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CARTA
EL CODO DEL VIAJERO
TE FALTA CALLE
Eliezer Budasoff
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AÑO 13 - NÚMERO 123
ecimos que viajar ayuda a derribar prejuicios, pero cualquier viaje a solas empieza con un momento de discriminación: después de ocupar un asiento doble de un bus o un avión, miramos a los que avanzan por el pasillo y elegimos por dentro a quién preferimos como acompañante. Es un monólogo interior que no conoce la corrección política: que no me toque ese anciano que apenas puede caminar, o esa mujer con un bebé llorón o esa señora que se balancea en sus ciento veinte kilos o ese hombre sudoroso que quiere contarle su vida a todo el mundo. El primer deseo suele ser misántropo: queremos que el asiento de al lado quede vacío. Es tan improbable que pronto pasamos a un segundo deseo: que nuestros compañeros de asiento sean del sexo que nos gusta, que no hablen demasiado, que no tosan ni estornuden, que no acarreen bolsos grandes ni mil bolsitas con regalos, que no husmeen por encima del hombro, que no ronquen al dormir y que casi no se muevan durante el trayecto. Quisiéramos elegir a nuestros accidentales compañeros de viaje como si fuéramos a pasar media vida con ellos, pero debemos aceptar la fatalidad de viajar cinco hang aC v e u n usanun horas al lado de un desconocido. Decía Steinbeck que un viaje es Scomo matrimonio: a l l aM lio Vi Ju«La ontesi ese manera certera de estar errados es pensar que tenemos el control». Cuando nos desconocido se sienta a nuestro lado en el bus o en el avión, empezamos una triste lucha por el territorio cuyo escenario de batalla es el apoyabrazos. Desde allí emprendemos una serie de movimientos sutiles con el codo para empujar al otro fuera de ese territorio común. También peleamos con los pies. Es un forcejeo disimulado, milimétrico, mudo. Un duelo sigiloso que gana quien aguanta más tiempo el contacto con las extremidades del otro. Cualquier viaje empieza por renunciar a nuestra comodidad y admitir que no poseemos más territorio que el que ocupa nuestro cuerpo. El auténtico viajero no es un alegre desprejuiciado que ama a la humanidad: es alguien que se hace más consciente de sus prejuicios a medida que abandona su zona de confort. Después de forcejear interiormente con la idea de compartir nuestro espacio con un desconocido, llega un momento en que retiramos nuestros codos del apoyabrazos. Conseguimos relajarnos y dormir en nuestro rincón. Tras unas horas de vuelo, despertamos observando a nuestro alrededor y hasta somos capaces de sonreír a esa mamá con el bebé llorón de al lado. Hemos renunciado a tener el control. Estamos de viaje
VIDA ÍNTIM A DE UNA CENTRAL DE BU SES
A EN R A H A S EL BICICLETA
VIAJES TERRÍCOLAS budasoff@etiquetanegra.com.pe EL SUEÑO AMERICANO ERA UNA CARRETERA Joel Meyerowitz-Taiyo Onorato-Niko Krebs-Stephen Shore-Justin Kurland VUELOS EN PRIMERA CLASE David Owen | BRASILIA Marcel Gautherot-Alan Pauls-Clarice Lispector-Héctor Abad Faciolince
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DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang chang@etiquetanegra.com.pe EDITOR ADJUNTO Eliezer Budasoff budasoff@etiquetanegra.com.pe EDITORES ASOCIADOS San Francisco / Daniel Alarcón da@danielalarcon.com Lima / Diego Salazar ds@etiquetanegra.com.pe Barcelona / Leonardo Faccio lf@etiquetanegra.com.pe Washington D.C. / Diego Fonseca df@etiquetanegra.com.pe COMITÉ CONSULTIVO Jon Lee Anderson Juan Villoro EDITOR DE PORTAFOLIO Frank Kalero kalero@etiquetanegra.com.pe EDITORES ASISTENTES Stefanie Pareja sp@etiquetanegra.com.pe Juan Francisco Ugarte ju@etiquetanegra.com.pe DIAGRAMACIÓN Roger Ramirez ASISTENTES DE EDICIÓN Lucía Chuquillanqui lchuquillanqui@etiquetanegra.com.pe
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ENERO - FEBRERO 2015
ASISTENTES Oscar Alcarraz David Himelfarb Natalia Sánchez CORRECTOR José de la Cruz CORRESPONSALES Madrid / Gabriela Wiener Los Ángeles / Marco Rivera México D.F. / Wilbert Torre
DIRECTOR GERENTE Huberth Jara hj@etiquetanegra.com.pe DIRECTOR COMERCIAL Gerson Jara gj@etiquetanegra.com.pe GERENTE DE VENTAS Henry Jara hjara@etiquetanegra.com.pe PUBLICIDAD Daniel Del Águila / Ejecutivo de cuentas da@etiquetanegra.com.pe Jose Enrique Carpio / Ejecutivo de cuentas jc@etiquetanegra.com.pe MÁRKETING Huberth Jara Trujillo marketing@etiquetanegra.com.pe ARTE FINAL Héctor Huamán PRENSA Y RR.PP. Laura Cáceres SUSCRIPCIONES suscripcion@etiquetanegra.com.pe DISTRIBUCIÓN Y PUNTOS DE VENTA Perú / Distribuidora Bolivariana Santiago de Chile / Metales Pesados Nueva York / McNally Jackson Books PREPRENSA E IMPRESIÓN Iso Print (+511) 441-3693 / 440-1404 / 998-441268 Marcas & Patentes 332-2211 / 431-5698 ETIQUETA NEGRA www.etiquetanegra.com.pe Es una publicación mensual de Pool Editores S.A.C. Federico Villarreal 581 San Isidro. Lima 27, Perú. Telefax (+511) 440-1404 / 441-3693 Hecho el depósito legal 2002-2502
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EL CODO DEL VIAJERO Eliezer Budasoff
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ecimos que viajar ayuda a derribar prejuicios, pero cualquier viaje a solas empieza con un momento de discriminación: después de ocupar un asiento doble de un bus o un avión, miramos a los que avanzan por el pasillo y elegimos por dentro a quién preferimos como acompañante. Es un monólogo interior que no conoce la corrección política: que no me toque ese anciano que apenas puede caminar, o esa mujer con un bebé llorón o esa señora que se balancea en sus ciento veinte kilos o ese hombre sudoroso que quiere contarle su vida a todo el mundo. El primer deseo suele ser misántropo: queremos que el asiento de al lado quede vacío. Es tan improbable que pronto pasamos a un segundo deseo: que nuestros compañeros de asiento sean del sexo que nos gusta, que no hablen demasiado, que no tosan ni estornuden, que no acarreen bolsos grandes ni mil bolsitas con regalos, que no husmeen por encima del hombro, que no ronquen al dormir y que casi no se muevan durante el trayecto. Quisiéramos elegir a nuestros accidentales compañeros de viaje como si fuéramos a pasar media vida con ellos, pero debemos aceptar la fatalidad de viajar cinco horas al lado de un desconocido. Decía Steinbeck que un viaje es como un matrimonio: «La manera certera de estar errados es pensar que tenemos el control». Cuando ese desconocido se sienta a nuestro lado en el bus o en el avión, empezamos una triste lucha por el territorio cuyo escenario de batalla es el apoyabrazos. Desde allí emprendemos una serie de movimientos sutiles con el codo para empujar al otro fuera de ese territorio común. También peleamos con los pies. Es un forcejeo disimulado, milimétrico, mudo. Un duelo sigiloso que gana quien aguanta más tiempo el contacto con las extremidades del otro. Cualquier viaje empieza por renunciar a nuestra comodidad y admitir que no poseemos más territorio que el que ocupa nuestro cuerpo. El auténtico viajero no es un alegre desprejuiciado que ama a la humanidad: es alguien que se hace más consciente de sus prejuicios a medida que abandona su zona de confort. Después de forcejear interiormente con la idea de compartir nuestro espacio con un desconocido, llega un momento en que retiramos nuestros codos del apoyabrazos. Conseguimos relajarnos y dormir en nuestro rincón. Tras unas horas de vuelo, despertamos observando a nuestro alrededor y hasta somos capaces de sonreír a esa mamá con el bebé llorón de al lado. Hemos renunciado a tener el control. Estamos de viaje
budasoff@etiquetanegra.com.pe
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CÓMPLICES
ALAN PAULS
Argentina. Escritor y crítico de cine. Sus textos han aparecido en Página/30, Página/12, Folha, entre otros. Ha publicado los libros El pasado, Wasabi, El factor Borges e Historia del dinero. Vive Buenos Aires.
CLARICE LISPECTOR
[1920 -1977] Ucrania. Escritora. Publicó novelas, libros de cuentos y crónicas. Estudió Derecho en la Universidad de Río de Janeiro. Entre sus libros destacan La manzana en la oscuridad, La pasión según G.H y Agua viva. Murió en Río de Janeiro.
DAVID OWEN
Estados Unidos. Periodista. Es parte del staff de The New Yorker. Ha colaborado con Harper’s, The Atlantic, Slate, entre otros. Ha publicado los libros High school, None of the above, Green metropolis: Why living smaller y The Conundrum. Vive en Connecticut.
HERMAN SCHWARZ
Perú. Fotógrafo. Ha sido jefe de fotografía y editor gráfico de distintos diarios y revistas como El Comercio, La República o El Mundo. Ha expuesto en Cuba, Uruguay, España. Su obra se ha compilado en el libro Al ras del suelo. Vive en Lima.
WILLIAM HAZLITT
[1778 - 1830] Inglaterra. Ensayista. Trabajó para Morning Chronicle, Edinburgh Review y The Times. Entre sus textos, destacan Los personajes de las obras de Shakespeare, Los escritores cómicos ingleses, entre otros ensayos. Murió en Londres.
HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
Colombia. Escritor y periodista. Ha colaborado con El Malpensante, El País, entre otros. Es columnista del periódico El Espectador y comentarista de Blu Radio. Ha publicado los libros Basura, Angosta, El olvido que seremos y La oculta. Vive en Bogotá.
DANIEL TITINGER
Perú. Periodista. Es director del diario Depor. Fue editor general de Etiqueta Negra. Ha publicado los libros de perfiles y crónicas Dios es peruano y Cholos contra el mundo. Su libro más reciente es Un hombre flaco, un perfil sobre Julio Ramón Ribeyro. Vive en Lima.
SUSANA MONTESINOS
Perú. Escritora. Enseña español y literatura en la Universidad de Maastricht. Aprendió a hablar quechua en Holanda y holandés en Perú. Vive en Ámsterdam.
HÉCTOR HUAMÁN
Perú. Artista plástico. Trabaja como ilustrador digital en Etiqueta Negra. Estudió en la Escuela Superior Autónoma de Bellas Artes. Vive en Lima.
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ÍNDICE
123 DOSSIER LOCOMOCIÓN Julio Villanueva Chang 14 BUSES Susana Montesinos 30 BICICLETAS David Owen 44 AVIONES
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Daniel Titinger 54 RIBEYRO
DOSSIER BRASILIA Alan Pauls 62 UN FUTURO PASADO Clarice Lispector 66 UNA PRISIÓN ABIERTA Héctor Abad Faciolince 82 CIUDAD SIN SOMBRA En la carretera 86 PORTAFOLIO
8 CARTA William Hazlitt 96 ÚLTIMAS NOTICIAS
Eliezer Budasoff
DOSSIER
LOCOMOCIÓN
BUSES Julio Villanueva Chang
AVIONES David Owen
BICICLETAS Susana Montesinos
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LA SEÑORA DEL CAFÉ Y EL SEÑOR DE LOS ENCHUFES Historia privada de Tres Cruces, la central de buses de Montevideo donde cada día miles de desconocidos se tropiezan, conversan, se aburren y, a veces, hasta se casan. ¿Por qué mamá insiste en que no hablemos con extraños? Una crónica de Julio Villanueva Chang Ilustraciones de Héctor Huamán
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a señora que sirve café en la central de buses de Montevideo siempre sabe de qué va a hablarle un extraño. «A veces es más fácil hablar con un desconocido», me dice Raquel Quirque, una desconocida con tres letras Q en su nombre. Se ha sentado en una sala de espera de Tres Cruces, la terminal de viajeros de Uruguay, tras horas de pie en Del Andén, un café en el ombligo de esta central de transportes donde ella dice buenos días, azúcar o edulcorante, con la voz de una tía que sirve el desayuno sin prisas. Raquel Quirque es rubia, Sagitario, viste de negro, responde su teléfono con el ringtone
del himno del Club Atlético Peñarol y se despierta antes de las cinco de la mañana. A esta hora del almuerzo, su esposo está tras el volante de un bus en una carretera como chofer de la Compañía Oriental de Transporte. La boletería queda frente al lugar donde ella sirve café a los pasajeros y el hijo de ambos trabaja en el departamento de encomiendas de la misma compañía. No es casualidad: se llama familia. La Señora Q ha acabado su turno en la cafetería y no deja de abrazar el termo que usa para tomar mate. Su marido le trae la yerba desde el interior de Uruguay, desde donde lleva a esos desconocidos que cada día se acercan a hablar con ella. Toda la vida de Raquel Quirque gira alrededor de Tres Cruces. «Voy a un supermercado y en vez de preguntar ‘¿cuánto es?’, digo: ‘¿algo más?’. Suena el teléfono de mi casa y digo: ‘Café del Andén, buenas tardes’». Su cortesía en piloto automático anuncia una alegre fatalidad: quiere envejecer sirviendo café en Tres Cruces. —Yo tengo un dicho que es «De acá al BPS o al Norte». El BPS es la caja estatal de jubilaciones de Uruguay. El Norte es el cementerio más grande de Montevideo. —Me jubilo o me muero acá —dice—. Pero buscarme otro trabajo, no. La terminal de Tres Cruces tiene en su puerta principal un cartel de bienvenida: Aquí se encuentra un país. Los carteles de bienvenida suelen ser demagógicos. Si uno es extranjero y llega un domingo a un Montevideo de calles desoladas, es posible que se pregunte dónde están todos los uruguayos. Si va ese mismo domingo a la medianoche a Tres Cruces, tendrá la respuesta: todos los uruguayos están allí. El paisaje humano es bastante homogéneo y con cierto color local: gauchos con teléfonos inteligentes y ejecutivos adictos al mate. Gente rebuscando entre sus bolsillos el boleto de viaje, llevando niños con una mano y maletas con la otra, matando el tiempo con un cigarrillo, durmiendo en la sala de espera con la boca abierta, universitarias llegando tarde con sus boletos en la boca. Señores cargando trajes a la espalda para evitar que se arruguen, viajeros con mochilas del tamaño de un chico gordo de once
años, señoras ahorcándose con bufandas. Un turista caminando de memoria con un folleto de viajes, músicos despeinados con guitarras en estuche negro, jóvenes extraviados buscando a alguien, pasajeros tragando comida rápida en marcha, mamás esperando a sus hijitas con muñecas en la puerta de un baño. Hombres que aún usan relojes y las manos en los bolsillos, mujeres ejecutivas arrastrando maletas con cadencia y estilo, una chica con un parche en el ojo por una cirugía. Tipos rapados andando como si alguien los persiguiera, niños rapados por la quimioterapia en sillas de ruedas, hombre negro y mujer blanca besándose. El señor que ha metido varias monedas a un teléfono público y dijo hola-hola en vano, un bombero serio y con uniforme azul marino, un muchacho con la camiseta del Gremio de Porto Alegre y otro con la de Boca Juniors, epidemias de viejos con gorras de béisbol, manadas de adolescentes con audífonos, familias que se abrazan como si fuera la última vez. Viajan por los diecinueve departamentos de Uruguay, un territorio que puede atravesarse en menos de medio día por bus, que es cien veces menor que el tamaño de Rusia, un kilómetro cuadrado más grande que Surinam y cuya población entera equivale a los nacidos cada año en el vecino Brasil. Es un país llano y diminuto, sin futuro para los aviones de pasajeros, la tierra prometida para un empresario de transportes de ómnibus. Casi la mitad de los uruguayos vive en Montevideo. En 2011 la terminal-shopping recibió veintiún millones de visitas: siete veces la población de Uruguay. Tres Cruces, «donde se encuentra un país», no es un cartel demagógico: es un teatro para un antropólogo del viaje breve. Un laboratorio de conversación con desconocidos. —Y vos, cuando tomás un café, conversás —dice la Señora Q—. El mate es más personal. La Señora Q es una etnógrafa involuntaria. Durante casi dos décadas ha observado a viajeros y compradores en Tres Cruces, una terminal que ya es mayor de edad. No impone ella la distancia de la cortesía: contagia la cercanía de la confianza. Cuando conversa, mira a los ojos. El Café del Andén
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tiene dos locales: el del primer piso, dominado por las boleterías y las salas de espera de los autobuses; el del segundo, donde venden postres entre las demás tiendas del shopping. Raquel Quirque llega a trabajar al amanecer y se va a la hora del almuerzo. Inyecta de agua caliente los termos para beber mate. Los clientes le piden tortugas, unos panes redondos con jamón y queso. Le piden también medialunas, esos bizcochos que de lunar no tienen nada. Sin embargo, la verdadera ocupación de la Señora Q es mirar: ver lo que, a fuerza de tanto ver, ya no vemos. O lo que es igual: ver lo que preferimos no ver. Por ejemplo, cosas de vida o muerte. Toda la gente del interior tiene que pasar por Tres Cruces para curarse. La terminal queda cerca de varios hospitales, incluyendo uno de niños con cáncer. Y ella ve a los enfermos. Ve la angustia de los padres. Ve cómo se va curando un niño. Ve cuando dejan de venir. Tomar demasiado café tiene mala prensa. Pero ella dice que servir café en Tres Cruces le ha cambiado el cerebro. —De qué puedo quejarme si tengo salud y trabajo —dice la Señora Q—. Acá ves problemas reales. Si los comparás con tu vida, soy Alicia en el País de las Maravillas. Alicia en el País de las Maravillas nació en Minas, una ciudad más calmada que Montevideo, que ya es más calmada que casi todas las capitales del mundo. Los uruguayos tienen un temperamento de bajo voltaje que sufre metamorfosis explosivas cuando acuden al estadio Centenario. La reputación de un país diminuto que produce vacas felices, fanáticos del fútbol y melancolía. Es un país de inmigrantes, sobre todo españoles e italianos, a quienes se les atribuye cualidades de suizos y portugueses. La sentencia «triste como uruguayo contento» es un chiste que encanta a los argentinos. Los uruguayos deslindan todo el tiempo que no son argentinos, igual que los canadienses se cansan de que los confundan con los gringos. Uruguay tiene una de las tasas de suicidio más altas de las tres Américas, el carnaval teatral más largo e inofensivo del mundo, y uno de los presidentes más viejos y austeros del universo. «Somos un país que ama los fines de semana largos tanto como la libertad», dijo José Mujica, que nació el mismo año en que murió el tanguero Gardel, a quien los uruguayos reclaman uruguayo. El presidente dice que sus paisanos aman la vida en minúsculas, la serenidad y los afectos. En Tres Cruces hay más afectos que serenidad. —Es divertido el trato con la gente —dice la Señora Q—. Aunque haya momentos que te apabullan. —El del interior te pide por favor —dice Natalia Benavides, quien ha trabajado en Atención al Cliente—. El de la capital te exige.
—El del interior es más amoroso y previsor —insiste la Señora Q—. Siempre le sobra el tiempo. Un montevideano vive más apurado. Ver un rostro entre miles todos los días y entre todos ellos recordar un solo detalle. Una biografía en un solo pestañeo. —Hoy la gente está más agresiva —dice ella sin parpadear—. No sé. Alguien puede tener más problemas que yo y no lo discuto. Pero nunca se lo increparía a un desconocido. La Señora Q mira con ojos maternales, de esos que no puedes engañar. —Dicen mis compañeros que, cuando los rezongo, pongo los ojos duros. Como que no parpadeo. Un chico que trabaja en el café le aconseja una sola palabra. —Parpadeá.
El jefe de la Torre de Control de Tres Cruces, un hombre acostumbrado a resolver líos entre más de cien conductores de autobuses, no tiene automóvil. Prefiere ir a pie. «La primera vez que me senté en un volante —dice— fue arriba de un bus». Empuñando un radiotransmisor, Osvaldo Torres dirige el tránsito en las calles lluviosas que rodean a Tres Cruces un viernes al final de la tarde. Es la hora punta. «La terminal es un enorme rompecabezas —me dice en botas de hule— que debemos armar continuamente». Los paraguas son parte del panorama, y Torres lleva un impermeable de color fosforescente. Los transeúntes caminan ensimismados y pensativos bajo el agua. Cuando no son torrenciales, todas las lluvias parecen uruguayas. El país tiene distancias tan breves que todos los días miles viajan de ida y vuelta entre la capital y el interior. El hormigueo crece los principios y fines de semana. Hay días y horas en que ingresan a la terminal tres ómnibus por minuto. Horas en que los habitantes del país se encuentran, pero también se tropiezan. «Me gusta andar así entre la gente», dice Torres, el señor del tráfico pesado. Cada viernes, entre seis de la tarde y siete de la noche más de cien ómnibus entran y salen de cuarentaiún plataformas en una sola hora. «Es el momento más importante de la semana y lo disfrutamos», dice con cara de viernes. «Se nos carga el cuerpo de adrenalina». Ha bajado de su discreta torre de dos pisos, desde donde un equipo de controladores avista el caos sobre ruedas. Torres tiene el talento de mando de un general. Podría hasta dirigir la lluvia. —Me gustan los que comandan un grupo humano que va al frente —dice el jefe—. La gente que manda y predica con el ejemplo.
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Torres siempre quiso ser un militar, pero el destino le fue imponiendo ironías y azares. Fue guía de turismo en la Organización Nacional de Autobuses, una empresa de transportes cuyo ícono era un galgo a lo Greyhound. Explicaba desde la historia de una ciudad hasta la morfología de una catarata. Un día de esos hubo que correr un camión y él estaba allí. El destino siempre le dio oportunidades: una tía se había casado con un marino que llegaría a ser comandante en jefe de la Armada, y de niño iba con frecuencia a casa de ellos. Una noche, cuando tenía diez años, se quedó a dormir allí y se tiró en el jardín a mirar el cielo. Fue cuando su tío, el comandante del mar, le señaló una estrella, una de las favoritas de los navegantes, la de más fulgor en la constelación de Tauro. Hoy una de las hijas de Torres lleva su nombre: Aldebarán. Nunca olvidará esa noche. «Soy un marino frustrado», admite. En algún momento, pasó por su cabeza ingresar a la escuela naval. Torres es un almirante imposible. —Hasta hoy —dice— me pregunto por qué no lo hice. A las seis y cinco de la tarde, Torres se mueve como una autoridad del tránsito bajo la lluvia. Dirige la calle zigzagueando entre una fila de once buses. Tras ellos se avistan unos más. Los rostros de la gente mirando por la ventana de los buses son retratos aburridos: caras con vaho en el vidrio, caras de recién despiertos, caras de sólo existe la música en mis audífonos, caras de ojalá vengas a recogerme. Los ómnibus aparecen uno tras otro y eliminan toda la visibilidad de otros coches. Las empresas tienen nombres de espías como Agencia Central, playeros como Turismar, mayúsculos como CITA y COT, geográficos como Paysandú o amables como Bonjour. Tienen eslóganes clásicos —«Nos encanta llevarte»— o prometen conexión a Internet desde sus puertas. Todos están obsesionados por convertir sus autobuses en camas de hotel. Para el jefe de la Torre de Control las distinciones no existen. Ejerce su comando en diez mil metros cuadrados de territorio. Una vez, uno de los choferes había abandonado un ómnibus en la terminal más tiempo del prudencial sin reportárselo. —Me tuve que extralimitar —dice como disculpándose—. Le tuve que decir que, estando dentro de la terminal, incluso para ir a cagar me tenía que avisar a mí. A las seis y treinta de la tarde, hay una legión de pasajeros esperando irse. Señores revisando su boleto por si se equivocan. Chicas con maletas muy floridas o muy negras. Gente abriendo sus paraguas contra el cielo. El Almirante Imposible ve desfilar en la pantalla de su computadora fotos de buques abriendo fuego. Ve desfilar fotos de sus tres hijas y nietos, a unos compañeros del trans-
porte, citas que le gusta leer en voz alta, ciudades como Río de Janeiro, mujeres como Marilyn Monroe y la Madre Teresa, boxeadores como Cassius Clay, cantantes como Frank Sinatra, militares como el general Patton. En la serie de retratos que desfilan por su pantalla tiene también la fachada de una boletería en la terminal a la que enviará un e-mail de reproche. «Una de mis tareas es preocuparme de que los locales tengan una estética». Tiene una gata llamada Maika, a la que encontró en la calle. Es fan del Defensor Sporting Club porque no le gustan los clubes que siempre ganan. Le fascinan las teorías de conspiración: se acuerda dónde estaba el día y la hora que mataron a Kennedy. Fuma cada vez menos, pero fuma todavía un paquete de diez cigarrillos al día. Fuma más a partir de que oscurece. Tiene amigos de bar, pero sobre todo uno lejano y favorito: un primo hermano que fue traductor de las Naciones Unidas y con quien conversa por Skype. Su madre, que tiene noventa años, se llama Valkiria y la tiene en una casa de ancianos. Su esposa es cajera de una de las empresas de transporte. Torres va a cumplir sesenta años, la edad legal para jubilarse. —No —dice—. Esto es lo mío.
