El flamenco, un modelo de comunicación existencial

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Edita: Diputaci贸n de M谩laga Imprime: Gr谩ficas San Pancracio Dep贸sito Legal: MA-1085-2006








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ue Paco Perujo es joven es una verdad justificada en su carnet de identidad. Que es un enamorado del flamenco lo sabemos bien quienes hemos tenido la ocasión de compartir sus conocimientos. Que es inteligente lo demuestra en su actitud personal y en su aptitud profesional. Y viene a cuento esta entrada porque hace falta la osadía del joven, la pasión del aficionao y la razón del inteligente para atreverse a escribir un tratado sobre la adecuada vía para la comunicación existencial que es el flamenco, cuando éste vive unos momentos de aburguesado adocenamiento, de reduccionismo castrante y de prevalencia de los elementos puramente estéticos (en ocasiones, de una estética de mal gusto) sobre los fundamentos éticos. Cuando la flamencología al uso se basa en planteamientos puramente historicistas, cuando no anecdóticos, que valora el dato en detrimento del componente humano de este arte, andaluz sin duda, pero conformado por elementos sentimentales y expresivos de alcance universal, Paco asume el reto de analizar el flamenco desde una perspectiva nueva y compleja, porque se trata de profundizar en la emotiva identificación del intérprete con las vivencias propias, la alimentación de éstas con las de los demás y el posterior ritual en el que se comparten. Con la dificultad añadida de que se trata de hallar las claves de un proceso creativo en el que los protagonistas se conducen con espontánea naturalidad, con lo que no pueden aportar a la especulación intelectual más que la observación externa sobre sus conductas. Consciente de ello, el autor no pretende en parte alguna de este bien planteado y sólidamente argumentado trabajo sentar doctrina, elevar a definitivos hallazgos y conclusiones y dar por cerrada la tarea de prospección que se ha marcado como objetivo. Antes bien, queda clara su intención de abrir un espacio para la reflexión, para el diálogo, para el debate y para las aportaciones de quienes quieran sumarse a esta tarea necesaria y, de manera inexplicable, nunca convenientemente abordada.


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Perujo invita a huir del dogma, de las afirmaciones temerarias sin más justificación, a veces, que la fantasía literaria, de las verdades absolutas con relación a una expresión condicionada por las circunstancias vitales y sociales del intérprete y no estática, por tanto. Y no sólo no evita, sino que se sumerge con todas las consecuencias en el riesgo de la provocación, que es la mejor manera de no reducir a simple adorno de anaquel un texto que, por la voluntad de su autor y por su contenido, está llamado a prestar un buen servicio al mejor conocimiento del arte flamenco.


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Es innegable el arraigo del flamenco al tronco de la cultura de esta tierra del sur de España. Aparece a nuestros ojos como una rosa de los vientos en donde convergen aportaciones musicales, sociales, culturales y antropológicas llegadas desde todos los puntos cardinales. Conforma, de este modo, un enorme escaparate de Andalucía al mundo, que nos muestra y nos demuestra la fuerza de un arte único e inconfundible. El flamenco escarba en el interior del ser humano. Nos lleva hacia lo más “jondo” para proyectarnos hacia fuera. Es paradójico, pero es así. Su movimiento dual, de tirar hacia dentro para cargarse de vivencias y argumentos, culmina necesariamente en una forma de expresión inequívoca que apela a la conciencia y a la complicidad emocional del otro. Interioriza al hombre para exteriorizarlo luego. Y lo hace atravesando el más extenso abanico de los sentimientos humanos. La alegría y la pena, la felicidad y el sufrimiento, la comunión y la soledad, el éxtasis y el abatimiento, la risa y la lágrima, la felicidad y la tristeza, sin intersticios de acomodo, sin espacios intermedios, sin elementos de transición que allanen nuestra delicada y vulnerable situación ante el mundo, se dan cita en el magma creativo del flamenco, afloran con determinación en el universo de las letras del cante y se adueñan de una visión de la existencia afincada en los


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extremos, que está llena de radicalidad y se asienta sobre una particular cosmogonía que pone al ser humano en el centro de todas las cosas. El flamenco, como todo arte, es un medio de expresión, un mecanismo de explicación, un cauce que permite mostrarnos y representarnos ante la sociedad. Es una huida hacia fuera, una búsqueda de aliados, un encuentro pretendido con los demás a través de un proceso evanescente que o bien sube hasta la cima de la creación, o se queda en el registro más limitado de la interpretación, donde se asume como propio el sentimiento de otro. Por este motivo, el flamenco no puede ser un ente aislado ni un fenómeno peculiar detenido, tan inmortal como inmortalizado. No. Está esencialmente vivo. Aparece conectado a un tiempo y forma parte siempre de una sociedad, cambiante y heterogénea, en cuyo seno experimenta continuas transformaciones. Es evolución y metamorfosis, complejidad y cambio, pasado y futuro. Es un ser vivo, nunca una reliquia, que se alimenta de las pasiones humanas. Está en el interior de las casas y en medio de la calle, resuena en los grandes teatros y en las plazoletas maltrechas de nuestra demografía marginal, en la memoria musical de la gente que musita sus ritmos y en el soporte indeleble de los discos capaz de resucitar otros tiempos. Está en el señuelo sonoro de los coches cuando pasan con sus ventanas bajadas y en el torrente de sentimientos de muchos artistas cuando suben a los escenarios. No quiere ser este libro una exaltación del flamenco ni le aventura tampoco un paraíso huxleyano para el futuro. Sólo pretende, modestamente, colocarlo ante el espejo, para analizar en el reflejo resultante su íntima conexión con el ser humano, su apuesta elemental por la vida y su dependencia


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inevitable de un entorno social y existencial que lo moldea, trasfigura y subvierte. Es decir, la vida da forma al flamenco y el flamenco es una forma de vida, de asumirla existencialmente y de ganarla profesionalmente. En él se da cita lo más espiritual y, al mismo tiempo, lo más telúrico. El cielo y la tierra fundidos en un mismo acto; el ay introductorio de una seguiriya o la patadita postrera de unas bulerías. Existe, por lo tanto, un existencialismo flamenco que transita todos los paisajes de las emociones, sentimientos, incertidumbres, convicciones y experiencias humanas. Un existencialismo que rebosa en la lírica y reposa en unos modos de vida perceptibles. Un existencialismo, en suma, que ha motivado la investigación y la redacción de este documento. Sin embargo, este libro no es un ensayo. No es profético ni prosaico. No pretende aventurar lo que no existe ni enfatizar lo que es palpable. Es sólo un útil para administrar cierto orden al conocimiento de una realidad concreta –que el flamenco constituye en sí mismo un claro modelo de comunicación existencial- y un medio para escanciar mi reconocida pasión por este arte. No es elegía ni herejía del flamenco, pues ni lo ensalza poéticamente a modo de panegírico, ni trata de anular el vasto legado musical y antropológico del que disfrutamos en la actualidad. Quiere sólo ponerlo en su sitio: dentro del ser humano y ante los ojos del mundo. Mucho más hoy, que se desplaza con facilidad por los rieles de la globalización, que además de ser universal se ha universalizado y que, dentro de los parámetros propios de las industrias culturales, se ha convertido en un producto de consumo en manos de profesionales.




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En la crítica bisagra finisecular entre el siglo XIX y el XX, germinó en intelectuales, pensadores, artistas y literatos de todo el viejo continente un atormentado sentimiento de insatisfacción que contravenía las entusiastas proclamas positivistas y una convulsión sin precedentes derivada de los devastadores estragos producidos por las dos guerras mundiales. Las virtudes taumatúrgicas que pronosticaban los avances de la ciencia no fueron el remedio para el extenso repertorio de incertidumbres que han perseguido siempre al individuo y sí la semilla para la mayor escenificación de la crueldad humana. Por este motivo, surge un movimiento que, encumbrando la individualidad y oprimiendo el racionalismo, se hizo un hueco al grito de “la existencia quiere decir el ser humano, el ser humano quiere decir la existencia”. En cierta medida, el existencialismo fue la culminación lógica de un conjunto de periodos de la filosofía durante los dos últimos siglos. Significa la superación del racionalismo de Kant, del idealismo de Hegel y del positivismo cientifista del XIX. Así, emergerá en Europa, primero en Alemania y luego en Francia, aunque propagará luego sus influjos al resto de


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continentes, una corriente de pensamiento cimentada en la certeza del fracaso del doble proceso industrializador decimonónico, dada la incapacidad de los notables progresos científicos y técnicos cosechados durante esta centuria para anular todas las dudas y satisfacer todas las aspiraciones humanas. Al igual que desvirtúa y descafeína de su vigor inicial la hiperutilización del término romántico cuando se aplica abusivamente a contextos que le son espurios, un efecto similar encontramos en el concepto existencialismo. Una perversión y un amorfismo terminológico de los que, por supuesto, este trabajo quiere huir. El uso indiscriminado de la palabra para designar desde la superficialidad y la falta de rigor actitudes y comportamientos variopintos ha degenerado en una vacuidad del vocablo, pues gravita muchas veces sin sentido en discursos que poco o nada tienen que ver con su génesis filosófica. Fue el existencialismo un movimiento filosófico peculiar, distinguible e inconformista. Para empezar, no fue impulsado mediante el acta de nacimiento de un manifiesto que amalgamara en torno a un único documento al selecto cúmulo de pensadores y escritores que se adscribieron a la veta existencialista. Esta ausencia de un punto de partida oficial, colectivamente compartido, entronca con dos de sus postulados más reseñables: la subjetividad del individuo y la procelosa libertad de elección inherente al mismo. Además de heterogéneo, el movimiento existencialista se caracterizó por su pretensión de mostrar un paisaje de dolor, pesadumbre, desesperanza y desasosiego de un ser humano que recala en una sociedad sin seguridades y que, para colmo, fue incapaz de impedir la sangría de destrucción y muerte que asoló Europa en las dos contiendas mundiales.


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El existencialismo prescinde de modelos universales, de principios categóricos, de normativas morales de estricta obediencia e idéntica aplicación para todos los hombres y mujeres. Entra en total contradicción con la filosofía tradicional, que ha defendido como un bien ético supremo la necesidad de alcanzar la perfección moral, única e igual para todos. Por contra, el existencialismo supone una vuelta al individuo, a un yo asfixiado que emerge, a la subjetividad como garantía de nuestras vivencias. Para el primer pensador que se autoproclamó existencialista, el filósofo y teólogo danés Sören Kierkegaard, cuya obra es una atormentada reacción contra el idealismo absoluto hegeliano, la más sublime aspiración de todo individuo es la búsqueda de su propia vocación. Siguiendo estos patrones de pensamiento, el individuo no será concebido como una parte mecánica de un todo único. Esta actitud ante la vida, que coloca a la persona en el epicentro de la conciencia filosófica; esta nueva ontología que encumbra el yo como el sustrato de toda existencia y que proclama la verdad subjetiva de las cosas; constituye el fermento para las reflexiones de esa nómina de intelectuales, huraños y malentendidos, que fueron los existencialistas. Sin hacer un paralelismo directo que nos condenaría a un error mayúsculo de apreciación, es cierto que en el universo de la creación flamenca está residenciada una evidente dimensión existencial, pues la mayoría de los mensajes individualizados que, por ejemplo, se irradian a través del cante son transmitidos en primera persona. Es este yo del artista, que cuenta cantando sus satisfacciones y penalidades, el núcleo de la expresión flamenca. Mira si YO te querré, que voy besando las piedras donde tú pones los pies.


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YO perdí la libertad, la prenda que más quería; ya no puedo perder más aunque perdiera la vía. El existencialismo esgrime un yo que se examina por dentro y que reivindica la libertad. En esta segunda letra precisamente se apela a la libertad, convirtiéndola en un valor máximo para nuestra vida. Ambos cuestionamientos materializan la centralidad del pensamiento existencialista. Así lo atestiguaba el propio Kierkegaard en su diario: “Tengo que encontrar una verdad que sea verdadera para mí… la idea por la que pueda vivir o morir”. De este modo, sujetados al tronco alterable de la libertad individual, la deriva y la zozobra de los existencialistas se deben a la renuncia de modelos o principios de validez universal. Fundamentan la relación del ser humano con el mundo a partir de su libertad de elección, que se convierte así en una especie de espada de Damocles que nos persigue a lo largo de toda la vida y que nos obliga a tomar partido ante la ausencia de esos viales definidos y de esos guiones sólidos de conducta que proporcionan las doctrinas de ordenamiento moral. Esta apostasía acerca de la universalidad de cualquier axiología moral, coloca la existencia por encima de la esencia y concluye que es imposible hallar fundamentos objetivos y racionales a la hora de suscribir la pétrea reglamentación de los principios morales, hasta el punto que el mismo Friedrich Nietzsche aseveró que el individuo está obligado a tomar decisiones sobre qué situaciones son asumibles como situaciones morales. Si bien en lo relacionado a la exaltación del yo como el nudo gordiano de la existencia y a la proclamación de la libertad como un motor imprescindible para la acción, el existencia-


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lismo y el flamenco comparten un evidente denominador común, en el ámbito de la aceptación de la moralidad y de las reprimendas que devienen de su aplicación son radicalmente opuestos. Mientras los existencialistas sacrifican la moralidad, la desmienten, la detestan y la condenan porque atenta contra la natural subjetividad humana, el artista flamenco no es independiente de su entorno y de los esquemas morales que operan en el seno del colectivo social al que pertenece. Su conducta se encuentra severamente influida por los designios autoritarios de una moral compartida y por la perseverancia de los comentarios y opiniones de una sociedad vigilante que aprueba o descalifica la conveniencia de sus actuaciones. Por el hablar de la gente olvidé a quién me quería pa mientras viva en el mundo ya se acabó mi alegría. Dios mío que mala suerte la he tenido que dejar por el hablar de la gente. No obstante, el existencialismo, como el flamenco, reivindica la acción individual como el método epistemológico más adecuado para llegar a la verdad. Un pronunciamiento que, en el caso de los existencialistas, lleva incluso a la indiferencia del razonamiento sistemático y que, como ocurre con los mencionados Kierkegaard y Nietzsche, consideran la elección de diálogos, parábolas y demás recursos literarios el mejor utillaje retórico para expresar y fundamentar sus reflexiones filosóficas. La didáctica siempre ha representado un manual de propuestas eficaces para garantizar la transmisión y la comprensión


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de los mensajes en cualquier proceso comunicativo. El uso consciente de materiales discursivos que escapan al corsé del pensamiento sistemático es, como en el existencialismo, algo común en el flamenco. Así, nos recuerda Miguel Ropero que “los autores populares de los cantes flamencos utilizan para la expresión de sus ideas, sentimientos y afectos, toda clase de imágenes, comparaciones, metáforas y multitud de construcciones sintácticas características y originales, que tiene, además, una enorme capacidad expresiva, y, en muchos casos, una admirable calidad poética” (1). Esta vertiente antirracionalista es extensible a muchos existencialistas. Defiende la tesis de que los asuntos más profundos y trascendentes de nuestra condición humana están vetados a la razón o a la ciencia, pues ambas son incapaces de dar respuestas certeras y seguridades absolutas, de ahí la incertidumbre vital que arrastrará este conjunto de filósofos. La obsesiva reivindicación del yo que efectúa el existencialismo alcanza quizás su máxima expresión con Jean-Paul Sartre. Para el filósofo francés, fuera del individuo se halla el nihilismo. Como reza su libro, se trata de elegir entre El ser y la nada. La cruda realidad de la percepción de la soledad humana ante el abismo generará un incontenible foco de tensiones en los pensadores que se alistan al existencialismo. No puede entenderse, por ejemplo, la filosofía de Martin Heidegger sin la importancia que otorga al concepto angustia, pues, retomando la dualidad antagónica de Sartre, surge una tremenda confrontación del individuo con la nada, que impide hallar justificaciones válidas a todas las elecciones que el ser humano debe adoptar en su vida.

1. ROPERO NÚÑEZ, Miguel: “Coplas flamencas populares”, artículo publicado en La poesía del flamenco, Revista Litoral, Málaga, 2005, p. 40.


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Combinado nuevamente el pensamiento de ambos autores, la angustia existencial de Heidegger tiene mucho que ver con la náusea de Sartre, en donde la obligación de tener la potestad de elegir, por un lado, y la absoluta situación de contingencia frente al mundo, por otro, sitúa al individuo en una tesitura delicada, débil y atormentada. Mediante motivaciones distintas a las esgrimidas por Heidegger y Sartre, el flamenco supone una vía de escape, una salida a situaciones opresivas límites de los artistas que derivan lógicamente en angustia. Pero es ésta una angustia no meditada que se sufre, que se expone directamente y sin subterfugios, que viene de fuera y es aplastante, que obtiene su causa y su justificación en la persistencia de unas condiciones de vida míseras y onerosas, que no deriva de la necesidad de elegir ni de tratar de explicar al ser humano sino de la obligación de asumir una realidad ahíta de penalidades. En este sentido, la fórmula existencial con que el flamenco coloca al individuo en el mundo se diferencia en gran medida de las consideraciones propias del existencialismo filosófico y se acerca más a los postulados de Karl Jaspers cuando separa el “tiempo axial” de la historia y proyecta sus reflexiones sobre los aspectos continuos que afectan a la vida de toda persona: la pena, el sufrimiento, la enfermedad, la muerte, etcétera. A la casa de la pena ya no puedo yo ni ir. Mis penas son más grandes que las que habitan allí. Seporturerito, te lo pío yorando de que me enseñes la seporturita aonde está mi hermano.


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En aquel rinconcito dejarme llorar, que se me ha muerto la madre de mi alma y no la veré más. Sin saberlo ni pretenderlo, el artista flamenco adopta a su manera el modelo del método fenomenológico del existencialista Edmund Husserl. Sus tribulaciones no se adentran en el noúmeno para atrapar por la vía del entendimiento la esencia del individuo, se quedan en el fenómeno, en el acontecer de una realidad que limita y asfixia, en el plano de los hechos vividos, sufridos y expuestos en primera persona. Y es que el flamenco es puro existencialismo, porque aterriza en el yo y no despega jamás de él. “El proceso expresivo del cante, su repentina acumulación de exploraciones en el vacío, se convierte así en el vehículo de una especie de catarsis o, si se prefiere, en una rudimentaria forma de exorcismo contra ciertos lacerantes acosos autobiográficos” (2) , a través de los cuales, “esos primeros intérpretes conocidos [...] hicieron del flamenco no sólo un recurso más para escapar del hambre” (3) Por caminos opuestos, el flamenco y el existencialismo rebautizan mediante desconcertantes acepciones el término angustia. Algo que está presente en el turbulento paisaje de una lírica flamenca que recoge la azarosa relación del artista con un entorno acuciante. Así, “el punto de vista de las letras del cante es una vez y otra el del individuo enfrentado a un cúmulo de adversidades” (4). He pedido agua no me la quisieron dar: 2. CABALLERO BONALD, José Manuel: Luces y sombras del flamenco, Editorial Algaida, Sevilla, 1988, p 58. 3. Ibídem, p. 61. 4. AA.VV.: Las letras del cante, Signatura Ediciones, Sevilla, 2000, p. 82.


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He ido a la calle y me he puesto a robar. Mal haya el dinero, que el dinero es la causa de que los sacáis de quien yo camelo no estén en mi casa. Qué ganitas tengo, madre, que pongan el pan barato, pa que esta barriga mía no pase tan malos ratos. De esta forma, el drama de vivir se persona con fuerza en la expresión flamenca y desembarca indefectiblemente en el desamparo que produce la impotencia. Como en los existencialistas, se acrecienta el sentimiento de un pesimismo trágico en donde, siguiendo las formulaciones filosóficas de Nietzsche, la voluntad individual del artista se estrella, por igual, contra unas condiciones de vida calamitosas y contra el muro de la moral de la mayoría. El queré que te tenía el viento se lo llevó, cuantas cosas tiene el viento y qué pocas tengo yo. La libertad y la salud son prendas de gran valía. Y nadie lo reconoce, hasta que las ve perdías. Por el hablar de la gente olvidaste mi querer pero ten por entendío


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que me va a costar la muerte el haberte conoc铆o. La futilidad de la vida, el pesimismo, el sentimiento de angustia o la sensaci贸n de absurdo ante un destino implacable son las puntas del iceberg de una visi贸n del mundo desde el individuo que permite extraer m煤ltiples concomitancias entre el existencialismo y el flamenco. Este conjunto de intersecciones no buscadas constituyen tanto el objeto como el objetivo de este documento.




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Resultaría, de entrada, tan aventurado como pretencioso establecer una línea de conexiones directas entre el flamenco, como arte, y el existencialismo, como movimiento filosófico. Sería erróneo, pues, la búsqueda de asociaciones que trataran de vincular dos realidades absolutamente independientes, más allá del solapamiento temporal, donde una etapa no determinada de la evolución del flamenco, aquélla que se extiende entre los siglos XIX y XX, coincidió dialógicamente con el estallido de una fuerte columna de pensamiento que arrasó la conciencia y las reflexiones de un buen número de intelectuales a lo largo y ancho de Europa y que dejó un señuelo evidente en el terreno de la filosofía, la literatura, la música, etcétera. Obviamente, ni Arthur Shopenhauer conoció en persona a Manuel Torre, ni Antonio Chacón mantuvo sesudas conversaciones con Jean-Paul Sartre. Este doble paralelismo parece una ironía, pero quiere dejar claro cuál es el enfoque de este trabajo y anular desde el principio equívocos innecesarios. En palabras de González Climent, “las coplas son chispazos parciales de conceptos, chispazos geniales de síntesis, pero independientes por sí mismas de toda oferta filosófica” (5). 5. GONZÁLEZ CLIMENT, Anselmo: Flamencología, La Posada, Córdoba, 1989, p. 98.


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Sin embargo, el flamenco y este movimiento filosófico en concreto comparten sin duda una visión conmovedora de la soledad y de la relatividad del ser humano en mitad de un mundo que, como mínimo, no ha elegido y que, en la mayoría de las ocasiones, lo somete a vivencias aterradoras y le ofrece su rostro más desolador, triste y amargo. Una sensación de asfixia y desasosiego que el artista flamenco resuelve, sin acometer la solución del problema, simplemente mostrándolo, con la exteriorización de sus emociones a través del cante, el toque o el baile, activando de paso un proceso comunicativo de evidentes connotaciones existenciales. En este sentido, “flamenco y existencialismo parten de un mismo origen: encontronazo con la realidad. Sin embargo, son bien diferentes en cuanto a su final. El existencialismo desemboca en una angustia tremenda y sin solución; el flamenco, por su parte, tiende a echar la pena y a enjugarla con su expresión” (6) . De esta forma, el flamenco no tiene una pretensión transformadora de la realidad. No está concebido para fulminar las causas que originan el tormentoso y apasionante combate del ser humano con su vida. Es evasivo e ilustrativo, pues funciona, a la par, como un ejercicio de descompresión momentánea, que se ajusta al instante mismo de la ejecución artística, y, paradójicamente, como un escaparate interior que revela la frustrante o ilusionante relación de una persona con su entorno. Como anticipaban a modo de alegato Molina y Mairena en Mundos y formas del cante flamenco, “el cante es existencial filosofía, porque surge (en sus formas esenciales) como expresión desgarrada o resignada de la angustia humana, de la conciencia dolorosa de los grandes problemas de nuestra existencia, 6. GARCÍA CHICÓN: Agustín: La muerte en la cultura andaluza, Servicio de Publicaciones Universidad de Cádiz, Cádiz, 1991, p. 65.


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muerte, destino, amor, pecado, libertad, salvación” (7) . Un ramillete de temas que soportan el peso de la debilidad y la impotencia del ser humano solo e indefenso frente al universo. La silla donde me siento se le ha caío la anea de pena y de sentimiento. La exclusiva finalidad del flamenco no es la amenidad ni el entretenimiento, que también, aunque algunas de sus fórmulas hayan sido diseñadas con este objetivo. No es un juego musical enhebrado en las horas de ocio para desmembrar el vacío del aburrimiento. Busca un enriquecimiento existencial, a través de una proyección convulsa y extática, emocionante y apasionada, que nace de la intimidad del individuo, quizás para explicarse, quizás para justificarse a sí mismo. Como sé que contigo no me voy a lograr. Así mis penas nunca iban a menos, siempre van a más. Es cierto que desde el triunfo de la figura de los cafés cantantes a mediados del siglo XIX hasta la era discográfica, electrónica y cibernética actual se ha impuesto, como categoría siempre ligada a la interpretación flamenca, el profesionalismo. Sin embargo, en su concepción más original, el flamenco no es un ejemplo del arte por el arte, sino del arte para el ser humano, puesto al servicio de sus necesidades de expresión más acuciantes. No es esteticista porque no busca sólo la belleza ni se arbitra desde una pretensión teleológica que aglutine funciones 7. MOLINA, Ricardo/MAIRENA, Antonio: Mundos y formas del cante flamenco, Librería Al-Andalus, Sevilla-Granada, 1979, p. 78.


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sociales concretas como la denuncia o la protesta frente a las injusticias. Se coloca a medio camino entre las teorías conceptuales de Théophile Gautier, Alfred de Vigny o Benjamín Constant que, defensores de la idea del arte por el arte, consideran al artista como un creador privilegiado, absolutamente libre, que sólo debe rendir cuentas a la belleza, y las formuladas por el pintor Gustave Coubert o Pierre-Joseph Proudhon quien, en su ensayo Sobre los principios del arte y su destino social, pone de relieve la relación del arte con su entorno social y cultural, lo califica como una mera “expresión de la sociedad” y prioriza en él el loable objetivo de “enseñarnos a conjugar lo hermoso con lo útil”. Cabe destacar aquí, complementando todas las finalidades tanto expresivas como sociales del flamenco y retomando el análisis de la antropóloga Cristina Cruces, su evidente plurifuncionalidad, que lo sitúa en un plano amplio, segmentado por los extremos de lo profundamente existencial, por un lado, y el profesionalismo comercial, por otro. De esta manera, “el flamenco sirvió para expresar la comprensión del mundo que rodeaba a quienes lo crearon y practicaron [...] Sirvió a la integración social como un modo de ritualización de lo colectivo, trascendente y más sublime que la individualidad de su ejecución. Convirtió las percepciones de lo cotidiano y de lo universal en una base para la expresividad y el sentimiento. Y junto a esta finalidad directa, inintercambiable, junto al valor de uso del flamenco, se instaló una funcionalidad profesional y económica” (8). Surge aquí el dilema de profesionalismo frente a existencialismo, que en modo alguno ha impermeabilizado la capacidad que tiene el flamenco para expandir los sentimientos, sino que lo ha convertido, además de en una fórmula expresiva, en un modus vivendi, en un trabajo, en el ejercicio de una profesión 8. CRUCES ROLDÁN, Cristina: Antropología y flamenco. Más allá de la música (II), Signatura Ediciones, Sevilla, 2003, p. 34.


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Sin embargo, el flamenco es, además, un instrumento al servicio de la diversión. Reconcentrar toda su potencialidad al ámbito de la pena es tan equivocado como pensar que, anulando el caudal de nuestras risas, la lágrima contiene en exclusiva la reverberación física de nuestros sentimientos. Sería tan injusto como falso restringir la dimensión existencial del flamenco al capítulo de lo amargo. La fiesta, como la tragedia, también está fuertemente presente entre sus letras y entre sus temas, porque la alegría, como el dolor y la pesadumbre, se encuentra férreamente enraizada a nuestro azaroso devenir existencial. Una dicotomía a la que, por supuesto, no podía ser indiferente la creación flamenca: Al camino de Jerez lo van a sembrá de flores para que allí pasen los novios y canten los ruiseñores. El flamenco es, a la vez, música, lírica y filosofía. Música porque crea y compone unos moldes de interpretación perfectamente diferenciados; lírica porque sus letras rezuman el fluir incesante de los sentimientos humanos; filosofía porque de la unión de los dos conceptos anteriores surge un fenómeno artístico diferente, donde la música y la letra se funden para irradiar las dudas, los anhelos, las desesperanzas, las alegrías y las convicciones de alguien que ha encontrado en el flamenco el medio idóneo para expresar con sencillez la naturaleza de sus estados de ánimo y la subyugante realidad que los ha motivado. Tengo el gusto tan colmao cuando te tengo a mi vera, que si me dieran la muerte creo que no la sintiera.


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Esto último ocurre al menos en el momento de la creación, mucho menos en la mecánica interpretativa y en ese papel secundario que reserva el flamenco a los artistas que, valga la coloquialidad, se embuten en la comodidad del traje hecho en lugar de confeccionar uno propio con los jirones de su experiencia. En las letras del cante, como veremos, palpita una indiscutible visión de la existencia humana. En ellas, se hace un recorrido por todos los sentimientos y se muestra con una claridad y una brevedad expositiva poco habitual el amplio abanico de todas las experiencias que conectan la trayectoria vital de artistas e intérpretes con sus respectivos entornos de referencia. Así, “el lenguaje del cante, las letras de las coplas flamencas son la expresión más genuina del sentido del pueblo andaluz y de su hablar característico; pero, además de cauce admirable para la expresión del sentimiento y medio de comunicación lingüística, el flamenco es vida, arte de vivir, forma peculiar de ver y entender el mundo. El cante, en efecto, tiene una dimensión existencial” (9). El queré quita el sentío lo digo por experensia porque a mí me ha sucedío. Más como resultado de la inteligencia que se alimenta de la necesidad que como consecuencia de una reflexiva observación de la condición humana, el flamenco ha espejado todos los territorios de nuestra existencia. Ha pivotado más sobre la catarsis que sobre la calma, se ha llenado de lamentos y de alegrías. Se comprueba, de este modo, el contundente efecto de una evidencia irrefutable que es denominador común de todas las artes: es imposible crear desde la indiferencia. Muchas de las consideraciones aquí vertidas están presentes al respecto en las argumentaciones de José Martínez Hernández cuando afirma 9. ROPERO NÚÑEZ: Op. cit., p. 40.


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que “el cante jondo expresa lo terrible, porque si el arte olvida lo terrible, la angustia, el miedo, la muerte, el dolor, todo eso que nos niega y nos constituye, renuncia a enfrentarse con una verdad profunda” (10). En cambio, además de las lógicas similitudes y del territorio de intersecciones compartidas en cuanto a la ubicación del ser humano en el centro del orden social que es posible acotar entre el existencialismo y el flamenco, las semejanzas no son óbice para considerar un catálogo no desdeñable de diferencias que es conveniente subrayar para cercenar interpretaciones confusas, equívocas o dañosas. Basta decir, que el flamenco nace antes, fue coetáneo y ha sobrevivido al existencialismo como corriente filosófica. Precisada esta concreción argumental de carácter puramente temporal, podemos ir más allá al desgranar tanto las distinciones como las distancias que remarcan la naturaleza particular de este existencialismo flamenco frente al movimiento filosófico del que hemos tomado el nombre. Se pueden objetivar diferencias determinantes a pesar de las equivalencias y las connotaciones que serán reseñadas en el conjunto de este documento. El elemento que vertebra gran parte de las reflexiones y disquisiciones del existencialismo como movimiento filosófico es el tema central de la elección. La primera característica del ser humano es la libertad para elegir. Para los existencialistas, cada individuo forja a lo largo de su trayectoria vital su propio circuito de elecciones que, combinadas y sumadas, construyen su naturaleza personal diferenciada. A tal efecto, resulta tremendamente esclarecedor la sentencia filosófica que actúa como máxima del pensamiento exis10. MARTÍNEZ HERNÁNDEZ, José: Poética del cante jondo (Una reflexión sobre el flamenco), Nausicaä, Murcia, 2004, p. 123.


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tencialista del francés Jean-Paul Sartre, a la postre uno de los filósofos e intelectuales más controvertidos e influyentes del siglo XX: la existencia precede a la esencia. La libertad de elegir pergeña el cimiento de la existencia humana. De la misma manera que el ateísmo es una forma de creencia en la no existencia de dios, la no elección, la negativa a elegir, constituye en sí misma una elección. Así, la libertad individual de elección nos conduce de forma inexorable a la idea de que, cada individuo, es libre de escoger su propio camino, y, a la par, carga en sus espaldas todo el peso de la responsabilidad y del compromiso de las consecuencias que se derivan de sus elecciones personales. Aquí encontramos otra losa más que, desde la perspectiva del existencialismo, nos aplasta ante la evidencia de no ser libres de dejar de ser libres. El flamenco, por contra, anula esta absoluta preponderancia de la libertad como, siguiendo la terminología aristotélica, primer motor en la construcción de nuestro periplo existencial. Al igual que no puede apartarse de la moral y de la censura o aprobación que procede de su entorno, circunstancia que condiciona su experiencia personal, el artista flamenco no se revela contra el mundo, se revela ante el mundo. Si bien la libertad forma parte de la temática del flamenco, se refiere literalmente a procesos de encarcelamiento físico, de sufrir condena por la comisión de delitos, de padecer el martirio de la cárcel, de la administración formal de justicia a través de los órganos competentes con el código penal en la mano, y no a reflexiones en una instancia más metafísica y filosófica, como ocurre en el existencialismo. A la puerta del presidio hay escrito con carbón: aquí el bueno se hace malo, el malo se hace peor.


