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EL COLEGIO DE MÉXICO Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México, Año 2, Número 3, enero de 2016 - junio de 2016. Ésta es una publicación semestral electrónica de difusión gratuita editada por El Colegio de México, Camino al Ajusco 20, Pedregal de Santa Teresa, Tlalpan. CP 10740, Distrito Federal. Contacto: estudiosdegenero@colmex.mx. Editor responsable: Karine Tinat. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo 04-2015-020309454400-203, de fecha 3 de febrero de 2015, ISSN 2395-9185, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Departamento encargado de la última modificación: Coordinación de Servicios de Cómputo, Lic. Tania Ochoa Portillo. Fecha de la última modificación: 18 de enero de 2016. La revista no asume la responsabilidad por las opiniones expresadas en los textos firmados, que son responsabilidad, única y exclusiva, de los autores.
ÍNDICE
ARTÍCULOS EVA ALCÁNTARA ¿Niña o niño? La incertidumbre del sexo y el género en la infancia
3
MARÍA ANTONIETA BELTRÁN SAVENIJE Y LAURA AGUIRRE Pequeñas conquistas en la adversidad: Posibilidades de agencia de mujeres que usan la violencia en Buenos Aires y trabajadoras sexuales en la frontera sur de México
27
BETHSABÉ HUAMÁN ANDÍA La belleza es un corsé de acero:
Los pazos de Ulloa y La Desheredada
51
OLGA LORENA ROJAS Mujeres, hombres y vida familiar en México. Persistencia de la inequidad de género anclada en la desigualdad social
73
MARÍA FERNANDA SAÑUDO PAZOS Reforma agraria: Representaciones de género y política de tierras en Colombia
102
LIBERTAD JIMÉNEZ ALMIRANTE La lucha contra el androcentrismo en el desarrollo socioeconómico: La agenda internacional de las mujeres
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NOTA DE INVESTIGACIÓN ELIZABETH BELLON CÁRDENAS La categoría de género en la teología feminista de Teresa Forcades
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RESEÑAS María Guadalupe Huacuz Elías y Verónica Rodríguez Cabrera (coords.)
Estudios sobre ética de la investigación y violencia de género en México Por Irma Saucedo y Lucía Melgar
175
Gisela Zaremberg. El género en las políticas públicas. Redes, reglas y recursos Por Silvia López Estrada
179
Lynda Nead. El desnudo femenino: arte, obscenidad y sexualidad Por Aura M. Medina Hernández
183
Mary Nash (ed.). Feminidades y masculinidades. Arquetipos y prácticas de género Por Ángela Cenarro
186
ENTREVISTA La madre de todas las batallas será insertar la diversidad sexual en la educación Entrevista con el Dr. Jordi Díez (University of Guelph) Por Juan Manuel Villalobos
191
COLABORADORAS
200
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ARTÍCULO
¿NIÑA O NIÑO? LA INCERTIDUMBRE DEL SEXO Y EL GÉNERO EN LA INFANCIA Eva Alcántara
Universidad Autónoma Metropolitana
ABSTRACT It is notable the increasing interest and quandary surrounding issues of sex and gender during the first years of life. In this paper we analyzed three cases in which the childhood is intertwined with modern discourses of sex and gender. The changes of the conditions in which the sexual identity is produced are exposed. Scientific research regarding sex, psychological theories of gender development, the politics that are gradually opening spaces to different possibilities of citizenship, human rights movements and the dissemination of new narratives through the media, are just a few elements that nowadays
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AÑO 2. NÚMERO 3. ENERO-JUNIO 2016. PP. 3-26
PALABRAS CLAVE Identidad de género, sexo, infancia, intersexualidad, transexualidad
Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género
RESUMEN Es notable la creciente inquietud en torno a la incertidumbre del sexo y género en los primeros años de vida. Mediante el análisis de tres casos atravesados por el tema de la infancia y por los discursos modernos del sexo y el género, en este artículo se discute sobre las transformaciones que estos factores introducen en las condiciones de producción de la identidad sexuada. Las indagaciones científicas sobre el sexo, las teorías psicológicas del desarrollo del género, la política de gradual apertura a espacios posibles de ciudadanía, los movimientos de derechos humanos y la difusión de nuevas narrativas en medios masivos de comunicación, son algunos elementos que reconfiguran en la actualidad las preguntas y las respuestas acerca de quién y qué es un niño o una niña.
reconfigure the questions and answers about who and what is a boy or a girl. KEY WORDS Gender identity, sex, childhood, intersex, transexuality
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ALCÁNTARA: La incertidumbre del sexo y el género en la infancia
INTRODUCCIÓN Cada vez es más frecuente que durante los primeros años de vida, el cuerpo, la sensibilidad, los comportamientos y las formas de jugar sean objeto de vigilancia y evaluación. Gradualmente la infancia se ha configurado como un tema de interés. La vida cotidiana de niños y niñas experimenta cambios en consonancia con otras transformaciones históricas, los cuales no siempre son fácilmente perceptibles. No obstante que en la actualidad niños y niñas aparecen como uno de los focos primordiales de las políticas públicas, los discursos y las instituciones, rara vez se conocen y consideran sus particularidades. Las transformaciones en curso no son uniformes ni estables. Hoy en día es posible distinguir opiniones contradictorias y diferentes estrategias de intervención sobre el sexo y el género durante la infancia. Michel Foucault (2000 [1976]) señaló que durante el siglo XVIII, uno de los grandes conjuntos estratégicos a partir de los cuales se consolidó el dispositivo de sexualidad fue la multiplicación de intervenciones y controles enfocados en los primeros años de la vida. Fue entonces cuando se amplificó la atención a las menores manifestaciones del sexo en el niño. Philippe Ariès estudió con amplitud cómo progresivamente apareció en el curso de la historia la figura del niño, al tiempo que surgió durante el siglo XIX el concepto de “infancia” y con ello el desarrollo de teorías específicas que encerraron en lógicas particulares —etapas o periodos— la vida del ser humano. Ariès caracterizó el siglo XX por un “sentimiento bifronte [hacia el infante]: de un lado solicitud y ternura, una especie de forma moderna de mimar, y del otro, también solicitud, pero con
severidad: la educación” (Ariès, 1986: 14). En las últimas décadas es cada vez más evidente que el núcleo familiar y la institución escolar —espacios que determinaban primordialmente la subjetividad al comienzo de la vida— son permeables a discursos y lógicas que quiebran sus propios ritmos. Hoy en día estas instituciones forman parte de una red extensa que en torno a la infancia detona sensibilidades, genera mercados de consumo, moviliza discursos de derechos y transforma políticas institucionales (Bustelo, 2011). A partir de estas reflexiones, he seleccionado tres casos actuales por los que se atraviesan el tema de la infancia con los discursos modernos del sexo y del género. Me interesa explorar la trayectoria y las articulaciones que han dado lugar a los discursos estatales y las prácticas de intervención institucionales en torno al sexo y el género en la infancia. Estos casos requerirían de un análisis particular mucho más específico, pero en este texto el conjunto nos abrirá una panorámica de las transformaciones en curso que buscan incidir en la configuración de la identidad —el sexo y el género— especialmente durante los primeros años de la vida. SOBRE EL GESCHLECHT1 Y EL SEXO REGISTRAL EN CASOS DE AMBIGÜEDAD GENITAL En mayo de 2013 el gobierno alemán aprobó una ley para omitir en algunos casos el llenado de la casilla 1 Geschlecht es la palabra alemana para registrar la asignación sexual del recién nacido. El término no separa el sexo del género, ya que en el idioma alemán no hay una división entre características biológicas y simbolización cultural [agradezco a Brigitte Rigther su asesoría del idioma alemán].
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Geschlecht, mismo que registra la asignación sexual al nacimiento. La reforma de ley alemana contempla la posibilidad de que un recién nacido, catalogado con ambigüedad de genitales, sea registrado como masculino, como femenino o, bien, dejando vacía la casilla. Dejar vacía la casilla implica que el sexo civil queda no determinado en el certificado de nacimiento. Para dejar en blanco o registrar un cambio en la casilla Geschlecht es indispensable un certificado médico que lo avale (DB, 2013). La noticia fue ampliamente difundida en medios de comunicación a través de programas de radio y televisión, diarios, sitios web y redes sociales, y logró tener una gran presencia global. La traducción al español fue infortunada y se difundió la falsa versión de que Alemania abría una opción para registrar un tercer sexo al nacimiento, lo cual levantó gran polémica; aún hoy es posible encontrar comentarios en Facebook y notas informativas en páginas electrónicas de periódicos donde el malentendido persiste. Explica Mauro Cabral, activista trans e intersex argentino, que la reforma a la ley alemana debe comprenderse en consonancia con un grupo de medidas jurídicas recientes que buscan el reconocimiento legal de formas de vida que exceden la lógica binaria de la diferencia sexual. Entre estas reformas Cabral señala el fallo de la Corte Suprema de Nepal, el fallo de la Corte Suprema de la India, la Ley de Identidad de Género aprobada por el Senado argentino y el pronunciamiento de la Corte Suprema de Australia, que dio como resultado el reconocimiento del derecho de Norrie a ser legalmente registrada como una persona de sexo no específico. A decir de Cabral, medidas como éstas
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contribuyen a “ampliar el horizonte de la lucha por el reconocimiento legal de la identidad de género” (Cabral, 2014: 200). No obstante, aunque la reforma alemana se anunció como una medida progresista que intenta considerar la existencia de cuerpos distintos, integrantes de la comunidad intersex se mostraron en desacuerdo con la modificación. La comunidad intersex advirtió que omitir el sexo de registro en el documento de nacimiento crea un estatus discriminatorio ya que estigmatiza a los bebés que pretende proteger al marcarlos con la indeterminación del sexo en sus documentos de registro; además, la ley alemana continúa dejando en manos del médico el poder de decidir sobre la determinación o indeterminación del sexo. ¿Qué condiciones abrieron la posibilidad a la reforma de ley que cambia el registro del sexo en recién nacidos? ¿Cómo fue que la ambigüedad de genitales se relacionó con una nueva opción de registro? ¿Por qué la medida es rechazada justo por la población a la que pretende proteger? Avancemos en lo posible con estas primeras preguntas. Desde 1990, ex pacientes de hospitales pediátricos que habían alcanzado la edad adulta comenzaron a denunciar que los protocolos médicos de atención a la intersexualidad con los que habían sido atendidos tuvieron resultados desafortunados (Chase, 2005). Con el tiempo, los problemas fueron quedando claros: las continuas revisiones de genitales realizadas durante años en el hospital pediátrico, propiciaron profundos sentimientos de vergüenza y una sensación de indefensión que se prolongaba y extendía a otras áreas en la vida adulta; las cirugías genitales que tenían por objetivo adaptar las formas y la funcionalidad del cuerpo
ALCÁNTARA: La incertidumbre del sexo y el género en la infancia
a estándares preestablecidos acordes con el sexo asignado, causaron dolores permanentes e infecciones recurrentes en las áreas intervenidas; las secuelas de las cirugías realizadas en la infancia ataron a las personas al hospital; la asignación o reasignación de sexo recomendada por el equipo médico fue rechazada en algunos casos (Dreger, 2006). El actual protocolo médico recomendado para atender los casos de intersexualidad fue establecido en Estados Unidos en la década de 1950. Fueron dos los grupos de especialistas dedicados a estudiar y atender los estados intersexuales. El primero se ubicaba en el Hospital Johns Hopkins de Baltimore y el segundo en la Gender Identity Research Clinic de la Universidad de California, en Los Ángeles. En el área de salud mental, el grupo del Hospital Johns Hopkins contaba con el psicólogo John Money y los psiquiatras Joan y John Hampson. El grupo de la Gender Identity Research Clinic, con el psicoanalista Robert Stoller. Money y Stoller conocieron recíprocamente su trabajo y, dado que partían de dos enfoques notablemente diferentes, no siempre coincidieron. En especial, Robert Stoller mostraba gran cautela ante las recomendaciones de John Money, que juzgaba aventuradas y excesivamente optimistas (Stoller, 1968). Con el tiempo, el grupo ubicado en el Hospital Johns Hopkins ganó un gran reconocimiento. El nuevo paradigma modificó algunas medidas para la atención de los casos de intersexualidad: cambió la dirección del tratamiento que pasó de cirujanos y urólogos a endocrinólogos, estableció la toma de decisiones en grupo —lo cual indicaba la conformación de equipos médicos organizados bajo el modelo de clínicas de intersexo— y recomendó
la participación de psiquiatras y psicólogos en el equipo. Esos cambios fueron vistos como avances (Gumbrach, Hughes y Conte, 2004). No obstante, el cambio más radical del nuevo paradigma de atención fue que la intersexualidad comenzó a ser detectada a edades cada vez más tempranas. La ambigüedad de genitales en recién nacidos y bebés pasó a representar un signo de alarma que activaba al equipo de la clínica de intersexo (Kessler, 1998). Es conveniente recordar que en el siglo XVIII solo era posible explorar el interior de un cuerpo catalogado como hermafrodita mediante una autopsia (Foucault, 1985). Hacia 1950, la disciplina médica ya había incorporado en los hospitales el uso habitual de la tecnología que permitía explorar el interior del cuerpo e intervenir con procedimientos quirúrgicos a un ser humano vivo. El protocolo de atención a la intersexualidad incluyó la manipulación repetida del área genital de niñas y niños pequeños, así como las cirugías de genitales para alterar las formas originales y adaptarlas a los estándares predeterminados. Durante décadas esos procedimientos de alteración permanente a órganos y tejidos relacionados con la función reproductiva, así como otras intervenciones dirigidas a modificar las características sexuales atípicas, continuaron realizándose (Alcántara, 2012). Cuando la intersexualidad comenzó a detectarse durante la infancia y la niñez, fue necesario decidir qué asignación sexual sería la más adecuada. En épocas anteriores una persona consolidaba su identidad como masculina, femenina o ambigua sin intervención de los médicos. Para decidir el sexo de asignación de un bebé o niño/a puesto en duda había que verificar su conformación
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orgánica y aclarar la edad máxima adecuada para reasignar el sexo. Para enfrentar los nuevos retos se desarrollaron nuevas estrategias. En la década de 1950 empezó a usarse el término “género” vinculado a la identidad. En los dos principales grupos pioneros de investigación y tratamiento ubicados en Estados Unidos, el “desarrollo” de la identidad comenzó a ser explicado a partir de la distinción y la oposición entre “sexo” y “género”. Desde entonces, gender identity y gender role pasaron a formar parte de la terminología especializada. La intersexualidad y la transexualidad fueron los modelos ideales para investigar cómo se forma la identidad de género. El término “sexo” quedó reservado para los componentes orgánicos, la materialidad corporal: apariencia y funcionalidad de los genitales, conformación de las gónadas y otros tejidos u órganos asociados con la reproducción. En sí mismo, el sexo ya tenía su complejidad, puesto que se estaba desarmando en múltiples elementos a los que, con el paso del tiempo, habrían de sumarse la estructuración genética y el metabolismo hormonal. El “sexo” fue definido como el conjunto de características biológicas naturales, los “elementos básicos irreductibles que ninguna cultura puede erradicar” (Money y Ehrhardt, 1972: 35). El término “identidad de género” destacó el registro conductual y narrativo del sentido de pertenencia a un sexo. Sin embargo, no es posible contar con ese registro objetivable en el caso de bebés e infantes debido a su incipiente estado de maduración. El método empírico, que registra la experiencia a partir de los eventos observables, tuvo un acercamiento muy limitado a la complejidad de los procesos de sexuación. Un efecto producido
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por la aproximación metodológica empleada fue la idea de la “maleabilidad del género” antes de los dos años de vida. Después de esa edad, el progreso en el lenguaje, el tipo de juego y el avance en la socialización generan condiciones que permiten el registro de datos empíricos, los cuales —desde una mirada positivista— constatan el “establecimiento de la identidad de género”. La noción de “rol de género” se desprendió de la noción de “identidad de género”; en la primera se resalta el registro del hacer y en la segunda el registro del decir. Por largo tiempo, este correlato conductual ha explicado el sentido de ser hombre o mujer con la lógica de una teoría de desarrollo infantil. Durante la segunda mitad del siglo XX prevaleció la idea de que el tratamiento de los infantes intersexuales no traería mayores dificultades una vez impuesto. Se evaluaba la conformación corporal, las potencialidades a futuro y la situación en que se encontraba el desarrollo de la identidad de género; entonces se decidía el rumbo del tratamiento. Además de las medidas necesarias para preservar la salud del infante, se consideró que las intervenciones quirúrgicas eran indispensables. El número y tipo de intervenciones se decidía de acuerdo al caso en cuestión, pero en su mayor parte se indicaban biopsias, extirpación de gónadas y otros tejidos accesorios, y cirugías para remodelar los órganos genitales de acuerdo con la identidad asignada o reasignada. Aún hoy es frecuente encontrar la idea, entre la mayoría de los médicos especialistas, de que reducir la ambigüedad en las formas genitales para adaptar el cuerpo al género asignado, fija la identidad con mayor certeza. Desde un inicio, y en
ALCÁNTARA: La incertidumbre del sexo y el género en la infancia
función de las posibilidades quirúrgicas, se prefirió la asignación femenina a la masculina dado que: “Es más factible reconstruir los genitales externos para crear una hembra funcional, particularmente cuando existe ya una vagina, que crear un pene masculino funcional” (Nelson, Mckay y Vaughan, 1980: 1425). Durante años, los cirujanos se han dedicado a mejorar las técnicas quirúrgicas —tan difíciles de aplicar en cuerpos tan diminutos—, maravillados al encontrar condiciones ideales de plasticidad. El tiempo ha mostrado que esos tratamientos, cuyo objetivo era atenuar el malestar de la diferencia corporal, instauraron la huella del estigma y ensombrecieron de manera radical la configuración subjetiva de las personas (Machado et al, 2015). En 2013 las intervenciones quirúrgicas practicadas en bebés y niños/as intersexuales fueron denunciadas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En la actualidad existen documentos internacionales que identifican estos procedimientos como formas de abuso médico, entre ellos, los Principios de Yogyakarta (2007) y el último informe del relator especial sobre la tortura de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) (OMS, 2014).
—Mi impresión era que tenía mellizos pero los dos tenían gustos opuestos —contó [Gabriela, la madre de Lulú] a esta cronista—. A los 18 meses, cuando Manuel empezó a hablar, me decía: ‘Yo nena, yo princesa.’ Quería tener el cabello largo y para simularlo se ponía trapos en la cabeza; pedía que le compraran muñecas. Me pedía mis faldas, mi ropa, y se las quería poner. Yo pensé que era un juego —dice Gabriela, quien peregrinó por pediatras, neurólogos, psicólogos, buscando una respuesta. Un psicólogo me dijo que le faltaba presencia paterna, que le tenía que decir que era un nene, que le sacara la ropa de mujer. Fue un desastre. Mi hija vivía destrozada. Se escondía debajo de la cama, se ponía el cubre cestos del baño, que tenía holanes, como falda, y pasaba horas encerrada en el baño. Cuando le quitaba la ropa femenina, yo sentía que le arrancaba la piel. No te imaginas cómo lloraba. Podía llorar horas. El papá no lo podía tolerar. Decía: ‘Yo no voy a tener un hijo puto.’ Y escondía a Manuel cuando venían sus amigos. ¿Sabes con qué jugaba? Con un lápiz rosa. Hasta que vi un documental de National Geographic de una nena transgénero de Estados Unidos. Fue como si me pasara un camión por encima. Era la historia de mi hijo. Ahí entendí que era una nena trans, que su identidad era la de una nena. Lloré veinte días. Y reaccioné. Me dije: ‘si quiere ser princesa, yo la voy a ayudar.’ El complemento de ella siempre fue su hermano mellizo, que sabía lo que ella quería: si teníamos que comprarle un regalo y yo le preguntaba a él, me decía que a Manuel le gustaban las muñecas (Carbajal, 2014: 233).
“YO NENA, YO PRINCESA” El 9 de octubre de 2013 fue otorgado en Argentina un nuevo Documento Nacional de Identidad (DNI) a Lulú, quien para ese entonces tenía seis años de edad. Según la crónica de Mariana Carbajal (2014) publicada en la revista Debate Feminista, Lulú nació con genitales masculinos y, al igual que su hermano mellizo, le fue asignado al nacimiento el sexo masculino. Su nombre era Manuel.
Relata la madre que, a los cuatro años, su hijo le pidió que la llamaran con un nombre que eligió: “Yo no soy un nene. Soy una nena y me llamo Lulú” (Carbajal, 2014: 234). La madre de Lulú consultó a diversos especialistas. Al inicio el caso se trató con una terapia correctiva de reafirmación de género masculino: “había que reforzarle la
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masculinidad, había que obligarla a vivir en el género masculino, había que reprimirla y aplicar violencia de alguna manera, había que retarla, había que obligarla” (Video A, 2014). Después de haber visto el documental de National Geographic, la madre se sintió aliviada cuando llegó con una psicóloga de la comunidad homosexual en Argentina que le ratificó lo que pensaba: que su hija era una nena trans. Al igual que en casos similares, la madre recibió un mar de críticas y descalificaciones tanto de personas que la conocían como de quienes no la conocían pero opinaban del caso en diferentes medios de comunicación. Para la madre y quienes la apoyaron, la petición del cambio de DNI y el reconocimiento jurídico de la existencia de Lulú ayudarían a proteger a la niña al facilitar su acceso a la educación y a la salud, y al promover un trato no discriminatorio. Carbajal describe en su crónica que el Registro de las Personas de la provincia de Buenos Aires se negó, en un inicio, a proporcionar un nuevo DNI; el argumento fue que la peticionaria —Lulú— tenía una edad inferior a los 14 años. Fue entonces que se tomó la decisión de difundir el caso en el diario Página/12 y que la madre escribió a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner una carta para solicitar su ayuda en el procedimiento de cambio. Poco después, la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (Senaf), analizó y avaló la petición citando la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño y la Convención Interamericana de Derechos Humanos. El nuevo DNI registró la identidad percibida de Lulú, de acuerdo al género adoptado, mediante un cambio de nombre y sexo. El trámite fue realizado
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a partir de un procedimiento administrativo según la nueva Ley de Identidad de Género sancionada en Argentina en 2012. Ante las cámaras de televisión, la presidenta de Argentina entregó el nuevo DNI. La historia se convirtió en una noticia mundial, dado que por primera vez ocurría que un Estado apoyaba a una niña de seis años para tramitar el cambio de nombre y asignación de sexo en el Documento Nacional de Identidad. La madre de Lulú relató lo ocurrido en una entrevista extensa que fue capturada en formato cinematográfico (Aramburú y Paván, 2014). También escribió un libro para dejar registro de lo sucedido, porque le interesa que la historia sea contada por ella, con las palabras de Lulú. En la presentación del libro, durante la 40ª Feria internacional del libro en Buenos Aires, dijo: “en ese libro hay cuatro años de dolor, cuatro años de, quieran creerlo o no, la manifestación de una niña en el cuerpo de un niño. Loana [Lulú] es una niña trans, es una niña con genitales masculinos, que lucha todos los días para estar en una sociedad donde si no sos varón, no sos nena, no sos rosa, no sos celeste, no sabés dónde meterte” (Video B, 2014). En internet se constata que hoy en día otros niños y niñas están viviendo circunstancias similares a la de Lulú, tanto en Argentina como en otros territorios, incluido México. Vivir en un rol de género distinto al señalado en los documentos de identidad conlleva grandes problemas desde una edad temprana; por ejemplo: para ingresar o mantenerse en la escuela, para recibir atención médica sin dificultades y para hacer efectivo que la identidad funcione a partir de documentos como el pasaporte. Ni hablar de las dificultades cotidianas
ALCÁNTARA: La incertidumbre del sexo y el género en la infancia
y reiteradas, como el derecho a utilizar el baño público que se desea sin ser blanco de agresiones y violencia. No cabe duda que todos los niños y las niñas merecen vivir en un mundo que les respete y les ofrezca las mismas oportunidades de cuidado, amor y crecimiento sin importar su expresión de género. Casos como el de Lulú también deberían reafirmar el compromiso ético de quienes somos consultados en la clínica y por las instituciones públicas para orientar respecto a los dilemas que se presentan en la actualidad: ¿qué hacer?, ¿cómo responder?, ¿conocemos con certeza cómo se configura y a qué edad se consolida la identidad de género?, ¿cuál sería la edad mínima para apoyar una solicitud de cambio de sexo registral?, ¿tenemos certeza de que en todos los casos la reasignación solicitada perdurará en un futuro? Sin dejar de colocar en primer término el interés de los niños y las niñas que viven esta difícil situación, es indispensable y urgente problematizar lo que está ocurriendo más allá del modelo médico de explicación que ofrece la transexualidad: ¿qué se revela y qué se esconde cuando leemos lo que acontece únicamente con los lentes de ese modelo? ¿Qué líneas en el tiempo y el espacio debemos reunir para comprender una situación tan compleja? Exploremos el panorama incorporando nuevos elementos. La década de 1960 fue particularmente activa en la producción de diagnósticos mentales. En 1965 la Organización Mundial de la Salud (OMS)2 2 La OMS es el organismo especializado de las Naciones Unidas responsable de los problemas de salud y de la salud pública. Fue creada en 1948 con el objetivo de permitir a los profesionales sanitarios de los países miembros intercambiar conocimientos y experiencias que permitieran mejorar el nivel de salud. Una de sus tareas es la revisión de la Clasificación Estadística Internacional de las
introdujo en la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) el diagnóstico denominado transvestitism, un primer antecedente de lo que más tarde sería el grupo de diagnósticos referidos con el nombre gender identity disorders. El diagnóstico transsexualism aparece por primera vez en 1980, esta vez en la tercera edición del Manual de trastornos mentales y del comportamiento —DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), por sus siglas en inglés— publicado por la Asociación Psiquiátrica Americana (APA). El diagnóstico de transexualidad fue el inicio de un cambio mayor que, en conjunto con otros factores, dio lugar a la creciente visibilidad de personas identificadas como transexuales quienes, con el tiempo, comenzaron a luchar para despatologizar su experiencia y validarla como una forma legítima de vida. Ese movimiento ayudó a reubicar la identidad de género en un lugar central y la colocó junto a otras características —percibidas como rasgos naturales— como la raza, el sexo y la edad: Mientras l*s médic*s en Europa habían comenzado a realizar cirugías de reasignación de sexo (CRS) a principios de 1920, el transexualismo y las CRS entraron en la imaginación popular general cuando los medios de Estados Unidos informaron de manera sensacionalista acerca del viaje de Christine Jorgensen a Dinamarca, como alguien que había sido hombre y había regresado a los EE UU en 1952 como una mujer Enfermedades y Problemas Relacionados con la Salud (CIE). Entre otras funciones, la CIE permite recoger, difundir e intercambiar información estadística sanitaria para diseñar políticas públicas y desarrollar sistemas de atención en salud. La OMS tiene especial interés en estimular y llevar a cabo investigaciones sobre los criterios de clasificación y fiabilidad diagnóstica que aparecen en la CIE, así como para definir las categorías que emplea (OMS, 1999).
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trans con un nuevo cuerpo y un nuevo nombre […] La publicidad en torno a la transición de Jorgensen eventualmente condujo a una mayor concientización popular, médica y psiquiátrica sobre los conceptos de identidad de género y, posteriormente, de género vivido [experienced gender], así como al reconocimiento de un número creciente de personas que deseaban cruzar desde el sexo que les asignaron al nacer a otro sexo. Las crecientes discusiones públicas sobre reasignación de sexo e identidad de género brindarían a aquell*s que eventualmente vendrían a identificarse como transexuales o transgéneros con un modelo, una categoría y un nombre para lo que sentían y deseaban. Con el tiempo aquello que alguna vez fue considerado una condición extremadamente rara, gradualmente se volvió más visible públicamente, y en años recientes, un número creciente de países, provincias y municipios han promulgado leyes civiles y de derechos humanos prohibiendo la discriminación basada en la identidad de género, en adición a otras características tales como la raza, la etnicidad, la edad, el sexo y la orientación sexual (Drescher, Cohen-Kettenis y Winter, 2012: 569). [La cita en español es retomada de la traducción no publicada de Mauro Cabral.]
La primera referencia de un diagnóstico asociado a la identidad de género en la infancia apareció en 1980 con la denominación Gender identity disorder of chilhood. El mismo diagnóstico se mantuvo en el DSM-III-R publicado en 1987, y cambia a Gender identity disorder in children para el DSM-IV en 1994 y DSM-IV-TR en 2000 (Drescher, Cohen-Kettenis y Winter, 2012). Finalmente, en el DSM-V, publicado en 2013, el diagnóstico aparece con el código 302.6, bajo el nombre Gender Dysphoria in Children. En la CIE, el diagnóstico aparece 10 años después, en 1990. Se encuentra en el Capítulo V denominado “Trastornos mentales
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y del comportamiento”, catalogado como F64.2 Trastorno de Identidad sexual en la Infancia. El cuadro se describe como sigue: […] se caracteriza por un malestar intenso y persistente por el propio género junto al deseo (o insistencia) de pertenecer al sexo opuesto. Existe una preocupación constante con el vestido o las actividades del sexo opuesto, o un rechazo hacia el propio sexo. El diagnóstico requiere una profunda alteración en el sentimiento normal de masculinidad o feminidad. No es suficiente la simple masculinización de los hábitos en las chicas o el afeminamiento en los chicos (OMS, 1999: F64.2).
Las características diagnósticas se presentan por separado para mujeres y para varones; se indica que los síntomas deben aparecer antes de la pubertad y estar presentes durante al menos seis meses. Para evaluar la identidad de género se atiende a la dimensión conductual que verifica la presencia de evidencia enlistada en dos registros: el decir y el hacer. Sobre el registro del decir, para las niñas se considera la afirmación de que ella tiene, o que le crecerá, un pene y la afirmación de que no quiere que le crezcan los pechos ni tener la menstruación; para los niños, la creencia en que él crecerá hasta convertirse en mujer (no solamente en lo referente al papel de ésta), la creencia en que su pene y sus testículos son molestos o que desaparecerán y la creencia de que sería mejor no tener testículos ni pene. En el registro del hacer se consigna en el caso de las niñas un rechazo marcado y persistente hacia los atuendos femeninos habituales, la insistencia de vestir ropas típicamente masculinas (ropa interior y otros accesorios de los chicos, por ejemplo), el
ALCÁNTARA: La incertidumbre del sexo y el género en la infancia
repudio persistente de las estructuras anatómicas femeninas y la negativa a orinar sentada; en el caso de los niños la preocupación por actividades típicamente femeninas, la preferencia por vestir o simular atuendos femeninos, el deseo intenso de participar en los juegos y pasatiempos de las chicas, el rechazo de los juguetes, juegos y actividades típicamente masculinas. Por supuesto, dividir las conductas en apropiadamente femeninas o masculinas para marcar las fronteras de salud entraña su patologización. Los estudios de antropología feminista, en particular Margaret Mead (1994 [1949]), mostraron evidencia clara de que la clasificación masculino/femenino depende de factores culturales, geográficos y temporales. Esto quiere decir que ni lo masculino ni lo femenino contienen rasgos fijos, permanentes o naturales. En la actualidad la OMS está preparando la 11ª edición de la CIE. Para la revisión de los diagnósticos que aluden a la identidad de género, se ha conformado un grupo de trabajo específico que evaluó los datos clínicos y de investigación que sobre el tema existen desde 1992 (Drescher, Cohen-Kettenis y Winter, 2012). Los cuestionamientos principales en torno al grupo de diagnósticos referentes a la incongruencia de género se refieren a la necesidad y el impacto que pueden tener tales categorías en la CIE. No parece definitiva aún la decisión de clasificar ese grupo de diagnósticos como trastornos mentales. Se ha dicho que excluir los diagnósticos contribuiría a disminuir la estigmatización de las personas trans, pero al mismo tiempo se argumenta que obstaculizaría su atención en los centros de salud y el pago de las intervenciones médicas a cargo de aseguradoras y sistemas de salud estatales.
Son notables la gran sensibilidad y la preparación del grupo de trabajo de la OMS que emitió sus primeras recomendaciones sobre qué hacer con los diagnósticos referidos a la identidad de género para la CIE 11; sin embargo, aún está pendiente una revisión más cuidadosa de lo que sucede cuando un diagnóstico de esta índole es aplicado a la infancia. No podemos asumir de manera inmediata que exista una línea recta que conecte en un proceso continuo y generalizable los tres momentos señalados por los diagnósticos relativos al trastorno de identidad sexual (CIE) o disforia de género (DSM): infancia, adolescencia y edad adulta. En la dinámica de subjetivación que tiene lugar en la infancia, en la adolescencia y en la edad adulta participan muy diversos elementos que se articulan en forma singular e impredecible. A esto debemos agregar que las relaciones de poder y jerarquía configuran una escena diferente cuando se trata de niños y niñas. Especialmente, cuando la asignación del diagnóstico depende de la ideología y de la implicación política del clínico consultado, como lo han señalado con claridad Alice Dreger (2009) y Bernadette Wren (2014). Marta Lamas (2012) refiere que en 1973 el impulso de las batallas político-culturales de los movimientos feminista y gay cambió el estatuto de la homosexualidad, primero en Estados Unidos y luego en Europa. La APA tomó la decisión de sacar el diagnóstico de homosexualidad de la tercera edición del DSM. Para Lamas, “lo paradójico es que la despatologización de la homosexualidad, que introduce un cambio radial en la concepción jurídica de los derechos ciudadanos, se da casi al mismo tiempo que se instala la patologización de
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las expresiones no normativas del género” (Lamas, 2012: 227). La exclusión de la homosexualidad como trastorno mental en el DSM se acompañó de la inclusión de los trastornos de identidad de género, entre ellos el Gender identity disorder of chilhood. Esto contribuyó a incrementar la rigidez con que los clínicos evalúan el género en la infancia. Los estereotipos sociales —inmersos en los criterios diagnósticos de los trastornos de identidad— anticipan una identidad donde ocurre una exploración. Armar la identidad sexuada requiere del juego, de la experimentación, de la interpelación, de la incorporación al mundo. La producción subjetiva vinculada a la diferencia sexual avanza lenta e impredecible, y excede el correlato conductual y el registro del decir. Wilson, Griffinn y Wren (2002) indicaron que la mayoría de los estudios de seguimiento realizados con niños diagnosticados con gender identity disorder reportaban una identidad homosexual en la edad adulta, por lo tanto —argumentaron—, más que ser la indicación de un desorden, la conducta de género variable puede estar indicando el desarrollo normal de un futuro patrón homosexual. Dada la diversidad de factores y dimensiones que participan en la estructuración psíquica de la diferencia sexual no puede existir un método para determinar qué niños diagnosticados en la infancia persistirán y asumirán una identidad trans en la edad adulta y quiénes no lo harán. El tema del diagnóstico aplicado a la niñez ha sido analizado por el grupo de expertos convocado por Global Action for Trans Equality (GATE). Dicho grupo presentó un análisis detallado sobre la categoría Incongruencia de género en la infancia
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y declaró su preocupación por el hecho de que aparezca en la próxima versión de la CIE. El grupo encuentra que: En primer lugar, no hay un consenso claro entre los investigadores y profesionales de la salud en relación con la necesidad o la aplicabilidad global de tal diagnóstico. En segundo lugar, la variación de género en la infancia no requiere ninguna intervención médica tal como la terapia hormonal o procedimientos quirúrgicos. Más bien, los niños necesitan información y apoyo en la exploración de su identidad y expresión de género, y deben hacer frente a entornos socioculturales que con frecuencia son hostiles a la variación de género. En tercer lugar, adjuntar un diagnóstico médico a la diversidad de género en la infancia contradice el compromiso de la OMS para respetar, más que patologizar, la diversidad sexual. En concreto, la investigación indica que es imposible distinguir confiablemente entre un niño género-variante que crecerá hasta convertirse en trans y un niño génerovariante que llegará a ser gay, lesbiana o bisexual, pero no trans. Como tal, al conjuntar la variación de género y la orientación sexual, la categoría GIC [Gender Incongruence of Childhood] abona a una repatologización de la homosexualidad (GATE, 2013: 5).3
Al respecto, GATE (2013) presentó varias propuestas alternativas para que en la CIE se registren estos casos con fines estadísticos sin adjudicar un diagnóstico que defina como trastorno la variabilidad en la expresión de género en la infancia. En México, se encuentra en curso un estudio de campo cuyos resultados preliminares muestran una problemática muy similar a la señalada (Alcántara, 2014). La asignación de un diagnóstico como trastorno de identidad sexual, disforia de 3 La traducción del original en inglés es mía.
ALCÁNTARA: La incertidumbre del sexo y el género en la infancia
identidad de género, una etiqueta de niño o niña trans o ninguno de los anteriores, tiene una relación directa con la orientación teórica que adscriba el clínico consultado, con sus creencias personales y con su implicación política. Además de esto, se identificaron tres grupos de factores que están relacionados con la asunción o no del diagnóstico. Primero, importa mucho cómo la familia del niño o la niña —en especial, la madre— significan lo que sucede, cómo se articula el diagnóstico con la dinámica familiar, cómo se reconfiguran las relaciones de la familia y qué redes sociales se generan de la situación en curso. Segundo, son determinantes las circunstancias singulares del contexto local en que se presenta el caso: ¿existe una legislación amigable para resolver el cambio de identidad jurídica?, ¿qué tan solidaria es la comunidad LGBT local?, ¿qué presencia tiene el tema de infancia trans en los medios de comunicación disponibles? Tercero, la edad del niño o la niña en cuestión es un asunto importante; mientras el infante tenga una edad menor, todos esos factores tendrán un peso mayor al momento de definir la situación. Esto ocurre porque en la infancia los procesos de autonomía están sujetos al transcurso de la maduración biológica y a las oportunidades que brinda el entorno para su desarrollo. El acceso de niños y niñas a servicios de salud, a inscribirse y a permanecer en la escuela, así como a contar con documentos de identidad que avalen su género vivido no puede sujetarse a cubrir criterios de clasificaciones y modelos psicopatológicos. Es fundamental garantizar el derecho al cambio de sexo registral en los documentos de identidad y comprender que la solicitud no implica que en un
futuro esa decisión se mantendrá. Los retos que como sociedad enfrentamos son nuevos y requieren soluciones creativas que permitan reformular las prácticas jurídicas. En las legislaciones más avanzadas existe la tendencia a fundamentar la resolución de los casos expuestos en una argumentación apoyada en los principios de derechos humanos y los derechos de niños y niñas (Regueiro, 2012; Cabral, 2014). Atender fundamentalmente los nuevos acomodos de construcción de género desde la perspectiva de los derechos humanos evita adscribir criterios esencialistas que parten de una visión medicalizada, promueve un alejamiento de la victimización y abona a la afirmación de la agency individual (Lamas, 2012). Las transformaciones sociales abren la posibilidad a otros lugares legítimos de existencia, pero esto es un proceso lento y gradual. Padres y madres de familia, y quienes tienen a su cargo a niños y niñas también deben tomar con cautela interpretaciones que anticipan bajo esquemas preconcebidos algo que está aún por acontecer (Dreger, 2009). La identidad de género es la capa superficial —evidente— de procesos complejos que no son voluntarios, ni controlables, ni predecibles. La construcción de la identidad de género comienza con la expectativa manifiesta y los deseos inconscientes de los padres, continúa lentamente y atraviesa varios momentos críticos. Entre otros momentos, por mencionar algunos, se pueden destacar: la experimentación erógena del cuerpo, la asignación sexual al nacimiento, la designación del nombre, la incorporación al lenguaje, el descubrimiento de la diferencia genital, la asimilación de los cambios puberales que se presenten, la práctica sexual, la exploración del
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deseo, la exploración vinculada con la potencialidad reproductiva, la configuración deseante respecto a la reproducción, el ser padre o el ser madre, las experiencias de vida referentes a las parejas. No hay una experiencia de vida predeterminada, la configuración subjetiva y deseante no termina más que con la muerte.
GENDER FLUID Y LA BÚSQUEDA DE LO QUEER En mayo de 2011, el diario The Toronto Star publicó un reportaje sobre una pareja canadiense (Kathy Witterick y David Stocker) que había decidido criar a su bebé manteniendo en secreto el sexo asignado al nacimiento (Poisson, 2011). El objetivo de la pareja era educar a su bebé con libertad de elección y confrontar los límites que impone el género binario. También basaron su decisión en la experiencia de crianza de Jazz y Kio, sus hijos mayores, en ese entonces de cinco y dos años de edad. A su hijo mayor, Jazz, le gustaba usar vestidos y también el color rosa, y optó por traer el pelo largo peinado con trenzas. A decir de la madre, las preguntas que Jazz formulaba sobre el género fueron en parte lo que inspiró la decisión de la pareja respecto a dejar en suspenso, de manera pública, la asignación sexual de Storm (Witterick, 2013). La noticia se difundió a través de los medios de comunicación impresos y electrónicos. El caso desató una gran controversia global. Hubo quien calificó la situación como un experimento social. Las opiniones estaban divididas: algunas personas apoyaron e incluso celebraron la decisión de los progenitores; otras no. Los argumentos a favor aprobaban una educación fuera de los estereotipos de género y las limitaciones que éstos imponen. Los
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argumentos en contra reclamaban el derecho de es_ infante a ser educad_ en una identidad común, libre de estigma y discriminación. También se cuestionó el límite en las decisiones que los progenitores pueden tomar al momento de decidir cómo educar a sus hijos. Las nuevas prácticas de crianza que se anuncian como desafiantes al binarismo de género son conocidas como gender fluid. En la introducción al libro Chasing Rainbows: Exploring Gender Fluid Parenting Practices (2013), sus editoras Fiona Joy Green y May Friedman explican que: [gender fluid parenting practices significa que] para ayudar a los niños a expresar su género de manera que se sientan cómodos consigo mismos y que no se ajusten a roles de género estrictos y a expresiones socialmente prescritas, muchos padres intentan alterar las fronteras y los binarios de género. Ellos acompañan la creatividad de género de sus hijos para apoyarles en múltiples oportunidades para desarrollar y practicar su expresión [de género] (Friedman y Joy, 2013: Introducción, versión para Kindle).4
A decir de las editoras, las experiencias que aparecen en el libro se suman a otras que se encuentran explorando y experimentando la gender fluidity. La autoras relatan que otros ejemplos inspiradores son el de Thomas Beatie —quien fue anunciado en los medios de comunicación bajo el encabezado del primer hombre embarazado— o el libro Gender Outlaws: The Next Generation, de Kate Bornstein y Bear Bergman, y una miríada de blogs que muestran cada vez con mayor fuerza que el género es más bien un continuo que un binario. Además de Storm, 4 La traducción del original en inglés de las citas de este texto, es mía.
ALCÁNTARA: La incertidumbre del sexo y el género en la infancia
se sabe que otros niños y niñas habitantes de países anglófonos están siendo criados bajo este esquema, también conocido como género neutro. La madre de Storm, Kathy Witterick, escribió un capítulo para el libro editado por Friedman y Joy (2013). En él escribe lo siguiente: El género es literalmente un conjunto de reglas arbitrarias dispuestas por los adultos dominantes con el fin de mantener los diferenciales de poder […] La inconformidad de género no es un problema a solucionar […] El género forma gran parte del mundo real. Es un lugar socialmente significativo donde los niños tienen el derecho de expresar su verdadero ser, en un camino de estimación y responsabilidad. Para proteger su agency, los niños necesitan practicar para cuestionar todos los días los límites de su expresión, límites que están en todas partes. Comprar unas botas de lluvia en un mundo rosa o azul, Dora o Diego, héroes de acción o princesas; todo esto nos puede conducir a reflexionar acerca de los estrangulamientos capitalistas que restringen la libertad de los niños para expresar su forma de ser única (Witterick, 2013: capítulo 1, versión para Kindle).
En la introducción al libro Chasing Rainbows, Fiona Joy Green y May Friedman comentan que la historia de Storm inspiró el proyecto. La decisión de la pareja Witterick y Stocker de no revelar el sexo de su tercer hijo fue el detonador que les llevó a preguntarse cómo se puede promover la creatividad y la libre determinación de las criaturas en un mundo organizado en estereotipos de género. En el mismo libro se relatan otras experiencias personales que ensayan la crianza fuera del modelo de la conformidad de género. Las autoras de esos textos describen instantes de alegría, desafíos,
situaciones de tensión y confrontación que día a día viven ellas y sus familias. Las prácticas de crianza que ven como algo posible la autodeterminación del género en la niñez mezclan su argumentación con un tono emotivo y seductor: los padres y las madres que están comprometidos con la libertad de elección sienten un amor incondicional por sus hijas e hijos. Casi todos los autores y las autoras que participan en el libro Chasing Rainbows viven en Canadá. Al igual que la madre de Storm, se trata de académicos y activistas que a la vez son madres o padres de familia. El libro aborda experiencias de la vida privada que no obstante tienen un gran impacto político. Witterick relata que su tercer hijo, Storm, nació dos semanas después de que ella completó su doctorado en estudios de la mujer. Fiona Joy Green menciona en la introducción de Chasing Rainbows (2013) que la familiaridad con el tema de la autodeterminación de género de los/ as niños/as partió de la experiencia con su hijo veinticinco años atrás, quien desde preescolar “conscientemente exploraba y practicaba su género”; la autora relata que ella misma y su familia vivieron esas experiencias en forma aislada y sintieron que otros miembros de su familia, amigos y conocidos los calificaron como una anomalía. Hoy en día, afirma que ella y su familia forman parte de una comunidad global emergente construida a partir de redes de filiación y amistad, y conectada a través de internet, redes sociales y otros medios. Fiona enseña estudios de género y de la mujer. Quienes defienden la crianza bajo el esquema del gender fluid se declaran con frecuencia feministas, partidarias de la teoría académica, particularmente
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de autoras feministas catalogadas como queer: en el libro se menciona a Judith Butler, Judith Halberstam y Kate Bornstein, entre otras. No es una operación sencilla cuando la teoría académica se emplea como la guía de nuevas prácticas de crianza. La categoría género, cuya producción académica es vasta y heterogénea, es retomada con el interés de guiar la transformación de los procesos de producción de identidades. El género se resignifica en actos de la vida cotidiana y es leído como un instrumento de vigilancia y de control cuya estructura presiona por restablecer relaciones artificiales de concordancia. De esta lectura parece derivar la hipótesis de que si el género se produce, entonces es posible desarticular el binarismo interviniendo las prácticas sociales y corporales, los actos que performan el género. Desde esta perspectiva, el género también es descrito como un juego que se puede explorar de maneras creativas. Se trataría de elegir la identidad desde una edad muy temprana retando el binarismo de género que impone una socialización tradicional. Aquí es importante atender algunas preguntas: ¿en qué medida es posible la autodeterminación de un infante?, ¿qué restricciones impone la edad a la libertad de elección? Dada la naturaleza de la construcción subjetiva —socialización, configuración deseante, procesos inconscientes, resonancia emocional—, ¿en qué medida es posible que operen preferencias individuales en momentos de exploración y búsqueda? En las prácticas de crianza que experimenta la gender fluidity confluyen el activismo y el pensamiento teórico. Marta Lamas explica que en Norteamérica, especialmente en los Estados Unidos, se ha desarrollado de manera consistente
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un pensamiento teórico y una comunidad en torno al concepto transgender que reúne en alianza política a un conjunto de prácticas críticas dirigidas a develar la opresión del binarismo y a mostrar un abierto rechazo a las normas de género tradicionales. En la década de 1990, explica, la transgeneridad: ya no se veía como una patología sino como una posibilidad existencial liberadora de una sociedad con rígidos estereotipos […] se empezó a entender el fenómeno transgénero como un producto de la diversidad humana […] muchos se reconocieron en esa sensibilidad que cuestiona radicalmente las normas heterosexistas de la cultura occidental. Esto produjo un cambio sustantivo en el clima emocional de una naciente comunidad: del miedo o la vergüenza se pasó a la exigencia de igualdad política y justicia social (Lamas, 2012: 222).
Lamas (2012) refiere que a partir de 2000 el término transgender se presenta consistentemente en medios masivos de comunicación, se traslada vía internet y redes académicas, y se generaliza dado el fenómeno de americanización.5 La transgeneridad empuja a abrir nuevos espacios en el imaginario social al explorar otras vías para acceder a una vida legítima, digna y con garantía de igualdad de derechos, fuera de los esquemas heteronormativos 5 Marta Lamas retoma el término americanización —acuñado por Bolívar Echeverría— para explicar la globalización del modelo medicalizado con el cual se atiende hoy día la transexualidad. Dicho modelo incorporó las técnicas de cirugía reconstructiva en el tratamiento, se presentó como un progreso producto de la modernidad y se insertó en los mecanismos del mercado de consumo. Bolívar Echeverría sostiene que el conjunto de la vida económica, social y política en el último medio siglo se encuentra permeado por la versión dominante del progreso americano definido por Estados Unidos bajo el paradigma del desarrollo (Bolívar Echeverría citado en Lamas, 2012: 9).
ALCÁNTARA: La incertidumbre del sexo y el género en la infancia
y sexistas de género. Gradualmente estas transformaciones van produciendo cambios en los sistemas jurídicos, los cuales ayudan a construir un piso común de igualdad ciudadana (Lamas, 2014). Esta tendencia va en aumento pues cada año incrementa el número de países que permiten el reconocimiento jurídico de los cambios de sexo y experimentan otras formas de registro del sexo que escapan al esquema binario hombre/mujer. Lamas (2014) advierte que abordar la dimensión social y política de las identidades es tan importante como comprender la dimensión psíquica del proceso de construcción de la identidad. A lo anterior agregaría yo que para llevar a cabo esta tarea es indispensable entender las distintas formas en que se conciben teóricamente el sexo y el género, las relaciones que entre ellos se establecen y los desplazamientos y traslapes que ocurren cuando se utilizan las nociones identidad sexual e identidad de género (Alcántara, 2013). También es indispensable preguntarse qué aspectos quedan fuera cuando abordamos los temas aquí expuestos desde el paradigma de la identidad, y las categorías de sexo y de género. Es fundamental no perder de vista que: 1) “no se puede no hacer género: es inevitable hacer género, aunque a veces se hagan transgresiones” (Lamas, 2014: 148); 2) la dimensión de lo sexual abarca algo más que sexo y género (de Lauretis, 2011); 3) “las identidades sexuales y de género no se construyen voluntariamente, sino que están cruzadas por procesos psíquicos inconscientes” (Lamas, 2014: 174), 4) la inscripción y representación de la diferencia sexual ocurren de manera simultánea en múltiples dimensiones: el orden social, la cultura, el orden simbólico, el
lenguaje, la dimensión imaginaria, el campo psíquico, la dimensión biológica, el cuerpo (Alcántara, 2012). UN ESBOZO DE TEMAS PENDIENTES En Queer Texts, Bad Habits and the Issue of a Future, Teresa de Lauretis (2011) advierte que en gran parte del mundo occidental, el énfasis en los términos empleados para designar a las identidades sexuales no normativas —LGBTI e incluso el término queer— ha provocado que se privilegie el género sobre la sexualidad, es decir, el vínculo social sobre lo propiamente sexual. De Lauretis es capaz de reunir las complejidades del pensamiento feminista posestructuralista con una lectura detallada que retorna a los fundamentos del psicoanálisis freudiano. Desde esta mirada, subraya que la teoría queer adolece de una falta de conexión entre sexualidad y género. Su señalamiento identifica con claridad que esta situación deriva del repetido desencuentro entre feministas y psicoanalistas. Desde el feminismo se suele desdeñar el pensamiento de Freud sobre la sexualidad, acusando al psicoanálisis de ser una teoría patriarcal y falocéntrica. Por su parte, el psicoanálisis disminuye la importancia de la teoría feminista y desestima sus categorías analíticas catalogándolas de producciones sociológicas que poco tienen que decir acerca de la dimensión inconsciente. Incluso, dice la autora, las feministas lacanianas evitan el tema del género “como una cuestión de principios, ya que en el psicoanálisis lacaniano es de hecho un nonissue” (de Lauretis, 2011: 252).6 6 La traducción del original en inglés de las citas de este texto, es mía.
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Por ello es relevante el análisis que de Lauretis realiza sobre la sexuación, el papel que el género juega en dichos procesos, lo que implica la dimensión sexual en la vida del ser humano, la diferencia entre sexualidad y género, entre teoría y política. De entrada, de Lauretis nos recuerda que un análisis de la sexualidad no puede restringirse a los procesos reproductivos, a los eventos genitales, al comportamiento sexual o a los mensajes conscientes del binarismo de género. La sexualidad se inscribe como algo más que sexo, la aportación fundamental del psicoanálisis es atender la sexualidad como un exceso inmanejable del afecto, “un enigma sin solución y un trauma sin resolución”, una dinámica energética, una inscripción heterotópica que “en secreto socava el lenguaje”. De Lauretis nos invita a considerar la sexualidad en el sentido freudiano, a partir de la dinámica pulsional, su carácter obstinado y destructivo que se refleja en las dificultades y malestares que en torno a ella se producen tanto en el sujeto como en lo social. Teresa de Lauretis, considerada una de las fundadoras más relevantes de la teoría queer, señala: Si vamos a reclamar lo queer en su significado sexual contestatario, y como verdaderamente incluyente de lo sexual, necesitamos una concepción de la sexualidad que vaya más allá de los equívocos nebulosos del género, así como de las preocupaciones médicas relacionadas con la funcionalidad reproductiva. Yo sugiero que tengamos una concepción como la que Freud teorizó, una sexualidad de pulsiones parciales y que muestra más claramente sus manifestaciones despejadas en la infancia: una sexualidad polimorfa, no reproductiva, buscadora de placer, compulsiva y rebelde (de Lauretis, 2011: 248-249).
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En su análisis, de Lauretis utiliza su amplio conocimiento del psicoanálisis freudiano y además retoma las elaboraciones que Jean Laplanche introdujo a la cuestión del género y la sexualidad (Laplanche 2007, citado en de Lauretis, 2011). Laplanche parte de que: […] la sexualidad no es innata ni está presente en el cuerpo al nacer, sino que viene del otro adulto y es un efecto de seducción. Se implanta en el recién nacido —al principio sin lenguaje (como la etimología de la palabra infants implica) e inicialmente sin ego— por las necesarias acciones del cuidado materno, alimentación, limpieza, mantenimiento, y más, a través de mensajes enigmáticos que se transmiten, enigmáticos, no solo porque el bebé no es capaz de traducirlos, sino también porque están imbuidos con las fantasías sexuales (in)conscientes de los adulto(s), progenitor(es) o cuidador(es). Intraducibles, estos significantes enigmáticos son sujetos a la represión primaria y constituyen el primer núcleo del inconsciente del infante, el inconsciente primigenio. Traducciones parciales ocurren cuando el niño crece y se forma y desarrolla el ego, pero ello, también, deja residuos sin traducir que habitan en el aparato psíquico del individuo como el sin recuerdo de una memoria de excitaciones corporales y placeres. Dicha memoria inconsciente marca la acción, en palabras de Laplanche, “como una astilla en la piel”, o nosotros podríamos decir, como un virus instalado en una computadora. Eso permanece vivo, aunque indetectable, y es reactivado en la sexualidad adulta, a veces en formas que nosotros encontramos vergonzosas o inaceptables. De ahí vienen los conflictos, ya sean morales o neuróticos, que todos experimentamos en la vida sexual (de Lauretis, 2011: 250-251).
Mientras que la sexualidad es un implante somático producto de excitaciones psicofísicas,
ALCÁNTARA: La incertidumbre del sexo y el género en la infancia
el género no se implanta en el cuerpo físico, sino que es enviado y recibido a nivel consciente o preconsciente durante la formación del Yo. El género es una construcción social y normativa, binaria, que se asigna —social y legalmente— en función de cómo los adultos interpretan las formas genitales. Es por ello que modificar las formas de sociabilidad que instauran la identidad de género no implica transformar en el mismo sentido la dinámica psíquica. Las formas genitales no definen de antemano el camino de sexuación de un sujeto, pero sin duda la materialidad corporal y las posibilidades específicas de cada cuerpo — incluida la potencialidad reproductiva—, marcan de manera importante la configuración subjetiva. Según Laplanche, el desplazamiento conceptual de la identidad sexual a la identidad de género, en los discursos actuales, enfatiza la cancelación de la sexualidad infantil a favor de una categoría más aceptable para la autocomprensión del adulto (Laplanche 2007, citado en de Lauretis, 2011). El género borra o rechaza la dimensión inconsciente de la sexualidad infantil, cuyo despliegue es caracterizado por Freud como perverso y polimorfo. El problema del género es la torcedura en el sexo: lo perverso, lo infantil, la vergüenza, el asco, lo “enfermo”, los aspectos destructivos y autodestructivos de la sexualidad que la identidad personal rara vez confiesa y el discurso político sobre el género puede eludir o negar por completo. Para el tema de género, como las demandas por el reconocimiento legal de las nuevas o cambiantes identidades de género lo demuestran, es uno mismo quien requiere la aceptación y la validación social (de Lauretis, 2011: 253).
Transformar la estructura de género es el objetivo político de más de un movimiento social. No debe olvidarse que la diferencia sexual se inscribe no sólo en el orden social, en las formas culturales o en las posibilidades jurídicas. Esto no quiere decir que se desaliente la persecución de una utopía de igualdad, sino que para alcanzar esa meta debemos reconocer que las operaciones psíquicas de estructuración subjetiva ocurren más allá de la conciencia, la voluntad y la individualidad. En contraste con lo que dicta el sentido común, no es sólo el infante quien participa en los procesos de subjetivación que le llevarán a tomar un lugar en el mundo. Más allá del actual paradigma que restringe nuestra comprensión, la producción de la identidad sexuada comienza aún antes del nacimiento y no se termina sino con la muerte. El sentimiento que un niño o niña tiene de su lugar en el mundo está ligado con la forma en que su vida cuenta o no para alguien más, y cuenta para alguien sin haber tenido por ello que ausentarse de sí. Para de Lauretis (2011) lo queer es más una teoría, que un programa de acción política; esto no quiere decir que no pueda existir una política queer, sino que se necesita una especie de traducción de una a la otra, de lo figurativo a lo referencial, de las palabras a las cosas. El panorama presentado es complejo y anuncia un horizonte por venir que aún no es claro. Se consideró imprescindible delinear una serie de elementos para ser analizados desde diversos ángulos. Como un hypomnémata, en el artículo se privilegió la escritura de lo ya dicho: “reunir lo que se ha podido oír o leer, y con un fin que es nada menos que la constitución de sí” (Foucault, 2010
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[1994]: 941). Al igual que un caleidoscopio que podemos girar para producir diferentes figuras, las formas y los colores mostrados cambiarán según el haz de luz pueda descomponer la enorme cantidad de elementos que se condensan y entrecruzan en múltiples dimensiones. Ésta es una tarea apremiante que recién iniciamos. AGRADECIMIENTOS Aunque asumo la responsabilidad de lo aquí expuesto, las ideas presentadas en este texto se han beneficiado de muchos intercambios mantenidos durante años. En especial agradezco a Ana Amuchástegui, Marta Lamas, Rodrigo Parrini, Hortensia Moreno y Benjamín Mayer por las conversaciones, la paciencia, la generosidad y la amistad.