Nadie sueña con incendios una madrugada de Navidad. El 25 de diciembre de 2010, Torres, el jefe de la Torre de Control de Tres Cruces, dormía a doscientos kilómetros de Montevideo hasta que alguien le dio la noticia del fuego. «Es como si a un capitán le avisaran que le han hundido el barco», recuerda Torres. «Uno se siente a la deriva». El incendio había estallado minutos antes de las dos de la mañana, en el entrepiso de una tienda de zapatos y un local de ropa deportiva. Eduardo Robaina, el Jefe de Operaciones de Tres Cruces, que había trabajado todas las navidades de los veinticuatro años anteriores, interrumpió su descanso de la que iba a ser su primera Navidad libre: estaba en la casa de su madre, en Canelones, a cincuenta kilómetros al norte de Montevideo. «Después de llamar a los bomberos, me llamaron a mí». El fuego estaba convirtiendo en cenizas nueve tiendas del shopping. La Señora Q no supo del incendio hasta esa mañana. «Fue como si se me fuera el alma del cuerpo», dice, y no volvió a Tres Cruces hasta dos días después. «Fue un regalo nefasto de Papá Noel», dice Pablo Cusnir, el gerente de marketing. «Nos sacó a todos de nuestro sueño cuando estábamos fuera de Montevideo. Y mi mujer estaba embarazada». Esa mañana, Osvaldo Torres, que había dispuesto todo para volver a trabajar dos días después, regresó a su
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torre y la encontró convertida en un gabinete de crisis: el pre- un lente, no sé. Necesitaba encontrar algo tal como había quesidente del directorio Carlos Lecueder, el vicepresidente Luis dado». Tenía cientos de anteojos allí. Las gafas de sol se venden Muxi, el gerente general Marcelo Lombardi discutían qué ha- más en Navidad. cer. «Estos hombres van a tener que conducir el naufragio o —¿Y tu mujer te hablaba por teléfono? —pregunto a Lomdirigir el rescate», se dijo el Almirante Imposible. Y el gerente bardi. general, que esa madrugada celebraba una barbacoa con más —Sí —responde—. Pero con monosílabos. de cincuenta invitados, enrumbó hacia la terminal. Nunca se Esa Navidad, cuando el gerente general de Tres Cruces voldescubrió el origen del incendio. Los bomberos apagaron el vió a casa, sus hijas ya estaban dormidas. Adiós vacaciones. No fuego a las siete y media de la mañana. habría ganas de celebrar el fin de año. Debían improvisar solu—Uno se enfrenta con situaciones que son más o menos co- ciones urgentes para que el servicio de autobuses no se detunocidas —dice Lombardi—. Esto viese, informar sobre las pérdidas era absolutamente desconocido. a los comerciantes, reconstruir el En Navidad siempre hay incenshopping. Primero idearon un luLa terminal de Tres Cruces tiene dios, pero los incendios pertenegar de entrada y otro de salida de en su puerta principal un cartel de cen al gobierno de lo inesperado. los autobuses. Cuando uno baja Lombardi cree que pudo haber de un ómnibus, sólo se va. Pero bienvenida:Aquí se encuentra un país. sido un fuego artificial caído en cuando uno sube, debe identificar Sus pasajeros viajan por los diecinueve el techo. O un cortocircuito en el coche. No puede equivocarse. departamentos de Uruguay, un territoel aire acondicionado. Lo que Las partidas de ómnibus tenían no destruiría el fuego lo arruinaque continuar desde Tres Cruces. rio que puede atravesarse en menos rían el humo y el agua. El hollín El mismo día de Navidad armaron de medio día por bus, cien veces menor y el olor a quemado aplastaron el una terminal de llegadas en un aire. Después del incendio, hubo estacionamiento frente al Estadio que el tamaño de Rusia y un kilómetro que arremangarse los pantalones. Centenario. Tenían botellones cuadrado más grande que Surinam. «Uno sabía todas las mañanas al con agua para los pasajeros, baños En 2011 la terminal recibió veintiún levantarse que el día iba ser hoquímicos, una sala de espera en el rrible», dice Lombardi. «Lo único asfalto, música y altavoces, carpas millones de visitas: siete veces la poblaque había todos los días era docepara protegerse del sol y hasta un ción de Uruguay. Tres Cruces, «donde nas de problemas». Las jornadas carro de chorizos. Fue una terde trabajo comenzaban a las seis minal de campaña. El público lo se encuentra un país», no es un cartel de la mañana y terminaban a las entendió. Pero en Tres Cruces, a demagógico: es un teatro para un antroonce de la noche. «Vi cómo había unas cuantas calles de allí, todos pólogo del viaje breve, un laboratorio quedado: los bancos de madelos medios de prensa exigían novera seguían armados pero hechos dades del servicio. «Una situación de conversación con desconocidos carbón, y todo estaba inundado», de emergencia exige verticalidad y recuerda la Señora Q. «Los locatodo el equipo se adaptó», cuenta les se habían convertido en aguLombardi. «Las decisiones se tojeros negros». Ana Claudia Casas, administradora de Óptica maban y no se discutían: se ejecutaban». Fue una improvisaLux, uno de los nueve comercios que perdieron todo, recuer- ción colectiva entre vecinos, autoridades y comerciantes. En da desde sus anteojos: «Es como si hubiera caído una bomba. un mes, a fines de enero de 2011, la terminal volvió a correr Todo negro. Fierros torcidos por todos lados». Lilian Lerena, en un ciento por ciento, y en cinco meses se reabrió el centro una vecina que hace sus compras en Tres Cruces, lo resume comercial. Hubo que reconstruir una treintena de unos cien así: «Vi mucho humo, pero más tristeza». Fue una tragedia sin locales. El shopping volvió a ser un lugar de fantasía. muertos ni heridos, con unos siete millones de dólares en pér—Más que pesadillesco fue inolvidable —dice Torres. didas. «Siempre tuve la necesidad de entrar al local y encontrar Un incendio ayuda a desajustarte el cuello. Para Pablo Cusnir, algo», recuerda Casas, quien administra la óptica. «Una patilla, gerente de marketing, hombre de acción y de ventas, ir a trabajar
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con corbata era necesario para un ejecutivo, como un chef se pone el delantal para cocinar. Había enterrado su pasado de melenudo hijo de una peluquera, de tronco incapaz de meterse en una camisa, de pies histéricos contra los zapatos. Cuando no llevaba corbata, Cusnir se sentía muy incómodo de tratar con otros comerciantes. En las semanas posteriores al incendio, nadie en Tres Cruces se preocupó demasiado por volver a los trajes. Elegían un pantalón digno para caminar entre los restos del fuego. Era verano y el incendio acostumbró a Cusnir a andar sin corbata. Meses después, el gerente de marketing cambió el timbre de llamadas de su teléfono. Había empezado a odiarlo. Desde el día de la tragedia, cada vez que lo llamaban a su teléfono era el ruido de un problema. Lo llamaban su esposa o su madre y más líos. Lo llamaban desde las seis y treinta de la mañana hasta las once de la noche para contarle más problemas. Ya lo tenía asociado: el timbre de su teléfono sólo anunciaba un lío tras de otro. Un día, en una reunión de trabajo, el ruido del teléfono de uno de los presentes lo crispó. Era el mismo timbre de su teléfono los días posteriores al incendio. Un fantasma en forma de ringtone. —Era como un vacío —dice Cusnir—. Se me ponía la piel de gallina. El gerente de marketing buscó otra melodía. Hoy contesta con rock&roll. El único hombre que una mujer espera conocer tras un incendio es un bombero. Hay excepciones que se oponen a esta lógica. Dos días después de esa trágica Navidad, Natalia Benavides, una mujer rubia y alta que trabajaba en el departamento de Atención al Público, acudía a la terminal improvisada en el estadio Centenario para recibir a los pasajeros. David Souza, un cajero de la empresa de ómnibus General Artigas, más bajito que ella, iba al mismo lugar para recibir a los buses de su compañía que llegaban desde Brasil. «Traté de ser amable y le dije que hablaba otros idiomas, que cualquier cosa me consultara», dice ella. «Vio que yo tenía dificultad para hablar portugués», dice él, «y aprovechó para lucirse diciendo que hablaba distintos idiomas». Él empezó a invitarla a salir; ella no quería. Él insistía; ella se disculpaba. Él nunca había tenido una historia estable con nadie; ella pensó que nunca podría estar con alguien como él. Un día antes de acabar el año, ella ofreció darle el número de teléfono de cualquiera de sus compañeras si él aceptaba llevar en su moto a un amigo que le compraría cigarros. Él dijo que lo llevaba pero que sólo quería el número de ella. Ella no le dio ningún teléfono; él le pidió su número al amigo. Él empezó a escribirle mensajes; ella empezó a responderle. Ella y él compartieron el mate. Ellos tuvieron un hijo. Ellos se conocieron por un incendio. Allá ellos.
Todos creen que la Señora Q conoció a su marido en Tres Cruces. El prejuicio se disfraza de fantasía: tiene algo de lírico y aventurero conocerse en el paradero de un autobús y mejor si llueve. Pero cuando Raquel Quirque, la Señora Q, empezó a trabajar en el Café del Andén, ya llevaban nueve años y una nena juntos. Había trabajado en una pizzería del Montevideo Shopping, donde conoció a los futuros dueños del café. En verdad, había trabajado en todos los shoppings de Montevideo. «Una terminal de buses es especial», dice la Señora Q. «Es otra gente, otro movimiento, otra curiosidad. Quería trabajar en Tres Cruces». El dueño del Café del Andén es un médico. Entonces era el doctor que iba a las casas de los trabajadores de la Compañía Oriental de Transportes para confirmar si estaban enfermos. Un día fue a casa de ella para controlar la salud de su esposo. El marido había empezado a trabajar en el garaje de la COT: llevaba los camiones al lavadero y los devolvía al estacionamiento. El enfermo se convirtió en chofer cuando inauguraron Tres Cruces, y ella en la Señora Q. Dormir con un conductor de ómnibus es a fin de cuentas procurar que en la carretera nunca se vaya a quedar dormido. —Es una gran responsabilidad mantenerse despierto —dice ella, parpadeando. Hay alguien que sabe bastante de choferes sin tener que dormir con ellos: Julio Sánchez Padilla es propietario de la empresa de transportes CITA y unos de los fundadores de Tres Cruces. Hay en su figura de patriarca y en su biografía la sospecha de que sabe demasiado: juez de baloncesto en los Juegos Olímpicos de Roma y Tokio, récord Guinness por dirigir sin interrupciones el programa televisivo de fútbol más antiguo del mundo —Estadio 1, todos los lunes desde 1970—, y un guerrero sobreviviente de dos infartos. Sánchez Padilla cuenta historias con la pausa de quien sabe que es escuchado. Décadas de polémicas televisadas entre el bien y el mal, décadas de convivir con choferes que cargan vidas y toneladas. El Señor del Récord Guinness recuerda sobre todo a uno de sus conductores de ómnibus, un tal Febres. Dice que era un tipo elegantón, prolijo y puntual. Dice, además, que ya ha muerto. —No hay más choferes como Febres —lamenta el Señor del Récord Guinness—. La gente se toma sin amor la tarea por la que en algún momento pidió por favor. La Señora Q, que lleva durmiendo más de veinticinco años con el mismo chofer, cree que no hay conductores como Montiglia, su marido al volante de un Scania. Tiene un hijo que
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trabaja tan despierto como su padre en el Departamento de Encomiendas de Tres Cruces. Tiene una nuera que también trabaja en Encomiendas en Tres Cruces. Y tiene una hija que trabaja en una tienda de ropa, que no está en el shopping de Tres Cruces pero que va a visitarla a Tres Cruces. Hay miles de estudiantes universitarios que viajan casi todos los fines de semana al interior, y miles de ellos recibiendo encomiendas de sus padres: cajas con comida, ropa arreglada, animales. Y van a Tres Cruces por esas cajas, por la camisa planchada, por el guiso que el viernes les hizo la madre. Van desesperados en busca de esa caja. Van a romper lo que la envuelve. Es una caja de la conexión con la tierra. Enviar una encomienda sigue siendo enviar una caja. La comida favorita de mamá no se puede enviar por Internet. Y en Uruguay todos los viajes son cortos. Por eso los guisos llegan bien. Su hijo, que trabaja entre guisos ajenos, ve a veces más animales que gente. —Ve pollitos casi a diario —dice la Señora Q—. Pollitos en vaivén. Van y vienen en cajas con agujeros. Su hija, la única del clan que no trabaja en Tres Cruces, también va a la terminal. —Pero viene a ver a la madre —me dice la madre. —¿De qué habla con su marido todos los días? —De todo, menos del trabajo. A pesar de que él lleva a tantos pasajeros, yo soy quien conversa más con la gente. Hay quienes vuelven a casa para olvidarse del trabajo. Hay quienes hacen de olvidar todo un trabajo. Samantha Navarro tiene una canción de Tres Cruces. No es cumbia. Ni tango. Ni candombé. Es desamor. La cantante tiene un cabello frondoso y ondulado como sus canciones. Y dice así: ♫Terminal Tres Cruces/grissssss amanecer/toma tu mochila/no te quiero ver♫. Se trata de un amor de verano, de una despedida. ♫Terminal Tres Cruces/ que te vaya bien/ yo te quise tanto/ pero ya no sé♫. Deseo. Desengaño. Duda. ♫Y ahora estoy perdiendo tooooodo lo que encontré/y me estoy odiando♫. El remate de la canción dice: ♫Y me estoy sangrando♫. Tres veces. Tres Cruces. Crucifixión. El personaje de la canción, según ella, no es ella, aunque todos creamos que es ella. Es un personaje mixto que compuso oyendo historias de despedidas. «Quise tratar toda la terminal como si fuese una sola persona», se explica. «El personaje que me inventé siente que no va más a ser capaz de amar». Lo que no inventa Navarro es que Tres Cruces ha atravesado su vida como sus más de trescientas canciones. Cuando era niña, tomaba un ómnibus que pasaba por el descampado donde iban a construir la terminal. Estudió guitarra, química, antropología. Es sumiller, escribe
cuentos de ciencia ficción, canta. Cuando viaja a dar conciertos en el interior, Samantha Navarro sube a un autobús de Tres Cruces. Desde la ventana del ómnibus de su infancia vio cómo movían una plaza cuando construían la terminal. Por entonces trabajaba de secretaria y estudiaba química en la universidad. —Era como un lugar de perturbación cuántica —recuerda la cantante—. Un movimiento de máquinas y de cosas que yo jamás había visto. —Se creó un nuevo centro de la ciudad —dice el Señor del Guinness. —¿Qué hace usted cuando va a la terminal? —pregunto. —Sólo saludar —añade él—. Nada más. Porque todo el mundo está en movimiento. El Señor del Guinness tuvo en su poder la maqueta de Tres Cruces cuando allí aún no sucedía nada. En 1990, años antes de su inauguración, Julio Sánchez Padilla era el Señor del Transporte en Uruguay. «La terminal era lo fundamental», insiste. «El shopping, lo accesorio». Dos décadas después llegó el incendio. El ex presidente de la Asociación Nacional de Transportistas, quien conoce de infartos, sabe que una tragedia puede convertirse en un estilo de resucitar. Hoy Tres Cruces luce sin mamparas, sin albañiles, sin ruido. Lo que La Cantante del Pelo Frondoso veía por la ventana del ómnibus cuando era niña es hoy otra canción. No es más bulla bruta: es orquesta fusión, escenario de encuentro y despedida, ensayo de laberinto. Los habían insultado por querer construir una terminal allí. El día de la inauguración de Tres Cruces, Sánchez Padilla colocó una placa dorada en el hall principal. Dijo un proverbio conocido: «Las grandes obras las sueñan los santos locos, las ejecutan los luchadores natos, las disfrutan los felices cuerdos y las critican los inútiles crónicos». Toda frase entre comillas demanda enemigos para su futuro. El Señor del Guinness es un militante de Peñarol —«a usted se lo puedo decir porque es extranjero»— y un admirador de Carlos Lecueder, el presidente del directorio de Tres Cruces que viaja por el mundo y regresa con ideas para sus centros comerciales. Hoy el patriarca de los transportistas casi no visita la obra. En su lugar, cada miércoles, su empresa lleva a cientos de niños del interior a visitar Montevideo. —Algunos que vienen del interior más alejado —dice Sánchez Padilla— no conocen el mar. La Señora Q tiene una vista privilegiada a un mar de extraños. Y tiene un don: Quirque es un imán a quien uno se acerca a contarle algo. Una mujer gorda y rubia aparece caminando frente a la sala de espera y aumenta su sonrisa cuadro por cuadro cuando se da cuenta de que ella la mira. Durante tres años y medio, Sandra Díaz Reyes limpió un baño de mujeres en Tres
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Cruces. Durante tres años y medio vivió de un sueldo, pero —Fue mi peor día en Tres Cruces —dice—. El otro fue el sobre todo de las propinas que le dejaban otras mujeres. Había incendio. llegado como una empleada de escoba y trapeador hasta que La Señora que Limpiaba Retretes sabe que un baño es un un día faltó la señora responsable de ese baño frente a un Mc gran teatro. Hay tragedias y comedias. Donald’s. Desde entonces Sandra Díaz Reyes lo cuidó como si —Yo era muy histérica con la limpieza —dice ella sobre el fuese una prolongación de su casa. Compraba con su dinero un baño de su casa—. Aprendí lo que mi madre me enseñó. Y mis perfume más agradable que el desinfectante oficial, lo decoraba hijas también. como si fuese su sala durante las fiestas de fin de año, les pedía a La Señora que Limpiaba Retretes cree en la limpieza absosus clientas que, por favor, lo dejasen impecable. Nada como la luta y en la Biblia. Capricornio risueña, no cree en el zodíaco. fila de un baño de mujeres para empezar a conocer a una mujer: Cree en el Dios de los Evangelios, en el trabajo y en los ami«Veía a las que andaban en la cola gos de su antiguo trabajo. Cree en y sabía quién me iba a dejar limpio tener siete hijos y en una madre el baño», recuerda la Señora que que trabajó con ella limpiando los Hay miles de estudiantes universitarios Limpiaba Retretes. Esa tarde, en baños de la terminal y de un resque viajan casi todos los fines de semamedio de la multitud de pasajeros taurante por las noches. Hacía sus que andaban por la terminal, amcompras en Tres Cruces. Celebrana al interior, y miles de ellos recibiendo bas se detuvieron a conversar en ba los cumpleaños con sus amigas encomiendas de sus padres: cajas la sala de espera. Como si tuviesen de Tres Cruces. Se fue a vivir a dos con comida, ropa arreglada, animales. un radar para identificarse. cuadras de Tres Cruces. Cuando —Nosotros vemos más allá de se quedó sin trabajo en Tres CruY van a Tres Cruces por esas cajas, lo que ustedes piensan —dice la ces, iba a visitar a sus amigas a Tres por la camisa planchada, por el guiso Señora Q—. Detectamos a todos Cruces. Les vendió ropa en Tres con una mirada de rastreo. Cruces. Trabajó en una fiambrería. que el viernes les hizo la madre. No se acordaba del apellido de la Fue guardia de seguridad. Limpió Van desesperados en busca de esa caja. Señora que Limpiaba Retretes. En casas. Conoció a su segundo espoVan a romper lo que la envuelve. Tres Cruces, la memoria del detaso. Tuvieron dos hijos y abrieron lle es neblinosa. Recuerdas episojuntos una panadería. «Yo venía Es una caja de la conexión con la tierra. dios estelares, olvidas los nombres del interior, de Salto. Tres Cruces Enviar una encomienda sigue siendo completos. Es una memoria emomarcó mi vida», dice la Señora que tiva, dramática, anecdótica. SanLimpiaba Retretes. «Allí aprendí enviar una caja. La comida favorita dra Díaz Reyes dejó de atender el que podía salir adelante con mis de mamá no se puede enviar por Interbaño de mujeres cuando se separó hijos». En ese tiempo, tenía cinnet. Y en Uruguay todos los viajes son del padre de sus primeros cinco co hijos. Uno de ellos era un futhijos. La empresa de conservar un bolista del futuro: Luis Suárez, el cortos. Por eso los guisos llegan bien baño público impecable tiene más número 9 de la Selección de Urude amor propio que de detergente. guay, aún no era el chico de los La imagen cinematográfica de un dientes de conejo que intimidaría baño de mujeres tiene un olfato más cercano a la vanidad que a los arqueros del mundo. Tenía menos de diez años cuando a la fisiología, a los lápices de labios que a los intestinos. Los iba a buscar a su madre al baño de mujeres de Tres Cruces. Sus baños de Tres Cruces no son cinematográficos: son de necesi- hermanos lo mandaban a pedirle el dinero para comprar cosas dad urgente, de gente haciendo cola, de impacientes. La Señora de comer y el niño subía por las escaleras desde el baño hasta Q recuerda un día trágico. Fue al año siguiente de inaugurar el supermercado. Luis Suárez jugaría en el Nacional de su país Tres Cruces. Sandra Díaz se había tomado su media hora de y en el Ajax de Holanda. Luego sería el chico del Liverpool de descanso y la estaba cubriendo una compañera. La muchacha Inglaterra que haría que los porteros se arrepientan de cuidar de limpieza empezó a gritar y llamó a los de seguridad: había su puerta. La madre de uno de los futbolistas más famosos del encontrado un feto en la bolsa de una papelera. mundo fue una señora que fregaba baños.
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—Me molesta que a veces la gente se te arrima por lo que él es hoy —dice su mamá—. Yo sé distinguir a las personas. Por eso tengo mi gente en Tres Cruces. Hoy aparece el tío y el primo que nunca existieron. Pero yo sé quién estuvo siempre. La Señora Q recuerda a un hombre que estuvo siempre. —Lo conozco desde que arreglaba los enchufes —dice—. Ahora arregla los problemas de todos. El Señor Que Arregla los Problemas de Todos es un título todopoderoso. Exige casi una reverencia. Pero Eduardo Robaina es un señor calvo a quien le ha costado todo, incluso su barba de candado. El título del Señor Que Arreglaba los Enchufes nos devuelve a sus orígenes. Dejó tres años de estudios en una facultad de ingenieros para meter el músculo en una refinería. Bajó de las alturas de cálculos y proyecciones para sumergirse en un subterráneo de combustibles y cemento. El trabajo de un hombre lógico y rudo. Estudió hidráulica, termodinámica, química, tanques, bombas, logística. Trabajar en una refinería es un gimnasio del peligro: ser capaz de producir obras gigantescas y estudiar miles de detalles para evitar una catástrofe. Esa fue su escuela. Robaina entró en Tres Cruces como medio oficial de mantenimiento, un señor que proveía de enchufes y clavos. Hoy es el jefe de Operaciones. «Toda la bondad que hay adentro del gordo es la misma de cuando andaba poniendo enchufes», informa la Señora Q. «Pero no es lo mismo andar arreglando enchufes que tener que mandar a tanta gente». Robaina tiene todas las llaves maestras y todas las posibilidades de equivocarse. —Nuestro trabajo es solucionar problemas —dice desde su más de cien kilos—. Y dentro de las ventajas de esto, a veces se puede ser humano. El Señor que Arreglaba los Enchufes es una antena humana. Una escena se repite siempre en Tres Cruces: hombres, mujeres y niños enfermos a quienes el Ministerio de Salud Pública les paga un pasaje de bus para atenderse en un hospital de Montevideo. Regresar a casa depende de los cupos que les reservan por ley las empresas de transporte. A veces se quedan un día entero en la terminal esperando volver. A veces el Señor de los Enchufes paga la comida de una madre que espera con su hijo. La Señora Q lo ve a veces rebuscando dinero en sus bolsillos. Un enchufe siempre está ahí, humilde y explosivo, como esa rendija de la que nos previenen cuando niños. El Señor Que Arreglaba los Enchufes anda siempre con un radiotransmisor por Tres Cruces. Da la impresión que podría resolver hasta las penas de amor.
A la Señora Q, que conversa con miles de extraños como si fuesen su familia, también le toca callar. Hay un hombre que habla solo, es un monólogo y ella sólo lo mira, sonríe y asiente frente a él. Hay señoras que cuentan sus líos con el marido porque eso las oprime. «Se acostumbran a uno», dice. «O uno se acostumbra a ellos». Sólo hay que darse cuenta hasta dónde quiere llegar la gente. Están los que te cuentan todo y que nunca más los vuelves a ver. O están los que se saludan durante años y un día se van a vivir juntos, como Pablo Cusnir, el gerente de marketing que empezó de cadete y saludaba a una chica bonita de DHL que hoy es su esposa. Es normal que la Señora Q se encuentre aquí con gente de su ciudad, con ex compañeros de estudio, con amigos de la infancia. En Tres Cruces, encontró a las monjas de su colegio Nuestra Señora del Huerto. Cuando iba a la escuela, a las monjas sólo les veía la cara. Hoy ya les puede ver el pelo. —La hermana Domitila —dice— sólo se acordó de mí cuando le dije quién era. Uno de los mayores homenajes a un maestro es que años después un alumno cruce la calle sólo para saludarlo. Hay quienes pasan de largo. Otros corren a abrazarlos como si el azar fuese un milagro. Un día la administradora de Óptica Lux encontró en Tres Cruces a su profesor de Historia. Sólo recordaba su nombre: Ángel. Lo distinguió desde sus anteojos con 0.50 de miopía. Desde que se inauguró la terminal, Ana Claudia Casas trabaja nueve horas al día viendo a gente que no ve bien. A veces a la Chica de las Gafas le toca atender a gente con buena vista. Casos para el neurólogo Oliver Sacks. —Venían a la óptica a pedirnos que les cortáramos el pelo —sonríe. Uno de sus clientes la ve en Tres Cruces desde niño. Ha sufrido dos desprendimientos de retina. Tiene -31 de miopía. —Hoy instala cables de fibra óptica —dice ella. El destino es irónico con efectos especiales. El gerente general de Tres Cruces, por ejemplo, no guarda su automóvil en el estacionamiento de la terminal: paga un parqueo privado frente a ella. —Aquí no hay excepciones de privilegio —dice Lombardi. Lombardi, un contador público que se aburrió de la contabilidad, tiene hoy la experiencia de calmar incendios. —Un día —dice— detectaron que un miembro de Al Qaeda había pasado por aquí.