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A las rejas de la carse no me benga osté con llanto; béngame osté con pesetas para aliviar mi quebranto. A un oscuro calabozo me llevaban la comía; más lágrimas erramaba que bocaítos comía. Con libertá me querías, y ahora preso me aborreces, desgraciao aquer que vive a voluntá de los jueces. Además, en el flamenco pervive una noción fatal de nuestro destino cuyos esquemas definitorios se asientan en las antípodas del pensamiento existencialista, pues esteriliza por completo la influencia de nuestra libertad de elección, aportando una visión del mundo como un todo inexorable, imposible de ser modificado por medio de nuestra acción particular. No esconde esta tesitura fatalista, que coloca la voluntad del hombre en manos de terceros, una profunda visión, más bien revisión, existencial, en comparación con los postulados del existencialismo filosófico, ya que sustituye el concepto de libertad de elección individual por otro que le es abisalmente antitético: la imposición de un destino ineludible, de una especie de condena que nos preexiste y bajo cuyos auspicios se vive en permanente estado de supeditación. Un destino amenazante e irrevocable que no es para el flamenco, como manifestación cultural, un as sacado de la manga, un invento desproporcionado, algo inédito desde el punto de vista social, antropológico e histórico. Todo lo con-


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trario. La asunción de una fuerza superior que teje nuestro devenir está enraizada en nuestra cultura occidental y forma parte del sedimento judeocristiano consustancial a la sociedad donde germina el flamenco. Como decía Calderón de la Barca, nuestro pecado es haber nacido. A partir de ahí, nuestro destino está echado y sólo estamos abocados en adelante a sufrir los infortunios de la vida. El libro de la experiencia no sirve al hombre de ná; tiene al final la sentencia y nadie llega al final. Por un lado, este destino que contradice las proclamas del existencialismo filosófico y que coloca la libertad de elección lejos del individuo, está bien visible en nuestra tradición cultural y se ha manifestado consecuentemente a través de todas las artes. Esto legitima su propagación al flamenco, que es heredero de una tendencia que le excede por naturaleza, razón de más para no poseer la cédula de paternidad de la misma. Lo vemos como un icono pictórico de fácil lectura en Las hilanderas de Velázquez, lo encontramos luego en el volcánico estremecimiento de una seguiriya o en la cuidada poética de la soleá: Qué desgracia más grande hasta en el andar, que los pasitos que palante doy se me van patrás. La muerte a mi cama vino y no me quiso llevá; no estaba cumplío mi sino y al irse me eché a llorá.


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La imposibilidad de modificar este destino predestinado propio del flamenco podemos encontrarla también, más recientemente, en la literatura de Franz Kafka, un escritor muy influido desde luego por el existencialismo y, sobre todo, por la filosofía de Kierkegaard. Novelas como La metamorfosis, América, El proceso y El castillo presentan hombres angustiados, solos, aislados, enfrentados a realidades laberínticas y a un fatum que, como en el flamenco, se vuelve en nuestra contra sin remediarlo. Este concepto de destino, como vemos, no es privativo del flamenco, sino que se adopta desde la asimilación de unos vectores antropológicos comunes al resto de la cultura occidental. Una forma de observar el devenir desde la predeterminación y la impotencia que conecta con el episodio de la mitología clásica más íntimamente ligado al pensamiento existencialista de la angustia y la desesperanza: el mito de Sísifo. Sin duda, la concepción flamenca del destino se asemeja a la crueldad vivida por Sísifo, que fue condenado por los dioses a empujar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra vuelve una y otra vez a bajar impulsada por su propio peso. La vida se asume como una sentencia incompasible contra nosotros, que nos es dictaminada sin nuestro concurso, que no podemos revertir y que, como Sísifo, debemos llevarla a cuestas indefectiblemente. El que nace con mal fario, si come naranjas chinas le sabe a limones agrios. Sentaíto en la escalera esperando el porvenir y el porvenir nunca llega.


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El que nace pa ser bueno aunque no quiera lo es, y el que nace pa ser malo quié ser bueno y no pué ser. Como puede observarse, no hay castigo mayor que el esfuerzo inútil, estéril, infructuoso y sin esperanzas. Esta situación extenuante se revive en las letras del cante, donde se interpreta a la manera del sur una particular versión, una reedición portentosa, del terrible mito de Sísifo. Partiendo de extremos opuestos, el existencialismo filosófico y el flamenco abordan la cuestión del ser humano, lo convierten en el centro de sus reflexiones, reivindican el yo: el primero porque entiende la subjetividad como el fermento de la existencia; el segundo, porque nos ofrece la versión personal de alguien que encuentra en el flamenco la senda idónea para contar su vida. Aquí, la libertad de elección ha consistido en escoger el flamenco como vía de expresión, en convertir esta modalidad musical, de acusadas raíces antropológicas, en un escaparate que muestra a un artista desnudo de ropajes, pero que se encuentra irremisiblemente ligado a una sociedad que lo educa y lo moldea, a un entorno al que se dirige y que lo condiciona, que lo espeja a sí mismo por completo y, en parte, lo conecta irremisiblemente al trazado de sus propias circunstancias La comunicación flamenca gravita elípticamente sobre el eje de la existencialidad. Unas veces se acerca más a la trascendencia; en otras, irrumpe en el territorio, libertino y disipador, de la banalidad, de lo trivial, de lo cotidiano. Pero aparece siempre provista de un sincretismo emocional en donde caben todas las tribulaciones y expectativas del ser humano, estén alimentadas por el desencanto o impulsadas por la ilusión.


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Es posible, por lo tanto, hablar de un existencialismo flamenco, que va más allá de la poética y de la belleza formal de las composiciones; que funde el mensaje de las letras, el mapa sonoro de las músicas, las ondulaciones rítmicas del compás y los elementos de creación-interpretación en un único acto incapaz de sustraerse al contexto de producción. Se trata, más en su origen que en el contexto profesionalizado de las manifestaciones actuales, de un auténtico existencialismo de la penuria en donde, según la acertada y conmovedora observación de Ortiz Nuevo, “el rodar continuo de los males fue gestando en el vientre de las coplas una criatura de amargos sabores, un feto engordado de miserias [...] alumbrador al fin de un chillío sobrecogedor, patético, que todavía permanece y se transmite de noche a noche por los corredores del espanto” (11). Un existencialismo que trasluce y que transita, a veces con severidad, en otras con delicadeza, todos los pasadizos de la experiencia y que, al tiempo, se introduce por los alambicados recovecos de los sentimientos para expresarlos sin disimulos, sin eufemismos y sin añagazas artísticas. Y es que, como asegura Juan Vergillos en su ensayo Libertad o tradición, “el flamenco es, ante todo, expresión, expresión de los sentimientos humanos, y los diferentes palos, la variedad de sus cantes, se adecuan a los diferentes estados de ánimos del hombre” (12). De esta forma, se produce el maridaje de dos complejidades que inciden en la versatilidad, en el extraordinario caudal de posibilidades y en la riqueza del flamenco. Por un lado, la extensa gama de los sentimientos humanos que se manifiestan; por otro, la pluralidad de opciones musicales que el artista 11. ORTIZ NUEVO, José Luis: Pensamiento político en el cante flamenco (Antología de textos desde los orígenes a 1936), Editoriales Andaluzas Unidas, Sevilla, 1985, p. 25. 12. VERGILLOS GÓMEZ, Juan: Libertad o tradición: una especulación en torno a la estética del flamenco, Aquí+Más Multimedia, Cornellà de Llobregat, 1999, p. 44.


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tiene a su disposición para encajar en la mejor fórmula expresiva la amalgama convulsa de sus interioridades. Una manera de entender el mundo, de contar y de cantar lo que sucede. Una vía de expresión, que se redime en la liberación propiciatoria del arte y que se bifurca con claridad hacia los extremos: bien desde el lamento profundo, bien desde la alegría incontenida. Aún así y ante la obligación de dimensionar adecuadamente el aserto de la innegable vocación existencial implícita a la creación flamenca, no hay que perder de vista llegados a este punto los razonamientos vertidos al respecto por Abraham Moles, quien, en su Sociodynamique de la culture, afirmaba que “el individuo es un sistema abierto cuyo comportamiento está completamente determinado por: a) un capital hereditario que edifica la estructura general de su programa. b) los acontecimientos de su historia personal inscritos en sus reflejos particulares y en su memoria, definiendo su personalidad. c) el medio actual ante el que este organismo funciona”. Si analizamos con detenimiento las tres partes en que disecciona Moles su argumento, podemos comprobar que este modelo evaluativo sobre los factores subyacentes al comportamiento humano se aprecia con claridad en el marco de la fermentación artística, la interpretación profesional y la producción empresarial del flamenco. Por un lado, nos encontramos un poso creativo de evidente naturaleza hereditaria. Un arco de posibilidades y de moldes de interpretación que, según la inmensa mayoría de las investigaciones flamencas más fundamentadas, no adquiere un rango de corporeidad y de distinción propios hasta mediados del siglo XIX. “En la segunda mitad del siglo XIX, el flamenco alcanzó un gran esplendor tanto en su entidad artística intrínseca, como en su dimensión de espectáculo público, en los cafés cantantes” (13), concluye Ríos Ruiz.


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Por otro, un simple recorrido por el repertorio de temas y de vivencias que transpiran las coplas flamencas es suficiente para comprobar en qué medida los acontecimientos de la historia personal de los artistas están severamente presentes en el resultado de sus creaciones musicales, en qué grado se visualizan los grandes traumas del ser humano, con sus caudales de dudas, de decepciones, de imposibilidades y de esperanzas. Cuando me siento en la cama y en ti comienzo a pensar las paredes se escalichan de duquitas que me dan. Toítos le piden a Dios la salud y la libertad, y yo le pío la muerte y no me la quié mandar. Qué triste será en la mar pasá una noche sin luna, pero más triste es vivir sin esperanza ninguna y acordándome de ti. Finalmente, el artista flamenco, se vea envuelto o no en la catarsis de un proceso de evanescencia creativa, es ante todo un ser social. Una persona que vive condicionada por unas relaciones sociales, por el estado de opinión de su círculo más cercano, por unos comportamientos estancos dentro de una comunidad determinada, por la dictadura de las convenciones y, efectuando una vuelta de tuerca a este razonamiento desde la perspectiva del materialismo, por una estructura so13. RÍOS RUIZ, Manuel: Historias y teorías del cante jondo, Taller El Búcaro, Madrid, p. 23.


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cioeconómica que determina sus posibilidades de desarrollo y que ha convertido al flamenco en la voz de los oprimidos, en el cante de los desheredados. Cuando te veo salir hasta el alma se me alegra: no te salgo a recibir por mó de las malas lenguas. El que junta más dinero tiene menos compasión, parece que la riqueza endurece el corazón. Tres horitas seguías llevo trillando no me toque usté el cuerpo que está quemando. Por lo tanto, en la encrucijada de esa particular regla de tres compuesta por la presencia de un ser humano consciente de su situación individual, una realidad limitadora que es causa de sus impulsos y la necesidad de expresar el volcán de su mundo interior, el flamenco se presenta como una liberación, como una plataforma donde se subsume la relación del individuo con el entorno. Todos “estos componentes constituyen la esencia de la ejecución flamenca, que testimonian una cierta manera de vivir y de concebir la existencia” (14). De tal forma el flamenco se edifica sobre esa realidad limitadora que lo inspira y legitima, que nos ofrece una visión sustanciada e individualizada, pasada por el barniz de la creación artística, de ese universo de referencia del que procede y al que sirve de espejo. Ese trozo del mundo que, desde una óptica meramente geográfica, se enclava en los márgenes 14. TARBY, Juan Pablo: Eros flamenco. El deseo y su discurso en la poesía flamenca, Servicio de Publicaciones Universidad de Cádiz, Cádiz, 1991, p. 13.


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meridionales de esta piel de toro que es la península ibérica. Nacido y fabricado a la luz del sur, el flamenco, siempre vinculado al brocal de su realidad circundante, nos ofrece una especie de sur-realismo muy particular. Forma parte de nuestra cultura, de la foto fija de todas nuestras fiestas, de todas nuestros duelos y alegrías, de esa forma de vivir que se congracia con el presente, pero que no disimula lo trascendente; que galvaniza identidades colectivas sin desprenderse de un patente individualismo expresivo; que empapa al nosotros sin desecar la reverberación del yo.

Esta aseveración no es nueva. La capacidad de atracción del flamenco no estriba tanto en el ropaje musical y en el revestimiento lírico de sus letras, que también, sino en la transmisión frontal, sin ambages ni pretextos, de las más radicales y conmovedoras experiencias del ser humano. Ya lo decía Antonio Machado y Álvarez, Demófilo, el padre de los Machado, en el prólogo de su célebre Cantes Flamencos al considerar que “muchas de las coplas que tenéis a la vista, no se han elegido tanto por sus condiciones de belleza sino por su carácter flamenco” (15). Aunque la apreciación queda un tanto difusa, poco concretada, nada desarrollada por medio de declinaciones argumentales más precisas, es evidente a qué se refiere el gran Demófilo cuando establece el concepto “carácter flamenco”: la palpitante manifestación de los más profundos sentimientos que abordan las letras de los cantes y el denominador común de una peculiar exteriorización de la existencialidad humana. Si consideramos el vocablo carácter como el conjunto de cuali15. MACHADO Y ÁLVAREZ, Antonio: Cantes flamencos, Espasa Calpe, Argentina, 1947, p. 21.


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dades de una persona o de una colectividad que nos permite distinguirlas de los demás, es innegable que el hecho diferencial del flamenco, frente al resto de manifestaciones culturales, artísticas y musicales que se producen en su entorno, es esta intromisión en el ser humano, este retorno a la intimidad, esta vuelta al individuo frente a opciones más colectivas y atemporales, más propias, en definitiva, de lo que comúnmente conocemos como folclore. En este sentido, apunta inequívocamente Caballero Bonald cuando, al efectuar taxativamente la distinción entre unas formas artísticas y otras, insiste en que “no cabe duda, como primera medida, que el flamenco es algo más que una determinada manifestación folclórica del pueblo andaluz” (16). Y lo es, sobre todo, por su diferenciación radical del resto de modalidades culturales y musicales, por su capacidad para explorar al ser humano, por su distinguible dimensión existencial. Y es que, como asegura el profesor Arrebola, en el cante “el centro gravitatorio sería el hombre interior con sus sentimientos elementales de amor, odio, esperanza, temor, alegría, desesperación” (17), circunstancia que se urde en la enzima catalizadora de la complejidad humana y que, he aquí unas de las grandes paradojas y revelaciones del flamenco, se expone en la absoluta y desconcertante sencillez de los tres versos de una soleá. Yo me hago la ilusión y luego me como de rabia los puñitos del camisón. Las lindes del olivar: anchas pa los don mucho, 16. CABALLERO BONALD: Luces y sombras del flamenco, Op. cit., p. 57. 17. ARRREBOLA, Alfredo: Antología de la poesía flamenca, Colección Ágora, Málaga, 1993, p. 16.


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estrechas pa los don ná. Dejo la puerta entorná por si alguna vez te diera la tentación de empujar. El sitio donde te hablé ganas me dan de volverme, sentarme un ratito en él. Las letras de los cantes flamencos muestran un entramado existencial en teoría contradictorio. Por un lado, la diversidad de los temas (el amor, la muerte, el destino, el transcurrir del tiempo), por otro, la sencillez de las formas. Surge, pues, una interrogación ineludible: ¿Cómo con un léxico sencillo y coloquial, lógico en personas que, en sus inicios, no tuvieron siquiera el acceso a la enseñanza oficial reglada, se puede, a través de fórmulas estróficas breves, alcanzar una jondura existencial sin precedentes en ninguna otra manifestación musical conocida? Me quitan de que te hable, pero me han dejao libre los ojos para mirarte. La respuesta es complicada, susceptible de argumentaciones diversas, y, en todo caso, debe ser entendida lejos de cualquier pronunciamiento dogmático y categórico. Hay una doble causa que explica este hecho: la provocación de la existencia y la lucidez de la necesidad. Las condiciones personales empujan en una determinada dirección y hacia ellas se dirigen los contenidos de las letras flamencas. El contexto, el ambiente, el momento, van forjando un clima en el artista que impregna de motivación sus letras. Las circunstancias moldean la existencia de la persona. Un


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estado de cosas y actitudes ante la vida que se observa a la perfección en la interpretación de sus cantes. El hombre va por la vía como la piedra en el aire esperando la caía. Nadie duda, tampoco, a estas alturas que el flamenco nace en el seno de colectivos oprimidos, desfavorecidos, empujados por las estrecheces económicas y el desdén de los sectores sociales más acomodados, confinados en los arrabales periféricos de las ciudades, donde viven de trabajos esporádicos y ambulantes, algunos de oficios artesanales ahora en vías de desaparición (herreros, carpinteros, arrieros,...), otros, los menos, de los emolumentos ganados en una noche de juerga, ya que hasta la aparición de los cafés cantantes los artistas flamencos no alcanzaron un verdadero estatus profesional. Aguas piden las yeguas, que aguanten pío, que en cuantito rematen las llevo al río. Jarrierito, jarrierito, tome usted veinte reales y lleve usted a una morena hasta los mismos bardales del pueblo de Cartagena. No es casual ni baladí, por lo tanto, que, como apuntalamiento conceptual de este “carácter flamenco” atisbado por Demófilo en los albores de la bibliografía flamenca, se encuentre el término jondo. La apreciación en primera instancia de Antonio Machado y Álvarez se perfila entre la intuición y el análisis de las letras de los cantes populares y abre la puerta a


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una amplia reformulación en la aproximación al fenómeno de intelectuales y estudiosos. A modo de definición de un vocablo que, de entrada, se nos presenta tremendamente iluminador para comprender el profundo marchamo existencial del flamenco, “lo jondo es terrible y jubiloso, oscuro y luminoso, fatídico y elegido, paradójico, es la experiencia del Amor/Muerte como raíz subterránea y como centro pasional de nuestra existencia” (18). El término, desde un punto de vista lingüístico, es fruto de la aspiración natural de la hache inicial del adjetivo hondo, pero su acepción y uso van mucho más allá de esta mera consideración fonética y lo conectan claramente con la cuarta acepción del diccionario de la RAE: “Dicho de un sentimiento: intenso, extremado” (19), pues hunde sus raíces en las enormes cavidades existenciales del flamenco, en su utilidad como un privilegiado bisturí que ahonda en las interioridades del ser humano. Aspirar es respirar hacia dentro, ir hacia el interior. La universalización de lo jondo como etiqueta del flamenco tiene, con independencia de la forja de un nuevo concepto privativo del cante, un destacado valor icónico que entrelaza la realidad donde aparece y se reproduce con un vocablo amalgamador que lo define, lo distingue y lo sitúa sin reservas en el cuadrilátero de las emociones, los sentimientos, las esperanzas y las experiencias humanas, de ahí la contundente irradiación existencialista que tienen tanto sus formas como sus contenidos. El carácter de jondura constituye, por lo tanto, una de las improntas más reconocidas del cante en ocasiones llamado gitano-andaluz. El jondismo es una apelación a la esencia de la condición humana. Una forma de advertir las magníficas 18. MARTÍNEZ HERNÁNDEZ: Op. cit., p. 122. 19. Diccionario de la Lengua Española, Vigésima Segunda Edición, consultado a través de www.rae.es.


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propiedades de transmisión existencial en poder de los estilos flamencos. Lo jondo como antónimo de lo superficial, lo anecdótico, lo secundario, lo superfluo. El jondismo como manifestación vital, como grito de disconformidad, como lucha frente a la adversidad, como lamento de amor desengañado, como queja por un destino fulminante e irreversible. Yo te juré de quererte, y nadie nos separa como no sea la muerte. Que me mandó un debé, yo hago por olvidarte y me domina tu queré. Ése es el significado del jondismo, que habita tanto en el mensaje de las letras como en el panorama sonoro de la música. Es jondo porque sale de dentro, de las profundidades del alma, motivado siempre por la experiencia, ya que arraiga en los pliegues de las vivencias y nace desde el interior de los sentimientos. Y es que el contexto activa la inteligencia del hombre para superar las dificultades. Esa inteligencia espontánea y primitiva de mil lazarillos de Tormes aparece en la lucidez de las letras flamencas, tan brillantes como profundas. La luz del entendimiento, ésa me ha dao a mí a comprendé, que no hay fatigas más grandes que aquel que quiere y no pué. Una inteligencia natural que desbroza el mundo, lo analiza, lo disecciona y lo explica apenas en los tres tercios de un cante. Desnuda de cualquier metodología argumental y, sólo por eso, mucho más directa, penetrante y reveladora. Desprovista


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de juicios académicos, pero alimentada de esa sabiduría que propina la experiencia en momentos de necesidad, sin rodeos ni justificaciones, al servicio del sentimiento, como espita, como medio de representación que sale al mundo convertida en toná, seguiriya, bulería o tango. De gran valor descriptivo son las palabras de Tía Anica la Piriñaca: “Cuando canto a gusto me sabe la boca a sangre”. El vocablo jondo, de evidente extracción onomatopéyica y de indudable simbolismo a la hora de calcular el profundo calado existencial de la obra flamenca, aporta un neologismo patentado por este arte, de tal fuerza, que traspasa sus límites naturales hasta utilizarse en otros contextos para designar otras realidades. Cuando los días 13 y 14 de junio de 1922, con la organización, entre otros, de Manuel de Falla y Federico García Lorca, tiene lugar en el Patio de los Aljibes de la Alhambra de Granada el célebre Concurso de Cante Jondo, el término aparece ya sólidamente argamasado ante la opinión pública, pues con este nombre será concebido y anunciado. Lejos de ditirambos realizados desde la nostalgia, sin caer en la exageración ni resultar eclipsados por la brillantez de algunos de los organizadores, está claro que este Concurso de Cante Jondo fue un hito, marcó un antes y un después en la historia del flamenco. Estuvo bendecido por una pléyade de intelectuales que, por vez primera, se ponían del lado del flamenco, haciendo una defensa encendida frente a los noventayochistas trasnochados y, al mismo tiempo, promoviendo una cruzada a favor de las esencias del cante y en contra de la dictadura del modismo virtuosista propio de la fase teatral, bajo el muy criticado paraguas empresarial y comercial de la emergente ópera flamenca.


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Sin embargo, vertiendo sus aportaciones al enfoque general de este trabajo, el Concurso resaltará el valor de lo jondo como el material intangible más característico del flamenco. El propio García Lorca utilizará este término para denominar uno de sus poemarios más universales y más inextricablemente ligados al universo del flamenco, el Poema del cante jondo, escrito casi en su totalidad en 1921 pero publicado una década después. El concepto de jondo atina con claridad sobre las cualidades y la naturaleza propias de ese existencialismo flamenco que está presente en la porosa emoción del cante, del toque y del baile. “El jondismo cantaor es una obra comunal de tanta magnificencia sentimental y artística, que a pesar de que actualmente la angustia existencial, como diría Sartre, tiene distintas características anímicas y materiales, siguen conmoviendo y emocionando a determinados seres” (20). 3.2.- Más radiográfico que fotográfico La elección del concepto jondo para renombrar al flamenco no es ocasional. Se debe a la fuerte capacidad descriptiva que acumula el término en relación con la realidad conmovedora que es capaz de expresar y transmitir. Lo jondo como antítesis de lo superficial, de lo pasajero, de lo insustancial. Catalogar al cante flamenco con el atributo de cante jondo tiene una clara finalidad aseverante a la hora de remarcar los elementos constitutivos de una diferenciada creación artística que, en su génesis y en su expresión, va mucho más allá de lo meramente musical. Incide el adjetivo jondo en la indiscutible dimensión existencial del flamenco, que tira hacia dentro para reventar luego hacia fuera. Lo jondo como persecución de lo interior, jamás como sinónimo de ocultación. Una fórmula para la expre20. RÍOS RUIZ: Op. cit., p. 72.


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sión donde se desfonda el artista y que trasluce las terribles limitaciones y la penuria de su entorno personal. El individuo y sus circunstancias son el ingrediente fundamental para dotar de contenidos este arte de la narración existencial en primera persona en que acaba convirtiéndose el flamenco. En estricta dependencia de una sociología que, sobre todo en sus orígenes, supuso “la trayectoria vital de un género de música engendrado en los estertores de la marginación” (21). De esta forma, el flamenco muestra, sin florituras ni justificaciones, las interioridades del artista. Al ser manifiestamente intraproyectivo, al bucear en las entrañas en lugar de permanecer cómodamente aliviado en la epidermis del sentimiento, propicia una de las más sugerentes aportaciones de este arte: su inmersión en los grandes traumas y felicidades del ser humano. Es por esto que el flamenco es más radiográfico que fotográfico. No se queda en el nivel de las apariencias, no muestra la imagen exterior de una realidad, ofrece la versión particular de una persona concreta que no puede desconectarse jamás de sus experiencias y de sus ilusiones. No ofrece una imagen artificial ni se contenta con la corteza de las cosas. Se manifiesta desde dentro de un yo declarante y revelado. Yo voy por la calle loco de ver que tanto te quiero y me desprecias por otro. Y no sé por dónde, ni por dónde no, se me ha liao esta soguita al cuerpo sin saberlo yo. 21. ORTIZ NUEVO: Op. cit., p. 49.


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Yo no tengo más remedio que agachar la cabecita, decir que lo blanco es negro. Retomando el nombre de la conocida trilogía de Pío Baroja, en el sustrato existencial del flamenco aflora la lucha por la vida. Es una combinación de la mala hierba de un destino fatal y unas condiciones vitales paupérrimas, de ir a la busca de un mundo mejor y de una salida expresiva puntual a través del arte y de la aurora roja que resulta de fundir en un mismo acto todas las pasiones y sentimientos humanos. Esta mezcla de factores es la que provoca el jondismo. Está claro, por lo tanto, que “el eje central del flamenco es el problema humano con todos los demás que arrastra el hombre” (22). Esto es, el problema de toda persona ante los retos que le ofrece la vida. Un nítido exponente de cómo el artista se explica y se expone a través del flamenco lo encontramos en el vasto repertorio de las letras de los cantes. Experimenta un proceso de interiorización que luego se sustancia en un alarde de extroversión artística que consiste en un acusado ejercicio autoexpresivo en donde, como ha sido puntualizado con anterioridad, recurre a su arte como válvula de escape y lo convierte, al mismo tiempo, en una peculiar radiografía de un ego que se desenclaustra con el cante. Corazones partíos, yo no los quiero. Cuando doy el mío, lo doy entero. Yo sé que contigo no me he de lograr; 22. ARREBOLA, Alfredo: La espiritualidad en el cante flamenco, Servicio de Publicaciones Universidad de Cádiz, Cádiz, 1988, p. 26.


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por eso mis ducas nunca van a menos, siempre van a más. Yo tengo un reló marcao con las horas y minutos y el mal pago que me has dao. Es tu amor como el viento y el mío como la piedra que no tiene movimiento.

El flamenco se alimenta de los grandes dramas, pasiones e imposibilidades que han asediado al ser humano desde que, en disposición del pensamiento abstracto, fue capaz de objetivarse, de pensarse, de razonar, de formular ideas sobre el mundo. No aposenta, pues, sus reflexiones sobre la vida en alambicados procesos mentales ni se visualiza luego por medio de complejas estructuras sintácticas. Aquí reside una de las grandes paradojas del flamenco: la indiscutible profundidad existencial de los temas abordados y la simplicidad electrizante de sus letras. No cabe duda de que “la poesía flamenca se contiene en una forma breve, de precisión lírica admirable y de un realismo a la vez descarnado e imaginativo” (23). Una relación de condimentos en donde “tan radical concisión favorece uno de los primeros y principales valores de la expresión lírica: su capacidad para conmovernos” (24) . El patetismo de los asuntos que protagonizan el insumo temático del flamenco, el lirismo de sus formas y la belleza de sus músicas son argumentos suficientes para comprobar el 23. AA.VV.: Op. cit., p. 16. 24. Ibídem, p. 16.


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torrente de emociones que se concitan cuando alguno de sus múltiples estilos es interpretado, sea en directo o por medio de los numerosos sistemas de reproducción a nuestro alcance. De esta forma, el existencialismo flamenco no pretende explicar ni responder a los grandes interrogantes del ser humano. Es más expositivo que interrogativo. No persigue despejar las dudas sobre la muerte, sólo mostrar el dolor que provoca. No ansía demostrar la existencia de dios, más bien recurre a la mediación divina como último recurso para combatir la miseria, la desazón amorosa, la soledad, etcétera. “Los cantes no tratan de concepciones o creencias sobre los principios de los seres o la importancia del hombre en el universo, ni de un sistema particular de conducta para la vida” (25). Tanto es así que algunos autores han sentenciado que “el cante jondo es, en su práctica, un arte que tiene poco de intelectual, pues no ha nacido de la contemplación y la reflexión, sino de la necesidad vital y la intuición. En él predominan el instinto creador, la intensidad emotiva y la capacidad de expresión sobre la composición teórica, el deleite armonioso y equilibrado o el alarde de la técnica” (26). Es por esto que “las letras del cante hablan con naturalidad y acierto poético de las cosas humanas, comunes a todos los hombres, sean cuales sean sus circunstancias; y ello sin ocultar el propio medio social en el que nacen: la condición humilde de sus protagonistas, las situaciones de pobreza e incluso de marginación” (27). El flamenco emana de la diferencia, no de la indiferencia. A veces es liviano...

25. GARCÍA CHICÓN: Op. cit., p. 62. 26. MARTÍNEZ HERNÁNDEZ: Op. cit., p. 34. 27. AA.VV.: Op. cit., p. 18.


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Yo me la llevé al palmar; le estuve dando palmitos hasta que no quiso más. El dinero es un mareo, aquél que tiene parné es bonito aunque sea feo. ...y en otras trascendente... Con el sino de quererte he venío al mundo yo por eso estás tan presente dentro de mi corazón. Donde quiera que yo voy, parece que estoy viendo, la sombra de tu queré que me viene persiguiendo Todas las mañanas voy a preguntarle al romero si el mal de amor tiene cura, porque me estoy muriendo. ...pero no elude reseñar el componente básico que nos distingue a unos de otros: nuestra experiencia vital, nuestra relación con el mundo, nuestras aspiraciones y debilidades, nuestras esperanzas y angustias. En este sentido, subraya María del Carmen García Tejera, “el sentimiento de lo jondo, considerado una actitud ante la vida, una auténtica filosofía que se resume en un grito de dolor metafísico con una doble dimensión: religiosa y social. Naturalmente el pueblo no se hace estos planteamientos, pero los siente y expresa en su cante con sus coplas, breves y sencillas, pero sobrecogedoras


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y sorprendentes por la fuerza y belleza de sus imágenes y por la rica variedad de sus temas” (28). Por consiguiente, la estética del flamenco es esencialmente patética, porque se alimenta del pathos; porque sus formas no constituyen una lectura bucólica e indolente de la realidad; porque el cante supone un refugio y una salida, un contrafuerte y una evasión, un punto de fuga y, a la vez, un punto de encuentro con uno mismo; porque el flamenco se convierte en un formidable cauce para la reverberación plástica y artística de los sentimientos humanos más rotundos y sublimes; porque no es un ejercicio indiferente de autocontemplación; porque la creación es sentida como un acto de expresión artística perpetrado siempre en primera persona. El continente para este caudal de emociones esta compuesto por la tripleta que forman la música, la danza y la literatura, que pueden darse por separado, conjuntamente o bien formando entre sí toda la tipología de combinaciones posibles. Destacando al respecto, por su precisión y concisión significativa, ese monumento a la belleza expresiva que filólogos y estudiosos han bautizado como la lírica flamenca. Por eso, a la hora de analizar la auténtica axiología, preñada de los más selectos valores humanos, que contienen las letras del flamenco, más allá del puro esteticismo, es necesario priorizar, como defendía Rodríguez Marín en su conocida obra El alma de Andalucía en sus mejores coplas amorosas, que en las “coplas hay que examinar mucho más que el ser feas o bonitas, porque no son motivos puramente literarios y estéticos los que nos mueven a este género de estudios, son que en él hallan objeto de interesantísimas investigaciones tanto el literato como el psicólogo, tanto el esteta como el historiador, tanto el filólogo como el que aspira a conocer la biología y desenvolvimiento 28. GARCÍA TEJERA, María del Carmen: Poesía flamenca, Servicio de Publicaciones Universidad de Cádiz, Cádiz, 1986, p. 32.


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de la civilización y el espíritu humano” (29). La patética estética del flamenco es, quizás, una de sus principales señas de identidad, de sus elementos más definitorios. Es cierto que muchas veces “la belleza es una categoría estética sostenida por una experiencia amable del mundo” (30) . En cambio, “el cante jondo es terrible por ser la unión de la desgracia y el desamparo” (31) y es éste el fundamento donde residencia su particular concepto acerca de lo bello, porque, retomando las observaciones de Emmanuel Kant, “aquél que no capta el valor o la belleza de lo que a nosotros nos conmueve o nos encanta, se le despacha con que él no lo entiende. Aquí no importa tanto lo que el entendimiento capta, sino lo que el sentimiento siente” (32). Cuando se quiere de veras, no se teme al qué dirán. Quien tiene fe en u camino, no vuelve la cara atrás. Tengo agonías de muerte. Vuelve pronto a mi vera que estoy loco de quererte. Es decir, en gran medida, “lo que el cante jondo expresa es la condición aterradora de la existencia” (33), sin olvidar que, como caben en él todos los sentimientos del ser humano, desde la pena que ahoga hasta la felicidad exultante que desata, además de servir de expositor para la desgracia, también re29. RODRÍGUEZ MARÍN, Francisco: El alma de Andalucía en sus mejores coplas amorosas, Rev. Archivos, Madrid, 1929, p. 18. 30. MARTÍNEZ HERNÁNDEZ: Op. cit., p. 124. 31. Ibídem, p. 124. 32. KANT, Emmanuel: Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y lo sublime, Alianza Editorial, Madrid, 1990. 33. MARTÍNEZ HERNÁNDEZ: Op. cit., p. 124.30. MARTÍNEZ HERNÁNDEZ: Op. cit., p. 124.