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Fecha de recepción: 6 de septiembre de 2015 Fecha de aceptación: 27 de noviembre de 2015
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ARTÍCULO
PEQUEÑAS CONQUISTAS EN LA ADVERSIDAD: POSIBILIDADES DE AGENCIA DE MUJERES QUE USAN LA VIOLENCIA EN BUENOS AIRES Y TRABAJADORAS SEXUALES EN LA FRONTERA SUR DE MÉXICO María Antonieta Beltrán Savenije
Laura Aguirre
RESUMEN El presente artículo busca visibilizar las posibilidades de agencia que algunas mujeres tienen incluso cuando viven en limitadas condiciones sociales que restringen sus acciones y que las pueden llevar a sufrir victimización. Con base en dos investigaciones cualitativas: 1) mujeres de barrios populares del conurbano bonaerense que utilizan violencia (2008-2010), y 2) migrantes centroamericanas trabajadoras en el comercio sexual de la frontera sur de México (2011-2013), se muestra su capacidad para tomar decisiones y actuar. Esto se evidencia, en el caso de mujeres que usan violencia, en que saben pelear, defender a otros, impedir que las asalten o forjarse una reputación; en el caso de las migrantes, en mantenerse acompañadas, negociar sus servicios y pagos, huir de las autoridades y trabajar en la calle en lugar de hacerlo en bares. PALABRAS CLAVE Víctima, Agencia, Violencia de género, Trabajadoras sexuales, Migrantes, Mujeres que usan violencia ABSTRACT This article seeks to visualize the possibilities of agency that some women have even if they live in social limited conditions that restrict their actions and even put them in danger of suffering victimization. Based in two qualitative researchs: 1) women from slums of Buenos Aires’ outskirts (2008-2010), and 2) Centralamerican migrants sex workers in the Mexican Southern border (2011-2013), we show their capability of taking decisions, and act. This becomes visible when they show they can fight, defend other people, prevent an assault or establish a reputation in the case of women that use violence, and
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AÑO 2. NÚMERO 3. ENERO-JUNIO 2016. PP. 27-50
Instituto de Estudios Latinoamericanos Freie Universität Berlin
Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género
FLACSO Argentina
to look for company, negotiate their services and payment, to run away from authorities and to work in the streets instead of bars, in the case of the migrants. KEY WORDS Victim, agency, Gender violence, Sex workers, Migrants, Women that use violence
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BELTRÁN Y AGUIRRE: Posibilidades de agencia de mujeres que usan la violencia
INTRODUCCIÓN El binomio mujeres y violencia evoca con frecuencia la imagen de una mujer que ha sido víctima de abusos y ha sufrido daños. En efecto, el espectro de mujeres en esa situación es muy amplio (Krantz y Garcia-Moreno, 2005). Dentro de la lucha por los derechos humanos de las mujeres, la categoría víctima se ha erigido como la estrategia principal para concientizar sobre las distintas formas de violencia que éstas sufren y, además, como la posición legítima para reclamar derechos. Al respecto, Kapur afirma que “el sujeto víctima ha permitido a las mujeres hablar sobre los abusos que habían permanecido ocultos o invisibles en el discurso sobre los derechos humanos” (Kapur, 2002: 5). Indudablemente, la visibilización de la víctima ha traído diversos beneficios a las mujeres. Pero al mismo tiempo, la exclusividad que se le ha dado a la exposición de las realidades de violencia ha ensombrecido las luchas y resistencias cotidianas de las mujeres. Como señala Agustín, “el problema es que la persona designada como víctima tiende a tomar una identidad de víctima que la reduce a ser vista como un receptora pasiva” (Agustín, 2003: 1). Este artículo trae a cuenta dos ejemplos en los que mujeres de dos países latinoamericanos, expuestas a situaciones de riesgo y violencia, conservan la capacidad de enfrentar este tipo de circunstancias en su vida diaria, pudiendo incluso cambiarlas o mejorarlas en función de sus preocupaciones e intereses personales. A partir de los datos generados con ambas investigaciones, se busca complejizar el uso de la categoría víctima y resaltar la agencia. Para ello se sigue a Mahmood
(2001), que entiende la agencia como la capacidad de actuar creada y potenciada por relaciones históricas de subordinación; es decir, dentro de estructuras sociales que limitan y al mismo tiempo propician las acciones de las mujeres. De esta manera se expone la compleja y paradójica articulación de la agencia humana incluso cuando su margen de acción se ve limitado por las múltiples condiciones sociales y estructurales que restringen sus posibilidades. Metodológicamente, los dos estudios que se exponen son de corte cualitativo y utilizaron el método etnográfico. El primero es un trabajo sobre mujeres habitantes de dos barrios populares del conurbano de Buenos Aires, Argentina, realizado entre mayo de 2008 y abril de 2010. Se trata de lugares a los que se imputa una manifestación visible y frecuente de sucesos violentos. A pesar de que en dichos entornos la violencia es ejercida predominantemente por hombres, algunas mujeres también recurren a la fuerza física como una forma de ir sorteando sus dificultades cotidianas. Con este ejemplo se busca mostrar que mujeres que sufren diferentes abusos o violencia en situaciones específicas, también están en la posibilidad de ejercer su agencia para pelear y mostrar que pueden cuidarse solas, defender a sus seres queridos de agresiones, impedir que las asalten e incluso ayudarles a formarse una reputación. El segundo aborda el caso de mujeres migrantes que trabajan en el comercio sexual en Tapachula y Ciudad Hidalgo, en la frontera sur de México. La información fue recolectada durante siete meses de trabajo de campo repartidos entre 2011 y 2013. Debido al estigma que conlleva el trabajo sexual, sumado a la condición de género, de clase, estatus
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migratorio y nacionalidad, estas mujeres ocupan una posición de alta vulnerabilidad a abusos y violaciones de sus derechos humanos. Sin embargo, dentro de estas condiciones constrictivas las mujeres logran hacer valoraciones, tomar decisiones y actuar para protegerse y obtener algunos beneficios. Esto lo hacen buscando ir acompañadas (y, por tanto, nunca solas) cuando se alejan de su lugar de trabajo, negociar con anticipación sus servicios y pago, huir de las autoridades y trabajar en la calle en lugar de hacerlo en bares establecidos. El siguiente apartado inicia con una síntesis del marco conceptual de la violencia contra la mujer y la victimización desde el patriarcado, para luego exponer el acercamiento teórico a las categorías víctima y agente, mismas desde la que se plantean los estudios de este artículo. Después de exponer ambas investigaciones, y a la luz de este material empírico, se finaliza con una reflexión sobre la ambivalencia de la víctima y la agente. EL SISTEMA PATRIARCAL Y LA VIOLENCIA DE GÉNERO El patriarcado es el marco principal dentro del cual se ha analizado la violencia contra las mujeres. Desde esta perspectiva, la estructura patriarcal propicia que el género se constituya de manera jerárquica como el resultado de un proceso de construcción social desigual en el que los hombres tienen una posición hegemónica y de dominación (Bergalli y Bodelón, 1992; Hartsock, 1992; Pateman, 1995). Esto posibilita distintas formas de violencia que van desde manifestaciones sutiles de poder hasta recurrir a la violencia física (Maqueda, 2006: 4). Este análisis se fundamenta en dos representaciones
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sociales dominantes: el hombre como perpetrador de la violencia machista y la mujer como la víctima legítima. Dichas construcciones sociales están en la base de la producción de conocimiento sobre la problemática y en la organización de las prácticas que atienden a las destinatarias de las diferentes manifestaciones de violencia. La violencia contra la mujer fue definida en la Plataforma de Acción de Pekín como “todo acto de violencia basado en el género que tiene como resultado posible o real un daño físico, sexual o psicológico, incluidas las amenazas, la coerción, o la privación arbitraria de libertad”. Pero además especifica que la violencia masculina contra las mujeres jóvenes y adultas tanto en la familia como en el lugar de trabajo o en la sociedad o en el Estado incluye, entre otros, los malos tratos, las agresiones físicas, las mutilaciones genitales y sexuales, el incesto, el acoso sexual, el abuso sexual, la trata de mujeres y la violación (Cuarta Conferencia Mundial de la ONU sobre la Mujer, 1995). Es decir, incluyó aspectos que previamente se justificaban en nombre de la cultura, la tradición y las estructuras económicas. El planteamiento de la plataforma de Pekín es el que se ha difuminado a escala global para abordar la violencia de género. Esta definición toma al patriarcado como el marco explicativo y al hombre como maltratador de la mujer. La violencia se entiende entonces como una herramienta para mantener el status quo masculino. No obstante, esta conceptualización ha sido ampliamente criticada con base, al menos, en los siguientes argumentos: a) explicar la violencia contra las mujeres desde el patriarcado tiene el
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peligro de producir representaciones esencialistas de la “mujer”, del “hombre” y del “patriarcado” (Suárez-Navaz, Martín y Hernández, 2008a); b) homogeniza las experiencias de todas las mujeres (Brewer, 1999); c) invisibiliza la intersección de otras formas de poder, como la clase y la razaetnicidad, en la formas de violencia hacia las mujeres (Mohanty, 2003); y d) el patriarcado aparece como estático en la historia (García Selgas y Casado Aparicio, 2010; Ravelo Blancas, 2001). Siguiendo esa línea, representantes del feminismo negro, poscolonial y transnacional introdujeron una perspectiva crítica a los planteamientos occidentales sobre el sujeto “mujer”1 como víctima universal de la violencia de género y la emancipación. Desde esta perspectiva, la violencia de género no se puede entender sin las opresiones de raza, clase y sexualidad, las cuales funcionan como una amalgama indisoluble (Brewer, 1999; Mohanty, 2003). Por tanto, el problema de utilizar la categoría “víctimamujer” en sentido universal, definida a través del patriarcado y sin el reconocimiento de las otras relaciones de poder es que la lógica categorial termina visibilizando solamente las opresiones de la representación dominante, mujeres de pieles claras de clase media, heterosexuales o todas aquellas que se ajusten a ese molde. Como resultado se genera un oscurecimiento de la violencia de género fuera de la lógica occidental (Lugones, 2008). 1 Las críticas incluyen a otras subjetividades más allá del binomio heteronormativo hombre-mujer. Se reconoce que la categoría mujer es parte de un dispositivo de género más amplio; sin embargo, en el presente artículo se acota el análisis a la construcción de la mujer del tercer mundo frente a la mujer occidental.
No obstante, la explicación predominante a la violencia de género sigue priorizando casi exclusivamente al sistema patriarcal. Así, en la lucha por su erradicación se ha llegado a un enfoque unidimensional (Nayak y Suchland, 2006; Weseley, 2006) con un marcado énfasis en su victimización y opresión de las mujeres, ocultando sus fortalezas (Hollander, 2005). En consecuencia, en las discusiones sobre violencia y género, se ha llegado a ver la victimización como un atributo de la feminidad (Hollander, 2002, 2005), dejando de lado sus formas de resistencia y sus intentos de cambiar sus situaciones de opresión o abuso. La construcción discursiva de “la víctima” y “la agente” La categoría “víctima” es una construcción compleja, cuya definición puede abarcar varios significados. La más recurrente es la que designa a las personas afectadas por actos criminales y con frecuencia se la equipara a la figura de la “víctima ideal” (Christie, 1986), definida como “una persona o individuos que —al ser afectado(s) por un crimen— reciben el completo y legítimo estatus de ser una víctima” (Smolej, 2010: 67). Esta víctima se identifica por ciertos atributos: es débil en relación con el perpetrador, con frecuencia es una mujer, un enfermo, una persona muy vieja o una muy joven, que estaba realizando alguna labor cotidiana y respetable al momento del crimen; mientras que el perpetrador es malo, más grande y fuerte, casi siempre hombre (Dignan, 2004). La “víctima ideal” es absolutamente inocente y pasiva ante la situación que le causó daño. A pesar que se ha reconocido la brecha que existe entre esta
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construcción social y la realidad de las personas que son objeto de violencia, sigue siendo una referencia en los discursos, entre ellos el de la violencia contra la mujer (Randall, 2004). Esta concepción de la “víctima”, utilizada también por una parte del feminismo occidental tradicionalmente blanco y liberal, ha sido fuertemente contestada. A pesar de la utilidad que ha tenido para evidenciar la violencia y los abusos de hombres hacia mujeres y conseguir los beneficios que ha traído cuando se utiliza como una posición desde la cual exigir derechos y la persecución de los “perpetradores”, también se ha señalado cómo la mujer ha terminado por adquirir la identidad del sujeto de dominación que se personifica en “la víctima”. De los individuos que encarnan esta representación, se esperará, entonces, cierta conducta, forma de expresarse y sentirse. Entonces, en tanto víctimas, las mujeres reciben la solidaridad y la simpatía social, pero también denotan una visión de la mujer inherentemente vulnerable, pasiva y con poca o nula capacidad de agencia y resistencia (Dunn, 2005; Dunn y Powell, 2007: 978). Mohanty (1991, 2003) expuso cómo en el discurso académico feminista occidental las mujeres del “tercer mundo” han sido representadas como víctimas manifiestas de la ideología y sistema patriarcal. Este discurso retomado por organizaciones internacionales y gobiernos nacionales, ha tenido como consecuencias principales la generalización de las mujeres del “tercer mundo” como sujetos vulnerables, carentes de cualquier tipo de poder. Por consiguiente, se ha tendido a ignorar y silenciar las experiencias reivindicativas de muchas mujeres fuera de las fronteras de lo que se considera “el
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primer mundo” al catalogarse tales experiencias como la expresión de una falsa conciencia y, por tanto, como parte inherente de su victimización (McClintock, 1993). Central en el debate, a partir de la segunda ola feminista, ha sido también la cuestión de la agencia de las mujeres. Aunque las posiciones al respecto son múltiples, una de las más conocidas en torno a las posibilidades de acceso al poder se centra en la figura de “la agente” como mujer emancipada y empoderada para transformarse a sí misma y, desde ahí, al sistema de dominación masculina (Allen, 2001). De esta manera, la preocupación feminista pasa de la relación de dominación-subordinación a destacar las condiciones que habilitan a las mujeres para formular y llevar a cabo acciones motivadas por sus intereses y encaminadas a conseguir sus metas personales. Así, se ha producido un sujeto femenino cuya capacidad de actuar es resultado de decisiones individuales, tomadas de forma autónoma y libre. La crítica principal a esta manera de pensar la agencia es que su planteamiento es muy simple. Allen (2001) ha señalado que los enfoques que enfatizan la agencia como empoderamiento y emancipación suelen presumir que las posibilidades de acción y transformación de las mujeres sobre la dominación masculina son demasiado sencillas. El efecto principal es que se crea, al igual que con “la víctima”, un sujeto “agente” estático como si de una identidad fija se tratara (Sánchez, 1999), y se oscurecen las maneras en que la agencia y el empoderamiento están implicados en la reproducción de las estructuras sociales. Tanto “la agente” como “la víctima”, en cuanto representaciones ideales de la dicotomía
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dominación-empoderamiento, han sido tomadas y construidas muchas veces como condiciones mutuamente excluyentes (Connell, 1997; Dunn y Powell, 2007). Esta clase de oposiciones dejan de lado los traslapes entre ser víctima y agente (Dunn y Powell, 2007; Brunatti, 2011) y dificultan la comprensión de las maneras complejas en que las mujeres pueden ser víctimas y agentes al mismo tiempo (Allen, 2008). Con el objetivo de ir más allá de las limitaciones que supone el binomio víctima/agente, usamos como lente analítico la propuesta teórica sobre la agencia de Mahmood (2001), quien toma como punto de partida la concepción de poder que propone Butler. Esta autora plantea el poder como un conjunto de relaciones que no solo implican la dominación del sujeto, sino también las condiciones de su existencia (Butler, 1999, 2001), a lo que la propia Butler denomina la paradoja de la sujeción. Lo anterior conjunta los procesos y las condiciones que aseguran la subordinación del sujeto y al mismo tiempo en el medio a través del cual adquiere (el sujeto) una toma de conciencia de identidad y de agencia. Esta última por tanto no se edifica como algo externo y previo a los dispositivos de poder, sino como producto de éstos. Desde esta concepción de poder y sujeto, la agencia implica no solo la resistencia y oposición a los sistemas de dominación, sino también la capacidad de acción que estos sistemas crean y potencian. Mahmood concuerda con Butler en ubicar la constitución de las posibilidades de resistencia dentro de las estructuras de poder y no en la toma de conciencia del individuo autónomo y libre. Sin embargo, amplía esta propuesta al plantear que la agencia no solo puede tomar la
forma de subversión u oposición a las normas, ni tener siempre objetivos políticos emancipadores. La agencia para esta autora es una modalidad de acción amplia que implica la habilidad de hacer pequeños cambios en el mundo y en una misma dentro de condiciones históricas y culturales específicas. Estas acciones incluyen modos específicos de ser, la afectividad, las aspiraciones, los proyectos y deseos. Afirma:“Visto de esta manera, lo que puede parecer un caso de deplorable pasividad desde un punto de vista progresista, puede muy bien ser una forma de agencia, una que debe ser entendida dentro del contexto de los discursos y estructuras de subordinación que crean las condiciones de su promulgación” (Bluter, 2001: 212). En este artículo se entiende “la víctima” y “la agente” no como categorías que designan identidades fijas y excluyentes, sino como categorías relacionadas, fluidas y que denotan constante negociación. La víctima hace referencia a momentos específicos en los que las mujeres, por su condición de género, clase, raza o nacionalidad, han sufrido abusos o daños físicos y psicológicos (Cuarta Conferencia Mundial de la ONU sobre la Mujer, 1995). Frente a estas situaciones, sin embargo, las mujeres conservan la capacidad de decidir, de actuar y hacerse responsables de estas acciones. Esta habilidad significa “la capacidad de pensar, elegir y operar dentro de los sistemas de poder de acuerdo a los acontecimientos de la vida cotidiana”2 (Sussman, 2008: 15). Estas acciones estarán mediadas por los 2 En su revisión sobre el concepto de agencia, Emirbayer y Mische (1998) afirman que todos los intentos de teorizarla omiten aspectos importantes de la misma. Desde su punto de vista, el feminismo ha puesto demasiado énfasis en la toma de decisiones y la capacidad de juzgar.
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contextos históricos, socio-políticos y económicos y por los límites impuestos por las convenciones sociales y recursos de los que dispongan (Young, 2011). Una mujer agente, por tanto, no terminará necesariamente con la dominación de la que es objeto, ni sus acciones corresponderán siempre a las conductas esperadas para una mujer emancipada. Por ejemplo, en situaciones en las que hay grandes riesgos de sufrir violencia, huir no es forzosamente la mejor respuesta. A veces, quedarse o ir a lugares donde existe el riesgo de ser victimizadas es para ellas la mejor opción (véase Dunn y Powell, 2007). Algunas mujeres, incluso, logran negociar con sus maltratadores cuando éstos ejercen un control coercitivo constante, o eligen usar violencia física en contra de ellos. También algunas mujeres deciden emigrar en condiciones desfavorables y hacer trabajos que no les gustan ni han hecho antes, pero que les permiten obtener mejores ingresos y acercarse a lo que consideran una mejor vida. Estas acciones pueden considerarse maneras de agencia en tanto responden a las decisiones de las mujeres que las habilitan para lidiar con las situaciones de opresión en momentos concretos, aun cuando ésas no supongan la subversión de su subordinación. Eso no implica que en medio de esas elecciones las mujeres eliminen el riesgo de seguir siendo golpeadas, abusadas, controladas a través de la economía y las relaciones familiares o laborales, o que sus acciones reproduzcan de hecho el sistema de dominación. Sufrir victimización, pero también tomar decisiones, actuar y resistir pueden ocurrir simultáneamente (Kelly, 1995, en Connell, 1997).
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MUJERES AMBIVALENTES A continuación se presentan dos casos que desafían los límites de la dicotomía víctima/agente y revelan la ambivalencia que caracteriza la relación entre ambas categorías. Con base en la narrativa de mujeres habitantes de barrios populares que utilizan violencia (Beltrán, 2013)3 y migrantes centroamericanas que trabajan en el comercio sexual de la frontera sur de México4, se evidencia, por una parte, cómo, aun en situaciones de gran vulnerabilidad, las mujeres son capaces de llevar a cabo acciones, resolver problemas y tomar decisiones; y por otra, la complejidad de las experiencias vividas. Es decir, situaciones en las que la opresión y la agencia no son posiciones estáticas, ni identidades fijas que denotan si los sujetos son dominados o libres; más bien se trata de una dinámica relacional en la que “la víctima” y “la agente” toman formas culturales y sociales fluidas (Allen, 2001) que se encarnan en los sujetos. Caso 1: violencia practicada por mujeres La revisión de literatura sobre violencia (y delitos) cometida por mujeres muestra que ésta puede presentarse en distintos contextos y clases sociales (véase Batchelor, 2005; Campbell, 1999; Chesney-Lind y Eliason, 2006; Wesely, 2006). Los barrios populares no son un lugar exclusivo de su manifestación y se les reconoce como lugares donde 3 Tesis doctoral “Construcciones localizadas de la identidad de género: usos legítimos e ilegítimos de la fuerza en mujeres de barrios populares urbanos” (2013). Universidad de Buenos Aires. La metodología consistió en observación participante, entrevistas a informantes clave e historias de vida. 4 Investigación realizada en el marco del proyecto de doctorado “La prostituta de la frontera: tácticas cotidianas de resistencia de las mujeres que trabajan en el comercio sexual de la franja fronteriza sur de México” (Aguirre, investigación en curso, Freie Universität Berlin).
BELTRÁN Y AGUIRRE: Posibilidades de agencia de mujeres que usan la violencia
no sólo se presentan la violencia, sino también la criminalidad, la pobreza, ruptura de lazos sociales, fragmentación, abandono institucional, e incluso, abuso policial (Puex, 2003). La vida callejera de los barrios visitados se organiza bajo el “código de la calle”. Este consiste en “una serie de reglas que gobiernan la conducta interpersonal pública, particularmente la violencia” (Anderson, 1999: 33). En el centro del código está la noción de respeto, es decir, “ser bien tratado o recibir lo que es propiamente debido o la deferencia que uno merece” (Anderson, 1999: 33). Saber defenderse en la calle, resistir, defender a sus pares, no temer y ser temido por los demás, son todas formas de respeto (Anderson, 1999). La facilidad para observar e interactuar en la vida cotidiana con sus habitantes determinó que de manera general los barrios populares fuesen los escenarios escogidos para la investigación. Los barrios fueron seleccionados a partir del acceso que se pudo tener a ellos a través de instituciones que realizaban trabajo social in situ y fue a través de estas instituciones que se iniciaron los contactos con sus habitantes. Durante el primer año se realizó únicamente observación participante, a partir de la cual se escogió a ocho entrevistadas (cuatro por barrio) para las historias de vida.5 Las participantes 5 Se hicieron cuatro entrevistas con cada una de las ocho informantes con las que se construyeron las historias de vida. Sus edades oscilaban entre los 27 y 36 años. También se realizaron seis entrevistas a informantes clave, tres por barrio. En total, se obtuvo 40 entrevistas. Las historias de vida retomaron aspectos que llevaban a identificar conflictos, manifestaciones de violencia física y verbal presentes en el hogar, la escuela y la comunidad; también en las formas pasadas y actuales de educar o corregir, la interacción entre padres e hijos, entre las mujeres y su pareja, así como los posibles asaltos y robos, y las riñas en el barrio sólo entre hombres,
fueron seleccionadas porque se observaron en ellas prácticas de violencia que se han categorizado como formas de agencia, entre las que cabe mencionar: a) mostrar que saben pelear y cuidarse; b) defender a sus seres queridos c) obtener el reconocimiento o respeto por parte de sus vecinos; y d) impedir asaltos y tener represalias cuando lo intentan. Estas cuatro manifestaciones se revisan a continuación. En los barrios populares, la violencia suele presentarse entre hombres que se amenazan o agreden entre ellos siguiendo el “código de la calle”. Sin embargo, las mujeres, también tienen motivos para preocuparse de las amenazas de diversas agresiones cuando circulan por el barrio. Ellas también pueden ser sujeto de provocaciones o invitaciones a pelear por parte de otras mujeres. Por tanto, deben mostrar que no están dispuestas a dejarse intimidar y que saben hacerse respetar. Dos de las entrevistadas6 lo confirmaron así: Si me joden y me pegan otros, tendré que pegar. Si no me pegan no; pero de lo contrario sí... Acá te atacan. No te invitan a pelear, vienen y te arrebatan si quieren pelear. No te dejan decir ni hola. Así se usa acá, entonces una tiene que estar así, alerta (Josefina, 30 años). Aquí si no te paras de manos [posición de pelea], no existís. Sos un cagón [miedoso]. Te tenés que parar de manos. No se trata de poner la otra mejilla [risas]... Y lo hacen más las adolescentes (Lorena, 25 años).
Esos ejemplos muestran maneras en que las mujeres se mueven en el barrio y comunican que pueden cuidarse ellas mismas. El mensaje para sólo entre mujeres, o indistintamente del género y la edad. 6 Los nombres de todas las entrevistadas han sido cambiados para preservar el anonimato de las entrevistadas.
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el entorno es que saben pelear y que es mejor dejarlas tranquilas. Para sus protagonistas, son formas de responder y de prevenir nuevas amenazas, construyendo una reputación. Cuando se trata de adolescentes, el reconocimiento de que saben pelear les da una amplia notoriedad entre sus pares. Ellas buscan ser percibidas como buenas peleadoras, como lo muestran las siguientes citas: ¡Aquí hubo cada ring! La gente como que festeja, se pone como cuando pelean los boxeadores y grita: ‘Dale más, dale así’. Con que gane la que gane, por cualquier pelea, ya uno va sabiendo quiénes son las que pelean. A ellas les gusta eso de ser ‘la más mala del barrio’ (Isabel, 36 años). -Aquí las pibas andan todas en patota [grupo]. Ellas son fuertes en patota, solas no. La mayoría de las pibas de acá no pueden pisar otro barrio [distinto al de ellas] solas porque buscan quilombo [problemas] en todos lados. -¡Ah! ¿Entonces si andan solas otras se desquitan? -Sí, así es aquí, a revanchar o a revanchar. -Pero siempre en grupo. -Sí, les gusta el quilombo, decir “yo la maté”, pero en grupo (Ada, 27 años).
Tener un público que las observe y vitoree cuando pelean es primordial para obtener fama de ser la mejor peleadora o “la más mala del barrio”. Medirse con otra adolescente que tenga reputación en el barrio es una forma de buscarse reconocimiento. Pero no siempre las peleas quedan solo entre mujeres; a veces ellas intervienen también cuando hay hombres de por medio. Si juzgan que una riña entre hombres te torna desigual o peligrosa para alguno de los contrincantes, las mujeres adultas —parientes de los involucrados— salen a las calles
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a defender a sus seres queridos. Algunas relatan cuando les ha sucedido esa situación: Me ha pasado que me he metido en quilombos por mi hermano: mi hermano peleando y yo metida en el medio. Tratando de protegerlo me cagaron a patadas a mí; no me mataron de pedo [de casualidad]. En ese momento es tal la adrenalina que te lleva que no te das cuenta. Una guerra campal fue ese día. Lo de mi hermano fue todos contra todos […] Mujeres, chicos, grandes, de todo (Daniela, 30 años). Las riñas las empiezan más chicos jóvenes. Son chicos contra chicos y se les agregan familiares de los que se están peleando y son mujeres. Atrás de mi casa se pelean banda con banda, son todos hermanos los de un grupo y todos amigos los del otro grupo. Saltan entre todos y las hermanas de la otra familia se meten a ayudar a los hermanos a tirar patadas, piñas [golpes] (Isabel, 36 años).
La defensa de los hijos e hijas y las peleas callejeras de las madres son una dinámica constatada a menudo en los barrios visitados. En esas ocasiones, el uso de fuerza física contra otros es valorado como lícito por los residentes del barrio, e incluso otorga reconocimiento a las madres, pues muestran que son capaces de todo por sus hijos. Al defenderlos se muestran como buenas madres o mujeres protectoras. Una forma más en la que recurrir a la violencia se torna útil para estas mujeres es la defensa de asaltos y las represalias por los mismos, como lo muestran los siguientes ejemplos: Una vez me quisieron asaltar cuando yo cumplí 15 años. Mi primo me compró una cadena muy, muy finita, y me regaló un premio [colgante] […] Yo estaba
BELTRÁN Y AGUIRRE: Posibilidades de agencia de mujeres que usan la violencia
en la parada del colectivo. Y viene un chico como si nada, y me miraba, me miraba la cadenita. Cuando se me acerca y me agarra así [movimiento para sacarle la cadena], yo enseguida le agarré la mano. Alcanzó a agarrarme la cadena y me la rompió, pero no me la sacó. Entonces cuando yo lo agarré de la mano, me quiso manotear pero yo lo agarré de los pelos y lo tiré al piso […], yo le había puesto la rodilla en la cara […] Hasta que la soltó (Berta, 28 años). En un intento de robo, un pibe trató de arrancar a Esmeralda la bolsa que llevaba en las manos. Ella iba con su hija en brazos y se resistió […] El chico se fue. Semanas después, Esmeralda iba caminando para hacer compras. De pronto vio al pibe que le quiso robar. Él también la miró y se dio la vuelta haciéndose el loco. Pero ella al reconocerlo fue tras él, lo tomó del hombro, lo hizo girar, lo lanzó al suelo y empezó a darle golpe tras golpe. ‘Esto es por haberme querido robar, encima cuando estaba con mi hija’ contó que le decía (Notas de campo).
En este caso, recurrir a la fuerza física tiene la utilidad de evitar robos y distintos agravios, al mismo tiempo que se gana respeto. Vale aclarar que muchas mujeres no están interesadas necesariamente en destacarse por sus habilidades de pelear y no buscan la confrontación; no obstante, tampoco están dispuestas a ser sujetos de golpes, desahogos o robos. Tampoco están dispuestas a tolerar que sus hijos, hijas u otros familiares sean golpeados en una riña; defenderlos peleando les otorga el reconocimiento de mujeres buenas y protectoras. Entre la victimización y la agencia en los barrios populares Para entender la manera en que las mujeres usan violencia es necesario comprender sus
circunstancias sociales, materiales y genéricas, es decir, cómo las mujeres viven sus vidas y cómo dan sentido a sus acciones (Batchelor, 2005; ChesneyLind y Pasko, 2004). Muchas de las mujeres que recurren a la fuerza física viven en lugares donde la (amenaza de) violencia está omnipresente, en las calles y en las casas (Campbell, 1993, 1999; Chesney-Lind y Hagedorn, 1999; Chesney-Lind y Jones, 2010; Jones, 2010; Ness, 2010). Saben que para sobrevivir en esos ambientes donde corren un riesgo elevado de ser amedrentadas, golpeadas o asaltadas, la fuerza y la amenaza de su uso resultan ser buenas herramientas. Los estudios de género centrados en los usos de violencia de mujeres —principalmente anglosajones— resaltan las condiciones de precariedad que las rodean (véase, Chesney-Lind, y Pasko, 2004; Jones, 2010; Miller, 2001; Ness, 2010). En ellos se señala que la estructura patriarcal, unida a la situación de marginalidad en la que ellas viven, las coloca en una situación de doble vulnerabilidad: la de ser mujeres y la de vivir en lugares peligrosos. Muchas mujeres que se la pasan en la calle han sido victimizadas en sus casas, y las condiciones en las que viven las obligan a optar por la violencia para defenderse. Es estos casos, son ubicadas una vez más en una situación de victimización, incluso cuando actúan de manera violenta (Miller, 2001). Esta perspectiva prioriza la estructura patriarcal universal, sin tener en cuenta la estructura del barrio que posibilita y permite el uso de la violencia en mujeres, siendo ésta una manifestación de su agencia (Beltrán, 2013). En su cotidianidad, las mujeres de barrios populares se ven frente a constantes elecciones:
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pueden mostrarse pasivas o miedosas; dejar que las ataquen y roben, encerrarse en sus casas; o actuar, recurriendo al uso de fuerza (Hollander, 2002; Jones, 2010). En esos barrios, el uso de fuerza física es aceptado, también para las mujeres, jóvenes o adultas, madres e hijas. Así, dar golpes para resistir o defenderse y defender a otros no es visto como una conducta impropia de las mujeres; se trata de una manera de enfrentar las condiciones presentes en su barrio (Beltrán, 2013). Cuando toman la decisión de no permitir que las traten como presas o víctimas fáciles en la calle, o cuando siguen el código de la calle y quieren ser reconocidas como personas que saben defenderse a sí mismas y a los suyos, muestran su capacidad de agencia. Ésta, sin embargo, no se limita a las defensas o las peleas. El hecho de circular por las calles del barrio y de tener presencia en las mismas, la comunicación de afectos a los seres queridos, y las relaciones que establecen y se mantienen con los vecinos son también otras formas de crear nuevos espacios de agencia. De esta manera, al sobrellevar la casi permanente amenaza de violencia en su contexto cotidiano, también pueden expandir la agencia a otros espacios. Caso 2: mujeres migrantes en el comercio sexual El territorio fronterizo mexicano que colinda con Guatemala es una franja tradicional de cruce de migrantes centroamericanos. En el caso concreto de las mujeres centroamericanas, Rojas Wiesner (2007) ha documentado tres flujos migratorios de acuerdo a la actividad económica que las mujeres realizan: las agricultoras, las trabajadoras domésticas y las trabajadoras sexuales. De éstos, el de mujeres
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que se integran al comercio sexual es el más difícil de calcular, no solo por el estatus migratorio de las sujetos, sino también por el estigma social que marca dicha actividad y que obliga a que muchas centroamericanas lo realicen de manera clandestina. La falta de datos estadísticos confiables y las dificultades metodológicas para obtenerlos y manejarlos han sido señalados por varios autores como uno de los mayores problemas que existen para abordar los problemas de las trabajadoras sexuales y enfrentar los delitos relacionados con el comercio sexual (Agustín, 2006; UNESCO s. f.; Weitzer, 2007, 2010). Pese a esta carencia, en el discurso público mexicano se suele relacionar el trabajo sexual directamente con el delito de trata de personas, de tal manera que muchas veces se utilizan como sinónimos (Weitzer, 2007, 2010). Así, aunque la trata7 tiene diversas expresiones, se ha convertido a la mujer que trabaja en el comercio sexual en la víctima por antonomasia. En esta investigación no se trabajó con mujeres en situación de trata, sino con centroamericanas que se trasladaron a la frontera sur de México con el objetivo de trabajar en el comercio sexual local.8 7 Por “trata de personas” se entiende: la captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas, recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza y otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder o de una situación de vulnerabilidad o a la concesión o recepción de pago o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre otra, con fines de explotación. Esta explotación incluirá, como mínimo, la explotación de la prostitución ajena u otras formas de explotación sexual, los trabajos o servicios forzados, la esclavitud o las prácticas análogas, la servidumbre o la extracción de órganos (ONU, 2004). 8 Se llevó a cabo observación participante y entrevistas con seis mujeres (tres con cada una) con las que se construyeron sus historias de vida. Las informantes eran migrantes irregulares provenientes de Centroamérica, con edades
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En México, el trabajo sexual no está criminalizado, ni reconocido por la ley federal. Sin embargo, cada Estado tiene la potestad de legislarlo independiente. En Chiapas, el comercio sexual está regulado,9 pero esto no implica ningún derecho de tipo migratorio y laboral para las mujeres. Lo que sí está penado es el delito de trata. Desde 2009, en Chiapas existe la Ley Estatal para Combatir, Prevenir y Sancionar la Trata de Personas. Este marco legal está directamente relacionado con la prostitución y la migración indocumentada, pues se ha utilizado especialmente para la persecución del delito de trata relacionado con la explotación sexual de mujeres migrantes indocumentadas. En la práctica, la persecución de este delito se traduce principalmente en redadas, que lleva a cabo la policía junto a autoridades migratorias y de la jurisdicción, en establecimientos con permisos para operar (bares, zona de tolerancia y table dance). Debido a que en estos lugares se encuentra a gran parte de las mujeres que trabajan en el comercio sexual, se han perfilado como el objetivo principal de la política de rescate de víctimas de trata. Sin embargo, estos rescates, por lo que explican las mujeres, se reducen a la detención de cualquier extranjera que no tenga consigo la tarjeta sanitaria, que parezca menor de edad o que simplemente no tenga estatus migratorio regular, entre los 23 y 32 años. Las entrevistas tuvieron por objetivo principal indagar en las prácticas de resistencia cotidiana de las trabajadoras sexuales. 9 El marco regulatorio establece que las actividades relacionadas con el comercio sexual solo pueden llevarse a cabo en la zona de tolerancia y en ciertos establecimientos catalogados como “giros negros”. Además manda a los y las trabajadoras a registrarse en la jurisdicción sanitaria, a realizarse chequeos médicos periódicos y llevar siempre consigo una tarjeta de identificación.
que es la condición de la mayoría. Como resultado, muchas son detenidas discrecionalmente, obligadas a pagar multas, repatriadas o, si son catalogadas como víctimas de la trata, llevadas a albergues, aún en contra de su voluntad. Esto ilustra que las mujeres en el comercio sexual no solo son objeto de violencia perpetrada por clientes, empleadores o mafias, como lo representa el discurso público oficial; sino también, y en gran medida, por parte de las autoridades. Sin embargo, no son pasivas ante la violencia de la que son objeto. Pese a las constricciones que les implica trabajar en el comercio sexual, estas logran maniobrar en momentos específicos para evitar o esquivar las situaciones de riesgo. Dicha capacidad, sin embargo, no implica la subversión de los sistemas que las oprimen. A continuación se presentan extractos de entrevistas llevadas a cabo con trabajadoras sexuales que ilustran esta ambivalencia en cuatro tipos de prácticas: no quedarse solas, la negociación de servicios y cobros, huir de las autoridades y trabajar en la calle. Para las mujeres en el comercio sexual los clientes representan la fuente de sus ingresos, al mismo tiempo que el riesgo cotidiano de sufrir algún tipo de violencia. Diariamente, cuando un cliente solicita sus servicios, las mujeres se enfrentan a una serie de decisiones: aceptarlo o no, y si lo aceptan, bajo qué condiciones y qué medidas tomar para protegerse de posibles situaciones de violencia. Una de las más habituales es que los clientes les soliciten “salida”, es decir, ir con el cliente a un sitio que él decide para recibir los servicios sexuales. Algunas se niegan a este tipo de trato, pero otras aceptan,
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siempre y cuando puedan ir acompañadas. Una de las trabajadoras sexuales relató al respecto: Hay clientes que llegan y dicen: ¿pueden ir afuera?, y a veces digo, vamos dos. Tuve una amiga, que se fue a Puebla, que a veces en la noche decía: uy, hay un cliente que quiere salir, vamos las dos. Así sí, vamos las dos, pero a unas les han pasado cosas. La otra vez mataron a una. Han matado a varias. Ése es el temor que nos da el salir afuera […] Entonces la seguridad que sentimos de una a otra es ir juntas, nada más. Sí, porque tal vez no vamos a poder con la persona pero alguna le va a dar un palo. El problema es que [hay] muchos que llevan armas, entonces lo más [al menos] que vayamos dos, tres, pero si tiene arma... Es un riesgo que se corre (Selma, trabajadora de calle, 30 años).
-¿Qué ofreces? -Ofrezco esto y esto, nada más, no puedo ofrecerte nada más. -¿Segura? -Sí.’ Porque así dicen [algunas mujeres], pero luego a la hora de la hora no [ellas] hacen nada […]. Para convencer al hombre le dicen ‘te doy esto, te doy aquí...’ Y luego no hacen nada, y ahí es donde el cliente se molesta y tienen problemas (Delia, 32 años).
Una trabajadora de bar explica de similar manera que la negociación de servicios y el pago es una forma de prevenir ser agredidas:
Un momento crucial es la negociación de los servicios y el pago. Como relataron las mujeres, un pacto mal hecho puede significar que al final del servicio sexual el cliente no les pague o, que las agreda físicamente. Por eso, piensan que lo mejor es trabajar con clientes habituales, hombres a los que ya conocen y con los que tienen confianza. Sin embargo, cuando esto no es posible se vuelve de vital importancia dejar claro, desde un principio, cuánto cobran y qué tipo de servicio incluye ese precio. Otra trabajadora sexual de la calle explicó esta situación:
-¿Vos negociás con los clientes qué servicios das o hacés lo que ellos quieran? -No. Los clientes es lo primero que preguntan y yo no les voy a mentir en una cosa que no voy a hacer, y ése es el problema que hay también. A mí cuando me preguntan: ‘-¿Cuánto cobrás? -300. -¿Y lo menos? -250. -¿Y qué haces? -Lo normal. Sexo normal.’ Pero hay otros que te dicen que te dan tanto si hacés otras cosas en el cuarto, y hay mujeres que dicen que sí y luego no hacen nada y por eso les rompen su madre [las golpean] (Esmeralda, 32 años).
Fíjate que no me da miedo. Cuando ya son clientes uno los conoce, cuando no, yo solo le pido a Dios que me pase solo a buenas personas. Nunca, nunca, he tenido problemas con ningún cliente. Pero con la cosa de los servicios que prestas, no te creas, sinceramente a mí no me ha tocado porque me dicen: ‘-¿Cuánto cobras? -Tanto.
A pesar de estas situaciones habituales, a lo largo de las entrevistas con las trabajadoras sexuales las quejas principales estuvieron dirigidas a los cuerpos policiales y autoridades migratorias que las persiguen, las detienen, las multan y muchas veces las repatrían a sus países. Desde la perspectiva de las mujeres el estatus migratorio irregular y la falta
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de reconocimiento de derechos de trabajo hace que las persigan y muchas veces las signifiquen como víctimas de trata, posición desde la cual tienen escaso margen para el ejercicio de otros derechos. Cuando se preguntó sobre alguna situación de riesgo con las autoridades, Esmeralda explicó cómo se las arreglaba para huir de las redadas que se hacen en el bar donde trabaja: La más bonita es cuando nos saca carrera Migración, ahí nos sacan a la carrera del bar. Lo chistoso es que llaman [antes] a la señora [dueña del bar] y le dicen que van a deportar y que nos saque [...]. Nosotras nos reímos, porque salimos a la carrera y ahí vemos cómo hacemos. Con sandalias, sin sandalias, a carreras por toda la orilla del río. Si nos agarran ahí sí nos deportan (Esmeralda, 32 años).
Por orden municipal está prohibido ofrecer servicios sexuales fuera de la zona de tolerancia o de los establecimientos registrados como “giros negros”. Por esta razón las trabajadoras sexuales más vulnerables a las persecuciones y a ser detenidas son las que trabajan en la calle. De las informantes, dos preferían trabajar todos los días en una de las calles céntricas de Tapachula, desde aproximadamente las 10 de la mañana hasta las seis de la tarde. Haber tomado la decisión de estar en la calle, sin embargo, no las eximía del riesgo de ser perseguidas, capturadas, detenidas en estaciones policiales y repatriadas o de tener que pagar multas con dinero o servicios sexuales, como lo muestra la siguiente cita: Pero ese día tal vez nos tocó la de perder, porque venía la patrulla [policía municipal] y nosotras estábamos en una banqueta sentadas. Se para la
patrulla y no más truena la puerta de la patrulla, nosotras pegamos carrera como de aquí antes de la esquina. [...] Salieron corriendo detrás de nosotras. […] Es que dicen que supuestamente tienen orden, pero tal vez lo que ellos quieren también es dinero. Si nos llevan tenemos que pagar la multa. Da coraje, porque uno tal vez va juntando poco a poco las monedas y de un ramplón llegan y te sacan 500 pesos. […] Ni a los ladrones andan siguiendo como lo corren a uno. Eso es lo que da coraje (Delia, 32 años).
Pese al acoso constante de la policía, estas mujeres han encontrado en el trabajo sexual de calle una manera de evitar trabajar por las noches y desvelarse, pero además sortear la obligación que existe en los bares de tomar bebidas embriagantes con los clientes. La siguiente conversación ejemplifica las razones de una entrevistada de haber decido no registrarse en la jurisdicción sanitaria y trabajar en la calle: Tendría que trabajar allá en la zona de tolerancia. Pero allí no va nadie y nada más por las noches. Y si uno quiere trabajar tiene que tomar. Yo tomo solita. Sí, me gusta, pero me gusta tomar, me gusta bailar, me fascina bailar, me gusta tomar, pero como le digo, cuando yo tengo ganas, no por trabajo. Si quiero dos, dos, si quiero cinco, cinco y si quiero más, más, pero ahí tengo que tomar para ganar. Nunca me ha gustado. Hay noches que llegan ahí a decirnos de muchos sitios, bares, muchas cosas similares para ir a trabajar donde vamos a ganar más, pero yo digo, voy a salir bien borracha y luego ni me voy a acordar dónde voy a dejar las fichitas que le dan a uno para poder cobrar y no (Selma, 30 años).
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Entre la victimización y la agencia en el comercio sexual Para comprender las decisiones de muchas mujeres de migrar y trabajar en el comercio sexual es importante tener en cuenta los factores económicos, históricos y culturales que las rodean. Los relatos anteriores indican que la violencia experimentada se fundamenta en las estructuras sociales en las cuales tienen que llevar a cabo su trabajo. Pero pese a las constricciones que dichas estructuras suponen, encuentran maneras de enfrentar la violencia y sortearla. Sin embargo, en el discurso público dominante estos factores se suelen dejar de lado, y habla casi exclusivamente de las mujeres como víctimas del delito de trata que necesitan ser rescatadas de lo que hacen para vivir. Kempadoo (2005, 2007) apunta cómo la representación dominante de esta víctima de trata, en la literatura académica, gubernamental y medios de comunicación, asume que las mujeres han sido coaccionadas o engañadas para moverse de sus países e integrarse al comercio sexual. Enfocar el trabajo sexual y las mujeres que lo ejercen como víctimas de una manifestación de violencia contra las mujeres resulta en una lente muy reducida para explicar la diversidad de situaciones y contextos que ellas atraviesan. Esta simplificación desvaloriza sus voces, sus decisiones y las acciones que llevan a cabo para procurarse beneficios y la consecución de sus intereses a través del uso de su sexualidad. Pero al mismo tiempo también invisibiliza las causas estructurales e históricas de las limitaciones sociales y de contexto en las que estas personas
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deciden moverse entre fronteras y trabajar. Por ejemplo, el estatus migratorio irregular, la falta de derecho a trabajar, las persecuciones de la policía y de autoridades migratorias para deportarlas. CONCLUSIONES: LA PERMANENTE NEGOCIACIÓN ENTRE LA VÍCTIMA Y LA AGENTE En su lucha por lograr una conciencia social sobre la incidencia de la violencia contra las mujeres, sus consecuencias y combatir su erradicación, el movimiento feminista ha tendido a enfatizar en su situación de victimización. No obstante, el acento en la víctima ha llevado a formar un discurso de mujer-víctima que tiende a dejar de lado la complejidad de las situaciones de violencia (entre ellas las estructuras históricas y sociales, la intersección con otras formas de opresión de raza, clase, nacionalidad, la falta de presencia del Estado), que median también en la capacidad de las mujeres de ejercer su agencia cuando intentan detener o sortear las opresiones o abusos. Por tanto, en este texto se ha intentado resaltar que más de allá de identificar una figura víctima es de utilidad resaltar la interacción que se da entre las posiciones de víctima y agente entre las cuales pueden moverse las mujeres, incluso cuando viven en condiciones socio económicas limitadas y desiguales, y se encuentran en situaciones en las que puede vulnerarse su integridad. Destacar la figura de víctima puede llevar a olvidar que esas mismas mujeres también realizan elecciones en medio de las complejas situaciones donde el maltrato, la violencia, el irrespeto a sus derechos
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y la precariedad de su situación económica, entre otras, muchas veces coexisten. Los ejemplos anteriormente relatados permiten destacar que ser sujetos de múltiples opresiones y conservar la capacidad de agencia no son factores excluyentes, e incluso pueden manifestarse de manera concurrente. Las mujeres que optan por usar violencia o por trabajar en el comercio sexual no lo hacen como una respuesta desesperada o de total coerción, ni por una disminución o falta de capacidad de tomar decisiones conscientes y razonables. En sus decisiones y comportamientos cotidianos coexisten las situaciones de riesgo y opresión, pero dentro de ellos también logran ciertos beneficios y consecución de intereses como protección, respeto, reputación, autonomía económica y movilidad social. Así, sus acciones están sujetas en gran medida a las estructuras que las mantienen en desventaja, como la falta de protección social o legal del Estado. Esas acciones no tienen el objetivo, muchas veces pretendido desde otros sectores, de cambiar o subvertir el sistema de violencia del que son objeto, sino de ir sorteando las dificultades que enfrentan. Todas estas mujeres pueden tener otros propósitos legítimos, relacionados con su protección, la cobertura de sus necesidades básicas o con su situación legal y la de sus seres queridos. Las conductas resaltadas en los ejemplos mostrados no corresponden a formas convencionales o aceptadas para las mujeres: en la sociedad más amplia, la violencia y el trabajo sexual no se consideran moralmente correctos, mucho menos para una mujer. Sin embargo, en las situaciones
que ellas viven, comportarse de manera violenta, por ejemplo, no significa que actúen de manera inadecuada, que quieran verse masculinas o que sean malas. En el caso de las trabajadoras del sexo, no las convierte en sujetos pasivos e inocentes o con falsa conciencia. De la misma manera, al no ser la víctima ideal —porque se usa violencia para defenderse o porque se recurre conscientemente al trabajo sexual— se corre el riesgo de estigmatizarlas, de ignorar las situaciones en las que son víctimas y su necesidad de una intervención social mayor para que efectivamente puedan mejorar las condiciones en las que viven. Las valoraciones morales dominantes alrededor de las conductas que se alejan de lo permitido a las mujeres y de la imagen de víctima pueden obstaculizar el distinguir a estas mujeres como agentes y con necesidades de atención a sus condiciones precarias de vida. Así, muchas feministas rehúsan ahondar en el fenómeno de la violencia ejercida por las mujeres por el temor de que sea usado en contra de las mujeres o del movimiento feminista. O rechazan reconocer el uso de la sexualidad como recurso económico, por contraponerse a conceptualizaciones occidentales sobre el cuerpo y la sexualidad femeninos como exclusivos para el amor y relaciones románticas. En esa línea han surgido discursos y prácticas que: a) oscurecen las diferencias en las experiencias de las mujeres; b) ignoran a aquellas que no cumplen las características identitarias de la “víctima”; y c) justifican prácticas de tutela o exclusión que desconocen a las mujeres como personas capacitadas para manejar su vida y tomar decisiones sobre ella.
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Lejos de emitir una valoración sobre la violencia practicada por mujeres o el trabajo sexual, y sin desconocer la necesidad de atención y erradicación de las distintas formas de violencia y abusos contra las mujeres, se ha querido destacar las decisiones, acciones o estrategias tomadas por algunas mujeres y que les han sido útiles para enfrentar las problemáticas que viven cotidianamente. En muchos de los contextos o de sus interacciones sociales no están presentes las normas sociales convencionales, y por tanto, desde afuera, no puede exigirse una respuesta convencional. Tal es el caso de las calles de los barrios populares bonaerenses o de los lugares de destino de migrantes irregulares sin posibilidades de regularizar su estatus migratorio y laboral en el sur mexicano ¿Esas mujeres deben entonces acatar las normas que les mandan no ser violentas, ser dóciles y esperar que el auxilio llegue? ¿Deben ellas permanecer en sus países o buscar un organismo que venga a rescatarlas del crimen de trata del que se asume a priori que han sido objeto? Donde las condiciones y normas son otras y donde ni las normas convencionales ni las instituciones sociales las protegen, las mujeres deben responder por ellas mismas, encontrar alternativas con los pocos recursos de los que disponen. No obstante, reconocer la capacidad de agencia de estas mujeres no implica desconocer las múltiples opresiones y los riesgos a los que siguen expuestas, sino únicamente que estas mujeres son capaces de lidiar en medio de situaciones adversas, a las cuales sigue existiendo una necesidad de dar respuesta. Este artículo, por tanto, no es una celebración de sus pequeños “triunfos” en medio de la adversidad; al contrario, se busca dar un reconocimiento a las
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estrategias encontradas por estas mujeres para no encerrarlas en la categoría “víctima” y también llamar la atención sobre la necesidad de tomar conciencia de las circunstancias que las llevan a esas acciones, para orientar medidas y políticas públicas que conduzcan a mejorar sus condiciones de vida. AGRADECIMIENTOS Las autoras agradecen a las entrevistadas que participaron en las dos investigaciones y que han servido de insumo para escribir este artículo. Sin su tiempo y confianza para relatarnos sus experiencias no hubiese sido posible documentar los planteamientos aquí expresados. También extienden sus agradecimientos a las personas que revisaron el artículo. Sus valiosas sugerencias permitieron enriquecerlo y fomentar la discusión en estos temas.
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Fecha de recepción: 17 de junio de 2015 Fecha de aceptación: 11 de noviembre de 2015
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ARTÍCULO
LA BELLEZA ES UN CORSÉ DE ACERO: LOS PAZOS DE ULLOA Y LA DESHEREDADA Bethsabé Huamán Andía Tulane University
ABSTRACT The Spanish novels of nineteenth century presented feminine characters entrapped by the extreme demands of honor, an ideal which was impossible to realize for beautiful women. Beauty was understood as the opposite of virtue, with virtue being understood as submission and obedience to men. This article will analyze feminine characters in Los pazos de Ulloa by Emilia Pardo Bazán and La desheredada by Benito Pérez Galdós to focus on the ways by which women are constructed as objects of male desire and how the destructive prejudices of the male gaze kill, literally and symbolically, any
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AÑO 2. NÚMERO 3. ENERO-JUNIO 2016. PP. 51-72
PALABRAS CLAVE Belleza, Mujer, Pérez Galdós, Pardo Bazán, Siglo XIX español
Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género
RESUMEN Las novelas del siglo XIX español presentan personajes femeninos atrapados por una demanda de honradez extrema, imposible de cumplir si se trata de una mujer bella. La belleza se entendía como lo opuesto de la virtud y a la virtud se le relacionaba con la obediencia y sumisión al hombre. En el presente artículo, que analiza los personajes femeninos de Los pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán, y de La desheredada, de Benito Pérez Galdós, se busca hacer evidentes los mecanismos bajo los cuales la mujer es un objeto de deseo del hombre. Asimismo, se quiere mostrar cómo los demoledores prejuicios bajo los que la mirada masculina la concibe, castran y matan, literal y simbólicamente, sus posibilidades de estar y sobrevivir en la sociedad. Se hará visible cómo, en estos discursos, la única mujer verdaderamente aceptable es la mujer muerta.
possibilities for women to exist and survive in society. I will try to show how in these discourses the only acceptable woman is the dead one. KEY WORDS Beauty, Women, Pérez Galdós, Pardo Bazán, Spanish 19th-century
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HUAMÁN: La belleza es un corsé de acero
INTRODUCCIÓN Como desarrolla con amplitud el estudio de Kirkpatrick, el romanticismo, inmerso en el estímulo de la subjetividad y de la vida interior, se había visto en un escollo ante la figura de la mujer, en la que cualquier atributo de individualidad parecía contradecir su rol como cuidadora del hogar y, por tanto, perjudicar a la sociedad en su conjunto, la cual perseguía el ideal rousseaniano de la mujer “devota completamente de las responsabilidades y gozos de la maternidad, del bienestar moral y físico de su familia” (Kirkpatrick, 1989: 7).1 Este dilema fue heredado por los escritores y escritoras de la siguiente generación, los naturalistas, que reflexionaron sobre el lugar que tenía el deseo en la mujer. El escritor español Benito Pérez Galdós plasmó la lucha de la mujer por definirse a sí misma “como sujeto ante la social prescripción de la objetivización” (Kirkpatrick, 1989: 293). Por su parte, Emilia Pardo Bazán, la incansable luchadora por la educación de la mujer, ilustraría lo que dijera a su vez Concepción Arenal, el modo en que la perfección es, para todos, progreso, y para las mujeres, inmovilidad (Kirkpatrick, 1989: 280). El interés de este artículo se centra en la belleza como el elemento principal que motiva el deseo de los hombres. El siglo XIX impedía pensar en un deseo femenino, pues el llamado “bello sexo” se concebía —en una temprana misoginia— como la pura sensibilidad, sin las tentaciones del cuerpo, sin raciocinio: “la idea de que mientras los hombres eran afectados por la pasión sexual, las mujeres estaban diseñadas para experimentar el cariño maternal mas no el deseo sexual, era una de las 1 Todas las traducciones del inglés son mías.
premisas universalmente aceptadas de la nueva ideología de género” (Kirkpatrick, 1989: 7). Este estudio analiza los personajes femeninos de Los pazos de Ulloa (1886-1887), de Emilia Pardo Bazán y La desheredada (1881), de Benito Pérez Galdós. En ambos libros se establece una relación entre belleza y deshonor, como en el caso de Rita, en la primera novela, y de Isidora, en la segunda. La mujer bella es concebida en ambas obras como indigna; habría en ella una tendencia a no ser honrada en la medida que inspira el deseo. Por oposición, las mujeres que se distinguen por su honradez no son bellas, como la novia —y luego esposa— del doctor Miquis en La desheredada, o Nucha en Los pazos de Ulloa. Una diferencia clave de los libros, su enunciación, nos permitirá un mayor acercamiento a Isidora dado que no sólo es el personaje principal sino que el autor se ocupa por rastrear sus más íntimos pensamientos; en cambio, lo que les ocurre a Nucha y a Sabel nos llegará no desde su propia voz, sino por intermedio de la perspectiva de un testigo, Julián, azuzado a su vez por sus propios miedos y prejuicios. Ambos autores y obras han estado influenciados por el naturalismo y el realismo, por lo que los factores sociales son clave para entender a los personajes que están condenados por la naturaleza y sus circunstancias: “el naturalismo riguroso, en literatura y en filosofía, lo refiere todo a la naturaleza: para él no hay más causa de los actos humanos que la acción de las fuerzas naturales del organismo y el medio ambiente. Su fondo es determinista” (Pardo Bazán, 1989: 145). Lo anterior no debe llevar a entender Los pazos de Ulloa, sin embargo, como “la exposición de un caso
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psiquiátrico, singular, con olvido de su dimensión social y genérica” (Feal, 1987: 218). En esa dimensión social y genérica se puede explorar la visión de la pureza y la suciedad vinculada a la moral, como desarrolla Mary Douglas: “creo que algunas ideas de contaminación son usadas como analogías para expresar una visión general del orden social” (1966: 3). La limpieza, conjuntamente con la organización del hogar, daba cuenta del interior de la mujer, como señala Kirkpatrick: “un espíritu amoroso y reparador hacia la casa era idéntico a la psique femenina” (1989: 8). La vocación doméstica y maternal se enfrentará con el deseo del cuerpo femenino, por lo que se buscará construir el ideal incorpóreo de la mujer, al tiempo que el cuerpo pasa a ser parte del intercambio económico de la sociedad en auge. Por otro lado, Dijkstra ha analizado en la literatura y en la pintura el modo en el que la belleza está relacionada con la perversidad en la mujer; para controlar esa perversidad natural, ellas eran educadas, a través del arte, sobre el modo en que debían comportarse. Su análisis de las pinturas e imágenes de la mujer a finales del siglo XIX termina siendo así “una verdadera iconografía de la misoginia” (Dijkstra, 1986: viii). En él, deja vislumbrar cómo hubo un momento en el que a las mujeres se les podía ver como compañeras de los hombres e incluso como alguien que podía ayudar a mejorar la economía familiar, pero la propia mujer que “hubiera ayudado a sacar adelante el negocio familiar ahora se convierte en un elemento de la moda” (Dijkstra, 1986: 7), y pasa a ser un ornamento de la casa, definida sólo por su belleza. Es así como la mujer se objetiviza y, como tal, se
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vuelve una posesión del padre o marido, justo como lo dictaba el código napoléonico: “las mujeres han sido dadas al hombre para que le den hijos. Ellas son, por tanto, su propiedad, tal como el árbol frutal es propiedad del jardinero” (Dijkstra, 1986: 111). La relación entre árbol y mujer es también un elemento presente en las pinturas del siglo XIX que alimentaba la noción de la mujer como naturaleza, una naturaleza inmóvil pero fértil y generosa (por ejemplo Nature de Léon Frédéric). Tanto la limpieza como la honradez están conjugadas en la idea de pureza y va a ser uno de los principales valores que se demande de la mujer, cuyo ideal es “la mujer como una monja del hogar” (Dijkstra, 1986: 13). Su contrario, la suciedad, la inmoralidad, la impureza, van a ser peligrosas por el temor del contagio. La mujer impura va a ser rechazada de la sociedad, expulsada del hogar. El hogar es el espacio sagrado por excelencia. Por tanto, una forma de guardar la moral para las mujeres era quedarse en casa: Se pensaba que, la esposa de un hombre, al quedarse en casa —un lugar sin mancha de pecado ni tocado por el trabajo— podía proteger el alma de su marido de un daño permanente; la sola intensidad de su pureza y devoción podría regenerarlo, como si fuera su marca de guerra y pudiera mantener su virtud personal libre de los peligros morales inherentes al mundo del comercio (Dijkastra, 1986: 8).