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Interpol tiene una oficina en Tres Cruces. En ella no sólo se nada. Y no se trata de una sola persona. Son todos los que pasan. Nos devuelve la mirada en el reloj. encuentra un país. La Señora Q es tan puntual que es impuntual: llega media Ves a bolivianas que llegan a trabajar en casas de familias de hora antes a trabajar y bebe mate en la entrada de Tres Cruclase alta. Ves a extranjeros subir y bajar de los nueve mil taxis que lle- ces. Existen allí dos mundos, el de arriba y el de abajo. Ella gan por día. trabajó nueve años en el primer piso y siete años en el segundo. Ves a barras bravas de argentinos, brasileños y uruguayos. Hoy está de vuelta en el epicentro. Quien va por arriba quiere Ves a bolivianas regresar maltratadas de las casas de la clase alta. comprar: pasea, mira, escoge. Quien va por abajo quiere viajar: —Vi caer a uno del segundo piso —dice la señora Q—. Vino toma mate, espera, conversa. Después de unas cinco horas en caminando, levantó la pata y se tiró. bus, a quien llega de viaje no le apetece ir al shopping de Tres Un guardia del Café del Andén no lo pudo detener. El hom- Cruces: va en busca de un taxi o un abrazo. Los abrazos en mayúscula son el gesto más natural bre saltó por encima de la baranda entre sus más de cincuenta mil pasacomo si huyera de sí mismo y se Los rostros de la gente mirando fracturó una pierna seis metros más jeros por día. Hay también allí actos abajo. Nadie se daría cuenta de que solitarios, quién sabe si más del ciepor la ventana de los buses el suicida no había muerto. Sólo lo o del infierno. Desesperados: un son retratos aburridos: caras preguntaron si se había tropezado. hombre se disparó un tiro en la ca—De tanto ver gente, ya no ves a beza en un inodoro. O absurdos: un con vaho en el vidrio, caras la gente —dice la señora Q. señor murió tras atorarse un pedazo de recién despiertos, caras Lilian Lerena, una vecina que trade costilla en la garganta. de sólo existe la música en mis baja en la funeraria Previsión S.A., —Tres Cruces es la gente —dice dice que sus clientes están vivos. El la Señora Q—. Alrededor de él giaudífonos, caras de ojalá vengas año anterior reconoció a un amigo ramos nosotros. a recogerme. Después de unas cinde su infancia en la terminal. No lo Antes de despedirse, Raquel había visto en más de treinta años. Quirque, tres Q en trece letras, co horas en bus, a quien llega Hoy es dueño de una discoteca como nunca, parpadea. Donde hay de viaje no le apetece ir al shopdonde tocan cumbia. multitudes, hay personas en serie. ping de Tres Cruces: va en bus—Quedamos que un día iba ir al Uno es el mendigo, que exige el baile —sonríe ella. dilema constante de la caridad: dar ca de un taxi o un abrazo. Los Natalia Benavides, ex promotora o no dar. A veces, como no puede abrazos en mayúscula son de Atención al Cliente, se acuerda regalarles una medialuna del nede cosas que desaparecían. gocio, ella busca monedas de su el gesto más natural entre sus —Un señor nos fue a preguntar si cartera. A veces, cuando les da de cincuenta mil pasajeros por día. habíamos encontrado su dentadura comer, tiran la comida. Donde hay postiza. No recordaba si la había olmultitudes, hay también gente fuevidado en el baño. ra de serie. Uno que otro maniátiHasta que alguien la encontró. co. Por años, la Señora Q tuvo un cliente que iba todos los Tres Cruces tiene un Departamento de Objetos Perdidos. días a desayunar. Era soltero. Trabajaba en un supermercado. Si pasa un tiempo sin que nadie reclame su bicicleta o su Vivía en una casa oscura donde se había impuesto la costumparaguas, la compañía no los conserva. Los dona a escolares bre de encender una sola luz a la vez. Por años buscó a la de Montevideo quienes, con suerte, no los perderán. Natalia mujer que le servía el café como él quería: cortado tibio, dos sobrecitos de azúcar, sin espuma. Por años no faltó nunca y la Benavides aún cree en la especie humana. —Es más la gente que devuelve que la gente que no devuel- única mañana en años en que no pudo ir telefoneó para avisar ve —dice. que no lo esperaran. Fue a Tres Cruces desde el día de su —¿Cómo se ve el mundo desde Atención al Cliente? inauguración hasta que se jubiló. Hoy ya no se le espera, pero —La gente se ve como loca —dice ella—. Sin tiempo para la señora que sirve el café sabe qué decirle cuando vuelve
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UNA CICLISTA EN EL SAHARA
Hace unos años una mujer atravesó el Sahara en bicicleta por un camino de asfalto que va de Marruecos hasta Senegal. Fue un viaje con una caravana de quince ciclistas que pugnaban por llegar a Dakar, la famosa ciudad del rally de vehículos con motor. Fue un viaje a los límites del cuerpo, pero también al sufrimiento. ¿Es el desierto el único viaje? Un testimonio de Susana Montesinos Fotografías de la autora
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o hay que maldecir al desierto. Ni antes ni durante ni después de estar allí. Antes de internarme en el Sahara, mientras caminaba por Djemaa el Fna, la plaza principal de Marrakech, en el centro del mapa de Marruecos, creía que habría de hallar algo en esa nada insoportable que promete el desierto más caluroso de la Tierra. La idea era cruzar el Sahara, un territorio de arena y viento de más de nueve millones de kilómetros cuadrados —más que el tamaño de Brasil—, en bicicleta, ese vehículo cuyo motor es el cuerpo. En la lengua de mi madre, el holandés, una palabra
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que calificaría de brutal esta carrera sería «afzien», que se traduce en el diccionario como «sufrimiento». Si uno toma esta palabra al pie de la letra —la composición de un verbo y una preposición—, la traducción sería: «Ver el final». Afzien significaría entonces «ver el final del sufrimiento». Pedalear en el Sahara tiene que ver con el sufrimiento, la agonía en estado deportivo de estar allí moviéndose sobre dos ruedas en un camino recto de cuarenta y cinco grados de calor sin ninguna distracción. Cada día era necesario inventarse un final, un hasta aquí llego cerebral que podía ser cualquier cosa, un poste telefónico, un arbusto o la silueta de un camello, antes de descansar. Un final provisorio que me concediera una tregua al dolor de estar sentada ocho horas diarias sobre un sillín.
Días antes de llegar al Sahara buscaba un Tam-Tam, un tambor de barro con montura de piel de camello. Quería llevarlo en la bicicleta para acompañarme de sonidos todas las noches de desierto. En La Medina, el centro antiguo de Marrakech, terminé en un puesto de ventas de artesanías donde un hombre con un turbante deshilachado me mostró un objeto de metal que nunca había visto. Era una pieza de cobre tosca y fría, como si la acabaran de sacar de una nevera. Tenía una cabeza en forma circular con dos antenas, como los insectos, más un cuerpo en forma de rombo y dos ganchos como pies. —Con esto no se va a perder —me dijo—. Le llamamos el compás saharaui. Usted va al Sahara, ¿verdad? Lo utilizaban para orientarse en el desierto. Para volver a encontrar el norte y el sur en ese océano de arena. Cada gancho señalaba un punto cardinal. La cabeza redonda medía los grados y los minutos. El comerciante lo vendía a cuatrocientos díhrams, la moneda de Marruecos, unos cien euros al cambio.
Le pedí que rebajara el precio. Se negó. Cuando ya me iba de allí, el hombre empezó a perseguirme. Era su penúltima oportunidad de regatear. El sol apenas alumbraba en La Medina. Sólo quería un amuleto para el viaje. Si no entendemos las ciudades, menos aún entendemos sobre un desierto. Desde que la palabra Sahara había aparecido en mi hoja de ruta, imaginaba un lugar sin límites, un gigantesco médano desolado y pacífico, torbellinos de arena empujados por el viento, remotos oasis con palmeras, camellos que llevaban mercancía en caravanas. No imaginaba que algún día habría de cruzarlo en bicicleta, con una carpa, escasa comida, varios litros de agua y tabletas para la malaria. Tampoco sabía que había por allí terroristas de la rama magrebí de Al Qaeda, o que el Sahara fuera un escenario de guerras sembrado de minas antipersonas, de rebeldes saharauis e inmigrantes indocumentados que cruzan a escondidas en tolvas de camiones o maleteros de autos ese desierto que para una muchedumbre de africanos está más cerca de Europa que del sur de África. Se trataba de desengañarme con mis propios pedales de un territorio tantas veces imaginado, filmado y escrito. El destino final en el mapa era Dakar, la capital de Senegal, por siglos un centro de tráfico de esclavos entre África y América. Sería una ruta breve, dos mil trescientos kilómetros de norte a sur, en comparación con la superficie total del Sahara. Iba con una banda de quince ciclistas —holandeses, americanos, belgas, australianos— que no habíamos pedaleado juntos en ninguna parte del mundo. Nos habíamos juntado en París para pedalear hasta Dakar, acompañados por una van que nos abastecería de agua y de comida a lo largo de la ruta. Ingresaría al Sahara por Guelmin, un pueblo al sur de Marruecos conocido por su mercado de camellos y por ser la puerta de acceso al
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desierto. Cruzaría la región del Sahara Occidental, un terreno yermo y plano donde los idiomas cambian de generación en generación, y donde el Frente Polisario sigue luchando por su independencia frente a Marruecos, una lucha armada que hoy es una guerra fría a cuarenta grados de calor. Acabaría en la República Islámica de Mauritania para atravesar ese país donde viven los miembros de Al Qaeda y donde beber una cerveza se castiga con cárcel. El comerciante del turbante deshilachado corrió hasta alcanzarme. Vestía una toga blanca percudida hasta los pies. —A cien —remató. Un compás saharaui empezó a empolvarse alrededor de mi cuello.
Los detalles del Sahara persisten en la memoria como un viaje de exploración donde todo lo que vemos parece reciente. Uno recuerda. Cada camión que pasó al lado dejando una estela negra de esmog. Cada pueblo en el mapa que a veces es sólo dos o tres casuchas de esteras o de lona. Cada sorbo de agua que se ingiere para no morir de sed. Cada camello que aparece en la carretera caminando como un espectro. Cada kilómetro que se avanza en cámara lenta. Cada poste telefónico plantado sobre la arena. Cada estación de gasolina que vende té entre cientos de líquidos para el motor. Cada auto Mercedes modelo 1979 que ronda por estas tierras gracias a su cercanía con Europa —donde son considerados chatarra— y va colmado de gente que estira los brazos para decirnos adiós. Cada día que es una agonía. El mismo día que abandoné Marrakech, crucé la última montaña de la cordillera del Atlas y entré al Sahara por el mercado de camellos de Guelmim. La puerta es un modesto arco de cemento de color rosado, con un techo verde y sin seña peculiar. Guelmin, a unos kilómetros de la frontera entre Marruecos y el Sahara Occidental, es un lugar entre arcaico y moderno, con colegios privados y casas de material noble, y un centro con calles estrechas, todas pavimentadas, más comerciantes vendiendo ropa y comestibles. Su mercado de camellos está sobre un arenal con tenderetes de telas de color blanco. Los negociantes, todos hombres, hablan con las manos y gritan precios y nombres incomprensibles. La mayoría lleva turbantes negros y una toga larga como un vestido hasta los tobillos.
Uno de ellos —que vendía leche fresca, carne de camello y más camellos para la carga— me preguntó en francés dónde estaba mi dueño. No le entendí y se encogió de hombros, me mostró una sonrisa desdentada y le ofreció a uno de los ciclistas, como si fuera mi marido, comprarme a cambio de camellos. Viajar en bicicleta por el desierto es tan lento que permite reconciliarnos con los detalles de la ruta. Pedalear es un estado mental. A primera vista es simple: mover las piernas y llegar al destino. «El desierto es plano», dirían algunos. Sin embargo, pedalear kilómetros en la misma posición y sin mover un cambio por un paisaje monótono devana los sesos. El primer día debíamos llegar a un campamento a unos cien kilómetros de donde habíamos partido. En mi bicicleta blanca —una Specialized Vita Comp americana— pedaleé a veinticinco kilómetros por hora entre los camiones que pasaban dejando un vapor negro que olía a harina de pescado. La carretera se enredaba y se perdía entre los médanos por la línea negra de asfalto. La distancia que debíamos cumplir, unos ciento treinta kilómetros por día, parecía interminable. Cuando uno intenta encontrar un sentido al aburrimiento y la monotonía, la mente juega contra uno mismo. En el Sahara todo es tan yermo que cuando el hotel Ksar Tafnidilt Tantan apareció a lo lejos lo confundimos con un farallón, una de esas rocas gigantes que sobresalen como montañas en la costa del mar o en la arena. Era un kashbah entre las dunas de Guelmim, en Marruecos, un palacio árabe que hoy funciona como hotel y que sería imposible encontrar sin tener sus coordenadas. El kasbah tiene cuatro torreones y muros de tres metros de alto, del mismo color de la arena, y lo administran los bereberes —los primeros habitantes de estas tierras antes de la llegada de los moros—, que nos prestaron una parcela para estirar nuestras carpas y descansar. Al día siguiente continuamos nuestra ruta. Cada amanecer es un globo naranja que despega desde la arena. El sol se veía tan cerca que no sólo sentíamos que nos envolvía sino que nos caía encima. Partimos a un próximo campamento, a ciento cincuenta kilómetros más allá, llamado Le Roi Bedouin. Para evitar la deshidratación, me propuse beber agua cada diez minutos y cubrirme la cabeza con una tela de color claro que me protegiera del sol. El desierto exige disciplina: hay que ser constantes bebiendo el agua. Beber aunque no se tenga sed. Beber sistemáticamente, como un acto de voluntad, y transformarlo en un hábito de supervi-
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vencia. A medio camino pasamos por Tarfaya, una ciudad en la que hay un monumento a Saint Exupéry, el autor de El Principito, quien vivió allí trabajando para Aeropostale, una aerolínea que conectaba a Francia con sus colonias africanas, y en la que Saint Exupéry era piloto. Lejos de las alturas del autor de Vuelo Nocturno, yo pedaleaba y me aferraba a los manubrios. Mi mente empezaba a hacerse preguntas que me zumbaban como moscas. ¿Qué diablos estaba haciendo en el desierto con un velo blanco? ¿Quién vendría a salvarme si algo pasaba? Ciento cincuenta kilómetros eran demasiado para mí. Tenía que fijarme metas pequeñas para avanzar: llegar hasta un auto, un arbusto, una silueta en el horizonte. Pero muchas veces no había nada más que arena rojiza y una carretera que se derretía debajo de mis ruedas. Debía aprender a convivir con el desierto. Después de seis horas o más divisé un letrero que decía Le Roi Bedouin, la señal que marcaba el final de ese día. Cada vez que llegaba a la meta, mi esperanza de encontrarle algo a la nada se renovaba.
El tercer día de viaje entramos a una región que nunca fue un país. Un territorio en disputa llamado Sahara Occidental, ahora bajo administración marroquí. Sus habitantes, nómades tuareg que se hacen llamar saharauis, visten togas celestes y turbantes negros para diferenciarse del resto. La carretera era a partir de aquí una línea recta que se hundía en la arena y un cielo sin ninguna nube, sin un gramo de viento. Sólo la brisa del Atlántico. Los primeros kilómetros en esa parte del desierto había un acicate que me permitiría avanzar, unos arbustos que sobrevivían a la nada, como esqueletos diminutos al lado de la carretera. Unos arbustos de veinte centímetros de alto, color verde oscuro y sin flores. Era una señal de que había algo en esa nada, una esperanza vaga para derrotar la agonía. Los postes telefónicos eran otra señal para el optimismo. Cada veinte kilómetros aparecía uno como una silueta en la lejanía que nos hacía creer que estábamos más cerca. Mi mente se concentraba en ellos, en los arbustos y los postes telefónicos, para evitar una temprana renuncia a la meta de cruzar el Sahara en bici. Cuando estás a punto de sobrepasar el límite, cuando se supera como en los maratones, la adrenalina conserva el impulso de seguir. Así cruzamos La Aaíun, la capital del Sahara Occidental, una ciudad mediana que se esfuerza por ser moderna, con calles asfaltadas, edificios de color rosa pálido y cafetines con terrazas. Atravesamos Boujdour, una ciudad que nos acercó al Atlántico, donde vi-
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mos el mar por primera y última vez. Nos sentamos en una cafetería a beber el té entre ramilletes de hombres con jeans y gafas de sol que leían el periódico. Bebían tres rondas de té verde con un código: la primera de té amargo como la vida, la segunda suave como la muerte y la tercera dulce como el amor. Luego dormimos al lado de la carretera, una noche de esas al borde de un farallón con vista al Atlántico. El mundo oscurecía temprano. A las ocho de la noche nos metíamos en las carpas: no había nada que hacer. Tras la cena que preparábamos, volvíamos a las carpas para reponer las energías perdidas. Dejábamos la puerta abierta para mirar las estrellas y escuchar el mar rebotar contra las rocas. O leíamos. Sólo llevaba dos libros conmigo: La Carretera de Cormac McCarthy y Doctor Pasavento de Enrique Vila-Matas. En cada una de sus páginas encontraba granos de arena roja.
A medio camino del quinto día de viaje me detuve a la sombra de un poste telefónico. —¿Qué hace usted acá? —me preguntó un saharaui. Era el vigilante del poste telefónico. Vestía una toga celeste y me invitó agua de una botella de plástico. —¿Hablas español? —me preguntó, luego de escucharme insultar el paisaje—Aquí los viejos hablamos español —dijo, abandonando su francés. Según él, el Sahara Occidental ya no era el de antes, esa colonia española de los años sesenta donde los autos saharauis llevaban matrícula ibérica y sus habitantes tenían cédula de identidad y podían viajar a Europa sin visa. El guardia había visto desmoronarse el proyecto saharauí. Dijo que la próxima generación de jóvenes sería marroquí y hablaría francés. Marruecos negocia con Estados Unidos el control de la región donde hay pozos de petróleo.
En el Sahara no hay futuro: tampoco hay pasado. Los detalles de la ruta persisten en la memoria como un viaje de exploración donde todo lo que vemos parece reciente. Uno recuerda cada camión que pasó al lado dejando una estela negra de esmog. Cada sorbo de agua que se ingiere para no morir de sed. Cada camello que aparece en la carretera caminando como un espectro. Cada estación de gasolina que vende té entre cientos de líquidos
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para el motor. Cada poste telefónico plantado sobre la arena. Cada día que es una agonía
Los días eran monótonos y mi cerebro me jugaba malas pasadas. Era un camino recto donde pedaleaba como autómata. Trataba de buscarle un sentido al desierto como el protagonista del Doctor Pasavento, ese escritor obsesionado con desaparecer, que en el fondo busca afirmar un yo: yo también quería desaparecer, transformarme en otra, olvidar el pasado y el futuro a fuerza de pedalear en medio de esa nada. Pero no podía dejar de pensar. En el desierto mi mente producía imágenes ilógicas y retorcidas. El Sahara me hacía recordar la playa a la que iba de niña con mi familia; a mi padre, a mis primos, y a la canción Quiéreme Mucho de Julio Iglesias, cuya melodía se aparecía como un pop-up en mi cabeza, con la misma persistencia con la que se nos pegan ciertas canciones que escuchamos al pasar. Pensar me hacía perder la orientación del tiempo. Las lagunas mentales me llevaban a creer que había pedaleado veinte kilómetros cuando sólo había avanzado dos.
Me despedí del hombre estirándole la mano. En el Sahara no se acostumbra a tocarse entre hombres y mujeres. La cultura es absolutamente musulmana: las mujeres se mantienen separadas de los hombres hasta en los buses y los taxis. El agua que me había invitado el guardia del poste telefónico me ayudó en los primeros kilómetros. Sin embargo, la sed calaba mis intestinos. Los botellines que llevaba duraban dos o tres horas y los llenaba en cada gasolinera y en cada pueblo. El abastecimiento de agua es imprescindible para avanzar en el desierto: la sed nos hace delirar con espejismos de ríos, cataratas y hasta con el sonido del mar Atlántico. No importa si allí es más salada que en España: el desierto es carencia, y esa carencia siempre toma forma de agua. Los demás ciclistas me habían dejado atrás y me detuve sedienta en la berma para esperar un auto. Se detuvo uno y sus ocupantes me invitaron agua. Unos
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kilómetros después de volver a pedalear, unas manadas de camellos cruzaban la pista. El día que me crucé al vigilante del poste telefónico quedaría en mis recuerdos como el día de la deshidratación: cada pequeño hito se convertía en parte de una obsesiva búsqueda de sentido a lo largo de ciento cincuenta kilómetros. Una tarde, al llegar a la última ciudad de Sahara Occidental, una península llamada Dakhla, subí a un taxi. El chofer vestía toga celeste y llevaba un turbante negro. Éramos cinco ciclistas dentro de su Mercedes avanzando por una trocha de arena en busca de un restaurante. Sólo había pescado frito o cuscús, la sémola de trigo. O tagines, una sartén de barro, con estofado de camello. —En Mauritania no hay garantías —dijo el taxista—. Hay bandidos. Aquí no queremos ni a los marroquíes ni a los mauritanos —insistió—. Deberíamos de ser independientes. —¿Y a los españoles? —Nos gustan. El taxista hablaba español. Era un anarquista que colaboraba con el Frente Polisario, los rebeldes que luchan por la independencia de Sahara Occidental. Me explicó que lo habían enviado a Cuba a educarse, y que luchó contra el ejército marroquí por la soberanía del Sahara Occidental, pero hacía años se dedicaba a usar su auto como taxi para ganarse el pan. Luego me previno: —Una mujer no debería de ir a Mauritania porque allí secuestran. En la frontera hay minas antipersona entre las dunas y al borde de las carreteras. El peligro nos obliga a salir de nosotros mismos. Empecé a acostumbrarme al Sahara, a dejar de pensar tanto, a poner mi atención en lo que sucedía más allá de mi cuerpo, en los detalles del desierto. El taxista no exageraba. A lo largo de la carretera había letreros que indicaban «Territorio minado, prohibido pasar». Para evitar explotar con las minas antipersona, las noches siguientes dormimos al lado de estaciones de gasolina. Lo hicimos durante un trayecto de cuatrocientos kilómetros. Era la única manera de evitar las minas. Marruecos se protege así de las invasiones de Mauritania y de inmigrantes de otros países que quieren cruzar la frontera para buscar una nueva vida. En el límite con Argelia, los marroquíes han construido un muro para evitar invasiones. Las banderas de Marruecos flameaban kilómetros antes de la frontera en un territorio que no es suyo. ¿A quién pertenecía ese Sahara que iba a dejar?
En los últimos doscientos kilómetros conseguí mejorar mi ritmo en bicicleta, y el sufrimiento se convirtió en placer. Había superado la barrera del dolor y la sed para entrar a un gozo absoluto. Mi cuerpo se había fortalecido, y segregaba esa droga que los deportistas persiguen en forma de hormonas: adrenalina, dopamina, serotonina. Pedaleaba con mis compañeros a unos treinta kilómetros por hora. Unos camellos sin dueño se cruzaban en el camino. De cuando en cuando aparecía alguna curva. Un ligero viento nos empujaba a la frontera con Mauritania.
El desierto nunca es igual. Los lugares mutan al cruzar cada frontera, aún en el desierto más extenso del mundo. Sabíamos que Mauritania era un territorio amenazado por Al Qaeda, un país regido por la Ley de Alá donde secuestran en la carretera. Llegar a la frontera entre el Sahara Occidental y Mauritania es recordar algunos de los más recientes crímenes contra extranjeros. El desierto es más una amenaza por sus hombres que por su naturaleza: cinco meses antes miembros de Al Qaeda magrebí habían secuestrado a un francés que después asesinaron; mataron a un estadounidense en la capital Nouakchott; capturaron a cuatro españoles de una ONG y asesinaron a cuatro franceses dos días antes de empezar el rally Dakar 2009. En Mauritania ser homosexual es un delito con pena de cárcel. También beber alcohol. Organizar fiestas no oficiales. Vender sexo. O que las mujeres no lleven velo o vayan acompañadas por la calle de hombres que no sean sus maridos. La bandera de Mauritania lleva una estrella y una medialuna, el símbolo del islam. En esa franja de desierto entre el Sahara Occidental y Mauritania que no le pertenece a ningún país, pedaleaba con el cuerpo regado de adrenalina, la hormona de la supervivencia. Mi ritmo cardíaco se aceleró, mi mirada se volvió más aguda. Íbamos por una trocha de arena que no tiene un camino señalado, sólo huellas de neumáticos de coches y camiones que serpentean entre los médanos. Pedalear allí es tantear el terreno siguiendo en caravana a uno de los guías de los ciclistas, con el terror de pisar alguna mina. El escenario era abrumador: numerosas botellas de plástico aplastadas, chasis de autos que tocaron una mina antipersona y fueron enterrados a medias bajo las dunas de arena, hombres flacos con togas blancas y celestes que van
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de un lado a otro como nómadas enajenados. Viven debajo de los chasis de autos, se refugian y hacen el amor. Son aquellos potenciales migrantes que no lograron pasar al otro lado de la frontera, y ningún país los quiere de vuelta. Los indocumentados. Allí, con los sentidos crispados por el peligro, sentía que avanzaba en cámara lenta. El puesto de frontera entre Marruecos y Mauritania era una caseta de caña y barro. Un bambú obstaculizaba el paso y hacía de valla de control. Nerviosos de cometer algún error, nos pusimos en fila detrás de decenas de camiones españoles, senegaleses y mauritanos con letras árabes en sus placas. Casi todos los países africanos requieren visa para ingresar. Un policía alto, el primer hombre de raza negra que veía en África, tomó mi pasaporte y le preguntó a otro policía por mi nacionalidad. Revisó el documento hoja por hoja. Buscaba la visa de la Embajada de Mauritania en Bruselas que semanas antes había pagado para entrar a su país. Al fin la encontró y, secándose el sudor, me dijo: «Je suis fatigée». Abrió un cuaderno de notas encima de su escritorio, anotó la primera letra de mi nombre y salió a fumar un cigarrillo fuera de aquél recinto oscuro. A su regreso me preguntó en francés: «¿Me ayudas?». Y añadió una palabra: «Argent». Luego me tendió la palma de su mano. Tenía que cambiar díhrams por ouyidas y darle su propina. Eran unos billetes verdes con el rostro del presidente de Mauritania estampado entre números y letras árabes.
