturbación mental que aquejaría a Morphy con el paso de los años, un oscurecimiento de sus capacidades intelectuales mezclado con manía persecutoria y desasosiego, que lo llevaría a hablar solo mientras vagaba sin rumbo por las calles de Nueva Orleans, y a la larga desembocaría en que la sola mención del juego de ajedrez le produjera arranques de cólera. Y hay que notar que también Steinitz, quien declaró que nada le inspiraba tanto temor como enfrentar a Paulsen en un match, quizá porque lo intimidaba su estilo defensivo tanto como su ensimismamiento y lentitud, terminaría protagonizando excéntricas partidas celestiales con el probablemente menos impasible Jehová, a quien se permitía dar las blancas y peón de ventaja. Pero a diferencia del juego acompasado de Elijah Williams, que tenía como fin la provocación, crear un malestar persistente donde al cabo reinara la impaciencia, Paulsen no se preocupaba por el semblante o la psicología del contrario, ni por ningún detalle que fuera ajeno al tablero. Una vez que se zambullía en una partida, ésta ocupaba por entero el espectro de su voluminosa cabeza, y aun cuando del otro lado el rival comenzara a hacer aspavientos y se revolviera en su silla como un simio aprisionado en una jaula, sus sentimientos y modales, como por lo demás su misma existencia, le tenían perfectamente sin cuidado. En realidad Paulsen no buscaba medirse contra otros ajedrecistas; tampoco entendía el ajedrez como una prueba contra sí mismo. Jugaba, si es que esto tiene algún significado preciso, contra el ajedrez y desde el ajedrez, como un engranaje lento y mal aceitado de un mecanismo superior cuyo cometido es llevar hasta sus últimas consecuencias las posibilidades del juego. Si un contrincante lo derrotaba en una partida, sólo podía ufanarse de haber capitalizado alguno de sus errores, de haber sabido explotar las flaquezas y puntos débiles que él, Louis Paulsen, un hombre propenso a la melancolía, había descuidado, pero era materia de discusión si aquellos movimientos victoriosos eran del todo inobjetables. Y las once horas de reflexión incesante que alguna vez dedicó a un solo movimiento, aquella ausencia desorbitada que queda como una prueba de su disposición a prescindir de la mejor parte de la realidad, más que una labor penosa de escudriñamiento y tanteo, quizá pueda ser entendida como un método para perder la conciencia de sí mismo a través de la contemplación de un punto fijo del tablero; una vía tortuosa de penetración e indiferencia que a través de la esmerada negación del mundo, de conseguir quedarse tan inmóvil como las piezas, le abriría la puerta trasera del infinito, llevándolo a alcanzar, así fuera por el lapso brevísimo e insatisfactorio de once horas, lo que más había querido en la vida: fundirse y ser uno con el ajedrez. ~ enero 2009 Letras Libres 59
>Daniel Sada
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• Tecnología, progreso y el impacto humano sobre la tierra.
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NOVELA
El sexo y el decoro Daniel Sada
Casi nunca Barcelona, Anagrama, 2008, 384 pp.
Dueño de una prosa que lo vuelve el más inconfundible de los narradores de la lengua, Daniel Sada (Mexicali, 1953) pasó, durante la última década, por una serie de pruebas de las que ha salido fortalecido, como el artista verdadero que es, tal como se corrobora con Casi nunca, su último libro. Tras escribir Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1998), una novela emparentada con las grandes creaciones idiomáticas de José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante o João Guimarães Rosa, Sada publicó un par de novelas autoparódicas, desenfocadas (Luces artificiales, Ritmo Delta), volvió a la novela corta (La duración de los empeños simples, 2006) y publicó, lo cual no es irrelevante para leerlo, un par de libros de poesía (El 60 Letras Libres enero 2009
amor es cobrizo y Aquí) que nos recuerdan que sus creaciones verbales se nutren del verso, de la poesía en verso. Casi nunca es un estudio de la vida de provincia y una novela erótica. Es la más clásica de sus novelas, si ello puede decirse, pues no hay nada más parecido a una novela de Sada que otra novela de Sada. Ese sello inconfundible es algo más que estilo, como se ha dicho. En Casi nunca, además, se propuso aligerar el caudal de su prosa y controlar su ritmo, privándose con una disposición más ascética del embeleso de poeta con que escucha sus letanías. El gran tema de Sada es la provincia y las suyas (no sólo Porque parece mentira la verdad nunca se sabe sino Albedrío, 1988, y en menor medida Una de dos, 1994) son las novelas que sobre ese vasto mundo pueden ofrecerse al lector tras las de Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Juan José Arreola y Jorge Ibargüengoitia. Sada, desde luego, escribe sobre la provincia como sólo se puede hacerlo a caballo entre dos siglos, ofreciendo ese barroco en el desierto del que hablaba Roberto Bolaño al elogiarlo. Es curioso lo ocurrido en el último cuarto de siglo: los entonces llamados “narradores del desierto”, predeciblemente vistos
como bárbaros, se volvieron los clásicos, y la suya, la regla más carismática, la que a más vocaciones recluta. Cierta justicia sociológica se ha impuesto en la imaginación literaria de México y tras Sada, Jesús Gardea, Eduardo Antonio Parra y ese extraño visitante que fue Bolaño, ha sido el norte desértico, violentísimo y a su manera hipermoderno, el escenario de las narraciones más memorables, antes que el sur indígena y sus mitologías o la ciudad de México, asunto inabarcable. He hecho, estos días, el ejercicio de leer Casi nunca comparándola con las novelas de Yáñez, Rulfo, Arreola, Ibargüengoitia. Como Yáñez, Sada es un prosista versicular y algo hay en Casi nunca del Cantar de los Cantares. Es muy sugerente leer un párrafo de Al filo del agua (1947) junto con otro de Casi nunca: un tiempo verbal sigue a otro como un planeta que cumple su rotación. Los asuntos de Yáñez ocurren en el presente y lo de Sada, por lo general, acaba de ocurrir, pero ambos son profetas del pasado y autores de otra Rusticatio mexicana. Uno y otro intercalan lo vernáculo con lo poético: ambas han enriquecido el acervo léxico y el orden de las oraciones, sometiendo la respiración de nuestra lengua literaria a una exigente prueba de resistencia. Las razones, buenas y malas, que se aducen, perezosamente, para no leer a Sada no son muy distintas de las que han condenado a Yáñez: son escritores exasperantes, maniáticos,
“artificiales” en el sentido en que sólo puede serlo el alma barroca. Sada es, por otro lado, un lector de Rulfo a la altura de las exigencias que El llano en llamas y Pedro Páramo impusieron. Si Rulfo hizo una criba mágica de un lenguaje rural, ranchero, castizo (y no indígena, como siguen diciendo algunos despistados), Sada comprendió, desde el principio, que siendo absoluta la capacidad sintética de Rulfo, por ese camino ya no podía irse más lejos y tomó una decisión que, alejándolo de los lectores menos exigentes, le franquearía el reino de la excepción: donde había unidades estrictas, susurros, reabrió la cauda del lenguaje. Desde luego que Sada no es sombrío ni honda, radicalmente trágico como Rulfo y carece de la ligereza, de la nonchalance, de Arreola. Si se lee Casi nunca junto a La feria (1963), la “novela” arreoliana que solemos evitar, uno comprueba que lo que en Arreola es carnavalesco, es decir, una interrupción vacacional y finita del orden del mundo, en Sada es una eternidad en el infierno. Sada es pesado como pocos prosistas. Y eso se prueba con sus poemas: nunca se mueven, son como espantapájaros. Pero supera a Ibargüengoitia, no por el humorismo sino por la piedad, el conocimiento, la ternura con la que se refiere a la provincia y a los provincianos, a su estrechez de miras, al infierno grande en pueblo chico y a la asfixia de la inmensidad desértica: enclaustrado en la vastedad, Demetrio Sordo, el héroe de Casi nunca, huye de los remotos ranchos que administra y reconquista el universo ilimitado de la alcoba sexual. Ibargüengoitia traza, es un caricaturista, y Sada, cuando le atina en el humor y no se limita a ser chistoso, nos devuelve a la inocencia medieval del cine mudo. Es cosa de ver, en Casi nunca, los enredos provocados por el ocultamiento, robo o despilfarro del dinero. El mundo católico de las apariencias que es materia cómica en Casi nunca habría sido, para un Ramón López Velarde, una cura de mercurio antirromántica y antimelancólica. Sada no cree que la provincia sea un estado anterior a la urbanidad, y eso que Casi
nunca ofrece la textura, documentada y discreta, de una novela con fondo histórico que transcurre en Coahuila en los años de industrialización posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en los cuales Demetrio Sordo busca su pequeño, ordinario destino. Pero, siendo histórica, Casi nunca no es una obra anacrónica, porque a su autor le interesa desentrañar “la esencia del hombre”, según decía un elogio de Sada firmado por Álvaro Mutis que no había yo comprendido, juzgándolo rimbombante y que ahora entiendo, al abordar su novela erótica. La decisión del agrónomo Demetrio Sordo de ir al burdel y su relación con Mireya, la prostituta, ocupa la primera mitad de Casi nunca y es un himno genital, petroniano, como los hay pocos en la narrativa mexicana, bastante más pudibunda de lo que creemos. No abundan entre nosotros las novelas eróticas y las que escribió la generación anterior (como las de Juan García Ponce) están situadas bajo el imperio de la transgresión, obediencia que a Sada le es ajena. Sada no es sadeano: las mil y una vueltas al coito que se verifican en Casi nunca pertenecen al dominio de la libertad aliviada, gozosa, de los otros libertinos, aquellos que encontraron en la naturalidad del sexo, sin dejarse ensombrecerse por la rueda de las torturas o por el amedrentamiento romántico, la única actividad que justificaba nuestra corta temporada en el mundo. Demetrio Sordo abandona a Mireya en el autobús, tras colocarle un manojo de billetes en el busto, dormida como está, y luego Sada resiste como los grandes la tentación de hacer reaparecer a Mireya en la vida de Demetrio. Hasta ese punto, la historia es tradicional. Siendo una cosa el burdel y otra el matrimonio, el héroe decide sentar cabeza y someterse al lento asedio que Renata, su novia de pueblo, debe culminar, sometido a los escrúpulos que su futura suegra organiza para atrapar al galán. Casi nunca es, a la vez, un estudio del sexo y del decoro, que van juntos, aunque se nos olvide. Tanto desean y tanto aman la puta Mireya como la recatada
Renata y el final feliz de la novela está en el triunfo de la naturaleza, digámoslo así, sobre la sociedad: “el sexo-motor, el sexo-angustia” gobernará la alcoba del nuevo matrimonio tanto como iluminó la habitación del burdel. Es Renata quien anuncia y propone la sacralidad del sexo, convirtiendo una novela de provincias en una novela libertina: es la otra cara de la urbanidad, la verdadera ciudadanía, el reino del cielo que puede ocultarse tras la puerta del vecino. Busco en la Historia ilustrada de la moral sexual, de Fuchs, alguna idea que me sirva para resumir el desenlace de Casi nunca y la encuentro en una cita de Abraham de Santa Clara, un predicador barroco austriaco que se anticipaba a la frigidez atribuida al mundo burgués: “Si antes, al mirar el lecho nupcial después de la noche de bodas, parecía como si un par de osos se hubiesen estado peleando, apenas se reconocen hoy las huellas de un pollo sacrificado”. ~ – Christopher Domínguez Michael ensayo
Futuro contra progreso John Gray
Tecnología, progreso y el impacto humano sobre la tierra Katz/CCCB, Barcelona, 2008, 81 pp.
Fuera de los circuitos académicos –y aun en ellos, por desgracia– parece ser una costumbre la permanente confusión acerca de la naturaleza del liberalismo, ese cuerpo de principios e instituciones que sostiene nuestras sociedades mientras es invariablemente execrado por muchos de sus miembros, so pretexto de su identificación con el conservadurismo o de su simplista reducción a la categoría de enemigo íntimo del aparato estatal. Ad astra per asperum? Pudiera ser. En todo caso, es por ello enero 2009 Letras Libres 61
libros reconfortante encontrarse con pensadores de la talla de John Gray, capaces de recoger lo mejor de la tradición liberal y discutirla fructíferamente a la luz de problemas sobrevenidos, como el impacto medioambiental de la actividad humana que constituye –aparentemente– el tema central de esta breve conferencia. ¿Aparentemente? Pues sí, ya que, como viene a confirmar la incisiva entrevista a cargo de Daniel Gamper que completa el volumen, el verdadero tema, desde el que se ilumina aquél, es otro, a saber: la dimensión trágica de la existencia humana y sus consecuencias para el orden social. Nada extraño en alguien que se declara liberal escéptico y se define como escritor antes que como intelectual. Este escepticismo, rasgo intrínseco al liberalismo clásico, es el fundamento de la mayor parte de las posiciones de nuestro autor. Recordemos que para los primeros liberales, en lucha teórica contra la tiranía moderna, nadie puede reclamar acceso a ninguna verdad última que pueda constituir, a su vez, la justificación del poder político: éste sólo obtiene su legitimación de la protección de los derechos y las libertades individuales, debiendo en consecuencia ser neutral respecto de las creencias y formas de vida de los ciudadanos. ¡Siempre que éstas no incluyan el socavamiento del propio orden social! Este escepticismo conduce al pragmatismo: la imposibilidad de alcanzar eso que Kolakowski ha llamado la utopía epistemológica implica la condigna imposibilidad de alcanzar cualquier utopía social. Habría que añadir aquí que el sueño libertario de quienes desearían vivir –à là Nozick– sin Estado es también una utopía, por más que provenga del interior del liberalismo. Y es también conveniente advertir que el escepticismo no debe ser confundido con el relativismo, filosofía tan peligrosa como infantil, al decir de Gray: que no haya una verdad última no significa que no existan verdades primeras y órdenes sociales más justos que los demás, al ser capaces de encarnarlas. Tanto el debate como las soluciones políticas deberían adoptar este punto de partida, cuya amplitud, no obstante, admite no pocas variaciones. 62 Letras Libres enero 2009
Parece decirnos Gray que el utopismo más insidioso es la creencia en el progreso, porque nos oculta la esencial ambivalencia de una naturaleza humana que ha hecho y seguirá haciendo de la Historia un depósito de horrores nunca extintos: la tortura es su ejemplo favorito. El mito del progreso sostiene el mito de la utopía. Y dados los descorazonadores resultados que ha producido ésta, quizá debamos renunciar de una vez a aquél para mejor solucionar los problemas de la sociedad –consigo misma y con su medio ambiente. Gray define la creencia en el progreso como una forma de psicoterapia, si bien sus ideas al respecto no son nada originales: progresamos en la ciencia y la tecnología, pero no en la ética y la política; esto, a su vez, convierte en ambivalente el conocimiento técnico así acumulado. Sin embargo, la postura de Gray parece ser ciega a la existencia de avances institucionales que, si no impiden, al menos dificultan el regreso de viejos males. A su juicio, nuestra época combina una aceleración del conocimiento con “una rápida regresión en la ética y en la política”. ¿No habría sido más justo predicar esto de, pongamos, 1914 o 1941? Daniel Gamper, de hecho, le recuerda que el regreso de la tortura va acompañado de un clamor mundial en su contra. Se diría que la influencia de Isaiah Berlin es llevada aquí demasiado lejos: un fuste demasiado torcido. Es verdad, empero, que no siempre resulta fácil comprender el curioso mecanismo de la oficiosa filosofía de la historia del liberalismo: escéptica respecto de las verdades generales, pesimista respecto del hombre particular, optimista respecto del avance de la humanidad. Y la mezcla de barbarie e ilustración que puede observarse en la historia universal parece encajar con ese dibujo, por más que las almas bellas puedan protestar: ya dijeron Montaigne y Pascal, con una metáfora bien pegada a la tierra, que el hombre es a la vez ángel y demonio. Este doble rechazo del progreso y del utopismo, arraigado en una visión trágica del hombre, se proyecta en el pragmatismo con que nuestro autor aborda los dos asuntos sobre los que gira este breve
volumen: el impacto humano sobre el medio ambiente y el problema del pluralismo. En cuanto a lo primero, la alarma de Gray por el crecimiento de la explotación humana del medio –no del todo justificada y algo deudora de una moda intelectual bien poco serena– tiene la virtud de desembocar en propuestas que ponen la realidad humana por delante de la ensoñación arcádica. A su juicio, ni el mercado, ni el abandono de la tecnología, ni la sola acción estatal van a llevarnos a la sociedad sostenible: liberalismo, marxismo y ecologismo plantean soluciones, en el fondo, utópicas. ¡Y por tanto, no son soluciones! No podremos, advierte, prescindir de la tecnología: “No creo que sea posible sostener a toda una población de 9.000 millones de seres humanos a base de molinos de viento y agricultura orgánica”. Así pues, tendremos que adaptarnos al cambio climático y demás consecuencias de nuestra actividad sobre la tierra mediante la tecnología, riesgos incluidos. Desde luego, así es, pero este planteamiento resulta demasiado superficial, porque no responde a la pregunta acerca del sistema social mejor preparado para debatir acerca del modelo de sostenibilidad más deseable –porque no hay uno solo– y para liberar tanto los talentos como las iniciativas necesarias para realizar esa sostenibilidad sin renunciar a los mejores valores del liberalismo. Y quizá ésta sea la cuestión, a la vista de la frecuencia con que la denuncia de la crisis ecológica se convierte en una enmienda a la totalidad de la cultura occidental. Aunque no muy desarrollada aquí, más profunda es la defensa que John Gray hace de su concepción de la tolerancia y de un orden social capaz de manejar el problema del pluralismo. Su modelo se basa en el modus vivendi, o lo que es igual, un orden basado en acuerdos provisionales que permiten que cada cual decida su modo de vida sin interferencia ajena y sin la obligación de adaptarse a un conjunto de principios por todos compartidos –excepto, claro, aquellos que permiten la existencia misma del modus vivendi. La clave estriba en que la tolerancia tiene como fin la paz y
no la verdad. Y ello, porque nunca nos pondremos de acuerdo en torno a una sola verdad: “Cualquier proyecto basado en la expectativa de alcanzar la armonía o el consenso es utópico. No podemos alcanzar un consenso en las creencias, sino en las instituciones y en las prácticas.” Sobre todo, sostiene el autor inglés, cuando hemos de aceptar que las religiones no son fenómenos privados, sino que poseen una innegable dimensión pública en el seno de sociedades plurales. Escepticismo, tragedia, pragmatismo: otra vez. No obstante, cabe preguntarse si es posible alcanzar un consenso en las prácticas sin un consenso en las creencias –¿o no son las primeras un reflejo de las segundas? Asimismo, no está tan claro que la evolución del cuerpo social no vaya a producir nuevos consensos en torno a nuevos valores: nunca estaremos de acuerdo en todo, pero podemos llegar a estar de acuerdo en muchas cosas. Naturalmente, quien quiera conocer el pensamiento de John Gray en toda su profundidad, debe de acudir a sus libros; quien, en cambio, desee sólo empezar a conocerlo, bien puede hacerlo a través de este texto ágil y provocador que reivindica –explícitamente– la importancia de las ideas para la política. Y las suyas merecen nuestra atención. ~ – Manuel Arias Maldonado novela
La pena del cómico Guillermo Cabrera Infante
La ninfa inconstante Barcelona, Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, 2008, 238 pp.
