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Pinceladas El fantasma de Bin Laden todos somos terroristas
Pinceladas
Santiago J. Santamaría Gurtubay
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*Columnista Colaborador
EL FANTASMA DE BIN LADEN; TODOS SOMOS TERRORISTAS
Nadie nos examinaba en los aeropuertos buscando una pistola, una granada o explosivos plásticos, y mucho menos un temible cargamento de Colgate, una simple pasta dentífrica comprada en Costco, Walmart, Soriana, o el Superama de la Bonampak. Mataron al saudí Osama bin Laden, pero, si acertó y existe el paraíso yihadí, le sobran motivos para seguir festejando el ataque terrorista que orquestó contra Estados Unidos… El impacto sobre los infieles de Occidente, tanto sobre los Gobiernos como sobre los ciudadanos de a pie, no se diluye, se expande, restringiendo las libertades, socavando valores democráticos, pisoteando los derechos humanos. El Estado Islámico (ISIS) y Al Qaeda generan nuevos miedos y dilemas, causando molestias antes desconocidas a todo aquel que se sube a un avión comercial. El horror vivido en Nueva York y Washington se repitió después en Londres, Madrid, París, Niza, Bruselas, Berlín, Barcelona…
“Durante los seis años que cubrí las guerras de Centroamérica en los ochenta volaba de manera constante entre El Salvador, Guatemala y Nicaragua sin que nadie me examinara nunca en ningún aeropuerto. Hoy todos somos terrorista en potencia, y más en el Gobierno de Donald Trump, especialmente en el caso de que seamos ciudadanos de otro país…”, recuerda el escritor inglés John Carlin. Hacer una llamada telefónica ya es suficiente. La interceptación por los servicios de inteligencia de mensajes entre líderes de Al Qaeda y el Estado Islámico (ISIS) hizo que se cerraran más de 20 embajadas de Estados Unidos en tierras árabes, no hace mucho tiempo. Fue un ejemplo nada novedoso de cómo el fantasma de Bin Laden sigue sobrevolando la conciencia colectiva de Occidente, sustituyendo el temor a la guerra nuclear durante la Guerra Fría con el temor al terrorismo como el factor determinante de la política internacional.
Sólo que en los años cincuenta, sesenta, setenta y ochenta, hasta la caída del muro de Berlín y más allá, el miedo incidía en el ciudadano común y corriente de manera menos tangible. Había quien se construía un búnker antinuclear en el jardín, pero el que quisiera dejar la gestión de la paranoia en manos de la CIA o MI6 no tenía por qtué ver su vida cotidiana afectada en lo más mínimo. Uno entraba en un edificio público o el de una gran empresa como entraba en su casa, sin verse sometido a medidas de seguridad. Hoy, si uno se olvida de que no puede llevar un frasco de colonia o una botella de agua abordo de un avión, le revisan el bolso y le manosean de arriba abajo como si fuese un criminal.
Aunque tampoco se salvan los nativos de la nación occidental más paranoica del mundo, como ha demostrado Edward Snowden, el filtrador de la CIA, perversamente refugiado en Rusia, con sus revelaciones de que los servicios de seguridad estatales han almacenado información di-
gital privada de millones de estadounidenses. El hecho de que esta versión electrónica, más sutil de los métodos invasivos empleados por la Stasi o el KGB, no cause consternación general y apenas debate entre la mayoría de los ciudadanos de un país que insiste en verse como el estandarte de la libertad individual es atribuible directamente a Bin Laden. Como decía el escritor John Le Carré en una entrevista publicada en el Financial Times, “parece no haber límite a las violaciones de sus libertades, tan arduamente conquistadas, que los norteamericanos están dispuestos a soportar en nombre del contraterrorismo”.
A tal punto lo soportan que solo es una minoría en Estados Unidos la que expresa su desconcierto ante la evidencia de que su Gobierno recurre a métodos antidemocráticos e incluso terroristas para combatir a los herederos de Bin Laden y portadores de la quintaesencia del fundamentalismo islámico. Por un lado están los presos encarcelados en la base militar estadounidense de Guantánamo sin proceso o, siquiera, sin cargos judiciales, algunos de los cuales han sido sometidos a torturas; por otro está la política de drones del Gobierno de Barack Obama, iniciada por George W. Bush. Las consecuencias más inmediatas y catastróficas del 11 de septiembre fuera de Estados Unidos se vieron en las guerras de Afganistán e Irak. Fueron guerras “opcionales”, especialmente la de Irak, cuyo dictador Sadam Husein nada tenía que ver con Bin Laden, más bien todo lo contrario. Pero el estado anímico revanchista de la población estadounidense después de los ataques en Nueva York y Washington, sumado a la presencia en el poder de George W. Bush y su beligerante eminencia gris Dick Cheney, hicieron prácticamente inevitables dos guerras a las que algunos Gobiernos europeos también optaron por apuntarse.