Del Sahara Occidental a Mauritania la arena muta de rosada a blanca. Hay dunas de cuatro a cinco metros de altura, ningún arbusto que distraiga y un tren en el desierto. Nuestros prejuicios sobre África están colonizados por las imágenes de pobreza transmitidas en los documentales. No imaginamos que un país como Mauritania pueda tener una carretera mejor asfaltada que Holanda, o un tren que funciona las veinticuatro horas al día transportando minerales. La primera noche dormimos en un oasis a la sombra de tres palmeras y estiramos nuestras carpas al lado de unos rieles de tren que cruzan de este a oeste el Sahara. La nada en este pedazo de desierto es un algo que llega por sorpresa como el vapor de ese tren que aparece como una silueta antes del atardecer. Cuando hacíamos la siesta en nuestras carpas de pronto escuchamos el pitido ronco de una locomotora verde como la bandera de Mauritania. El tren se acercaba levantando un remolino de viento. De niña me enseñaron a contar vagones: vi cientos de manos que nos saludaban desde vago-
nes abiertos, de carga, sin ventanillas ni asientos; vi mujeres con velos negros asomando sus cabezas y hombres vestidos con togas para protegerse de la arena. Tardé más de veinte minutos en contar el último vagón: doscientos dos. Todos eran de carga. Llevaban hierro al puerto de Nuadibú desde una mina llamada Zouérat. Era imposible calcular el largo del tren. ¿Dos kilómetros? ¿Tres? Era un tren que no se adaptaba a los tiempos occidentales, sin horarios de salida ni de llegada. Al día siguiente pedaleamos entre las dunas por una carretera negra y recta llamada La carretera de Nuadibú. Quien ejerce el ciclismo profesional suele pedalear en rutas con curvas de ascensos y descensos, en puertos de montaña como Galibier en el Tour de France, o el Stelvio en El Giro de Italia. Sin embargo, mis piernas y mis brazos no se terminaban de acostumbrar a la pasiva posición de pedalear en camino recto, ni a la tensión latente que nos acompañaba. Cada auto que pasaba —cada viejo Mercedes Benz— era una señal de alerta. Temíamos que alguien fuera a secuestrarnos, a robarnos o a arrestarnos. Mientras avanzábamos, veíamos varios chasis de autos enterrados en la arena, pero también calaveras y contenedores de barcos en medio del arenal. Después me enteraría que habían sido viviendas de un pueblo esparcidas en ese paisaje lunático y vacío que me recordaba a la atmósfera de La Carretera, el libro de Cormac McCarthy que llevaba en mi mochila: ese escenario apocalíptico donde un hombre empuja un carrito de compras de la mano de un niño por una carretera desierta, y cada señal de vida con la que se topa se vuelve una señal de alerta. A medida que avanzábamos, el tiempo se hacía inasible y uno perdía la noción de los días. Había olvidado mis quejas y sufrimientos. De una noche a otra pedaleaba por instinto. Pensaba en los viajes de Heródoto, que cruzó varias veces el Sahara para contar la historia de los pueblos. ¿Por qué viajaba yo? Quizás para cumplir una hazaña o quizás para olvidarme de mí misma, para desaparecer como el Doctor Pasavento. Un día un autobús me pasó y se detuvo a cien metros delante de nosotros. Nos quedamos quietos observándolo desde la berma del asfalto negro. Un ramillete de personas salieron del bus: mujeres con burkas, niños aferrados de sus manos, jóvenes en sandalias. Todos se colocaron en una fila india mirando en dirección al sol. Cada uno estiró una manta y se arrodilló. Rezaron pronunciando la palabra Alá, y yo los observaba como una vouyerista. Uno disfruta de este paisaje cuando comprueba que esta nada tiene una belleza que es capaz de devolvernos a la tierra. La vida es tan remota aquí que uno se olvida de sus
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preocupaciones mundanas, del pasado y del futuro. Hay que adaptarse a lo que el desierto nos ofrece, apreciar las carencias y saber convivir con ellas. Se aprende a sobrevivir. Hay un placer en liberarse de todo. Ya ni siquiera necesitaba beber tanta agua. En el Sahara no hay futuro, tampoco hay pasado. La arena ondea en las dunas. El camino sube y baja, y exige más esfuerzo. Nos faltaban dos días para llegar a la capital de Mauritania, que lleva un nombre parecido a un juego de letras: Nuakchot es la frontera natural del Sahara donde el desierto se transforma en sabana, un ecosistema tropical que es un bosque seco poblado por árboles espinosos llamados acacias y uno que otro baobab de tronco rechoncho y ramas cortas. En el camino visitamos algunos poblados, vimos mujeres que llevaban agua de un lado para otro, hombres que se sentaban a invitarte el té en tapetes sin un gramo de arena, niños que aprendían el Corán de sus mayores, niñas que imitaban a sus madres atendiendo la casa. Algunos de ellos eran nómadas tuareg que vagan año a año por el desierto. Antes de llegar a Nuakchot, la capital de Mauritania, vimos una serie de casuchas de lata, barro o ladrillo como puntitos negros en el desierto. Vimos un puesto policial con un rompemuelles con púas, una costumbre africana para evitar el paso informal de vehículos. Al otro lado de la vía, uno de los guardias detenía una camioneta apiñada de gente. Vi dos mujeres con un niño en brazos sentadas al lado del chofer; cuatro hombres en el asiento de atrás con un quinto encima de ellos; tres mujeres jóvenes en el maletero cargando a otro niño. El techo era una parrilla con un montón de bultos. El guardia discutía con el chofer. Exigía los documentos de sus pasajeros. Ellos no querían mostrárselos. La vida fue alegre durante esas últimas jornadas: Nuakchot significaba la penúltima meta, antes de los siete días que aún nos separaban de Dakar. El mapa de ruta nos llevó al puerto pesquero de la capital. Nuestro hotel resultó ser un resort con bungalows de estilo caribeños que se sobrevivía a sí mismo: la piscina contenía aguas verdes, las algas crecían al ritmo de la reproducción de los mosquitos, y las cañerías roncaban de pena. Sólo funcionaba uno de los veinte baños. Estiramos nuestras carpas allí, felices de vivir con lo mínimo. Habíamos recorrido mil setecientos kilómetros desde Guelmim, en Marruecos, hasta Nuakchot. Sólo quedaban unos seiscientos kilómetros más. Esa noche decidimos visitar la ciudad. Un ingeniero que conocimos en el lobby del hotel nos llevó en su coche al centro. El señor hablaba un inglés de sus años
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de estudiante en Londres: se había ganado una beca con la promesa de regresar a su país para trabajar en el Ministerio de Industria. Nos preguntó de dónde veníamos y le respondimos que veníamos del Sahara. «¿Qué han ido a hacer allí?», preguntó, algo decepcionado con nuestra respuesta. Esperaba que le dijéramos que veníamos de Holanda o de Alemania o de otro país, pero no del Sahara. El tono le cambió y si hizo pesimista: «Mauritania es nada», nos dijo. Invadido por Al Qaeda, que para él había espantado a los turistas del Dakar, los árabes querían gobernarles mientras que la mayoría de la población eran Wolof, un grupo étnico de raza negra, originario de la frontera entre Mauritania y Senegal, quienes hablan su propia lengua y adoptaron la religión musulmana en su variante Sufí, considerada tolerante.
también un karaoke clandestino, donde unas mujeres desnudas aplacaban las urgencias de los mauritanos. En la lengua de mi madre, Afzien significa ver el final y, en el diccionario, sufrimiento. Es una palabra que nos recuerda a esos predicadores cristianos que pregonan la palabra de Dios. ¿No era también sinónimo de aburrimiento? Tras dos días en Nuakchot entramos a un mundo nuevo: una África negra, poblada por acacias, esos árboles de climas secos con espinas y hojas en miniatura; y baobabs, el árbol de la vida descrito por Saint-Exupery en El Principito, símbolo de la abundancia y la fertilidad. El desierto se transformó en un bosque con sombra, y todo era como una tregua al calor. Los camellos lucían más alimentados, y había manadas de chivos, vacas de cuernos largos, y, si uno no se cuidaba por las noches, podía encontrar escorpiones dentro de los zapatos.
Si no entendemos las ciudades, menos aún entendemos sobre un desierto. Desde que la palabra Sahara apareció en mi hoja de ruta imaginaba un lugar sin límites, un gigantesco médano desolado y pacífico, torbellinos de arena empujados por el viento, oasis con palmeras, camellos que llevaban mercancía en caravanas. No imaginaba que allí había terroristas de la rama magrebí de Al Qaeda, o que fuera un escenario sembrado de minas antipersonas, de rebeldes saharauis e inmigrantes indocumentados que cruzan a escondidas en camiones o maleteros de autos. Se trataba de desengañar-
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me con mis propios pedales de un territorio tantas veces imaginado, filmado y escrito
Los Wolof son musulmanes, pero no como aquellos que les gobernaban bajo el símbolo del Islam. El señor nos dejó en la puerta de un restaurante chino de Nuakchot. Como todos, éste era espacioso y tenía un buda y un gato dorado moviendo su manita feliz. Antes de entrar allí el ingeniero nos preguntó otra vez de dónde éramos y nos señaló la embajada de Estados Unidos, donde habían matado a uno de sus trabajadores a tiros. «Este país va mal», dijo. En el restaurante chino, la mujer oriental que atendía nos dijo: «Yo sé lo que ustedes quieren». Al minuto salió con cuatro cervezas frías de marca irreconocible en letras chinas. Eran espumosas y sabían bien. Estaban prohibidas, pero era lo que queríamos. Cuando entró una banda de lugareños descubrimos que el restaurante era
Había niños que corrían detrás de nosotros, poblaciones enteras gritando «argent, argent», como si fuéramos empleados bancarios en bicicletas. Había mujeres vestidas con telas de colores más vivos, amarillos, verdes, rojos, celestes. Afzien, esa palabra, que hasta entonces había encarnado la ruta, era aún apropiada para quienes como nosotros habíamos elegido el Sahara, quizás por simple curiosidad, quizás por ese deseo de sentirse como los antiguos, como los exploradores de caminos, en una era en la que el mundo está casi todo descubierto. Siete días después de haber sido perseguida por jabalíes en un parque nacional al lado del río Senegal, llegamos al mítico Lac Rose, la antigua meta del Dakar a motores. Es un resort al lado de un lago de aguas coloradas habitado por flamengos. Había llegado Afzien, ese ver el final del sufrimiento, con mi compás sahariano colgado del cuello
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SÓLO LOS BELLOS
DURMIENTES
ESTIRAN LAS PIERNAS EN UN AVIÓN
A finales de los noventa una aerolínea británica reclinó los asientos de sus aviones, y exigimos que nuestras butacas se parecieran cada vez más a nuestras camas. Desde entonces dormir con más comodidad mientras volamos se convirtió en una estrategia de las aerolíneas para conseguir pasajeros más fieles. ¿Cuánto pagarías por estirar las piernas al aire?
Un texto de David Owen
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Traducción de Carlos Cavero
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ace siete años volé en clase ejecutiva con la aerolínea Qanta, de Australia a California, en un viaje de trece horas. Aunque casi siempre había volado en clase económica, no quería lucir como un novato de las primeras filas, así que cogí mi kit de clase ejecutiva pero no lo abrí, rechacé el primer coctel que me ofreció la aeromoza, y traté de parecer concentrado en un libro mientras el pasajero de al lado se movía de aquí para allá como niño en una matiné. Recién después de cenar comencé a jugar con mi asiento: lo recliné al máximo y me recosté, aunque sin intención de dormir
—algo que rara vez consigo cuando vuelo—, sino para ver cómo era. El espaldar cóncavo del armazón del asiento formaba una cúpula cerrada sobre mi cabeza, una suerte de semicapullo. De pronto oí que alguien hacía bulla hablando en voz alta y moviéndose de un lado a otro. Me senté, indignado, y me di cuenta de que sólo era la aeromoza que servía el desayuno. Dormí ocho horas seguidas, algo que nunca puedo hacer ni siquiera en mi casa. Poco después iniciábamos nuestro descenso en Los Ángeles. A comienzos de los noventa, los mejores asientos de avión eran todavía simples asientos, incluso si se reclinaban por completo. Luego, en 1995, para primera clase de algunos vuelos largos, British Airways introdujo asientos que se convertían en camas totalmente horizontales. Pronto dormir a bordo se convirtió en una poderosa arma competitiva. Las aerolíneas que transportan a los pasajeros más ricos en las rutas más largas han sido particularmente agresivas al añadir confort, tanto en primera clase como en ejecutiva (mientras a menudo reducen y aprietan los asientos de clase económica). Un pasajero de primera clase en el piso superior de algunos 747 de Lufthansa puede alternar entre un asiento reclinable y la cama completa adyacente. En algunos A380 de Singapore Airlines, una pareja en primera clase puede combinar dos ‘suites’ para crear una habitación privada cerrada con cama doble y puertas corredizas. En algunos vuelos de Emiratos, los pasajeros de primera clase que se ensucian con los postres del minibar personal pueden ducharse antes del aterrizaje. La industria de los asientos de avión modernos es muy especializada. Los fabricantes son pocos, en parte porque diseñar nuevos asientos es tan complejo que pasar de la concepción a la instalación demora años e implica un elevado riesgo económico. Asimismo plantea singulares retos de diseño, ya que un asiento exclusivo de primera clase debe crear la impresión de opulencia en lo que es en realidad un ruidoso y nauseabundo tubo de metal lleno de gente extraña. Si nos hospedáramos en un hotel de lujo y nos ubicaran en una habitación del tamaño
de una cabina de primera clase y nos dijeran que debemos compartirla con extraños, quienes dormirán a escasos metros de nuestra estrecha cama, no nos entusiasmaríamos demasiado (y menos habiendo pagado veinte mil dólares por la experiencia). Aun así no son pocos quienes hacen largos viajes en muy buenos asientos para recordar el vuelo como uno de los mejores episodios del paseo. Para lograr que el pasajero se sienta así se requiere cierta técnica en diseño e ingeniería, así como una cierta manipulación psicológica. En marzo una web de viajes aéreos publicó su segundo ranking anual de las mejores clases ejecutivas internacionales. La aerolínea ganadora fue Cathay Pacific, de Hong Kong. Un dato interesante de Singapore y Cathay es que ambas compartieron las mismas posiciones en el ranking del año pasado, sólo que en el orden opuesto. Otro dato es que los asientos de clase ejecutiva de ambas aerolíneas fueron diseñados por la misma compañía: James Park Associates, cuya central ocupa tres oficinas en un edificio de Worship Street, en Shoreditch, East London. En la oficina más grande se encuentra una mesa de trabajo rodeada en tres lados por estantes IKEA con retazos de tela, muestras de alfombrado y bolsas plásticas con pijamas, batas y otros tipos de ‘mantelería’ diseñados por J.P.A. para sus cabinas de primera clase en Air China. En la parte principal de la habitación, dos docenas de diseñadores en largas mesas trabajan juntos en sus computadoras. James Park, de sesenta y siete años, director fundador de la compañía, tiene un aire al poeta Philip Larkin con los anteojos puestos. Se graduó en la Asociación de Arquitectura de Londres en 1974, que cuenta, entre otros de sus exalumnos, a Zaha Hadid, Rem Koolhaas y Richard Rogers. Su primer empleo después de graduarse fue en la Sociedad Louis de Soissons, un prestigioso estudio de arquitectos. Park dejó el estudio cuando la compañía se mudó a Londres, y aceptó lo que consideró entonces como un trabajo provisional: ayudar en la restauración y el diseño de vagones clásicos para la Venice Simplon-Orient Express, compañía privada de servicios ferroviarios.
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—El proyecto del tren se volvió mucho más interesante y personal de lo que había pensado dijo Park hace poco, mientras nos sentábamos en una gran mesa en la sala de conferencias de la empresa—. En los interiores abundaban la maquetería y los acabados de excelente calidad. También estaba el reto de ensamblar las piezas de tal forma que permitiesen el movimiento de los paneles de madera sin partirse ni rajarse. —Es un problema complicado, ya que un vagón de tren se halla en constante movimiento y no es un objeto completamente rígido —expresó—. También se expande y contrae, por ejemplo, cuando sube hacia las montañas y luego baja a Venecia para el verano. Uno de los viejos vagones de tren se encontraba tan corroído que resultaba imposible de restaurar. Park lo abrió por la mitad y estudió, en sección transversal, cómo estaba ensamblado por dentro: técnica que sus colegas y él adoptaron y denominaron ‘tecnología de encaje suelto’. Para explicarla cogió mi lapicero y un pedazo de papel, y esbozó el perfil de un vagón abierto en vertical a lo ancho: techo, bordes, panel superior, rejilla de calefacción, zócalos y piso. Todo de madera. —Las piezas encajan juntas de tal forma que pueden moverse en sus puntos de apoyo, y cada panel va asegurado por una pieza horizontal, la cual va entornillada. Se puede desmantelar todo quitando sólo esta pieza, ya que todo va entrelazado. Sólo se necesita un desarmador. Aquella restauración condujo a otras. Y ya a comienzos de los noventa, Singapore Airlines invitó a J.P.A. a competir por el rediseño de las cabinas de primera clase en sus Boeing 747s. —Su interés en nosotros venía por los trenes, ya que habíamos demostrado ser buenos manejando espacios pequeños —dijo Park. Rápidamente determinó que los asientos de avión no habían cambiado gran cosa en décadas y que, incluso en primera clase, el ambiente era fríamente funcional. Aunque grandes y reclinables, los asientos más parecían sillas de dentista que muebles de lujo. Decidimos ensayar variantes con la forma como ensamblábamos y presentábamos los elementos. Así podríamos hacerlos más cómodos y darles una atmósfera tipo club. Los interiores que diseñó Park para los trenes del OrientExpress parecen versiones móviles de Downton Abbey, aunque lograr ese efecto sin descuidar las regulaciones de seguridad de finales del siglo XX requirió mucha tecnología de punta. Todo el trabajo en madera de ‘encaje suelto’ de Park tuvo que fijarse con la seguridad suficiente como para permanecer intacto después de un accidente ferroviario, y también
hubo que impregnarlo con un químico retardante de llama. Además, el acabado no llevó barniz ni pintura sino un compuesto llamado revestimiento ‘intumescente’, que produce espuma al exponerse a altas temperaturas y forma una capa aislante para impedir que la madera interior se encienda. Las regulaciones para el interior de los aviones son más estrictas. Casi todos los elementos pasan por un proceso de seguridad llamado ‘desletalización’: los asientos deben soportar un impacto equivalente a dieciséis veces la fuerza de gravedad y permanecer fijos, de manera que no bloqueen las salidas de emergencia ni aplasten a los pasajeros. Tampoco pueden incendiarse ni despedir gases tóxicos al calentarse. Algo tan simple como incrementar ligeramente el grosor del relleno en los cojines del asiento puede requerir un nuevo proceso de prueba y certificación, ya que un asiento más resistente podría hacer que el pasajero rebote más lejos, lo que incrementaría el riesgo de lesiones en caso de turbulencia o aterrizaje forzoso. Desletalizar algunos asientos exclusivos — en los que cabeza y cuerpo cuentan con amplio espacio para acelerar antes de chocar contra algo sólido— requiere añadir una característica que muchos pasajeros ni siquiera notan: la bolsa de aire escondida en el cinturón de seguridad. En clase económica, el estrecho espacio entre los asientos hace que las bolsas de aire sean prácticamente innecesarias. Sin embargo, las pantallas de video y sus rígidos bordes representan un desafío a la seguridad de los pasajeros, en parte por las potenciales lesiones en la cabeza, y también porque la computadoras y sistemas eléctricos que los conectan deben ser incombustibles y aislados de los sistemas del avión, de modo que los cables del asiento de un niño de diez años no le permitan tomar control de la cabina del piloto. Esta es la principal razón por la que los sistemas de entretenimiento son tan costosos. Me informaron que la fórmula suele ser ‘mil dólares por pulgada’, lo que significa que las pequeñas pantallas en el espaldar de cada asiento en clase económica pueden llegar a costar diez mil dólares, además de otros cuantos miles por cada control remoto. Al mismo tiempo, casi todas las superficies del asiento deben ser fáciles de reemplazar durante el breve intervalo entre aterrizaje y despegue, de modo que si algún pasajero derrama su copa de vino tinto, su asiento no deba viajar vacío en el siguiente vuelo: un pasaje perdido para la aerolínea. Ningún cambio de diseño se hace al azar porque hasta las pequeñas modificaciones pueden afectar los costos de operación. Hace pocos años, Gulf Air, de Bahréin, redujo sus gastos de combustible en ciento veinte mil dó-
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asientos y una aerolínea. Según el mismo Tighe, se ha vuelto «bilingüe en mediciones». Pasa sin esfuerzos del sistema métrico al anglosajón (ambos presentes en la industria) y no se inmuta ante la eventual unidad de medida extraña, tal como la taiwanesa, que viene a ser el equivalente a poco más de una pulgada. Subir a un avión sin pase de abordar no es tarea fácil. Presentamos nuestros pasaportes en una oficina del aeropuerto, y un empleado de la aerolínea nos escoltó a través de la seguridad hacia el avión. Faltaba hora y media para el vuelo, y las aeromozas corrían apuradas como ayudantes en pleno estreno teatral. Las aeromozas de Singapore saltaron a la fama por el lema de la aerolínea a comienzos de los setenta: «Chica de Singapore, eres una excelente forma de volar», y todavía visten las kebayas y sarongs al batik diseñadas en 1968 por Pierre Balman. Para no interrumpirlas, me senté en uno de los nuevos asientos, una cápsula amplia y tentadoramente acogedora. Casi toUn asiento de primera clase debe crear la impresión de opulencia das las superficies eran curvas y de coen lo que en realidad es un ruidoso y nauseabundo tubo de metal lores apacibles: cobre, malva, ciruela, lleno de gente extraña. No son pocos quienes hacen viajes largos gris pardo, rosado oscuro y marrón. en muy buenos asientos para recordar el vuelo como uno de los Clase ejecutiva contaba con dos secciones: una con sólo ocho asientos, mejores episodios del paseo. Para lograr que el pasajero se sienta directamente detrás de primera clase, así, se requiere técnica en diseño e ingeniería, así como una y una de mayores dimensiones atrás, cierta manipulación psicológica con treinta y cuatro asientos. Para que la sección más grande no se viera enorme y, por consiguiente, menos Aquel trabajo con Singapore enriqueció la reputación de exclusiva, J.P.A. había tapizado filas de asientos alternos con toJ.P.A., y no sólo en la aeronáutica. La compañía construyó nos distintos, a manera de un tablero de ajedrez: un patrón que un salón de primera clase para Singapore Airlines en el ae- impide al cerebro humano registrar todo el espacio disponible. ropuerto Changi, y poco después se adjudicó contratos para —En cierta forma es una ilusión óptica —explica Tighe— varias remodelaciones de hoteles, incluido uno de cien mi- que reduce la percepción de repetición de los objetos. llones de dólares por el rediseño de la sala de huéspedes del Tighe pulsó un botón en el panel de control cerca de mi hotel Pierre en Nueva York. A causa de esto, el portafolio de brazo, y unas luces ocultas acentuaron con sutileza el detalle la compañía se expandió para abarcar ambientes de lujo en de la consola a mi derecha. Me hizo notar cómo un botón diferentes escalas, y la concepción que tenía Park sobre el en el interior del brazo contiguo al pasillo se ubicaba de tal trabajo de J.P.A. dentro de los aviones se extendió hasta más forma que la chica de Singapore pudiese apagar mi pantalla allá de los aviones y los aeropuertos. de video cuando me quedara dormido. Extendió la mesita de —Hay ciertos hitos por los que pasas camino al avión —me co- comer y dijo que la aeromoza podía hacerlo desde el pasillo, mentó—. Esos hitos deberían ser cruciales en tu visión del asiento. sin tener que estirarse por sobre mi regazo. Luego la alzó hasUna tarde fui en el auto hasta el aeropuerto Heathrow con John ta la posición correcta para tomar desayuno en la cama. Abrió Tighe, director de diseño de J.P.A. Debía ver un nuevo asiento una puerta a la derecha de la consola de video, y apareció un de clase ejecutiva para vuelos largos, llamado Next Generation. espejo de tocador con luces, útil para antes de aterrizar. La compañía lo había hecho para Singapore y ya había tenido —Un buen asiento no te revela todo lo que tiene en los prisu primer vuelo el año pasado. Tighe tiene treinta y dos años. meros diez minutos —dijo—. Te sorprende durante el vuelo Antes de llegar a J.P.A. trabajó para una compañía fabricante de y hace que descubras lo inesperado.
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lares anuales tapizando sus asientos de primera clase con un cuero ligeramente más delgado, un cambio que sólo incluyó dieciséis asientos en quince aviones. Aun con estos retos, J.P.A. diseñó una cabina de primera clase para Singapore que era glamorosamente distinta de cualquier otra. Los asientos, que podían convertirse en camas planas, parecían más bien enormes sillones con mesas de comer individuales y pantallas de video con marcos de madera. La ‘madera’ era en realidad una imitación fotográfica desletalizada. Estos nuevos asientos volaron por primera vez en 1998. Ganaron numerosos premios y se mantuvieron en servicio en su forma original por casi una década. Versiones posteriores del asiento siguen volando hasta hoy.
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lo que parece una experiencia de primera clase en un espacio mucho menor. En modo cama, cada unidad de asientos coge cierto volumen vacío del lado inferior del armazón del asiento del frente. Diseñar asientos es como armar un rompecabezas en tres dimensiones, en el que cada pieza tiene que encajar y hasta los pequeños espacios pueden ser cruciales. Una noche, durante un proyecto en el que las dos oficinas de J.P.A. trabajaron sin cesar, los diseñadores de Singapore enviaron a sus colegas de Londres a un menaje lleno de júbilo y les informó que creían haber hallado dos centímetros y medio más. Las camas de los aviones no son un invento reciente. Algunos antiguos aviones de Pan Am contaban con literas tipo tren, y en uno de esos aviones, en 1937, un miembro de la tripulación despertó a un pasajero para pedirle que lo dejase mirar por su ventana y así poder completar su mapa de navegación, ya que Primera clase puede ser problemática porque los pasajeros no había podido ver la Estrella del Norte desde su cabina. Ese pasajero necesitan demasiados mimos. Mantener su lealtad es costoso: recordaría luego que la actriz Anna las nuevas unidades de asientos exclusivos pueden costar más May Wong, estrella de El expreso de de medio millón de dólares cada una. Pero tales engreimientos Shanghái cinco años antes, iba en la pueden dar frutos de formas inesperadas: los pasajeros que litera del otro lado del pasillo, y que él sabía que ella dormía tras la cordisfrutan de sus asientos suelen calificar mejor el servicio tina porque podía oír «cierto suave en general, incluyendo una lista desactualizada de películas ronquido». Conforme la industria de los viajes aéreos se iba extendiendo a Asimismo, J.P.A. diseñó el asiento para que su transforma- los estratos sociales más bajos, las superficies para dormir se ción en cama sea una operación manual en lugar de digital, hicieron menos comunes para luego desaparecer, hasta que como suele ser. British Airways las reintrodujo en la década de los noventa. —Generalmente la aeromoza es quien acomoda la cama Los vuelos de antaño carecían de clases en el sentido por el pasajero, quizá mientras este se prepara para dormir de que sólo los ricos podían pagarlos. En 1938 un pasa—apunta Tighe. je en Imperial de Londres a Durban, que tardaba seis La parte superior de la cama se acomoda jalando el espal- días, costaba 125 libras, con hotel y comidas incluidos, dar del asiento, lo que libera un colchón plano y tapizado uni- casi la cuarta parte del precio promedio de una casa. En do al otro extremo. El cuero es bueno para sentarse, además los antiguos vuelos de clases mezcladas, los asientos de de fácil y rápido de limpiar, pero puede ser demasiado ca- primera clase se encontraban a veces cerca de la cola, liente y resbaloso para dormir. Un panel desplegado llena el con el fin de alejarse del ruido de los motores y quizá de espacio entre aquella superficie y el descanso fijo para pies, y esa suerte de chofer que operaba los controles. En 1977 entonces una aeromoza añade ropa de cama y una almohada. British Airways introdujo una tercera división, una caLas operaciones manuales poseen el beneficio adicional de bina ejecutiva en la parte central del avión, descrita por liberar peso del asiento al hacer más pequeña la maquinaria la aerolínea como «una atmósfera silenciosa y exclusiva, libre de distracciones, como las películas y los bebés». que este lleva dentro. Tal como su nombre sugiere, el Next Generation evolucio- Los asientos y los espacios entre ellos eran idénticos que nó a partir de un antiguo asiento que J.P.A. diseñó para Singa- los de clase económica, aunque la sección estaba orienpore. En ambos el pasajero se sienta mirando hacia adelante y tada a pasajeros que pagasen tarifas sin descuentos: casi duerme en diagonal, innovación que posibilitó la creación de siempre viajeros de negocios.