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presenta un escaparate donde se exhibe, con la misma pasión desmedida, la alegría, la felicidad, la correspondencia amorosa, la plenitud, etcétera. En un parito verde tendí mi pañuelo, salieron tres rosas como tres luceros. No sé qué tiene la yerbabuena de tu huertecito que tan bien huele. Ahora bien, aunque el artista flamenco asume en ocasiones su actividad creativa desde la asfixiante perspectiva del interrogante... ¿Y pa qué tanto llover? Los ojitos tengo secos de sembrar sin recoger. ...no se concibe ésta como una formulación trascendente que aspire a resolver los grandes interrogantes colectivos que pesan como juicios, que diría Benedetti, sobre la conciencia de la humanidad y que han dado lugar a corrientes de pensamiento, escuelas filosóficas y a esos complejos edificios metafísicos y TEÓ-ricos que son las religiones, con independencia de su expansión, supervivencia y mesianismo. La reflexión flamenca es directa, breve, contundente, intensa. Elude el misticismo, la contemplación impasible y la mirada indiferente. Es pragmática, pues se aposenta sobre la realidad, no sobre la especulación. Se atrinchera en un empirismo vital que no esconde tragedias ni prosperidades. No trata de construir complejos sistemas de pensamiento, ni puede. Muestra una sabiduría elemental, una filosofía de la experiencia, un


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conocimiento de lo vivido que nos alcanza de lleno porque nos es posible, porque esos retales inconexos y deshilvanados de vida desparramada en las letras del cante no son privativos del artista ya que nos permite procesarlos mediante rápidos esquemas de identificación o aceptarlos y comprenderlos dada su absoluta factibilidad. Cuanto más asimilable sea para los aficionados, será también más impactante y aportará al mismo tiempo mayores ventajas comunicativas. De este modo y aunque parezca contradictorio, el flamenco, en su acercamiento a la realidad, expuesta con claridad en el paisaje de sus temas preferentes, reproduce una firme ontología de lo concreto, de lo humano, de lo cercano, de lo real, de lo que nos afecta, nos limita, nos libera y nos consume cada día. Es un reflejo de la cotidianidad. Más próximo a lo dionisiaco y terrenal que a lo apolíneo y metafísico, no aspira a teorizar, a extraer conclusiones, a descifrar enigmas. Su expresividad se basa en el relato de lo palpable. Su hermeneusis constituye, pues, un sencillo ejercicio de interpretación acerca de aquellas condiciones existenciales que vive o manifiesta el artista a través de su arte. Es un existencialismo, el flamenco, que se cuenta, se canta y se siente en primera persona. Un existencialismo individualizado, que explica a un hombre o una mujer concretos, pero que, al mismo tiempo, es capaz de superarlos por la evidente injerencia de su sensibilidad artística en la lógica del conocimiento y en el mapa de los afectos de los otros. Situados éstos, eso sí, en la antítesis de la visión fílmica de Amenábar, ya que forman parte de un colectivo que es vivificado por la irrupción en su mundo real de las experiencias ajenas transmitidas por medio de la fuerza indescriptible del flamenco. En el ámbito de la comunicación flamenca, que será abordado más adelante, los otros son esa comunidad informe, heterogénea, cambiante, nada mensurable, que conforman todos


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sus auditorios potenciales. Cuales quieran que sean, sin entrar siquiera en el número de personas que los compongan o el grado de diseminación de las mismas. La proxémica del cante, la liturgia del flamenco, la representación social de la interpretación flamenca, su escenificación pública, han experimentado una profunda metamorfosis a medida que se convierte desde mediados del siglo XIX y hasta nuestros días en un arte popularizado que aprovecha inteligentemente los medios de comunicación y las nuevas tecnologías a la hora de propagar geométricamente sus aportaciones al orbe del arte, convertido hoy en un objeto de consumo. Este orden de factores, ineludibles en pleno siglo XXI, modificará los esquemas de producción, la génesis de la creación y los parámetros existenciales propios del flamenco que, como es lógico, “no puede ser ya el mismo que fue hace apenas medio siglo: es otra cosa, responde a otros trámites culturales, a otro clima social, a otras demandas” (34). A pesar de todo, ha mantenido su utilidad existencial y ha conservado plenamente su vigencia como instrumento para tejer el relato vital del artista. Está claro que no se preocupa de revelar las incógnitas que forjan el denominador común de las preocupaciones existenciales de la humanidad a lo largo de los siglos. No. Sirve para mostrar a la persona. Actúa a modo de manifiesto individual, pero genera sintonías de grupo porque convence y contagia por la vía rápida del sentimiento y de las experiencias compartidas. Tu queré y mi queré aunque lo rieguen con llanto no puede prevalecer.

34. CABALLERO BONALD, José Manuel: “Incertidumbres del flamenco”, artículo publicado en La poesía del flamenco, Revista Litoral, Málaga, 2005, p. 123.


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Le dijo el tiempo al queré: Esa soberbia que tienes yo te la castigaré. A la muerte llamo, no quiere vení, que hasta la muerte tiene compañera lástima de mí. Doblen las campanas, doblen con dolor, que se ha muerto la mare de mi alma de mi corazón.

La experiencia, sea vivida o retomada como argumento de recreación expresiva, es el detonante del flamenco, tanto en su elaboración como en su ejecución. De entrada, parece poco probable cantar cualquier cosa en cualquier sitio, salvo por los rigores del profesionalismo, que otean cada vez con más perseverancia esta posibilidad en un principio contradictoria. En todo proceso comunicativo, muy especialmente en el arte, considerado como un instrumento expresivo individualizado y un mecanismo para exteriorizar la sensibilidad creativa del ser humano, el contexto y la ambientación constituyen dos factores esenciales a la hora de matizar y moldear los significados. Parafraseando a Georges Mathieu, aquí se cumple su aserto de que “el artista es el elegido para encarnar la sensibilidad y el sufrimiento del mundo” (35). En un principio, el flamenco fluye envuelto en un aura que lo provoca, en un ambiente, más emotivo que físico, que empuja 35. MATHIU, Georges: Sí..., Arts, Número 861, 21-27 de marzo de 1962, p. 1.


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al artista hacia un estado que se resuelve con su creación-interpretación y se expresa mediante unos mensajes que resumen y revelan los grandes temas existenciales que nos recolocan ante la vida. En este apunte introductorio queda definido, a grandes rasgos, ese instante marcado por la conmoción colectiva que denominamos duende. Un momento de agitación extrema, de deriva incontrolable, de irracionalidad suprema, que marca la honda vocación existencialista de la expresión flamenca y que, en palabras de González Climent, venía a ser algo así como “la verdad a rajatabla, la verdad sin accidentes, la desnudez existencial”. Cuando la emoción transmitida supera el equilibrio sistemático de la razón, se alcanza ese éxtasis que los flamencos denominan duende. Se trata, según las teorizaciones que nos encontramos acerca de este término, de un estado de inspiración sobrenatural, de una auténtica catarsis colectiva que no llama a la puerta, que es espontánea, que llega sin avisar, que contagia a todos, que se coloca en el lugar justo donde revientan las sensaciones. Sin embargo, es difícil que el duende se persone sobre el escenario de espectáculos programados, donde todo acaece según el guión previsto y la interacción del artista con el público es indirecta y asimétrica. El duende es un concepto importante para explicar la dimensión existencial del flamenco. Como su propia palabra indica, es algo abstracto, que no se ve, intangible para los sentidos, sólo al alcance de los corazones azotados por el destino y sumergidos en la embaucadora magia del arte flamenco. Quizás el mayor escollo para encontrarlo es la evidencia de que los factores contextuales que propician su aparición - recogimiento, privacidad y confianza- están profundamente orillados por el flamenco mercantilizado que podemos encontrar en la escena o en los medios de comunicación.


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La comercialización del flamenco, la ruptura de las barreras proxémicas de las fiestas privadas, su conversión en un espectáculo de pago y de masas han convertido al duende en un fenómeno en declive, porque, si nos atenemos a los postulados clásicos con que ha sido definido esta espontánea y estremecida aparición que invita al paroxismo colectivo, es difícil que el duende pague entradas, que quede registrado en la redondez de un DVD, que se acomode a las hondas hertzianas de la radio flamenca, que sea un exorno más de los decorados televisivos, que aparezca, mágico y provocador, en todos los rincones en donde hay una televisión encendida, un satélite sintonizado, un aparato reproductor a todo volumen. Complicado lo tiene si nos atenemos a las bellísimas palabras de García Lorca cuando, en su célebre conferencia Juego y teoría del duende, asegura con determinación que “el duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca”. Gran parte de la abundante teorización literaria que ha ocasionado este concepto encuentra precisamente en la pluma del poeta de Fuente Vaqueros su verdadera troncalidad. Es posible distinguir una evidente veta lorquiana en la aproximación a un término que el propio poeta granadino encontró en “las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte”. A modo de sonidos negros, retomando la terminología de Manuel Torre, el duende será, en la versión de Lorca, “un poder y no un obrar”, “un luchar y no un pensar”. Para buscarlo “no hay mapa ni ejercicio. Sólo se sabe que quema la sangre como un trópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe estilos, que se apoya en el dolor humano que no tiene consuelo” (36). 36. GARCÍA LORCA, Federico: “Juego y teoría del duende”, conferencia impartida en la Residencia de Estudiantes de Madrid en 1933 y recogida en La poesía del flamenco, Revista Litoral, Málaga, 2005, pp. 150-157.


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La elevada calidad literaria de la prosa poética de Federico no encuentra parangón y nos ilustra con su extremada sensibilidad lo que entendemos por duende. Tanto es así que creó escuela. Su forma de describir y de acercarse con palabras al flamenco ha encontrado a posteriori una potente hornada de discípulos entusiastas que han convertido sus giros, figuras e imágenes literarias en un frecuente recurso para repetir un paisaje muchas veces figurado, simplificante y estereotipado en demasía, sobre las realidades del flamenco, más fruto de la literarización de un arte que de la investigación científica que permita analizarlo, aunque, al mismo tiempo, han contribuido al ensanche de sus fronteras artísticas, yendo mucho va más allá de la música, pues recala en las artes plásticas y tiene, como vemos, un importante recorrido en el universo de la literatura. No obstante, en la actualidad, el conjunto de condicionantes que rodean la escenificación pública de la interpretación flamenca eluden su ocasional aparición y lo reducen prácticamente a la condición de mito al no producirse los aditamentos rituales que favorecen su presencia, explosiva e inesperada, en el transcurso de fiestas entre conocidos. No se dan las coordenadas de privacidad, confianza y libertad que lo alientan. El flamenco hoy es previsible y programado, profesional y mercantil, público y mediático. El duende se queda como el paradigma de un arte que rastrea todas las emociones del ser humano y las expone con una franqueza y una capacidad de síntesis impresionantes. Este conjunto de afirmaciones no lo niega, lo resitúa en su atenuado protagonismo, pues tiene escasa incidencia en el ámbito de un arte comercializado y, como siempre, habrá que localizar su búsqueda en el transcurso de fiestas privadas. Como catalizador de una catarsis elemental, que responde a los sentimientos más contundentes y primarios, su hipotética irrupción se volatiliza por completo cuando es sometida a los esquemas de la comunicación


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flamenca actual, masiva y profesionalizada, atemporal y apresencial. El duende no sube a los escenarios, que es donde se produce y consume preferentemente el flamenco. El contagio emocional que motivan sus expresiones artísticas no desaparece jamás, pero se instala unos cuantos escalones más abajo, en el lugar exacto desde el que se vehicula su versión representativa. Los aficionados salen de los conciertos y festivales con sus camisas impolutas. Si la rotura de este atuendo simboliza y testimonia su aparición, es evidente que, lejos de los márgenes indescifrables de la fiesta privada, es difícil encontrarlo por ningún lado. No es que haya desaparecido de la escena, es que nunca estuvo presente en ella. No podemos ignorar, eso sí, un ramillete de intérpretes, en su inmensa mayoría cantaores o cantaoras, que, convertidos en auténticos iconos flamencos, traspasan las fronteras del arte comercial e irradian una emotividad especial sobre sus seguidores, que le responden con una gran fidelidad y un afecto fuera de lo común, que los siguen de recital en recital y reúnen sus discos. Constituyen una zaga de artistas minoritaria que, inconscientemente, echan un pulso a la mecánica frialdad del flamenco subido al escenario y superan el reto de la unidireccionalidad implícita a la comunicación del modelo escénico gracias a la particular simbiosis que alcanzan con su público. Una interacción intensa que consiguen porque están provistos de un aura que los distingue, los avala y los encumbra. Hablamos del carisma. El que tiene el Capullo de Jerez cuando se arranca por bulerías o tangos; el de Agujetas cuando se entona por seguiriyas; el de Paco Toronjo en la primera arremetida de unos fandangos; el de La Paquera de Jerez rompiendo casi los cristales con sus inimitables arranques seguiriyeros; el de Manolo Caracol con sus profundos y melismáticos quejíos; el


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de la Fernanda de Utrera abrazando en su voz unas soleares y, por supuesto, el compás de José Monge Cruz, Camarón de la Isla, entre otros. En todos los casos citados se cumple a carta cabal la definición de nuestro diccionario porque, como señala la RAE, “atraen y seducen con su palabra o sólo con su presencia” (37), con independencia de una calidad artística que les es consustancial. Todos ellos son personajes del mundo del flamenco enormemente carismáticos. Se diferencian porque no cantan maquinalmente; porque son bendecidos por la complicidad que despiertan en un sector entusiasta de aficionados; porque son aplaudidos incluso con sólo aparecer en escena; porque desatan pasiones a veces controvertibles; porque están provistos de un brillo especial; porque contagian con su arte; porque tienen personalidad propia, dentro y fuera de los escenarios; porque su cante posee un sello que los identifica; porque sólo se parecen a sí mismos; porque provocan una emoción colectiva en los auditorios que los deja tan lejos del hieratismo del espectador pasivo como del arquetipo de duende que hemos heredado de la flamencología; porque, no pueden ser comparados con nadie y son, además, recompensados desde la siempre crítica afición flamenca. Desde luego, con independencia de estas últimas afirmaciones acerca del carisma como versión atenuada del duende, sobre este último vocablo incide el fuerte componente existencialista que empapa en distintos grados a la comunicación flamenca. El primitivo grito desgarrado del que, según los teóricos, procede el misterio del duende aparece bastante modulado en la actualidad por la incidencia de unas condiciones socioeconómicas menos abrasivas y por el cambio que ha experimentado el contexto habitual donde se escenifica la expresión flamenca. Retomando de nuevo la apreciación 37. Diccionario de la Lengua Española. Vigésima Primera Edición, Espasa Calpe, Madrid, 1992, Tomo I, p. 416.


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sobre su desnudez existencial, podríamos decir que los caminos por los que accedemos actualmente a las manifestaciones flamencas están despojados de duende, aunque no así de existencialismo, porque tanto sus letras como sus formas nos trasladan los sentimientos, emociones, certezas, cavilaciones, alegrías y tragedias del ser humano. Y lo hacen, además, a través de una multiplicidad de vías y de medios que deslocalizan el proceso comunicativo, convirtiendo al flamenco en un arte transfronterizo y globalizable.




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El flamenco es una combinación de causas sociales y culturales que se nutre del presente, pero que, al mismo tiempo, se encuentra estibado con el contrafuerte de la tradición. Ésta debe ser entendida como estímulo, como ropaje cultural, como elemento de diferenciación, como argamasa plural, nunca como una exigencia irrenunciable, que limite la creación, en lugar de propiciarla. En sintonía con las afirmaciones del antropólogo austriaco Gerhard Steingress, “el flamenco surgió de esta ambigüedad entre la tradición y la innovación, de las contradicciones de una sociedad inmovilizada durante siglos pero ahora en transición y en búsqueda de una nueva identidad” (38). Así concebido, es apuesta y respuesta, espejo y constructo, herencia y creación. No es imagen literal ni copia exhaustiva. Es algo más, porque nace de la susceptibilidad humana, de las posibilidades de expresión de mujeres y hombres concretos, de la materialización de muchos factores y muchas personas que, fruto de una apasionante ósmosis social, representan un todo diferente a la suma de las partes. La prolífica interacción entre la experiencia individual y la pertenencia a una comunidad que comparte conectores cul38. STEINGRESS, Gerhard: Sobre flamenco y flamencología, Signatura Ediciones, Sevilla, 1998, p. 218.


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turales se encuentra en la tramoya de la expresión artística flamenca. No hay creación ex nihilo. “Cada arte encuentra justificación en su época. No existe objeto cultural al margen de una cultura, de una ideología, de una forma de ver el mundo” (39). La cultura, por lo tanto, debe ser entendida necesariamente como un concepto onmiabarcador que entrelaza “actividades, procedimientos, valores e ideas humanas, siempre que éstas sean transmitidas por aprendizaje y no heredadas genéticamente” (40). Si apelamos al pensamiento de Parménides, el filósofo griego presocrático; de la nada, nada es. La ausencia de todo no puede ser el camino de ningún conocimiento. Aunque parezca una obviedad, no deja de adquirir especial relevancia en los imbricados estadios de la creación flamenca. Incluso la inspiración, que puede presentarse como algo libérrimo, es un estímulo, imprevisible e incontrolable, de procedencia cierta. Esta visión parmenidiana del arte se hace todavía más presente en el flamenco. “El cante jondo es un arte sumamente repetitivo en sus formas y expresiones básicas desde su revelación” (41). Un edificio de cimientos sólidos que se debate entre la sujeción a una arquitectura pretérita o la actualización por medio de nuevas aplicaciones. De entrada, el flamenco no está acabado y no lo está en la doble acepción que permite este participio: no es un arte que esté muerto ni se presenta como un todo ya concluso que no admita derivaciones ulteriores. Ya sea por su enorme pujanza y vitalidad, que lo convierte en una de las músicas más reconocibles e influyentes de los cinco continentes, o por su extraordinaria permeabilidad, que extiende ilimitadamente sus 39. VERGILLOS GÓMEZ: Op. cit., p. 20. 40. MOSTERÍN, Jesús: Filosofía de la cultura, Alianza Universidad, Madrid, 1993, p. 18. 41. RÍOS RUIZ: Op. cit., pp. 11-12.


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posibilidades de creación artística, nos encontramos, afortunadamente, en una fase de expansión, donde a fuerza de engancharse al futuro no puede soltar amarras con su pasado. A pesar de esta potente dosis de parmenidianismo que nutre de elementos preexistentes la creación flamenca, la reclusión al canon como si fuese un dogma inalienable perturba y socava la dimensión existencial que es inmanente al flamenco. Para ser más gráficos, cantar los estilos de siempre con las letras de siempre reduce al máximo las posibilidades de intromisión del artista en el complejo universo de afectos y desafectos que arroja su obra. Lo convierte en una especie de altavoz del pasado, sin posibilidades de individualizarse a través del arte, alternando estilos y papagayeando coplas sin otro sentido que el de la contraprestación crematística. Situados en este terreno, es cierto que “la discusión de las diferentes concepciones del flamenco como arte se ha limitado, en general, a enfrentar lo puro, identificado normalmente con el pasado ideal, con la vanguardia, la mistificación, y consecuente degradación” (42) y que su presente actual es admitido erróneamente por muchos como la floración de un pasado que debe congelarse tal cual para las generaciones venideras. La defensa de esta tesis conservacionista no hace más que abortar y condicionar cualquier atisbo de rebrote existencial en el flamenco de hoy, porque lo supedita a ser antes rescoldo aminorado por el paso del tiempo que llama vivificante que desnuda, exalta y conmueve. Para ser equilibrados y soportar los argumentos sólo con los sillares de la razón, al precisar el implícito aporte existencial que lleva inoculado el flamenco desde sus orígenes hasta la fecha, ni el pasado es sagrado y purificador como nos recuerda el aforismo popular cuando sentencia que “cualquier tiempo pasado es mejor”, al que se agarran puristas y nostálgicos, ni 42. VERGILLOS GÓMEZ: Op. cit., p. 65.


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es un “túnel” nebuloso en la atormentada versión de Ernesto Sábato, al que parecen aferrarse los afilados exegetas de lo comercial para afrontar un futuro cuajado de incertidumbres. El arte tiene siempre su pasado, sus principios y su intrahistoria. Tiene mucho de consecuencia, de influjo, de interacción con un entorno emocional, individual y colectivo que acaba adjudicándole una forma definida. Es espejo y respuesta porque refleja el universo interior del artista y sirve además de cauce expresivo para posicionarse ante el mundo. No sería concebible, desde luego, sin su inclusión en los esquemas de acción-reacción inherentes al ser humano y, tampoco, sin su pertenencia a unos vectores culturales determinados. Dicho de otra manera, “limitar el flamenco a la intimidad del intérprete o de su propia energía es inexacto. La turbación flamenca siempre responde al diálogo entre el sujeto y la cultura” (43). Es conveniente insistir que cualquier manifestación artística individual, incluida por supuesto el flamenco, se encuadra en el seno de una sociología de referencia y se nutre de unos componentes culturales diferenciados. “La sociología cultural, por lo tanto, se ocupa de los procesos sociales de la producción de la cultura [...] debe interesarse por las instituciones y formaciones de producción cultural [...] debe interesarse también por las relaciones sociales de sus medios específicos de producción” (44). Esta aseveración, de la que no escapa en modo alguno el flamenco, dada la complejidad y creciente industrialización de los procesos culturales, adquiere en pleno siglo XXI todavía mayor relevancia. Más aún, como nos recuerda Bernhard Shäfers, “el individuo no puede dejar de pertenecer a un grupo, pues sólo con la 43. CRUCES ROLDÁN, Cristina: “El flamenco más allá de la música”, artículo publicado en La poesía del flamenco, Revista Litoral, Málaga, 2005, p. 139. 44. WILLIAMS, Raymond: Cultura. Sociología de la comunicación y del arte, Paidós Comunicación, Barcelona, 1981, p. 28.


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ayuda de éste le es posible alcanzar determinados objetivos importantes para él” (45). Parece del todo inadecuado desagregar al artista de su contexto y descansar en el yo la exclusividad de la potencialidad creativa. Es necesario pues ensanchar el horizonte y comprender la importancia que tiene su universo referencial, así como el influjo de una cultura envolvente e influyente que acaba perfilando su comportamiento, aportando una visión del mundo y soportando una escala de valores. “Como el hombre no sólo tiene conflictos, sino que ya de por sí es un conflicto por su naturaleza dual: alma y cuerpo, bruto y ángel, tiempo y eternidad, nada prehistórica y destino absoluto, una filosofía del hombre tiene que ser, en este sentido, dualista” (46). Por este motivo, el flamenco comporta la expresión de una auténtica filosofía del hombre, que entronca pasado y futuro, que anida en la tradición y se proyecta hacia el mañana mediante mutaciones derivativas, que bien planea sobre la pena, bien se regocija en la alegría. Esta dualidad subyace a toda expresión flamenca. Según Agustín Baseve, “la pareja angustia-esperanza es inescindible. Esta pareja psicológica corresponde a esta otra pareja ontológica: desamparo metafísico-plenitud subsistencial. La coexistencia de estos momentos en la vida humana es orgánica y forma una unidad contrapuntual” (47). Una radical bipolaridad sobre la que pivota la conducta del ser humano, a la que no podemos renunciar y que aparece revitalizada en la extraordinaria proyección existencial del flamenco. Día de Santiago, al ponerse el sol, 45. SHÄFERS, Bernhard: Introducción a la sociología de grupos. Historia, Teorías. Análisis, Editorial Herder, Barcelona, 1984, p. 42. 46. BASEVE FERNÁNDEZ DEL VALLE, Agustín: Filosofía del hombre, Colección Austral, México D.F. (México), 1978, p. 21. 47. BASEVE: Op. cit., pp. 21-22.


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logré mi gusto con mi compañera solitos los dos. Mira si te tengo amor: veneno que tú me dieras, veneno me tomara yo. En todo caso, el pasado es, para el flamenco, un cimiento sobre el que se edifica, nunca un cemento bajo el que reposa oculto. Su nacimiento entrelaza un conjunto de causas sociales y culturales no vigentes en la actualidad. “El género flamenco surgió como manifestación artística, moderna, vanguardista y provocadora, enraizada en el romanticismo europeo, y que fue expresión subcultural de una peculiar bohemia andaluza” (48). Un contexto ya desaparecido que supuso el impulso inicial para su definitiva socialización, que lo hizo visible, a partir del cual artistas de distintos tiempos pudieron expresar sus convicciones, dudas, alegrías y lamentos. En palabras de Ríos Ruiz, “el cante, como es archisabido, responde sociológicamente a las míseras circunstancias vivenciales de una gente en determinada época [...] es el arte de un tiempo determinado y dramático” (49). Cuando desaparecen estas miserias y estas circunstancias vivenciales se difuminan, para sobrevivir, deberá adaptarse necesariamente, como viene haciendo, a nuevas realidades y nuevos contextos sobrevenidos. El flamenco ha aguantado las embestidas del paso del tiempo gracias a dos procesos claves que han interactuado en paralelo: la transmisión y la evolución. Ha sobrevivido a varias generaciones y ha avanzado cosechando aportaciones de unos y otros hasta situarse en la fase representativa, no conclusa, que observamos en la actualidad. 48. STEINGRESS: Op. cit, p. 32. 49. RÍOS RUIZ: Op. cit., p. 71.


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Transmisión porque la cultura, en esencia, es información que se vehicula y se comparte en el seno de grupos que mantienen un conjunto estable de conectores sociales. El legado artístico del flamenco se trasvasa de este modo de generación en generación, en un principio dentro de círculos pequeños, ahora, mediante medios de difusión con mayor poder de convocatoria. Como sostiene Jesús Mosterín, podemos afirmar que “cultura es la información transmitida (entre animales de la misma especie) por aprendizaje social” (50). Por este motivo, “la información cultural no está programada en los genes. Se genera mediante un invento o descubrimiento más o menos casual y se transmite por imitación y aprendizaje” (51). Es, precisamente, esta sucesión de variables la que ha evitado un estancamiento prematuro del flamenco y le ha posibilitado una continuidad que llega hasta nuestros días. No obstante, los circuitos que han ejercido de vasos comunicantes entre generaciones para la transmisión del flamenco no son el resultado de un diseño predeterminado. La cadena de transmisores no ha articulado su actividad a través de procesos de enseñanza estandarizados y reglados, sino que se ha sometido al comportamiento más o menos previsible de las pequeñas comunidades. Sin duda, el flamenco es un ejemplo paradigmático en este sentido. “La escuela no es la única institución capaz de dar forma a la personalidad y al comportamiento de los hombres [...] La mayor parte lo aprendemos, en cierta medida de un modo involuntario, en una serie de pequeños grupos difíciles de controlar por la sociedad, sobre todo la familia y en los grupos de amigos” (52). Es aquí donde, tradicionalmente, se instala, se localiza y funciona la correa de transmisión del flamenco. Por eso, es posi-

50. MOSTERÍN: Op. cit., p. 32. 51. Ibídem, p. 35. 52. SHÄFERS: Op. cit., p. 55.


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ble hablar del sello y la personalidad reconocibles de estirpes familiares de artistas flamencos (los Peña, los Carmona, los Agujetas, los Terremotos o los Sordera) o de la impronta que han dejado en la historia de este arte determinados barrios de las ciudades donde ha arraigado con más fuerza y se ha asentado más sólidamente hasta el punto de contagiar al resto de su población: caso de Santiago en Jerez, Sacromonte en Granada o Triana en Sevilla. Sin embargo, la sociología urbana del flamenco actual ha sufrido una transformación abismal. Las familias genuinamente flamencas, que se han dedicado durante generaciones al cuidado y a vivir profesionalmente de este arte, aparecen actualmente desgajadas, fragmentadas, diseminadas en diferentes núcleos residenciales. Para la historia queda, salvo contadas excepciones, el hacinamiento en infrahumanas casas de vecinos, las cortijadas, las haciendas o las grandes familias conviviendo bajo un mismo techo en donde los canales de transmisión se encontraban permanentemente abiertos y en funcionamiento. La demografía del flamenco ha cambiado tanto como la sociedad que lo sustenta. Esto complica, modifica y relativiza los procesos de transmisión tradicionales. En cambio, estas notables carencias estructurales encuentran la excelente compensación de unos instrumentos tecnológicos de difusión que, dada su adaptabilidad y ubicuidad, permiten un contacto con el flamenco de los discos, de los vídeos, de los DVDs, de las emisiones en televisión, donde el espacio y el tiempo no son un inconveniente, pero que, si bien comportan evidentes ventajas didácticas por medio de la repetición sin límite y de la accesibilidad, carecen de las bondades de la transmisión personalizada de conocimientos. Una circunstancia que irrumpe directamente en la dimensión existencial del flamenco, que


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no sólo debe ser aprendido, sino, necesariamente, también sentido interior y vitalmente. Dicho de otra manera, “aun admitiendo que el flamenco ha perdido su raigambre y su presunto sentido ritual, lo cierto es que continúa haciendo gala de su legítima y extraordinaria capacidad para reinventarse a sí mismo” (53), para seguir conmoviendo, pues utiliza los mismos mimbres afectivos, es decir, un arsenal de sentimientos y un conjunto de temas que exploran y repercuten en el complejo concepto de nuestra existencia. Al mismo tiempo, el flamenco es evolución. Es una obra colectiva, pero no acabada. Ha llegado a nuestros días porque no se detuvo antes y alcanzará sin duda a generaciones venideras de artistas, investigadores, aficionados y curiosos porque tiene una fuerza incuestionable. Es, quizás, la música del mundo, junto al jazz, que más influencia y contamina al resto de músicas de los cinco continentes. En un universo repleto de mestizajes, mixturas e intercambios del que no es, por supuesto, ajeno, el flamenco es distinguible porque no es comparable. Esto explica que se haya acuñado coloquialmente la frase “suena flamenco”. Le pertenece una pléyade de componentes que, entre la física común de los sonidos y la cultura particular de las músicas, le son exclusivos. Puede exportarlos, pero llevarán tatuados su peculiar copy right. Puede compartirlos, pero tendrán en él su origen primigenio. Puede atenuarlos, pero serán siempre los detalles sonoros que permitirán diferenciarlo frente a un mercado musical que rellena los vanos que deja la costumbre con los efímeros apósitos de las modas.

53. CABALLERO BONALD: “Incertidumbres del flamenco”, Op. cit., p. 123.


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Y es que, “el flamenco no es un fenómeno estático pero tampoco en evolución, en el sentido de progresión. No hay sucesión lógica, desarrollo acumulativo, a no ser en lo que se refiere a la propia expresión individual” (54). Es, más bien, la yuxtaposición sin un orden aparente de las aportaciones artísticas que, con los años, han sedimentado una extensa nómina de hombres y mujeres que, inducidos y sobrecogidos en sus redes, lo utilizaron como espita para la proyección de sus cuitas internas, como estilete de aproximación a auditorios cada vez más heterogéneos y masivos, como cauce de expresión, como vínculo cultural o como un modus vivendi desde la óptica legítima de una vocación convertida luego en profesión. Así concebido, “el flamenco supone la exteriorización de un determinado estado de ánimo, y también un particular y congénito estilo de vida” (55). Venciendo resistencias y reticencias, el flamenco ha impuesto la dinámica superadora de la evolución. Tiene, como arte, su propia cinemática, pues es posible precisar de forma descriptiva su trayectoria imparable en el espacio-tiempo, pero, llegados a este término, nos interesa más su dinámica, puesto que nos permite, de modo explicativo, estudiar las fuerzas que determinan su movimiento ondulante con los años. El flamenco se ha desplazado siempre, aunque no de forma uniforme, por la controvertida dialéctica entre tradición e innovación. Si nos situamos en esta tesitura de fuerzas en contraposición, debemos admitir, de entrada, que “la tradición cultural de un grupo es siempre conservadora” (56), que “la difusión ha sido metafóricamente caracterizada como contagio social” (57) necesario para la supervivencia de cualquier modalidad artística y que, cosa obvia, “si el contacto trae con54. VERGILLOS GÓMEZ: Op. cit., p. 61. 55. ARREBOLA: Antología de la poesía del flamenco, Op. cit., p. 14. 56. MOSTERÍN: Op. cit., p. 97. 57. Ibídem, p. 97.


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sigo la difusión, el aislamiento provoca la deriva” (58). Por todo ello, el sentido del equilibrio aconseja siempre complementar ambas magnitudes en lugar de anularlas entre sí para que la suma resultante sea siempre distinta a cero. Eso es la evolución, caminar hacia el futuro con las alforjas llenas. Y las del flamenco lo están, sin duda, de ahí la potente dimensión parmenidiana que fortalece sus pasos hacia delante, pisando siempre sobre seguro, pero sin abandonar nunca el refugio interior del ser humano, de donde procede.

Fue Protágoras el filósofo griego que, imbuido de una indisimulada dosis racionalista, colocó al hombre como medida de todas las cosas. Este férreo humanismo que convierte al ser humano en la diana de todas sus reflexiones y en el motor de todas sus cábalas, presenta muchas conexiones con las formas, los temas y los rituales propios del flamenco, pues, “el hombre se siente centro y eje de lo demás” (59) y convierte su arte en reflexión y en expresión ante el mundo. Es posible hablar, incluso, de un protagorismo flamenco, porque, sin duda, este arte es la consecuencia colectiva de la obras y de la capacidad expresiva de muchos hombres y mujeres que han dado, sobre los escenarios, en reuniones privadas o mediante los discos, lo mejor, adentrándose en sí mismos. Una visión del flamenco, encarnada en la esencia de un yo actuante, que se complementa a la perfección con la perspectiva parmenidiana esbozada con anterioridad, ya que la expresión flamenca es una mezcla entre la experiencia personal y la herencia recibida. Ambas realidades no se anulan, se combinan, se entrelazan para volcar las vivencias individuales sobre un acervo cultural preexistente que, como mínimo, debe asumirse como punto de partida. 58. Ibídem, p. 98. 59. MOLINA, Ricardo: Obra flamenca, Ediciones Demófilo, Madrid, 1977, p. 9.


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Desde su fase más embrionaria, enigmática y desconocida, hasta su internacionalización actual, el flamenco, a lo largo de más de dos centurias, ha sobrevivido a sus propios avatares, ha sido depositario de las modas y tendencias musicales predominantes, se ha adaptado al entorno de una sociedad cambiante y se ha ahormado con inteligencia, no sólo a los nuevos moldes interpretativos, sino a los canales de difusión que están al alcance de todas las manifestaciones culturales del globo terráqueo. No obstante, es posible describir una línea transversal, que le es implícita desde sus comienzos y que marca un elemento común que, aunque transformado, ha persistido contra viento y marea: la visibilidad del yo del artista, con independencia de la intensidad y del sometimiento a unos condicionantes existenciales más o menos lacerantes, en un principio asfixiantes, hoy prácticamente desaparecidos. “A partir de mediados del siglo XIX, cuando cunde la moda de los Cafés Cantantes y el flamenco roza de algún modo la servidumbre escénica, algo va a cambiar en la apariencia externa de los cantes y bailes. El intérprete ve en el tablao o en el incipiente profesionalismo, un muy aceptable recurso para escapar de sus atávicas indigencias” (60). El flamenco no será sólo la emulsión de su interioridad, el espejo de sus penalidades, la evasión frente a una realidad preñada de privaciones e imposibilidades, un instrumento para mostrar su vida, sino un medio para asegurarse el sustento. La profesionalidad no esconde al individuo, le ayuda a dulcificar su peregrinar por el mundo. Esta noción protagorista de la existencia que estamos analizando convierte al ser humano en protagonista, lo sitúa en el centro de un ordenamiento universal donde el yo es incapaz de prescindir de la realidad envolvente que lo circunvala, has60. CABALLERO BONALD: Luces y sombras del flamenco, Op. cit., p. 126.


