Algunos recuerdos

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Algunos recuerdos

Eva LucĂ­a Moreno Buenrostro



Algunos recuerdos

Eva LucĂ­a Moreno Buenrostro



El río de la historia viene desde lejos, desde antes de nacer. Nacido desde las raíces eternas de la mente de Dios. Mirando mañanas y atardeceres, arrastrando en su alocada creciente hojarascas, sueños, deseos, esperanzas, quehaceres y aconteceres, que de no perderse en el camino un día llegarán a su destino; que podrá dejarlos pasar indiferente y frío o retenerlos amorosamente, cuando la historia se vuelve recuerdo y el recuerdo es tu propia historia.



Desconozco si es regla o sólo deseo personal hacer una dedicatoria. Más que una donación, iniciaré este desconocido pero fascinante camino acompañada de esos seres que animan los pasos de mi vida. Lo que más quiero. A Dios por mi vida y fe. A mis padres Carlos y Aurora que con celo y amor me mostraron el camino. A Luis mi entrañable esposo y compañero de mi vida, esto que él y yo amamos tanto. A mis hermanos Yoyita, Leti, Carlos, Licha por el hogar bendito que convivimos. A mis hijos Eva Lucía, Ana Leti, Mónica y Luis; Claudia, Alejandro, Sergio, Édgar. A mis nietos Santiago, Lucía, María, Alejandro, Daniela, Renata, Julia, Luis Rodrigo. Y a todos los que sean un proyecto de Dios. ¡Bienvenidos! Ojalá que mis sencillas vivencias puedan transmitirles mi amor por la vida, por nuestras raíces, y nos incapacite para percibir el tiempo sólo desde un punto limitante. Un instante puede ser una eternidad o el principio de ella. ※



Mi aventura Una madrugada de 1976 regresaba de Tizapán el Alto a México. Al tomar la carre­ tera, se asomaron entre el abrumado follaje de los mangos, las blancas torres y cinco campanadas llenaron el aire. Me atrapó una profunda tristeza, con recuerdos ob­ sesivos. No era raro, lo dramático fue que aparecían pretendiendo ser versos, y además hablados. Me había intoxicado y pensé que deliraba por la alta temperatura. Al cabo de todo el día de aquella agotadora búsqueda de la rima, rogué al cielo: “Por favor Señor, ya me cansé de pensar en verso”. Como resultado de aquella enfermiza pero fantástica experiencia, creí encontrar la medicina y la cura. Decidí empezar a escribir esos recuerdos y así comienza mi aventura. Se quedó por ahí guardado esto por muchos años. Después de tanto tiempo me encontré con un mundo lejano y a la vez nuevo. ¿Sería un sueño? Bueno, los sueños a veces también se hacen vida o lo fueron. Trataré de ordenarlos un poco, cuando termine ojalá los quieras leer. Si eres de Tizapán quizá despierten en ti otros recuerdos. Los tuyos, que no siempre serán los míos. Memoria no es historia. Ven, acompáñame. ※

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Tizapán el Alto Despiértate Tizapán, sonaron la campanadas. Despertaron ya las cinco llagas, estigmas de San Francisco que mueven al pueblo entero de espiritual cristianismo. Hay destellos en el cielo de colores pasajeros, la aurora se dibujó con las alas de gaviotas al desplegar su vuelo. También los zopilotes planeando, se van remontando, van hacia mundos ignorados de alturas y profundidades eternas comenzando su interminable volar, buscando tumbas abiertas. Empieza a secarse el rocío y el frío de la madrugada. Callaron también su canto los pescadores en el lago de Chapala, que en respetuoso silencio dejó escapar a la luna, pero quedó retratada hecha plata en la laguna. La mañana es ya transparente, tan luminosa como debió ser la primera mañana de la tierra, ¡maravillosa! Hay un olor a tierra virgen de entrañas invioladas. Perfume de mastranzo, salvia y jazmines silvestres deshojados. Los gallos perturban con su saludo el milagro. Ya a las puertas de tu templo de arrogantes torres blancas una pareja de enamorados espera, llegaron rayando el alba. Quieren vivir sus amores y han hecho una caminata para pedir bendiciones y vivir como Dios manda. Golondrinas por testigos, quietos y mudos confesionarios colas de viernes primeros, el viacrucis, los rosarios.

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Y hasta el incienso escondido detrás de los santos, miran con indiferencia su prisa de apasionados. Las aguas de la laguna con su golpear mañanero, temprano lavaron los pies al risueño atracadero, para descansar sus pasos viajeros de tantos años, canoas de carga nocturna, vapores, mareos, desvelos y sueños. Qué largas las vigilias de don Pancho Cárdenas el canollero. Recuerdo de un ayer que es presente en este barrio sereno, con sólo cerrar los ojos me parece que lo estoy viendo. El presidente Severo Cortés, con el paso reposado y el sombrero ancho puesto, ya dejó atrás los ciruelos, ya llegó a las “puertas cuatas”, donde vivieron las Garza, ya está divisando el pueblo. Camina por esa avenida pedregosa, que adornaban las guapas nietas de don Longinos Raigosa luciendo con mucho estilo sus vestidos domingueros. Los pájaros del jardín cantan ya en los cocoteros, desafiantes como lanzas, tranquilos como los viejos. Guardianes empistolados en sus zarapes envueltos abren ya la presidencia para sacar a los presos. Judas el policía Enrique Rubio, les cobró ya por el encierro. El comandante Romero apagó a tiempo el mechero, los mil ojos de don Higinio vigilan para que todo esté correcto. Y don Felipe el bolero, ya preparó su caja con brocha, jabón y grasa por aquello de que algún catrín se le antojara, 12

que le lustren el botín para mejorar la facha.


Ya las piedras del molino con su rítmico girar, opacan la letanía. ¡Don Mauro mi nixtamal! ¿No ve que ya es retetarde y tenemos que tortear, para envolver las tortillas del bastimento de Juan? El corazón palpitante de tu plaza bullanguera va llenándose de voces y músculos anhelantes. ¿Quién contrata mi jornal? Yo trabajo hasta muy tarde. En el portal los camotes tatemados, comalonas de salvado deshaciéndose en la boca. Competencia en el mercado los licuados que se antojan, desplazan la leche bronca. Para crudos el menudo, mesas con el pan de a tres por veinte, birotes bien doraditos, la calabaza enmielada, las corundas de ceniza, los tamalitos de elote calientes, los elotes cocidos pa’l buen diente. Los puestos quedan vacíos, estómagos relucientes. ¡Y a la chamba compañeros, el sol ya se hizo presente! ※

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Las calles Tus calles son transitadas como romería perenne, reflejo fiel del trabajo y la alegría de tu gente. Unos barre que barre la calle, hora de la comadreada. El pájaro de la Gloria les cantaba enlevadas pero a las tres de la tarde tenían la ropa planchada. Calle de Aquiles Serdán fuiste de las novias el peregrinar, que en la lista de correos su nombre querían hallar. Porque el graznido del cuervo les había anunciado ya, también la saltapared con su canto peculiar, que aquella carta esperada era el pasaporte a su felicidad. ¡Pobre de Pancho Ordaz el cartero!, aquella carta tenía que encontrar, aligerando su valija que pesaba un titipuchal. La cargaba en bicicleta, toda adornada y compuesta, evitando las ponchadas de la famosa tía Cleta. Y se anunciaba con un silbato que sonaba como corneta. La calle de Hidalgo le hizo al mercado competencia. Jesús Negrete ganó, viva la calle de entrada, la bendita Independencia. Las nuevas calles tendrán muy tranquila su conciencia. Es tu calle Francisco I. Madero una arteria circulante para unos comercio y vida, para otros su último viaje que despedía el canelo de entristecido follaje. Solo se quedó el sabino como centinela gratis por si algún día los viajeros llegan al Hotel San Francis. 15


La vida de ese sabino es un patrimonio de Tizapán. Cuidar de él con cariño es una tarea por tres generaciones heredada. Fue sembrado en 1910 conmemorando el centenario de la Independencia mexicana. Cuentan las voces del pueblo que ese día a la madrugada tocó una banda entonada, paseando de arriba para abajo una varita delgada. Que por la tarde sembraron a la orilla de la acequia de nuestra calle empedrada. Al lomo de su caballo por esa misma calle, Chonito Figueroa daba sus exhibiciones de aprendiz aficionado. Floreaba muy bien la soga. Chuy Guerra le echaba porras, también su primo Emiliano. Un día se fue a Mexicali dizque a poner una tienda de artesanías que importaba. Daba sus vueltas al pueblo, y cariño le brindaban, porque era muy bien portado y además sangreliviano. Pero después de algún tiempo, llegó la triste noticia de que murió accidentado. Linda calle de La Lima, serpentina juguetona, que enlazas a la capilla con el puente y con la loma. Las Anaya, Cárdenas, Magaña y Béjar, formaban con sus bonitas vecinas un ramillete de moda. Santa Ana y Las Colonias son tus brazos recios lazos con la Alameda lodosa, las higueras, el zalate, camichines, pájaros, resorterazos. Las pirinolas de los gigantes. ¿Te acuerdas? Perfumadas y pequeñitas perdidas entre las piedras. 16

Los colores que volaban en las charcas olorosas,


junto con una infinidad de alocadas mariposas. Y los cercados de piedra cubiertos de azules y delicadas hiedras, parecía como el manto de la Virgen que cubría las intenciones que los muchachos traviesos planeaban en sus reuniones. Terminando la Alameda, brincando una zanja grande estaba la Candelilla, que también cubría las cercas que conducen a la hacienda, por una pedregosa cuesta que divide en dos la huerta. Pelaban una calilla de aquella vara espinosa y con sólo menear un jarro de bebida apetitosa, les arremetía una diarrea instantánea y dolorosa, con retortijones que les producían copiosos sudores. Y no se daban abasto subiéndose los pantalones. El callejón Ramón Corona huella de arrieros y atajos. Los aleros de los techos carcomidos y apolillados, arcones de palabrajos que los muchachos saqueaban para luego regalarlos. Sus flamantes vecinos serán siempre elogiados por el compañerismo y cariño que hace su unión y fuerza reconocidos. Sólo un acontecimiento los estremeció un día sombrío, descubrieron que de una casa salía un olor corrompido. Haciéndose conjeturas, la duda no se aclaraba. Sólo tenían un camino. El viejo zaguán rompieron, nadie tenía la llave de la chapa y se encontraron sin vida el cuerpo de Nacha Jiménez. Dijeron que por robarla. El crimen quedó impune, ni los parientes foráneos dijeron nada. Sólo enterraron a Nacha y en medio de un largo silencio cerraron su casa. ※

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Por las calles de Tizapán.

Contrastes de mi tierra Las tragedias naturales son inevitables, parte del diario acontecer. No es de mi pre­ ferencia recordarlas, pero son hechos que ahí están. El señor Faustino Contreras tenía un caballo muy fino, además de consentido. Un día el caballo se le encabritó, y cerquita de su casa por las piedras lo arrastró. Dicen que el caballo es fiel pero también vengativo. Quién sabe qué cuentas pendientes querría cobrarse el maldito, lo maltrató sin clemencia dejándolo malherido. La gente se hacía de cruces. ¡Animal salvaje, malagradecido! Lo cierto es que el cruel caballo jugó traición a su amo y se quedó tan tranquilo. Fue inútil la lucha por salvar a don Faustino, no pudo evitar­ se el sentido novenario y todo Tizapán sufriendo el luto de los hermanos que reza­ ban el rosario. Aunque parezca una contradicción el callejón es El Callejón. Qué pintoresco y concurrido era para los rancheros, pasando por la zanja grande para entrar al pue­ blo, continuaban por el alegre callejón que daba festiva bienvenida a los visitantes. Muy ceremonioso bajaba desde El Zapote don Felipe Pichardo. “¡Oiga doña!”, salu­ daba respetuoso retirándose el sombrero muy ufano, ciñéndose la alforzada chama­ rra todita bordada a mano, con su águila en el nopal cobijándole la espalda. Era tan robusto y alto, que los caballos que montaba siempre parecían enanos. Cargaba sen­ das canastas con huevos enzacatados, empacados con cuidado, más una alcancía de relatos con rebuscadas palabras, dignas de ser registradas en el mejor diccionario. El contenido de las canastas tenía que recibirse contado para poderlo pagar. Los ran­ cheros demandaban en tono suplicante: “¡Doña, ya cuénteme los huevos que me quiero regresar!”. Cuando platico esto, Alex mi nieto puede morir de la risa, pero ellos tenían razón. Por ahí también hacía camino Amós Barajas. Chaparrito, dicharachero, con el corazón muy grande. “¡Salud que implúreme cu­ca­ra­cha armea!”, saludaba a sus com­ padres. Con esto ¿qué les diría? Si era una grosería, sólo él lo sabía. Disculpen la cacofonía, al fin que don Amós Barajas solamente a vender sus blanquillos venía.

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Para surtir su tiendita, el güero Ramón Valdovinos bajaba desde Los Sauces. Asoleado, colorado y muy honrado, pedía atención inmediata, en un pie volteaba, en dos por tres terminaba y emprendía de regreso su caminata. De El Molino y La Breña bajaban la cosecha de ciruelas, perones ácidos, guayaba pomarrosa, granadas y membrillos de la huerta de Moisés Arteaga. De La Cañada, Atanasio López mon­ tando un caballo negro, traía su cántara de leche muy prestigiada, no la bautizaba. Cargaba a su pequeña sobrina María Luisa y dos hermanas que eran la prudencia y la bondad personificadas. Todos esos personajes, Enrique Doñán, “el Indio”, los Va­ lencia, Anárbol Pichardo, los Tejeda y Ceja, todos con buena fama de guapos. Doña Hilarita Gallegos tan educada… “¿Tenemos hilo Cadena?”, modosita preguntaba, mientras otra señora masticaba los tragos de limonada para que no se le atoraran, pero ruidosa los liberaba. Conservo tantas imágenes… pero algunos nombres y apellidos se los ha comido el tiempo, sin destruir lo bello que como un mosaico de brillantes colores conserva indelebles destellos que iluminan el laso de la alcancía de mis recuerdos. Cuántas veces por ahí venían de La Zanja Grande, Nino Enrique y Luis Enrique con un puer­ co gigante. Juan Quicas con sus mojigangas les ayudaba jalándoles el mecate. Con idéntica voz imitaba a Jorge Negrete, realmente estaba de remate. León Ortiz los esperaba listo para darle al puerco el mate. El gigantesco cazo de cobre chicha­rro­ ne­ro sentado en tres piedras grandes con los leños encendidos y hu­meantes, relum­ braba de bien lavado con los limones, carbonato y sal conque al fuego lo habían restregado. Cuando se estaban friendo los chicharrones reventaban por inflados. Don Vicente Raíz para blanquear la manteca la bordeaba toda la noche con un ancho palo y en un molino de mano, que bien podía deshidratar al más fortachón y bien plantado. Adaptaba una larga tripa que hacía morir de la risa a Mónica su mu­ jer y a su linda y bonachona nieta Herlinda. Con la carne bien molida, adobada y olorosa, llenaba la longaniza que en un otate colgaba. Parecía una interminable cu­ lebra escurridiza húmeda y colorada que lloraba lágrimas de manteca y hacía ladrar como perro bravo por enchilada. Capítulo aparte era la hechura de la moronga. Las tripas gruesas lavadas rellenas con la sangre del puerco, aderezada con verduras pi­ cadas sin faltarle rabos de cebolla, ruda, hierbabuena y otras especias que le dan un olor especial muy fuerte. De niña me costó aceptar aquel platillo negro, era necesa­ rio aspirar profundo para oxigenarte, pero el remedio estaba cerca y no tenía precio. El pulmón de La Cañada respira pureza eterna y la sangre de sus aguas hincha de vida sus tierras. El cielo se pone color de rosa cuando hay flor de durazno. También 20

tiñen la tierra los pétalos deshojados. Jitomates, chiles verdes, coles, cebollas, cala­


bacitas tiernas, frutas maduras, mangos y huertas que al bajar desde El Izote forman paisajes de hermosas alfombras persas. Todos los alrededores tienen su encanto es­ pecial. Clima, colorido, sabor y olor. Los barrios de El Mono, El Pandito, Santa Ana, La Loma y el de Guadalupe cuentan con su merecido prestigio. De allí se divisa el Río de la Pasión encendido. Protector de enamorados que buscaban de su asilo, cu­ briendo la vergüenza de su huida con el pelo destrenzado, maraña de sentimientos de su ser tan recatado. Hablando de sabores, he oído que la leche ordeñada al pie de la vaca, con Choco Milk y un buen chorreón de alcohol tiene un gusto que enajena. Crea una euforia ma­ñanera que todo mundo quisiera y como querer es poder, aquí el que no corre vuela. Por la pendiente de El Mono se veía subir a diario, con el paso acelera­ do y un jarrito en cada mano, una procesión acudiendo a las ordeñas en busca del pajarete. Don Juanito y Concha Arias con sus lindos dientes de oro, pulidos y relu­ cientes, los recibían muy sonrientes. Por ahí dicen que el pajarete es el semillero del bebedor permanente, pero mejor me hago que no oigo… ¿Qué haríamos sin nues­ tros clientes? Es mejor admirar el paisaje, éxtasis de San Francisco de Asís con su Cántico de las criaturas, oblación que purifica a los buenos. En un costado del templo hay una pequeña concha que se formó con los cerros para envolver los colores que en las tardes de verano reflejan el firmamento, el amarillo de los andenes, el rosa y rojo de las amapolas, armonía que se mezcla con el canto de las palomas que le cantan a la paz. La paz de volver al nido en lo alto de la loma. Se escuchan tonadas suaves que por el aire se riegan. Murmullo que dice el viento cuando mece los maizales, pro­ mesa eterna de bienestares con sus jilotes rubios y tiernos. Y se respira una fuerza viva, olor a brisa de manantiales, perfume para ilusiones, legítimas oraciones, clamor de ansias ancestrales. Para llegar al Terrero, a San Bartolo y al Verde hay que caminar a pie, con la zancada muy larga, al hombro su bule de agua con qué mitigar la sed. Para barbe­ char la tierra, alinear bien los lomillos anidando la semilla para regarla con fe. Dicen que la plaza sube, la esperanza nunca muere, de mis deudas hoy saldré. Y si la cose­ cha es buena, de perdida hasta me caso con la María que es rebuena pa’l quehacer. Así el campesino vive y revive su calvario con el temporal cada año. Qué agradecida es la tierra si no le faltara el agua, ese líquido sagrado, respon­de­ ría a la lealtad del hombre que para esa bendita novia no se le da el engaño. Fidelidad amorosa, animada con el vuelo de fugaces mariposas hermosas. También la vida del hombre es corta, cien o mil años serían poca cosa. El alfarero que lo hizo usó esa

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arcilla que se estrella y resquebraja para que vuelva a la tierra, por eso es que la ama tanto y no reniega de ella. Porque el proyecto de Dios es un proyecto perfecto. Aquí volverás a tu origen, allá para siempre te espero. Mientras tanto crece, crea y recrea. Haz cosas buenas y bellas. Un día dejarás el capullo como mariposa, vuela. Goza de este paraíso. Te bendigo con mis dones, te doy inteligencia, manos y tierra. Ámala, te hago dueño de ella. Gratuidad que el sembrador recoge, la acaricia, la protege, se funde con ella, la alimenta con el aguamiel del sudor con que la riega. La tierra responde risueña, promete hacer realidad su anhelo, su esfuerzo, su entrega. El es­ píritu murmura, hay devoción y espera, nutriendo fe y esperanza por los poros de su piel penetra, se hace canción y como plegaria suplicante melancólica y dolien­ te, se eleva. ¿Escuchaste alguna vez el canto de los campesinos al pie de un surco recién germinado? Es el ritual más dulce que me conmovió cuando niña… Y el hombre sigue cantando diariamente cuando el sol se está ocultando en el poniente, cuando el atardecer de oro apaga el fuego del día y la tibieza azul de la noche inunda la tierra largamente. Con un material tan rico, no se hizo esperar la inspiración de un poeta que llegó a destacar con emotivos himnos a nuestra tierra; que el mismo pro­ fesor José Moreno, en unos discos chiquitos, los fue a grabar por el año 47. Como en los cuentos de hadas todo se repite y actualiza, ahora por los años ochenta es Salvador Cárdenas quien mantiene vivo el fervor y profetiza. Sus composiciones como “Lindo Tizapán” y “Cajón de amarguras”, le dan categoría que eterniza. ※

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˜ Anoranza Hacienda de San Francisco, realidad y fantasía. Tiene el portal de tu casa cadencia de red vacía, y el ciprés añoso guarda silencio y melancolía. La huerta de mil naranjos olor a novia y azahares. Cuando cuajaban las flores, los fru­ tos se convertían en amarilla cascada redonda y azucarada que iba a desembocar por un invisible canalito al entejado portal que el comprador aparaba para llenar su costal. Cuántos trabajadores ocupaban las viviendas alrededor de la casa grande. Todos fie­ les servidores construían el universo que los aislaba del hambre. Don Jesús Martínez, de rango importante, vivía con su familia adentro, era el honrado pagador y merecía ese privilegio. De sus casas llegaban los vaqueros, y entre ellos por conquistador destacaba Ignacio Anaya, que le decían “la Condenada” por su florido hablar. Don Bernardino era un señor solitario. En su changarro atendía a los parroquianos, vendía sueltos los cigarros que los viejitos chupaban. Alas, Quintos, Mentolados, Tigres, Delicados, Ca­ prichos, Carmencitas y Faros. Jacinto Anaya era el caporal, hacía a la rienda caballos y nadie podía ignorar su pericia para amansar las yeguas y los potrillos para poderlos montar. Tenía mu­ chos hijos guapos, entre ellos un niño albino, nos gustaba verlo pasar. Inés y Aurora sus hermanas traían muy catrina a su sobrina mayor Anita, y la mirábamos con en­ vidia sus sandalias de zarape de Saltillo taconear. Una anécdota importante, no se me puede escapar. El señor presidente don Porfirio Díaz fue un huésped distinguido y no puedo olvidar que los hacendados de entonces, en un alarde de gusto, le quisieron obsequiar un desfile de venados que en redada prepararon y desde el cerro bajaron derecho al agua caliente orgullosos de agasajar a aquel señor presidente. Inocentes venaditos, algunos tendrían que morir para lucimiento del tirador y precio del tributo.

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De innumerables secretos, magia tienen tus rincones, fuiste testigo muda de un historial de pasiones. Conservas tu señorío, majestad de gran señora de apellidos orgullosos, de cunas humildes, de manos trabajadoras. Don Ignacio Méndez y don Ramón Garza Madrigal mancuerna de dos estirpes. Ramón Garza fuiste el amo querido y aunque en Tizapán no naciste, aquí nacieron tus hijos, aquí sembraste amistades, nuestra tierra te recibe. Don Ramón tenía alre­ dedor de la hacienda a tres hijos varones, los tres Josés que seguramente quería mu­ cho y tenían buena relación: José “el Gringo”, José Do­lo­res y un José que vivía en México y le traía mariachi cada año de madrugada cantando “Las mañanitas”, al­ muerzo con menudo y gran fiestón. Pero “la Güera” Teresa tenía cimentado su lugar, era la dueña y señora, que un día, un fatal accidente le arrebató. Contaban que cuando se hacía tarde y no llegaba el patrón, ella emprendía la búsqueda. Encon­ trarlo con los amigos echándose un trago de tentempié no la cohibía. Parada en la puerta con autoridad preguntaba: “¿Cuánto se debe?”, pagaba y ordenaba: “¡Vámo­ nos Ramón!”. El señor orgulloso del detalle se paraba solícito, abrazado y agradecido. ¿Todos los señores lo harían…? ※

pp. 24-25. Yo,

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la hermana del Dr. Ocampo, mi hermana Licha, Tere Ocampo y Gela Garza Pérez en la Hacienda de San Francisco.


El cerrito El cerrito con sus cuevas donde salían los enanos. Según las fantásticas narraciones de los afortunados conocedores de un misterio, decían que hace miles de años cayó un aerolito que convertido en piedra dio vida al cerrito. Me lo contó una persona que también dice que se lo contaron, pero suena interesante porque la zona no es pedregosa. Aquel tanque de la uva silencioso, disfrazado, peligroso y traicionero porque ahí muchos se ahogaron. Agua Caliente era tranquilo con su tanque enlamado aun­ que Darito y Nestora decían que lo habían lavado. Como premio mayor, de la es­ cuela de niñas, una vez al año nos llevaban a ese balneario caminando por el borde de la carretera. Llegábamos en una hora y media muy cuidadas, hambrientas y aso­ leadas. Después de jugar un rato y un tibio baño, los tacos se compartían. Siempre eran más buenos los tacos ajenos paseados. El lugar fue famoso en la región, un orgullo para los vecinos y el atractivo de que según contaban tiempo atrás, el transporte era gratuito. Un señor vestido con calzón blanco de manta fajado con un rojo ceñidor, terciado al hombro su zarape y sombrero ancho con su copa de piloncillo, llevaba en la mano un largo carrizo como cayado, imprimiéndole una imagen de autoridad y respeto. No creo que fuera un profeta, pero los bueyes caminaban tranquilos y alineados, por aquello de las dudas. En el ámbito socioeconómico… ¿habría jerarquías? En Tizapán no se sentían. Sin diferencia, fraternalmente en los paseos se convivía. ※

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Mis papás, Carlos Moreno Ruiz y Aurora Buenrostro González.

Genealogía Podría asegurar que soy casi una fanática de la familia y sus orígenes. Pero no sé quié­ nes fueron mis tatarabuelos. En este momento mis hijos serían para ellos quinta ge­ neración, es decir, choznos. Ahora entiendo que la edad de la energía tiene priori­ dades especiales y no pregunté a tiempo. Mi información generacional Moreno Ruiz empieza con mis bisabuelos: Serapio Moreno y Gertrudis Núñez (doña Tulita). Mi abuelo nació en el rancho Los Coyotes el día 1º de mayo de 1871, fue bau­ tizado Atanasio el siguiente día 2 de mayo en Tizapán. De joven fue medio bohemio, músico por afición, comerciante por herencia y conocedor de las cartas, que después nunca permitió jugar a sus hijos. Dice un acertado refrán que es de sabios rectificar. Tenía buena estatura, esbelto y pulcro, con personalidad y excelente carácter. Tra­ bajador, ordenado y con una gran chispa para hacer travesuras y contar anécdotas. Tuvo tres hermanos: Julián, Leonardo y Vicente. Curiosamente no sé nada del tío Julián. Me dijeron que Leonardo era un hombre guapísimo y vestía elegantemente, tuvo una hija Ana María Adelaida. Tío Vicente, casado con Margarita Gálvez. Sus hijos: Elvira, María del Carmen, Adelaida, Cristina y Engelberto, que se perdió. De esa familia vi una vez a tía Carmen y a dos de sus hijos que vivían en Teocuitatlán y después en Ciudad Guzmán (antes Zapotlán). Tía Cristina tuvo fama de guapa, nos contaban a los chicos que había reinado en la fiesta principal, su recuerdo era tan vivo, presente y real que me parecía verla por la calle caminar con majestad. Casó con mi tío don Lorenzo Sánchez, un señor viudo de Sahuayo. A sus hijos: María Cris­ tina y Lorenzo, no los veía con frecuencia, pero fue suficiente para estrechar, ade­ más del parentesco, una bonita amistad. Fuera de esta relación cercana no conocía otros nexos familiares fuera de mis tíos carnales. Había un señor Andrés Valencia que bajaba de Los Sauces, tenía por oficio ser arriero, montaba al revés una mula flaca y se balanceaba porque era muy tequilero. Al pasar por la tienda gritaba cariñoso y muy risueño: “¡A que mis parientes tan arrechos!”. Nunca supe por dónde venía aquel famoso parentesco. Pero sí de una

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Mi abuelita, mi tía Trini y mi papá en el canal de riego que él construyó en el rancho. p. 30. Mi abuelita Toñita, mi mamá, yo y Yoyita cerca de la casa del rancho. Abajo: Mi abuelito Atanasio.

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señora Viviana Moreno, prima en no sé qué grado de mi abuelito, esposa de Apolonio Madriz, papás de grande familia. Ella era hermana de Antonio Moreno, su esposa Lupe. Aquella pareja recuerdo que me transmitía paz. Sus hijos eran dos buenos mozos y más bonitas sus hijas: Lupe y Abigaíl. Escuché también de un señor Cata­ rino Moreno de la Barca, pero hasta ahí. La casa de mi abuelito Atanasio y familia estuvo en Tizapán. Entonces calle de La Capilla núm. 10, después 27, más tarde 30. Hoy calle Francisco I. Madero 100 (mi casa). Aquí nacimos mis hermanos y yo, coincidencia familiar que me encanta. Es como una reliquia muy apreciada, debe de tener más de ciento cuarenta años. Con curiosidad me preguntaba cómo habríamos llegado a vivir ahí… Hace poco encontré una relación de escrituras que me contaron la historia. Los bisabuelos Moreno Núñez, heredaron la casa a su hijo Leonardo. Él a su vez, el día 2 de agosto de 1920, heredó a su hija Ana María Adelaida. En el año 1931 vendió al señor Be­ nito Llamas a nombre de su esposa María de Jesús Hernández. Mi papá compró a ellos el 30 de enero de 1932 (las fechas de escrituración muchas veces no eran es­ trictamente puntuales). Es probable que a lo largo de los años sus anteriores due­ ños modificaran la estructura original de esta casa. No lo sé. Mi papá al comprarla empezó a definir espacios ampliando la construcción. Pre­cisó la planta alta que era el clásico tapanco donde los bisabuelos almacenaban ma­dera, molcajetes, metates, comales, ollas y platos de barro que vendían y resurtían cada seis o doce meses cuando los arrieros bajaban de Colima. Conservó los muros de adobe, los exterio­ res con un espesor de 1.10 metros. Los muros nuevos se hicieron de tabique con calidad y resistencia de cemento. Con los acabados de techos y pisos conservó ese estilo de auténtico sabor pueblerino que no se ha modificado desde hace más de ochenta años. La remodelación duró algún tiempo. Me contaba mi mamá que en el patio central, que era un corral de tierra, se hicieron enormes pilas para la mezcla. Yo apenas gateaba y varias veces me sacaron medio ahogada, pero feliz porque me encantaba. Creo que ahí estará el origen de mi eterno gusto por la albañilería y de haber conseguido una amigdalitis crónica. La genealogía de mi abuelita, los Ruiz y Ruiz, empieza para mí con los bis­ abuelos Miguel Ruiz Toro y Leónides Ruiz, doña Leoniditas. Ellos tuvieron nueve hijos: José María, Joaquín, Josefa (la tía Pepa), Antonio y María del Refugio (la tía Cuquita) fueron solteros; J. Jesús, María (la tía Mariquita), María Trinidad y María Antonia, mi abuelita, casados. Tío Jesús casó con Estela Sanabria, fueron dueños de la hacienda cañera de San Javier en Valle de Santiago, Guanajuato, donde vivían. Su 32

única hija Eva casó con don Ramón Hernández, papás de María Soledad, mi querida


prima Cholita. Una brillante abogada, actualmente magistrada de la Suprema Cor­ te de Justicia de México. Ella casó con el ingeniero Antonio Mosqueda, sus hijos Toño y Héctor. Xóchitl, la segunda hija de tía Eva, casada, vive en Nueva York y tiene una hija. Ramón y Patricia son hijos menores también casados. Radican en el estado de Guanajuato. La tía María casó con don Rosendo Magallón, de Cojumatlán, Michoacán. Sus hijos: Alfredo, Roberto y Enriqueta, ella no fue casada y murió joven. Tío Alfredo fue osteópata. Casó con una americana: tía Florence. Vivían en Los Ángeles, Cali­ fornia, y decían ser de los pioneros cuando las orillas de la ciudad eran desiertas. Tenían tres hijos: Aurora, casada, vivía en Venezuela. Tío Roberto era inspector y empresario. Tuvo una hija: María de Jesús, casó con un señor español y no supe más de ella. José María y Joaquín tenían obrador en México. Tío Toño el incasable, pro­ creó dos hijas que no conocí. Tía Trini casó en Mazamitla con don Benito Blancarte, sus hijos: Esperanza, Aurora y Luz María. Tía Esperanza casó con el doctor Luis Sapiáin. Sus hijos: Ele­ na, Juan, Luis, Chayito, Esperanza, Felipe, Benito y Lupita. Tía Luz María fue espo­ sa de un señor Reyes. Hijos: Ricardo, Rosa María y Nacho. Aurora ocupa un capítu­ lo aparte, es mi tía doble (casó con mi tío Enrique). De esa genealogía de los Ruiz y Ruiz dejé al final a mi abuelita María Antonia, Toñita. Ella nació en Tizapán como sus hermanos y vivían temporadas en el rancho de El Izote. Vio la primera luz por el año de 1875 o 1876, era de mediana estatura, regordeta, muy atractiva y simpática. Murió en 1951 a los 77 años de edad. Me sorprende que personas con espacios tan limitados para su preparación lograran personalidades destacadas. Fueron queridos, respetados y con una adicción: un vicio por el trabajo y sentido de responsabilidad que heredaron a sus descendientes. Cuan­ do se casaron mis abuelos Atanasio y Toñita, tuvieron tres hijos: Enrique, Carlos y Ana. Tío Enrique parecía incasable, fuimos dueños de su gran cariño. Era travieso, le encantaba la pantomima, así que éramos sus estrellas y nos divertíamos gratuita­ mente. El espíritu de comercio del tío Enrique era muy versátil. Mientras su local comercial era una espléndida dulcería con variados y finos chocolates, se convertía en abarrotera o en espaciosa cantina. Trajo a Tizapán la primera rocola y aglomeraciones dentro y fuera del local, escuchando y acompañando sus tragos con música grabada por artistas del día. Finalmente se decidió por la carnicería. Según decían, fue el pollo de moda cuando vivieron en Ocotlán; paseaba en su moto a las chicas de sociedad. Regatas y competencias eran su debilidad. Afortunado en amores pero de matri­ monio entonces no quería oír hablar. Al fin decidió matrimoniarse, permaneciendo

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Mi tía Yoya Blancarte, varios años después en la Ciudad de México, con sus hijos Mario, Chelita y Gela Moreno Blancarte. p. 34. Mi primo Javier Moreno Patiño. Abajo: Mi tía Anita y mi tío Alberto Castellanos con Javier mi primo.

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en familia. Conquistó a su hermosa prima hermana Aurora Blancarte Ruiz, mi co­ madre queridísima. Para ellos mi tesoro de mis más bellos recuerdos. Los Moreno Blancarte fueron los hermanos: Javier y Alicia que muy jovencita murió accidentalmente. Después vino otra Alicia, Luis Enrique, Arcelia, Jaime, Evan­ gelina (Gela fue mi primera ahijada a mis 12 años), Mario, Toño, Beto, Armando y Sergio. Todos se han casado excepto Mario y Chelita que eligió el convento. Javier el mayor, ocupa un especial lugar en la familia Moreno, puedo asegurar que fue el nieto más querido, el sobrino más querido, el primo más querido, el hermano más hermano. Javier fue juguetón con los chicos. A mi hermana Licha le preguntaba si traía cargada la escopeta. A mí me decía Lucifer. Yo creo que por mi nombre Lucía, porque me cansé de buscarme los cuernos. Él casó con Sara Bertha Rojas, la queridí­ sima y encantadora prima. Vivieron con sus preciosos siete hijos en La Barca, des­ pués en Guadalajara. Puedo asegurar que sus descendientes, hijos y nietos, heredaron el sello que los distingue. Y no hay más que amarlos con todo el corazón. Luis En­ rique y Jaime viven en Guadalajara. Toño en Cuernavaca. Chelita, Mario y Gela en la Ciudad de México. Sergio en España y Armando en Francia con su esposa Isa. Sus hijos: Paul, Jeanne y Olivier. En Tizapán vivimos por la misma calle. Ellos, en la hoy casa del niño Pérez. Nuestras casas se comunicaban al interior por la hermosa huerta de los abuelos, estrechando nuestra familiaridad, convivencias y aventuras fantásticas. Hablar de tía Anita es evocar su alegría, su belleza física, su fuerza moral, su cordialidad y simpatía. Llenaba con su chispa toda reunión. Su hogar y la vida de mi inolvidable tío Alberto Castellanos, que era un contraste de silencio y paz. La familia Castellanos Moreno formaba la pareja del equilibrio perfecto. Él era una persona de grandes valores, supo hacer vida el dicho de que “obras son amores, no buenas razones”. Su hija Celia Lucía, Chelita, era un sol. Bonita, cálida, festiva, alegre, sencilla y humana. Murió tan joven… pero no se llevó el cariño ni su recuerdo que permanece intacto. Vivían en Guadalajara, convivíamos en vacaciones, después por carta. Lástima que las prisas actuales, el teléfono y otras modernidades van sepul­ tando la ilusión de esperar al cartero y contestar cartas manuscritas. Pudimos por todos los medios cultivar y conservar una estrecha y bellísima relación familiar hasta el último momento de sus vidas. ※

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Los abuelos Vivir cerca de los abuelitos Atanasio y Toñita fue una bendición. Tener con quién refugiarte cuando hacías travesuras y se te salía el corazón. Con abuelos tan amorosos tenías gratuito apapacho y justificación. Además, su casa era como otro mundo. Con espacios y rincones llenos de encanto. En algún lugar había una puerta que abría hacia escondidos corrales y sorpresas. Ahí había limos cayéndose de fruta madura, acá un corral con dos vacas, allá el gallinero, más allá el apiario con el eterno zumbar de las abejas y cerca el extractor para la miel. Había una cocina con estufa y des­ pués de un camino largo, largo con macetas, había otra cocina con fogones para leña; en la esquina una división para la carbonera. En el baño había un retrete con tres agujeros, ¿se usarían colectivos? El cuarto era grande y oscuro. En un rincón un viejo armario con maletas, seguramente llenas con los residuos de su tienda de Oco­tlán; era toda una aventura esculcar. No había barda colindante para entrar en aquellos dominios, bastaba con atravesar el tejabán de la cocina de leña de mi casa, brincar el zanjón —un angosto caminito con belenes de colores y un rosal trepador siempre en flor— para entrar en aquel territorio seguro de protección. Entonces ni me acordaba que debajo del naranjo sin semilla que estaba a la pasada, vi caminar y desaparecer a una señora con enaguas pintitas y floreadas; según dijeron era el ánima de doña Tulita, mi bisabuela finada. Y aunque no me dijo nada, ni siquiera dio la cara, me subía un escalofrío siempre que lo recordaba. Se cuenta que de esa huerta y de mi casa de al lado sacaron un entierro de unas personas perseguidas por ese brillante pecado. Sendas ollas de a real repletas con monedas de oro, tapadas con un cotín listado. Al morir mis abuelitos, mi papá echó una barda. Cuando se fueron los trabajadores, mi hermana Leti encontró tiradas mo­ nedas muy antiguas, que aún conserva. Pero del tesoro nadie dio cuenta. Yo nunca volví a mirar aquellas enaguas floreadas. Pero el importante lugar de recuerdos y sentimientos por mis abuelos está aquí. Está en mí. 37


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Un día en el rancho: Conchita Sánchez, un amigo de Sahuayo, la abuela Conchita Sánchez, mi abuelito Atanasio (de sombrero), Bertha la comadre de mi mamá, Martita Sánchez, mi abuelita Toñita, Chuy Llamas, Leti mi hermana, Chelita Sánchez, mi mamá, mi papá (con el rifle), mi tía Chela y Yoyita; (sentadas) Mina Barragán y yo.