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Tales características pueden dar frutos de formas inesperadas: los pasajeros que disfrutan de sus asientos suelen calificar mejor todo lo demás, incluidas listas de películas desactualizadas. A la izquierda de la pantalla de video había un perchero retractable: accesorio muy sencillo, dado que los asientos de primera clase de hoy suelen tener un pequeño clóset personal donde los pasajeros pueden colgar sus sacos y chompas. Sin embargo, esta simplicidad fue intencional, según explicó Tighe. Singapore había estipulado que J.P.A. no debería opacar por ningún motivo el énfasis de la aerolínea en el servicio personal, y aquel perchero crea una oportunidad para interactuar entre pasajeros. —Podrías colgar tu saco al llegar a tu asiento, pero para cuando te hayas sentado, la aeromoza ya se habrá encargado de él.
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clases distintas de asientos: el Skycouch, que junta tres asientos adyacentes para formar una minicama, y el Spaceseat, que la compañía clasifica como «premium economy», pero que en otras aerolíneas pasa como clase ejecutiva. Este tipo de competencia por ganar más pasajeros representa un riesgo económico. Algunas cabinas de primera clase en Kingfisher Airlines, de la India, tenían bar, bartender y un espacioso lobby, así como un chef que preparaba manjares a la orden. No obstante Kingfisher dejó de volar en 2012, luego de sólo siete años de operaciones, en parte por haber dedicado demasiado espacio en la cabina a funciones que cautivaban a los pasajeros sin producir ninguna ganancia. Pero la moderación también es peligrosa. Las cabinas premium contribuyen al rendimiento económico de la aerolínea, de forma directa — por medio de pasajes más costosos— e indirecta —al establecer relaciones Las pantallas de video en un asiento de avión son un reto a la con clientes de alto presupuesto que viajan todo el tiempo—. La clase seguridad de los pasajeros porque las computadoras y sistemas ejecutiva es particularmente valiosa; eléctricos que los conectan deben ser incombustibles y aislados de primera clase puede ser problemátilos sistemas del avión, de modo que un niño de diez años no pueda ca porque los pasajeros necesitan detomar control de la cabina del piloto. Esta es la principal razón por masiados mimos y no toleran asientos sobrevendidos. Sitios web como la que los sistemas de entretenimiento son tan costosos. SeatGuru permiten a los viajeros quisLa fórmula suele ser «mil dólares por pulgada». Las pantallas quillosos comparar asientos en difeen el espaldar de cada asiento llegan a costar diez mil dólares rentes rutas, y mantener la lealtad de esos viajeros es costoso: las nuevas caso de los jets corporativos. Los aviones privados dividen a unidades de asientos de primera clase pueden costar más de sus clientes con dinero en dos categorías: los ricos, quienes medio millón de dólares cada una. Jami Counter, directora en vuelan en primera clase como si nada; y los jet-ricos, quienes jefe de TripAdvisor, a la que pertenece SeatGuru, me explicó: jamás han volado en económica. —La verdadera cabina de primera clase internacional se está Poco después del regreso de las camas a primera clase, estas encogiendo porque la cabina de clase ejecutiva internacional comenzaron a aparecer también en clase ejecutiva. Hoy las se ha convertido en un producto tan magnífico que las únicas variaciones que tiene cada clase en detalle, tamaño, espacio, diferencias se hallan en detalles como la comida y el servicio. confort y precio son tan grandes que los nombres tradicioCon costos tan altos, la densidad de pasajeros cobra vital nales de cabinas no significan gran cosa. Ben Orson, geren- importancia, sobre todo fuera de primera clase. La medida te general de J.P.A. en Londres, me dijo que puede ser más crítica de la industria se llama ‘campo’, es decir, la distancia exacto considerar los tipos de asiento como puntos apenas entre un punto de un asiento y el mismo punto del asienespaciados en una escala, desde aquellos terribles asientos de to de adelante o el de atrás. Campos cortos se traducen en vuelo regional hasta las lujosas cabinas de Emiratos y Etihad, más filas; más filas significan mayor ganancia y, a menudo, que parecen habitaciones de un palacio en miniatura. Entre precios menores, principal criterio por el que la mayoría de estos dos extremos se ubica una explosión cambriana de ca- pasajeros de clase económica comparan vuelos. El campo racterísticas y variantes, entre las que tenemos a la emergente de los aviones comerciales oscila entre unos setenta y seis clase intermedia con nombres como Economy Comfort, Economy centímetros en numerosas cabinas de vuelos cortos, y algo Plus y Main Cabin Extra. Air New Zealand ha sido particular- más de dos en algunas de primera clase de vuelos largos. En mente innovadora, y en estos últimos años ha introducido dos cualquier cabina con abundantes filas, incluso unos pocos La verdadera clase ejecutiva surgió poco después, y posteriores versiones han evolucionado desde entonces de acuerdo a factores, como los cambios económicos de cada país y la creciente competencia que apareció con la desregularización de las aerolíneas. Una clave de su éxito es que gran parte de los pasajes se compran en la moneda virtual más antigua del mundo: el dinero de otras personas. Para los pasajeros que compran sus propios pasajes y acceden a upgrades con sus millas de viajero frecuente, el costo se justifica con factores como los pagos de las agencias de viajes a las compañías de tarjetas de crédito, que compran millas al por mayor a las aerolíneas y las distribuyen a sus clientes como premio. Para los ejecutivos de corporaciones y sus abogados, banqueros y consultores, el gasto lo pagan en parte los accionistas, como es el
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centímetros cuentan, ya que se van acumulando. Con un patrón que se repite cada 1.78 cm, un metro y medio de sobra es un lujo muy costoso, ya que la diferencia entre ganancia y pérdida en determinado vuelo puede ser menor que la tarifa de un solo asiento. Establecer los precios de todas las cabinas con precisión se ha vuelto tan importante que las aerolíneas trabajan duro para predecir la demanda, que se ve influenciada, hora a hora, por el clima, golpes militares, vacaciones estudiantiles, epidemias, eventos deportivos, y muchísimos otros factores. Los precios varían constantemente conforme cambian las condiciones. —Si un vuelo se agota demasiado pronto —me confía Tighe— significa que no se estuvo cobrando lo suficiente. Durante mi visita a J.P.A., casi todos en la oficina se preparaban para la Expo Aircraft Interiors, que se celebra cada primavera en Hamburgo y constituye una de las exposiciones de negocios más grandes del mundo para quienes diseñan, fabrican, venden o compran prácticamente todo lo que va dentro de cualquier vehículo aéreo. Los diseñadores de J.P.A. estuvieron trabajando en un nuevo asiento de clase ejecutiva para vuelos largos, que desarrollaron en sociedad con un fabricante de interiores para aeronáutica llamado Jamco. El asiento, cuyo prototipo se mostró por primera vez en Hamburgo en 2013, viene a ser en cierto modo descendiente de un asiento-cama capaz de extenderse por completo que J.P.A. y otro fabricante introdujeron en 2007. Diversas aerolíneas utilizan aquel antiguo asiento, llamado Cirrus, sobre todo en clase ejecutiva, aunque algunas veces también en primera. Los asientos Cirrus son cerrados en un cascarón curvo y en forma de planta: un look conocido para muchos viajeros internacionales, quienes, para este momento, o bien han volado en los asientos de Cirrus o los han visto con amargura mientras iban rumbo a sus asientos al fondo del avión. Los asientos van insertados juntos en diagonal, de modo que cada unidad va orientada al eje longitudinal del avión, a manera de autos estacionados en ángulo ante el borde de la vereda. Ese arreglo permite ofrecer más de 1.80 cm de espacio para dormir con una inclinación de menos de 90 cm, mientras preservas lo que podría ser la característica más codiciada de la clase ejecutiva moderna: el acceso directo al pasillo desde todos los asientos, de modo que los pasajeros no tienen que pararse para pedir permiso cada vez que quieren ir al baño. La distribución del Cirrus se denomina espiga ‘inversa’ porque voltea la orientación utilizada por Virgin Atlantic, la primera aerolínea en colocar en ángulo a sus pasajeros de clase ejecutiva tanto para sentarse como para dormir. En la distribución
de Virgin, los pasajeros a los lados de la cabina se sientan de espaldas a la ventana y con los pies hacia el pasillo, mientras que en Cirrus miran hacia el lado opuesto. —El asiento de Virgin fue muy innovador, pero nos pareció mala idea hacer que la gente no mirase hacia la ventana —me confía Tighe—. Además, ese asiento tiene una limitación muy grande, porque en varias culturas, principalmente del Asia y del Medio Oriente, las plantas del pie se consideran desagradables o groseras, y la gente no se siente a gusto durmiendo descalza donde hay otras personas caminando. Las diferencias culturales pueden ser abismales en la industria de los viajes aéreos. A los estadounidenses no les molesta tanto como a los jeques árabes ver en primera clase a tipos mal vestidos calzando sandalias. El nuevo asiento de J.P.A., tal como el Cirrus, se venderá en varias versiones, a más de una aerolínea, y el objetivo de exponerlo en Hamburgo y las demás sedes es asegurar clientes por adelantado a la producción. El prototipo es un modelo a escala real de un grupo de cinco unidades, con un asiento completamente funcional, otro implementado como cama, y un tercero parcialmente reclinado. —El presidente ejecutivo de la compañía suele sentarse en el asiento que funciona y todos los demás se reúnen alrededor —me dijo Orson. Durante las exposiciones, los diseñadores de J.P.A. hacen el papel de vendedores, pero también buscan con detenimiento pistas sobre el posible comportamiento de los pasajeros. Algo que notaron observando a los ejecutivos de aerolíneas durante la exposición del año pasado fue que un elemento curvo ubicado junto al asiento del pasillo, cerca del hombro de un pasajero sentado, golpeaba al pasajero de vez en cuando a la hora de pararse, así que lo eliminaron. Después de la exposición de 2013, el modelo fue enviado a Seattle, Singapur, Tokio y otras ciudades más, para muestras adicionales, y para finales de aquel año lo habían estudiado representantes de varias docenas de aerolíneas. Aun así el asiento tendrá que esperar al menos dos años más para su lanzamiento, y casi todo lo relacionado a este, incluido el nombre, es secreto comercial. Antes de la exposición de este año, el modelo fue desarmado, reparado, modificado, reconstruido y reacabado en un esquema de color distinto. Con este trabajo en proceso, los diseñadores de J.P.A. construyeron un modelo en bruto con paneles de cartón pluma. Los asientos mismos eran ordinarias sillas de oficina, pero estos modelos permitieron a los diseñadores verificar aspectos como las líneas de visión y los espacios.
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Los modelos de tamaño natural han sido importantes herramientas para los diseñadores aeronáuticos desde hace mucho tiempo. Park me comentó que el software puede crear representaciones en 3D extraordinariamente realistas de una cabina entera, pero que todavía existen características y cualidades que no pueden percibirse con exactitud sin estudiar un objeto físico a escala real. El modelo de muestra del nuevo asiento de clase ejecutiva de J.P.A. y Jamco fue construido en Pitstone, a unos sesenta y cuatro kilómetros al norte de Londres, por el Grupo Curvature, una compañía privada que produce modelos a escala real de todo tipo de productos, desde teléfonos celulares hasta cohetes. Tighe vive cerca y a veces se detiene en su ruta diaria al ir o venir del trabajo. Un día fui con él a Curvature, y el gerente de proyectos de la compañía, James Lilley, nos hizo un tour del lugar. En uno de los ambientes vimos a un trabajador que pegaba varias planchas de poliuretano que luego convertiría en piezas de un modelo de embarcación, y utilizaría la más grande de las trece fresadoras de la empresa. —Podemos construir con facilidad un tren a escala real aquí mismo —dijo Lilley. Tighe mencionó que no hacía mucho Curvature había construido un prototipo (no funcional) de vagón de tren. Los interiores de aquel modelo estaban detallados con tal perfección que nadie notó que era un simple modelo aun habiendo entrado en él. En otro ambiente, un artesano que había estado trabajando a mano el borde curvo de una pieza de asiento explicaba a Tighe por qué reproducir el color de cierta muestra sería difícil. Tal muestra, de un azul traslúcido, había sido enviada por el diseñador de materiales de J.P.A., quien creyó que sería perfecta para determinada pieza decorativa del nuevo asiento —Nosotros creemos saber cómo lograrlo —comenta el artesano—, pero todo lo que tienes que hacer para lograrlo es un verdadero dolor de cabeza. Diseñar el efecto de la muestra en una capa requiere una base, un revestimiento negro, uno brilloso, uno de pintura, uno de laca y al menos un par de cosas más, sin contar los largos tiempos de espera entre cada paso. Sin embargo, él creía haber encontrado una manera más simple de lograr casi lo mismo, y entregó dos muestras a Tighe. —El primero que descubra cómo hacer una pintura cromada convincente se hará millonario —dijo Lilley. Construir un modelo de asiento de avión puede demorar hasta diez semanas, ya que prácticamente cada pieza debe trabajarse a medida. Una vez que el prototipo está listo, cons-
truir un asiento real es más rápido, pero el proceso es similar. «La industria de los asientos de avión no es como la industria automotriz —me comenta Park—: los volúmenes de producción son mucho, mucho menores, y aun así es prácticamente artesanal. En el caso de los automóviles, los robots se ocupan de casi toda la soldadura, y, hoy, hasta de gran parte del trabajo eléctrico. Con los asientos de avión, incluso las piezas de la estructura se trabajan a mano». Tighe añade: —Cuando conoces todo lo que va en un avión, te parece una locura poder comprar pasajes tan baratos. Para mi viaje a Londres, volé en American Airlines. Las aerolíneas americanas han demorado bastante en añadir asientos realmente sofisticados. No obstante, las expectativas están cambiando, y ahora se están apurando para ponerse a la altura de sus competidores extranjeros. American se ha tomado muy en serio el compromiso por renovar su flota. El avión en que volé, un Boeing 777-300ER, tenía todo el diseño interior de J.P.A. Los asuntos de clase business eran una variación Cirrus muy similar a la de Cathay Pacific, aunque sólo pude darles un vistazo mientras regresaba a mi sitio en clase económica. (Un pasajero de business ya se había estirado y tapado con una manta, lo que es una jugada de novato, ya que tendría que enderezar su siento otra vez para el despegue). Casi al final de mi semana en Londres desactivé por un momento mi conciencia periodística y no me opuse cuando una agente de prensa me ofreció buscar un mejor asiento para mi vuelo de regreso, y así conseguí un upgrade por «espacio libre». Sin embargo, al hacer check-in en el aeropuerto, el encargado se rio y me dijo que lo olvidara. —Hay dos asientos libres en clase ejecutiva, pero hay mucha gente en la cola delante de usted. Los empleados también tienen acceso a upgrades cuando hay espacio, aunque en los aviones nuevos nunca hay espacio para nosotros. También me dijo que incluso en vuelos con la mitad de asientos económicos vacíos, primera clase siempre estaba llena y ejecutiva sobrevendida. Me resigné a mi espacio de setenta y ocho centímetros. Ya en pleno vuelo, intenté consolarme pensando que el sistema de entretenimiento de mi asiento había costado varios miles de dólares más que todos mis equipos de sonido y video en casa. Cerré los ojos de rato en rato cuando mi libro se tornaba aburrido, aunque con el espaldar erguido por completo durante todo el vuelo por respeto al tipo que viajaba estrujado detrás de mí. Y podría jurar que no dormí
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Barranco, 1994
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UN HOMBRE FLACO Quienes han leído la obra de Julio Ramón Ribeyro lo suelen ver como un retratista del fracaso. Pero en Un hombre flaco, su perfil biográfico (Universidad Diego Portales), descubrimos que Ribeyro no siempre se parecía a sus personajes: le gustaba cantar en karaokes, apostar en casinos y beber con amigos más jóvenes que él. ¿Es escribir del fracaso un modo de ser feliz? Un texto de Daniel Titinger
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enía cuarenta y cuatro años, y pesaba cuarenta y seis kilos. Le daba vergüenza su cuerpo, pero extrañaba nadar en el mar. No quería, sin embargo, que alguien lo viera en traje de baño, exhibir su cuerpo operado, lleno de cicatrices, «ese cuerpo que parecía haber sobrevivido al ataque de un león», lo describió Niño de Guzmán. Por eso inventó los «baños crepusculares». Desde ese viaje de 1973, y en sus sucesivas visitas a Lima, los baños crepusculares se convirtieron en algo usual entre Ribeyro y sus sobrinos Juan Ramón, el hijo de Lucy, y Gonzalo, el hijo de Mercedes: iban a nadar al mar cuando el sol se estaba.
extinguiendo. Ribeyro se quitaba la camiseta, se metía al mar y nadaba con un estilo libre pausado. Era como un filamento, un fantasma que se alejaba mar adentro y regresaba a la orilla exhausto y feliz.
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Uno de sus primos, Esteban Santamaría, recuerda cómo Julio Ramón estaba obsesionado por el fútbol. «Era un buen arquero», me dijo Santamaría. Jugaban en la calle. A veces, para divertirse, Julio Ramón imitaba a los narradores de fútbol de la radio, y según Santamaría, su primo gritaba «y entonces, señoras y señores, este partido aún no termina, toma el balón y ¡goool de Universitario de Deportes!». Junto a su hermano Juan Antonio inventaron un juego. A una mesa de madera le dibujaron las líneas blancas de un campo de fútbol, incluso los dos arcos, y jugaban con equipos formados por tapitas de metal de bebidas gaseosas. Esa mesa la guardaban en el garaje de la casa, y hasta tenían unos tablones de madera para improvisar una tribuna con los amigos del barrio. Santamaría resume así esos años miraflorinos del escritor: «De Julio se dicen muchas cosas, pero tenía su faceta de hombre alegre».
Nos conocimos en París, el otoño del 661. Yo estaba escribiendo Un mundo para julius y a veces le leía partes, nos hicimos muy amigos y me costó mucho verlo en la sala de los muertos. Sí, yo he visto a Julio en la sala de los muertos. Estuvo en un hospital horroroso, el Saint-Louis, que es un monumento histórico con salas gigantescas y millones de enfermos, era atroz. Un día fui con Maggie, que era mi esposa, a ocuparme de él. Alida estaba vete tú a saber dónde, Julio 3
Nota del editor: Este es un fragmento de un testimonio del escritor Alfredo Bryce Echenique
como siempre abandonado y con sus sondas metidas por la nariz y qué sé yo, y fui con Maggie porque iba a llegar Mario Vargas Llosa. Maggie lo peinó, lo dejó como a Gardel, oye, fue un acto de cariño por una persona, y de temple, además, de la serenidad de Maggie, impresionante, yo miraba eso y me parecía un milagro, y duraba y duraba, para que cuando llegara Mario él estuviera bien peinado. Y llega Mario con un libro suyo para regalárselo y Julio no tenía ni manos para abrir el libro, estaba lleno de sondas. Se pegó una impresionada Mario, se quedó aterrado y me dijo Alfredo, cómo no me habías contado. Yo no tengo por qué decirte nada, Mario, esto lo sabemos todos. Era de noche y yo me tenía que ir a comer donde Julio Cortázar, así que le dije si quieres te dejo en el camino, Mario, y él me dice no, no le vayas a decir a Julio que estoy en París. Ahí me di cuenta de tres cosas. En primer lugar, del amor que Maggie le tenía a Julio Ramón. Me di cuenta, también, de que Julio Ramón se iba a morir y, por último, de que el boom se estaba rompiendo.
Ribeyro era consciente de su cuerpo. Sabía que era un hombre extremadamente flaco, pero al mismo tiempo que ese era un rasgo que lo distinguía del resto, que lo hacía elegante y a la vez misterioso. Su diario personal está lleno de anotaciones sobre su cuerpo, al que parecía despreciar, pero esa fragilidad era tanto su angustia como su sello personal. «De toda su figura, él sabía que su rostro era lo más expresivo, la nariz así, ¿no?, muy angulosa, digna de un retrato», me dijo Sofía Belaúnde, la pintora que no logró terminar el retrato. «Tú lo mirabas y sus pupilas tenían una fuerza impresionante —me contó su amiga María Laura Hernández—. No esa fuerza que podía tener Picasso que te volvía loca, sino la fuerza de una persona que va a la esencia de las cosas, y te lo transmitía en la mirada, en todo el cuerpo». En un papel cartulina de color amarillo, el mismo Ribeyro había
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pegado distintas fotografías suyas tamaño carné, en blanco y negro, que van desde 1939 hasta los años ochenta. La mayor parte de ellas están fechadas, y al estar una al lado de la otra, pegadas con goma y ordenadas cronológicamente, muestran su adelgazamiento precoz, su continuo deterioro. Pero en todas se lo ve elegante, distinguido. En una foto de 1939 escribió: «Obediente». En una de 1948: «Huevón». Hay una sin fechar, en la que aparece tecleando en una máquina de escribir, y dice: «Triste». 1964: «Preocupado». 1980: «Cagado». No tenía poses de ningún tipo. Nunca le mostró esa cartulina a nadie, y solo la encontraron en su departamento, escondida entre sus libros, cuando ya había muerto. Su ahijado y sobrino Claudio de la Puente, otro de los hijos de su hermana Mercedes Ribeyro, me aseguró que su padrino siempre le había recordado al Beatle George Harrison, y no solo por la delgadez de sus últimos años, ni por la aspereza de su rostro, ni por su manera de caminar o por el tono de su voz, que son idénticos, ni siquiera por haber muerto de un cáncer, sino porque «Harrison tenía un talento excepcional, y sin embargo no le gustaba la exposición». Una noche, en su casa, Claudio de la Puente me hizo ver videos de Harrison para comprobarlo. —Julio Ramón era como Harrison —me dijo—, y Vargas Llosa es como Paul McCartney.
Es cierto que Julio Ramón Ribeyro era un hombre despistado. Una tarde, cuando su hijo Julito tenía apenas tres años, Ribeyro lo llevó a un parque cercano a la Place Falguiere, donde vivían entonces, «un lugar feo», escribió él, «un barrio sin alma». El niño llevó sus baldes para jugar en la arena. El padre llevó el diario Le Monde. Pasó un rato y volvió a su casa. Cuando abrió la puerta de su departamento, Alida le preguntó por su hijo. «Me lo olvidé en el parque», le dijo a su esposa. Alida lo recuerda hasta hoy: «Julio Ramón tenía cualidades extraordinarias y defectos extraordinarios».
Jorge Deustua es un fotógrafo peruano que vive en Australia. Me cuenta, por Skype, que conoció a Ribeyro a principios de los años ochenta, en París, donde llegó con una beca para estudiar cine. Una mañana fue a buscarlo a su oficina de la Unesco con un encargo que traía desde Lima:
las fotografías de un sobrino de Ribeyro, de quien Deustua era amigo del colegio. El sobrino había ganado un campeonato de fútbol y le había pedido que le llevara esas fotos del torneo a su tío, que seguro le iba a dar una gran alegría. Pero Deustua no vio a un hombre alegre sino a un tipo tímido y muy incómodo: como si Ribeyro hubiera querido esconderse detrás de su escritorio. Era enero o febrero, y hacía frío. Ribeyro lo recibió con una mueca de disgusto, y sin embargo le contó que en esa oficina de la Unesco tenía tiempo para escribir, y lo hacía con una técnica que había perfeccionado con los años. Su escritorio tenía seis cajones. Apenas escribía algo, lo ponía en el primer cajón. Un mes después volvía a leerlo y, si aún le gustaba, pasaba al segundo cajón. Un mes más tarde, repetía el ejercicio y, si todavía le gustaba —lo cual era raro—, lo guardaba en el tercer cajón, y así hasta que llegaba al sexto cajón y era, entonces, publicable. Ribeyro, recuerda Deustua, le contaba todo eso con la misma mueca de disgusto con la que lo había recibido; como diciéndole, te voy a revelar la técnica de mi escritura, ¡pero largo de aquí, desconocido!
Es cierto que Ribeyro tenía una técnica para beber vino, quien sabe si para no perder la compostura o para atenuar esa timidez sin acabar en el suelo: llenaba la copa con un buen tinto de burdeos, de preferencia un Saint-Emilion, y la dejaba reposar sobre una mesa. Le daba un sorbo, se levantaba y la ponía en alguna otra parte; encima de una chimenea, por ejemplo. Era una manía rarísima, se olvidaba de la copa un rato, incluso no sabía dónde la había dejado. Luego la encontraba, le daba otro sorbo, y buscaba un nuevo lugar para perderla de vista.
Julio Ramón Ribeyro vivía en Lima y era un hombre distinto. «Se soltó las trenzas en los últimos años de su vida», contó el poeta Antonio Cisneros en una entrevista inédita. Cisneros murió de un cáncer fulminante en 2012, pero unos estudiantes de la Universidad San Martín de Porres lograron entrevistarlo para un documental sobre la vida de Ribeyro al que llamaron, simplemente, Ribeyro. «Le encantaban las peñas afroperuanas —les contó el poeta—, la pasaba muy feliz, a pesar de su timidez aparente o real, le encantaba que lo reconocieran».
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Guillermo Niño de Guzmán lo llamaba casi a diario y él contestaba siempre con la misma pregunta: «¿Qué te parece si nos tomamos unos copetines?». Salían a jugarse la suerte en los casinos y una noche, contó Niño de Guzmán, invocaron al fantasma de Dostoievski, gran jugador, y ganaron casi dos mil dólares apostando en la ruleta. Ribeyro tenía una técnica para apostar a la ruleta: durante toda la noche jugaba solo a tres números, y además lo hacía a «plenos», apuestas a un solo número que paga hasta treinta y cinco veces.
Quienes lo veían por primera vez tenían la sensación de que era distante y amargado. Daba la mano sin fuerza, y luego parecía querer huir, desaparecer, esconderse. Ribeyro, decían, no escribía sobre hombres desconocidos, desdichados y tristes: lo suyo no era ficción, sino pura autobiografía. Solo quienes traspasaban esa barrera impuesta por él mismo podían verlo sonreír. «A Ribeyro le gustaba cantar», me han dicho. «A Ribeyro le gustaba que yo le tomara fotografías». «Ribeyro jugaba ping-pong». «Ribeyro bailaba las canciones de Juan Luis Guerra». «Ribeyro se pasaba horas escuchando los boleros de Luis Miguel». Ribeyro parecía un personaje de sus cuentos, pero podría tratarse solo de un disfraz. En 1971, Ribeyro le dijo al poeta César Calvo, en una entrevista: «Creo que en todo el mundo hay varias personas o varias personalidades. A través de la vida una de ellas termina por imponerse a las otras, las regresa al silencio, las domina. Y solo en momentos excepcionales, de gran peligro o de gran pasión, alguna de ellas logra suplantar a la principal. En mi caso coexisten varias, con igual vehemencia. Por un lado existe el escritor; por otro lado, el bohemio; por otro lado, el hombre de su casa, el padre de familia que no es escritor ni bohemio. Y el niño de siete años que corría frente al mar y se iba a escuchar audiciones en Radio Miraflores. Y también una especie de aventurero frustrado, de viajero que ya no viaja, de seductor que ya no seduce»
De Un hombre flaco. Retrato de Julio Ramón Ribeyro, Daniel Titinger. Universidad Diego Portales. Santiago de Chile, 2014.