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ta el extremo de asfixiarlo muchas veces. Sin embargo, esta realidad, ante la cual no puede hacer renuncia, sólo puede ser espejada, mostrada, expresada y diseccionada desde la mirada particular de una persona concreta que la vive, la sufre o la disfruta. Mi mal no tiene remedio está sí que es la verdad tus ojos chiquilla han sido causa de mi enfermedad Al infierno que te vaya me tengo que ir contigo porque yendo en tu compaña llevo la gloria consigo. Un enfoque propio del protagorismo está presente en la creación y en la interpretación flamencas. Es una persona, reconocible, con nombre y apellidos, perfectamente identificable, la que convierte su cante, su toque o su baile en el utensilio perfecto para expresarse públicamente. Una persona que muestra su vida a través de su arte. Y es que no hay existencia sin existir, sin tomar conciencia de estar viviendo de una forma determinada. Esta visión, presente en las formas y las letras del cante, engancha desde luego con el dasein de Heidegger o el para-sí de Sartre. Este orden de factores experimenta una profunda metamorfosis cuando la manifestación del yo del artista prescinde de los círculos cerrados y alcanza la dimensión abierta del espacio público. Se supera así una reclusión inicial del flamenco que fue consecuencia exclusiva de su falta de socialización por diferentes causas históricas y que se inicia con la consolidación del profesionalismo a mediados del siglo XIX gracias al modelo triunfante de los cafés cantantes.


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La irreversible localización del flamenco en la escena, la versión pública y profesional del cante, del toque y del baile, no resta influjo a ese protagorismo flamenco, aunque, como se verá más adelante, lo matiza y lo transforma. Para empezar, reformula y acondiciona a los nuevos modelos sociales la participación del intérprete, que se erige de este modo en “un tipo de artista cuya mercancía no dependía ya del antiguo mecenas complaciente sino del mecanismo anónimo de un mercado en el que su mercancía sería aceptada con mayor o menor éxito. Esta dependencia económica del mercado sometió la existencia del artista profesional moderno a las necesidades, gustos y modas de un gran público anónimo” (61), que es quien, en última instancia, consume y paga su arte. El artista, con todo su aluvión de inspiración, conocimientos y vivencias, seguirá siendo el centro de la creación y de la interpretación en todas sus modalidades posibles, pero deberá, en cambio, adaptarse a las nuevas realidades sociales, como son el acrecentado profesionalismo, su urbanización definitiva, la movilidad, la irrupción de los medios de comunicación de masas como vehículos para la transmisión del flamenco y el concurso de las nuevas tecnologías que permiten nuevos sistemas de grabación y reproducción, de los que se beneficiará esta manifestación artística, aunque la adscripción al modelo mediático y comercial actúe como atenuante en relación con su irreprimible vocación existencial, reorientándola hacia funcionalidades más propias de la representación interpretativa que de la exposición personal de vivencias individuales. El flamenco, de este modo, no expone ya un ser humano en concreto, como antes, sino que muestra al ser humano, con mayúsculas y en su generalidad, explicando al completo la escala de sus realizaciones e imposibilidades. Un nuevo orden social para el flamenco que no vetará el brote de un denodado protagorismo en todas sus manifestaciones posibles, pero que 61. STEINGRESS: Op. cit., pp. 38-39.


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reformulará la filtración de la existencialidad humana a través de modelos de simulación-representación. De este forma, puede trazarse un hilo conductor desde la aparición de los primeros vestigios de este arte hasta nuestros días: la posibilidad de, en cada fase histórica reconocible, hacer un directorio con los nombres, sobrenombres y apellidos de una vasta pléyade de cantaores, guitarristas y bailaores de ambos sexos que, aunque con absoluta predominancia masculina, han estampado el sello del personalismo al flamenco. Como en el caso de Protágoras, el artista será aquí, circunstancia que lo distingue con claridad del folclore, el centro de todas las cosas, de todas las letras, de todos los cantes, etcétera.

Está claro que el flamenco es un arte vivo, cambiante, en permanente estado de transformación. No está detenido en el tiempo, no mira sólo al pasado. Se encuentra más bien irremisiblemente conectado al presente, dependiente de un contexto que cambia y que lo cambia, inserto en un complejo mapa de relaciones sociales. “No es un fósil histórico como lo demuestran su permanente renovación y la capacidad de identificación que suscita entre los andaluces” (62). El flamenco es evolutivo. A su veta artística se incorporan nuevos intérpretes, que traen consigo el aval de nuevas vivencias y que plasman tanto en el continente como en el contenido de sus interpretaciones una nueva visión del mundo. Y este encaje en la realidad, que conecta de nuevo con su irreductible dimensión existencial, emulsiona en el boscoso terreno de las letras flamencas. Hemos pasado del “soñé dejarte gitana/y me desperté besando/los hierros de tu ventana” a la 62. CRUCES ROLDÁN: Antropología y flamenco. Más allá de la música (II), Op. cit., p. 34.


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versión más actualizada de las “pilas alcalinas para mi corazón partío”, de José Merced. A mitad de camino entre las resistencias de la ortodoxia ultraconservadora y la genuflexión a las modas musicales, que pueden atrofiar sin duda su arrolladora personalidad, el flamenco no está a la deriva, como atestiguan en sus afirmaciones proteccionistas los más apocalípticos, sino que se encuentra sometido a la lógica derivación de la suma de pasado más presente. En la disyuntiva de convertir la mezcla en mezcolanza o de cifrar como adulterantes las nuevas aportaciones se encuentra el consabido equilibrio entre el respeto a unas formas diferenciadoras, a las que Diego Carrasco denomina con acierto “el altar mayor” del flamenco, y la apuesta por transformar, por añadir, por sumar nuevos registros, del mismo modo que lo hicieron los viejos creadores de antaño, hoy tomados por clásicos. Si bien presenta un conjunto de compartimientos estancos, de encasillados para la interpretación, de moldes ya configurados a los que denominamos estilos, palos o cantes, el sometimiento del artista a este repertorio de modelos preestablecidos funciona como si fuesen un corsé ajustable, que permite el acomodo a la voz y a las facultades de cada artista y que, en muchos casos, se prestan con claridad a la manifiesta ductilidad de la recreación. Sin embargo, el flamenco es más dócil que fósil. Es decir, su extraordinaria maleabilidad refuerza su docilidad para la creación y fulmina de cuajo la percepción de un arte hibernado, en estado de fosilización, en vía muerta, en el letargo persistente de la reproducción sin cambio, como una cantiga del siglo XII o un motete de la música litúrgica. Estas últimas afirmaciones no significan una traición a la tradición. Todo lo contrario. Ha quedado apostillada con ante-


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rioridad la condición parmenidiana del flamenco, su inexcusable remisión al pasado, su supeditación actual al arborescente catálogo de unas creaciones de referencia y su presentación ante aficionados, curiosos, artistas e investigadores como un legado que, a partes iguales, es necesario conservar y difundir. Si estuviera prohibido innovar, si se coaccionara la libertad creativa de los artistas actuales, si no hubiera otra opción que repetir hasta la saciedad las formas flamencas asentadas, asumidas y conocidas, que, paradójicamente, en el momento exacto de su creación fueron originales y rompedoras, se reduciría a la mínima expresión las posibilidades existenciales del flamenco porque la imitación, la sujeción a la copia y el recurso a construcciones musicales preconfiguradas, con sus correspondientes letras consuetudinarias, limitan esa porosidad expresiva del flamenco que lo hacen susceptible a la implicación de la persona con toda su sensibilidad intransferible y su carga de vivencias individuales. En la enorme ductibilidad del flamenco radica en gran medida sus posibilidades como modelo de comunicación existencial. No se cierra a las experiencias y a las tendencias actuales, por eso se muestra tan vivo y sigue levantando pasiones en nuevas generaciones de artistas que le aportan sus preocupaciones actuales, su modo de mirar, de sentir y de expresar su propia existencia.


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Junto a la paradoja de expresar los sentimientos humanos más complejos en los cuatro versos de una seguiriya con un lenguaje sencillo y coloquial, en el flamenco también se da una segunda contradicción bastante relevante: es personal y popular al mismo tiempo. Nace del yo para fundirse en un auditorio múltiple y toma un sedimento musical colectivo para navegar por los recovecos más profundos de la existencia de un individuo. Germinado socialmente en el recodo de una bohemia andaluza que lo conecta con el movimiento romántico europeo, como razona el propio Gerhard Steingress, pero siendo al mismo tiempo tremendamente independiente, el flamenco se alimenta del yo apasionado del romanticismo. Esa visión convulsa que se aferra al yoísmo frente a las bridas de la convención social es la que, proyectando evidentes analogías en relación con la comunicación profundamente existencial del flamenco, lleva a Delacroix al convencimiento de que, en la expresión artística exteriorizada, “todo es tema, el tema eres tú mismo, son tus impresiones, tus emociones frente a la naturaleza. Dentro de ti es donde debes mirar y no a tu alrededor” (63). 63. DELACROIX, Eugène: Ouvres littéraires, G. Grés, Vol. I, París, 1973, p. 76.


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Aunque el contexto interactúa siempre con el artista y el entorno social tendrá en el flamenco una presencia transversal como un actor vigilante, censor de conductas y tribuno de una moralidad pública compartida, la presencia del yo constituirá para la comunicación una firme columna vertebral que perdura, atenuada por la comercialización del arte actual, hasta nuestros días. “El flamenco siempre consistió en la íntima y desgarradora manera de narrar unos lamentables fragmentos autobiográficos” (64). Es la imagen de un ser humano y no el producto inconsistente de la fabulación. El flamenco se distingue por la implicación directa de la persona dentro de un proceso creativo que ha sido activado como solución a unas necesidades de expresión concretas. Por eso, es, ante todo, el resultado del yo manifestado, de la creación flamenca en primera persona, de la catapulta hacia el exterior de las interioridades de un individuo que se revela a través del cante, el baile o el toque. Tanto es así que la historia de este arte, desde sus inicios, está poblada de nombres concretos de artistas absolutamente identificables: Tío Luis de la Juliana, Junquito de Comares, El Planeta, Tobalo el de Ronda, El Nitri, Silverio Franconetti, Juan Breva, Manuel Vallejo, Enrique el Mellizo, la Andonda, la Serneta, Antonio Chacón, Niño de la Matrona, Aurelio Sellé, Tomás Pavón, la Niña de los Peines, Juan Talegas, Manolo Caracol, Antonio Mairena, Fosforito, Antonio Núñez Chocolate, Enrique Morente o Camarón de la Isla. Hombres y mujeres que se sienten depositarios de un legado musical que ellos mismos modifican y enriquecen gracias a sus facultades interpretativas y que, en muchos casos, prestan incluso sus propios nombres para bautizar con ellos los estilos que emanan de su personal actividad creadora. Un testimonio irreprochable del alto grado de personalización de un arte que brinda enormes oportunidades expresivas a sus 64. CABALLERO BONALD: Luces y sombras del flamenco, Op. cit., p. 128.


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creadores e intérpretes más cualificados. Basta hacer un breve repaso por la extensa nomenclatura de los estilos flamencos para toparnos con la referencia de sus creadores primigenios a la hora de adjudicarles la etiqueta clasificatoria por la que son conocidos: malagueña de El Mellizo, de Juan Breva o de La Trini; fandangos del Gloria o de Manuel Vallejo; seguiriya del Marrurro o de Manuel Torre; cabales de Silverio; granadina de Antonio Chacón; la petenera de la Niña de los Peines, y un largo etcétera. No obstante, en la presentación del amor, en la traslación de la vida sobre el universo de sus coplas y en la influyente presencia de la madre en las letras del cante, por ejemplo, se da cita preponderantemente una visión masculina del mundo donde se observa y se expone la realidad a través de la mirada y de la voz de un hombre que canta sus experiencias existenciales, sea desde el lado de la plenitud o desde el filón del desamor, el engaño y la impotencia. Es decir, ese yo flamenco autoproclamado en el cante es casi siempre un yo masculino. Un simple recorrido por el extenso listado de los artistas más conocidos, cuyos nombres han trascendido el paso del tiempo hasta el punto de haber enraizado en la memoria de los aficionados y en los análisis de estudiosos e investigadores, es suficiente para observar que el flamenco, ante todo, es un arte de hombres. Ofrece, en esencia, una interpretación de la realidad masculinizada que se acomoda en la percepción y se escora hacia el terreno de los afectos y vivencias de un hombre que las desgrana a través de su arte y que se revelan de forma incontestable en la versión del mundo que ofrece la lírica flamenca. El hombre es el sujeto del cante; la mujer, el objeto. El hombre es el creador-interpretador por excelencia; la mujer, el fruto de la inspiración, el estímulo sentimental, el motivo. El hombre es el actor principal del flamenco; la mujer ha adoptado roles secundarios, salvo en el baile o en casos de magisterio indiscutible como el de la Niña de los Peines. Ha


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sido la musa, el catalizador para la creación, el impulso. Una circunstancia que ha amainado bastante en pleno siglo XXI, pero que aún se hace presente. El proteccionismo de un acentuado patriarcado y las limitaciones matrimoniales han contribuido a que, antes y después de la boda, las mujeres solteras y viudas (Fernanda y Bernarda de Utrera, Paquera de Jerez o Tía Anica) hayan dominado entre las que, salvando las dificultades, decidieron dar el salto a los escenarios. Sin duda, la historia del flamenco está poblada de un buen número de mujeres que aportaron su arte particular a una música donde la posición de los hombres ha sido dominante y mayoritaria. Una relación de factores que no es privativa del flamenco sino que éste hereda de un contexto social que ha invisibilizado a las mujeres y les ha otorgado un conjunto de roles domésticos que, para nada, alientan su presencia en un arte profesionalizado, que exige salir de casa, viajar y trabajar de noche en sitios abarrotados de hombres ávidos de juerga. Remitámonos sólo al modelo del café cantante. Y es que el flamenco ha estado siempre supeditado a la relación cultural con su entorno social más próximo. Más que tradición, podríamos hablar de herencia, porque el medio de transmisión no es la sociedad (entendida en su término más general), sino la familia, o esa familia más extensa constituida por los patios de vecinos, los corrales o los barrios con personalidad propia. De esta manera, el flamenco se siente como algo propio, que se lleva dentro y surge enriquecido con las propias vivencias personales. Así, el arte flamenco puede entenderse como un modelo de comunicación existencial. Modelo, porque ha diseñado unas formas específicas de interpretación (que llamamos cantes, palos, estilos) y “de comunicación existencial”, porque dichos cantes, palos o estilos son utilizados como medios para contar lo que pasa, para explicar el motivo de la tristeza, alegría,


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esperanza, desconsuelo, felicidad o fatalidad de cada artista. Permita Dios que algún día como me pagas te paguen. Y que al llorarme, no tengas ni ojitos para llorarme. El cante, ya como lamento o como expresión de júbilo, recorre el cosmos sentimental de la persona y recoge el flujo de sus experiencias. De ahí que sea tan difícil mantenerse frío e indiferente ante el arrebato de pasiones que fluyen en cada tercio de una soleá. El artista nos hace partícipes de su emoción, nos invita a penetrar en un mundo que es su mundo y descarga sobre nosotros una artillería de vivencias y sentimientos a las que sólo cabe responder con el asentimiento. El corazón ya me duele de amar a quien no me ama y de odiar a quien me quiere. Esta es la fuerza, el vigor y la vitalidad de un arte que, como pocos, facilita la manifestación del yo.

Como fue reseñado con anterioridad, el flamenco es personal y popular. Nace del yo para fundirse en el pueblo y toma un sedimento musical que es de propiedad colectiva para navegar por los anaqueles más abstrusos de la existencia. En otras palabras, “deja de ser expresión colectiva para encarnarse en algo rabiosamente personal” (65). A modo de definición aproximada y para fijar la intensa personalización del flamenco, valgan las palabras de Ortiz Nuevo, cuando cataloga este arte como “épica de la persecución, alaridos que destemplan moldes de los antiguos romances, el salto del folklore al arte 65. MOLINA, Ricardo: Op. cit., p. 9.


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individualizado, expresión de la soledad del yo que sufre e interpreta y asume las amarguras de todos los otros” (66). Mira si soy desgraciao que estoy deseando morirme pa dormir bajo techao. De esta manera, de la actividad del artista brotan la alegría, el dolor, la desgana, el ánimo, el desconsuelo, el drama, la pasión, la tragedia. Todo aquello que puede ser sentido y vivido. El flamenco es, por lo tanto, un instrumento privilegiado para exteriorizar los estados afectivos y la intimidad de una persona. Como toda obra de arte, nace para ser comprendida y compartida, bien desde el entusiasmo, bien desde la decepción. Precisamente, una de las características que distinguen al flamenco de las manifestaciones folclóricas tradicionales es la persistencia de la individualidad sobre el grupo, del yo sobre el nosotros. De esta forma, “la crónica de los dolores generales se concentró en el dolor particular y el épico mensaje denunciador de atrocidades se convirtió en solitario lamento: el ellos y el nosotros dejaron de ser sujetos primordiales y el imperio del yo se impuso en el verso y en las formas” (67). Yo he perdío por tu causa los sentíos corporales y las potencias del alma. Desde un punto de vista orteguiano, en el flamenco se concitan el yo y las circunstancias. Un contexto, en la mayoría de las veces, esquivo y hostil que dificulta la existencia, que es más una condena que una oportunidad, que es dañoso y enraíza al artista en un dramático repertorio de imposibilidades. 66. ORTIZ NUEVO: Op. cit., p. 8. 67. Ibídem, p. 50.


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Sombra le pido a una fuente, agua le pido a un olivo, que me ha puesto tu queré que no sé lo que me digo. Vente tú a la vera mía, que sin tu calor yo soy un barquito a la deriva. Al pie de un árbol sin fruto me puse a considerar: qué pocos amigos tiene el que no tiene que dar. El flamenco es algo más que una música popular y un conjunto de tradiciones y costumbres. El valor musical y filosófico del flamenco está más allá de lo folklórico. Si abundamos en la tradición folclórica española, encontramos sobre todo bailes acompañados de canciones para amenizar un abanico extenso de fiestas típicas, relacionadas con la siembra, la recolección, la vendimia o las celebraciones cristianas. El folclore se convierte así en la banda sonora para las distintas manifestaciones colectivas que componen la antropología popular. Sin embargo, en él no trasciende la identidad de sus intérpretes, adscritos siempre a la disciplina de un conjunto vocal-instrumental que se percibe como un todo en su interpretación, salvo escasos intérpretes de modalidades muy popularizadas donde consiguen el reconocimiento de la sociedad; el caso español de los joteros o el mexicano de los cantantes de corridos y rancheras. Incluso hay quienes localizan al flamenco en el reverso del plano que, musical y socialmente, le corresponde al folclore e insisten en la idea de que “nació como reacción al folclorismo andaluz y supo acentuar los elementos más castizos y tópicos de la cultura andaluza del momento. En este sentido, el cante


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flamenco es la primera manifestación autóctona de un arte popular andaluz en el sentido moderno” (68). De igual manera, las letras, generales y atemporales, que ilustran las historias de las composiciones folclóricas son anónimas. Una suerte de impermeables construcciones literarias que dificultan la intromisión de los sentimientos más personales. Situado en el extremo opuesto, “el flamenco, alejándose del folklore, tomó naturaleza indómita, inequívoco carácter de desgarro” (69). La anonimia es uno de los elementos sustentadores del folclore, cuyo basamento es la tradición oral. Tradición oral que no es ajena, por supuesto, al flamenco. No debemos olvidar las altas tasas de analfabetismo de España en el transcurso de la centuria del XIX cuando emerge con identidad propia este arte entre los segmentos sociales más desfavorecidos. La escasa implantación de la enseñanza primaria en las clases más deprimidas y la localización de su origen entre los colectivos marginales de la Baja Andalucía, envueltos en su mayor parte en la indigencia y la miseria, hizo imprescindible para su propagación ese circuito expansivo y ondulante que caracteriza los movimientos de la tradición oral en cualquiera de sus acepciones posibles. Si bien el flamenco, con algo más de doscientos años de historia, ha ido trasmitiéndose de padres a hijos, presenta una particularidad reveladora en relación a lo folclórico: la identidad del artista, que participa activamente en el proceso de creación. Es éste el motivo que explica la extraordinaria riqueza del flamenco, su diversificación en multitud de formas musicales, su enorme ductilidad, su riqueza y su evolución tan diversa. 68. STEINGRESS: Op. cit., p. 43. 69. ORTIZ NUEVO: Op. cit., p. 28.


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La letra flamenca, desde el punto de vista existencial, no es justificación, sino evidencia. Es un filtro verbal donde se enseña la existencia de una persona, con nombre y apellidos propios, que redime su pena o muestra su alegría mediante su arte. Por eso, el flamenco tiene mucho de instrumento de autorreconciliación, en busca de la resignación o de las fuerzas necesarias para seguir luchando por el amor perdido, por un destino mejor, por una vida más justa. La belleza del mensaje transmitido construye una estética del flamenco que se pertrecha con los valores de la conmoción transmitida en persona. Por todo ello, “su poesía es poesía sustantiva. Los hechos se nos comunican desde dentro; desde este yo desconocido o anónimo [...] un yo lírico a través del cual el cantaor nos transmite su arte y sus sentimientos” (70) . En lo jondo triunfa el yo. Se canta en primera persona porque se siente en primera persona. En cierto sentido, “el cantaor es, fundamentalmente, un cronista de su propia vida” (71). He visto llover con sol estar raso y ponerse oscuro. He visto acabar un amor cuando se está más seguro. Te he querido cien veces y otras tantas te querría aunque tú no lo mereces. Así, se nos presenta un universo a través de la perspectiva del propio cantaor. Las letras, por lo tanto, rebosan subjetividad, exploran una intimidad contenida que sólo puede verse 70. AA.VV.: Op. cit., p. 23. 71. CABALLERO BONALD: Luces y sombras del flamenco, Op. cit., p. 63.


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proyectada gracias al cante. El elemento vital que activa el proceso de comunicación es el mensaje. Su belleza no recae en los posibles adornos estéticos ni en lo refinamientos expresivos, sino en la contundente demostración que el artista realiza a la hora de exponer lo que le pasa y de expresar sus sentimientos. La letra flamenca, sobre todo, ha de ser vivida, no aprendida. Debe ser sentida, no cantada mecánicamente. Nace de nuevo en cada interpretación, como si viese la luz por primera vez. Profundiza en el interior del cantaor, de la misma manera en que reconstruye sus vivencias más elementales. Esto entronca con las apreciaciones de Arthur Shopenhuer contenidas en su obra El mundo como voluntad y representación ya que, en el flamenco, se pone de manifiesto aquella máxima kantiana retomada por el propio Shopenhauer, de que “el mundo es una representación mia”, donde “todo lo que conocemos existe en el fondo de la conciencia humana”. En cierta medida, la voluntad, como veremos más adelante, ha sido sustituida en el flamenco escénico actual por la representación. Este doble movimiento, hacia el interior para buscar el yo, hacia fuera para arrojarlo al exterior y sentirse aliviado aunque sea por unos segundos, sustenta la dinámica del cante, que sale hacia afuera, desde lo más hondo, para explicar lo de dentro, ese remolino de sentimientos e imposibilidades que soporta el artista entre su corazón y su conciencia. Papaíto compramé tos los globos de ese hombre papaíto compramé que al cielo quiero subir y a mamá te voy a traer pá que dejes de sufrir.


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La experiencia, entre el mundo vivido y el deseado, es el motivo, la causa y el estímulo de la mayor parte de las letras flamencas. El artista se siente comprometido con su obra, a la que considera como algo suyo. Un instinto de propiedad intelectual, que hace del artista flamenco un ser reservado en relación con sus interpretaciones, excluyente y, desde esa postura de evanescencia creativa, emancipado de controles exteriores, de críticas basadas en modelos estancos y de prejuicios. Nadie sabe de su cante como él mismo. La experiencia es el verdadero detonante para la expresión flamenca. Una realidad que está fundamentada porque las letras son esclavas de la experiencia, al servicio de unas exigencias expresivas determinadas. Su belleza reside más en el contenido que en el continente. El impacto estético está provocado por lo que se dice, no tanto por la forma de decirlo, que también influye. Ambas posibilidades se encuentran combinadas de una forma proverbial. Sabes que soy tuyo, ¿qué caenita me has echao que me tienes tan seguro? Estas ciego pá no ver lo que contigo está haciendo, que te ha dao esa mujer pá que la sigas queriendo. De este modo, como hemos visto, los temas que, habitualmente, llenan de contenidos las letras flamencas son muy diversos, pero siempre guardan una estrecha vinculación con las más diversas facetas existenciales de quien las articula para expresarse. La utilización de la primera persona gramatical es una prueba notoria del triunfo del yo en un arte que se adentra en las interioridades más inescrutables del ser humano.


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Además, se trata de un yo manifestado que se exterioriza a través de una admirable brevedad y coloquialidad expositiva, típica en las construcciones formales de los estilos flamencos. Un hecho que contrasta notablemente con la profundidad de los temas preferentes y con la complejidad de los mensajes, que si bien son sencillos y directos, reflejan la visión del intérprete sobre el mundo y rescatan sus intimidades más escondidas.

Es evidente que el transcurso del tiempo ha fulminado por completo el contexto histórico donde nace y se desarrolla el flamenco. Los últimos doscientos años han acelerado como nunca el ritmo de los acontecimientos. Han sucedido tantas cosas desde sus primeras manifestaciones públicas, han sido de tal envergadura los cambios sociales y los avances científicos, que la realidad donde vivimos, pensamos y coexistimos en nada tiene que ver con la Andalucía agraria, atrasada y subdesarrollada de principios del siglo XIX, más cercana a la estructura del ancien régime que de una sociedad avanzada y moderna. Son dos los procesos que, desde entonces, han producido una brutal transformación en la sociedad andaluza: la modernización de su estructura económica y la urbanización de su tejido demográfico. El éxodo campo-ciudad y la implementación de nuevos sistemas productivos, mecanizados e industrializados, han propiciado una intensa sucesión de cambios que han revolucionado drásticamente, sin entrar en la casuística particular de cada persona, la relación del individuo con su entorno de referencia. La desaparición del analfabetismo, el paso de una sociedad rural a otra urbana, la acentuada despersonalización en el seno de las ciudades, la erradicación de unas condiciones de vida


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infrahumanas y tercermundistas y el advenimiento definitivo de la sociedad globalizada de la información y de las nuevas tecnologías, que acrecienta la dispersión de sus integrantes y supera la noción orteguiana de sociedad de masas, convirtiéndola en una sociedad individualizada de masas, hace nula cualquier intentona de establecer comparaciones entre ambas realidades. A esto debemos unir la extraordinaria permeabilidad y elasticidad creativa de un arte que es la consecuencia de un ingente número de contribuciones entre personales y colectivas. En síntesis, “el género flamenco es un género demasiado ecléctico para caracterizarlo de forma unidimensional” (72), pues ha evolucionado en función de la interacción con su entorno y de su íntima relación con la estructura social que lo predetermina. Por este motivo, es conveniente efectuar una rigurosa revisión a la indiscutible proyección existencial del flamenco en pleno siglo XXI. Las condiciones sociales no son las mismas, las motivaciones personales, tampoco. La ausencia de la miseria como estímulo de la creación ha reconvertido el papel del yo, lo ha modificado, le ha endosado nuevas atribuciones, más acordes con las actuales circunstancias. La generalización del profesionalismo en el flamenco convierte el arte en un producto de consumo. En este sentido y desde el prisma de su irreversible socialización, “la profesionalidad es esencial para romper el anonimato, pues el ejercicio permanente y público de un arte es lo que conduce tanto a la fama como a la maestría” (73). Desde una perspectiva materialista y mercantilista, el cante, el baile y el toque se han convertido en una mercancía, que se concibe para ser vendida y se recibe como un objeto de compra. Afortunadamente, no es sólo eso. Es mucho más que eso. Y todo ello dentro de una cultura de masas, altamente industrializada, un concep72. STEINGRESS: Op. cit., p. 104. 73. RÍOS RUIZ: Op. cit., p. 12.


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to que se “ha acuñado por la necesidad de distinguir entre las manifestaciones culturales reputadas tradicionalmente como superiores, las expresiones populares de una sociedad folk y el nuevo producto surgido como consecuencia, entre otras cosas, de la difusión de los medios de comunicación masiva” (74). El flamenco, por tanto, se ha visto obligado a superar esta triple división, formada por la elite, el folclore y la cultura de masas, es decir, aquello que los norteamericanos denominan higbrow, middelbrow y lowbrow, porque no es en origen una música culta, se aparta de las manifestaciones folclóricas y se ha ido abriendo paulatinamente un hueco en el espacio mediático que, en un principio, le fue vetado. Sería falaz afirmar que profesionalismo es equivalente a ausencia absoluta de existencialismo en relación con los cauces por los que se abre paso la expresividad flamenca. La energía existencial del flamenco ni se crea ni se destruye, más bien se recrea y se transforma, aquilatándose, como todo arte, a las circunstancias sociales e individuales que lo provocan, que lo matizan, que lo hacen visible y accesible al conjunto de sus destinatarios. El planteamiento anterior no está cifrado en términos maximalistas, pero la visión de mercado, el peso de las industrias culturales, la profesionalización sin vuelta atrás y las nuevas coordenadas sociales que se ocultan en la trastienda del flamenco han posibilitado el paso del yo latente al alter ego actuante. Un nuevo enfoque para la evolución de la vertiente existencial del flamenco que, huyendo de la poética y la mitificación exacerbada que ha presidido la redacción de buena parte de la bibliografía flamenca, lo recoloca a ras de suelo, en el tiempo actual, revitalizado como una música que supera nuestras fronteras, pero activado gracias a un listado extenso de intérpretes que presienten las letras, en lugar de sentirlas 74. GIBAJA, Regina E.: El público de arte, Eudeba Editorial, Buenos Aires (Argentina), 1964, p. 11.


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en la plenitud de haber sufrido su universo significante, que pertenece a otro tiempo. En la actualidad, los artistas flamencos recurren a letras pretéritas fermentadas en contextos pasados. Por eso, su labor es hoy, sobre todo, el reflejo de un alter ego actuante, que personaliza en la interpretación circunstancias que no ha vivido en persona, que las recrea y las pasa por el tamiz de su arte, pero que no surge como la indómita expresión de un yo latente. Bien por la irreversible profesionalización de sus artistas, bien por la contribución decisiva de los medios de reproducción y comunicación, que lo han colocado en la órbita de una difusión masiva y de una expansiva internacionalización, el flamenco ha abandonado su primitiva génesis presentativa y ha desembocado en una fase representativa de la que no puede evadirse. En un principio, el flamenco fue concebido como un arte de oprimidos y desheredados, que bulle en el lumpen de una sociedad decimonónica atrasada y que, como hemos visto, favorecía, por ejemplo, la aparición de unas lamentables vivencias personales en todos los pliegues del cante. “En el contenido de los cantes flamencos se expresa una poesía de sentimientos extremos, pero sobre todo, enraizada directamente en o relacionada con el mundo de los marginados, de la pobreza y la desesperanza” (75). En la actualidad, el flamenco aparece bastante exonerado de esta aplastante carga de realidad individual y se ha acomodado sin estridencias en la senda de una fase representativa y pública, que lo somete a los rigores de la escena, bajo un modelo profesionalizado. No presenta en exclusiva a un individuo encadenado a la losa de sus pesares, angustias y sacrificios, sino que es representado por un artista que rastrea en 75. STEINGRESS: Op. cit., p. 49.


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todos los episodios de la vida para encontrar el suministro de unos temas de enorme calado existencial que, transmitidos en segunda instancia, florecen en la poética de sus letras o bien se perciben en la sentida estética del baile, así como en el paisaje sonoro de la guitarra. No es que se haya producido una capitulación del yo en el flamenco, se ha procedido a una declinación del mismo, a una degradación de la intensidad existencial de la expresión flamenca, a un rebaje de su natural patetismo, a un perfil más profesionalizado y menos personalizado. El artista aparece sometido a unas coordenadas sociales, culturales y económicas bien distintas que reorientan, amortiguan y atenúan el efecto de su experiencia en su obra. El creciente ensanchamiento entre el mundo cantado y el mundo vivido, entre la manifestación expresada y la vivencia individual, entre la realidad de las letras del cante y la del cantaor o cantaora, por ejemplo, provoca una distancia que, apurando el beneficio de la comercialización, condiciona mucho las posibilidades para entrañarlo directamente al pozo de la existencia de una persona. Esto merma la capacidad de conmoción en los demás. Al más puro estilo taylorista, la representación flamenca se encuentra sometida a los cánones de la especialización laboral y a la secuencia del reparto de tareas. El abanico de personas que intervienen en la producción de espectáculos flamencos permite una distribución de las funciones siguiendo criterios de eficacia operativa y optimización de beneficios. De este modo, cada profesional recibe una agenda de responsabilidades y asume un papel en la escenificación pública del flamenco. Esta distribución de elementos no es nueva ni de ahora. Viene de lejos. Desde los comienzos mismos de la profesionalización de la mano del café cantante es posible hablar de una cierta división del trabajo. Sin duda, “muchas ventajas ven-


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drían con los cafés, entre ellas que el cante perdería mucho de su hermetismo [...] el cantaor distinguido ganaría un rango profesional, cosa que lo realzaría equiparándolo a otros artistas profesionales [...] y se crearía un ambiente social (minorías en toda España) propicio” (76). Se daba, así, el primer paso de relieve para la definitiva socialización del flamenco, que empezó balbuceante, que fue poco conocido en sus orígenes y que se ha convertido ya en todo un fenómeno mediático. El cuadro poco cambiante de la escena se nutre de un conjunto de profesionales que, sin compartir una misma escala de importancia, se reparte ante el público una nómina de roles identificables a simple vista: cantaor/a, bailaor/a guitarrista (casi siempre hombres) y demás personajes secundarios que entrarían en el apartado de los jaleadores y marcadores de compás. Un repertorio de personas que componen la geografía del flamenco profesionalizado y que se ha complicado con la incorporación de productores, representantes, técnicos de sonido y de iluminación, así como otros instrumentistas que amplían su visión orquestal. Sin embargo, volviendo al inicio de la disertación, es cierto que el flamenco se sube a la escena con el café cantante a mediados del siglo XIX, que no se baja desde entonces de ahí y que comienza un viaje sin retorno, forjando un modelo representativo que se complica sobremanera con el concurso de los mass media y de los modernos sistemas de grabación y reproducción. Aunque, no es menos cierto tampoco que toda esta saga de nuevos profesionales son la consecuencia de una visión empresarial de la producción de espectáculos, que permanecen en la tramoya de los teatros, que acondicionan el escenario, que se alimenta de técnicos especializados que llegan al flamenco desde fuera en la mayoría de las ocasiones y que no regatean el privilegio de la interpretación flamenca 76. MOLINA, Ricardo/MAIRENA, Antonio: Op. cit., p. 52.