Mis papás el día de su boda el 25 de octubre de 1925. Abajo: Mis hermanos y yo.

Mi familia Intencionalmente alteré el orden cronológico de la descendencia. Ya puedo referir­ me a mi familia Moreno Buenrostro. La genealogía de mi mamá la tomaré en el mo­ mento oportuno. Mi papá Carlos Moreno Ruiz. Mi mamá Aurora Buenrostro González. Mi fa­ milia fue numerosa, no todos vivitos, los dos mayores murieron pequeños y se lla­ maron Carlitos. Fueron tiempos difíciles para la crianza de los hijos en el aspecto de salud. Creo que la palabra smog por contaminación no se había inventado aún. En cambio había corral en cada casa y varios cerdos con sus respectivos malos olores, proliferación de moscas y descomposición de alimentos. Si para un bebé no había leche materna, podía convertirse en drama. No llegaban a Tizapán las fórmulas de le­ che para lactantes. Había gran mortalidad. Una burra o hasta una chiva podían con­ vertirse en salvadoras nodrizas. Algunos corrales eran baldíos y en tiempo de la Revolución, el padre del bebé corría riesgos cada vez que salía de noche o de ma­ drugada a ordeñar a la famosa burra. La leche no podía almacenarse por falta de refrigeración. Parece que no sería tan dramática la situación, ya que un total de nue­ ve bebitos llegaron sonrientes, cada uno año tras año. Aurora Silvia, Yoyita mi hermana, ocupó de los vivos el primer lugar. Fue des­ de chi­quita heredera de los dones de mi mamá; ordenada y perfeccionista. Forraba los cuadernos de la escuela con papel de china rosa, terminando el año escolar no los había maltratado ni de las esquinas. Toda su vida fue ejemplar. Yoyita es una gran señora, siempre elegante. No se mide en la paciencia, la cocina ni el bordado. Con sus nueve hijos y participación en el hospital de su esposo, ¿de dónde sacará el tiempo? En su cara y actitud está presente la paz. Me gustaría imitar sus cualidades, pero ¿qué hacer con mis mariposas? A Leti mi hermana y a mí, mi papá nos decía su par de aretes. Una güera y otra prieta, por edad con un año trece días de diferencia. Crecimos juntas y parejas, mas con grandes diferencias. Si en bicicleta nos paseaba mi papá con gran paciencia o en

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aquel caballo azabache, aunque montaba amarrada, Leti guardaba equilibrio, yo en bicicleta o caballo siempre en el suelo paraba. La enorme sensibilidad artística de Leti, su reciedumbre y estabilidad, desde pequeña fue evidente y respetada. Vivía horas consigo misma en la huerta que con­ vertía en su desierto. Coleccionaba y transformaba lo que nadie hubiera descubierto. Tallaba espinas de pochote, con puntas afiladas de pasadores hacía su propia herra­ mienta. Bordaba con hilos de seda sus creaciones, manejaba pinceles y colores. En ese mundo tan rico habitaban sus preferencias. Ha sido muy especialmente querida y comprendida. Mis papás, el abuelito Atanasio, la prima Chelita y su maestra cele­ braban su excéntrico carácter y ocurrentes reacciones. Cuánto debió soñar, cuánto supo esperar confiando en que el tiempo era su aliado para realizar sus callados anhelos. Leti poseía el don de la espera, madurando sus deseos de hacer una carrera de su vocación. Al casarse mi hermana mayor, su esposo y familiares valoraron el talento de Leti. Talento que nunca estuvo desaprovechado porque ella creaba obra con todo lo que tenía a su alcance. Ellos insistieron en que su obra llegaría más allá. Y así llegó a México, ingresando sin problema a la Escuela Nacional de Artes Plás­ ticas, la Academia de San Carlos. Ahí fue reconocida, admirada y querida por sus maestros. Decían que había poco que enseñarle. Encontró también buenos compa­ ñeros y amigos. Terminó la carrera con menciones y gran alegría familiar. Mi papá pudo estar presente con toda la emoción que cabe en el corazón agradecido de un padre por el fruto del esfuerzo de su hija querida, quien obtuvo el título de maestra en Artes Plásticas. Tenaz en el estudio, incansable en su taller, se consagró especiali­ zándose en la talla de madera fundiéndose con ella, la hizo su especialidad. Here­ dera de un medio natural que la vio nacer, respiró la pureza que nutrió su existen­ cia, exenta de influencias nocivas que pudieran contaminarla. Su obra bellísima posee la fuerza impresionante de la autenticidad, admirada en importantes y re­ nombradas exposiciones. Leti posee, además, una cultura general que cultiva día a día. Es un placer compartir de su comunicación y privilegiada memoria. Es consciente de su presti­ gio. Tiene el dominio de su admirada personalidad que atribuye a un don de Dios, que vive hasta en su cotidiana sencillez, que expresa con su bellísima indumentaria personal de origen indígena, que viste con admiración y respeto. Los años han pasado, con su normal sucesión y cambios. Cuenta en 2010 con cincuenta años de ininte­ rrumpido servicio, comprometida con la Universidad Nacional Autónoma de Mé­ xico, con sus alumnos y su taller particular. En 2004, recibió el homenaje Sor Juana 42

Inés de la Cruz en su aniversario como merecido reconocimiento a su incansable


labor. De manos del director de la Universidad el doctor Juan Ramón de la Fuente y así cada periodo, le ha valido distinguidas menciones. Sé que a todas luces parecerá presuntuoso, quizá exagerado y de mal gusto describir así a mi familia, dice un adagio: “En boca propia alabanza, inspira descon­ fianza”. Las reglas de la buena educación condenan la falta de modestia. Pienso que a partir de que no se es propietario, sino administrador de los dones recibidos de Dios, se crea la oportunidad de manejar esa confianza usando de una libertad res­ ponsable, no sólo para alcanzar felicidad propia, sino para crecer compartiendo y madurar como ser humano. Yo Eva Lucía fui la quinta y mitad de la familia, y aunque dicen que no lo apa­ rentaba, vivía como en la luna alegre y despistada. Por cierto que natural y figura… no he cambiado. Botella que caía en mis manos moría, sufrimiento inevitable, dis­ frutaba del trabajo adicción insuperable. Leti me decía que era maliciosa y tramposa como Jilemón Metralla y Bomba, personaje de Los Supersabios del Pepín. Por algo lo diría, hasta lloraba de la aflicción, después olvidaba y volvía sin remedio a lo mismo. Tenía muchos amigos señores y viejitos. Los muchachos para después sería mejor. Lo que me parecía imposible o difícil de lograr lo encomendaba a mis abogados y los llamaba milagros. Que aunque pueda darse uno espectacular, cada mil años el mi­ lagro del amor y las coincidencias se dan a diario. Cuando estrenaba zapatos en un abrir y cerrar de ojos, ya los había hecho pe­ dazos. Decían que pisaba fuerte. ¿Qué sería pisar con tiento? Mi mamá a fuerza me aleccionaba: “¡Mi hijita, ya traes los dedos de fuera! ¡Ni el zapatero remendón podrá ponerles las medias suelas!”. Seguro son muy corrientes, pensaba, pero tenía el re­ curso del toma y daca que entonces usaba. “Niño limosnerito, te prometo el cinco de mi domingo. Te dejo mis zapatos sin hebilla, porque se me rompió el látigo de la amarradera y son los que tengo para ir a la escuela”. Esperaré el tiempo necesario para volver al escondite del remendadero que está detrás del espejo grande que hay en el cuarto chico. Estaba en el segundo patio cubierto de geranios. En una esquina otro cuartito con el retrete y su cajón encortinado para disimular las bacinicas. Afuera un obelisco cuajado de flores, el rosal, la amapola y la reina Isabel. Sobre un pasadizo enladrillado, un vitrolero donde se fermentaba el vinagre de piña con piloncillo, clavos y pimientas formando sus madres, donde se paraban las respetables avispas, para volver después al intocable panal. A un lado había una frondosa hierba mora, nos gustaban sus frutitas negras, carnosas y húmedas como los tomates. Un día amane­ ció con gusanillos negros peludos muy feos. ¡Qué pena tener que cortar la hierba mora, pero lo olvidé! La gran sorpresa fue que los gusanos desaparecieron, a cambio

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Mi hermana Leti. p. 45. Jorge y Yoyita el día de su boda. | Leti, Yoyita y yo. Abajo: Reverso de una foto de mi papá enviada a mi mamá el 2 de julio de 1925.


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había después de unos días una infinidad de maripositas blancas volando. ¿Por qué no siempre cambian así las cosas desagradables? Tampoco apareció la hebilla de mi zapato, ya sería para otra vez. No faltaba más ni faltaba menos, además ya tenía a mi aval para mi deuda de los cinco centavos: don Prudencio. En el mostrador de la tienda había un lugar especial. El cajoncillo de los centa­ vos que mi papá llamaba don Prudencio, al que nosotros desde niños tuvimos libre acceso. Creo que esa confianza de mis papás, además de bondadosa fue inteligente, nos evitó tentaciones, abusos y hacía milagros; tampoco sabíamos para qué se usaba el dinero. En la tienda había dulces, golosinas, papeles, listones, clavos, tablas y martillo; podíamos usarlo con cuidado, un machucón podía provocarnos berridos toda la tarde. La cocina me gustaba pasarla en aeroplano, después aprendí a cocinar cuando menos para el gasto. ¿Sería también un milagro? Eso sí, siempre lo hice con gusto y cariño. Mi hermano Carlos es menor que yo un año con veinte días, como que siem­ pre nos pisábamos los talones. No tengo palabras para describir a Carlos, siempre pre­sen­te, amable, servicial, educado, trabajador, inteligente, prudente, honesto, cari­ ñoso, dormilón y buen mozo, perdón pero con eso de que no me faltan las palabras… Mi mamá, aunque nunca dio su brazo a torcer, por mi hermano moría. Él se lo supo ganar, espontáneo y servidor de corazón, tuvo grandes amigos. Cosechó mucho amor. Carlos un día dejó Tizapán, vino a la Ciudad de México. Se movió en el comercio, después en gineco-obstetricia del imss. Se casó enamorado con Estelita Díaz Reyno­ so, una hermana más. Formaron bellísima familia: Rosa Estela, Ana Laura y María Fernanda, todas profe­sio­nistas, casadas y los Moreno Díaz fueron abuelos. Un día en México, año 1983 en un accidente desafortunado, Carlos perdió la vida. Dejando ese hueco imposible de llenar hasta que aceptamos que la muerte es continuación de la vida. Carlos siempre está presente. Por orden de edades, llegaron a la familia las gemelas Licha y Anita, las dos mu­ rieron bebitas. Martha Alicia, Licha, fue la menor. Decía ser la gorda de My friend, así se llamaba el perro, Oscar el búho, Chacho el gato y Ramiro un canario amarillo. Licha nació bonita, ojos brillantes como luceros, pestañas rizadas y un carácter alegre, sociable y ocurrente, negociadora como ella sola, ligera como el viento, cocinaba rico en menos que se los cuento. Y para las conquistas… ni hablar, tenía su gran secreto. Es persona con espíritu de lucha y superación, sabe lo que quiere y tras eso va com­ prometiéndose hasta el final. Formó su familia con el doctor Luis Sigler. Alice, María Isabel, Ana Cecilia y Luis sus preciosos y queridos hijos. Todos profesionistas y los han hecho felices abuelos. Heriberto y Guillermo, hermanos mayores, ocupan impor­ tante lugar de cariño y respeto.

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p. 46. Todo

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era divertido. Licha, yo y Leti. mi hermano. | Heriberto en la Ciudad de MĂŠxico. p. 49. Mi papĂĄ. p. 48. Carlos


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De chicos todos peleábamos, como buenos hermanos nos queremos y somos buenos amigos. La felicidad que en nuestro hogar paterno vivimos es la fuerza in­ vulnerable de nuestro vínculo de hermanos. De aquel ámbito de nuestro hogar del que nunca debían salir ni entrar noticias ni opiniones. ¿Cómo podían contenerse los impulsos y los ánimos de compartir? Todavía me parece un misterio, o fue mucho miedo. Pero así fue y estuvo bien. La austeridad de la educación creaba un dique de obediencia, resguardado por las bardas de tu casa impregnadas del amor y las mejo­ res intenciones de tus padres. Un ambiente interior de grandes espacios llenos de naturaleza viva con tanta riqueza a la que te habías acostumbrado. Tu familia, cielo, árboles, agua, flores, frutos y el trabajo que para todos era una viciosa realización circu­ lar en la que girabas. Sé que el pensamiento y los sueños son naturales y quizá eran reprimidos, ahogados en una incubación tranquila, sin palabras que les dieran vida. Tampoco había distracciones. Sin luz eléctrica, radio, teléfono, cine, transpor­ tes, periódicos y revistas estaban tan lejanos… más aún que ahora la televisión pare­ ce divertimento imprescindible. Ni hablar de los modernos descubrimientos. Sería injusto si no menciono lo que significó para nosotros la existencia en casa de un enor­ me diccionario enciclopédico y su incalculable valor. Podíamos pasar horas descu­ briendo palabras y admirando las páginas a color de naturalezas. Había también dos volúmenes de medicina herbolaria, seguramente no descubrimos toda su utilidad, pero nos proporcionaron placer e interés. En Tizapán, sin embargo, eras feliz dentro de la sencillez que satisfacía tus ino­ centes necesidades inmediatas, que aproximaban a la familia creando sus propios momentos de esparcimiento, favoreciendo la valiosa comunicación y los afectos familiares. Las sobremesas nocturnas eran interminables. Naturalmente se daban diferencias de relación, necesidades personales insatisfechas por el medio limitado, pero los conflictos se resolvían con la intervención sabia y los consejos de mamá; quizá por inercia, también llegaban a superarse. Aprendimos a leer. Encontrando distracción en los magazines que llegaban cada ocho días al pueblo y alguna novelita de literatura barata y cursilona que caía en tus manos. Leer fue entrar en un mundo de ideas ajenas que sorpresivamente, algunas veces, interpretaban las tuyas. Aquellas de tus verdes años. Poco a poco fuimos descubriendo que de la puerta de tu casa hacia afuera había más, y más allá, mucho más. La vida tal como no la conocías. Para la que te estabas preparando. Somos ramas de un árbol con profundas raíces que buscan la mejor tierra para desarrollarse. ※ 50


¿Dudas? Después de un ligero descanso creo que mi mente cayó en el ocio y se entretiene con preguntas y dudas. No sé a qué se deben estos repentinos cambios e inseguri­ dades que en un momento dado creía resueltos. ¿Es quizá tu identidad cimentada en cosas que se van, haciendo sitio a la carrera loca de la modernidad que se tam­ balea? ¿Es necesario crecer a ritmo con el tiempo? No estoy en contra del pasado. Pero sí de actitudes pusilánimes que apaguen la visión maravillosa de esta vida, rega­ lo del amor infinito que nos ofrece tanto… ¿que no hemos sabido tomar? O dejamos escapar pensamientos de una imaginación sin fronteras y sentimientos muertos y enterrados antes que permitirles vivir. ¿La vida en el espíritu fue justo reprimirla? ¿Cómo puedo saber entonces cómo soy? ¿Nos preparamos realmente sin retos ni vivencias personales? ¿Fuimos tan felices como creíamos? Confieso que en verdad me perdí en el tiempo y locas fantasías. Por fortuna estos desequilibrios son pasajeros si los asumimos sin miedo y con sentido común. Aceptar esas dudas intrascendentes como curiosidad normal que no afecta tu verdad. Llego a la conclusión de que los buenos principios facilitan la adaptación sin prejui­ cios fortaleciendo raíces que sostienen una alegría y agradecimiento sin fronteras. Creo que encontré la mejor respuesta. ※

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Leti, yo y Yoyita en el patio de mi casa.

Mi casa y la tienda Como en una ruleta mis recuerdos eternamente danzan como bailarinas. No tienen orden ni tiempo, son como luces de bengala colgadas del firmamento. Mi casa de adobe y teja, mi casa de tibios techos, donde se amaron mis padres y vivieron mis bisabuelos. No sé dónde ni cuándo una vez oí o leí esta frase y como que era para mí. Nos dijo el padre Juan Santos Villalba, antropólogo lingüista: “A estas alturas ya todo está dicho y escrito”. Entonces ¿iremos siempre calcando por la vida? Probable­ mente dentro de mi na­rración volveré a usar frases o ideas recogidas a lo largo de la vida sin deseo de apropiármelas, tampoco sé a quién pedir permiso ni dar referen­ cias. Quizá muchos pensamos igual y expresan nuestra propia idea. Vuelvo a mi casa. Como en un juego, mis sentidos hacen vida mis recuerdos. Puedo mirar, ver, oír aquel corral con las pilas de mezcla para la remodelación que mi mamá convirtió en el jardín de sus cuidados y llenó de hermosas y floreadas malvas de colores que coleccionaba. Puedo oler el aroma de la cocina con rica capirotada de aquellas Cuaresmas largas. Oigo cantar las paredes con su dulce voz como fruta almibarada, de canciones tan antiguas de melodiosas tonadas. Me gusta evocar su imagen cuando espiritualmente se elevaba en oración ante aquel cromo del Sagrado Corazón. Hacía de la sala un santuario, repasaba las cuentas de su rosario y conver­ tía en horas de meditación los Cinco Minutos en compañía de Jesús Sacramentado que era su devoción. Parecía parte integral del cuadro de la Última Cena que estaba en el comedor. Debajo de él se sentaba, parecía una soberana en su lugar bien gana­ do. Reflejaba paz, conciencia limpia, autoridad, negación, fidelidad, inteligencia y amor; así fue su relación con el Señor. Puedo tocar los lazos que sin ataduras me han ayudado a optar libremente. La tienda originalmente estuvo en el local de mi casa. El mesón El Rey Dormi­ do, propiedad de don Alberto Arias, estaba contra esquina. Pasó el tiempo y un buen día, el Rey Dormido despertó. Mi papá aprovechó construyendo un local en una parte de esa esquina, que era un lugar apropiado con espacios y buena orientación.

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Fiadero de mercancías, su mercado de ilusiones, bodegas llenas de bultos, deudas en los libros guardados en los cajones. Un mostrador palpitante de la mañana a la no­ che. El cariño de la gente, queso, ratones, de mi papá las canciones. Veinte años Pe­ dro Rosales llenando los armazones. Cuando el trabajo se cargaba nomás decía: “¡Ay chingüente!”. Después aprendió cómo se atiende a los clientes. Los primeros ayudantes que recuerdo fueron Pancho Buenrostro, Chema Gon­ zález y Salvador Encizo. Conquistadores detrás del mostrador, hacían hilo las mu­ chachas dejando cuentas pendientes en su corazón. Ellos se defendían haciendo gala de su ingenio y buen humor. De Pancho Buenrostro hemos escuchado con emoción sus relatos. Un día nos dijo: “Llegué del rancho con mi ignorancia a la casa de uste­ des, don Carlos me recibió y me trató como a un hijo. Me enseñó a trabajar. A sentarme a la mesa y a comer correctamente. Él es la persona de quien tengo los mejores recuerdos y agradecimiento por su bondad y recomendaciones para el éxi­ to de mi vida”. Después de un tiempo Pancho tuvo que salir de Tizapán. Se fue con una carta de referencia firmada por mi papá, una dirección y sus ilusiones. En Mé­ xico pudo instalarse en La Merced, ámbito del comercio mayorista, el trabajo fuerte y muchos tostones. Pronto se casó con Reina, formando su linda familia. Chema González casó con la bonita María Esther Mendoza y pusieron una tienda con em­ pleadas tan alegres como mariposas. Salvador Encizo se me perdió. Cuando nosotros crecimos al terminar la educación primaria, mi papá propu­ so que saliéramos con mi mamá a Guadalajara para continuar la educación superior. Él era inamovible de Tizapán y la única opción era fracturar a la familia, el momento no era propicio. Fue valorado y el precio fue permanecer todos en Tizapán. El tra­ bajo en la tienda era agotador, mi papá el gran testimonio de la resistencia. Yoyita y yo quisimos aprender ayudando en el comercio, ya llegaría el tiempo para Carlos y Licha, Leti tenía sus propios planes preferentes. Al iniciar nuestro programa de aprendizaje, cambió definitivamente el sexo de ayudantes de mostrador. Nunca más varones y adelante con los planes para nosotros de formación integral ciertamente variados y atractivos. Una semana de tienda, otra limpieza de casa incluido el trapeado a rodilla de aquel caserón y otra de cocina, compras del mercado, diseñar el menú que a ratos sería incomible, pero dicen que echando a perder aprendes. Además la rotación del programa incluía el conocimien­ to de que a los 11 años es más bonito jugar y seguramente tendrían que perdonar nuestros deficientes pininos. Por nuestra mente ni por casualidad pasaría a recono­ cer el invaluable beneficio del aprendizaje y la responsabilidad, que como un juego, 54

estábamos adquiriendo para toda la vida. A su tiempo se integraron Licha y Carlos


Mi casa en la calle Madero 100.

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con asignaciones propias. Leti desde luego no estaba exenta, siempre cumplidora y creativa. Menos tienda. Para atender el trabajo había siempre turnos de dos o tres ayudantes. Todas chicas trabajadoras, agradables y apreciadas que aligeraban la carga con alegría y buena convivencia. Esther Núñez, Josefina y Trini Gutiérrez, Esther Torres, Anita Navarrete, Carmen Ochoa, Anita y Lupe Martínez, Conchita Haro, Margarita Ro­ sales, Chuy Castañeda, “la Prieta” Díaz, Elvia y Alicia Anaya y mi compañera de escuela y amiga Lucero. Trabajando con ella en el mostrador cada día de aquella semana del plan formativo, tuvimos especialmente la oportunidad de conocernos mejor. Su carácter abierto y sincero favoreció la comunicación. Sus opiniones direc­ tas podían dejarte medio paralizada, pero te convencían por su sinceridad. Lo más valioso fue una convivencia espontánea y alegre de gran respeto, que hasta la fecha nos regala risas al recordar como si fueran hoy tiempos bonitos que dejaron huella imborrable. Cuando poco a poco, al casarnos, salimos de Tizapán hubo más perso­ nas que recuerdo en el ámbito querido de aquella tienda de mis recuerdos. A todas les digo: Gracias. Otros trabajadores que tienen un lugar fueron fieles en el trabajo del campo que mi papá tanto disfrutaba: Eliseo Vargas, Vidal Martínez, José Ordaz, José Her­ nández “el Chaparro”, mi compadre Pedro Rosales, Lupe su hermano y Eufemio. A las puertas del establo, una triste mañana se murió Eufemio. Se oyeron unos balazos huecos y la voz de mi papá que gritaba: “¡No lo mates, no lo mates!”. Algunos chicos sin medir consecuencias, llegamos en primera fila. Había un fuerte olor a vaca, a leche recién ordeñada derramada de una cubeta. Sobre la alfalfa picada estaba tira­ do el cuerpo de Eufemio, tenía una mancha de sangre en el corazón y por más que le gritaban, él estaba sumido en el silencio. Fue muy doloroso para nuestra familia, para mí la primera persona que vi sin vida. Al hechor lo encarcelaron muchos años pero nunca recuperarían aquella injusta ausencia para su esposa y su pequeña hija. Creo que nunca terminarán los lugares especiales, ni las personas especiales dentro de la familia. Llegaban cada día en la mañana, acompañadas de su risa y su incansable trabajo. Virginia Cuevas, Catalina Castañeda, mis comadres Adela Maciel, Toña Cuevas, María Garza y Maclovia Díaz, cocineras de primera. Carmen Vergara, Concha Sotelo, Herminia Ordaz, Librada, Viviana, Elisa Zambrano, las Linares, Eva Montejano; María y Catalina, hijas de don José el aguador; la Güera. ¿Cómo poder olvidarlas? Mi nana Bernarda, mi gratitud por su cariño y paciencia, por todos los años que nos dieron. A quienes ya se murieron que Dios las tenga en el cielo. ¡Y allá 56

nos vemos! ¡Cuánta fidelidad y perseverancia de tan buenas y queridas personas!


He sido muy afortunada por tener a mis ahijados, aquĂ­ con Martita Solorio.

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Elisa Martínez y Pedro Rosales un día se casaron de madrugada. Según la tra­ dición, la novia debía dormir el día anterior con su madrina y se cumplió el encargo. ¿Para qué? Seguramente para atiborrar de consejos a la asustada novia, que por suertuda se libró. La madrina no sabía de consejitos y durmieron muy tranquilas pasando por alto la tradición que allí se perdió. Pero eso sí, a la primera llamada de misa, muy temprano saltamos de la cama. Carlos y yo entregamos frente al altar, la mano de Elisa vestida de blanco al risueño y guapo novio Pedro. Entrega de anillos, arras, mancuerna, promesas, emoción, devoción, amigos, alegría, un pequeño desa­ yuno y feliz viaje a los novios. Ellos fueron felices y tuvieron muchos hijos, como en los cuentos. Muy pronto Carlos y yo volvimos a ser padrinos cuando nació Rosa María su primera hijita. La mayoría de las familias del pueblo eran muy numerosas de presumir por diligentes. El hijo mayor ya bien casado y al hermanito menor, apenas le estaba sa­ liendo un diente. Desde los cinco a los diez podían volver a empezar, los papás eran valientes. Con mujeres o varones unos salían muy llorones pero eso sí, inteligentes. Cuando ya los papás por el cansancio llegaban al punto del desmayo, les cantaban “El chiribitillo”, “El sironguitongui”, “Duérmete niño” o les daban sus tres nalgadas calientes. “¡O te callas o te callo!”. “¡Diantre de escuincle, ya estoy hasta el copete!”. Lupe “la Gorda”, una de las cigüeñas de Tizapán, no tenía alas ni sabía patinar. De ribete cargaba con sus cien kilos de peso, ahogándose al resollar, pero llegaba corriendo derechita para recibir siempre puntual los pedidos urgentes del preciado regalo en paquete: “¡Ave María Purísima! Este salió güero de ojos azules, no se pare­ ce al papá, podría ser al bisbirindo bisabuelo de Cojumatlán. ¡Ojalá que el hombre no venga de malas, no quiero ver el sainete que se va a representar, mejor me lavo las manos, esto es harina de otro costal!”. Unos eran sus hijos, otros hasta cosijos, pero todos comían de balde en un festín permanente. Los orgullosos papás escogían a los compadres. Fui muy afortunada por tener a mis ahijados, bautizo, confirmación, primera comunión, matrimonio, graduación. No quiero mencionarlos, algún momentáneo descuido parecería omisión, aún me dan su cariño que comparto con mucha satisfacción. Ellos muy bien lo saben que los tengo en mi corazón. ※

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p. 64. Yoyita, Toty Yolanda

y yo en la laguna de Chapala.

La escuela Ir a la escuela, el escape energético más divertido. Conocer nuevas personas, maes­ tras, compañeras. Otro mundo. Disciplina, concentración. ¿A qué hora? Jalar por detrás unas bien peinadas trenzas y hacerte luego la ausente, también tenía su chis­ te, así como estar pendientes del pizarrón o copiar a las compañeras y más energía para la hora del recreo. Un abrir y cerrar de válvulas hasta que sonaba la campana de salida. Bendita etapa desde los primeros años, presente hasta el final. Mi Escuela Jesús Negrete estaba en la calle que lleva el nombre de su donador, el señor don Jesús Negrete. Hoy, convertida en mercado municipal, conserva su en­ trada ochavada, pero es una lástima que hayan destruido su majestuoso pórtico con frontal romano y columnas de cantera estriadas. En fin, así van muriendo las cosas. Desde entonces la escuela primaria para niños conserva su ubicación, calle y mismo donador. Cuando nos inscribieron en la escuela vi con sorpresa que el grupo tenía niñas de diferentes edades. Había un pizarrón tan largo como el ancho del sa­ lón enorme, donde había escrita con gis la letra L y l. Leti y yo teníamos 7 y 6 años de edad, sabíamos leer, escribir, sumar, restar y hasta la tabla del seis. Me equivoqué cuando pensé que me aburriría. Escuchábamos a los mayores hablar de la persecución del culto religioso cató­ lico, consecuencia de la revolución cristera. Entre los años 23 y 27 cierran las escue­ las, expulsan a sacerdotes extranjeros. Por el 29 fue obligatoria la educación laica propuesta por el según progresista Plutarco Elías Calles. En Tizapán la mayoría de las personas es religiosa y obediente con las reglas y no aprobaron el cambio. Se prohibió asistir a la escuela oficial que, decían, violaba derechos y promovían actos de engaño. Los sacerdotes perseguidos arriesgaban su vida en el ejercicio de su mi­ nisterio. Hubo entonces personajes falsos que celebraban bodas y bautizos en luga­ res clandestinos. Con el tiempo, al ser descubiertos ocasionaban conflicto a las con­ ciencias escrupulosas y puritanas. Los colegios particulares no existían, excepto que algunos papás preocupados por la educación, con una maestra formaban la escuelita

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en casa. En la parte alta de mi casa la maestra Cuca Estrada de la escuela de niñas nos atendió durante un periodo de vacaciones (1935). Nos gustó mucho, y más a mis papás que ya no nos aguantaban. Después, por espacio de un año, se formó una pe­ queña escuelita en la casa de Chayo Chávez al principio del callejón (hoy casa de Gil Reyes y familia). Ella era recién graduada. Recuerdo a compañeros: Gil y Amelia Rico Moreno; Manuel Haro de Santa Ana, José Béjar, Manuel Valencia, Ofelia Ga­ ribay, Gil Reyes, Yoyita, Leti y yo. Las bancas estaban en el corredor y el recreo en la huerta interior donde, para variar, pasaba una zanja y más de uno se dio un chapuzón. En fin, fueron recursos, mas la espera para algunas niñas había sido larga; si­ tuación que les afectó en cuanto a la edad, ingresaban por primera vez entre los 11 y 13 años de edad a la escuela. Las niñas más grandes eran formales y bondadosas. Otras platicadoras y traviesas, sin faltar las peleoneras. No recuerdo mi categoría, es fácil olvidar lo que no nos conviene, pero sí que éramos un batallón como de cin­ cuenta o más niñas y la admirable capacidad de nuestra maestra. La Chiqui Arceo, Lupe Contreras, Cuca Díaz, Luz Ortiz, Anita Anguiano, las Hernández: Chayo y Elisa; Alicia Zambrano, Anita Ceja, María Calvario, Lupe Flo­ res, Emma Sánchez, Pepa Zamora, Anita Sánchez, Anita Santillán, Irene Rodríguez, Josefina y Esther Martínez, Chabela Ceja, Elvira Garza, Josefina la de don Cayeta­ no Cárdenas y muchas más. En el último año de la primaria se unió el grupo de quinto con Anita Figueroa, Carmen Guerra, Chuy Quiñones, Chayo Cárdenas, sin faltar las inteligentes y estudiosas: Ofelia Negrete y Amparo Zamora, que actual­ mente es una destacada directora de una escuela en Guadalajara. Lilia Soto casó joven, creo saldría a vivir fuera, nunca la he visto. Ofelia fue por el camino del ma­ gisterio, siempre a la cabeza, dinámica y progresista. Lamentablemente falleció joven. Bueno, nunca terminaría mi lista, pero sí puedo decir que fuimos muy compañeras y tan felices, que mi mayor castigo hubiera sido no ir a la escuela. Los mesabancos eran de dos asientos, haciéndose uña y mugre con la compa­ ñera. Por algún tiempo Chayo Cárdenas y yo hicimos buen equipo, tan bailadoras que nos valió el título de Dueto Cárdenas Moreno. “Las copetonas” y “El barrilito” fue­ ron nuestra consagración. Chayo era risueña y graciosa, un día cambió de escuela y la extrañamos. Quisiera volver a verla. La compañera de banca era también equipo para comer churros en el recreo, sin faltar inocentes bromas para Fidel “el Churrero”. Creo que había una secreta rebeldía y deseo de venganza. Tenía nuestra suerte en sus manos cuando disparaba el cañoncito que decidía el tamaño del churro que siem­ pre costaba dos centavos. Socorro, su hermana, era nuestra secreta aliada porque 60

Fidel se la ajusticiaba.


El recreo era a media mañana. Si un nublado se asomaba, se hacía la escuela oración: “San Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol”. Perderse un día de recreo sería como una maldición, para eso estaban nuestros abogados de relación. Y luego muy seriecitas marcando el paso salíamos a la plaza en correcta formación. Aquella plaza en recreo tenía su palco de jurados: Abel Orozco, el gentil teniente don Genaro Solorio y don Pancho “el Boticario”. Los primeros discretos y tranquilos; don Pancho muy acicalado, relamido y bien peinado con la raya por en medio y los cuernitos de lado, cuando reía mostraba sus dientes de oro encasquillados checando si las maestras enseñaban correctamente el silabario. Presentes también estaban su perro, que era un precioso dálmata, sin faltar los pollos tiernos, que dizque por casualidad pasaban. Nacho y Paco los hijos de Pepa Gálvez, Lencho Cárdenas que luego fue capitán, mi primo Javier Moreno y mi hermano Heriberto, José Pancho y Emiliano Figueroa. Armando Navarro, Chema Garza, Mamá Pata (no recuerdo su nombre), Nacho Ar­ ceo de Las Colonias, Pancho Cigala y de los Llamas Benito y “el Güero”. A mi herma­ no Guillermo no le gustaba la escuela, no aparecía ni en la lista de espera. Gela Bros­ trand, Emma, Licha, Guille, Jesusita Degollado y Josefina Rodríguez hermoseaban el paseo, por eso los pollitos no se perdían el recreo. Silvia botaba la pelota, siempre fue reteorgullosa y bonita. Celia, Rosa María, Olga y Martha jugaban las divertidas bolsitas. Santos, el broche de oro de tan querida familia, aun brillaba por su ausen­ cia. Conocí asombrada el proyecto de su vida en forma casual. Yo tenía 8 años y una infección intestinal me tenía al borde de la muerte por comer todas las sabrosas y dañosas porquerías posibles. Su mamá fue a visitarnos y yo mala, mala, pero atenta a su amena plática. Le contó a mi mamá la duda de un posible embarazo. Que fue nada menos que don Santos Degollado Jr. Y cuando Dios lo mandó al mundo trajo debajo del brazo una gran torta del cielo. Su nacimiento coincidió por unos días con el de Yolanda, primera hijita de su hermana mayor Jesu­sita y el doctor don Adolfo Ballesteros. Ese día, sonaron alegremente las campanas. ¿Por qué hemos dejado de manifestar lo que nos alegra la vida? Aún recuerdo aquel repique festivo. Mientras tanto seguíamos jugando en el jardín de la plaza a “Las bolsitas”. Era un juego de relevos. Se formaban dos filas de niñas en competencia, las delanteras llevaban bolsitas rellenas de arena. A la voz de tres corrían al frente donde dos niñas sostenían en alto un palo atravesado, se aventaba sobre él la bolsita para volverla a cachar y regresar corriendo para entregarla a la jugadora en turno. La fila que termi­ naba primero era la campeona. Tan sencillo como eso. Tan tan, sonaba la campana. Los jurados dejaban su palco para volver a casa. Los pollos se apresuraban con el mandado y las sudadas alumnas regresábamos al salón para seguir dando lata.