Estela Morris es la persona más inteligente que el protagonista en primera persona de La ninfa inconstante ha conocido hasta el momento de su
encuentro con ella. Pero este avispado, resabiado, gozoso y a la postre doliente narrador que atiende a menudo por el nombre de Gecito también conoce la fragilidad de los absolutos: “La inteligencia […] no sólo se manifiesta en palabras y yo todo lo que tengo son palabras, útiles, a veces inútiles. Utensilios”. Esa declaración llega cuando a la excelente novela póstuma de Guillermo Cabrera le faltan poco más de veinte páginas para el fin, y es quizá la más entristecida demarcación de límites literarios que le hemos leído a su autor, quien en La ninfa inconstante se mueve de nuevo –según es norma de los escritores no “exploradores” sino “territoriales”, como Faulkner, Onetti, Benet, Bernhard o él mismo– por el mapa de un lugar conocido, acotando aquí de modo muy cerrado e intenso su lente. El resultado es, frente a esa otra gran novela erótica en panorama que fue La Habana para un infante difunto, una enrarecida y amarga –aunque frecuentemente divertida– historia de amor de cámara (“camera obscura”, diríamos, en un guiño al autor), como si al escribirla, en un tiempo de enfermedad y tal vez premonición de la muerte, Cabrera Infante hubiera convocado a la más imposible de sus ninfas para personalizar en ella la despedida de la carne. Posiblemente por eso, Estela adquiere el rango de personaje capital de la novelística del escritor de Gibara, constituyéndose además en el contrapunto perfecto para poner de relieve la siempre latente dualidad en la “persona” literaria de su autor: la tensión entre lo intelectual y lo vital, entre los arrastres del deseo y los dictados de la mente, una tensión que le llevó a crear a lo largo de más de cuarenta años algunas de las más influyentes fabricaciones conceptuales de la prosa en castellano del siglo xx, sostenidas y a la vez desafiadas por el asomo de una línea de sombra: la de tener conciencia de estar usando su poderosa inteligencia en el “gesto” de las palabras, por ingeniosas que fuesen. Lo eran, desde luego, pero hoy sabemos, desaparecido ya el formidable gesticulador, que serán también duraderas. Tratando de paliar o camuflar tal tensión en sus libros, el vitalista Ca-
brera le propuso tiempo atrás –no sabemos exactamente la fecha– un pacto al sentencioso Infante. El primero se escudaría (los wits suelen ser grandes tímidos) en las ocurrencias verbales para protegerse de las usuras del mundo sentimental, dejándole al segundo, su alter ego desaforadamente lascivo, las tareas, tan divertidas en todas las novelas de Cabrera (y en ésta particularmente), del deseo, el cortejo, la seducción y las ganas de materializarse lúbricamente como Infante. Y para corroborar ese entendimiento entre las dos mitades que cohabitan en G. Caín, el Gecito de La ninfa inconstante añade lo siguiente a la declaración con la que empezábamos nuestra reseña: “Las palabras son reales, pero lo que hago con ellas es, en último término, irreal”. La ninfa inconstante es la novela más real de las irreales ficciones de Cabrera Infante, y funciona de ese modo –y no por el hecho de ser póstuma– como el elemento faltante en el itinerario del autor anglo-cubano. Los lectores fieles encontrarán en las casi trescientas páginas de este libro paisajes y accidentes de un terreno antes visitado; estamos por supuesto en la Cuba de los últimos tiempos del dictador Batista, en una Habana nocturna y musical por la que se mueven, como actores de una tragicomedia que ya hemos visto en escena, un grupo de personajes intercambiando un diálogo que nos resultará asimismo familiar. Lo distintivo es lo crucial del libro; por un lado, el aura casi memorialística, con los sostenidos paralelos entre la vida real del entonces periodista de Carteles G. Caín y el Gecito que narra a comienzos del siglo xxi, y por otro, de nuevo apareciendo estelarmente, la Estela Morris del cuento, esa adorable bacteria que infecta desde el primer momento al narrador, contaminando todos sus afanes y vivencias. Detrás del constante derroche de brillantes torsiones textuales (citemos sólo dos: las delicias y aprendizajes del primer beso, que educa y caduca, o el apunte de que Estela “por parecer una niña, se salía con la saya en todas partes”), detrás, insisto, de esa infalible felicidad en el enero 2009 Letras Libres 63
libros decir, está el sabio hacer del libro: una conmovedora historia de amour fou entre un entregado pero algo cínico hombre curioso y “el primer ejemplar de mujer moderna” conocido. Hacer el recuento del retruécano en cualquier obra de Cabrera Infante, por agradecido que sea, y casi siempre lo es, corre el riesgo de despojar sus puns de la punta que cada uno de ellos adquiere en el tejido de la novela. Así sucede en La ninfa inconstante. Nos reímos con el “zumo hacedor” que revigoriza al narrador por la mañana, con la tunda que el hermano recibirá en la tundra soviética, con la variante del célebre legalismo latino, aquí convertido en Fornicatio non petita, accusatio manifesta, y con esa encargada llamada “María Axiladora”, que bajo un brazo tenía un valle sin y bajo el otro un inclán igualmente peludo. El emisor de esas invenciones no las puede remediar (estamos en el territorio del remilgado pero desaforado Cabrera), y así lo dice, en un paréntesis, tras describir la aparición de la muchachita con el rostro muy pintado: “Ella quería batalla, pero a mí me pareció una mascaramuza”. Remedando a Melville a la inversa, la facundia frente a la astringencia, el escribidor Gecito es la antípoda del escribiente Bartleby. “Es que no puedo, no puedo evitarlo”, exclama entre paréntesis en la página 99 de La ninfa inconstante. Un recuento de esas invenciones podría acabar no siendo otra cosa que un intento de catalogar las greguerías de un elocuente pero simple chisporroteador. Ahora bien, como ya era palpable desde Tres tristes tigres, Cabrera Infante es un sólido edificador de tramas, en las que el cuento –el supremo valor del cuento– y el florilegio de un lenguaje desatado, en plena libertad bajo palabra, sirven a un transcurso novelesco. En aquella primera obra maestra, los rellanos o memorables intercalados del edificio (la “Historia de un bastón”, las variadas muertes de Trotsky), eran deliberados y programáticos: el tiempo de las deconstrucciones avant la lettre, y mucho antes de que Derrida las diseminara. Sterne o Joyce, Flann O’Brien o Lewis Carroll son, desde luego, los 64 Letras Libres enero 2009
precursores de ese discurso tan proclive a las ecuaciones de una matemática demente. Pero no hay que olvidar el otro lado más cuerdo, aunque no exento de fantasmagoría, del novelista Cabrera: el que aprovecha de las lecturas de Twain, de Isak Dinesen, de Virgilio Piñera. Y así el sostenimiento de una línea narrativa por la gracia del cuento, que ya destacaba entre los distintos composites de Tres tristes tigres y la galería de retratos femeninos de La Habana para un infante difunto, aquí, al estar más concentrado el relato en la historia de amor de Estela y Gecito, adquiere una resonancia mayor, en episodios tan fulgurantes como el de la cupletista española asediada a sabiendas por la mano del tramoyista o el concerniente al personaje del amigo Robertico Branly y su familia de farmacéuticos locos, que ocupan más de una decena de páginas de alto humorismo en la segunda mitad del libro. Destaco por encima de los demás, por su sutileza de construcción, el capítulo desarrollado en la posada (o maison close) donde tiene lugar la primera noche de consumación amorosa de la adolescente Estela y el casado infeliz. Siguiendo una muy bien elaborada composición en paralelo (desarrollada entre las páginas 115-122), Cabrera Infante va glosando los escarceos, renuncios y logros de la pareja habanera, en correlato a la primera noche nupcial, aquella, ay, no consumada, del eminente victoriano John Ruskin y su esposa Effie. El virgen John no pudo con la imagen del inesperado vello púbico de su mujer desvestida, acostumbrado el gran crítico de arte, en los cuadros de desnudo del Renacimiento, a ninfas angelicales o diosas de impúberes pubis. Gecito sí puede, y así como Ruskin se refugió tras el fiasco en una beatitud morbosa pero castamente infantil, el cubano le agradece al cielo el éxito del coito: “Kyrie lección kyrie erección”. La jaculatoria desconcierta a la recién desvirgada Estela, que una vez más no le entiende y se impacienta por sus juegos de palabras, a lo que él le contesta: “Rezo a mi padre y antiguo artífice, ahora y en la hora de mi eyaculación”.
Novela de miradas ávidas, de goces furtivos y de nostalgias de la dispersión amorosa, el narrador, por mucho que lo intenta, no consigue fijar establemente a su deseado objeto. “La consumí con mis ojos. Consumí, consomé”, apostilla en la página 273. Los lectores ya sabemos, sin embargo, a tal altura de la novela que en el corto tiempo de su relación con Estela Gecito no ha extraído “la sustancia de una carne comestible”. Y es que, más que inconstante, la ninfa, por sugestiva que resultase, debía de ser inconsistente. Sólo la rememoración de quien la quiso le da figura, y sólo por la generosa palabrería del escritor adquiere ella voz y pathos, aunque Estela, con la fugacidad de una exquisita esencia gaseosa, insiste en disiparse una y otra vez. “Nunca se entiende nada de lo que dices, y si se entiende no se sabe si hablas en serio o en broma”, le recrimina ella a su amante en uno de los encuentros. La respuesta de él retrata en toda su hondura a ese supremo ironista que fue Cabrera Infante: “Ésa es la ventaja de ser un autor cómico”. ~ – Vicente Molina Foix Novela
El buen gusto Iván Thays
Un lugar llamado Oreja de Perro Barcelona, Anagrama, 2008, 212 pp.
1 Está, primero, la fotografía. 39 escritores (o menos) de 39 años o menos en Bogotá, Colombia. Alguno sonríe y posa, otros sonríen y posan, todos sonríen y posan. En el extremo izquierdo, el escritor peruano Iván Thays (abrigo negro, bufanda gris) sonríe y posa. ¿Qué celebran? Imposible saberlo. Uno sólo quisiera creer que no se festejan a sí
mismos ni el hecho de estar allí, juntos y felices, satisfechos de haber sido nombrados, oh, losmejores39escritoreslatinoamericanosetcétera. Está, después, internet. Quienes acostumbran vagar por sitios literarios probablemente conocen a Thays: su blog, Moleskine literario, es bastante popular y se actualiza casi a diario. Se sabe que es una bitácora utilísima: noticias literarias, novedades editoriales, polémicas y chismes gremiales. Se sabe, también, que es complaciente (el amiguismo), vanidosa (las fotos del mismo Thays) y poco intelectual (escasean las ideas; se celebra lo mismo, y con la misma abulia, una escritura que la contraria). 2 “La imagen de sí mismo que un escritor deja en los otros –escribía Borges– es parte de su obra.” Pero ¿qué pasa cuando uno conoce la imagen de un escritor y no su obra? Ese es, supongo, el caso de muchos de nosotros ante Thays (Lima, 1968): conocemos algunas, tal vez demasiadas, imágenes de su vida pero pocos han leído sus libros. Hasta ahora. Anagrama acaba de publicar su novela más reciente, Un lugar llamado Oreja de Perro, y ya es posible leer al hombre de aquellas fotos. Primera sorpresa: es menos complaciente aquí que en su bitácora electrónica. Segunda: en vez de entregar una ficción sonriente, este es un relato de asunto violento. Tercera: a pesar de su alergia a la teoría, ésta no es una novela tradicional ni cándida; es, digamos, contemporánea. Hay que escribirlo de una vez: Un lugar llamado Oreja de Perro es una buena novela. La trama es clara y, si se quiere, atractiva: un periodista peruano –que perdió hace poco a su hijo y está por perder a su esposa– viaja a Oreja de Perro, una miserable ciudad andina destruida por el terrorismo, para cubrir la visita del presidente Alejandro Toledo; allí se involucra con una “chola”, padece la violencia del Perú profundo, escribe las líneas que leemos. Hay un juego, más o menos obvio, con el tema de la memoria (un hombre amnésico, otro
incapaz de olvidar y un país decidido a recordar los crímenes pasados), así como un descenso, no demasiado intenso, a los bajos fondos. Hay, sobre todo, oficio, una factura casi intachable: nada desentona, todo fluye y los cabos son atados. Si el desarrollo dramático depara pocas sorpresas, algunos fragmentos son de veras notables. Esto no es poca cosa. La novela es tan ágil y legible, se asimila tan fácilmente, que podría decirse que es ejemplo de cierto buen gusto contemporáneo. Lejos están, por fortuna, las convenciones decimonónicas, el fervor por la trama, el didactismo de temperamentos más pesados. Lejos, también, el modernism del Boom y los juegos, pastiches y riesgos de la minoría posmoderna. Lo que prevalece es una narrativa algo cinematográfica y más o menos usual en las buenas novelas contemporáneas. Se sabe: el fragmento, el laconismo, el ritmo veloz, el tono desencantado, la clemente ausencia de paja. En algunos momentos, incluso, la escritura detiene un segundo su marcha para reflexionar levemente sobre sí misma (“qué aburridas son las palabras”), como si se quisiera mostrar que el narrador está al tanto de la crisis de la narrativa. Esto tampoco es poca cosa. Es necesario escribirlo: Un lugar llamado Oreja de Perro es una buena novela porque se parece, más de lo habitual, a algunas grandes novelas. Uno piensa casi de inmediato en Mario Vargas Llosa. Parecería, en principio, que la anécdota de un periodista abatido por la violencia peruana está demasiado cerca de, por ejemplo, Conversación en la Catedral, pero el ánimo narrativo es muy distinto: allí donde Vargas Llosa crea murales, Thays se limita a dar algunas pinceladas, con frecuencia contundentes. Uno piensa, luego, en J.M. Coetzee y justo eso: la novela debe mucho, demasiado, a la obra del sudafricano. Puede decirse, casi sin exagerar, que Un lugar llamado Oreja de Perro es una cruza de, digamos, La edad de hierro y Desgracia. Son obvias las coincidencias temáticas: un humanista inmerso
en un ambiente hostil; su relación con una mujer que le repele físicamente; la presencia de algunos nihilistas; una escena de violencia extrema; incluso un perro famélico. Son obvias, también, las coincidencias formales: la narración en primera persona, el tiempo presente, los párrafos breves, las frases lacónicas, las preguntas retóricas. ¿Hay que decir que Un lugar llamado Oreja de Perro es capaz de mucho pero incapaz de reproducir el aura de aquellas novelas? Antes de escribir sus primeras obras Coetzee examinó, en una primitiva computadora, la escritura de Beckett: ¿qué palabras, cuántas, cómo? Antes de escribir sus novelas más populares practicó diversos estilos y se gastó en algunas ficciones beckettianas. Es decir: su estilo actual, menos oscuro y más grácil que el primero, es resultado de un visible proceso de decantación. ¿Puede decirse lo mismo de la escritura de Thays? A veces parece más bien lo contrario: que el peruano se topó con un estilo ya hecho y decidió emplearlo, con apenas cambios, en su escenario nacional. No hablo de plagio; digo que Thays, sensible y atento a la actualidad literaria, aprovecha cierta escritura contemporánea en vez de explorarla. Un ejemplo: son pocos los riesgos formales y nada es radical en esta novela –el laconismo no es extremo, el tono desencantado no lo es tanto, la violencia es esencialmente temática. Los elementos de una buena novela contemporánea están allí, pero un tanto apagados, a un paso del lugar común; dispuestos cautelosamente, sin atrevimiento alguno, como para que nada destaque y distraiga, o apueste y pierda. Tampoco es extraño: conocemos el blog de Thays y sabemos que sus apuntes literarios –es decir, la manera en que lee– jamás son insólitos ni radicales. ¿Por qué habría de serlo su narrativa? Pero quizás exagero: Un lugar llamado Oreja de Perro es una buena novela. Es sólo que a veces uno quiere algo más que pasar un rato agradable. ~ – Rafael Lemus enero 2009 Letras Libres 65
libros poesía
Viaje circular del poema Arnaldo Calveyra
Poesía reunida Edición de P. Gianera y D. Samoilovich Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2008, 558 pp.