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a los artistas, pues son éstos los que estimulan y convocan a los auditorios. No obstante, las nuevas generaciones de artistas profesionales retoman un árbol temático de enormes sugerencias existenciales que se ramifica en todas las polaridades de la pena y la alegría. Un cúmulo de circunstancias que son repetidas y retenidas mediante la interpretación, aunque no guarden una relación directa con el mundo afectivo y vivencial del artista. Se proyecta así un yo actuante que tiene como base el yo latente flamenco de otros tiempos.

El rastro de todas las argumentaciones esgrimidas a lo largo del capítulo anterior nos conduce al análisis de la situación actual del flamenco: un arte profesionalizado, sometido a los cánones de la producción comercial y desenganchado radicalmente del contexto social que lo enalteció como un grito pergeñado desde la marginalidad. La obra flamenca “no es tan sólo la queja de un pueblo subyugado [...] expresión de la tragedia, que se resuelve ulteriormente en el sentido del fracaso” (77), es también la alegría que se redime en el compás del entusiasmo y la evocación emocional que contiene el flamenco mercantilizado. En este sentido, los procesos de creación e interpretación actuales difieren de esa foto tradicional, en demasía estereotipada, que los conecta a un modo de vida marcado por la miseria, la persecución o la pobreza. Una imagen que no se corresponde con los nuevos tiempos que impulsa el presente y que ha nutrido, desde una aproximación poética de claros influjos apologistas, muchas de las aproximaciones bibliográficas que han tenido al flamenco como el origen y destino de sus cavilaciones. 77. MOLINA, Ricardo: Op. cit., p. 9.


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El flamenco ha experimentado un triple peregrinaje que lo ha conducido desde el campo a la ciudad, que lo ha reducido en su exposición pública a la opción del profesionalismo escénico y que, por último, lo ha colocado en la tesitura no controlable de su difusión mediática. Desde luego, “la generalización mercantil del flamenco ha ayudado a anular, incluso para la percepción popular, el sentido identitario del cante, su carácter de expresión músico oral y vivencial característica de la Andalucía de los tiempos de su nacimiento” (78). Aunque los afluentes temáticos que anegan de sentimientos y emociones los contenidos de las expresiones del flamenco conservan un evidente denominador común en relación con los asuntos que han nutrido las letras del cante desde el principio, han sido más los cambios observados que el tiempo transcurrido. La adopción de nuevos roles, desde la perspectiva del profesionalismo y de su conversión en un arte popularizado, ha incidido de forma notable en los esquemas de la comunicación flamenca y en el modo de introducir los grandes temas de humanidad en el universo de su lírica. Por decirlo de alguna manera, hemos pasado de la vivencia expuesta a la vivencia supuesta, del yo vivido, al yo vivificado. Se continúa cantando en primera persona, pero en el arte que aflora por medio de la interpretación no enfatiza ya el entramado de una experiencia hiriente y opresiva. No es el relato de las vivencias propias. No es un autorretrato, como antes. No es el yo vivido quien se manifiesta, es un yo ajeno vivificado por medio del flamenco. En consonancia con las letras y demás manifestaciones flamencas, “el tipo de placer que proporcionan es pues, de otra clase, aunque su base sea, por supuesto, física. Se relaciona con sentimientos, con formas de sentir, de expresar, la pro78. CRUCES ROLDÁN: Antropología y flamenco. Más allá de la música (II), Op. cit., p. 23.


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pia biografía personal y colectiva, y, en último caso, la de la especie humana” (79). Esta apelación a la universalidad de los sentimientos humanos más básicos trastoca la concepción del flamenco, no sólo encastrado en el sufrimiento y la experiencia personal, sino imbuido ya de una pretensión de objetividad que persigue la complicidad, la aquiescencia y el asentimiento en un proceso donde el vínculo comunicativo sigue marcado por el abordaje de los temas más determinantes de nuestra existencia. El flamenco no es tanto un espejo literal de la experiencia, que también, sino un molde donde tienen cabida los grandes temas de nuestra existencia, que son revitalizados por su enorme fuerza expresiva y que ocasionan un sugerente campo de intercambios y complicidades entre los artistas y sus respectivos auditorios. El artista profesional se apropia de ese conjunto de experiencias potenciales que pueden anclar en el recorrido vital de cualquier persona y que conforman el directorio de temas flamencos desde siempre para multiplicar el efecto expresivo, para establecer una sintonía entre el flamenco de ayer y el de hoy al compartir un mismo marco existencial de referencia, para introducirse en el drama y el júbilo ajeno como si le fueran propios. Es decir, hace uso de un repertorio de formas y esencias que suministran al flamenco una indiscutible dimensión existencial, aunque no pivoten necesariamente sobre los cimientos de su experiencia individual. En este sentido, el flamenco actual, sin perder fuerza expresiva, es tremendamente supositivo. Sigue siendo sugestivo, subjetivo y provocador, pero en otro nivel. En consecuencia, tiene mucho de representación. Basta escuchar a los cantaores y cantaoras que se dan cita en los festivales de verano para comprobar como se repiten los mismos cantes con idénticas 79. VERGILLOS GÓMEZ: Op. cit., p. 77.


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letras. No hace falta apelar a la bellísima literatura de la teoría del duende lorquiana para comprender que el duende, en estas circunstancias, es poco más que una teoría. Vistas así las cosas, el flamenco en la escena es más estático que extático. Reproduce un modelo representativo y repetitivo, donde la distribución de papeles de los integrantes que actúan en el proceso de la comunicación flamenca es siempre la misma y el contexto, que ejerce su habitual función reguladora de los significados, apenas varía. Cada vez es más difícil la interacción del artista con su público y casi imposible la implicación y la participación activa del auditorio, invisibilizado y abstraído en la oscuridad del patio de butacas de los teatros. La dinámica de las fiestas privadas supone una fórmula residual si la comparamos con los cientos de recitales flamencos, las numerosas actuaciones en medios de comunicación o las enésimas grabaciones de todo tipo que circulan entre los aficionados. Se entra, así, en la era de la divulgación del arte por medio de las reproducciones y los espectáculos de gran capacidad de convocatoria. Es en este contexto donde se sustancia en la actualidad la comunicación del flamenco que, sin ser un arte de masas, utiliza preferentemente los mass media para su expansión, sin resistirse, por supuesto, a la seducción de las actuaciones en vivo y a su espontánea irrupción en lugares más cerrados y de menor aforo, caso de las peñas, de las celebraciones familiares, etcétera. “La alfabetización, la movilidad social, la urbanización, la difusión masiva, las comunicaciones, rompen en parte este esquema” (80) tradicional, reñido en un principio con una exposición en abierto de la actividad artística. Una comunicación consonante con la nueva realidad del flamenco, que es heredera de este tiempo que vivimos, pero que 80. GIBAJA: Op. cit., p. 13.


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no se ha apartado por completo de los supuestos existenciales que han impreso una identidad inequívoca a un arte que, como pocos, ha sabido adentrarse en las tribulaciones humanas y expresarlas luego sin titubeos ni subterfugios, comprimiéndolas en los excitantes cuatro versos de una toná. El flamenco no vive de espaldas a la realidad. No lo hizo en sus orígenes, no lo hace ahora tampoco. De ahí que podamos aseverar que, con independencia de los cambios y las derivas lógicas apreciadas, sustenta un modelo de comunicación donde, en diferentes grados, aparece el tema de la existencia como el leit motiv de todas sus creaciones y manifestaciones artísticas. Pero es ésta una existencialidad que no emerge en exclusiva de la experiencia vivida, sino de simulaciones y aproximaciones a experiencias tipo que vivifican la interpretación, la inundan de componentes profundamente humanos y la proyectan sobre los múltiples receptores mediante nuevos procesos comunicativos.


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Abordado como el fenómeno esencialmente comunicativo que es, el flamenco ha experimentado lo que Román Gubern denomina “alteraciones del ecosistema comunicacional” (81). Ha modificado sus hábitos, se ha contagiado de nuevas tendencias y conductas artísticas y, consecuentemente, ha prolongado los efectos de su reordenación interna en el plano concreto de la comunicación. Sin incurrir en la miopía que arrastra todo intento de generalización y sin la pretensión de emitir juicios maximalistas, porque enfocan y sobredimensionan un punto concreto de la realidad, ignorando el resto de sus elementos constitutivos, es cierto que el ser humano es sobre todo un animal –racionalque se comunica. Al realizar estas afirmaciones entramos de cuajo en las complejas formulaciones de la teoría de sistemas, en donde, resaltando sobremanera el peso de la comunicación como el dintel primordial de cualquier sociedad, concluye con el aserto de que la comunicación es para el ser social lo que el intercambio orgánico para los seres vivos, es decir, el componente fundamental de subsistencia.

81. GUBERN, Román: Comunicación y cultura de masas, Ediciones Península, Barcelona, 1977, p. 179.


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Toda obra de arte activa un proceso de comunicación. Tiene un mensaje y una finalidad expresiva. Está concebida para exhibir la sensibilidad de su creador. Busca desesperadamente la complicidad del otro. Nace para ser conocida, para generar comprensiones, para provocar emociones, para, incluso, desatar la polémica. Esto mismo ocurre con el flamenco, que funciona como una especie de modelo de comunicación existencial en donde concurren siempre, en su acepción más básica, los mismos integrantes: • Un artista (cantaor/a, bailaor/a o tocaor/a) que, en primera persona, ejerce de emisor y activa un proceso comunicativo que le permite expresar, gracias a las virtualidades del flamenco, sus sentimientos más profundos. • Un mensaje que rescata el yo y que realiza una severa introspección al artista. • Un conjunto plural de destinatarios que, a mitad de camino entre la pasividad de la recepción y la emotividad transmitida, se encuentran, bien compartiendo físicamente un mismo auditorio, bien diseminados en el polo receptor de este esencial sistema comunicativo. Al utilizar el especificativo existencial lo hacemos desde la seguridad de que el existencialismo, como concepto que comprime la relación de la persona con el mundo, está aquí aliviado de cualquier vinculación con el movimiento filosófico que fue etiquetado con este mismo nombre en la segunda mitad del siglo XIX, aunque mantenga y comparta con él un importante contingente de coincidencias que se derivan de la necesidad de autoafirmación, de expresión y de explicación que tienen los seres humanos a la hora de comportarse frente a su entorno.


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Sin embargo, aunque la seguiriya de Manuel Torre, por ejemplo, se haya forjado al margen de los postulados shopenhaurianos, se pueden establecer algunas conexiones. Entre ellas, la más importante: la necesidad de ahondar en las inquietudes, deseos y sentimientos humanos con la finalidad de exteriorizar los recovecos más profundos y los asuntos más determinantes de nuestra existencia. De esta forma, el flamenco representa un interesante paradigma de modelo de comunicación existencial, donde se fragua un modo de expresión individualizado que pone en contacto el mundo interior de la persona por medio de una sugestiva combinación de creaciones artísticas, a través de una estructura doble que aúna, por un lado, la lírica de las letras, y, por otro, la calidad musical de los melismas flamencos, siempre plenos de significado. Un tipo de comunicación que encuentra en la expresión artística su pretexto propiciatorio y un tipo de arte que no puede desprenderse, a pesar de los envites de la modernidad, de un tronco cultural que tiene en la posibilidad de comunicar el soporte clave para su supervivencia. El intercambio de información, sea a través del arte o por medio de procedimientos menos depurados, constituye una pieza angular para todas las culturas. “El uso de la información acumulada nos permite a los organismos remontar la universal corriente entrópica y seguir avanzando como sonámbulos sobre el abismo” (82), insiste Jesús Mosterín. El flamenco no podría entenderse ajeno a la perspectiva de la comunicación, porque es ante todo un resorte para mostrar el drama y el goce de vivir por medio de unos estilos musicales encasillados que forman parte de un mismo legado cultural. De este modo, la naturaleza y la espiritualidad de las letras flamencas, por ejemplo, componen un mapa de gran valor 82. MOSTERÍN: Op. cit., p. 15.


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antropológico, pues penetra en las cavidades más inescrutables del ser humano y las revela con una franqueza delirante. Así, el flamenco puede concebirse como un caudal sonoro y visual para explicar los desabridos avatares de la vida, nacido de la experiencia manifestada o representada, nunca de la teoría. Una lágrima de llanto se me ha caío. Y por mucho que la seco, se me hace río. El flamenco es algo más que una manera de hacer música. Es un modo de entender la vida. “Una extraña manifestación artística a ninguna otra parecida y de tan primitiva y radical humanidad, que es asequible a todos los hombres” (83). Como hemos razonado con anterioridad, la inspiración flamenca es ajena a la estética en estado puro, se fundamenta más bien en la patética, es decir, en esa intersección donde los sentimientos de cualquier persona se encuentran encadenados a las convenciones sociales, bajo el peso de un mundo donde imperan los valores materiales, sometido en los momentos de máxima potencialidad creativa a unas condiciones adversas, en muchas ocasiones, llenas de desesperación, crudeza e imposibilidad. La indefensión y la impotencia, la debilidad y la angustia, han perseguido siempre en el arte un conducto propicio para su liberación. De este modo, el arte se convierte en el último puente sin minar, en el recurso más postrero, en la única objetivación posible, en la prolongación lógica e inmediata en casos de necesidad para los que la expresión artística resulta una evacuación existencial absolutamente liberadora.

83. MOLINA, Ricardo/MAIRENA, Antonio: Op. cit., p. 77.


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La resolución del conflicto individual es el arte. El flamenco, confinado en esta tesitura, habilita, para bien del artista, una vía de comunicación. Encontramos así a una persona que se atrinchera en el yo para exponer sus circunstancias. Retomando el pensamiento relativista de Sartre, “la experiencia concreta que ha llevado al hombre a refugiarse en el yo individual y concreto es la del fracaso del idealismo” (84), dado que es la cara más drástica, amarga y trágica de la realidad la que, en muchas ocasiones, se esconde, aunque no siempre, en la trastienda de la creación flamenca. Este compendio de factores hace del flamenco un portentoso vehículo para la comunicación. Sin embargo, los tres vectores antes enunciados, esos que conforman el andamiaje básico para este modelo de comunicación existencial que tratamos de definir, no han sido inmunes ni refractarios a la espiral de cambios que ha asimilado en sólo unas décadas nuestra sociedad. Un aluvión de transformaciones que ha zarandeado los pilares de nuestras relaciones personales, que ha derruido nuestros sólidos guiones de conducta tradicionales, que nos ha sumergido en esta galaxia Gutenberg ampliada que es la sociedad globalizada, que ha devenido en una acusada metamorfosis social y que, por supuesto, ha socavado los tradicionales pivotes comunicativos del flamenco como expresión artística. De sus comienzos poco esclarecidos hasta nuestros días, el flamenco ha sido, primero, conocido, es decir, se ha abierto a la conciencias y a las predilecciones públicas y colectivas, y, segundo, reconocido, superado el flagelo noventayochista y su estereotipo tabernario, es ya un arte considerado, valorado, de una calidad indiscutible. Ambos procesos, el de expansión, por un lado, y el de dignificación, por otro, han ido de la mano hasta llegar a la situación actual. “La difusión y 84. QUILES, Ismael: Sartre y su existencialismo, Colección Austral, Espasa Calpe, Madrid, 1967, p. 22


plena incorporación del flamenco a los circuitos del mercado musical y el reconocimiento social han sido pues procesos interdependientes” (85). No obstante, el arquetipo inicial de la comunicación flamenca, vinculado en un principio al ámbito reducido y privado de la juerga doméstica, se encuentra en claro desuso. Hace mucho tiempo que empezó su particular cuenta atrás. Es ya más un resquicio del pasado, una reliquia para nostálgicos, un vestigio que reaparece en las fiestas privadas, un episodio extraordinario dentro del recorrido público y comercial de este arte en nuestros días. Ese flamenco intramuros, genuinamente familiar, que sólo se abría a la confianza del interior de las casas, prístino, reservado, exclusivista, encerrado entre las cuatro paredes del hogar, se abrirá paso primero en las cortijadas al amparo del mecenazgo de caciques y señoritos, recalará luego en esos cruces de caminos que fueron las ventas y se hará visible definitivamente con la consolidación del modelo escénico del café cantante. Con anterioridad a su definitiva exposición pública, “la realidad del flamenco, como tal sistema comunicativo de un determinado drama personal, era virtualmente desconocida entonces, no ya por lo que se refiere al gran público, sino en muy amplios sectores populares andaluces” (86). La línea de continuidad que Caballero Bonald establece en la anterior aseveración entre la evidencia de un sistema comunicativo diferenciado para el flamenco y su entronque con un determinado drama personal hace hincapié en el esquema del modelo de comunicación existencial que tratamos de definir. El universo de los afectos individuales constituye la causa y el estímulo del proceso y catapulta los sentimientos y emo85. CRUCES ROLDÁN: Antropología y flamenco. Más allá de la música (II), Op. cit., p. 23. 86. CABALLERO BONALD: Luces y sombras del flamenco, Op. cit., p. 9.


ciones del artista a través de las tres vertientes expresivas a su disposición: el cante, el baile y el toque. Sin embargo, la concepción de la comunicación flamenca como un alivio para desembarazarse de las adversidades cotidianas y como un recurso para exteriorizarlas aparece ahora bastante atenuada porque la creación flamenca se desgaja y se especializa en un reparto de funciones en donde el artista que sube al escenario pone su capacidad interpretativa al servicio de la creación ajena y apenas tiene opción para proyectar e incluir directamente sus pesares y alegrías. Cuesta trabajo, desde luego, cuando cantar, bailar y tocar se convierte en un trabajo. En la actualidad, la autoría de las letras y la composición de las músicas se inscriben en un proceso de producción, con evidentes fines comerciales, en donde la creatividad es contratada y ofrecida a los intérpretes que, en el mejor de los casos, eligen los temas en función de sus prioridades y sus potencialidades de ejecución. Esta sucesión de causas desencadena unos procesos comunicativos que difieren del modelo inicial y, aunque el contenido manifiesto de las letras siga apostando por los grandes temas de la existencia humana, se concede a esta virtualidad un rol de representación, en lugar de aparecer ante sus eventuales destinatarios como la inmediatez de una incontenible necesidad de expresión. Y es que, “ante un proceso de generalizada mercantilización como el que se vive en nuestros días, el flamenco debe resignificarse colectivamente para alcanzar no sólo una rentabilización económica, sino también social y cultural” (87).

87. CRUCES ROLDÁN: Antropología y flamenco. Más allá de la música (II), Op. cit., p. 29.


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De este modo, los destinatarios del proceso comunicativo que activa el flamenco cuando es exhibido públicamente pueden disociarse en una doble categoría, por un lado, el propio de la lírica flamenca, por otro, el relacionado con la interpretación misma. Es decir, existe una nómina de destinatarios relacionados con la creación que palpita en el universo de de las letras del cante (la madre, la compañera, el amante, dios, el hermano, el amigo, el juez, etcétera)… Maresita mía, qué buena gitana, de un peasito de pan que tenía la mitá me daba. Compañera mía de mi alma no que quieres ayudar que un arbolito caído no hay quien lo vuelva a plantar. Mare dígale usted al juez que mi causa finalice, que en las manos de los jueces las causas echan raíces. …y otra mucho más voluble y masiva que conecta directamente con la ejecución, es decir, que está relacionada con el numeroso y difícilmente medible colectivo de las personas que, bien en directo o gracias a la utilización de distintos medios de difusión o soportes tecnológicos, se encuentra en disposición de atender, de escuchar o de ver los contenidos de las diferentes formas en que se corporeiza la expresión flamenca. Como en todas las artes, existe, pues, un destinatario, objetivable, que ejerce de motivo desencadenante, y otro, más impersonal, que constituye el objetivo de la comunicación. El primero está presente apriorísticamente en el mismo acto de la creación; el segundo, en cambio, posibilita un encuentro a


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posteriori con el artista en el momento de la interpretación o exposición de su obra, sea como creador o en calidad de intérprete. A pesar de todo, la pérdida del contacto directo con el mundo interior del artista, el uso de nuevos medios que ensanchan la capacidad difusora del flamenco a costa de dispersar a los públicos y la posibilidad de rescatar los sonidos y las imágenes del flamenco mediante la reproducción de grabaciones subvierten gravemente los parámetros convencionales de la comunicación flamenca. A través de técnicas de intermediación, se agrandan las posibilidades de participar como receptores, a distancia y de forma pasiva, en complejos procesos comunicativos. Sin embargo, esta pretendida expansividad se consigue en detrimento de la intensidad. La ganancia de adeptos provoca, paradójicamente, una pérdida de afectos. La comunicación cuando es presencial, en vivo, sin interlocutores, en un lugar concreto y en un espacio físico compartido (casa, café, teatro, etcétera) permite una interconexión y una bidireccionalidad entre los actuantes del escenario y el colectivo de destinatarios que conforman un mismo auditorio y alcanza un grado de emoción inaccesible para los renovados esquemas de la comunicación flamenca. Es decir, la aritmética de los grandes auditorios y de los mass media genera nuevas fórmulas comunicativas que, sin riesgo de ser catastrofistas o agoreros por el despeñadero de la nostalgia simplificante, se refuerzan con las preexistentes. No son sustitutivas, son complementarias. No anula lo anterior, sólo entra en competencia con los esquemas comunicativos del pasado, estableciendo prioridades y blandiendo un repertorio de opciones que, compartiendo evidentes reminiscencias con las formas básicas más primitivas (hace falta un artista, un mensaje y un destinatario), se adapta con inteligencia a los tiempos que corren.


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El flamenco ha recurrido, entre la inconsciencia y la necesidad, al aforismo del “renovarse o morir”. La sociedad del siglo XXI tiene nuevos argumentos, dispone de nuevos medios, se asienta sobre realidades no coincidentes y posibilita el juego de nuevos cauces de comunicación que la expresión flamenca no puede ignorar. Debe huir de las sentencias apocalípticas que proceden de la ortodoxia y aprovechar las ingentes posibilidades del presente para apostar por un tipo de comunicación que evite, eso sí, su total desnaturalización.

Basta escuchar el racimo de preocupaciones que exhala el flamenco a través de sus múltiples manifestaciones para comprobar cómo en su desbordante porosidad expresiva se cuelan, sin necesidad de laberínticas disquisiciones, con la simpleza exultante de los reducidos versos de sus cantes, los asuntos más conmovedoramente humanos. Con el discurrir del tiempo han cambiado las connotaciones personales que se concitan para dar vida a la expresión flamenca. El traumático punto de partida que le sirvió de germen ha sido sustituido por otro universo de referencia que resitúa al artista y le adjudica a la hora de actuar una axiología renovada que no cuadra, aún guardando algunas similitudes, con la escala de preocupaciones de sus comienzos. Afortunadamente, el cante no es ya exclusivamente, ni siquiera principalmente, “el símbolo vivo y latente de todo el que sufre, pues representa el dolor amargo del pobre y desvalido, encontrando en esta forma musical la única salida posible de mostrar su queja e inconformismo” (88). Ha tomado, de la mano del profesionalismo y de la modernidad, otros sende88. RÍOS VARGAS: Breve antología del cante flamenco, Ediciones El Carro de la Nieve, Sevilla, 1989, p. 8.


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ros. No se entiende, por ejemplo, sin el sometimiento a las posibilidades que arbitra la utilización de los medios de comunicación de masas. La cultura no es ajena tampoco, más allá del caos que ha supuesto la revolución tecnológica, a un acrecentado proceso de mercantilización que abarca toda la actividad humana y que ha removido los principios de la comunicación flamenca. “Para la producción de los medios de masas, los valores culturales y los valores no culturales, los económicos sobre todo, son difícilmente disociables” (89). Forman parte de un todo, de un sistema capitalista donde el consumo es un bien capital y en el que el flamenco es concebido como un bien de consumo. En cierta medida, la apelación a la intermediación de los mass media para aprovechar su potente acción difusora no escapa al influjo de un enfoque existencial, en paridad venido a menos, pero que le es igualmente inherente. “Puesto que el hombre como individuo no puede llevar la vida humana en pleno aislamiento, trata de dirigirse mediante la comunicación a sus congéneres y de alcanzar la verdad a través de la relación viva con ellos” (90). Son reveladoras, al efecto, estas palabras de Erich Feldmann ya que, lejos del egolatrismo, la evanescencia y la fuerte autoestima propios del artista, su obra es portadora de un mensaje que no compensa el esfuerzo realizado hasta que no es deglutido por sus destinatarios. El arte es, ante todo, un acto de comunicación, que sería, por supuesto, inviable sin la delicada y creativa sensibilidad humana. Dicho de otro modo, los “medios técnicos en cuanto mediadores entre los hombres y 89. ROSALES MATEOS, Emilio: Estética y medios de comunicación, Tecnos, Madrid, 2002, p. 11. 90. FELDMANN, Erich: Teoría de los medios masivos de comunicación, Editorial Hapelusz, Buenos Aires (Argentina), 1977, p. 24.


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sus necesidades de intercambio” (91) redimensionan los componentes existenciales de la comunicación flamenca, pues no sólo no funcionan como instrumentos inhibidores de esta cualidad, sino que multiplican las posibilidades de poner en circulación una actividad artística que nace, por cierto, con el objetivo de ser exteriorizada públicamente. Efectuada esta salvedad, es conveniente reseñar la gran contribución que, tanto la escena, en primera instancia, como los medios de comunicación, después, han aportado a la renovación y modernización de los esquemas de la comunicación flamenca: han dinamitado la proxémica del cante y han transportado los sonidos y las imágenes de la representación pública del flamenco, inscrita en la era de los espectáculos colectivos, a todos los rincones de nuestra sociedad. Allá donde llegue la señal de una emisora de radio o de un canal de televisión o donde exista la posibilidad de, no importa la tecnología utilizada, reproducir grabaciones de artistas en plena faena interpretativa, existe la probabilidad de encontrarnos con el fenómeno complejo de la comunicación flamenca, pues no responde ya al modelo básico de la fiesta privada, ni al canon de comunicación colectiva de la escena que introdujeron los cafés-teatro. Se desenvuelve bajo los condicionantes de la comunicación masiva, que nos alerta de la internacionalización de los procesos difusores, que es esencialmente ubicua, que no se alimenta en exclusiva de la representación en vivo, que disemina a los receptores en una ingente y heterogénea multitud y que destroza el espaciotiempo de la comunicación flamenca convencional. Sin lugar a dudas, la comunicación es el eje gravitatorio de la convivencia social. Es más, sin comunicación es imposible hablar de sociedad. El arte es un producto social, conectado a una cultura y a un deseo de comunicar. La utilización 91. Ibídem, p. 25.


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de medios que potencian esta facultad no debe constituir en sí mismo un riesgo fulminante, aunque no debemos ignorar que el progresivo aislamiento del ser humano en el seno de nuestras sociedades, la falta de relaciones interpersonales y la preponderancia del fenómeno mediático como elemento de engarce entre la persona y la realidad, ha colocado al individuo en una posición de inequívoca debilidad. Y es que, en palabras de Feldmann, “las personas se hallan en relaciones recíprocas, efímeras o duraderas, iniciadas y mantenidas por la comunicación. Así, la comunicación llega a ser el medio de toda inteligencia social, de toda organización del orden existencial de la sociedad” (92). En nuestro caso, el resultado de toda esta sucesión de cambios es la revolución que ha experimentado la proxémica del flamenco. Así, se han incorporado nuevas categorías comunicativas que superan ampliamente el modelo funcionalista de Laswell, que atendía preferentemente a los efectos e ignoraba la capacidad de selección de los auditorios –absolutamente inaplicable al flamenco-, y el modelo técnico de Shannon, hasta recalar en el modelo más contemporáneo de comunicación descrito por Jakobson. Este último autor concentra el esfuerzo de disección de su propuesta en destacar, y es aquí donde debemos detenernos, como “en torno al mensaje inciden varios factores que nos interesan: el contacto, el contexto y el código” (93). Los mass media convertirán en algo no imprescindible el mito del contacto para la comunicación flamenca, deslocalizarán el punto de encuentro entre artista y auditorio mediante la construcción de contextos mediáticos ubicuos (en cualquier lugar) y atemporales (a cualquier hora) y promoverán nuevos códigos no alineados con la emoción de la interpretación en vivo.

92. FELDMANN: Op. cit., p. 79-80. 93. ROSALES MATEOS: Op. cit., p. 29.


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Aunque el plató del estudio de televisión recree los antiguos continentes para la escenificación del flamenco con decorados que recuerdan a las desaparecidas ventas, los cafés cantantes de antaño o las peñas de aficionados, este recurso no es más que una reminiscencia visual sin apenas capacidad de inducción entre los destinatarios, pues el espacio-tiempo del flamenco ha sido severamente expoliado. Ni la noche, ni la escena serán ya los vectores espacio-temporales exclusivos para la comunicación flamenca. Un camino que iniciaron los grandes espectáculos masivos bajo el paraguas, criticado hasta la saciedad, de la ópera flamenca que, desde la perspectiva de la comunicación, supone la “avanzadilla espectacular de un género en expansión de masas. A su vera, las juergas y fiestas continuaban en esplendor de minorías” (94). Estas mega-representaciones del flamenco en teatros y plazas de toros, a pesar de albergar un modelo misceláneo y variopinto que ponía en escena un flamenco muchas veces de dudosa calidad y al socaire siempre de las modas musicales dominantes, lo elevaron a la categoría de arte de masas y lo introdujeron en una fase de socialización cuyas ramificaciones perduran en la actualidad. Del ámbito privado de la fiesta doméstica y del privativo del cuarto de los cabales, el flamenco hace décadas que dio el salto a recintos de mayor capacidad de convocatoria. Hace tiempo que superó el límite de la comunicación interpersonal para asentarse en las delimitaciones de la comunicación colectiva. Desde entonces, este arte será capaz de congregar a multitudes de aficionados en un mismo lugar, sea por la vía ecléctica de la ópera flamenca o por la más reciente de los festivales y recitales flamencos, que, en esencia, reproducen el mismo modelo, pues derivan de unos cánones escénicos y comunicativos muy similares, aunque, importante distinción ésta, en sus carteles sólo aparecen artistas flamencos y en su 94. ORTIZ NUEVO: Op. cit., p. 11.


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desarrollo sólo se ven y escuchan estilos adscritos a los moldes de la interpretación flamenca. Suponen, pues, los festivales una invitación colectiva para, en recintos de gran aforo, asistir a espectáculos genuinamente flamencos que retoman el soporte escénico propio de la era operística (el artista frente a su auditorio), pero que, por el contrario, se articulan y organizan desde una concepción provista de un evidente repunte de ortodoxia que trata de salvaguardar, difundir y escuchar los estilos del cante y que no estaba presente en el caso anterior. Sin embargo, tanto el toque como el baile serán actores de reparto en un contexto donde prima la autoridad del cantaor sobre el papel gregario de acompañante del guitarrista y la puntual aparición de bailaores sobre el escenario, a los que se recurre como elementos de transición entre los distintos bloques de artistas que suben a cantar a lo largo de sus varias horas de duración. Un formato extensivo difícil de sincronizar con el apresurado ritmo de vida de las sociedades contemporáneas y que exige una revisión ante el riesgo de convertirse en un irreversible fenómeno decadente. El último escalón en este camino de socialización del flamenco, que opta por nuevos modelos comunicativos sin desprenderse del todo de los anteriores, viene determinado por la incorporación al sistema de los medios de difusión. Es entonces cuando, del nivel intermedio de la comunicación colectiva, se pasa a la masiva o a la comunicación interpersonal mediada. Se trate del seguimiento como audiencia de un mismo espectáculo retransmitido, sea en directo o en diferido, a través de los mass media o de la escucha y disfrute aislados de registros flamencos previamente grabados. En ambos casos, la red de aficionados potenciales permanece difuminada, no es mensurable, se encuentra físicamente disgregada. Es ésta atomización, diseminación y heterogeneidad


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de los auditorios la que suplanta los principios de la comunicación flamenca, la que rehuye el contacto personal, pues es inhibidora y renuncia al criterio de participación y presencialidad como parte elemental para la expresión artística del flamenco. La adopción de nuevos procedimientos para la comunicación ha enriquecido y potenciado la exposición pública del flamenco. Los medios son poderosos agentes socializadores, que difunden e interpretan la realidad en tiempo real, pero que, constituyendo la premura y la competitividad los dos ingredientes indispensables para la producción periodística de contenidos, apenas tienen opciones para superar la corteza de la superficialidad de las cosas. De manera que, también en el flamenco, debemos admitir la mediación de los medios y asumir las consecuencias que se derivan de su participación a la hora de contar la realidad y de transmitirnos conocimientos. Reconocer su protagonismo activo evita concebirlos como un escaparate. Así, advierte Lorenzo Gomis, “los medios no sólo transmiten, sino que preparan, elaboran y presentan una realidad que no tienen más remedio que modificar cuando no formar. El medio no es un espejo, porque el espejo no toma decisiones [...] mientras los que animan los medios adoptan decisiones, siguen una política, luchan con la falta de tiempo, la distracción de los colaboradores, la limitación de recursos” (95). Sencillamente, no hay que diabolizarlos ni convertirlos en chivos expiatorios de la banalización y despersonalización de las sociedades contemporáneas, ni tampoco magnificarlos en exceso. Aún con todo, los medios de comunicación no han desnaturalizado ni degradado al flamenco porque, de entrada, su acción no se entiende sin la íntima conexión con un contexto 95. GOMIS, Lorenzo: Teoría del periodismo. Cómo se forma el presente, Paidós Comunicación, Barcelona, 1997, p. 16.