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El horario matutino era de nueve a una, para volver a las tres de la tarde recién comidas, con energía renovada o medio adormiladas. Se repasaban una o dos mate­ rias, para acabar de despertar o un tiempo de ensayo por algún festival. Y listos para recibir la cooperativa rellenando el estómago por si fuera poco. Taquitos de mole, de frijoles, quesadillas, pinole, agua fresca y ponteduro. Me gustaba hacer las nue­ ces empanizadas cuando tocaba al grupo la cooperativa que repartía utilidades a fin de año. Por último una hora de bordado, costura y trabajos manuales. A las seis la campanada de salida sonaba. Como hambreadas salíamos para atacar el pozole de Adelaida, Angelina y doña Aurelia; las tostadas y sopes de doña Cuca. ¡Qué apetito! “¿Quién me presta dos centavos?”, deuda que nunca pagaba, pero luego el dolor de panza te lo cobraba con las dietas rigurosas que el doctor Zúñiga aconsejaba. El doctor Córdova prescribía las purgas y lavativas, teníamos que darle la queja a su esposa la partera Beatricita. Ellos eran foráneos y estuvieron poco tiempo. Todo el griterío, juegos y risas antes de empezar la clase era la alegría de la escuela. El alma de esta era mi maestra Nacha Torres Aguilar. Educadora innata, in­ teligente, guapa y muy joven consagrada a su vocación. Fue una vanguardista, sus clases aun dentro del rígido programa eran una delicia, matizadas con excelente in­ formación y seria formación humana. Nos hacía bosquejos de la vida que quizá ella misma intuía. Situada en el tiempo, con perspectivas abiertas a un futuro de realida­ des y esperanzas. ¡Qué vital era su relación! Cuánta motivación inspiraba para la su­ peración y quizá temprana madurez por tratarnos como personas, porque el saber del maestro provoca y propone. Qué lentas corrían las horas cimentadas en la esperanza. Atravesábamos con fe y de rodillas todo el atrio y todo el templo con Leti mi hermana y mi amiga Celia, como esperando un milagro y con Dios de intermediario queríamos ganarle al tiempo. El templo al mediodía estaba envuelto en una soledad aterradora y salíamos corriendo como perseguidas, escapando de la vigilancia de Ben­ jamín “el Sacristán”, que se divertía haciéndonos mojigangas. Sacaba la lengua tan larga como la tenía. El tiempo a su paso seguía, la paciencia es de la paz la ciencia. Esta experiencia de niños frenó nuestra impaciencia, mas no el espíritu de travesu­ ra.Las secretas entradas de rodillas tenían otro atractivo. Entre ventaja y descanso sonábamos las campanas para juntas de grupos parroquiales. En vez de darnos ver­ güenza por aquella jugarreta: “Mejor ¡córrale señora, ya le dieron la tercera!”. Para nosotros hubiera sido la primera, segunda y tercera tanda de regaños si nuestros papás se hubieran enterado. El Santo Ángel de la Guarda nos protegía y seguíamos navegando con bandera de niñas buenas después de habernos santiguado para vol­ 62

ver a la escuela.


Cuando cursaba el tercer año, se formó una junta directiva del alumnado como entrenamiento para resolver cosas internas de poca relevancia. Competí con una niña de quinto año y sin chanchullos salí ganadora. Mi maestra consejera, siempre importante en su papel, nos dio un instructivo tan formal que sentí todo el peso de la escuela sobre mis hombros llevando mi cargo hasta el final. Pienso que esas ex­ periencias influyen en nuestra formación. Cuando nos bajamos de esa cuna amoro­ sa de los inicios donde fuimos apapachados y consentidos, empezamos con nues­ tros propios pasos a caminar por ese espacio del aprendizaje práctico que nunca termina. Poco a poco iremos desarrollando nuestro potencial a veces limitado. Tro­ pezaremos con periodos de mayor o menor esfuerzo. Altas, bajas, desajustes, dudas por intereses nuevos, miedo por un futuro desconocido pero apoyados en la confian­ za. Todo tiene un precio en la vida y así iremos pagando con fe en Dios y en noso­ tros mismos nuestro crecimiento y superación. Gracias a tantos estímulos, luz, amor y alegría. ¡Cuánta riqueza le debo a mi querida maestra! Agradezco haber estado en contacto con ella hasta el día de su muerte unidas por un cariño entrañable. Que en paz descanse mi querida maestra Nacha Torres Aguilar de Elizalde. Si mi maestra era el alma del grupo, la autoridad y dirección estaba a cargo de Margarita Tovar viuda de Uribe, “la Señora”, personaje inolvidable. Educadora inte­ ligente y patriota, observadora prudente y amable. Miraba con pícaros ojos la man­ cuerna que formaban la timidez de Yoyita mi hermana, con su traviesa nieta la güera Toty Yolanda. Su hija, la señora Chayo y su nieta Angelina, Gela, alec­cionaban con clase y estilo, conquistaron un lugar de distinción, amistad y aprecio. Pasaron los años y ya casada Gela, nos invitó a Carlos y a mí como padrinos de bautizo de su hijita Paty. Una niña preciosa que quiero mucho y ahora, además, es mi amiga. No dejo de reconocer lo afortunada que soy. La maestra Chita Clavel borraba con grue­ sas trenzas los garabatos del pizarrón. Doña María Luisa González siempre pacien­ te y de buen humor. Cada quien ejercía su estilo con vocación y amor. Angelita Navarro mejor no daba opinión, trabajaba con rigor, celo y entrega en el desempeño de su loable apostolado para alcanzar el éxito final de cada generación. Con su ejem­ plo y dedicación fue forjadora de hombres y mujeres de gran valor. La maestra Lola Estrada tenía muy apretado el grupo, como sin respiración. La señorita Cuca su hermana, alegre y bailadora, ponía la sal y pimienta sacándole buen sabor, secunda­ da por la vigorosa maestra Chayo Munguía. Doña Fermina, mamá de las Estrada, motivaba a Lupe “la Chica”, pero no tenía vocación y mejor se casó. Las escuelas de los barrios, las famosas “federales”, con tantísima asistencia pa­ recían enjambres. La directora Conchita Ortiz, el profesor Antonio Magallón y

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las maestras Cárdenas tan bonitas, las hijas de don Toribio: Carmen, Delia, Emma y la más chica María Esther, le decían “Tech”, una linda persona que derramaba amor. Ellas, en las colonias Dávalos-Flores, eran solidarias de aquel bendito martirio. El ba­ rrio de Santa Ana lo atendía la directora Jesusita Estrada y Chayo Munguía. El pro­ fesor Mauro Torres, los Languren y entusiastas vecinos de El Atracadero apoyaban con enjundia y con esmero a su directora, mi madrina Anita Osorio. Todos ellos un ejem­ plo de paciencia, templos de sabiduría. Merecen nuestro respeto y agradecimiento. Después del periodo escolar con sus vacaciones de Semana Santa, mayo y todos los días festivos oficiales, venía la preparación del examen final que era público y oral. Los salones tapizados de piso a techo con exhibición de manualidades, col­ chas, carpetas, manteles bordados y tejidos durante el año. El colmo del nerviosismo era esperar la boleta de calificación. Un flamante cuatro era la máxima aspiración. Y de ahí al real según te hubieras aplicado. El premio: feliz vacación de más de dos meses y hasta la vuelta en septiembre. Por la novedad al principio gozábamos dor­ mir un poco más, tiempo para jugar y alguna obligación para aprender responsabi­ lidades en casa. No me gustaba ayudar a lavar las tablas de las camas cada fin de semana ni tapar con cera las picadas de la madera donde podían anidarse las terri­ bles chinches. ¡Bendito ddt! Sí me gustaban los mil cuentos que mi mamá contaba cuando nos peinaba las trenzas. Otra forma de amenizar el fin de año escolar eran las famosas comedias. Algunas veces el tablado lo ponían afuera de la fonda de doña Isaura Magaña, mamá de María y Luis Macías, que prestaba con gusto su casa para el cambiadero de las niñas. Esperanza Cárdenas de negrita y Leti como gringuita pe­ leando por una muñeca. Eran buenas actrices haciendo las paces al final. La fiesta bien duraba dos horas. El tablado cerraba la calle, pero no había problema, el trán­ sito de vehículos brillaba por su ausencia. Dicha fonda desapareció al prolongar la calle Aquiles Serdán. También desa­ parecieron huertas que ocupaban el corazón de esa enorme manzana, entre ellas, la de mi abuelito Atanasio Moreno que el ayuntamiento tomó como donativo al pue­ blo. Así se ha ido urbanizando Tizapán. Me platican que la calle Independencia se prolongó hasta que se construyó la carretera México-Morelia-Guadalajara, que an­ teriormente empezaba en la casa de Chayo Garza, frente a Luis García. Por ese rumbo se hablaba del “rincón del diablo”, asegurando que ahí se aparecía Lucifer, o sea el chamuco. ¡Vaya usted a saber, mejor no averiguar! Lo mejor y más divertido era volver a la escuela año tras año y terminar la instrucción primaria que puede ser un episodio mágico en la vida de un niño. ※ 65



Con mi mamá a la entrada de Tizapán. p. 68. Licha, yo y Lupe Contreras en la carretera.

La carretera Si mal no recuerdo sería por los años 36 o 38 cuando apareció una cuadrilla traba­ jando la carretera México-Morelia-Guadalajara. La pálida Amelia Key, hijita de un ingeniero, por un tiempo en la escuela soportó travesuras, paciente. Es penoso el recuerdo, pero el niño no siempre acoge y, apoyado por un grupo en la escuela, sue­ le ser cruel. Sería ya ese comportamiento el comentado bullying actual; pero al fin llegamos a ser amigas de Amelia Key. Fue época de trabajadores foráneos que se abonaban en la fonda de Catalina Gaytán (hoy tienda de Esteban Castro). Le ayu­ daban a Catalina su mamá y dos hijos. Así, aquellos lugares de comercio conserva­ ban un cálido ambiente hogareño. El trabajo de esa vía terrestre fue largo, pero su paso definitivamente provocó cambios, favoreció la comunicación. Se estableció la línea permanente de los ómnibus de pasajeros segunda clase, la Estrella de Occiden­ te. Murió aquel folclor que movía a los comerciantes los viernes al mediodía, cuan­ do Víctor “el Tomate” arrancaba su camión con manivela, tomando la brecha para ir a Guadalajara, llevando a los comerciantes para que surtieran a su clientela. De paso, comer en los Camichines era mmmmm, de rechupete. Aquel mole poblano con ajonjolí, chocolate, especias y canela. Los chiles secos dorados y luego remojados molidos en metate. Para bañar las pechugas de guajolote acompañadas con arroz y frijoles adobados. Al paso de la carretera aquellas cocinas cerraron. Era un acontecimiento acompañar a mi papá a Guadalajara. Los almacenes departamentales donde hacía pedidos no se parecían a las tiendas de Tizapán. Los almacenes Favié exhibían abrigos de pieles para las señoras elegantes. En el Nuevo París nos recibían sus amables dueños, los señores Fortul. En las Fábricas de Francia, el señor Michel atendía especialmente a los fuereños; cuando ya crecimos, nos lla­ maba con mucho respeto: “Las Reinas”. Parecía más antiguo el almacén La Ciudad de México, con poca luz natural, sus interminables mostradores de fina madera y el sistema de canastillas por medio de rieles iban y venían ruidosas por el techo, chocando algunas veces entre sí, entregando los pedidos al cliente en el mostrador.

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Parece que era usanza europea y al modernizar los edificios desaparecieron. La Casa Moragrega y Almacenes Vizcaíno eran de ultramarinos. Las zapaterías bbb, La Regis y Alicia, especial para niños, nuestra favorita. El barrio El Santuario, la calzada In­ dependencia, con un inmenso almacén de los señores Vaca con telas de importación. Santa Tere, Las Colonias, la Especial de Mexicaltzingo, con precios más bajos, eran muy populares. Nos hacía ilusión llegar al Mercado Corona. Papá nos compraba una rica man­ zana roja tronadora, por Tizapán no aparecían esas frutas. Era divertido hacer un circuito por la ciudad en camión local que duraba una hora y costaba diez centavos. El paso por los famosos portales era el saludadero de conocidos orgullosos visitando nada menos que la capital del estado. Los señores se regalaban el ojo admirando el desfile de perfumadas y bellas tapatías. Los chicos preferíamos bajar a los pasajes subterráneos (construidos años después) para saborear las obleas de turrón blanco con cacahuates, aguas frescas y las apetitosas escamochas de fruta picada. Era todo un día de fiesta un helado de La Acrópolis y comer en el restaurante Nápoles, muy visitado por los pueblerinos. Al caer la tarde de regreso descansando arrullados en un asiento del camión de Víctor. La línea Estrella Roja de Occidente, luego de mu­ chos años fue subiendo de categoría. Un día apareció la línea de primera clase, Tres Estrellas de Oro. Pasaba por Tizapán a las cinco de la tarde, vía Morelia, un verda­ dero homenaje a las curvas. Después de doce horas de camino estirando las piernas acalambradas, veían el amanecer los cansados viajeros llegando a su destino: la Ciu­ dad de México. Un día desapareció ese útil servicio. Después se estableció la salida local a las 20:45 horas directo a México; también se canceló ocasionando molesto transbordo. Ojalá se restablezca el servicio directo, el flujo de viajeros de esta pobla­ ción lo requiere. ※

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Cambios Por mucho tiempo, permanecieron las calles de Tizapán empedradas. El asfalto de la carretera sólo se extendió a la calle de entrada y alrededor de la plaza. Entre los empedrados brotaba la grama formando una espesa red que aprisionaba las piedras redondas y brillantes testigos del incesante caminar. Me gustaba ver los dibujos que se formaban. Para las fiestas patrias limpiaban la hierba para que las calles lucieran aseadas y adiós mis dibujos, después se los comió el pavimento; también desapare­ ció el sonido que producían las pezuñas o las herraduras de las bestias al caminar, como notas agudas y graves formando una alegre y sonora melodía. El choque con el pavimento ahora es seco y parejo. No había drenaje, las zanjas iban y venían cantando por el pueblo y atravesan­ do interiores de huertas y potreros de las casas. Las tierras y el agua estaban a la orden del día. En una esquina de nuestra cocina, un alto tripié de madera sostenía un gran piloncillo de piedra picada llena de agua de los pocitos, previamente hervi­ da que gota a gota se filtraba al cántaro de Patamban que le regalaba un sabroso sabor a barro. Más abajo el canasto de la verdura para conservarse sin refrigeración. Curiosamente esa esquina colindaba con la huerta donde había un ramal distribui­ dor del agua que desembocaba de las acequias para varios canales. Por la noche se escuchaba el arrullo de la corriente y de los aguadores que la luz pálida de la luna reflejaba como alargados esperpentos asustadores. Con piedras, picos y palos provis­ tos de reflectores cerraban los conductos tumbándole a otro el agua para riego de sus labores. ¡Ay de ellos cuando eran descubiertos! Había gritos y amenazas. Patas para cuándo quiero. “¡Hijos del machete pando! O se pelan de casquete o a ver si hay quién los encuentre”, les anunciaba el más valiente. Corrían como liebres lamparea­ das, dicen que el miedo no anda en burro, todo ese sainete se repetía día a día. Las aguas cantarinas y bellas perdían su encanto porque portaban aguas negras con mal olor. Nuestro perro Capulín, con sus feroces ladridos denunciantes, cuidaba los in­ tereses de los señores confiados en la honradez de otra gente.

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Cuando se entubó el agua, hasta Capulín descansó, pero se extrañó el movimien­ to que por la noche te hacía pensar que para muchos el día no había terminado. El hombre rendía culto a la tierra, que era su dueña y por ella llegaban a matarse. En­ tonces no comprendí cuando mi padre, sentado en una surcada, con sus manos gran­ des y fuertes colmadas de tierra negra, sedienta y agrietada dijo: “Qué rechula está esta prieta, olerá mejor cuando esté mojada”. La cocina de leña de mi casa se conectaba con ese ambiente por el tejabán que daba a la huerta, ahí se preparaba el nixtamal. En el pretil el metate, el fogón para leña, su comal de barro para cocer las tortillas y otro de fierro para calentar las plan­ chas de fierro, haciéndoles chillar con un manazo ensalivado, midiendo el calor para planchar. En la tronera del fogón, la olla prieta de barro cociendo los frijoles lenta­ mente. Gran fiesta cenar frijoles de la olla con tostadas de comal, nata, queso, cebo­ lla, cilantro y chile verde para los valientes. Las noches eran negras como las malas conciencias. Las velas, los aparatos de petróleo o un hachón de ocote somonque encendido eran la salvación y hacían el escenario perfecto para contar de espantos y pláticas fuera de la supervisión de mi mamá. Adela nos acompañaba antes de retirarse a su casa. Un día con atrevimiento, seguridad y el asombro de mis hermanos, dije que a los niños no los traía la cigüeña, porque cuando nació mi primo Luis Enrique dejó de estar gorda mi tía Yoya. La noticia escandalosa tenía que saberla mi mamá y creo que se le derrumbó el mundo. Con las tenazas y la paciencia con que nos trataba, tomó el carbón más encendido y acercándomelo me sentenció si volvía a decir algo parecido. Hubo llanto y promesa de enmienda, pero mi mente trabajaba. ¿Por qué será tan malo si al cabo es cierto? ※

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Nuestros juegos también cambiaron Las calles empedradas tenían su encanto. Podías extasiarte contemplando aquel brillo de las piedras como caricia de luna, que al bajar la corriente, se quedaban tan desnudas y les cantaban los grillos para acompañar su angustia. Los chiquillos salta­ ban sus imaginarios puentes, arriscados los pantalones con los pies descalzos, el agua hasta media pierna, lodo desde los talones. Se dormían temprano, cansados de haber jugado a policías y ladrones. No era de extrañar que terminando el escurridero por la creciente del río hubiera epidemia de amigdalitis de todo el chiquillerío. La calen­ tura llegaba al delirio y no era gratis, bajaba con vapores ardientes de harina de mos­ taza recibidos en los pies como un vivo martirio. ¡Y aguántate que ahí te voy! Cata­ plasmas de antiflogestina al rojo vivo con manotazos y aullidos. Decían las voces de la experiencia que las anginas se quebraban en el huesito interior del codo. Mejor oraciones a San Blas, aguántate sin llorar y pinceladas de tintura de yodo como para despellejar. San Blas era o es el abogado de los males de garganta. Se usaba un cordón de seda tejido colgado al cuello como protección de fe. Para mí no valían devociones, oraciones ni prohibiciones. Era mejor gozar de la creciente, al fin que era mi mamá la que más sufría. ¿Quién podía frenar la vitalidad de esa edad…? Una vez, unas personas de Chihuahua le dijeron que allá se usaba bendecir las anginas. La lucha es permitida, y sin pensarlo más mi mamá me llevó al templo el día de San Blas. El señor cura don Felipe Díaz me colocó un par de velas cruzadas en el cuello acompañando el rito con oraciones. Yo sólo miraba, nos tocaba esperar. No lo volví a recordar. Después de años me di cuenta de que mis anginas como pelotas de futbol seguían en mi garganta como huéspedes permanentes, pero nunca me vol­ vieron a molestar. Lo considero un milagro, doy testimonio de la intervención de San Blas y de la fe con que mi mamá creyó entonces y siempre, sin ser obstáculo para seguir jugando. Los tropezones con raspones y chillidos eran más divertidos en la “Cola de la culebra” o huyendo del Jicotillo. Tumbábamos al correr los manojos de pitillo que

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María Gallo, montada en su burro debajo del sabino, vendía enfrente de nuestro pa­ sillo. La mal hablada pero buena mujer se hacía disimulada, su trabajo le costaba y cuando ya no aguantaba, nos echaba una maldición envuelta en una pedrada. El Águila de Carrizo, don Rafael Anaya, para bilis no ganaba. Los chiquillos lo espia­ ban a la pasada, robándole los camotes de las guías que por la enanca del caballo colgaba. Era tan alto y flaco que los muchachos escapaban mientras él se apeaba. Las Guerra: Carmen, Anita, Eva y Lupita; Carmen, mi comadre Anita González y Sara Arias formábamos la inocente pandilla de la cuadra. Nuestro juego favorito después de todo no era temible, sólo espiábamos a las mayores que, todas acicaladas, platicaban con el novio en la puerta de su casa de manita sobada. No había venta­ nas. La niña Lipa, hija de doña Librada y don Jesús “el Losero”, se cuidaba de su hermano Magdaleno que le cuchileaba el perro. Gavinita Silva, mi compadre Car­ los, mi pequeñita ahijada Elvira, Rafael y sus papás: don Mariano y doña Hilarita, siempre despiertos para atestiguar. Mariquita su hija era novia de Tomás, de la huerta de chayotes que estaba al dar la vuelta. De todo dábamos cuenta, dizque preocupa­ das preguntábamos por el posible parentesco de las parejas. Decían que de primos hermanos salían muchachos tarados, había que estar alerta. Al final ni nos tomaron en cuenta. De todos modos se casó Mariquita con Tomás, trabajadora pareja espan­ tando las ardillas que rondaban la huerta. Chayotes y chinchayotes llegaban a la cosecha. Consuelo González casó con Roberto Vega, papás de Marina y Memo. Cuca su hermana con Miguel Maciel, papás de Georgina, Miguel y Sergio. La niña Lipa, a pesar del perro, casó con Alberto Chavarría, no sé cuántos hijos tuvieron. Vivían muy contentos en Ocotlán. Las Vázquez: Pina, Luz y Lola, hijas de don Do­ roteo Vázquez y Mariquita eran también del equipo y jugaban por las tardes frente al canelo, perdidas entre una nube de mosquitos. Se casaron a su tiempo. Me gusta encontrarnos. Todo eso pasó: brincar la reata, el “matarile”, Doña Blanca, los listones y el flo­ rón. Sería por falta de empedrados o habían nacido nuevas alegrías en nuestro cora­ zón. No hubo rompimiento violento ni despedida, quizá por eso un día vienen a retomar su legítimo espacio esas imágenes de hechos pasados que sin presionar, intervenir o hacer daño, están ahí presentes o por si se cumpliera alguna profecía, siguen esperando. A los chicos de mi barrio los recuerdo muy bien, pero no los relaciono porque a mi casa no entraban. Las niñas con las niñas, los conservadores y exigentes papás, todo controlaban. Los Arias, Guerra, Vázquez; Antonio, Norberto y Doro; Federico, José, 72

Chuy y Chito González con mi hermano Carlos, del zaguán para afuera jugaban.


Aquel zaguán que abierto de par en par dejaba ver el impresionante brillo donde se reflejaban las flores y daba cuenta de las encallecidas rodillas que lo habían pulido. Jesusita Chávez, esposa de don Leobardo Arriola (dueño de la primera paletera fija, hoy comercio de Maximino Garza Pérez), papá de Alejandro, otro amigo de Carlos, nos observaba prudente mientras cuidaba a sus niños, ejemplares estudiantes: Fernando, Memo, Chela y el pequeño Paco que cargaba con la polio y su aparato, reseñaba a los 5 años de edad como nadie los partidos de futbol y se convertía en un gigante. Al más pequeño lo conocí poco, salieron a vivir en Guadalajara. Es impresionante que al correr del tiempo, ese mismo niño, ya hecho un hombre lo conoció mi hijo Luis por relación de trabajo. Cómo me gustaría ver a tan linda y recordada familia. La oportunidad de encontrarse a los niños era los sábados a las diez de la ma­ ñana, hora de la doctrina, también claro, en bancas separadas. Otro tiempo. Al salir dábamos tanta lata, que Elenita Gómez, Nacha y su esposo Florentino Osorio pro­ testaban. Tenían en la calle naranjos, los muchachos resorteras, les atinaban a los azahares caminando y adiós a las naranjas. Hoy esquina del comercio de Luis Macías. El mismo sábado a las cinco de la tarde, la esperada junta de los Santos Ángeles, asociación para niñas, aspirantes a ser hijas de María. Muchas en el camino deserta­ mos, las reglas nos asustaron por austeras. Además alguien nos dijo: “Mujer que sabe latín no tiene buena vida ni tiene buen fin”. ¿De dónde sacaría esa persona que debíamos estudiar latín? Nos dirigía Mariquita Ceja, la del callejón. Siempre se le olvi­ dó el chicloso que prometía para ser bien portadas. A mí nunca se me olvidó. Había otras devociones, como velar al Santísimo el día 8 de cada mes al me­ diodía. No esperábamos chicloso y hacíamos torres con la parafina caliente que escu­ rría. Quizá esa hora era más larga, las otras del día no se sentían. Con la constancia de mi mamá no había escapatoria, tenía incontables recursos, uno de ellos la perse­ verancia. Gracias a esas disciplinas impuestas, indudablemente sentaron bases para tomar decisiones propias para alcanzar nuestras metas. ※

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Mi hermana Leti y yo. p. 76. Celebrando mis 18 años otro 13 de diciembre.

Primera comunión Recuerdo un bellísimo día, cuando Leti y yo recibimos nuestra primera comunión. Día de mi cumpleaños y aniversario de mayor trascendencia en mi vida: el sábado 13 de diciembre de 1936. Nuestra preparación fue muy cuidada por una señorita Villanueva de Sahuayo. Luego nos regaló unas guitarritas de seda blanca, que toda­ vía conservo, hechas y forradas a mano por unas religiosas. Sin embargo, no escapamos al recurso del miedo, preparando una primera confesión para la reconciliación. Fue un ejemplo horroroso de una niña que el día fijado amaneció colgada en el baño. Dizque había callado un pecado. Al despertar confundida con la realidad, me asomé con miedo al baño. Volví a la vida. Me queda claro que una información irreal puede ser nociva a esa edad y distrae el efecto de los bonitos ejemplos del amor de Jesús y el regalo de la gracia del Sacramento que recibimos ese día esperado. A Leti le había traído su madrina, la hermana menor de mi mamá, un precioso librito blanco, una vela con anillos dorados y un rosario. Ya estábamos vestidas y em­ pecé a llorar, yo no tenía esas cosas. Mi abuelita Toñita se retiró en silencio y volvió trayéndome de regalo esos preciosos recuerdos que tendría guardados en su viejo baúl. Para sorpresa llegó mi madrina Anita Osorio, me dio otro librito, rosario y una enorme vela adornada con cera escamada con un gigantesco moño de organdí. Fue una madrina muy querida y cercana a mí. Nunca olvidé que los últimos lugares tie­ nen a veces recompensas sorpresivas con dobles regalos. Nuestros vestidos blancos y alforzados los cosió mi mamá. Era una maestra. La misa fue preciosa, bajo la cúpula del templo colocaron nuestros reclinatorios, en­ traba un rayo de sol tibio de invierno muy especial. A una golondrina se le antojó dejarnos caer en el velo otro azahar. Mi mamá preparó el patio de la casa con toldo y mesas para el desayuno. Decoró con esmero los mil pastelitos, eran ricos y bonitos. Hubo fruta, gelatina, chocolate, atole, tamales, frijoles refritos y pastel. Don Pablo, el de la nieve, en el corredor daba vuelta a las garrafas para que el helado de limón, fresa y vainilla estuviera a tiempo.

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No se usaban ni esperaban regalos de los invitados, sólo su compañía. Cuando ellos se fueron quiso mi mamá que volviéramos al templo a dar gracias por haber recibido a Cristo en la Eucaristía. Nuestro verdadero gran regalo. Fue un momento de intimidad inolvidable dentro de nuestros primeros años. Sin saber por qué, anti­ cipé las gracias por todos los acontecimientos que a lo largo de mi vida se han dado en esta fecha. ※

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Fiestas religiosas y profanas Las celebraciones religiosas tienen mucha importancia en Tizapán, igual que las po­ pulares. El primer mes del año se bendice con el acontecimiento litúrgico de la Epi­ fanía. La manifestación y reconocimiento universal de la venida de Jesús a la tierra y la visita de los Santos Reyes. El año litúrgico inicia con el Adviento a finales de noviembre. De ahí en ade­ lante, conforme al año lunar, hay determinadas lunas y la Semana Santa coin­cide con el más hermoso plenilunio del año, finales de marzo, principios de abril. Se rela­ ciona con la Pascua judía. No sé si las fiestas de toros en Tizapán tengan carácter carnavalesco. Se preparan con enorme entusiasmo, representan además convivencia con poblaciones vecinas que participan llevando las corridas de toros, agradecidas con alegres recibimientos que estrechan lazos y alimentan eufóricas parrandas. Hace años estas fiestas eran presi­ didas por la reina y princesas que premiaban con una banda a los arriesgados jinetes y toreros y compadecían a los cornados. Los payasos en el toril con pantomimas desafiaban al toro. Mi hermana Yoyita en un año fue la reina y muchos años después me tocó a mí. Esa experiencia compartida con Margarita Contreras y Rosita Dego­ llado. ¡Nos divertimos en grande! Pasada esta celebración, el Miércoles de Ceniza, abre el periodo de Cuaresma. “Polvo eres y en polvo te convertirás. Conviértete y cree en el Evangelio”. Un opor­ tu­no llamado para reconciliar después de haber llenado al tope el morral. Cuaresma: cuarenta días de Jesús en retiro y oración al Padre antes de su Pasión. Tiempo de encuentro interior, examen de conciencia, buenos propósitos y reconciliación para reanudar el camino en paz. Como se dice vulgarmente: “borrón y cuenta nueva”. Como dijera Patxi Loidi en su bello poema “¿Qué me dirás? ”: “… y mis faltas que­ darán sepultadas para siempre en el baúl vacío de los recuerdos muertos”. Para favorecer la ambientación cuaresmal había una semana de ejercicios es­ pirituales en el templo mañana y tarde, llamados “capillas”. Los niños primero,

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jóvenes después y al final adultos. El padre manejaba los temas centrales del pecado. La muerte, el limbo, el purgatorio y el patético infierno, que más que arrepentimiento provocaban horror, miedo y sufrimiento sin esperanza. Al final “la gloria”, que yo en­ tonces captaba, era exclusiva y sólo reservada para los buenos. Menos mal que ya no había ejercicios de encierro, disciplinas, moretones ni lamentos. Es muy importante comprobar el proceso de cambio que necesitamos vivir juntos con la Iglesia, sensibles a los cambios de cultura y nuevos siglos. Incluyo unas oportunas sugerencias del sacerdote capuchino don Martín Irure en marzo de 2003: La Cuaresma nos pide un esfuerzo añadido pero hay esfuerzos que merecen ser he­ chos. La Cuaresma cristiana no es una Cuaresma light. Tú y yo podemos hacer ese es­ fuerzo hacia un cambio de actitud renovada y positiva. En vez de decir mortificaciones, digamos: vivificaciones. En vez de decir negación, digamos: liberación. En vez de decir abstinencia, digamos: austeridad. En vez de decir penitencia, digamos: corazón nuevo. En vez de decir llantos, digamos: misericordia. En vez de decir rezos, digamos: encuentro conmigo mismo y con Dios. En vez de decir ejercicios, digamos: actualizar el misterio de Cristo. En vez de decir tristeza, digamos: alegría y dicha creciente. Pero no sólo es cuestión de nombres, es cuestión de espíritu. Me pregunto: ¿Con qué espíritu hago las cosas? ¿Con qué motivación trabajo, estudio, me relaciono con los otros? ¿Lo hacemos para crecer, para ser más libres, para amar más en solidaridad, servicio y entrega? Hay que fijarse en el fin, más que en los medios. Una vez más hay que decidirse a hacer el cambio en cada uno. Y en la medida en que cada uno se compromete a cambiar en esa misma medida puede influir para que el otro cambie, mejore, crezca. ¿Quieres tomarte en serio y con sana alegría tu vida como creyente? Decídete.

Llegada la Semana Santa o Semana Mayor, con todos los oficios de la Pasión redentora de Jesucristo, el templo se perfumaba con laurel, incienso, Santa María y mejores propósitos de contrición y rectificación. Adornaban las cornisas del templo con interminables hileras de naranjas agrias maduras envueltas con polvo de oro, 78

que regalaba don Ramón Garza de la huerta de la Hacienda de San Francisco.


El Jueves Santo, el monumento en el altar mayor, con velas de cera escamada y un enorme cirio pascual esperando ser encendido el Sábado de Gloria (entonces no Sábado Santo) en la significativa y hermosa ceremonia del Fuego Nuevo. La bendi­ ción del agua, el Santo Crisma y los Santos Óleos bendecidos en Catedral. Para el lavatorio de pies, los apóstoles eran niños y esperábamos impacientes que terminara el acto para que mi hermano Carlos nos compartiera de los pequeñitos torcidos y rosquitas llamadas de agua que el padre les regalaba. Frente al monumento en el altar del sacrificio se celebraba la institución de la Eucaristía con su gran solemnidad. Por la noche, visita al Divino Preso que encerraban en el bautisterio y admirar la bellí­ sima luna llena situada en medio de las torres del templo. El anunciado plenilunio. El Viernes Santo en la mañana, el sermón de las Tres Caídas. A las tres de la tarde, las siete palabras, crucifixión y muerte de nuestro Señor Jesucristo. Los altares cubiertos de luto con lienzos morados. Con respeto y silencio, la gente mayor vestía de negro y en algunas partes no usaban el auto. La práctica del viacrucis, desde lue­ go vinculada al tiempo de Cuaresma, era y es fuerte devoción y acompañamiento a la Pasión. Contaban los abuelos que en su tiempo, las imágenes de culto tenían goz­ nes que movían para dar mayor realismo a la meditación, y era tan impresionante que las personas lloraban a gritos cuando moría el Señor. Se cerraba la gloria y sólo se escuchaba el seco traqueteo de la matraca. Todas esas vivencias eran sinceras y las experiencias de convivirlas hombro con hombro fueron comunicadoras. Sembraron una semilla que al germinar a su tiempo vemos frutos de renovación. El ritual del Viernes Santo, terminaba con el sermón del pésame a la Santísima Virgen, la Do­ lorosa y la adoración del cuerpo del Señor. El tiempo corría lento, entonces para hacer alguna comparación con lo inter­ minable se decía: “Es tan largo como la Cuaresma”. Los jóvenes desde luego entra­ ban al rigor pero aquel receso y espera agotaba el tiempo de la contrición deseando oír el repique de campanas el Sábado de Gloria a las nueve de la mañana, acompa­ ñado de cohetes por la quema de Judas que muchas veces representaba a algún personaje de poca simpatía. Al término de esos cuarenta días con el Domingo de Resurrección, la fiesta hermosa de Pascua, los niños volaban a comer de lo que se habían privado como penitencia de reparación, convirtiéndolo en indigestión. Creo que fue ahí donde empecé a encontrar la diferencia del sentido de las cosas. Cuan­ do actúas por costumbre y miedo al castigo, ofreciendo sacrificios estériles, mientras no has descubierto el sentido de tu libertad con agradecimiento y amor. Tratando de interpretar y hacer vida el mensaje de Jesús. La gran diferencia entre religiosidad y respuesta de fe.

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Representando a la Virgen de Guadalupe en un desfile en Mazamitla.

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Durante todo el año, seguían celebraciones, fiestas de santos, especialmente la patronal. Trató de incluirse un desfile alusivo al día de San Isidro, creo que no tuvo arraigo. Los jubileos, de la porciúncula y de los muertos, eran en fechas dife­ rentes y congregaban multitudes. Bien podía decirse que tanto el pueblo como las rancherías práctica­men­te se vaciaban en el templo con impresionante religiosidad y fe. Se rezaba una visita representando visitas en distintos templos. El grupo salía del templo, daba vuelta, entrando de nuevo para hacer oración. Así podía pasar el día en­ tero. Las indulgencias ganadas se aplicaban para sacar las almas de los deudos del sufrimiento en el purgatorio. Para terminar, durante el tiempo de Cuaresma había una importante restric­ ción: no estaba permitido celebrar el sacramento del matrimonio, así que la Pascua era recibida con el júbilo de los próximos contrayentes. Se prolongaban las vacaciones de las escuelas, había escasos planes para vacacionar fuera. Eran una aventura los ca­ minos y molestias, además esos gastos no los incluía el presupuesto. La fiesta seguía en casa con celebraciones de bodas, cumpleaños, paseos al campo, con vacacionistas de la ciudad, bautizos, etcétera. La iglesia tenía sus horarios y reglamentos, pero el señor cura don Felipe Díaz era condescendiente. Si alguna vez por circunstancias es­ peciales se lo pedían, bautizaba entrada la noche. Los padrinos el bolo en la oscuridad lanzaban, los chiquillos desvelados el cemento rasguñaban y el bebé enroponado un resfriado ganaba. Y hasta el próximo. Gracias padre. Buenas noches, váyase a descan­ sar. Pero como por ningún motivo se justifica el abuso, para evitar excesos Enedina, la hermana del padre, administraba el curato con acierto, autoridad y contra órdenes. El famoso astrólogo don Severo Díaz, también su hermano, desde Guadalaja­ ra pronosticaba el tiempo, el clima, los presagios y cuanto hay. Mas nunca temblo­ res sentidos de madrugada. Cuando explotó el Paricutín, el 20 de febrero de 1943, toda la gente soñaba. Un día llegó a Tizapán una familia que se instaló a vivir frente a mi casa. ¿Serán profesores?, se preguntaban. Era doña Victoria, otra hermana del padre Felipe, casada. Su hija mayor Toya, muy guapota con apariencia de estirada. Felipe “Picho” era serio y separado. La pequeña Bachita muy chiqueada. Pronto desaparecieron, querían para sus hijos una educación refinada. Los extrañamos cuan­ do se fueron. Un recuerdo bonito dejaron de pasada. Los trabajadores del curato tenían sus puntadas. ¿Sabías que los domingos don Quirino “el Campanero”, a las cuatro de la mañana daba la primera llamada? Las criaturas muertas de sueño en la tarima del templo, roncaban. Si los grandes no al­ canzaban banca, como gallos en uno y otro pie se paraban porque la misa al final, hasta las cinco empezaba. ※

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Leti, yo, Toty Yolanda y Licha paseando.