Este volumen reúne la obra de un poeta argentino que hace casi cincuenta años reside en París y cuyo primer libro publicado, Cartas para que la alegría (1959), empieza con estas palabras: “El viaje...” La poesía de Calveyra (Mansilla, 1929) describe el periplo circular o elíptico, siempre tensado entre dos focos, que no son precisamente uno de origen (periférico) y otro de destino (central) sino la rotación, el desplazamiento, la movilidad, la superposición. Varios de sus libros salieron antes en traducción francesa que en su versión original; sólo en los años noventa, y a través sobre todo de la revista Diario de Poesía, esta obra empieza a ocupar un lugar cada vez más destacado en Argentina, cristalizado ahora en este libro. El poema de Calveyra, que es en cierto modo uno solo –elíptico y dividido en libros de títulos bellos y enigmáticos: Iguana, iguana; Diario del fumigador de guardia; Maizal del gregoriano; Diario de Eleusis– dice que para mirar algo hay que estar afuera, o quizás, mejor, entre dos puntos. Para ser contemporáneo hay que estar, en cierto modo, afuera del tiempo, entre dos tiempos, nunca en la actualidad: observar el tiempo como un fenómeno que acontece, que evoluciona. Por ejemplo, El hombre del Luxemburgo (1997), ése que, en el corazón de París, se refugia, casi se diría que se asila, en un parque, para estar afuera del tiempo y encontrar la palabra contemporánea. Para estar, también, sin dejar la ciudad, cerca de alguna forma de la naturaleza, 66 Letras Libres enero 2009
si bien domesticada, si bien historiada, escrita, tropo material de su paisaje de origen: “Un hombre en su costumbre de ambular por la ciudad, de caminar como caminan las personas que se dirigen a alguna parte...” empieza diciendo ese libro. Camina como las personas que van a alguna parte, pero no va a ninguna: hace como el Baudelaire de los poemas en prosa, tutela transversal a la obra de Calveyra (más que Las flores del mal, porque además el argentino escribe párrafos y no versos; no poemas en prosa sino versos en párrafos). Pero, también, como Beckett: Molloy (en 1957) empieza: “Estoy en la habitación de mi madre. Ahora soy yo quien vive aquí. No se cómo he llegado.” Otra versión del que da, casi sin saber cómo ni por qué, la vuelta completa. Porque el periplo circular o elíptico del flâneur es en cierto modo el de Ulises y su lejano descendiente Leopold Bloom. Sólo que la versión contemporánea de Calveyra adhiere a una sedición de la utilidad del tiempo, como un desplazamiento en que abrir el espacio de la escritura, a fuerza de hacer un como que hace algo, una forma industriosa sucedánea y cuasi mística. Un llegar al lugar sin saber cómo se ha llegado, un estar muy lejos casi sin haber salido: “Recuerda haber escrito de un hombre que en un poblado de Argentina abandona su casa a eso del atardecer”, dice Calveyra. En esa suspensión o dilapidación de tiempo, se arroga la tarea de ser el custodio de las palabras, aunque ese trabajo no esté remunerado ni subvencionado bajo ningún epígrafe institucional: en la estela de ese Mallarmé que, medio mareado en el humo de su pipa, colapsó toda naturalidad en la palabra poética para enrarecer el lenguaje y salvarlo de su enfermedad mundana. París, lugar de todo el estímulo y de toda la soledad. Le dice Rubén Darío a Juan Ramón en una carta de junio de 1903: “...quisiera verle y conversar de muchas cosas. Aquí vivo solo y no converso con nadie. Así, con nadie”. Calveyra, entrerriano en París, el fumigador poeta, el que camina como si fuera a alguna parte y sólo va a perder el
tiempo –pero no exactamente: a mirar el tiempo y a registrar qué marca deja en las palabras– cerca de un surtidor de agua en el Luxemburgo. Calveyra muestra que el poema contemporáneo se produce en un des-lugar, en un entre-lugar. No tiene tanto que ver con la desterritorialización como con la inadecuación: el poeta es el que no sabe cómo ha llegado adonde está, y ese no saber es su principal objeto de estudio. Tan inadecuado que, incluso alguien que dedica su vida a cuidar de las palabras, necesita la agramaticalidad: Cartas para que la alegría, su primer título, o estos versos: “ángel malherido, brotas de tu herida, brotas del frío tan crudo a eso del jardín” (Diario de Eleusis, de 2006), o “¿Sacárselo como una espina alojada en plena mente, su ramalazo, a fuerza de ir tan adentro, buscara doler más allá de su cuerpo?” (pero, ¿el ramalazo de qué?, ¿de la rosa mallarmeana, ausente de todos los ramos?). La gramática de Calveyra es de la cavilación, del paseo casual, de la obsesión por el detalle sin importancia: “Ignorante del porqué de la tarde, del porqué estar sentado, por qué el impulso que lo lleva a absorberse, a mostrarse ante las hojas, a deambular, a desaparecer casi...”. La sintaxis, aquí, es una espiral de pensamiento, un desplazamiento leve y significativo, otra forma de inadecuación. Incluso hay algún poema en El hombre del Luxemburgo (p. 196: “Un hombre necesitado de su muerte”) hecho casi por entero –¿deliberadamente?– de oraciones unimembres, en leves acontecimientos sin acción y con un sujeto tenue, desenfocado. Y con un tiempo disuelto, porque “bajo ciertas condiciones todo es presente” o “serie de ahoras” (Diario de Eleusis). El Diario del fumigador de guardia lo empieza a escribir en Ensenada, provincia de Buenos Aires, en 1951, y lo termina en París en 1983. Es la sublimación lírica de una época en que el autor se ganó la vida como fumigador de un muelle de puerto. Matar con gas a las ratas, después “abrir la panza de la rata muerta”. Es la carroña de Baudelaire, la de Rilke; pero también es la fumigación paralela a la muerte industrial, subten-
dida bajo el texto: “Esta canción a mitad de camino de ratas y hombres”. A mitad de camino, siempre, entre dos lugares, para ser contemporáneo, para escribir su tiempo. Por esta inesperada y firme trayectoria, Arnaldo Calveyra, que durante treinta años fue poco menos que un desconocido en su propio país, es hoy uno de los poetas argentinos más leídos, seguidos, atendidos. Esta Poesía reunida cierra el círculo: es el punto en que su recorrido se retoma y reinicia, y su lectura empieza su propio viaje. ~ – Edgardo Dobry
viajes
Viaje y anacronismo Peter Matthiessen
El leopardo de las nieves Traducción de José Luis López Muñoz Siruela, Madrid, 2008, 368 pp.
La reedición de The Snow Leopard se lleva a cabo con un anacronismo en portada. La imagen seleccionada es una fotografía aérea del Everest tomada por la nasa en 1993. Esto es: una imagen de hace quince años para prologar la lectura de un libro escrito hace exactamente treinta, cuando ganó el National Book Award, el mismo galardón que acaba de obtener Peter Matthiessen (Nueva York, 1927), por cierto, con su novela Shadow Country. La red está llena de textos sobre El leopardo de las nieves, un libro de viajes que de algún modo (el anglosajón) ya es canónico, de modo que esta reseña no va a ser una reseña, sino un intento de reflexión sobre algunas ideas que me ha sugerido la lectura de un libro de los años setenta en pleno siglo xxi. La primera guarda relación con el anacronismo de la fotografía de portada. En la era de Google Earth no deja
de sorprender una imagen antigua de la nasa con copyright de Spacephotos / Cover Jupiterimages. Esa misma sensación de sorpresa y de anacronismo ha recorrido mi lectura del libro. El impulso del viaje se encuentra en el título: “La esperanza de vislumbrar este animal casi mítico en las montañas de las nieves eternas era justificación suficiente”. Por tanto, la meta es clásica: ser el tercer occidental en ver a la huidiza criatura; y para ello someter el cuerpo a sus límites de resistencia, en altas cumbres, por caminos de cornisa, con tormentas de nieve y porteadores poco confiables. Matthiessen intenta compatibilizar un objetivo tan típicamente occidental (la conquista del espacio) con una investigación en la interioridad que se considera genuinamente oriental. Es decir, el viaje exterior se define en las coordenadas anglosajonas, pero el supuesto viaje interior se caracteriza según los trazos de la filosofía propia de la región visitada. En ese sentido, El leopardo de las nieves prolonga la tradición de los exploradores y escritores decimonónicos que se enamoraron de los países que cartografiaron, y de sus epígonos contemporáneos como Thesiger, al tiempo que antecede a libros recientes como El corazón del mundo de Ian Baker. Lo que singulariza su propuesta es, precisamente, el contexto histórico. Los años setenta, sobre todo en lo que al desplazamiento geográfico y al orientalismo se refiere, no se pueden entender sin el (anti)paradigma hippie. Por momentos, pese a la fuerte personalidad del autor, pese a su itinerario de lecturas absolutamente propio, esa deuda de época se hace demasiado patente. La segunda idea tiene que ver con el género. En España el libro aparece de nuevo en la colección El Ojo del Tiempo, de la editorial Siruela, donde recientemente se han publicado títulos de Ignacio Gómez de Liaño o George Steiner; es decir, en una colección de ensayo. En inglés, en cambio, el libro circula en dos ediciones: la de Penguin Classics y la de Penguin Nature Classics. La ambigüedad es relevante: entre la literatura y la ecología, entre la Gran Literatura y los libros de viajes: ¿Dónde
se ubican los libros como El leopardo de las nieves? ¿Dónde se colocan los de sus contemporáneos afines, como Paul Theroux y Colin Thubron? Definitivamente en un lugar diferente al que ocupan las obras de Robert Byron y Bruce Chatwin, que sí investigaron la forma del relato de viajes, que no dieron como bueno ningún formato heredado de una tradición más moldeada por geógrafos, militares y aventureros que por poetas. El sustrato más interesante del libro de Matthiessen, constituido por la narración de la muerte reciente de su esposa a causa de un cáncer y la culpa que el viajero siente por no haber sabido estar a la altura de las circunstancias (un viajero es la suma de sus ausencias), precisamente, no es tratado con la conciencia de sobresentido que sería exigible en una novela o en un poema, aunque sí con la honestidad y la emoción que presumimos en los géneros autobiográficos. La tercera idea se desprende de la segunda y es más bien una pregunta: ¿cuáles son los recursos formales que no caducan en una novela de no ficción? Porque algunas de las opciones técnicas de Matthiessen no hay duda que o bien han caducado o bien chirrían en nuestra época. Me refiero al hábito de anotar el nombre científico de cuanta criatura vegetal o animal se cruza en su camino, al hecho de recurrir a largos párrafos entre paréntesis para integrar en el relato lo que sus compañeros de viaje harán cuando él ya no los acompañe, o al uso de notas para citar las fuentes. La prosa es fluida, se articula en fragmentos de diario de viaje y oscila entre las descripciones espaciales de aliento romántico y la narración pormenorizada de la actualidad de la ruta. Las digresiones acerca de filosofía oriental y de cómo algunas convicciones del hinduismo y del budismo se encuentran presentes en los grandes relatos occidentales permiten la elevación: del Himalaya al Viaje, del itinerario íntimo al transpersonal. Con la distancia que brindan treinta años, en fin, veo El leopardo de las nieves como un libro canónico a la anglosajona: es decir, como una obra capaz de pervivir en las listas de viaje extremo, como enero 2009 Letras Libres 67
libros una obra documentada y eficaz, como un “clásico natural Penguin”; pero no como una obra maestra. Su incorporación de tendencias filosóficas orientales ancla el texto en un contexto histórico hippie, que puede ser releído ahora en el marco New Age, pero que desplaza al lector anacrónico que no empatice con esas convicciones. Casi contemporáneo de In Patagonia, lo que en Chatwin es investigación formal y uso magistral de la elipsis, en Matthiessen es cultivo de las convenciones de lo que las editoriales anglosajonas siguen entendiendo por “libro de viajes”. Me interesará leer su última novela, para poder profundizar en esa distancia temporal que abre este libro: entonces podré saber si en los setenta primaba su faceta de naturalista y aventurero y ahora, finalmente, prima la de escritor. ~ – Jorge Carrión Cuentos
La mirada afilada Pedro Sorela
Historia de las despedidas Madrid, Alianza Editorial, 2008, 299 pp.
En “Caricias para afilar los ojos”, uno de los cuentos reunidos en Historia de las despedidas, un escritor al que le gusta dibujar acude a Florencia para, guiado por un viejo maestro, aprender a educar (afilar) la mirada y, como carta de presentación y en respuesta a la pregunta referida a los motivos que le conducen allí, afirma: “la escritura depende de la mirada casi más que de cualquier otra cosa. Como la pintura”. Palabras que al maestro le parecen suficientes para aceptarlo bajo su tutela. Si comienzo destacando esta anécdota es para elevarla a categoría, puesto 68 Letras Libres enero 2009
que la creencia o convicción del escritor ficticio constituye en realidad uno de los pilares que sustentan todo el volumen Historia de las despedidas (y en general la obra de Sorela, especialmente las últimas entregas), manteniendo así un rasgo que destaqué cuando el autor publicó 57 Paseos por la acera de sombra (1998), libro que en su día resumí como otros tantos paseos o miradas que, impregnados de humor, ternura, sarcasmo, rabia o melancolía, nos ayudan a vernos –a nosotros y a los demás– un poco más a fondo. Y no es casual que ahora, en el posfacio de esta Historia, Sorela revele la importancia que otro libro de aquel año, su primer volumen de cuentos, Ladrón de árboles, tiene en la concepción de los relatos que ahora nos entrega. Pero no han pasado en vano los diez años que median entre aquellos paseos y esta Historia de las despedidas. Diez años que vieron la aparición de Trampas para estrellas (2001), quinta novela del autor y en la que los elementos característicos de la clásica novela de aventuras –viaje, exploración, peligros y adversidades, azar, metamorfosis, hallazgos y encuentros, y también fracasos y derrotas– llegan filtrados a través de una lente suprarreal de condición metafórico-poética. A ella le seguiría Ya verás (2006), cuya segunda parte contiene un canto al arte de viajar, experiencia desde siempre vinculada a la obra de Sorela (y no es casual el guiño a Viajes de niebla [1997], con la referencia al poeta apócrifo Íñigo Gayán de Gádor), quien –creo que de manera deliberada y plenamente consciente– cada vez aproxima más ambas experiencias –viajar y escribir– para hacerles destilar cuanto tienen en común. Prolongaba así el autor la línea narrativa tanteada en Cuentos invisibles (2003), hermanos de estos nuevos cuentos. Porque Historia de las despedidas arranca en el titulado “Donde comienzan los viajes”, un relato en el que “un hombre en el frágil equilibrio de los cuarenta, un poco mayor pero todavía joven, se dispone a tomar un avión de madrugada para viajar a Puerto Rico a conocer a su hijo”, al que no ha visto desde hace
muchos años. Y al recordar, ese ejercicio de retrospectiva, a través del encadenamiento de varias historias coincidentes si bien muy dispares entre sí, se remonta hasta cien años atrás, vértigo que obliga al narrador a plantearse “la inacabable discusión de si estamos hechos de libertad o de destino”. Este tipo de reflexiones de carácter existencial o metafísico son otro de los hilos y nexos que articulan y ligan los relatos del libro, todos ellos prendidos a la experiencia del viaje que es exploración de un espacio (París, Florencia, India, el desierto, Venecia, Waterloo…), y que requiere o propicia una meditación existencial, casi siempre en torno al tiempo (su naturaleza: si gira en curvas o en órbitas, si tiene eclipses, accidentes y grandes estallidos de estrellas; sus vínculos con la muerte; sus trampas: espléndido el relato “Cuando vivíamos en un Estherázy” y la feroz lectura de Viena), al par que una mirada crítica sobre las conductas y las maneras de los otros, especialmente ácida cuando recala en según qué tipos de viajeros, como sucede en el divertido relato “Dante bajo el agua” o en “3 14 16 (Desierto acercándose)”; o en “Ni siquiera sé cómo se miente”, donde un caballo al que llevan a un concurso hípico extiende su perpleja mirada por el mundo de los ricos. El tercer rasgo que agavilla Historia de las despedidas es otro componente genuino del universo literario de Pedro Sorela, cuyas obras suelen portar breves y sugestivas cuñas de carácter metaficcional o metanarrativo, dada la fraternal alianza entre viaje y escritura. Así en “Prehistoria de la India”, donde se aborda el problema de cómo ir a la India y no vivir una historia ya escrita; en “Novela bajando de un taxi” o en “Trailer (Cuento teórico)”, que aborda la génesis y desarrollo del arte de contar. Muy distintas en su forma y estructura, todas estas historias comparten entre sí otro rasgo destacable: servir de vacunas contra el embrutecimiento a que nos arrastran según qué tipo de productos culturales. ~ – Ana Rodríguez Fischer
ensayo
Memoria y escritura de la historia Reyes Mate
La herencia del olvido. Ensayos en torno a la razón compasiva Madrid, Errata naturae, 2008, 228 pp.