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social que, cargado de valores y matices, es su auténtico proveedor de contenidos. El producto de las factorías cinematográficas de la India destila una realidad muy diferente a la que observamos en las cintas que, mayoritariamente, se exhiben en las salas de cine europeas procedentes de Hollywood. La parrilla de programación de una televisión de Qatar poco tiene que ver con los contenidos de un canal de Suecia. La televisión pública de Andalucía dedica un espacio al flamenco; la de Galicia, no. Y es que, siguiendo las afirmaciones de Denis McQuail, máximo referente en la investigación del comportamiento de los mass media, “la experiencia cotidiana es muy variada. La configuran, en general y espontáneamente, la cultura y los requisitos del modo de vida y del entorno social. La noción de experiencia de comunicación de masas es abstracta e hipotética; y cuando parece hacerse realidad, esto suele deber más a aspectos concretos de la vida social que a los medios de comunicación” (96). Por esto, el binomio medios de comunicación y flamenco ha ocasionado una auténtica reconversión de los postulados comunicativos que eran catalogados como habituales para la interpretación flamenca. Su consecuencia más evidente es la ruptura del criterio de presencialidad y la apuesta por una nueva proxémica que ha permitido reubicarlo en el tejido social del que procede. Una relación que se basa en el teorema de la doble influencia. Medios y entorno social mantienen un pulso permanente que se deshace gracias a la elección, discriminación y jerarquización de unos hechos frente a otros, estableciendo un rubicón entre la realidad pública y la realidad publicada. Los medios convierten en noticia trozos aislados de realidad bautizados con el apelativo de la relevancia periodística. 96. MCQUAIL, Denis: Introducción a los medios de comunicación de masas, 3ª edición, Paidós Comunicación, Barcelona, 1999, p. 41.


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El flamenco se convierte en insumo informativo para los medios desde que despierta a la conciencia social. No llega a los periódicos sin antes desembarcar en las ciudades. Acrecienta el interés de directivos y periodistas cuando aparece como una modalidad musical visible y dignificada, cuando suscita el reclamo de importantes colectivos de aficionados, que, desde la perspectiva mediática, adquieren la categoría de audiencia, y, desde los principios de funcionamiento de la empresa informativa, son apreciados también como consumidores en potencia. El flamenco está instalado en la actualidad en la órbita de la socialización mediática. Como arte, sigue desatando un complejo laberinto de pasiones. “Es capaz de alcanzar la universalidad y convertirse en representación evocadora para andaluces y no andaluces, precisamente porque trata de lo panhumano” (97). Los mensajes relacionados con la comunicación flamenca efectúan un repaso a los grandes temas que se asocian con la existencialidad, pero la ausencia de la necesidad y la mercantilización del flamenco por la vía de la profesionalización han minimizado mucho tanto la exposición como los efectos de las emociones que aparecen adosadas a la interpretación flamenca. Como ha sido expuesto con anterioridad, es más la consecuencia de un yo vivificado, que no de un yo vivido.

La catalogación del flamenco como una herramienta con grandes potencialidades para sacar hacia fuera el mundo interior de la persona es incuestionable. Es algo que venimos remarcando a lo largo de esta publicación. Este argumento incide sobre la vocación emergente del arte, del hecho de salir desde dentro, de desentrañar al individuo, de brotar desde la sensibilidad y el sentimiento para materializarse en una forma 97. CRUCES ROLDÁN: Antropología y flamenco. Más allá de la música (II), Op. cit., pp. 50-51.


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de expresión definida que acentúa el modo de comunicación más diferenciadoramente humano. Dicho de otra manera, es de uso común la expresión coloquial “el flamenco es algo que se lleva dentro”, pues ha sido transmitido por el influjo de una herencia cultural y de un repertorio de vivencias colectivas en absoluto aplicable a todos por igual. La célebre frase de García Lorca al referirse a Manuel Torre como la persona con mayor cultura en la sangre que él había conocido puede ser ilustrativa para el sentido de estas últimas afirmaciones. Sin embargo, sin restar un ápice a la importancia de la transmisión del flamenco partiendo del embrión social que representa la familia, sin obviar los aportes de la herencia directa en determinados núcleos que han sido básicos para su nacimiento y evolución, se ha generalizado otro tipo de engranaje para la difusión y el conocimiento de este arte. Así, el flamenco ha pasado de ser un arte que se lleva dentro a convertirse en un producto (cultural) para llevar. Su circulación se coloca sin estridencias en los márgenes de la oferta y la demanda. De no ser así, de no haber aprovechado estas ventajas, de haberse atrincherado frente a los réditos que ofrece su comercialización, estaría, resistiéndonos a ser agoreros y mucho menos apocalípticos, en una peligrosa senda de repliegue social, en lugar de resituarse en la era de expansión que le brindan la dinámica globalizada de los mercados, las nuevas tecnologías y los medios de comunicación masivos. De esta forma, es factible aplicar sin espantos a la dinámica del flamenco actual la teoría comercial del cash and carry, del pague y lléveselo, de la oferta y la demanda en estado puro. Esta opción no anula el resto de posibilidades, sólo que manifiesta su concreción como un sui géneris producto de consumo, no extrapolable, por supuesto, a las adquisiciones que realiza-


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mos habitualmente para avituallarnos, para hacer frente a la vida diaria y resolver, así, las necesidades más básicas, es decir, aquéllas que permanecen aposentadas en el primer nivel de la conocida pirámide sobre las motivaciones humanas diseñada por Abraham Maslow. El consumo de productos culturales, que es el caso del flamenco, satisface necesidades situadas más cerca de la cima que de la base dentro de la geometría piramidal propuesta por este psicólogo norteamericano. Entre la vía muerta del inmovilismo academicista y el horizonte abierto a los nuevos tiempos, el flamenco ha aceptado el reto, se ha amoldado a las circunstancias, como hizo siempre, y ha entrado en una órbita representativa que lo aleja del pasado, es cierto, a fuerza de acercarlo al futuro. Es probable que “muchos cantes y bailes pierden entonces su secular condición de rito doméstico; alteran, en muy buena medida, su dramática fundamentación social. No deja de ser previsible el hecho de que cuando el flamenco sale de su más natural ámbito comunicativo, algo cambia en su fondo” (98). Estos contextos primitivos y privados para el florecimiento natural del flamenco no han sido anulados en la actualidad, sólo han sido suplantados en la órbita del espacio público por la generalización de unos espectáculos programados y de pago que encumbran al artista a la categoría de profesional. Sin duda, hace falta conservarlo, pero no momificado, sino impulsando su expansión y conocimiento, reclamando su apoyo desde las administraciones y estudiándolo desde las universidades, pues ni unas –las instituciones públicas- ni otras –los centros superiores de docencia e investigación- viven al amparo, azaroso, vertiginoso, competitivo y cambiante, del mercado, por lo que constituyen un contrapunto de detenimiento y mesura imprescindible para analizar aquellas perspectivas más razonablemente esperanzadoras. 98. CABALLERO BONALD: Luces y sombras del flamenco, Op. cit., pp. 35-36.


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No obstante, sería un error concebir al artista flamenco como un simple mercenario de la ganancia. Son muchos los detonantes que se hacinan en los procesos tanto de creación como de interpretación. A partes iguales, no se entiende este arte sin su conexión con las vivencias más definitorias de nuestra existencia, que narra de una manera formidable, y sin la persistencia desde hace décadas del pago de unos emolumentos previamente acordados a intérpretes y creadores. El flamenco profesionalizado tiene mucho de arte tasado, sea como remuneración profesional o como desembolso para la adquisición de productos a nuestra disposición en el mercado. Sin embargo, sería tendencioso utilizar este único baremo como mecanismo para calibrar su verdadera personalidad. En muchas otras de sus vertientes se nos presenta como un todo absolutamente inconmensurable, que no admite procedimientos de medida estandarizados, que no puede ser aprehendido mediante fórmulas cuantitativas, pues no es posible comprimir en la aridez y frialdad de los números el torrente de sentimientos, vivencias, dudas, creencias y pasiones que se combinan en sus cantes, toques y bailes. En el flamenco de los festivales, de los recitales, de las retransmisiones mediáticas y de los discos, el existencialismo, como cauce para retratar las interioridades y preocupaciones de la persona, adopta nuevas formas, más prosaicas y mercantiles, pero que no han perdido su capacidad para estimular emocionalmente tanto a aficionados como a curiosos. Se trata de un flamenco que se compra y se lleva puesto; en el coche, en el walk-man, en el mp3, etcétera. Un flamenco que nos acompaña, que llega a todos los rincones, que no vive sólo de la interpretación en vivo. Un flamenco, desde luego más comercial, pero para nada deshumanizado, porque sus letras y sus temas siguen siendo el espejo donde se miran muchos hombres y mujeres, capaces de identificarse en el drama


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y en la felicidad que arrojan sus diferentes estilos. En esta huella afectiva que deja la emoción transmitida y en esta capacidad para la identificación que propicia el flamenco podemos observar cómo se han reconducido y readaptado los procedimientos de comunicación existencial que aún perviven en él, a pesar de haber sufrido una profunda revisión, tanto por la superación del modelo tradicional comunicativo ocasionada por el triunfo de la sociedad mediática, como por la consolidación de la vía comercial, que es en la actualidad la plataforma mercantilista y profesional desde la que se visibiliza, se oferta y se hace público el flamenco.

Como arte más allá de la música, que diría la antropóloga Cristina Cruces, el flamenco ocasiona en la actualidad un tipo de comunicación que se desgrana por el universo de los afectos, que retoma los temas más sustantivos de nuestra condición humana en la composición de sus mensajes y de su lírica, pero que, al no poder desprenderse del entramado social mercantilizado al que pertenece y sin la posibilidad de sustentarse exclusivamente en situaciones personales extremas, ha modificado el impacto de sus soluciones expresivas en los demás. La era representativa del flamenco en la que nos encontramos refleja indisimuladamente una existencialidad más fingida que vivida, más supuesta que experimentada, más como representación de sentimientos colectivos que como presentación de vivencias personales. Hablamos de una existencialidad depositada, transmitida y que es captada por una red difusa y compleja de receptores que reaccionan según la intensidad de sus circunstancias personales concretas y de las sintonías que entreteje ese puente de interacción comunicativa que denominamos empatía.


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Es decir, se ha pasado de un existencialismo enhebrado en primera persona desde el extremo de la creación, que todavía persiste, aunque residualmente y cuyas formas sirven de modelo para los circuitos de expresión actuales (mismos temas, mismas letras, mismos cantes), a otro producido y estimulado mediante procedimientos comerciales, que utiliza el engarce de intermediarios de naturaleza mediática y que recala finalmente en cada uno de sus destinatarios potenciales, a los que suelta la carga de unas músicas y unas letras ante las que resulta imposible permanecer impasible. Este existencialismo conmovido de la recepción, depositado en otros, es, quizás, una de las cartas de naturaleza más inequívocas del flamenco de nuestros días, desprovisto en buena medida de la racialidad y de la marginalidad de otros tiempos. Un modelo de comunicación existencial que se desenvuelve entre la entropía y la empatía. Entropía porque se fragua en el seno de una sociedad compleja y fluctuante. La multiplicación geométrica de los mensajes que se ponen en circulación a través de las nuevas tecnologías y del uso de los mass media convierte en imposible prever un orden determinado y esto afecta definitivamente al flamenco. Todo intento de control constituye en sí mismo una ridícula entelequia para sus inspiradores. Esta red exponencial de intercambios no interpersonalizados en su inmensa mayoría genera más incertidumbres que certezas, pues la moda es sustitutiva de las costumbres y el vector de gran parte de los intercambios responde al estímulo de un potente apetito consumista. Empatía porque, literalmente, la comunicación flamenca procura “una identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro” (99) y facilita una conexión con 99. Diccionario de la Lengua Española, Vigésima Segunda Edición, consultado en Internet a través de www.rae.es.


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sus circunstancias personales. No importa que sea el pálpito directo de una experiencia cantada en primera persona o una figuración que recrea las escenas más íntimas y conmovedoras que pueden formar parte de nuestro itinerario vital a lo largo de la existencia de cada uno de nosotros. Es decir, “para sentir el cante no es imprescindible pertenecer al mundo en el que se ha gestado, pero sí es necesario compartir la sensibilidad desde la que ha sido creado y para ello basta con asomarse al fondo trágico de toda humana existencia” (100). La comunicación flamenca, con independencia de aislados conciliábulos privados que reúnen con el criterio del vínculo familiar a verdaderas castas de artistas y que representan la cara oculta de un arte en su versión más resistente a la propagación, la exhibición colectiva y la difusión pública, se engendra principalmente a través de un doble proceso de exteriorización interpretativa y simulación figurativa que, por un lado, aprovecha un vasto legado musical, recreando principalmente sus estilos más festeros y moldeables, y que, por otro, recupera una panoplia de temas y letras en estrecha interacción con los escenarios vitales que reconstruyen a diario nuestro entramado existencial. De este modo, el flamenco se convierte en una especie de aliado emocional, que subraya alegrías, que refuerza estados de ánimo, que repasa dramas personales, que muestra todo aquello que nos apena y entusiasma, que nos agota y desata, que nos conmueve o nos hace impotentes. Favorece, por lo tanto, una tipología precisa de comunicación existencial porque identificamos en él recortes de nuestra existencia, que se proyectan hacia nosotros desde los escenarios, que nos llegan a través de los medios de comunicación o que recuperamos cuando escuchamos una grabación.

100. MARTÍNEZ HERNÁNDEZ: Op. cit., p. 67.


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En definitiva, la existencialidad del flamenco se concreta en los dos polos de la comunicación: la emisión y la recepción. Es, a la vez, sentimiento proyectante y consentimiento respondiente. Implica a los dos extremos indispensables para entablar cualquier proceso comunicativo, aunque no por igual. El artista focaliza la vertiente activa; el destinatario, que puede ser anónimo como estar ausente (la presencialidad no es una condición insalvable para la comunicación flamenca en la actualidad), por el contrario, asume un papel secundario, vicario, incluso marginal y pasivo. Sólo en el esquema cerrado y reducido de la juerga flamenca, se alienta la implicación total de los presentes, que participan, cada uno a su manera, en función de la distribución de roles propia del flamenco (cantaor/a, bailaor/a, tocaor/a, palmero/a,...), en un acto de creación en vivo que suele emanar libre, incontrolado y espontáneo. Desde luego, la incursión de los medios de comunicación, la atomización de los auditorios, el aislamiento de los aficionados, la ubicuidad de los instrumentos de difusión, la especialización, tecnologización y consolidada comercialización del flamenco han contribuido de forma decisiva a perpetuar la pasividad de los destinatarios, que tienen el límite de su incorporación en el aplauso, el rechazo o el asentimiento. Aunque, como quedará precisado, no se trata, como indica Frank Popper, de “un espectador indiferente, íntimamente ligado a la frialdad del ojo seco de la que habla Descartes y a la frialdad burguesa evocada por Adorno para designar un tipo de comportamiento caracterizado por una total pasividad que procede de la búsqueda de una determinada neutralidad axiológica” (101). El receptor de la comunicación flamenca bajo este crisol escénico, si bien no participa, sí es inducido y sugestionado 101. POPPER, Frank: Arte, acción y participación. El artista y la creatividad de hoy, Akal, Madrid, 1989, p. 175.


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por las evocaciones y sensaciones que proyecta la interpretación de los artistas. El flamenco representativo que aparece ante nuestros ojos sobre la escena cuando se eleva el telón de auditorios y teatros reduce a la mínima expresión la participación del público, circunstancia que se pondera a la enésima potencia cuando el colectivo informe y masificado que constituyen los aficionados se convierten en telespectadores, es decir, en meros consumidores del lote de espacios que se insertan en la rejilla de contenidos televisivos y radiofónicos dentro del cupo del entretenimiento y la programación de corte cultural. Los medios minimizan aún más las aportaciones de un público separado y apócrifo que, dada la unidireccionalidad del canal, no tiene margen alguno para la respuesta. De este modo, se anula por completo la interacción formal, no es posible recompensar ni censurar al artista, no es viable interpelarlo ni jalearlo, sólo vivir aisladamente el conjunto de emociones que transmite y permite la interpretación flamenca. Una situación que merma la intensidad existencial de los mensajes y cuyos efectos dependen esencialmente del contexto concreto y de las circunstancias personales específicas que acaezcan durante la recepción. En cierta medida, el arte, siguiendo las argumentaciones estéticas de Marcel Duchamp, se reformula y se consuma en el acto concreto de la percepción. La comunicación flamenca actual no puede entenderse sin esta óptica. No obstante, el flamenco profesional y mediático no deja de ser pasional y melismático para los sentimientos. En la expresión flamenca perviven una gama amplísima de vivencias, dramas, tragedias, esperanzas y felicidades, tan rica y variada como las modulaciones sonoras de sus músicas y entonaciones.


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Además, el flamenco aborda temas complejos, aunque lo hace siempre con la virtud doble de la simplicidad y la complicidad. Presenta los hechos, vividos o figurados, a través de la abrumadora compresión significativa que contienen las letras del cante. En una escueta estrofa cabe las motivaciones más íntimamente selladas al armazón de interrogantes y sufrimientos que arrastra desde hace siglos la condición humana. “Partiendo de una innegable limitación literaria se llega a excelentes resultados por medio de la imaginación” (102). Aún con esto, a la soberbia virtud de la simplicidad, se le une para mayor abundamiento el efecto, casi inevitable, de la complicidad. Siendo prácticamente imposible en las formas y en los contextos actuales la participación activa de los públicos en los moldes de la comunicación flamenca, la solución se arbitra por la vía de la complicidad, de la empatía, de la capacidad de seducción y de intromisión que tiene el flamenco en el mundo de los afectos de los demás. Se concreta así un proceso comunicativo que responde al esquema básico de la bidireccionalidad asimétrica, en donde una parte, y nunca mejor dicho, lleva “la voz cantante”, mientras la otra se limita a responder como puede, cuando puede, entre la actividad emotiva que desencadena el flamenco y la pasividad operativa de no poder interactuar. La actuación se reduce a la escena.

Reconociendo el valor del contexto a la hora de marcar los significados en el ámbito de la comunicación artística y el peso de la descodificación individualizada que, desde la recepción, matiza el impacto de los mensajes recibidos, parece 102. AA.VV.: Op. cit., p. 25.


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indiscutible la preponderancia del artista-emisor dentro de un modelo escénico para la comunicación flamenca que, en la actualidad, se presenta como una opción dominante. Nos enfrentamos a un tipo de comunicación proclive a la pasividad de sus receptores, una cualidad que comparte el flamenco con el resto de modalidades musicales y culturales con las que entra en competencia en el espacio delimitado y mercantilizado de la escena. Una circunstancia mucho más difuminada, cuando no casi inexistente, en su origen. En la evolución dialógica protagonizada por el flamenco desde sus comienzos, el café cantante, cuando por vez primera se convierte en un espectáculo de pago sobre los escenarios, significa un antes y un después, un punto de inflexión a partir del que, “poco a poco, los que vinieron desde el otro tiempo encontráronse con dos caminos divergentes: la juerga y los públicos” (103). En la bifurcación que apunta Ortiz Nuevo entre la juerga privada y el espectáculo público, ha sido éste último el que se ha acabado imponiendo. “La historia del cante ha seguido dos cursos paralelos: uno, el propiamente histórico, externo y público; otro familiar y secreto” (104). Se estableció desde el advenimiento del teatro-café una indeleble raya divisoria que discrimina sin confusiones el papel de unos y otros: emisores (artistas profesionales) y destinatarios (aficionados). El modelo híbrido del integrante en la fiesta flamenca, que participa activamente en un segundo nivel haciendo compás o jaleando a los artistas, es descartado por este flamenco profesionalizado en donde incluso la cuadrilla de palmeros, jaleadores, expertos en tocar el cajón, etcétera, forma parte del cuadro de contratados para el espectáculo. Es decir, no sólo se profesionaliza el cante, el toque (guitarra) y el baile, 103. ORTIZ NUEVO: Op. cit., p. 11. 104. MOLINA, Ricardo/MAIRENA, Antonio: Op. cit., p. 62.


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sino también el resto de papeles artísticos de categoría menor, configurando una auténtica división del trabajo sobre la escena. Sin embargo, este conjunto de afirmaciones no invalidan la importancia de esa visión individual, inseparable de la recepción, que otorga matices y valores a toda la información que percibimos a diario a través de nuestros sentidos. Este fenómeno acrecienta su peso en la comunicación artística, que no puede entenderse sin el concurso de la sensibilidad de sus hipotéticos receptores. En esta compleja combinatoria de personas, valores y situaciones que tejen la red para cualquiera de nuestros intercambios sociales, la comunicación es, al mismo tiempo, emisión, más o menos deliberada, puesto que gran parte de la información que proyectamos hacia los demás escapa a nuestro control, y reciclaje, porque todos los mensajes se pasan siempre por el tamiz de la personalización del receptor, que mastica cuanto recibe entre la razón, la memoria y los afectos. “La comunicación se inicia con la constelación de estados de ánimo, aspiraciones y orientaciones en la persona del comunicador. Rebasa ese mundo íntimo para entrar en el mundo abierto” (105) y concluye, de igual forma, en el momento que es interiorizada por alguien que, según sus esquemas de conocimiento y convencimiento, capta, sin evadirse ni un milímetro de esa misma “constelación” que señala Feldmann, el mensaje puesto en circulación. Esto ocurre, sin duda, con la comunicación flamenca. Aunque el flamenco escénico y comercializado descarta la participación activa de los receptores, es absurdo, en cambio, hablar de un blindaje que impida la revitalización de sus emociones cuando son impactadas por un arte profundamente conmovedor, tanto en sus formas como en sus temas. 105. FELDMANN: Op. cit., p. 95.


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Así, dentro de los cánones y de los modos que dirigen la comunicación pública del flamenco, resulta inapropiado hablar de bidireccionalidad, salvo en los términos de la asimetría que antes hemos comentado y alejándola en todo caso de cualquier conjunción que permita igualar el protagonismo de quienes tienen el timón del proceso y quienes permanecen enclaustrados en una limitativa situación de receptores. Por este motivo, en el flamenco actual, más que de participación, debemos hablar de contagio. Es aquí donde se redimensiona su efectismo como un claro modelo de comunicación existencial, que sigue siéndolo, aunque con los ropajes y las transformaciones que devienen de su irreversible profesionalización, comercialización y mediatización. El flamenco inocula el taumatúrgico virus de la emoción. Ante sus formas expresivas, es difícil permanecer impasible. Si bien cada vez más ecléctico y globalizado, en sus manifestaciones supuran todas las pasiones, sentimientos y sinsabores que acosan y acucian al ser humano. Por eso desencadena procesos de identificación personal debido al contenido concreto de sus estilos y contagia de sensaciones dispares al conjunto de sus receptores, sean quienes sean, se encuentren donde se encuentren. Es evidente que la dinámica de los grandes espectáculos, primero, y la dependencia cada vez mayor de los medios de comunicación, después, han representado un severo atenuante para la intensidad existencial inherente al flamenco, pero son muchas personas las que continúan sucumbiendo a su poderosa emotividad. La interpretación flamenca tiene mucho de representación, pero esta situación de partida no es óbice para ignorar la fuerza con que recalan y desembocan los grandes asuntos existenciales que, todavía, siguen siendo el nutriente fundamental para las letras de los cantes. Y es ahí que el flamenco favorezca más el contagio que la participación.


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El flamenco es consecuencia de más de dos siglos de una evolución no conclusa y no detenida. Situado siempre en la delicada tesitura entre la tradición y la renovación, se ha ido adaptando a los nuevos tiempos, incorporando nuevos registros, ensanchando sus horizontes. Las fuerzas contrapuestas de la herencia y del cambio han ocasionado un interesante cruce de caminos en donde dos fuerzas en tensión han ido diseñando su senda conforme avanzaba. Marcado en paralelo por las corrientes de la conservación y la evolución, el flamenco tiene en la actualidad mucho de recuerdo y de reminiscencia. Recrea escenas, lugares, situaciones y circunstancias del pasado, de un ayer que no es remoto desde luego, pero que se presenta como un cúmulo de realidades pretéritas ya superadas con escaso o nulo encaje en nuestra sociedad actual. Es evidente la tendencia a la recreación que pervive en la comunicación flamenca. Nos llega envuelta en el celofán de unos escenarios que, en su día, fueron coexistentes a algunas de sus fases evolutivas, pero que en la actualidad tienen sólo una funcionalidad decorativa, una finalidad de reconstrucción desprovista de la intensidad expresiva de antaño. En muchas de sus formas, late con fuerza el pasado, hasta el punto de revivirlo por la vía de la representación. Esta sujeción a contextos tipificados, que apenas tienen una traslación efectiva al presente, canaliza la interpretación flamenca por los canales de la evocación, del recuerdo. Los cantaores y cantaoras actuales prestan su voz a tarantas, cartageneras y tarantos, aunque estos estilos que escuchamos hoy no sean interpretados por personas que hayan sufrido en sus propias carnes las condiciones insalubres e infrahumanas


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del trabajo en la mina que atormentadamente trasladan estos cantes. Las letras bucólicas y campestres de las serranas nos retrotraen a un universo casi pastoril sin la obligación de que los artistas que las interpretan hayan tenido jamás que guiar o cuidar rebaños. Los martinetes no se aprenden ya en la fragua sino de las interpretaciones de los cantaores más veteranos o de las grabaciones discográficas. Los cantes de trilla son una reliquia imposible de revivir en su contexto de origen, pues la profunda mecanización de nuestra producción agraria ha secuestrado en los márgenes de la memoria el escenario de unos estilos casi extintos que han sufrido, como pocos, los estragos de una evolución social meteórica. El flamenco, en muchos de sus palos más conocidos, amortigua su continuidad sobre el andamiaje de una mirada retrospectiva hacia su propio pasado. Se reformula proyectándose sobre secuencias de un entorno social ya desaparecido y que son reconstruidas muchas veces siguiendo el formato del cuadro costumbrista. Así, los trozos de realidad que reaparecen en los martinetes, tarantos, cantes de trilla, serranas o carceleras muestran una foto fija no dependiente de circunstancias actuales. Son retazos del ayer hechos presentes que tienen mucho de reminiscencia, de intento de rememorar situaciones ya poco factibles. En cierta medida, el flamenco es una creación artística que persigue la recreación; de escenas, de momentos, de episodios, a los que nos sumamos luego por la inducción de las emociones transmitidas y porque es imposible no compartir algunos de los sentimientos elementales que afloran en el cante, el baile o el toque. Es tal el grado de figuración escénica triunfante en el flamenco actual, que el modelo tradicional de la fiesta privada huye de sus condicionantes herméticos y exclusivistas para dar el salto y ser recreado con frecuencia sobre el escenario. En una


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especie de remake público, la juerga flamenca se rememora, se representa y se evoca en los repetidos fines de fiesta con que concluyen, en una especie de bis no programado que se arranca con aplausos desde el auditorio, los festivales, conciertos y recitales, encontrando así un colofón festero, un broche alegre, una explosión final. Un cierre del espectáculo en todo lo alto que concuerda con el esquema clásico de composición musical, cuyo último movimiento acaba en un in crecendo vertiginoso que busca la misma sensación de apoteosis y que subraya el perseguido contagio emocional de estos fines de fiesta flamencos. Además, la práctica desaparición de las crudas condiciones de vida que se asocian al surgimiento del flamenco y su encaje en las directrices mercantiles de la actualidad ha favorecido un predominio, a veces casi abusivo, de los estilos festeros más moldeables, recordables, pegadizos y comerciales, sobre la seriedad, el repliegue estilístico en relación con formas preestablecidas y el enfoque trágico de otros palos. Mientras la bulería o el tango, por ejemplo, se multiplican geométricamente, son nulas las creaciones que se añaden al capítulo de las seguiriyas o de las tonás. Ante la ausencia de nuevas aportaciones personalizadas al catálogo de estos estilos denominados básicos, da la sensación de que pertenecieran a un yacimiento artístico ya esquilmado. En el plano comunicativo, todo esto provoca una evidente disparidad entre el universo de alusión y el contexto de interpretación. El primero, asentado en el pasado; el segundo, instalado inexorablemente en el presente. Una paradoja que afecta claramente a los vínculos del artista con su obra y de ésta con el marco de referencia proyectado hacia sus potenciales receptores. Una contradicción que deja al descubierto la brecha existente entre el presente recreado y el pasado ya ausente. Sin embargo, la opción de recrear es una salida a la im-


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posibilidad de revivir. Aquí reside la virtualidad del arte como vía para superar los límites de la realidad, pues, además de imagen, es también imaginación. El flamenco es un ejemplo paradigmático al respecto, circunstancia que complementa sus posibilidades como modelo de comunicación existencial, ya que no se alimenta sólo del intento de clavarnos al presente sino que evoca otras realidades, sean pasadas o futuras. Un mundo de sugerencias que hacen del recuerdo el motor de buena parte de la creación y la interpretación flamencas. Esta circunstancia no acarrea un óbice para su manifiesta existencialidad, añade nuevos canales de expresión, complementa el requisito de la experiencia con el condimento de la suposición y hace del flamenco una obra colectiva que permite la personalización, a veces expositiva; en otras, marcadamente retrospectiva.

La comunicación flamenca supera con mucho el horizonte de lo verbal. El flamenco no es sólo palabra. No se circunscribe en exclusiva a las fronteras de la oralidad. Tiene muchos otros lenguajes, de ahí su fuerza, su riqueza y su complejidad. La guitarra describe un paisaje sonoro que, además de emocionarnos, puede ser codificable. El cuerpo en el baile es un texto que se reescribe con cada movimiento. Las letras del cante no tienen el monopolio de la expresión. La misma gestualidad del cantaor en plena faena demuestra que no es sólo voz, también es rostro. El pellizco es una especie de pelea interior que, además de buscar los requiebros vocales en la garganta para estar a la altura de las exigencias interpretativas de estilos previamente configurados, acentúa en paralelo la expresividad corporal del intérprete. Entonces, lo verbal y lo gestual se retroalimentan para formar una misma unidad de significado.


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El flamenco es el resultado de muchas sinergias comunicativas, en donde la suma final difiere de lo que representan en sí mismas las partes por separado. La comunicación flamenca, además de ser profundamente existencial, propicia una permeabilidad, una interconexión, una mutua influencia entre las partes que la integran. Supone una gran equivocación escorarla al terreno limitado de lo verbalizado en el cante o en ese espacio de los jaleos que le es colindante. Es erróneo, por lo tanto, hacer coincidir la expresión con el ámbito cerrado de la palabra. De esta forma, la comunicación flamenca genera un tipo de ósmosis que le es inherente. El mensaje que contienen las letras, los sonidos, los compases, el ritmo, la escenografía, los estiramientos y contorsiones propios del baile, etcétera, se disuelven con fuerza en el mundo de los afectos de sus destinatarios. Puede que no se den todos a un tiempo, pero ninguno se da por separado ciento por ciento. Aunque prepondere, aunque sea dominante, siempre existirán elementos remarcadores, de acompañamiento, que, en un segundo plano, hacen del toque un pilar para el cante, de la percusión un sostén para el toque, del compás un soporte para el cante, de la voz un decorado y un acompañante sonoro para el baile, y así sucesivamente en una compleja red de combinaciones. Además, ninguno de los surcos por los que reverbera la expresión flamenca es independiente de una doble línea contextual: la de creación y la de ejecución. El cante, el baile y el toque no se manifiestan por procedimientos infusos. Se deben a una multiplicidad de causas, entre sociales, culturales y personales, que aconsejan, en cada momento, elegir unas opciones en lugar de otras. En la sociedad de la imagen y de los mass media, es todavía más kafkiano el intento de reducir la comunicación flamenca al ámbito de la verbalidad. La producción de espectáculos


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flamencos para adaptarlos al modelo imperante de la escena, su comercialización como un bien de consumo cultural y las posibilidades de registro mediante los nuevos formatos tecnológicos han atornillado su esencia audiovisual porque, sobre todo, es un arte para ser escuchado y para ser visto. Sus códigos naturales trasvasan el lenguaje verbal. Es posible incluso, de hecho han proliferado investigaciones en este terreno, conceptualizar y categorizar los tipos de toques y bailes, casi siempre siguiendo dos baremos referenciales: según los estilos y en función de los creadores. Es cierto que el nacimiento y posterior transmisión de los productos culturales que se asocian con el flamenco como arte popular se ha operado por la conducto de la oralidad, que no han existido ni escuelas ni academias hasta hace relativamente poco, que ha sido ignorado en conservatorios y universidades de forma denodada, que ha salvado el salto generacional sin estar presente en los centros de enseñanza, que ha sobrevivido sin la necesidad de la redacción y publicación de manuales de estilo. “La academia ofrece al artista el prestigio social y la seguridad. Pero, a cambio, de esas ventajas, éste pierde su libertad” (106). Por eso, esta ausencia de academicismo doctrinario ha dado alas a la creatividad flamenca, que no se ha resistido a la lógica de las clasificaciones y de la generalización de moldes interpretativos, pero que, por contra, no ha ocasionado métodos estandarizados para la transmisión del conocimiento ni se ha equipado con la infraestructura de escuelas de “arte flamenco”, fenómeno que germina en fechas muy recientes con experiencias, por ejemplo, como los cursos de arte flamenco de la Fundación Cristina Heeren de Sevilla, que recoge la herencia, más desde la formación práctica a futuros profesionales que desde una visión universitaria, de aquella intentona fallida 106. GIMPEL, Jean: Contra el arte y los artistas, Gedisa, Barcelona, 1979, p. 55.