Domingos de plaza Después de los méritos alcanzados por tan santificante espera, los niños podían as­ pirar a un buen pedazo de churro que vendía Chema Galván “la Venena”. Chongos zamoranos o fruta de horno y jamoncillo de nuez de Felipa “la Dulcera”. Las bolas de ponteduro (maíz prieto tostado en comal empanizado con miel de piloncillo), algo respetadas por las abejas, el miedo no anda en burro. “No seas faceta ni luria —les decía su mamá—, las abejitas no hacen nada. Nunca pica la abeja a quien en paz la deja”. Los cinco centavos de la raya pronto se agotaban, pero nada costaba acariciar con la mirada el pinole, los coyules y las canastitas de chicle de Talpa con un fuerte olor y sabor que hostigaba. Ablandarlo bien podía paralizarte la quijada. Hacer bom­ bas y tronarlo fue mi sueño. Nunca logré esa hazaña. Los perfumados y babosos coyules eran una tentación. Comiéndote la baba, pelabas el famoso coyul, todo o nada como el tesoro de Martín Toscano. Quebrar el duro huesito para sacarle un pequeño coquito que después de todo no sabía a nada, todo entraba en la diversión. Sólo una vez al año teníamos ese quehacer, lo traían los peregrinos cuando iban en el mes de marzo al santuario de la Virgen del Rosario de Talpa a pagar sus mandas. Decían que era parte de la ofrenda el cansado viaje atravesando la sierra por peli­ grosas brechas en trocas de carga adaptadas, viajaban tan apretados como camotes tatemados, no cabía un alfiler. Todo sea por Dios, ahí estaba la penitencia y el pla­ cer masoquista. Para los señores tenía la plaza su recompensa. Se perdían en un mundo fascinan­ te que de Ocotlán traía Concha Quirarte. Azadones, casangas, rozaderas, picos, palas y toda clase de avíos para los animales. Cinchas, aperos, angeos, estribos, albardas, si­ llas de montar, etcétera. Las botas de cuero crudío durables y baratas las vendía Santa María. De San Luis llegaban los capotes de palma, escobas y los preciados sombreros de soyate, los que bajaban del rancho estrenaban sorbiéndose un choco­ late. Desde Sahuayo traían los rebozos listados con rapacejo de macramé tejido a mano y los sombreros paleteados de la Guadalupana.

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Uno que otro merolico, por horas y horas, hablaba y hablaba conservando la misma tonada: “Si usted lo requiere, desea o demanda, con este medicamento, loción, linimento, unción, cucharada o pomada, con la mano le desaparecerá la comezón, ar­ dor, retortijón o torzón con una sola untada. Con sólo cinco centavos decídase por favor porque esta compañía se despide, se va, emprende su retirada. Si usted no se da prisa quedará mortificada, arrepentida, compungida y desolada”. El merolico como quiera hacía su lucha muy trucha, ahí estaba y con sólo querer, reflexionar, calcular para retomar, a descansar se retiraba. Pero en aquel mar de gente un pobre cristiano perdido nunca faltaba. Sea Dios alabado. “¡Eita mujer, a usté le digo! ¿No conoce a Pancho la Popocha? Naiden me da razón, ya no sé ónde ando y estoy muino, ya me quero recular pa tras más que sea domingo. Isque es un chaparro, muelón y zambo. Y no, pos no, ya ni la burla perdonan, ni que fuera chango… ¿sabe? Yo soy juereño y me dieron ese encargo. En mi tierra todo es chulo de bonito y me cayó en Pandorga el parecido. Con las señas que me dieron ya juí pa’l río y no lo vide. Falti ande briago pero se me hace tempra­ no. Miré hartos papeles de colores con letras colgados en las paderes, también otros lo andarán buscando. Yo ya traquié de arriba pa’bajo y nada. Un diablo de muchacho carajo, me mandó pa’l puesto de las popochas, pero el mentado Pancho, ni sus luces o se le pasaron las cucharadas y se quedó bombo. ¡Ni modo! Mejor ya me juí pa’trás, con su licencia mujer, ya lo incontrare pa’l otro domingo. Esto sí que jué el acabose”. Tampoco faltaba en la plaza una mesa surtida con toda clase de accesorios, car­ teras y fajos pitiados a mano con sus respectivos ojillos. Don Canuto, representado por sus poblados y retorcidos bigotes canos, como buen talabartero, estaba orgulloso de haber dominado oficio tan laborioso, apreciado y difícil de imitar, haciendo la com­ petencia a las sillas de montar de otros dos señores virtuosos en el artístico bordar. A las puertas de su casa, el distinguido don Miguelito Figueroa trabajaba hábil, in­ genioso y además amistoso. Salía a la calle con su sombrero de fieltro texano y el pantalón a la cadera cáido, lo sostenía de milagro. Su esposa Malicha era un dulce, no tuvieron hijos y sentados a la puerta de su casa, por las tardes veían pasar la vida y a los niños bordando con ilusiones las sillas y los fajos. Para comprobar que los talentos abundan en Tizapán, un señor de buen bigo­ te, creo que pudo ser el iniciador del preciado oficio; usaba audífonos visibles y antiparras. Decían que era canilla dura, dizque ahorraba hasta en los pasos que daba. Lo creo fácil, porque para encontrar lo bueno puede haber un largo caminar y el señor contaba ya con muchos años de viaje. Era viudo, con hijos y muchos nietos 84

cuando volvió el amor a tocar a las puertas de don Bonifacio Orozco. Ni corto ni


perezoso, derecho al casorio bocabajeó a San Antonio, buscó una novia y derecho al purgatorio, ni penitencia rezó aquel señor admirador de don Juan Tenorio. Con su blanca paloma de su amor dio testimonio. Gran boda con repique y armonio, viaje de bodas en vez de velorio. ¡Felicidades! Quién sabe si dejaría su fama de ahorrador, tampoco sé si abandonó su oficio de bordador. Pero sí sé que había mucho cariño, respeto y admiración por sus cualidades y orgullosos familiares. Entre estos personajes que le hacían a la piteada, la plaza como si nada, había lugar para todos llegando a la madrugada. Ni siquiera Emilita Larios con su pueste­ cito de encajes, espejos, peinetas y mercería se achicopalaba. Todo mundo sonreía. Los comentarios se vestían de fiesta. Era domingo, día del estreno, la serenata y el cue­ te, de ribete. En el suelo se apilaban los montones que de la pizca traían los pepena­ dores, formaban impresionantes pirámides de pequeños jitomates olorosos a perejil y cilantro, descoloridos, ácidos y amarillentos como tinguaraques. Aquel gusto y arte natural que lucían sus petates, podía ser modelo para pintar un bello cuadro y con­ sagrarse. El puesto de la fruta y verdura con sombra de manta de don José Cárdenas y su esposa Rosita era el más visitado, igual el de los Anguiano. Después el de una señora que le decían “el Afán” por activa y trabajadora. Y muchas otras vendimias surtidas y bien atendidas por familias de Santa Ana. En aquel tianguis dominguero no faltaba el regateo, muy válido hacer la lucha al menos afortunado. —Oiga doña, ¿no me le baja el precio al arroz pa la morisqueta? —No se puede marchantita, ya nomás por no dejar, seguimos trayendo anche­ ta, se le gana un triste adarme. A duras penas le pagamos al cobrador de la plaza. Vaya con don Martín el de los camotes, él sí puede. Dejará de ser domingo. El día del Señor nadie competía, había como incienso en el aire, santificado por el trabajo alegre y honrado. Como premio del festivo día, además se cosechaba basura, consejos y comadreos. ※

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Los portales de la plaza.

El comadreo del mercado —¿Cómo amanecistes Amalia? —Le estaba chismeando a Mica la nueva. Le cayeron anoche a don Adolfo Higareda, dejó la tiendita sola y se la vaciaron entera. Yo como que oíba ruidos afuera, pero entre que estaba modorra y la chiquilla friega y friega, ni tiempo pa aso­ marme; nomás le decía, muchacha estate sosiega. Ora falti saber si es cierto o fue borrego, ya ves la gente en el puro cuento. Contimás si hay pretexto, ¿eda? —Ira pues, yo anoche tampoco pegué los ojos, ando con el cuerpo corta­ do, como lela. El viejo llegó a la madrugada, ya ni la amuela y a Manuela le dolía una muela. —¡Ay tú! Le hubieras retacado un clavo de olor en la picada, pero cuidando la lengua porque se quema. —Oye Concha, traes un garrancho en el suéter. ¿Ya lo vistes? —Pos no estarás para saberlo, pero como dizque es de lana me lo comieron las brocas, no puse las naftalinas y parece que te están cuidando las endinas. —¡Pos no seas cuachalota, comadre! Porque el compadre que es de armas tomar te arrima. —No me digas, querrá que se le aparezca Juan Diego, no tan fácil se anima. —La nueva es que hay que estar listas. Ahora se leen las primeras amonestacio­ nes de la hija de don Laureano, también se fueron pa Zapotlán, a ver si no le resulta el novio casado. La verdá a mí ni juerza me hace, es una rogona, por poco le quita el marido a mi prima Pepa Zambrano, ya me tenía encamorrada. La eché en jabón y tantito más a la hora de sacarla vería que limpiecita hubiera quedado. Pepa le metió unos garrotazos por las meras zancas, la deschongó, le dejó un ojo morado. Y le sir­ vió la desgreñada, hasta parecía de la vela perpetua, desde que se alivió ni levantaba la vista. Antes halló enamorado. —¡Ay lindita! Pues yo vine al frijol, los que cocí ayer amanecieron bufando de acedos.

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—Ira, no te apures, tírales el caldo, les cambias la olla y el agua, les pones un polvo de carbonato, cuando suelte el hervor les tiras la espuma y al rato naiden malicia cuando les sirvas el plato. —¿Qué creen? Por macetona se me olvidó un pomo para comprar una mede­ cina, no sé ónde traigo la cabeza, croque ya se me perdió. Aquel muchacho tiene maldiojos. Dizque con unas gotas prietas que venden en la otra esquina, se les cor­ tan las lagañas y ya no te da grima. Ya verán si no se deja curar, lo traigo sentenciado y le doy una zarabanda de palos, ¡muchacho de porra! Me dijo la maestra que pue­ de perder el año con tanto faltadero, pero le vale goma, ora sí ¡ver pa creer mujer! —¿Por qué eres tan ruda con tu hijo? Está enfermo el pobre niño, sentirá que trae telarañas en los ojos. Pero ya no te apures para que dures, si dejas viudo será pa otra el placer. —Oigan, en el puente regalan boletos para una rifa. Viamos dir. —Cállate la boca criatura del Señor, ya se descubrió el engaño. La mentada rifa trai cola. Es una famosa cadena que bajita la mano se hace pacto con Satanás. Nomás de oírlo se me enchina el cuero. —Nomás ve. Pa que se te quite lo encreída, échate esa y pela el ojo porque te agarran dormida en tus laureles mujer. —Oye Lola, se me olvida decirte que el otro día te divisé medio rara, como atarantada. —Mira, es que juí el viernes a Sahuayo a sacarme una muela, y me di una ma­ riada… pero el diantre del chofer se quedó el sangrón como si nada. Nomás sacaba el paño y se limpiaba. —¿No sabes que es bueno ponerte un trapo mojado en gasolina debajo del ombligo? —Tú sí que estás curiosa. Está pior el remedio que la enfermedá. —¿No te digo? Pos yo por malpensada creí que te había alcanzado el eclís. Pobres de las que esperan parto… Y otra, ¿ya vistes que Teresita la de doña Petra se quedó cieguita por mirar? —Jesús, José y María nos acompañen en este caminar. ¡Dios dirá! —Una viejita le regaló unos antiojos que no le gustaron. Ora sí a la gorra ni quien le corra, ¿no creen? Dicen que a lo dado no se le ve el colmillo. Dejará de ser tan melindrosa y malagradecida ¿o será efecto del eclís? Uno no sabe. —Nos contaba mi abuelito que cuando niño, a mediodía se quedó bien oscuro el rancho por el eclís, que hasta las gallinas se recogieron al corral. Pensaron que el 88

mundo se iba a acabar.


—¿Por qué tanto argüende Elena, a ónde quieres llegar? Yo no me enojo, pero esto trae cola. Si lo dices por el papelito que hice en el temblor, mira. No me avergüen­ zo. Soy grandota y semillona para que lo sepas. No me eclisé y eso es todo, mira nomás. —Pero no te enojes, se te revienta la hiel. Lo cierto es que días antes del eclís, como que hubo anuncio. A la madrugada empezó un aigronazo que parecía ciclón. El Beto dormido ronca y ronca, estaría cansado de no trabajar. ¡Híncate viejo a pedir misericordia! Como hablarle a una piedra. Mejor, porque despierto hubiera echado una retreta. Pero yo a juerza de magníficas y Jesucristo aplaca tu ira, poco a poco se fue calmando el ventarrón. Al otro día como que el sol estaba descolorido, ¿te acuerdas? No hallábamos el campo, hasta el padre se sentó. Vieras visto el confesadero. —¡Pos más te valga Elena! Porque de buenas intenciones está lleno el infierno. Y mejor a otra cosa, no vayamos a perder la amistá por un triste supuesto. —Bueno Amalia, te voy a alvertir para que te cuides. Orita pasé por la esqui­ na, onde ponen la barata. —¿Barata? —Bueno, así la mientan, mira con suerte no toda la ropa es nueva. Viuna ca­ misa pa mi viejo pero estaba tan jedionda de los sobacos que casi me marea. Será mejor que deje la flojera y él se la pruebe, luego falti y haiga pelea. Te fijas. —¿Qué crees Concha? Casi me peleo con mi vecina nueva. A leguas le gusta la vida ajena metiendo aguja por sacar hebra. Pero conmigo se estrella, así que se le ceba. Luego tiene una hija muy chirota como criada a la buena de Dios, toda desba­ ratada al haz de la tierra. De ribete como judío errante carga tiliches y no para ni pa comer, sabrá Dios en qué agencias ande. Habla como cencerro. Croque vivirá ailada y hasta suelta espuma. Tendrá alguna enfermedá mala. —Oye comadre, cómo te admiras si también te gusta, no te hagas. Dicen que hasta lo que no te comes te hace daño, o lo mismo que cuando estornuda el vecino a ti te da pulmonía. —Bueno, te tengo confianza, no te expones gratis cuando opinas, pero ya me puse colorada por andar de chimolera como puerca placera. Ahí te encargo coma, párame el alto cuando se me vaya la lengua. Pues Rufina me contó ayer que le pi­ dieron a doña Rita, la muchacha ojona, la del lunar. El marido le dio una copita de mezcal pa los nervios y seguro estaba débil o biliosa porque ¡se puso una guarapeta de Padre y Señor mío! Viejo tarugo. Dizque la pobre mujer hablaba hasta por los codos una sarta de disparates, hasta que le vino el vómito dejándola por puertas, no le quedaron ni arácatas. Quedó tan estragada que parecía muerte resucitada. Lo pior es que al novio le entró la duda de que les guste empinar el codo. No se les sabe

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nada, ni se tapa el sol con un dedo, a menos que con el callo le tapen el ojo al macho. Ya veremos qué sucede, la cosa anda fea, el novio ni siquiera se esperó al plazo. —¡Ora sí! Como si él no tuviera defectos. Ya quisiera, se cree la divina garza y el infeliz está bien rascuache. Ni le queda. —¿Saben? El otro día me vino a tocar Leonor con su socorrida tacita de espi­ nosilla amargosa por si la trifulca me hubiera asustado. Yo ni cuenta. Que pasaron por la carretera unos hombres prietos y greñudos, como del ejército federal, del pelo de los de la cristiada. —¡Oye! ¿No que tan joven? Solita se calló en la tanteada. —Pero cómo será la gente, ya ni la joden. Dizque estos ni parecían mecos ni bramaban. Sólo Dios sabe qué destino llevarían. Ni quién les preguntara. Creo que unos diantres de muchachos se habían robado un atado de cohetes del novenario, se los tronaron por atrás y así empezó la refriega. Unos salían con piedras, otros con palos, ellos sí parecían salvajes desaforados, porque los prietos greñudos seguro nomás no se habían peinado y ya irían tan lejos que ni cuenta se dieron de la dichosa refriega. A los insolutos los metieron al bote pa’l escarmiento y los corrieron del trabajo. Ya verán que a veces nada el pato y otros que ni agua tiene. Ojalá aprendan de este relajo porque Leonor no aprendió. Le puse la escoba detrás de la puerta pa que se fuera pronto, pero ella se eternizó hasta contar el último detalle. —Bueno, esto a mí no me lo crean, lo contó aquel muchacho que es rehecha­ dor y mentiroso. Decía que estaba en el seminario, pero seguro lo corrieron. ¡Bonito cura! ¿Ustedes creen? Siempre dice que dijo, que dicen que dijeron y ahí va la ca­ dena hasta que la historia ya es otra historia. Ahí ustedes tantién si le creen. —Y tú qué cuentas comadre, siempre callada. Pos qué trais. —Mira comadre y juzga. Apenas son las nueve de la mañana, ya estoy cansada a la vuelta y vuelta por el mercado. Mira mi bolsa del mandado, no me alcanzó pa nada. Con este cristiano refijado pa los centavos. ¡Ay Dios mío de mi vida quiere que haga milagros! Estoy harta de decirle: “Si algo te vas a llevar cuando te mueras será una pura tiznada”. ¡Hijo de un tal, si no fuera por el qué dirán ya lo hubiera mandado con sus pulgas a otra parte, caray! —Estás nerviosa comadre y no piensas. Dime, ¿por qué trajites a tu criatura a la plaza? Mira cómo llora, ya se engentó con la aglomeración del gentío. —Pos no niego que mi niño es muy hueleque, en la mañana le picó un mor­ dullo y quedó tiernito. Luego el pobrecito está tan ñengo que se le señalan los en­ trecijos y lo aguanto con lástima. Ahora dice que quiere hacer de las aguas, lo arrimé 90

al kiosco y no quiere. Ni modo.


—Ya cálmate comadre, tu viejo causante de todo no va a cambiar. La vida no retoña, es mejor llevar la guerra en paz. Haz un poder de palo, ¡y no te rajes, qué caray! —Oigan, ¿ya les llegó la noticia de que en la esquina del camposanto estaban Donato y Santana espiando a sus enemigos para echárselos al plato? Pero les llegó el pitazo, rodearon por la plaza de toros y se salvaron de milagro. Otro que se apun­ ta San Judas, ¿eda? —Bueno, ya se hizo tarde, un día del año que platicamos. Pa despedirme les cuento que anoche el diablo andaba suelto. ¿Se acuerdan de don Epigmenio que es­ taba tan enfermo? Cuando lo sacaban a asolear decía la gente: “El pobrecito ya está como calcajito, tembeleque y desfuerzado”. Pos ¡lo encontraron esta mañana muer­ to! Sin testamento ni confesión. Que Dios lo aiga perdonado. El yerno es un avora­ zado y la pobre viuda ni habla, se la va a comer viva el fulano. Como verán cada muerte era seguida por la curiosidad. ¿A quién le dejaría…? Y muchas veces había sorpresas. Don Emiliano era casado sin hijos, muchos sobri­ nos postizos, su máquina de sastre y Venancio su fiel peón. Enfermo pensaba un día: “Yastoy viejo, malo y casi ciego, es hora de arreglar cuentas. Para Maura mi mujer, la casa con sus haberes y el dinerito que bien merece, otras cosas ya veremos. A estos sobrinos canijos nomás chupando la sangre para ver qué se les pega, ni el saludo se granjearon, ya se acabó mi paciencia. ¿Qué haré con mi yunta de bueyes? ¿A quién se la dejo? —antes de morir pensó—. Ay que sea pa Venancio. ¡Y aunque el pobre es retemenso, a ver si con la sorpresa se le quita lo pendejo!”. Para oír el testamento al juzgado llegaron los deudos y de sorpresa en sorpre­ sa hasta la iglesia alcanzó herencia. El ranchero muy ladino le dijo al juez que leía como que no quería la cosa. —Oiga, nomás pa no dejar, repítale ónde dice bueyes, los sobrinos del patrón parece que no entendieron, pero los retobados sobrinos respingaron. —¡No te hagas el remolón, ni de la boca chiquita, ya nos enseñastes el cobre que al cabo queres canijo! Nosotros no le pedimos a ningún hijo del maiz que nos lea este revoltijo, enseñando tu interés te quedaste sobradito. —Pos así dijo el patrón, tienen razón. Pa que repito. Venancio tonto tonto, pero no tanto. Y así entre juego de palabras repletas de petardazos se dio fin al asun­ tito. Esta historia así acabo, pero… ¿y don Epigmenio? Por lo pronto habrá que velarlo, que en paz descanse. —Espérenme, nada más les paso esta. En mi barrio muy temprano hubo en­ cuentro de nubes, los hijos de don Nemesio la cogieron desde el sábado, traían

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bien puesta la mona. Le hicieron tamaño agujero por detrás a doña Trina en el ga­ llinero y se llevaron a la más cacareadora, con un caldo querían curársela de gorra. Pero que les cae en la maroma y les dio aviada, se puso perrucha como una leona. Si es tan cuenta chiles con los hijos, contimás si se las roban. —¡Ave María Purísima! ¡Nomás ve! —No crean que acabó ahí la cosa, les echó a la policía. “¡Si andan buscando camorra, conmigo se topan, no crean que estoy turulata, porque me ven sola!”. Y el pobre don Higinio el alguacil no descansa ni el domingo de la soba. A los mucha­ chos les vale una pura y dos con sal, y hasta les sobra pa regalar. No hay derecho si traen la suerte de lado que le echen a su morral. —¡Pero trais pistola mujer! Ni hablar. —¡Allá viene Lola! A ver qué argüende trai ora. Hasta se trompieza con los zapatos descuacharrangados. Lástima que no tiene sueldo de El Informador pa que se compre unos nuevos. Déjenla hablar y no opinen pa que luego se vaya con su batea de babas (no cabe duda que la zorra no se ve su cola). —¿Saben? Como siempre doña Concha iba tarde a misa espantando la sarra­ cuatera de gatos que la siguen. Si hubiera entrado al templo con semejante jedor, el sacristán no se hubiera tentado el corazón para dejarla en vergüenza. Más le valió. —Ayer supe que regresó Esther. —¿Cuál Esther? —Aquella muchachita bien portada que se miraba como despabilada. No sa­ bes por dónde le canta el gallo, si se hace que la Virgen le habla o medio caída del burro. Quién sabe… Eso sí, no rompía ni un plato, se la comían de ojo pero dizque no era feliz porque le habían reprimido la risa, la mirada y el andar saleroso y tongo­ neado. ¡Se traía un pegue…! Pero un día de buenas a primeras, a Esther se le alborotó la jicotera y se fue sin avisar, nomás dejó su refajo secándose en una rama del guaya­ bo. Su familia ni la buscó, algo le sabrían. D’esto hace como cinco años. Ayer la vi, trai dos muchachitos, niño y niña, quién sabe si los adoptaría. Están chulos, cuando crezcan también van a tener su pegue, ojalá no los repriman para que no se vayan. —¡Oye Amalia! La que sí avisó que se va es mi suegra. —¡Ay Leonor no seas tan inocente! ¡De a tiro! ¿Nunca vas a aprender? ¡Ya está bueno que pares las antenas! A ti te lo digo mija, entiéndelo tú mi nuera. Lo dijo pa que le tengas lástima, por joderte. Ya que no alcanzó herencia del viejo, ella dirá, llórate pobre y no sola. La bribona quiere vivir en tu casa. Mira mijita, es bueno el encaje pero no tan ancho. Yo ni de loca, tú verás si te echas ese alacrán a la bolsa. La 92

diantre de mujer es tan metiche y tú tan remilgosa, ni quién te aguante. Yo creo que


cada gato en su rincón. Eso sí, dile a tu marido que le ayude y en santa paz. Que se vaya a jondear gatos de la cola. Con eso de que el muerto y el arrimado a los tres días apestan… imagínate aguantar semejante jedor. —A propósito de dinero… antier le cayó don Remigio a don Apolinar con la polecía, quería embargarle porque no le pagan los réditos, menos el préstamo. Ni modo. Meterse con agiotistas puedes morir ahogado con semejante soga, pero dicen que la necesidad tiene cara de hereje. Esos hombres no tienen llenadero, los dejan en la miseria, yo creo que van a morir con una rata amarrada al pescuezo. Dicen que no le quería emprestar porque el mentado Apolinar tiene fama de trácala, pero le supo hacer la llorona y azotó. —¡Ah que la canción! Mira el que se cayó por asomarse. Don Remigio no sabrá ni leer ni escribir, pero bien les hinca la uña cuando se dejan. Pero este le salió respondón, en el pecado halló la penitencia.Y aquí les va otra historia para los que quieren cambiar de categoría. A los Padilla les llegó de Chicago un pariente lejano, dicen que trabaja con un polaco y los vino a invitar. Ojalá que no sea pollero porque se los friegan. Que allá se van a hacer ricos y no sé cuánto más. Se fueron tan rápido que no alcanzaron ni a persinarse y quién sabe si vuelvan vivos, porque la atrave­ sada del río está cañón. —¡Nombre! ¡No saben lo que les espera! Allá les cambia el pensar, el sentir, el hablar y hasta el caminar, pa’cabar pronto les cambia la vida. Todos echados a perder, ni chicha ni limonada. Pero algo les ha de quedar, aunque sea el meneadito, ¿o no? Como dice don Espiridión Padilla: “¡Qué bonito es lo bonito!”. —Y van a creer que se les viene el viejito. “No Petrita —le dijo a la entenada— aquello no sirve, no hay como la tierra diuno. La de antes, la de endenantes, este es mi revolcadero. Esta es mi tierra de siempre, la que me llama y me aguanta. A mi mujer sí la quiero, quiero que vuelva. ¡Ah sí, pero con sus asegunes! Si no, ¿ónde está el chiste? Si quiere volverse güera, mejor que allá se quede”. —Malajo pa los que se dejan en creer. Eso sí, hay muchos a los que les va bien. Mandan a la familia hartos dólares, hacen unas casas que ¡Dios guarde la hora de bonitas!, pero dejan a las mujeres solas sufriendo la soledad y no todos vuelven. ¿Les dará igual? Ellos sabrán. —Pero el diablo del dinero tienta, no serán ni los primeros ni los últimos. ¿Quién sabe…? Ahora sí ya me voy Amalia con la esperanza de que hoy, después de tantas no­ vedades, quién quite y San Martín de Porres me haga el milagro de que se alivie la puerca. Como verán nada me he sacado de la manga, los díceres y decires reflejan y hablan por sí solos. Era como oír hablar la voz del pueblo con ritmo y sonoridad y sí

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por mojigata no lo digo como lo dicen, no sería igual. ¿Verdad? No eran vocablos para ofender ni albureros, sino frescos, sinceros, con frases naturales y a veces hasta inocentes, pero sabrosas como las puntadas que se gastaba doña Borolas de La familia Burrón que el escritor Gabriel Vargas hizo inmortal. Si acaso se les pasaba el picante era para darle sabor al caldo, que el domingo era un plato de tradición. Más tiempo para hacer un alto para reflexionar en paz. Retomar el mensaje de la palabra que transforma y puede cambiar esa montaña que nos impide caminar con libertad. Tomar conciencia de nuestra vida y misión de convivir la fraternidad cimiente de alegría y felicidad. ※

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Otras vivencias Las vivencias especiales no eran exclusivas del día domingo. Había grupos de señores que con su estilo a todo dar hacían de su vida un jolgorio en Tizapán. A sus viven­ cias no faltaban como relojitos Haste y para no retrasarse acudían a media mañana antes de que se hiciera tarde. Aquellos convivios tenían olor y sabor como cuando en las panaderías se estaba cociendo el pan, las novedades y sus experiencias eran temas para celebrar. Al cerrar las oficinas del timbre, don Rafael Reyes muy solem­ ne, después de sus caminatas para vigilar los sembradíos, daba siempre el visto bue­ no a los ponches de granada que rociaban sus reuniones y que don Martín Durán “el Chato” gozaba. Les impregnaba el ambiente con su jovialidad, su buen humor y facturas, tenían sabor de bondad. Mi tío Enrique, sus tertulias, chicharrones, las botanas. Un día improvisó los cueritos y patas de puerco bien rasuradas. Estaban apetitosas y bien presentadas en una charola cervecera despostillada, tan cargada de ácido acético que todos salieron adoloridos con la boca como hocico de puerco de tan hinchada. Pero él se quedó tan tranquilo y festejando como si nada. Convivían sus reuniones visitando a don Miguel que en su gran silla de ruedas regenteaba su negocio que tenía establecido en el local izquierdo del hotel. Después de un rato sociable, medio iluminados o mejor dicho a medios chiles, podían retirarse a sus casas a comer. Como todo, el Hotel San Francis y el dichoso local tienen su historia. Primero, el local fue terminal de los ómnibus Estrella Roja de Occidente. A carcajadas Carlota Figueroa los boletos volaba a registrar, Juan su esposo y su hijo Toño “la Tachuela”, la seguían para poderla ayudar, caminaba tan aprisa que se podía medio matar. Ca­ nuto Rodríguez de espíritu comerciante trabajaba sin parar. Desde niño repartía El Occidental y vendía limonadas, chayotes, guasanas y elotes cocidos que los viajeros hambrientos le compraban al pasar. Después Jesús Pérez fue el despachador. La terminal de camiones se cambió a la carretera. Jesús conservó el local y con su gran educación y visión cambió de giro el negocio. Se puso a vender petróleo. Tanto

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prosperó el asunto que Chayo Rodríguez, administradora en turno del hotel, lo ne­ goció. Por eso don Miguel su esposo, la madre Jose, su hermana y su hija Carmelita formaban la sucesión. El hotel lo había heredado mi comadre María Luisa Rodrí­ guez (hija adoptiva de don Ramón Garza y su esposa “la Güera” Teresa). Ella vivía fuera de Tizapán. Su hija mayor, mi comadre Tere, casada con Trino Flores, se hizo cargo de administrar dicho hotel hasta que salieron para radicar en Cuautla, More­ los, con su familia. Después hubo periodos en que fue rentado hasta que se puso a la venta. El tiempo depara sorpresas. Cuando se construyó el San Francis, el doctor Béjar que lo compró, sólo existía en la mente de Dios. Y Angelita Pérez que un día se casaría con el viudo don Ramón, tejía y tejía sentada en su silla bajita de mecate en la acera de enfrente con sus hermanas, mi comadre María y Lupita Pérez. Sentaban a su precio­ so perrito blanco que pintaban color de rosa y le decían Juguete. Quizá mi ahijada Martita Solorio lo recuerde, pero el futuro de ese hotel y el casorio cumpliendo los proyectos del Señor, ni les pasaría por la mente. Martita me platicó hace poco que de pequeña me tenía pena. Cuántas sorpresas nos da la comunicación. Actualmen­ te pese a nuestra diferencia de edades podemos pasar horas muy agradables. Ella disfruta a su familia, es comprometida con su trabajo, inquieta y constante en sus intereses, con un espíritu de servicio admirable, le gusta lo que hace. Sin duda alguna todo esto le genera la alegría que le caracteriza. Cuánto disfrutamos al descubrirnos. ※

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Personajes La personalidad de la gente no necesitaba pintarse. Tenía como los barrios, su color propio y definido. A un señor conquistador empedernido le decían “el Raboverde”. Un guapo venido a menos que incansable disparaba los flechazos de Cupido. Su juventud la había dejado olvidada en algún empolvado álbum de fotos, enterró sus recuerdos pero él revivió. Que las traía como muertas, platicaba convencido y echán­ dose su taco de ojo alimentaba sus sueños guajiros. No se dice el nombre, acuérdate o adivina, porque era canela fina. Con todo y sus chocheces era respetado y divertido. ¿Descubriste el parecido? Así era él, auténtico, transparente, fresco como la provin­ cia que no envejece. Y cuando menos para el alma puede ser la fuente de la juven­ tud permanente. Los apodos siempre me han parecido faltas de respeto, pero algunos son tan acertados que me dan risa. Además la propia persona los acepta y adopta como iden­ tificación, por eso me atrevo a mencionarlos. No sé por qué le dirían a Alfonso Domínguez “el Ratón”. Era alto, fornido, pelo chino, boca grande, chimuelo, risueño, bromista; chancleaba los zapatos con las agujetas siempre desamarradas. No me checa el sobrenombre. Alfonso fue muy amable y paciente conmigo. Trató de ense­ ñarme a tocar la guitarra en mi casa. Un día, en plena clase, le picó un jicote en una pompa y suspendimos la clase. El panal colgaba en el pasillo, no era justo arriesgar. Su figura era un gran contraste con su mamá doña Eustoquia, delgadita, siempre vestía largo de negro y cargaba una canasta de otate debajo del brazo. De oficio so­ badora y fumadora permanente. Su nieta Caritina fue mi compañera de escuela, muy folclórica y buena amiga. Un día, Alfonso bromeaba con Fidel “el Pariente”. Tía Ele­ nita Valencia le decía: “¡No te dejes, bruto hereje!”. Y a su hermana Chayo “la Parien­ ta” casi le daba el telele. “Los Parientes” eran arrieros; seguro para el cansancio, el tequila era su devoción, caminaban zigzagueando siempre de excelente humor. Creo que no fue herejía cuando se supo que un día, después de echarse unos tragos, Fidel se comía un tamal y de tan seco que estaba, el hombre casi se ahogaba. Descubrió

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entonces parada a una aburrida vaca mosqueada. Como becerro añejo parece que no lo hizo mal, pues muy satisfecho dijo: “Pa’cabarme mi tamal…”. Había en Tizapán dos hombres enajenados. Pedro “el Loco” perseguía, Félix muy reposado. Mas le temíamos al “Súper” cuando gritaba enojado, ajustándose el vendaje de su pie abotagado. Los papás muy maliciosos los usaban asustando a los muchachos malcriados. Pedro “el Ciego” y su olotera, desgranador incansable. “¡Hey, hey!”, decía a las muchachas, enamorado incurable de esa andancia que según él lo pescó desprevenido pero contento. Otro cieguito cantaba con desentonada voz y desafinada guitarra. Se llamaba Tello. Traía un niño lazarillo que recogía la limosna, cargaba su perro sarnoso con un collar de limones para el garrotillo. Cómo lo hacía­ mos repetir su viejo repertorio divertido. Había una canción de una gallina que ponía los huevos parada, creo que era su creación y su carta de presentación; sin faltar los diez perritos que luego iba descontando y al final daba el pilón. Con tantos otros chiquillos que sentados en la banqueta alrededor de él, lo acompañábamos cantan­ do entretenidos. Mi abuelito decía que Tello era pícaro y no debíamos escucharlo, pero nos di­ vertía. Al terminar nos pedía un centavo, a los amigos un taco. No recuerdo si enton­ ces pude siquiera considerar que Tello era un hombre viejo y limitado. Su condición económica sería miserable, vestía su ropa muy sucia, cobijado con un raído gabán. Sus pies casi descalzos asomaban sus retorcidas y gruesas uñas amarillas, no usaba lentes y mirábamos sus ojos nublados voltear incansables de uno a otro lado. Desco­ nocíamos dónde vivía, ¿viviría solo? Y todavía cantaba. Con las travesuras se enojaba, pero tenía que perdonar y olvidaba. Sin duda una fuerza natural por la misericordia de Dios. No veo por ninguna ventana a qué hora desapareció, ni siquiera si pregunté por él. Me duele la indiferencia y no haberle dicho: “Perdón amigo Tello, gracias por tus canciones”. Creo con seguridad que Tello es un santo aunque esté fuera de los altares de la iglesia. El caso del “Inocente” es para abrirle los ojos a los que no son creyentes. Que dentro de su inocencia sin echársela de lado fue como un iluminado, cuando por sus pistolas sembró sin arado maíz en un cerro de cascajo, levantando una cosecha de mazorcas gigantescas, dejando a todo mundo con los ojos cuadrados. Este recuerdo es de mi hermana Leti, se lo contó mi abuelito allá de tiempos pasados. Con el corazón ardiente vivía Nacho Glorifica con sus dones de conquista, por su eterna novia Lupe, una muchacha bonita. Un día ella le dijo: “Hasta luego, si no hay matrimonio en puerta, vale más adiós y ahorita”. Y para siempre se despidió 98

aquel amor de su noviecita. Nacho cargaba un morral al hombro encerrando el ce­


libato, en el brazo el azadón y la mirada clavada en su rítmico caminar como contan­ do sus pasos. Si nunca llegó a casarse, lo habrá pensado con calma, cada quien lleva su propia historia en el alma. Mientras tanto vivía muy consentido por sus tías “las Lu­ pes”. Cuando nadie lo esperaba nació una niña chiquita, linda como medallita, que bautizaron Chuyita y su vida y porvenir le iluminó. Se le ve un hombre feliz compar­ tiendo el sonreír. Ahora lleva el morral al hombro repleto de elotes de su ecuaro que regala a sus amigos y el corazón en la mano. Nacho Glorifica falleció en 1997 (q. e. p. d.). “Las Zepeditas” llamaban a dos señoritas que habían sido monjitas. Vivían a un costado del templo de San Francisco (donde hay una pastelería). Su casa tenía puer­ ta de madera con visibles y bellas nervaduras y una ventana larga con doble postigo que siempre estaba cerrada. Había como tres casas que separaban mi escuela. Al mediodía, si llevábamos dinero, podíamos darnos una escapada del recreo. Después de tocar un rato, al abrir la puerta se percibía un suave olor a incienso que perfumaría sus días de abstinencia y oración. Por dentro, detrás de la puerta había una pequeña mesa rinconera, donde ponían una canastita cubierta con una servilleta blanca des­ hilada tiesa de almidón, cubriendo del polvo las famosas y preciosas guitarritas de azúcar color de rosa, rellenas de miel envinada que íbamos a comprar. ¿Cómo las harían? Tuve vergüenza preguntar y me quedó la curiosidad. En medio de aquel cuarto grande, muy limpio, ganaba tu atención después de las guitarritas, una cama de fierro con patas tan altas y desnudas que parecía una garza. Estaba tendida con una colcha blanca tejida a gancho, con largas almohadas y fundas bordadas almido­ nadas. Sobre un alto buró descansaba un Niño Dios gordito y sonriente, que ellas nos invitaban a ver con una voz y sonrisa santificada en medio de aquel ambiente de paz que te acogía a pesar de su austeridad. Vestía aquel niño una camisita cerrada por cordones torcidos con motas de hilo en las puntas. Pensaba sólo para mí: “¡Qué bonito tener un niño como ese!”. En mi casa no había un niñito Dios. Nunca imagi­ né. Estaban ya mis hijos grandes. Llegó Luis de Tizapán y me entregó ese mismo niñito con su camisa de motas que me mandó su papá, que desde luego ignoraba la historia mía del Niño Dios. “Las Zepeditas” habían muerto. Parientes de don Rafael Reyes, entre los familiares repartieron sus pocas pertenencias. ¡No lo podía creer! Como tampoco llegué a saber cómo hacían las guitarritas. Mi única certeza es que Mariquita y su hermana eran la imagen viva del pudor, del silencio y del ayuno perpetuo. ¿Qué podían comer si las guitarritas las vendían a dos centavos? A menos que tuvieran un protector secreto. No lo pregunté. Julia Saavedra fue una persona muy especial. Al recordarla, veo a una señora pe­ queñita rodeada de tambaches de ropa y envoltorios de todo tamaño. En la esquina