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Fotograf铆a de un collage de Julio Ram贸n Ribeyro. Lima, 1995.
DOSSIER
BRASILIA
UN FUTURO PASADO Alan Pauls
UNA PRISIÓN ABIERTA Clarice Lispector
UNA CIUDAD SIN SOMBRA Héctor Abad Faciolince
Fotografías de Marcel Gautherot | Acervo Instituto Moreira Salles
BRASILIA
ES EL FUTURO
QUE VIMOS
EN LAS PELÍCULAS ¿Quién inventó la fatalidad del futuro: la ciencia ficción o el comunismo?
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Un texto de Alan Pauls
1958. Explanada de los Ministerios en construcción.
© Marcel Gautherot / Acervo Instituto Moreira Salles
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N
o hay nada más raro que una ciudad donde lo más visible es el cielo, y el horizonte el único límite que creen encontrar los ojos. Sin embargo, la primera incongruencia con la que tropecé en Brasilia no nació del espacio sino del tiempo. Tropecé es un decir: iba en coche. Ya en el avión que me llevaba a Brasilia supe lo poco que usaría las piernas a lo largo de los tres días que se avecinaban, lo mucho que necesitaría de las ruedas de otros: desde el dorso de la mesita rebatible que tenía frente a mí, a diez mil metros de altura, un Fiat Stilo modelo Schumacher pavoneaba su arrogancia color rojo sangre envalentonado por esta leyenda: «Si verlo así, solo, te seduce, imaginate con vos adentro manejándolo». Iba en coche, decía, y en el coche sonaba «Generación Coca Cola», una canciónmanifiesto del grupo Legiâo urbana, la muestra de autobiografía musical que mi anfitrión y chofer, y pronto mi amigo, había elegido, pobre, para presentarse ante mí, que lo ignoro y moriré ignorándolo todo sobre el rock en general y el brasileño en particular. Avanzábamos por el Eje Monumental. Dejábamos atrás el sector de los ministerios con sus persianas extrañas, verdes como suaves párpados vegetales, cuando pensé: ¿cómo es posible que Brasilia, la ciudad del futuro por excelencia, pueda hacerme retroceder, dar marcha atrás, repatriarme a ese pasado absoluto que es la infancia? Mi visión de Brasilia, ciudad única, pionera, de avanzada, era desde el principio una retrovisión, un déjà-vu inducido por algunos estímulos inconfundibles: el derroche de espacios desiertos, el culto de la intemperie, la extraña soberanía de la arquitectura (a la vez altiva, porque sabe que no tiene rival, y modesta, porque es hija de la planificación), la falta de ruido y de mezclas, la monumentalidad de la escala… Y sobre todo las siglas, que proliferaban en el espacio público como jeroglíficos destinados a una raza superior, o más impaciente, de lectores: N-Q3-L, W1302… Las siglas son un talismán clásico para la imaginación de todo niño crecido en los años sesenta. Son la unidad de base de una quimera sinóptica que cree que confabulando números y letras se puede reducir el sentido y la complejidad del mundo a un juego de coordenadas unívocas. Pero si las siglas de Brasilia despertaron en mí los ecos de una infancia intacta, es porque en ese idioma impronunciable resonaba el imaginario que tejió mi niñez, la niñez típica del hijo de la cultura de masas: el imaginario de la ciencia ficción. (El mismo imaginario, dicho sea de paso, que
aparece deshidratado —es decir: vaciado de lo único que todavía puede reanimarlo, su dimensión histórica— en un spot publicitario de Nokia filmado precisamente en Brasilia, donde el futurismo es un trompe l’oeil y la ciudad, la ciudad real, el decorado ready made más barato del mundo. En el comercial, un astronauta, guiado únicamente por el navegador de un teléfono celular, atraviesa a pleno sol la ciudad completamente desierta, pasa junto a la catedral de Niemeyer, deja atrás los cuencos gigantescos del Parlamento, camina por el techo de la Alvorada, se detiene ante un edificio, sube por un ascensor, llama a una puerta y llega por fin a su destino, la fiesta de disfraces a la que lo invita a pasar un sonriente conejo de peluche de un metro ochenta.) De Fahrenheit 451 a Alphaville, todas las postales de paisajes urbanos anticipatorios que me vieron crecer reaparecían de golpe encarnadas en Brasilia, no en un barrio en particular, no en una zona privilegiada —uno de esos bolsones acotados donde los municipios suelen invertir de golpe todos sus arrebatos experimentales— sino en la ciudad toda, en su ejecución y su concepto. Y reaparecían —he aquí el aspecto verdaderamente perturbador, casi subversivo, del déjà-vu— irrigadas con la misma calidad emocional, el mismo veneno paradójico que las había signado la primera vez, cuando yo tenía seis, siete, ocho años y me dejaba hechizar por cualquier imagen que afirmara imaginar algo que todavía no existía: la euforia (de sentir que se podía ver el futuro), la inquietud (de comprobar que el futuro podía ser espantosamente inhumano). Yo apenas aterrizaba —si es que se puede realmente aterrizar en un sitio tan aéreo, tan suspendido, tan colgado como Brasilia— y ya Brasilia me inspiraba la misma ambivalencia contrariada que solían inspirarme esas arquitecturas del futuro descubiertas, de chico, en el cine o la televisión: belleza y opresión, inteligencia y despotismo, innovación y omnipotencia. Más que contrariada, en realidad, era una ambivalencia dolorosa, pero no por la dosis de miedo que incluía sino porque mientras me enfrentaba con una incógnita difícil (¿es fatalmente opresiva la belleza a gran escala?), al mismo tiempo me condenaba a no poder resolverla. Al parecer, la belleza venía con la opresión, la inteligencia con el despotismo, la voluntad de innovación con la voluntad de control. La idea de futuro está en el corazón de la experiencia de déjà-vu que Brasilia fue para mí. Porque pensándolo bien, ¿hay alguna idea más fechada, más histórica? ¿Hay algo más pasado que el fu-
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turo? Y sin embargo, mientras seguíamos viajando en coche, esquivando peatones lánguidos y acobardados a la vez —sonaba ahora Lobâo, un energúmeno aparentemente legendario—, me di cuenta de que si algo compartía yo con Brasilia, algo a la vez íntimo e histórico, personal y político, era el hecho de que ambos éramos, somos, seremos siempre hijos de ese milagro del destiempo, de ese anacronismo mítico que es el futuro. Y cuando digo futuro pienso sin duda en la ciudad descentralizada de Fahrenheit 451 (donde para leer libros había que ser tan maquis como Lucio Costa, el hombre que diagramó esta ciudad imposible, para infiltrarse en el urbanismo) y en la Alphaville de Godard (donde la sigla hlm ya no designaba una avanzada de la arquitectura popular, la Habitation à loyer moyen —«vivienda de alquiler medio»—, sino una pesadilla poética, Hôpitaux à longues maladies, «hospitales para enfermedades prolongadas»). Pero pienso sobre todo en las fuerzas intelectuales, las ideas, las creencias que hacían posible que dos cineastas como Truffaut y Godard —como muchos otros— se lanzaran de pronto a poner en escena los tiempos fascinantes y terribles que se avecinaban. Pienso, por supuesto, en las altas banderas del modernismo, en el ímpetu de los gestos fundacionales, en el culto de lo nuevo, en eso que en términos muy generales, y no sin melancolía, se sigue llamando utopismo. Y pienso en el extraño núcleo aporético que parece estar en el centro de ese gran entusiasmo crítico y civilizador: la necesidad de desplegar un esfuerzo sobrehumano para hacer realidad un futuro que de todos modos nos estaba asegurado. ¿Cuántos brazos hicieron falta, cuántos fueron sacrificados para construir Brasilia, cuántos sobreviven hoy a gatas en lo que una jerga decididamente cienciaficcióndependiente llama ciudades-satélite? Nadie nunca pudo decírmelo, y durante los tres días que pasé en la ciudad me quedó flotando en la cabeza la famosa frase de Walter Benjamin: «No hay documento de cultura que no lo sea a la vez de barbarie». Al tercer día me llevan a una fiesta. Es una fiesta diurna, en una casa particular, pero hay que pagar entrada y llevar algo para beber. Los dueños de casa no están, o al menos no se han presentado como tales; toda la casa está clausurada, en sombras, como un gigantesco animal dormido; la fiesta transcurre en el jardín, alrededor de la pileta —cuyo uso nadie sabe si está incluido en la entrada y la bebida— y sobre todo en un quincho diminuto donde veinte militantes del baile —yo entre ellos, deci-
dido a reanudar relaciones con mis piernas— obedecen las instrucciones enérgicas, tal vez demasiado para la hora, recién las cinco de la tarde, de un DJ llamado Leâozinho. La fiesta, me dicen, se llama tarde ensolarada, y mientras vuelvo a sentir sangre en las pantorrillas me pregunto otra vez lo que vengo preguntándome desde la caída del muro de Berlín (primero) y desde la llegada del 2001, el año de 2001 Odisea del espacio (después): ¿quién inventó la fatalidad del futuro: la ciencia ficción o el comunismo? La respuesta que da Brasilia es escandalosamente simple: ¿hay acaso alguna diferencia? De ahí el problema o la imposibilidad, más bien, de decidir qué es Brasilia: si el único experimento comunista del siglo XX que tuvo éxito (pero en ese caso, ¿entendimos bien la lección? ¿Comprendimos que la fórmula era el plan piloto, no el plan quinquenal; el urbanismo modernista, no la socialización de los medios de producción; Le Corbusier y no el partido único?), si el museo de un urbanista visionario (Lucio Costa) o el de his majesty Niemeyer (quizás el único arquitecto del mundo que merezca en las discusiones de toda una ciudad más espacio y más furia que un presidente), o si es el ejemplo más perfecto de un escándalo para el que nadie —y menos que nadie los hijos del modernismo utópico del siglo XX— está todavía preparado: el escándalo de un sueño realizado. Estuve sólo tres días en Brasilia, pero podría decir (sin alardear) que nací allí, que allí viví, vivo y quizá viviré y que de un modo singular, incluso incómodo, que recién ahora empiezo a poder pensar, es mi ciudad, simplemente porque de Brasilia puedo decir lo que no podré decir jamás de ninguna otra ciudad del planeta: que soy su estricto contemporáneo. Nací en 1959, cuando Brasilia estaba a punto de inaugurarse. Así como pensé, mientras bailaba esa tarde ese set prematuro en un quincho diseñado para mesas de ping pong o barbacoas, que muy probablemente fuera la persona más vieja de toda la fiesta (primera vez en mi vida que experimento ese privilegio, y se lo debo a Brasilia), puedo decir también que tengo la misma edad, que soy tan viejo o tan joven como lo más viejo que tiene la ciudad, y que esa evidencia única —sentirme biológica, históricamente trenzado con una ciudad extranjera en la que pasé sólo tres días— todavía me hace temblar las piernas que recién volví a usar unas pocas horas antes de abandonarla Texto publicado en Temas lentos, Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2012.
BRASILIA
ES UNA PRISIÓN
AL AIRE LIBRE ¿Cómo esconderse en una ciudad que no tiene esquinas?
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Un texto de Clarice Lispector
1959. Trabajadores en el Palacio del Congreso Nacional.
© Marcel Gautherot / Acervo Instituto Moreira Salles
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rasilia está construida en la línea del horizonte. Brasilia es artificial. Tan artificial como debía ser el mundo cuando fue creado. Cuando el mundo fue creado fue necesario crear un hombre especialmente para aquel mundo. Todos nosotros estamos deformados por la adaptación a la libertad de Dios. No sabemos cómo seríamos si hubiésemos sido creados en primer lugar y después el mundo formado según nuestras necesidades. Brasilia aún no tiene el hombre de Brasilia. Si dijese que Brasilia es bonita, verían inmediatamente que me ha gustado la ciudad. Pero si digo que Brasilia es la imagen de mi insomnio ven en eso una acusación. Pero mi insomnio no es bonito ni feo, mi insomnio soy yo, es vivido, es mi asombro. Es un punto y coma. Los dos arquitectos no han pensado en construir belleza, sería fácil: ellos han levantado el asombro inexplicado. La creación no es una comprensión, es un nuevo misterio. — Cuando me morí un día abrí los ojos, y estaba en Brasilia. Yo estaba sola en el mundo. Había un taxi parado. Sin coger. Ay qué miedo. — Lúcio Costa y Oscar Niemeyer, dos hombres solitarios. — Miro Brasilia como miro Roma; Brasilia empezó con una simplicidad final de ruina. La hiedra aún no ha crecido. Además del viento sopla otra cosa. Sólo se reconoce por la crispación sobrenatural del lago. — En cualquier lugar donde se está de pie, un niño puede caerse fuera del mundo. Brasilia está en el límite. — Si yo viviese aquí dejaría que mi pelo creciese hasta el suelo. — Brasilia es de un pasado esplendoroso que ya ni existe. Hace milenios que desapareció este tipo de civilización. En el siglo IV a.C, estaba habitada por hombres y mujeres rubios y altísimos que no eran ni americanos ni suecos y que centelleaban al sol, eran todos ciegos. Por eso en Brasilia no hay nada contra lo que se pueda tropezar. Los brasilienses se vestían de oro blanco. La raza se extinguió porque tenían pocos hijos. Los brasilienses vivían casi trescientos años. No había en nombre de qué morir. Milenios después fue descubierta por una banda de forajidos que no serían recibidos en ningún otro lugar: no tenían nada que perder. Allí encendieron fuego, levantaron las tiendas. Excavaron poco a poco las arenas que enterraban la ciudad. Éstos eran hombres y mujeres más bajos y morenos, de ojos esquivos e inquietos y que, como eran fugitivos y desesperados, tenían en nombre de qué vivir y morir. Habitaron las casas en ruinas, se multiplicaron, constituyeron una raza humana muy contemplativa. — Esperé la noche como quien espera las
sombras para poder escabullirse. Cuando llegó la noche comprendí con horror que era inútil: donde quiera que estuviese sería vista. Lo que me aterroriza es ¿vista por quién? Fue construida sin lugar para ratones. Toda una parte nuestra, la peor, la que tiene pánico a los ratones, no tiene lugar en Brasilia. Quisieron negar que no somos buenos. Una construcción con espacio calculado para las nubes. El infierno me entiende mejor. Pero los ratones, todos muy grandes, la están invadiendo. Ése era un titular invisible en los periódicos. — Aquí tengo miedo. — La construcción de Brasilia: la de un Estado totalitario. — Ese gran silencio visual que amo. También mi insomnio había creado esta paz del nunca. También yo, como ellos dos, que son monjes, meditaría en este desierto donde no hay lugar para las tentaciones. Pero veo a los buitres sobrevolar a lo lejos. ¿Qué estará muriendo, Dios mío? — No he llorado nunca en Brasilia. No habría lugar. — Es una playa sin mar. — En Brasilia no hay por dónde entrar, ni por dónde salir. — Mamá, es bonito verte de pie con esa chaqueta blanca flotando al viento. (Es que he muerto, hijo mío). — Una prisión al aire libre. De cualquier modo no habría hacia dónde huir, porque quien huye va seguramente hacia Brasilia. — La han aprisionado en la libertad. Pero la libertad es sólo lo que se conquista. Cuando me la dan me están ordenando ser libre. — Todo un lado de frialdad humana que tengo lo encuentro aquí en Brasilia, y florece gélido, potente, una fuerza helada de la Naturaleza. Éste es el lugar donde mis crímenes gélidos tienen espacio. Me voy. Aquí mis crímenes no serían de amor. Me voy a mis otros crímenes, los que Dios y yo comprendemos. Pero sé que volveré. Soy atraída hacia aquí por lo que me asusta de mí. — Nunca he visto nada igual en el mundo. Pero reconozco esta ciudad en lo más hondo de mi sueño. Lo más hondo de mi sueño es una lucidez. — Pues, como iba diciendo, Flash Gordon... — Si me hiciesen una foto de pie en Brasilia, cuando la revelasen solo saldría el paisaje. — ¿Dónde están las jirafas de Brasilia? — Una cierta crispación mía, ciertos silencios, hacen decir a mi hijo: caray, los adultos son de muerte. — Es urgente. Si no se puebla, o mejor, se superpuebla, será demasiado tarde, no habrá lugar para las personas. Se sentirán tácitamente expulsadas. — El alma aquí no proyecta sombra en el suelo. — Los primeros días se me fue el hambre, me parecía que todo iba a ser comida de avión. — Por la noche tendí mi rostro al silencio. Sé que hay una hora incógnita en la que el maná cae y humedece las tierras de Brasilia. Por más
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cerca que esté todo, aquí se ve de lejos. No he encontrado una manera de tocar. Pero por lo menos tengo esa ventaja: antes de llegar aquí ya sabía cómo tocar de lejos. Nunca me he despertado demasiado: desde lejos tocaba. He tenido mucho, y ni siquiera lo que he tocado tiene sabor. Las mujeres ricas somos así. Es Brasilia pura. — La ciudad de Brasilia está fuera de la ciudad. — Boys, boys, come here, will you, look who is coming on the street all dressed up in modernistic style. It ain’t nobody but (Aunt Hagar’s Blues, Ted Lewis and his band, con Jimmy dorsey al clarinete.) — Esa belleza terrible, esta ciudad trazada en el aire. — Por ahora no puede nacer samba en Brasilia. — Brasilia no me deja estar cansada. Persigue un poco. Contenta, contenta, contenta, me siento bien. Y después de todo siempre he cultivado mi cansancio, como mi pasividad más rica. — Todo esto es hoy. Sólo Dios sabe qué sucederá en Brasilia. Aquí la casualidad es abrupta. — Brasilia está embrujada. Es el perfil inmóvil de una cosa. — Desde mi insomnio miro por la ventana del hotel a las tres de la madrugada. Brasilia es el pasaje del insomnio. Nunca duerme. — Aquí el ser orgánico no se deteriora, se petrifica. — Yo quisiera ver esparcidas por Brasilia quinientas mil águilas del más negro ónice. — Brasilia es asexuada. — La mirada del primer instante es como un cierto instante de embriaguez: los pies no tocan el suelo. — ¡Qué hondo se respira en Brasilia! Quien respira empieza a querer. Y no se puede querer. No tiene. ¿Tendrá? Es que no veo dónde. — No me asombraría encontrar árabes por las calles. Árabes antiguos y muertos. — Aquí muere mi pasión. — Y adquiero una lucidez que me deja flotando, grandiosa. Soy fabulosa e inútil, soy de oro puro. Y casi médium. — Si hay algún crimen nuevo que la humanidad no haya cometido, ese crimen nuevo será inaugurado aquí. Y tan poco secreto, tan bien adecuado al altiplano, que nunca lo sabrá nadie. — Éste es el lugar donde el espacio más se parece al tiempo. — Estoy segura de que éste es mi lugar. Pero es que la tierra me ha viciado demasiado. Tengo malos hábitos de vida. — La erosión desnudará Brasilia hasta los huesos. — El aire religioso que sentí desde el primer instante, y que negué. Esta ciudad se ha logrado con la plegaria. Dos hombres beatificados por la soledad me crearon aquí, de pie, inquieta, sola, contra el viento. — Hacen falta caballos blancos sueltos por Brasilia. Por la noche serían verdes bajo la luz de la luna. — Yo sé lo que los dos quisieron, la lentitud y el silencio, que también es la idea que me hago de la eternidad. Los dos crearon el retrato de una ciudad eterna. — Hay algo aquí que me da
miedo. Cuando descubra lo que me asusta sabré también lo que amo en esta ciudad. El miedo siempre me ha guiado hacia lo que quiero. Y porque quiero, temo. Muchas veces el miedo me ha tomado de la mano y me ha guiado. El miedo me lleva al peligro. Y todo lo que amo es arriesgado. — En Brasilia están los cráteres de la luna. — La belleza de Brasilia son las estatuas invisibles. Estuve en Brasilia en 1962. Escribí sobre ella lo que ahora se ha leído. Y ahora he vuelto, doce años después, durante dos días. Y también he escrito. Ahí va todo lo que he vomitado. Atención voy a empezar. Esta pieza va acompañada por el vals de Sangre vienesa, de Strauss. Son las 11 de la mañana del día 13.
Brasilia: esplendor Brasilia es una ciudad abstracta. Y no hay manera de concretarla. Es una ciudad redonda y sin esquinas. Tampoco tiene bares para tomar un café. Es verdad, juro que no he vista esquinas. En Brasilia no existe lo cotidiano. La catedral ruega a Dios. Son dos manos abiertas para recibir. Pero Niemeyer es un irónico: ironizó la vida. Es sagrada. Brasilia no admite diminutivo. Brasilia es una broma estrictamente perfecta y sin errores. Y a mí sólo me salva el error. La iglesia de San Bosco tiene unos vitrales tan espléndidos que me quedé muda sentada en el banco, sin creer que fuese verdad. Además la época que atravesamos es fantástica, es azul y amarilla, y escarlata y esmeralda. Dios mío, ¡qué riqueza! Los vitrales tienen luz de música de órgano. Sin embargo esa iglesia así, tan iluminada, es acogedora. Su único defecto es la inusitada araña de cristal redonda que parece de nuevo rico. La iglesia sería más pura sin esa lámpara. Pero ¿qué se puede hacer? ¿Ir por la noche a robarla en la oscuridad? Después fui a la Biblioteca Nacional. Me atendió una joven rusa que se llama Kira. Vi chicos y chicas estudiando y cortejándose: algo completamente compatible. Y digno de alabanza, claro. Paro un instante para decir que Brasilia es un campo de tenis. Hace un fresco revigorizante. Qué hambre, pero qué hambre. Me pregunté si había muchos delitos en la ciudad. Me dijeron que en el barro de Grama (¿es ése el nombre?) hay unos tres homicidios por semana. (Paré los crímenes para comer.) La luz de Brasilia me ha dejado ciega. Me he olvidado las gafas de sol en el hotel y he sido invadida por
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una terrible luz blanca. Pero Brasilia es roja. Y es comple- meto en cada lío, ahora te cuento. Pero es bueno porque tamente desnuda. No hay manera de no verse expuesto en es arriesgado. Ahora me pregunto: si no hay esquinas, esta ciudad. Pero el aire no tiene contaminación: se respira ¿dónde se ponen a fumar las prostitutas? ¿Se sientan en el suelo? ¿Y los mendigos? ¿Tienen coche? Porque allí bien, un poco demasiado bien, la nariz seca. Brasilia desnuda me da una sensación de beatitud. Y de solo se puede ir en coche. La luz de Brasilia lleva a veces al éxtasis y a la plenitud locura. En Brasilia tengo que pensar entre paréntesis. ¿Me total. Pero también es agresiva y dura; ah, cómo me gustadetienen por vivir? Eso es. No paso de frase oídas por casualidad. En la calle, al atra- ría la sombra de un árbol. Brasilia tiene árboles. Pero aún vesar el tráfico, oí: «Fue por necesidad». Y en el cine Roxy, en no convencen. Parecen de plástico. Río de Janeiro, oí decir a dos mujeres gordas: «Por la mañana Ahora voy a escribir una cosa muy importante: Brasilia dormía y de noche se despertaba». «No tiene resistencia fí- es el fracaso del éxito más espectacular del mundo. Brasilia es una estrella hecha añicos. Estoy sica». En Brasilia tengo resistencia maravillada. Es linda y desnuda. física mientras que en Río estoy La falta de pudor que se tiene en medio lánguida, medio blanda. Y ¿Cómo serán los que nacen en soledad. Al mismo tiempo sentía oí la frase siguiente de las mismas Brasilia cuando crezcan y se havergüenza de quitarme la ropa mujeres gordas, que eran bajas: gan hombres? Porque la ciudad para bañarme. Como si un ojo gi«¿Qué pinta allí?». Y así fue, queridos míos, como fui expulsada. gantesco me mirase implacable. está habitada por forasteros Brasilia tiene euforia en el Además Brasilia es implacable. Me nostálgicos. Los exiliados. Los aire. Se lo dije al conductor del sentí como si alguien me señalase taxi amarillo: «Hoy parece lunes, con el dedo, como si me pudiesen que nacen allí serán el futuro. ¿no?». «Sí», respondió él. Y no didetener o quitarme la documentaUn futuro centelleante como el jimos nada más. Yo deseaba tanto ción, la identidad, la veracidad, mi acero. Si yo todavía estoy viva decirle que estuve en la adoraúltimo aliento íntimo. ¡Ay, si los de dísima Brasilia. Pero él no quiso la Radio Patrulla me cogen y me aplaudiré el producto extraño y saberlo. A veces sobro. dan una paliza!, les diré la peor profundamente nuevo que surEntonces fui al dentista, ¿me palabra de la lengua portuguesa: oyes, Brasilia?, yo me cuido. sobaco. Y caerán muertos. Pero girá. ¿Estará prohibido fumar? ¿Debo leer revistas odontológicas para ti, amor mío, soy más delica¿Estará prohibido todo, Dios porque estoy en la sala de espera da y digo bajito: axilas... mío? Brasilia parece una inaugudel dentista? Después me senté Brasilia huele a pasta de dienen la magnífica silla de muerte tes. Y el que no está casado ama ración. Todos los días es inaugudel dentista, silla eléctrica, y vi sin pasión. Simplemente pracrada. Festejos, queridos, festejos. una máquina que me miraba llatica el sexo. Pero quiero volver, mada Atlante 200. Me miraba sin quiero intentar descifrar el enigQue se icen las banderas razón, porque yo no tenía caries. ma. Quiero sobre todo hablar Brasilia no tiene caries. Es una con los universitarios. Quiero tierra fuerte, aquélla. Y no es de broma. Juega fuerte y es que me inviten a participar de esa aridez luminosa y llena para ganar. Merquior y yo soltamos grandes carcajadas de estrellas. ¿Es posible que alguien muera en Brasilia? que aún resuenan en Río. He sido irremediablemente im- No. Nunca. Nadie muere nunca porque no se puede cepregnada por Brasilia. rrar los ojos. Hay hibernación: el aire lo deja a uno entuPrefiero el entrelazamiento carioca. He sido delicada- mecido durante años, después revive. El clima es desamente mimada en Brasilia pero me morí de miedo de leer fiante y fustiga un poco. Pero falta magia en Brasilia, falta mi conferencia. (Noto aquí un acontecimiento que me macumba. No quiero que Brasilia me eche el mal de ojo: asombra: estoy escribiendo en pasado, presente y futu- pero lo hace. Rezo, rezo mucho. Ay, qué buen Dios. Todo ro. ¿Estaré levitando? Brasilia sufre de levitación.) Yo me allí es a las claras y quien quiera que se dé la vuelta. Aun-
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que los ratones adoren la ciudad. ¿Cuál será su comida?, ah, ya lo sé: comen carne humana. Escapé como pude. Y parecía teledirigida. Di innumerables entrevistas. Modificaron lo que dije. Ya no daré más entrevistas. Y si de lo que se trata es de invadir mi intimidad entonces que sea pagando. Nos dijeron que en los Estados Unidos es así. Y aún hay más: yo sola es un precio, pero si entra mi precioso perro cobro más. Si me distorsionan les pondré una multa. Perdonen, no quiero humillar a nadie pero no quiero ser humillada. Dije que posiblemente iría a Colombia y escribieron que iba a Bolivia. Cambiaron el país porque sí. Pero no hay peligro: de mi vida privada solo concedo decir que tengo dos hijos. No soy importante, soy una persona común que quiere un poco de anonimato. Detesto dar entrevistas. Soy una mujer simple y un poquito sofisticada. Una mezcla de campesina y de estrella en el cielo. Adoro Brasilia. ¿Es contradictorio? Pero ¿qué no es contradictorio? Por las calles despobladas sólo se puede ir en coche. Nunca sabía adónde ir ni adónde iba a llegar. Estoy desorientada en la vida, en el arte, en el tiempo y en el espacio. ¡Qué cosas, por Dios! Allí las personas si cenan y almuerzan es para tener quien las pueble. Esto es bueno y muy agradable. Es la humanización lenta de una ciudad que por algún motivo oculto es penosa. Me gustó mucho, me mimaron tanto en Brasilia. Pero había quien quería que me fuera a toda velocidad. Les estropeaba la rutina. Para esas personas yo era una novedad incómoda. Vivir es dramático. Pero no hay escapatoria: se nace. ¿Cómo serán los que nacen en Brasilia cuando crezcan y se hagan hombres? Porque la ciudad está habitada por forasteros nostálgicos. Los exiliados. Los que nacen allí serán el futuro. Un futuro centelleante como el acero. Si yo todavía estoy viva aplaudiré el producto extraño y profundamente nuevo que surgirá. ¿Estará prohibido fumar? ¿Estará prohibido todo, Dios mío? Brasilia parece una inauguración. Todos los días es inaugurada. Festejos, queridos, festejos. Que se icen las banderas. ¿Quién me quiere en Brasilia? Quien me quiera que me llame. No ahora, porque estoy todavía aturdida, sino dentro de un tiempo. En servicio oficial. A Brasilia se va en servicio oficial. Quiero hablar con la camarera que me dijo al descubrir quién era yo: «¡Tengo tantas ganas de escribir!». Yo le dije: «Pues hazlo, mujer, escribe». Me respondió: «Pero yo he sufrido tanto». Yo le dije severamente: «Pues ve y escribe sobre lo que has sufrido».