Recuerdo la imagen de George W.
Bush junto al británico Tony Blair y al español José María Aznar, en las Islas Azores. Todavía se están buscando las armas de destrucción masiva que existían en Bagdad, justificadoras de bombardeos masivos sobre su población civil. ¿Vale la pena asumir el papel de conciencia moral del mundo árabe si se corre el riesgo de agitar una vez más el avispero del terrorismo islamista?, se preguntaban los estadounidenses y europeos en contra de semejante intervención. Y, además, ¿no estaríamos beneficiando al sector de los rebeldes sirios que se identifican abiertamente con los terroristas islamistas? Hasta hace poco tiempo fue Siria. Mañana pudiera ser Irán, Pakistán, Egipto, Arabia Saudí… Y aunque Occidente se limpiara las manos absolutamente de los conflictos en tierras musulmanas, el impacto que ha tenido el 11-S lo seguimos viendo en nuestras vidas, a través de la gradual y aparentemente inexorable invasión a nuestras libertades, todos los días. Este mes de septiembre se han cumplido 20 años de aquellos terribles atentados con aviones comerciales, repletos de pasajeros civiles, colisionados por los ‘kamikazes’ contra el Pentágono y las Torres Gemelas, en Washington y Nueva York. Murieron unas tres mil personas. El Congreso de Estados Unidos aprobó una ley que permitía a las víctimas de los atentados denunciar ante los tribunales a Arabia Saudí por sus supuestos vínculos terroristas. El ex presidente Barack Obama vetó la ley, que contaba con el apoyo mayoritario de demócratas y republicanos. La Cámara de Representantes ratificó el texto, aprobado por unanimidad en el Senado, en una fecha simbólica: dos días antes del 15 aniversario de los atentados con aviones contra Washington y Nueva York, en los que murieron unas tres mil personas. Los oponentes de la ley, entre ellos la Casa Blanca, temían que ésta acabara dañando las relaciones
con Arabia Saudí, un socio esencial, aunque difícil, de EE UU en Próximo Oriente. Arabia Saudí había amenazado con represalias financieras si la ley se legara a aplicar. La iniciativa refleja las tensiones crecientes en la relación entre Washington y Riad, tras el acuerdo nuclear alcanzado con Teherán, acuerdo suspendido por Donald Trump. En el explosivo Oriente Medio, Irán y Arabia Saudita mueven los hilos de la guerra civil existente en el seno de la familia islámica. Los reyes de los petrodólares son líderes sunitas y los ayatolás, chiitas.
La ley no citaba específicamente a Arabia Saudí, pero sus promotores, entre ellos familias de víctimas del 11-S, la defendieron. Había datos alarmantes como el que 15 de los 19 terroristas que secuestraron cuatro aviones en territorio estadounidense eran ciudadanos saudíes. Un informe desclasificado en julio determinó que algunos yihadistas tuvieron contacto con personas que “podrían estar conectadas” con el gobierno árabe. En primera instancia, si observamos la respuesta estadounidense al terrorismo del islamismo radical, y sus planteamientos de seguridad desde el 11-S hasta hoy, pareciera que Obama había dado la vuelta por completo a la ideologizada estrategia militarista de su predecesor. Sin embargo, una mirada más atenta nos descubrirá que, en esencia, mantuvo buena parte de los instrumentos empleados y los mismos objetivos: evitar que se repita un ataque
similar y defender los intereses planetarios de quien se sigue viendo a sí misma como la nación indispensable. Lo que afortunadamente se perdió por el camino fue la carga mesiánica que movía a Bush, dando paso a un gobernante más pragmático, centrado en preservar el liderazgo mundial de su país con un uso más realista de sus inmensos recursos.