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de un pañuelo, llevaba amarrada una moneda de cobre muy grande y brillante de dos centavos. Su papá había muerto cuando ella era muy niña y el recuerdo e ima­ gen de su mamá era como un gigante. Peinaba dos trencitas muy apretadas, al sol­ tarse el pelo le quedaba grifo. Le decíamos: “Julia qué china está”, y contestaba: “¡No!, china mi madre”. Su respuesta era correcta pero… ¿quién nos quitaba lo maliciosas y malpensadas? Según nos contaba se casó muy enamorada. Pronto descubrió con gran sufrimiento la infidelidad de su marido. Ella tuvo una hija, Trini, en la que se refugió. Trini creció, se casó, pero cuando dio a luz a su hijito murieron los dos. Julia perdió la razón. Se echó un enorme atado de trapos en la cabeza y silenciosamente caminaba por el pueblo. Se adivinaba una enorme tristeza en sus pupilas casi vela­ das por una nube blanca. Estaba sola, sumida en sus lagunas de silencio. En una dolorosa soledad que quizá ella misma ignoraba, perdida en sus días de intermina­ bles horas, tan largos como una culebra. Mi mamá la llamaba para que comiera y durmiera. Sólo con su paciencia le hacía tomar algún reconstituyente y permanecía horas parada en el pasillo con su inseparable tesoro cargado en la cabeza. Pasado algún tiempo por gracia de Dios, Julia recobró la cordura. Era alegre, jacarandosa, trabajadora y sabía hacer unas tortillas raspadas en metate, doradas en el comal, ¡deliciosas! Las gordas las guardaba en un apaxtle de barro, en otro guardaba nejayo de nixtamal, sólo ella sabía para qué. La vida de Julia podría haber sido dramática, pero volvió a ser feliz a pesar de todo. En mi casa la quisimos bien. Zenaida no era de Tizapán, vivía en La Cofradía, cerca de Tuxcueca. Visitaba a mis abuelos. La recibían con cariño y ella correspondía con ruidosas carcajadas. Me parecía que no le cabían los dientes en la boca. Yo era muy niña y no podía dejar de mirarla, era tan cariñosa y efusiva que seguía acompañando cada palabra con sus carcajadas. Seguramente ella pensaría que perdía los dientes porque se apretaba la boca con las barbas de su reboso. Yo la miraba, la miraba, no podía dejar de mirarla hasta que de tanto mirarla me llegó a querer Zenaida. Cuando murieron mis abuelitos a mí me visitaba, me pedía que la recetara y se aliviaba. Hubo tantas anécdotas… Y así fueron pasando muchos, muchos años. Cuando sabía que estábamos en La Au­ rora, me llevaba a regalar huevos en una canastita. Sin duda yo también le regalaría algo, pero nunca del tamaño enorme de aquella canastita con huevos. Un día supe que Zenaida dejó su ranchito y vivía en Tuxcueca. Buscando y buscando di con ella. Estaba enferma. La encontré silenciosa, sentada quietecita en medio de un patio en una silla con asiento de mecate. Esas sillas de madera artesanales, entintadas de un negro opaco y en la tabla del respaldo pintadas con polvo de plata unas refulgentes 100

flores. Su pelo era largo y canoso, le caía suelto por la espalda. En aquel patio había


un frondoso ciruelo, la tierra estaba húmeda, tapizada de interminables guías de calabaza que parecían la continuación de los cabellos de Zenaida, de sus desmaya­ dos brazos y de sus pies que sembrados en la tierra creaban la imagen de una resu­ citada. No pude dejar de seguir mirando y mirando a Zenaida. ¿Será cierto que de la vista nace el amor? Porque en ese momento quise más a Zenaida. Cuando murió sentí que perdía un valioso regalo, me cuesta imaginarla rodeada de silencio. Silvia Torres me contó una anécdota emocionante y ejemplar de una persona que fue protagonista de una hazaña de salvamento impresionante cuando sólo era una niña. Evitó una tragedia a viajeros atrapados en una canoa muy lejos de la orilla del lago de Chapala por una tempestad que anunciaba muerte y desastre. Remó sin medir peligros, salvó olas y corrientes, el corazón en la mano, la decisión desafiante, sólo un pensamiento en su mente. Sucesos inolvidables, testimonios admirables, sa­ ber darse a la gente. “Esa niña temeraria fue mi mamá, doña María Negrete”, me dijo Silvia sonriente. “Todos sabemos que esa señora va por la vida valiente. Que Dios y su ángel le guarden y le regalen la paz diariamente”. Doña María Negrete murió hace catorce años (q. e. p. d.). Un viejito pasaba a la carrera por mi casa cada mañana. Después observé que así mantenía el equilibrio para no caerse. Tarareaba siempre una tonada con una son­ risa sin dientes. Creo que le faltarían muchas cosas pero no pedía nada. Se diría que él regalaba. Cuánta dignidad y gentileza había en aquel señor. Pienso ahora que po­ seía la sabiduría del desprendimiento. Fue dejando en el camino su juventud, su ener­ gía, su galanura, su hombría, sus deseos, sus sueños, sus dientes. Fue cerrando sus propias puertas hasta llegar a la meta de la realidad, su verdad espiritual llena de paz. Estaba preparado para emprender el camino, para asomarse a la muerte agradecido por la vida. El recuerdo de ese viejito ha apoyado muchos momentos míos. Nunca supe quién era. Quizá de otra población… También se me perdió como Tello. Hay de personas a personas, de viejos a viejitos. Unos, como libros abiertos se puede leer en sus páginas, otros en verdad somos un acertijo. Una imagen opuesta me dio un señor con cara de permanente tristeza, saturado de insatisfacción o frus­ tración y vergüenza abrumadora que le llenaba de rencores y mal humor. Con una actitud de mártir compadeciéndose a sí mismo. Era un señor sin edad, parecía que escondía algo. Quizá hasta sus pensamientos se habían llenado de cenizas. De cuan­ do en cuando tenía que soplarle a su espíritu para no asfixiarse, para respirar, sentir, vivir y conservar vivo el rescoldo del fuego de su juventud ya apagado. Del que no había sabido despedirse o el machismo disimulado había desgastado sus energías y deformado su personalidad. Podían ser tantas cosas juntas. Llevaba exceso de

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equipaje, se había dejado abatir por los enemigos. Él no era un libro abierto, su re­ cuerdo me entristece. Pero tiene un mensaje que interpela. Lastima la falta de res­ peto y consideración por la dignidad del ser que es, según parece, sólo dentro del tiempo productivo, cuando su libertad le permitió tomar opciones y, a su vez ahora, algunas veces es segregado. Entonces… ¿aquel trabajo fue inútil? ¿Es estéril su ex­ periencia? ¿Por qué hay tristeza en el anciano…? ¿Será lo inevitable? ¿Será tan di­ fícil o imposible asumir el tiempo para rescatar su propia dignidad, para vivirla alimentada de la riqueza acumulada en su corazón? Podrá no ser agradable, pero sí aconsejable iniciar ese camino más libremente apoyadas en la fe, en los recursos espirituales ganados. No desperdiciarlos. Es bueno mirar en todos los espejos. Es bueno dialogar con uno mismo, codificar la experiencia. Es bueno dialogar con los demás, hay mucho que aprender. Hay mucho que dar. Desafortunadamente es difí­ cil experimentar en cabeza ajena y poco se agradece un consejo cuando no es re­ querido y se considera a destiempo. Otras personalidades eran pintorescas. Por la calle 5 de Mayo vivía don Tran­ quilino, que nada tenía de tranquilo. En la banqueta secaba al sol sus charales vigilan­ do a los hambrientos perros. Si alguno le madrugaba, su ley era “el que la hace la paga”. Seguía al perro ratero y en vez de darle una buena surra, le amarraba a la cola una vejiga inflada. A la estampida corría el azorado animalito, seguido por un catapurcial de alharaquientos chiquillos. Y hasta entonces, don Tranquilino podía respirar tranquilo. “El Charol” con su guitarra de veras que charoleaba, era como un leño quema­ do. Doña Cástula, su mamá, molesta se resignaba, cuando a cambio de algunas co­ pas, trágicos tangos les entonaba. Brígido “el Arpero” desde la sierra bajaba de vez en cuando, cargando al hombro su enorme bien afinada y hermosa arpa. A las puer­ tas de la tienda, acompañaba canciones que mi papá cantaba. Siempre imaginé que en las puertas del cielo tocaban un arpa. Sus notas me parecían como gotitas de lluvia al chocar en los cristales. La bien timbrada voz de mi papá y el sentimiento con que interpretaba era como mandado hacer para las canciones que recuerdo como envueltas en incienso perfumado. “Callado viajero”, “La borrachita”, “Dime que sí”, “Rayando el sol”, “La negra noche”, “Un viejo amor” y “Aquella María”… “María, María, María del alma, tú me has robado, tú me has robado la dulce calma”. Creo que eran sus favoritas. Había una canción dramática que sólo escuché a mis papás: “Al pie de los abedules”. pp. 102-103. Amigo,

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Chuy Guerra y mi papá Carlos cantando con los músicos de la playa.


Al pie de los abedules dos lirios azules Abrían su fresco capullo al suave murmullo del río Jordán Se le antojó a una zagala, tomólo por gala Y por obsequiar a la hermosa, la cuesta escabrosa trepó su galán Él de mil amores fue a cortar las flores Y por la pendiente al fondo del río cayó Ella con tristeza movió la cabeza, le dijo no me olvides Y el agua lo sumergió. “La hamaca”, otra canción desconocida llegó con historia. De paso por el puer­ to de Manzanillo, mi papá escuchó a un cancionero que solitario por las famosas enramadas de la playa cantaba algo desconocido. Dijo que era composición suda­ mericana. Con mi abuelito pagaron para que la repitiera hasta aprenderla. Todo aquel tiempo pagaron la gran suma de diez pesos: Tengo mi hamaca tendida a la orillita del mar Y mi cabaña escondida dentro de un cafetal. Dentro de un cafetal. Sombra me da el bosque, brisa me da el mar ¡Trinos el cenzontle qué bello es amar! ¡Qué bella es la vida cuando Dios la da! Que teniendo mi hamaca tendida de aquí para allá, de allá para acá. Pienso que la belleza del mar ambientaría esa sentida canción que tanto emo­ cionó el romanticismo de mi papá. La verdad es que don Carlos era una imagen viva del sentimentalismo. Se posesionaba tanto que podía transportarse al cielo. Yo creía que del cielo a la tierra había una enorme distancia, pero ahora pienso que no es tanto, porque el mariachi en Jalisco tiene la llave para la puerta de entrada. En Tizapán el Alto, el Mariachi Los Zorrillos se atrevía a dar sus conciertos, cuidando que Los Zopilotes no estuvieran despiertos, podría darse una bronca de Padre y Señor Nuestro. Los celos profesionales no han sido nunca un secreto. Pero sí los grandes amo­ res que se guardan en el pecho. Silencioso cómplice de la timidez y frustración. ※

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El gran amor secreto Hay cuentos que narran historias de personas que mueren de amor. Para mí sólo eran eso, argumentos románticos para cuentos. Por casualidad estoy revisando mis recuerdos viejos. Para desmentirme, daré testimonio de un hecho nuevo muy bello. Parece mandado a hacer para cerrar con broche dorado este rincón donde las per­ sonas son inolvidables, cuando sólo faltan cinco meses para recibir el tercer milenio. Hoy 18 de julio de 1999 murió Gavinita Silva. Quizá tenía los años que no puedo imaginar. ¿Qué importa eso? Pero sí su fuerte presencia, cordura y decisión. Nunca se casó. Vivía cerca de mi casa, no puedo asegurar si alguna vez la vi en la calle, pero sí podría contar los días que a lo largo de los años la pude ver. Solía medio aso­ marse por los postigos entre cerrados de la puerta de su casa, quizá sólo para que supiéramos que existía. ¿Sería tímida o retraída? Eso no le impidió para criar a tres sobrinos que perdieron a su mamá siendo pequeños. Me impresiona ver cuánta devoción y agradecimiento le guarda su familia. Pero Gavinita tenía otro amor. Un día dijo: “Ya me quiero morir”. No se sabe si tenía alguna enfermedad que ocultaba. No dijo nada. Se subió a la cama silenciosa, quietecita y no aceptó que la viera el doctor. No sabían si dormía, tampoco se quejaba, en veintiún días no volvió a co­ mer. Sólo unas gotas de agua para pasar la Eucaristía ocho días antes cuando recibió el viático y la unción. Hasta el último momento estuvo en paz y consciente; pidió tres cucharadas de leche. Hoy, con toda seguridad Gavinita Silva en paz descansa. Es domingo día del Señor, ya se encontró con su amor. Difícilmente tendremos res­ puesta a tantas preguntas. Pienso: si Gavinita vivió como sepultada en vida fue su libre albedrío, y a su manera sería feliz. Hay otras vidas que parecen encadenadas a circunstancias ajenas. Había una familia como dividida en dos tandas. Dos hijos mayores casados y dos pequeñas de 3 y 7 años de edad. Los papás murieron y el hermano recién casado las llevó a vivir a su casa, con gran disgusto de su esposa, argumentando que no era de ella la obliga­ ción ni la responsabilidad. Esa era su razón. Ese era su criterio. Muy respetable.

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Desde ese momento empezó el calvario de la chiquita que era muy sensible. Entre humillaciones, desprecios y hambre, llegó a los 13 años de edad y hora de pensar en qué debería trabajar fuera de casa. Por coincidencia un señor casado, como con 50 años de edad, perdió a su esposa y con cuatro o cinco hijos de todos tamaños. Su casa era el vivo desorden y la oportunidad para que Juanita trabajara con beneplá­ cito de su cuñada que se lavó las manos, se dio golpes de pecho y tras ella cerró las puertas de su casa. Aunque por trabajo siempre mereció comer, hasta ese día sintió suyas las tortillas que le quitaban el hambre. Por las noches lloraba de cansancio. Pa­ recía increíble que aquella criatura cubriera las necesidades de aquella nueva fami­ lia. El viudo ni tardo ni perezoso un día sin preguntárselo la hizo su mujer. ¡Cuánto dolor para la niña! Pensó: “Esto es injusto pero también es horrible no tener casa para volver”. Sin tocar se le abría aquella puerta y allí se quedó. Juanita tiene ya 43 años, es amorosa, noble, servicial y ha perdonado. Dice que agradece haber pagado el precio para tener un techo, hijos y nietos que le dan sentido a su vida y un esposo anciano que respeta. Duele y duele mucho, pero esta mujer hizo suya la misericor­ dia de Dios. Fue valiente y asumió su vida. ※

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Cuestionario Después de estar inmersa en este mundo de realidades y recuerdos, me percato del poder de la imaginación cuando pretende manejar la mente y el deseo de que sólo existe el bien. Vistes los hechos con una camiseta de inocencia y presa de ese deseo puedes solapar y hasta encubrir. Maquillamos los hechos creando imágenes y situa­ ciones falsas. Decía un señor en Tizapán: “¿Si el azadón no entra fácil? Por encimita, nomás por encimita”. ¿Será esa la salida fácil? ¿Pocas ganas de comprometernos con los demás al disfrazar la verdad? La verdad, había de todo. Pero no lo puedo evitar, sólo cosas positivas vienen a mi mente. Al releer lo escrito parecería falso y relami­ do. No es grato recordar ni recrear sucesos desagradables, pero como filmaciones reaparecen como un reclamo. Ahí están. Tengo que aceptar esa verdad irrefutable. La realidad no es perfecta. Se daban asesinatos, robos, fraudes, calumnias, mentiras, trampas, traiciones, maldades. Otra verdad: vemos cómodamente la paja en el ojo ajeno, juzgamos la con­ ciencia del otro. Valdría la pena analizar con sinceridad para poder denunciar. Se decía que los hechos delictivos se daban en determinado nivel desprotegido. Es muy frío culpar primordialmente la fuerza económica. ¿Dónde queda la faceta humana? La conciencia se revela por el desequilibrio entre excesos y profundas carencias en muchos aspectos. Para unos hay situaciones heredadas, oportunidades aprovecha­ das. Estudio, trabajo, capacidad de visión, esfuerzo constante, disciplinas que enca­ minan al éxito. En cambio hay diferentes factores que dificultan la realización de proyectos al progreso y el crecimiento humano, creando complejos derrotistas y conductas reprobables. Situaciones que no nos gustan, pero nos protegemos no que­ riendo ver ni oír. Estamos muy ocupados con nuestros propios retos. La fuerza política no puede establecer el orden. No es del orden de la justicia intervenir cuando no hay delito que perseguir, pero sí de prevenir con orientación y apoyo oportuno. ¿Sabemos cómo fue y qué vivió en su niñez aquella persona? ¿Cuáles fueron sus preocupaciones? ¿Sus ambiciones reprimidas? Cuánta miseria,

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soledad, maltrato, humillación, injusticia social, incomprensión, indiferencia. Viven­ cias que le crearon conflictos internos por abandono. Falta de amor y relación fami­ liar que más tarde pueden aparecer con rebeldías y agresiones. Es muy complejo. La represión, la envidia son cánceres que corroen y malos consejeros. La ociosidad también crea desajustes, se asume falsamente que el trabajo es sentencia, maldición que pesa y esclaviza. Patrones que destruyen y encasillan al aceptarlos sin actitud de cambio. Sin embargo, no justifican el mal. El trabajo como generador de oportuni­ dades, de realización personal lejos de ser castigo es una bendición. Creador de re­ cursos económicos que dignifican la vida, relajan el estrés y emocionalmente crean una mente sana. Es importantísimo el amor en la vida del hombre. Acechado por mayores peligros si no se formó con bases de responsabilidad evitando ser vulnera­ ble a malas influencias. Tampoco somos dueños de la verdad absoluta, sino relativos. El reflejo del pensamiento, inteligencia o creatividad nociva del otro puede influir haciéndose cómplice de quien no es capaz de rescatar su autonomía para vivir su propia histo­ ria. Me cuestiono muy fuerte si somos parte del entorno, aunque involuntariamente parecería que todos podríamos estar involucrados y hasta qué punto ser responsa­ bles o participar del mal social… Parece que hasta la realidad de la muerte podríamos contemplarla desde la perspectiva de nuestra vida personal en relación al otro. En­ tonces… ¿quién tiene que denunciar? Parece que no hemos entendido la Palabra. Un bonito recuerdo mío es una frase que parsimonioso decía don Ramón Garza: “Si el amor fuera dolor nomás la grita se oíba”. ¿Será ese el ingrediente que nos falta para ser como una levadura y fermento para el bien social…? ※

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Consecuencias Dolorosamente Tizapán el Alto por muchos años se vio envuelto y saturado por sucesos sangrientos. Familias enteras desaparecieron por rencillas y traiciones. La cárcel penal de Chapala repleta de malhechores. Los atavismos y rencores se habían adueñado de Tizapán. Viejas rencillas sangraban y eran alimentadas de sangre nueva que lejos de calmar el dolor despertaban la insaciable venganza creando un ambien­ te social de inestable seguridad y miedo. Aún se recuerda con pesar, la noche de un dramático domingo sobre el aroma de nardos, jazmines y gardenias que llegaba de la plaza. Quedaron tirados los cuerpos ensangrentados de cuatro hermanos entre un montón de sandías: los Flores y los Valdovinos. Los hechores en su huida por el ca­ llejón dieron muerte también a padre e hijo, los Carlos Vega, que sentados a la puerta de su casa descansaban la paz de su último domingo. Después de aquella tragedia flotaba en el aire un clamor… que no vuelva a repetirse nunca más… nun­ ca más. Pero le faltó claridad a la razón y humildad al corazón para arrepentirse. Los hechos se sucedían dejando profunda huella en los hogares y en la sociedad que lastimada clamaba por el cambio. Con frecuencia aparecía por el pueblo, el señor Eliodoro Rivas que venía de Cojumatlán. Bueno, aquel moreno y guapo señor, un día después de escucharse el hueco sonido de unos balazos, quedó para siempre dormido sobre el volante de su flamante carro. Venía de platicar con su novia prometida, donde el arcón de las donas ya estaba esperando. Se inundó el ambiente de un fuerte olor a cera y café. El péndulo de un reloj se había roto, paralizando proyectos y enterrando ilusiones para siempre. La novia estaba muy triste, la calle quedó tan sola… ¿Quién se atrevió a llevar la noticia para aquella pobre madre? Quizá algún día se retomaría el tiempo, pero ya nada sería igual. No alcanzaba Tizapán el olvido cuando otra noticia lo conmovía. “Don Calix­ to ¡el presidente está muerto! ¡Hace un rato lo mataron!”. Preguntas y conjeturas no podían resucitarlo, el luto llegaba sin avisar. Densas nubes de tristeza a nuestro

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pueblo cubrían, el aullido de los perros se escuchaba por el río haciendo un eco del llanto por los que se habían ido. Puede que haya personas muy enteradas que difieran de mis recuerdos. Puede también que haya un fondo de verdad en esto. Lo extraordinario es que los sucesos en los pueblos corren como reguero de pólvora. Después de recorrer, entrar y salir, le quitaron o le aumentaron, resultan alterados porque cada quien hizo su propia versión. Ni siquiera hubo la intención de mentir pero deformados pierden autenticidad. Mis narraciones son en general mis recuerdos, sin pretender que no haya otras ver­ siones. Sobre tantos sucesos en ningún momento tengo la intención de enjuiciar, todo es como recuerdo que entonces lo vieron mis ojos y vivieron mis sentimientos de niña. Al releer estas situaciones que viví, doy gracias por el cambio actual de Ti­ zapán en ese aspecto. Quizá la evolución pueda acarrear problemas nuevos que es­ pero se resuelvan. No deseo hacer mención, menos escribirlos, sólo sé que hay mayor conciencia y se resolverán. ※

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Cambios y visitantes Después de la tempestad viene la calma. Había pues periodos de paz y Tizapán se renovaba en tiempo de vacaciones. El calendario escolar era diferente en la Ciudad de México y poco a poco iban llegando las capitalinas con un sellote en la frente. Con sus dos hermanos aparecían la Chata, Cuca, Lupita y Bertha Vázquez. Llega­ ban con Lolita Ruiz, y el doctor Malé con sus hijos Martha y Francis. La primera mentira que hice y que recuerdo se la dije a Bertha y Lupita: que si ponías cabellos en un ladrillo húmedo y lo escondías, se convertían en culebras. Se me quedaron viendo muy serias, no sé si me creyeron. De los demás inventos ni cuenta llevo, ¿tú sí? Porque si todos caemos en la trampa de los pretextos… quién sabe, dicen que desde que se inventaron las disculpas, ya nadie es culpable pero sí mentiroso. La familia De la Mora, Anita, Lucero, Licha, Nacho y el benjamín Marco An­ tonio, los papás Lorenzo y tía Toña, más la abuelita Cuca, llenaban de alegría a las Valencia: Pepa y Elenita. Su simpática sobrina Carmen Celis, se volvía de cohetería. Con las Mendoza: María Esther “la Chata”, Chabela y sus hermanos hacían ronda sus primas Guillermina y Ernestina Gálvez Mendoza. Adelita, Licha y Ofelia Pan­ toja, sus papás María Luisa y Manuel Pantoja llegaban con el abuelito don Sabino y su tía Jesusita Mendoza. Otra familia numerosa eran las Araiza que venían de Parral y Casas Grandes, Chihuahua: Amparo, Anita, Ramiro, Eva, Guillermina era genial; Cuca, Emma, Paco, Dora y Bertha. Sus papás don Jesús y tía Anita Chávez visitaban a las tías Cuca y Pepita de contrastada personalidad. Su casa era muy grande, esquina Colón y Liber­ tad ya cerca del río (hoy espacio en reconstrucción). Tenía un ancho corredor con altos techos de teja inclinados, piso de ladrillo de jarro unos muy brillantes, otros gastados. Las macetas tenían helechos que caían hasta el suelo como desmayados. Enfrente un patio largo empedrado con su pozo de agua con brocal. Había un na­ ranjo y un guayabo fresa siempre en producción. Me encantaba visitar esa casa con mi mamá, además nos regalaban jamoncillo de nuez. Las Araiza también gozaban,

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eran bonitas, de mucha moda y para estar a tono con el pueblo, caminaban con los pies descalzos, tan blancos, que parecían de queso fresco. Mis primos los Ibarra Béjar: Nacho, Anita, Martita, Toño y José Luis, llegaban con los abuelitos don José Béjar, Mariquita Haro y sus tíos Luis, Cristina, Celia y José. Anita era la mamá de los primos, ellos vivían en México con mi tío Nacho Ibarra, primo de mi abuelito Atanasio. Las niñas vacacionistas no sabían brincar las cercas, se metían al agua con los zapatos, pero les gustaba salir a comer al campo y el bastimento de tacos. Se les pegaban en la falda los guizapoles y aceitillas, les picaban la mala mujer y la alfom­ brilla. Regresaban cansadas, quemadas y tan asustadas que les daban té de cuasia con espinosilla. Las Orozco: Luz Elena y Pina Bertha venían de Ocotlán para visitar a su tata María Barragán y el tío Antonio (dizque “la Puerca”). Los hermanos Abel, Rafael, Nacho y Pancho ingresaban al equipo y parecían de Tizapán. Por coinciden­ cia todos ellos se hacían vecinos del mismo barrio. Aurorita Gutiérrez muy rápido se ambientaba, también Ana Rosa y Toñeta. Hablaban bien el idioma inglés y baila­ ban flamenco español, salerosas y coquetas. Dejaban Torreón, Coahuila, y el algodón de La Laguna, por las roscas olorosas de guamúchiles y tunas. “El Chato” Durán, la señora Cuca Ceja, Maris y Alfonso, todos eran felices cuando llegaba a vacacionar Martín “su Chato”. Les ayudaba repartiendo el periódico y por el pueblo se les perdía un rato. Cuidaba además a su papá, que bromista y simpático, cogiéndose el corazón con respeto viendo a las muchachas, decía morir de un infarto. Un día, al casarme, ingresé a esa apreciable familia Durán Ceja. Mi esposo era so­ brino de la señora Cuca con una relación muy cariñosa (Mary siempre amable). Mis hijos pequeños bombardeaban al complaciente primo Alfonso. Martín, el chico, es­ tudiaba fuera muy dedicado y el señor Martín Durán, toda una institución respeta­ do y querido en Tizapán. Los Reyes Ceja volvían en tiempo de vacaciones. Anita sería educadora, Er­ nestina radióloga especialista, Javier un gran arquitecto enamorado del arte, muy amigo carcajeador y optimista. Llevaban a tantos amigos amables que hasta Rafael, su hermano, los hizo compadres. Más de uno cayó rendido al enamorarse. Pancho Urzúa, el arquitecto, no podía resignarse. Las chicas de Tizapán tenían su punto y aparte. Luis no se dejaba ver metido en ginecología, pero lo aparté a tiempo, perdo­ nen la profecía. A la señora Crucita con tanta visita se le cargaba el trabajo, carreras a la cocina supervisando comida, el rezo del mediodía y, por si fuera poco, cansada y sonriente por la tarde atendía su zapatería. Mamás ejemplares, daban todo y la 114

vida por sus hijos.


Al casarnos Luis y yo, Javier fue para mí un verdadero hermano, compartien­ do inquietudes y un tío cariñoso con mis hijos. Pudimos realizar un viaje por Europa de más de dos meses motivando la apreciación cultural con sus comentarios y ase­ soría que fue muy valiosa. Tuvimos la suerte de que Javier proyectara y dirigiera la construcción de nuestra casa, nunca terminaré de agradecerle. Después de cuarenta y cinco años jamás se ha presentado un problema. Pero hay algo pendiente, muy fuerte. Ese hermano desapareció hace veinte años. ¿Dónde puede estar? Nos hace falta. Y pido a Dios que donde esté lo bendiga y sea feliz. A mi casa llegaba la güera Georgina Yolanda Brostrand (Toty Yolanda). ¡Con ella la fiesta! No había tiempo para descansar. Traía de alegría cargadas las pilas y con todo y coreografía el vals de las flores un día nos puso a bailar. Ella venía de Guadalajara. Vivió en Tizapán cinco años cuando fue muy niña. Su abuelita, la dis­ tinguida directora Margarita Tovar, viuda de Uribe, dirigió con profesionalismo y amor la escuela de niñas Jesús Negrete; fue por los años del 35 al 40 y nuestra opor­ tunidad de amistad. Ya en Guadalajara no perdimos relación. A su tiempo Toty llevó carrera en la Normal. Ocupó la dirección de la Escuela Núm. 40 y la secretaría de la Escuela de Artes y Letras de Guadalajara. Cargando con todo y su currículum vacacionaba y vivíamos unas vacaciones de profundas vivencias, travesuras y risas, saboreadas a escondidas con un cigarro y café de olla calientito. Horas en la huerta para las confidencias. Arreglando la vida, comentando noticias, discutiendo consejos y teorías, que al fin y al cabo de nada nos servían. Todo era tan fácil entonces, tan fluido como el agua que corría por las zanjas de noche y de día en Tizapán. Ante todo esto, Toty Yolanda me significó estímulo, sinceridad, lealtad, agradecimiento, fragilidad como todo lo fino y una fuerza madura para enfrentar con cariño cual­ quier situación anormal. En fin, tantas cosas bonitas como nuestra relación histórica avalada por más de setenta años. Los De Hoyos llegaron de una ciudad del norte donde vivían, quizá en busca de mejor oxígeno se instalaron en Tizapán durante algún tiempo. Como al hijo pródigo, la tierra natal le abrió los brazos a doña María Rodríguez, su mamá, que volvía con su familia. El hijo mayor Pepe, educado y formal, se anunciaba con un lunar muy negro en la mejilla. Guillermo conquistador, Luis comunicativo, Arturo, Alfredo, Elisa y otra pequeña muy juguetones. Su papá don Jesús de Hoyos instaló su sastrería con un flamante taller. Los muchachos entusiasmados con la bienvenida colgaron los uniformes y había que verlos adaptados al ambiente con creatividad. Fueron amigos inseparables de Gonzalo y Chela Godoy, los sobrinos del cartero, ayudándole en su quehacer. Después de un tiempo dejaron uno que otro corazón

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Un día en el campo: Yo, la tía de Jorge Salas con la Yoya Salas, Licha, Anita Reyes, Chuy Maciel y su hermanita. p. 116. La señora Crucita y don Rafael en el patio de su casa.

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roto. Al igual que el de su prima Josefina Rodríguez y sus tías la profesora Carmelita, Rosa y Carolina, que en su restaurante frente a la plaza, cocinaban ricos chilaquiles. La familia Ulloa, también fuereños, formaron parte importante de la sociedad de Tizapán. Leo­poldo y Paco se casaron allí. Don Antonio Mejía, el jefe de correos y sus hijos, adoptaron nuestra tierra como propia. Toño Jr. se quedó y formó su gran familia Mejía Anaya muy estimada. Su guapa hermana Trini, casó con un capitán originario del lugar. Sin duda nuestra tierra tiene un calor especial que acoge. Al cabo de algunos años, mientras viví en Tizapán hasta 1958, llegaban de va­ caciones mis nueve sobrinos. Su papá el doctor Jorge Salas Ochoa y mi hermana Yoyita, encantados se resignaban al ambiente, en la casa el estallido de la revolución se hacía permanente. Cuando había mucha visita los chicos dormían en la planta alta, haciendo frente a su suerte, peleando con los murciélagos, arañas santeras y si llovía, con las goteras. Amanecían agotados a cargar pilas de nuevo muy valientes. Jorge el mayor, de naturaleza elegante, vistiendo su abrigo blanco, quería pasear por el puente. Mariano decía ser el Charro Negro, amigo de los Zambrano, hijos de José y Chayo Reyes. Recorrían en su caballo el barrio. Mariano creció, estudió y sigue estudiando, posee basta cultura. Su papá se aficionó en el vuelo de palomas mensa­ jeras, perteneció a ese club y Mariano, su representante, adquirió mucha experien­ cia y dedicación que su amor por los animales le ha colocado como un conocedor muy respetado. Carlitos era famoso cantando “La cama de piedra”, salía con mi papá al rancho. Atropellaron una vaca cayendo en un vallado y salió muy asustado. “¿Ves? Te dije”. Recuperó la calma cuando se graduó en Administración y todo quedó arre­ glado. A Mariano le afectó el nocivo trato directo con las palomas y murió dejándo­ nos gran tristeza por su ausencia (q. e. p. d.). La Yoya, una linda muñeca con su voz ronca repetía el catecismo del Padre Ripalda y oraciones que aprendía en la doctrina con las famosas catequistas Car­ men, Delfina y Anita Magaña. Se graduó en Química. Casó con el doctor paraguayo Pablo González Doldán, allá radican. Sus hijos Juan Pablo, optó por México, hizo carrera en Diseño Industrial; Diego, en los Estados Unidos trabaja su especialidad en Administración de Empresas; Ricardo, diseñador gráfico en potencia. Apasionado de la gráfica, dibujaba haciendo monogramas. Mi mamá lo aprovechaba marcando sá­ banas y toallas. No dejaba títere con cabeza, a todo descubría su ángulo de belleza. Quién le hubiera dicho entonces que en Italia y Suiza haría su brillante carrera. Por si fuera poco encontró en la escuela a la flamante compañera de su vida. Tullia Ba­ssani, talentosa diseñadora muy adaptada a México donde han formado su bella familia 118

con Mateo y Luca, los quiero mucho.


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Licha con Mariano de 4 meses, en octubre de 1950. p. 119. TĂ­a Anita con Carlitos, Mariano y Jorge en el rĂ­o acompaĂąados por la muchacha Chelita.


Sin pensar dejé libre mi pluma que se vino hasta el presente. Me impresionó saber, por el propio Ricardo, la importante influencia que ejerció en su niñez venir a Tizapán y la devoción al campo que le transmitió su abuelo Carlos. Él tiene gran prestigio profesional, realiza con éxito ambiciosos proyectos. Su hobby, el campo. Restauró y transformó bellamente un casco viejo de su hacienda, además ha resca­ tado mantos freáticos, reforestación y plantación de flores y frutales. Construyó un módulo de cómputo e instalaciones para congresos. Tullia y Ricardo han estado fuer­ temente comprometidos con la Universidad Anáhuac. Ambos son un importante pilar en la carrera de Diseño Gráfico y desde 2003 Ricardo es el director de esa carre­ ra. Me encanta su sensibilidad artística y humana. Siempre menciona la influencia de sus papás, abuelos, familia y raíces culturales como inspiración y motivación para elegir y realizar su carrera. La revista Tiempo del mes de marzo de 2006 lo coloca como el diseñador gráfico más reconocido, valioso de nuestros tiempos en el país y muy destacado lugar con sus intervenciones en el extranjero. Luis Felipe, mi travieso ahijado. Desde chico dio la talla de arqueólogo y anti­ cuario. Caminaba por los barrios de Tizapán buscando petaquillas y los hallazgos que ocasionalmente salían de la tierra con el arado. Se los guardaban con mucho cuidado al “antigüis”. Aquel niño bonachón aguerrido, nieto querido de don Carlos, que se los compraba regateando. Colocaba sus tesoros en vitrinas que orgulloso exhibía, como sus lámparas con popotes de cristal checoslovaco y sus bellas ofren­ das de muertos resucitando. Su estancia en Florencia, estudiando restauración, más lo motivó para exaltar la tradición. Luis Felipe sabe compartir y tomar por pro­ pia decisión responsabilidad hacia los demás. Cambió a aquel niño travieso por la responsabilidad y amor a su carrera de anticuario como una herencia rescatada. En una tradicional plaza de México atiende con su hermano Carlos su exhibición y venta de valiosas piezas para delicia de extranjeros y mexicanos conocedores. Quizá por alguna imagen equivocada, yo relacionaba al anticuario con la solemnidad y vejez. Con ellos me equivoqué. Su alegría y jovialidad convivida nos alegra a toda la familia. José Francisco, Pancho, con sus ojos tan chinos como becerro añejo todo el día tomaba leche endulzada, anticipando su pasión por los chochos de homeopatía que ya como médico prescribiría. Casó con la doctora Lulú y cuentan con tres preciosos hijos. María Isabel, otra niña consentida, amorosa y muy hermosa es un ángel del Señor. Gerardo el noveno y más pequeño, muy cantador con repertorio italiano. “Abeba un bábero color zaferado de la marchina color chiclamino”. La repetía todo el día y aunque era muy entonado, cambió de disco porque ya lo había rayado. Prefirió ser

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abogado. Ellos aseguran que sus vacaciones en Tizapán les traen bonitos recuerdos incluyendo a sus amigas las preciosas güeritas Tere y Amalita Alatorre que vivían por Madero. El centro del pueblo tenía realmente pocas familias, todos nos conocíamos. Sabías de quién se trataba con sólo nombrar apellidos. Si en mi relato menciono mil nombres realmente ha sido como una terapia, mi ejercicio de memoria. ¡Cuánto lo he disfrutado! Algunas personas han recobrado la vida a través de esta narración de mis recuerdos. ※

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Mi ahijado Luis Felipe cambió su ambiente de travesura y realizó su sueño de convertirse en anticuario.