La relación entre belleza e inmoralidad se analizará en La desheredada y Los pazos de Ulloa como una cualidad que impide la pureza y limpieza en el hogar, tan anhelada por la concepción de la mujer que propiciaba el siglo XIX.
HUAMÁN: La belleza es un corsé de acero
LA TENTACIÓN El capellán Julián Álvarez convence al marqués de Ulloa, don Pedro Moscoso de Cabreira y Pardo de la Lage, de ir a Santiago de Compostela a buscar una mujer de su clase con la cual casarse. El marqués estaba en relaciones íntimas con Sabel, criada de la casa e hija de Primitivo, el administrador de la hacienda, con la que además tenía un hijo ilegítimo, Perucho. Ese estado de inmoralidad se traduce a su vez en la suciedad que reina: “el caso es que tanta porquería y rusticidad le infundían grandes deseos de primor y limpieza, una aspiración a la pulcritud en la vida como a la pureza en el alma” (Pardo Bazán, 2006: 14). Solanas ha señalado que en el capítulo tres se establece la “posible relación del agua como símbolo de la higiene personal y la pureza espiritual” (1981: 199) de Julián frente al espacio reinante. Sabel cumple la función de objeto de intercambio entre el marqués y Primitivo, que utiliza la belleza y sensualidad de su hija para tener control sobre los pazos. Tanto la tierra como Sabel son del marqués, aunque el que realmente controla a ambas, a la tierra y a Sabel, es Primitivo. Son, a su vez, lo que retienen al marqués y le impide alejarse, vivir en otro lugar, como en algún momento lo intentará. La relación de dependencia que don Pedro tiene con Primitivo es doble: por un lado es este último quien hace funcionar la hacienda y, por el otro, es él quien garantiza la presencia de su hija. Cuando Julián llega a los pazos, el aspecto y la ocupación de Sabel le hacen, de antemano, rehuir su presencia:
Lo cierto es que Julián bajaba la vista, no tanto por lo que oía como por no ver a Sabel, cuyo aspecto, desde el primer instante, le había desagradado de extraño modo, a pesar o quizás a causa de que Sabel era un buen pedazo de lozanísima carne. Sus ojos azules, húmedos y sumisos, su color animado, su pelo castaño que se rizaba en conchas paralelas y caía en dos trenzas hasta más abajo del talle, embellecían mucho a la muchacha y disimulaban sus defectos, lo pomuloso de su cara, lo tozudo y bajo de su frente, lo sensual de su respingada y abierta nariz (Pardo Bazán, 2006: 10-11).
Un defecto de la muchacha, señalado en la descripción, es la sensualidad de su nariz, es decir, su hermosura. Sabel es una chica bonita y atractiva de la que los hombres deben cuidarse, especialmente un capellán, por los votos de castidad que ha realizado. Sin embargo, la sensualidad que es lógicamente rechazada por un religioso, es también rechazada por don Pedro, a la vez que es lo que lo atrae de ella y de las mujeres. De un lado, es el propio marqués el que busca en Sabel el ejercicio sensual, al tiempo que es el primero en reprochárselo, sin encontrar en ello la más mínima contradicción. Como señala en sus ensayos Pardo Bazán, “pretender mujeres castas donde los hombres se pasan de libertinos, es notable falta de lógica” (1976: 67). Al saberse que Perucho es hijo del marqués, al “defecto” de la belleza se le añadirá entonces el de una “moral relajada”. Es claro que la identificación de Sabel como una mujer fácil es una visión masculina que desatiende la situación social de la muchacha: por un lado, la sujeción al padre, Primitivo, que dicho sea de paso le impedirá irse ante la violencia que el marqués ejerce sobre ella (capítulo siete); por el otro, la sujeción al marqués (en cuanto clase social
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y diferencia de género), determinada y alentada también por el padre, que la hace objeto de golpes, insultos y desprestigio social, a cambio de los favores que recibirá de don Pedro y de tenerlo amarrado no sólo en cuanto a sus bienes sino a sus deseos. Sin embargo, al culpar de todo a Sabel, “Julián no entiende que Sabel está manipulada por su padre, Primitivo, el verdadero responsable de la indignante situación” (Feal, 1987: 216). Sabel se constituye como la encarnación de la belleza diabólica: “Sabel, la fantasía de un artista podía evocar los cuadros de tentaciones de San Antonio en que aparecen juntas una asquerosa hechicera y una mujer hermosa y sensual, con pezuña de cabra” (Pardo Bazán, 2006: 25). Esta categorización se reafirma cuando ella intenta seducir a Julián, mostrándose frente a él, ligera de ropas: “cómo la moza venía en justillo y enaguas, con la camisa entreabierta, el pelo destrenzado y descalzos un pie y pierna blanquísimos” (Pardo Bazán, 2006: 27). Se enfatiza que Sabel es blanca y no tiene la piel curtida como otras mujeres y trabajadores de la hacienda, parece así justificarse que una mujer de clase inferior resulte atractiva. El deseo por el cuerpo de Sabel, pero sobre todo la imposibilidad de sojuzgarla por completo, aqueja al marqués. Ella no es su esposa ni puede serlo, ella responde a una clase social en la que le es permitida más libertad, en la medida que como trabajadora lidia con gente de diferentes lugares, lo cual implica un control sexual más relajado y, por tanto, un entredicho sobre su virtud. Pardo Bazán nos recuerda que la novela transcurre en una época en la que el trabajo de la mujer era rechazado y visto de manera negativa: “¿Ejercer una profesión,
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un oficio, una ocupación cualquiera? ¡Ah! Dejarían de ser señoritas ipso facto” (1976: 49). Se trata de una situación estratégicamente modelo para Primitivo, pues él posee un amplio caudal que podría liberar a Sabel del trabajo doméstico, pero le conviene que se mantenga esa situación económica de dependencia. Es así como ganó la sujeción del marqués, es así como la mantiene, y para cuando Sabel pierda la belleza y juventud, será Perucho el vínculo indisoluble con los pazos. La imposibilidad de control sobre Sabel, no sólo en cuanto a sus actos sino en cuanto a los deseos que despierta en el marqués, llevarán a éste a ejercer la violencia y el insulto en diferentes oportunidades: “¡Perra..., perra..., condenada...” (Pardo Bazán, 2006: 37). Sabel termina en la categoría de puta particular del marqués y aunque quiere irse, su padre la obliga a hacer la cena y resignarse. La razón de la violencia son los celos: ¿No la ha visto usted? ¿No la ha visto usted todo el día, allá en Naya, bailoteando como una descosida, sin vergüenza? ¿No la ha encontrado usted a la vuelta, bien acompañada? ¡Ah!... ¿Usted cree que se vienen solitas las mozas de su calaña? ¡Ja, ja! Yo la he visto, con estos ojos, y le aseguro a usted que si tengo algún pesar, ¡es el de no haberle roto una pierna, para que no baile más por unos cuantos meses! (Pardo Bazán, 2006: 39).2
No sólo las “mozas de su calaña” inspiran los celos, sino cualquier mujer a solas con un hombre, como posteriormente sucederá con Nucha. Don 2 Señala Pardo Bazán que un refrán español, “a la mujer honrada la pierna quebrada” (1976: 78), resume la voluntad de hacer virtuosa a Sabel, aunque sea a la fuerza. Dijkastra presenta las pinturas de Salomé, en su baile sensual, como un ejemplo de la mujer malvada, depredadora sexual.
HUAMÁN: La belleza es un corsé de acero
Pedro hubiera querido impedir bailar a Sabel porque le molesta su alegría y el que otros hombres puedan verla y desearla. Para esta lógica patriarcal representada por don Pedro, la mujer sólo tiene un rol reproductivo o sexual: no se le ocurre que puede haber camaradería, amistad entre hombres y mujeres. Bajo esta concepción la mujer es siempre un objeto que cumple alguna función para el hombre: “Los hombres dicen de las mujeres, déjenlas que sean ídolos, absorbentes inútiles de las cosas anteriores, siempre que no estemos obligados a admitirlas estrictamente como iguales” (Dijkstra, 1986: 24). Los dos hombres se van a Santiago de Compostela para huir de esa tentación, no sólo el marqués, sino también el propio Julián: “No, no era Dios, sino el pecado, en figura de Sabel, quien lo arrojaba del paraíso... Le agitó semejante idea y se cortó dos veces la mejilla” (Pardo Bazán, 2006: 43). El corte en la mejilla puede entenderse como una prueba de la inquietud, del deseo oculto, de haberse visto frente a sus instintos carnales y negarlos, o como un pequeño flagelo que pretende redimirlos. LAS PRIMAS Al llegar a la casa de sus primas, el panorama para don Pedro es inmejorable: cuatro mujeres solteras y deseosas de casarse. Ellas, como hijas de una buena familia y clase, no podían ejercer ningún oficio sin degradarse, ni mucho menos cultivarse; por tanto, su único destino era el matrimonio o la santidad, como parecía ser el caso de Nucha, por su falta de atributos físicos. La llegada del primo representa para el padre la posibilidad de transferir la tutela de una de ellas; y para ella, la garantía de su porvenir: “en esta idea se funda el porvenir de
la mujer en nuestras sociedades, como que se la veda casi toda profesión u ocupación productiva, y se la imbuye de que su sostenimiento corre a cargo del varón” (Pardo Bazán, 1976: 93). Don Pedro se va a sentir atraído por la más bonita: Rita. Y desdeña a Nucha, quien es descrita de la siguiente manera: “sus ojos, de magnífico tamaño, negros también como moras, padecían leve estrabismo convergente, lo cual daba a su mirar una vaguedad y pudor especiales; no era alta, ni sus facciones se pasaban de correctas, a excepción de la boca, que era una miniatura. En suma, pocos encantos físicos” (Pardo Bazán, 2006: 50). Ahí donde la mujer sólo puede atraer a los hombres por su belleza, la belleza misma parece ser una condena porque generará deseo en los hombres; y, como ellas tienen pocas posibilidades de evitar que un hombre haga su voluntad, esto produce desconfianza. Si en cambio se es fea, o poco agraciada, entonces los hombres no se sentirán atraídos, no buscarán procurarlas, y así la virtud de ellas estará a salvo. En efecto, Sabel y Nucha se presentan como dos opuestos en lo físico y en lo espiritual. Lo que define a Sabel es su sensualidad y desvergüenza, a Nucha su fealdad y pudor. Por su belleza, Rita resultaba atractiva al marqués, pero por eso mismo él dudaba de su virtud. Si la mujer era bella sólo la podía salvar la maternidad, que significa dar a luz un heredero, es decir, un varón: Lo que más cautivaba a su primo, en Rita, no era tanto la belleza del rostro como la cumplida proporción
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del tronco y miembros, la amplitud y redondez de la cadera, el desarrollo del seno, todo cuanto en las valientes y armónicas curvas de su briosa persona prometía la madre fecunda y la nodriza inexhausta. ¡Soberbio vaso en verdad para encerrar un Moscoso legítimo, magnífico patrón donde injertar el heredero, el continuador del nombre! El marqués presentía en tan arrogante hembra, no el placer de los sentidos, sino la numerosa y masculina prole que debía rendir (Pardo Bazán, 2006: 50).
La procreación parece así ser otro elemento erótico en los hombres que juegan con la fantasía de engendrar en las mujeres a otros hombres, fantasía que llegará a un desenlace trágico si acaso la mujer da a luz una niña; entonces el deseo erótico hacia ellas desaparecerá, como sucederá con Nucha. Podemos suponer que en algún momento el atractivo que Nucha tiene para don Pedro es la posibilidad de engendrar un Moscoso legítimo, garantizado por el pudor de ella y hasta cierto punto también por su falta de belleza física. Nos encontramos así ante una lógica contradictoria que descansa toda en el deseo masculino y en la negación de ese deseo masculino que es pensado como una necesidad de generar prole. Esta lógica funciona de la siguiente manera: a los hombres le gustan las mujeres bonitas, las mujeres de cuerpos redondos que puedan dar muchos hijos varones, pero, justamente porque esas son las que gustan a los hombres, ellos asumen que de un modo u otro obtendrán sus favores, por tanto, no se puede estar seguro de que los hijos sean legítimos, que mantengan la sangre. En conclusión, las mujeres bonitas son peligrosas: “No lograba el marqués vencer la irritante atracción que le llevaba
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hacia Rita; y con todo, al crecer el imperio que ejercía en sus sentidos la prima mayor, se fortalecía también la especie de desconfianza instintiva que infunden al campesino las hembras ciudadanas, cuyo refinamiento y coquetería suele confundir con la depravación” (Pardo Bazán, 2006: 56). En la cita vemos claramente cómo el atractivo, el deseo, es acompañado a su vez por la desconfianza. Es así que el precepto de la liviandad moral de las mujeres bellas siempre se cumplirá, equiparando belleza a impudor, porque la mirada que señala el objeto de deseo marca también su inmoralidad: el deseo que evoca es la misma prueba de su falta de virtud. Y si no son las acciones de las mujeres, el pensamiento de los hombres cumplirá ese mandato porque aún no siendo bella, de todos modos es mujer y es, como hija de Eva, una tentadora: “Al postular que todas las mujeres eran potencialmente peligrosas, él justificaba la transformación de cada mujer en objetivo de continua vigilancia” (Tsuchiya, 2011: 7-8). La elección de Marcelina de parte de don Pedro responde al ideal de virgen, madre y esposa imperante, que coincide con las preferencias del capellán, en la medida que se elige a la más devota y recatada: “la prenda más esencial en la mujer es la honestidad y el recato” (Pardo Bazán, 2006: 54). Sin embargo, don Pedro no parece del todo conforme puesto que cuando Julián manifiesta su preferencia por Nucha, el marqués exclama: “¡Hombre! Es algo bizca... y flaca... Sólo tiene buen pelo y buen genio” (Pardo Bazán, 2006: 55). La duda y error de la elección se cumplirá primero en la representación mortuoria del casamiento: “Parecía aquello la comida postrera de los reos de
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muerte” (Pardo Bazán, 2006: 64), y luego, en el nacimiento de la niña, Manolita. La razón de esta desdicha, es decir, el nacimiento de una hija, se atribuía a la debilidad del cuerpo de Nucha, como lo señalan el médico y don Pedro. La mujer ideal para don Pedro sólo se puede definir como una santa: “La hembra destinada a llevar el nombre esclarecido de Moscoso y a perpetuarlo legítimamente había de ser limpia como un espejo... Y don Pedro figuraba entre los que no juzgan limpia ya a la que tuvo amorosos tratos, aún en la más honesta y lícita forma, con otro que con su marido” (Pardo Bazán, 2006: 57). Se presenta la idea de limpieza o su contrario, la suciedad, que sería pasada al hijo. A su vez, toda la honradez del hijo está centrada en la madre. ¿Por qué, si las mujeres ya son pecadoras, centrar en ellas esta tarea prácticamente imposible? Ese es otro elemento contradictorio de la concepción que enfrentan las mujeres en relación con la belleza y la virtud, pues siempre se sospecha que ellas no son virtuosas a causa precisamente de su belleza y el deseo que inspiran en los hombres, por lo que la virtud se hace obsesivamente necesaria al punto de ser imposible. Las mujeres “se encontraban siendo forzadas a la posición de tener que probar su valía por proezas de virtud imposibles de lograr” (Dijkstra, 1986: 20). Si algo de lógica guiara estos supuestos, tendría más sentido que la moral estuviera centrada en la castidad y comportamiento sexual de los varones, pero nunca se llega a ese punto. Por un lado, porque el hombre ya se sabe demasiado aficionado al sexo (al que no quiere renunciar); por otro, por una razón práctica: para no controlar su propia sexualidad.
Finalmente, lo que hará decidir a don Pedro es el rumor de un desconocido, no sabemos si fundado o infundado, contra Rita. Eso marca el destino de Nucha, que será triste, reafirmado por la recomendación de Julián a don Pedro de elegir a Marcelina. En ello se ve que a pesar de los rasgos femeninos de Julián, éstos no son tantos como para ponerse en la posición de Nucha, es decir, adoptar el punto de vista femenino. Por ello, Julián “considera (sin razón) que Nucha sería una buena mujer para don Pedro, y así aconseja a éste casarse con ella, pero no se le ocurre pensar si don Pedro sería un buen marido para Nucha” (Feal, 1987: 216). LA ORFANDAD Al llegar Marcelina a los pazos de Ulloa se topa con la misma realidad que había encontrado Julián. La suciedad, el polvo, el desorden, todo es ejemplo de la falta de moral que reina en esa casa. “Parecía que con la joven señora entraban en cada rincón de los Pazos la alegría, la limpieza y el orden” (Pardo Bazán, 2006: 78). El mismo Perucho siempre está sucio porque representa la ilegítima forma en la que fue concebido, y de un modo, hereda la inmoralidad de su madre, si es que nos atenemos a la lógica naturalista de la herencia: “Sólo se descubría su cabellera, el monte de rizos castaños como la propia castaña madura, envedijados, revueltos con briznas de paja y motas de barro seco, y el cuello y nuca, dorados por el sol” (Pardo Bazán, 2006: 79). Los intentos de Julián, primero, como los de Nucha, después, de limpiar a Perucho, de educarlo, son esfuerzos por revertir en las cosas micro una situación macro apremiante: la de la deshonra y corrupción que reina en los pazos. Sin embargo,
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serán vencidos por el peso de ese orden de cosas: la suciedad, la inmoralidad y la infamia caerá sobre ambos. En ese sentido, Nucha se hermana con Sabel porque ambas son víctimas del sistema patriarcal que reina en la hacienda. El destino de Nucha copia lo que ocurre contra Sabel al inicio: los celos y los golpes que don Pedro le profiere, el deseo de huir y las circunstancias que las retendrán atrapadas y sujetas al marqués. A ese respecto, Feal ha señalado que “La novela, para mí, representa, aunque extremadamente (y por tanto ejemplarmente), un caso típico de opresión social de la mujer. Opresión que incluye a los dos básicos personajes femeninos: Nucha y Sabel, víctimas de una autoridad ejercida a la vez por el padre y el marido” (1987: 218). Recordemos que es don Manuel Pardo, el padre de Marcelina, quien la obliga a casarse, de la misma forma que Primitivo obliga a su hija a quedarse con el marqués. Ambas recibirán, por tanto, los malos tratos de éste, respaldadas por sus padres. Hacia el final de la novela, Julián sale de los pazos para no volver hasta muchos años después, deshonrado por la sospecha de haber tenido amoríos con la esposa del marqués. Y Nucha se muere para cumplir con la condición de pureza que le demandaba su marido, como una última acción que le permitiría entrar en la condición de esposa legítima y “salvar” su reputación. Como señala Dijkstra “los pintores de finales del siglo diecinueve usualmente gustaban de pintar modelos de virtud en un avanzado estado de debilidad física y enfermedad” (1986: 23), “su rostro de mejillas hundidas, hundido en un amasijo de almohadas, mirando desesperadamente —llegó a representar el último ícono de la feminidad virtuosa”
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(1986: 24).3 El cuadro de debilidad y el ataque de histeria que se complica luego con una precaria salud, es parte de la protesta de Nucha, quien, sin mecanismos de poder, sólo tiene su cuerpo como cárcel y también como vehículo de expresión: “La mujer utiliza el lenguaje del cuerpo para protestar contra el destino meramente biológico, cifrado en ese cuerpo, al que se la quiere confinar” (Feal, 1987: 218). La muerte de Nucha cumple así dos funciones. De un lado, una salida a la intolerable situación que le acontece en los pazos, en la que su ser mujer ha sido puesto en cuestión, primero por el alumbramiento de una niña y segundo por la sospecha de infidelidad (con Julián). Pero además, una respuesta al desprecio de su marido por sus amoríos con la criada. Sin amigos, sin familia, condenada al ostracismo y a la soledad, Nucha vive un infierno en vida, lo que provoca que su razón la abandone. Su muerte le permite legitimarse como mujer en un sistema patriarcal en el que si no puede llenar las expectativas del marido, no tiene ya lugar en la sociedad. Es así que “la muerte se convirtió en el máximo sacrificio del ser mujer para el hombre al que había nacido para servir” (Dijkstra, 1986: 29). Las muertes de las otras mujeres de la novela, curiosamente las madres, se pueden interpretar como la devoción de esposas que antes de contradecir a sus maridos, y por tanto hacerse “inmorales”, prefieren entregarles toda su voluntad, alcanzando la santidad del más allá, y a su vez, liberándose 3 Por ejemplo Last Flowers de Louis Ridel, The Convalescent de Leopoldo Romanach, The Sick Woman de Alfred Philippe Roll.
HUAMÁN: La belleza es un corsé de acero
de la opresión masculina en el más acá. Pero ello implicará dejar en el abandono a sus hijas, la propia Marcelina y sus hermanas; y luego a la hija de ésta, Manolita. La misma Sabel es huérfana de madre, su único familiar es el padre, al igual que las primas. Generación tras generación de mujeres que al quedar huérfanas pierden los lazos con la madre, quedan a merced del mundo masculino, y heredan la devoción por el hombre. Si los acontecimientos narrados inclinan la balanza de la razón y la justicia hacia Nucha, su destino marca el orden de cosas imperante. Ella, cuyo pudor era la perla de su personalidad, se ve abandonada y calumniada por su propio marido, desprestigiada al haber dado a luz una niña, una niña inútil para los deseos de trascendencia masculina, del apellido Moscoso. Y Sabel, vituperada tantas veces por don Pedro, queda reina de la casa y legitimada por su hijo, aún a pesar de su origen ilegítimo y de la escandalosa relación que los une. La fuerza masculina de Perucho se impone a la moral, a la clase y a la sociedad. La belleza, sinónimo de desvergüenza, termina siendo la única forma en que la mujer garantiza para sí un lugar en la sociedad, una sociedad que le es a todas luces adversa. LA HUÉRFANA No sólo Sabel, sino también Rita, Manolita, Carmen y Marcelina son huérfanas, una situación muy común en los personajes del siglo XIX español; tal vez, como hemos sugerido antes, por la demanda de santidad que las mujeres (especialmente las madres) debían alcanzar, por la virtud imposible que se le demandaba a las mujeres. Igual pasará con Isidora, quien pierde tempranamente a su madre y, al inicio
de la novela, a su padre, quedando así huérfana de padre y madre. Jaffe ha señalado que La desheredada “es una novela sobre deseo: deseo por una madre, por una familia, por un lugar en el mundo, por belleza, por satisfacción erótica, y por riqueza” (1990: 27), refiriéndose a las condiciones básicas a las que toda persona debería aspirar y que en Isidora se afianzan por su condición de huérfana. El rechazo de la marquesa de Aransis —la madre, la matriarca—, genera en ella la caída moral que la lleva a la prostitución. Si pensamos que se le niega así el acceso al mundo maternal, ella decide entregarse de lleno en el mundo paternal, masculino, de los placeres. Son los hombres los que han alimentado en Isidora la idea de su origen noble y su superioridad de clase, empezando por el padre, Tomás Rufete, luego su tío el canónigo, el marqués viudo de Saldeoro, “en broma” Miquis, el padrino Relimpio; todos interesados en servirse o gozar de su belleza. Y, en cambio, son las mujeres las que se oponen a esa fantasía. La madre (no se le deja hablar y luego muere), Laura Relimpio, sus hijas (Emilia y Leonor), la tía Encarnación, la marquesa. Todas ellas intentan reeducar a Isidora. Laura quiere que trabaje en la costura, la tía Encarnación le da de palos, la marquesa la enfrenta con la realidad. Sin embargo, como las mujeres tienen un rol secundario en la sociedad, fracasan a la hora de encauzar a Isidora. La orfandad significa, en ese sentido, la ruptura con la figura materna que la educará y encaminará en la feminidad organizada, frente a una feminidad basada en la belleza para el usufructo masculino.
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Los rasgos que van a marcar a Isidora hacia la inmoralidad se señalan en la higiene, por la necesidad de limpiarse. Doña Laura dice: “Nos va a arruinar esa... Dios me perdone el mal juicio; pero creo que acabará mal tu dichosa ahijadita. No le gusta trabajar, no hace más que emperifollarse, escribir cartas, pasear y lavarse. Eso sí; más agua gasta ella en un día que toda la familia en tres meses. [...] Esa chica tendrá mal fin” (Pérez Galdós, 1997: 133). Y ante las visitas del marqués, añade: “Sea lo que quiera, esas visitas me apestan” (Pérez Galdós, 1997: 134). No es que Isidora no quiera trabajar, la convicción de su origen noble se contradice con el trabajo, que sólo estaba destinado para las mujeres cuando no tenían ningún otro sustento. Ella, “rica heredera”, no había sido capacitada en ningún oficio y, ocupándose en alguno, desdecía su noble cuna. Su belleza sólo podía brillar realmente en el ámbito aristocrático, el único que tenía la posibilidad de apreciarla y darle el lugar ornamental que merecía. Como con los objetos de arte, sólo la clase pudiente podía permitírselos y destinarles un lugar de honor en sus palacios. La clase media o baja, que forzaba a las mujeres a ocuparse en su casa o fuera de ella, no tenían esa opción: “¡qué melancólica existencia la de esa señorita, sentenciada a la miseria y al ocio, o cuando más al trabajo vergonzante, escondido como se esconde un crimen, porque la clase social a que pertenece la expulsaría de sus filas si supiese que cometía la incongruencia de hacer algo más que ‘gobernar su casa’!” (Pardo Bazán, 1976: 49). La sociedad representada en La desheredada parece estar sustentada en la labor femenina, si pensamos que la mayoría de los personajes
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masculinos no trabajan. La tía Encarnación trabaja (es ella quien obliga a Mariano a hacerlo también). El padrino Relimpio no trabaja; de éste se dice: “Era el hombre mejor del mundo. Era un hombre que no servía para nada” (Pérez Galdós, 1997: 123); tampoco lo hace su hijo Melchor. El marqués de Saldeoro ha perdido su dinero y no trabaja por su posición. Botín parece obtener su dinero más bien de sus influencias y engaños. Es decir, a excepción de Miquis y Bou, a quienes Isidora rechaza, todos los hombres se caracterizan por su incapacidad para el trabajo. Todos son donjuanes inútiles e insolventes. Sin embargo, el foco de la atención no recae en ellos, sino en Isidora, aún cuando son los hombres los de mayores oportunidades de desarrollo: “El hombre, en cambio, tiene abiertos todos los caminos y todos los horizontes; y si nuestra aristocracia masculina quisiese pesar e influir en los destinos de su país, y ser clase directiva en el sentido más hermoso y noble de la palabra, nadie se lo impediría, y se lo alabaríamos todos” (Pardo Bazán, 1976: 41). Aunque quieran presentarse como opuestas, la situación de Isidora en relación con las otras mujeres en la novela son iguales: todas ellas tienen como fin mantener a los hombres; un indicio de la crisis que reinaba en España. Emilia, Leonor y doña Laura trabajan para mantener el estilo de vida de su hijo y mantener al marido. Isidora busca dinero para salvar a Joaquín y de su casa se alimenta también el padrino. La tía Encarnación mantiene al sobrino, aunque luego se revela y lo hace trabajar. El finado Tomás Rufete nunca tuvo un trabajo rentable y con sus fantasías políticas dilapidó la fortuna de su esposa. Y es posible que Virginia, por ser una rica
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heredera, haya sido seducida para tomar mano de su fortuna, cosa que la marquesa nunca permitió. No hay ninguna mujer en ese universo que no sirva a un hombre. Como señala Jaffe, “su relación deseada es con una mujer, Virginia de Aransis y con su madre, la marquesa” (1990: 28). A diferencia de otras búsquedas de linaje asociadas al padre, en este caso el padre no importa, el padre es el causante de la pérdida, desprestigio y encierro de Virginia, la hija de la marquesa. Así que aquí la figura del padre no es la representante del orden ni el prestigio, sino la de la casa Aransis, encarnada en la marquesa, la abuela. Lo anterior tiene sentido en un panorama en el que todos los hombres son inútiles, a excepción de la clase trabajadora representada por Miquis y Bou, quienes, dicho sea de paso, son los únicos que no gozan de la cercanía de Isidora. De esta manera, hay un paralelo con la familia Rufete, porque acorde con lo que señala Encarnación, fueron las locuras y fantasías del padre que hundieron a la madre, minaron su riqueza y la llevaron a la muerte, condenando a su hija a la orfandad y la locura: “Anoche supe que cerró el ojo Tomás... No te aflijas, paloma. Más vale así... ¿Qué vas a sacar de esos sentimientos? [...] Nunca tuvo la cabeza buena, hija, y con sus locuras despachó a tu madre, aquella santa, aquella pasta de ángel, aquel coral de las mujeres” (Pérez Galdós, 1997: 40-41). No es extraño pensar que al igual que Nucha, la mujer adoptó la muerte como salida para no contradecir a su marido y encajar en la feminidad ideal, porque contradecirlo, la habría deshonrado. También en la familia Relimpio es doña Laura quien dispone y las hijas quienes generan el sustento
económico. La muerte de doña Laura deja a su marido a solas con Isidora, tal vez para no seguir contradiciéndolo o impidiéndole la convivencia con su ahijada. Sin embargo, hay que señalar una diferencia entre el mundo de los pazos y el de Madrid: en el campo el patriarcado está respaldado por el poder económico. Aún con las intrigas y dudosas acciones de Primitivo, el marqués tiene tierras, cosecha, empleados, todo un conjunto de elementos que lo validan como proveedor. Todo ello le canjea el derecho de su inmoralidad o, al menos, la decisión de juzgar a los demás moralmente, sin que esos mismos preceptos caigan sobre él. En cambio, la mayoría de los hombres que rodean a Isidora tienen una condición económica inestable: Joaquín, Melchor. Y los que cuentan con ella, sólo están dispuestos a dársela a Isidora a condición de la sujeción —Botín y Bou—; o el vicio —Surupa. Aunque el abandono de Isidora puede leerse como un previo fracaso de todo un linaje masculino (padre, apoderado, padrino, amante), es decir, de un sistema, este reproche es derivado hacia la condición moral de la mujer, que se hace así supuesta causa de la crisis y fracaso social. Desprovista de lazos femeninos que tal vez le hubieran enseñado el amor al trabajo, Isidora es también, por su belleza, enemiga de otras mujeres con quienes es difícil entablar vínculos de fraternidad dado que es percibida con sospecha y tratarla podría ser negativo (sale de casa de Emilia por esa razón). De esta manera, la belleza la deja a merced de los hombres y de su mal ejemplo, entre los que está la holgazanería y el desdén por las labores manuales. Sucede de igual modo en Los pazos de Ulloa: una
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vez que se anuncia la boda de Nucha, ésta pierde el cariño de sus hermanas, especialmente de Rita, lo cual derivará en el despojo de su dote, dejando a Nucha sola y pobre, abandonada a su suerte entre los hombres. Isidora ha perdido su filiación familiar (la que culmina con la muerte de Mariano). Ha perdido su filiación de clase (no tiene la riqueza de los nobles, ni las habilidades de los trabajadores). Ha perdido también su filiación de género (no tiene amistades, ni mujeres de su lado). Permanece así, sola, ante la demanda de devoción masculina, a la que no le queda otra opción que sucumbir. ¡ES BELLA! Bajo la lógica del código napoléonico, que señalaba a la mujer como posesión del hombre, no es casual que, en la trama, la aparición de Isidora ocurra simultáneamente a la muerte de Tomás Rufete. Ella queda, así, “sin atadura” a un linaje o, visto de otra manera, en posesión del género masculino en abstracto. Y, en efecto, la veremos a lo largo de la obra siempre en órbita de algún hombre: de su tío el canónigo; a la muerte de éste, de su padrino y luego, de toda la serie de amantes que tendrá. Esta dependencia de la mujer había sido denunciada, en su lucha por el derecho a la educación, por Emilia Pardo Bazán: “el eje de la vida femenina para los que así piensan (y son innumerables, cumple a mi lealtad reconocerlo), no es la dignidad y felicidad propia, sino la ajena del esposo e hijos, y si no hay hijos ni esposo, la del padre o del hermano, y cuando éstos faltaren, la de la entidad abstracta género masculino” (1976: 75).
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Isidora es bella y la novela marca dicha característica desde muy temprano, cuando se señala “que era más que medianamente bonita, no por cierto muy bien vestida ni con gran esmero calzada” (Pérez Galdós, 1997: 22). Se puede decir, en otras palabras, que era pobre, y sobre que esa pobre chica bonita caía la duda de la inmoralidad. Y la inmoralidad en la mujer bella se prueba por la seducción: Nunca le había parecido tan guapa como entonces. Sus labios, empapados en el ácido de la fruta, tenían un carmín intensísimo, hasta el punto de que allí podían ser verdad los rubíes montados en versos de que tanto han abusado los poetas. Sus dientecillos blancos, de extraordinaria igualdad y finísimo esmalte, mordían los dulces cascos como Eva la manzana, pues desde entonces acá el mundo no ha variado en la manera de comer fruta. Saboreando aquella, Isidora ponía en movimiento los dos hoyuelos de su cara, que ya se ahondaban, ya se perdían, jugando en la piel. La nariz era recta. Sus ojos claros, serenos y como velados, eran, según decía Miquis, de la misma sustancia con que Dios había hecho el crepúsculo de la tarde (Pérez Galdós, 1997: 75-76).
La mención de Eva no es gratuita, no sólo se le retrata como bella sino también como tentadora y sensual, del modo en que se habla de Sabel y de Rita en Los pazos de Ulloa. En la cita se hace un detalle de los rasgos corporales de Isidora, su fisonomía, lo mismo que vimos para Sabel; perfilándose así una imagen mental del cuerpo y facciones de ambas. En cambio, aquellas que no cuentan con el atractivo de la belleza, no serán descritas. Ello redunda en la sexualización y objetivación de la mujer bella y en el efecto
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erótico que su especificación produce en el lector, experimentando lo mismo que el personaje. Los hombres que han alimentado la fantasía de la alta alcurnia de Isidora son los que a su vez gozarán de tener “acceso” a Isidora, como Joaquín Pez, Sánchez Botín, Melchor Relimpio, Frasquito Surupa, Gaitica y luego otros. La excepción sería Miquis cuando cumple el rol de médico, porque recordemos que al principio él también la desea; y el abogado Muñoz y Nones, que está en representación de la casa Aransis, es decir, que está ahí en nombre de la marquesa. Jaffe señala que el problema de identidad en Isidora se deriva de su posición en la sociedad como objeto antes que como sujeto. Toda las relaciones fallan porque en ellas Isidora adopta el rol de objeto: “En todas las relaciones que ella establece con los hombres de la novela, su contingencia es, de hecho, la característica determinante y lo que confirma su estatuto de objeto” (Jaffe, 1990: 28). Sólo con relaciones de dependencia puede tener relaciones más autónomas con Mariano, su hijo, y su padrino, aunque los primeros dos la abandonen en algún punto. Su función de objeto se expresa, a su vez, en que cada hombre con el que está supone que ella comparte los mismos pensamientos que él. En este sentido, quizás el caso más paradigmático sea el de Juan Bou, dado la oposición total que mantiene con sus ideas. Aunque conoce a Isidora, cuya aspiración aristocrática salta a la vista, él conserva la fantasía de que ella piensa como él: Esta gente no gusta de tener frío. ¡Toma!, el frío se ha hecho para el pobre obrero que anda sin trabajo por
las calles. Eso es, hay dos Dioses: el Dios de los ricos, que da cortinas, y el Dios de los pobres, que da nieve, hielo. Isidora, Isidora, ¿no opina usted como yo, no cree usted que esta canalla debe ser exterminada? Todo esto que vemos ha sido arrancado al pueblo; todo es, por tanto, nuestro. ¿No cree usted lo mismo? (Pérez Galdós, 1997: 348).
La posibilidad de ver en Isidora quien comulgue con sus ideas sólo es posible pensando en ella como objeto bello ornamental y no como una mujer, una persona, con identidad, voluntad y deseos. Al inicio de la novela, también Miquis cree encontrar en Isidora la comunión con sus propias ideas: “Usted, señora duquesa, viene, sin duda, de altos orígenes, y ha gateado sobre alfombras, y ha roto sonajeros de plata; pero usted se ha mamado el dedo como yo, y ahora somos iguales, y estamos juntos en un ventorrillo, entre honradas chaquetas y más honrados mantones. La Humanidad es como el agua; siempre busca su nivel” (Pérez Galdós, 1997: 71). Desde el naturalismo que perseguía el autor, podemos entender la confirmación de la locura de Isidora, heredada de la locura de su padre. De su supuesta madre, Virginia, podría haber heredado la inclinación por amores ilícitos, así como su esclavitud y devoción hacia el ser amado, la que Isidora tendrá hacia Joaquín Pez, misma que también a ella la llevará a la ruina. Isidora sólo ama a Joaquín y por ese amor es capaz de todo. Del mismo modo en que su madre amó con totalidad, hasta la tumba, al objeto de su deseo. Se marca así el imperativo del amor como otro de los discursos de sujeción de la mujer, al igual que la belleza.
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Siendo bella y sin recibir la nutrición de las mujeres, ¿qué relación puede tener Isidora con los hombres? Las posibilidades no son muchas porque ella es vista como objeto de deseo; no hay opción de amistad o de relación de pares. De hecho, el único momento en el que ella desea aprender, es motivo de burla: “No sé más que leer y escribir; deseo aprender algo más, porque sería muy triste para mí encontrarme dentro de algún tiempo tan ignorante como ahora. Enséñame tú. Yo me pongo a pensar qué será esto de morirse” (Pérez Galdós, 1997: 67). Se aprecia un genuino interés de cultivarse pero lo que responde Miquis es “Vidita, no te me hagas sabia. El mayor encanto de la mujer es la ignorancia. Dime que el sol es una tinaja llena de lumbre; dime que el Mundo es una plaza grande y te querré más. Cada disparate te hará subir un grado en el escalafón de la belleza. Sostén que tres y dos son ocho, y superarás a Venus” (Pérez Galdós, 1997: 69). El mismo Miquis que al final de la novela querrá reeducar a Isidora, no encontrará ya la voluntad que ella tenía por instruirse: “Si esa mujer fuese educable... Pero si fuese educable (¡eterno problema!), ya no sería chula, ni tendría maldito el chiste” (Pardo Bazán, 1976: 63). Así se llega a otra premisa: la mujer, mientras más tonta más bella; o en todo caso, la de que a los hombres le gustan las mujeres que no compiten con ellos en inteligencia. El filósofo Möbius decía “Protejámos a las mujeres contra la actividad intelectual” (en Dijkastra, 1986: 173). La belleza no sólo seduce a los personajes sino a los lectores, en su mayoría un público masculino. Su belleza es lo que garantiza su trato como objeto de deseo
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en la novela: “ella es bonita. ¿Por qué mostrarla inteligente o incluso estúpida, por qué como falsa o desagradable? ¡Ella es bonita!... ¿Por qué debería tener un corazón, un cerebro, un alma? ¡Ella es bonita!” (Dijkastra, 1986: 181). EL ABANDONO No concuerdo con las lecturas que hacen de la prostitución un ejercicio de autonomía, como es la visión de Jaffe: “La profesión que ella finalmente adopta es un acto de venganza económica pervertida de este tipo de mujeres sobre el deseo erótico de los hombres, por el cual explotan el deseo de los hombres y la autonomía de las mujeres” (Jaffe, 1990: 34). Esta visión la comparte Tsuchiya: En última instancia, sin embargo, ella rechaza la vida que él le propone, la cual está atada tanto literal como simbólicamente a la máquina: la labor frente a la máquina de coser, como sus hijas están haciendo, es rendirse ella misma a la maquinaria de producción del capital, intercambiar trabajo honrado por capital. Ella, sin embargo, redobla su esfuerzo para eludir “la mirada, la intervención y el control” de una maquinaria disciplinaria burguesa que busca regular su deseo y transformarla en un cuerpo dócil (2011: 40).
Lo que Tsuchiya no alcanza a dimensionar es que el cuerpo, como mercancía, es también parte del sistema capitalista, en el que las identidades se venden y se construyen como objetos de consumo. La prostitución no se escapa: alimenta la despersonalización del cuerpo femenino, para ser vestido por los deseos masculinos, cada vez más imperiosos y más poderosos. A su vez, el
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capitalismo establece que toda persona tiene un precio; en vez de fomentar los valores, propone una sociedad en la que todo puede ser comprado o vendido, empezando por el cuerpo, pero también, la dignidad, los sentimientos, los sueños. En concordancia con el naturalismo de Pardo Bazán, la libertad de decisión no puede entenderse como algo absoluto: “Si en principio se admite la libertad, hay que suponerla relativa, e incesantemente contrastada y limitada por todos los obstáculos que en el mundo encuentra” (Pardo Bazán, 1989: 148). Si se rechaza su educación y no está adiestrada en ninguna labor, no es posible que trabaje. Su belleza le impide ser monja porque atrae a los hombres y, por tanto, los hombres la convertirán en mujer pública para acceder a ella. O, dicho de otro modo, intentarán hacerle creer que así se libera de las opresiones, que así “vale” muchísimo más. El gozo que Isidora tiene de su propio cuerpo (Fernández Cifuentes, 1988) es un gozo que se ubica en una posición masculina. La sociedad no ha creado posiciones intermedias, no ha sabido abrir espacios de aceptación para las mujeres, que no se deslicen de lo virginal o lo demoniaco. Pero podemos suponer que la mayoría de mujeres se ubicaba en ese espacio, ni podía haber tantas putas, ni las buenas esposas y devotas cristianas podían llegar a los niveles de santidad requeridos por un poder que deseaba ser absoluto y supremo. En contraste, la situación de los hombres es completamente diferente; en términos sexuales, no sólo tienen libertad en todo sentido, sino que en ellos sí es posible venderse sin dañar ni su moral, ni su legitimidad, ni su posición.
Pensemos en Joaquín Pez, quien se hace marqués por dinero y luego se casa con una rica mujer cubana, tanto por dinero como por conservar su estatus social; él también “se vende”, “se juega como una mercancía”, pero la lectura de su posición social en el intercambio de deseos es aceptada. Pese a que ha llegado a lo más bajo, hay mecanismos y formas de hacerlo subir de nuevo. En cambio, el proceso de degradación de Isidora (que se aprecia por los hombres con los que tiene intercambio sexual), va decayendo y no hay forma de remontarlo en una sociedad que valora la pureza (sexual) en la mujer como condición esencial de su honor. Con su agudo juicio, Emilia Pardo Bazán ya había señalado esa incongruente diferencia: Que el aristócrata sea haragán, derrochador, desenfrenado, frívolo, ocioso; que viva sumido en la ignorancia y la pereza; que sólo piense, como aquel majo de la célebre sátira, en toros y caballos; que no sirva de nada a su patria en particular, ni en general a la causa de la civilización, eso no asusta a las gentes; lo inaudito, lo que nos conduce a la “decadencia” y al “Bajo Imperio” en derechura, es que se sospeche que la marquesa Tres Estrellas tiene un arreglo, o que haya bajado dos centímetros la línea del escote” (1976: 40).
El deseo de libertad que define a Isidora (que no debe ser entendido sólo como perversión o liviandad sexual), se manifiesta en lo que le pide a Joaquín, a cambio del favor de salvarlo de ir a la cárcel: que reconozca a su hijo. En ello queda claro que: “Incluso mientras se mantiene constante en su amor por Joaquín, vendiendo su cuerpo para salvar el honor de él, ella se niega a someterse al matrimonio” (Tsuchiya, 2011: 50).
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Joaquín es el único que no le pide fidelidad o exclusividad, la cual está ya dada por el afecto que ella tiene hacia él. Otorgando su amor, Isidora siente que da mucho más que otorgando su cuerpo. Joaquín, quien podría pasar por proxeneta, “consume” a Isidora como mercancía, hasta que pierde todo su valor, y usa el dinero que ella ha ganado por prostituirse, para su propia conveniencia, sin ponerlo en cuestión. El lugar en el que todo esto ocurre, acorde con la relación entre inmoralidad y suciedad, es un espacio que guarda características de inmundicia: Solo, paseándose meditabundo por la habitación, que es de bajo techo, sucia, con feísimos y ordinarios muebles, todo en desorden [...] Da un gran suspiro, alza los ojos del suelo, y, fijándolos en un espejo que hay en la pared, sucio de moscas y con gran parte del azogue borrado (Pérez Galdós, 1997: 383).
Aunque Isidora quiere ser honrada y noble, como señala Jaffe, el entorno social se lo impide. En primer lugar, tiene una belleza que no concuerda con su clase social. Como ha señalado Luis Fernández Cifuentes, en el caso de Isidora, se trata de “una belleza con un significado” (1988: 301). No se le permite la educación ni está capacitada para ningún oficio, por tanto, en concordancia con el determinismo que la novela plantea, una mujer joven, bella y pobre, sólo puede ser prostituta, especialmente si ha perdido los lazos femeninos que la atan con el mundo de la domesticidad. Queda a merced del mundo de los hombres. Al cortarse su relación con la madre se le corta la naturaleza y la nutrición (Jaffe, 1990: 31). Pero además, también está negada al trabajo en respuesta a su clase, en la
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que el trabajo está mal visto. Pensemos que las hijas Relimpio lo ejercen en su propio hogar, pero no sería lo mismo si lo hicieran fuera de él, dependientes de un jefe, en un espacio público. Por otro lado, Isidora está sujeta también por el discurso del amor, el que la ata hasta el final a Joaquín Pez, salvándolo a él de la ruina, al tiempo que ella se hunde. Situación que también padeciera la madre (y su familia), arruinándose económicamente, para luego morir, y complacer las fantasías de Tomás Rufete. El otro elemento de su sujeción amorosa es su hijo Riquín. La presencia del hijo la emparenta con su madre noble, Virginia, pues la presencia de los hijos es la prueba de una relación sexual ilícita, al no estar ninguna de ellas casada. Al caer enfermo Riquín con la tos ferina, Isidora cae en manos de Melchor Relimpio, pues el viaje a El Escorial por la salud del niño, subvencionado por él, lo pagará ella con su propio cuerpo. Muchos pasos ya la han hecho dejar atrás la moralidad y la virtud, pero se han aceptado en la medida en que los personajes tenían un rango social medio; cuando se junta con un delincuente parece que el contagio es ya inevitable. Al hacerla prostituta se le entrega a todos, personajes y lectores (Tsuchiya, 2011), al pueblo. Vemos de este modo cómo la clase está estrechamente vinculada con el prestigio y la permisibilidad social. Dicho sea de paso, es cuando llega a ser “del pueblo” que se le ignora por completo, aún cuando su vida cobra total autonomía pues, al igual que su tía Encarnación, decide no sacrificarse por otro, asume que nadie la mantendrá y que ella tendrá que velar por sí misma: “la burguesa cree que ha de sostenerla
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exclusivamente el trabajo del hombre. De aquí se origina en la burguesa mayor dependencia, menos originalidad y espontaneidad. La mujer del pueblo será una personalidad ordinaria, pero es mucho más persona que la burguesa” (Pardo Bazán, 1976: 50). LA BELLEZA ES UN CORSÉ DE ACERO Con un verso de la poeta peruana Carmen Ollé, de su libro Noches de adrenalina, resumo las ideas que he desarrollado a lo largo de este ensayo. Las mujeres representadas en las novelas de Emilia Pardo Bazán, Los pazos de Ulloa, y La desheredada, de Benito Pérez Galdós, deben adecuarse a modelos de feminidad que valoran el pudor y la maternidad por encima de todo. La maternidad entendida como la procreación de un heredero varón, el pudor como una condición santa que aleja todo rasgo de sensualidad. Las mujeres bellas, en la medida que tienen los ojos varoniles puestos en ellas, se verán como inmorales. Según su clase social, podrán cumplir el rol de amantes. Es el caso de Sabel y de Isidora —mientras mantuvo parejas únicas relativamente estables. O prostitutas, como sucede con Isidora una vez que ha descendido en la escala social. Es así que la belleza se vuelve un corsé condenatorio que las hace ver como pecaminosas, tentadoras y peligrosas. El rechazo de las mujeres terminará por aislarlas y les impide establecer lazos de solidaridad y fraternidad que les permita forjarse un camino. El deseo masculino las pondrá a merced de los hombres, quienes utilizarán todas las armas para poseerlas. En un escenario en el que la mujer sólo se define por su relación con un linaje patriarcal, el peso de la sensualidad será determinante para
impedirles una vida honrada y, no teniendo otro camino, terminar siendo mujer pública. Por otro lado, las mujeres no bellas destacarán por su virtud; sin embargo, ésta se verá cuestionada ante posibles contrariedades entre ella y el marido. Cualquier acto de disgusto, como no dar a luz un varón, provocará intriga, celos, marginación. A fin de no desdecir al hombre, guardando para sí sus sentimientos y opiniones, muchas mujeres mueren, otorgándole la palabra, como la última y total devoción, al marido. Las madres, las esposas ausentes han dejado su silencio claudicante, como única herencia a sus hijas quienes repetirán el círculo de la vida en torno a un hombre. La virtud se entenderá también como limpieza y por ello los personajes virtuosos se señalan como limpios, mientras que sobre los que pesa algún tipo de duda o han heredado desprestigio por su origen, vivirán en la suciedad. La suciedad o el peligro que representan las mujeres no se relaciona sólo con lo social sino también con lo sexual: “las ideas sobre los peligros sexuales son mejor interpretadas como símbolos de la relación entre partes de la sociedad, como espejos que designan las jerarquías o simetrías que se aplican en el sistema social más grande. Lo que vale por contaminación sexual también vale por contaminación corporal” (Douglas, 1966: 4). La amenaza que significan Sabel, Rita o Isidora para la sociedad, es la del reino de la libertad sexual de las mujeres. No hay espacios de autonomía para la mujer que no estén satanizados. En el siglo XIX no se podía pensar en otro destino para una mujer que ansiara su libertad. Por ello, la prostitución
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no representa una liberación; para el hombre, es la consumación de su deseo, para la mujer, un cambio de sujeción: ya no va a depender de un hombre, sino que va a depender de los hombres como género hegemónico. Así, la prostitución las salva a su vez del único otro camino, la muerte, como condición plena de la virtud. Al centrar en la mujer la honra de la humanidad, se deja en libertad a los hombres, cuyas acciones no pondrían en entredicho el éxito de la sociedad. Dicho sea de paso, las obras hacen una detallada lista de las acciones inmorales de los personajes masculinos que ocurren sin el más mínimo reproche. Sin embargo, es justamente ese comportamiento de los hombres el que pone en peligro a la sociedad. En primer lugar, porque al no pensar en la mujer como una persona sino como un ideal, impulsa a las mujeres hacia la muerte; en segundo lugar, porque los hombres desbocados de sus instintos sin ninguna represión se hacen ociosos e inútiles. Las mujeres, al desaparecer, dejan abandonado el espacio del hogar y el del trabajo, pues son ellas las que representan el sustento silencioso de ese mundo patriarcal que las juzga doblemente y sin piedad.
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HUAMÁN: La belleza es un corsé de acero
BIBLIOGRAFÍA
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Fecha de recepci贸n: 25 de mayo de 2015 Fecha de aceptaci贸n: 24 de septiembre de 2015
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ARTÍCULO
MUJERES, HOMBRES Y VIDA FAMILIAR EN MÉXICO. PERSISTENCIA DE LA INEQUIDAD DE GÉNERO ANCLADA EN LA DESIGUALDAD SOCIAL Olga Lorena Rojas El Colegio de México
PALABRAS CLAVE México, vida familiar, género, desigualdad social ABSTRACT This paper offers a discussion about the analytical relevance of the crossroads between social inequality and gender to account for the wide range of possibilities of relationships between men and women in family life in Mexico. To do this, we consider the advances in social qualitative research undertaken in Mexico on the changes in the organization of family life, product of social, demographic, economic
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AÑO 2. NÚMERO 3. ENERO-JUNIO 2016. PP. 73-101
más desarrolladas.
Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género
RESUMEN En este trabajo se pretende reflexionar sobre la pertinencia analítica de la encrucijada entre la desigualdad social y el género, para dar cuenta del extenso abanico de posibilidades de las relaciones que establecen hombres y mujeres en la vida familiar en México. Para ello, se tomó en cuenta los resultados de diversas investigaciones, sobre todo de corte cualitativo y desde el campo de las ciencias sociales, que han reportado importantes modificaciones en la organización y el funcionamiento de las familias como resultado de los cambios sociales, demográficos, económicos y culturales experimentados en el país en las últimas décadas. Con este objetivo en mente, se pone a prueba la capacidad explicativa de algunas propuestas teóricas que se han desarrollado sobre las transformaciones en la vida íntima, producto de los cambios sociales y culturales que ha traído consigo la modernidad en las sociedades
and cultural changes in recent decades, as well as some theoretical proposals that have been developed on the transformation of intimacy as a result of social and cultural changes that modernity has brought in more developed societies. KEY WORDS Mexico, family life, gender, social inequality
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INTRODUCCIÓN Los abundantes aportes de la investigación social desarrollada recientemente en México —sobre todo a partir de acercamientos cualitativos—, respecto a las modificaciones ocurridas en los papeles desempeñados por hombres y mujeres en la organización y funcionamiento de las familias, nos llevan a reflexionar sobre la pertinencia analítica para el caso mexicano de las actuales discusiones teóricas en torno a las transformaciones en la vida íntima de las parejas y de las familias, producto de cambios sociales y culturales modernizadores en las sociedades más desarrolladas. En este artículo analizamos el alcance de las transformaciones en las identidades y en las relaciones de género en la sociedad mexicana, la cual ha experimentado en poco tiempo importantes transformaciones modernizadoras en materia social, demográfica, económica y cultural, al tiempo que se encuentra caracterizada por la persistencia de profundas desigualdades socioeconómicas. Es esta realidad tan diversa y desigual la que nos lleva a plantear la necesaria articulación analítica entre la desigualdad social y el género, para así dar cuenta de los avances y también de las resistencias respecto a las inequidades existentes en las relaciones que establecen los hombres y las mujeres en el contexto familiar. Los avances conseguidos en el país en materia escolar y laboral por la población femenina han propiciado, sobre todo en las jóvenes generaciones de mujeres urbanas, procesos de autonomía a partir de los cuales comienzan a cuestionar los modelos tradicionales de vida familiar, conyugal y parental. A estos procesos parecen sumarse los hombres
citadinos y de generaciones más jóvenes, quienes muestran cada vez más interés por avanzar hacia el establecimiento de relaciones más íntimas con sus cónyuges y con sus hijos, basadas en la confianza, la equidad y la comunicación. Sin embargo, estos procesos reflexivos, que constituyen un cambio generacional significativo, no se generalizan en la sociedad mexicana debido, en gran medida, a las disparidades y rezagos sociales, económicos y culturales que persisten todavía en amplios sectores poblacionales. De ello trataremos de dar cuenta en este trabajo. MODERNIDAD, CAMBIO SOCIAL Y NUEVAS FORMAS DE INTIMIDAD Con la llegada de la Revolución industrial en el siglo XVIII, en las sociedades europeas se estableció una clara diferenciación entre los ámbitos público y privado. Esta separación permitió consolidar el desarrollo de la familia nuclear y, como parte de ella, una división sexual del trabajo que asignó roles específicos a mujeres y hombres. De esta manera, la función de las mujeres quedó reducida a la reproducción, en tanto que los varones — convertidos en únicos proveedores de sus familias— desempeñaban un trabajo remunerado fuera del ámbito doméstico (Giddens, 1998; Kaztman, 1991). En este contexto social, el papel de las mujeres adquiere relevancia en el ámbito privado puesto que éstas quedaron a cargo del hogar y de la crianza infantil, en tanto que la relación entre padres e hijos se caracterizó por el distanciamiento físico y emocional. La sexualidad femenina quedó confinada al matrimonio y a la reproducción, mientras que la actividad sexual masculina aparecía encubierta por
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un doble modelo: la orientada a la reproducción y la asociada con el amor erótico. En esa época, los lazos matrimoniales estaban basados fundamentalmente en consideraciones económicas, al tiempo que se ejercían fuertes presiones sobre los cónyuges para constituir descendencias numerosas (Giddens, 1998). Sin embargo, ya en el avanzado siglo XIX, como parte de los procesos sociales modernizadores, la formación de grandes descendencias dejó de ser una preocupación y se dio paso a la tendencia de limitar el tamaño de las familias. La formación de los lazos matrimoniales se fue desligando de los vínculos de parentesco y de los juicios de valor económico. Las nociones de amor romántico se difundieron en todos los órdenes sociales y se dio inicio al control de los nacimientos de los hijos. De esta manera, la reproducción comenzó a ser gobernada por el deseo de tener hijos cuando se deseaban realmente. Para la población femenina, el control de la natalidad significó una profunda transición en la vida personal puesto que la sexualidad quedó liberada de la reproducción1 (Giddens, 1998). Los años sesenta del siglo XX marcaron un punto de inflexión en los anales de la familia en los países industrializados, puesto que el modelo masculino del proveedor único del sustento familiar dejó de ser la norma. Las tasas de participación de las mujeres casadas indicaban que la mayoría de las familias registraban a los dos cónyuges en la fuerza de trabajo (Kaztman, 1991). En estas sociedades modernizadas la emergencia del movimiento feminista, el incremento de la fuerza de trabajo 1 De hecho, esta sexualidad separada de su integración ancestral con la reproducción y el parentesco fue la condición previa de la revolución sexual de las décadas de los años sesenta del siglo pasado (Giddens, 1998).
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femenina y la proliferación de los hogares de doble proveeduría propiciaron que los hombres empezaran a revalorar su participación en la crianza de sus hijos. Producto de estas transformaciones comenzó a utilizarse el concepto del “nuevo padre” como resultado tanto de la necesidad de los hombres de desarrollar una relación más cercana y afectiva con sus hijos, como de la demanda femenina que necesitaba de mayor colaboración en el cuidado de los hijos mientras su desempeño en el mercado de trabajo se expandía (Engle y Breux, 1993). Esta modificación en el papel de los padres implicaría un cuestionamiento y ruptura con el ideal paterno patriarcal basado en un principio de jerarquía, caracterizado por el hombre que es fuerte, proveedor exclusivo, cabeza de familia y autoridad reconocida por su esposa y por los hijos (Olavarría, 2002). Desde la teoría sociológica se señala que en las sociedades modernas estas transformaciones han venido a formar parte de un proceso de reconstitución de la intimidad que, en opinión de algunos, daría paso a la democratización de las relaciones interpersonales, de la vida diaria, de la esfera privada y de la vida personal. El origen de esta apertura democrática en las relaciones personales se encontraría en la emergencia de una “nueva relación” no sólo en el área de la sexualidad sino también en las relaciones entre padres e hijos, puesto que se reforzaría la idea de que los padres deben fomentar lazos emocionales con sus hijos, reconociendo su autonomía. Por consecuencia, al ponerse sobre la mesa de discusión la calidad de la relación de los padres con sus hijos, la intimidad debe sustituir el carácter autoritario de la figura paterna (Giddens, 1998).