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que fue la cátedra de flamenco de Granada, sin olvidar la cátedra de guitarra flamenca de Córdoba. Y es que, “la transmisión oral del cante se presta a mixtificaciones, bien por infidelidad del cantaor, bien por prurito de originalidad, bien por genialidad” (107), pero, sobre todo, por la inexistencia de métodos predeterminados de enseñanza. Al estar ausente de los conservatorios, no es baladí el nombre que reciben, el flamenco sobrevive fundamentalmente gracias a la evolución. No obstante, el equilibrio argumental nos lleva a reseñar aquí el fundamento mesiánico y la bonhomía natural de los pronunciamientos provenientes de la ortodoxia flamenca, cuya sana intención en un principio tiene esta finalidad conservadora, aunque estableciendo categorías esencialistas a veces difícilmente defendibles. Más que el esencialismo, habría que examinar el existencialismo que rebosa en todos los estilos, pues atesoran una impresionante calidad humana, con independencia de la musical. En el mundo del arte, las academias modernas son herederas directas de la Ilustración. Como afirma Jean Gimpel, en ellas, “se elabora una doctrina sistemática del arte, de lo bello o de lo estético” (108). Se asignan categorías, se establecen clasificaciones racionales. Una relación de elementos escasamente presentes en la propagación tradicional y en la enseñanza natural del flamenco, que ha bebido de la relación personal con el entorno y de una indudable ascendencia familiar. El primer vestigio para vencer este radical autodidactismo que prevalece en la transmisión del flamenco podemos encontrarlo en la escuela que se pone en marcha, precisamente, en la ciudad de Granada en la antesala del Concurso de Cante Jondo de 1922. Fue una propuesta baldía, de ínfimo arraigo y nula continuidad. El flamenco se ha enseñado y aprendido atendiendo, principalmente, a casuísticas personales. 107. MOLINA, Ricardo: Op. cit., p. 15. 108. GIMPEL: Op. cit., p. 99.


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La ausencia de locales y de métodos reglados para la enseñanza del flamenco ha sido una constante en el caso concreto del cante. La guitarra y, sobre todo, el baile sí han gozado de un ondulante dispositivo para el aprendizaje que, sin un orden predeterminado, ha descansado preferentemente sobre la labor como enseñantes de tocaores y bailores que han prolongado, sobre todo estos últimos, desde la retaguardia de la enseñanza, su trayectoria profesional o han optado por hacer doblete: continuar exponiendo su arte en los escenarios y, al mismo tiempo, enseñarlo en centros privados creados y mantenidos con sus propios fondos o ajenos, caso de Cristina Hoyos. Una tendencia que se quiebra definitivamente con la puesta en marcha del Centro Andaluz de Danza y la creación del Ballet Flamenco de Andalucía. Anotadas estas excepciones, la transmisión del flamenco ha transitado siempre por los rieles fluctuantes de lo verbal. La oralidad no necesita de la palabra impresa para depositar el conocimiento de unas generaciones en las venideras. Evade este requisito. Es más libre, pero al mismo tiempo más voluble. La fijación de conocimientos no es literal, es imprecisa, porque su proceso de transmisión está lleno de ruidos, de perturbaciones, y porque admite la posibilidad, ante la ausencia de normas taxativas recogidas en documento escrito, de una mayor personalización al acumular y procesar las informaciones. La presencia en el flamenco de estilos reconocibles, etiquetables y diferenciados facilita y encauza la transmisión, en la medida en que se aborda este complicado proceso desde el sometimiento a un canon musical establecido que ejerce su autoridad como prototipo para la interpretación. Esos modelos referenciales son los cantes o los equivocadamente llamados palos. Sin embargo, la ausencia de unas normativas explícitas para el aprendizaje ha ocasionado una ambivalencia entre la sujeción al modelo original y la recreación activa de


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los intérpretes. El alejamiento no sustanciado de las formas clásicas (si por clásico entendemos lo modélico que es tendente a la repetición) ha sido con frecuencia objeto de castigo y motivo de rechazo. Como sentencian los entendidos, por ignorancia, por arrogancia o por atrevimiento, la no sumisión al canon impide “cantar por derecho”. Una objeción que se defiende desde la convicción razonable de que “para ser un creador de formas nuevas hay que ser antes un conocedor de las formas viejas” (109). Sin embargo, el cantar por derecho no puede cercenar el derecho a cantar de otra forma. El dogmatismo, provenga de la obsesión conservacionista o del énfasis evolucionista, es siempre equivocado y nada recomendable, pues niega la visión de parte del opuesto. De todas maneras, la posibilidad de transformación, la ductilidad interpretativa y la maleabilidad artística del flamenco ha evitado su envaramiento en el pasado, lo ha vigorizado, lo ha enriquecido, ha ensanchado sus horizontes y, el matiz más importante desde la perceptiva de la comunicación que aquí se aborda, ha permitido la personalización, la implicación y la participación activa de los artistas, poniendo en el envite sus capacidades y sus emociones. La reproducción mecánica de formas pretéritas sería un pétreo inconveniente para la expresión de la existencialidad, pues recluiría al intérprete en el magisterio de un directorio de posibilidades ya configuradas, aunque esta supeditación constituya un fortín esperanzado contra la supuesta “deformación y relajación de los cantes” (110). La cultura oral se ha movido más por asimilación de conocimientos que por la reglamentación preceptiva de la formación, que es el fundamento de todos los sistemas de enseñanza. La educación reglada se apuntala con la solidez de la ordenación académica. El flamenco ha carecido siempre de 109. MOLINA, Ricardo: Op. cit., p. 43. 110. MOLINA, Ricardo: Op. cit., p. 43.


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estos postulados. No ha estado sujeto al sometimiento inamovible de disposiciones formales que universalicen los procesos de transmisión. Ha sido más libre. Se ha ido haciendo a sí mismo. Ha inventado sus categorías. Ha separado sus formas en casillas abiertas y las ha combinado entre sí formando soleares por bulerías, bulerías por soleá, soleares apolás, tientos-tangos, etcétera. Ha permitido la moldeabilidad de sus estilos y la personalización de los mismos. Por eso ha crecido tanto, de aquí deviene su riqueza avasalladora. Desde el punto de vista de la comunicación, la oralidad ha sido un puente para el flamenco. El punto de encuentro de unas generaciones con otras. Su aprendizaje, residenciándose principalmente sobre mecanismos orales, no se ha reducido a cuestiones verbales. No podría serlo nunca. El flamenco es, ante todo música, aunque sea algo más que música. Las letras del cante tienen un gran impacto, alcanzan cotas literarias de gran belleza, ofrecen una visión del mundo, reflejan con crudeza las situaciones más extremas a las que nos vemos abocados todos los seres humanos, hacen un repaso por los rincones más íntimos de nuestra existencialidad, pero no concentran el arsenal de motivaciones ni son constitutivas del conjunto de la estética del flamenco, que es mucho más compleja y diversa. El flamenco utiliza el lenguaje de la palabra, el de la música y el de la danza. Los mezcla y entrelaza para generar un enorme abanico de posibilidades comunicativas. En todas ellas, sean verbalizadas o no, se den por separado o de forma conjunta, están presentes la sensibilidad y la emotividad, porque tanto las músicas, los cantes como las coreografías son capaces de subrayar e influir en la amplia gama de estados de ánimos de la condición humana, en todos sus extremos, desde el pesimismo radical al optimismo ilusionado. No se


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entendería la tristeza sin el contrapunto de la felicidad ni la alegría sin el sinsabor de la pesadumbre. Y es así, porque el flamenco exhibe la pena y el júbilo, muestra lo mejor y lo peor, recorre los pasajes más excitantes y decepcionantes de nuestra vida… Y no sólo con la palabra, también con los sonidos, también con las imágenes. Esto explica su pujanza como modelo de comunicación existencial.




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“En el flamenco se encuentran los mensajes y se vuelcan las voces hacia argumentos sin tiempo ni frontera: la muerte, la desesperación, el sino, el desamor, el olvido, el hambre [...]” (111). En él tienen cabida privilegiada, por lo tanto, los grandes temas existenciales que han zaherido con crudeza la conciencia y el entendimiento humano no importa que tiempo y, también, las cuestiones más intrascendentes, más livianas, más efímeras e insustanciales. A costa de parecer categórico, pero ejerciendo esta afirmación desde la certeza, se puede subrayar que no hay una sola rendija del ser humano que escape a la intromisión del flamenco. “El universo significante de las letras flamencas está centrado en la puesta en escena de un mundo íntimamente humano, articulado en la expresión principalmente lírico-patética del yo profundo del individuo, tanto en su experiencia de la vida cotidiana, como en sus relaciones con los demás, encarnados mayoritariamente en la mujer amada, la madre, la familia, el grupo social de pertenencia y Dios” (112), entre otros referentes temáticos prioritarios.

111. CRUCES ROLDÁN: “El flamenco más allá de la música”, Op. cit., p. 139. 112. TARBY: Op. cit., p. 14.


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De este modo, todos los grandes temas de la humanidad se dan cita en él, ensanchando proporcionalmente el ángulo de un vértice temático profuso e intenso. Así, “el arte flamenco exige a sus partícipes una entrega total [...] ya que se alza hasta los niveles filosóficos más altos: la vida, las pasiones, el desconcierto, la soledad, el sufrimiento, la muerte. El flamenco se dirige a nosotros en tanto que hombres. Cabe en él toda la vida” (113) . Nadie duda a estas alturas que el flamenco es uno de los elementos culturales más relevantes y característicos del sur de España. Son muchos los estudios que, en los últimos años, se han realizado sobre el tema, por lo que resulta innecesario insistir en su consideración como realidad cultural distintiva, como mosaico artístico-musical que nace al calor de unas circunstancias concretas y que define la evolución del colectivo humano donde brota. Las aproximaciones al fenómeno cultural, musical y antropológico que representa el flamenco han sido muchas. La bibliografía monográfica es cada vez más amplia, más especializada y atiende a criterios de rigor científico, en un principio ausentes de los trabajos que tenían al flamenco como tema de referencia. El flamenco es una modalidad musical diferenciada e indisoluble a su ámbito físico de creación. Está pegado al terreno, se edifica sobre la epidermis de una geografía particular y debe su fisonomía a un dilatado glosario de factores contextuales que lo han ido configurando y recomponiendo a lo largo de los años. Como producto artístico, que lo es, se sustenta sobre la base de un trípode esencial, constituido, como es sabido, por el cante, el baile y el toque. Si bien las curvas melódicas de la 113. VERGILLOS GÓMEZ: Op. cit., p. 40.


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guitarra, en su papel de acompañante o como solista, con su mágico panorama de rajeos y falsetas, y cada uno de los gestos del bailaor/a concentran las pasiones, sentimientos y los estados de ánimo propios de sus intérpretes, es en la intensa significación de las letras flamencas donde puede recogerse y resumirse con mayor especificidad el entorno existencial del artista. Si esto que me pasa, le pasara a otro, tengo momento, momentito en la noche, de volverme loco. Desgraciaíto yo vivo hasta en el andá que hasta los pasitos que daba pa´lante se me van pa´tras.

El queré quita el sentío lo digo por experensia porque a mí m´ha sucedío. (soleá)

El amor es el sentimiento que más ha nutrido y sacudido la inspiración del ser humano a lo largo de los siglos. El amor al otro (fraternidad), a la tierra (sentimiento de pertenencia), a la persona (antropofilia), a la naturaleza (romanticismo), al pasado (que es la nostalgia), el amor al desamor (que es el odio), el amor a dios (que es la fe). Toda esta versátil gama de amores posibles, e imposibles, sobre todos estos últimos, estarán presentes en la temática del flamenco. Así lo entiende también el investigador y filólogo José Cenizo, para quien “el tema tan universal del amor es el eje temático de la copla flamenca. Amor entendido en un sentido amplio –a la familia, a la Naturaleza, a la patria chica o grande, etc.-,


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pero sobre todo amor visto desde dos prismas muy particulares: uno, el amor entre un hombre y una mujer, la pasión carnal y espiritual [...]; otro, el amor a la madre, motivo enternecedor o doloroso de muchas letras” (114). El amor está ligado, como ningún otro sentimiento, a la troncalidad de nuestra existencia. No es posible entender la relación con los demás ni asumir nuestra posición relativa frente al mundo sin la presencia del deseo, sin el concurso de los afectos, sin la influencia sobre nosotros de una constelación de anhelos que nos agitan desde dentro y a través de los cuales establecemos las prioridades más elementales de nuestra vida. El inmenso caudal artístico de la humanidad ha sido tejido en infinidad de ocasiones con los hilos del amor. La letra flamenca será depositaria de esta tradición, basada más en la necesidad de expresar la interioridad afectivo-emocional que en los criterios objetivos de la costumbre. Se trata, pues, de un tema clave, central, envolvente, prioritario y recurrente. “Junto con la muerte, es el fundamento emocional de la poesía de cualquier época” (115). Su transversalidad y liderazgo en el universo de las coplas del cante es indiscutible. El amor se nos revela en todas sus variantes e intensidades, aunque en las letras flamencas prepondera la decepción, el engaño y la pena de los amores truncados o de las rupturas sobrevenidas sobre la ilusión del entusiasmo y el placer de la correspondencia. “Muchos son los motivos por los que los lazos de amor pueden romperse. El amor imposible o apenado es el más abundante en las coplas, la relación o no se consigue o, una vez lograda, se rompe” (116).

114. CENIZO JIMÉNEZ, José: La madre y la compañera en las coplas flamencas, Signatura Ediciones, Sevilla, 2005, p. 15. 115. Ibídem, p. 81. 116. Ibídem, p. 52.


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No siento en el mundo más que tengas tan mal sonío siendo de tan buen metal. No me amas como antes. Nos separa la distancia. Qué distancia tan distante. Me acuesto y sueño contigo. Me alevanto y no te veo. A voces la muerte pío. Como vemos, en el flamenco se da cita el amor en todos sus extremos, en sus distintas acepciones. “En la letra flamenca el amor se nos muestra como un sentimiento arrollador y conflictivo, que despierta emociones contrapuestas: la desbordada alegría, la pasión avasalladora, la serenidad del deseo logrado, las dudas atormentadoras, la falsedad y la traición” (117). Su persistencia en la lírica del cante es evidente, pero, eso sí, se manifiesta casi siempre de modo individual. Un amor cantado en primera persona, que recorre la propia experiencia, ya plácida y satisfactoria, ya adversa y hostil. Reniego de la hora que mis ojos puse en ti yo debía de haberme muerto cuando yo te conocí. Si tú quieres, yo quiero, que esclavo me tienes ya y otra voluntad no tengo, que tu propia voluntad.

117. AA.VV.: Op. cit., p. 67.


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El amor conseguido y correspondido, el quebrantado, el perseguido por la frustración y el desengaño, el imposible, el más sencillo y el más platónico, el más sincero y el más rebuscado, el más íntimo y el más liviano. El amor lleno de humanidad... y lleno de pasión. El amor dulce y filial hacia la madre, el fraternal y el amor que es puro deseo, en toda su drástica expresividad, se dan cita en el torbellino emocional de las letras flamencas. Cuando se murió mi mare, la tierra tembló aquel día, y mi padre atribulao me miraba y decía el fin del mundo ha llegao. Qué cosas grandes tenemos y fuera d´ellas no hay ná: un madre aquí en la tierra y un Dios en la eterniá. Mataste a mi hermano, no te he de perdonar, tú lo has matao liadito en su capa sin hacerte ná. ¡Probe der que va lejos que nadie s´acuerda de d´é; porque er corazón orbía cuando los ojos no ven. Situados en esta bipolaridad entre el amor correspondido o disfrutado y el amor imposible o reprimido, es éste último quien gana por goleada si examinamos con detenimiento las letras del cante. “Se destaca del estudio de la copla flamenca que la mayor parte de la inspiración de los poetas radica en los


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temas líricos dominados por cierto patetismo” (118). Esto se materializa en la lírica del flamenco “bajo la forma del deseo, de la posesión, de la locura y, a veces, bajo la forma del fetichismo” (119), señala Jean Paul Tarby. En consecuencia, buena parte de las letras del cante transmiten un complicado mundo de emociones sentimentales que, teniendo el amor como telón de fondo y centro de referencia exclusivo, constituyen un manantial inagotable para la inspiración y la creación flamencas. Aunque no es una norma de general cumplimiento, las situaciones más tensas y dolorosas, las marcadas por el estigma de la desesperación, por la secuela de la aflicción, por el desencanto, por el impulso de la nostalgia ante vivencias pasadas irrepetibles, por esa tristeza cuyo origen se encuentra en una inclinación que muere en el olvido o en la indiferencia del otro, se resuelven mediante una seguiriya, una soleá o una toná, cantes más propios para la manifestación de la angustia, la tragedia, la solemnidad del sentimiento y la contrariedad.

Nadie ha entendío ar queré es durse como l´armiba y amargo como la hié. Por culpa de una mujer tuve un momento de loco y esa mi ruina fue.

Arbolito del campo riega el rocío 118. TARBY: Op. cit., p. 25. 119. Ibídem, p. 27.


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como yo riego las piedras de tu calle con llanto mío. Cuando a ti te apartaron de la vera mía a mí me daban tacitas de cardo y no las quería. El drama y la desesperación que planean sobre el universo temático de las seguiriyas tiene, como puede verse, su expansión natural cuando se abordan con este cante cuestiones que afectan al terreno sentimental de las personas. Las situaciones de entusiasmo, júbilo y correspondencia amorosa no formarán el núcleo de circunstancias que repase este estilo flamenco cuando proyecta su jondura sobre el asunto que más ha marcado la inspiración de poetas, artistas y escritores a lo largo de la humanidad: el amor. Sigue siendo válida, pues, la definición de González Climent cuando calificaba este cante como “un grito desesperado y existencial del hombre inmerso en situaciones límites”. La lírica flamenca, por lo tanto, se encuentra especialmente bañada por el panorama que describen los afectos y desafectos amorosos del ser humano. Repasa una rica diversidad de paisajes que van desde el amor feliz y correspondido... Tu cabello y el mío se han enreao como las zarzamoras en los vallaos. ...hasta las relaciones amorosas marcadas por la desesperación, el desengaño, la mentira y la imposibilidad: Yo te quisiera a ti hablar pero tú estas como Cai


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de murallas rodeá Merecía esa gitana que la fundieran de nuevo como funden las campanas Del querer a no querer hay un camino muy largo y todo el mundo lo anda sin saber cómo ni cuándo. Estaba ciego y no veía: ya se cayó la venda que tan ciego me tenía. Yo me vuelvo loco; porque yo he visto un desengañito en manos de otro. Este breve repertorio de letras sirve para ilustrar con su claridad emotiva la racionalidad de los argumentos que venimos vertiendo en este capítulo y para incidir de nuevo en la amplitud de los temas que tienen cabida en el conjunto lírico y profundamente existencial que forman las letras de los cantes, muchos de ellos relacionados con el amor, en todas sus vertientes y posibilidades. Así, “la puesta en escena y al descubierto, en el discurso poético de la personalidad profunda del individuo, se ilustra en la poesía flamenca a través de un conjunto muy diversificado de sentimientos y estados del alma, los cuales constituyen el centro de gravedad que refleja la casi totalidad de la temática flamenca” (120). Aunque no es norma de uso universal ni alcanza en absoluto este razonamiento la condición de categórico, sí podemos 120. TARBY: Op. cit., p. 25.


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decir que es altamente frecuente en el flamenco que la ironía, las sutilezas, el doble sentido, el humor, el amor feliz y correspondido, etcétera, aparezcan en el envoltorio estilístico de determinadas opciones musicales flamencas cuya trascendencia vital escapan unívocamente a la expresión del drama, la tragedia y la pena, como es el caso de las alegrías, bulerías o los tangos. Es un error la univocidad dramática que se adjudica al concepto existencial. Es cierto que el sentimiento trágico de la vida, tremendamente nihilista, que nos sitúa al borde de la nada, como hemos observado, está presente en muchas formas y letras del flamenco, hasta el punto es así, que el léxico de este arte ha acuñado un término para expresar, con intensidad descriptiva y belleza expresiva, el concepto de la pena: duquela. Sin embargo, este extremo desolador, profundamente pesimista, desilusionado por naturaleza, no monopoliza los estados de ánimo del ser humano. La sombra de la pena negra lorquiana es extensa en el flamenco, pero no representa su única cara, no se apropia al completo de todos los sentimientos manifestados. No podemos olvidar, llegados a este punto, que, junto con el duende, que ya ha sido objeto de análisis y revisión con anterioridad, otro de los conceptos básicos que permiten atrapar la multiplicidad de registros existenciales que abarca el flamenco es el de juerga. Su uso apunta al polo festivo, disipado, trivial, más frívolo y alegre, de la expresión flamenca. Es un término originario del flamenco que luego lo ha trascendido, que forma parte de su diccionario particular, de la jerga de artistas y aficionados, así como del arsenal de vocablos genuinamente asociados a este arte, que es tan conocido en los cinco continentes por el estertor trágico de la seguiriya como por el desatado y bullicioso compás de la bulería.


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La juerga, pues, nos remite al flamenco de la fiesta, del entusiasmo, del júbilo, del optimismo, del mejor rostro de la pasión. En ella, se mezclan y alternan el cante, el baile y el toque pero, esta vez, no son consecuencia de la soledad del artista, de la fragilidad ante el vacío, de la debilidad por las ausencias. Se trata de una manifestación grupal que simboliza el deseo de compartir alegrías, que fraterniza, que invita a la participación, que es abierta para los presentes y tremendamente hermética para los de fuera, que puede surgir espontánea por la suma de varias complicidades inesperadas o forma parte del ritual de celebración familiar en bodas, pedimentos, comuniones, bautizos o aniversarios. Sólo la posibilidad de comparar, de oponer a una realidad su antagónica, de validar la radicalidad de un extremo por la existencia del opuesto, nos permite probar la intensidad de todos los sentimientos experimentables a lo largo de nuestra vida. Así, la alegría se reafirma por contraste frente a la pena; la esperanza se eleva sobre los cascotes del desengaño; el odio se edifica con los restos del desamor; la felicidad no tendría verdadero sentido sin la presencia de la tristeza. Por eso, las múltiples motivaciones existenciales de las letras del cante se hacen “presentes a cada paso en los momentos de gozo: alegres, joviales e incluso intrascendentes; en los de hondura trágica, dolorosos e irrevocables; y en los momentos de reflexión” (121). Esto ocurre claramente con el flamenco. El amor no sólo duele, también se disfruta; no sólo desesperanza, también ilusiona; no sólo es llanto, también es sonrisa. Aunque sin llegar al grado de la generalización, siempre lindante con la tendenciosidad y la falacia, dentro del abanico de estilos flamencos, existen un grupo de cantes, a los que para mayor abundamiento se etiqueta con el sobrenombre de festeros, 121. AA.VV.: Op. cit., p. 23.


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donde se muestra, desde la ironía alegre y despreocupada, la cara amable, el rostro más feliz, la imagen más satisfactoria del amor.

Yo soy Curro Frijones y no me caso con la Farota pa no echarme obligaciones. Quise cambiarle y no quiso una falda de lunares por otra de paño liso. Si el cariño que puse en ti lo hubiera puesto en un perro se vendría detrás de mí. Quisiera hablarte y no hablarte quisiera cogerte a solas y satisfacciones darte.

Mira si soy canastero que estoy haciendo canastas con la trenza de tu pelo. Y al pasar por tu casa un día. Y al acordarme donde tú vivía, que me acordaba de aquellas cositas que yo contigo tenía. No te arrimes a los zarzales, los zarzales tienen púas y parten los delantales.


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Estos estilos más festivos, mejor dotados para la expresión de la alegría, más adecuados para trasladar las emociones positivas que provoca el amor cuando es complacido, también serán las herramientas para instrumentar en el flamenco la gracia, la picardía y la sensualidad de ese artilugio verbal donde la ironía y el sentido del humor rebosan a partes iguales, o sea, el piropo. Estos cumplidos simpáticos, presididos por la sugestión física, llegan a dar el salto desde la individualidad hasta convertirse en recursos de uso colectivo, a los que echamos mano como arietes para doblegar la resistencia de alguien que nos atrae. El piropo es una llamada de atención realizada con los mimbres del buen humor, el deseo y la admiración. El flamenco no ha ignorado sus virtualidades expresivas. Muy al contrario, lo ha cultivado, lo ha convertido en la atalaya de una picante visión irónica acerca del amor y nos ha ofrecido abundantes testimonios en sus letras, en particular mediante aquellas opciones musicales por las que se encauza la felicidad y el regocijo, así como lo más trivial y liviano de nuestra existencia, es decir, los denominados cantes festeros. Quien te pudiera pillar una noche templadita al respaldo de un pajar. A mí me lo ha dicho el cura, que la carita de la virgen, ha sido una copia tuya. Ay quién fuera aceitunilla de mollar o de ecijano pá que esta aceitunera me cogiera con las manos.


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De todas formas, la consideración flamenca del amor está sometida a un doble filtro del que se deriva una escisión clave para comprender la apreciación existencial que, sobre el mismo, se efectúa a través de sus letras. Por un lado, el amor imperturbable, puro, sin reservas, sin fisuras, inquebrantable, eternamente verdadero y venerado de la madre. El poeta Luis Rosales sitúa el tema de la madre en el “tuétano del flamenco”, de ahí que su presencia inunde de un fuerte matriarcado afectivo el universo de las letras flamencas, que supera con mucho la trascendencia en el cante de la figura del padre y que la eleva, en comparación con la tormenta de afectos que desata el amor a la compañera/o, siempre sometido a los vaivenes del desengaño y la correspondencia, a los altares del amor auténtico y sin mixturas. Además, “la ausencia –por fallecimiento- de la madre deja un vacío irrellenable en el corazón del hombre jondo. Es entonces cuando el grito rabioso y conmovedor de la seguiriya adquiere todo su sentido y su mayor intensidad” (122). Es por esto que, como afirma Pepe Cenizo en su libro La madre y la compañera en las coplas flamencas, “el cancionero flamenco, especialmente en la seguiriya, es un continuo cuadro de madres enfermas o muertas” (123). Pobrecita de mi madre que está lejos de mi lao sin tener calor de nadie. Mis ojitos son canales toítas las noches a las diez, porque a esa hora murió la pobrecita mi mare y por eso lloro yo. 122. CENIZO JIMÉNEZ: Op. cit., p. 125. 123. Ibídem, p. 127.


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Por las seporturas una fui buscando y la de mi madre se llenó de flores al sentir mis pasos. Se lo había pedido a Dios, encontrar a quien me quisiera, Dios se había llevao a mi mare que era una gitana mu güena y caló no tengo de nadie. Hay penas que pasan y penas que duran. La de verse en el mundo sin madre no se acaba nunca. A mi madre vi llorar y nunca más en la vía eso se me pué olviá. Oleaítas de la mar que tan fuerte venéis, se habéis llevado a la madre de mi arma. No me la traéis. “La poesía flamenca es esencialmente lírica, como lo indica tanto la especificidad de su canal de transmisión, o sea el canto, como la temática por la cual se caracteriza” (124). Pero estamos ante un amor bifurcado, que se escinde en dos grandes líneas de expresión. Además de la profunda conexión sentimental con la madre, está también el amor del desengaño y la incertidumbre, del dolor y la zozobra, de la angustia y la abnegación. Un amor que es violento y tierno, que es frustrado y correspondido, que es alterable y eterno, que es fugaz y dañino, alegre e hiriente, más material y apasionado, 124. TARBY: Op. cit., p. 14.


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sometido al vaivén de la experiencia y a las estremecedoras sacudidas del corazón. El corazón ya me duele de amar a quien no me ama y de odiar a quien me quiere. Cuando supe su traición sentí como un cuchillo me partiera el corazón. No hay un llanto en el mundo más triste que el llanto mío que me estoy muriendo de sed a la verita de un río. No se pueden contener ni río con tanta agua ni boca con tanta sed. En esta doble vertiente sobre el concepto de amor se inspiran y espejan miles de las letras flamencas. Un dilatado compendio de construcciones literarias, enfocadas a la interpretación, sometidas a la métrica del cante y compuestas al amparo del compás de cada modalidad musical que, además de estos condicionantes estilísticos y de su profundo existencialismo, ofrece una particular cosmovisión masculina del padecimiento amoroso. El flamenco ha mirado al mundo con ojos de hombre. Salvo en el terreno concreto del baile, los cantaores y los guitarristas han predominado, cuando no dominado, con escasa oposición o contrapeso femenino, convirtiéndose en los artistas que han ejercido mayor liderazgo e influencia sobre los aficionados y que han manipulado el timón de un arte que, en el tema específico del amor, ofrece un repertorio de hombres zarandeados por la veleidad, indiferencia, frialdad y displicencia sentimental de la mujer.


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Yo me enamoré del aire del aire de una mujer, como la mujer es aire, en el aire me quedé. Ven aquí falsa y refalsa falsa te voy a decir el día que me vendiste, ¿cuándo te dieron a ti? En ningún otro episodio de la vida como en el amor el flamenco ha demostrado la total preponderancia de una visión masculina, donde el hombre aparece de víctima propiciatoria y la mujer como causa insensible de sus duquelas, pesares y quebrantos. Las letras serán compuestas y cantadas por hombres, a la vez que dirigidas a sus amantes, esposas o compañeras. Se construye así un tipo de comunicación existencial donde el emisor es siempre un hombre y el destinatario del mensaje amoroso una mujer. Ven acá mujer malina dime qué motivos tienes que malamente me miras. De los hábitos de Judas he de hacerte un delantal para que lleves delante tu insignia de falsedad. En la mayoría de los procesos comunicativos que se activan con las letras del cante y que guardan relación con el desorbitado torrente de los sentimientos amatorios, la parte activa del proceso está protagonizada por hombres, mientras el polo pasivo que sirve de referencia y de motivo estará representado por las mujeres. El hombre es el sujeto del flamenco;


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la mujer, el objeto. Como hemos señalado antes, se canta en primera persona, pero ese yo que expone sus particulares turbulencias amorosas es, en la inmensa mayoría de las ocasiones, un yo masculinizado. Por donde quiera que vas, vas diciendo que soy tuyo que caenita me has echao que me tienes tan seguro. Me tienes quitao gitana las tapaeras del sentío que si te veo por la calle a mí me da escalofrío. Yo me voy a volver loco porque una niña que quiero la está vendimiando otro. Además, encastrado en una cultura que ha liberado al hombre y sometido a la mujer; que ha facilitado el profesionalismo de unos mientras ha frenado el de las otras; que ha provisto al hombre de unos roles dominantes desde la perspectiva antropológica del patriarcado y a la mujer de unas funciones utilitarias reducidas tradicionalmente al ámbito doméstico y del cuidado, crianza y educación de los hijos, el flamenco muestra, en el campo casi nunca plácido del amor, un repertorio de mujeres criticadas, vejadas e insultadas. Son abundantes las letras de los cantes que abordan el tema del amor y que nos cuentan, con un enfoque absolutamente virilizado, la mala fama de muchas mujeres, de quienes recibimos en el flamenco una imagen muchas veces peyorativa y denigrante. Desde que murió mi mare una camisa que tengo no encuentro quien me la lave.


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Acuérdate que dijiste que eras mujé de tu casa; y nunca te encuentro en ella esa va a ser tu desgrasia. Tienes tan malita sangre que te miro más contenta cuanto más daño me haces. Esa mujer que allí viene déjala pasar de largo, que es una liebre corría, mordía por muchos galgos. Ruina y no sé por qué esta mujer me quiere buscar, siendo yo macho y ella hembra, hembra me quiere volver, mala ruina le venga. Vemos como el amor que irradian las letras del cante parte casi siempre de la perspectiva dominante del hombre, en donde lo masculino es sinónimo de fortaleza (yo macho) y lo femenino de debilidad (ella hembra). De este modo, la literatura flamenca se alimenta de una cultura permisiva con la licenciosidad masculina, que la tolera e incluso la aplaude, pero que, al tiempo, es tremendamente agresiva contra las mujeres en términos morales, a las que no se mide con el mismo rasero y en donde, en caso de infidelidad y falta de correspondencia, se esgrime como legítimo la respuesta impulsiva de los celos, se concibe como probable las sumisión por la vía de la violencia, se estima como oportuno la afirmación de maldiciones y se barrunta como adecuado la toma de medidas de represión. Así, al hombre le corresponde el mando, a la mujer la obediencia; al hombre, el honor; a la mujer, la vergüenza. Una distribución de roles que perpetúa


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una relación dominante del hombre sobre la mujer y que traslada una idea masculinizada del padecimiento amoroso. No quiero que vayas a misa ni que a la puerta te asomes ni que tomes agua bendita donde la toman los hombres. (celos) Tú tienes una manía que te voy a quitar eso de llamar a los guardias siendo yo la autoridad. (violencia) Como gallinita muerta que ruea en los mulaares, te tienes que ver, serrana, sin que te camele nadie. (maldición) Al fin castigo tendrá la que tanto jura en falso por el gusto de engañar. (maldición) Abujitas y alfileres le clavaran a mi novia cuando la llamo y no viene. (violencia) Te entre aire y perlesía. Mis ojos te han de ver, Por ser borde y mal nacía. (maldición) Te den una puñalá pero no, detente, lengua, que la quiero regulá. (violencia)


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En definitiva, el amor es, en el flamenco, el sentimiento humano predominante. Los cantes serán capaces de transmitirlo con una sencillez y una belleza lírica que coloca al artista en la terrible tesitura de exponer sus emociones al servicio de la interpretación artística, que se concibe, en todo momento, como un poderoso medio de difusión, un instrumento para airear las desavenencias afectivas de la persona, un recurso para extirpar la asfixia del sentimiento amoroso cuando, sobre todo, no es ni compartido, ni comprendido, ni correspondido.

Desgraciaíto er que come el pan por manita ajena siempre mirando a la cara si la pone mala o buena. (soleá) Las letras flamencas también prestan atención a las cosas más materiales. La pobreza es una realidad inseparable del sustrato social sobre el que se edificó el flamenco, nacido de colectivos oprimidos que lo crearon, en buena medida, como instrumento de expresión ante realidades humillantes que debían ser confesadas, manifestadas, conocidas y liberadas, en cierta medida, a través del arte. El flamenco ha sido conceptualizado incluso como una “música de parias y desheredados que sólo en los últimos años ha empezado a merecer amplio reconocimiento social” (125), en donde “los cantaores flamencos [...] son por lo general de una extracción social pobre o muy pobre” (126), ya que “el

125. MARTÍNEZ HERNÁNDEZ: Op. cit., p. 32. 126. GELARDO, José/ BELADE, Francine: Sociedad y cante flamenco. El cante de las minas. Editora Regional de Murcia, Murcia, 1985, p. 20.