Pueblos vecinos Por ser tan conocidos los vecinos del centro era muy notable la presencia de visitan­ tes foráneos. De San Luis Soyatlán, recuerdo a don Andrés Mancilla y su familia. Alfredo Reyes, los Aceves, Becerra y Garabito. De La Manzanilla de la Paz a don Gre­ gorio Preciado, compadre muy estimado de mi papá. La familia López Díaz, Barra­ gán, Magaña, Cárdenas, etcétera. Siempre deseé conocer ese pueblo de personas tan abiertas y agradables. Nunca tomé mejor pulque que ahí. Las muchachas podían pa­ sar tranquilamente a la cantina de La Chuta a tomarse unas palomas y ni quién dijera pío. Pero después de un rico pulque curado, creo que hasta podían gorjear. Tuxcueca. La más cercana con su bien ganada fama de solitaria, tiene su en­ canto especial. Ahí los Gómez Novoa, Sosa, Béjar, don Virgilio Solís y más. Con mu­ cho gusto íbamos cada año durante su bonita fiesta de toros celebrada en enero a su patrono San Bartolo. Un rato de convivencia en aquella plaza arbolada, luego a co­ mer rico con unas lindas personas. Después al ruedo para ver jinetear a los valientes y calmar sus ansias de novillero a David Gómez Novoa. Polo veía los toros desde la barrera. A nosotros nos tocaba aplaudir. La señora Beatricita, Elenita, don Leovigil­ do Ruesga y sus hijos eran una real comisión de atenciones. Nuestra amistad es entrañable. Única. ※

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Intercambio comercial En el aspecto comercial, Tizapán tenía sus contactos especialmente con Sahuayo por la compra de ganado. Don Juan Hernández “la Paloma”, don Gonzalo Magallón y otros más eran fuertes negociadores. En unas trocas pequeñas llegaban los puer­ queros del menudeo con un mecate en el hombro decididos a comprar hasta los puercos enfermos. Con zahuate, igual a grano, triquina, cisticerco, daba igual para el mercado, menos mal que hoy en día hay mayor control sanitario. Hubo por mu­ chos años un señor, “la Nanía”, que aparecía sin mecate al hombro al mediodía, con su camioncito de transporte foráneo. Muy efectivo para los encargos, y para viajes seguros había que llamar al taxi de “la Gallina”. Para el comercio formal, abarrotes, novedades, electrodomésticos, calzado, et­ cétera, Sahuayo fue el primero en la región. Tizapán medio asfixiado se defendía tratando de llegar. Ya tiene su propio lugar. Esa ciudad es como un gigante en sus fiestas patronales de diciembre. Las serenatas del novenario eran un auténtico des­ file de chicas guapas y catrinas listas para la conquista. Decían que era una consigna hacer novio o reconciliarse en esas fechas. En Sahuayo se casaban las parejas muy jóvenes y aunque no estuve fuera de la conquista nunca entró en mis planes un matrimonio temprano. Sí tuve amigos que estimé mucho. Además de mis familia­ res, los Zepeda, Prado, Orozco, Gálvez la pasábamos muy divertidos conversando o trillando alfalfa (como decían a dar vueltas en la plaza). Durante la función, los cuetes en el santuario de Guadalupe eran un derroche y altar para la pólvora. Todo en grande. Así como la celebración del patrón Santo Santiago con las impresionantes máscaras de los tlahualiles. Tradición que los primos rescatan y celebran año con año. Comercialmente había intercambio con los señores Rivas de Cojumatlán, Jor­ ge, Salvador, Eliodoro y Benjamín. Me gustaba coquetear con los señores grandes amigos de mi papá. Se valía a los 7 años de edad. Cojumatlán muy agricultor como Tizapán produce, además de verduras, una especial semilla de cebolla de excelente calidad que favorece su comercio. De Jiquilpan, don Salvador Romero abastecía de

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azúcar y alcohol. De Mazamitla, los Chávez y los González. De San José de Gracia, El Volantín y Rosa Amarilla, llegaban los quesos añejos arroberos, crema y mante­ quilla. Elaborados todavía entonces con procedimientos antiguos y una pureza que se añora. Actualmente se hace buen queso en Tizapán. En el transporte Tizapán tuvo especial importancia con Chapala, aún más con Ocotlán como enlace y descanso para los viajeros agotados después de bajar la cues­ ta de la sierra. Pernoctaban en mi casa algunos amigos de mis papás que eran reci­ bidos con alegría familiar, y con la mesa puesta. De San José de Gracia venían don Guadalupe Zepeda con sus hijos Luis Manuel, Andrés, Ramiro y Rogelio; don Ana­ tolio Partida con su familia, don Porfirio González con la Güera, también Salva­ dor Villanueva. Don Arnulfo Novoa con su esposa Lupe. ¡Nunca podré olvidar la impresión que me causaba aquella señora viajera envuelta en un inmenso mantón color canela! Un enorme sombrero de palma con ala ancha y amarrado al mentón el barboquejo. Cobijaba con aquel mantón canela cada que venía a una preciosa niña nueva. Montaba en camuca una mula caderona donde atravesaban la maleta (una larga bolsa de manta abotonada para cargar la ropa) o el velís de cuero como valija de viaje. Un día don Arnulfo hizo viuda a doña Lupe. A su tiempo, con su numerosa familia, Lupe fue famosa por fiestera. Pero antes de ese cuento los viajeros merendaban y a dormir. Al día siguiente a desayunar para encaminarse a El Atracadero a tomar el vapor del mediodía y con­ tinuar al puerto de Ocotlán. La travesía era por el lago de Chapala, orgullo de Jalis­ co, que colinda en un extremo con Michoacán. Imaginaba aquel camino como una gran aventura, pensaba que así sería el mar. Ahora sé que efectivamente se le llamó el Mar Chapálico. Majestuoso con sus 140 kilómetro de largo en el año 1880. No sé por qué podía equiparar el lago de Chapala con el mar si no lo conocía. Fue hasta 1945 que fui a Mazatlán. También conocí un riel y el tren, aprendí a flotar, navegué por el mar y pude pescar un pez vela. Caminamos por el bello paseo de las Olas Altas que a medianoche bañaba la marea. Admiré el hermoso rayo verde que apare­ ce en el horizonte en el momento de ocultarse el sol. Fue un inolvidable viaje, invi­ tación de mis tíos Anita, Alberto Castellanos y mi prima Licha. Pude comprobar entonces que nuestro bello lago de Chapala no guarda comparación con la inmen­ sidad del mar. Es lamentable que años después parezca que el lago agoniza con sólo 16% de su capacidad. ¿Contará la escasez de lluvias, sobreexplotación del suministro de agua para la energía de Guadalajara, cancelación de afluencias de ríos que lo alimenta­ 126

ban, evaporación…? La contaminación ha destruido su riqueza de diversos tipos de


peces como el bagre, la carpa, el charal y el manjar de reyes que fue el pescado blanco que se extinguió totalmente. Escuché una noticia autorizada en el tema so­ bre esta disecación del lago, que es un fenómeno que se repite cada cincuenta años. Yo puedo dar fe de que por los años cincuenta vi una situación similar. Ojalá como se dice, “que la boca de ese señor sea de santo” y volvamos a ver recuperado nuestro esplendoroso lago de Chapala. Así que no más lamentaciones y esperar. Retomo la alegría de mis vivencias por aquellas visitas relámpago de amigos de la casa. Una vez que los viajeros tocaban tierra, como bolas de billar, cada quien tomaba su camino, continuando por el tren hasta la Perla de Occidente, la bella Gua­ dalajara, para hospedarse en un hotel o quizá tomar el servicio de pullman hasta la Ciudad de México como destino. Y de esas experiencias cuando ya hubo carretera, nomás los recuerdos quedan. ※

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Mesones y arrieros Además de las casas que acogían a los amigos, los mesones fueron artículos de pri­ mera necesidad. El mesón de don Alberto Arias se llamaba El Rey Dormido. Creo que sería el más antiguo y prestigiado (hoy hostal del profesor Pío y su esposa Es­ ther Reyes). Su esposa Margarita, sus hijos Luis, Isaura, Pancho, Arturo, Sara y Beto, nuestros vecinos y estimados amigos. Cuquita Zambrano Gálvez administraba su mesón con ayuda de María Pantoja. Sus sobrinos Pancho, Juan José, Jesús “el Prieto” y su guapa y atractiva hermana María de la Paz; los hijos de Pancho, Emma, David y su esposa la señora María cooperaban para el bienestar. Los cansados caminantes arrieros llegaban de Tierra Caliente siguiendo el Ca­ mino Real. Para su recua de mulas recibían rastrojo, agua y un corral. Ellos podían aspirar a un catre de paja crujiente y un jarro de agua caliente de canela olorosa y endulzada, que completaban con el indispensable chorreón de aguardiente. Después de espantar zancudos, callar gatos viudos, matar chinches y una que otra rata, había entonces tiempo para dormir, soñar, roncar y buenas noches. Hasta mañana. Había lle­ gado la hora para descansar. Aquellos personajes valerosos incomprendidos, contro­ vertidos y pacientes arrieros a la vez podían cubrir jornadas de más de veinticuatro horas bajo el ardiente sol, la lluvia, la negrura de la noche. Podían cargar a un enfer­ mo en silla de manos y no eran capaces de aguantar un resbalón de las sufridas mulas maltratándolas con maldiciones, que ya cansadas protestaban con un par de coces que les propinaban con las patas traseras. Los arrieros cubrieron una importante época en la transportación. Cuando pasaban con su recua de mulas cargados hacia las canoas para Ocotlán, pensaba cómo será Ocotlán. No está en mis recuerdos un viaje a ese lugar donde vivieron mis abuelos paternos un tiempo, que ocuparon un lu­ gar destacado en la sociedad y su comercio el Palacio de Cristal. Oír hablar de Ocotlán era lejano y fascinante, imaginaba barcos y mercaderes vestidos como Aladino y todos los misterios de un pueblo desconocido y remoto, quizá dando vida a los cuentos de mi mamá, vivía mis propias fantasías. Escuché

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cuando alguien dijo un día que Ocotlán era la moderna Sodoma con su estatua de sal y masonería… ¿Qué sería eso? ¿Quizá alguna masa para tortillas de harina que se regalaba o se vendía? Eso no me preocupó. ¿Cómo sería un tren? ¿Por qué sólo pa­ raba en una estación y caminaba por un riel?, si el camión de Víctor “el Tomate” paraba con sólo querer. ¡Ya sé! Pediré en mi primer deseo conocer Ocotlán y un tren. Creo que no lo pedí con fe o no me porté bien. Pasaron treinta años. Ya no encontré Sodoma, quizá la fantasía de aquel señor también la quemó. Por los maso­ nes… se me olvidó, no pregunté. La Revolución, aquel puerto y los mercaderes se fueron, la laguna se alejó. No estaba el famoso embarcadero. Vi la estación, unos trenes y el riel. Pero sigue siendo un próspero lugar con modernas instalaciones de la Celanese Mexicana y la Nestlé. Puedo anexar un dato importante, el 29 de diciembre de 2003, el temporal de lluvias fue un permanente diluvio. ¡De seguir recibiendo el lago ese caudal de agua, seremos testigos de un milagro! ¡El nivel está rebasando las expectativas! Hubo fiesta y acción de gracias. ※

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Genealogía Buenrostro González Un día quise saber quiénes fueron mis tatarabuelos maternos. Ya no estaba quien pudo decírmelo y sentí como un hueco en el piso. Antes me habrían bastado las fuertes raíces de mi mamá apoyada en la de mis bisabuelos. Mas no creo que sea tarde, tomaré lo que tengo de tan importante relación del parentesco generacional. Los abuelos paternos de mi mamá fueron Ignacio Buenrostro Arias y María del Refugio Arias Parra (mamá Cuca). Sus hijos: Gregorio (mi abuelo), Ángela, Eliodo­ ro, Epitacio, Crisanta Buenrostro Arias. Los abuelos maternos de mi mamá, Abundio González Martínez e Irene Barragán. Sus hijos: Eloísa, Elodia, Humberto, Adolfo y María de Jesús (mi abuela) González Barragán. Los hijos de mis abuelos, o sea mis tíos carnales fueron: Gregorio, Ignacio, Alfonso, Macedonio, Alicia, Graciela, Lucila, María de Jesús y la mayor Aurora (mi mamá). Ellos eran de Quitupan, Jalisco, me hubiera gustado conocer a todos. En las poblaciones cercanas de Sahuayo, Jiquilpan y Mazamitla, vivían ya casa­ das tres hermanas de mi mamá con sus familias. Sería imposible describir ahora nues­ tras preciosas vivencias de intercambio familiar como una vez por año. En Sahuayo visitábamos a mi adorada y preciosa tía Chela, casada con mi tío Pepe Sánchez que nos dio mucho cariño y a los pequeños primos Martita, Chelita, Pepe, Concha, Ro­ berto, Luis Fernando y mi ahijada María Angélica. Pasado un tiempo, pudimos com­ partir con ellos en las rumbosas serenatas de las fiestas decembrinas. En Mazamitla vivía tía Licha, casada con don Juan Manuel Arias, mis flamantes padrinos de bau­ tizo. Era el agasajo mayor convivir con los primos Olga, Francisco José, Rosa María, Lilia, Juan Manuel, Martita, Nacho, Teresita, Licha, Marcela y Eugenio. Para verlos valía bien la pena subir a caballo aquella cruel y empinada cuesta. Nos auxiliaba en la aventura el arriero Juan “el Mormado” que no era nada paciente. Si el caballo resba­ laba y redondas nos tiraban entre las piedras decía: “Si les dicen oooohhh a las bes­ tias, las bestias no entienden el abecedario, deben pegarles con la chicota”. ¡Pobres animales, además de cargarnos de­bíamos pegarles! Después Juan recogía en Tizapán

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Tía Licha, mi mamá, tía Chela y Conchita Sánchez. Abajo: Mi tía Chela en Sahuayo. p. 132. Mi tía Chuchi. p. 135. Mi tía Licha en Mazamitla.

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la basura, en una carreta tan destartalada, que el destino de aquel hombre fue reco­ ger siempre lo que a la tierra le sobraba. También vivían en Mazamitla mi tía Lucila recién casada con mi tío Lupe Zepeda. Yo tenía 3 años de edad y muy valientes me invitaron al primer viaje que recuerdo. Todo un día de ardiente sol, cargada en brazos de mi tía, que montaba un caballo nervioso que se asustaba de su misma sombra. Por fin llegamos a un pueblo oscuro y terriblemente frío. Tenía sue­ño, necia pedía leche, increíblemente no había y me dormí llorando seguramente con promesas y apapachos. Desde el siguiente día un grupo de señores y mi tío me integraron a sus paseos vespertinos por las pinto­ rescas y bellas orillas de Mazamitla. Conocí las Charandas, eran como dunas de tierra roja muy fina, donde crecían plantas que daban ricas pingüicas. Íbamos al Charco, al Zapatero, a los Cazos. Un lugar hermoso de bellos paisajes naturales. Con el aire intensamente frío parecía que los pinos lloraban al soltar el huinumo seco, que al caer formaba en el suelo un resbaloso tapete donde podías medio matarte pero no te lo cobraba. Más le valía porque no lo pagabas con nada. El salto de agua caía en una hermosa y cantarina cascada para descansar en un barranco y después continuar su camino. Cortábamos dulces capulines y agridulces zarzamoras, reco­ gíamos las piñas secas de los pinos para encender luminarias que le robaban la os­ curidad a la noche fría como el deshielo. No podían faltar las travesuras con los chiles perones amarillos, bravos como el más feroz de los perros. Pero lo más bonito fue mi relación con aquel admirable grupo de señores. Empezando por tío Lupe, tío Rafael Arias, Reino Cisneros, don Rafael Calleja, Justo Bernal, don Pancho el del correo, don Benjamín Castillo Reza empleado fiscal, “el Güero” Toscano, don Felipe Sapiáin. El mariscal era un señor alto fornido, tenía los ojos verdes, usaba sombrero texano y me canchaba en sus hombros cuando me cansaba. Eran grandes conversa­ dores, muy alegres, me gustaba escucharlos y preguntar. ¡Cuánto cariño y diversión me regalaron! Me costaron muchas lágrimas despedirme de tan buenos amigos y de ese inolvidable lugar. Después nacieron mis primos: Chila, Balo, Lupita, Guillermo, Lidia, Juan Igna­ cio y Liduvina Zepeda Buenrostro. Todos ellos y sus familias muy queridos míos. La hermana menor de mi mamá, Chuchi, estaba soltera, vivía en Jiquilpan con tía An­ gelita Buenrostro, hermana del abuelo Gregorio. Tía Angelita podía ser una anciana, no sé, me cuesta calcular su edad cronológica. Doy más importancia a la actitud de la persona, hay viejos jóvenes y jóvenes viejos. Poseía absoluta lucidez, presencia, dignidad, y un grado de austeridad impresionante. Hasta las canciones pasaban 134

por la censura del pecado. Era pequeña, finita, con lentes en espera de operación


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por cataratas. Herencia familiar. Vestía como monjita, era sociable y teniendo amis­ tades en Tizapán me invitaba para guiarla. Mi gran oportunidad para salir a la calle. De vacaciones con tía Anita escuché en Guadalajara la historia de Santo Do­ mingo de Guzmán, cuando la Santísima Virgen le pidió inculcar la devoción de rezar diariamente el rosario en familia. Me pedía contarlo a sus amigas. ¡Y cómo subían mis bonos con ella tan religiosa y contemplativa! Tenía yo mi faceta mística que le compartía en una recámara oscura donde pasaba el día. Había ahí un Divino Rostro muy venerado por mi mamá, iluminado por una veladora que con su luz intermi­ tente parecía que abría y cerraba los ojos. Prometo que en ese momento de miedo perdía la devoción. Creo que tendría buen cuidado de no mostrarle a mi tía el otro lado de la moneda: maliciosa, muy curiosa por el origen de los bebés, coqueta y además mustia. Antes de morir tía Angelita, Chuchi vino a vivir con nosotros próxi­ ma a casarse con Emilio Gálvez. Una bella persona. Mis papás apadrinaron y hubo gran fiestón. Ellos vivieron en Acámbaro, Guanajuato, y México. Sus hijos Mireya, Raquel, Norma, Emilio, Jorge, Marichu, Alma Rosa y Martha Alicia Gálvez Buen­ rostro. Son muy queridos. Me encanta hablar de mi familia. Del importante lugar que tiene en mi vida. ※

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De la familia Arias Buenrostro: Martita, ya casada, vivió un tiempo en México donde estrechamos aún más nuestra relación familiar. Aquí con Katy su hija.


Todo había que celebrar En Tizapán, “Las mañanitas” eran devoción de fieles madrugadores y afinados can­ tadores. Carlos Rico, Manuel, Chuy, Elvira y Esther encabezaban el elenco. Esperan­ za ni a jalones. Adelita su mamá era el despertador de aquel grupo de trovadores. La aurora se celebraba el día 8 de septiembre y San Carlos Borromeo el 4 de no­ viembre. Eran días de mañanitas que a nuestras puertas tocaban contagiándonos de alegría y entusiasmo. Mi papá emocionado, gruesa la garganta y el humor que bri­ llaba en sus ojos, planeaba paseo a su rancho de Puruagua, cuando menos a la huer­ ta para compartir honores con su gran ahijada Celia. Y agradeciendo atenciones había todo un día de fiesta. Cantábamos, cantar era otra forma de ser felices. Celia hacía una expresiva segunda voz, acompañada con su guitarra y aprendía las canciones. Era más fácil seguirla. Cuando se tienen pocos años también hay poca experiencia o tiempo para re­ flexionar los valores de la amistad. La relación fluye día a día y la huella que deja profundiza guardando tesoros. Nuestra amistad con Celia Degollado empezó en el mismo grupo de nuestra escuela, favorecida por la de nuestros papás que eran com­ padres. Fueron precisamente sus padrinos de bautizo de mi amiga Celia. Somos de distinto carácter y quizá ahí está el secreto de la mancuerna que formamos siempre. Ella era decidida y tomaba iniciativas. Chica aprendió a inyectar, a prender un mo­ tor de luz jalando un mecate, tocó la guitarra y con su hermana Rosa María, que canta muy bonito, formaron un famoso dúo. Escuchaba de ella novedades, sus atrevimientos y travesuras para las que no requeríamos ocasiones especiales para estar contentas y divertirnos sanamente. Con esa base profunda de respeto hemos disfrutado nuestra gran amistad inalterable todos los años de nuestra vida. Y desde luego alegrando con canciones y paseos al rancho de Puruagua o Miramar, como le llamaba mi papá. Mi amiga Celia se fue muy repentinamente en el año 2000, Rosa María dos años después. Sé que ellas están con Dios, mi doloroso duelo sólo afectó mis sentimientos en esta tierra. Pronto nos encontraremos.

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Por cierto que en ese rancho de Puruagua nació un prócer jalisciense, el gene­ ral don Ramón Corona. Todavía está desde entonces la destruida barda de adobe de una vivienda con una placa conmemorativa. Nos pareció descubrir una historia muerta. Escucho ahora que ya se le nombra como Puruagua de Ramón Corona. Y me pueden descalificar por despistada. Bueno, pues en esa fiesta de celebración tam­ bién había herraderos, huilotas en escabeche para la botana preparadas con la sazón única de mi mamá, rico ponche de granada y vacas cuatezonadas que todas aver­ gonzadas devolvían a su corral, sin compartir los deliciosos tacos que hacía y envol­ vía mi mamá. La elaboración del famoso ponche que mi papá preparaba requería de antici­ pación. A ver si recuerdo cómo se hacía, o se hace, esa bebida de tradición con efec­ tos del discutido peyote y euforia de alebrijes en conspiración. Recuerdo de dos mareadas, casi pierdo la razón, parece que es el inevitable efecto de las bebidas azucaradas y me privé de volver a saborear el rico ponche de granada. Después de años de abstinencia, aunque parezca increíble fue en México donde descubrí el delicioso tequila por medio de mi amiga Adriana Fabela con mención honorífica y la fórmula exacta para preparar un petróleo por mi sobrino Pablo. Parece que por mucho tiempo esa bebida era exclusiva para el hombre, no trascendía la cantina ni era aceptado socialmente para el sexo femenino por su paladar delicado. ¡Equivo­ cados! Creo que es la moderación la que puede marcar las reglas sin privarte de nuestra bebida nacional. En México aprendí que lo bueno trasciende, no sólo las cantinas, sino las fronteras. ¿Verdad Jalisco? Prometí recordar cómo se hace el ponche de granada. Se deja madurar la fruta en el arbusto; cuando la cáscara empieza a reventar se cosecha, porque los granos encendidos como un granate ya quieren asomarse. Del lado del tupo se corta una tapa, se marca una cruz para desgajar y a golpear con el manguillo. Como una lluvia caían los brillantes, transparentes y delicados granos, que a una bolsa de manta delga­ da iban a parar. Sobre una artesa para queso que no podía faltar, se apretaba aquella bolsa repleta de granos que lágrimas de sangre empezaba a llorar hasta formar un río rojo, que en alocada creciente a un bote alcoholero sin tapa iba a desembocar. Se hacía un día o dos de silencio hasta que el sufrido jugo empezaba a fermentar, era el momento entonces de poner el cazo de cobre para el azúcar quemar. Al punto vaciaba mi papá el oloroso líquido que al contacto con el calor levantaba en el azúcar hirviendo como cráteres en erupción. El vapor se elevaba hasta mojar los ahumados cuajos colgados del techo en un garabato sobre el fogón y seguía apagando el hervor 138

con el jugo hasta disolver aquella azúcar morena y gritona. Después le agregaba el


alcohol o aguardiente Parras según la ocasión, ya en completa paz, y casi absoluto olvido, lo dejaba reposar. No usaba procedimiento de colado para la inevitable sedi­ mentación. Lo almacenaba en grandes barricas de madera y después de un tiempo de maduración, aquella roja y agridulce bebida entre tímida y atrevida, como suave y perfumado moscatel que hasta el cielo te subía, a unos los hacía cantar, a otros llorar, pero eso sí divertía. El ponche creció su fama y a la Ciudad de México viaja­ ban los garrafones de ponche de granada para alegrar sus fiestas. Y los ricos aguaca­ tes para el guacamole, estilo Tizapán, que cultivaba de una clase muy especial, don Carlos Moreno. Otro procedimiento rápido para preparar el ponche de granada: machacar el grano, colar, azúcar sin quemar y tequila. Lo sirven con nuez finamente picada (así lo probé en San Gabriel, Jalisco). Prepáralo cuando puedas, si consigues los efectos que te cuento es que está bien la receta prometida. Sé que algunas personas en Ti­ zapán lo elaboran conservando la tradición del famoso ponche. ※

En México aprendí que lo bueno trasciende, no sólo las cantinas, sino las fronteras. ¿Verdad Jalisco? David Gómez, yo y Carlos mi hermano en Tlaquepaque.

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Plaza de toros en Tizapán: Licha, Margarita Contreras, yo, Celia Degollado, Leti, mi abuelito Atanasio; (adelante) don Ramón Garza y don Maximino Garza.

Tizapán fiestero Las fiestas improvisadas ni trabajo que costaban. Con humor siempre presentes. Don Maximino Garza, ¡el mariachi! Sus jarabes zapateados, agujeros de guarache. El día de los herraderos su rancho La Mezcalera reventaba de alegría, era toda una explosión. Jesusita, Anita, Chuy, Cuca y Mino muy diligentes recibían a los invitados que lle­ vaban en camión. Había brevas y carnitas, chicharrones enchilados con rica sopa de arroz, botanas con tanguarnices y amor, los chinos frijoles refritos para cerrar con broche de oro eran adobados y de pilón. Jaripeos con “el Coyote”, toros, circo, pa­ lenque de gallos, cantadoras, el tepache, que bebían con espumado bicarbonato después de comer hasta los codos para evitar la congestión. Cuando llegaban los eructos empezaba la curación. Y las fiestas seguían con el temporal de lluvias, que aunque parezca contradic­ ción lo anunciaban las chicharras plañideras con su interminable llanto: “Se me murieron mis padres”, lloré; “se me murieron mis hermanos”, lloré; “se me murieron mis hijos”, lloré; “se me murió mi marido”, lloré… lloré… lloré… lloré… y lloreeeé. Con las primeras lluvias aparecía un enjambre de hormigas con alas. A la mañana siguiente una alfombra de transparentes alitas todo lo habían cubierto. Ya bien en­ trado el tiempo de aguas había bonitas tradiciones. Por el arroyo de San Vicente ba­ jaba una gran creciente y el que allí no se bañaba pasaba por un collón. Los chicos éramos muy cuidadosos porque nos podía arrastrar la corriente con peligrosos bu­ rros de agua. Seré muy despistada, pero a esos burros nunca les vi ni las orejas. Des­ pués del baño, la comida era a la sombra de las higueras con fandango y fiestón y si había mariachi, zapateado competía con el comelitón. El cansancio y la caminata bien valían para escuchar el gratuito concierto que se ofrecía en la barranca como un hermoso ritual de cenzontles, mulatos, jilgueros, mirlos y gorriones cuidando de las pitahayas a punto de madurar. Las lavanderas hacendosas y risueñas cargaban en la cabeza enormes tinas de ropa asoleada blanca y olorosa. Con las suelas de los zapa­ tos crecidas, hacían bromas tratando de mantenerse erguidas. El lodo pegajoso muy

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Rosa María Degollado, yo y Margarita Contreras en la fiesta de toros. p. 142. En el Río de la Pasión: Amiga, Rosa María Degollado, Leti, una amiga de Torreón y yo; (adelante) Mina Barragán, la hija del Dr. Ballesteros, Licha y una niña observando.

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especial para los resbalones, podía mandar al traste su trabajo en los lavaderos del arroyo. Se colocaban tambos vacíos para recibir el chorro de agua de las tejas que desembocaban al canal. Algunas personas aprovechaban la regadera natural para ba­ ñarse en el patio de su casa, dando gritos de alegría. ¡Cuánta agua nos bendecía! ¡Cuánta agua desperdiciamos! Con el preciado líquido de la lluvia decían que hervía mejor el jabón para lavar y que tenía buen sabor. No estaba generalizada la cultura de hervir el agua. Acumulada era un fértil criadero de maromeros y sin hervir abundancia de infecciones gastrointestinales. Qué lejos estábamos de pensar siquiera en aprovechar almacenando agua pluvial, que hoy nos preocupa y cuestiona. Parece que se cumple un plazo y sin resentimiento es necesario sumar esfuerzos, buscar y encontrar el camino para recolectar, para pro­ longar beneficios. No vayamos a quejarnos un día aceptando que el tiempo parece tener el vicio de la revancha. Pero aunque el problema es serio no se vale ahora ha­ blar de presagios. Vuelvo a mis recuerdos. Hablando de rituales de estación. La cosecha del maíz ya seco en los últimos meses del año era tiempo de mucho trabajo, esperanza de un buen mercado y re­ cursos para cubrir necesidades. Había un tiempo ínter, en septiembre, en que po­ dían cortarse los primeros elotes tiernos, reuniendo a la familia e invitados para hacer los ricos tamales. Todo un acontecimiento porque no había elotes de riego, entonces había que celebrar en grande y aprender el arte de hacer tamales, empe­ zando por saber cortar y recopilar las hojas, limpiar la mazorca, rebanar y guardar los olotes para el fondo de la olla. Moler, sazonar de forma natural, que no predo­ mine la sal ni el azúcar. Los auténticos tamales de los abuelos no son inflados con royal ni rellenos, sólo natas o crema. Envolver en las hojas verdes y acomodar para cocer a vapor, cubiertos por las mismas hojas verdes, cuando se despega la pasta de la hoja ya están (con los cabellos del elote ya secos, se prepara un té para problemas de irritación). La fiesta continúa al saborearlos con mantequilla, rajas de poblano, salsa de jitomate con chile verde o minguiche de jocoque y rajas de queso. ¡Deliciosos! ¿Por qué nunca puedes olvidar esos sabores? Quizá más fijos en tu corazón que en el paladar. Cómo recordaba aquellas tortillas infladas hechas a mano, los frijoles fritos caldudos, la olorosa miel de abeja con requesón, los chayotes cocidos sin estropajo, el camote aplanadito llorando su miel, el queso fresco del que mi abuelita nos hacía palomitas, el pan caliente. Todo el sabor de mi tierra añorado con sólo recordarlo se hace presente. ※ 144


La tienda y los tenderos Podría creerse que todo era pachanga, poca exigencia y sólo bonanza, pero había horas para sudar. El arduo trabajo no es una ganga, comer tiene un precio y desgasta. No había profesionistas universitarios del lugar, sólo comercio y labranza, vocación y habilidad como fuente de la papa. Trabajar de sol a sol empapados de sudor les graduaba en fidelidad y paciencia, poca ganancia y mucha experiencia hasta ganar­ se el título de Señor Don. Señores soberanos árbitros de sí mismos, dignidad y mu­ cho corazón. Las tiendas tenían contrastes de fuertes características. Farmacia La Económica. La de las caras bonitas y la salud de los enfermos. Era de don Santos Degollado. Orgulloso sobrino del santo señor don Rafael Guízar y Valencia, elevado a los altares por el papa Juan Pablo II en la Basílica de Guadalupe de la Ciudad de México. La botica se elevaba varios escalones del nivel de la calle. De su amplia esquina ochavada se divisaba como hoy la plaza central de Tizapán. Su esposa la señora Jesusita Zepeda de Degollado era experta conocedora de medi­ cina y con toda la simpatía del mundo, escuchaba y celebraba nuestras cuitas amo­ rosas. Persona inolvidable y querida como toda su familia (actualmente súper y farmacia de Ricardo Vázquez Degollado). La tienda de don Heraclio Negrete estaba en la esquina de Aquiles Serdán y Jesús Negrete contra esquina de mi escuela (hoy casa de Leonor y Amelia Figueroa), no recuerdo su especialidad. Llena de cajas y cajitas que en un descuido parecía que se venían abajo de los altos armazones. El señor me parecía muy distinguido, vestía siempre traje con chaleco adornado con la leontina de su reloj de oro. Perma­ necía sentado en una mecedora, su voz era amable y su mirada detrás de los lentes muy fija cuando la apartaba de su periódico, mientras Carmen Morales atendía solícita a algún cliente desbalagado y hasta los más secretos pensamientos y ne­ cesidades de don Heraclio. Carmelita vivía por la calle de La Lima (hoy Libertad). Delgadita y como sin años. Peinaba chonguito bajo y caminaba veloz con sus pe­ queños zapatos de taconcitos alegres como ella. Se contaba que en una ocasión le

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regalaron al señor una flor que ella guardó debajo de siete llaves y la olvidó. Ya en­ trada la noche, los vecinos despertaron asombrados por fuertes toquidos en una puerta, hasta que al fin contestó una voz: “¿Quién es...?”, “Tu flor, Heraclio”, se es­ cuchó. Y aquella simple pero apasionada respuesta se convirtió en la más divertida anécdota del momento en que había el tiempo, la chispa y el gusto para fabricar las más creativas piezas humorísticas. Me encanta el sentido del humor con que el ti­ zapanense ha matizado la vida. Los niños no podrán traer zapatos pero una sonrisa de oreja a oreja no les falta. Esto se llama felicidad innata. También la tienda de doña Braulia en el portal, con sus bellas armazones, era una tienda bonita. Me pregunto, ¿por qué a mis 4 años me llamaron la atención? Ya sé. Estuve a su nivel montada en un gran caballo. Pasábamos por la plaza tomada de la mano de mi papá. De aquella esquina salió un grito: “¡Venga acá amo!”. Afuera del mostrador, dentro de la tienda, vi tres enormes caballos montados por señores que bebían cerveza espumada. En pocos momentos me vi sentada en la silla del ca­ ballo de don Ramón Garza. Me abrazó cariñoso y me daba a comer gajos de dulce naranja con la condición de no pasarme las semillas, porque podían nacerme árboles en la panza. Desde ese día fuimos buenos amigos. “¡Adiós prieta!”, me saludaba. “¡Adiós Ramón Naranjas!”, le contestaba. Cuando fui grande don Maximino y don Ramón Garza eran mi pareja para zapatear los sones. Muy bonita y de ancho frente era la tienda de don Eugenio Pérez. Vendían novedades, telas, abarrotes y granos que producía Tizapán. Creo que una de las pri­ meras personas en mi memoria fue don Eugenio Pérez. Su primera esposa Chanita fue mi madrina de presentación al templo cuando cumplí cuarenta días de nacida. Sus hijas Angelita, Lupe y María me consentían mucho en su casa. Ahí con seguridad lo vi. Tenía la apariencia de ser observador, silencioso y paciente, de pocas palabras, determinante y buena persona, compadre muy estimado de mi papá. Después lo recuerdo sentado por las tardes a las puertas de su negocio rodeado de la algarabía de sus peones, contando ingeniosamente las novedades que ellos mismos saborea­ ban mientras esperaban y recibían su jornal. Así, entre bromas y refranes le con­ taban sus pesares, y aunque él no hablaba ni les contestaba, las manos de don Eugenio Pérez todo les solucionaba.Viudo, segundas nupcias. Señora doña Esther Flores, pre­ ciosa persona, preciosa familia, cálidos recuerdos. No por edad, sino porque Lucha Pérez es universal, es mi nuevo vínculo con la familia Pérez Flores que estimo mu­ cho, y con su calidez congrega generaciones. Gracias amiga Lucha. Otro cajón de ropa (como se les llamaba) muy surtido y bien atendido fue el de 146

don Tomás Bojorge, que con su don de gente muy especial supo heredar a sus hijos y


después compartir con su hermano don Narciso Bojorge (esquina de Aquiles Ser­ dán y Jesús Negrete, frente a la plaza y un árbol de jacaranda que floreaba bellísimo). Don Eliseo Figueroa de elocuente recuerdo. Sus hermanos Maximiliano, Salvador y José, manejaban abarrotes y telas. Ellos eran refinados hasta en el hablar. “Señoritas tenemos lo último en sedas, calzado de moda, arroz de primera, papas y chiles muy simpáticos. Si gustan se los podemos mostrar”. Muy moderno don Cirilo González con influencia de su Ocotlán y don Canu­ to el talabartero, con su popular bazar. Presunción don Cayetano Cárdenas. Encon­ trabas desde una aguja, hilos para bordar, encajes y pasamanería, hasta consejos para combinar. Un día se enamoró de la guapa Lidia Vargas, muy conocedora de la rien­ da de caballos y charrería, herencia de su papá don Eliseo Vargas. Deslumbrado don Cayetano, se dio cuenta de que descuidaba la importación de su mercancía, y doña Lidia abandonaba la montada. La mera verdad es que les había llegado el amor y se casaron. Formaron bonita familia y su tienda (hoy Bancomer) volvió a la normalidad. Si de orden se trata, había que visitar la esquina de don Octaviano Anaya (hoy ofi­ cina de telégrafos), que mantenían Amparito, Anita, Toya y Tano. Se conseguía el alcohol sin adulterar y cuando corrías con suerte hasta auténtica nata de leche que sacaba su hijo Ignacio Anaya y su esposa Elisa Manso. Don Octaviano fue presiden­ te municipal de Tizapán en 1948. Las misceláneas de los barrios muy surtidas y concurridas por sus clientes ve­ cinos, difícil de enumerarlas, muchas lejos de mi rumbo y muy nombradas que no llegué a conocer. La de Jovita Guerrero por las Piedras Lajas. Chabela Torres y su sobrina Chuy, que un día se casó con Juanito Aguayo el de Las Colonias. Tenían muy ambientada su esquina por la calle del puente de piedra hacia Santa Ana. Hoy convertida en bodegas de arrendamiento. Por el callejón, don Rubén, en la colonia Las Cigalas. El profesor Mauro Torres en El Atracadero y allá en la esquina del puen­ te la de don Cecilio Zambrano. Un día llegó a instalar su comercio en el centro del pueblo la señora doña Cuca Salcedo de Aguilar. Ella era de La Manzanilla, sus proveedores los Rivas de Cojumatlán, hizo mucha competencia al comercio de la localidad. Fuerte en la venta de alcoholes y con su estilo propio conquistó buen lugar en Tizapán. Tenía varias hijas, todas sonrosadas y bonitas, entre ellas Margarita, casada con don Ignacio Hernández, compadres de mis papás, padrinos de Amanda, con lindos y grandes ojos muy admirados. Fueron papás de una gran familia. Otra hija sin casar de doña Cuca, Petrita, amable, preparada y poseedora de un pelo espectacular que le daba espe­ cial personalidad.