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Conforme nos adentramos en el siglo XXI, este cambio y democratización de la vida personal, así como de las relaciones sociales, se estaría generalizando entre las sociedades modernas. Esta nueva forma de relación, es decir de “intimidad”, sería evidencia de un deseo de mayor individualismo y de la emergencia de un patrón en el que las personas estarían ganando mayor control sobre sus vidas, en contraste con las limitadas opciones del pasado.2 Esta posibilidad de elección estaría acompañada de importantes transformaciones en las relaciones de género puesto que implicaría la ruptura con los significados tradicionales que se tenían de lo masculino, de lo femenino y también sobre la familia. Para gran parte de la población de las sociedades industrializadas, estos cambios ofrecerían la posibilidad de elegir la manera de vivir su vida, en el marco del establecimiento de relaciones más democráticas. Por ello se señala que la intimidad estaría siendo moldeada por el desarrollo de una ideología individualista, en la cual las opciones personales comienzan a proliferar antes que las grupales —y que estaban relacionadas con la parentela y con los linajes. Sin embargo, se reconoce que esta expansión de las posibilidades para elegir cómo ser y cómo relacionarse con los demás, conlleva incertidumbre e inseguridad, es decir una sensación de riesgo e inestabilidad (Plummer, 2003). Es importante subrayar que la democratización de la vida íntima requeriría como condiciones la negociación y la discusión abierta de los miembros de la pareja, así como autonomía de cada uno 2 En esta nueva intimidad se encontraría subyacente una ética posmoderna que reconoce la importancia de la libertad, justicia, igualdad, cuidado y reconocimiento (Plummer, 2003).
y libre comunicación como medio de expresión de las necesidades individuales. Este modelo de relación presupone igualdad y un acuerdo equitativo negociado para conseguir un equilibrio en las tareas y recompensas que cada uno juzgue aceptables en el marco de la vida matrimonial y familiar. Se trataría de construir una división del trabajo diferente a la heredada del pasado, que estaba basada sobre criterios preestablecidos e impuestos por recursos económicos desiguales que pesaban sobre la relación, así como por la preponderancia de la autoridad y el poder masculinos (Giddens, 1998). Se considera que los cambios en la vida de las parejas, y en la relación entre padres e hijos, constituyen una parte fundamental de las profundas transformaciones que las sociedades modernas han experimentado durante los últimos tiempos y que atañen a la vida cotidiana de las familias. En este contexto, la calidad de los vínculos se habría modificado de forma sustancial, poniendo en evidencia el debilitamiento de las estructuras e instituciones tradicionales y patriarcales, tales como el género, la Iglesia y el parentesco, que gobernaban la vida y las opciones de las personas y de las familias. Estas transformaciones sociales y culturales han implicado una creciente autonomía individual y la emancipación económica de las mujeres, quienes demandan una mejor calidad en sus vínculos con los hombres y menos asimetría en las relaciones de género (Plummer, 2003). En materia demográfica, en dichos países, estos cambios se han traducido en un incremento en la posposición de la edad a la primera unión, una mayor incidencia de la procreación en relaciones de cohabitación o extramaritales, además de un
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incremento en la disolución de las uniones, de las familias reconstituidas y de los hogares con doble proveedor, todos ellos elementos de lo que se denomina como la “segunda transición demográfica” (Lesthaeghe, 1995). Sin embargo, otros teóricos que cuestionan el excesivo optimismo relacionado con la transformación de la vida íntima, consideran que no se puede pensar que estos cambios estén generalizados o que impliquen una ruptura total con el orden social patriarcal del pasado. De hecho, aún en las sociedades más industrializadas, la investigación empírica ha observado que esta transición no ha sido tan tersa ni directa. En la vida diaria de las personas, de las parejas y de las familias, los ideales y los esfuerzos prácticos por una mayor igualdad e intimidad entre hombres y mujeres coexisten todavía con inequidades y estereotipos de género (Jamieson, 1999). Por otra parte, se señala que la vida de la población de mayor edad en las sociedades desarrolladas, al igual que la mayoría de las poblaciones de las sociedades consideradas en desarrollo, todavía está regida por la tradición a pesar de que han empezado a entrar en el mundo de la modernidad. En estas sociedades tradicionales difícilmente existe la noción de que las personas, como seres individuales, tienen acceso a opciones. Las intimidades tradicionales continúan siendo la norma de muchas comunidades en las cuales la gente vive rodeada de sus familias, y cuya existencia permanece regida por órdenes sociales fuertemente patriarcales y/o religiosos que indican con quién se debe contraer matrimonio, cuándo tener hijos, qué tipo de sexualidad ha de ejercerse; en suma,
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cómo vivir la vida, restringiendo las posibilidades de elección. El confinamiento en estrechos y específicos roles es más acentuado, y claramente visible, en sistemas sociales basados en la exclusión y marginación, como producto de desigualdades extremas como las de género, clase social, étnicas y generacionales (Plummer, 2003). En esos contextos tradicionales los sueños de amor romántico han terminado por conducir a las mujeres a una sujeción doméstica. El carácter subversivo del amor romántico queda frustrado por la asociación del amor con el matrimonio y la maternidad, así como por la idea de que el amor verdadero, una vez encontrado, es para siempre. El resultado termina siendo —muy seguramente— años de infelicidad en los que un matrimonio efectivo, aunque no gratificante, se encuentra sustentado por una estricta división del trabajo entre los sexos y con el dominio del esposo3 (Giddens, 1998). Al estar regidas por el autoritarismo, este tipo de relaciones matrimoniales —y cualquier otro tipo de relación, incluida la existente entre padres e hijos—, se caracteriza por ser jerárquica. Sin embargo, este orden genera cierta seguridad a las personas implicadas en ellas, puesto que provee de una normativa y un conjunto de significados compartidos por todos y a partir de los cuales se establecen expectativas y roles que cada quien debe cumplir en materia de género, sexualidad y reproducción (Plummer, 2003). 3 En este contexto, resalta la importancia del confinamiento de la sexualidad femenina al matrimonio para constituir el distintivo de una mujer “respetable”. Esto ha permitido a los hombres mantener su distancia del ámbito de la intimidad y a las mujeres mantener la condición de casada como objetivo primario (Giddens, 1998).
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En este orden de ideas, conviene señalar que los prolongados procesos de transformaciones sociales y económicas ocurridos en los países de industrialización temprana (considerados desarrollados) contrastan con la relativa rapidez con que, en las sociedades latinoamericanas, se produjeron las transformaciones socioeconómicas modernizadoras que tuvieron importantes efectos sobre la organización familiar. En este intenso proceso de cambio, destaca la acelerada industrialización y urbanización registrada a principios del siglo XX en América Latina, la cual propició que el ajuste de las estructuras familiares a las nuevas circunstancias estuviera sujeto a presiones contradictorias, particularmente entre las familias migrantes del campo a la ciudad. Por un lado, la inercia de los patrones culturales tradicionales y el traspaso de pautas de fecundidad rurales a las ciudades empujaron hacia el mantenimiento de la mujer en el hogar y la asignación del papel de proveedor a los varones. Y por otro lado, el intenso crecimiento de las ciudades —sobre todo a partir de la década de los años cincuenta del siglo pasado— contribuyó a la perpetuación de la desigualdad social y a la ampliación de la población en situación de pobreza en los márgenes de los nuevos contextos urbanos (Kaztman, 1991; Olavarría, 2004). Asimismo, la crisis económica de los años ochenta del siglo XX en las sociedades latinoamericanas, además de las políticas de ajuste, la reformulación del papel del Estado, la creciente precarización del empleo masculino —tanto en los montos de su remuneración como en la estabilidad de sus puestos—, contribuyeron a deteriorar severamente la capacidad de los hombres de estratos
populares urbanos para mantener a sus familias. Lo anterior dio paso a que se incrementara de forma considerable la tasa de participación femenina en el mercado laboral, tanto formal como informal, para complementar los insuficientes ingresos de sus compañeros (Olavarría, 2004). Aunado a ello han de tenerse en cuenta los avances en los niveles educativos de la población y la rápida reducción de la fecundidad, que ampliaron la disponibilidad laboral de las mujeres casadas. Todos estos procesos han contribuido a transitar del modelo familiar de “hombre proveedor” al de familias de doble ingreso, poniendo en cuestionamiento el papel del varón como proveedor único en las familias, así como la centralidad del poder y la autoridad en la figura del jefe del hogar (Arriagada, 2010; Kaztman, 1991; Olavarría, 2004). Si bien la proliferación de hogares de dos proveedores en diversos países de América Latina ha obligado a una flexibilización del sistema de roles familiares, es conveniente señalar que en estos procesos de cambio se observa una superposición de modos tradicionales de simbolizar la autoridad y la división sexual del trabajo, junto con negociaciones por una mayor igualdad entre hombres y mujeres. Por ello se advierte la necesidad de revisar la distancia que existe entre los procesos reales de cambio y los procesos de democratización de las familias4 (Olavarría, 2004; Schmukler, 1998). 4 La búsqueda de una democratización en las familias latinoamericanas implicaría generar en los hombres actitudes más flexibles con respecto a su papel en el hogar y el establecimiento de mayor igualdad en varios aspectos de la vida familiar, tales como la división sexual del trabajo doméstico, las decisiones familiares, la generación y el control de los ingresos, la distribución de los recursos familiares, las prácticas anticonceptivas de la pareja y la realización de
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Puede decirse que el proceso modernizador o de desarrollo social, económico y cultural en América Latina ni ha seguido una trama lineal y uniforme, ni se ha generalizado. Por ello, no puede hablarse en sentido estricto de un proceso de “modernización”, sino más bien de la coexistencia de diversos patrones sociales y culturales, algunos conservadores y otros emergentes, de los cuales surgen transformaciones en la organización de la vida familiar y conyugal, en las cuales persisten contradicciones en las concepciones, las conductas y, por supuesto, en el orden de género (Nehring, 2005). Si bien la región latinoamericana se encuentra inmersa en los procesos globalizadores que acentúan la interculturalidad moderna, siempre existen resistencias a las fuerzas que minan la autonomía de las tradiciones locales. Hay un rechazo a aceptar estas formas de hibridación porque generan inseguridad en las culturas y conspiran contra la autoestima etnocéntrica. Por ello, puede decirse que en América Latina las tradiciones aún no se han ido y la modernidad no acaba de llegar (García Canclini, 1990). MÉXICO: UN ESCENARIO DE SIGNIFICATIVOS CAMBIOS SOCIALES Y CULTURALES PERO NO GENERALIZADOS México, como toda la región latinoamericana, experimentó transformaciones económicas y sociales muy intensas en un periodo relativamente corto. Como resultado de ese proceso de modernización, la sociedad mexicana dejó de ser predominantemente rural5 para ser eminentemente actividades extradomésticas (Kaztman, 1991; Schmukler, 1998). 5 A mediados del siglo pasado la población rural abarcaba el 57% del total nacional, en tanto que en 1990 constituía tan sólo el 34.4%, mientras que a principios del siglo XXI
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urbana e industrializada. Así mismo, en muy poco tiempo se consiguieron avances sustantivos en la masificación de la educación y en la elevación de los niveles educativos de la población en general, además de un acceso generalizado a los servicios de salud y de planificación familiar.6 Todo ello tuvo como resultado un significativo descenso de la fecundidad,7 la disminución del tamaño de los hogares8 y un incremento de la participación femenina en el mercado de trabajo.9 A estos cambios se agregó una transformación social y cultural, nutrida por los procesos de secularización, modernización y globalización, que provee de discursos sobre la igualdad y la libertad, así como de diferentes patrones y concepciones sobre cómo debe ser la vida sexual, en pareja, en decreció al 31% (INEGI, 2005). 6 En 1976, una de cada tres mujeres en edad fértil regulaba su fecundidad mediante el uso de algún método anticonceptivo; para 1982 esta proporción se incrementó hasta alcanzar el 48%, en tanto que hacia 1995 ya era del orden de 66.5% (Hernández, 2001). Se estima que actualmente casi el 80% de las parejas regula su fecundidad con algún anticonceptivo (Rojas, 2008a). 7 El significativo descenso de la fecundidad constituye una de las transformaciones demográficas más relevantes registradas en México durante los últimos 30 años del siglo pasado. En los años sesenta del siglo XX, las mujeres mexicanas tenían en promedio siete hijos, en 1986 ya habían reducido su fecundidad a 3.8 hijos, para 1998 era del orden de 2.6 hijos, mientras que en la actualidad su fecundidad se ha reducido a poco más de dos hijos. En esta importante transición de la fecundidad, las mujeres mexicanas han desempeñado un papel protagónico, pues sobre ellas ha descansado gran parte de la práctica anticonceptiva moderna que ha permitido espaciar y limitar la descendencia (CONAPO, 2006). 8 El tamaño promedio de los hogares en 1970 era de 5.3 miembros, en tanto que hacia 2010 era de 3.9 (García y Oliveira, 2014). 9 La tasa de participación laboral femenina en los años setenta era del 17%, a mediados de los años 90 se incrementó al 30% y actualmente alcanza el 44% (García y Oliveira, 2014; Rodríguez y García, 2014).
ROJAS: Mujeres, hombres y vida familiar en México
familia, y la educación de los hijos; herramientas accesibles principalmente para la población urbana y con elevados niveles de escolaridad (Amuchástegui, 2001; Esteinou, 2008; Szasz, 1998a, 1998b, 2001).10 Por otro lado, es importante llamar la atención sobre la relatividad de estos cambios en la sociedad mexicana. En materia sexual y reproductiva el discurso religioso coexiste todavía con la información científica difundida en las escuelas, las políticas de población, los medios de comunicación y las intensas campañas de planificación familiar y de prevención del VIH/sida. Como resultado, las concepciones y las prácticas sexuales en el país están adquiriendo significados nuevos y diversos, sobre todo entre la población joven y de ámbitos urbanos. Por ello el contexto cultural mexicano es considerado hoy como heterogéneo, complejo e híbrido (Amuchástegui, 2001; Nehring, 2005; Szasz, 2001, 2008). El conjunto de estas transformaciones ha impactado desde luego en la estructura y el funcionamiento cotidiano de las familias mexicanas, al tiempo que ha contribuido a modificar los significados y los comportamientos sexuales y reproductivos de la población y, por tanto, algunas dimensiones de las relaciones y de las identidades de género. En los sectores sociales mejor posicionados se están registrando procesos de redefinición de las imágenes sociales sobre lo femenino y lo masculino (Ariza y Oliveira, 2004; García y Oliveira, 2005, 2006; Oliveira, 1998). 10 Es muy probable que gracias a este mayor acceso a discursos y bienes culturales, la población de la clase media construya su identidad individual de forma más reflexiva con discursos y repertorios más igualitarios y libertarios que el resto de la población (Esteinou, 2008).
Se señala, por estos motivos, que en el contexto particular mexicano, la constitución de las relaciones de género tendría que ser entendida a partir de la consideración de procesos de modernización y de globalización cultural, pero también a partir de la mezcla e interpenetración de elementos culturales heterogéneos provenientes de fuentes internas y externas. Las relaciones de género en México — sobre todo desde comienzos de la década de 1980— se han vuelto mucho más complejas, puesto que ciertos patrones tradicionales coexisten con nuevas alternativas accesibles para la población mexicana en materia de creencias y prácticas (Nehring, 2005). La década de los años ochenta en México constituyó un parteaguas que marcó el comienzo de un incremento sistemático en la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo.11 Este hecho ha tenido importantes consecuencias en el funcionamiento de las familias puesto que se han configurado las condiciones para un cambio en la estructura de roles entre hombres y mujeres, así como en la relación de poder existente y que había concedido amplias prerrogativas en la toma de decisiones a los varones.12 La actividad económica de las mujeres mexicanas, 11 A partir de los años ochenta, las subsecuentes y recurrentes crisis económicas, además de la reestructuración productiva y el impulso a la terciarización económica, han venido a configurar un panorama de incertidumbre e inestabilidad al erosionar el funcionamiento de los mercados laborales. En las décadas más recientes se han profundizado las desigualdades sociales ya existentes, así como la precariedad laboral, cuestiones que generan fuertes presiones y restricciones en el nivel de vida de las familias (Ariza y Oliveira, 2004; Rendón, 2004). 12 Aunque sigue siendo predominante el modelo familiar de tipo nuclear, se han incrementado los hogares con jefatura femenina, los hogares unipersonales y aquellos de doble proveedor, todos estos arreglos restan importancia de manera creciente al modelo tradicional del jefe varón proveedor único (Ariza y Oliveira, 2004).
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sobre todo de las casadas,13 fuera del hogar, ha favorecido una flexibilización en la división del trabajo familiar que en ocasiones se traduce en un incremento de la participación masculina en el ámbito doméstico, sobre todo en lo que se refiere al cuidado de los hijos (García y Oliveira, 2006; Rojas, 2008b; Rojas y Martínez, 2014). La incorporación masiva de las mujeres al trabajo extradoméstico ha sido posible gracias al aumento de sus niveles de escolaridad,14 al descenso de la fecundidad, además del aumento de la edad al matrimonio,15 todo lo cual ha propiciado que actualmente las mujeres mexicanas puedan dedicar menos años de sus vidas y menos horas diarias a la crianza de sus hijos que antes. Además, al aumentar los divorcios y las separaciones, muchas mujeres se convierten en jefas de familia y proveedoras del sustento de sus hijos. El incremento sustantivo de las tasas de participación femenina en el trabajo extradoméstico y la tendencia generalizada al descenso de las tasas masculinas reflejan claramente 13 A pesar de que las mujeres que son esposas del jefe del hogar tienen un menor nivel de actividad económica que las jefas de hogar, las hijas u otras parientes, duplicaron su presencia económica entre 1991 y 2011, de 28% a 45% (García y Pacheco, 2014). Por otro lado, se ha documentado que en el último decenio del siglo pasado, las familias nucleares con hijos y de doble proveeduría aumentaron de 9.3% a 19%, en tanto que las de proveedor varón exclusivo disminuyeron de 59.9% a 49.4% (López y Salles, 2006). 14 Las mujeres mexicanas han aumentado considerablemente su acceso a los sistemas educativos. En 1970 tenían en promedio 3.7 años de escolaridad, en tanto que hacia 1999 alcanzaban 7.7 años. Su acceso no solamente se ha ampliado en los niveles básicos, también han incrementado su incorporación a la educación superior. No obstante, las mujeres rurales todavía tienen importantes desventajas con respecto a sus pares urbanas (CONAPO, 2014). 15 La edad promedio a la primera unión conyugal de las mujeres aumentó de 18.8 años en la década de los setenta, a 23.1 años en 1997 (Rendón, 2004).
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la pérdida de la importancia del modelo familiar de un proveedor único varón en el país (Rendón, 2004). Esta creciente participación económica femenina en el mercado de trabajo ha tenido consecuencias importantes en la manera de pensar de las mujeres, sobre todo de clase media, puesto que ahora su posición social e identidad ya no están ancladas al matrimonio y a la procreación. Para ellas tener un trabajo es tan importante como casarse y conformar una familia. Este hecho está produciendo una redefinición de roles y, por lo tanto, procesos de negociación entre los cónyuges que derivan en tensiones y conflictos que pueden conducir en ocasiones a la disolución de los matrimonios (Esteinou, 2008; Nehring, 2005). En efecto, en el país las bases del matrimonio están cambiando puesto que las personas evalúan con más frecuencia su matrimonio y sus vidas como pareja en función de las satisfacciones emocionales y afectivas que pueden obtener. Por ello está perdiendo peso la influencia de la familia, de la parentela y de la normativa religiosa, todas ellas instituciones patriarcales. Al parecer, hombres y mujeres comienzan a percibir que tienen mayor control sobre sus vidas y por ello cuestionan las ideas precedentes sobre la familia como institución reproductora de la especie que dejaba en un segundo plano la búsqueda del placer sexual y de la felicidad en la vida conyugal. Esto habla de la existencia de mayores niveles de libertad de las parejas puesto que hombres y mujeres pueden decidir, con mayor autonomía que antes, romper la unión conyugal.16 16 En el país las uniones matrimoniales se han caracterizado a lo largo del tiempo por su marcada estabilidad, puesto que históricamente se han observado bajas tasas de divorcio y de separación, sobre todo si se compara con la experiencia de
ROJAS: Mujeres, hombres y vida familiar en México
Sin embargo, hay que señalar que el divorcio en México es más frecuente en ámbitos urbanos y entre las generaciones más jóvenes, lo cual apunta hacia procesos de individuación relacionados con importantes cambios culturales registrados en estos sectores sociales17 (Esteinou, 2008; López y Salles, 2006). Actualmente, y en buena medida a raíz de su avance en materia de escolaridad y de su relevante desempeño en la fuerza de trabajo, las mujeres han empezado a cuestionar su papel de sumisión frente a los hombres, e intentan establecer relaciones de género más igualitarias en el ámbito conyugal. Estas resistencias femeninas respecto a las estructuras de roles y de autoridad se presentan con mayor frecuencia entre las mujeres más jóvenes, con mayor escolaridad, asalariadas, que controlan una mayor cantidad de recursos y que asumen un mayor compromiso con el trabajo fuera del hogar (García y Oliveira, 1994; Oliveira, 1994, 1998). Con ello nos damos cuenta de que estos cambios no abarcan a la totalidad de la sociedad mexicana; en realidad se ubican principalmente entre los estratos sociales con mejores condiciones de vida, mayores niveles educativos y de ámbitos otros países, aún de la región latinoamericana. Sin embargo, la disolución de las uniones ha registrado recientemente un aumento puesto que en los años cincuenta la tasa de divorcios era apenas del 4.4%, en tanto que para el año 2007 alcanzaba el 13% y, actualmente, cerca del 14.5%. (García y Rojas, 2004; López y Salles, 2006; Ojeda, 1989). 17 Al respecto, se señala que el aumento en la escolaridad y en la participación laboral de las mujeres son factores que pueden facilitar, hoy más que antes, la ruptura de uniones conyugales no satisfactorias y la constitución posterior de hogares independientes (García y Rojas, 2004). Además, se ha observado que entre las mujeres profesionistas existen proporciones más altas de divorcios que entre los hombres (López y Salles, 2006).
urbanos. Entre la población de sectores obreros, populares, rurales e indígenas se observan resistencias a la posibilidad de modificaciones en la vida familiar y conyugal, prevaleciendo relaciones muy inequitativas, sobre todo en lo que se refiere la división sexual del trabajo y a la esfera de la sexualidad (Ariza y Oliveira, 2004; Bellato, 2001; García y Oliveira, 1994; González, 2014; Oliveira, 1994, 1998). A partir de todos estos elementos podemos decir que si bien la sociedad mexicana ha experimentado un proceso de modernización socioeconómica y de diversificación cultural profundo, estos cambios no han alcanzado a modificar las estructuras de género en todos los grupos sociales. Ahora bien, este alcance diferenciado en las transformaciones sociales y culturales ha producido una mayor complejidad, así como una multiplicidad de formas de funcionamiento familiar y de relación entre hombres y mujeres. Nos interesa por ello profundizar en el análisis de los alcances de las modificaciones en los papeles femeninos y masculinos en la vida familiar tomando en consideración la desigualdad social persistente en el país.18 Queremos reflexionar hasta dónde las mujeres y los hombres mexicanos han ido abandonando los ideales patriarcales y en su lugar tratan de conformar relaciones más democráticas y equitativas en el funcionamiento cotidiano de las familias. Para llevar a cabo este análisis tomamos 18 México es un país donde la pobreza y la desigualdad social se han manifestado de manera persistente y generalizada. Prueba de que el patrón distributivo mexicano es concentrador y excluyente, es que en 2012 vivían en la pobreza 53.3 millones de mexicanos, en tanto que 11.5 millones estaban en condiciones de miseria absoluta (CONEVAL, 2012; Mora y Oliveira, 2014).
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como eje argumentativo la desigualdad social y económica prevaleciente en el país. TRANSFORMACIONES Y PERSISTENCIAS EN LAS RELACIONES DE GÉNERO: UN ANÁLISIS POR SECTORES Y ESTRATOS SOCIALES Antes de que entraran en un proceso de transformación, las familias mexicanas eran unidades con una clara y estricta división del trabajo y de roles.19 Estaban orientadas y centradas en los hijos, quienes eran el centro de atención y preocupación de ambos padres. Las madres, con una actitud abnegada y sacrificada, se hacían cargo de las tareas domésticas en función de las necesidades de los hijos y del esposo. Los padres se centraban en cumplir con el ideal paterno a partir del cual lo primordial era asumir su papel como proveedores únicos para asegurar el sustento familiar y la educación de sus hijos. Su presencia en el hogar generaba temor y respeto; el vínculo con sus cónyuges y con sus hijos estaba regido por una fuerte jerarquía y una clara distancia emocional que impedía el desarrollo de relaciones más igualitarias e íntimas. La relación de los hijos con este tipo de padres estaba caracterizada por la obediencia y 19 En la época de expansión económica, de los años cuarenta a los setenta del siglo pasado, se registró un periodo de auge y declive del modelo de industrialización por sustitución de importaciones. En su fase expansiva se registraron altas tasas de crecimiento económico, constituyendo una época de bonanza y de importante movilidad social de la población. En ese tiempo predominaron estructuras familiares nucleares y numerosas, encabezadas por el jefe varón como proveedor único. La participación económica femenina era muy baja debido a las fuertes cargas familiares para las mujeres, sus escasos niveles de escolaridad y las pocas oportunidades que había para ellas en el sector industrial, que estaba fuertemente masculinizado (Ariza y Oliveira, 2004).
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la subordinación. Era frecuente que estos padres educaran a sus hijos con una disciplina muy estricta y recurrieran al castigo severo para corregir sus comportamientos (Esteinou, 2008; Rojas, 2008b). En este modelo de familia, la maternidad constituía el eje organizador de las vidas de las mujeres y solamente a través de ella podían obtener legitimidad y reconocimiento social (Nájera, et al., 1998). En contraposición, el ideal paterno, que corresponde al modelo de masculinidad dominante, determinaba para los hombres adultos la obligación de trabajar de manera remunerada, constituir una familia, tener hijos, ser la autoridad y los únicos proveedores del hogar. La paternidad —en el sentido de concebir y engendrar hijos— era uno de los pasos fundamentales del tránsito de la juventud a la adultez (Olavarría, 2002). Esta figura tradicional del padre se caracterizaba por centrar su participación en el cumplimiento de la responsabilidad por el bienestar físico y material de sus hijos, así como en la enseñanza y preparación de los mismos como futuros proveedores (Gutmann, 1996; HernándezRosete, 1996; Vivas, 1996). Sin embargo, de acuerdo con los hallazgos de la reciente investigación social, se sabe que este panorama está en vías de transformación puesto que los cambios económicos y sociales ocurridos en México, relacionados con el aumento de la participación laboral femenina, los avances en los niveles educativos de la población y la creciente precarización laboral de la población masculina, han contribuido a reestructurar los arreglos laborales de los hogares20 y la relación de poder 20 La modificación de la estructura sectorial del empleo, resultante de la nueva estrategia económica desarrollada a partir
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entre hombres y mujeres (García y Oliveira, 1994, 2006; Oliveira, 1998). Hay que señalar que si bien la creciente actividad económica femenina ha ampliado sus aportaciones monetarias dirigidas a satisfacer las necesidades de consumo básico de los hogares —que podría significar un cambio importante en los papeles masculinos y femeninos—, ello no ha implicado necesariamente una modificación profunda de la división sexual del trabajo, de forma que se garantice una responsabilidad equitativa de hombres y mujeres. De hecho, la tensión entre la inserción laboral femenina y las —cada vez mayores— dificultades que enfrentan los varones para desempeñarse como proveedores exclusivos del sustento familiar, es vivida en forma conflictiva en no pocos hogares mexicanos (García y Oliveira, 1994). Diversas investigaciones sociales han constatado que los varones se involucran apenas de manera esporádica en las labores de la casa, y cuando se logra su participación muchas veces se debe a la presión ejercida por sus cónyuges y, sobre todo, cuando las esposas desempeñan una actividad económica extradoméstica (García y Oliveira, 1994; Oliveira, 1998; Rojas, 2010; Rojas y Martínez, 2014). de los años ochenta del siglo XX, trajo aparejada una creciente feminización de la fuerza de trabajo, puesto que el sector más dinámico en la generación de empleos fue el de los servicios, caracterizado tradicionalmente por una importante presencia de mujeres. En contraste, las actividades con predominio de la fuerza de trabajo masculina vieron mermada su capacidad para generar empleos al ser afectadas por la competencia externa y la reestructuración productiva. Este es el caso de la agricultura, la industria extractiva y una parte de la industria manufacturera orientada al mercado interno (Rendón, 2004).
Sin embargo, también se cuenta con evidencias de que entre las jóvenes generaciones masculinas hay un incremento de su participación en los cuidados y la crianza de sus hijos. Esta mayor participación en la formación y educación de los pequeños ha permitido la conformación de relaciones más cercanas y afectuosas entre padres e hijos. Al parecer, estos hombres intentan ampliar su papel más allá de la mera procreación de los hijos y de la proveeduría del ingreso familiar (García y Oliveira, 2006; Gutmann, 1996; Hernández-Rosete, 1996; Nava, 1996; Rojas, 2007, 2008b). Hay que tener en consideración que si bien esta re-significación y ampliación del papel de los hombres jóvenes mexicanos en la vida doméstica puede tener los alcances de un cambio generacional, en esta transformación deben tomarse en cuenta los matices existentes con respecto a la desigualdad social del país. Los sectores populares urbanos, rurales e indígenas Cuando la investigación social se ha enfocado en los sectores sociales residentes en el campo y en comunidades indígenas, así como en contextos empobrecidos urbanos, se ha observado que las transformaciones en la división intrafamiliar del trabajo han sido lentas, debido a que todavía existe un fuerte arraigo de concepciones tradicionales respecto a los papeles masculinos y femeninos. Hay evidencias de que entre las mujeres de estos sectores sociales todavía está vigente la idea de que ellas son responsables del trabajo doméstico, en tanto que sus cónyuges lo son de la manutención del hogar (González, 2014; Oliveira, 1994, 1998).
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En estos sectores sociales, las mujeres y los varones todavía no han incorporado de manera generalizada en su imaginario de posibilidades el trabajo remunerado femenino, de tal suerte que prevalece todavía una reafirmación del ideal paterno que cumple con el papel tradicional del hombre como proveedor, al que corresponde su contraparte femenina de la mujer dedicada exclusivamente al hogar y a los hijos. La idea de que la familia como grupo se antepone a las decisiones individuales se encuentra todavía muy arraigada en estos contextos sociales. La influencia de los parientes en la vida de las parejas y de las familias restringe el desarrollo de la libertad individual y contribuye a reproducir las desigualdades de género que se derivan de las rígidas jerarquías que estructuran la vida y las relaciones de pareja y familiares (Esteinou, 2008; García y Oliveira, 1994, 2006). Para los hombres de estos grupos sociales ser proveedor y, por tanto, cabezas de familia, sigue constituyendo dimensiones fundamentales de su identidad de género. Por eso manifiestan estar en fuerte desacuerdo con la incorporación de sus cónyuges al mercado de trabajo y no dan su autorización para que ellas salgan de casa para trabajar porque esto implica, en su opinión, el descuido de sus hijos y de sus hogares. Por ello, a pesar de los elevados niveles de pobreza y de la creciente necesidad de la participación económica femenina, las mujeres de estos sectores sociales todavía tienen que pedir permiso a sus maridos para trabajar. Lo anterior refleja la situación de subordinación y obediencia en la que todavía se encuentran, ya que no pueden pasar por alto la
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autoridad de sus esposos como jefes del hogar. El empleo remunerado de estas mujeres es percibido por sus maridos como una amenaza a su desempeño masculino, pero sobre todo como evidencia social de su incapacidad para proveer con sus ingresos el sustento de la familia (García y Oliveira, 1994; González, 2014; Núñez, 2007; Rojas, 2008b, 2010). En estos contextos sociales es común que las mujeres que colaboran con su trabajo a los ingresos familiares afirmen con frecuencia que su contribución económica al hogar no es esencial, aunque lo sea en la práctica. A veces la situación es más compleja ya que cuando las mujeres perciben ingresos semejantes o superiores a los de sus cónyuges, los varones pueden sentir amenazado su papel como proveedores principales de sus hogares, su autoridad en la familia y, por tanto, su masculinidad, de tal suerte que en estos casos las relaciones familiares se hacen más opresivas e incluso violentas para las mujeres21 (González, 2014; Oliveira, 1998; Rojas, 2010). Se sabe, por otro lado, que la desigualdad de género tan acentuada entre las familias de los estratos sociales de bajos ingresos y entre las generaciones mayores se refleja también en las prácticas y valoraciones sexuales en el contexto de la vida marital. Entre los hombres de estos estratos y edades, prevalecen normativas muy conservadoras de género y sobre la sexualidad, puesto que consideran que ellos tienen necesidades 21 Diversas encuestas especializadas en violencia doméstica han dado cuenta de que las mujeres que tienen un mayor riesgo de sufrir diferentes formas de violencia (emocional, económica, física y sexual) por parte de su pareja, son las que participan en el mercado de trabajo en comparación con las que son amas de casa (García y Oliveira, 2014).
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sexuales que las mujeres deben atender en virtud del vínculo conyugal y porque ellos cumplen cabalmente con sus obligaciones como esposos responsables y trabajadores. En este contexto, la atención sexual de las mujeres es considerada como un reconocimiento y retribución a su hombría, al hecho de que se es un hombre que cumple con la proveeduría de su hogar. De esta manera, el vínculo marital se sostiene a partir del intercambio de trabajos entre los cónyuges: mientras ellos realizan el trabajo de mantener, ellas llevan a cabo el de atender. Dicho intercambio genera marcadas desigualdades de género en el ejercicio de la sexualidad (Núñez, 2007; Szasz, 2008). La situación de subordinación de las mujeres de estos sectores sociales concuerda con la posición y la imagen masculina preponderante del padre como máxima autoridad. En este modelo, la paternidad y el trabajo son elementos constitutivos y fundamentales del ideal masculino, puesto que otorgan un objetivo a la existencia y a la vida cotidiana de los hombres. Procrear a sus hijos después del matrimonio contribuye a probar su virilidad, además de que les permite conformar una familia que depende de ellos. De esta forma, sus vidas personal y conyugal, así como su actividad laboral, adquieren sentido. La paternidad significa entonces asumir una gran responsabilidad al ser cabezas de familia y conformar un hogar del cual son responsables (Bellato, 2001; Gutmann, 1996; Módena y Mendoza, 2001; Rojas, 2008b). Cuando se ha estudiado en particular las actitudes de los padres de las familias de sectores populares urbanos, se ha detectado entre los más jóvenes un esfuerzo por modificar la relación que
establecen con sus hijos y con sus compañeras. En particular, cuando se trata de sus pequeños, los jóvenes padres desean generar espacios de mayor cercanía, comunicación y afecto, intentando dejar a un lado las formas fuertes y severas para disciplinarlos, así como la muy escasa comunicación que ellos padecieron de sus propios padres cuando fueron niños. Sin embargo, la precariedad de su condición social y económica, además de su preocupación por brindar bienestar físico y material, así como un buen nivel de escolaridad a sus hijos, les lleva a tener ocupaciones con largas jornadas de trabajo e incluso dos empleos. A causa de sus horarios de trabajo, buscan compensar la escasez de tiempo para estar con sus hijos tanto con una mayor intensidad en la relación a través del juego, como con la expresión abierta de su afecto. Sin embargo, estos jóvenes padres se relacionan de manera preferente con sus hijos varones antes que con sus hijas, porque consideran que la formación y educación de sus pequeñas es una tarea que corresponde a la madre y no al padre (Rojas, 2007, 2008b). Se ha notado, por otra parte, que su involucramiento en la crianza y los cuidados de sus hijos es relativo, pues es mayor cuando sus esposas salen de casa para trabajar y prácticamente nulo cuando ellas son amas de casa. Este avance en las actitudes masculinas de las jóvenes generaciones coincide con las nuevas actitudes de las jóvenes mujeres de estos sectores sociales, quienes empiezan a defender activamente sus derechos a fin de cambiar los patrones tradicionales en las relaciones de pareja (Oliveira, 1998). Sin embargo, es importante señalar que el hecho de que las cónyuges de estos varones trabajen
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fuera de casa, no las exime de la responsabilidad de la crianza y el cuidado de los hijos, ni de los quehaceres domésticos. Son precisamente las características que conlleva en muchas ocasiones su empleo informal y la flexibilidad de sus horarios laborales lo que permite que ellas desempeñen esta doble jornada. Y, al mismo tiempo, las ventajas que este tipo de actividad económica femenina ofrece —para resolver no solamente la cuestión de la crianza de los hijos sino, sobre todo, la realización de las tareas domésticas—, permiten que los padres asuman menor responsabilidad que sus compañeras respecto a estas cuestiones (García y Oliveira, 1994, 2006; Rojas, 2007, 2010; Rojas y Martínez, 2014). Por otro lado, cuando la investigación social analiza en particular el nivel de autonomía de las mujeres rurales con respecto a sus pares urbanas, se ha encontrado que las primeras todavía mantienen rezagos importantes, aún si se consideran los avances logrados en sus niveles de escolaridad, en su participación en el empleo remunerado y en el descenso de su fecundidad. En estos contextos destacan los casos de las mujeres más jóvenes, con escolaridad mayor a la secundaria y que se insertan en el mercado de trabajo como asalariadas por tener algunas mejoras en su libertad de movimiento, en la participación en la toma de decisiones familiares y en el control de algunos recursos económicos (López, 2014). Estos logros paulatinos en la situación de las mujeres rurales se deben, en buena medida, al fenómeno denominado ‘feminización del campo mexicano’ y que hace referencia al conjunto de procesos sociodemográficos, económicos y sociales que forman parte de lo que se conoce como la
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‘nueva ruralidad’. Uno de los principales rasgos de esta nueva situación del campo es que las actividades agropecuarias han de dejado de ser la principal fuente de subsistencia de un gran número de familias rurales para dar lugar a la combinación de una amplia gama de actividades de las cuales los miembros de dichas familias obtienen los recursos para sobrevivir. Las poblaciones del campo ahora asumen características de pequeñas ciudades en las que se expanden los servicios, las pequeñas empresas familiares y las maquiladoras. A estos cambios se une el complejo y prolongado proceso migratorio que ha contribuido a vaciar de su población masculina a comunidades enteras. Todas estas transformaciones estructurales están contribuyendo a modificar el papel desempeñado por las mujeres en los pueblos y en las familias campesinas. Por un lado, la pérdida de valor de la tierra —comúnmente asociada con la propiedad y herencia masculinas— contribuye a crear condiciones diferentes y propicias para los cambios en la posición femenina. Y por otro lado, las mujeres están siendo reclutadas como mano de obra remunerada en las estructuras ocupacionales locales, además de que también se hacen cargo de la parcela familiar y de la administración de las remesas en ausencia de los maridos migrantes (Arias, 2013; González, 2014). Cuando se estudian los actuales movimientos migratorios de las mujeres provenientes del campo, se ha observado que para ellas la migración ya no corresponde fundamentalmente a decisiones y motivaciones de orden familiar. En estos procesos de movilidad, las mujeres están encontrando posibilidades para reunirse con sus parejas, para mejorar su situación económica e incluso para
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modificar las condiciones de subordinación que han definido por muy largo plazo su vida en las comunidades rurales. Desde este cuestionamiento a la posición desventajosa de las mujeres en las estructuras familiares tradicionales, que es abundante en obligaciones y escasa en derechos, se propone analizar las migraciones femeninas actuales. Se empieza a constatar que las mujeres rurales casadas están migrando ya sea para reunirse con sus esposos o para abandonarlos; encontrar nuevas parejas; construir nuevas formas de convivencia conyugal; escapar de situaciones de violencia doméstica o trabajar y conseguir mejores condiciones de vida para sus hijos. Entre las solteras se detecta el deseo de salir de sus comunidades para trabajar y mejorar sus ingresos; evadir la obligación de ir a vivir con los suegros al momento de casarse; estudiar y conseguir otro tipo de pareja. E incluso, para las mujeres solas, como las madres solteras, abandonadas o divorciadas, que están a cargo de sus hijos, salir de sus comunidades es una importante opción. De tal suerte que en la actualidad, la migración para las mujeres rurales se está convirtiendo en una aspiración y opción personal, antes que familiar, que comienza a ser moldeada por demandas y necesidades específicas que dependen de su particular situación y del momento en que se encuentran sus vidas (Arias, 2013). En este orden social rural de alguna manera subvertido, destacan los múltiples obstáculos que está encontrando la migración internacional masculina debido a las restrictivas políticas migratorias norteamericanas, incrementado sustancialmente los costos del traslado a través de la frontera. Ante ello, los varones del campo
han tenido que quedarse en sus comunidades y emplearse en trabajos eventuales y con ingresos precarios. Esta situación contrasta con la relativa diversificación de la actividad económica femenina en los pueblos y que con el paso del tiempo se ha hecho indispensable para el sostén de sus familias. Por ello, muchas mujeres del campo que saben que sus ingresos ya no son complementarios a los de sus maridos, sino más bien el soporte de sus hogares, ya no piden permiso para salir a trabajar, cuestión que está contribuyendo a modificar la relación que establecen con sus esposos y los procesos de toma de decisiones (Arias, 2013). Entre las mujeres más jóvenes del campo se está observando un cambio de actitud que se refleja en la resistencia a la norma tradicional de la residencia patrivirilocal que las obliga a trabajar para la familia del marido, así como en una genuina aspiración de construir relaciones de pareja más igualitarias, con mayor poder de negociación frente a sus maridos, evitando su sometimiento. De hecho, son cada vez más frecuentes los casos en los que las mujeres rurales recurren a las autoridades judiciales para renegociar las condiciones de la convivencia conyugal, incrementándose así las separaciones promovidas por las esposas que se encuentran inconformes con su situación conyugal. Sin embargo, es importante relativizar estos cambios puesto que en las comunidades sigue prevaleciendo mucha vigilancia y control social sobre las mujeres. Además de ello, existe todavía a nivel cultural, una fuerte resistencia a cambiar las representaciones sobre el papel de hombres y mujeres en la sociedad y respecto a la división sexual del trabajo. Si bien las mujeres rurales están respondiendo a la transformación de las
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condiciones de vida de sus comunidades, saliendo del ámbito doméstico para transitar al espacio público, viéndose obligadas a confrontar sus propias concepciones sobre la división sexual del trabajo tradicional —en la que los hombres eran los únicos o principales proveedores de sus hogares, detentaban la autoridad y tenían el derecho a subordinar y someter a sus esposas—, ellas continúan haciéndose cargo de las labores domésticas y del cuidado y la crianza de sus hijos. Todavía no se rompe del todo la fuerte asociación entre el espacio público (masculino) y el espacio doméstico (femenino), que sigue formando parte de las representaciones culturales sobre las identidades y las relaciones de género. Por lo tanto, puede decirse que la nueva situación de las mujeres rurales en el país se caracteriza por una gran contradicción entre los profundos cambios sociales y económicos ocurridos en el campo y la persistencia de representaciones y prácticas de género conservadoras de la tradicional división sexual del trabajo (González, 2005, 2014). Los sectores medios, urbanos y con alta escolaridad Los estudios sociales sobre el desempeño de los hombres de sectores medios y de contextos urbanos en el ámbito familiar dan cuenta de que es muy probable que sus condiciones de vida y laborales, así como el elevado nivel educativo con que cuentan, sobre todo los más jóvenes, serían factores que posibilitarían una mayor flexibilización de su papel como padres y como esposos, además de modificar las valoraciones que tienen respecto a sus hijos. Entre estos varones se ha observado una mayor intensidad y tiempo destinado a los cuidados, la crianza y la
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formación de sus hijos. Para ellos, el nacimiento de sus hijos ha representado cambios en las rutinas diarias y un aumento en la actividad doméstica que requiere de su participación, así como trastornos en los horarios de su actividad laboral (Rodríguez y García, 2014; Vivas, 1996). Entre estas jóvenes generaciones masculinas se ha observado un nuevo estilo de paternidad caracterizado por un mayor nivel de intimidad en la relación que establecen con sus hijos, y que se expresa en un incremento en el acercamiento emocional, una comunicación más directa y abierta, así como mayor expresión de sus afectos y sentimientos. Entre ellos, la nueva norma de relación paterna está basada más en la amistad y el compañerismo con sus hijos que en el ejercicio de autoridad. Este reajuste de las funciones paternas se encuentra acompañado de una actitud reflexiva y de ruptura consciente con el modelo de paternidad tradicional que padecieron cuando tuvieron que relacionarse con sus propios padres (Esteinou, 2008; García y Oliveira, 2006; Nava, 1996; Rojas, 2008b; Vivas, 1996). La responsabilidad que estos varones asumen sobre sus hijos no es solamente respecto a su manutención y educación, sino sobre todo en cuanto a la atención que consideran han de brindarles. Por ello, en no pocos casos han comenzado a relativizar la importancia asignada a su actividad y horario laborales. El equilibrio que buscan establecer entre su actividad laboral y su vida familiar se encuentra muy relacionado con un criterio flexible que tienen en torno a la manutención de sus hogares, que se refleja también en modificaciones importantes en la toma de decisiones y en el ejercicio de poder en
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las relaciones familiares y conyugales (HernándezRosete, 1996; Rojas, 2008b; Vivas, 1996). Estos hombres jóvenes de sectores medios no solamente están intentando asumir un rol de padre más expandido que el de proveedor económico de sus hogares, sino que además pueden compartir con sus compañeras la responsabilidad de la manutención de su familia, cuestionando abiertamente los mandatos culturales tradicionales del ideal paterno y de la masculinidad hegemónica. Existen hallazgos que muestran que algunos de estos varones han aceptado la alternancia en la proveeduría de sus hogares con sus compañeras durante ciertas etapas de su vida laboral marcadas por el desempleo. Esta actitud manifiesta una abierta aceptación respecto a la actividad extradoméstica femenina y a la contribución de las mujeres a la manutención del hogar (Hernández-Rosete, 1996; Rojas, 2008b; Vivas, 1996). Coincide con esta manera de pensar aquella expresada por las mujeres de estos mismos sectores sociales, quienes consideran que su contribución monetaria es fundamental para la manutención de sus hogares. De hecho, ellas muestran una activa participación en la toma de decisiones familiares sobre la administración del presupuesto, la procreación y la educación de sus hijos. Además, tienen garantizada su libertad de movimiento y participación laboral e incluso política (García y Oliveira, 1994). Es importante señalar que para las mujeres de clase media que combinan casa y empleo, el trabajo representa una opción de desarrollo personal y no tanto una necesidad económica imperiosa —como es el caso de las mujeres de sectores populares—,
lo cual implica una ampliación de su horizonte simbólico. Para ellas, ahora es posible imaginar, escoger y llevar a cabo proyectos de vida que difieren claramente de las trayectorias tradicionales orientadas a la entrada al matrimonio a una cierta edad, seguida de la maternidad y el confinamiento a la vida doméstica. Son alternativas posibles para ellas el acceso a una educación superior y al mercado de trabajo, e incluso la vida en soltería. Con ello se ha relativizado el sentido que tenían los roles tradicionales de esposa, madre y ama de casa, elementos centrales en la definición de la identidad de las mujeres de las generaciones precedentes (Esteinou, 2008; Nehring, 2005). Todos estos elementos contribuyen a entender por qué en estos contextos sociales y generacionales, el vínculo de pareja ya no parece descansar en un intercambio desigual de obligaciones, sino más bien en ideas sobre el amor romántico y el bienestar íntimo. Las relaciones interpersonales descansan cada vez más en ciertos grados de individualidad de ambos miembros de la pareja, así como en una mayor y más clara negociación de las obligaciones domésticas e incluso de las prácticas sexuales. Hombres y mujeres están intentando construir nuevas formas de relación conyugal más progresivas, abiertas y racionales, libres de las restricciones vividas por sus padres. El significado de la sexualidad tiende a residir en la experiencia de la intimidad y en la satisfacción mutua en lugar de la reproducción y la obligación de las mujeres de satisfacer a sus esposos como parte del acuerdo matrimonial. Como consecuencia, las prácticas reproductivas también se han modificado pues se empieza
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a retrasar el primer embarazo después del matrimonio, permitiendo a las parejas disfrutar de su compañía y buscar la estabilidad de la relación, al tiempo que se desea tener pocos hijos. Por todo ello se considera que entre las jóvenes generaciones de estos ámbitos sociales las relaciones de pareja empiezan a ser más satisfactorias pero también más negociadas (Amuchástegui, 2001; Esteinou, 2008; Módena y Mendoza, 2001; Szasz, 2008). REFLEXIONES FINALES En el análisis que hemos realizado sobre los cambios en las relaciones de género de las familias mexicanas contemporáneas, nos percatamos de que el proceso de modernización y transformación de la vida privada ha sido desigual y está dando paso a la coexistencia de distintos regímenes normativos sobre las identidades genéricas y la división sexual del trabajo. Las nuevas concepciones no se extienden de manera generalizada ni uniforme sobre la sociedad en general y tampoco son integradas de manera nítida en el ámbito individual, puesto que los nuevos significados culturales se combinan con algunas nociones adquiridas a lo largo de la vida. Las relaciones familiares, parentales y conyugales están registrando transformaciones generacionales pero con claras diferencias al considerar los estratos y grupos sociales, puesto que, tal como hemos observado, los cambios más significativos se restringen principalmente a los sectores sociales con mejores condiciones de vida, mayores niveles educativos y que residen en ámbitos urbanos. Al parecer, estos son elementos que
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condicionan las posibilidades de autonomía personal de hombres y mujeres, así como la resistencia a los mandatos de género y permiten la construcción de nuevas formas de relación entre los cónyuges y entre padres e hijos. Entre las jóvenes generaciones de las clases medias urbanas parecen predominar las ideas del amor romántico y de bienestar emocional, que permiten conformar uniones conyugales en las que existen mayores posibilidades de autonomía para las mujeres y de negociación entre ambos miembros de la pareja. Los hombres y las mujeres jóvenes de estos contextos sociales han empezado a cuestionar los roles tradicionales en torno a la división sexual del trabajo. En el caso particular masculino se observan claros indicios de la expansión y modificación del papel de los padres, quienes manifiestan un alto compromiso y participación en la crianza de sus hijos. Los vínculos que establecen con sus pequeños crecen en intensidad y cercanía, al tiempo que desarrollan formas de comunicación y de entendimiento con ellos que antes no existían. Todos estos son rasgos de un estilo de paternidad más democrático en el cual la comunicación abierta y la demostración de afecto juegan un papel muy importante. Estos jóvenes padres y esposos están abandonando el monopolio sobre la proveeduría y la toma de decisiones en sus hogares. Están intentando construir espacios de relaciones íntimas más igualitarias con sus hijos y con sus cónyuges, basadas en la confianza y la comunicación. Creemos que estas modificaciones están implicando una ruptura con el modelo de paternidad tradicional y están teniendo, forzosamente, un impacto en la construcción social de la identidad masculina de
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estos varones, que empieza a estar sustentada en nuevas valoraciones y normatividades. Las nuevas formas de intimidad en las relaciones familiares de las clases medias en México están implicando mayor flexibilidad de roles no sólo en el plano de la división del trabajo —puesto que las mujeres se insertan cada vez más en actividades extradomésticas y participan en la proveeduría de sus hogares, en tanto que los hombres están más comprometidos con el cuidado y la crianza de sus hijos y pueden compartir la manutención familiar—, sino también en la estructura de autoridad y poder, ya que las mujeres han ganado mayores espacios y márgenes de autonomía y libertad. En este nuevo tipo de relaciones de pareja hay mayor equidad puesto que los márgenes de negociación entre hombres y mujeres ahora son más amplios. En estos importantes cambios es notorio el papel desempeñado por las mujeres mexicanas pues, a pesar de los obstáculos que enfrentan cotidianamente, están contribuyendo a generar relaciones familiares y conyugales menos inequitativas. Esto es porque con su creciente nivel de escolaridad y empleo fuera del hogar, además de las posibilidades que ahora tienen para elegir a su pareja, para usar anticoncepción y, por lo tanto, para reducir su fecundidad, están experimentando importantes procesos reflexivos y de reconfiguración de su identidad de género. En el México contemporáneo la vida cotidiana y las relaciones sociales en las parejas, las familias y de los padres con sus hijos están transitando hacia una nueva intimidad, conformando nuevos modelos de paternidad y conyugalidad. No obstante, dicha transición se ha dado de forma parcial, puesto
que hasta ahora sólo ha involucrado a las capas sociales más favorecidas, dejando todavía al margen a amplios sectores de la población que se encuentran en situaciones más desventajosas en términos económicos y sociales. En efecto, la elevada desigualdad social y económica prevaleciente en México y la consiguiente pobreza y segregación en la que se encuentra gran parte de la población que habita principalmente en contextos indígenas, rurales y marginados urbanos, contribuye a mantener vigentes patrones culturales tradicionales y marcadas expresiones de la desigualdad de género. En estos sectores sociales la vida de las personas, así como la convivencia familiar, conyugal y entre padres e hijos, continúan estando definidas por estructuras sociales e instituciones profundamente conservadoras como la Iglesia y el parentesco, que organizan las relaciones de género, estableciendo normas —claramente diferenciadas e inequitativas entre los hombres y las mujeres— sobre la división sexual del trabajo, la vida en pareja y los vínculos entre padres e hijos. En estos contextos sociales la identidad de los hombres todavía permanece anclada a su papel como proveedores de sus familias. El deseo de trascender a través de los hijos, a quienes se considera elemento central de la vida matrimonial y familiar, se completa cuando los hombres son responsables de la manutención de sus hogares, lo que los coloca en el papel de jefes de familia y máxima autoridad. Para estos varones la paternidad y el trabajo remunerado son todavía elementos constitutivos y fundamentales de su identidad masculina, que otorgan sentido a su existencia cotidiana.
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En este tipo de poblaciones marginadas y empobrecidas, la persistencia del vínculo familiar y conyugal se fundamenta en la descendencia y en el intercambio de obligaciones entre los cónyuges. Mientras los hombres proveen protección y recursos económicos, las mujeres brindan atención a sus esposos y son responsables del trabajo reproductivo. No obstante, cabe señalar que en particular entre las jóvenes generaciones masculinas de sectores populares urbanos se detecta un esfuerzo por convivir de manera más cercana con sus hijos y participar en su crianza y cuidados, síntoma de su deseo por trascender el ideal paterno tradicional. Es importante destacar que en ciertos contextos rurales e incluso urbanos empobrecidos, se comienza a observar el desarrollo de incipientes procesos de autonomía e individuación de las mujeres que ponen en cuestionamiento las estructuras de género y que no se originan desde un proceso de modernización social, económico y cultural —como es el caso de la población de sectores medios y escolarizados—, sino desde la propia precariedad y la desigualdad. En estos órdenes sociales trastocados por transformaciones que no necesariamente son modernizadoras, las mujeres se movilizan fuera del hogar para incorporarse en múltiples actividades, ya sea en las maquiladoras, las cooperativas, pequeños comercios o administrando las remesas enviadas por sus familiares. A través de su incorporación en estas ocupaciones ellas están adquiriendo una cierta libertad de movimiento y cierto poder frente a sus esposos que les permite participar más en las decisiones de sus hogares. Sin embargo, este empoderamiento es relativo, puesto que no las
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ha conducido a modificar sus roles domésticos tradicionales, ni tampoco las libra de las relaciones de violencia que sufren en el ámbito familiar. Al respecto, es importante resaltar las diversas formas y mecanismos que adquieren las resistencias masculinas que buscan preservar el orden de género frente a las fuerzas sociales, económicas y culturales transformadoras. Uno de estos mecanismos es la segregación de los espacios socialmente diferenciados entre hombres y mujeres (públicos y privados; masculinos y femeninos) y el control que en esos espacios se ejerce sobre las mujeres para mantener su subordinación y con ello la persistencia del modelo tradicional de división sexual del trabajo (Ariza y Oliveira, 2004). Otra forma de resistencia es el control masculino que todavía se ejerce en ciertos sectores sociales sobre la movilidad de las mujeres. Con ello se busca, sobre todo, impedir o dificultar la inserción femenina a la actividad económica y la posibilidad de que las mujeres obtengan recursos económicos. Hay que tomar en cuenta que la proveeduría constituye un eje fundamental de la valoración social masculina, a través de la cual los hombres ejercen control sobre la vida familiar, por lo que el empleo femenino es un elemento que puede cuestionar la predominancia masculina en sus hogares. El control masculino sobre los recursos económicos de los hogares es otro mecanismo, quizá uno de los más importantes, que utilizan los varones impidiendo que sus esposas tengan información, acceso o poder de decisión sobre dichos recursos. En el ámbito nacional todavía un gran número de mujeres dependen económicamente de sus maridos, cuestión que las
ROJAS: Mujeres, hombres y vida familiar en México
coloca en una situación de evidente subordinación y vulnerabilidad frente a ellos, y que implica una importante pérdida en su autonomía. Y finalmente, la violencia como último recurso para restablecer el orden de género cuando los varones consideran que ha sido puesta en cuestionamiento de manera flagrante la supremacía masculina sobre la femenina. Al parecer, este mecanismo de control es particularmente frecuente entre los hombres de sectores populares urbanos y de ámbitos rurales e indígenas, quienes se encuentran en las posiciones más bajas de la estratificación social en el país. Dicha posición desventajosa respecto al resto de los varones, contribuiría a poner en duda su masculinidad, lo que explicaría muy probablemente que se aferren a su papel tradicional como proveedores de sus hogares para mantener el control en el ámbito familiar y la autoridad frente a su esposa y sus hijos. Cuando este orden se trastoca en contextos sumamente conservadores y precarios, emerge la violencia masculina en diversas formas, incluido el asesinato, para restaurarlo.
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Fecha de recepción: 30 de junio de 2015 Fecha de aceptación: 3 de diciembre de 2015
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ARTÍCULO
REFORMA AGRARIA: REPRESENTACIONES DE GÉNERO Y POLÍTICA DE TIERRAS EN COLOMBIA1 María Fernanda Sañudo Pazos
Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana
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AÑO 2. NÚMERO 3. ENERO-JUNIO 2016. PP. 102-125
1 Este artículo es resultado del proyecto de investigación “Representaciones de género y acceso a la propiedad de la tierra en Colombia”, que realizó la autora para obtener el título de doctora del programa “Estudios Feministas y de género” de la Universidad Complutense de Madrid, llevado a cabo entre 2013 y 2014.
Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género
RESUMEN A través del análisis de los procesos de negociación para la incorporación del género en la política de tierras en Colombia, en específico de la Ley 30 de 1988 y de la Ley 160 de 1994, se evidencia cómo operaron las representaciones de género que encarnaron diferentes agentes (organizaciones campesinas mixtas, organizaciones de mujeres campesinas, funcionarios y funcionarias estatales), en el posicionamiento de los intereses de las mujeres rurales frente al acceso a la tierra y en los logros que alcanzaron. De manera más precisa, se visibiliza cómo las construcciones y elaboraciones simbólicas sobre los roles de hombres y mujeres campesinos que los agentes encarnan han sido determinantes en el tipo de reconocimiento, formal y de hecho, del derecho a la propiedad de la tierra. Desde una perspectiva bourdiana se considera que quienes intervinieron en la negociación están constituidos por habitus, de los que las representaciones de género son expresiones. Éstas, además de estar estrechamente conectadas con la ubicación socioeconómica y cultural de los sujetos, se configuran como uno de los recursos mediante los cuales los agentes dotan de significado a la realidad social. Y son, también, guía de la percepción y de las acciones que se realizan en un campo específico: el de la política de tierras. En el marco del estudio, dicho campo corresponde a la red de instituciones con prácticas y discursos específicos cuyo objetivo, en momentos coyunturales, ha sido el de regular el acceso a la tierra y los conflictos aparejados a éste.