Porque es necesario que alguien llore en Brasilia. Los ojos de sus habitantes están demasiado secos. Entonces yo me ofrezco para llorar. Mi camarera y yo, nosotras, las amigas. Ella me dijo: ·«Cuando la vi sentí un escalofrío en el brazo». Me dijo que era médium. Sí, me estremezco. Y siento escalofríos. Que Dios me ayude. Estoy muda como la luna. Brasilia es tiempo integral. Tengo miedo, pánico, de ella. Es el lugar ideal para tomar una sauna. ¿Una sauna? Sí. Porque allí no se sabe qué hacer de uno mismo. Miras hacia abajo, miras hacia arriba, miras hacia un lado y la respuesta es un grito: ¡Noooooo! Brasilia nos da unos chascos de impresión. ¿Por qué me siento tan culpable allí? ¿Qué he hecho? ¿Y por qué no han levantado en la ciudad un gran Huevo blanco? Es que no tiene centro. Pero el Huevo hace falta. ¿Qué ropa se lleva en Brasilia? ¿Metálica? Brasilia es mi martirio. Y no tiene sustantivo. Es sólo un adjetivo. Y cómo duele. ¡Ay, Dios mío, dame un sustantivo pequeñito, por amor de Dios! Ah, ¿no me lo quieres dar? Entonces no he dicho nada. Sé perder. ¡Oh, azafata, a ver si me ofrece una sonrisa menos falsa! ¿Esto es un sándwich que se pueda comer, así deshidratado? Hago como Sérgio Porto: me han contado que en un avión la azafata le preguntó: «¿Acepta usted un café?». Y él le respondió: «Acepto todo aquello a lo que tengo derecho». En Brasilia nunca es de noche. Siempre es implacablemente de día. ¿Un castigo? ¿Qué he hecho mal, Dios mío? No quiero saberlo, dice Él, un castigo es un castigo. En Brasilia no hay donde caerse muerto. Pero tiene una cosa: Brasilia es proteína pura. ¿No he dicho ya que Brasilia es como un campo de tenis? Pues Brasilia es sangre de un campo de tenis. ¿Y yo? ¿Dónde estoy? ¿Yo? Pobre de mí, con la sábana manchada de escarlata. ¿Me mato? No. Vivo como una respuesta en bruto. Estoy aquí para quien me quiera. Pero Brasilia es el sonido opuesto. Y nadie niega que Brasilia es ¡goooooooool! Aunque retuerza un poco la samba. ¿Quién es quién? ¿Quién canta aleluya y yo lo escucho con alegría? ¿Quién atraviesa como una espada afiladísima la futura y siempre ciudad futura de Brasilia? Repito: eres proteína pura. Me ha fertilizado. ¿O soy yo misma la que canta? Me escucho conmovida. Hay Brasilia en el aire. En el aire desgraciadamente sin el apoyo de una esquina para vivir. ¿He dicho ya que en Brasilia no se vive?, se habita.
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1962. 窶帰rcos invertidos del Palacio de Alvorada.
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Brasilia es un hueso seco de puro asombro bajo el sol inclemente de la playa. Ah, un caballo blanco, pero qué crin más agreste. Ay, puedo esperar más. Un avión, por favor. Y la ávida luz de luna que entra dentro de la habitación y me acompaña, yo, pálida, blanca, siniestra. No tengo esquina. Mi radio a pilas ni capta música. ¿Qué pasa? Así tampoco. ¿Me repito? ¿Duele? Por amor de Sios (del susto casi equivoco la palabra Dios), por amor de Dios, discúlpenme por favor los que viven en Brasilia por estar diciendo lo que a la fuerza digo, yo una humilde esclava de la verdad. No quiero ofender a nadie. Es sólo cuestión de una luz demasiado blanca. Tengo los ojos sensibles, soy invadida por una claridad blanca. Tengo los ojos sensibles, soy invadida por la claridad blanca, y por tanta tierra roja. Brasilia es un futuro que sucedió en el pasado. Eterna como una piedra. La luz de Brasilia —¿me estoy repitiendo?—, la luz de Brasilia hiere mi pudor femenino. Es sólo eso, queridos, sólo eso. Aparte de esto, ¡viva Brasilia! Yo ayudo a izar la bandera. Y perdono la bofetada que me ha dado en mi rostro pobre. Ay, pobre de mí. Tan sin madre. Es un deber tener madre. Es algo natural. Estoy a favor de Brasilia. En el año 2000 va a haber una fiesta allí. Si aún estoy viva quiero participar de la alegría. Brasilia es una alegría general exagerada. Un poco histérica, es cierto, pero no importa. Carcajadas en un corredor oscuro. Yo carcajeo, tú carcajeas, él carcajea. Tres. En Brasilia no hay farolas para que los perros hagan pipí. Hace mucha falta un pipí-can. Pero Brasilia es una joya, señor mío. Allí todo funciona como es debido. Brasilia me encierra en oro. Voy a la peluquería. Estoy hablando desde Río. ¡Aló, Río! ¡Aló, aló!, estoy realmente asustada. Que Dios me ayude. Pero hay momentos en los que, se lo voy a decir, amigo mío, hay momentos en los que Brasilia es como un pelo en la sopa. Estoy muy ocupada, Brasilia, vete al diablo y déjame en paz. Brasilia no está en ninguna parte. La atmósfera es de indignación y tú sabes por qué. Brasilia antes de nacer ya había nacido, la prematura, la nascitura, el feto, yo en fin. Ay qué disparate. En Brasilia no entra cualquiera, no. Hace falta nobleza, mucha desvergüenza y mucha nobleza. Brasilia no es. Es sólo el retrato de sí misma. Yo te amo, ¡oh, extrósima! ¡Oh, palabra que he inventado y que no sé que quiere decir! ¡Oh, forúnculo! Pus cristalizado, pero ¿de quién? Atención: hay esperma en el aire.
Yo, la escriba. Yo, la infeliz definidora por destino. Brasilia es lo contrario de Bahía. Bahía es nalgas. Ah, qué nostalgia de la empapada plaza Vendôme. Ah, qué nostalgia de la plaza Marcel Pinheiro en Recife. Tanta pobreza de alma. Y tú exigiéndome. A mí, que nada puedo. Ah, qué nostalgia de mi perro. Tan íntimo como es. Pero un periódico publicó una foto suya y quedó expuesto en la calle. Él y yo. Nosotros, hermanitos de San Francisco de Asís. Quedémonos callados, es mejor para nosotros. ¡Ay que te cojo, Brasilia! ¡Y sufrirás torturas terribles de mis manos! Me irritas, oh, gélida Brasilia, margarita entre cerdos. Oh, apocalíptica. Y de repente la gran desgracia. El estruendo. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Oh Dios, ¿cómo no lo he visto antes? ¿Acaso no es Brasilia «La Salud de la Mujer»? Brasilia dice que quiere pero no quiere: engaña. Brasilia es un diente roto bien visible. Y también es una cúpula. Tiene un motivo principal. ¿Cuál? Secreto, mucho secreto, susurros, cuchicheos y chucherías. Cotilleo que nunca se acaba. Saludable, saludable. Aquí soy profesora de Educación Física. Doy volteretas. Eso, hago la vertical. Hago cualquier cosa, hasta el inferno. Brasilia es el infierno paradisíaco. Es una máquina de escribir: toc-toc-toc. ¡Quiero domir! ¡Déjenme en paz! Estoy can-sa-da. De ser in-compren-si-ble. Pero no quiero que me entiendan porque si no pierdo mi sagrada intimidad. Es muy serio lo que estoy diciendo, realmente muy serio. Brasilia es el fantasma de un viejo ciego que hace toc-toc-toc. Y sin perro, el pobre. ¿Y yo? ¿Cómo puedo ayudar? Brasilia se ayuda. Es un violín afinado, afinado, afinado. Falta un violoncelo. Pero qué estruendo. Hacía falta eso, no. Yo lo avalo. Aunque Brasilia no necesite fiador. Quiero volver a Brasilia, al apartamento 700, así pongo el punto en la i. Pero Brasilia no fluye. Al contrario: eyulf (fluye). Está loca pero funciona. Cómo detesto la palabra pero. Sólo la uso porque es necesaria. Cuando anochece Brasilia es como Zebedeo. Brasilia es una farmacia de guardia. La agente de policía me atrapó en el aeropuerto. Le pregunté: «¿Tengo cara de subversiva?». Ella dijo riendo: «Pues mire, sí». Nunca me habían palpado tanto, Virgen María, hasta debe de ser pecado. Fue un meterme mano tal que no sé cómo aguanté. Brasilia es delgada. Es elegante. Lleva peluca y pestañas postizas. Es un pergamino dentro de una pirámide.
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No envejece. Es Coca-cola, Dios mío, y me sobrevivirá. Qué pena. Para la Coca-cola, claro. ¡Socorro! ¡Socorro! Help me! ¿Sabes cuál es la respuesta de Brasilia a mi grito de socorro? Es muy formal: ¿desea usted un café? ¿Y yo? ¿Me quedo sin socorro? Tráteme bien, ¿me oye?, así... así... muy lentamente. Eso. Eso. Qué alivio. La felicidad, querido, es el alivio. Brasilia es una patada en el trasero. Es un lugar para que los portugueses se hagan ricos. ¿Y yo, que juego a la lotería y no gano? Pero qué nariz más bonita tiene Brasilia. Es delicada. ¿Sabías que Brasilia es etc.? Pues ya lo sabes. Brasilia es XPTR... todas las consonantes que quieras pero ninguna vocal para descansar. Y Brasilia, señor mío, discúlpeme pero Brasilia nunca recibe el castigo que merece. Mira, Brasilia, no soy de esas que hay por ahí, no. Un poco de respeto, por favor. Soy una viajera espacial. Exijo mucho respeto. Mucho Shakespeare. Ah, ¡yo no quiero morir! Ay, qué suspiro. Pero Brasilia es la espera. Y yo no soporto esperar. Fantasma azul. Ah, cómo molesta. Es como intentar recordar algo y no poder. Quiero olvidar Brasilia pero no se deja. Qué herida seca. Oro. Brasilia es oro. Joya. Centelleante. Hay cosas sobre Brasilia que yo sé pero no puedo decir, no me dejan. Adivínenlas. Y que Dios me ayude. Vete, mujer, vete y cumple tu destino, mujer. Ser la mujer que soy es un deber. En este momento — ya estoy izando las banderas — ¡pero qué viento! — y yo diciendo ¡viva! Ay, qué cansancio. En Brasilia siempre es domingo. Pero ahora voy a hablar muy bajito. Así: amor mío. Mi gran amor. ¿Lo he dicho? Tú responder. Voy a terminar con la palabra más bonita del mundo. Así, bien despacito: amor, pero qué nostalgia. A-m-o-r. Te beso. Así como a una flor. Boca a boca. Pero qué osadía. Y ahora, ahora paz. Paz y vida. Es-toy vi-va. Tal vez no merezco tanto. Tengo miedo. Pero no quiero terminar con miedo. Éxtasis. Yes, my love. Me entretengo. Sí. Pour toujours. Todo, pero todo, es absolutamente natural. Yes. Yo. Pero sobre todo tú tienes la culpa, Brasilia. Sin embargo te perdono. No tienes la culpa de ser tan bella y patética y conmovedora y loca. Sí, sopla un viento de Justicia. Entonces yo digo a la Gran Ley Natural: sí. Oh, espejo roto: ¿quién es más bonita que yo? Nadie, responde el espejo mágico. Sí, ya lo sé, somos nosotras dos. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! He dicho sí.
Pido humildemente socorro. Me están robando. ¿Todo el mundo es yo? Asombro general. Esto no es un vendaval, no señor, es un ciclón. Estoy en Río. Al final he bajado el platillo volante. Y allí viene una amiga a decirme —¡hola, Carmen Miranda!—, a decirme que existe una canción que se llama Boneca de Piche1, que dice así más o menos: vengo apretado, con los callos ardiendo, casi ahogado en mi corbatín, para ver a mi amorcito. He aterrizado. Tengo la voz débil pero digo lo que Brasilia quiere que yo diga: ¡bravo!, ¡bravísimo! Y ya basta. Ahora viviré en Río con mi perro. Les pido que guarden silencio. Así: si-len-cio. Estoy tan triste. Brasilia es un ojo azul brillantísimo que me arde en el corazón. Brasilia es Malta. ¿Dónde está Malta? Está en el día del super-nunca. ¡Oiga, oiga! ¡Malta! Hoy es domingo en Nueva York. En Brasilia, la fúlgida, ya es martes. Brasilia simplemente se salta el lunes. El lunes es día de ir al dentista, qué se le va a hacer, lo molesto también tiene que hacerse, ay de mí. En Brasilia apuesto a que aún se baila, qué cosa. Son las seis y veinte de la tarde, ya casi de noche. A las 6.20 no pasa nada. ¡Oiga! ¡Oiga! Brasilia, quiero una respuesta, tengo prisa, acabo de asumir mi muerte. Estoy triste. El paso es demasiado grande para mis piernas, a pesar de que son largas. Ayúdenme a morir en paz. Como he dicho, o como no he dicho, quiero una mano amada que apriete la mía en la hora de partir. Me voy bajo protesta. Yo. La fantasmagórica. Mi nombre no existe. Lo que existe es un retrato falsificado de un retrato de otro retrato mío. Pero yo misma ya he muerto. Morí el nueve de junio. Domingo. Después de haber comido en la preciosa compañía de los que amo. Comí pollo asado. Soy feliz. Pero falta la verdadera muerte. Tengo prisa por ver a Dios. Rezad por mí. Morí con elegancia. Tengo un alma virgen, y por lo tanto necesito protección. ¿Quién me ayuda? El paroxismo de Chopin. Sólo tú puedes ayudarme. En el fondo estoy sola. Hay verdades que no he contado ni a Dios. Ni a mí misma. Soy un secreto cerrado bajo siete llaves. Por favor, déjenme en paz. Estoy tan sola. Yo y mis rituales. El teléfono no suena. Duele. Pero es Dios que me deja en paz. Amén. ¿Sabéis que sé hablar la lengua de los perros y de las plantas? Amén. Pero mi palabra no es la última. Hay una que no puedo pronunciar. Y mi historia es graciosa. Soy 1 Nota de la traductora: Se trata de una canción de Ary Barroso y Luiz Iglesias (1938). La traducción del título es Muñeca de brea.
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una carta anónima. No firmo lo que escribo. Que lo firmen tonces me había dicho. Y él escribió algo así: «Cada uno los otros. No estoy capacitada. ¿Yo? ¿Realmente yo? ¡Nun- tiene la asistenta que se merece». Mi asistenta tiene una ca! Necesito un padre. ¿Quién se ofrece? No, no necesito voz bonita y cuando se lo pido canta para mí: «Nadie me un padre, necesito un igual. Espero la muerte. Qué viento, ama». Dibuja, hace literatura. Me hace ser tan humilde. señor. El viento es algo que no se ve. Le pregunto a Nues- No merezco tanto. tro Señor Dios Jehová por su cólera en forma de viento. Yo no soy nada, soy un domingo frustrado. ¿O es que soy Sólo Él puede explicarla. ¿O no puede? Si él no puede ingrata? Me ha sido dado mucho, mucho se me ha quitado. estoy perdida. Ay, que te amo y te amo tanto que te muero. ¿Quién gana? Yo no soy yo. Es alguien hiperbólico. ¿Recordáis que he hablado de la pista de tenis ensangrentaBrasilia, sé también un poco animal. Es tan bueno. Realda? Pues la sangre era mía, escarlata, los coágulos eran míos. mente tan bueno. No tener pipi-can es una ofensa a mi Brasilia es una carrera de caballos. Yo no soy un caballo, perro, que nunca irá a Brasilia por motivos obvios. Son las no. Que Brasilia se fastidie y coseis menos cuarto. Ninguna hora. Hasta Kissinger duerme. ¿O está rra sola sin mí. en un avión? No se puede saber. Brasilia es hiperbólica. Estoy No he llorado nunca en BraFeliz aniversario, Kissinger. Feliz atónita hasta la última orden. silia. No habría lugar. Es una aniversario, Brasilia. Brasilia es Vivo por lo obstinada que soy. playa sin mar. En Brasilia no un suicidio en masa. Brasilia, ¿te He aterrizado de verdad. There estás rascando? Yo no, no caigo is no place like home. Qué bueno hay por dónde entrar, ni por en eso, porque si se empieza ni se es volver. Ir es bueno pero voldónde salir. Una prisión al puede parar. Ya sabes el resto. ver es todavía mejor. Eso misEl resto es un paroxismo. mo: todavía mejor. aire libre. De cualquier modo Nadie lo sabe, pero mi perro ¿Qué puede suplirse en Brasilia? no habría hacia dónde huir, no sólo fuma sino que bebe café y No lo sé, señor mío. Solo sé que porque quien huye va seguracome flores. Y bebe cerveza. Tamtodo es nada y que nada es todo. Mi perro duerme. Yo soy mi perro. bién toma medicamentos para la mente hacia Brasilia. La han Me llamo Ulises. Ambos estamos depresión. Parece un mulatito. aprisionado en la libertad. cansados. Tan, tan cansados. Ay Lo que él quiere es una perrita. de mí, ay de nosotros. Silencio, Es de clase media. Yo no permití Pero la libertad es sólo lo que duerme tú también. Ah, ciudad que el periódico lo supiese todo. se conquista. Cuando me la asombrada. Se asombra a sí misma. Pero ahora ha llegado la hora de dan me están ordenando ser Estoy enmohecida. Voy a protesla verdad. Ten tú también el valor tar como Chopin protestó por la de leer. Es un perro al que sólo libre. Soy atraída hacia aquí invasión de Polonia. Después de le falta escribir. Come bolígrafos por lo que me asusta de mí todo tengo derechos. Yo soy yo. y despedaza papel. Mejor que yo. Eso dicen los otros. Y si lo dicen, Él es un hijo animal. Nació de un ¿por qué no creerlo? Adiós. Estoy contacto instantáneo de la luna hastiada. Voy a protestar ante Dios. Y si Él puede que me con una yegua. Una yegua de sol. Él es algo que Brasilia atienda. Tengo necesidad. Salí de Brasilia con un bastón. no es. Él es animal. Yo soy animal. Tengo tantas ganas de Hoy es domingo. Hasta Dios descansó. Dios es una cosa gra- repetirme, sólo para molestar, Dios mío, he vuelto atrás ciosa: se puede a sí mismo y se necesita a sí mismo. en el tiempo. Son exactamente las seis menos veinte. Y He llegado a casa, es cierto, pero ¿será posible que mi respondo a máquina: yes. La máquina monstruosa. Es un cocinera haga literatura? Le he preguntado en qué parte telescopio. Qué vendaval. ¿Es un ciclón? Sí. de la nevera está la coca-cola. Me ha respondido, negra Pero qué lugar para ser guapo. Hoy es lunes, día diez. Como bonita como es; estaba tan cansada, la he acostado para ves no he muerto. Voy al dentista. Ésta es una semana peligroque descanse, la pobre. Una vez, hace siglos, le conté a sa. Digo la verdad. No toda la verdad, como he dicho. Y si Paulo Mendes Campos una frase que mi asistenta de en- Dios lo sabe, allá Él. Que se arregle. No sé, pero voy a arre-
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glármelas como pueda. Como un lisiado. Lo que no se puede es vivir gratis. ¿Pagar para vivir? Tengo sobrevida. Igual que el chucho Ulisses. En cuanto a mí, me parece que... Qué vergüenza. Mi caso es de vergüenza pública. Tengo tres bisontes en mi vida. Uno más uno más uno más uno. El cuarto me mata en Malta. En realidad el séptimo es el más brillante. El bisonte, para quien no lo sepa, es un animal de caverna. Desempeño mis historias. Calor humano. Ciudad sin miedo, ésa. Dios es la hora. Todavía voy a durar. Nadie es inmortal. Mira a ver si encuentras a alguien que no muera. He muerto. He muerto asesinada por Brasilia. He muerto para investigar. Rezad por mí porque he muerto de espalda. Mira Brasilia, me he ido. Y que Dios me ayude. Es que soy un poco antes. Sólo eso. Lo juro por Dios. Y soy un poco después también. Qué le vamos a hacer. Brasilia es un cristal roto en el suelo de la calle. Añicos. Brasilia es hierros de dentista. Y también motocicleta. Sin dejar de ser huevas de pescado, fritas y saladas. Sucede que estoy tan ávida de vida, quiero tanto de ella y la aprovecho tanto y todo es tanto que me vuelvo inmoral. Eso mismo: soy inmoral. Qué bueno es ser incorrecta hasta los dieciocho años. Brasilia hace gimnasia todos los días a las cinco de la mañana. Solo los bahianos de allí le siguen. Hacen poesía. Brasilia es el misterio clasificado en archivos de acero. Todo allí se clasifica. ¿Y yo? ¿Quién soy? ¿Cómo me han clasificado? ¿Me han dado un número? Me siento numerada y apretada. Apenas quepo en mí. Soy un yocito muy poca cosa. Pero con cierta clase. Ser feliz es una responsabilidad tan grande. Brasilia es feliz. Tiene esa osadía. ¿Qué sera de Brasilia en el año, digamos, tres mil? Cuántos huesos. Nadie se acuerda del futuro porque no puede ser. Las autoridades no lo permiten. Y yo, ¿quién soy? Obedezco de puro miedo al primer soldado que aparezca y me diga: considérese detenida. Ay, voy a llorar. Estoy en un tris. On the verge of. Ya se ve que no sé describir Brasilia. Ella es Júpiter. Es una palabra bien aplicada. Es demasiado gramatical para mi gusto. Y lo peor es que exige gramática but I don’t know, sir, I don’t know the rules. Brasilia es un aeropuerto. Con los altavoces anunciando fría y cortésmente la partida de los aviones. ¿Qué más? Es que no se sabe qué hacer con Brasilia. Sólo hacen algo los que trabajan como condenados, los que hacen hijos como condenados y se reúnen como condenados en cenas exquisitas.
Me hospedé en el Hotel Nacional. Apartamento ocho cientos. Y bebí Coca-cola en la habitación. Vivo, boba que soy, haciendo propaganda gratis. A las siete de la tarde hablaré solo por encima de la vangaurdia literaria brasileña, ya que no soy crítica. Dios me libre de criticar. Tengo un miedo terrible a enfrentarme a las personas que me escuchan. Electrizada. Además Brasilia está electrizada y es un ordenador. Seguramente leeré demasiado deprisa para acabar antes. Seré presentada a la audiencia por José Guilherme Merquior. Merquior es demasiado saludable. Me siento honrada y al mismo tiempo muy humilde. Después de todo, ¿quién soy yo para ponerme frente a un público exigente? Haré lo que pueda. Una vez di una conferencia en la PUC y Affonso Romano de Santa’Anna, no sé qué diablos le dio a ese excelente crítico, me hizo una pregunta: «¿Dos y dos son cinco?». Por un momento me quedé atónita. Pero luego se me ocurrió un chiste de humor negro, es éste: el psicótico dice que dos y dos son cinco. El neurótico dice: dos y dos son cuatro pero no lo soporto. Hubo risas y relajación. Mañana vuelvo a Río, la ciudad turbulenta de mis amores. Me gusta viajar en avión: amo la velocidad. Conseguí que en Brasilia el señor Vicente corriese mucho. Hasta luego, voy a leer mientras espero que me vengan a buscar para el congreso. En Brasilia dan ganas de ser bonita. Tuve ganas de arreglarme. Brasilia es arriesgada y yo amo el riesgo. Es una aventura: me deja frente a frente con lo desconocido. Voy a decir palabras. Las palabras no tienen nada que ver con las sensaciones. Las palabras son piedras duras y las sensaciones son delicadísimas, fugaces, extremas. Brasilia se ha humanizado. Pero no aguanto esas calles redondas, esa falta vital de esquinas. Allí, incluso el cielo es redondo. Las nubes son agnus dei. El aire de Brasilia es tan seco que la piel de la cara queda seca, las manos ásperas. La máquina del dentista llamada Atlante 200 me dice: ¡tchi!, ¡tchi!, ¡tchi! Hoy es el día catorce. Catorce me deja atónita. Brasilia es quince coma uno. Río es uno, pero un unito. ¿Alante 200 no se muere? No, no se muere. Es como yo cuando estoy hibernada en Brasilia. Brasilia es una grúa anaranjada que pesca algo muy delicado: un pequeño huevo blanco. ¿Ese huevo blanco soy yo o un niño que nace hoy? Siento que están haciendo vudú conmigo: ¿quién quiere robar mi pobre identidad? Hago lo siguiente: pido socorro y tomo un café. Después fumo. ¡Cómo y cuánto he fumado en Brasilia! Brasilia es un cigarrillo Hollywood con filtro.