Para escapar de los insustanciales debates sobre la supuesta contraposición entre historia y memoria –y de todo lo que se deriva de esa errónea idea de que ambas transitan por caminos irreconciliables, el de la “objetividad” y la “subjetividad”–, nada mejor que echar mano de aquella tradición del pensamiento filosófico que se esmeró en constatar que los efectos de la memoria no dejan de percibirse, aunque no por ello se registren instantáneamente, en la constitución y escritura de la historia, y que vislumbró sin ilusiones que ésta, al igual que en general la escritura, sólo se gesta y se hace posible mediante la supresión de algo traumático e inenarrable en su misma constitución. Ni la historia es sólo el patrimonio de los historiadores, ni la memoria es sólo el recuerdo personal y frágil de cada uno. El pensamiento judío, ya desde sus orígenes talmúdicos, y hasta su culminación en los grandes hitos filosóficos del siglo xx (Cohen, Benjamin, Adorno, Levinas, Rosenzweig, entre otros ilustres nombres) enarboló marginalmente la imbricación y los efectos de la memoria en la inscripción de la historia. Ya Freud subrayó, en sus estudios sobre el origen del monoteísmo, cómo en las brechas históricas, es decir, en los instantes en que se reconfiguran los campos de fuerza sociales del momento, se procura acto seguido establecer un nexo de continuidad y sucesión lineal entre la propia época y los tiempos pasados, como si entre
pasado y presente hubiese una orden directa que dirigiese la historia como un “tuvo que ser así y no de otro modo”. Estos efectos no tienen que ver tan sólo con el resultado de la labor investigadora de los historiadores más o menos oficiales (como se suele decir desde los planteamientos más simplistas sobre la memoria), sino que son derivados de la propia existencia y búsqueda de sentido de los herederos –cercanos o lejanos, victoriosos o no– de aquellos acontecimientos, los cuales tienen necesidad de encontrar una explicación causal de lo acontecido, incluso una historia que colme las lagunas y los vacíos, haciéndolos así más vivibles. Pero también proviene de la imperiosa necesidad de seguir adelante con una buena dosis de olvido. Ahora bien, lo que ningún historiador ni nadie puede evitar por principio es que la otrora estabilizadora y reguladora donación de sentido de una comunidad política quiebre cuando uno menos se lo espera, y que de esta nueva brecha surja y rebrote el sinsentido latente en la historia relatada, y se redescubran sorpresiva y dolorosamente los agujeros taponados por el día a día del olvido. Pues la historia también se hace y escribe abriendo las suturas de la memoria, antaño cerradas. E incluso la más asentada e incontestada historia contiene un trozo de verdad olvidada que ha sido sometida a deformaciones y confusiones en el curso de su evocación. Eso es lo que regresa inopinadamente, haciéndolo no obstante como si nunca se hubiese marchado, porque en su retorno reinstaura y vuelve a traer al presente la quiebra fundante y efectiva, reprimida pero nunca extinguida, de la memoria. Reyes Mate ha dedicado gran parte de su dilatada obra a analizar esta dialéctica entablando un fructífero diálogo entre los grandes filósofos judíos del siglo xx y la tradición filosófica occidental. Una parte del fruto del trabajo de estos últimos años aparece ahora en este libro, uno de los primeros en publicarse en la recién fundada y prometedora editorial Errata Naturae.
En “Tanques judíos. Sobre el antisemitismo en nuestro tiempo”, uno de los artículos que componen La herencia del olvido, asegura Mate que la concepción moderna de la historia tiene una oscura faceta antisemita sobre la que convendría seguir profundizando. Se podría perfectamente argüir que también fueron principalmente los autores de origen judío (desde el Marx de “Sobre la cuestión judía” hasta el Freud en el ya citado “Moisés y el monoteísmo”) los que sugirieron desde distintas vertientes y vocabularios que el estudio de la memoria, como dimensión primera del lenguaje y la historia, ha de venir acompañado, casi como si fuera su inevitable sombra, de una reflexión sobre los orígenes y motivaciones del antisemitismo. Tal y como se argumenta desde las páginas de este libro, éste sería la encarnación de la conclusión máxima de una lógica perversa con desvaríos imposibles, pero no por ello menos destructora y efectiva, incluso interna y consustancial a la modernidad misma, de intentar anular la memoria de la constitución de la historia. Así, como advierte Mate en referencia a lo que ya escribiera uno sus más queridos filósofos, Benjamin, el prestigio de la noción del progreso se basa en la creencia en un avance sin frenos en bienestar y por encima de las generaciones pasadas, como si el precio que hubiera que pagar para la ansiada felicidad por venir fuera el olvido completo de éstas, la aniquilación total y efectiva de sus rastros. “A nadie se le ocultaba –sostiene recordando las críticas redactadas por Benjamin en el periodo de entreguerras– que el progreso tenía un coste humano y social […] al que, sistemáticamente, se privaba de significación”. Aunque den como resultado el crecimiento y la acumulación de bienes, hoy también llevan las cifras del progreso en su seno lo indecible y el sacrificio de los muchos que se quedan por el camino, y sin poder contarlo. Sostiene asimismo Mate en otro interesante capítulo “Tierra y huesos. enero 2009 Letras Libres 69
libros Reflexiones sobre la historia, la memoria y la ‘memoria histórica’”, que el que la memoria de las víctimas tenga en muchas ocasiones un origen privado no significa en absoluto que no pueda ser o hacerse pública o política, ni que tan sólo produzca sentimientos o sensaciones. Se toma aquí de nuevo la idea central del libro, que el lector verá desplegarse desde distintas perspectivas filosóficas y teniendo muy presente los diferentes lugares de análisis (Auschwitz, Guerra Civil española, etc.), de que la memoria no ha de ser en ningún caso concebida como un suplemento al conocimiento histórico, sino como la raíz misma, latente y operante, de la historia. La memoria es la constatación de la imposibilidad de aunar realidad y hechos; también el dar voz a aquello que fue derrotado y abandonado pero no destruido por el progreso de la historia. ~ – Sonia Arribas novela
Desaprender Ray Loriga
Ya sólo habla de amor Alfaguara Madrid, 2008, 176 pp.
Ray Loriga (Madrid, 1967) no es un escritor hiperrealista al estilo de Coetzee o de Houellebecq, que conciben la escritura como un quirófano donde a la realidad se la abre en canal sin recurrir a la anestesia. Loriga ha sido en todos estos años más un estilista que un cirujano. Más un trenzador de imágenes que un sociólogo con tino para las metáforas. Determinadas novelas suyas –Tokio ya no nos quiere, su mejor obra– funcionan como acertadas exploraciones de un tipo de frivolidad moderna porque están pobladas de esa estética urbana que conforma nuestra mitología contemporánea, a 70 Letras Libres enero 2009
medio camino entre el pop y la angustia consumista. En sus ficciones, el imaginario neoyorkino, las drogas o el rock han predominado siempre sobre esa descripción al desnudo de la condición humana que todo gran escritor termina ensayando tarde o temprano. En este campo, Loriga se ha movido siempre como pez en el agua, muñendo artefactos solventes, hermosos, pertinentes, novedosos por estos lares y sumamente logrados en su musicalidad. Sin embargo, en algunas ocasiones a los que le profesamos estima literaria nos han quedado ganas de exigirle más. De demandarle que, de acuerdo, siguiera sirviéndose de este imaginario que a veces condiciona el tono de su escritura hasta extremos cuestionables, que lo siguiera rentabilizando, pero que, cercana ya su madurez, lo hiciera explosionar con un buen descenso a los infiernos de este planeta posmoderno. De hecho, parecía que la cita de Pavese que abre Ya sólo habla de amor –“El sentimentalismo no se corrige volviéndose cínico sino volviéndose serio”– prometía algo en esta dirección. Daba la impresión de que Loriga se había propuesto un salto cualitativo con el que cuestionar sus escenarios cinematográficos –esos que a los lectores de este lado del Atlántico les suscita más ensoñación que dramatismo–, y nos iba a servir un auténtico desgarrón emocional. Algo con unos gramos de carne cruda y la dosis necesaria de gravedad. Pero no. Ya sólo habla de amor se deshace de parte de su mitomanía a cambio de olvidar ciertos principios no escritos del oficio de componer ficciones. ¿Qué es lo que ha hecho el escritor madrileño? Pues poner en funcionamiento a un personaje apocado y anodino, ni frívolo ni atormentado por una pasión que verdaderamente merezca la pena compartir. Ha creado un figurante cuyo regodeo en la autocompasión, por más páginas que emplee en hacernos creer digno de lástima, suscita indiferencia. Además, Loriga –y aquí radica su principal olvido– ha compuesto tal personaje de
una manera torpe: empleando muchas páginas de prosa explícita diciéndonos qué sentimientos ahogan su yo más íntimo en vez de hacer lo que se suele en estos casos: inventar movimientos o contextos que los representen. Se trata probablemente de un error de concepción. Y salvo que nos hallemos ante una vía experimental aquí abierta, su principal consecuencia es que la novela hace aguas desde el principio. Dos son las manifestaciones de esta torpeza: la ausencia de una acción solvente y un lenguaje que parece gastado y trivial. Despojado de su clásico deje norteamericano a lo Carver, parece que Ray Loriga no ha hallado algo valioso con que sustituirlo, dejándonos a cambio restos de tiempos pasados –esa recurrencia en emplear la lluvia como metáfora de la melancolía, por ejemplo– así como un tono plano, redundante, incapaz de aludir significaciones profundas. Por este cauce desfilan varios lugares comunes del lenguaje –las reiteradas alusiones a la guerra cuando se habla de amor–, se evidencia la desgana con que la prosa trata en ocasiones de corregir sus propias contradicciones y hasta aparece un ritmo de castellano clásico –¿renacentista?– que tan raro le sienta a la acción. Respecto a ésta, digamos que resulta insuficiente. Se centra en la parálisis del protagonista en mitad de una fiesta, donde una bella mujer le espera para bailar. Aislado del contexto literario, este argumento no parece bastar para sostener toda una novela de pérdidas y deudas, de replanteamientos vitales y de derrotas. Pero es que, además, a su desarrollo le falta fuerza para dibujar la angustia que debiera serle traspasada al lector. Los escritores desaprenden. Ocurre porque la necesidad de reinventarse nunca configura un camino señalizado, o porque el talento, sencillamente, se agota. Aunque no parece que el depósito de Loriga se haya vaciado, se entiende mal que un autor con su oficio haya concebido una no-
vela de tan escasa eficacia narrativa. Tal y como ha sido planificado, este texto responde a una estrategia poco acertada si lo que se buscaba era servir de revulsivo a una prosa, la suya, a la que acababa de llegarle la hora de la reinvención. Quizás no sea una buena idea preguntarse por qué ha desaprendido Ray Loriga. A pesar de los equívocos que su figura suscita, estamos ante un escritor de talento. Sutil, poseedor de buen oído para el lenguaje y con un universo valioso. Deseamos que este desliz conforme un paréntesis necesario en su crecimiento. Ahora que Alfaguara se ha lanzado a reeditar la casi totalidad de su obra –con ediciones de Tokio y Lo peor de todo–, quizás el accidente tenga menos importancia de lo que parece, y pronto reanude la tarea de seguir creando una obra coherente y a la altura de sus capacidades. ~ – Roberto Valencia NOVELA
Nueva especie recién descubierta Junot Díaz
La maravillosa vida breve de Oscar Wao Traducción de Achy Obejas, Barcelona, Mondadori, 2008, 336 pp.
Desde hace más de diez años todo indicaba que la novela tropical, la famosa novela escrita “por debajo del paralelo 35” examinada por Milan Kundera, se había quedado sin continuadores, y que no volvería a surgir esa rara especie que retoma la fuerza de la literatura oral, un manejo infrecuente del tiempo, una imaginación desbocada, y la mezcla con una extraordinaria percepción de la realidad, tal como ocurre en esa breve lista de obras entre las que destaca Los versos satánicos. Si el lector tiene la impresión de que estas novelas se
habían extinguido, se sentirá como un explorador que descubre un nuevo continente al leer La maravillosa vida breve de Óscar Wao. Formalmente, el libro de Junot Díaz (Santo Domingo, 1968) es un archipiélago integrado por novelas cortas, enmarcadas por la voz de un narrador principal, capaz de una irreverencia y un sentido del humor gratificantes. La exploración que hizo Salman Rushdie en Vergüenza e Hijos de la medianoche entre pakistaníes e hindúes a fin de localizar y explorar las palabras que definen a su tribu, Díaz la acomete con recursos muy personales entre los dominicanos que radican en Nueva York, y entre sus ancestros. Como hizo Rushdie con la palabra vergüenza, Díaz se concentra en el concepto más ominoso que existe en la cultura caribeña: el fukú, la maldición que cualquiera puede lanzar contra aquellos que odia, de manera que los persiga y aniquile sin importar cuántos años le tome. Al igual que ocurre con el Azar, el Destino, las fuerzas de la Historia o lo que llamamos intervención divina, el fukú puede saltar continentes y generaciones pero, a diferencia de semejantes potencias, sólo pretende hacer daño de manera implacable. En esta novela, la maldición es lanzada ni más ni menos que por el dictador Trujillo contra una familia de mujeres bellísimas, a las que amenaza y persigue con toda su fuerza y maldad durante más de cincuenta años y muchas millas marítimas. Desafortunadamente, no son los ancestros más competentes quienes desafiarán la condena, sino Óscar Cabral: un joven gordo, feo y de una timidez enfermiza que busca claves en las novelas más infames de ciencia ficción, convencido de que un dominicano en Nueva York tiene mucho en común con un extraterrestre llegado por accidente a la Tierra. Díaz eligió el inglés como su medio de expresión pero nunca aspiró a crear un spanglish fallido, sino un inglés excepcionalmente inventivo, capaz de asimilar el español que se habla en
Nueva York y usarlo para enriquecer su lengua adoptiva. Ninguno de sus narradores se embelesa con este nuevo idioma, ni lo convierte en el asunto principal de la novela, sino que lo utilizan como el vehículo divertido y alucinante que permite exponer sus historias con una libertad admirable. Cada vez que el novelista parece alcanzar el fondo de sus creaturas, la novela sorprende con una serie de recursos que permiten continuar la inmersión hasta un nivel inusual. Gracias a ello el lector podrá advertir que en el centro de esta novela se encuentra una historia que parece dictada por Las mil y una noches: la del dictador fascinado por una adolescente, y las maneras heroicas en que su padre intenta protegerla del tirano. Además del sentido del humor, de la gracia oral, del uso de elementos fantásticos en los momentos más inesperados, La maravillosa vida breve de Óscar Wao goza de un diseño plenamente novelesco de la narración, si entendemos por novelesco no lo irreal e inverosímil, sino las estrategias de un narrador perspicaz que disfruta de revelar la información de manera que incremente el interés del lector: la capacidad, de la que gozan muy pocos autores, de proponer un grupo de personajes fascinantes y una historia adictiva. E, insisto, el sentido del humor. Contra uno de los prejuicios más extendidos, la novela de Díaz demuestra que no sólo la prosa trágica y sufridora puede sondear las profundidades. Con la simpatía y la perfección de un Charles Chaplin o un Marcel Marceau, La maravillosa vida breve de Óscar Wao, traducida titánicamente al español por Achy Obejas, nos lleva de visita al centro de una familia ficticia, cuyo punto de vista refresca y oxigena lo que conocemos como realidad. Para que cada vez que uno necesite recargar baterías pueda frecuentar una tribu compleja, divertida y profunda que, como ocurre con la gran literatura, a veces puede ser imaginaria. ~ – Martín Solares enero 2009 Letras Libres 71
ARTES y MEDIOS cine : ro sebud
Matar es una costumbre
P
areció hasta hace poco que el lamento esperanzado de Borges sobre la permanencia de la épica gracias al western cinematográfico no había pasado la prueba del tiempo desde que el escritor argentino, en su etapa de reseñista de cine a lo largo de los años treinta y cuarenta del siglo pasado, lo expresó. El western fue revalidando su gran potencia genérica en las décadas de 1950 y 1960, produciendo además títulos tan enrarecidos y fascinantes como El zurdo, de Arthur Penn, y El rostro impenetrable, “de” y sobre todo “con” Marlon Brando, dio en los años setenta obras maestras del calibre de Junior Bonner y Pat Garrett & Billy the Kid de Peckinpah, abrió y tal vez clausuró (por su fenomenal fracaso comercial) los ochenta con el mega-western La puerta del cielo de Cimino, renovó el clasicismo a principios de los noventa con la bellamente crepuscular Sin perdón, de Clint Eastwood, y llevaba una vida languideciente, casi vergonzante, en los últimos años, hasta la llegada sucesiva, en poco más de doce meses, de tres películas muy notables, El asesinato de Jesse James por el cobarde Richard Ford, de Andrew Dominic, El tren de las 3:10, de James Mangold, y Appaloosa de Ed Harris. La mejor de las tres, y última en haberse estrenado, es la de Ed Harris, extraordinario actor de cine y teatro que en este caso dirige también por segunda vez, desde su voluntarioso pero más bien convencional biopic sobre Jackson Pollock. Situada muy precisamente en la zona de New Mexico y en el año 1882, la película es la historia de un cacique peleador que –citando a Borges en su comentario negativo del Billy the Kid de King Vidor– ha cobrado también fama, como El Niño, por sus “veinte muertes (sin contar mexicanos)”. Para desafiar ese renombrado historial de crímenes del ranchero Randall Bragg llegan al pueblo de Appaloosa, llamados y contratados por sus medrosas autoridades, dos pistoleros free lance no menos legendarios en todo el oeste del país, Virgil Cole y Everett Hitch. Desde las primeras imágenes de presentación de estos tres protagonistas masculinos nos damos cuenta de que Appaloosa, sin carecer de ninguno de los signos propios del género del oeste (el polvo arrastrado por el viento en la calle mayor, el saloon, el piano alegre del saloon, los indios, los fronterizos mexicanos, los duelos a muerte), va a centrar su relato en el retrato de esos tres rivales, encarnados por grandes actores asimismo opuestos. Jeremy Irons, el primero en aparecer, confiere a su papel del muy diestro pistolero Bragg la enrevesada crueldad de un lord practicante del vicio inglés; Viggo Mortensen compone con silencios y una leve sombra de ironía la línea de una sobrentendida relación amorosa con su jefe Cole, y Harris, con su incomparable dominio del understatement, consigue vitalizar hasta un punto de comedia la figura del impasible pero desdichado mercenario que lee a Emerson, dice, sin saber terminarlas, largas palabras cultas (como “jurisdicción” o “menosprecio”) y se siente, pese a la 72 Letras Libres enero 2009
Viggo Mortensen y Ed Harris.