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La Reguladora. Dizque la tienda del pueblo con sus precios oficiales quiso re­ volucionar el concepto del comercio y no pudo perdurar. Nina Álvarez empeñosa dio su atractivo al negocio, pero no hubo vuelta de hoja y la seño Lupe Rico, luchadora sin rival, consciente de lo imposible, después de un tiempo de lucha la cerró al final. Posterior a ese tiempo, otro señor fuereño trajo su gran comercio a Tizapán. El señor don Ramón Guzmán, su guapa esposa María y sus pequeñas y lindas hijitas que crecieron con sus nuevos hermanos hasta formar una numerosa familia. Había desde luego comercio no establecido, el discutido informal. Sin faltar los foráneos aboneros como el estimado baisano don Isaac, tan constantes y forma­ les que pasaban al archivo de la propiedad. Los puestos de madera instalados por Madero tenían su olor y sabor. Un taquero de Sahuayo llamado Rogelio Garnica inició el culto al taco dorado y hasta lo consagró. Las tostadas de Consuelo González con cuerito, lomo y pata seguían la tradición. Muy popular y futbolero el puesto de Luis Pérez con olor abarrotero, colindaba con la miscelánea de Chuy Quiñones, que además de vender refrescos y abarrotes era maestra de la escuela de niños y auxiliaba en sus tareas a los más flojones y uno que otro coscorrón. El puesto refresquero de Joaquín “la Vaca” parecía evento social. Era educado y discreto pero sus amigos reu­ nidos…, ay de ti si te veían, cuántos ojos te seguían y no había que voltear, parecía una penitencia que tuvieras que rezar. Cuidando de los tacones que en la carrera por el empedrado se podían quebrar. Por la noche era invitador el riquísimo pozole de Alicia Chavarría, con su sabroseador de chile serrano colorado, sal, limón, col y cebo­ llita picada. Ahí enfrente de la carpintería de don José Chávez y el billar del Chato Zepeda donde un naranjo hacía sombrita (hoy farmacia de Licha Vázquez Degollado). Otro giro importante del comercio eran las carnicerías y peluquerías. Se esta­ blecían por calles céntricas, la plaza y pasillos de casa, pero no eran deprimentes. Sólo don Juan Toro tenía local permanente y una barba tan larga como la cola de clientes. Aunque era muy enojón, preparaba su velorio con esmero. Su espectacular entierro y diseño del cajón. Llegar hasta la patria celestial acompañado de su mujer hasta el final, de un mariachi y de su fiel y querido perro guardián. Así fue su extra­ vagante última voluntad cumplida al pie de la letra con mucha dignidad. Y fue el entierro primero de ese estilo que hoy han dado en imitar. Los matanceros hacían gala de sus pregones atrayendo a los clientes: “¡El tuétano para el caldo!”. “¡Aquí está la gorda!”. “¡Lleve la pepena para sus calientes!”. Fundiéndose con el barullo de la gente y el zangoloteo de los chiquillos que se divertían jugando en la calle con trompos, canicas y pirinolas. En un troncote encebado sonaban con los cuchillos 148

para sacar los bisteces. Y una cola de vaca amarrada de un garrote para airear algo


el ambiente espantando las moscas paradas en las enormes piezas de carne sin cuero, colgadas de las alcayatas de la mesa grasienta con apilos de huesos, pellejos y cebo que vendían para festín de los perros. Don Everardo y Luis Rodríguez, don Leonar­ do Cárdenas y los Méndez se movían como resortes milagreando al trabajar. “Espé­ reme marchantita no se me vaya a enfadar, sólo desmonto el filete para llegarle al costillar, luego sí le prometo que la voy a despachar”. Los domingos los señores compraban la carne, regresando a casa con sus enor­ mes zartajos como lucidos trofeos ensartados en tiras verdes de ozote. Para comprar la carne, muy necesario saber esperar. Pero a don Chon Figueroa no le importaba la cola y se le iba en regañar. Su trabajadora y buena esposa Herminia, apenada, se apresuraba para enmendar y con un buen pilón de carne los despedía sin chistar. Como el admirable silencio que ella guardó cuando murió su hijo mayor Rogelio. Eva su hija, muy guapa y prudente, para no entrar en virigües mejor no se hacía presente. Casó con Alfredo García, hermano de David, que desde su altura bajó un día para ser presidente municipal de Tizapán. Al cabo de los años el paisaje pueblerino de mágico recuerdo ha pretendido tener otra imagen de acuerdo con el progreso. Creo que será difícil, casi imposible, erradicar esa manifestación pujante del pueblo mexicano. Afortunadamente las ricas guasanas y elotes siguen asándose en un comal frente a la plaza. Había que ver el ambiente de aquellas peluquerías y salones de belleza. No se llamaban estéticas ni eran unisex. Don Antonio Castellanos a caballo rasuraba a Clemente. Doña Isaura, su esposa, recogía las barbas a escobazos. El gordo Roberto los miraba indiferente y Elisa muy arreglada, sentada en la ventana veía pasar a la gente (hoy restaurante de Eva Figueroa). Mauro Galván “el Mono” especialista en casquete. Felícitas su abnegada compañera, aún no se hacía presente. Don Macedo­ nio Clavel por exigente, tenía clientes distinguidos como el señor presidente. No se diga de don Luis Guerra, que con todos sus hijos varones formaba un impresionan­ te contingente. Rubén, Chuy, Gil, Chano, Chava, Toño y hasta el tío Nacho Guízar peluqueros de primera calidad. Como “el Chino”, los Íñiguez y demás parientes, con paisaje o sin paisaje para complacer a sus clientes. María Contreras y Amelia Torres con sus filosas tijeras sacrificaban las trenzas para hacer el rizado permanente con eléctrica garantía de refrito todo un año y otro de orzuela gratuita muy en boga y de pilón. Mi pretendido salón no llegó a hacer huesos viejos ni clientes. Los rizos en frío no eran para ese tiempo. Los preferían en caliente. No olvidé hablar de la tienda de mi papá, guardé el último espacio para revi­ vir esta añoranza. Fue en aquel tiempo igual a todas y distinta. Tuvo el concepto de

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supermercado, había de todo, con la pequeña gran diferencia de que nada se vendía empaquetado. Muchas veces para vender cinco centavos de barras de gis o cualquier mercancía que estaba en los armazones había que bajarlos usando una escalera. La economía de los pueblos era entonces necesario cuidarla al máximo y el comercio cooperaba trabajando. Tiempo después se estableció el mayoreo y medio mayoreo que algo simplificaba, mas nunca dejó de haber venta al menudeo en aquel super­ mercado centavero. El giro fuerte era el abarrote. Comestibles, grasas, aceites, vinos, licores, dulces, pan, fruta, longaniza, miel de abeja, tabacos, toda clase de especias para saborear, etcétera. Tlapalerías con pinturas, ácidos, brea, salitre, tierras de colo­ res, llantas, jarcias, alambres, sin faltar el bálsamo magistral rojo y pegajoso, creoli­ na, azufre, fumigantes, aceite de comer para las friegas, implementos de labranza, palas, azadones, machetes. Ferretería: estribos, espuelas de Amozoc con sus estrellas rodantes para picar y acelerar los caballos. Tornillos, clavos, arados, materiales de construcción, cemento, tablones, polines, varilla. Ropa de mezclilla, blúmeres de pun­ to, hilazas, botones, encajes, mercería, bacinicas, ollas, tinas, depósitos para lavativas, mangueras, bitoques, etcétera. Para el expendio de dinamita, fulminantes, pólvora, clorato, petardos, parque, municiones, se contaba con un permiso especial. La papelería también era especial, desde pequeñas pizarras con pizarrines de plomo, toda clase de papeles y sobres de lino, hasta cartas de primera y segunda impresas en color dorado, con respetuosos y acicalados mensajes y declaraciones de amor. Por ejemplo: Apreciable señorita: desde el momento que la vi mis ojos tuvieron en usted la visión de un ángel, se ha adueñado de mis pensamientos y mi pobre alma. Mi corazón no soporta el sufrimiento de su indiferencia. Ruego de la manera más aten­ ta concederme el honor de manifestarle mis desvelos y sufrimientos de que soy presa. Suplicando a usted disculpar mi atrevimiento y en espera de que su respuesta me sea favorable, me repito como su ferviente adorador y rendido enamorado. Atentamen­ te. Firma.

Si el buscapiés prendía, podía seguir la empalagada correspondencia de segun­ da y tercera, con la misma formalidad de los sufridos enamorados. Medicina y droguería. Imagina muchos preciosos frascos, unos grabados, otros etiquetados para identificar el contenido de productos medicinales y droguería. Bis­ muto, hojas de sen, esperma de ballena, azúcar cande, valeriana, ipecacuana, bella­ 150

dona, verde hermoso, precipitado rojo, polvos de licopodio que las personas pedían


como polvos del hijo pródigo. Polvos Juanes para los piojos, nuez vómica, calomel, car­ melitana, salicilato de metilo, toda clase de analgésicos para alivio total. Última cena para las ratas. Estricnina, cianuro y arsénico, venenos mortales. Más todo lo que se puede imaginar. Todavía existen en el mercado medicamentos alópatas populares con anti­ güedad de cincuenta a cien años. Como antibiliosas del doctor Doan, emulsión de Scott, linimento de Sloan, pastillas de Elmithol, Chofitol para la vesícula, sal hepá­ tica para el hígado, píldoras del Dr. Ross, magnesia de terrón, aceite de ricino y mag­ nesia calcinada Herba como purgantes. El sulfatiazol fue posterior, lo pedían como sunfiate al sol. La aparición de la penicilina, como inicio de la era de los antibióticos, fue un boom impresionante. Había automedicación sin receta llevando a excesos que ya han ocasionado lamentables consecuencias. Parece que la ignorancia se pro­ tegió por milagro, entonces no hubo problemas y todo el mundo en paz. Era muy bonito preparar fórmulas molidas en un mortero divididas en dosis pesadas en un granatario. Era una pequeña basculita que pesaba desde un cuarto de gramo y dividida le llamaban papeles. Conservo con mucho cariño esa basculita. Para medir los líquidos había probetas y matraces. Fuera de la medicina como me­ didas se usaba el litro, cuartillo o medio litro, decilitro y medio decilitro. La romana con sus pilones diferentes según el peso, la vara como medida de longitud, creo que medía 83.5 centímetros. La yarda no era medida de longitud mexicana de 91 centí­me­ tros. Para los granos medidos se usaba el cuarterón, un cajón cuadrado de gruesa madera. El almud era media fanega que creo pesaba 80 kilos. De la cuartilla ni idea. Era otro mundo de pesas y medidas, algunas pasadas a la historia. El comercio, pues, no era sólo fuente de la papa, sino enriquecedor de cono­ cimientos y trato directo amigable y divertido con los clientes para descansar cuan­ do se podía. El trabajo era agotador y mi papá el ejemplo de la resistencia y el buen humor. ※

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Proveedores Recuerdo algunos proveedores. Don Toño Mares, tlapalería y pinturas de Prisa y Rivial. La jarcia de los Velasco. Don Jesús Minakata, jabón de calidad y sus compar­ tidos mensajes de Navidad. Carlos Ramírez, jabón La Aurora que fabricaba en Oco­ tlán. Don Miguel Jones los pantalones y chamarras de mezclilla. Al renegado don Miguel un día sus amigos comerciantes lo subieron en pelo al lomo de una mula bruta para llevarlo a la sierra. Cuando el animal empezó a respingar pedía auxilio con su acento árabe. “¡Ya verán desgraciados, sáquenme de este chirivital! ¡Hijos de doña Canuta, me la van a pagar!”. Seguramente se divertía porque cada temporada volvía. Don Pedro Checa, también libanés, desde Toluca traía coloridas camisetas y panta­ letas tejidas de punto, así como enormes blúmeres para las mujeres pudorosas y seguramente las abuelitas (ya no me tocaron). Abarrotes los García de Alba, galletas y pastas las Tres Estrellas. Mercería la Importadora Occidental. Don Ismael Aranda de alcoholes. Guillermo Mestas cerillos de La Central. Don Carlos de Alba, los ci­ garros de la Tabacalera Mexicana. Los tequilas de Guadalajara, Jesús Torres la cer­ veza Carta Blanca y muchos amigos para parrandear. La farmacia Levy y la droguería Fénix surtían la medicina para un doctor que no cobraba consulta y era muy acertado en sus diagnósticos. Usando su gran mortero preparaba los “papeles” de mágicas me­ dicinas que prescribía varias veces al día. La gente le recuerda cariñosamente por­ que les volvía la salud, pero según ellos, la vida. Añoran el conocimiento y el acierto en medicina veterinaria de mi papá y su habilidad con el bisturí. A la sombra del sabino, después de rasurar y desinfectar con tintura de yodo como todo un cirujano especialista castraba a los puercos que chilla­ ban adoloridos. También vi cómo picaba la panza de las vacas, infladas como tambo­ ras por haber comido pasto caliente. ¡Cuánto bramaban! Pero descansaban después de salir por aquel agujero un río verde de zacate a medio digerir y, por lo tanto, se veía al señor veterinario feliz. Creo que tenía habilidad para todo y a todo le po­ nía corazón. Construyó un canal para riego elevando el agua de la laguna a un nivel

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importante que le planteó problemas de ingeniería, pero él lo resolvió. Así fue don Carlos Moreno y su tienda especial. Fue corresponsal del banco muchos años y cuando ya se estableció el banco en Tizapán le llamó su consejero. La tienda estuvo originalmente en un local en mi casa, después ocupó un ala de lo que fue el mesón El Rey Dormido, parece que existían antiguos planes para ampliar en esa zona la calle de Madero. Después de unos quince años, la tienda vol­ vió a cambiarse con carácter definitivo a mi casa. Mi papá admirable y cooperador por la mejor imagen y urbanización del pueblo con gusto y dolor renunció sin pedir un precio justo por aquello que no tenía valor en monedas y sólo el tiempo podía curar. Vio cómo caían las paredes de su esquina y las bodegas interiores con mezanines y puertas en retahíla que facilitaban el movimiento de bultos pesados y mercancía en general. Así fue demolido aquel local que por sus enormes puertas se inundaba de sol y energía para trabajar con alegría y entusiasmo todo el día. Otra vez cambió el negocio a la casa. Otra vez lo inundó de sol su fe y espíritu altruista. Otra vez se llenaron los armazones de mercancía. Adelante en la escalera de su vida encuentro un escalón sin peldaño. Recién casada, supe en México que mi papá ocupaba la presidencia municipal de Tizapán. ¿Quién lo propuso? ¿Por qué aceptó? Mi papá sí era un servidor comprometido pero no era político y su forma de vida especial difería del perfil para desempeñar ese cargo. Por fortuna fueron sólo unos meses. Nunca escuché de sus labios cuál fue su experiencia de ese evento en su vida, independientemente de su gran amor por el pueblo y las personas que también lo querían. ※

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Transporte La mercancía llegaba a Tizapán después de un tiempo razonable, a la visita de los agentes viajeros. Eran personas amables y comunicadoras de las nuevas del mundo, ya que en el pueblo, fuera de las muertes que siempre causaban sensación, como que el tiempo era plano. Los agentes se convertían en el Santo Job hasta que el comercian­ te se daba su tiempo para atender ese sinfín de muestrarios. Era un día festivo la lle­ gada del pedido de mercancía, vaciar las enormes cajas de madera flejadas con cinchos y marcar con clave costo y precio. La Azteca se llamaba el transporte foráneo que hacía el servicio. Poco tiempo después se instaló en la esquina frente a mi casa una bodega de carga. Don Alfonso Méndez, experto en esos servicios era el dueño. Luego don Mariano Bermeller y la bautizó La Amalia. Por la mañana mientras recibían la carga, era el centro para los jugadores de baraja. Los ganadores celebraban con as­ pavientos y carcajadas que se adueñaban de la calle. Mucho tiempo, don Jesús Gómez “el Chícharo” fue el cuidador. Era un señor alto, fornido, cara y cabeza redonda y peloncito, seguro así se ganó el apodo que los hacía populares, tanto que ellos mismos usaban felices como su tarjeta de presenta­ ción. El chofer era don Rafael, novio de Margarita. Después cuidaba mi compadre don Jesús Martínez, papá de mi guapa ahijada Bertha Martínez Cárdenas. Jorge su hermano, muy sociable y buen cantante, después de los años sigue fiel viniendo a Tizapán con su apreciable esposa y demás hermanos. El turno siguió para don Eze­ quiel Reyes, que entre carga y descarga se echaba su buena ronca sobre los bultos de cebolla, para envidia de los desvelados que le hacían travesuras, entre ellos Sal­ vador Quirarte. Con su voz de fonógrafo a todo pulmón le cantaba “Las mañanitas” muy entonado y el sorprendido don Ezequiel brincaba asustado, despidiéndolo con una sarta de palabras que nada tenían de amables. Y así cada uno de la sucesión de cuidadores le imprimía distinto ambiente a la concurrida bodega de La Amalia. Los choferes siempre venían de afuera. Don Toño fumador empedernido de puro, se hizo renombrado por sus dos hijos, jóvenes conquistadores. Los administra­

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dores de la afamada Amalia siguieron desfilando, hasta que llegó don Pancho Cuevas como propietario. Años después cambió su acreditado negocio al local de la calle Madero 138. Su hijo Damián y su asistente Javier Barajas, lo atienden a la fecha por la carretera México-Guadalajara con nueva razón social: Transportes de Tizapán, S.A. de C.V. “Un orgullo por su constancia y buen servicio”. ※

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Instituto PAL, fotografía y el cambio Hubo otros y habrá siempre negocios que se consolidan con tesón y paciencia. Tam­ bién los hubo en el terreno de la docencia. El Instituto PAL no se hizo esperar, llegó en 1955 a instalarse en Tizapán impartiendo cursos de taquigrafía, mecanografía, do­ cumentación y la terrible ortografía. Olvidé sus reglas al siguiente día. La profesora doña Neófita Ruelas fue la maestra de la primera generación. Enérgica, con una potente voz, sería su carácter o estilo… Creo que le costaría mucho trabajo escon­ der su cariño a la profesión. Si era sólo un recurso le daba buen resultado porque la generación salió triunfante en un año. A eso, ella, como buena maestra le ponía el corazón. Siempre tuvo mi admiración y respeto. Destacaban por su inteligencia y dedicación Nacho Hernández hoy escritor, Chole Chávez, Olga Degollado, y las cuatitas Amelia y Leonor Figueroa recibieron merecidas medallas, fueron del cua­ dro de honor con aplausos y felicitaciones el día de la graduación. Hubo tantos in­ vitados que ni el mejor agente de tránsito don Manuel Gudiño pudo ordenar la aglomeración. Los flamantes taxistas Rubén Guerra, casado con Chagua Cervantes, y Luis Garza se declararon incapaces de resolver semejante problemón. Juan Ma­ cías “la Agonía” otro joven estimado, taxista del pueblo, creo que ya había fallecido. Realmente esa primera generación fue sobresaliente, entre ellos las dinámicas hermanas Figueroa con mucha visión y espíritu comprometido han cubierto perio­ dos de servicio en el gobierno de Tizapán. Promovieron la formación de la banda musical integrada por jóvenes que amenizan las fiestas del pueblo. Una felicitación calurosa, incansable su servicio para las iglesias. Chole Chávez y Olga Degollado me hicieron la distinción de invitarme como madrina de graduación. Ellas salieron a vivir fuera de Tizapán, pero la distancia no se pelea con la estimación ni el recuerdo de vivencias que conservan nuestra amistad. Mi hermano Carlos se graduó, Licha y yo desafortunadamente tuvimos que retirarnos antes de terminar el curso.

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Nacho Hernández continuó preparándose, radicó un tiempo en la Ciudad de México aprovechando oportunidades que alimentaban sus inquietudes. A su regreso desempeñó puestos importantes en la presidencia municipal. Dirigía con atención su papelería, pero sobre todo su sencillez y don de gente favorecieron sus relaciones de amistad con personalidades de la comunicación. Creo que por encima de sus logros y actitud de comunicación sobrepasó su inquietud de concretar su espíritu de investigación. Fue directo al Archivo General de la Nación para recabar intere­ santes datos sobre los orígenes de la Hacienda de San Francisco de su Tizapán. Editó un libro interesante, la historia de ese lugar desconocida para muchas personas, no sólo útil para consulta sino con datos de interés general. La primera edición se agotó rápido. La segunda, con bonita presentación e información actualizada, fue acogida con renovado interés: Sucesos históricos de Tizapán el Alto. Como ven tenemos grandes personajes en Tizapán. No podría dejar pasar a un señor que siendo niña me impresionaba su personalidad. El profesor don Carlos Alonso Buenrostro. Reconocido en el ámbito de la educación nacido en Tizapán. Fue maestro educador en la Escuela Núm. 129 del lugar con una trayectoria inta­ chable. Ejemplarmente se desempeñó como maestro rural en lugares apartados. Ocupó puestos sindicales hasta llegar a la Secretaría Nacional de México. Por escala­ fones en el estado de Jalisco fue secretario general del Sindicato Nacional de Traba­ jadores de la Educación. Me alegra haber sabido un día que fue hijo de una prima de mi mamá, mi tía Elvira Buenrostro. En México escribía precisamente esta página cuando me visitó una persona y quiso leer mis apuntes. Su opinión no fue buena. Me dijo: “No conozco a tus perso­ najes pero honestamente creo que pretendes crear seres míticos”. “¿Me estás dicien­ do mentirosa…?”, pregunté. Sí creo difícil tratar con justicia sobre personalidad la calidad del ser humano. Tiene facetas a veces contradictorias, no somos infalibles. Es difícil definir al ser humano por su dualidad desconcertante pero no estoy juzgando a nadie ni estoy frente a un juez. Escuché una vez: “Si no tienes algo bueno que decir de alguien mejor no opines”. No estoy de acuerdo con aquello de que “piensa mal y acertarás”. Siempre hay un aspecto positivo rescatable. No estamos frente a un juzgado que nos comprometa. Usar de mi derecho me hace feliz. Espero no olvi­ dar la lección recibida por la opinión de mi visitante que desde luego respeto, pero ya no quiero distraer mi recuerdo de la bonita primera graduación del Instituto PAL. Por el año 55 fue todo un acontecimiento de la época. Fue una fiesta memora­ ble. Parece que no existen muchas fotografías del evento, como ahora que todo mun­ 158

do es fotógrafo. Creo que la fotografía no fue por mucho tiempo el gran negocio, por


lo menos en Tizapán. Había intentos que desaparecían. Por el año 42 el estudio de don Guadalupe Posada instalado en un pasillo terregoso, que allá cuando Marcos hi­ laba tenía por la calle de Madero, cerró y permaneció cerrado. Nadie lo necesitaba y se regresó a Mazamitla de donde había llegado. También la petaquilla de mi mamá cerró repleta de fotos familiares, de poses acartonadas que los chicos sin respeto ni piedad repintábamos cejas y bigotes, nos parecían ridículas y la más perfecta cursilería. Y entró en franco receso aquella romántica y poética fotografía de la época. Ya vendrían otros tiempos. Mientras tanto pasaron muchas cosas y como se darán cuenta los años van y vienen en mis recuerdos. Confieso que para mí no es novedad perderme en el camino de la narración y luego retroceder. Mi tía Anita me decía Can­ tinflas. Así que “natural y figura hasta la sepultura” y adelante. Olviden la secuencia de los tiempos y que valgan los hechos. Mejor retomo la fotografía. ※

Carlos mi hermano, Olga Degollado, Gil Moreno, Juanita Figueroa, Gracia Llamas, Nacho Hernández y Amparo Zamora con sus compañeros de graduación.

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Fotografía tomada por el diario El Occidental para la Primera Gran Feria de Jalisco en 1953.

Fotografía Un día, por el año 47, la cerrada fotografía de aquel prolongado olvido se abrió por milagro. A Lica Moreno le faltaba tiempo para vivir retratando al vecindario. Fotos para credenciales y pasaportes para los que se van para el norte a diario. Hizo el nego­ cio del siglo con fabulosas ganancias, interminable rosario con cuentas a su favor, porque Lica marcó el cambio. Se abrieron entonces nuevos estudios, Toño Mejía con el servicio de correo postal lo combinó y triunfó. A Toño y Anita mil gracias porque su pequeño hijo Toño me adoptó como postiza mamá. Te quiero Toño, Gracias. Mien­ tras no dé término a este intento de narrativa y mi deseo de imprimirlo tendré la opción de anexar hechos pasados y actualidades mezcladas fuera de orden. Mi hijo Toño Mejía creció y creció. A su tiempo ingresó al estudio superior y se graduó en la Universidad de Guadalajara en la carrera de leyes. Ejemplo de compa­ ñero, dinámico, trabajador, esforzado con metas definidas que hizo realidad. Nunca ha dejado de llamarme su “mamá Eva”, tratarme con atenciones que agradezco con cariño y admiración para un niño que ya convertido en hombre, esposo y papá es fiel a la adopción decidida libremente desde muy pequeño. El tiempo pasa, la vida sigue su curso. A estas alturas debería de saber que la muerte es sólo el umbral de la vida terrena a la eterna prometida. Pero nos seguirá sorprendiendo y doliendo la separación de quien se nos adelantó para traspasar el umbral. Toño fue llamado el 14 de febrero de 2007. Como los buenos, no ofreció resistencia, ni se lleva el amor ni el lugar que aquí conquistó. Ahora tiene uno superior. Allá no lo necesita. Quiero ale­ grarme por su vida y hacer vida su recuerdo. Que Toño descanse en la paz de Dios. Y la vida sigue su curso… La fotografía ha evolucionado sorprendentemente, nuevas técnicas, lentes, materiales y el ingenio del fotógrafo que puede descompo­ ner imágenes reales y transformarlas con efectos de cuerpos desintegrados. Colores sutiles difuminados, imágenes etéreas que tienes que descubrir o intuir. Y mientras me percato de esta novedad, otra noticia la desplaza como la tecnología que evolu­ ciona a pasos agigantados aunque yo no la entienda. En 2005 parece que se revelan

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menos rollos fotográficos, directamente se proyectan en la pantalla de la computa­ dora. Los teléfonos celulares inclusive captan imágenes que ves al instante. Cuánta inteligencia del hombre aprovechada. Parecen no existir barreras que venzan esta era digital sorprendente. Es un hecho el cambio admirable, pero tengo momentos de evocación y añoranza. ¿Dónde quedarían las fotos de abuelita? ¿Y las que guardó la petaquilla de mi mamá? Tampoco quiero retener el tiempo, ¿qué pasaría? Sólo quiero asimilar la evolución y descubrir con todo mi entendimiento, sensibilidad y voluntad el nuevo rostro del arte. De la mano de la fotografía el mundo se mueve y lucha en su proceso de cambio. Sólo el pequeño mundo de Tizapán el Alto se defendía cómodo y bonachón, quizá respetando el olor de sus más de cuatrocientos años de fundación. Según datos, es el 28 de diciembre de 1528. Hoy a doce años para cumplir el medio siglo, no se les olvide festejarlo en grande. El punto de origen parte de una realidad. Aspectos interesantes y característi­ cos de la vida de un pueblo dan referencia del tipo o nivel que hasta cierto punto identifica y distingue a sus pobladores. Tomar una decisión trascendente de renova­ ción era un reto que pudo hacerlos dudar. El cambio no está siempre ligado al pro­ greso, creo que ellos no tenían prisa de vivir un futuro que podía ser de fracaso y desencanto, prefiriendo su comodidad y seguridad sin riesgos. Para poderse aven­ turar era necesario planear, madurar y vivían muy tranquilos para ocuparse de eso que no creían apremiante, como fue su participación decidida en la Revolución mexicana que sí enfrentaron con el costo de muchas vidas. Ahora lo dejaban al tiempo, un día no lejano llegaría. Pensándolo bien, todo ha sido y sigue siendo igual. No es réplica del pasado, es presente y porvenir. Es el mismo hombre que quiere permanecer, sin aceptar que somos caminantes peregrinos queriendo hacer de la vida un estable paraíso olvidan­ do el cielo prometido. Creo que la limitación humana obstruyó nuestra capacidad para imaginar la dimensión maravillosa del paraíso prometido. Estamos deslumbrados. ¿Nos hemos enamorado de nuestro mundo? Y cómo no enamorarnos si esto es el inicio del mismo paraíso. Hay desgastes internos, casi puede oírse un prolongado grito al desprenderse de aquello que considera suyo y querido. Sin duda en aquella época ya había empezado a gestarse el cambio silenciosamente y un día a pesar de la resisten­ cia habría de presentarse en un alumbramiento interminable y necesario aunque fuera doloroso. Y el mundo ha cambiado. Ha empezado a cambiar también Tizapán. Quizá 162

sin una estructura definida, indispensable y a libre albedrío del hombre se empezaron


Heriberto y yo nos divertimos disfrazados.

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a correr los riesgos. Ojalá que sujeto a la razón y sentido común, podamos encontrar el justo medio para el equilibrio y la estabilidad. La opción es rescatar los valores esenciales para el hombre, mientras tanto resistir las tentaciones, el consumismo que esclaviza dejar lo obsoleto. Las ataduras y necesidades nocivas creadas que oprimen la libertad responsable para la que fuimos creados y ser felices. ¿Quién tiene el se­ creto? Para los jóvenes el reto. Pero con cambio o sin cambio Tizapán debe seguir trabajando. Cuántos oficios y quehaceres que edifican y se respetan. ※

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Oficios Para los niños asomarse entonces a una carpintería laboriosa y concurrida era una tentación irresistible. Descubrir aquel mundo del trabajo de los mayores no se nos permitía. Ver sus espaldas encorvadas y vigorosas, brillantes de sudor, sacando de una tabla bucles de viruta amarilla, olorosa a picante trementina. Clavos, serrote, escuadra y martillo, a todo volumen un radio encendido, para tomar la temperatura el termómetro se había perdido. En un rincón un cántaro de Patamban con agua de tamarindo era el único amigo para distraer su sed, y sin embargo reían. A escondidas alguna vez corríamos la aventura dizque para conseguir viruta para trabajos manua­ les. Al fin que la tentación estaba al voltear de la esquina. Cuántas cosas nos cues­ tionaban que no alcanzábamos a comprender. ¿Por qué sería prohibido a las niñas visitar las carpinterías? Aquel pecado fue la carpintería de mi compadre don Pancho Reyes de familia numerosa. Cuestión de mucho quererse con mi comadre Lupe, su esposa. Para que no se diga que no se pagaba el diezmo con agradecimiento, le dieron al pueblo a Enrique de carpintero, creativo y bien hecho. Anita, Lorenzo y Quiko en todo eran diestros. Esther y Gloria mi linda ahijada, maestras graduadas. A Lupe había que preguntarle la receta de tamales, atole, pozole y enchiladas. Y a don Gil­ berto Reyes Madriz, que fue presidente, siendo el mayor se lo dedicaron como buen ejemplo. Todos formaron sus familias, con personas que les ayudaron a crecer. La esposa de Gil con cualidades especiales, ejemplo de su gran familia. Gil ha fallecido en febrero de 2005. Don Pancho Reyes con su vecino soltero José “el Prieto” se hacían reñida com­ petencia y apretando el chillido de las sierras, descargaban su conciencia, mas el po­ bre vecindario renegaba del calvario y al cielo pedían clemencia. Dicen que veneno contra veneno, quién sabe si será cierta esa creencia. Por fin el inconquistable José se casó y Chole su esposa lo apaciguó. Pudo bajarle el volumen a la sierra, mas nun­ ca le controló el jilgueroso y contagioso canto con que alegraba el trabajo. Mejor los

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pintores de brocha gorda y los sufridos albañiles se unieron al sindicato, mejor es la guerra en paz que peleando. Su trabajadora familia creció. Su hijo el profesor Ernes­ to Ochoa Buenrostro ha sido un digno presidente municipal de Tizapán. Había otros quehaceres, todavía faltan un montón que merecen elevarse a la categoría de profesión. Allá junto a la tienda de don Octaviano Anaya, había que ver el puesto de madera de Toña Camarena que vendía hielo raspado acompañado de chicle tronado. Las botellas de brillantes colores frutales, la roja jamaica, el tama­ rindo ámbar, la horchata blanca, el verde de limón hecho jarabe, sin faltar el cremoso rompope amarillo con yemas de huevo; para bautizar con el espumoso Choco Milk rociado con polvo de canela. Chela su hija, bonita, con una trenza preciosa cambia­ ba peinado a diario. Realzaba el atractivo del puesto y ganancias por los aguerridos admiradores de la preciosa Chela. De la esquina de enfrente llegaba un olor a salsa con orégano, a carne doradita, a cebolla picada, a tortillas calentándose sobre el horno de lámina y la saliva hecha agua por el antojo de un taco de aquella sabrosa birria de chivo que preparaba don Librado González. Él y su esposa tenían una bonita familia. Concha la mayor y la más pequeña optaron por el convento. Victoria fue mi compañera, está casada en México como sus otras hermanas. Nos gusta volver a vernos. La birria de los Martí­ nez nunca se quedó atrás y hasta la fecha es tradicional. Además ¡son expertos en el pregón de la birria y gorda! En la plaza los ricos tamales y atoles de Amalia nun­ ca igualados. La cantina de Lorenzo Reyes famosa por las botanas que “el Güero” Rafael Alatorre con buena sazón condimentaba para ganarse a los clientes y amigos de la coleada. Todo un manjar para reyes de corona muy alzada. Semitas, las de don Sabino Mendoza. Ricas gorditas de polvo, cajeta de mem­ brillo y de leche en aritos de madera para chuparte el dedo, las hacían Carmen y Luz Chávez Alfaro. Ellas fallecieron en 2012 después de su larga vida. Para birotes Car­ los Mendoza, competencia de tostada con Praxedes y Carlota. Chupaletas de agua y leche con don Leobardo Arreola. De don Pablo eran las nieves. En un carro de madera transportaba por la calle sus garrafas y parándose en las esquinas con su voz ronca anunciaba: “La nieve, paletas… paletas”. Aún conservo el sabor de aquella crema vainillada, helada con ciruela pasa. Los Sánchez, con su papá, combinaban la carpin­ tería que su hijo Rodolfo, “la Chirimía”, trabajaba en su casa. Manuel preparaba el delicioso helado que servía en barquillos en forma de canastita bañada con merme­ lada de fresa que le preparaban sus hermanas Lupe y Anita. Su mamá los asistía derramando simpatía. Doña Lupe Ruiz, su esposo Luis Pérez, sus hijos Alfonso, 166

Ramón y Luis; los Maciel, Miguel y “el Güero”; los Magaña, así como Pancho Valencia


consagrado a su hijo y sus tres princesas, para que no enfermaran ni de dolor de ca­ beza. Todo el vecindario eran sus clientes cumplidos, sabían darse su maña, sabo­ reando diariamente aquella nieve afamada. Las empanadas de chilacayote, camote con hoja de higo y las catrinas de caje­ ta de leche eran de don Refugio González. Hasta mi casa llegaba el olor de arroz con leche, piloncillo y canela que en las brasas del horno apagado cocía su esposa Chagua en el manso calor del rescoldo. Panadería de los Guerra, Toño, Ramoncita, Nacha y Carmela. Esthercita mi ahijada y mi amigo Beto “el Catrín”. Trompadas, polvorones, cortadillos, chilindrinas, campechanas, terrones, conchas, semitas de harina y granillo polveadas, tortas, teleras y birotes doraditos, ladrillos torcidos y roscas de agua, queretanas, bisquets, tostados, enredos, arepas, pasteles de hojaldre que se desbarataban en la mano. Era el arte del sabor que no podías resistir cuando mirabas el pan. Actualmente Chano Guerra, hijo de don Luis y Lupita, conserva la herencia y tradición del buen pan. Las incomparables empanadas con dulce de leche y una gran familia de guapos hijos. Don Rubén alcanzó un buen lugar como panadero, su hija Carmelita lo sigue poniendo en alto, su venta nocturna en canastas da vida a la tradición panadera. Terminando la faena, los ayudantes panaderos olvi­ daban el cansancio viendo pasar a las muchachas que bajaban del callejón muy ri­ sueñas del brazo de sus respetables madrinas. Un ayudante era Sicar, le quedaba hacerse el payaso, era hermano de Carmen, la de los ojos verdes casada con Federi­ co González, también panadero y así todo quedaba en familia. Otro ayudante era Joaquín, el de doña Brígida y don Jesús Ramírez, el zapatero, hermano de Coba y de dos muditas: Catalina y Chito. Ellos venían de Sahuayo con todo y su tiplecito. ¿Y si querías dormir calientito? No había como los colchones bajitos que las peta­ teras vecinas, hijas de doña Virginia, tejían con dibujos bonitos. En el callejón doña Cuca Garza y su hija, mi comadre María, tostaban el cacao y mezclando ingredientes finos, hacían las tablillas de chocolate en casa. Lo molían en caliente con brasas encendidas debajo del metate en un cuarto cerrado. Había la superstición de que si alguien entraba se cortaría aquella pasta. Doña Cuca y mi comadre de tanto moler chocolate eran dulces y amables, dispuestas en todo ins­ tante. Herencia que Efigenia, Efrén, Nacho y Anita Navarrete, sus hijos, recogieron naturales y campantes. El compadrazgo con mi comadre María Garza fue cuando Anita se casó con Cutberto Vázquez. Con mucho gusto fuimos Carlos y yo parte del séquito de padrinos. Ella nos había ayudado en la tienda y le teníamos gran cari­ ño. Fue una boda tempranera y una alegre fiesta en la huerta de la hacienda antes del viaje de bodas. Su familia como muchas del pueblo es numerosa. Ellos resguardan