PALABRAS CLAVE Género, Propiedad de la tierra, Políticas públicas, Mujeres rurales ABSTRACT This article analyses the role and operation of gender representations regarding, on the one hand, the definition and allocation of women’s interests in relation to access to land processes and, on the other, their actual achievements in this respect. For this purpose, it examines the gender representations displayed by peasants’ organizations, women peasants’ organizations and civil servants during the negotiation processes for including a gender perspective into the Colombian land policy. In this regard, special attention is given to Law 30 of 1988 and Law 160 of 1994. More specifically, the article argues that the symbolic constructions of the role of peasant women and men have significantly determined the kind of formal and de facto recognition of land ownership rights. From a Bourdieun perspective, it is maintained that those participating in the land policy negotiation where constituted by habitus, of which gender representations are expressions. Besides being closely connected to the socioeconomic and cultural location of the subjects, such representations function as one of the resources whereby agents provide meaning to social reality. In this sense, the article reads the land policy in Colombia as a Bourdieun field where gender representations guided both the perception and the actions taking place there. Such field is organized into a grid of institutional practices and discourses seeking to circumstantially regulate land and land conflicts. KEY WORDS Gender, Land ownership, Public Policies, Rural Women
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INTRODUCCIÓN En opinión de los más importantes estudiosos de la cuestión agraria de Colombia, entre ellos Kalmanovitz (2009), Machado (2009), Jaramillo (1998), la historia del país ha sido influenciada, en gran parte, por la evolución del patrón de distribución de la propiedad de la tierra, que tradicionalmente ha sido bimodal.2 Tal modelo ha dado lugar a una serie de conflictos que se manifiestan con fuerza entrados los años treinta del siglo XX y que perviven hasta hoy. La presencia de disputas ha sido definitiva para que el Estado constituya y formalice escenarios para la negociación de las problemáticas que emergen en relación con la configuración de la estructura agraria. Si bien tanto los hombres campesinos como las mujeres campesinas han ocupado históricamente una posición marginal en este modelo, es a los varones a quienes en general se ha privilegiado como sujetos negociadores y, por ende, como los sujetos del derecho a la tierra. Es de señalar que tanto la configuración de éstos como sujetos interlocutores del Estado como la capacidad que tienen para integrar los escenarios de negociación son cuestiones mediadas por la lógica androcéntrica (Bourdieu, 2000a). La jerarquía de lo masculino sobre lo femenino —es decir, de lo productivo sobre lo doméstico, de lo público sobre lo privado, etcétera— opera para que ellos tengan mayores oportunidades de adquirir los capitales3 (en términos 2 La propiedad de la tierra puede ser unimodal, es decir, que la propiedad está distribuida entre medianos propietarios; o bimodal, en la que la mayor parte de las tierras está en manos de pocos grandes propietarios y una pequeña parte de las tierras, en manos de muchos pequeños propietarios. 3 Corresponde a los medios, capacidades, recursos, etc., que un agente tiene para participar en un campo, el posicionarse y avanzar conforme a sus intereses.
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bourdianos) necesarios para participar en los espacios de negociación, posicionar y alcanzar sus intereses. Al respecto, las mujeres han estado habitualmente al margen de las negociaciones y de los logros alcanzados a través de éstas. Y digo habitualmente porque aun siendo reconocidas como sujetos de derecho en el marco de las últimas leyes de reforma agraria, enfrentan discriminación y una serie de factores que les impiden ejercer de forma efectiva sus derechos. Cuando son tenidas en cuenta (como agente negociador y sujeto de beneficios), es porque son percibidas (y también se autoperciben) según las representaciones que se ajustan a los significados y sentidos que lo femenino adquiere bajo la lógica androcéntrica.4 En relación con lo anterior, cabe destacar que es durante la década de los ochenta cuando en Colombia, como en otros países de la región, los estados auspician la participación de las mujeres en la formulación de la política de tierra.5 Este proceso está directamente conectado no sólo con la incorporación del enfoque de género en la planificación del desarrollo rural, sino además con el favorable panorama político nacional que, bajo la tutela de las directrices emitidas por instancias de cooperación al desarrollo, perfila la situación y problemáticas que enfrentan las mujeres rurales como aspectos que deben incorporarse a la agenda política. 4 Facio (1992) observa cómo en el marco de las políticas sociales, por ejemplo, “las mujeres son tratadas explícitamente a propósito de la familia o la sexualidad, es decir de ámbitos propios de lo privado” (1992: 45). 5 Como política de tierras se define la serie de decisiones que el gobierno toma para dirimir los asuntos y conflictos relacionados con la estructura de la tenencia de la tierra en Colombia, así como las acciones concretas (leyes, políticas públicas, programas) para dar vía a estas decisiones.
SAÑUDO: Representaciones de género y política de tierras en Colombia
En este contexto surge un agente que en los años siguientes será clave en las negociaciones de las leyes de reforma agraria y en la incorporación de las medidas de género como ejes transversales de las decisiones y acciones que enmarca la política. Hablamos de la Asociación de Mujeres Campesinas, Negras e Indígenas de Colombia (ANMUCIC), en la que confluyen mujeres campesinas de todo el país que, como parte de organizaciones campesinas mixtas que reivindican su derecho a la tierra, no encontraron los espacios para posicionar sus problemáticas particulares o no eran reconocidas como actores políticos. A través del apoyo estatal y de alianzas establecidas con femócratas,6 la ANMUCIC va adquiriendo paulatinamente una serie de capacidades (capitales) que le permiten articularse a los espacios de negociación y avanzar en el posicionamiento de los intereses particulares de las mujeres con respecto a la propiedad de la tierra. Sin embargo, en este proceso la asociación enfrentó una serie de obstáculos. De acuerdo con Deere y León (2000), Meertens (2000) y Villarreal (2004), los obstáculos tienen que ver, en gran medida, con la existencia de esquemas de significación que basados en la interpretación de la diferencia sexual orientan los comportamientos, las expectativas, las valoraciones, las percepciones y representaciones de —y sobre— hombres y mujeres. Bajo este orden, se considera que tanto el debate como la formulación de la política de tierras en Colombia deben ser procesos entendidos como el producto de la negociación entre una serie de agentes 6 En este estudio definimos como femócratas a las mujeres, feministas o sensibles al género que, siendo parte del Estado, trabajaban por impulsar la incorporación del enfoque de género a la planeación del desarrollo rural.
que encarnan tipos de representaciones de género según su lugar en el marco de la estructura de clases, de su pertenencia étnica, de su rango etario y de su configuración de sujetos con género. En este sentido, se propone pensar que las representaciones influyen en los contenidos que se plasman en la política y se relacionan directamente con las posibilidades que tienen hombres y mujeres campesinas de acceder de manera progresiva a la propiedad de la tierra. Lo anterior se evidencia a través del análisis de los procesos de negociación de dos leyes de reforma agraria que, además de ser producto de la articulación de las mujeres como agente negociador, incorporaron medidas de género —tema en el que este estudio pone el foco del análisis—: la “Ley 30 de 1988” y la “Ley 160 de 1994”.7 En este sentido, el objetivo principal del presente artículo fue el de comprender cómo la serie de significados y sentidos sobre lo femenino y lo masculino intervienen no sólo en la negociación que llevan a cabo dichos agentes, sino también en el posicionamiento de los intereses que persiguen frente al acceso a la propiedad de la tierra y en los logros que alcanzan. Bajo la perspectiva bourdiana, los agentes que intervinieron en la negociación de las leyes (funcionarios y funcionarias públicas, representantes de las organizaciones campesinas mixtas, representantes de la Sociedad de Agricultores Colombianos (SAC), representantes de la ANMUCIC, entre otros) están constituidos por habitus8 cuyas 7 En este artículo se presentan las referencias de las leyes haciendo alusión al número y año en que fueron sancionadas porque éstas no se han denominado con título específico. 8 Se define como la serie de estructuras socialmente estructuradas, “porque implica el proceso mediante el cual
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expresiones son las representaciones de género. Éstas, además de estar estrechamente conectadas con la ubicación socioeconómica y cultural de los agentes, se configuran como los recursos mediante los cuales los agentes dotan de significado a la realidad social. Y son, también, guía de la percepción de los otros y otras y guía de sus acciones, en un campo específico —en este caso, el de la política de tierras— en el que se persigue un fin particular. En relación con lo anterior se propone definir a la política de tierras como campo,9 es decir, como red de instituciones gubernamentales con prácticas y discursos concretos, cuyo objetivo es regular el acceso a la propiedad de la tierra y los conflictos que emergen en relación con este aspecto. Dicho espacio debe ser considerado como un escenario en permanente construcción, donde se dirimen una multiplicidad de representaciones y en el que se articulan agentes con intereses específicos sobre la tierra y con tipos de capital diferenciado en relación con la clase social a la que pertenecen, al género y a los habitus que encarnan. La propuesta de indagación se sustentó en el uso de información de segunda mano que complementada con información de primera mano (entrevistas semiestructuradas, principalmente) ayudó a la identificación y caracterización de la serie de factores que propiciaron la institucionalización los sujetos interiorizan lo social”, y estructurantes, “porque funciona como principio generador y estructurador de prácticas culturales y representaciones” (Rizo, 2006: 1); además de estructura estructurada, el habitus es estructura estructurante, base a partir de la cual el agente construye sus prácticas y representaciones del mundo. 9 Éste corresponde al escenario en el que se enfrentan unos agentes que encarnan habitus desiguales y que tienen “medios y fines diferenciados según su posición en la estructura del campo de fuerza” (Bourdieu, 2004: 111).
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del campo, además de condicionar las concertaciones entre agentes. De forma paralela, se indagó en aspectos relativos a la configuración de los agentes (habitus, representaciones de género y capitales), su posicionamiento en los espacios de negociación, las estrategias que desplegaron, los intereses que perseguían y los logros obtenidos. Bajo esta propuesta se privilegió una técnica de investigación de carácter cualitativo: la entrevista semiestructurada a profundidad. Para la selección de este instrumento se consideró su utilidad para “visibilizar la trama argumental mediante la cual los sujetos sociales explican los eventos vividos o imaginados; el discurso político moral mediante el cual juzgan, valoran, proponen, se organizan o revelan” (Uribe, 2002: 15). Bajo un enfoque de género, el uso de esta herramienta permitió indagar no solamente sobre los significados y las representaciones que las y los entrevistados encarnan (como parte de un género, una clase social), y que pusieron en escena cuando se articularon en el campo para debatir sobre sus intereses, sino también contribuyó a visibilizar cómo la lógica androcéntrica determinó la interpretación de la realidad, de las formas de constitución de la alteridad y del “yo”, y de las necesidades particulares frente a la tierra, entre otros aspectos. En total, se efectuaron 20 entrevistas a mujeres y hombres, quienes participaron directamente en los procesos de negociación de las leyes referidas; 17 de ellas se realizaron en Bogotá y tres más en España, dado que algunas personas clave en el proceso se encuentran exiliadas10 en ese 10 Las tres personas entrevistadas y que se encuentran en el exilio en España salieron de Colombia hace más de una
SAÑUDO: Representaciones de género y política de tierras en Colombia
país. Entre los agentes a los que se entrevistó se cuentan mujeres pertenecientes a la ANMUCIC y a organizaciones campesinas mixtas como la Asociación Nacional de Usuarios CampesinosUnidad y Reconstrucción (ANUCUR); hombres de las organizaciones campesinas mixtas y de la Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria (FENSUAGRO); representantes de la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC); y funcionarios y funcionarias del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA), del Ministerio de Agricultura y del Instituto Interamericano de Cooperación Agrícola (IICA). Como punto de partida para el desarrollo de este artículo se precisarán las cuestiones conceptuales en las que se ancló el estudio. A continuación, se evidenciarán los aspectos contextuales más importantes que delimitaron las negociaciones de las leyes referidas. Por último, se presentarán las principales conclusiones del estudio. APROXIMACIONES CONCEPTUALES A LAS REPRESENTACIONES DE GÉNERO La producción de significados que socialmente se aceptan como válidos, y que sustentan las interpretaciones que se hacen del deber ser de hombres y mujeres, es una cuestión “mediada por la compleja interacción de un amplio espectro de instituciones económicas, sociales, políticas y religiosas” (Lamas, 2003: 23), lo que sumado a prácticas y discursos configuran lo que Teresa de Lauretis (1989) ha denominado tecnologías de género. De acuerdo con la autora, el género debe década por causas asociadas al conflicto armado: en relación directa con el papel que han jugado en la lucha por la tierra fueron amenazados por grupos paramilitares.
considerarse como el producto y resultado de una variedad de “tecnologías sociales y de una serie de discursos institucionalizados, de epistemologías y de prácticas críticas” (1989: 8) que inciden y afectan los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales; y, en un sentido amplio, son determinantes “del campo de los significados sociales” (1989: 13). Éstas tienen como finalidad crear, normalizar y naturalizar las representaciones sobre la sexualidad para que sean asumidas sin mayores resistencias y restricciones por los sujetos sociales. Mediante su puesta en marcha, además de la producción de los cuerpos y las subjetividades, se provoca y ratifica la diferencia sexual. Por otra parte, y siguiendo a Bourdieu (2000a), la configuración de las representaciones de género es el resultado de un “prolongado trabajo colectivo de socialización de lo biológico y de biologización de lo social” (2000a: 14), proceso que ha contribuido a que tanto el género como el sexo se constituyan en construcciones sociales naturalizadas, es decir, en “esquemas inconscientes de percepción y de apreciación”, que bajo la impronta de “las estructuras históricas del orden masculino” se han incorporado en la subjetividad y en la materialidad de los cuerpos. Mediante las comprensiones y explicaciones del mundo que devienen de esta lógica, los sujetos y la sociedad producen y organizan la realidad como una estructura en la que se opone lo masculino y lo femenino. Así, “la división entre los sexos parece estar ‘en el orden de las cosas’, como se dice a veces para referirse a lo que es normal y natural, hasta el punto de ser inevitable” (Bourdieu, 2000a: 21-22). En este sentido, lo social funciona como una “inmensa máquina simbólica” que, además
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de producir los sentidos y significados sobre lo femenino y masculino, construye y naturaliza el cuerpo como una realidad bidimensional: biológica y cultural, es decir “como una realidad sexuada y como depositaria de principios de visión y de división sexuales” (Bourdieu, 2000a: 24). La producción social de la diferencia entre hombres y mujeres, en tanto dos esencias sociales jerarquizadas, se afianza en el tipo de relaciones que de esta diferencia se proyectan: “relaciones sociales de dominación y de explotación instituida entre los sexos”, las que a su vez se refuerzan a partir de la existencia de “principios de visión y de división que conducen a clasificar todas las cosas del mundo y todas las prácticas” (Bourdieu, 2000a: 45). De esta manera, los campos de la significación y de la acción se encuentran mediados por tal oposición y por la naturalización de la relación entre dominador y dominado. En este sentido, las representaciones de género no sólo son el producto de tal división, sino también una manera de naturalizar la diferencia y la dominación, a través de su circulación. De acuerdo a lo anterior, las representaciones facilitan que los principios de visión y de acción androcéntrica sean asimilados en las estructuras sociales e incorporados de manera duradera en los cuerpos. REPRESENTACIONES DE GÉNERO Y ACCESO A LA TIERRA La relación entre el acceso a la tierra y el género es una cuestión mediada, en gran parte, por la red de significaciones que en torno a lo femenino y lo masculino se han configurado en contextos particulares. De acuerdo con Córdova (2003: 180), lo
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anterior puede ser explicado en tres vías. En primera instancia, llama la atención sobre la incidencia que tiene “la percepción dicotomizada de la división sexual del trabajo y de los papeles de género”; en segundo lugar, ubica a la manera como se configuran los “sistemas de parentesco”, en específico lo que tiene que ver con la residencia, la conyugalidad y la herencia; y, en tercer lugar, las ideas circulantes sobre que las mujeres “son incapaces de controlar eficientemente el proceso de producción agrícola”, lo que implica “la imposibilidad de ejercer un control efectivo sobre la tierra” (2003: 180). Con respecto a la división sexual del trabajo, la autora establece que ésta, además de definir y prescribir los ámbitos de las actividades femeninas y masculinas, tanto en lo que respecta a la reproducción como a la producción, legítima la pertenencia de los sujetos a espacios específicos “instituyendo con esa exclusividad un estado recíproco de dependencia y complementariedad que se funda en el orden genérico” (Córdova, 2003: 181). En cuanto al parentesco, Córdova establece que, sin generalizar, la tendencia es que las mujeres, después del matrimonio, se muden a los lugares de habitación de los maridos, aspecto que tiene marcada importancia a la hora de heredar la tierra, por ejemplo. Por otra parte, el imaginario sobre la incapacidad de las mujeres para el desarrollo de actividades productivas y el control de los recursos tiene su anclaje en los procesos de socialización que se desarrollan en los ámbitos rurales. La familia como institución, estructura grupal personificada, red de relaciones internalizadas, lugar donde se estructura primariamente el ser social, se constituye
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en el modelo para el desarrollo de comportamientos tipificados tales como la oposición entre los géneros y los roles que se deben cumplir. Al respecto, Medrano y Villar (1998: 5) establecen que: “En la familia se cimentan estas relaciones, se reproducen las categorías definitorias de papeles sociales en torno a lo masculino y lo femenino. En la familia se moldean estos esquemas y se reproducen para permitir el funcionamiento de la estructura social.” Es tanto por lo anterior como por la conceptualización y valoración que se hace del rol de las mujeres ligada al ámbito reproductivo, que existe una clara depreciación e invisibilización de su papel en la dinámica económica. Según Campillo (1994), esta situación tiene que ver con la concepción del trabajo en el marco del capitalismo. Así, tanto en el ámbito doméstico como en el ámbito productivo, la contribución femenina carece de valorización monetaria en relación con lo que se admite como trabajo. Frente a ello la autora resalta que “una es la economía de los bienes, la que se concibe ‘la economía propiamente dicha’; y por otro lado, la economía oculta, invisible, la economía del cuidado. Lo que la diferencia es que el trabajo en la segunda no es remunerado, no se contabiliza y sobre todo es realizado principalmente por las mujeres, sin distinción de edad, raza o etnia” (Campillo, 1994: 327). Por otra parte, en el imaginario es común que se piense que los hombres participan más activamente en el espacio productivo, situación que ha implicado “un aprendizaje o una adquisición de conocimientos específicos de roles ligados al desempeño del individuo, dentro de ciertos espacios institucionales, que surge de la distribución social
del conocimiento y de la división social del trabajo” (Campillo, 1994: 330). Lo anterior es el efecto y la causa del tipo de significados institucionalizados que se establecen sobre lo masculino (hombre– comercializa, hombre–negocia, hombre–siembra, hombre–participa). Para Wolf (1971), la construcción de roles llamados “tradicionales” en las sociedades campesinas corresponde a la forma en como se ha diferenciado el trabajo en monetarizado o no, según la relación que establecen con el Estado en calidad de proveedores y/o consumidores. En opinión del autor, la formación de los Estados modernos está ligada a concepciones patriarcales donde el hombre juega un papel fundamental frente al Estado y a su familia (pretendido espejo del Estado), como proveedor y mediador entre el ámbito privado (familia) y el ámbito público (Estado). Su participación en los espacios públicos es reconocida, visibilizada y, por ende, monetarizada. Por el contrario, las actividades en el ámbito privado no se valorizan en términos monetarios, son intangibles: no existen porque no aportan. De esta manera, el hombre se entroniza dentro del imaginario como el sujeto cierto que existe por su actividad, mientras que a la mujer se le toma como sujeto ambiguo, de existencia ligada a la reproducción, aspecto necesariamente entendido como privado. A este respecto se puede añadir que, culturalmente, las sociedades agrarias establecen la supremacía masculina como principio organizador de la distribución económica y social de recursos (Bourdieu, 2000b). Romany (1997: 102) invita a considerar que “mediante el funcionamiento de ésta [la organización económica basada en la supremacía
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masculina], las mujeres se ubican en la parte más baja de la escala económica y social, una posición que alcanza legitimidad en las formas concretas en que las actividades culturales y sociales caracterizan las diferencias de género”. REPRESENTACIONES DE GÉNERO Y LA POLÍTICA DE TIERRAS El campo de la política de tierras corresponde a un espacio estructurado y jerarquizado de posiciones, es decir, la serie de escenarios en el que los agentes, mediante el poder que le otorga el detentar ciertos tipos de capitales, entablan una lucha por posicionar y alcanzar sus intereses frente al acceso a la tierra y ubicar las representaciones que encarnan. En este sentido, los intereses no sólo gravitan en torno a la consecución de beneficios materiales, sino también beneficios sociales y simbólicos, mediante los cuales ratifican su posición en el campo y en la sociedad en general.11 En éste, además, se produce y refuerza la dominación masculina. Los agentes que encarnan esquemas de percepción y disposiciones acuñadas bajo la impronta androcéntrica, interactúan para afianzar inconscientemente un orden social jerárquico, al tiempo que se ubican y posicionan en los espacios sociales desde los esquemas y disposiciones que revisten. Siguiendo a Arango (2002), la propuesta de campo ofrece elementos clave para comprender cómo opera la relación entre la dominación de clase y 11 Uno de los planteamientos que distancia a Bourdieu (1993: 27) del pensamiento marxista, es su propuesta sobre el hecho de que los espacios sociales no se constituyen únicamente en escenarios de lucha económica sino que además se instituyen en campos de enfrentamiento simbólico entre los agentes, es decir, lugares donde se “ponen en juego nada menos que la representación del mundo social”.
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la dominación sexual. Clase y género son categorías relacionales, es decir, constituyen “posiciones dentro de una estructura de relaciones de poder” (Arango, 2002: 102). Su entrecruce es determinante en las posibilidades que los agentes tienen de ubicarse en un campo y de alcanzar sus intereses. La autora reconoce que si bien las mujeres, en relación con la clase a la que pertenecen, pueden acceder a un volumen considerable de capital, este acceso se ve limitado por el hecho de haber sido definidas y conceptualizadas bajo los principios androcéntricos, recalcando que “de este modo, la transformación de la división sexual del trabajo mediante el acceso de las mujeres a profesiones y oficios tradicionalmente masculinos, no basta para modificar la relación de fuerzas simbólicas entre hombres y mujeres” (Arango, 2002: 103). REPRESENTACIONES DE GÉNERO Y NEGOCIACIÓN DE LA LEY DE REFORMA AGRARIA “30 DE 1988” Género y mujeres: un espacio en la política Una de las innovaciones de la segunda fase, a finales de los ochenta, del programa Desarrollo Rural Integrado (DRI)12 en Colombia, fue el diseño y puesta en marcha de estrategias dirigidas a mejorar la situación de las mujeres campesinas (DNP, 1984). Entre éstas se formuló la Política para la Mujer Rural de 1984 en la que se trazan los siguientes objetivos: a) reconocer y potenciar el papel de las mujeres en la producción de alimentos; b) resolver su situación de inequidad; y c) incorporar a las mujeres a la planificación del desarrollo rural y en 12 Responde a un conjunto de estrategias encaminadas a facilitar el acceso por parte del pequeño productor a crédito, investigación, difusión y transferencia de tecnología.
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las acciones estatales para dinamizar la economía agropecuaria. Suárez (2009) señala que el surgimiento de la Política para la Mujer Rural tuvo que ver principalmente con la conjunción de tres factores: 1) los datos sobre la dinámica del sector rural evidenciaron la importancia de la mano de obra familiar en las economías campesinas y el aporte de las mujeres rurales al Producto Interno Bruto nacional;13 2) la presencia en cargos de decisión de femócratas de procedencia urbana, clase media, cualificadas, con una importante trayectoria institucional y con una estrecha relación con las mujeres rurales, quienes coadyuvaron no sólo en el posicionamiento del género como eje transversal de las acciones estatales, sino también en el fortalecimiento organizativo de las mujeres como un actor que, mediante su participación activa, comenzaría a incidir en la formulación de las políticas rurales; y 3) la formulación y despliegue de medidas en el plano nacional, construidas con base en las recomendaciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Mujer (UNIFEM). Por otra parte, se habían dado las condiciones institucionales para que el enfoque de género comenzara a situarse como un eje de la planificación del desarrollo rural. En el ámbito del Ministerio de Agricultura, principal entidad para la gestión de 13 Refiere Ospina (1998: 60) “los resultados de diversos estudios a comienzos de los ochentas y auspiciados por el Ministerio de Agricultura, según las cuales era evidente que las mujeres, en un alto porcentaje, eran las principales productoras de alimentos para el autoconsumo y para los mercados locales”.
los objetivos de la segunda fase del DRI, se creó la Oficina de Mujer Rural, instancia que además de estar encargada de dirigir los programas destinados a las mujeres de este sector, jugó un papel fundamental en el diseño y aplicación de la política referida. Esta instancia se constituyó en un puntal para que estatalmente se tomara en serio la incorporación del género en el desarrollo rural. Es de señalar que si bien en el marco de la política no se consideraba el impulso a procesos organizativos como objetivo principal, sí se explicitó la necesidad de fomentar la participación de las mujeres “dado que el logro de los objetivos previstos no podía ser sin la existencia de una fuerza coherente que promoviera y presionara por su cumplimiento” (Villarreal, 2004: 248). Bajo este paraguas, el del fomento de la participación, el impulso de procesos organizativos “era tácitamente considerado indispensable dado que el logro de los objetivos previstos no podía ser sin la existencia de una fuerza coherente que promoviera y presionara por su cumplimiento” (2004: 248). La ANMUCIC, agente clave en la negociación de la política de tierras Fue en este contexto, por influencia de UNIFEM y con el apoyo del Ministerio de Agricultura ― específicamente de la Oficina de Mujer Rural―, que en 1984 se crea la ANMUCIC. Al comienzo, la asociación no tuvo mayor acogida entre las mujeres, los hombres, las organizaciones campesinas y las instituciones que tienen que ver con el sector; sin embargo, paulatinamente fue reconocida como un interlocutor clave en las negociaciones sobre la propiedad de la tierra. Las mujeres que
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confluyeron en esta organización venían de previos procesos organizativos, encarnando capacidades organizativas, las que se reforzaron a través de estrategias estatales. En el ámbito nacional contaban con el apoyo, como se dijo con anterioridad, de mujeres que desde las instancias estatales, principalmente en el Ministerio de Agricultura y el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (INCODER), ayudaron a promover y fortalecer la organización de las mujeres rurales. Este aspecto es explicitado por una de las entrevistadas: Nosotras contábamos con el apoyo de algunas mujeres que en el Ministerio y en el INCORA sobre todo, venían hablando en serio del derecho a la tierra y que vieron en el apoyo a procesos organizativos una vía pa’ que nuestras demandas particulares tuvieran un espacio. Ellas fueron aliadas importantes para que pudiéramos sacar adelante a la organización (entrevista a lideresa de la ANMUCIC. Bogotá, octubre de 2013).
Al principio la organización no tuvo mayor acogida entre las mujeres, los hombres, las organizaciones campesinas y las instituciones. Sin embargo, poco a poco fue adquiriendo reconocimiento por parte de diversos actores, fortaleciéndose y constituyéndose en el escenario que aglutinó a miles de mujeres rurales. A ello se debe sumar que, por su participación en procesos organizativos, las líderes de la asociación adquirieron capacidades políticas, mismas que se vieron reforzadas a través de estrategias que el propio Estado, bajo la tutela de las femócratas y de funcionarios sensibles al género, implementó con el fin de impulsar tal proceso.
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Las estrategias se enfocaron fundamentalmente al fortalecimiento organizativo de la ANMUCIC y contribuyeron a la construcción de los discursos y prácticas reivindicativas de las mujeres. Un ejemplo de lo anterior corresponde a la relación que se estableció, por un lado, entre el acceso a la tierra y el bienestar familiar y propio, y, por otro, con respecto a la significación del acceso a la tierra como mecanismo de empoderamiento. En torno al primero, de acuerdo con Deere y León (2000), la propiedad es, para las mujeres, fundamental en las zonas rurales, en la medida en que permite la seguridad alimentaria y posibilita la generación de ingresos alternativos. En cuanto al empoderamiento, de manera habitual se especifica que el acceso contribuye a que las mujeres adquieran poder de negociación no sólo en el ámbito familiar, sino también comunitario. Este aspecto puede ser corroborado por lo manifestado en una de las entrevistas: Me preguntas sobre qué sentido tenía reivindicar la tierra pa’ las mujeres. En ese momento, te digo así, porque veo que las cosas han cambiado un poco, nosotras pensábamos que si teníamos tierra pues podíamos tener mejores ingresos y pues platica [dinero] pa’ el mercado, pa’ la educación de los hijos, la salud. Es decir, podríamos sembrar, tener animales y poder tener un ahorrito para cualquier eventualidad que se presentara. Pensábamos que nos daba más seguridad. Por otro, también veíamos que la titulación conjunta o la titulación individual, nos ponía en una mejor situación que si no la teníamos (entrevista a lideresa ANUCUR.
Bogotá, octubre de 2013).
La negociación y su contexto A mediados de la década de los ochenta existía en Colombia “una estructura con altos índices
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de concentración de la propiedad, una fuerte fragmentación del minifundio, y la mediana propiedad había iniciado un breve ascenso con el desarrollo de la agricultura comercial” (PNUD, 2011: 224). A este panorama había que sumarle la consolidación del narcotráfico y con ello la emergencia e institucionalización de los grupos paramilitares.14 Es en este marco que el presidente Virgilio Barco (1986-1990) declara en su Plan de Gobierno la urgencia de diseñar e implementar políticas con perspectiva redistributiva, incorporándose la reforma agraria como eje fundamental de su plataforma electoral. Fue así que para la negociación de la reforma se constituyó, a comienzos de 1987, la Subcomisión Agraria, en la que convergieron los siguientes agentes: organizaciones campesinas mixtas (ANUCUR, FENSUAGRO, Coordinación Nacional Agraria ―CNA― y Federación Nacional de Cooperativas Agropecuarias ―FENACOA―), organizaciones indígenas (Organización Nacional Indígena de Colombia ―ONIC―), gremios (SAC), organizaciones de mujeres rurales (ANMUCIC), funcionarios y funcionarias del Ministerio de Agricultura (Unidad de Desarrollo Social, Oficina Jurídica), funcionarios y funcionarias del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INCORA). Representaciones de género, agentes y negociación • Los varones campesinos y sus organizaciones La mayor parte del campesinado organizado percibía 14 En palabras del PNUD (2011: 224): “Fue en esta coyuntura en la que el conflicto armado, de la mano de los paramilitares y narcotraficantes inició un proceso de contrarreforma agraria que consolidaría definitivamente la alta desigualdad en la estructura agraria.”
a las mujeres principalmente como sujetos con una identidad ligada al cuidado y, a los hombres, como los agentes productivos por excelencia. Villarreal (2004) señala que los líderes hombres de las organizaciones campesinas argumentaban que las mujeres no debían tener una organización propia porque, en primera instancia, su lucha particular difuminaría la lucha del campesinado como clase. En segundo lugar, estaban convencidos que los procesos organizativos femeninos conllevarían al abandono de los hijos y a la crisis de los valores tradicionales. Por último, se argüía que las mujeres, por razones biológicas, estaban hechas para cuidar de las familias, no para tomar decisiones: ‘Las mujeres a la cocina’, nos decían los hombres de las organizaciones. No creían que nosotras teníamos la capacidad de liderar cambios. Pensaban también que si se nos daba tierra, pues nosotras íbamos a dejarlos y los hogares iban a entrar en crisis. Además que si estábamos en la política, íbamos a descuidar nuestros hogares (líder de la ANMUCIC. Bogotá, 2013).
Lo anterior se constituye en la expresión del “dominio de la ideología patriarcal que considera legítima la jerarquía masculina y con base en ello es que se busca el control del pensamiento y de la acción de las mujeres” (Villarreal, 2004: 258). En este sentido, el impulso a una organización autónoma de mujeres se vislumbraba como una cuestión que retaba al sistema patriarcal. Además, un proceso organizativo de tal envergadura implicaba “la constitución de las mujeres campesinas como sujeto político independiente del varón. Esta posibilidad iba en contravía de la ideología de género que predominaba” (Villarreal, 2004: 260).
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• Los terratenientes y sus gremios Con respecto a los gremios, representados por la SAC, es de destacar que han sido una instancia generalmente ocupada por varones, razón por la cual, en el imaginario del sector, el sujeto con autoridad y legitimidad para hablar de tierras y de productividad, y con capacidad para participar en los escenarios de negociación, debía ser el hombre. A las mujeres, por el contrario, se les percibía como sujetos de reforma agraria por ser cuidadoras, tal como se refiere en una de las entrevistas: Las mujeres son esenciales para que las familias campesinas se mantengan cohesionadas y ellas, a diferencia de los hombres, piensan más en las familias. Nosotros veíamos que sí oíamos sus demandas podíamos de alguna manera lograr que la vida de las familias mejoraran en su bienestar. Que tengan la propiedad de la tierra les daba mejores condiciones para que ellas y sus familias estuvieran mejor. Además, si ellas siempre habían sido productoras, porque no darles lo que a los campesinos en general se les daba o se les reconocía (ex presidente de la SAC. Bogotá, 2013).
• Los actores institucionales En cuanto a los agentes institucionales es de resaltar que el presidente Barco no fue especialmente sensible al género, pero sí contó con un equipo de femócratas cercanas a la ANMUCIC, quienes incidieron en la configuración de nuevas representaciones sobre las mujeres rurales.15 En este contexto, se ratificó el imaginario en torno a 15 Esto no significa que la totalidad de quienes formaban parte de los procesos en el ámbito institucional, encarnaran cambios significativos en sus modos de percibir y actuar sobre la realidad.
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que la población femenina tenía una participación activa en el ámbito productivo, lo que ayudó a que se definiera como un sujeto clave de las políticas. Lo anterior muestra la manera en la que se comienza a demandar, en este grupo poblacional, la adquisición de las destrezas necesarias para avanzar y posicionarse en el mundo público, construido e institucionalizado para hombres y por hombres. Queda claro que el tipo de mujer que se quiso articular como sujeto de intervención fue aquella a la que se quiso dotar de las condiciones, que a los hombres les habían sido útiles, para consolidarse como el paradigma del sistema productivo. La manera de operar de las representaciones de género Hasta la formulación de la Ley 30 de 1988, apreciaciones específicas sobre al acceso a la propiedad de la tierra desde una perspectiva de género, no habían sido consideradas para la construcción de las leyes agrarias. El que los agentes reconocieran a las mujeres como sujetos de reforma agraria no trajo como resultado inmediato una toma de conciencia sobre la importancia política que este asunto tenía. Por el contrario, fue gracias a la presión ejercida tanto por la ANMUCIC como por las femócratas que se incorpora el tema en la agenda política. Sin embargo, la presión supuso que participaran de la negociación apelando a las ventajas que para las familias y las comunidades suponía el que las mujeres fuesen propietarias o compartieran la titularidad conjunta. En este sentido, algunas de las líderes reivindicaron el derecho a la tierra, convencidas de que el motor de su lucha
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era el mejorar sus condiciones de vida como una posibilidad para mejorar la de sus familias. Nosotras, las que estábamos a la cabeza y las que manteníamos más relación con las del ministerio y con la gente del INCORA, sabíamos que debíamos ir más allá en lo que decíamos, pero no se podía hablar tan alto porque [de lo contrario] perdíamos el apoyo. Entonces mejor hablar con las palabras que ellos querían escuchar (entrevista con la ex presidenta de ANMUCIC. Valencia, enero de 2014).
Por otra parte, en el ámbito de la negociación, se debe reconocer que la incorporación del género en la Ley referenciada, no sólo dependió de representaciones ligadas a su papel como “cuidadoras” y responsables del bienestar de sus familias, sino también dependió de la capacidad de negociación que tuvo la ANMUCIC en el proceso. Gracias a la capacitación y fortalecimiento de las que había sido objeto por parte del Ministerio de Agricultura, ésta adquirió capacidades de negociación no sólo frente al Estado, sino también frente a otras organizaciones mixtas y gremios. Es interesante resaltar, sin embargo, que el reconocimiento hacia las líderes de ANMUCIC opera bajo la lógica masculina de lo que se entiende y valora como liderazgo. En este sentido, las líderes de la organización se reconocieron como actores con potencial para influir en la Ley, en la medida en que se revestían con características masculinas en su actuar organizativo, razón por la cual siguieron apelando, “estratégicamente”, a la representación de mujer que los campesinos y campesinas ―y otros― reconocían como válida. Sólo así podían ser escuchadas sin mayores
restricciones: hablaban como los líderes varones que, sin embargo, defendían causas femeninas tal y como un varón las quisiera defender. Con respecto a las representaciones de género que los representantes de la SAC encarnaban, llama la atención que éstos no recelaran de la lucha de las mujeres por el acceso a la propiedad de la tierra. Lo anterior se explica dado que la percepción que los representantes tenían de la mujer correspondía a la de alguien con unos roles particulares ligados al cuidado y a las labores correspondientes de compañera de varones, y no al “sujeto de la emancipación” con derecho a la tierra. En este sentido, el agente definido como “problemático” fue el varón campesino. En lo que respecta a los funcionarios y funcionarias públicas que no formaban parte del grupo de las femócratas, la mujer era un actor con potencial para la dinamización del agro, concepción que no se distanciaba de la que tenían las mujeres del Ministerio y del INCORA, aliadas a las líderes de ANMUCIC, quienes, finalmente, lograron concertar con los diferentes agentes de la negociación varias cuestiones que se plasman en la Ley: a) Titulación conjunta a la pareja de carácter obligatorio sin importar el estado civil y la priorización de las mujeres jefas de hogar como sujetos de reforma agraria, principalmente de tierras baldías de colonización (Artículo 12). b) Con respecto a aquellas mujeres que no estuviesen casadas o que tuvieran a cargo a su familia, se les denominó como “potenciales beneficiarias”, es decir, como sujetos con posibilidad de acceder a la tierra siempre y cuando
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las otras (jefas de hogar y casadas) estuviesen ya beneficiadas (Deere y León, 2000). c) El derecho a heredar una parcela, la que haya sido adjudicada al compañero mediante otros procesos de reforma agraria (Artículo 33). REPRESENTACIONES DE GÉNERO Y LA LEY DE REFORMA AGRARIA “160 DE 1994” La Ley 160 de 1994 se constituye en la segunda norma mediante la que se incorporan medidas relativas al género en los procedimientos para el acceso a la propiedad de la tierra de campesinos y campesinas. A través de la nueva ley se introduce el principio de igualdad como eje transversal para los procesos de titulación y se establece que el Estado debe promover la participación equitativa de las mujeres rurales en la planeación de los programas de desarrollo rural. Es de destacar que la Ley se formula en un contexto de cambios y transformaciones del modelo de desarrollo rural. Con las nuevas reglas de neoliberalismo, el sector agropecuario enfrentó la reducción de las intervenciones estatales. Es en este marco que el gobierno de César Gaviria (19901994), bajo asesoría y apoyo del Banco Mundial, propone un borrador de ley de reforma agraria vía mercado de tierras. Es decir, la adquisición de predios (por compra, no por extinción) por parte del Estado para parcelación, así como el otorgamiento de subsidios de reforma agraria a campesinos y campesinas que cumplieran con algunos requerimientos (ser mayor de 16 años, tener vocación agrícola, ser jefe o jefa de hogar). El campesinado rechaza este proyecto e inicia un proceso de concertación entre diversas
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organizaciones rurales e indígenas, agrupadas en el Consejo Nacional de Organizaciones Agrarias e Indígenas (CONAIC), para la elaboración de un proyecto alternativo de ley para presentar al gobierno y al que denominó Proyecto Campesino. En este contexto, el nombramiento, en 1993, de José Antonio Ocampo como ministro de Agricultura, facilitó el avance de las negociaciones con el Estado. Tanto organizaciones como el gobierno coincidieron en la necesidad de crear el Sistema Nacional de Reforma Agraria y Desarrollo Campesino, un mecanismo efectivo de planeación, coordinación, ejecución y evaluación de las tareas de dotación de tierras a los campesinos y campesinas, y la prestación integral de servicios para su desarrollo. Fortalecimiento organizativo y su impacto en los procesos de negociación A comienzos de los noventa, la ANMUCIC era una organización reconocida y legitimada políticamente como consecuencia de los siguientes factores: 1.
A través de lo promulgado en el artículo 8º de la Ley 30 de 1988 se habilitó su participación en escenarios territoriales de toma de decisiones. En dicho artículo se estableció que la organización debía ser parte de la Junta Directiva del INCORA, adquiriendo con esto una mayor capacidad de decisión en lo público. Asimismo, se instituyó su participación en los Consejos Consultivos Nacionales y Regionales, espacios creados para el debate con las comunidades, sobre sus necesidades y problemáticas en materia de crédito, tierras y apoyo estatal.
SAÑUDO: Representaciones de género y política de tierras en Colombia
2.
La asociación se articuló a los debates que el movimiento social estableció para definir las rutas de la Constitución de 1991. En este escenario, estableció coaliciones con otras organizaciones de mujeres, aspecto que les fue útil en la lucha por el reconocimiento de sus derechos en la nueva Carta Magna. Las alianzas permitieron el intercambio tanto de experiencias sobre problemáticas que enfrentan los diferentes sectores de mujeres como de discursos y prácticas feministas. Es clave destacar, en dicho proceso, que la incorporación de la cláusula de igualdad como eje de la nueva Carta Magna supuso para la Asociación un nuevo argumento para hablar de sus derechos a la tierra. Esta cuestión llevó a una ampliación no sólo de las representaciones de género, sino también de los intereses a perseguir.16 En los debates para la Constitución, en las Mesas de trabajo y otros espacios que se conformaron, ya no se hablaba en términos de pedir algo al Estado por su buena voluntad o para el bienestar de nuestras familias, sino que ahora se estaba hablando que todos y todas teníamos derechos en razón de la igualdad. Esto nos servía para pensar los derechos de las mujeres rurales como una cuestión de igualdad (expresidenta de la ANMUCIC. Bogotá, 2013).
3.
La formulación de la Política para la Mujer Rural de 1994, que es el resultado de los
16 Cabe destacar que esta convergencia dio lugar a que, en el seno de la ANMUCIC, se posicionara una visión feminista de la diferencia que contribuyó a la toma de conciencia sobre el hecho de que la diversidad también existía al interior de la organización, reconocimiento que debía comenzar a permear las reivindicaciones.
compromisos asumidos por el Estado colombiano para cumplir con el Plan de Acción de la FAO para el apoyo a la mujer Rural ( VI Conferencia Regional para la mujer rural de 1991); y del programa de Acción regional para las mujeres de América Latina y el Caribe 1995-2001. En el marco de esta política se establecieron directrices para que en el ámbito nacional y regional se construyeran estrategias para “dar respuestas más permanentes a las demandas diferenciadas de hombres y mujeres” (1991: 101). Entre las respuestas se estipuló la promoción del acceso de las mujeres rurales a los factores de producción (entre ellos, la tierra), estímulos a la participación en la planificación del desarrollo rural y el fortalecimiento de organizaciones campesinas, entre otros. Los aspectos referenciados no sólo modificaron los principios de visión y acción de las integrantes de la asociación y de los otros agentes con quienes interactuaron, sino además les permitieron acceder a capitales de tipo social y político, que les fueron altamente útiles en los procesos de negociación de la Ley referida. Las representaciones de género y la negociación En primera instancia cabe destacar que tanto en la propuesta elaborada por el Estado como en el documento denominado Proyecto Campesino, los logros alcanzados en la Ley 30 de 1988 fueron omitidos. Lo anterior se debió a las siguientes razones: 1) en el marco del movimiento campesino, la asociación no alcanzó la legitimidad
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suficiente debido a que las prácticas y discursos reivindicativos que encarnaban eran percibidos, por los líderes varones, como una lucha particular contraria a la del campesinado como clase; 2) sí bien tanto dentro del Ministerio de Agricultura como del INCORA se estableció como directriz la incorporación del enfoque de género en todas las acciones relativas a lo rural, éste no se incorporó de manera efectiva dada la poca sensibilidad de género de funcionarios y funcionarias (Sañudo, 2015); 3) a lo anterior se añaden los obstáculos que, para las acciones en pro de la mujer rural, emergieron por las limitaciones presupuestales en el escenario de implementación de políticas neoliberales. En este contexto se consideró urgente el diseño y la puesta en marcha de programas y proyectos para la atención a población afectada directamente por el conflicto armado (Villarreal, 2004); y 4) en las comunidades rurales que apoyaban la formulación del Proyecto Campesino se percibía las reivindicaciones de la ANMUCIC como contrarias a los principios familiares y sociales. Sin embargo, y con el objetivo de no dejar por fuera del proyecto las reivindicaciones de las mujeres, las representantes de la asociación junto a sus aliadas femócratas llevaron a cabo negociaciones particulares tanto con la CONAIC como con el Estado. En cuanto a la primera instancia, si bien gran parte de los líderes de las organizaciones rurales habían participado en reuniones y escenarios constituidos para validar la importancia de incorporar el género en la planeación del desarrollo rural, éstos no experimentaron la transformación de sus representaciones de género. Los varones del
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movimiento campesino continuaban percibiendo a las mujeres como cuidadoras y esposas. A pesar de que con la Ley 30 de 1988 se abrió el campo de significados en torno al género, mediante ésta también se reforzaron y reprodujeron sentidos y significados de orden patriarcal sobre lo femenino y se fortaleció el tipo de relaciones que de esta diferencia se proyecta: mujer cuidadora/hombre productor, mujer complemento del varón, entre otros. Así, tanto el campo de la significación como el de la acción, se encontraron mediados por la oposición diferencial y por la naturalización de la relación entre dominador y dominado. Cabe destacar, por otra parte, que las representaciones de género que los líderes varones encarnaban se constituyeron en el eje de varios temores que emergieron entre ellos. Uno fue sobre cómo la titulación conjunta y el derecho de las mujeres de heredar del cónyuge tendría efectos sobre el poder de los varones. Es decir, el poder de decisión sobre aspectos que tienen que ver con la pareja y la familia y el uso de los recursos económicos. Otro de los temores se relaciona con las capacidades de decisión que las mujeres, por su calidad de propietarias, detentarían a través del acceso a créditos u otros recursos. En torno a las mujeres, los miedos masculinos se traducían en esperanza, pues la apuesta por ser dueñas de la mitad del predio les otorgaría poder y les permitiría ubicarse en una mejor posición en el hogar y en la comunidad. No obstante, es importante matizar lo anterior: Es que unas y otros leían contrariamente lo que estaba pasando. Mientras que para las mujeres
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era una opción para transformar su situación y condición, para los hombres significaba un retroceso en sus privilegios (ex funcionaria del Ministerio de Agricultura. Bogotá, 2013).
En cuanto a los actores estatales, la negociación se hizo directamente con el ministro de Agricultura de la época ―1994―, José Antonio Ocampo, y su equipo de colaboradores. Es de rescatar que éstos fueron altamente receptivos a las demandas de las mujeres, entre otros motivos, porque las reivindicaciones no suponían cambios radicales frente a lo que se incorporó en la Ley 30. Solamente se querían introducir algunas innovaciones, como la de la participación en los procesos de planificación del desarrollo rural, y la ampliación del sujeto de derechos de reforma agraria a aquellas mujeres viudas y víctimas de la guerra, sujeto que había sido reconocido de forma previa a través de una resolución emitida por el INCORA en 1991.17 En este contexto, para las líderes de la ANMUCIC resultaba más fácil interpelar al Estado bajo la representación de víctima, que bajo una perspectiva feminista o de derechos. Lo anterior implicó que otras identidades de mujeres quedaran al margen del reconocimiento como sujetos de reforma agraria (mujeres pobres campesinas sin hijos ni compañero, por ejemplo). El resultado fue entonces que sólo era posible acceder a la tierra si se cumplían unos requisitos identitarios fijos y limitados. En este sentido, y dada la tendencia neoliberal 17 En esta Resolución se privilegia a las mujeres que estén en “estado de desprotección como resultado de la situación de violencia característica del país, lo que incrementaba los casos de viudez y abandono” (Deere y León, 2000: 243).
del gobierno, se consideró que la incorporación del género se constituiría en una estrategia para la atención a una población determinada, la que estaba experimentando los impactos causados por la implementación de las políticas neoliberales y el deterioro del conflicto armado. Bajo esta lógica las representaciones de género que encarnaban las y los agentes institucionales evidencian una innovación. Así las mujeres rurales cobran particular importancia por dos cuestiones: por ser sujetos que enfrentan mayores niveles de pobreza, desigualdad y vulnerabilidad, y por ser reconocidas como factor fundamental para el desarrollo económico y para la producción agrícola nacional. Frente a este último aspecto cabe considerar que el Estado vio en el empoderamiento de las mujeres, a través del acceso a la tierra (sea individual o de titulación conjunta), una de las posibilidades para activar la productividad del sector rural. En cuanto a las demandas de la asociación para participar en los espacios de planeación del desarrollo rural, éstas fueron el resultado de innovaciones en los principios de visión y de acción, que fueron experimentadas en relación con la incorporación de las mujeres en espacios de incidencia política y pública.18 Su articulación en escenarios de toma de decisiones en el ámbito extra comunitario y organizativo promueve transformaciones tanto de la subjetividad como del ámbito objetivo. Éstas se manifiestan en un incremento tanto de la autoestima como de mayor capacidad política, que no sólo son adquiridas por las líderes, sino también por 18 En algunos departamentos las líderes conformaban varias instancias de planeación. Este proceso que fue habilitado por la Ley 30 de 1988.
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aquellas que conforman las bases de la asociación. Al respecto, una de las entrevistadas refiere:
derechos. Este aspecto es posible intuirlo en una de las entrevistas:
Muchas de nosotras y de las que militaban en la organización, ya no éramos lo que éramos cuando comenzamos. No sólo sabíamos cómo meternos en lo institucional pa’ que nuestros derechos se garantizarán, también sabíamos hablar y hablamos consistentemente con quien sea. No nos daba miedo, nosotras ya no éramos las de antes y creo que en parte eso hizo que no nos amedrentaran cuando quisieron omitir nuestros derechos en la propuesta de la Ley 160 (ex presidenta ANMUCIC. Valencia, 2014).
Nosotras entramos en un proceso bien interesante después de lo que hicimos para la Constitución. Con las de la Red Nacional y otras organizaciones, nos comenzamos a formar en lo de la perspectiva de género, en derechos humanos y también en el feminismo, pero esto sabíamos que era para nosotras para fortalecernos nosotras, pero no para hablarles a los compañeros o a los hombres en general, porque sabíamos que esto nos iba a dividir con ellos y no nos iba a unir (ex presidenta de ANMUCIC. Bogotá, 2013).
Es así como los discursos reivindicativos de la ANMUCIC experimentan una mayor estructuración en la medida en la que las líderes y las mujeres que hacen parte de la asociación aprehenden e interiorizan conceptos más complejos que proceden de las teorías feministas y de género. Bajo nuevos referentes explican sus necesidades y problemáticas. La participación en reuniones con femócratas y organizaciones feministas contribuye a ampliar los términos en los que interpelan al estado y al mismo movimiento social sobre sus derechos. Conceptos como el la igualdad y no discriminación, el empoderamiento, la autonomía, entre otros, permean la construcción de sus reivindicaciones. Sin embargo, es de aclarar que estos referentes no fueron utilizados en las negociaciones debido a que las mujeres fueron conscientes de que interpelar a los diferentes actores desde el género o desde el feminismo podía ser contraproducente para el logro de sus intereses. Entonces les era más funcional hablar desde la victimización o desde el papel de cuidadoras, que desde su ser como sujetos de
Por otra parte, la demanda de la ANMUCIC de participar activamente en los escenarios en los que se planea y define el desarrollo rural generó grandes tensiones con los varones de las organizaciones. Esto se debió no sólo a que para ellos resultaba difícil cambiar la percepción tradicional, sino también porque consideraban que estas capacidades minimizan su poder de decisión y de acción, no sólo dentro del movimiento y las bases, sino también con respecto a su interlocución con el Estado. Finalmente, a través de la concertación de la Ley entre la ANMUCIC y los actores referidos se ratifica con mayor vigor el derecho de las mujeres rurales a la tierra. Así, la Ley 160 de 1994 recoge los avances formulados en el texto de la Ley 30 de 1988 ―a la que deroga―, mediante el Artículo 111, sobre la equidad de género, constituyéndose en un puntal para avanzar en el reconocimiento de los derechos de las mujeres rurales. Asimismo, con la nueva Ley se reafirma la titulación conjunta, la priorización de las mujeres jefas de hogar en el acceso a la tierra y a los recursos productivos; se postula la participación
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equitativa de las mujeres rurales como clave para la planeación de los programas de desarrollo rural; y se establecen medidas afirmativas para la promoción del acceso de las mujeres rurales a la tierra y a los recursos productivos. CONCLUSIONES Tanto el acceso a los capitales (económico, político, social, cultural y simbólico), como las posibilidades de participar y ganar, en los ámbitos de la negociación, los agentes dependen de cómo los sujetos han sido configurados bajo la impronta de la lógica androcéntrica. En este marco, la realidad, los cuerpos, los objetos, las subjetividades, las maneras de interpretar y actuar sobre el mundo devienen de esquemas inconscientes de percepción y de apreciación, que bajo la impronta de “las estructuras históricas del orden masculino”, se han incorporado en la subjetividad y en la materialidad de los cuerpos (Bourdieu, 2000a). Bajo esta lógica, los sujetos y la sociedad producen y organizan la realidad como una estructura en la que se opone lo masculino a lo femenino y en la que, por lo general, el primero ocupa el lugar privilegiado. Tal oposición media en la valoración de hombres y mujeres y, por ende, en sus posibilidades de ser reconocidos como sujetos de reforma agraria. De esta manera, las representaciones de género se constituyen no sólo en el producto de tal división sino también en una manera de naturalizar la diferencia a través de su circulación. Lo relatado a lo largo del documento evidencia el cómo las mujeres rurales en general han tenido menos posibilidades de acceder a
capitales, primero porque se les dispone a ser mujeres en un mundo en el que el privilegio lo tienen los varones; y segundo, porque han hecho parte de una clase social ―el campesinado― que ha ocupado históricamente una posición marginal en la estructura de la tenencia de la tierra. Esta doble posición ha condicionado el que las mujeres rurales, en los espacios de negociación, cuenten con menores capacidades y posibilidades para ubicar sus intereses en la agenda política. Sin embargo, es de considerar que para incrementar sus capacidades de negociaciones, es decir, “para jugar el juego correctamente”, debieron desplegar varias estrategias tanto discursivas como prácticas: 1.
Apelaron a representaciones de género tradicionales, es decir, a imágenes y significados de lo femenino aceptados y legitimados social y culturalmente (cuidadoras, madres, mujeres vulnerables) por los diversos actores implicados en la política de tierras. En este sentido, el que se convocara las identidades tradicionales de género tuvo como objetivo lograr el posicionamiento de la asociación en espacios masculinos, de los que tradicionalmente habían sido excluidas.
2.
Establecieron diferentes niveles de alianzas (femócratas, organizaciones de mujeres, organizaciones mixtas, funcionarios y funcionarias sensibles al género), cuestión que además de permitir la ampliación y estructuración de sus reivindicaciones frente al derecho a la tierra, contribuyó a
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incrementar los apoyos necesarios para permanecer en los espacios y participar en las negociaciones. En este sentido, las alianzas se traducen en un aumento de capitales sociales fundamentales para el posicionamiento y logro de sus intereses. En cuanto a las representaciones que los diferentes agentes encarnaron, éstas transitan en dos niveles relacionados entre sí. Por un lado, es evidente la generalizada identificación de las mujeres como cuidadoras y vulnerables; en este sentido, la valoración social y económica de las actividades que realizan las mujeres rurales es casi nula, si éstas no se encuentran referidas a su papel como cuidadoras. Por el otro lado, en un contexto de modernización del agro ―propiciado, sobre todo, con la implementación de las políticas neoliberales en los noventa― se privilegia a la mujer como sujeto de reforma agraria en relación con su papel como productoras. Así, se considera clave implementar cambios legales y de política pública para que puedan acceder a los insumos para la producción. Tal acción no tiene otra intención que el de constituirlas en sujetos eficientes para el modelo neoliberal. De esta manera, la tendencia ha sido la de promover la ampliación de los roles de las mujeres en el ámbito productivo, pero sin dejar de lado los roles tradicionales ligados al cuidado. En este contexto, el reconocimiento del derecho la tierra de las mujeres rurales se constituye en una estrategia para producir tipos de sujetos, cuyas características o rasgos les permitirán ser funcionales al sistema.
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Al poner en circulación, a través de la intervención, nuevas representaciones de género ligadas a la capacidad de las mujeres para ser productivas y aportar al desarrollo rural, se propicia la asimilación de una serie de imágenes y representaciones “convenientes” sobre los sujetos y su papel en el nuevo modelo. Como señala de Lauretis (1989: 25), “la construcción de género prosigue hoy a través de varias tecnologías de género y de discursos institucionales con poder para controlar el campo de significación social y entonces producir, promover e implantar representaciones de género”.
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Fecha de recepción: 16 de abril de 2015 Fecha de aceptación: 8 de septiembre de 2015
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ARTÍCULO
LA LUCHA CONTRA EL ANDROCENTRISMO EN EL DESARROLLO SOCIOECONÓMICO: LA AGENDA INTERNACIONAL DE LAS MUJERES Libertad Jiménez Almirante
PALABRAS CLAVE Feminismos, Género, Desarrollo, Economía ABSTRACT Through this article we have tried, on the one hand, to carry out a theoretical analysis about the combating of androcentrism in the perception of socio-economic development sought by some international agencies and, on the other hand, to address the influence of feminism on the development proposed by some international organizations from a socioeconomic perspective, using the gender perspective as a key tool for analysis and intervention. In this regard, women’s international agenda in
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AÑO 2. NÚMERO 3. ENERO-JUNIO 2016. PP. 126-159
RESUMEN En el presente artículo se hace, por un lado, un análisis teórico sobre la lucha contra el androcentrismo en la concepción del desarrollo socioeconómico pretendido por algunas agencias internacionales y, por el otro, desde un punto de vista socioeconómico, se aborda la influencia de los feminismos a través de la incorporación de la perspectiva de género como herramienta de análisis e intervención indispensable en el desarrollo propuesto por algunos organismos internacionales. En este sentido, la agenda internacional de las mujeres en el desarrollo ha sido determinada por una serie de enfoques diferenciados que han sido definidos desde una perspectiva asistencialista, como es el caso del “enfoque de bienestar”; desde una óptica economicista, como es el caso del “enfoque de mujeres en el desarrollo”; o desde un punto de vista analítico y transformador, como es el caso del “enfoque de género en el desarrollo” y del “enfoque de género y desarrollo humano”.
Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género
Centro de Estudos Internacionais do Instituto Universitário de Lisboa (CEI-IUL)
development has been determined by a number of different approaches that have been defined from a welfare perspective, as in the case of the “welfare approach”; from an economic perspective, as it is the case for the “women in development approach”; or from an analytical and transforming point of view, as in the “gender in development” and in the “gender and human development approaches”. KEY WORDS Feminisms, Gender, Development, Economy
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INTRODUCCIÓN La consideración de la teoría de género en el análisis vinculado al desarrollo socioeconómico ideado por algunos organismos internacionales, principalmente a partir de la concepción del “enfoque de género en el desarrollo” (Sen, Grow, 1987), ha sido uno de los logros de los feminismos en el siglo XX. Dicho fruto se ha destacado debido a la necesidad de tener en cuenta que el bienestar de las personas tiene una base material muy importante determinada por el acceso y el control sobre los recursos necesarios para el desarrollo de la “agencia personal del individuo”, como la denomina Sen (1985). Sin embargo, cuando la óptica de género en el desarrollo ha sido instrumentalizada por las agencias internacionales,1 lo ha sido sólo en un nivel retórico, por lo que se encuentra pendiente de su puesta en práctica real. En este artículo, se lleva a cabo, por un lado, un análisis teórico sobre la lucha contra las imposiciones androcéntricas vertidas sobre el desarrollo socioeconómico pretendido por algunas agencias internacionales como, por ejemplo, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) o la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Por otro lado, se aborda la influencia de los feminismos a través de la incorporación de la perspectiva de género en las arquitecturas desarrollistas propuestas por dichos organismos internacionales desde un punto de vista socioeconómico. 1 El concepto “agencia” se define como aquella organización administrativa especializada a la que se confía la gestión de un servicio. En este sentido, se ha considerado “agencia internacional para el desarrollo” a toda aquella organización multilateral a la que se le ha confiado la gestión del desarrollo del mundo a través del sistema de cooperación internacional.
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Desde una óptica retrospectiva, la preocupación por el cuadrinomio “economía-mujeres-desarrolloandrocentrismo” es un asunto histórico que demoró décadas en ser tenido en cuenta tanto por los gobiernos nacionales como por la comunidad internacional. Fue Gilman una de las primeras autoras que reflexionó, desde el “feminismo evolutivo”,2 sobre dicho cuadrinomio. Ya en 1911, acerca del binomio “androcentrismodesarrollo”, Gilman (2011 [1911]) argumentó, en relación con la descripción de la condición humana vista desde los ojos androcéntricos, que “ella” (en referencia a la condición humana de las mujeres) “ha ocupado siempre el lugar de una preposición en relación con el hombre. Ha sido considerada por encima de él, o por debajo de él, delante de él, detrás de él, a su lado, una existencia enteramente relativa”3 (Gilman, 2011 [1911]: 20). Según la autora, esta concepción de la condición humana exclusivamente masculina coloca a los hombres como figuras centrales y dominantes en las siguientes áreas fundamentales para el desarrollo vital de los individuos: 1) frente al desarrollo humano, las mujeres son consideradas una subespecie de la raza humana dedicada únicamente a la reproducción; 2) la familia es la institución sobre la que los hombres organizan su “industria 2 El “feminismo evolutivo” de Gilman, de tipo socioeconómico, centra su esencialidad en el debate sobre la idea de progreso humano, es decir, sobre la consecución de la mejor versión de la humanidad. Dicho “feminismo evolutivo” presenta una parte de sus raíces en el “feminismo darwiniano” que incorpora la perspectiva de género a la teoría de la evolución, androcéntrica, de Charles Darwin. Una de las obras pioneras del “feminismo darwiniano” fue escrita por Brown Blackwell (1875), que pone de manifiesto la necesidad de aplicar la hipótesis de la selección natural también a las mujeres. 3 Mi traducción, del original en inglés.
JIMÉNEZ: La lucha contra el androcentrismo en el desarrollo socioeconómico
doméstica”, eligiendo unilateralmente a aquella mujer (o mujeres) que le va (o van) a servir de garantía para el correcto funcionamiento de su “producción familiar”; 3) la inferiorización4 de las mujeres respecto a la salud y la belleza tiene su efecto en la aparente consideración de la selección humana natural sobre la belleza masculina; 4) los hombres frente al arte constituyen la superioridad frente a eventuales excepciones de presencia femenina; 5) la literatura masculina fomenta, por un lado, la pasión de las mujeres por el amor y, por el otro, la participación de los hombres en la guerra; 6) la restricción de la participación de las mujeres en el juego y el deporte, a pesar de que el instinto de juego es común a niños y niñas, las sitúa a ellas (a las mujeres) en una posición inactiva; 7) la ética y la religión actúan como instituciones propulsoras de las virtudes femeninas de las mujeres y las virtudes masculinas de los hombres (aparentemente inalterables en uno u otro sentido) con los argumentos “irrevocables” de la complementariedad social entre ambos grupos de virtudes y el inexcusable poder de la “voluntad divida” para crear hombres y mujeres de forma diferenciada; 8) el prejuicio androcéntrico se instaura en la educación, lo que sitúa a las mujeres en el lugar de la ignorancia, aunque la educación era inicialmente una función ligada a la maternidad; 9) la interacción social es la primera condición de la vida humana y es dominada por los hombres; 10) la ley y el gobierno androcéntricos se oponen al sufragio de las mujeres; 11) la capacidad punitiva 4 El concepto “inferiorización” podría definirse como la acción de localizar en un lugar inferior algo que naturalmente no lo es. A la inversa, el concepto “superiorización” podría definirse como la acción de colocar en un lugar superior algo que naturalmente no lo es.
es exclusivamente de los hombres; 12) la política androcéntrica se opone a la participación política de las mujeres al considerarlas incapaces; y 13) los hombres ostentan el control absoluto sobre la producción económica y la toma de decisiones sobre la empleabilidad de la misma. En relación con el binomio “economíamujeres”, Gilman (2008 [1898]) sustentó que las reglas políticas y sociales androcéntricas limitan las capacidades intelectuales y productivas de las mujeres, lo que impacta negativamente en el desarrollo humano de la ciudadanía. La autora realiza un análisis económico de la familia, en tanto institución, y sostiene los siguientes argumentos: 1) el trabajo en el hogar es entendido como un deber para las mujeres y no como un labor remunerada y, por lo tanto, es necesario profesionalizar la educación de los/as hijos/as y las tareas relativas al funcionamiento del hogar; 2) la consideración de la maternidad como valor económico de intercambio en el matrimonio es falsa y perversa; 3) la distinción sexual entre hombres y mujeres es tan exagerada que se ha llegado a identificar como progreso humano todo aquello que tiene que ver con lo masculino; 4) la “relación sexo-economía” acompaña al individuo desde el momento en el que nace y determina su capacidad de progreso vital; 5) la condición humana es capaz de distinguir como injusta la “relación sexo-economía” establecida socialmente pero necesita tiempo para alterar su propia condición; 6) el matrimonio puede ser considerado un “medio de vida” pero no puede presuponerse un “empleo honesto” porque forma parte del ámbito de la mendicidad económica; 7) los atributos humanos son compatibles con
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las relaciones sexuales pero no con el “sistema sexo-economía” y sus implicaciones para con las relaciones sexuales preestablecidas socialmente; 8) el matrimonio pasa a ser una responsabilidad económica excesiva para los hombres que “deben” proveer al hogar de los bienes materiales necesarios para su funcionamiento; y 9) el casamiento pasa a considerarse como la única vía de sustentabilidad vital a la que las mujeres tienen acceso y, por lo tanto, su preocupación se focaliza en asegurarse un matrimonio que les permita mantener un nivel de vida adecuado a su estatus social. En la actualidad, los argumentos de Gilman pueden ser criticados tanto por anacrónicos como por la necesidad de localizar sus premisas en un contexto global multicultural regido por diversos sistemas socioeconómicos androcéntricos, más allá del modelo estadounidense al que hacía referencia en sus escritos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Sin embargo, debe ser reconocida la enorme contribución que supuso su obra para, entonces, considerar sus escritos como pioneros para el surgimiento de la Economía del Género (localizando el foco atencional en el análisis de las consecuencias derivadas de la distribución socioeconómica desigual de poder entre los géneros) y poder hablar ahora de un objeto de estudio histórico. Tal vez resulte pertinente vincular la descripción de la “relación sexo-economía” propuesta por Gilman (2008 [1898]) para analizar el “androcentrismo”, con la concepción del “sistema sexo-género” sugerido por Rubin (1975) para describir el “patriarcado”. La adecuación de la coligación de ambos conceptos reside,
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fundamentalmente, en la necesidad de reconocer la existencia de una constante retroalimentación bidireccional entre ideologías androcéntricas y sistemas patriarcales. Los sistemas necesitan de las ideologías para articular, desde la base, los principios que se quieren modular ideológicamente, mientras que las ideologías requieren de los sistemas para deliberar, desde la base, las estructuras que se quieren materializar. Desde la antropología y el análisis de los sistemas de parentesco, Rubin (1975) define el “sistema sexo-género” como “el conjunto de disposiciones por el cual una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas”5 (Rubin, 1975: 159). Para Rubin (1975), la organización social a través del sexo conlleva tres aspectos esenciales: 1) una organización del sistema de género que tiene como finalidad la eliminación de las semejanzas entre hombres y mujeres para reforzar la necesidad de dependencia mutua basada en una supuesta “complementariedad” entre ambos sexos; 2) una heterosexualidad obligatoria; y 3) demarcaciones sobre la sexualidad femenina. De la unión de los conceptos propuestos por Rubin y Gilman (“sistema sexo-género” y “relación sexo-economía”) quizá pudiera extraerse el término “sistema sexo-género-economía” y definirse como la arquitectura sociopolítica, con base ideológica androcéntrica, que tiene por finalidad compartimentar las contribuciones socioeconómicas del “universo de lo masculino” y el “cosmos de lo femenino”, ni de forma idéntica en todas las regiones del mundo 5 Mi traducción, del original en inglés.
JIMÉNEZ: La lucha contra el androcentrismo en el desarrollo socioeconómico
ni de forma obligatoriamente semejante entre todos los miembros de un mismo universo, con grandes perjuicios para el logro del pleno desarrollo humano (principalmente el relativo a las mujeres). También podrían destacarse dos características fundamentales en relación con el “sistema sexo-género-economía”: por un lado, el principal regulador de dicho sistema es la distribución de poder entre los géneros respecto el acceso y el control sobre los recursos necesarios para el logro del bienestar y, por el otro, las principales herramientas utilizadas por dicho sistema son estereotipos, prejuicios, creencias, roles y normas idiosincrásicas inherentes a cada sociedad. En consecuencia, si pudiera considerarse la existencia de un “sistema sexo-género-economía”, articulado a escala mundial a través de arquitecturas patriarcales e ideologías androcéntricas, las preguntas de investigación que subyacen en el fondo a los objetivos planteados en el presente artículo, son: 1.
¿Qué características presentan aquellos enfoques que han ayudado a tomar conciencia, en el seno de algunas agencias internacionales, sobre la necesidad de acabar con las políticas orientadas al desarrollo socioeconómico con perfil androcéntrico?
2.
¿Qué papel han representado los feminismos, y los movimientos de mujeres que los conforman, en esa ruptura progresiva del pensamiento androcéntrico en algunas agencias internacionales dedicadas al desarrollo socioeconómico?
Quizá sea pertinente aclarar, en este punto, que el hecho de considerar un “sistema sexo-géneroeconomía” articulado a escala mundial requiere tanto de la necesidad de suponer que dicho sistema se encuentra acoplado por subsistemas desemejantes entre sí que son caracterizados por las idiosincrasias regionales de un mundo global, como de la necesidad de reconocer que el funcionamiento de dicho sistema provoca disfunciones desiguales en el conjunto de las diferentes poblaciones. Sin embargo, hay que añadir que esas disfunciones son analizables, siempre, desde una perspectiva de género y, de una forma interseccionada, desde otros puntos de vista, como por ejemplo una óptica cultural. Por lo anterior, es necesario no obviar otras variables estructurales que coparticipan en la arquitectura socioeconómica androcéntrica como lo son el sistema capitalista (con base ideológica clasista), el sistema globalizador (con base ideológica etnocéntrica) o los sistemas esclavistas (con bases ideológicas segregacionistas). Hay que señalar, también, que el “sistema sexo-género-economía” ha sido analizado de forma crítica, teniendo en consideración la clasificación propuesta por Pérez Orozco (2005): 1) en el ámbito de la Economía de Género (Humphries, 1995), la cual busca la inclusión de las mujeres como sujetos y objetos de estudio de las teorías económicas androcéntricas; 2) en el contexto de la Economía Feminista de la Conciliación (Eisenstein, 1979), que procura generar una teoría económica alternativa a las teorías androcéntricas pero tomando en consideración algunos antiguos paradigmas de utilidad; y 3) en el terreno de la Economía Feminista de la Ruptura (Carrasco, 2001), que intenta construir una nueva teoría económica
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rompiendo completamente con los paradigmas económicos androcéntricos existentes. Por último, en relación con los capítulos que modulan el artículo, se han planteado cuatro apartados para abordar el objeto de estudio: a) examen del punto de vista asistencialista y androcéntrico derivado del “enfoque de bienestar”; b) análisis de la visión economicista emanada del “enfoque de mujeres en el desarrollo”, en el contexto del surgimiento del concepto “feminización de la pobreza”; c) estudio de la perspectiva de ruptura con el androcentrismo que suponen el “enfoque de género en el desarrollo”6 y el “enfoque de género y desarrollo humano”, en el contexto del surgimiento del concepto “desigualdades de género en el desarrollo”; y d) reflexión sobre el devenir de la utilización de la perspectiva de género en el análisis socioeconómico ideado por las agencias internacionales, considerando que la incipiente ruptura con el pensamiento androcéntrico comenzó a ser tenida en cuenta en el plano político-discursivo pero que tiene aún retos pendientes de encarar para su puesta en práctica efectiva. EL “ENFOQUE DE BIENESTAR” Los primeros enfoques y teorías sobre el desarrollo económico adoptados por organismos internacionales como el FMI o el BM, concebidos ambos en 1944, presentaban un claro sesgo androcéntrico e ignoraban el papel de las mujeres en el proceso de desenvolvimiento. Tal es el caso, por ejemplo, de la “teoría económica de la modernización” (Lewis, 6 Moser (1993) fue pionera en la sistematización de los siguientes enfoques: “enfoque de bienestar”, “enfoque de mujeres en el desarrollo” y “enfoque de género en el desarrollo”.
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1969), que sostiene que la diferenciación en el empobrecimiento de las diferentes áreas geográficas del mundo puede explicarse en función de los distintos niveles de desarrollo tecnológico de las sociedades y relega a las mujeres al ámbito doméstico. En este sentido, el contexto privado carece de valor en la ecuación del crecimiento económico, es decir, todo aquel trabajo mercantilmente no cuantificable no es considerado como trabajo productivo y, por lo tanto, no es tenido en cuenta para el cálculo económico mundial. En consecuencia, entre los años 1950 y 1960, surge, como resultado de la aplicación de dicha “teoría económica de la modernización”, el “enfoque de bienestar” (Hernández, 1999), que toma a las mujeres como merecedoras o receptoras pasivas de las acciones de desarrollo ante su posición de madres, cuidadoras y vulnerables. Dicho enfoque enfatiza el rol reproductivo de las mujeres considerando la necesidad de orientar los esfuerzos del desarrollo en hacer que ellas (las mujeres) puedan llegar a ser “madres más sanas” porque esto repercutirá positivamente en el desarrollo de sus hijos/as. Por lo tanto, dicho enfoque orienta las estrategias de desarrollo en relación con algunas necesidades específicas de las mujeres más empobrecidas, en torno a dos tipos de acciones: 1) ayuda alimentaria y lucha contra la malnutrición7 y 2) planificación familiar y la salud materno-infantil.8 Este enfoque de desarrollo 7 Una de las iniciativas creadas en el contexto de la acción “ayuda alimentaria y lucha contra la malnutrición” fue la articulación del conjunto de expertos llamado “Grupo Asesor de la Proteína”, creado en 1955, que fue integrado por FAO, UNICEF y OMS (Giles-Vernick y Webb, 2013). 8 La acción “planificación familiar y salud materno-infantil” ha sido liderada, históricamente, por agencias como UNICEF
JIMÉNEZ: La lucha contra el androcentrismo en el desarrollo socioeconómico
se encuentra auspiciado por organismos surgidos, también, a partir de 1940, como la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) —creada en 1943—; el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) —creado en 1946— y la Organización Mundial de la Salud (OMS) —creada en 1948. Por último, el carácter androcéntrico del “enfoque de bienestar” reside en dos aspectos heredados de la “teoría económica de la modernización”: 1) la consideración de que aquello que económicamente no tiene precio monetario no cuenta para la economía y 2) el no reconocimiento de las relaciones de género como relaciones con significación económica, es decir, el no reconocimiento de la existencia de un “sistema sexo-género-economía” que perjudica el desarrollo integral, principalmente, de las mujeres. SURGIMIENTO DEL CONCEPTO “FEMINIZACIÓN DE LA POBREZA”: EL “ENFOQUE DE MUJERES EN EL DESARROLLO” Se consideran aquí algunos diagnósticos sobre la “feminización de la pobreza” y se describen las soluciones primigenias para enmendar dicho fenómeno desde la adopción del “enfoque de mujeres en el desarrollo”. Es necesario apreciar que la conceptualización de la “feminización de la pobreza” se inserta en un contexto global en el que, atendiendo a las recomendaciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OECD, 1984), se consideran “personas empobrecidas” a y OMS, que en 1978 organizaron la llamada “International Conference on Primary Health Care”, marcando la “salud materno-infantil” como uno de sus ejes de actuación prioritario (Kawachi y Wamala, 2007).
aquellos individuos, familias o grupos de personas a quienes las limitaciones de recursos (culturales, materiales y sociales) les excluye del tipo de vida mínimo considerado aceptable en el Estado en que residen. Asimismo, el fenómeno de la “feminización de la pobreza” se enmarca, en una tentativa de medir el número de personas empobrecidas en el mundo, a través del parámetro de la pobreza absoluta, en una línea internacional marcada por el BM (World Bank, 1990), teniendo en cuenta como puntos de cohortes, por un lado, el acceso a dos dólares al día por parte de cada uno de los habitantes del mundo (para identificar la pobreza) y, por otro lado, el acceso a menos de un dólar al día por parte de cada uno de los conciudadanos del mundo (para identificar la pobreza extrema). Diagnósticos sobre la “feminización de la pobreza” Uno de los primeros fenómenos sujeto a un análisis desde la perspectiva de género, en el contexto del desarrollo socioeconómico, fue el avance de la “feminización de la pobreza”, fenómeno que viene reflejado por cifras como, por ejemplo, que el 70% de las personas empobrecidas en el mundo son mujeres, o que dos tercios de los 900 millones de personas analfabetas en el mundo son mujeres (García-Mina, Carrasco, 2004). Inicialmente, el principal eje identificado en relación con la “feminización de la pobreza” fue la división sexual del trabajo. Para ello se tuvo en cuenta que dicha división provoca una atribución de funciones sociales que se ha postulado, en la mayor parte de las sociedades productoras de bienes y servicios, con la asignación a las mujeres
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del rol de trabajo reproductivo (habitualmente no remunerado) y la asignación a los hombres del rol de trabajo productivo (habitualmente remunerado). La principal consecuencia de esta asignación de roles de género es el desigual reparto de bienes entre hombres y mujeres y la consecuente dependencia económica de las mujeres con respecto a los hombres en un mundo principalmente monetario y globalizado(r). Una dependencia económica que, por otro lado, limita (cuando no impide) el acceso y el control sobre los recursos destinados a servicios básicos vitales como la educación, la alimentación o la salud. Cabe reflexionar, sin embargo, en torno a cuatro cuestiones fundamentales vinculadas a la “feminización de la pobreza”: 1) el origen del reparto social del trabajo en función del sexo; 2) la imposibilidad de generalizar el reparto social del trabajo en función del sexo a todas las sociedades o circunstancias vitales; 3) las características por las que no son considerados como productivos ciertos trabajos que habitualmente realizan las mujeres; y 4) el debate del concepto mismo de “feminización de la pobreza”. El origen del reparto social del trabajo en función del sexo Existe un consenso académico en relación con la consideración de que la división sexual del trabajo viene determinada por un largo proceso histórico occidental, que se afianza a partir de la revolución industrial pero que puede encontrar su origen en la era preindustrial. En este complejo y largo proceso, las familias abandonan el campo para trabajar en las fábricas de las ciudades, las familias extensas se convierten en familias •
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nucleares y, llegados a este punto, se establece socialmente, como si fuesen funciones naturales, que los hombres salgan de las casas a trabajar en el espacio exterior y las mujeres cuiden del mantenimiento de los miembros de la familia en el espacio privado. A este cambio social se le denomina “nueva organización social capitalista” (Appleby, 1984). De acuerdo con Boserup, una de las causas que podría explicar la reclusión de las mujeres en la esfera privada podría ser la de que “cuando el desarrollo económico hace que un número elevado de hombres salga de los sectores agrícolas y de servicios y comercio tradicional, el consiguiente traslado de las familias del campo a la ciudad puede provocar que las mujeres dejen también de trabajar en estos sectores sin que se les ofrezcan oportunidades en el sector moderno” (Boserup, 1993 [1970]: 222). En este sentido, y de acuerdo con la hipótesis formulada por Engels (2001 [1884]) en sus investigaciones sobre el origen de la propiedad privada, el éxodo rural a las ciudades supone un cambio en el orden social que, efectivamente, propicia que las mujeres queden recluidas en sus hogares como símbolo del progreso masculino y surgimiento de las clases medias. Mies (1998) fundamenta su teoría sobre el origen capitalista del reparto social del trabajo en función del sexo para defender, desde el “feminismo socialista”, que el origen de la imposición del rol de sumisión de las mujeres no se basa en causas biológicas, ni siquiera en causas relacionadas con la conservación de tradiciones, sino en causas sociales relacionadas con la producción de bienes. Es por ello que —
JIMÉNEZ: La lucha contra el androcentrismo en el desarrollo socioeconómico
argumenta—, la subordinación de las mujeres estaría relacionada con la aparición de la propiedad privada. Además, según la autora, el capitalismo y el patriarcado se asocian en la tarea de oprimir a las mujeres a través de la atribución de roles diferenciados entre hombres y mujeres, no igualmente remunerados ni igualmente considerados en la escala social. Por su parte, Hartman (1994) sostiene, también desde el “feminismo socialista”, que el origen de la división sexual de trabajo y la jerarquización social derivada de la misma se localiza en la era preindustrial y es anterior, por lo tanto, al surgimiento del capitalismo. Según Hartman, dicha jerarquización pudo suponer el origen del patriarcado y, en consecuencia, el inicio de la subordinación femenina frente a la masculina, a través de la aplicación de técnicas jerárquicas de organización y control utilizadas por los hombres. Davis (2005 [1981]), basada en el “feminismo de la interseccionalidad” y a partir de la perspectiva de la división genérica de la sociedad, teoriza sobre la configuración de la división sexual del trabajo teniendo en cuenta, además, aspectos como el racismo (con su máxima expresión en la esclavitud) y el clasismo (derivado del capitalismo). La autora apunta que la división del trabajo entre los sexos no fue siempre tan rigurosa y, en ocasiones, los hombres pudieron haber trabajado en las cabañas y las mujeres pudieron haberse ocupado del huerto y, quizá, haber participado en la caza. Asimismo, Davis señala que si bien el lugar de las mujeres en la era preindustrial habría estado cerca del hogar, durante dicha era la propia economía se
habría centrado en la vivienda y en el terreno agrícola aledaño. Finalmente, la autora propone que la segregación genérica del trabajo no ha sido determinada por un único patrón dictaminado por la industrialización y pone como ejemplo las experiencias de las mujeres esclavas, ya que sus vivencias durante la esclavitud les debieron afectar profundamente teniendo en cuenta que las demandas de sus “amos” les exigían ser igual de “masculinas” que los hombres en el cumplimiento de su trabajo esclavo. Asimismo, tal y como argumenta Rubin (1975), es necesario indicar, por un lado, que el nuevo orden social capitalista se apoya en ideas anteriores al surgimiento del propio capitalismo para reorganizar “el mundo de lo femenino” y el “mundo de lo masculino” en torno al sistema de producción de capitales. Y, por otro lado, es imprescindible aclarar que el capitalismo no consigue explicar la ingente cantidad de injusticias y atrocidades cometidas en contra de las mujeres (por el hecho de nacer “mujeres”) en la era preindustrial, continuadas en la era industrial, y tampoco consigue explicar por qué son generalmente las mujeres las que hacen el trabajo doméstico, en lugar de los hombres, en sociedades preindustriales e industriales. Por ese motivo, según la autora, las desigualdades de género no sólo pueden explicarse en función del capitalismo sino también en función de la configuración del “sistema sexo-género”. •
La imposibilidad de generalizar el reparto social del trabajo en función del sexo a todas las sociedades o circunstancias vitales
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Cabe preguntarse en qué medida los pueblos del mundo se han adaptado, o no, a esa nueva organización social capitalista obteniendo como consecuencia la reclusión de las mujeres en el espacio privado. Para ello es necesario tener en cuenta que las mujeres en los entornos rurales participaban, y participan, activamente en la producción agrícola y ganadera, así como en los beneficios económicos que esta actividad reporta, aunque exista una división sexual del trabajo que les vincule, además, al cuidado de la familia. De hecho, se estima que las mujeres constituyen el 43% de la mano de obra agrícola en los “países en desarrollo” (Food and Agriculture Organization of the United Nations, 2011). Además, podría presuponerse que no todas las culturas han accedido a la industrialización en la misma medida y, por lo tanto, que el cambio social es significativamente distinto en cada una de las sociedades que se pueden analizar, dependiendo de su nivel de industrialización y de conservación de la cultura “tradicional”. Aun así, como punto de inflexión puede decirse, en relación con la división sexual del trabajo, como señala Amorós (2007), que a medida que avanza el desarrollo tecnológico en las sociedades agrarias se va afianzando la segregación de los sexos. De igual modo, en los contextos urbanos, la industrialización también supuso la incorporación de las mujeres, principalmente de clases sociales con menores recursos, al mercado laboral en determinadas tareas como el servicio doméstico o el trabajo como obreras en las fábricas; esto es, la revolución industrial supone para las mujeres de clases sociales desfavorecidas asumir trabajo extra-doméstico, sin que ello signifique el abandono
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del correspondiente trabajo doméstico (Amorós, 2007). Por lo tanto, la adaptación social a la nueva organización capitalista no puede generalizarse a las clases sociales con menores recursos, o situaciones de hogares monoparentales encabezados por mujeres, porque en estos casos las mujeres urbanas participaban, y participan, activamente en el trabajo productivo extradoméstico para el mantenimiento económico de las familias. Desde el “feminismo postmoderno”, Mohanty (1991) formula su teoría sobre el estudio de la división sexual del trabajo basándose en la crítica sobre la “metodología del universalismo”. Para la autora, existe un sesgo etnocéntrico determinado por el reduccionismo cultural y por el intento de universalizar las realidades locales, en el análisis realizado por las “feministas occidentales” sobre la división sexual del trabajo. Por un lado, dicho intento de universalización pudiera venir determinado, según la autora, por la tentativa de llevar a cabo un análisis sobre un proceso universal de opresión de las mujeres, que puede no ser homogéneo a la hora de estudiar los contextos de los “países en desarrollo”. Por otro lado, dicho intento de universalización origina proyecciones etnocéntricas sobre, por ejemplo, las concepciones vertidas sobre las “mujeres africanas”, quienes son comúnmente consideradas vulnerables y agentes pasivas de su desarrollo. Las características por las que no son considerados como productivos ciertos trabajos que habitualmente realizan las mujeres Resulta difícil calcular la aportación del trabajo de las mujeres a la economía global por la desconsideración del trabajo informal y el •
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trabajo doméstico en la ecuación del crecimiento económico de un determinado país; es decir, la mayor parte del trabajo realizado por las mujeres no se le define como productivo en cuanto no es considerado mercantilmente cuantificable. En este sentido, la “teoría de los sistemas mundiales” de Ward y Pyle (1995) pone de manifiesto que el sistema económico mundial no podrá comprenderse si no son considerados y cuantificados el trabajo informal y el trabajo en el hogar, además de tomar en cuenta las contribuciones de las mujeres al sistema económico mundial de forma particular y no sólo como categoría global “trabajadores”. En el contexto de sus investigaciones realizadas sobre el trabajo no remunerado en la economía global, Durán (2012) pone de manifiesto la dedicación casi exclusiva por parte de las mujeres con relación al trabajo no remunerado en los hogares.9 La autora señala que también son las mujeres las que ocupan principalmente los trabajos considerados informales en los “países en desarrollo”, como estrategia para combatir la pobreza en sus familias, y advierte de la vulnerabilidad de las jóvenes porque son las niñas quienes trabajan a más temprana edad con respecto a los niños, cobran menos por el mismo trabajo y lo hacen durante más horas. Durán precisa que las mujeres dedican más tiempo al cuidado tanto de los/ as niños/as como de otras personas dependientes (incluidas aquellas con discapacidad y enfermos/ as y ancianos/as con necesidades atencionales). 9 El trabajo en el hogar requiere una mayor dedicación en las viviendas que no se encuentran dotadas, por ejemplo, de acceso a agua corriente, de servicios de saneamiento o de electrodomésticos que faciliten su ejecución.
Por último, la autora expone algunos ejemplos en relación con el empleo del tiempo, poco tenidos en cuenta por el sistema económico global, tales como la dedicación a la preparación de la muerte y la memoria de la persona difunta, considerando estudios realizados en Zimbabue, Sudáfrica o Uganda. La “feminización de la pobreza”: un concepto un concepto de debate El concepto “feminización de la pobreza”, que supone la presencia mayoritaria de mujeres entre las personas consideradas empobrecidas, ha sido puesto a debate en los últimos años por dos razones fundamentales: 1) como señalan Medeiros y Costa (2008), la enorme carga significativa inicial del concepto “feminización de la pobreza” no ha sido acompañada suficientemente de estudios científicos, y 2) como señala Chant (2004), el concepto “feminización de la pobreza” ha sido asociado de manera insistente al concepto “hogares con jefatura femenina”, como si la pobreza tuviera una relación más directa con las características civiles (marital, soltería, viudez, etcétera) de quien encabeza un determinado hogar y menos directa con el contexto socioeconómico y político donde se sitúa dicho hogar. Así, en los últimos años, el foco de atención sobre el concepto “feminización de la pobreza” ha sido desviado hacia otras variantes como, por ejemplo, la “feminización de la supervivencia” (Cobo, 2007), que supone la presencia mayoritaria de mujeres en empleos de carácter gratuito (imprescindibles para la sostenibilidad social), mal pagados (necesarios para el avance del capitalismo y la globalización) y en •
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tareas esclavizadoras relacionadas, principalmente, con la explotación sexual. Siguiendo a Cobo (2007), la globalización es un proceso histórico socioeconómico y cultural asociado a la modernización y a la expansión del capitalismo a través de las políticas neoliberales. Como señala la autora, dicho proceso tiene, a la vez, una cara positiva, que ofrece la posibilidad de comunicación intercultural a través del desarrollo tecnológico y una cara negativa, que supone el crecimiento económico como fin en sí mismo y sin importar los medios para su consecución, aunque éstos impliquen la imposición de modas globales. Según la autora, es imprescindible una visión feminista sobre la globalización para comprender fenómenos como, por ejemplo, las migraciones vinculadas a la prostitución, el trabajo femenino en las maquilas, la informalización del trabajo realizado por las mujeres, etcétera. Fenómenos que, por otro lado, son la estructura que sustenta la “feminización de la supervivencia”. En ese sentido, las políticas neoliberales enfatizan la “feminización de la supervivencia” a través de la adjudicación, principalmente a las mujeres, de mayor cantidad de trabajo gratuito, mayor cantidad de trabajo mal pagado y un peso específico en trabajos relativos a la explotación sexual. Soluciones primigenias frente a la “feminización de la pobreza”: el “enfoque de mujeres en el desarrollo” Las soluciones primigenias abordadas frente a la “feminización de la pobreza” en el contexto del desarrollo socioeconómico orquestado por algunas agencias internacionales vienen determinadas
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fundamentalmente por una óptica economicista dada por el “enfoque de mujeres en el desarrollo”. A partir de 1970 existe una ruptura progresiva del pensamiento único neoliberal economicista motivada por el “enfoque de las necesidades básicas” (International Labour Office, 1977), que considera insuficiente la medición del desarrollo únicamente desde la consideración del crecimiento económico porque, por un lado, el crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) no es garantía sistemática del desarrollo de un determinado país y, por el otro, el desarrollo medido únicamente desde el crecimiento económico no desvela información relacionada con dimensiones tan importantes como el desempleo, la pobreza o la desigualdad, entre otros. Dicho enfoque presenta los siguientes grupos de necesidades básicas propositivas para ser alcanzadas: 1) requerimientos mínimos para el consumo familiar y personal [alimento, vivienda, etcétera]; 2) acceso a servicios esenciales [salud, transporte, educación, saneamiento, agua potable, etcétera]; 3) posesión de un trabajo digno; y 4) necesidades superiores [entorno saludable y humano, participación en la toma de decisiones, consecución de libertades individuales, etcétera]. También a partir de 1970 surgen enfoques que se pronuncian en torno al concepto “desarrollo” desde una incipiente perspectiva de género. Se trata entonces de romper el androcentrismo en las ciencias económicas y hacer constatar las desigualdades existentes entre hombres y mujeres (asimetrías que parecen ir en aumento a medida que los pueblos se desarrollan). Hay un consenso académico a la hora de considerar que fue Boserup (1993 [1970]) la encargada de
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dar el primer paso para argumentar por qué es importante tener en cuenta la variable “género” en el análisis socioeconómico para ofrecer datos y explicaciones sobre las consecuencias de la ignorancia de la óptica de género en el desarrollo económico. Para Boserup (1993 [1970]) existen dos aspectos clave en el análisis económico visto desde la perspectiva de género: por un lado, el oscurantismo sobre la posición de las mujeres en el desarrollo económico origina su desubicación en el sistema productivo capitalista; y, por el otro, las nuevas dinámicas socioculturales establecidas como consecuencia del éxodo rural de las poblaciones hacia las ciudades trae consigo la descontextualización de las mujeres en aquellos trabajos relacionados con la modernidad. Las razones fundamentales identificadas sobre el aumento de la desigualdad de género en función del desarrollo de los pueblos, según el estudio de Maguire, son ocho: (1) Las tradiciones, las actitudes y los prejuicios en contra de la participación de las mujeres; (2) Barreras legales; (3) Limitado acceso y uso de la educación formal, lo que resulta en altas tasas de analfabetismo femenino; (4) El tiempo empleado por las mujeres en las tareas domésticas; (5) Las condiciones de acceso a la tierra, al crédito, a la maquinaria agrícola moderna, a las técnicas y servicios de extensión; (6) La carga para la salud derivada de los embarazos frecuentes y la desnutrición; (7) Debilidad de la posición tradicional otorgada a las mujeres como socias contribuyentes económicamente y (8) Inadecuadas investigaciones e información sobre las mujeres que limita la capacidad de los planificadores del
desarrollo para crear proyectos de interés para las mujeres10 (Maguire, 1984: 13).
Así surge, a partir de 1970, el “enfoque de mujeres en el desarrollo”, término acuñado por el Comité de Mujeres de la Sociedad para el Desarrollo Internacional (“Women’s Comittee of the Society for International Development”) que empezó a conocerse como “Mujeres en el Desarrollo” (“Women in Development”). Este enfoque se fundamenta en los paradigmas del “feminismo liberal” (Staudt, 1986) y centra sus esfuerzos en el análisis de los roles de género en las sociedades y en el intento de incluir a las mujeres de forma activa en el proceso de desarrollo económico, enfatizando el rol productivo de las mismas sin que este propósito suponga la transformación de las estructuras sociales existentes. Además, dicho enfoque se encuentra orientado a la satisfacción de las necesidades básicas de las mujeres más empobrecidas, a través de su incorporación al mercado de trabajo productivo, y utiliza tres estrategias para la integración de las mujeres en el desarrollo: “estrategia de igualdad formal”, “estrategia de antipobreza” y “estrategia de eficacia”. Por un lado, la “estrategia de igualdad formal”11 (Moser, 1993), curtida en el seno de las conferencias internacionales sobre las mujeres organizadas por la ONU entre principios de la década 10 Mi traducción, del original en inglés. 11 La “estrategia de igualdad formal” fue identificada por Moser (1993) como “estrategia de equidad”. Se ha eludido utilizar el término “equidad”, en este punto, para no confundir dicha “estrategia de igualdad formal”, o “estrategia de equidad” según Moser (1993), con el principio fundamental de “equidad de género” que se encuentra inserto en los fundamentos del “enfoque de género en el desarrollo”.
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de 1970 y finales de la década de 1980 (UN, 1976; UN, 1980; UN, 1986), se encuentra orientada a la reforma de leyes, a los cambios institucionales y a la concienciación de la sociedad, al tiempo que persigue un estatus igualitario entre hombres y mujeres en el ámbito formal. Esta estrategia tuvo como objetivo fundamental cambiar el prisma sobre el bienestar de las mujeres en el desarrollo para pasar a tratar la igualdad de las mujeres en el desarrollo. Por otro lado, la “estrategia de antipobreza” (Moser, 1993), que emerge a mediados de 1970, se encuentra orquestada, principalmente, por el Banco Mundial y busca la satisfacción de necesidades básicas de las familias a través de la incorporación de las mujeres al sistema de producción de capitales. En un informe realizado en 1979, el BM (World Bank, 1979a) presenta un diagnóstico sobre el trabajo ejecutado por parte de las mujeres y advierte sobre la dificultad de visibilizar el trabajo que realizan, a pesar de que constituyen el 70% de la fuerza de trabajo agrícola. El informe también señala que los siguientes factores se refuerzan entre sí para mantener a las mujeres en la parte inferior de la escala económico-productiva: 1) realizan trabajos que requieren escasa formación; 2) realizan trabajos de baja productividad y de bajos salarios; y 3) ocupan trabajos en el sector informal. Por lo tanto, el diagnóstico para la incorporación de las mujeres al sistema productivo, como base fundamental de la “estrategia de antipobreza”, es la constatación de que son las menos remuneradas en el sistema de producción y que esto repercute en el mantenimiento del empobrecimiento de los hogares más desfavorecidos.
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Los cuatro factores fundamentales que se argumentan para la aplicación de la “estrategia de antipobreza”, centrada en la incorporación de las mujeres al sistema productivo, según señala Sen (1991), son: 1) las mujeres pueden contar con beneficios económicos a través del trabajo productivo fuera de los hogares; 2) el trabajo productivo mejorará su posición social; 3) el trabajo productivo les aporta condiciones de seguridad socio-laboral; y 4) las mujeres obtendrán nuevas experiencias a través de la ejecución de trabajos productivos a partir de la interacción en el espacio público. A los cuatro factores anteriores, sin embargo, habría que añadir que se constató que las mujeres que trabajaban fuera de los hogares, además de hacerlo simultáneamente dentro de los hogares, no eran remuneradas con la suficiente cantidad y calidad como para salir de la situación de pobreza (World Bank, 1979a). Asimismo, el BM (World Bank, 1979b) concluía en otro de sus informes que la disminución de la natalidad, como una de las estrategias para combatir la pobreza, se encuentra influenciada, entre otras cuestiones, por la efectividad de los programas de planificación familiar y por la incorporación de las mujeres a la fuerza de trabajo productiva. Finalmente, la “estrategia de eficacia” (Moser, 1993) emerge a partir de 1980 y se fundamenta en la idea de que el desarrollo sería más eficaz si se tuviera en cuenta el trabajo que realizan de forma habitual las mujeres, es decir, si se tuvieran en cuenta los roles desempeñados tradicionalmente por las mujeres. La “estrategia de eficacia” es llevada a cabo también por el BM,
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como lo muestran las siguientes conclusiones derivadas de un diagnóstico sobre el trabajo realizado por parte de las mujeres en algunas regiones de África (World Bank, 1989): 1) las mujeres africanas son las encargadas de coordinar el suministro de comida, nutrición, agua, salud, educación y la planificación familiar; 2) son las guardianas del bienestar de sus hijos/as; 3) siempre han estado activas, en términos de trabajo productivo, en relación a la agricultura, el comercio y otras actividades económicas; 4) la sobrecarga de trabajo productivo para las mujeres pone en peligro el bienestar de la familia; 5) la “modernización” ha cambiado el equilibrio de ventajas en relación con las mujeres, teniendo en cuenta que el marco legal y los sectores productores de servicio desarrollados en las naciones africanas no han beneficiado a las condiciones de trabajo de las mujeres [ellas tienen serios problemas para acceder al crédito y dificultades para acceder a las nuevas tecnologías; las mujeres han perdido su derecho tradicional a hacer uso y disfrute de la tierra teniendo en cuenta que las nuevas adjudicaciones de las tierras han sido hechas a nombre de los hombres de la familia y que el sistema de agricultura de extensión tampoco beneficia a las mujeres, a pesar de que son importantes productoras de alimentos]; 6) las mujeres están menos preparadas con respecto a los hombres para afrontar las nuevas oportunidades en las economías africanas; 7) el trabajo no remunerado realizado por las mujeres ha aumentado; y 8) en relación con la industria, las mujeres han ocupado espacios de producción en el sector informal y esto significa
que su capacidad para obtener menores ingresos perjudica su habilidad para proveer el bienestar de sus hijos/as. Consecuentemente, el BM advierte de la necesidad de aumentar la eficacia y la eficiencia de las acciones de desarrollo, en términos de recursos humanos, para no sobrecargar a las mujeres en relación con la asunción de la ejecución de los trabajos realizados tradicionalmente por ellas, amén de los trabajos que pretenden que sean asumidos también por ellas a través de las acciones de desarrollo productivas. Son tres las críticas fundamentales que recibe el “enfoque de mujeres en el desarrollo”, según señala Rathgeber (1989): 1) es adoptado por algunas agencias internacionales integrando el concepto “desarrollo” desde el punto de vista tradicional de la “teoría de la modernización”, es decir, se hace necesario continuar produciendo capital y para ello es necesario incluir a las mujeres en el sistema de producción de capitales; 2) acepta las estructuras sociales preexistentes sin cuestionamiento alguno; y 3) pone atención exclusiva a los aspectos productivos del trabajo realizado por las mujeres, ignorando otras funciones sociales efectuadas habitualmente por ellas. Hay una cuarta crítica vertida desde el “feminismo socialista” (Benería, Sen, 1983) que recrimina que no se considere la importancia del papel que desempeñan las clases sociales en el desarrollo; para dicho feminismo, el papel de las mujeres en el desarrollo debe explicarse a partir de la conexión existente entre las desigualdades de género y las desigualdades de clases sociales, porque son las mujeres más empobrecidas
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las más oprimidas por el capitalismo. En este sentido, el hecho de que la “estrategia de antipobreza” focalice la atención en las mujeres más empobrecidas, significa que pretende que las mujeres más empobrecidas entren a formar parte del sistema de capitales sin tener en cuenta que, quizá, una de las causas de la pobreza que sufren dichas mujeres sea el funcionamiento del propio sistema al que se les pretende incorporar. Del mismo modo, existe una quinta crítica, realizada desde el “feminismo postmoderno” (Mohanty, 1991), que apuesta por abandonar el intento de universalismo de la modernización y valorizar las diferencias en el desarrollo para no caer en la tentación de imponer un “feminismo occidental” (una nueva colonización) ante el análisis de realidades diversas. Es necesario indicar que el “enfoque de mujeres en el desarrollo” (“women in development approach”) coexiste coetáneamente con el “enfoque de mujeres y desarrollo” (“women and development approach”), aun cuando este último dejó de centrarse exclusivamente en las estrategias para la integración de las mujeres en el desarrollo económico. En este sentido, el “enfoque de mujeres y desarrollo” se posicionó en el ámbito académico y el “enfoque de mujeres en el desarrollo” se localizó en el ámbito de actuación de algunas agencias internacionales a través de su articulación mediante las estrategias políticas mencionadas (igualdad formal, antipobreza y eficacia). El “enfoque de mujeres en el desarrollo” pudo suponer el primer paso para iniciar la ruptura con el pensamiento androcéntrico operante en las agencias internacionales dedicadas al desarrollo
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socioeconómico más influyentes a través del reconocimiento de la existencia de un “sistema sexogénero-economía” que perjudica, principalmente, al desarrollo vital de las mujeres y que parece afianzarse a medida que los pueblos se desarrollan. Sin embargo, las soluciones abordadas por el “enfoque de mujeres en el desarrollo” para afrontar las asimetrías en el desarrollo de hombres y mujeres continuaron presentando un perfil androcéntrico porque carecieron de propuestas vinculadas a la trasformación de las relaciones de poder que dan significado a ese “sistema sexo-género-economía”. Es decir, las soluciones planteadas desde dicho enfoque fueron androcéntricas en cuanto apostaron por la inclusión de las mujeres (como añadido) a un sistema económico, esencialmente androcéntrico, sin previa discusión para su modificación sustancial tanto ideológica como estructuralmente. De esta manera, el “enfoque de mujeres en el desarrollo” estuvo lejos de llegar a considerar que el “sistema sexo-género-economía” fuera el origen de las asimetrías en el desarrollo de hombres y mujeres y se aproximó a considerar que el origen del problema de la asimetría de género en el desarrollo económico se encontraba en el papel que las mujeres presentaban en dicho sistema. Por último, teniendo en consideración la clasificación realizada por Pérez Orozco (2005), podría decirse que “el enfoque de mujeres en el desarrollo” se encuentra inserto en el ámbito del desarrollo académico de la Economía del Género (Humphries, 1995), que busca la inclusión de las mujeres como sujeto y objeto de estudio de las teorías económicas androcéntricas pensando en combatir, de esta forma particular, el androcentrismo.
JIMÉNEZ: La lucha contra el androcentrismo en el desarrollo socioeconómico
SURGIMIENTO DEL CONCEPTO “DESIGUALDADES DE GÉNERO EN EL DESARROLLO”: EL “ENFOQUE DE GÉNERO EN EL DESARROLLO” Y EL “ENFOQUE DE GÉNERO Y DESARROLLO HUMANO” A continuación se aborda el cambio acontecido en relación con la mudanza de prisma sobre el análisis de la “feminización de la pobreza” para llegar a examinar las “desigualdades de género en el desarrollo”. El fenómeno de la “feminización de la pobreza” localiza el foco atencional sobre las mujeres más empobrecidas mientras que, por el contrario, el fenómeno de las “desigualdades de género en el desarrollo” se presupone global y también afecta, indiscutiblemente, a las mujeres que no se encuentran entre las más empobrecidas. Asimismo, se tendrán en cuenta las características del “enfoque de género en el desarrollo” y el “enfoque de género y desarrollo humano” como paradigmas que intentan materializar el cambio de óptica en el nuevo análisis. Propuestas para el análisis de las “desigualdades de género en el desarrollo”: el “enfoque de género en el desarrollo” y el “enfoque de género y desarrollo humano” A partir de 1980 surge el “enfoque de las capacidades básicas” que considera las necesidades elementales como una parte de las “capacidades humanas”, es decir, como una parte del proceso de expansión de las libertades de las personas y sin que dichas necesidades básicas sean una condición suficiente para alcanzar el pleno bienestar de los seres humanos; en otras
palabras, sin que dichas necesidades elementales sean una condición suficiente para alcanzar lo que Sen (1985) denomina la “agencia personal del individuo”. Dicho “enfoque de las capacidades básicas” fue instrumentalizado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) a través del concepto “desarrollo humano”, definido como el “proceso mediante el cual se amplían las oportunidades de los individuos, las más importantes de las cuales son una vida prolongada y saludable, acceso a la educación y el disfrute de un nivel de vida decente. Otras oportunidades incluyen la libertad política, la garantía de los derechos humanos y el respeto a sí mismo […]” (PNUD, 1990: 33). Frente a esta forma de concebir el desarrollo de forma global, se presentan, en paralelo, dos novedosas —y complementarias— formas de articular la perspectiva de género en función de dicho desarrollo: por un lado, el “enfoque de género en el desarrollo”, que ha sido asumido por algunas agencias internacionales dedicadas al desarrollo socioeconómico en forma de estrategias enfocadas a determinados objetivos y, por el otro, el “enfoque de género y desarrollo humano”, que ha sido asumido por algunos ámbitos academicistas con la finalidad de estudiar las casuísticas que fundamentan las desigualdades de género en el camino del desenvolvimiento socioeconómico. • El enfoque de género en el desarrollo A partir de 1980 surge el “enfoque de género y desarrollo” (“gender and development approach”) de la mano del “feminismo socialista” (Sen y Grow, 1987), que identifica en la construcción social de la
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producción y la reproducción la base de la opresión de las mujeres y considera que el patriarcado actúa dentro y fuera de las clases sociales para oprimir a las mujeres. El “enfoque de género y desarrollo” surgió en el seno de la red feminista de trabajo “Development Alternatives with Women for a New Era” (DAWN), fundada en el año 1984, y tiene en cuenta el triple rol12 desempeñado por las mujeres en el desarrollo: reproductivo, productivo y gestión del trabajo comunitario. De forma paralela al “enfoque de género y desarrollo” surgió el “enfoque de género en el desarrollo” (Whitehead, 2006 [1979]), que fundamenta el concepto de subordinación sufrida por parte de las mujeres en el contexto del desarrollo a razón del mantenimiento de las estructuras del patriarcado y, por lo tanto, a razón de la acción de opresión ejercida por parte de los hombres sobre las mujeres. El “enfoque de género en el desarrollo” (“gender in development approach”) ha sido asumido paulatinamente por el discurso de algunas agencias internacionales para el desarrollo, a través del “feminismo oficial”, tomando en cuenta el siguiente principio: “las relaciones de poder y subordinación entre hombres y mujeres de cada 12 Moser (1993) acuñó el concepto “triple rol de las mujeres en el desarrollo” definiéndolo en los siguientes términos: 1) el rol reproductivo —comprende el trabajo de reproducción biológica, la ejecución de las tareas del hogar y el trabajo de reproducción social del orden genérico—; 2) el rol productivo —comprende el trabajo realizado en el sector formal e informal y el trabajo con retribución dineraria o con compensación en especies—, y 3) el rol comunitario —comprende el trabajo voluntario realizado en el tiempo libre que tiene como objetivo abastecer a la comunidad de determinados servicios relacionados con la educación, los cuidados para la salud, etcétera.
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contexto cultural e histórico concreto definen la diferente condición de las mujeres y los hombres en cada sociedad” (PNUD, 1995:116). Las estrategias utilizadas por el “enfoque de género en el desarrollo” son tres: “empoderamiento”, “transversalización” y “equidad”. Por un lado, la “estrategia de empoderamiento” comenzó a ser utilizada por el grupo DAWN, que la consideró una estrategia individual y colectiva concebida para transformar las relaciones de poder establecidas socialmente entre hombres y mujeres y modificar las relaciones de subordinación cambiando la posición13 de las mujeres en la sociedad. Dicha estrategia, que hace alusión a la necesidad de facilitar el acceso al poder y las esferas de decisión por parte de las mujeres, comenzó a ser utilizada, con mayor intensidad, por algunas agencias internacionales, principalmente en el plano discursivo, a partir de la “Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo” (ONU, 1995) y la “Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer” (ONU, 1996). El concepto “empoderamiento” tiene su origen en la metodología para la educación popular propuesta por Freire (2009 [1965]), quien equipara la educación con la libertad. Una libertad que, en términos de empoderamiento, supone llegar a la reflexión personal por parte del individuo 13 Young (1988) realiza una distinción entre el concepto “condición sociocultural”, correspondiente a la situación material en la que se encuentran las mujeres con respecto a los hombres en relación con determinados indicadores de desarrollo como pueden ser la salud, la educación o la política, y el concepto “posición sociocultural”, correspondiente a la situación inmaterial, relacionada con el imaginario colectivo, en la que se encuentran las mujeres con respecto a los hombres en relación con determinados ámbitos como pueden ser, por ejemplo, el estatus familiar o comunitario, la valorización las funciones realizadas, etcétera.
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sobre su propia capacidad para poder deliberar, es decir, tomar conciencia como individuo. El empoderamiento, visto desde la perspectiva de género, es considerado por Schuler (1997) como una evolución en la concienciación de las mujeres sobre sí mismas que tiene como resultado el incremento en la capacidad de configuración de sus propias vidas y que hace alusión a tres tipos de poder: autoempoderamiento (poder interior), empoderamiento colectivo y empoderamiento para la transformación. Por otro lado, la “estrategia de transversalidad” (“mainstreaming”) permite incluir la perspectiva de género en todos los sectores sociales y políticos y se define como el proceso de valoración de las implicaciones que tiene para los hombres y para las mujeres cualquier acción de desarrollo que se planifique (legislación, políticas o programas) en todas las áreas y en todos los niveles. El término “transversalidad de la perspectiva de género” fue acuñado en la “Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer” (ONU, 1996), celebrada en Pekín en 1995, aunque no se definió sino hasta la celebración, dos años más tarde, de la sesión denominada “Transversalización de la perspectiva de género en todos las políticas y programas del sistema de las Naciones Unidas” (United Nations Economic and Social Council, 1997). Por su parte, la “estrategia de equidad de género” coloca el concepto “desarrollo de las mujeres” como un derecho al que es necesario hacer justicia, en virtud de la no discriminación por razón de género, en lugar de verlo sólo como un proceso entorpecido por el patriarcado y el capitalismo. Dicha estrategia ha sido promovida por la ONU a partir de la “Declaración de Beijing” (ONU, 1996),
donde se puso de manifiesto que los derechos de la mujer también son derechos humanos. El concepto “equidad” es un principio jurídico fundamental que presenta sus raíces en valores éticos, morales y políticos y que consta de cuatro características, como señalan D’Elia y Maingon (2004): 1) parte de un principio fundamental en el que nadie debe estar en desventaja; 2) en su puesta en práctica como principio ético elemental, tiene carácter social y no solamente individual; 3) como regulador político, incide en la distribución de poder, derechos y oportunidades; y 4) como atributo de jurisprudencia, tiene por función cerrar las diferencias injustas. En este sentido, el término “equidad” cuenta con dos ejes fundamentales: la “justicia” y la “igualdad”. Por un lado, la “justicia”, en el contexto del desarrollo socioeconómico, ha sido vinculada al concepto “justicia distributiva”, que para John Rawls (1993 [1971]) debería ser entendida como la articulación de la equidad para llegar a concebir una ecuanimidad distributiva que tuviera como principios fundamentales el de la libertad y el de la diferencia. Por otro lado, la “igualdad” es entendida por Santa Cruz (1992) a partir de cuatro principios fundamentales (basados en la reciprocidad y el mutuo reconocimiento): autonomía (la posibilidad de elegir y decidir independientemente); autoridad (la capacidad de ejercicio de poder); equifonía (la posibilidad de emitir una opinión que sea escuchada y considerada como portadora de significado y de verdad) y equivalencia (no ser considerado ni por debajo ni por encima de otro/a). Asimismo, tal y como apunta Rathgeber (1995), el “enfoque de género en el desarrollo”
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ha recibido las siguientes críticas desde el “feminismo postmoderno” y el “feminismo de la interseccionalidad”: 1) ha sido asumido por las agencias internacionales unificando las “voces de las mujeres” en “una única voz” y sin dejar espacio para “otras voces” y 2) las relaciones de subordinación pueden ser explicadas, también, por variables distintas al capitalismo —que no actúa uniformemente en todas las partes del mundo— y al “sistema sexo-género” —que no está configurado de la misma manera en todas las regiones del mundo. El “enfoque de género en el desarrollo” supone el punto de inflexión definitivo para el inicio de la ruptura del pensamiento androcéntrico en algunas agencias internacionales dedicadas al desarrollo, en lo que se refiere, por lo menos, a un ámbito formal. En este sentido, por un lado, se identifica en el “sistema sexo-género-economía” la base de la opresión de las mujeres para el impedimento de su desarrollo porque en la configuración de dicho sistema radica la principal barrera para el logro de su bienestar (teniendo en cuenta que la felicidad presenta una base material muy importante determinada por el acceso y el control sobre los recursos socioeconómicos). Por otro lado, se establecen estrategias políticas que buscan transformar las relaciones de poder establecidas entre hombres y mujeres a través de tres ingredientes clave: el “empoderamiento de las mujeres” para la redistribución genérica de poder en las sociedades; la “transversalización de la perspectiva de género”, porque, como señala Hasse (1992), nada es de género neutro y, por lo tanto, ninguna acción de desarrollo puede reclamar neutralidad, y, finalmente,
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la “equidad de género”, por una cuestión de justicia e igualdad, porque el desarrollo es un derecho fundamental y los derechos humanos también son derechos de las mujeres. Por último, con base en la clasificación realizada por Pérez Orozco (2005), podría decirse que el “enfoque de género en el desarrollo” se fundamenta esencialmente en los principios de la Economía Feminista de la Conciliación (Eisenstein, 1979), que procura generar una teoría económica alternativa a las teorías androcéntricas pero tomando en consideración algunos antiguos paradigmas de utilidad como, por ejemplo, los derivados del socialismo. • El enfoque de género y desarrollo humano A partir de 1990 se va fraguando el “enfoque de género y desarrollo humano”, el cual intenta unificar los fundamentos del “enfoque de las capacidades”, también denominado “enfoque de desarrollo humano”, y el “enfoque de género en el desarrollo”. El “enfoque de género y desarrollo humano” se encarga de analizar las relaciones de género teniendo en cuenta dos aspectos fundamentales: 1) el impacto diferencial de las políticas de desarrollo en hombres y en mujeres, y 2) el efecto perverso, principalmente para las mujeres, del mantenimiento de las desigualdades de género en relación con el desarrollo humano. Desde la óptica de Nussbaum (2002 [2000]), para lograr un “enfoque de género y desarrollo humano”, el “enfoque de desarrollo humano” debería apostar por la transformación de la percepción que se tiene sobre las mujeres en el desarrollo, dejando de considerarlas como un medio para la obtención
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del desarrollo, a fin de que sea su propio desarrollo el que se convierta en objetivo en sí mismo. De la Cruz (2007) resume una serie de potencialidades que presenta el “enfoque de desarrollo humano” en relación con el “enfoque de género en el desarrollo”: 1) localización de una agenda internacional para el desarrollo humano sensible al género basado en el principio de no discriminación entre hombres y mujeres; 2) acuñación del concepto “conflicto cooperativo”14 para explicar que el conflicto de intereses entre hombres y mujeres es una constante entre todas aquellas otras características sociales que también provocan conflicto, como es, por ejemplo, la clase social; 3) establecimiento de una valoración positiva de la implicación de los trabajos referidos al cuidado, realizados principalmente por las mujeres, en relación con el desarrollo humano — en este punto, la autora denuncia la necesidad de una mejor distribución equitativa de dichos trabajos entre hombres y mujeres—; 4) localización del bienestar como una cuestión objetiva de manera que la posición de las mujeres en dicho bienestar puede medirse a través de indicadores; y 5) el empoderamiento de las mujeres pasa a considerarse como un aumento de sus capacidades y su “agencia” (la “agencia de las mujeres”).15 14 El concepto “conflicto cooperativo” fue desarrollado por Sen (1990), a partir del enfoque de negociación de los aspectos materiales en la unidad familiar, teniendo en cuenta las situaciones de tensión que puedan darse, entre hombres y mujeres, en el seno de las familias por el uso de determinados recursos imprescindibles para el desenvolvimiento como pueden ser, por ejemplo, el tiempo, la asignación de ingresos, etc. 15 De la Cruz define la “agencia de las mujeres” como “el proceso a través del cual se toman y se ejecutan las decisiones de manera que desafíen las relaciones de poder” (De la Cruz, 2007: 26).