seguridad infalible de su gatillo, ingenuo y desconcertado ante las mujeres. La película de Harris juega desde el arranque con los instintos básicos en los que el western tradicional se ha sustentado: la rápida venganza de los entuertos y el merecido abatimiento –por lo general delante de la barra del bar– de unos sicarios malencarados, escena que en Appaloosa sucede inmediatamente después de que Cole y su ayudante hayan aceptado el cargo, firmado el contrato y colocado las estrellas de marshall en sus chalecos. Sin escamotear lo previsible (hay hasta una excelente escena de atraco a un tren que cruza un puente, muy bien planificada desde arriba y desde abajo), el director introduce en su historia un componente que me atrevo a llamar “epocal”: Bragg es detenido, juzgado y condenado a muerte, pero entonces interviene el más alto poder estatal, y la película da un interesante giro político que es mejor no contar. ¿Ha valido la pena el esfuerzo de esos dos pacificadores a sueldo de la comunidad, los constantes riesgos de muerte que sufren, la cojera de Cole? Antes de ese amargo episodio a Appaloosa ha llegado una mujer, una viuda pianista de aspecto modoso y educadas maneras, que interpreta, relamida como siempre, Renée Zelwegger. Alison French, que prefiere ser llamada Allie, es un personaje odioso en una película que, también en ello sometiéndose a los poncifs del género, puede ser tildada de misógina. En este caso, sin embargo, la protagonista (surge a veces, para dar alivio a Hitch, y desaparece enseguida, una furcia menor, encarnada con visible incomodidad por Ariadna Gil) tiene un perfil muy sugestivo. Al igual que los pistoleros con quienes trata, Allie defiende su condición de fuera de la ley. Es una mujer que elige a sus víctimas sin disparar otras armas que las de la seducción, convirtiéndose en el emblema de una sexualidad tan compulsiva y despiadada como la facilidad de matar de los rudos hombres del oeste que merodean a su alrededor. ~ – Vicente Molina Foix
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ARTES y MEDIOS vampiro s
Livin’ la vida muerta
¿
Qué puede llevar a una persona como yo a leer una novela como Crepúsculo de Stephanie Meyer (Hartford, 1973) y a que esa persona como yo, incluso, a priori se plantee, también, leer sus secuelas Luna nueva, Eclipse y Amanecer? Hay varias respuestas posibles que van de lo público a lo privado. Una posibilidad tiene que ver con que las cuatro partes de la ahora conocida como Saga Crepúsculo (publicadas entre el 2005 y el 2008, todas traducidas por Alfaguara) son bestsellers planetarios con millones de lectores y uno (que en su momento leyó las primeras tres aventuras de Harry Potter antes de comprender que todas contaban, siempre, la misma trama con ligerísimas variaciones) tiene cierta curiosidad de saber de qué se trata. Una certeza pasa por el hecho de que Drácula de Bram Stoker ha sido una de mis novelas formativas (o deformativas), leída a los siete años (primer libro al que recuerdo haberme arriesgado “en versión completa”, sin ilustraciones que refrescaran tantas páginas de negro sobre blanco) y en buena parte culpable de que yo ahora esté escribiendo todo esto y desde entonces no haya dejado de leer novelas vampíricas intentando recuperar aquella emoción iniciática, aquella primera mordida. Recuerdo mi descubrimiento de Drácula como algo, sí, atemorizante y terrorífico pero, también, como puerta de castillo o tapa de ataúd hacia un mundo nuevo. Hoy –tantos años más tarde– puedo encontrarle encantos más sofisticados y así lo hice saber cuando tuve la suerte de ser invitado a prologar una nueva edición del mito y del monstruo: “En Drácula –en su vertiginoso acontecer– lo que más se practica, por encima de toda acción física, es el acto de la lectura y de la escritura. En Drácula, todos leen (especialmente el Conde, dueño de una admirable biblioteca con volúmenes en inglés, según reporta Harker), todos recortan artículos de periódicos, todos graban impresiones por el solo placer de transcribirlas más tarde, todos envían cartas y consumen journals. De este modo, Drácula –máquina de leer plagada de máquinas de escribir– se propone como un ingenioso ingenio literalmente literario donde no sólo la sangre es vida: también lo es la tinta. Y esta compulsión se traslada al lector –al invitado– quien procesa todo este material con voracidad pendular sin tener muy en claro si lo que desea es la derrota o la victoria del vampiro. Drácula es transfusión y succión. Leer Drácula –uno de los libros más extraños jamás escritos– es, también, una de las experiencias más extrañas para todo lector […] Con Drácula, Stoker consigue lo que muy pocos escritores han conseguido. Stoker –al igual que Proust y Joyce y Mann, cumbres novelísticas del siglo xx—construye a su lector ideal a la vez que 74 Letras Libres enero 2009
ese lector avanza por su libro. Es decir: el mismo libro es la herramienta imprescindible para la lectura del libro. Es un proceso extraño y poco común. Decir que la lectura de Drácula vampiriza es algo tan obvio como inevitable”. Lo que también comprendí en esa relectura es que Drácula no está muy bien escrito porque, sencillamente, Bram Stoker nunca fue un gran escritor. Lo que sí fue Stoker –utilizando todos los lugares comunes del folletín gótico decimonónico– fue un gran descubridor. Stoker bajó a los sótanos de criptas, se internó en sus cavernas, e hizo suya la veta inagotable de Drácula. Y luego salió de allí y la entregó a un mundo sediento de sangre. Así, en su nombre propio e inolvidable memoria, se escribieron grandes novelas de vampiros a las que yo no pude resistirme. Soy leyenda de Richard Matheson, Some of My Blood de Theodore Sturgeon, Salem’s Lot de Stephen King, The Vampire Tapestry de Suzy McKee Charnass, Entrevista con el vampiro de Anne Rice (ignorar sus demasiadas secuelas), La fuerza de su mirada de Tim Powers, Fever Dream de George R. R. Martin, Carrion Comfort de Dan Simmons y Anno Dracula de Kim Newman, son algunas de ellas. Y así se produjeron también –los iconos no son culpables de la catadura moral y artística de sus aduladores– cantidades industriales de mamarrachos impresos y cinematográficos (fue la viuda de Stoker quien, apenas catorce años después de la muerte del escritor, intuyó que la criatura tendría un inmenso atractivo visual y vendió sus derechos de imagen a la Universal Pictures por 40.000 dólares) donde chupasangres de diversa calaña luchan contra el Vaticano, Sherlock Holmes, El Santo, Abbot y Costello, hasta llegar a burdos pastiches como La historiadora de Elizabeth Kostova, sátiras sociales más o menos logradas como las novelitas sureñas de Charlaine Harris (llevadas con gracia a la hbo por Allan “Six Feet Under” Ball como la muy exitosa serie True Blood), o –tuve que atarme las manos para no arrojarme sobre ellas– las recientes novelitas porno-soft de un tal Mario Acevedo con títulos como The Undead Kama Sutra y héroe vampiro, chicano, veterano de Irak y detective privado. Pero ahora vivimos en la Era de Crepúsculo donde se lee poco (por ahí se menciona a Cumbres borrascosas) y se escribe lo justo para conseguir un aprobado. Mucho peor escrita que Drácula y sin nada de su gracia fundante. Tampoco el desparpajo de Buffy o de los vampiros punkies de Poppy Z. Brite. Pero –reconozcámoslo y hagámosle una vencida reverencia– con una gran idea sosteniendo todo el torpe andamiaje: combinar el mundo pasteurizado y light de High School Musical con las sombras prohibidas y la primera sangre debutante y sexual del vampirismo. Así, Crepúsculo y sus secuelas no hacen otra cosa –y lo hacen muy
Personajes de la saga Crepúsculo.
bien– que reclamar al joven lector desocupado y en el paro que se ha quedado sin su pupitre en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. A Stephanie Meyer –quien ha admitido sin problemas que jamás ha leído Drácula “porque me dan miedo esas cosas” y que prefiere a Shakespeare, Jane Austen y a las hermanas Brönte como influencias– no le interesa la revolución o la evolución del género sino, simplemente, el vampírico y zombi mundo de los adolescentes. Esos seres moviéndose, siempre, entre la vida en suspensión y la muerte apasionada de sus sentimientos. Así, las desventuras de la adolescente Isabella “Bella” Swan (primero nerd y enseguida Hembra Alfa), perdidamente enamorada del guapísimo vampiro Edward Cullen, no hacen otra cosa que retratar, apenas velados, los ritos de pasaje de la pubertad en clave sobrenatural. Los horrores de esa sociedad de castas que es la escuela, la relación con los mayores, la ciclotimia de los sentimientos, sabiendo que, para los jóvenes, la realidad es y será, inevitablemente, algo siempre monstruoso. De ahí, también, las incontables descripciones de peinados, ropas, color de ojos, modelos de automóviles, fugaces roces de piel con piel, y el espanto para un lector adulto (y, supongo, atractivo para los contemporáneos de Bella y Edward) de un ritmo lentísimo, inocurrente y previsible que refleja, cabalmente, el tempo dramático –elástico, eterno– del aburrimiento juvenil. A nadie extrañe –llegué hasta allí casi arrastrándome bajo la
luz del sol– que, al final de Crepúsculo, Bella sólo quiera ser convertida en vampiro lo más rápido que se pueda. Un rápido repaso vía Wikipedia de las sinopsis de las novelas restantes (que, me temo, no leeré, la vida de los mortales es tan corta; mejor esperar a las películas que, por una vez, serán, seguro, tanto mejores que los libros) no hace más que confirmar mis sospechas: fiesta de dieciocho para Bella, problemas con la “familia” del novio, pretendiente normal que resulta ser un hombre lobo, malentendidos romeojulietescos en cuanto a quién está muerto o no, Bella por fin haciendo realidad su sueño de ser vampira, debut sexual (no antes de estar casados, exige Edward), luna de miel en paradisíaca playa brasilera, embarazo relámpago, velocísimo parto complicado y final muy feliz. Y es entonces cuando se comprende que Meyer, involuntariamente, sí es una gran innovadora que ha conseguido lo que se suponía imposible: la novelística de vampiros neoconservadora y políticamente correcta. Mientras tanto –mientras los demás leen Crepúsculo– los verdaderos monstruos adolescentes se enchufan a sus ordenadores y compran armas online mientras sueñan con su propio Columbine. Más información –con el caer de las sombras y el despuntar de los colmillos– en el telediario de las nueve. ~ – Rodrigo Fresán enero 2009 Letras Libres 75
letras letrones LITERATURA Y mORAL
Un veneno perdurable
E
l año que viene se cumplirá el vigésimo aniversario de la caída del comunismo en Europa. Libre de lo complejo que resulta saber demasiado acerca de tan cruento pasado, la joven generación postcomunista de Europa del Este parece no tener interés en lo que sus padres y abuelos padecieron. Aun así, la reciente noticia sobre la presunta complicidad del escritor checo Milan Kundera bajo el estalinismo no es más que lo último en la larga disolución de un pasado tóxico. Otros ejemplos me vienen a la mente: las acusaciones de colaboración con la policía secreta lanzadas contra Lech Walesa, la controversia pública en torno al pasado fascista de Mircea Eliade en Rumania, y los ataques al supuesto “monopolio judío del sufrimiento” que equiparan el Holocausto con el Gulag soviético. Friedrich Nietzsche dijo que si uno mira al Diablo a los ojos durante demasiado tiempo, se arriesga a convertirse en un demonio. Cada tanto, un anticomunismo bolchevique, tan dogmático como el propio comunismo, ha asolado distintas zonas de Europa del Este. En un país tras otro, ese marco de pensamiento maniqueo, con sus simplificaciones exageradas y sus manipulacio76 Letras Libres enero 2009
nes, ha sido reelaborado para servir a los nuevos hombres en el poder. El oportunismo ha tenido mucho que ver, por supuesto. En 1945, cuando el Ejército Rojo ocupó Rumania, el Partido Comunista no tenía más de mil miembros; en 1989 tenía cerca de cuatro millones. Un día después de la ejecución de Nicolae Ceausescu, la mayoría de esas personas se volvieron fieros anticomunistas y víctimas del sistema al que habían servido durante décadas. También es posible encontrar rastros de pensamiento totalitario en la hostilidad mostrada hacia antiguos disidentes como Adam Michnik o Václav Havel, quienes sostenían que las nuevas democracias no debían aprovecharse de los resentimientos ni buscar venganza, como lo hiciera el Estado totalitario, sino construir un consenso nacional para estructurar y dotar de poder a una genuina sociedad civil. Los ex generales de la policía secreta y los miembros de la nomenklatura comunista, intocables en sus acogedoras casas de campo y de retiro, deben sentir un gran placer al presenciar las actuales cacerías de brujas y la manipulación de viejos archivos con propósitos políticos inmediatos. Sin embargo, el caso de Kundera parece ser distinto –aunque no menos perturbador. Según se informa, en 1950 Kundera, a la sazón un comunista de veinte años, denunció ante la policía como espía occidental a un hombre que nunca había conocido (un amigo de un amigo de su novia). Más tarde, el hom-
bre fue brutalmente interrogado en las antiguas instalaciones de tortura de la Gestapo y pasó catorce años en prisión. El nombre de Kundera se encontró en el informe del oficial investigador, que fue autentificado después de que un respetado historiador lo descubriera en un polvoso archivo de Praga. El hermético Kundera, que emigró a París en 1975, ha declarado que “eso nunca sucedió”. Además, la temible policía secreta checa, que tenía un gran interés en silenciar o desacreditar al famoso escritor disidente, nunca echó mano del caso para chantajearlo o evidenciarlo. Hasta que no tengamos más información, tanto por parte de Kundera como de las autoridades, el caso no será resuelto “más allá de toda duda razonable”. Pero de haber sucedido, el caso exige una reflexión más profunda. Hasta donde sabemos, Kundera nunca fue un informante, ni antes ni después de este incidente, y no podemos ignorar que tiempo después se liberó de la felicidad obligatoria del totalitarismo que los regímenes comunistas propagaban. De hecho, su caso también sirve como un recordatorio de que los primeros años de la década de 1950 fueron el periodo más brutal de la “dictadura del proletariado” en Europa del Este –un periodo de un gran entusiasmo y de un miedo terrible que envenenó las mentes y las almas de fieles creyentes, feroces opositores y viandantes apáticos por igual.