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1970. Los cuatro evangelistas en la entrada de la Catedral.
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Brasilia es así: oigo en este momento el ruido de la llave en la cerradura de la puerta de entrada y de salida. ¿Misterio? Misterio, sí señor. Voy a abrir y ¿sabes quién era? No era nadie. Brasilia es alguien, alfombra roja, frac y sombrero de copa. Brasilia es unas tijeras de acero puro. Ahorro lo que puedo para que me llegue el dinero. Y ya he hecho mi testamento. En él digo unas cuantas cosas. Brasilia es un ruido de cubitos en el vaso de whisky, a las seis de la tarde, hora de nadie. ¿Quieren que le diga a Brasilia: viva?, pues digo «viva» con el vaso en la mano. En Río, en la cocina de mi casa, maté a un mosquito que flotaba en el aire. ¿Por qué ese derecho de matar? Él era sólo un átomo volando. Nunca más olvidaré ese mosquito cuyo destino yo tracé, yo, la sin destino. Estoy cansada, escucho de madrugada la emisora Ministério de Educaçao, que también es de Brasilia. Ahora escucho el Danubio Azul a cuyas aguas me asomo seria y atenta. Brasilia es ciencia ficción. Brasilia es Ceará al contrario; ambos contundentes y conquistadores. Y es un coro infantil en una mañana azulísima y superhelada, los niños abren sus bocas redondas y entonan un Te Deum inocente, acompañado de música de órgano. Quiero que eso suceda en la iglesia de los vitrales a las 7 de la tarde. O a las 7 de la mañana. Prefiero la mañana, aunque el crepúsculo en Brasilia sea aún más bonito que la puesta de sol involuntria de Porto Alegre. Brasilia es un primer lugar en la selectividad. Yo ya me contento con un segundito segundo lugar. Veo que he escrito siete en número: 7. Pues Brasilia es 7. Es tres. Es cuatro. Es ocho, nueve, me salto los otros, y en el trece me encuentro con Dios. El problema es que el papel blanco exige que escriba. Voy y escribo. Sola en el mundo, en lo alto de una colina. Yo quisiera ser directora de orquesta, pero dicen que las mujeres no pueden porque no tienen resistencia física. Ah, Schubert, dulcifica un poco a Brasilia. Yo soy tan buena con Brasilia. En este momento ya son las siete menos diez. Me muero2. La casa es suya, señor mío, y el servicio que le doy es servicio de lujo. Que lo aproveche quien quiera. Brasilia es un billete de quinientos cruzeiros que nadie quiere cambiar. ¿Y el centavo número uno? Ése lo reivindico para mí. Es tan raro. Da buena suerte. Y da privilegios. Quinientos cruzeiros me atraviesan la garganta. 2
Nota de la traductora: En español en el original.
Brasilia es diferente. Brasilia invita. Y si me invitan, yo correspondo. Brasilia usa una boquilla con brillantes. Pero es un lugar común decir: quiero dinero y quiero morir de repente. Incluso yo. Pero San Francisco se quitó toda la ropa y fue desnudo. Él y mi perro Ulises no piden nada. Brasilia es un pacto que he hecho con Dios. Sólo te pido un favor, Brasilia: que no te dé por hablar esperanto. ¿No ves que las palabras quedan desfiguradas en esperanto como en una traducción mal traducida? Yes, my Lord. I said yes, sir. I almost said: my love, en vez de my Lord. But my love is my Lord. There is no answer? O.K., I can stand It. Pero cómo duele. Lo soporto, pero que no me pisen un pie porque duele. Y soy de casa, yo soy tú, sin cumplidos. Lo haremos así: yo lo trato de señor doctor y usted me trata de tú. Eres tan galante, Brasilia. ¿Brasilia tiene Jardín Botánico? ¿Y tiene Jardín Zoológico? Hacen falta, porque no sólo de gente vive el hombre. Tener animales es esencial. ¿Dónde está tu trágica ópera, Brasilia? No acepto operetas, son demasiado nostálgicas, son el soldadito de plomo con el que yo jugué de niña. El blues me despedaza mansamente el corazón que sin embargo es tan ardiente como el propio blues. Brasilia es una Ley Física. Relájese, señora mía, quítese el cinturón, no se sofoque, tome un sorbito de agua con azúcar, y entonces pruebe la Ley Natural. Le va a encantar. ¿Existe acaso una materia de estudio llamada Materia de la Existencia en el Tiempo? Pues debería existir. ¿Fueron capaces de pasar agua oxigenada por el suelo de Brasilia? Sí la pasaron: para desinfectar. Ya estoy, gracias a Dios, bien infectada. Pero me hice una radiografía de los pulmones y le dije al médico: «Mis pulmones deben estar negros de humo». Él respondió: «pues no, están muy limpios». Y así vamos andando. De repente estoy muda y sin tema. Respetan mi silencio. Yo no pinto, no señora; yo escribo, y mucho. En Brasilia no soñé. ¿Será culpa mía o en Brasilia no se sueña? ¿Y la camarera? ¿Qué ha sido de ella? Yo también he sufrido, ¿me oyes, mujer-camarera? El sufrimiento es el privilegio de los que sienten. Pero ahora soy pura alegría. Son casi las seis de la mañana. Me he despertado a las cuatro de la madrugada. Estoy alerta. — Brasilia es una alerta. Presten atención a lo que digo: Brasilia no se terminará nunca. Yo me muero y Brasilia me permanece. Con gente nueva, claro. Brasilia está siempre por estrenar.
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Brasilia es la Marcha Nupcial. El novio es un norestino que se come el pastel entero porque tiene el hambre de varias generaciones. La novia es una vieja señora viuda, rica e impertinente. De esta insólita boda a la que asistí forzada por las circunstancias, salí derrotada por la violencia de la Marcha Nupcial que parece una Marcha Militar y que me ordenó casarme también y yo no quiero. Salí llena de tiritas, con el tobillo torcido, la nuca dolorida y una gran herida doliéndome en el corazón. Todo lo que he dicho es verdad. O es simbólico. ¡Pero qué sintaxis más difícil tiene Brasilia! La echadora de cartas dijo que yo iría a Brasilia. Lo sabe todo, doña Nadir, del Méier3. Brasilia es un párpado que late como una mariposa amarilla que vi un día en la esquina de mi casa. Una mariposa amarilla es un buen augurio. Una lagartija es ni sí ni no. Pero S. tiene un miedo atroz a las lagartijas. A mí me dan más miedo los ratones. En el Hotel Nacional me aseguraron que no había ratones. Entonces me quedé. Si me dan garantías me quedaré mucho. Trabajar es el destino. Mira, Jornal de Brasília, incluye astrología en sus planes. Después de todo la gente quiere saber dónde está. Soy mágica y mi aura es de un azul fuerte como los dulces vitrales de la iglesia de la que he hablado. Todo aquello que toco nace. Amanece aquí en Río. Una bella y fría mañana seca. Qué bueno es que todas las noches tengan mañanas radiantes. El horóscopo de Brasilia es refulgente. Y quien quiera que cargue con él. Son las seis menos cuarto. Escribo oyendo música. Cualquiera vale, no tengo problemas. Ahora quisiera oír un fado subyugante cantado por Amália Rodrigues en Lisboa. Ah, qué nostalgia Capri. Sufrí tanto en Capri. Pero perdoné. No importa: Capri, como Brasilia, es bonita. Me da pena porque Brasilia no tiene mar. Pero hay brisa y olor a mar en el aire. Los baños de la piscina no me gustan. Un baño de mar da valor. Un día fui a la playa y entré en el mar con emoción. Bebí siete sorbos de agua salada de mar. El agua estaba fría, delicada, con unas pequeñas olas que también era agnus dei. Aviso que me voy a comprar un sombrero de fieltro al estilo antiguo, de copa pequeña con alas vueltas. Y también un chal verde de ganchillo. Brasilia no es ganchillo, es punto de media hecho por másquinas especializados que no se equivocan. Pero, como he dicho, soy un error puro. Y tengo un alma zurda. Me envuelvo del todo. Para protegerme. El verde es el color de la esperanza. Y el martes puede ser un desastre. En los martes son buenos. En cuanto al jueves, es dulce y un poco triste. Ríe, payaso, mentras la casa se incendia. Mas4 tout vas très bien, madame la Marquise. Sólo que... 3
Nota de la traductora: Méier es un conocido barrio de la zona norte de Río de Janeiro. 4 Nota de la traductora: Así en el original.
¿En Brasilia habrá faunos? Está decidido: me compro el sombrero verde para combinar con el chal. ¿O no me lo compro? Soy tan indecisa. Brasilia es decisión. Brasilia es hombre. Y yo, tan mujer. Voy andando a trompicones. Tropiezo aquí, tropieza allá. Y al final llego. La música que estoy escuchando ahora es pura y sin culpa. Debussy. Con olas frescas del mar. ¿En Brasilia habrá gnomos? Mi casa de Río está llena de ellos. Todos fantásticos. Pruebe con un solo gnomo y quedará seducido. Los duendes también sirven. ¿Enanos? Me dan pena. Ya me he decidido: no necesito ningún sombrero. ¿O sí lo necesito? Dios mío, ¿qué será de mí? Brasilia, sálvame, que lo necesito. Un día yo era más niña que Brasilia. Y quería una paloma mensajera. Para mandar una carta a Brasilia. ¿La reciben? ¿Sí o no? Soy inocente e ignorante. Y cuando estoy en estado de escribir no leo. Sería demasiado para mí, no tengo fuerzas. En el avión viajé con un señor portugués, comerciante de no sé qué, pero que fue muy amable: me ayudó con mi pesada maleta. Al regreso de Brasilia viajé con un señor que conversó tan bien conmigo, una conversación tan buena, que dije: «Es increíble lo rápido que ha pasado el tiempo, ya hemos llegado». Él dijo: «Para mí el tiempo también ha pasado rápido». Un día encontraré a ese hombre. Me va a enseñar. Sabe de muchas cosas. Estoy tan perdida. Pero es así como se vive: perdida en el tiempo y en el espacio. Me muero de miedo de comparecer ante un juez. Señoría, ¿me permite fumar? Sí, señora, yo mismo fumo en pipa. Gracias, Señoría. Trato bien al juez, el juez es Brasilia. Pero no voy a abrir un proceso contra Brasilia. Ella no me ha ofendido. Estamos en plena copa del mundo. Hay un país africano que es pobre e ignorante y perdió contra Yugoslavia nueve a cero. Pero la ignorancia es otra: oí decir que en este país los niños negros o ganan o mueren. Qué falta de socorro. Yo sé morir. He muerto desde pequeña. Y duele pero fingimos que no duele. Tengo tanta nostalgia de Dios. Y ahora voy a morir un poquito. Lo necesito tanto. Sí. Acepto, my Lord. Bajo protesta. Pero Brasilia es esplendor. Estoy asustadísima Clarice Lispector. «Brasilia», Para não esquecer. © Herederos de Clarice Lispector, 2014. © Traducción de Elena Losada, Ediciones Siruela, Madrid, 2007.
BRASILIA
ES MONSTRUOSA
INCLUSO EN SU BELLEZA ¿Qué podemos decir de una ciudad que no se puede conocer a pie?
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Un texto de Héctor Abad Faciolince
1960. Palacio del Congreso Nacional.
© Marcel Gautherot / Acervo Instituto Moreira Salles
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ue construida por la más minúscula de las cua- don Bosco. Los laicos prefieren decir que tiene forma lidades humanas: la razón. Y el sueño de esta de avión: el fuselaje es la explanada central (el Eje Morazón engendró un monstruo. Un monstruo numental), donde están la sede del poder político y los hermoso, a veces, pero monstruoso incluso en edificios emblemáticos: museo templo, teatro, bibliotesu belleza. Todo viajero sabe que una ciudad hay que co- ca. Las alas del avión o los brazos de la cruz llevan a nocerla andando, perdiéndose en ella a pie, sin rumbo los barrios residenciales, donde la gente come, duerme, fijo. Así uno sabe a qué huele, cómo la viven sus habitan- copula, enferma y muere. Alrededor de todo, su mayor tes, de qué manera se adhiere a la piel. Pero Brasilia es acierto: un gran lago artificial que sirve como humidifiimposible de caminar. ¿Qué se puede decir de una ciu- cador de la ciudad en los meses de sequía. dad que no se puede conocer a pie? Algo muy simple: Intento recorrer el tronco de la cruz, el Eje Monuque no está hecha a la medida del hombre. Y si no está mental. Aquí todo se ve chiquito porque todo es grande. hecha a la medida del hombre, ¿a la medida de quién está La inmensa catedral parece una capilla; los humanos, hecha? ¿De los dioses, del Poder, hormigas. Atravesar las avenidas de los helicópteros? Fue diseñaes una hazaña. Más que avenida con el optimismo de quienes das, son autopistas. En Brasilia ¿Qué se puede decir de una pensaban que los hombres del no hay tacos y en ese sentido es ciudad que no se puede conofuturo serían superhombres. Y el paraíso de los carros, es decer a pie? Algo muy simple: en cambio los hombres seguimos cir, el infierno de los peatones. siendo los mismos hombrecitos En realidad no hay peatones en que no está hecha a la medida irracionales de siempre. Brasilia. No hay gente que padel hombre. Y si no está heDijo Clarice Lispector: «Brasee, no hay gente que ande por silia aún no tiene el hombre de las aceras, no hay desocupados cha a la medida del hombre, Brasilia». Ni nunca lo tendrá: el ni ladrones al acecho en las es¿a la medida de quién está brasiliense no existe. Anduve por quinas, ni siquiera hay vagabunhecha? ¿De los dioses, del ella seis horas seguidas, sin parar, dos o mendigos. ¿Seré el único y no pude llegar a ninguna paridiota que camina por Brasilia? Poder, de los helicópteros? te. O sí, llegué a un gran espacio Se ven oficinistas atareados, Brasilia fue diseñada con el verde, el Parque da Cidade. Las gente que mira el reloj porque ciudades del mundo se dividen va a llegar tarde a una cita, pero optimismo de quienes pensaentre las que tienen un gran parnadie camina. No hay cafés, no ban que los hombres del fuque verde y las que no. Brasilia hay bares para tomar agua o turo serían superhombres es de las primeras y sin embargo caipirinha, no hay restaurantes, en su parque no sentí la felicidad no hay árboles que den sombra. que siempre producen los parBusco aunque sea la sombra de ques urbanos. En vez de sosiego, malestar. Extrañado, al un sombrero, pero tampoco hay sombrererías. fin me di cuenta del motivo: este gran parque, que tiene ya Recorro el Eje de los Ministerios. Ahí llega la locura. más de cincuenta años, no tiene árboles grandes ni fron- Todos los edificios son del mismo tamaño, del mismo codosos. Al no tenerlos, no hay sombra. Al no haber sombra, lor. No sé si será el sol, pero empiezo a sentir que deliro. bajo el sol que empieza a subir hacia el cénit, el calor te Siento que no avanzo, siento que alucino, que camino y aporrea sin clemencia la cabeza. Decía Lispector: «El alma camino y llego al mismo sitio, sin moverme. Lispector: aquí no proyecta sombra en el suelo». Es verdad, busco «Este es el lugar donde el espacio más se parece al tiemuna sombra, cualquier sombra, pero aquí uno no puede po». Sí, si un segundo y un minuto son siempre idénticos contar siquiera con su propia sombra. a otro minuto y a otro segundo, aquí el espacio es siempre La ciudad es fácil de entender pues su estructura es idéntico a sí mismo. Dos visionarios racionalistas, Costa y sencilla, como una inmensa cruz. Al menos eso dicen Niemeyer, construyeron una ciudad racional. Esa ciudad los devotos que piensan que Brasilia fue un sueño de produce un hombre que delira
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ue construida por la más minúscula de las cua- don Bosco. Los laicos prefieren decir que tiene forma lidades humanas: la razón. Y el sueño de esta de avión: el fuselaje es la explanada central (el Eje Morazón engendró un monstruo. Un monstruo numental), donde están la sede del poder político y los hermoso, a veces, pero monstruoso incluso en edificios emblemáticos: museo templo, teatro, bibliotesu belleza. Todo viajero sabe que una ciudad hay que co- ca. Las alas del avión o los brazos de la cruz llevan a nocerla andando, perdiéndose en ella a pie, sin rumbo los barrios residenciales, donde la gente come, duerme, fijo. Así uno sabe a qué huele, cómo la viven sus habitan- copula, enferma y muere. Alrededor de todo, su mayor tes, de qué manera se adhiere a la piel. Pero Brasilia es acierto: un gran lago artificial que sirve como humidifiimposible de caminar. ¿Qué se puede decir de una ciu- cador de la ciudad en los meses de sequía. dad que no se puede conocer a pie? Algo muy simple: Intento recorrer el tronco de la cruz, el Eje Monuque no está hecha a la medida del hombre. Y si no está mental. Aquí todo se ve chiquito porque todo es grande. hecha a la medida del hombre, ¿a la medida de quién está La inmensa catedral parece una capilla; los humanos, hecha? ¿De los dioses, del Poder, hormigas. Atravesar las avenidas de los helicópteros? Fue diseñaes una hazaña. Más que avenida con el optimismo de quienes das, son autopistas. En Brasilia ¿Qué se puede decir de una pensaban que los hombres del no hay tacos y en ese sentido es ciudad que no se puede conofuturo serían superhombres. Y el paraíso de los carros, es decer a pie? Algo muy simple: en cambio los hombres seguimos cir, el infierno de los peatones. siendo los mismos hombrecitos En realidad no hay peatones en que no está hecha a la medida irracionales de siempre. Brasilia. No hay gente que padel hombre. Y si no está heDijo Clarice Lispector: «Brasee, no hay gente que ande por silia aún no tiene el hombre de las aceras, no hay desocupados cha a la medida del hombre, Brasilia». Ni nunca lo tendrá: el ni ladrones al acecho en las es¿a la medida de quién está brasiliense no existe. Anduve por quinas, ni siquiera hay vagabunhecha? ¿De los dioses, del ella seis horas seguidas, sin parar, dos o mendigos. ¿Seré el único y no pude llegar a ninguna paridiota que camina por Brasilia? Poder, de los helicópteros? te. O sí, llegué a un gran espacio Se ven oficinistas atareados, Brasilia fue diseñada con el verde, el Parque da Cidade. Las gente que mira el reloj porque ciudades del mundo se dividen va a llegar tarde a una cita, pero optimismo de quienes pensaentre las que tienen un gran parnadie camina. No hay cafés, no ban que los hombres del fuque verde y las que no. Brasilia hay bares para tomar agua o turo serían superhombres es de las primeras y sin embargo caipirinha, no hay restaurantes, en su parque no sentí la felicidad no hay árboles que den sombra. que siempre producen los parBusco aunque sea la sombra de ques urbanos. En vez de sosiego, malestar. Extrañado, al un sombrero, pero tampoco hay sombrererías. fin me di cuenta del motivo: este gran parque, que tiene ya Recorro el Eje de los Ministerios. Ahí llega la locura. más de cincuenta años, no tiene árboles grandes ni fron- Todos los edificios son del mismo tamaño, del mismo codosos. Al no tenerlos, no hay sombra. Al no haber sombra, lor. No sé si será el sol, pero empiezo a sentir que deliro. bajo el sol que empieza a subir hacia el cénit, el calor te Siento que no avanzo, siento que alucino, que camino y aporrea sin clemencia la cabeza. Decía Lispector: «El alma camino y llego al mismo sitio, sin moverme. Lispector: aquí no proyecta sombra en el suelo». Es verdad, busco «Este es el lugar donde el espacio más se parece al tiemuna sombra, cualquier sombra, pero aquí uno no puede po». Sí, si un segundo y un minuto son siempre idénticos contar siquiera con su propia sombra. a otro minuto y a otro segundo, aquí el espacio es siempre La ciudad es fácil de entender pues su estructura es idéntico a sí mismo. Dos visionarios racionalistas, Costa y sencilla, como una inmensa cruz. Al menos eso dicen Niemeyer, construyeron una ciudad racional. Esa ciudad los devotos que piensan que Brasilia fue un sueño de produce un hombre que delira
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Joel Meyerowitz | Taiyo Onorato | Nico Krebs | Stephen Shore Una selección de fotografías de En la Carretera, La Fabrica, Madrid, 2014.
© Joel Meyerowitz, Cortesía del artista y Howard Greenberg Gallery, Nueva York.
ERA UNA CARRETERA
EL SUEÑO AMERICANO
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Florida, 1970.
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© Taiyo Onorato and Nico Krebs, cortesía del artista y Raebervon Stenglin, Zurich y Peter Lav, Copenhagen.
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Lugar no identificado​, 2008.
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na carretera es siempre una promesa al más allá, un pacto de velocidad que nos conduce a alguna parte. No hay carreteras a medias, no hay rutas infinitas. Una autopista es, por definición, un limbo hecho de curvas, un paréntesis entre dos ciudades. En Estados Unidos una sola carretera atraviesa todo el país. Junto a la Ruta 66, empezó a construirse una serie de caminos a inicios del siglo XX, con la industrialización del automóvil y la migración del campo a la ciudad. En 1930, en Estados Unidos había más de veinticinco millones de autos: una de cada cuatro personas apretaba el acelerador en una carretera. La nación empezó a verse a sí misma a través de sus autopistas: aparecieron las estaciones de gasolina, los moteles y los restaurantes. El fundador de McDonald’s, por ejemplo, abrió su primer local de comida en la Ruta 66. Estos sitios con carteles luminosos y arquitectura simple fueron adoptando una estética propia y, al cabo de unos años, el cine los resaltaría como escenario típico de la vida estadounidense. Las rutas se convirtieron en la gran escena americana, donde también aparecieron los Hells Angels con sus ruidosas motocicletas Harley
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Davidson. Escritores como Jack Kerouac y John Steinbeck empezaron a entender las carreteras como el nuevo lugar donde todos los estadounidenses querían estar. En On the road ser joven era rebelarse viajando por una autopista y en Las uvas de la ira las carreteras encarnaban una esperanza: encontrar un mejor lugar donde vivir. Viajar significaba ser testigo de una revolución, la ruta como progreso. Un camino que reflejaba el estado de ánimo del país y que ya anunciaba un imperio. Con los años, la aventura mutó en tragedia. Las autopistas se convirtieron también en el escenario perfecto para un crimen. Las rutas largas y desoladas permiten huir a los asesinos, y es tan difícil atraparlos que el FBI ha tenido que crear un programa llamado ‘Asesinos en serie en las carreteras’. Pero éstas no sólo han sido una camino ideal de escape, sino también un modo de ser libre. Aunque en algunos países bloquear carreteras se ha convertido en un clásico de la protesta contemporánea, una forma de llamar la atención, en Estados Unidos cerrarlas es el último peldaño en la escala de ira. Hoy las rutas siguen siendo ese lugar donde los estadounidenses construyen su propia historia
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© Stephen Shore, cortesía del artista y 303 Gallery, Nueva York.
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Oreg贸n, 1973.
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© Taiyo Onorato and Nico Krebs, cortesía del artista y RaebervonStenglin, Zurich y Peter Lav, Copenhagen.
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En la Carretera. La Fabrica, Madrid, 2014.
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Lugar no identificado, 2008.
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ÚLTIMAS NOTICIAS
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Dar un paseo William Hazlitt
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asi no hay nada que muestre, más que las excursiones a pie, la miopía o los caprichos de la imaginación. Al cambiar de lugar modificamos nuestras ideas; no, más aún: nuestras opiniones y sentimientos. Mediante un esfuerzo en realidad podemos transportarnos a escenarios antiguos, ya largamente olvidados, y entonces el cuadro de la mente vuelve a revivir; pero olvidamos aquellos que acabamos de dejar. Diríase que sólo podemos pensar en un lugar a la vez; el lienzo de la fantasía sólo tiene ciertas dimensiones y si en él pintamos un conjunto de objetos, inmediatamente se borran otros: no podemos ensanchar nuestras concepciones, sólo cambiar nuestro punto de vista. El paisaje desnuda su corazón al ojo fascinado, llenándonos por completo y parece que no pudiésemos formar otra imagen de hermosura o de grandeza. Seguimos adelante, no pensamos más en él: el horizonte que lo aparta de nuestra memoria como un sueño. Al pasar por una comarca baldía no puedo formarme la idea de otra, feraz y cultivada. Me parece que todo el mundo debe estar yermo como lo que veo de él. En el campo olvidamos la ciudad y en la ciudad despreciamos el campo. «Más allá de Hyde Park —dice sir Fopling Futter— todo es desierto». Toda la parte del mapa que no vemos ante nosotros está en blanco. El mundo, tal como lo imaginamos, no es mucho más grande que una nuez; no es una perspectiva que se expande hasta otra, un condado unido a otro, un reino a otro, la tierra con los mares, formando una imagen voluminosa y vasta, la mente no puede formarse del espacio una idea más grande que lo que el ojo puede abarcar en una sola mirada. El resto es un nombre escrito en un mapa, un cálculo de aritmética. Por ejemplo, ¿cuál es el significado auténtico de esa inmensa masa de territorio y de población que conocemos con el nombre de China? ¡Una pulgada de plastilina en un globo de madera, no más importante que una naranja de la China! Las cosas que tenemos cerca nos parecen de tamaño natural, las cosas que están lejanas disminuyen hasta el tamaño del entendimiento; medimos el universo por nosotros mismos y sólo comprendemos, por partes, la textura de nuestro propio ser. De esta manera, sin embargo, recordamos una infinidad de cosas y lugares; la mente es como un instrumento mecánico que toca una gran variedad de melodías pero debe tocarlas en sucesión. Una idea trae a la mente otra pero, al mismo tiempo excluye todas las demás. Al tratar de renovar viejos recuerdos no podemos, por decirlo así, desenvolver toda la urdidumbre de nuestra existencia; debemos elegir los hilos sueltos. Así, al llegar a un lugar en el que antes vivimos y con el que hemos tenido asociaciones íntimas, cada quien debe haber descubierto que el sentimiento se hace más vivo cuanto más nos acercamos al lugar, por la simple expectativa de la impresión real: recordamos circunstancias, sentimientos, personas, rostros, nombres en los que no habíamos pensado durante años. Pero, por el momento, ¡queda olvidado todo el resto del mundo! © De On going a journey, publicado originalmente en The New Monthly Magazine, 1821.
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