Por otro lado, la autora expone los siguientes desafíos pendientes del “enfoque de desarrollo humano” en relación con el “enfoque de género en el desarrollo”: 1) concluir un modelo de justicia social y género; 2) insuficiente alcance para dar respuesta a los retos de la globalización; 3) riesgo de instrumentalización del enfoque; 4) necesidad de incorporar las esferas de producción y reproducción al “enfoque de desarrollo humano”; y 5) necesidad de operacionalizar el concepto de “libertad” teniendo en cuenta valores tales como la justicia y el cuidado, entre otros. Por último, el “enfoque de género y desarrollo humano” supone la continuación del trabajo realizado por el “enfoque de género en el desarrollo” en relación con el inicio del fin del androcentrismo en el pensamiento socioeconómico. Sin embargo, ese trabajo de continuación quizá presente como desafío la articulación de un paradigma que, teniendo nuevamente en consideración la clasificación realizada por Pérez Orozco (2005), se acerque al terreno de la Economía Feminista de la Ruptura (Carrasco, 2001) y, por lo tanto, que intente construir una nueva teoría económica rompiendo por completo con los paradigmas económicos androcéntricos existentes (centrando el prisma en el análisis de los procesos de sostenibilidad de la vida). La medición de las desigualdades de género en el desarrollo A partir de 1990 se postula una nueva forma de medir el desarrollo alejándose de la tradicional medición de los índices de pobreza marcados por el BM. De esta manera, el concepto “desarrollo humano” fue sistematizado en el año 1990 por
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el (PNUD 1990) a través del Índice de Desarrollo Humano, que consiste en un indicador estadístico compuesto por tres parámetros: 1) vida larga y saludable —medido a través de la esperanza de vida—; 2) educación —medido a través del índice de años promedios de escolaridad—, y 3) nivel de vida digno —medido a través del PIB de un determinado país. Asimismo, a partir de 1995 el concepto “desarrollo humano”, visto desde la perspectiva de género, fue sistematizado por el PNUD (1995), a través del Índice de Desigualdad de Género (IDG) e indicadores relacionados (tasa de mortalidad materna, tasa de natalidad entre las adolescentes, escaños en el parlamento, población con al menos un grado de educación secundaria y tasa de participación en la fuerza de trabajo). A continuación se ilustran los datos ofrecidos por el PNUD (2014) en relación con los indicadores citados (IDG, IDH, tasa de mortalidad materna, tasa de natalidad entre las adolescentes, escaños en el parlamento, población con al menos un grado de educación secundaria y tasa de participación en la fuerza de trabajo), teniendo en cuenta las siguientes áreas geográficas agrupadas para el análisis: Estados Árabes, Asia Oriental/ Pacífico, Europa/Asia Central, América Latina/ Caribe, Asia Meridional y África Subsahariana (véase tabla 1, página siguiente).
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Tabla 1: Datos sobre género y desarrollo agrupados por áreas geográficas
0,416
0,539
0,578
0,451
31
74
202
474
145
21,2
30,8
68,3
38,7
109,7
47,4
13,8
18,7
18,2
25,3
17,8
21,7
21,1
Hombres
0,317
Tasa de mortalidad materna -2010-
Total Mundial
46,4
66,4
70,4
53,9
49,9
32,9
64,2
Mujeres
0,331
164
72
Tasa de natalidad entre las adolescentes -2010/2015-
África Subsahariana
45,4
32,9
54,6
80,6
53,3
28,4
22,9
54,2
73,2
79,3
70,2
79,8
80,7
63,6
50,6
24,7
62,8
45,5
53,7
30,7
76,3
76,7
0,703
0,738
0,740
0,558
0,502
0,702
Mujeres
Tasa de participación en la fuerza de trabajo (%) -2012-
Población con al menos un nivel de educación secundaria (% 25 años y mayores) -2005-2012-
Escaños en el parlamento (% de mujeres) -2013-
Asia Meridional
Hombres
0,546
Valor IDG -2013-
Asia Oriental Pacífico
Valor IDH -2013-
Indicadores
Áreas geográficas Europa/ América Asia Latina/ Central Caribe
Estados Árabes
0,688
Fuente: PNUD, 2014: 187 - 191
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Tal y como se observa en la tabla anterior, la desigualdad de género,15 medida en relación con el desarrollo, presenta multitud de dimensiones relacionadas que se manifiestan de forma distinta según el área geográfica en análisis. Por ejemplo, el porcentaje de mujeres que ocupan escaños en el parlamento en el área geográfica de Europa/ Asia Central es de 16,7%, mientras que en el área de América Latina/Caribe es de 24,4%, o en el de África Subsahariana es de 20,9%. No obstante, puede llegar a considerarse que la medición de “las desigualdades de género en el desarrollo” aún presenta un largo camino empírico, cualitativo y cuantitativo, pendiente de recorrer. REFLEXIONES FINALES Las desigualdades de género son un hecho indiscutible que impide el desarrollo de las mujeres. Sobre dicho hecho se vierten indicadores socioeconómicos que avalan la posición de desventaja sufrida por parte de las mujeres en el camino de su desenvolvimiento. Ahora bien, la perspectiva de género se encuentra lejos de poder ser considerada como una cuestión surgida por “generación espontánea” en el contexto del desarrollo socioeconómico. En esencia, la óptica de género socioeconómica es el resultado de la aplicación de una serie de propuestas feministas (principalmente anteriores al postmodernismo), planteadas a través de movimientos internacionales de mujeres que han luchado, y luchan, por denunciar 15 El concepto “desigualdad de género” es un término maliciosamente unido al concepto “diferencia de género” y constituye esencialmente la minusvaloración psicosociocultural, con implicaciones economicopolíticas y éticas, del grupo socialmente considerado “las mujeres”, frente al grupo socialmente considerado “los hombres”, tomando como pilar ideológico, de base, el androcentrismo.
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que las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, en cuanto éstas pudieran existir en mayor o menor medida, no son una condición suficiente, y mucho menos una excusa permisible, para la concepción de desiguales derechos, oportunidades y libertades para mujeres y hombres que conviven en una sociedad global monetaria en constante desarrollo. Ha sido, por lo tanto, un logro de las propuestas feministas haber conseguido, al menos a un nivel formal, romper incipientemente con el pensamiento androcéntrico y monopolizador que atesoraron durante décadas las teorías desarrollistas puestas en práctica por la mayoría de las agencias internacionales con peso específico. Sin embargo, dicho logro se encuentra con dificultades para ser tenido en cuenta en la práctica de las políticas gubernamentales fuera del área correspondiente a la retórica. La agenda internacional de las mujeres en el desarrollo ha venido determinada por una serie de enfoques diferenciados, definidos desde una perspectiva asistencialista y androcéntrica, como es el caso del “enfoque de bienestar”; desde una perspectiva economicista, con una incipiente perspectiva de género, pero con soluciones igualmente androcéntricas, como es el caso del “enfoque de mujeres en el desarrollo”; o desde una perspectiva analítica de ruptura con el androcentrismo con pretensiones transformadoras en torno a las relaciones de poder establecidas en función del género, como es el caso del “enfoque de género en el desarrollo” y el “enfoque de género y desarrollo humano”. Cabe decir, en este sentido, que la diferenciación entre los enfoques descritos
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reside, fundamentalmente, tanto en el tipo de análisis efectuado sobre el “sistema sexo-géneroeconomía” como en las soluciones abordadas para su disfuncionalidad comparativa en relación con los beneficios aportados, respectivamente, para el desarrollo del proyecto vital de hombres y mujeres. Asimismo, es necesario tener en cuenta que la aparición de nuevos enfoques con perspectiva de género convive con la permanencia de los enfoques androcéntricos, porque éstos no se erradican de forma definitiva a pesar de la aparición de enfoques con óptica de género. Por otro lado, la posibilidad de analizar los fundamentos de las casuísticas que originan las desigualdades de género en el camino del desarrollo, y obrar consecuentemente para la transformación de una situación determinada por la inequidad, supone la posibilidad de comenzar a idear lo que Nussbaum (2002 [2000]) denomina la “agencia personal de las mujeres”. Es decir, supone la posibilidad de comenzar a pensar en qué consiste y cómo se puede conseguir la “felicidad de las mujeres” desde un prisma socioeconómico no androcéntrico y, por lo tanto, humano. En este sentido, quizá se haya constatado la necesidad de pasar a tener en cuenta la agenda internacional de las mujeres en el desarrollo en lugar de considerar la parcela que les correspondería a las mujeres en la agenda del desarrollo internacional. Ahora bien, la importancia de sopesar los enfoques descritos anteriormente en un contexto de incipiente ruptura del pensamiento androcéntrico se fundamenta en la necesidad de reconocer, precisamente, el pasado y el presente androcéntrico de las políticas adoptadas por algunos organismos
mundiales. En este sentido, las políticas orientadas para el desarrollo socioeconómico siempre fueron parciales, es decir, o fueron androcéntricas o intentaron adoptar una perspectiva de género. Sin embargo, reconocer la existencia de una ruptura incipiente del pensamiento androcéntrico monopolizador en algunas agencias internacionales equivale únicamente a asegurar la constatación de un rompimiento embrionario del androcentrismo en el pensamiento socioeconómico (incluso con riesgos de retroceso). Las ideologías fluctúan y, por lo tanto, lo que hoy es considerado novedoso y certero, mañana puede ser considerado inapropiado. Por otro lado, es necesario tener en cuenta que la aplicación de una visión feminista sobre el desarrollo, a través del establecimiento de la perspectiva de género, hace constatar una posición de desventaja de las mujeres con respecto a los hombres en el camino del desarrollo, pero en ningún caso dictamina que el trabajo sobre la transformación de la realidad genérica hacia posiciones de igualdad tenga que ser realizado unilateralmente por parte de las mujeres. En este sentido, la transformación de la realidad genérica reclama una colaboración bilateral entre hombres y mujeres en el camino del desarrollo porque, por un lado, para dar solución a los problemas de las mujeres es necesario tener en cuenta que, como señala Sarah White (1994), los hombres son parte del problema y, por otro lado, la exclusión de los hombres de las acciones de desarrollo puede crear un clima de hostilidad y, como señalan Chant y Gutmann (2000), una sobrecarga de trabajo añadido para las mujeres. Por último, quizá sea pertinente traer a colación, en este punto, el argumento de Gilman
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(2008 [1898]) sobre la determinante involución humana de un mundo androcéntrico porque, en este sentido, cómo puede llegar a esperarse de la condición humana su superlativo si el camino histórico escogido para su “progreso” parte del principio de discriminación (de género, de clases sociales, de culturas, etcétera), entre las potenciales partes involucradas para su consecución.
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Fecha de recepción: 24 de febrero de 2015 Fecha de aceptación: 28 de octubre de 2015
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NOTA DE INVESTIGACIÓN
LA CATEGORÍA DE GÉNERO EN LA TEOLOGÍA FEMINISTA DE TERESA FORCADES Elizabeth Bellon Cárdenas
1 El proyecto de investigación individual al que se refiere este texto se titula “Liderazgo femenino en la pluralidad religiosa contemporánea”, CC-2015-0684, Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), plantel San Lorenzo Tezonco.
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AÑO 2. NÚMERO 3. ENERO-JUNIO 2016. PP. 160-174
INTRODUCCIÓN En estas líneas presento avances de un proyecto en curso,1 cuyo objetivo es comprender diversas prácticas y creencias religioso/espirituales relacionadas con “el poder” y “lo femenino” en mujeres que se autoadscriben a colectividades religioso/espirituales —institucionalizadas y no institucionalizadas—, y que ocupan una posición de “guía” o “liderazgo” dentro de las mismas. A partir de la condición contemporánea de “pluralidad religiosa” y con base en una metodología cualitativa, en esta primera etapa se pretende comparar los procesos de empoderamiento de personas autoadscritas a diferentes comunidades
Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género
Y Jesús le respondió: –Tú debes nacer de nuevo. Nicodemo sorprendido: –¿Cómo puede un adulto entrar de nuevo en el útero de una mujer? Jesús dice: –Este no es el camino del renacimiento. Tienes que nacer de nuevo del agua y del espíritu. Para mí esto significa ser queer. Teresa Forcades
para problematizar las categorías de “género”, “religión” y “poder”. Si bien en esta fase se trabaja con mujeres líderes cristianas, tanto en México como en el extranjero, en posteriores etapas se prevé examinar las prácticas y creencias de personas vinculadas con diversas identidades sexo/ genéricas y religioso/espirituales, así como con creyentes o practicantes regulares y no creyentes. Mi interés no sólo estriba en visibilizar de qué manera las mujeres se insertan en jerarquías religiosas institucionalizadas o en comunidades espirituales no institucionalizadas, sino en reconocer de qué se constituye “lo femenino” en contextos históricos y culturales específicos, analizando las formas en las que se representa y se ejerce el “poder”. Como en otros ámbitos, el estudio de las creencias y prácticas religioso/espirituales desde una perspectiva de género revelará, de manera clara, características fundamentales de la dinámica social. El supuesto general que guía la investigación es que en la actualidad las creencias y prácticas religioso/espirituales de las personas o “sujetos de género” (Butler, 2007) cuestionan y deconstruyen la “jerarquización” o “binarismo” masculinofemenino establecido por las “religiones institucionalizadas” (Hervieu-Léger, 2005; Berger, 2012) o “mayoritarias” (PEW, 2012), en México y el mundo. Por ello, resulta relevante indagar la forma en la que se concibe y se vive “lo femenino” y “el poder”, más allá de los “dualismos” hombre-mujer, mente-cuerpo, razón-emoción, persona-divinidad, público-privado, entre otros. La opresión y dominación que han ejercido ciertas instituciones religiosas tradicionales
BELLON: La categoría de género en la teología feminista de Teresa Forcades
en la sociedad, la creciente mercantilización y virtualización de las creencias aunada a la estandarización de narrativas y a la conformación de redes de pares a escala mundial (Hervieu-Léger, 2006: 63-64), además del rechazo al monopolio institucional de la verdad, la tendencia hacia la individualización de las creencias y el potencial “liberador” y “subversivo” de las mismas en contextos no institucionalizados, invitan a esbozar algunas respuestas. Al comienzo de esta búsqueda nos acercamos a la biografía y obra de Teresa Forcades, monja benedictina, catalana, médica, activista y teóloga feminista contemporánea. En este escrito adelanto una reflexión a partir del diálogo que ella misma establece con autoras y autores vigentes como Judith Butler, Jacques Lacan o Paul B. Preciado. El propósito es presentar, de manera sintética, el planteamiento general de la investigación y discutir ideas centrales en torno a la articulación entre la categoría de género y la teología feminista de Forcades. Se concluye que tanto su teología como su liderazgo destacan por sus pasajes disidentes entre los espacios religioso, político y social; tránsitos posibles y necesarios ante las demandas del siglo XXI.
la vida social. La resistencia de algunos científicos sociales a investigar este campo de estudio ha estado presente durante el siglo XX debido, en principio, a la teoría de la secularización (Weber), pero también porque la tendencia hegemónica en el estudio de las religiones ha sido occidental, etnocentrista, eurocéntrica y patriarcal. Considero provechoso indagar de manera crítica y alternativa las diversas formas en las que personas e instituciones producen y reproducen significados sobre lo social a través de creencias y prácticas religioso/espirituales en el mundo contemporáneo. Si bien existen ya valiosos estudios cuantitativos y cualitativos en torno a agrupaciones religiosas concretas, tanto a escala local como global, aún falta describir de forma eficaz los procesos de empoderamiento y resignificación de “lo femenino” y del “poder” desde una perspectiva transdisciplinaria, crítica, comparativa y de género. Puesto que la pluralidad siempre implicará luchas simbólicas por el reconocimiento y la reconfiguración de la identidad, es importante registrar, describir e interpretar prácticas y creencias religioso/espirituales que producen sentido colectivamente y, también desde este ámbito, construyen socialmente la realidad.
JUSTIFICACIÓN Y MARCO CONCEPTUAL Believing without belonging. Belonging without believing. Peter Berger
“No hay una sola actividad humana que no apele al creer y lo suscite” (Hervieu-Léger, 2005: 169), por ello las religiones siempre han tenido, tienen y probablemente tendrán un lugar significativo en
De la secularización a la pluralidad religiosa Contrario al “desencantamiento del mundo” previsto por la teoría de la secularización (Weber), hoy observamos que la tradición es parte de la modernidad; lo secular y lo religioso coexisten (Hervieu-Léger, 2006; Berger, 2012); “el mundo, con algunas notables excepciones —Europa—, es tan religioso como siempre ha sido, y en algunos lugares
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es más religioso que nunca —fundamentalismos—”. (Berger, 2001: 445) La legitimación de las creencias colectivas se construye cada vez menos sobre dogmas rígidos establecidos por instituciones religiosas, y cada vez más a partir de una apropiación creativa, individual y múltiple de una tradición (Hervieu-Léger, 2005); “creyentes de todos los orígenes afirman identidades religiosas compuestas, en las cuales son cristalizadas las sucesivas y acumulativas etapas de su personal búsqueda” (Hervieu-Léger, 2006: 60). Asimismo, desde América Latina, culturas “trans-modernas” irrumpen desde la “exterioridad alternativa de lo siempre distinto”, asumiendo los desafíos de la modernidad, y aún de la post-modernidad europeonorteamericana, pero “desde otro lugar” (Dussel, 2005: 17), personificando el “rol subversivo” de la religión en el siglo XXI (Löwy, 2013). En consecuencia, a partir del debate siempre abierto entre especialistas por definir los límites y el sentido de las religiones en la actualidad (razón-magia, ciencia-fe, modernidad-tradición, fanatismo-ateísmo, secularización-pluralización, religión-creencias, etc.), la perspectiva teórica con mayor potencial heurístico que por lo pronto orienta este trabajo es aquella que apela a la pluralidad y a la diversidad (Hervieu-Léger, 2006; Blancarte, 2010; Berger, 2012). Pero, ¿resulta significativo para la comprensión de nuestras realidades sociales explorar las características del “liderazgo femenino” en el contexto religioso actual? Liderazgo de las mujeres desde la teoría de género La teoría de género y el feminismo han aportado elementos para un análisis crítico sobre la relación
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de “opresión patriarcal” entre hombres y mujeres, así como sobre los procesos de “empoderamiento” (Lagarde, 2012) de cuerpos con sexo/género/ deseo y performance “de mujer” (Butler, 2007). Se han llevado a cabo numerosas investigaciones sobre grupos religiosos, pero resultan escasas las que examinan la participación diferenciada por sexo. Dichos acercamientos destacan la presencia mayoritaria de las mujeres en los grupos religiosos, desarrollando actividades para el mantenimiento de la organización como la enseñanza y la predicación, o las relacionadas con la limpieza y arreglo del lugar de culto, pero en la mayoría de los casos siguen sin acceder a puestos de dirección, administración o toma de decisiones (Juárez y Ávila, 2007: 167) La subordinación de lo femenino a lo masculino —contraria al discurso gubernamental sobre la “equidad” o al discurso teológico de la “unidad en la diversidad”— perdura en este campo. Todavía en años recientes, teólogas feministas en Europa, Estados Unidos y América Latina (por ejemplo, Gebara en 1994; Reynolds y Birch en 2005; Traupman, Prejean y Akers en 2008; Forcades en 2009) han sido “excomulgadas”, “silenciadas” o “llamadas al orden” por el Vaticano debido a sus señalamientos de que la Iglesia católica es misógina y patriarcal, de que mantiene una doctrina andro y antropocéntrica, así como por pronunciarse contra la pena de muerte, a favor de la interrupción legal del embarazo, la eutanasia pasiva, del matrimonio igualitario y de la igualdad de oportunidades para mujeres que aspiren al sacerdocio o a posiciones de autoridad dentro de la jerarquía eclesial. Mi intención no sólo es explorar de qué manera las mujeres “luchan” al interior de las
BELLON: La categoría de género en la teología feminista de Teresa Forcades
jerarquías eclesiásticas institucionales, sino también reconocer de qué se constituye “lo femenino” en contextos históricos y culturales específicos (Scott, 2006; Butler, 2007). Si bien el género ha sido una categoría relacional necesaria para denunciar la dominación patriarcal “universal” y contribuir a la “liberación” de las mujeres no como “seres-paraotros” sino como “seres-para-sí” (Lagarde, 1996), advierto que “lo femenino” ya no parece ser una noción estable, y su significado es tan problemático, vago y ficticio como “mujer”2 (Scott, 2006: 137-138; Butler, 2007: 38; Preciado, 2011: 13-14). Desde la teoría feminista se propone el modelo de la “sororidad” como una forma de interacción social y participación política de las mujeres; “alianza” que, reconociendo la especificidad y diversidad entre ellas, valida de manera recíproca y temporal la autoridad de las otras como parte de un “poder compartido” y una “acción conjunta” (Lagarde, 2012: 526). Bajo el cuestionamiento de estereotipos y dicotomías acerca del estilo de liderazgo femenino y masculino, así como del ejercicio del poder por mujeres y hombres (verticalhorizontal, competencia-colaboración, personaequipo, pirámide-red, subordinación-inclusión, patriarcal-sororal, etc.), considero pertinente analizar, por un lado, la manera en la que están ejerciendo el poder “mujeres lideresas” o “guías feministas” que 2 Siguiendo a Scott anticipamos que “la identidad como un fenómeno continuo, coherente e histórico resulta ser una fantasía —fantasy echo— […] La palabra distintiva mujeres hace referencia a tantos sujetos, diferentes e iguales, que se convierte en una serie de sonidos fragmentados, inteligible sólo para el oyente, quien —al especificar su objeto— está predispuesto a escuchar de una cierta manera” (Scott, 2006: 137, 138). Para Preciado, “la heterosexualidad y la homosexualidad no existen, son ficciones políticas” (en Curia, 2015).
se autoadscriben a distintas tradiciones religioso/ espirituales o creencias colectivas contemporáneas, y por otro, dilucidar la forma en la que se problematiza “lo femenino” y “el poder” en contextos históricos y culturales específicos. METODOLOGÍA Après n’avoir plus vu de religion nulle part, on découvrait du sacré partout. Danièle Hervieu-Léger
Se eligió la metodología cualitativa debido a que considero sustancial aproximarme, a través de sus propios relatos, a la trayectoria y experiencias de vida de mujeres que han reflexionado críticamente sobre sus creencias y ocupan una posición de liderazgo en sus colectividades, en el marco de la pluralidad religiosa contemporánea. Reconociendo sus ventajas y limitaciones, en esta primera etapa del trabajo de campo se elabora la evidencia empírica a través de técnicas de investigación cualitativas como la entrevista en profundidad y la observación participante, mientras que la interpretación de la información se realiza con base en la técnica de análisis de contenido cualitativo. Para seleccionar a las mujeres entrevistadas se diseñó un muestreo teórico que de manera intencional y diversificada permite profundizar en casos significativos. Con base en el marco conceptual, las variables que se consideran más significativas son: género, edad, adscripción religiosa, lugar de residencia y tipo de liderazgo. Se pretende construir categorías que no reproduzcan la “asimetría de género”, o bien el
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“sistema sexo/género” heteronormativo, para evitar imponer rígidamente límites a la caracterización de las personas creyentes, por lo que se retoma a aquellas que me parecieron más sugerentes desde una mirada transversal. Derivado de lo anterior, en esta primera fase de la indagación y en consonancia con los intereses teóricos del planteamiento, se registra, primero, la experiencia de “mujeres” autoadscritas a “creencias religioso/espirituales” cristianas, de diferentes segmentos etarios, que residieran en México o fuera del país, que se autoidentificaran como “feministas” y que ocuparan una posición de “liderazgo”. Respecto del procedimiento, se llevó a cabo observación participante en asambleas, foros, rituales o ceremonias de distintas agrupaciones religiosas cristianas, para después realizar las entrevistas en profundidad de manera presencial o vía telefónica, previo acuerdo de comunicación. Acepto que habría otras lecturas de la información elaborada; en las páginas que siguen ofrezco mi interpretación vigilante (Bourdieu, 2002), que es mi aporte. RESULTADOS Ecos de la biografía de Teresa Forcades En los medios de comunicación distintas voces la etiquetan como “monja abortista”, “monja mediática”, “monja indignada”, “la monja más radical de Cataluña”, “la monja separatista”, “el escándalo eclesial”, “la atea vestida de monja”, “sor rebelde”, “la monjita” o “la supermonja”. En su página web, ella se presenta a sí misma: “Teresa Forcades es monja benedictina en el Monasterio de Sant Benet de Montserrat.” Su autoadscricpión
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a la comunidad benedictina prevalece por encima de sus dichos y hechos en su historia. La información sobre su biografía es escasa, perfilada apenas en libros y entrevistas. Que nació en 1966, en Barcelona, en una familia de clase media trabajadora “no muy católica”; que su madre es enfermera, su abuelo materno era médico del pueblo y el hermano mayor de su madre, traumatólogo; o que en su escuela primaria, la Escuela Pau Casals del barrio de Gracia, le transmitieron la ilusión por crear un mundo con mayor justicia (Tort, 2013: 36; 96-97). Leyó los evangelios por primera vez a los 15 años y después a Leonardo Boff; hasta entonces había ido al templo “sólo para bautizos y comuniones” (Trucco, 2015). Su trayectoria es pública y notoria a partir de la difusión en youtube de un video titulado “Campanas por la gripe A” (2009), en el que expone su opinión contra la vacuna. Estudió medicina y teología tanto en España como en Estados Unidos, y obtuvo con honores sus títulos de doctorado (2015a). Paralelamente, en el 2000, hizo sus primeros votos, mientras que sus votos finales los realizó en 2003. Sobre su vocación religiosa, relata: Estaba terminando mi maestría en medicina y necesitaba un lugar tranquilo para preparar la tesis. Busqué hospitalidad en el famoso monasterio de Montserrat, pero no había lugar, y uno de los monjes benedictinos sugirió que viniera con las monjas. Al principio yo no quería, me imaginaba que el lugar era triste y las monjas aburridas. Entonces me di cuenta de que caía en una contradicción: yo feminista daba por sentado que las monjas no podían ser interesantes. Así que acepté el reto. Al llegar aquí me encontré con una comunidad muy interesante, y después de un mes de estudio, yo, que no venía a convertirme en monja,
BELLON: La categoría de género en la teología feminista de Teresa Forcades
no por vocación, sino sólo para preparar un examen, escuché algo que creció en mí: era la llamada de Dios (en Trucco, 2015).
Aunque en octubre de 2009 fue amonestada debido a sus declaraciones en la televisión catalana a favor de la autodeterminación de las mujeres sobre su propia maternidad, afirma que su comunidad benedictina es plural: Fue muy significativo que, cuando ocurrió la controversia sobre el aborto y yo hice unas declaraciones, la comunidad se reunió para estudiar el documento que yo pensaba publicar en mi nombre, sin responsabilizar a nadie más. La abadesa me dijo que más o menos la mitad de la comunidad no estaba de acuerdo con lo que yo exponía en ese documento, y que la otra mitad no lo había entendido, pero que tanto las unas como las otras estaban de acuerdo en que querían una Iglesia en la que cada una pueda decir lo que piensa (en Bastante, 2013).
Ha escrito numerosos libros y artículos sobre medicina y teología, ha participado en foros, congresos y asociaciones nacionales e internacionales, además de conducir talleres en su Monasterio. Pero su teología se deja ver también en su acción política. En 2013 fundó, junto con Arcadi Oliveres,3 la plataforma popular “Procés Constituent a Catalunya”, cuyo propósito es impulsar “desde abajo” un proceso democrático y pacífico en el que el pueblo catalán decida qué modelo de Estado y de 3 Arcadi Olivares i Boadella (Barcelona, 1945) es un economista, catedrático y activista catalán. Desde la década de los sesenta participa en asociaciones cristianas y movimientos a favor de los derechos humanos, la justicia social y la independencia de Cataluña.
país desea; “una iniciativa de cambio a favor de un modelo social, económico y político igualitario y participativo que se niega a separar la Libertad de la Justicia y de la Solidaridad” (Oliveres y Forcades, 2013). El objetivo no fue crear un nuevo partido político sino articular una candidatura unitaria, en el marco de las elecciones al Parlamento de Cataluña, que convocara a una asamblea constituyente; dicha asamblea redactaría una nueva Constitución para la República Catalana a favor de las necesidades de la mayoría y no de los intereses de unos cuantos. Ante la dificultad de alcanzar esta “candidatura rupturista de unidad” entre sus interlocutores políticos “de izquierdas” y al interior del propio Procés, y aunque la hermana Teresa había señalado en el citado Manifiesto que ninguna de las dos personas que lo presentaban pensaban concurrir a elecciones, el 17 de mayo de 2015 se publicó una carta dirigida a sus asambleas en donde se abrió la posibilidad de que ella dejara el convento temporalmente mediante un “permiso”, “dispensa” o “exclaustración” por un año o máximo tres, para ser candidata a las elecciones parlamentarias del 27 de septiembre del mismo año. En Asamblea General realizada el 14 de junio, el Procés dio su apoyo, con 366 votos (73%), a la “Confluencia por un Proceso Constituyente Popular en Cataluña”, propuesta política que contemplaba la candidatura de Forcades (Procés Constituent, 2015). Su exclaustración comenzó un día después de esta asamblea. Tres semanas antes, en las elecciones municipales del 24 de mayo, Ada Colau se había convertido en alcaldesa de Barcelona encabezando la coalición “Barcelona en Común”, con el aval de 176 mil sufragios (El País, 2015).
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No obstante, la iniciativa de Forcades por una “candidatura de confluencia rupturista” entre Procés Constituent, Candidatura de Unidad Popular-CUP, Iniciativa por Cataluña Verde-Izquierda Unida y Alternativa-ICV-EUiA y Podemos, no se concretó debido a divergencias organizativas e ideológicas: por un lado, se afirmaba que sólo una declaración unilateral de independencia pondría en marcha un proceso para elaborar una Constitución catalana soberana y, por otro, se argumentaba que esta decisión debía tomarse al final del proceso: ¿independentismo radical o democracia participativa? Sorpresivamente para sus simpatizantes, y aunque Forcades declaró su intención de encabezar una candidatura en solitario por el Procés, el 25 de julio los miembros del movimiento decidieron no sumarse a la candidatura de confluencia “Cataluña sí se Puede” (220 votos, 60.6%), y tampoco concurrir a elecciones (214 votos, 67.9%), ni en alianza con las CUP (60 votos), ni con una candidatura propia (35 votos), esta última liderada por Forcades (Procés, 2015a). A diferencia del “Proceso participativo” del 9 de noviembre de 2014, en donde más de dos millones de personas se manifestaron a favor de que Cataluña sea un Estado independiente (Generalitat de Catalunya, 2014), los resultados del 27S no dejaron ver con claridad la elección de la sociedad catalana respecto de su futuro nacional y social. Con una participación histórica de más de cuatro millones de personas, 77.4% del padrón (Generalitat de Catalunya, 2015), la balanza se inclina a favor de la independencia, pero por escaños y no por votos. De momento, la declaración unilateral de independencia se aplaza, pero el proceso soberanista continúa.
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Del monasterio a la plaza pública, Forcades aún confía en ser lideresa que active la “subjetivación política” de las y los ciudadanos: el “poder popular” se expresa no sólo a través de las elecciones o el referéndum, sino de la huelga general y la desobediencia civil institucionalizada. En su hoja de ruta, el resultado electoral del 27S podría ser el principio de una revolución “pacífica y democrática”, “vía lenta para madurar un proceso político”, no sólo por la independencia de Cataluña y el reconocimiento de las nacionalidades históricas, sino para romper con el modelo socioeconómico neoliberal y en la búsqueda de un sistema más justo y equitativo (Forcades, 2015c). Aunque no se ha hecho pública la respuesta del Vaticano en torno a su exclaustración, ella se ha quitado el velo, pero mantendrá sus votos y regresará al Monasterio de tanto en tanto hasta concluir su actividad política. Ante las críticas, responde, siguiendo a Simone Weil y Dorothy Day, que no es posible separar la experiencia del Dios cristiano del compromiso social público por la justicia (Forcades, 2015b); “hay que hacer la revolución y volverla a hacer”. Con una página web oficial, canal de youtube, cuenta de twitter, página de Facebook, y presentaciones en radio y televisión, Teresa Forcades es persona en el mundo contemporáneo. A un tiempo intenta rebasar el secularismo excluyente y seguir la vida monástica. Se comunica en español, inglés y alemán, pero habla en catalán desde un talante de apertura a la diversidad. Entre la medicina, la teología y la política, es una monja benedictina del siglo XXI cuyo monasterio es el mundo. Encontrando raíces en la Regla de San Benito y en su comunidad, abre
BELLON: La categoría de género en la teología feminista de Teresa Forcades
las puertas del claustro y participa en movimientos de cambio social. Sin dejar de autoadscribirse a una Iglesia estructural que considera misógina y patriarcal, es teóloga feminista, lideresa para servir, médica que denuncia, monja exclaustrada, persona en comunidad. Con base en estos apuntes en torno a su biografía y contexto, en los apartados siguientes comento cuestiones fundamentales sobre su teología feminista vinculadas con el enfoque de género. La teología feminista4 de Teresa Forcades La Iglesia está orgullosa, vosotras los sabéis, de haber elevado y liberado a la mujer, de haber hecho resplandecer, en el curso de los siglos, dentro de la diversidad de los caracteres, su innata igualdad con el hombre (…) Velad, os lo suplicamos, por el porvenir de nuestra especie. Pablo VI, Mensaje a las mujeres, Concilio Vaticano II, 8 de diciembre de 1965
Es hasta el siglo XX cuando la teología feminista rompe con la teología “tradicional” del siglo I 4 Dada la extensión de este trabajo, así como el debate académico y social en torno a las categorías de “mujer”, “persona” e “identidad” —por ejemplo, respecto de la Interrupción Legal del Embarazo o sobre la defensa del derecho a la identidad de género elegida por personas “trans”—, defino operativamente “teología feminista” como aquella teología crítica de la liberación hecha no sólo por mujeres-sujeto que leen, interpretan y recrean la “Palabra de Dios” o su experiencia íntima sobre la “Divinidad” — no confundir teología femenina con teología feminista—, sino por personas de identidades diversas que reflexionan desde una perspectiva crítica de género, sobre todas las contradicciones sociales —no sólo sobre las problemáticas vinculadas a la “fe”, a la “Divinidad” o a las “mujeres”— con base en alguna tradición religioso/espiritual, y cuya reflexión puede o no derivar en alguna modalidad de activismo social o político.
y posteriores —patrística, oriental, escolástica, protestante-luterana y moderna— (Vilanova, 1992), en la que sólo los hombres tenían la facultad de entender, a través del intelecto, la “Fe” o la “Palabra de Dios”. Esta nueva teología, desarrollada en el marco del Concilio Vaticano II, se opone igualmente a la “teología sobre la mujer”, que discernía con mirada androcéntrica la “Palabra de Dios” en torno al denominado “problema de la mujer”. La teología feminista se vislumbra hoy como “tradición viva” en desarrollo (Vilanova, 1992: 38) y como campo de estudio en proceso de institucionalización académica (Schüssler Fiorenza, 2004). Denuncia la exclusión, la discriminación y la marginalidad de las mujeres en la Iglesia Católica y en la vida social, fundada en interpretaciones “desfavorables” de la Biblia, contribuyendo por este camino a su liberación (Bernabé, 1998: 13-30). Continuando el sostenido y sistemático trabajo de “reflexión sobre su fe” que teólogas feministas han realizado a lo largo del siglo XX y XXI (Heinzelmann, Radford Ruether, Daly, Rusell, Schüssler Fiorenza o Raming), pero también siguiendo los pasos de precursoras “invisibles” que desde la era patrística se expresaron a la par de la “teología patriarcal” (Tecla, Macrina la joven), Forcades comprende la teología feminista como una teología crítica de liberación, que surge a partir de las múltiples experiencias de contradicción que la persona identifica entre su propia vivencia de Dios y las Escrituras, o su interpretación (Forcades, 2011: 13-20).
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Feminismo de la igualdad o feminismo de la diferencia En reconciliación de los extremos entre autoras clásicas de los estudios de género, Forcades acepta que “el feminismo de la diferencia percibe correctamente el punto de partida de nuestro trayecto vital como personas: nuestro punto de partida está determinado por el sexo; y el feminismo de la igualdad percibe correctamente el punto de llegada: nuestro punto de llegada está libre de toda determinación, incluída la sexual” (Forcades, 2009: 39). Dado que no existen dos únicos sexos, complementarios, dicotómicos y jerarquizados, dado que el género es performativo, y dado que deseo e identificación no tienen por qué ser mutuamente excluyentes ni unívocos (Butler, 2007), coincide con feministas y estudiosas del género que desplazan las nociones naturalizadas y reificadas en las que se sustenta la hegemonía masculina y el poder heterosexista. En estas líneas precisa: El feminismo cristiano reconoce las categorías de “mujer” y “varón” y reconoce como “reales” las diferencias corporales que han originado estas categorías, pero a la vez afirma que la plenitud humana no pasa por la pareja, ni pasa por la afirmación esencializada de las categorías de sexo y género, a las cuales considera necesariamente como penúltimas y como destinadas a ser superadas en la plenitud de la originalidad irreductible del ser personal, experimentable solamente en las relaciones interpersonales amorosas y libres, abiertas a todos, que deberían caracterizar la comunidad eclesial (Forcades, 2012: 10).
Con base en Lacan, deduce que el género existe, pero estamos llamados a trascenderlo para descubrirnos como personas. Es necesario atravesar
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la “fantasía primordial” para estar en el mundo como identidades abiertas, en permanente proceso de transformación. Relacionalidad de libertades Forcades articula avances del feminismo y de los estudios de género para elaborar su teología feminista sobre una relación, ya no de dominación y dependencia entre “autoridad” y “criatura”, sino como una relación horizontal, “amorosa”, “de iguales”, “de tú a tú”, contraria al modelo patriarcal, saboreándola desde su cotidiana vivencia: Para mí fue un momento muy importante, como si Dios me viniera a decir que no limitara a mis prejuicios la comprensión de hasta qué punto era radical la propuesta de comunión, de intercambio amoroso que Dios nos hace a cada una y cada uno. Decía Dios: ¿tú aún no has salido de estas categorías humanas? Las vas contraponiendo: divino-humano, sagrado-profano, María humana, Dios divino, Jesús divino… Una jerarquía. ¿Pero no te das cuenta que la interpretación, el sentido, la consecuencia de mi encarnación es precisamente que esa separación jerárquica entre lo humano y lo divino no existe más? Yo no quiero llamaros sirvientes, yo os llamo amigos. Precisamente esa experiencia profunda es de Dios diciendo: ¿no has entendido aún ese mensaje radical que yo he venido a traer? ¿No con palabras sino con mi vida, encarnación y muerte? Queda abolida esa diferencia jerárquica entre divino y humano, que es comunión, y que esa relación amorosa es una relación de iguales (Forcades, entrevista telefónica, 17 de diciembre 2014).
Siguiendo con la analogía psicoanalítica, profundiza: “Dios no es un soberano solitario que encarna el delirio de omnipotencia infantil del psicótico: es una comunidad, una relacionalidad
BELLON: La categoría de género en la teología feminista de Teresa Forcades
de libertades” (Grenzner, 2014). En consecuencia, tenemos que apartarnos de la noción de persona como ser autónomo que se concibe a sí mismo con independencia de su relacionalidad. De la “subjetivación infantil” a ser “persona” Para Forcades la sociedad patriarcal la construimos hombres y mujeres juntos cuando en la vida adulta vivimos en continuidad con el patrón de subjetivación infantil, que tiene como referente a la figura materna, y que da lugar a una estructura psíquica distintiva según el género. Sin embargo, es posible “volver a nacer” trascendiendo las identidades de género socialmente establecidas, abriéndonos a una subjetividad que tenga como referente no a la figura materna sino, en el caso de la persona creyente, a Dios, o en el caso de la no creyente, a cualquier “horizonte” que le permita subjetivarse sin dicotomía de género: Ser “persona” es ser capaz de vivir en comunión como lo hacen el Padre, el Hijo y el Espíritu. Experimentar esta comunión no implica que la plenitud de mi ser persona deba concretarse en una relación heterosexual que me complemente, ni significa tampoco que tenga que hacerme hermafrodita a fin de llegar a ser a la vez varón y mujer. Lo que significa es que, a fin de lograr nuestra realización personal necesitamos reconocer el carácter ilusorio de nuestras identidades de género y trascenderlas —en palabras de Lacan “atravesar la fantasía primordial”—; esto es, avanzar más allá de los procesos infantiles de individuación que tienden a reducir nuestro ser personal (creado a imagen de Dios como ser único capaz de relacionarse con los demás gratuita y recíprocamente), a los estereotipos de género de la “feminidad” (una supuesta capacidad para “amar” que excede nuestra capacidad de ser “libres”), o de la “masculinidad” (una supuesta
capacidad de “ser libres” que excede nuestra capacidad para “amar”) (Forcades, 2009: 23-24).
La subjetivación adulta no necesita ningún requerimiento externo, por el contrario, es responsabilidad plena de tus circunstancias. En ello está implícito el miedo a la libertad, pero cada persona está llamada a ser “pieza única”: ¿Es cultural o es biológico? ¿Cómo lo vemos? La propuesta que les hago, y esta ya es la propuesta teológica, es la de trascender la distinción femenino/ masculino, de concebir esa distinción como algo real, pero llamado a ser superado. El género existe, pero estamos llamados a trascender el género. La feminidad y la masculinidad existen, pero estamos llamados a superarlas. Eso quiere decir que la diferencia de género es un punto de partida antropológico —con todas las variantes, ¿eh?, no es una cosa fija, pero es un punto de partida—, que va a tener mucho de cultural y que tendremos que negociar, pero no es nuestro punto de llegada cristológico (Forcades, 2006: 22).
El filósofo feminista Paul B. Preciado, quien la califica como “disidente dentro de la Iglesia”, del mismo modo que él lo es dentro del lesbianismo, asegura que la teología de Forcades no es queer; y al respecto la interroga: ¿Dónde quedamos los intersexuales, los transexuales, los “otros” en tu teología? […] Me sorprende que en tu teología elijas partir del binarismo femenino/ masculino, que es una construcción normativa, en lugar de partir de la irreductible multiplicidad del cuerpo en todas sus variables, y si quieres, por decirlo en tu lenguaje, Dios podría encarnarse en todas ellas (Preciado, 2014: 25, en Valdés, 2014).
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Ella replica que justamente ese es el punto de llegada, pues reconocer la dicotomía de género es la estrategia más potente para desactivarla después. Si bien Forcades argumenta a detalle en sus diversos escritos sobre asuntos fundamentales como la misoginia de la jerarquía católica, el sacerdocio femenino, la Biblia feminista, la Asamblea como forma de organización y participación política “desde abajo” o la idea de Dios como Madre, dejamos hasta aquí esta aproximación para trazar algunas conclusiones preliminares. CONCLUSIONES Y PROSECUSIONES Lo que define la humanidad adulta de Cristo no son sus determinantes biológicos (cromosomas, gónadas, sexo u hormonas), tampoco sus determinantes psíquicos ni sociales, sino lo que él hace con estos determinantes, la manera como los asume para realizar con ellos y desde ellos actos de amor libre que son los únicos que expresan en acto la potencialidad de su esencia. Teresa Forcades
Debido a que posee bases sólidas en autores clásicos pero también contemporáneos, la teología feminista de Teresa Forcades articula de manera novedosa el feminismo y el enfoque de género, valiéndose del lenguaje teológico, para responder a problemáticas sociales urgentes. Queda pendiente la tarea de estudiar a fondo su aporte específico en relación con las ideas de autoras clásicas de los estudios de género, pero también en diálogo con las precursoras de la
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teología feminista, en donde anticipamos hay numerosos elementos en común. Otro campo de exploración en curso es sobre las consecuencias políticas de su teología feminista, en donde advertimos ya algunas tensiones —nacionalismo catalán y “asamblea de iguales”. Habrá que dar seguimiento también a la manera en la que su teología feminista se desarrollará a partir de su experiencia en el Procés y los resultados del 27S. Y resultará interesante comparar su teología feminista con otras tradiciones religioso/ espirituales contemporáneas que parecen cuestionar las identidades heteronormativas y empoderar a las mujeres. Según Rubin (1975), la “evolución cultural” ofrece la oportunidad de tomar decisiones para liberar la vida humana de patrones arcaicos determinados por el género. Ante los feminismos radicales que hoy rechazan la reproducción de estereotipos y roles por parte de personas que no se identifican con las identidades genéricas de hombre o mujer, o bien, frente a la condena de la Iglesia católica al matrimonio igualitario en México, considero que tanto la respuesta desde la perspectiva “trans” como la “feminista” son necesarias en un proceso de reconocimiento identitario, individual y colectivo, que sea capaz de rebasar plenamente cultura y biología como destino. Las palabras y acciones de esta monja benedictina, con su teología feminista y su liderazgo político, hablan; sus ecos resuenan cada vez más como una figura que se destaca por sus pasajes disidentes entre las esferas religiosa, política y social. Tránsitos no arcaicos ni obsoletos, sino necesarios y posibles en este siglo XXI.
BELLON: La categoría de género en la teología feminista de Teresa Forcades
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Fecha de recepción: 29 de agosto de 2015 Fecha de aceptación: 21 de septiembre de 2015
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RESEÑA
ÉTICA E INVESTIGACIÓN EN MÉXICO Huacuz Elías, María Guadalupe y Verónica Rodríguez Cabrera (coords.), Estudios sobre ética de la investigación y violencia División de Ciencias y Humanidades, Obra Abierta Ediciones, 2015. 194 pp.
tanto informantes como personas y grupos estudiados, así como asegurar que el trabajo de investigación siga lineamientos adecuados y que el equipo encargado de hacerlo tome en cuenta todos los riesgos que implica trabajar en este campo de estudio.
Los ensayos aquí reunidos dan luz
sobre tres aspectos principales de este asunto: el acercamiento teórico a la violencia y a la ética de la investigación, el cruce de ética que plantea el trabajo con y para organismos internacionales e instancias gubernamentales. Todos los ensayos, producto de la reflexión
¿Qué problemas se plantean cuando se hace investigación sobre violencia y sobre violencia de género en México? ¿Es posible llevar a cabo investigaciones éticas cuando el contexto sociopolítico, cultural y académico no lo facilita o incluso lo entorpece? Éstas y otras preguntas acuciantes nos plantean los ensayos reunidos en el libro coordinado por Ma. Guadalupe Huacuz Elías y Verónica Rodríguez Cabrera, ambas conocedoras de los problemas que enfrenta quien investiga, sobre todo en campo, la violencia de género en México.
a partir de la experiencia de las autoras en la academia y en el campo, ilustran distintos aspectos del trabajo de investigación: lo que supone el uso de determinados conceptos, la ausencia de protocolos o los “usos y costumbres” institucionales que no les otorgan la importancia debida; la violencia que observa la investigadora y que la afecta, la dificultad de captar la violencia y nombrarla, la violencia dentro de la propia academia, la falta de coordinación y de recursos, entre otros. Todas son facetas de una misma problemática: los retos que conlleva la investigación ante un fenómeno,
En un contexto donde se han incrementado
el de la violencia y la violencia de género, con
la violencia de género y la atención hacia
alto costo social y humano, y ante el cual quien
ella desde la política pública, los organismos
investiga no puede quedar inmune.
internacionales y la academia, plantear el tema
de la ética en la investigación, como se hace en
sitúan este trabajo desde la ética feminista, que
este libro, es abrir brecha y mostrar los huecos
remite a una epistemología feminista y rechaza
que urge atender para garantizar un manejo ético
todo presupuesto esencialista. Partiendo de
En la introducción, las coordinadoras
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AÑO 2. NÚMERO 3. ENERO-JUNIO 2016. PP. 175-178
y trabajo de campo y los retos de tipo ético
Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género
de género en México. México, UAM-X,
de los datos y de la confidencialidad que merecen
la teoría crítica feminista, desde el enfoque de la complejidad y la interdisciplina, plantean claramente la contradicción que se evidencia cuando la ética se da en la teoría y no en los hechos. En el mismo sentido, señalan los problemas que supone silenciar la violencia contra las mujeres, o acercarse al trabajo de campo sin destacar los vínculos entre violencia, pobreza y desigualdad; o tratar el tema de seguridad sin tomar en cuenta la violencia contra las mujeres. Un planteamiento central es la necesidad de explicitar los presupuestos, los objetivos de la investigación y el posicionamiento de las propias investigadoras o investigadores. Estos puntos se desarrollan a lo largo del libro desde distintas perspectivas. En la primera parte, “Intersecciones, violencia, ética y práctica investigativa”, María Guadalupe Huacuz Elías, María Florencia Santi y Verónica Rodríguez Cabrera se refieren principalmente —y por separado— a los desafíos éticos que se enfrentan en la investigación, empezando por el uso de conceptos que, a veces, son utilizados indistintamente o sin que se expliciten sus implicaciones. No es lo mismo, por ejemplo, hablar de “violencia de género”, de “violencia contra las mujeres” o de “violencia falocéntrica”, término que ha desarrollado Huacuz en otro libro y que aquí retoma. Parte del trabajo teórico inicial, plantea esta investigadora, es explicitar los supuestos para una misma, para el equipo de investigación y para el desarrollo del trabajo. En concordancia con este posicionamiento y haciendo un recuento histórico de las preocupaciones éticas en la investigación, Santi plantea el impacto que
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tienen las investigaciones sociales —en particular las que se refieren a la violencia o a la sexualidad, por ejemplo— en los sujetos estudiados. Toma como ejemplos experimentos clásicos como el de Milgram acerca de la autoridad, o el de Zimbardo y la prisión. Si a raíz de las polémicas derivadas de éstos se ha tomado mayor conciencia de la necesidad de proteger a los sujetos participantes o a las poblaciones estudiadas, aún quedan retos para los diseños experimentales, los estudios etnográficos y el recurso de entrevistas, encuestas y grupos focales. Hablar de ética no es sólo ofrecer un formato de consentimiento informado sino advertir los posibles riesgos y tomar las medidas necesarias para proteger a quienes participan en estos estudios. Por su parte, Rodríguez reflexiona acerca de su experiencia de campo en el Istmo de Tehuantepec, donde un estudio sobre género y desarrollo la llevó a enfrentar el problema de la violencia íntima en la comunidad. La investigadora saca a la luz la necesidad de redefinir el estudio en función de lo que se encuentra en la realidad, y, en relación con la violencia, la dificultad de detectar sus indicios en situaciones que no corresponden a la definición básica, así como la dificultad de “ver” la violencia íntima cuando no se ha planteado de antemano analizarla. Todas estas reflexiones apuntan a problemas a la vez teóricos, intelectuales y personales que se enfrentan en el proceso de investigación mismo. La segunda parte, “La ética de la investigación en los espacios académicos, apuntes para la reflexión”, se centra en la academia como ámbito de estudio de la violencia y, también,
RESEÑA como espacio en el que ésta se ejerce. A partir de una investigación de corte antropológico en Querétaro, Anabella Barragán Solís saca a la luz un problema cada vez más extendido: los riesgos que corren quienes hacen trabajo de campo en las comunidades, en particular cuando se trata de mujeres —pero no únicamente. Ante una situación conflictiva, la autora se pregunta si es posible desarrollar trabajo etnográfico “sin vulnerar la seguridad del equipo” y qué “elementos éticos” hay que poner en práctica para lograr un desarrollo del trabajo con seguridad. En un país con regiones dominadas por el crimen organizado o donde sus efectos amenazan la seguridad de la población, estas preguntas son, sin duda, de gran interés. La violencia, sin embargo, no se enfrenta exclusivamente en el campo, también se da al interior de la academia, no sólo por la desigualdad estructural de género sino también por la prevalencia de prejuicios hacia ciertos temas, sobre todo si los abordan mujeres. En tanto, en su “autoetnografía” acerca de su trabajo como maestrante en una universidad de provincia, Roxana Rodríguez Bravo reflexiona sobre la violencia que observó y de que fue objeto al estudiar a las “teiboleras” de San Luis Potosí. Además de los prejuicios de los hombres hacia éstas, que pudo constatar en los locales, refiere el trato degradante que recibió ella por parte de sus maestros y compañeros, incluso su jurado, debido al tema que trabajaba; como si estudiar “teiboleras” la hiciera formar parte del “ambiente” y como si esto justificara la descalificación machista y misógina. Resulta sin duda preocupante que en la propia academia se falte a la ética y al respeto hacia
una estudiante y compañera. Lo más grave es que esta conducta no es excepción puesto que, además de descalificación y actitudes paternalistas, las estudiantes a menudo enfrentan acoso por parte de profesores, autoridades y compañeros. El mito de la academia como ámbito de diálogo exento de violencia se derrumba ante evidencias como las aquí presentadas. En la tercera parte, “Investigaciones sobre la violencia de género y las instituciones financiadoras”, Mariana González Focke y Priscilla Merarit Alcazar reflexionan acerca de la relevancia de la ética feminista cuando se examina la violencia contra las mujeres, a partir de su experiencia con financiadoras internacionales. Si bien éstas suelen tener lineamientos muy claros acerca de las medidas éticas que deben tomarse para proteger la confidencialidad, asegurar el consentimiento informado, la correcta selección del equipo y el buen desarrollo del trabajo, entre otras recomendaciones, en la práctica, las consultoras contratadas enfrentaron diversos problemas debido a la falta de coordinación, sensibilidad y responsabilidad de instancias intermedias (nacionales). Si en cualquier caso esto es difícil, resulta más sensible cuando el tema analizado es la violencia de pareja en una comunidad indígena y cuando las investigadoras quieren asumir una actitud responsable hacia las mujeres. Ante esta situación, proponen partir de una ética feminista descolonizadora para desmontar presupuestos y prácticas discriminatorias así como hacerse cargo de la responsabilidad que supone acercarse al ámbito privado y en particular al de la violencia, sin que esto implique responsabilizarse por
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cuidados que no corresponden a las investigadoras sino a redes de referencia e instituciones de salud. Por último, Laura Edith Saavedra Hernández, Cristina Abigail Tovar Ugalde y Abril Violeta Zarco Iturbide comparten su experiencia en un estudio desarrollado para una delegación del Distrito Federal y los dilemas que enfrentan quienes trabajan para instituciones oficiales cuyo discurso “de género” e “igualdad” no corresponde a sus prácticas ni a la puesta en marcha de proyectos “prioritarios”. Entre otros, señalan el problema del presupuesto insuficiente, la falta de sensibilidad y conocimiento de funcionarias y la ausencia de contención para los equipos de trabajo. ¿Qué hacer cuando las investigadoras no sólo quieren y necesitan trabajar sino quieren sobre todo hacer un buen trabajo, con sentido ético y responsabilidad? Una opción, que es la que plantean, es hacer lo mejor posible, sorteando las limitaciones y dificultades, con el fin de contribuir en algo a la solución del problema. La otra, más difícil, sería desde luego no trabajar con instituciones carentes de ética, opción que algunas prefieren pero que, obviamente, implica quedar al margen. Éstos son sólo algunos de los problemas y dilemas que, desde la ética feminista y su experiencia —larga o reciente— en la investigación sobre violencia de género en México plantean las autoras de este libro. Más que dar respuestas, aunque sugieren algunas, sus reflexiones obligan a hacernos más preguntas acerca de la ética en la investigación, en cualquier campo, y de manera más aguda ante un problema tan grave como el de la violencia y la violencia contra las mujeres
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en nuestro país. Por ejemplo: ¿cómo garantizar la seguridad de los equipos y de las comunidades y personas estudiadas en zonas de alto riesgo? ¿Por qué no se ha dado la importancia suficiente a la contención de equipos y sujetos de estudio? ¿Cómo asegurar que los equipos de trabajo estén conformados por especialistas críticos? ¿Qué hacer cuando una organización internacional o una instancia nacional demandan que el diagnóstico “no sea tan crítico” o que “no se incluyan temas “delicados”? ¿Hasta dónde la academia se vuelve cómplice del silenciamiento y la invisibilización de ciertas manifestaciones de violencia? ¿Cómo evitar que en la propia academia se maltrate, descalifique o acose a quienes llevan a cabo estudios o presentan conclusiones que no se consideran “políticamente correctos”? Gracias a la claridad de sus planteamientos y a la diversidad de miradas sobre el tema, este libro es una aportación innovadora y sugerente a la reflexión sobre nuestro propio trabajo de investigación. Merece leerse y discutirse ampliamente en la academia y entre quienes promueven investigación social en México y América Latina. Irma Saucedo irma.saucedo.g@gmail.com
Lucía Melgar lucia.melgar@gmail.com
RESEÑA
DIMENSIONES DE LA INSTITUCIONALIDAD Zaremberg, Gisela, El género en las políticas públicas. Redes, reglas y recursos. México, FLACSO México, 2013. 124 pp.
ser atendido, sin dejar de lado las dificultades existentes para su reconocimiento como tal debido a que implica relaciones de poder. Los tres primeros capítulos ofrecen los enfoques teóricos y las herramientas metodológicas que sustentan el argumento principal, el cual se muestra en el último capítulo a través del administración pública federal en México. A partir de las bases teóricas del feminismo, el género y las políticas, el primer capítulo
Cómo transversalizar la perspectiva de género (PEG) e incidir en su institucionalización en el campo de las políticas públicas es la pregunta central a la cual pretende responder este libro. De acuerdo con la autora, el volumen es fruto de 10 años de transitar en una doble trayectoria de investigación y análisis de experiencias de transversalización de género, y de enseñanza en las aulas y capacitación al funcionariado de la administración pública federal. Como resultado de estas experiencias, el objetivo del libro es “transmitir las perspectivas que resultaron más eficaces para trabajar sobre proyectos de incorporación de la PEG”. El argumento principal de la obra es que
Considerando la importancia de la perdurabilidad de las políticas de género para los gobiernos, de manera pertinente se establece la distinción entre los conceptos de institucionalización y transversalidad de género, ya que con frecuencia se usan indistintamente. De acuerdo con la autora, la transversalidad de género es un enfoque “para atender la creación de formas de resolución de problemas públicos de género”, en tanto que la institucionalización de la PEG sería el resultado de la incorporación de dicha perspectiva en las políticas públicas, en relación con la estabilidad a través del tiempo, de las acciones para atender los problemas públicos de género. En la búsqueda de elementos para
no existe una sola receta para llevar a cabo la
diagnosticar las instituciones, que en este caso
institucionalización de la PEG, por lo tanto se
son entendidas como reglas que favorecen
sugiere poner atención a tres dimensiones, como
la estabilidad y afectan el comportamiento
una avenida para analizar el proceso e influir en su
humano, en este capítulo se revisa, además,
permanencia: las reglas, las redes y los recursos.
la noción de reglas en las distintas versiones
La teoría feminista y el concepto de género son
del neoinstitucionalismo, entre las que se
el punto de partida para analizar la desigualdad
destacan
de género como problema público que requiere
político (reglas como incentivos y sanciones),
el
institucionalismo
económico/
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aborda las instituciones y la institucionalización.
Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género
análisis de la institucionalización de la PEG en la
el institucionalismo histórico (reglas como patrones), y el institucionalismo sociológico (reglas como rutinas). En el contexto de los países latinoamericanos, también se enfatiza la importancia de las reglas informales no escritas por sus implicaciones para la permanencia de las políticas. Al considerar los aportes de la teoría política a la incorporación de la PEG, la autora señala que, si bien estos enfoques ayudan a entender cómo se forman patrones y rutinas, no proporcionan claves acerca de cómo transformarlas. Esta postura crítica parece estar más cercana a las propuestas que el feminismo hace a los nuevos institucionalismos, y que enfatizan las nociones del poder, las cuales están ligadas al cambio (Kenny, 2007). Es decir, entender cómo se concibe el poder dentro de las instituciones, referido tanto a las relaciones sociales a través de las posiciones de autoridad, así como a las propias instituciones como organizaciones genéricas, ayudaría a la comprensión de los procesos de transformación de los patrones y rutinas que habilitan o impiden la incorporación de la PEG. Entonces, habría que preguntarse también cómo es que operan las reglas de género en las instituciones. El segundo capítulo se centra en las redes de políticas y género, y destaca que el carácter público de las políticas no corresponde solo al gobierno, sino a la red de actores gubernamentales y no gubernamentales que están asociados a la política. Las políticas de género son ejemplo de ello: hay experiencias exitosas asociadas a redes de grupos feministas, agencias internacionales y grupos de académicas que impulsan la PEG; pero
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también existen grupos conservadores que aliados con gobiernos de corte asistencial obstaculizan la PEG. De acuerdo con la autora, las reglas y las redes han sido menos estudiadas en el análisis de políticas públicas. Por ello, en el libro las redes destacan como un enfoque novedoso que es crucial para el análisis de la PEG porque en este proceso participa un entramado de actores sociales, ya sea en colaboración o en conflicto. Además, las redes de políticas públicas forman parte del enfoque de gobernanza, según el cual los mecanismos de gobierno son resultado de la interacción entre diversos actores sociales dentro de un ámbito específico de políticas. Las redes surgen entonces como el mecanismo del gobierno para manejar los asuntos públicos, y cada área de políticas públicas se constituye por una red, patrón más o menos estable de relaciones sociales que conecta a los actores sociales en forma interdependiente y sin jerarquías. En este sentido, el enfoque de redes parece más cercano a una propuesta feminista de relaciones más igualitarias dentro y fuera de las instituciones. El análisis de las redes en la incorporación de la PEG puede llevarse a cabo a través de un mapeo de actores, o bien por medio de la herramienta de los grafos, que permite trazar el conjunto de relaciones que existe entre distintos actores individuales o colectivos. Las características de los individuos que las integran y los recursos con que cuentan conforman distintos tipos de redes. Este enfoque ofrece la posibilidad de uso de metodologías cuantitativas y cualitativas con herramientas simples como el mapeo de actores,
RESEÑA así como el uso de software para análisis más sofisticados. La dimensión de recursos es el tema del tercer capítulo y refiere no solo a los recursos materiales sino también a la cultura institucional. A partir de la cultura como un libreto cognitivo, se retoma la idea de estructura profunda de las organizaciones, que se basa en valores acerca de lo que se debe hacer y cómo se debe hacer, y se caracteriza por suposiciones básicas sobre las que se asientan rutinas y procedimientos estándar, así como por la existencia de creencias arraigadas acerca de las normas de género y otras perspectivas marginales que pueden presentar resistencias al cambio en las instituciones. Cabe destacar que de las tres dimensiones consideradas para analizar la incorporación de la PEG en las políticas públicas, está es la más cercana al análisis del poder y género en las organizaciones. El último capítulo, a la luz de la tríada reglas, redes y recursos, analiza la incorporación de la PEG en la administración pública federal en México, a través del trabajo que realizan los Enlaces y las Unidades de Género instalados en diferentes secretarías de Estado. Según la autora, no existe un elemento único para analizar la incorporación de la PEG. De ahí que, lo que en algunas situaciones puede ser un error, en otras puede constituir una oportunidad, y además, depende del tipo de problema de desigualdad de que se trate. Para analizar la transversalidad de género, se parte de las redes al indagar los cambios en relación a los socios clave para llevar a cabo la estrategia; de las reglas para observar las modificaciones en el
sistema de sanciones e incentivos, y la relación entre reglas formales e informales; y de los recursos para analizar las capacidades organizacionales, mapas mentales y suposiciones básicas a favor o en contra de la equidad de género. Para ello, con base en entrevistas y grupos de enfoque con el personal de las dependencias federales, y siguiendo una creativa estrategia analítica inductiva, la autora elabora una tipología que dibuja diversas situaciones a partir del cruce de las distintas dimensiones (reglas, redes y recursos) a que tienen acceso las agentes de género en las mencionadas instituciones, y que muestra la heterogeneidad del proceso de institucionalización de la PEG, que se resume en los siguientes tipos: “Las llaneras solitarias”, “Con una ayudita de mis amigas”, y “Desde el estrado. La organización del tipo macho charro”. Los resultados de la investigación destacan los factores que dificultan y dan fragilidad al proceso de transversalidad de género, y confirman la idea de la autora de que no es posible contar con una sola receta para la transversalidad de género, y que la complejidad del proceso requiere de enfoques distintos según se conciba a las instituciones. Se concluye que las reglas y los recursos son necesarios pero no suficientes para transversalizar la perspectiva de género en las instituciones públicas, y que solo aquellas unidades y enlaces que establecen y usan de manera positiva y sostenida reglas, redes y recursos tienen mayores posibilidades de incorporar el valor de la equidad en las políticas públicas y en la cultura de las instituciones. Lo que este análisis del proceso de institucionalización de la PEG en la administración
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pública federal muestra, es que el cambio institucional ocurre, aunque en distintas dimensiones y diferentes grados. Al respecto, Thelen ha elaborado un ejercicio conceptual para analizar el cambio en las instituciones, en donde usa el concepto de layering para referirse a elementos que son renegociados mientras que otros permanecen (Kenny, 2007; Mackay, Kenny, Chappell, 2010: 577). De la tipología de Zaremberg, este parece ser el caso en el tipo “Con la ayuda de mis amigas”, que refiere al uso de las redes como elemento que dinamiza el proceso y, por tanto, ofrece posibilidades para el cambio. El libro cumple con sus objetivos tanto por su propuesta teórico-metodológica, como por su diseño pedagógico. Se trata de un material original y didáctico que incluye ejemplos basados en situaciones reales que la autora ha registrado durante sus investigaciones y experiencia docente, así como ejercicios que permiten la evaluación del aprendizaje y llevar a la práctica lo aprendido. Es sin duda un libro útil tanto para agentes gubernamentales y no gubernamentales, como para académicos y estudiantes. Desde el punto de vista académico, la obra ofrece una lectura analítica sobre el proceso de la PEG en la administración pública federal, desde los enfoques y herramientas de la teoría política, pero la mirada crítica de la autora parece indicar que futuros análisis quizá deban guiarse por el camino contrario. Es decir, partir de los aportes de la teoría feminista sobre el poder y el carácter genérico de las organizaciones, como elementos potenciales para transformar los enfoques del nuevo institucionalismo y modificar las
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suposiciones de género en las que está basado. La literatura internacional sugiere este giro hacia un “institucionalismo feminista” (Mackay, Kenny, Chappell, 2010), el cual puede ser un enfoque alternativo para el análisis de la incorporación de la PEG en las políticas públicas. Silvia López Estrada Departamento de Estudios de Población El Colegio de la Frontera Norte slopez@colef.mx
Referencias Mackay, Fiona, Meryl Kenny y Louise Chappell (2011), “New Institutionalism through a gender lens: Towards a Feminist Institutionalism?”, en International Political Science Review, vol. 31, núm. 5, pp. 573-588. Kenny, Meryl (2007), “Gender, institutions and power: A critical review”, en Politics, vol. 27, núm. 2, pp. 91-100.
RESEÑA
UN MECANISMO DE CONTROL Y LA LIBERACIÓN DE LOS CUERPOS Nead, Lynda, El desnudo femenino: arte, obscenidad y sexualidad. España, Tecnos, Alianza, 2013 [1998]. 232 pp.
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cuarenta obras escultóricas, pictóricas y fotográficas que van desde los tiempos prehistóricos hasta el arte contemporáneo. Gracias al uso de ilustraciones, el texto va acompañado de un discurso visual que permite al lector ejemplificar y comprender de manera más amplia la propuesta del libro. Se
Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género
A lo largo de la historia del arte los cuerpos femeninos de diferentes épocas, clases y razas, se han representado de múltiples formas. Sin embargo, un aspecto recurrente en este tipo de representaciones ha sido el desnudo como temática clásica del arte occidental. Es por ello que la historiadora del arte Lynda Nead, en su obra El desnudo femenino: arte, obscenidad y sexualidad, se pregunta: ¿cuáles son los significados sociales del desnudo femenino? ¿Cómo y por qué el desnudo femenino se ha convertido en un ícono de la cultura occidental y en un símbolo de la civilización y el talento? Para resolver estos cuestionamientos, el estudio utiliza como fuente principal una serie de
presenta, asimismo, un panorama multidisciplinario que pone en juego la perspectiva filosófica, en la cual Jacques Derrida ofrece las herramientas necesarias para poner el énfasis en los límites de la obra, a través de un desmantelamiento de la estética kantiana; en contraparte, se incluye la perspectiva histórica, a través de la cual se elabora el contexto en que se generan y distribuyen las imágenes, así como un seguimiento en la trascendencia y repetición de ciertos modelos iconográficos e iconológicos que han formado parte de las representaciones y estereotipos de los cuerpos femeninos. Sumado a lo anterior, Nead ofrece una perspectiva de género que aporta la influencia del feminismo en las artes y una vía de transformación para los modelos estereotipados de belleza y cuerpo femeninos. Si bien es cierto que el texto se publicó en la última década del siglo XX, su propuesta no ha perdido vigencia en los temas actuales que competen a las representaciones femeninas, razón por la cual esta segunda edición de 2013 merece una relectura que permita a los interesados acercarse al análisis teórico y práctico de imágenes que han contribuido a la construcción de una cultura visual del género, que perdura y se repite en nuestra época. En este sentido, el propósito principal de esta investigación es, por un lado, la elaboración de un marco teórico para el estudio específico del desnudo femenino y, por el otro, de imágenes que competen al género en términos más generales. Con esto en mente, la estructura del libro se ha dividido en tres capítulos. El primero de ellos, titulado “Teoría del desnudo femenino”, desarrolla las bases teóricas que permiten analizar
las representaciones del desnudo femenino como un acto de regulación del cuerpo y de los mismos espectadores. Es decir, se establece un modelo ideal y estereotipado del cuerpo femenino, a través del cual las mujeres ejercen un doble papel: como objeto visual y como observadoras. Con base en esto, ellas mismas forman parte de una autorregulación en la que se ven inmersos los imaginarios culturales de su propio contexto, y al mismo tiempo se generan ciertos lineamientos que determinan quién puede mirar esos cuerpos y bajo qué contextos. El resultado es una construcción cultural altamente formalizada y convencionalizada. A lo largo del texto, un tema recurrente es el marco y la acción de enmarcar, pues el desnudo femenino es capaz de sostener el límite interno en cuanto obra de arte, es decir, se ve sujeto a las convenciones artísticas o institucionales que delimitan su espacio de acción. De la misma manera se establece el límite externo, aquel de la obscenidad y del objeto que transgrede el espacio público. Es así como arte y pornografía se definen recíprocamente, debido a que cada uno depende del otro para obtener su significado y estatuto. El segundo capítulo, llamado “Marcando de nuevo las líneas”, aborda con mayor profundidad los distintos discursos que se han generado en torno al desnudo femenino, discursos como el de la educación artística, la crítica de arte y la metáfora sexual, para finalmente llegar a las reacciones del feminismo (durante la década de los setenta y noventa) frente a las representaciones del cuerpo desnudo a lo largo de la historia. La principal crítica será que, en su mayoría, estas representaciones responden a un sistema patriarcal en el cual han sido hechas por
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hombres y para hombres, sin contemplar ninguna otra posibilidad de participación, en otras palabras, de la experiencia femenina en cuanto propuesta de autorepresentación. Este contraste entre discursos permite a Lynda Nead introducir el arte feminista como parteaguas en este tipo de imágenes, tal y como lo afirma la propia autora: “El arte feminista es, por tanto, necesariamente deconstructivo en el sentido de que funciona para cuestionar las bases de las normas estéticas existentes y los valores, al tiempo que extiende las posibilidades de esos códigos y ofrece representaciones alternativas y progresistas de la identidad femenina” (Nead, 2013: 103). De esta manera, la principal intención del arte feminista es dejar de repetir el discurso de la mujer como un objeto pasivo, para convertirla en un sujeto que desde su experiencia habla y genera sus propios discursos, y no requiere necesariamente de las perspectivas culturales predominantes dentro del sistema patriarcal. En este sentido, otra de las aportaciones a destacar desde la perspectiva feminista es la invitación a repensar la categoría de “cuerpo”, entendiendo que existen diversos cuerpos que no están considerados en las representaciones porque se han juzgado desviados, o simplemente porque no corresponden a los modelos ideales de feminidad, aquellos que contemplan un cuerpo joven, saludable, de clase media y fisionomía occidental. Es por ello que desde el feminismo se hace hincapié en la consideración de otros sujetos que se han hecho invisibles, sujetos que están al margen por no encontrar una correspondencia a los estatutos de “normalidad” de tiempos y espacios determinados. Un ejemplo a destacar sobre el tema es la obra de Mary Duffy de 1987, quien a través de
RESEÑA una serie de fotografías ha utilizado su cuerpo para poner sobre la mesa el tema del género, las representaciones y la discapacidad. De esta manera, sus fotografías representan la secuencia de un cuerpo envuelto de pies a cabeza por una tela blanca, el cual poco a poco va saliendo de esta envoltura para hacer presente un cuerpo femenino sin brazos. Esta secuencia “adquiere la fuerza metafórica adicional del rechazo de las constricciones culturales, sociales y económicas con que se enfrentan las mujeres discapacitadas” (2013: 128), pero no sólo eso: también cuestiona el carácter transgresor atribuido a aquellos cuerpos que no se adecuan a los ideales de belleza femenina establecidos, para reivindicar categorías como el cuerpo, la belleza y la feminidad. Finalmente, el último capítulo del libro, “Diferenciaciones culturales”, contempla los diferentes tipos de representaciones del desnudo femenino (arte, fotografía, periódicos, etcétera), para poder comprender cómo es que cada uno de estos medios se mueve a través de la cultura consumista, ya que el soporte de la imagen determina también su movilidad y difusión. Mediante el diálogo que se establece con el sociólogo Pierre Bourdieu, este análisis permite entender cómo se clasifican las imágenes y a qué tipo de público consumidor están dirigidas, así como los mecanismos de control que se establecen para la pornografía específicamente, ya que lo sexual a lo largo de la historia siempre ha constituido un elemento peligroso para el orden social. A manera de conclusión, podemos ver que este libro ofrece herramientas teórico-metodológicas para el análisis de las representaciones del desnudo femenino desde diversas aristas, de las cuales es posible destacar tres perspectivas principales.
Por un lado, el análisis desde los discursos de poder, los cuales generan imágenes que son el resultado de una construcción sociocultural, que a su vez ejerce la regulación tanto de los cuerpos que se representan como de los espectadores que acceden a ellos. Por el otro, el análisis de la incidencia del feminismo y su labor en el arte, el cual ofrece un punto de ruptura con las representaciones femeninas anteriores a los años setenta, a través de las cuales se cuestionan los ideales estereotipados de feminidad y cuerpo, para dar origen a un tipo de representación hecha por mujeres. Y finalmente, el análisis desde la perspectiva del consumo y el mercado, herramienta que no sólo devela las formas de representación, sino también el público al que llegan estas imágenes y las maneras en las que éstas se mueven entre lo legal y lo prohibido. Como se puede observar en la propuesta de Lynda Nead, su estudio no sólo plantea un cuestionamiento hacia las distintas formas en que el cuerpo femenino es representado. Ofrece, también, nuevas herramientas para repensar y poner en duda nuestra propia realidad, pues en un mundo en donde nos vemos envueltos entre millones de imágenes a diario, resulta necesario aprender a mirarlas y cuestionar los múltiples discursos codificados que nos llegan, mismos que influyen significativamente los imaginarios culturales en torno al género. Aura M. Medina Hernández Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) aura.medina@alumnos.cide.edu
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RESEÑA
REFORMULACIÓN IDENTITARIA Nash, Mary (ed.), Feminidades y masculinidades. Arquetipos y prácticas de género. Madrid, Alianza Editorial, 2014, 304 pp.
sugerentes relecturas de temas abordados desde posiciones historiográficas más clásicas. El objeto principal del libro, y su principal hilo conductor, es efectuar un análisis de las identidades de género ―qué es ser un hombre, qué es ser una mujer― que han delimitado las posibilidades de actuación de los sujetos cuestión no es baladí porque, como explica la editora en la presentación del volumen, los arquetipos han sido un factor explicativo de las
El libro editado por la profesora Mary Nash es una muestra de la vitalidad de la historia del género, entendida no como equivalente o sinónimo de la historia de las mujeres ―pues así lo fue en su acepción inicial o clásica―, sino como esa forma de hacer historia que ha atendido a los arquetipos o construcciones hegemónicas sobre la feminidad y la masculinidad. Si bien está abriéndose camino en la historiografía de manera paulatina, es una línea de investigación todavía poco desarrollada; de ahí que este volumen constituya una bocanada de aire fresco tanto por la originalidad de los temas como por la perspectiva novedosa e interdisciplinar con la que se abordan. Con un claro predominio de la historia sociocultural, pero que acoge
Como constitutivos del imaginario colectivo, compartido socialmente, sobre el ideal que deben encarnar hombres y mujeres en el mundo, los arquetipos refuerzan ―o dejan fuera de lo posible― determinados comportamientos y expectativas. Asimismo, se convierten en ingredientes esenciales de unas relaciones de género que históricamente han estado presididas por la desigualdad y/o la marginación de las mujeres con respecto a los hombres. Aunque como construcciones inestables están sujetos a la posibilidad de transformación y de ofrecer el marco discursivo y simbólico para prácticas más igualitarias, llama la atención la capacidad de dichos arquetipos para pervivir y adaptarse a los distintos contextos históricos. No es una casualidad que las transformaciones más
también aportaciones efectuadas desde los
significativas tengan lugar en los momentos
estudios fílmicos y los estudios queer, el libro
de crisis política y social, y de ahí que,
ofrece nuevas herramientas conceptuales para
acertadamente, el grueso de las contribuciones se
el análisis histórico y constituye un magnífico
sitúen en los dos grandes momentos de cambio
ejemplo de cómo estas pueden utilizarse
del siglo XX. Por un lado, la crisis del sistema de
de manera fructífera, con el fin de efectuar
la Restauración, inaugurada con la pérdida del
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desigualdades de género a lo largo de la historia.
Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género
en determinados contextos históricos. La
RESEÑA imperio colonial en la guerra de 1898, y el paso a la sociedad de masas y, por otro, el proceso de transición de la dictadura a la democracia. Una idea central de este volumen, en cuanto que se aborda en varios capítulos, es la capacidad de los sujetos de reformular o resignificar determinados arquetipos en un sentido más inclusivo o igualitario, de forma que las construcciones culturales identitarias pueden convertirse en instrumentos para la resistencia a las múltiples manifestaciones del poder patriarcal. No obstante, delimitar hasta donde llegan las posibilidades de las prácticas sociales frente a los denominados “designios culturales” (p. 18) es un reto al que habitualmente nos enfrentamos como historiadores, y así lo han asumido las autoras y los autores del libro. Pues el cambio político y social que acompaña los procesos de modernización no siempre conlleva propuestas más dignificadoras para los sujetos, ni los arquetipos que emergen al calor de estos cambios ofrecen significados de inclusión o emancipación para las mujeres. Por ejemplo, como demuestra magníficamente en su artículo Mercedes Arbaiza, las décadas centrales del siglo XX, aquellas en las que tuvo lugar el mayor avance desde el punto de vista de los derechos políticos y sociales para hombres y mujeres del mundo occidental, sancionaron el ideal femenino del “ama de casa”, concebido como arquetipo complementario —y necesario— al del obrero varón, “ganador de pan”, y una de las principales fuentes de legitimidad para la clase obrera. El carácter inestable de los arquetipos de género ha permitido también su reformulación para satisfacer las necesidades de las identidades nacionales en crisis. Así, como explora en su capítulo Jorge Uría, la práctica del deporte
como seña de identidad de la modernidad y la nueva sociedad de masas en los años veinte, favoreció la emergencia de un modelo de masculinidad, el del futbolista joven y andrógino, convertido en el nuevo héroe nacional al encarnar los ideales de austeridad, vigor físico, esfuerzo corporal y éxito social, para dar salida a las ansias de regeneración nacional. El proceso de construcción identitaria como un espacio que históricamente ha ofrecido el marco para la discusión sobre las relaciones de poder queda muy bien ilustrado en el capítulo de María Dolores Ramos, sobre los cambios en el modelo dominante de feminidad que acaecieron en el primer tercio del siglo XX, con el surgimiento de la “Nueva Mujer” alternativo al “ángel del hogar” decimonónico, en el que fueron decisivas las voces de mujeres modernas, portadoras de valores universalistas, pacifistas e igualitarios, como Magda Donato, Maruja Mallo, Victoria Kent o María Martínez Sierra. Así también lo muestra Jordi Luengo que aborda una experiencia coetánea que tuvo lugar en un espacio y en un tiempo muy concreto, el París de mediados del XIX, la bohème, en el que jóvenes de clase obrera, con su incursión en los espacios públicos y cosmopolitas habitualmente vedados a las mujeres, rompieron con los convencionalismos sociales y de género. Apunta, no obstante, la ambigüedad o los límites del desafío, pues en muchas ocasiones reprodujeron una especie de “maternidad social” en cuanto que mostraron una “abnegada dedicación a los que acompañaban y amaban” (111-112). Pero con estos gestos de transgresión, las grisettes desestabilizaron los modelos patriarcales vigentes y forjaron nuevas
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libertades, que compartieron con otros colectivos, feministas, estudiantes y garçonnes, al convivir en los márgenes de lo reglamentado. Que los proyectos de expansión colonial, o las crisis ocasionadas por la pérdida de imperios, son contextos especialmente ricos para explorar la transformación en las construcciones de género dominantes se demuestra en los sugerentes trabajos de Nerea Aresti y de Gemma Torres. La primera explora la crisis del arquetipo viril español que tuvo lugar tras la derrota en la guerra de Cuba (1898) a partir de dos herramientas analíticas, el concepto de género acuñado por Scott ―en particular su segunda acepción, es decir, el género como significante para articular formas de poder ajenas a las propias relaciones de género―, y el concepto de interpelación de Althusser, entendido como “la llamada del otro que convierte a un individuo en sujeto […] ‘que construye identidad’” (48). En el contexto del neordarwinismo social, en el que las naciones fueron concebidas como organismos vivos que competían entre sí por la supervivencia en el concierto internacional de las potencias, la derrota de España frente a los Estados Unidos y la consiguiente pérdida de las colonias se entendió como una manifestación más de la decadencia de las naciones latinas frente a la superioridad angloamericana y germana. El cuestionamiento de las virtudes nacionales afectó al arquetipo masculino español, identificado como “el bruto”, por su pasividad, vagancia e irracionalidad, frente al modelo civilizador y protector que encarnaba el “Tío Sam”. Asimismo, por el juego de oposiciones conceptuales entre hombres y mujeres, las mujeres de la raza degenerada o inferior eran enaltecidas,
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y las españolas, en particular, ensalzadas como ejemplo de continencia, autocontrol y sobriedad, síntomas de civilización, por obra de su fe religiosa. De forma similar, el trabajo de Gemma Torres explora a partir de los textos del médico militar Felipe Ovilo Canales, destinado en Marruecos entre 1877 y 1896, las construcciones dominantes de género en el discurso colonial español finisecular. En ellas fue crucial esa contraposición entre los sexos y la “alteridad” que conlleva todo proyecto colonial. La concepción de la masculinidad marroquí era definida a partir del lugar que ocupaban las mujeres en la sociedad, de manera que estas encarnaron simbólicamente el grado de civilización de la misma. Al ser representadas como meros objetos de placer o motores del trabajo, se convirtieron en la prueba irrefutable del atraso del pueblo marroquí. Así, la idea de “masculinidad primitiva”, una especie de exacerbación del modelo del don Juan, se sustentaba en las deficiencias de los varones como maridos ―holgazanes, perezosos e incontinentes sexualmente―, que, a su vez, constituyeron un impedimento a la constitución de un modelo de familia y de sociedad occidental. Y, de nuevo por el juego de las oposiciones, la masculinidad nacional española quedaba identificada con el mundo moderno y civilizado. Es un ejemplo más de cómo los arquetipos de género permitieron construir un “otro” que debía ser tutelado y civilizado con el fin de justificar la empresa colonial. Cuatro capítulos versan sobre los cambios que tuvieron lugar en el contexto de la transición a la democracia. El de Mary Nash subraya que el feminismo de los años setenta exploró vías diversas para crear una nueva identidad
RESEÑA femenina. La autora pone de relieve cómo, aparte del desmantelamiento del entramado jurídico e institucional de la Dictadura, uno de los grandes retos del movimiento de mujeres en la Transición fue ofrecer representaciones culturales y modelos de género que encarnaran una alternativa a los que el franquismo había impuesto con virulencia. Así, frente a la maternidad impuesta y a la sumisión de las mujeres a través del discurso católico y un marco legal discriminatorio, las feministas impulsaron una resignificación del arquetipo de feminidad a partir del cuestionamiento de la maternidad como único eje de la vida de las mujeres, el derecho al placer sexual y al trabajo remunerado, y la construcción de símbolos identitarios de pertenencia, como los espacios propios para el encuentro. Teresa María Ortega aborda el mito del “idilio rural”, por el que las mujeres, invisibilizado su trabajo por haber sido expulsadas del proceso de producción agraria en el proceso de modernización capitalista del campo, quedaron plenamente identificadas con los cuidados familiares y la reproducción de la vida como elemento clave para la integración de la comunidad rural. Ortega subraya factores estructurales, como las transformaciones socioeconómicas que han favorecido la reestructuración del trabajo agrario y el impacto de las categorías del pensamiento feminista, para explicar la emergencia de varias “estrategias de género” en los años setenta y ochenta, por parte de las mujeres sindicalistas agrarias, que han permitido transformar sustancialmente el arquetipo tradicional. Dos capítulos abordan, a caballo entre la historia de género, los estudios fílmicos y los estudios queer, con las herramientas teóricas que estos ofrecen, las posibilidades de modificación
de los arquetipos de género, y en particular la representación de la homosexualidad, en el cine de la transición. A partir del análisis de tres películas emblemáticas de la época, Morbo, Arrebato y Bilbao, Brad Epps reflexiona sobre los límites de la transgresión en la producción cinematográfica de carácter experimental de la época, para concluir que si bien se produjo un desplazamiento con respecto a los arquetipos heredados del franquismo, se mantuvieron las diferencias binarias, que se resituaron o reafirmaron “a veces —demasiadas— con más contundencia que nunca” (267). Poco optimistas son también las conclusiones de Alejandro Melero sobre los arquetipos gay y lesbiano en el cine de la transición. A partir de una sutil distinción entre el arquetipo —el modelo original con el cual se moldean otras representaciones y versátil para adaptarse a los distintos momentos de la historia y las culturas— y el estereotipo —la imagen fija y simplificada de un grupo de personas— ofrece un repaso sobre los arquetipos lesbianos —la vampiresa depredadora y la heterolesbiana— y gays —el gay payaso y el homosexual triste— en el cine de la transición, que están en tensión con el estereotipo, porque es aquello que los hace reconocibles en la representación fílmica. Dicha tensión marca, asimismo, los límites a la posibilidad de la homosexualidad fuera de la narración cinematográfica. Estamos en definitiva ante un trabajo colectivo, fruto del empuje y la coordinación académica de la profesora Mary Nash, que será una referencia indiscutible para la historiografía de las mujeres y la historiografía del género.
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Constituye un magnífico ejemplo de cómo los nuevos enfoques historiográficos o la interdisciplinariedad tienen la capacidad para sacar a la luz temas y problemáticas nuevas, insuficientemente atendidas hasta el momento, que merecen una reflexión profunda. Y hace explícita la importancia de analizar críticamente los procesos de construcción de los arquetipos y las identidades de género, en cuanto que pueden ser puntales de la discriminación, al tiempo que su transformación o reformulación puede, sin embargo, sentar las bases de un cambio político y social en un sentido más igualitario. Ángela Cenarro Universidad de Zaragoza acenarro@unizar.es
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ENTREVISTA
LA MADRE DE TODAS LAS BATALLAS SERÁ INSERTAR LA DIVERSIDAD SEXUAL EN LA EDUCACIÓN Entrevista con el Dr. Jordi Díez University of Guelph
AÑO 2. NÚMERO 3. ENERO-JUNIO 2016. PP. 191-199
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Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género
Doctor en ciencia política por la Universidad de Toronto, Jordi Díez es, desde 2004, profesor en ciencia política por la Universidad de Guelph, donde desarrolla temas de investigación vinculados con la política pública y la política comparada, los procesos de democratización, especialmente en América Latina, los movimientos sociales, los estudios de ciudadanía, la política medioambiental y la política de derechos de homosexuales y lesbianas. Díez ha impartido clases en diversas instituciones académicas —Sciences Po, en Francia, La Universidad Diego Portales en Chile y la Universidad de California en San Diego— y ha recibido premios de instituciones como Social Sciences and Humanities Research Council y The International Development Research Council. En esta entrevista, habla de su más reciente libro, The Politics of Gay Marriage in Latin America: Argentina, Chile and Mexico (Cambridge University Press, 2015), en el que aborda los procesos que vivió el movimiento LGBT en los tres países en torno a las discusiones del matrimonio homosexual en la región. En esta conversión, Díez habla también, entre otros temas, de los retos que a partir de ahora deberá enfrentar el movimiento lésbico-gay en América Latina y, particularmente, en México.
Se ha referido a la importancia que tuvo cobijar, en México, la lucha del movimiento homosexual en favor del reconocimiento de la unión de personas del mismo sexo alegando la defensa de los derechos humanos. Según los últimos datos, tales derechos no figuran en las prioridades del Estado mexicano. México forma parte, de acuerdo a las Naciones Unidas, del top 30 de los países que más los violan. ¿Por qué entonces era significativo traerlos a la luz para que se fortaleciera la demanda del movimiento gay y lésbico? Para responder, hay que irse un poco para atrás, concretamente hacia finales de los noventa. Cuando (Vicente) Fox llega al poder, en el 2000, empezamos a hablar de derechos humanos en México. Fox armó su campaña hablando de una nueva etapa en la vida de México e incluyó los derechos humanos dentro de su discurso. Y no fue solamente a nivel de discurso: cuando llegó al poder, implementó políticas referentes a derechos humanos y, un año después, mandó una ley al Congreso contra la discriminación. En el ámbito internacional, recordemos que tenía a (Adolfo Aguilar) Zinser en la ONU y a Jorge G. Castañeda en Relaciones Exteriores, con quienes se quería dar a México otra imagen sobre los derechos humanos. En esa época se ratificaron muchísimas convenciones y tratados internacionales sobre derechos humanos. Esto, a nivel macro. Nos vamos un poco más adelante, en el 2006, y llega Marcelo Ebrard a la ciudad de México, que argumenta que la ciudad tiene que separarse de la federación, la cual es un poco fallida y no respeta los derechos humanos. Empieza a hablar de una plataforma de vivir y pensar la ciudad de México como una garante de derechos humanos
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y se refiere a una nueva forma de ciudadanía. O sea, si vemos a México en términos globales, sí es un Estado que no ha garantizado los derechos humanos, pero ello motiva una reacción positiva de la ciudad de México. Como lo digo en el libro, el 6 de diciembre (de 2006), cuando Marcelo Ebrard toma posesión, da un discurso donde habla de seis ejes de su nueva visión del gobierno de la ciudad de México, y en él destaca una nueva ciudadanía, los derechos humanos y el respeto a la diversidad. Es ése el contexto de la ciudad de México donde se da el debate del matrimonio homosexual. Y lo que argumento en el libro es que este contexto, de ámbito local en México, se parece muchísimo a lo que pasa en Argentina, a nivel nacional. Podría argumentarse que la cultura de la protesta en México es escasa y débil, más todavía si se le compara con la de países como Brasil, Chile y Argentina, que han estado, incluso, sometidos al yugo de la dictadura. ¿Cómo se explica la fuerza que tuvo el movimiento LGBT para que fuera México uno de los primeros países en donde se legislara en torno al matrimonio gay? Primero: estoy en desacuerdo. Si ves las estadísticas de movilización en México, son iguales o superiores a la de otros países en América Latina. Y se me hace muy interesante que me hagas esa pregunta, a una cuadra de Reforma, donde la gente que vive acá te diría que hay marchas todos los días. Si ves las estadísticas de protesta de Gobernación, podría decirse que México es un país que sí sale a la calle. El problema, en este caso, es que la protesta, en sí, no se institucionaliza, como sí lo hace en otros países.
ENTREVISTA Me refiero a lo que daría sentido a la expresión de “un país volcado a la calle” por una demanda común, más que la protesta de colectivos o de grupos determinados. ¿La gente sale a la calle? Sí. Ahora bien: ¿la gente sale a la calle de manera monotemática? También. La pregunta sería: ¿se sale en México a formar alianzas? ¿Se sale en México a formar grupos mayoritarios? Quizá no. Ahora, en lo que se refiere concretamente al movimiento LGBT, de lo que yo hablo en el libro —y me voy más allá de los movimientos sociales—, es de redes. Lo que pasa en la ciudad de México es que hay redes importantes del movimiento LGBT y de otros movimientos, como el de mujeres, el de intelectuales, el de la defensa de los derechos humanos, que son un poco latentes y que, a partir del trabajo que han hecho con otras organizaciones y con personas de gobierno, actores estatales y de ciencia política, cuando van a impulsar una demanda nueva, esas relaciones latentes se endurecen, se refuerzan y echan a andar las campañas para sacar adelante la demanda. Sí, estoy de acuerdo en que no hay una sociedad civil como en otros países, donde es más institucionalizada y estable, pero sí hay protesta en México. Y dentro del movimiento homosexual, hay una serie de redes que son latentes y que después desarrollan campañas ad hoc para impulsar ciertos temas. Al respecto, se echa de menos una mayor profundidad en el libro sobre el abanico de diferencias e intereses, sobre el poder dentro de los diversos grupos y colectivos que impulsaron y apoyaron la causa del matrimonio homosexual. ¿Hubo conflictos? ¿Hubo riñas?
Te contesto en dos partes. Primero, soy politólogo y lo que me interesa son los procesos políticos desde una perspectiva de política pública; el trabajo sobre las disputas internas de ciertos movimientos le corresponde a los antropólogos y a los sociólogos; esto es, lo que pasa dentro del grupo, no es mucho de mi interés. Sin embargo, debo decir que en el libro sí menciono cómo, en el caso chileno, el movimiento fue liderado por un activista que tenía una posición muy masculinista sobre derechos sexuales, que excluyó completamente a otros grupos, monopolizó el discurso y no estaba empapado del feminismo, de manera que no hizo alianzas. En el caso argentino, hablo específicamente de dos posiciones dentro del grupo: una liderada por los que pertenecen a la CHA, Comunidad Homosexual Argentina, y otros que pertenecen a la Federación (Federación Argentina LGBT). Históricamente, la CHA apoyaba la unión civil, porque argumentaba que el matrimonio era una institución religiosa, opresora y permitiría al Estado regular partes íntimas de los individuos; la Federación, influenciada por España, apostaba por la igualdad de derechos y el matrimonio gay. Estos conflictos se resolvieron cuando una diputada, Vilma Ibarra, dijo: “Estamos ahora en posiciones de impulsar el matrimonio gay.” Hubo conversaciones entre los tres actores y decidieron cerrar filas. En el caso de México, la división fundamental dentro del movimiento fue: ¿avanzamos por la vía judicial o avanzamos por la vía legislativa? El argumento contra la vía judicial era que se temía que hubiese un backlash, una reacción negativa de fuerzas opositoras, como pasó con el aborto y que se blindaran los estados. La vía judicial era la posición liderada por Enoé Uganda.
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Ella decía que se tenía que ir por esa vía, empezar con los amparos y forzar el tema con la Suprema Corte para tener jurisprudencia universal. Por el otro lado, estaban los activistas en la ciudad de México, liderados por Lol Kin Castañeda, trabajando con David Razú, quien manifestaba que había una coyuntura política que debía de ser aprovechada en ese momento para permitir hacer avanzar los diferentes movimientos. ¿Cuál fue el papel de los grupos heterosexuales para el impulso y la aprobación de la ley del matrimonio homosexual en México? Fue fundamental, tanto en el caso de México como en el de Argentina. Pero más que generalizarlos como heterosexuales, yo hablaría de grupos no directamente ligados al movimiento. El papel que jugaron las mujeres fue indispensable: en Argentina, las madres de la Plaza de Mayo; en México, las feministas —Marta Lamas, GIRE, etcétera—, que apoyaron la causa. Pero también hubo personas con mucho peso tanto cultural como intelectual: Miguel Carbonell y (Gael) García Bernal, por citar dos figuras culturales y sociales importantes que no se identifican con el movimiento, que no son homosexuales y que apoyaron la causa. Su presencia en el debate fortaleció el argumento. ¿Este apoyo fue reconocido al interior del movimiento? Sí; pero más importante: entre los legisladores. En un artículo suyo cita a Sonia Álvarez y se refiere a la “profesionalización” del movimiento gay y lésbico. ¿Cómo se puede entender la palabra
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“profesionalización” en este contexto de demanda social y reclamo de derechos? A finales de los noventa Sonia Álvarez desarrolló un concepto, que en inglés es la NGO-ization y en español es la ONG-islación del movimiento, en referencia a los movimientos en América Latina, que se explica así: hay fondos internacionales para la lucha contra la violencia doméstica, para la protección del medio ambiente, para el VIH/sida, para muchísimas cosas, y eso ayuda a los activistas a recibir fondos, tener oficinas, contratar Staff, ayuda en administración, ayuda para contratar abogados para la causa. Esto es, va de la calle a la oficina. Con tantas causas por defender, desde problemáticas indígenas —protección de minorías— hasta medioambientales, ¿son las redes lo que explica que haya pasado la ley del matrimonio homosexual, antes que otras muchas? Tiene que ver con coyunturas políticas. Yo diría que durante la administración de Marcelo Ebrard en la ciudad de México se aprobaron muchas políticas sobre varios temas como el aborto, se introdujeron leyes antidiscriminación contra muchos grupos, incluyendo los indígenas en la ciudad de México, se reformaron leyes sobre el medio ambiente, se pasó la ley sobre eutanasia pasiva, la ley sobre del divorcio express… Hay una cantidad de políticas que se implementaron en la ciudad durante los últimos seis años que hicieron a la ciudad de México una de las circunscripciones en América Latina más progresistas. Ahora bien, las coyunturas políticas ayudaron a que ciertas personas dentro del gobierno tuvieran cierta simpatía hacia esos temas de justicia social. Y la discriminación, los temas de género y
ENTREVISTA los de sexualidad fueron prioritarios para ciertas personas alrededor de Marcelo Ebrard, por su trayectoria política en la ciudad de México. ¿Es el resultado de incorporar en la creación de políticas públicas a personajes interesados en llevar a cabo esas transformaciones desde otras esferas no necesariamente políticas? Sí, pero una de las cosas que resulta muy interesante cuando haces este tipo de investigación es que la mayor parte del tiempo, quienes impulsan con más fuerza las iniciativas, no son los personajes públicos o las caras públicas del gobierno. Son las personas que trabajan behind the scenes, detrás del escenario, fuera de la luz, las que impulsan las propuestas. Dice que la capacidad de los movimientos para adquirir recursos —sociales, económicos, tiempos políticos, etcétera— y fortalecer sus demandas no explica por sí solo el éxito de las mismas y pone el ejemplo de Estados Unidos y Canadá, en donde, paradójicamente, una comunidad menos movilizada, la canadiense, puede llegar a ser más efectiva a la hora de hacer filtrar sus demandas al Estado. ¿Qué lo explica, entonces? Por un lado, cuando se habla de movimientos sociales, también se tienen que contemplar los contramovimientos. Una cosa que diferencia mucho a Estados Unidos de Canadá es que en Estados Unidos las guerras culturales, que le llaman, los debates sobre política moral —aborto, matrimonio gay, inmigración, etcétera—, han sido parte central de los debates de la política nacional desde (Ronald) Reagan, diría incluso que desde Jimmy Carter, con el ascenso en los años ochenta de la nueva
derecha o the New Right. Con la llegada de Reagan al poder en los años ochenta hay un retroceso en términos de la regulación de derechos individuales y sexuales, y se extiende un discurso de toma de responsabilidad: no qué puede hacer el gobierno por ti, sino qué puedes hacer tú por el gobierno. Es en ese momento que comienza a haber un proceso de movilización de los movimientos religiosos que empiezan a formar parte central de las elecciones y de los procesos políticos en Estados Unidos. De esta manera, si bien los movimientos en favor de los derechos individuales y sexuales son muy fuertes, también los son los contramovimientos que surgen alrededor. Eso no pasa en Canadá. Por otra parte, la diferencia entre Canadá y Estados Unidos es el tipo de federalismo. En Estados Unidos, el federalismo diluye mucho el acceso a la política pública y es mucho más difícil para un movimiento concentrarse en 50 estados que en uno, por ejemplo. En términos de matrimonio gay, en Canadá, dado el tipo de federalismo, la ley se aplicó a nivel nacional, una vez que se pasó la legislación en el parlamento, forzado por las Cortes en tres provincias: Quebec, Ontario y La Columbia británica, cuyos fallos en el ámbito provincial sobre el matrimonio gay obligaron al gobierno nacional a actuar sobre el tema. De esta manera, el movimiento solo tuvo que concentrarse en un parlamento, no en 50 congresos estatales. ¿Cuál es la fuerza de los contramovimientos en México? Muy fuerte. Hay una diferencia, por ejemplo, con Argentina, que desarrollo en el libro y es que en México no solamente tienes una jerarquía católica muy conservadora —el legado de Juan Pablo II,
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cuando purgó a la jerarquía en América Latina de personas que estaban influenciadas por la teología de la liberación— sino además tienes un partido confesional. (Jorge Mario) Bergoglio, que es ahora Papa, viene de una tradición, la jesuita, influenciada por la teoría de la liberación, y vemos los resultados con lo que está haciendo ahora en el Vaticano. Son dos corrientes muy diferentes dentro de la Iglesia. Por otro lado, en Argentina no tienes un partido confesional, religioso. Los dos principales son los peronistas y los radicales que no tienen relación directa con la Iglesia católica; grupos conservadores existen dentro de los partidos, pero están divididos. En México, tienes un partido demócrata cristiano, el PAN, que en los últimos 15 años ha jugado una parte muy importante en la vida de México. Y eso ayuda a institucionalizar las demandas conservadoras en el país. Y tercero, lo que pasa en México es que hay una red muy interesante de personas afiliadas al Yunque, por ejemplo, que tienen respaldo muy fuerte de empresarios de México y que apoyan mucho a estas organizaciones conservadoras, sociales. Lo que comento en el libro es que a pesar de esa fuerza estos grupos nada más pueden parar avances de política de derechos sexuales cuando forman gobierno a nivel nacional. Desvincula el grado democrático y de desarrollo —y hasta conservador— de un país de las exigencias de leyes reformadoras: México no es ejemplo mundial de democracia, pero ahora lo es respecto al avance en torno al matrimonio gay. ¿A qué se debe esto? Primero, hay una estrecha relación entre libertad de expresión y poder debatir estos temas. Sí, en
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México hay problemas muy fuerte respecto a la libertad de expresión y el periodismo, pero no en estos temas: un periodista que reporta sobre el matrimonio gay no va a ser amenazado de muerte. La democracia, independientemente de cuán imperfecta sea, ayuda a debatir y estos temas (la discusión del matrimonio gay) suceden en lugares donde se puede debatir, donde hay libertad de expresión, donde la gente puede expresar su apoyo u oposición a los mismos. Por otro lado, la visión sobre países conservadores hay que analizarla. Lo que tenemos ahora es un cambio generacional y en esos temas se ha avanzado muchísimo: el apoyo al matrimonio gay ha subido en todos los países y esto se ve en Europa occidental —en la Europa oriental es un poco más complicado—, y en todas las Américas. En tercer lugar, aun si hablamos de democracias imperfectas, hay una apertura en el acceso a la información. En otros estudios que estoy haciendo, veo que uno de los parámetros más importantes para explicar el apoyo al matrimonio igualitario es cuánto acceso tiene la gente a medios de comunicación: y en América Latina estamos muy conectados. Y eso pasa en un contexto de globalización, donde el tema gay ha tomado una presencia mediática muy fuerte, en la vida cultural, en la vida social, en el cine, en la radio, en la televisión, etcétera. Yo creo que hablar sobre el grado de conservadurismo de un país es un poco engañoso. Y por último, hay que decir que hay una heterogeneidad muy fuerte dentro de, por ejemplo, América Latina. Si ves a los países del Caribe y los comparas con el Cono Sur, hay una diferencia enorme. El apoyo en favor del matrimonio gay va desde el 62% en Uruguay hasta el 5% en Jamaica.
ENTREVISTA Irlanda se convirtió en el primer país que decide en la urnas, por referéndum, la aprobación del matrimonio gay. Es la primera vez que dicha decisión es dejada en manos de los ciudadanos y no de un grupo de políticos y jueces. Dejar en manos de todos los ciudadanos este tipo de decisiones, ¿le parece correcto o equivocado? Primero: existe, a nivel internacional, un sistema, al cual se han sometido muchísimos países, que establece que los derechos de las minorías no se pueden someter a la mayoría. Lo que pasó en Irlanda, a nivel teórico, viola esta percepción. Las minorías tienen que ser protegidas, por el hecho de que son minorías. Segundo: lo que hace esto es que sienta un precedente muy peligroso, porque en la mayor parte de los países del mundo el apoyo al matrimonio igualitario, al matrimonio gay, es inferior al 50%. Entonces para sacarse el tema de la agenda, que a muchos gobernantes les molesta y les pone muy incómodos, principalmente en países conservadores, se querrá hacer un referéndum. Si se trata de Jamaica, donde lo apoyan el 5%, pues se pierde y se acabó. Tema cerrado. Pero el caso de Irlanda es complicado: lo que ahí se necesitaba era una reforma constitucional y para la reforma constitucional se necesitaba un plebiscito. En Irlanda, la única forma en que se podía haber llegado a la aprobación del matrimonio gay era por vía de un plebiscito. Y en América Latina tenemos muy pocos países, como la República Dominicana, donde eso sería necesario. El problema es que la gente no ve los detalles y puede decir: se hizo un referéndum en Irlanda, entonces lo vamos a hacer también en Jamaica, en Trinidad y Tobago, etcétera.
Una cuestión de semántica: ¿cuáles son, si las hay, las diferencias entre los conceptos de matrimonio igualitario, matrimonio gay y matrimonio entre personas del mismo sexo? Matrimonio entre personas del mismo sexo es el concepto menos ideologizado. Describe lo que es. Matrimonio Gay toma sus bases desde una perspectiva identitaria, lo que ha definido las luchas del movimiento en la etapa post-liberacionista —desde mediados de los ochenta. Matrimonio igualitario fue acuñado por el movimiento español, después adoptado por movimientos latinoamericanos, que refleja la manera en que se han articulado las luchas: una cuestión de igualdad social y democrática. Visto desde una óptica de ruptura y contracultura, “casarse”, convertirse en “matrimonio”, un concepto tradicional y, diríase, fuera de moda en nuestros días, sería una especie de afrenta a los propios valores de los movimientos feministas y homosexuales. Por qué, de súbito, “casarse” pasó a estar en la agenda del movimiento gay y lésbico como una necesidad de alineación con patrones convenidos dentro de la heteronormatividad. ¿No encuentra esto contradictorio? Sí que lo es. Para muchos es someter la sexualidad y las relaciones entre individuos a la regulación del Estado. Y es la posición que toman muchas personas dentro del movimiento, e incluso de movimientos enteros. En Argentina, la CHA apoyó por mucho tiempo las uniones civiles, que para ellos era una manera de regular patrimonio, acceso a bienes socioeconómicos, etcétera, sin someterse al legado religioso y conservador que
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tienen en Argentina. Ahora bien, para muchos activistas en América Latina, ésta es una de las demandas que sería más fácil llevar a cabo por su argumento conservador: la familia. El poliamor es mucho más difícil, por ejemplo. Para muchos activistas en América Latina, este proceso fue un proceso pedagógico, porque para los opositores, la familia es algo esencial, no es cuestionable. Es una parte fundamental de la sociedad. Entonces, para los que van a favor del matrimonio homosexual, el esencialismo de la familia abre el debate sobre muchos aspectos de la homosexualidad. Y en el debate se derrumban muchos estereotipos, falsedades, mentiras en torno a la homosexualidad. Es por ello que para muchos el proceso fue pedagógico y con una carga simbólica muy fuerte. Por otra parte, yo creo que el caso argentino es muy bueno para eso: en Argentina no hay jerarquía de derechos para los movimientos de la diversidad sexual. Por ejemplo, dentro de lo que se puede llamar el colectivo LGBT, estamos todos de acuerdo que las demandas de la comunidad trans son muy importantes; estamos hablando de derechos humanos fundamentales como es el derecho a la identidad, el derecho al trabajo, el poder abrir una cuenta de banco. En Argentina lo que pasó es que llegó la coyuntura política, se podía avanzar sobre ese tema, el matrimonio igualitario, y todos cerraron filas en el movimiento, incluyendo las trans, y sacaron adelante el matrimonio igualitario. Dos años después, la coyuntura todavía permitía avanzar sobre estos temas y apoyaron la nueva identidad de género que es la más progresista de todo el mundo. Se cerraron filas nuevamente, y
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esta demanda fue apoyada por todo el colectivo del LGBT. Así que yo creo que tiene mucho que ver con la coyuntura política. ¿Qué aprendió del libro? Yo creo que lo más importante, sobre todo aquí en México —para un auditorio mexicano— es la importancia de ver a América Latina. A veces en México no nos consideramos latinoamericanos y lo que está pasando debajo de nuestra frontera sur es muy importante. No se puede entender lo que pasa en México sin compararlo con otros países, como Argentina, como Brasil. En otros temas, por ejemplo, los índices de pobreza en México no se han bajado. Brasil lo ha hecho, Perú lo ha hecho, Uruguay lo ha hecho, Chile lo ha hecho, en la mayoría de los países de América Latina lo han hecho y México no. ¿Por qué no? Porque no vemos al Sur; vemos hacia Estados Unidos y Europa, pero es con el Sur con quien tenemos muchísimas similitudes culturales, políticas, etcétera, y hay que reflexionar sobre lo que están haciendo esos países que nosotros no estamos haciendo. ¿Tras la obtención de esta victoria, la del matrimonio entre personas del mismo sexo, cuál sería el siguiente paso, prioritario, de los movimientos homosexuales en México? En México, es acabar el proceso del matrimonio igualitario a nivel nacional. Va a volver a subir a la Suprema Corte, va a haber otros fallos, otras opiniones, otras sentencias, que creo que van a asentar jurisprudencia universal. Por otro lado, hablando con los argentinos y los chilenos, y estoy seguro que coinciden los activistas mexicanos,
ENTREVISTA se llega a la conclusión de que el tema más importante es la educación. Hasta en países como Argentina ha costado muchísimo trabajo insertar el tema de la diversidad sexual en los curricula de las escuelas, porque es un tema en el que la comunidad religiosa está muy metida. Yo creo que va a ser en los próximos años la madre de todas las batallas: reformar la curricula en todas las escuelas para insertar la diversidad sexual y para reducir un poco el bullying. Hace dos semanas, la Corte Constitucional de Chile volvió a fallar sobre un libro que se titula León tiene dos papás, que unas organizaciones homosexuales han publicado y lo han distribuido en las escuelas; fue llevado a la Corte y la Corte chilena, que es muy conservadora, falló la aprobación del libro. La educación es un tema fundamental.
tiempo, porque la casa es un refugio y hay igualdad. En cambio, la discriminación homosexual tiene una diferencia y es que muchos son discriminados también dentro de la casa. Juan Manuel Villalobos El Colegio de México jmvillalobos@colmex.mx
Esto me hace pensar en los altos índices de asesinatos homofóbicos que hay en México1 en comparación con los que hay en Chile o en Argentina. Además, en cuanto a la educación y el bullying, es importante saber que la discriminación por homosexualidad en muchos países tiende a ser la causa número uno de suicidios en personas menores de edad, sobre todo adolescentes. Y esta discriminación que sufren esos chicos es interna y externa; o sea, la discriminación que sufre un niño de diferente raza, un indígena o un afromexicano en la calle, no la sufre en la casa la mayor parte del 1 De 1995 a 2013 ha habido en México 887 casos, según la investigación de la organización Letra S: http://www.v1.letraese.org.mx/2014/05/crimenes-de-odiopor-homofobia/
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COLABORADORAS
EVA ALCÁNTARA (eazavala@correo.xoc.uam.mx)
Es doctora en ciencias sociales y maestra en estudios de la mujer por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), licenciada en psicología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), así como diplomada en psicoanálisis (UAM-Xochimilco), diplomada en pensamiento contemporáneo (17, Instituto de Estudios Críticos) y diplomada en bioética (IIF-UNAM y Colegio de Bioética AC). Desde 2006 es profesora-investigadora en la UAM-Xochimilco. En su línea de investigación aborda con un enfoque transdisciplinario las regulaciones médicas y jurídicas del sexo-género en la infancia. En 2013 publicó en coautoría con Ivonne Szasz “Between The Local And The Global: Chronicles For Understanding The Field Of Sexology In Mexico”, en el International Journal of Sexual Health y coordinó, junto con Hortensia Moreno, en el mismo año, la edición del número 47 de la revista Debate Feminista, dedicado a la intersexualidad, en donde también publicó el artículo “Identidad sexual/Rol de género”. MARÍA ANTONIETA BELTRÁN SAVENIJE (antobeltran@yahoo.com)
Es doctora en ciencias sociales por la Universidad de Buenos Aires y maestra en psicología social comunitaria por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es miembro del equipo de antropología social de FLACSO Argentina. Su línea de investigación se centra en jóvenes (violencia y prevención de violencia, educación, trabajo, migración) y mujeres (violencia de género, victimización, identidad). Es coautora, entre otros artículos, de “Youth as key actors in the social prevention of violence. The experience of PROJÓVENES II in El Salvador”, en Kosta Mathéy y Silvia Matuk (eds.), CommunityBased Violence Prevention (Transcript Verlag, 2015) y autora de “La otra cara de la moneda: mujeres que practican violencia”, en Punto Género (2012). LAURA AGUIRRE (laurabaguirre@yahoo.com)
Actualmente es doctorante en sociología en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Freie Universität Berlin. Es maestra en estudios regionales en el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora de la ciudad de México. Ha trabajado como investigadora en la Facultad Latinoamericana
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de Ciencias Sociales de FLACSO, en El Salvador. Sus temas de interés son la desigualdad social, la sexualidad, las relaciones de género, la etnicidad y clase. Es autora, entre otros artículos, de “Repensando la relación entre trata y prostitución de mujeres: una crítica desde el feminismo transnacional al discurso dominante”, en Stephanie Fleischmann, José Alberto Moreno Chávez y Cecilia Tossounian (eds.), América Latina entre espacios. Redes, flujos e imaginarios globales (Edition Tranvia, 2013) y de “Trata de mujeres, prostitución y migración: las trampas del discurso dominante”, en Identidades (2013). BETHSABÉ HUAMÁN ANDÍA (bhuamana@tulane.edu)
Es maestra en bellas artes en español y en portugués por la Universidad de Tulane, cuyo doctorado realiza actualmente; maestra en bellas artes en escritura creativa por la Universidad de Nueva York y maestra en estudios de género por El Colegio de México. Es licenciada en literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en Perú. Sus líneas de trabajo se centran en género, literatura, mujeres, erotismo, poesía, violencia y performance. Es autora de “Quizá dijera amor pero quería decir sexo”, en Elizabeth Vivero y Karim Quiroga (comps.), Cuentos del poder (Edhasa, 2015) y de “El arte de escribir en el cuerpo”, en Revista de Estudios de Antropología Sexual (2011). OLGA LORENA ROJAS (olrojas@colmex.mx)
Es doctora en estudios de población por El Colegio de México, institución donde labora como profesorainvestigadora desde hace más de 10 años. Además ha sido profesora en diversas instituciones de educación superior como la Universidad Autónoma Metropolitana y El Colegio de la Frontera Norte. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores en el nivel II. Sus temas de interés en la investigación están relacionados con el género, la familia y la reproducción. Entre sus más recientes publicaciones tiene el libro Estudios sobre la reproducción masculina (El Colegio de México, 2014) y el artículo en coautoría “Uso del tiempo en el ámbito doméstico entre los padres mexicanos”, en Brígida García y Edith Pacheco (coords.), Uso del tiempo y trabajo no remunerado en México (El Colegio de México, 2014). MARÍA FERNANDA SAÑUDO PAZOS (msanudo@javeriana.edu.co)
Es doctora en estudios feministas y de género por la Universidad Complutense de Madrid. Tiene un máster en desarrollo rural por la Pontificia Universidad Javeriana y es antropóloga por la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente se desempeña como investigadora en el Instituto de Estudios Sociales y Culturales Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana, así como coordinadora del grupo de trabajo “Nuevas perspectivas sobre el desarrollo y política pública en América Latina”, de CLACSO. Es, también,
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miembro de la Red de Feminismos Críticos de CLACSO. Sus líneas de trabajo son el género y el acceso a la propiedad de la tierra en Colombia, el análisis de políticas públicas como hechos socioculturales, y la minería y procesos de resistencia. Es autora de Refugio político y género: mujeres colombianas en España (Editorial Académica Española, 2012) y coautora de los libros Enfoque basado en derechos humanos. Guía para su uso en incidencia política y políticas públicas (Pontificia Universidad Javeriana, 2014) y Gestión de los derechos humanos. Guía para su aplicación en los proyectos de cooperación al desarrollo (Pontificia Universidad Javeriana, 2011). LIBERTAD JIMÉNEZ ALMIRANTE (libalji@hotmail.com)
Es doctora en dirección de empresas y sociología. Tiene un máster en investigación en ciencias sociales por la Universidad de Extremadura y otro en cooperación y desarrollo internacional por la Universidad del País Vasco. Es licenciada en psicología por la Universidad Pontificia de Salamanca y posgraduada en estudios africanos por el Instituto Universitário de Lisboa. Actualmente se desempeña como investigadora en el Centro de Estudos Internacionais do Instituto Universitário de Lisboa (CEIIUL) y trabaja prioritariamente sobre la perspectiva de género en el desarrollo. Ha publicado “Variables influyentes en la transversalización de la perspectiva de género de proyectos financiados por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo”, en Revista de Evaluación de Programas y Políticas Públicas (2015) y “El rol de las ‘actitudes globales discriminatorias’ en el desarrollo humano: una reflexión psicosocial desde el feminismo de la interseccionalidad”, en Cuestiones de género: de la igualdad y la diferencia (2015). ELIZABETH BELLON CÁRDENAS (bellonelizabeth@gmail.com)
Es maestra en comunicación por la Universidad Iberoamericana y licenciada en comunicación por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO). Actualmente es profesorainvestigadora de la licenciatura en comunicación y cultura, en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), plantel San Lorenzo Tezonco, y cursa el diplomado “Enfoque Feminista de la Teología Cristiana”, en la Universidad Iberoamericana. Como investigadora ha participado en proyectos vinculados con periodismo cultural, cultura urbana, filosofía de la ciencia, radio indigenista, migración indígena y estudios de recepción. Es autora de “Vigilancia para quitar el velo”, en Anuario Coneicc de Investigación de la Comunicación X (2003), y coautora de “Cuando alguien habla la Maya se nota que son pobres”, en Revista Paz y Conflictos (Universidad de Granada, 2010).
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