Equivocadamente se suele tildar a Obama como pacifista, cuando no ha tenido reparo alguno en sumarse a la apuesta militarista de Bush (recordemos la que surge en Irak), ampliándola a muchos otros escenarios como Libia, Somalia o Yemen. Así, durante su mandato apostó decididamente por la militarización de la CIA, el empleo de drones (aviones no tripulados) para eliminar a sus enemigos, el creciente protagonismo de las unidades de operaciones especiales y el apoyo a fuerzas locales de socios o aliados más o menos presentables. Y aunque estos sean instrumentos menos visibles, no son en ningún caso menos letales que las unidades convencionales que su antecesor desplegaba en aquellos países que suponían alguna amenaza a sus intereses. Es, en resumen, otra forma de hacer la guerra, en la que la aversión a desplegar tropas propias en el terreno lleva a aprovechar al máximo las ventajas de la tecnología militar, al tiempo que se potencia a actores locales (con asesoría, instrucción y suministro de equipo y armamento) para que asuman la pesada carga del combate terrestre. A este punto se ha llegado tras las amargas lecciones extraídas de
Afganistán e Irak, ejemplos de decisiones equivocadas de los agentes secretos de la inteligencia militar al pensar que los soldados estadounidenses serían recibidos por las poblaciones locales como héroes liberadores, al creer que la superioridad tecnológica de la maquinaria militar evitaría desgastarse hasta el límite de las capacidades propias en escenarios que no eran vitales (mientras Rusia y China asomaban con fuerza en otros que sí lo eran) y al considerar que la sociedad (y los oponentes políticos) asumirían sin rechistar las bajas propias y la desatención a necesidades internas más acuciantes. Mientras tanto, como era previsible aun a pesar de la eliminación de Osama bin Laden, el monstruo no solo sigue estando ahí, con Al Qaeda y sus franquicias regionales plenamente operativas, sino que se diversificó con el Estado Islámico, los grupos locales inspirados por estos refe-
rentes en diversos países y hasta los llamados ‘lobos solitarios’, que también se sienten parte de una guerra global ‘urbi et orbi’, bendecida por el propio Osama bin Laden, su ex ‘Papa’ en la tierra, cuyo ‘Vaticano’ estaba en las montañas de Tora Bora en Afganistán. La revista satírica que se edita en París, en la capital de Francia, Charlie Hebdo, reproduce la portada con caricaturas del profeta Mahoma, que motivó una acción armada contra el semanario. Varios comandos atacaron la redacción en 2015 y asesinaron a 12 personas. Esta portada coincide con el inicio, en la Ciudad de la Luz, del juicio contra los presuntos culpables de aquella masacre que perturbó al mundo.
La coincidencia en el tiempo ha convertido en episodios casi gemelos la retirada de EE UU de Afganistán y la conmemoración del vigésimo aniversario del 11-S. Abrumado por las críticas al caos que rodeó el repliegue, el presidente Joe Biden intenta ganarse el favor de los familiares de las víctimas de los atentados de Al Qaeda al firmar una orden ejecu-
tiva que ordena revisar documentos todavía secretos de la investigación gubernamental de los ataques a las Torres Gemelas y el Pentágono, con la intención de desclasificarlos. El movimiento se produce en vísperas de la conmemoración de la efeméride, pero tras el gesto alienta también la intención de cerrar el capítulo afgano. El vínculo entre ambos acontecimientos es indisoluble -EE UU intervino en Afganistán en 2001 en busca de los terroristas de Al Qaeda-, aunque el decreto firmado hoy responde en concreto a la petición de más de 1,600 familiares de las casi 3,000 víctimas mortales de los ataques, para que desclasifique información confidencial. Según un comunicado emitido por la Casa Blanca, Biden se ha dirigido al fiscal general, Merrick Garland, y otros organismos implicados para que procedan a la desclasificación “en un plazo de seis meses”.
“No debemos olvidar nunca el dolor permanente de las familias y los seres queridos de los 2.977 inocentes que murieron en el peor atentado terrorista de nuestra historia. Para ellos, no solo fue
una tragedia nacional e internacional. Fue un drama personal”, ha recordado Biden. Familiares y amigos de centenares de víctimas habían advertido al mandatario que no sería bien recibido en Nueva York, durante los actos conmemorativos, si no lo hacía. La firma del decreto obedece también, según el comunicado, a una de sus promesas de campaña. Hace exactamente un mes, el Departamento de Justicia anunció que el FBI había decidido revisar los documentos sobre el 11-S para “hallar información adicional que pueda divulgarse lo antes posible”. Los familiares de las víctimas habían reclamado poco antes la publicación de todos los documentos que demuestran la implicación de Arabia Saudí en los ataques. En el alero está la tradicional alianza, no exenta de tiranteces, entre los dos países, en la que la Administración de Joe Biden parece haber impreso un giro.