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cante jondo [...] fue desde su origen críptico, oculto, secreto, como expresión profunda de un pueblo perseguido” (127). Este entorno social primitivo del que emerge el flamenco estará presente en el mundo de sus formas más definitivas y características. Se convierte, de este modo, en un escaparate donde es posible avistar las condiciones míseras de su origen, que luego se prolongan suplementariamente a modo de representaciones fijadas más a la memoria que se reconstruye que al presente que se vive. El flamenco es un arte vivo y en constante evolución. “No puede explicarse a salvo de las condiciones estructurales en que la Andalucía contemporánea se ha visto envuelta” (128). Ha deambulado en el seno de un contexto social y económico en donde, eso sí, la mayoría de sus manifestaciones “provinieron fundamentalmente de las clases sociales desfavorecidas de los siglos XIX y XX” (129). En este sentido, la expresión flamenca tiene mucho de reactiva frente al entorno, de necesidad de respuesta y de afirmación, de espejo formado y, al tiempo, deformado por la experiencia, de imagen donde se proyectan todas las tribulaciones, sensibilidades e imposibilidades de un conjunto continuado de artistas que, en el momento exacto de la historia del flamenco que les tocó vivir, supieron fotografiar y captar con su cante, baile y toque la situación social donde desarrollaron sus respectivas trayectorias vitales. De esta forma, el flamenco cambia en el seno de una sociedad cambiante. Esta doble dinámica de transformación es generadora -no degeneradora- de nuevas motivaciones a las que no podrá sustraerse. El advenimiento del intérprete 127. MOLINA, Ricardo/MAIRENA, Antonio: Op. cit., p. 75. 128. CRUCES ROLDÁN: Antropología y flamenco. Más allá de la música (II), Op. cit., p. 31. 129. Ibídem, p. 31.


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profesionalizado marcará una nueva trama expresiva en donde la victimización social del artista frente a las inmundas e infrahumanas condiciones de su existencia es ahora más la reminiscencia de un ayer que pasa y menos el reflejo de un aciago presente que pesa. El imaginario flamenco, pues, se nutre de clichés, de situaciones tipo, de escenas, de envoltorios referenciales, de retratos en sepia, digamos clásicos, que lo conectan más con un pasado que influye en sus formas, que con un presente que fluye por el canal mercantilizado de los escenarios. Es evidente que lo existencial en el arte no procede sólo del concepto de trascendencia, que nos permite elevarnos por encima de las rugosidades y las limitaciones de la vida. Existir también es resistir a las adversidades, aguantar las inclemencias, sobrevivir a los infortunios, de ahí proviene en buena medida nuestra conciencia de realidad. Sin necesidad de explicarla mediante enrevesados procedimientos discursivos, aquí, se muestra, simplemente. Para la expresión flamenca, no hay separación posible entre los términos existencia y resistencia. El flamenco, más que teoría, es observación, cuando no vivencia. En él se personan las circunstancias materiales y el cómputo de las experiencias personales de sus artistas. Se ha confirmado con el tiempo como un sólido instrumento para la comunicación existencial, para la desnudez del ser humano -cautivo en su propia vida-, para la objetivación de unas condiciones de vida opresivas que se presentan a diario como un desafío del individuo frente a su destino o como un recordatorio impotente de sus pésimas situaciones vitales. Cuatro casas tiene abiertas el que no tiene dinero: La cárcel, el hospital, la iglesia y el cementerio.


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El que no tiene parné con el viento es comparao, que toos le huyen el bulto por temor de un resfriao. Cada cual siente su pena. Yo siento la mía doble: no me quieren en tu casa porque dicen que soy pobre. Tú me desprecias porque soy pobre. Busca un rico que te dé. Y cuando el rico no tenga que darte, ven en busca mía y te daré. Las letras flamencas mostrarán el mundo material al que pertenece el artista, con todas sus necesidades, carencias, penurias y adversidades. Responden, por lo tanto, a las limitaciones propias de su situación económica y profesional y transmiten un entorno laboral determinado. De esta manera, el flamenco puede clasificarse como un arte de clase: la obrera, sea rural o urbana. Por eso, en el directorio de estilos, aparecen los martinetes, las serranas, los cantes de mina, los antiguos cantes de trilla, las soleares de los alfareros o las célebres tonás campesinas. Un mundo que, en la actualidad, más que presentado, es representado, pues en muchos casos no es factible establecer una inmediatez entre el contenido de las letras y la realidad concreta de sus intérpretes; no es posible averiguar una conexión directa entre el contexto recreado con el cante y el trasiego vital de los cantaores postrados sobre el escenario, ya que recurren más a la herencia colectiva (mismas letras, mismos temas) que a la experiencia personal. Se conserva así la lírica, pero se difumina la épica de un arte que tuvo siempre mucho de batalla vital, de lucha por la vida.


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De todos modos, el flamenco puede ser considerado como una salida donde se sustancia la expresión de muchos desencuentros y emerge la materialidad de nuestra existencia, pero nunca una huida definitiva, porque siempre está edificado de cara a la realidad. Ha sido un fabuloso canal para exteriorizar la desolación que azota al hombre desde dentro y que, en muchas ocasiones, viene condicionada por unas circunstancias sociales extremas que lo condenan desde fuera. Ahora bien, la lírica flamenca surge desde el interior más para narrar lo que pasa que para modificar lo que sucede. Descifran, destripan, desbrozan y analizan los territorios subterráneos más recónditos e inaccesibles de la condición humana, pero muestran, la mayoría de las veces, a una persona impotente y desesperada, que se debate entre la rebeldía y la resignación, incapaz de modificar el estado de las cosas que le ha impuesto la realidad. Yo no tengo casa. Yo no tengo nadie. No tengo tan sólo ni un palmo de tierra que muerto me aguarde. Ay, si yo tuviera dinero, te compraba un meloná. Que melones salgan dulces y sandías colorás. Que al momentito muriera, ¿qué me mandaría a mi Dios? Pa viví como yo vivo más valía que me muriera ¿qué me mandaría a mi Dios?


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El cante es lágrima en vez de espada. Aunque ha atravesado episodios de mayor contestación social, no es en sí un arte protesta. Se ha llegado incluso a considerar que “cualquier presunta insurrección íntima fue automáticamente desplazada por los estigmas morales del miedo y la ignorancia, el hambre y la cárcel. Nadie imaginó siquiera la aventurada opción a hacer del cante una respuesta airada frente a un medio hostil” (130). Es decir, en el flamenco, la resignación se superpone a la rebeldía. No es subversivo, no hay más sedición que vivir las sacudidas de los sentimientos ni más subversión que rebelarse contra las injusticias, para cantarlas, no para acabar con ellas. Es una lucha por explicar lo que sucede. La letra flamenca refleja la existencia del ser humano, aunque su finalidad inmediata no es la alteración del entorno, sólo pretende explicarlo, transmitirlo, hacerlo conocido, justificarlo si cabe, provocando la comprensión de los que escuchan o jalean a través de esa contaminación sugestiva de la emoción. Sirve, en resumidas cuentas, para poner en conocimiento de los demás tanto las excelencias como las penurias, sean contadas desde lo vivido, sean cantadas desde lo probable. Del canto de la desgracia y la tragedia implícito a la interpretación flamenca surgen conceptos como el desgarro, el pellizco, el duende o el misterio del flamenco. Ciertamente, no hay nada más misterioso en el mundo que naufragar allí donde las esperanzas se revientan contra el acantilado de la vida; no existe el duende sin penetrar en la oscuridad de las pasiones humanas; no se siente el chasquido del dolor hasta que no pellizca el alma. Es esa experiencia desgarradora, expuesta o supuesta, la que prende con su chispa el fuego abrasador que acaba siendo el flamenco, adosando al proceso comunicativo unas indiscutibles cargas existenciales. 130. CABALLERO BONALD: Luces y sombras del flamenco, Op. cit., p. 62.


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Er que no tiene parné con er viento es comparao que tos le huyen el burto por temor de un resfriao. En definitiva, es lógico que el flamenco atienda a la complejidad de su sociología particular y esboce las condiciones de vida de sus intérpretes, que se convierten, de este modo, en una especie de humildes portavoces de las miserias y penalidades del pueblo, parapetados, eso sí, en los límites de la exposición, no así de la denuncia. El fundamento de la expresión flamenca es la revelación, no la rebelión. Es expositivo, no revolucionario. Con independencia de la impregnación política de algunas de sus letras,... El día que en capilla metieron a Riego, los suspiritos que daban sus tropas llegaban al cielo. Mataron a Riego y riego murió, cómo se viste de negro luto toa la nación. Salgan los canastitos de San Juan de dios a pedir limosna pa el entierro de Riego que va de por Dios. Que bonita está Triana, cuando le ponen al puente banderitas republicanas. ...en su lírica sobresalen las condiciones extremas de existencia de las clases menos favorecidas donde fragua y ema-


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na el flamenco como arte, en cambio, esa exposición de la insuficiencia material, de la marginalidad, es ante todo un reflejo biográfico de la necesidad y el desamparo y no tanto la materialización de un combate contra las discriminaciones e injusticias sociales, “quizá porque el flamenco jugase más a su aire en la disección de la pena, quizá porque de ser tan fuertes las desventuras poco cabía esperar de nada, quizá porque el canto servía expresamente para amortiguar a los dolores, y no invitaba casi nunca jamás a combatirlos” (131). El detonante que imprime un sello más prosaico a la lírica flamenca, a veces incluso atravesando las anfibológicas lindes de la ironía y el doble sentido, es la continua presencia de la cuestión pecuniaria en el abigarrado armazón de sus letras. Una circunstancia que es el efecto del carácter profunda y profusamente popular del flamenco, es decir, de haber nacido, primero, y de haberse propagado, después, como una modalidad musical entre las clases más humildes de la sociedad. Las limitaciones económicas, la carencia de oportunidades, el oprobio de la miseria, la falta de recursos para afrontar el presente en unas condiciones mínimas, comprenden una batería de situaciones extensible a un buen número de letras del cante, cuyos contenidos deambulan entre la calamidad y la desesperanza. Esta reducción al materialismo no inhibe el énfasis existencial del flamenco, sólo lo vuelca sobre los aspectos más físicos, visibles, vejatorios y ostensibles de la vida. El flamenco es un arte que enseña y afronta la realidad en lugar de darle la espalda, aunque no se encuentre entre sus prioridades el deseo indómito de cambiarla; que no esconde las vicisitudes del ser humano; que no ignora el entorno social y económico del que proceden sus creadores e intérpretes; que no se pone una venda en los ojos; que no es la consecuencia evanescente de la abstracción; que está fijado al suelo y revela con fuer131. ORTIZ NUEVO: Op. cit., p. 120.


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za las dificultades cotidianas de los sectores de la población menos favorecidos, desde donde se produce su extracción social. La pobreza será un tema recurrente en el universo de las letras flamencas. Su radical realismo expositivo permite avistar a un individuo a solas con su desgracia, pero no es éste germen de miserias, que se suspende en la tramoya de muchos cantes, el caldo de cultivo que permitió a Zola desenmascarar la cruda realidad del mundo obrero en su conocido Germinal, porque el flamenco anuncia más que denuncia, y lo hace siempre en primera persona, sin buscar portavoces que hagan ante la sociedad de estiletes contra la injusticia. El artista flamenco sólo se representa a sí mismo, no habla por boca de nadie más, no ejerce de enlace sindical, no convierte su angustiada situación individual en un ejemplo para la lucha colectiva, exceptuando casos aislados como el fandango social de combate de El Cabrero, un cantaor particularmente carismático que arrastra un importante número de aficionados incondicionales a sus actuaciones. Dale alas y volará al pueblo de Andalucía, que es una ave doloría, que busca la libertad, que le han negao toa su vía. Eso es una humillación. El hincarse de rodilla tiene muy poco valor. Todo aquel hombre que se humilla cuando lleva la razón. Muchos prometen la luna hasta llegar al poder y cuando arriba se ven


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no escuchan quejas ningunas y te tratan con el pie. En cierta medida, “el cante es uno de los muchos ejemplos de una música de corte popular basada en la confrontación del mundo de la marginación con el otro de lo establecido y lo acomodado” (132). Esta dicotomía entre la situación deprimente de unos y la fastuosidad de otros revela la impotencia de las clases desheredadas frente al empoderamiento de las elites propietarias y acaudaladas. No se trata de una lucha por el poder, sólo de un ejercicio de contraste que muestra la debilidad de los que menos tienen en relación con la fortaleza de las clases dirigentes y adineradas. Es el resultado del pálpito de una necesidad... Cuando se muere algún pobre, ¡qué solito va el entierro! y cuando se muere un rico va la música y el clero. Cuando un pobre se emborracha y un rico en su compañía, lo del pobre es borrachera, lo del rico es alegría. Cuando yo tenía dinero me llamaban don Tomás. Ahora que ya no lo tengo, me llaman Tomás ná más. ...que esconde disimuladamente el legítimo deseo de justicia que procede de la adversidad y del agravio. A la Audiencia van dos pleitos: uno de verdad y otro no. 132. STEINGRESS: Op. cit., p. 48.


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La verdad salió perdiendo porque er dinero ganó. El dinero, más bien la ausencia de éste, se encuentra en la base de un existencialismo epidérmico, que se cuela a través de los sentidos, que no enhebra sesudos interrogantes sobre la naturaleza del ser humano, sino que refiere y detalla las difíciles condiciones materiales que rigen el destino común de muchas personas que no disponen de lo elemental para satisfacer las necesidades primarias. El dinero es mu bonito, a to el que tiene parné le llaman el señorito. Ya te lo he dicho, María, que en la casa de los pobres dura poco la alegría. El flamenco quizás no sea ya el retrato de las miserias de antaño, pero sí testimonia las dificultades para salir adelante. Recoge con acierto e inteligencia en el acervo de sus letras más actuales la expresión coloquial de “llegar a fin de mes”, las dificultades de la vida diaria, la satisfacción de las nuevas necesidades, la adquisición inaplazable de bienes de consumo o el peso de la rutina, especialmente cuando está cargada de contrariedades e inconveniencias, como puede observarse en estas bulerías que canta Capullo de Jerez, situadas entre la contestación y la constatación, es decir, el espacio habitual donde se ubica el pensamiento social del flamenco: Qué pena es la mía. No había cobrao el mes de enero, la nevera está vacía.


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Hay quien me dice que sí. Hay quien me dice que no. Mi mare me ha dicho a mí que el dinero lo hace tó. Compra la lavadora y el televisor. Se observa como la expresión flamenca, no importa el tiempo ni las formas, es sensible a todas las circunstancias que arropan al ser humano en su travesía vital: aquéllas que le insuflan ánimos y le sirven de aliento o las que se elevan como condenas sobre los esteros del sufrimiento y que conectan con el mundo material de las cosas que le rodean. . Le pido a Dios que me alivie estas duquelas, duquelas de mi corazón. (soleá) La religión, en su origen antropológico, es un componente exclusivo de las comunidades humanas que ha sido creado con la finalidad de justificar la existencia del ser humano, aliviar sus males, conciliar sus dudas y construir un edificio de creencias sobre las que sepultar las incertidumbres acerca de nuestro destino, para buscar, en virtud de la omnipotencia de un ser divino supremo, ese otro mundo que le dé sentido a la vida cuando ésta es seccionada por la guadaña de la muerte. El tema religioso está bien presente en el flamenco. “El cante flamenco está abierto a todas las vivencias y el aspecto religioso gravita con peso irresistible sobre la conciencia y el pensamiento humanos” (133). Las creencias religiosas son otro baluarte emotivo del que se nutre la inspiración artística. La saeta y los villancicos flamencos son ejemplos para133. ARREBOLA: La espiritualidad en el cante flamenco, Op. cit., pp. 10-11.


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digmáticos que corroboran esta realidad, sin olvidar el éxito y la propagación que han experimentado durante los últimos años las misas flamencas. La fe es más asimilable, comprensible y asumible cuando se reviste con el cartonaje sonoro de la música. De este modo se da un paso más dentro de los avances comunicativos del Concilio Vaticano II cuando, de la misa en latín y de espaldas, se pasa a la administración eucarística en las lenguas vernáculas, de cara a la feligresía, gracias a la utilización del altar exento. Ahora, la música refuerza y complementa a la palabra, pero no una modalidad cualquiera, no ya la música culta eucarística, renacentista, litúrgica y polifónica, sino aquélla más adherida al sentir popular: el flamenco. Además, su presencia musical en las celebraciones religiosas adquiere una especial significación en un país como el nuestro, cuya confesionalidad católica ha persistido casi hasta la actualidad, y donde gran parte del calendario de festividades está asociado a celebraciones religiosas: Navidad, Semana Santa, Corpus Cristhi, etcétera. Las letras del cante estarán provistas, pues, de una presencialidad divina a la que se coloca por encima de la relatividad humana. Se concibe como el último aliado contra la mala fortuna, por eso se acude a la magnificencia de un ser superior para, expresando el estado de la desgracia personal, solicitarle favores apelando a su mediación salvadora y sanadora. Esta fe flamenca presente en los contenidos de muchos cantes se orienta en una doble dirección: toma como punto de partida el basamento del catecismo de la religión cristiana, pero se funde luego en el curioso sincretismo de la religiosidad popular, que manifiesta unas formas menos dogmáticas de entender y poner en práctica los mandamientos de la fe. Tanto es así que, recurriendo al diccionario caló propio de


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los gitanos, dios recibirá en el flamenco un nuevo nombre, una apelación distinta. Será rebautizado en las aguas casi siempre tormentosas de la expresión flamenca y pasará a llamarse Dibé. Se lo pregunté a un Dibé si es que licencia me daba pa´ yo volverte a querer. Y si esto no es verdad, que un dibé me mande la muerte si me la quiere mandar. Las constantes referencias teológicas que recoge la lírica flamenca ejemplifican con claridad las posibilidades de este arte para investirse como un importante mecanismo para la expresión de las creencias y hesitaciones del ser humano, una cualidad que entronca directamente con su virtualidad para activar procesos comunicativos de hondo calado existencial. Dios para el artista flamenco es un ente supremo y metafísico al que se ruega sensibilidad para arreglar y superar los avatares de la vida. Es el último recurso, la única manera para escapar de la condena de la vida, la solución postrera, el lugar donde se deposita los rescoldos de la última esperanza. Esto no produce extrañeza alguna, “en el ens contingens que es el hombre hay un desfiladero hacia la nada y una escala hacia lo absoluto” (134), de ahí que la lírica flamenca entronque el nihilismo desesperado y la aspiración de obtener la mediación divina para superarlo. A dios le pido un favor, que a ti te quiten de mi presencia que vas a ser mi perdición. 134. BASEVE: Op. cit., p. 22.


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Toítos le piden a dios la salú y la libertá, y yo le pido la muerte y no me la quiere mandar. Esta religiosidad cristiana es recogida por las letras del cante de una forma muy particular. “El flamenco como expresión genuina de la cultura de este pueblo recoge de manera muy heterogénea las referencias al ser trascendente” (135). Desde luego, “el eje central del cante es el hombre en sí, y de modo secundario el problema religioso de la angustia e incertidumbre ante el más allá” (136). Por eso, no ahonda en consideraciones de gran trascendencia teológica. Huye del doctrinarismo, de la ardua reflexión metafísica que anhela demostrar la existencia de dios, de la mística. Incluso, relativizando el protagonismo de la fe, hay quienes piensan que “en muy raras ocasiones el pueblo andaluz ha mostrado en el flamenco una verdadera trascendencia religiosa. Este arte, salido de la más recóndita entraña del pueblo, ha tratado el tema religioso con finura, la ironía y la elegancia que siempre han acompañado el buen decir flamenco” (137). La cuestión religiosa en el cante se sustancia a través de breves exposiciones, de marcado carácter expositivo, que presentan a un individuo en situaciones extremas que solicita la intercesión divina, en ocasiones extraídas de pasajes evangélicos o tomadas de las homilías eucarísticas. Llevo una cruz en el hombro que no la puedo sostener pero llegando al Calvario allí la dejo caé. 135. ARREBOLA: La espiritualidad en el cante flamenco, Op. cit., p. 15. 136. ARREBOLA: Antología de la poesía flamenca, Op. cit., p.15. 137. BUENDÍA LÓPEZ, José Luis: “El sentido intrascendente de la temática religiosa”, Revista Candil, Nº 10, p. 7.


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La apelación a la interlocución divina, como vemos, es constante, porque se busca en el creador respuesta a las incertidumbres y soluciones a los problemas. Cuando mirar al frente ahoga, siempre queda el último recurso de mirar hacia arriba, con la pretensión de encontrar la sensibilidad y la misericordia de un dios en el que se cree y del que se esperan respuestas ya en última instancia. Dios mío dame pasiensia p´aguantá a este flamenquito que a mí me falta resistencia. Cristo de la gracia, te pido que vuelvas la cara atrás y a los ciegos le des vista y a los pobres, libertad. Eres pare de almas ministro de Cristo tronco de nuestra Santa Madre Iglesia y árbol del paraíso. En la puerta del cabildo, me comenzaron a pegar. Por dios, no darme más palos. Acabarme ya de matar. Mi carburo dio más luz viendo una imagen divina; yo con la vista cansina vi a Cristo en la cruz en el fondo de la mina. Por otra parte, la superstición, tan extendida entre las clases populares donde nace y crece el flamenco, y el panteísmo, es decir, la búsqueda de la divinidad en los propios elementos


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de la naturaleza, son dos expresiones de una religiosidad popular paralela, al margen de la difundida por la iglesia católica, que es cultivada con asiduidad en la elaboración de las letras flamencas y que representan una tendencia habitual en muchas civilizaciones. Tan solamente a la tierra le cuento lo que me pasa, porque en el mundo no encuentro persona de confianza. De este modo, se invocan fuerzas y seres de la naturaleza, a los que se les atribuye propiedades taumatúrgicas y divinas, así como cualidades humanas. Para Arrebola, “todos los poemas del cante jondo son de un magnífico panteísmo, consultan al aire, a la tierra, al mar, a la luna, a cosas tan sencillas como el romero, la violeta y el pájaro” (138). El alarde retórico de la prosopopeya es, en este caso, un vehículo para saciar las dudas y poner en manos de determinados entes la solución de los problemas personales, como si éstos tuviesen capacidad intelectual para acometer la empresa de solventar las angustiosas tribulaciones del artista. La causa de este fenómeno es, en esencia, bastante sencilla. Surge de la necesidad existencial de no agotar por completo el aljibe de la esperanza. De esta forma, el artista, en su soledad e indefensión, ante la imposibilidad de encontrar entre sus congéneres una respuesta clara a sus dudas y conjeturas, siente el impulso de trasladar su interrogatorio vital a seres inanimados a los cuales otorga cualidades que les son ajenas y cuya atribución responde más a un deseo por vencer con rapidez a la adversidad, a una forma de allanar sus cuitas existenciales, que a una abstracción pausada en busca de soluciones metafísicas. 138. ARREBOLA: La espiritualidad en el cante flamenco, Op. cit., p. 55.


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Se lo pío a las estrellas, las del alto cielo, que me traigan a la mare mía que yo la camelo. Árboles de la ribera, tened compasión de mí, que estoy queriendo de veras a quien no me quiere a mí ni una mijita siquiera. Estamos, pues, ante una versión muy particular del concepto de alienación de Ludwig Feuerbach, que no consiste en concentrar todas las virtudes humanas en un ser superior, sino en ir distribuyendo en distintos elementos de la naturaleza (el mar, el río, el pantano, el viento, la montaña, el cielo, la luna, el sol, etcétera) un rosario de cualidades y atribuciones cuasi divinas con el objetivo de encontrar alivio a los problemas más angustiosos del ser humano. A la luna le pío la del alto cielo, como le pío que me saque a mi pare de donde está metío. Me asomé a la muralla y me respondió el viento: ¿A qué vienen tantos suspiros si ya no hay remedio?

No encuentro otro remedio que agachá la cabecita y decí que lo blanco es negro. (soleá)


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El amor a la vida nos conduce al tema de la muerte. La mayor parte de los interrogantes que cuestionan la deriva y el sinsentido aparente de nuestra existencia tratan de explicar, desde la filosofía, cosa que abordaron los existencialistas, la teología o la ciencia, lo efímero de nuestra presencia sobre el mundo. Esta toma de conciencia duele, porque delata nuestra impotencia frente a la eternidad que nos antecede y, al tiempo, también nos supera. Esta lucidez y madurez reflexiva favorece la autoconvicción de nuestra debilidad, la certeza de nuestra fragilidad, la evidencia de una vulnerabilidad que acaba siempre por sepultarnos. Un cúmulo de cosas que ha atormentado al ser humano desde siempre, que ha estimulado su inspiración artística y que ha aflorado con fuerza en el universo creativo del flamenco. La finitud de nuestra existencia terrena y la incógnita sobre el futuro que nos aguarda más allá de esta vida son dos temas recurrentes en las letras flamencas que rescatan así el peso del flamenco como modelo de comunicación existencial. El conocido aforismo latino omnes vulnerant, ultima necat –todos hieren, el último mata- se encuentra arraigado al tronco de las temáticas de los cantes e infunde un marcado sello de relativismo al posicionamiento, desconcertante y trágico, del ser humano ante la vida. Ya me estoy acostumbrando a que me coma la tierra, aunque no me diga cuando. Sin duda, nuestro mayor enemigo es el tiempo, que nos persigue sin descanso y que sobrevive a nuestros deseos de eternidad. Esta aplastante realidad de no ser más allá del yo consumió a los filósofos existencialistas, los empujó hacia el nihilismo, la negación y la desesperanza. Serán el paso del tiempo y el destino dos soportes básicos sobre los que se asientan muchas letras flamencas, así como una perspectiva de la vida tremendamente pesimista.


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En el flamenco, el destino es una imposición, un final ineludible al que se adscribe cada hombre al nacer. Ante él nada es posible. Es una realidad inmodificable, cargada de fatalismo, imbuida del “desasosiego que puede sentir, y en algún momento ha sentido, todo ser humano al enfrentarse al existir, en la experimentación del amor, de la muerte, de la injusticia, de la ausencia de libertad” (139). De este modo, las letras flamencas trasvasan una idea muy concreta acerca del destino. Se trata de un ente superior, omnipotente y determinante, en donde sus capacidades expresivas “desempeñan, por un lado, un comportamiento estoico y, por otro lado, una concepción fatalista de la existencia” (140). Se concibe como una suerte echada ante la que no cabe sedición. Echada está la suerte. Yo he de vivir mi camino, aunque me lleve la muerte. Así lo siento y lo digo: cada hora de esta vía la peleo con mi sino: No tengo pare ni mare que triste empezó mi sino, que son piedrecitas y zarzas las veras de mi camino. De este modo, “cada hombre está atado a su suerte, según el flamenco esa suerte es fatal” (141). Es una especie de sentencia inamovible, que no tiene vuelta de hoja, que nos es dada, que somos incapaces de revertir, que provoca una profunda desazón existencial. 139. VERGILLOS GÓMEZ: Op. cit., p. 112. 140. AA. VV.: Op. cit., p. 105. 141. MOLINA, Ricardo/MAIRENA, Antonio: Op. cit., p. 114.


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Soy yo el de la una. Yo soy el de la dos. Como me corre mi malita suerte y mi mala fortuna. Yo no sé por dónde ni por dónde no, se me ha liao esta soguita al cuerpo sin saberlo yo. En toas partes del mundo sale el sol cuando es de día y a mí me sale la noche hasta el sol va en contra mía. Y en paralelo a esta ejecución sumaria que padece el hombre atado a su propio destino, está el transcurrir del tiempo; aplastante, incompasible, monótono, con su ritmo eterno y su prolongación infinita, inseparable amigo de viaje. Y es que el destino, en el flamenco, es un camino que no podemos elegir ni diseñar, sólo vivir con nuestras limitaciones y recorrer al compás del tiempo, que acaba por vencernos. Caminar siempre en un único sentido, hacia delante. El coche de la vida carece de marcha atrás y nos conduce hasta el abismo unamuniano, como puede observarse con claridad en el mensaje terriblemente existencial de estas tres seguiriyas: Por Puerta Tierra yo no quiero pasar. Me acuerdo de mi amigo Enrique y me echo a llorar. No soy de esta tierra ni en ella nací la fortuniya, roando, roando


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me trajo hasta aquí. En un calabozo suspira mi pecho ¡con mis propios cantares gitanos me jago el entierro!

Fatigas me dieron, ganas de yorá, cuando yo vi qu´a mi compañera la iban a enterrá. (seguiriya) La muerte, la más cierta de todas las certezas, es, en las letras flamencas, el final del camino. Es el lugar donde acaba proyectándonos el destino. Y, cuando surge con su espectro fantasmal y abominable, el cantaor, en lugar de cantar, llora, porque el llanto es el único recurso del hombre asediado por la impotencia y por el yugo de no poder seguir viviendo eternamente. Así, en forma de cante, florecen las llagas de la desolación que provoca la muerte convertidas en seguiriyas, soleares, en malagueñas, etcétera. En el flamenco, “la muerte es sentida como una realidad desgarradora, como una dolorosa experiencia personal vivida a través de la desesperación de los seres queridos” (142). Tanta penetración tiene en sus contenidos el drama y los episodios más dolorosos que es, precisamente, “este material trágico el que da vida al arte flamenco a pesar de todo el resplandor artificial y superficial que muchas veces se monta alrededor de su esencia convertida en mercancía turística” (143).

142. GARCÍA CHICÓN: Op. cit., p. 73. 143. STEINGRESS: Op. cit., p. 51.


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La concepción flamenca de la muerte se entronca en un doble sentido. Por un lado, la resolución de nuestra existencia en la tierra, justo donde se disuelve la vida… Y morirme de repente, el día menos pensado. Ése en el que pienso siempre. …Por otro, una salida a todas las vicisitudes que van cuarteando nuestra esperanza de vivir con ilusión. “Para el cante jondo la muerte puede aparecer como el remedio supremo, la solución de todos los males: entonces, la idea de Dios, considerada como último recurso, se borra y la muerte es reclamada como una liberación ardientemente deseada” (144). Ábrase la tierra, que no quiero vivir, que pa vivir como estoy viviendo más vale morir. Yo me quisiera morí por ver si se m´acaban estos delirios por ti. La muerte que venga por mí que pa viví como estoy viviendo mejor quiero morí. Además, es tanta la humanidad que transpira el flamenco, que no hay dolor como el que produce la muerte de un ser querido, por encima de la propia, porque la persona, una vez muerta, no puede dolerse de su misma muerte. Muerto tengo el corazón desde que moriste tú. 144. GARCÍA CHICÓN: Op. cit., p. 69.


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Muerto tengo el corazón. Me llevo de noche y día llorando al pie de la cruz con la esperanza perdía. En el flamenco, tras la muerte queda el reguero amargo que deja la soledad, el vacío de las ausencias, el estrépito de los recuerdos cuando martillean la conciencia y el peso de seguir queriendo y de esperar una salvación parecida. Ésta es la visión de la muerte que aparece en la rica dimensión existencial de las letras flamencas. Vivir sin ti no es vivir es morir cada segundo de tanto vivir sin ti. Para morir, haber nacido. Para soñar, haber amado. Para llorar, haber querido. ¡Qué solo está el mundo sin ti vida mía, toíta la tierra que cubre tu cuerpo la llevo yo encima.


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Por la forma en que se exhibe el ser humano, con toda su crudeza, en primera persona, sin intermediarios, cargando con sus pesares y entusiasmos, el flamenco se presenta como un privilegiado modelo de comunicación existencial. No es un paradigma acabado, definitivo, cerrado. Es un modelo abierto, expuesto a los nuevos tiempos, adaptado a las circunstancias y amoldado a los cambios sociales. Como instrumento comunicativo al servicio de las necesidades expresivas más profundamente humanas, el flamenco ha experimentado una evolución que ha corrido en paralelo a la de su entorno. El salto al profesionalismo, la mercantilización de un arte inserto en una sociedad de masas cuyo elemento dinamizador es el consumo, los drásticos cambios sociales y económicos que se han producido en su universo de referencia durante los dos últimos siglos, han modificado los esquemas de la comunicación flamenca, pero, desproveyéndola en parte de sus motivaciones originales, no han podido anular su pujanza para mostrar las grandes preocupaciones existenciales del ser humano, tanto en sus formas como en sus letras.


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La versión escénica, representativa y mediática predominante en el flamenco actual ha disipado en buena medida la potencialidad existencial de un arte que sigue abordando los grandes temas de nuestra vida (el amor, el tiempo, el destino, la muerte o el mundo material). Y no están presentes de manera testimonial, sino que son el fundamento temático para la mayoría de los cantes. El flamenco ha forjado con el tiempo un modelo de comunicación profundamente existencial, que ha alternado y alterado las funciones de emisores y receptores en función de los cambios acaecidos en el contexto donde se escenifica y se hace pública la expresión flamenca, pero que mantiene incólume su capacidad para transferir emociones, para adentrarse en los parámetros más íntimos y reservados de nuestra personalidad, para mostrar las grandes debilidades y anhelos de la condición humana, para movernos, cuando nos incita al baile, y conmovernos, cuando nos atrapa por dentro e incide en nuestra vulnerable sensibilidad como destinatarios. Un arte, popularizado y sometido al compás de las pautas de consumo culturales, que trasciende la horizontalidad pentagramática y que se desenvuelve entre una vasta herencia que nos llega del pasado y un vigor revitalizado que lo catapulta hacia el futuro. En esa tesitura, llena de tensiones y de mixturas, el flamenco evoluciona sin perder la virtud que lo ha encumbrado como una de las músicas más influyentes, estudiadas y veneradas del momento: su capacidad para mostrar las situaciones y sentimientos que constituyen las dos agujas del reloj de nuestra existencia. Y es tan elevado el poder de comunicación del flamenco y tan emotiva la compresión y síntesis de significado de sus letras a la hora de abordar los temas centrales de nuestra existencialidad, que todo cuanto se ha dicho en el transcurso


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de estas páginas puede resumirse, incluso, en los cuatro versos de una soleá. Como aquélla que hizo popular el célebre cantaor malagueño Juan Breva que decía: Todo lo puede el amor. Todo el dinero lo allana. Todo lo vence el tiempo. Todo la muerte lo acaba.


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