Foto: Aron Manheimer
Milan Kundera (Brno, 1929).
Por otra parte, el caso de Kundera difícilmente es el único. En 2006 el escritor alemán Günter Grass, ganador del Premio Nobel, reveló que, sesenta años atrás, en su adolescencia, fue miembro de las Waffen ss. Algo parecido sucedió hace unos cuantos años, cuando el mundo se conmocionó al saber que el famoso escritor italiano Ignazio Silone colaboró en su juventud con la policía fascista. La vida diaria bajo el totalitarismo, ya fuera fascista o comunista, se basó habitualmente en una profunda duplicidad cuyos efectos son de larga data. No estoy de acuerdo con quienes dicen que no deberíamos estar interesados en los episodios oscuros de la vida de un gran escritor. ¿Por qué no? Deberían interesarnos; pero no con un propósito persecutorio, sino con miras a obtener una comprensión más profunda sobre una utopía sangrienta, demagógica y tiránica –y sobre la debilidad y la vulnerabilidad humanas. Incluso podemos considerar estos episodios como un testamento gratificante de la capacidad de un artista para sobreponerse a sus errores pasados y, pese a ellos, producir una obra invaluable.
No obstante, ¿podemos defender justificadamente a aquellos artistas e intelectuales cuya moralidad ha sido puesta en duda basándonos en el mérito de su obra y, aun así, condenar a gente ordinaria por ofensas a menudo menos graves? Un gran ejemplo de lo anterior es la manera en que los seguidores del filósofo rumano Constantin Noica defendieron el respaldo que éste brindó a la Cortina de Hierro fascista y su posterior colaboración con los comunistas, al tiempo que condenaban incluso a una mujer de la limpieza por trapear los suelos de las oficinas de la policía secreta. ¿No deberían valer lo mismo los penosos esfuerzos de esa afanadora por sacar adelante a su familia, a sus hijos y para sobrevivir ella misma? La vida bajo el totalitarismo constituyó una situación límite que nos exige aplicar reglas especiales, matizadas, para todos los prisioneros de aquella terrible experiencia. Para comprender esa época, debemos conocerla, y debemos juzgar cuidadosamente circunstancias a menudo ambiguas y abrumadoras, sin simplificar nunca una realidad cotidiana de múltiples niveles en aras de las actuales metas políticas. Tan sólo para perdonar debemos saber qué es lo que perdonamos. En la Europa del Este de hoy, tanto los viejos como los jóvenes podrían beneficiarse de esta lección. Moisés y su pueblo erraron por el desierto durante cuarenta años, hasta que pudieron liberarse del venenoso pensamiento de la esclavitud. ~ – Norman Manea Traducción de Marianela Santoveña
LITERATURA
La sonrisa en el balcón
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o intentaré en estos párrafos el imposible esfuerzo de abarcar toda la obra de Jorge Ibargüengoitia ni limitaré mi empeño al elogio, de por sí irrebatible. Diré que hay un aspecto de su maravillosa litera-
tura que la distingue sin que se agote en las sobremesas: Ibargüengoitia era guanajuatense y quienes profesamos esa querencia insistimos en cuadricularlo en esas coordenadas. Los que saben de pintura y miden los trazos por academias celebran tanto la obra de Hermenegildo Bustos que a veces olvidan subrayar que los óleos del gran pincel, vecino de San Francisco del Rincón, no hacía más que pintar todas las frutas tal cual, como muestrario de los sabores de las nieves que vendía, más que como bodegones de naturalezas muertas destinadas a los terciopelos de un mueso. Los críticos podrán hallarle grandes referencias a sus retratos de frente y de perfil, pero bastaría que se dieran una vuelta por San Pancho hoy en día para ver deambulando, de carne y hueso, no los fantasmas de los retratados por Bustos sino sus descendientes directos, intocados por la pátina del tiempo. Algo similar sucede a través de las novelas, cuentos, artículos de Ibargüengoitia, donde su drama se vuelve casi la biografía de personas conocidas o, peor aun, dizque reconocidas. En realidad, Cuévano es y no es Guanajuato, el estado de Plan de Abajo se medía muy en paralelo a los vaivenes irracionales de la vida real del Bajío, pero no todos los habitantes de Muérdago o los ilusos de Pedrones se reconocerían minuciosamente en los prediales de León o San Miguel de Allende. Jorge Ibargüengoitia nació en Guanajuato, en 1928; misma querencia y año de mi padre. De niños, jugaban en el Colegio Grosso de la ciudad de México y estudiaban fuera de las aulas, como debe de ser; en torneos de caballeros andantes con escoba en ristre por Chapultepec, en ingeniosas travesuras que justificaban el paso de todas las tardes y en los libros donde leían todas las aventuras antojables. Aunque la mayoría de mis parientes poblaron León (donde hay muchísima gente, pero muy pocas personas), hubo un ayer en que, por expropiaciones y reformas agrarias, mis abuelos tuvieron que cargar con todo y niños a la ciudad de México. Por su muy temprana orfandad paterna y por espeenero 2009 Letras Libres 77
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Ibargüengoitia como scout. Foto de Joy Laville..
ranzas paralelas, Ibargüengoitia también tuvo que crecer, a la sombra de sus tías, en la capital. Entonces, de niños, mi padre y dos hermanos mayores se hicieron no sólo amigos sino cómplices de Ibargüengoitia: cuando andaban de buenos, jugaban a las canicas, pero en la mayoría de sus locas andanzas practicaban el juego –ahora políticamente incorrecto– de “La Cruzada de las Gatas”. Armados con cascos de cartón y escobas en ristre, lanzaban cargadas como de caballería rusticana contra todas las sirvientas de azotea, nanas en Chapultepec o cocineras que venían del mercado con sus cantaritos de leche pura. Según recuerda mi padre, una de las mejores puntadas que se aventó el niño Ibargüengoitia fue cuando le cambió los letreros a los baños en cierta tienda departamental de prestigio. En cuanto entraba alguna señora, con urgencia mingitoria, y descubría jovencitos en el baño de damas, empezaba el regaño con ¡Muchachos facinerosos! o ¡Pervertidos del Demonio! El propio Ibargüengoitia se encargaba, bajo zapes, de enseñarle a la señora el letrero que los exculpaba. 78 Letras Libres enero 2009
La dama en turno, al filo de orinarse, se disculpaba entonces con los niños y pasaba a alzarse las naguas y bajarse los chones en pleno baño de Caballeros. Más de una vez se escucharon geniales alaridos femeninos (o alguna ronca sorpresa masculina) mientras los niños ya iban corriendo de salida. Aunque no fuera de Guanajuato, Ibargüengoitia bien pudo haber florecido como observador perspicaz, comentarista agudo y sarcástico de las muchas irrealidades irracionales que nos rodean, pero precisamente porque era guanajuatense tengo para mí que era un cervantino y quijotesco cuya inevitable dioptría distinguía claramente entre el cultivo serio del sentido del humor y eso que tan fácilmente calificamos como chistoso. Como un Chesterton de Coyoacán era capaz de describir como navegación accidentada en alta mar el viaje en pesero hasta el Zócalo de la ciudad de México, y como un Stevenson, perdido en islas del lejano Pacífico, nadie como Ibargüengoitia para detectar en cualquier aeropuerto europeo que ese misterioso fulano que lleva pantalón
verde, calcetines naranjas y mocasines gastados no es un polaco disfrazado con la ya clásica combinación de los nacidos en Moroleón, Guanajuato, ¡sino, efectivamente, un paisano despistado que precisamente nació en Moroleón, Guanajuato! Nadie como Ibargüengoitia para denunciar en tinta los abusos de quienes se creen muy-muy, los que van a por todas y además las ganan, los funcionarios corruptos, las secres gordas que estorban, los enredos de un burócrata. Con el sarcasmo como conciencia, con ironía pensante, Ibargüengoitia haría sonrojarse a cualquier y todo mamón que se creyera infalible, incólume o inmortal. Ayer, como hoy, nadie como Ibargüengoitia para poner en evidencia, por lo menos para avergonzarlos, a quienes se miran tranquilamente en el espejo con la conciencia más negra que la cara de Tezcatlipoca. Contra todos los injustos, él era un Justo que subrayaba con gracia la desgracia de los soberbios, esos que no habiendo cometido ninguna ilegalidad no tienen manera de disfrazar su inmoralidad. ~ – Jorge F. Hernández
semblanza
Dios y el diablo en la tierra del sol
U
na de las obras más importantes de un escritor –quizá la más importante de todas– es la imagen que deja de sí mismo a la memoria de los hombres. Lo que se sabe de João Guimarães Rosa (Cordisburgo, Minas Gerais, 1908-Rio de Janeiro, 1967) permite que la memoria social que de él se guarda lo presente como un caballero amable y civilizado, y que la memoria cultural lo tenga como el escritor contemporáneo más alto de su país. Provinciano, médico rural, funcionario voluntario de la Força Pública en el periodo de transición (1933) hacia el constitucionalismo federal, diplomático y –por tan sólo, ay, tres días, para él gloriosos– académico de la lengua, su trayecto redondeó a una clase de persona que abundó en América Latina entre los comienzos y los finales del siglo pasado. En efecto, en él se daba la dedicación a lo que se conocía como el dominio de las humanidades y el espíritu, esferas ambas vinculadas a la manifestación del arte, y la voluntad de servicio público entendida como actividad que prestigia a quien la ejerce y que ayuda a garantizar la propia sobrevivencia. De José Enrique Rodó a Jaime Torres Bodet, pasando por Alfonso Reyes, Juan Liscano y José Guilherme Merquior, ese tipo es ya una categoría improbable en un continente que ha postergado sus intereses culturales institucionales en beneficio de las alianzas económico-financieras o las urgencias geoestratégicas. Guimarães Rosa también fue el representante de un Brasil casi extinto, que desapareció de modo progresivo a partir de la década de los cincuenta y del que ahora quedan algunos vestigios aquí y allá, el Brasil primitivo, agrícola, manufacturero, en el que los hacendados (fazendeiros) mandaban, y vuelto sociológicamente famoso por el retrato que trazó el Casa-Grande y Senzala de Gilberto Freyre. Por su parte,
el país que comenzó a dejar atrás tales características fue el que encontró su símbolo en el proyecto de la capitalidad de Brasilia, que marcó el amanecer de un impulso desarrollista. Uno y otro Brasil, a una forma y otra de ser Brasil, Guimarães Rosa daría una voz resonante, brava, única. Puesto en otros términos: su Brasil es a la vez esencialmente arcaico y audazmente moderno. En ese ayuntamiento original hay que discernir la inteligencia de nuestro autor. El portugués es una lengua rancia y añosa tanto por sus orígenes como por su gramática, y sus hablantes transatlánticos, desde Macunaíma al Manifesto antropófago y de éste a la poesía concreta, intentarán conjugar ese arcaísmo con un proceso de apropiación dinámica: la creación de lo que Mário de Andrade llamó una “língua brasiliana”. El papel que Guimarães Rosa desempeñó, entre 1940 y 1960, en ese escenario de tránsitos fue el de una figura central; o, mejor, alcanzó en 1956 la centralidad al publicar la primera versión (la definitiva es de 1958) de lo que se convertiría en un clásico, Grande sertão: veredas. Se trató, cabe aclararlo, de una de esas centralidades que ganan los solitarios; a pesar de sus cargos diplomáticos y ministeriales, de su papel en Itamaratí y de su desempeño en Europa como cónsul en Hamburgo, entre 1938 y 1942, donde colaboró en denunciar el ascenso del nazismo y, muy especialmente, en auxiliar a los judíos perseguidos, salvando numerosas vidas, fue un escritor celoso de su obra literaria y del curso que trazaba, hábil articulador de su persona dramática y dueño del altivo rigor de los aislados. Nunca usó en su favor las vinculaciones políticas, se mostró reacio a la facilidad y fue intransigente con sus ideales artísticos. Los títulos que de Guimarães Rosa van apareciendo desde 1940 (Sagarana, 1946; Corpo de baile, 1956) informan que sus asuntos y sus formas quieren marcar desde el comienzo un territorio propio que, a la vez que se inscribe en la evolución de la literatura brasileña, pretende darle a ésta un cauce nuevo y, sobre todo, una ambición de estilo
y otra profundidad de calado. De ahí, por ejemplo, que los temas indigenistas y rurales y que las obsesiones ideológicas y sociales, caras al regionalismo, se vuelvan en sus manos menos misionales y más literarias. Hijo de una literatura dominada por el neonaturalismo y la aspiración documental, de una literatura que se ocupa en registrar la decadencia de la aristocracia agraria y la formación de un proletariado urbano, y que en su secuencia histórica provocara la emergencia de unos autores y títulos cansinamente testimoniales y porfiadamente desangelados (es el caso de las piezas de José Lins do Rego, de Rachel de Queiroz, de Graciliano Ramos), Guimarães Rosa se inspira en unas fuentes similares con la explícita intención de retorcerlas y liquidarlas. Su obra es, en este sentido, una impiadosa (y, por momentos, amistosa) empresa de demolición. Ilustremos este punto. En Guimarães Rosa no deja de confirmarse la vieja sentencia de la literatura latinoamericana de que la selva devora a sus hombres. Pero la selva adquiere en él unas resonancias que alían lo primitivo con lo sagrado, que mezclan un mundo que es reconocible y un mundo que es insondable. Para decirlo pronto, asoma algo que es distinto de cuanto se estaba haciendo. Tanto en Sagarana (que reúne doce nouvelles) como en Corpo de baile (que reúne siete “narrativas”), los temas y los problemas apuntan a que el protagonismo sea el de la lengua, no sólo como vehículo de transmisión y comunicación sino como encarnación
Guimarães Rosa. enero 2009 Letras Libres 79
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de esa reverberación inapresable que se empeña en escarbar en el sentido final de las palabras, que inviste al lenguaje con la potencia de lo espiritual y lo simbólico. Más: allí los territorios son reales de lesa realidad pero sus atmósferas empiezan a teñirse de milagrosas cuando no se tornan franca representación de una fuerza sobrenatural o demoniaca. El sertão que recrea Guimarães Rosa colinda con un más allá donde las almas transmigran y las evidencias enseñan sus dobles fondos y sus dobles filos. Guimarães Rosa confesará en algún momento que Sagarana fue escrito “en siete meses de exaltación, de deslumbramiento”; ese arrebato, todo lo romántico que se quiera, ya anuncia un modo distinto de acercarse a los materiales humanos y literarios. Anuncia algo más, que acabará por volverse marca distintiva de Guimarães Rosa: el designio de que el povo (el pueblo no como entelequia o ideología sino como parábola y destino) encuentre una expresión propia, de la misma manera en que el pueblo mexicano encuentra su expresión en las obras de Juan Rulfo. Dicho de otro modo: allí despunta una ósmosis entre literatura y geografía –y, como prolongación, una ósmosis entre mitología y moral, entre oralidad y escritura, entre pasado y presente. De ahí que la “língua” de Guimarães Rosa tenga claros retumbos portugueses (a menudo se escucha en ella un eco soberbio de Os Lusíadas), aparezca muy marcada por lo brasileño y sea, en definitiva, una síntesis personalísima. De ahí, en un paso más, que en las páginas de Guimarães Rosa crezca la doble certeza de que el caudal del mundo es más fuerte que el hombre, pero que la interpretación del mundo es aún más fuerte. Grande sertão: veredas implica una culminación. Es un libro que es muchos libros. Es el relato monólogo de Riobaldo, que cree haber hecho un pacto con el diablo y tiene una relación erótica con un joven que es como un querubín y un ángel de la guarda y que al fin resulta ser una mujer sin que la revelación borre (al contrario: la agudiza) la ambigüedad táctica que permea y absorbe al conjunto 80 Letras Libres enero 2009
de las situaciones. Es una recuperación y una reelaboración del cuento popular que hace del diablo un personaje mítico y una suerte de divinidad a la vez concreta y huidiza. Es una narración que recrea el mito arcaico del hombre que se enfrenta a una figura monstruosa o a un laberinto invisible. Es un libro en el que desaparecen las fronteras entre el logos y la razón, entre una forma de civilización y una forma de barbarie. Es un libro que –como el Quijote– recrea críticamente, y paródicamente, a un arraigado género literario, y a sus personajes consuetudinarios, propio de unas tierras brasileñas, y cuyos propósitos apuntan a instigar el equívoco deliberado, la sospecha discernidora, el simulacro como fundamento fantasmal. La cadena de libros posibles expuesta en estas líneas sólo tiene –si es que tiene, cabe reconocerlo– una modestísima y acaso impertinente utilidad retórica. La obra de Guimarães Rosa sucede gracias a su incoherencia y no a su plan, a sus ambigüedades y no a sus explicaciones. La obra es, como sus personajes y sus sucesos, polisémica y polifónica: escribe y borra lo que escribe, dice y niega lo que dice, construye y destruye, una voz es singular y también plural. Es un libro, entonces, que se vuelve memorable. ¿No es ese alto cometido lo que define a un clásico? ¿No es ese el rango común que vincula a la Odisea, la Divina Comedia, el Quijote, The Waste Land? João Guimarães Rosa, que al final de Grande sertão: veredas sitúa, para cerrarlo y al mismo tiempo para abrirlo, el signo del infinito, sabía que estaba trabajando para sumarse al flujo mítico donde habita lo memorable. Es muy probable que también supiera que una memoria es una tradición. ~ – Danubio Torres Fierro
CIUDADES
La lágrima de Auden
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as ciudades suelen mantener una relación ambigua tanto con sus residentes como con
sus visitantes: son mujeres caprichosas que exigen una fidelidad a prueba de fuego, de lo contrario dan la espalda y se dedican a promover una indiferencia sin límites. Pienso en el caso emblemático de James Joyce, que llegó a odiar tanto su Dublín natal que tuvo que reinventarla mediante una escritura practicada en el exilio en París, Trieste y Zúrich. Sin embargo, y al igual que las mujeres, las ciudades son dadivosas cuando se saben amadas y admiradas. Eso fue lo que le ocurrió a Joseph Brodsky (1940-1996), que a lo largo de un cuarto de siglo –de 1972 hasta su muerte– entabló un romance incondicional con Venecia que lo obligó a “[regresar] a esta ciudad, o [recaer] en ella, con la frecuencia de un mal sueño”, una noción que hace eco de las palabras de Jean-Paul Sartre: “El agua de Venecia da a la ciudad entera un muy ligero color de pesadilla.” Sea como sea, el sueño brodskyano rindió frutos fascinantes: Marca de agua (1992), un canto melancólico a la original Perla del Adriático –el epíteto se aplica igualmente a Dubrovnik– donde el autor admite haber hallado su propia versión del paraíso: “Juré que si algún Pie de fotoEl culto día de mi imperio, si esta anguila al solsalía en el Antiguo Egipto, alguna vez escapar del Báltico, lo podía que se presentó recientemente el sería venir a Venecia primero queen haría Museo Nacional de [...] y, cuando escaseara el dinero, en Antropología. lugar de subir a un tren, comprarme una pequeña Browning y volarme ahí los sesos, incapaz de morir en Venecia por causas naturales.” Devoto no de las ciudades sino de las vueltas de tuerca, el destino quiso que Brodsky, presa de “la pena de no estar mortalmente enfermo” como el Gustav von Aschenbach de Thomas Mann, falleciera de un ataque cardiaco –una causa natural, aunque nunca comprenderé qué hay de natural en el acto de morir– en su departamento de Nueva York pero fuera enterrado en San Michele, el hermoso apéndice funerario de Venecia que J.G. Ballard vincula no en balde con La isla de los muertos (1880), el cuadro más célebre de Arnold Böcklin, y donde también descansan los restos de Sergéi Diaghilev, Ezra Pound e Ígor Stravinski.
Ubicado al norte de la laguna veneciana, San Michele semeja desde los Fondamente Nuove un alfiletero anaranjado y blanco en el que los cipreses despuntan como agujas que tejen una mortaja de quietud a salvo del bullicio turístico. En octubre pasado, mientras vagaba por las sigilosas avenidas de la isla cementerio, recordé el ensayo de Sartre sobre Tintoretto, el misterioso pintor que se entregó en cuerpo y alma a Venecia –que no dejaría más que una sola vez en su vida– y cuya obra “es antes que nada la relación pasional entre un hombre y una ciudad”. Lo mismo podría decirse de Marca de agua, pensé al entrar finalmente en la sección Evangelisti y localizar la tumba de Brodsky cerca de las de Pound y su compañera, la violinista Olga Rudge. De pie bajo un cielo despejado por el viento del Adriático, descubrí que el poeta ruso había logrado cumplir una fantasía secreta: dormir para siempre frente a la ciudad a la que consagró uno de sus mejores libros rodeado de altos árboles, bajo una lápida sencilla pero distinguida que ostenta su nombre en caracteres cirílicos y latinos y sobre la
Rincón veneciano.
que coloqué –a la usanza judía– una piedra en lugar de una flor. Ni la muerte pudo separar a estos amantes, me dije, abriendo al azar mi ejemplar de Marca de agua: “Para el ojo, por razones puramente ópticas, la partida no es el cuerpo que deja a la ciudad, sino la ciudad que abandona a la pupila [...] Esta ciudad es la amada del ojo. Después de ella, todo es un descenso. Una lágrima es la anticipación del futuro del ojo.” Y aun más: “En este sitio puede derramarse una lágrima en varias ocasiones.” Declaración de amor a una urbe parecida a un pez ansioso por volver al mar que lo desterró, Marca de agua termina justo con una lágrima. Es invierno, la única época del año en que Venecia se libra de los turistas que ejercen una promiscuidad falsamente cosmopolita secundados por sus cámaras, la estación que Brodsky eligió para fincar un affair cuya primera chispa brotó en 1966 con la lectura de una novela de Henri de Régnier, quizá Le divertissement provincial (1925). Es invierno, así pues, y el escritor ruso camina hacia el Florian: el café inaugurado el 29 de diciembre de 1720 por Floriano Francesconi con el nombre
de Venezia Trionfante y convertido en punto clave de la Plaza de San Marcos, el inmenso corazón geométrico que no cesa de inyectar sangre al organismo que lo acoge. El local está cerrando pero un camarero conocido atiende a Brodsky, que trago en mano sale a la plaza extrañamente desierta para atestiguar la invasión de la niebla: “Una invasión tranquila, pero de todas maneras invasión. Vi cómo sus picas y sus lanzas se movían en silencio pero muy de prisa, procedentes de la laguna, como infantes que preceden a la caballería pesada.” En medio del brumoso despliegue el poeta evoca unos versos de W. H. Auden, su amigo y mentor, cuya presencia fantasmal lo empuja a voltear para toparse con una de las pocas ventanas iluminadas del Florian, tras la que se desarrolla una escena fechada en la década de los cincuenta: “Sobre los rojos divanes de peluche, en torno a una pequeña mesa de mármol con un kremlin de bebidas y de teteras encima, estaban sentados Wystan Auden y su gran amor, Chester Kallman, Cecil Day-Lewis y su mujer, Stephen Spender y la suya. Wystan contaba algún cuento divertido y todo el mundo reía. En mitad del cuento, un marino acuerpado pasó frente a la ventana; Chester se levantó y sin decir siquiera ‘Hasta luego’ se lanzó tras la presa. ‘Miré a Wystan’, me contó Stephen años después. ‘Siguió riendo pero le rodó una lágrima por la mejilla.’” Brodsky congela el tiempo no sólo en dos ventanas que realmente son la misma sino en un gesto que resume, al menos para mí, la esencia más íntima de una ciudad que se debate entre el presente superficial y el pasado profundo; una dama vieja y elegante que busca disimular la nostalgia por lo que se fue y por las ruinas que quedaron tras una máscara de vivacidad turística: un carnaval entre la neblina de invierno. En la lágrima que corre sobre la sonrisa de W. H. Auden vibra el reflejo de Venecia, que festeja la gloria de su decrepitud con todos los que felices o llorosos, vivos o muertos, han prometido serle fieles por los siglos de los siglos. ~ – Mauricio Montiel Figueiras enero 2009 Letras Libres 81
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William Saroyan (Fresno, 1908-Fresno, 1981).
CENTENARIO
Saroyan en el trapecio volante de su centenario
“¿
Has leído a Saroyan?”, inquiere Sabby, un personaje de Jack Kerouac en su autobiografía novelada La vanidad de los Duluoz. Hacerse esta pregunta hacia mediados de los años treinta del siglo xx y querer ser y vivir como escritor, tenía algo de casi lógico: al igual que otro gran olvidado, Thomas Wolfe, autor de You Can’t Go Home Again, William Saroyan era una celebridad literaria lo mismo entre los lectores de The New Yorker, Harpers y The Atlantic Monthly, donde publicaba relatos pagados a cinco mil dólares, que en las marquesinas de las ciudades de Estados Unidos en las que durante años se presentó su aclamada obra de teatro The Time of Your Life. 82 Letras Libres enero 2009
Hoy, cuando son pocos quienes siguen leyendo a Saroyan al cierre del tumultuoso 2008, apenas llama la atención que nadie recuerde a este escritor excepcional en el centenario de su nacimiento. Tratándose de Saroyan, además de lógico el olvido es casi predecible. Si bien llegó a ser un autor encomiado por su editor, James Laughlin, en la vanguardista y exquisita New Directions, fue el propio Saroyan quien, luego de conocer fama y fortuna tempranas, decidió mantener sus últimos años de vida en una férrea reclusión entre París y Fresno, su ciudad natal. La explicación de ello radica en los yerros y fracasos que recolectó el propio Saroyan a lo largo de su vida: una pasión animal por su mujer, con quien dos veces contrajo nupcias y de quien dos veces se divorció; fortunas perdidas en el juego y las apuestas; proyectos que jamás se realizaron; malos negocios y amistades cercenadas por tonterías. Hace tiempo, no tanto en realidad, cuando la editorial Acantilado comenzó a rescatar algunas de sus novelas, un amigo al que aquí llamaré Julio Valdivieso me contagió la curiosidad –que más tarde se convertiría en franco entusiasmo– por Saroyan. Lo empecé a leer pensando que se trataba de un autor marginal y desdeñoso de los reflectores, un habitante del underdog literario estadounidense proveniente de los barrios ubicados al otro lado de las vías, a la manera de quien fuera su amigo y compañero de desgracias, John Fante; un escritor para el que no existía una imaginaria línea divisoria entre él y sus personajes; en suma, un tipo que hacía honor al adjetivo “saroyanesco” con el cual su biógrafo, nada menos que Barry Gifford, califica todo su universo de ficción: un vagabundo excéntrico y dulce, una prostituta con un corazón chapado en oro, un vejete escocés que se tambalea arrastrando una gaita hecha pedazos, un despistado párvulo de ojos grandes cuya inocencia y gusto por la lectura y el teatro provocaron que viera el mundo tal como éste luce una mañana después de la lluvia nocturna.
Por vía negativa, Saroyan estuvo más cerca de Scott Fitzgerald que de Hemingway, el maestro y rival cuyas tempranas descalificaciones alcanzaron su tono más bajo y personal en la revista Esquire (“Es usted brillante, pero no tanto. Ni siquiera conoce usted el lugar donde está parado. Su único truco es ser armenio, y a ésos los hemos visto ir y venir. Incluidos algunos buenos. Mejores que usted, señor Saroyan”). Podría decirse que conoció la gloria lo mismo en Hollywood que en Broadway, y que su ambición lo llevó a obtener cuanto quiso y deseó. También a perderlo todo, menos la vida. Sin haber asistido a Princeton ni Harvard, en 1929, el año del crash, Saroyan había regresado sin fortuna de Nueva York y merodeaba ansioso entre los anaqueles de la biblioteca pública de Fresno, California. Para 1934, Random House publica El joven audaz sobre el trapecio volante, la opera prima que le trajo un éxito inmediato. En 1939 escribe en apenas seis días una de las obras de teatro más vistas en Estados Unidos. Un año después declina el premio Pulitzer por un mero capricho. Pie de fotoEl culto se divorcia por primera vez al solEn en 1949 el Antiguo Egipto, de Carol Marcus y pierde cincuenta mil que se presentó dólares en apuestas. recientemente en el Museo Nacional de En 1957 vuelve a estrenar una obra Antropología. de teatro en Broadway. Otras dos obras suyas son estrenadas en Londres. Se queda en París, donde compra una buhardilla ruinosa. Sigue escribiendo, perdiendo en el juego y evitando cada vez más cualquier contacto o asomo de vida social. Vuelve a París y pasa la otra mitad del año en Fresno. No soporta a sus dos hijos ni ellos a él. Su caso es francamente patológico, y al mismo tiempo ejemplar. Llega a publicar en vida más de cuarenta títulos, el último de ellos una serie de prosas autobiográficas que casi le vale, a los setenta y uno, el American Book Award. La crítica continúa objetando su estilo, el cual encuentra demasiado emotivo y con el que él aspira a escribir en la misma forma en que cae la nieve
durante una tormenta. Incluso ahora, en el año de su centenario, uno puede decir que vale más la prosa tránsfuga y sentimental del otrora joven audaz que la palabrería sanitaria y huera de veinte escritores contemporáneos. Un buen ejemplo proveniente de The Daring Young Man: “Niebla sobre San Francisco y el cielo crispado con brumas y chorros de altas luces eléctricas: una sensación de desesperación mezclada con burla; aceras mojadas, la gente de siempre sobre ellas [...] esto es lo que hace que la ciudad de noche sea tan interesante: la gente saliendo de los cines, fumando cigarrillos con aspecto afligido, anhelando mucho, precisión, gloria, todo lo que en la vida es bello; anhelando lo mejor sin por ello conseguir nada.” Hacia el final, en el verano de 1980, se manifiesta una grave enfermedad. Saroyan se niega a ser atendido. Al año siguiente, en su lecho de muerte se despide del trapecio volante de la existencia con una frase que debería figurar junto a las clásicas “luz, más luz” de Goethe, “denme mis anteojos” de Pessoa, o “un cigarrillo por favor, sería el último” de Svevo: “Este es el momento más hermoso de mi vida... y de mi muerte”. ~ – Bruno H. Piché
DIARIO INFINITESIMAL
Silueta de Voltaire
“A
hora que ya no hay elegancia”, se queja Proust, “me consuelo recordando cómo vestían las damas que conocí en otros tiempos.” No sólo las damas, también los caballeros. He aquí un retrato que ilustra cómo vestía Voltaire en 1763 trazado por un testigo presencial: “llevaba siempre chinelas grises, medias color gris metal, con extremos doblados hacia abajo, una ancha casaca damasquinada de algodón hasta las rodillas. Una gran peluca larga y encima de ella un pequeño gorro de terciopelo negro. A veces, los domingos,
vestía un vistoso traje de color bronce, largos y larguísimos, ensayos, panfletos en juego con chaqueta y calzones, la polémicos o calumniosos, un númechaqueta de amplios faldones, galones ro enorme de cartas, pero sobre todo dorados, festones y bordados, y puños escribió tragedias en verso. El teatro de encaje hasta la punta de los dedos; fue el que en su tiempo le dio fama y, en decía él que el traje le daba aparien- parte, fortuna (ya se sabe que Voltaire cia distinguida”. Nunca se ha vestido fue siempre ávido y sagaz hombre de con menos gracia que ahora y pocas con negocios). Ahora, aquí aparece la paradoja más elaborada inventiva y coquetería volteriana, pues Voltaire, gran agitaque en el siglo xviii. Voltaire vivió favorecido de briosa dor, abogado de la tolerancia y la jusvitalidad más de ochenta años. El gran ticia, revolucionario y jacobino, fue Gibbon lo visitó en su finca Les Délices, uno de los exponentes más reaccionacerca de Ginebra, en Suiza, donde se rios del teatro neoclásico francés. Esta daban funciones de teatro, y vio repre- fidelidad a las rígidas reglas neoclásentar su obra El huérfano de la China, con sicas hace que sus pomposas y declamaVoltaire y su sobrina, madame Denis, torias tragedias hayan sido por compleen los papeles principales. He aquí to olvidadas. El ultraconservador llega la escena pintada por mano maestra: a proferir: “lo más horrible de todo es “Estaba yo demasiado perplejo ante la que el monstruo tiene partidarios en ridícula figura de Voltaire ya septuage- Francia, y para colmo de calamidades nario, haciendo de conquistador tártaro y horrores yo mismo fui el primero en hablar hace tiempo de con voz hueca y cascada este sujeto; el primero y cortejando a una sobrien mostrar algunas perna realmente horrible de las que había encontrado unos 50 años. La obra en su enorme estercoledio comienzo a las 8 de ro. No podía imaginar la tarde y acabó cerca de entonces que un día ayumedia hora después de daría a pisotear las corolas 11. La compañía fue nas de Corneille y Racine invitada entonces a quepara adornar la frente de darse y a las 12 nos sentaun bárbaro histrión”. mos a una elegante cena ¿De quién habla de unos 100 cubiertos. Voltaire? De ShakesLa cena dio fin a las 2, la peare, nada menos. Qué compañía bailó hasta las manera de equivocarse, 4; cuando ya no aguan¿verdad? tamos más, abordamos Es curioso que de la nuestros carruajes y enorme masa de escriregresamos a Ginebra, tos de Voltaire, cuarenta cuando abría sus puertomos, queden vivas sólo tas. Dime si conoces a una novela corta, encanotro famoso poeta en François Marie Arouet, Voltaire. tadora, Cándido, polémica la historia o la leyenda contra Leibniz, que, por que a los 70 años haya cierto, disputa con un representado sus propias obras y haya concluido con cena y baile fantasma, pues interpreta mal lo que afirma el gran filósofo alemán, y un para 100 personas.” Y concluye: “El frenético baile final es extraño ensayo, el Diccionario filosófico. Y, claro, quedan la risa y la sonrisa de lo que me pareció más extraordinario.” Voltaire se pasó la vida rebuscan- Voltaire, y creo que es realmente afortudo en todos los géneros literarios, era nado quien es recordado por su sonrisa, incansable: escribió de historia, polí- ¿no es cierto? ~ – Hugo Hiriart tica, filosofía, novelas, poemas cortos, enero 2009 Letras Libres 83
arena internacional
Ana Nuño
2 o 3 cosas que sé del populismo Elfantasmaquehoyrecorreelmundoeselpopulismo:desdeObamadiciéndonosloquequeremosoírhastaZapateroprometiendobuenostiemposenmitad delatormenta.Contodo,elmaestrosiguesiendoindiscutible:HugoChávez.
L
La nariz de la multitud es su imaginación, y por ella siempre es fácil conducirla. Edgar Allan Poe
La hora del populismo
os ciudadanos del Imperio acaban de elegir presidente para los próximos cuatro años. Señas de identidad notables: es joven, tiene poca experiencia política y una gran capacidad para modular su discurso en función de los cambiantes imperativos mediáticos. Durante los largos meses de campaña previos a su investidura por el Partido Demócrata y los posteriores, ha sabido adaptar su agenda en función de los intereses tácticos de cada etapa. Así, la retirada de las tropas de Irak pasó de urgente e impostergable promesa a situarse en un horizonte alcanzable en dos o tres años o más, y durante su grand tour europeo del verano de 2008, la retórica del diálogo con Irán comenzó a transmutarse en lo que fue el primer acto de política internacional del recién electo presidente: la advertencia, en su primera rueda de prensa después de la elección, de que “el desarrollo por Irán del arma nuclear […] es inaceptable. Y el apoyo de Irán a organizaciones terroristas debe cesar.” Joven, con poca experiencia, camaleónico. Ah, y lo más importante, o eso parece: es negro. Perdón: afroamericano. Con esta combinación de elementos, Barack Hussein Obama, el 44 Presidente de Estados Unidos, se ha convertido en el icono planetario de una nueva manera de entender la política, y no sólo en su país. En el mundo entero, los más influyentes medios de comunicación han dedicado al “fenómeno Obama” más atención y espacio que, por ejemplo, a la reciente crisis del Cáucaso, a pesar de que la invasión de Osetia del Sur y Georgia por los blindados rusos haya dejado un saldo de varios centenares de civiles muertos y la “legalidad internacional” reducida a papel mojado. Y ni hablar de lo que está sucediendo en la República Democrática del Congo. Por lo visto, el planeta entero vibra con la elección de un descendiente de africanos a la presidencia del país más poderoso de la tierra, pero el destino de los africanos de hoy nos deja a todos más o menos indiferentes. 84 Letras Libres enero 2009
En la “obamanía” es posible ver la entronización de esa nueva manera de entender la política que, para no andarme con rodeos, llamaré por su viejo nombre de pila: populismo. Basta con una ojeada a los actuales líderes políticos europeos o latinoamericanos para ver algunos renovados perfiles de esta tendencia: Nicolas Sarkozy en Francia, Silvio Berlusconi en Italia, José Luis Rodríguez Zapatero en España, Vladimir Putin (y su kagemusha Medvedev) en Rusia; el matrimonio Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Lula da Silva en Brasil, Hugo Chávez en Venezuela… En todos estos casos, ha dejado de ser operativa la distinción entre izquierda y derecha, progresistas y conservadores, liberales y socialistas: todos estos dirigentes son capaces de aplicar políticas de uno u otro signo, según aconsejen los sondeos de popularidad y la intención de voto del momento. Una excepción, por ahora, parece ser la canciller alemana: Angela Merkel cultiva una imagen de política seria y profesional, más propia de los dirigentes anticuados de antes de la era populista, si bien con una tendencia a no delegar en otras figuras de su gabinete y acaparar todos los focos mediáticos. En cuanto al británico Gordon Brown, el hecho de que su popularidad haya aumentado en Reino Unido a raíz de la masiva intervención de su gobierno en los bancos y aseguradoras ingleses ya debe de haberle dado pistas sobre lo que conviene hacer en el futuro para seducir a sus electores. Para “quietly lead them by their nose”, que habría dicho E. A. Poe. ¿Que exagero? Ya lo hemos olvidado, porque en el universo mediático un año es un año-luz, pero hace apenas esa distancia-tiempo, nada menos que el New York Times detectaba, en la entonces incipiente campaña de los Demócratas, el giro hacia un “Nuevo Populismo”.1 No pienso entrar en el juego de las etiquetas o en distinciones entre tipos de populismo; hay una extensa literatura política dedicada al fenómeno, desde su primera aparición en la Rusia de la segunda mitad del xix, con el narodnitchestvo, hasta los recientes análisis de la escena política francesa por Guy Hermet. Quien tenga ganas de navegar por el proceloso océano de las tipologías que ha inspirado a lo largo 1 http://www.nytimes.com/2007/07/16/us/politics/16populist.html?_r=1&hp&oref=slogin
del siglo xx y los primeros años del xxi, puede hacerse con el útil sextante de La ilusión populista,2 de Pierre-André Taguieff. Pero conviene no perder de vista esta realidad a la hora de decir dos o tres cosas sobre la Venezuela de Hugo Chávez, más que nada para no incurrir en los falsos problemas habituales. Por ejemplo, en afirmar que Chávez es un dictador o un tirano que ha liquidado la democracia venezolana. Hay que recordar, una y otra vez, que Chávez ostenta un poder que, hasta la fecha, le ha sido otorgado por una mayoría de venezolanos en las urnas, y que la Constitución de la “República Bolivariana de Venezuela” fue redactada por una Asamblea Constituyente designada por referendo consultivo. Es decir, que en el caso venezolano las cosas son un poco más complejas de lo que sugieren las nítidas oposiciones entre democracia y dictadura, estado de derecho y estado de excepción, régimen civil y militar. Y no digamos nada de la dicotomía izquierdas-derechas. Antes de la llegada de Chávez al sillón presidencial de Miraflores, otros tres actores ya habían incidido poderosamente en la configuración de la autoritaria y paternalista democracia venezolana: el petróleo, el ejército y el culto a Bolívar. Estos tres actores son los verdaderos protagonistas de la historia política de Venezuela en el siglo xx, que la habilidad de Chávez ha consistido en reactivar demagógicamente para su beneficio y el de sus acólitos. Y en todos los casos ha hecho lo que distingue a los dirigentes populistas: ocultar la realidad a la que remiten tras el denso manto de los símbolos. Chávez es, ciertamente, un caso exacerbado y hasta extremo de líder populista, pero su método no difiere esencialmente del empleado por políticos que no solemos asociar con el temerario y peligroso manoseo de las instituciones democráticas a que ha acabado reduciéndose su gobierno. Sin ir más lejos, en España abundan los ejemplos afines, desde la utilización por los dirigentes nacionalistas de los símbolos identitarios locales (la lengua, la historia, el territorio) hasta la artificial reactivación, con fines políticos, del tema de las “dos Españas” por el gobierno central. En todos estos casos, el clásico recurso populista a los símbolos permite desviar la atención de realidades bastante más tangibles y de mayores consecuencias para los ciudadanos (cómo se maneja el erario público y a qué se destinan sus recursos, por ejemplo) y, de paso, adoptar y aplicar políticas lo más lejos que sea posible de la luz y los taquígrafos del Parlamento. Verbigracia, el gobierno de España, en el contexto de la actual crisis financiera mundial, ha anunciado media docena de planes de ayuda a sectores especialmente fragilizados de la economía española, el primero y más aparatoso de los cuales −un plan de rescate de los bancos españoles consistente en la adquisición de activos financieros de bancos y cajas españoles y la concesión de avales a este sector por un total que excede la friolera de 100.000 millones de euros− se singulariza por su opacidad: sólo en el caso de los activos estará obligado el gobierno a remitir a las Cortes un informe… ¡cuatrimestral! En claro: el gobierno pondrá el 10 % 2 P.-A. Taguieff, L’Illusion populiste. Essai sur les démagogies de l'âge démocratique. Flammarion/ Champs, París, 2007.
del pib español a disposición de no se sabe qué bancos y cajas, y sólo a posteriori sus señorías los diputados podrán descubrir a qué operaciones ha sido destinado. Nada de esto parece preocupar a una opinión pública cada vez más centrada en lo accesorio, es decir en los símbolos: la elección de Obama es “histórica” porque Obama es negro; Zapatero es un dirigente progresista, sean cuales sean las políticas que impulsa su gobierno, muchas de las cuales, de haber sido adoptadas por un dirigente del pp, habrían sido calificadas de derechistas; Sarkozy, en cambio, es de derechas, por más que sus actuaciones adquieran visos crecientemente gaullianos o mitterrandistas; Evo Morales es indigenista, a pesar de que sus ideas políticas son tributarias de su experiencia como activista y dirigente del movimiento sindical cocalero. Ad libitum. El populismo de Chávez
Hugo Chávez apareció en la escena política en el preciso momento en que triunfaba en Venezuela la “antipolítica”. Los partidos políticos que se habían alternado durante casi cuatro décadas en el poder estaban desprestigiados, y algo mucho peor: las instituciones del Estado también lo estaban. Consecuencia de la utilización partidista y clientelar de éstas por aquéllos, el Estado venezolano nacido del derrocamiento de la última dictadura venezolana del siglo xx, un Estado constituido y legitimado por una de las democracias más longevas de América Latina, era considerado por una mayoría de venezolanos como fuente de ineficacia burocrática y corrupción financiera. Pero se equivocan quienes piensan que la popularidad de Chávez estuvo originalmente basada en la instrumentalización política del tema de la corrupción del sistema democrático y el Estado venezolanos. No únicamente, en todo caso: si hubiera quedado sólo en eso, Chávez habría llegado al poder, en efecto, pero difícilmente habría podido conservarlo durante tanto tiempo. La inteligencia de Chávez –inteligencia de demagogo populista, pero innegable– consistió en comprender que muchos venezolanos no querían menos sino más Estado, y no forzosamente menos corrupción institucional, sino una corrupción redirigida a otros objetivos y, a ser posible, más generosamente distribuida. El Estado en Venezuela ya era, en aquella “corrupta” democracia fustigada por Chávez, mucho más que un conjunto de instituciones encargadas de ejercer el “monopolio de la violencia legítima”, como lo concebía Max Weber; de él, los venezolanos se habían acostumbrado a esperarlo todo. Sobre todo, la distribución de la riqueza derivada del petróleo. Esto lo ha comprendido muy bien Chávez, a tal punto que en sus diez años de gobierno, el Estado venezolano ha aumentado exponencialmente su capacidad de mostrarse ineficiente y corrupto en el manejo de las riquezas del país. Más aun: el Estado bajo Chávez se ha politizado a extremos nunca antes conocidos en Venezuela. Los ministerios y todas las instituciones están al servicio del “Poder Popular” y sirven los intereses del chavismo oficial. Por otro lado, y nada sorprendentemente, Chávez ha frenado enero 2009 Letras Libres 85
arena internacional
Ana Nuño primero y después revertido la incipiente descentralización administrativa y territorial del Estado venezolano, iniciada a fines de la década de 1980. Con su gobierno, los venezolanos tienen no sólo un Estado más ineficiente, corrupto y politizado que nunca antes en su historia, sino también más centralizado y dependiente del fait du prince. Así como la denuncia de la corrupción e ineficiencia ha sido utilizada por Chávez para agravar estos males endémicos del Estado venezolano, la dichosa “antipolítica”, como ha señalado Colette Capriles, se ha dado la vuelta como un calcetín y ha devenido en “hiperpolítica”.3 Si antes de Chávez la política era percibida por un número considerable de venezolanos como un juego de poder divorciado de los intereses y problemas reales de los ciudadanos, con Chávez éstos han visto cómo todas las parcelas de sus vidas adquieren sentido político. Este es el contexto en el que conviene analizar, por sólo citar un ejemplo de hiperpolitización, el discurso guerracivilista de Chávez, que ha sido una constante desde su primera elección. Dividir a los venezolanos en buenos y malos según su pertenencia a determinados colectivos o clases sociales ha sido una herramienta muy útil para un dirigente que busca mantener a la sociedad permanentemente movilizada y en estado de alerta. Como buen populista, Chávez ha comprendido que su peor enemigo es el desafecto de los venezolanos hacia la política, un desafecto que en el pasado le permitió a él, precisamente, acceder al poder. De ahí el fenómeno, sorprendente para un observador desatento, de una sociedad que en diez años ha pasado de “pasar” de sus políticos a llevar a la calle cualquier manifestación de apoyo o disenso ante las políticas del gobierno. Un fenómeno muy certeramente descrito por Naomi Daremblum: Esta práctica constante de la democracia callejera ha convertido a Venezuela en lo que sólo puede describirse como una hiperdemocracia, un Estado en el que las pasiones políticas gobiernan y ninguna de las partes parece capaz de proponer soluciones responsables. Venezuela atraviesa una terrible crisis política, pero no por falta sino por exceso de democracia. Venezuela vive un experimento político en el que se ha puesto en práctica una concepción mesiánica de la democracia a través del orden jurídico, y en el cual las clases populares, hoy convencidas de que la participación política se traduce en salvación, gobiernan directamente con y a través del presidente, evitando todas las demás instituciones salvo, tal vez, el ejército. Como lo puede afirmar cualquier taxista de Caracas, con Chávez gobierna el pueblo. Carl Schmitt habría aplaudido.4 Pero hay más. Terapeuta asilvestrado y perverso, Chávez ha sabido explotar uno de los rasgos más constantes y nocivos de la “venezolanidad”, ideológica y políticamente construida y 3 Colette Capriles, La Revolución como espectáculo. Random House Mondadori, Caracas, 2005. 4 Naomi Daremblum, “Chávez y la democracia protagónica”, Letras Libres, febrero de 2003, p. 94. 86 Letras Libres enero 2009
manipulada desde hace más de un siglo: el bolivarianismo o bolivarismo. Los comentaristas extranjeros que no conocen la historia de Venezuela, es decir la mayoría,5 le atribuyen a Chávez la resurrección del mito bolivariano. O, por mejor decir, la instrumentalización con fines políticos de la figura y el ideario de Simón Bolívar. La verdad es muy otra: Chávez no ha hecho más que exacerbar, llevándolo al paroxismo, el culto idólatra al Libertador, inaugurado por Guzmán Blanco a fines del xix y desde entonces utilizado para uno u otro fin por los gobernantes venezolanos, demócratas o tiranos. El bolivarismo o culto a Bolívar ha sido diversamente analizado y valorado en su alcance ideológico y consecuencias políticas.6 Baste aquí con apuntar a una de sus consecuencias más nefastas para el ejercicio de la democracia en una sociedad moderna: la abolición del futuro como proyecto colectivo. Porque resulta que la utopía ya tuvo lugar en el pasado: fue la gesta independentista. Y con un único protagonista real: Simón Bolívar, del que todos los venezolanos posteriores y venideros apenas son pálidos reflejos y están condenados a imitar sus gestos y repetir sus proclamas. Más que ningún otro, el filósofo político Luis Castro Leiva “deconstruyó” los mecanismos de este “historicismo de la peor especie –como recuerda Ibsen Martínez– que entraña una moral inhumana e impracticable y, por lo mismo, tremendamente corruptora de la vida republicana. [Castro Leiva] Se lamentaba de que la biografía ejemplar de Simón Bolívar haya sido la única filosofía política que los venezolanos fuimos capaces de discurrir en siglo y medio. Esa ‘filosofía’ no es, según su expresión, más que una perversa ‘escatología ambigua’ que sólo ha servido para alentar el uso político del pasado.”7 Menos de dos meses después de unos comicios regionales que supusieron la segunda derrota consecutiva de la línea maximalista de Chávez (concentrar el poder del Estado y las instituciones y asegurarse la reelección indefinida al sillón de Miraflores), y cuando acaban de cumplirse diez años de su primer triunfo electoral, va siendo hora de que veamos en este personaje lo que realmente es, no lo que él dice ser (un “revolucionario”) ni lo que sus más miopes adversarios le acusan de ser (un “dictador”). Porque lo que es Chávez, si cabe, entraña más peligros para la democracia que el hecho de que ocasionalmente juegue a ser un castrista o un guevarista trasnochado o agite como un sonajero el juguete roto del panamericanismo bolivariano. Chávez es uno de los muchos rostros que hoy adopta el populismo. Que es una de las enfermedades políticas de nuestro comienzo de siglo, quizás una de las más peligrosas, ciertamente de las más contagiosas. ~ 5 Hay excepciones, desde luego. La más reciente queda plasmada en el análisis del fenómeno Chávez por Enrique Krauze: El poder y el delirio. Tusquets, Barcelona, 2008. Ver http://libros.libertaddigital.com/el-poder-y-el-delirio-1276235927.html. 6 Germán Carrera Damas, El culto a Bolívar. Ed. Alfa, Caracas, 2003 (1ª ed. 1970); Luis Castro Leiva, De la patria boba a la teología bolivariana. Monte Avila, Caracas, 1991; Elías Pino Iturrieta, El divino Bolívar: ensayo sobre una religión republicana. Libros de la Catarata, Madrid, 2003. 7 Ibsen Martínez, “Relato del anglófilo y el golpista”, Letras Libres, febrero de 2003, p. 92.