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la tradición del callejón; por la tarde, sentadas en la puerta de su casa forman grupos alegres que invitan a la comunicación y conservan un bonito paisaje costumbrista que representa a la familia y sus tradiciones. No sabría decir si era más usual el chocolate, pero también se molía un buen café. El tostador fue para mí un utensilio raro, como misterioso. Un bote redondo con un maneral que giraba, nunca supe dónde metían las brasas de carbón, pero el café salía tostado. El molino era ordinario, pero el aroma que despedía era un invitador extraordinario. Decían los bebedores viciosos que se les iba el sueño y estaban ner­ viosos por encafetarse a diario. Sin embargo, ahora se habla de las bondades del café, que favorece el ritmo cardiaco, evita la oxidación y enfermedades antes incu­ rables, en fin, parece que todo tiene su pro y su contra. Otro proceso laborioso y arriesgado era extraer la miel de las colmenas cuando las celdillas de los bastidores se habían llenado. Para vaciar los panales en el enorme tambo del extractor en la casa de mis abuelos, los trabajadores cubrían su cabeza con sombreros y la cara con velos negros. Otra defensa era el humo que producían con bo­ ñiga encendida dentro de los ahumadores. Aun así las abejitas les picaban hasta debajo de los pantalones. Unos tenían reacciones alérgicas, otros aseguran que los piquetes son infalibles para el tratamiento contra el reumatismo y que ya existen clínicas médicas famosas. Los castradores hábiles aseguran que sabiendo tratar a las abejas son animalitos nobles y cariñosos. Mientras que son peras o son manzanas no se vaya a voltear el chirrión por el palito. Allá ellos, porque yo les temía, me perse­ guían y eran piquetizas de miedo con unas hinchazones que parecía otra persona. Después de un día de esa dulce faena de los señores mejor protegidos y no por arte de magia, había por la tarde muchos botes llenos de olorosa y transparente miel. Apar­ te la cera exprimida negra y amarilla. Después se amarquetaba la cera fundida. ※

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Artesanos, cine y otras cosas La fragua de unos herreros estaba en La Martinica, se escuchaba el golpeteo cuando estábamos en misa. Los caballos salían con sus zapatos de tap muriéndose de la risa. “El Chango” y don Felipe “el Herrero” hacían rejas para arado, ventanas y celosías con estilo morisco y mudéjar. Chapas de hermosas y enormes llaves que se perdían. Ac­ tualmente los modelos de herrajes se han modernizado adornando puertas y ventanas que el taller del profesor y sus hijos trabajan incansablemente imprimiendo su sello. El tejido en telar para los zarapes de lana de borrego con diseños y preciosos colores, un verdadero arte. Doña Boni tenía un ojo blanco que no le impedía. Como hilandera de cuento hilaba por las tardes en una antigua rueca, haciendo bolas de lana lavada. El siguiente paso tocaba a los zaraperos. Muy especialista la familia Chávez Alfaro de los Santos. Don José y Mariquita, Luis, Gerardo, Carmela, Luz y Eduardo, con Nachita hacían el teñido de la lana al fuego, la escurrían en grandes canastos de otate ribeteados con cuero. Vivían a un lado del pequeño portal de la casa del Chato Zepeda frente a la plaza, por Madero. Elenita su sobrina vivía a un lado del taller con su hijo Gerardo Toscano. Era travieso y bromista, muy nombrado por tremendo y atrabancado, lo que decían un “muchacho tracista”. Hoy todo un señor comerciante con su familia, serio y reposado. Al taller de don Mariano Álvarez por el callejón entraban sus hijos, uno era pe­ luquero, su esposa Inesita modista, su hija Esperanza bonita. Zenaida mi compañera de escuela, hija de Margarita, separaba lana de colores, metiéndola en bolsitas. Fa­ milias trabajadoras y laboriosas como hormiguitas. Distribuían y todos intervenían en la creación de un zarape. En verdad se realizaban en el trabajo y con el trabajo se divertían. Cada zarape de esos era un orgullo de apuesta, de los charros comple­ mento y cobija. Por la boquilla de terciopelo, bien embrocado o terciado al hombro lo portaban como signo de hombría. Después de tantas faenas no estaba por demás una ayudadita para descansar. Los sábados, los ojos se hacían largos esperando ver al novio de Licha, que manejaba

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el camión del cine ambulante. Traía a su cácaro especialista. El cine al principio se instalaba en el patio de la escuela de niños. Subían la pantalla pero la sombra del altivo guayabillo la tapaba, pero no era tan importante como la clasificación de las películas por la censura. Haciendo changuitos consultábamos la película anunciada en cartulinas colocadas en el portal para motivar a los cinéfilos. Es difícil darte cuen­ ta cuándo se cierran las ventanas del hogar de la niñez, la sorpresa es cuando otros la descubrieron antes que tú. Cuando el señor cura don Ángel Andrade nos dijo: “La clasificación de esta película es B, para criterios formados. Pueden ir”. Fue un impac­ to por el primer encuentro de un crecimiento que yo en apariencia no había descu­ bierto. Creerás que era muy tonta. Yo también lo creo. Después el cine se fue a un salón sin pavimento ni sillas, tapizado de petates en las paredes para favorecer la acústica. El salón estaba en el hotel de Ernesto Zepe­ da, papá de Ezequiel, Arturo, Óscar y tres preciosas niñas: Braulita, Blanca y Geor­ gina. Braulita fue esposa de Ramón Garza Jr., todas se conservan bellas. Con triste­ za he recibido la noticia del fallecimiento de Braulita en 2009, mi sentido pésame para mi amigo Ramón. Durante el día las sillas las cargábamos en la cabeza deján­ dolas alineadas en el salón que tenía baño sin puertas ni ventilación. Salías cantando coplas de pura alucinación. El manipulador Manuel Cárdenas, “el Tecolote”, se moría de la aflicción, Marcelino su hermano lo sentenciaba, que si no lo remediaba perde­ ría la colocación. Hubo también un corto tiempo de cine parroquial. El último cambio del Cine Princesa fue al salón de la Comunidad Agraria permaneciendo ahí algunos años. Al fin la llegada de la televisión casera terminó con el cine y esa diver­ sión descansa en paz en Tizapán. ※

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Oficinas y billares El salón de la Comunidad Agraria era y es la sede de juntas y eventos de la pobla­ ción, sus socios la administran con celo y orgullo. Había oficina del timbre atendi­ da por don Rafael Reyes protegiendo a los comerciantes de la población con el pago justo de impuestos. El impuesto del agua se pagaba en Irrigación. Márgaro Magaña el fontanero hacía la recaudación, Alfredo y Micaela sus hijos, con la maestra María Figueroa, bailaban el charleston. El agua era para riego, no había tubería en el pue­ blo. ¿Para qué? Sólo don Juan Santillán, con su calzón blanco enrollado a la rodilla, sabía el porqué. Caminaba por la calle con sus burros adormilados repartiendo cántaros de agua de los pocitos del río que vendía a diez centavos. Había que her­ virla y filtrarla, traía tifoidea y amibas, después para desterrarlas hierbabuena y san­ tonina. Un día don Juan se fue del pueblo y se graduaron de aguadores don José Torres y su hermano. El prieto Zambrano llevaba el registro del fierro de los animales. Los esposos doctores Alberto Ocampo e Isabel Prieto profesionistas de pres­ tigio y distinción muy queridos en Tizapán, además de ejercer la medicina firmaban las actas de defunción. Ernesto Garibay las de sucesos que no se hacían esperar, cuan­ do fue el secretario las cosas en la presidencia municipal no andaban mal. Todo lo podía arreglar, desde un pleito de comadres que se tiraban con el nixtamal, hasta el acta de matrimonio civil de don Melchor Ocampo, que leía a los novios con toda propiedad. Era un admirable señor todista, ¡ya sabrán! Una puerta en bicicleta la podía transformar y no era precisamente un mago. Recién casado con Sarita Cárde­ nas vivieron un tiempo al lado de mi casa, vimos nacer a Norma Nayadira su hija, que fue muy querida como parte de nuestra familia que habiendo crecido juntas no conocimos hermanos pequeños y adoptábamos con cariño a vecinitos y ahijados. La oficina de telégrafos tenía eficiente y respetado servicio de comunicación, atendido por don Pancho Gutiérrez y Gil Moreno, hermano de Chema y la bonita Amelia, esposa del doctor Juan Mendoza. Sin pretender el derecho de hablar sobre la personalidad de Gil Moreno, no puedo dejar de mencionar que fue un joven de

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grandes cualidades. Un día salió a vivir fuera de Tizapán. Mostrando su capacidad de progreso, reanudó estudios hasta obtener el título en medicina y un admirable ejemplo de sabia elección al cambio de su vida. Debe ser feliz y así lo deseo. El billar como es sabido, paraíso de los flojos. Don Agustín Guízar papá de Adela lo administraba diligente y gozoso. Su tía Sara Guízar cuidaba a los dos pe­ queños hijos de Adela pastoreándolos por el pueblo. Adela vendía estuches mortuo­ rios, o sea cajones para muerto. Entonces no había velatorios pero Nachita de los Santos regalaba oraciones para las ánimas del purgatorio. Era una mujer muy piado­ sa, de humilde mirada y dulce sonrisa, decían que tenía una aureola y que hacía mi­ lagros. No lo dudo ni puedo constatarlo, pero sí que nadie se le parecía. Siempre fue igual. Seguramente no habrá otra Nachita de los Santos. Volviendo a los billares, no sé si lo juegan por vicio o para distraer el ocio. Los hombres en Tizapán tienen fama de trabajadores, el enigma está en que esos salones siempre estaban llenos. Mientras esperaban turno los jugadores se formaban presurosos apostando que llenaban en menos que canta un gallo un socorrido bote apestoso. Al billar del Chato y de don Arnulfo Barrios no les faltaba su bote, para Anita, Aurora, Guille y Cuca sus hijas, la vergüenza de rebote. Don Filiberto Pantoja tenía los ojos azules, otro billar y cantina, para los que creían tener categoría de la fina. Llegó de Chapala con su preciosa familia. María Luisa la mayor, muy risueñita y catrina, vestían ropa americana que su nombrada tía Chonita les traía del norte. María Luisa era incansable peinadora de interminables filas de niñas que para las funciones cambiaban trenzas por caireles, que al compás del paso subían y bajaban como tirabuzones alegres. Chela, guapota y disparatera. Ani­ ta, graciosa y chaparrita. Manuel nos gustaba a todas, Raquel era más chiquita. Car­ litos trabajador y Beto muy consentido de aquella linda señora que era su mamá Lupita. La familia Pantoja regresó a Chapala y por muchos años perdimos comuni­ cación. Chela se casó con el doctor Juan Manuel Durán y por casualidades volvimos a encontrarnos valorando nuestra amistad de la niñez. Tiene una familia grande que formó con dedicación. Ha sido una persona muy comprometida y luchadora. Toda una empresaria manejó mucho tiempo la oficina de teléfonos en una gran zona de Jalisco con acierto. Ahora nuestra comunicación es únicamente telefónica y fre­ cuente, también la he visitado en Chapala disfrutando de sus divertidas ocurrencias. Chela conjuga la realidad de su simpatía con una espiritualidad y fe que apoya su aceptación al estado crítico de su limitada salud. ※ 172


Más cantinas, flores y curtidurías La briosa Nena Barajas con su falda muy bien puesta su cantina administraba, más la vida de Uriel su hijo y otro chiquito que su existir alegraban. Montaba envalen­ tonada en un caballo tordillo y al comandante su charro, valiente se la rayaba. Nomás eso faltaría que la agorzomara. ¡A que la Nena Barajas tan bien plantada! Conchita su hermana era maestra. Don Jerónimo Barajas, su papá, había sido presidente de Ti­ zapán y ahora peluqueaba. Cultivaba flores bellas como nardos, alcatraz, rosas y mar­ garitón. Para regalar en el día del santo sólo a él se le compraban por bonitas. Las flores olían muy bien, pero mucho contrastaban con el olor de las pieles a medio curtir que en unas hediondas pilas don Víctor el huarachero muy paciente curaba (la ca­ lidad y el diseño de sus huaraches era famosa en la región). Y la pared de por medio no les servía de remedio a los vecinos de al lado para que no protestaran, pero como buenos vecinos, “chitón perrito, calladito te ves más bonito”. La cantina de Agapito Contreras con música de vitrola, juntaba a los canele­ ros alrededor de la olla. De la esquina de mi casa de reojo miraba que don Pedro Contreras, su papá, a Roberto Vega “la Cicua” regañaba. En la oscura madrugada escondían los nixtamales y hacían correr a las mujeres disfrazados de nahuales, por lo tanto nadie daba cuenta de los nixtamales. A carcajadas gozaban sus diabluras recordando. Jesús, José Anaya y su grupo tenían a su papá don Joaquín Anaya tem­ blando, hasta Chema Manzanillo alcanzaba el sermón del regaño. Gonzalo Moreno “el Tirronchi” de buenas a primeras se había retirado quedando afuera y disculpado. La rocola de los Arias, con su música estridente, atraía como hormiguero para los ponches calientes. “El Che” siempre iluminado era de esa cantina cliente perma­ nente y viendo pasar a las muchachas decía: “Esa morena me queda aunque le pese a la gente… ¡Lupita!”. Margarita, mamá de los Arias, salerosa y muy coqueta, con su cantar alegraba desde su casa a la huerta. Sara se subía a los mangos. Luis, Pancho,

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Arturo mi compadre y Beto. Isaura se había casado y con José Luis chiquito no ayudaba en la cosecha (mi compadre Arturo, Beto y Pancho han fallecido. 2008). Doña Magdalena Anguiano traía muy cortito a su hijo Trino: “¡Dónde estabas tal por cual! ¡No te me hagas el chiquito!”. Era un hombre casado, pero con todo y sus tragos al grito de la autoridad de veras se hacía chiquito. De sus oficios recuerdo la carnicería, ayudado por su guapa familia. Estela fue mi compañera de escuela, siempre era la elegida como buena cantadora. Los padres, ante cualquier edad de sus hijos, ejercían “su deber” que el hijo respondía con obediencia. La veneración y respeto a los progenitores no perdía vigencia aunque fueran adultos e independientes. El burdel estaba lejos, cuando menos los chiquillos no se debían asomar, pero la curiosidad es canija y cuando menos una ojeada no la podían evitar. Dicen los mirones que por ver no se paga. Pero fuera de eso se respetaba la zona y estaba bien vigilada, mas decían las malas lenguas que estaba de la tostada. Rigoberto Zepeda que pocas palabras hablaba se hacía responsable de las “señoras pintadas”. Actual­ mente la zona roja se ha transformado, ocupando su lugar oficinas de gobierno muy bien atendidas. Ahí consulté a la licenciada Alicia, “la Juez”, quien me proporcionó valiosa y útil información que agradezco. También representa y dirige el grupo mu­ sical que ameniza en el templo la misa diaria, bodas y eventos especiales con buenas voces. La dinámica licenciada Alicia representa a la persona ideal enfrentando los retos actuales para trascender en beneficio de los demás. Tiene un lugar en Tizapán de respeto y aprecio ganado. ※

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Huertas Las huertas eran umbrosas con sus árboles vetustos, parecían tener todos los años del mundo. Número uno por sus dimensiones y comercio era la de la Hacienda de San Francisco con su naranjal, nogalera, mangos de manila únicos en Tizapán y gran variedad de fruta. En esa área también el cañaveral, la fábrica de alcohol y el trapi­ che como testigos mudos de un tiempo de actividad próspera ya cancelada. A un enorme y grueso círculo de fierro amarraban unas mulas que giraban al tiempo que se exprimía la caña. Al procesarlo al fuego producía una miel oscura llamada mela­ do, donde sumergían una y otra y muchas veces calabazas costillonas llenas de agu­ jeros que se penetraban para obtener la famosa calabaza en tacha. Con la espuma de la miel producían alfeñique suave y esponjoso para acompañar el rico atole blan­ co de maíz. Ese proceso terminaba en piloncillo. Mi abuelo nos contaba de la gran producción de azúcar y alcohol, productos con que a veces pagaban a los trabaja­ dores y ellos usaban como trueque en las tiendas. No creo que hayan utilizado en­ tonces como ahora el bagazo de caña que se industrializa para bajoalfombras, abono y otros usos. La huerta de Agua Caliente la cuidaba don Teodoro Cuevas. Mangos criollos, ci­ ruelas huesonas, cafetos cuajados de sus frutos rojos esperando ser cosechados y maíz de temporal. Decía don Teodoro que en la noche se oían y veían cosas extrañas, como olores de azufre, hogueras ardientes que brillaban, ruidos de cadenas. ¿De quién serían aquellas mañas? Las agujas de marear y los adivinos no le descubrieron nada. Escarbó, pero el tesoro no apareció porque no le dio la gana, como el tesoro de Mar­ tín Toscano que a la mejor es pura platicada. Viudo a sus 80 años mejor se casó con una jovencita, la buena Esperanza. ¿Y qué creen? Santo remedio, se olvidó de cade­ nas y lumbradas dedicándose de lleno a la labranza. Nada menos que al año siguien­ te un bebé sanote los acompañaba como testimonio de su juvenil amor. Cuando murió don Teodoro Cuevas, Pancho Moreno le dio a aquella huerta una buena re­ mozada. La huerta de los Arias por Madero, a media cuadra del camposanto, tenía

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el guayabillo más grande del pueblo, la variedad de fruta que puedan imaginar y el mentado canelo como señal de referencia: “caminas y está antes del canelo” o “pasando el canelo”, no había pierde. Don Lorenzo Cárdenas y su esposa Carlota en su huerta cerca del puente primero cosechaban los mangos chapeados, después las cotorritas. Benito Núñez, de dientes de oro y ojeras profundas, con su ejército de niños, su general Juan Manuel, escardaba la cebolla después de la yunta y apaleaban los nogales hasta dejarlos pelones para que dieran más fruta: las tronadoras nueces cás­ cara de papel, limas, guayabas, arrayanes y aguacates. Decían que escondía un tesoro y que en la noche aquella inmensa huerta desde Madero a La Lima ardía en la os­ curidad por los reflejos del oro y los huesos de una muerta. Su hermana Cuca segu­ ro lo cuidaba, nunca hablaba ni abría la puerta, parecía un ser irreal. La señoritas Valencia, Pepa y Elena, por la calle de La Lima cosechaban el café, guayabas color de rosa, limas y guayabillas gigantes. El vecindario feliz porque regalaban. Don Blas Cárdenas compraba en pie la huerta de mangos por la carretera y vendía la fruta del tiempo siempre de buen humor. De forma especial recuerdo que todos sus hijos, Anita mamá de Licha Clavel, nuestra poeta de Tizapán, Alfredo, Federico, Esperan­ za y Chayo la pequeña, tenían una dulce sonrisa que les iluminaba la cara y se les salía por los ojos. Chayo fue muy consentida de su hermano mayor Alfredo que vivía fuera de Tizapán. Alfredo era un señor muy popular, negociante próspero y cliente fiel de los mariachis. Un día inesperado falleció y Tizapán quedó conmocio­ nado. Siempre es lamentable la pérdida de una vida que además deja a su familia sumida en el dolor. Seguramente toda La Merced perdió a un personaje y amigo. La huerta de don Eugenio Pérez, por la capilla, con los famosos mangos de cáscara morada especial para conservilla. Sembraban alfalfa, caña y cebolla. Estas huertas tenían una extensión de terreno como verdaderos potreros. Esa huerta fue un tiempo de mi papá y siempre me trae un bonito recuerdo. Un viernes después de cerrar la tienda toda la familia con los abuelitos fuimos a comer debajo de un frondoso mango. Mi papá se subió para cortarnos la fruta madu­ ra, pero se rompió la rama y él cayó al suelo fracturándose un brazo. Gran alarma y pesar suspendió el convivio y mi papá al doctor, tenía que guardar reposo. Se extra­ ñó la ausencia de su perro Maifrén (My friend), su fiel compañero que no aparecía. Al volver a la huerta después de algunos días, Maifrén sin comer estaba echado bajo el árbol cuidando el sombrero de mi papá y no quiso levantarse hasta que lo reco­ gieron para llevarlo a casa. Desde luego Maifrén iba adelante para entregarle el som­ brero a mi papá. ¿Bonito no? La huerta de mi abuelito Atanasio ocupaba el centro 176

de media manzana, estaba al fondo de su casa. La de mi papá colindaba con los


Arias, abarcaba el Casino Estrella (hasta la casa del fotógrafo Rafael) el frente por Madero hasta la calle Libertad. Todas ocupaban grandes extensiones, eran como paraísos de frutas tropicales exóticas, gracias al microclima de esa tierra bendita que es Tizapán el Alto. Había mameyes, chicos, pitahayas, uvas, zapote blanco y negro, duraznos, limas, cañas, guayabas de variedades nunca vistas, arrayanes, ciruelas, mem­ brillos, granada dulce y ácida, naranja de jugo y sin semilla, limones, plátano enano y costillón, guanábana, aguacates, creo que sólo faltarían los capulines de la sierra. Al­ guna vez se cosechó jícama y fresa. Los cafetos crecían a la sombra de los árboles. El tabaco ya seco lo curaban con vapores de alcohol y especias. Entrar al cuarto del al­ macén estaba vedado, podías asfixiarte al aspirar tan fuerte olor o toser hasta llorar. ※

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Los jitomateros No toda la fruta ni los productos agrícolas los consumía el pueblo. Compradores foráneos contrataban en pie huertas y cultivos de verduras y frutas, así se dio una época de renombre: la temporada de los jitomateros, que tuvo auge por los años cuarenta y principios de los cincuenta. Estos señores llegaban de México, bodegue­ ros comerciantes de La Merced. Se instalaban en el Hotel San Francis, convertían la calle de Madero en el estacionamiento de sus trocas de carga, permaneciendo hasta el final de la cosecha. El cambio de la calle era inmediato pero no violentaba ese as­ pecto. Había entonces dos o tres vehículos en Tizapán que estacionaban frente a sus casas. Los señores patrones mexicanos eran serios y respetables. Por su atuendo a un patrón le llamaban “el Charro” ¿sería importante…? Don Odilón López llegaba con su joven esposa y una bebita; don Isauro Montes con su hijo Chaguarín, románti­ co y enamorado. Don Humberto Ortiz casó con la bella María Luisa Rodríguez; fueron mis compadres por el bautizo de la pequeña Rosa María, mi querida ahija­ da, cariñosa y cantadora imitaba a La Tariácuri, formaba divertida mancuerna con Jesu Navarrete. Don Vicente Elizalde no se vio lento, conquistó a mi querida maestra Nacha Torres Aguilar casándose muy enamorados se llevaron lo de mejor calidad. Mientras tanto las cantinas y las fondas se llenaban al tope. Mucho trabajo para el mesero Abel Aguilar que con sus dulces meneos hacía el acarreadero. La fonda de Julia “la Angosta”, la de los mandiles blancos, las peinetas de colores y sus faldas cor­ tas trincaditas. Ahí mero donde hoy está la biblioteca era el local de esa señora inicia­ dora de la minifalda (lugar que hace muchos años regaló mi abuelito para la educación, ahí estuvo el primer kínder). La fonda de doña Felipa estaba casi al lado, donde la tortillería de Angelita. Era una garantía y tradición donde asistían empleados forá­ neos y abonados de distintas categorías que a fuerza creaban un ambiente variado y rico en anécdotas y frases de colección. De Ocotlán llegaba cada que se le antojaba Pancho Rodríguez con su prestigio de buen diente, decidido a gozar vacaciones gratuitas incluidas las tres comidas calientes. Se invitaba comedido y modosito al

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llegar con su velís repleto de laxantes, digestivos y palillos. Al cabo de una semana de comer sin medida y dormir como un lirón, llegaba la indigestión. La sufrida fondera Felipa ya estaba aburrida, no le hacían ninguna gracia los elogios del huésped hasta que al fin explotaba como olla de presión. —¡Qué sazón de Felipa! —¡Qué apetito de carbón...! —¿Repito Felipa? —¡Eructa carbón! Pese a todo sólo un rato de mal humor. Es bien sabido que el menú de las fon­ das es barato y nutritivo, jalándose a los golosos con su olor y sabor picosito y antoja­ dizo; además llenaba gratis aquel recibidor concurrido del consultorio del doctor don José Méndez con mirador al Río de la Pasión. Allí se escuchaba… “Don José, comí picadillo con chile bruto, ajo, cebolla y hartos cominos. Me cargo un ruidero y ardor de tripas que me sube hasta el galillo”. “¡No me diga santo hombre! Si parece volcán con fumarola, pobre respiradero”. Después de una refrescante agua de celis hasta el prestigio de la fondera pasaba por el lavadero. Y a llenar mesas de nuevo. Las puertas ruinosas de la histórica vieja hacienda resguardaban el consultorio y el prometedor futuro de los hijos del doctor. Era bonito y divertido ver a Aurora, Yolanda y Josefina pasar muy serias montando en pelo como amazonas por las ca­ lles de Tizapán haciendo sus compras, eran cuidadas por su pequeño hermano Epi­ fanio que a su lado montaba orgullosamente su caballo. Actualmente, esa hacienda está en ruinas y se pretende convertirla en un moderno fraccionamiento por su ubicación privilegiada con paisaje hacia el lago de Chapala. Por buenas fondas, pues, no sufrían los jitomateros, bien comidos, trabajadores, novieros y además fiesteros. Mucho danzón, pasodoble y chachachá de temporada, como el tiriluli tirilula tirilula tundi tunda y el escandaloso swing que desquiciaba y según los conservadores corrompía las buenas costumbres. Aquellos señores no traían la música por dentro, les sobraba para dar y regalar, volcándose verdadera­ mente en el baile anual del día 5 de octubre que rubricaba las fiestas patronales de San Francisco. El patio del hotel era la sede del evento y con una famosa orquesta foránea resultaba un renombrado evento social que hizo época. Y a los jitomateros unos personajes. A nosotras nos llevaban un rato, arrinconadas como santos viejos muy divertidas mirábamos bailar. A veces bailábamos con mi papá, no nos gustaba la restricción, pero vénganos tu reino. Así era y no había de otra. Como todo llega a su fin dejaban Tizapán los mexicanos jitomateros. No sé si 180

dejarían más de lo que se llevaban, habían provocado un cambio pasajero. Pero Ti­


zapán retomaba la rutina con su alegría innata celebrando fiestas familiares y bodas rimbombantes que eran frecuentes de novios entraditos en años con jovencitas. Mi tío Nacho Ibarra casó con Anita Béjar, mi tío Enrique con Aurora Blancarte. Emilio Gálvez con Chuchi, hermana menor de mi mamá. Mis papás apadrinaron esos ma­ trimonios y gran jolgorio. Pancho del Toro decían que ya no se cocía de un hervor, casó con Irene Salcedo y con sus diez hijos los dejó callados. No siempre las bodas eran en santa paz, algunas a medio fandango llegaban aventones, patadas y hasta mentadas. Subidos en los tapancos los consuegros después de dormir la mona, no se daban la cara de la vergüenza. Hacer las paces era la tarea al día siguiente. Así se estilaba en Tizapán estuvieran o no los jitomateros. Y colorín colorado. ※

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La medicina naturista La medicina naturista mantenía un prestigiado apogeo. Referían los mayores que el señor cura don Abundio Anaya les enseñó los secretos y los agradecidos abuelos sa­ bían curar con remedios. Leche de mastuerzo para los mezquinos, chiqueadores de siempreviva para las punzadas y el piquete de alacrán, cataplasmas de monacillo para las reumas y tomadas las flores en infusión, no cocidas, para la tos y la bronqui­ tis. Después de tomarlas dos días podía dar vómito. Cocimiento de hojas y flores de borraja como diurético y sudorífico, evitan­ do complicaciones de las fiebres eruptivas como sarampión y escarlatina. Se cuecen 100 gramos de hojas y flores en 200 centímetros de agua, se recomienda tomar el co­ cimiento cuatro veces al día. Gordolobo para bronquitis, circulación y almorranas, sugiriendo que el enfermo permaneciera culimpinado. Pomada maravillosa amarilla y apestosa para excoriaciones y las pasmadas de los animales (una fórmula de mi papá que destilaba fe para las curaciones). Las propiedades del berro, por su alto contenido de hierro, clorofila, potasio, calcio y sodio, bueno para el escorbuto, infla­ mación de ganglios, funciones hepáticas, diurético, en fin una maravilla. Macerando las hojas y tallos debe tomarse crudo y en ayunas, una vez cocido se hace inactivo. Para los lobanillos se amarraba bien apretada una moneda de cobre con un paliacate colorado. El manrubio cocido y mezclado con miel blanca para el hígado y el bazo. Madura tumores, aspirado por la nariz mata larvas y tomado, lombrices. Contra es­ pasmos, diurético y astringente, se cuecen tres puños de hojas en un litro de agua, tomar un vaso tres veces al día. ¿No sabes un remedio muy efectivo cuando se empiezan a encoger las rodi­ llas? Se muele la flor de piedra en sangre de gavilán. El enfermo entrará en el baño y comerá cocidas las patas del gavilán, también pueden ser de conejo o liebre. Des­ pués cocerán la carne de un gallo muy peleador y la comerá. Otra parte se muele y se mezcla con grasa de pato o infundia de gallina, esperando el milagro de recuperar calor de los huesos y ligereza de movimientos. Esta receta está verdaderamente

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muy complicada, pero el Tesoro de medicinas para diversas enfermedades de Gregorio López, proveedor de algunas de estas fórmulas, incluye otras más sencillas. Si quieres consultarlas… Pero te pasaré otra al costo, aseguran que es infalible para el pulmón. Se compran 200 gramos de tuétano de res (especialmente que haya sido pinta), se pone a cocer en baño maría; cuando está derretido se cuela en un lienzo delgado y se deja enfriar. Se ponen a cocer al mismo tiempo unos cogollos de carrizo, sabino y malva, más rosa de Castilla. Con este cocimiento se lava el tuétano y se bate para suavizarlo; se agregan 20 gotas de láudano, una copita de jerez y medio pozuelo de leche de burra. Se revuelve bien. ¡Abusados con el láudano! ¡Viene a ser extracto de opio con azafrán y canela! También se usa esta preparación como antiespasmó­ dico. Se unta al enfermo desde arriba de la espina dorsal o sea del pescuezo hasta el último huesito del espinazo frotándolo muy bien para que se embeba y beber el lí­ quido que le escurrió al sebito, tomando un pocillo de leche de burra dos veces al día. El primero en ayunas, dizque es muy eficaz. Pero sería un sacrificio acercarse al enfermo. ¡Imagina el olorcito! Otra recomendación. Si no tuviera apetito el pobre cristiano. ¡Y cómo…! después de semejante brebaje. Comprar un pomo de solución Bayer, en caso de que no haya, darle aceite de hígado de bacalao; si le irrita, tomarlo en cápsulas, decían que era la misma gata nomás revolcada. La dosis según prescrip­ ción médica. Por lo visto no había escapatoria. Se usaban telarañas para cicatrización, tela de cebolla para cortadas y quema­ duras, y para mareos y desvanecimientos, espíritus de golondrina con carmelita­ na untada en el cerebelo. Los sinapismos o ventosas para sacar dolores absorbiendo con un vaso que se llenaba del tejido adolorido formando un moretón, después de un rato se retira con cuidado el vaso. Otra forma de medicina la ejercían los soba­ dores, que cundían como hongos en tiempo de aguas por todo el pueblo. Pachita Navarrete tenía en Las Colonias su fama y fieles clientes. Desfilaban por la alame­ da para levantar molleras, dizque las niñas eran las más rejegas. Pero con un dedo en el paladar y el tronadero de huesitos de ahí salían como nuevas, embadurnadas de aceite y entornados los ojitos. Otros medio desmayados con un hilacho blanco en la cabeza bien apretado. Había quienes buscaban dizque los poderes ocultos colando en el terreno de las hierbas fórmulas especiales en secreto profundo. Para el mal de amores, en vez de los arrumacos y los chuchulucos, hacían una infusión serenada de toloache preparada con algunos trucos. Tenía que llevar tres pelos de perro prieto, otros tres de la co­ madre arrancados a escondidas cuando el sol estaba oculto. La clave estaba en dise­ 184

car un corazón de chupamirto y dejarlo reposar. Había que esperar la luna llena, oír


tres aullidos del perro prieto para colgar con engaño en el cuello del pretenso o la pretensa un amuleto. Mientras más tazas le daban del elíxir pronto verían el efecto. Si aun así no funcionaba la conquista empezaba el peregrinar de Sauri en saurina, sin perder la esperanza como hipnotizados hasta perder la autoestima y cuanto centavo tenían. Terminaban como gallos desplumados, pero los curanderos y adivi­ nos tenían labia, tenían liderazgo. Una vez que caían en sus redes era como pelear con Sansón a las patadas para destruir el arraigo. Desde luego había una gran diferencia entre esas creencias y las prácticas de religiosidad popular, cuyo verdadero valor muchas veces era desconocido por su origen y se les atribuían propiedades milagrosas, casi mágicas. Se practicaban con respeto y mucha devoción, como caminos para alcanzar la perfección. La cruz del Miércoles de Ceniza, los cordones benditos de San Blas, el rezo de las doce velas el día último del año, la novena de San Judas Tadeo para ahuyentar a los malos vecinos y solución de casos imposibles. Aprender jaculatorias con quinientos o mil días de indulgencia para canjearlos por la gloria. Llevar puesto el escapulario de la Virgen del Carmen, como el mejor pasaporte al cielo, regar agua bendita por los rincones para alejar al enemigo, la dieta de la luna de San Lorenzo, etcétera. Las novenas se rezaban por docenas, pero en el ayuno no se incluía dejar de comer el rico manjar del prójimo. No creo, sin embargo, que la religiosidad popular sea o esté desechada. Ahí donde la fe es manifestación pura, puede ser la cimiente de una fe más conscien­ te y adulta en base a ilustración y apertura, superando una fe ingenua e irreflexiva. En fin, es una realidad que como humanos cometemos errores. En la búsqueda a veces nos perdemos, pero también aprendemos con los tropezones. Puedo asegurar que en mi tierra abundan las mejores intenciones, reflejadas en la alegría, la bondad, la sencillez y el sentido del humor reforzado con oraciones. ※

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Mina Barragán, unas amigas y yo en el chacuaco de la hacienda.

Con la luz a medias Tizapán vivió a oscuras muchos años, época en que sin duda tuvo otros encantos. Un corto tiempo con un dinamo para mover un molino para nixtamal, el señor Be­ nito Llamas proporcionaba al pueblo unas horas de luz (el molino frente a la plaza es hoy el moderno almacén de abarrotes de Chema y Yolanda Torres). Jesusita Her­ nández, esposa de don Benito, señora estimada y fina bordaba a máquina sábanas, vestidos y mantelería. Su casa siempre alegre visitada por sus sobrinas de San Nicolás y la simpática y fandanguera Marina, nieta de doña Cuca Aguilar, que contrastaba con la silenciosa y trabajadora Trini Gutiérrez también bordadora. Hacían las bolas de masa en aquel molino Chuy, Libradita y Gracia Llamas, hijas de don Benito. Con un trabajador que le decían “el Chorreado”, Benito el mayor, “el Güero” Pantaleón, Da­ niel, Ramiro y un primo apodado “el Carimbo” picaban todos los días con cincel, marro y martillo las piedras del molino, trabajo agotador como para sacar a los niños del limbo. A las siete de la noche se encendía la luz y los radios de bulbos para es­ cuchar la estación de radio XEW. Era la única distracción para el pueblo que comu­ nicaba hasta los lugares más apartados. La radiodifusora XEW nació en la Ciudad de México en 1928, calle Buen Tono 16. Se cambió en 1930 a la calle Ayuntamien­ to 152 esquina con Luis Moya conservando su prestigio y categoría. Qué lejos estábamos entonces de imaginar siquiera el descubrimiento de la te­ levisión en 1949. Hubo artistas representantes de esa época, como María Victoria con su ropa entallada y su voz quejumbrosa. Después, un 10 de septiembre, creo que de 1950, se inauguraba la televisión a color y su evolución incontenible en 2009. Series de tele van por cable a celulares. No más bulbos. El sonido blanco de imágenes murió en el siglo xx. ¡Qué impresionantes hazañas del hombre nos ha tocado vivir! Al principio el Doctor I. Q., Cuca la telefonista, Las aventuras de Carlos Lacroix, con el actor de moda Tomás Perrín y el cantante Emilio Tuero. Los aficionados, don­ de surgió la artista María Elena Márquez y muchos valores de la época. El que la hace la paga, El risámetro, La marquesa Solares, Cuentos de Lolita, La hora de Cri Cri

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con Gabilondo Soler, La doctora Corazón desde su clínica de almas con Gloria Itur­ be. La hora azul del recuerdo, Poesía con don Manuel Bernal; el Lunes deportivo, Las Cúcaras (un dueto cómico), las noticias con don Pedro de Lille. La Hora Nacional, las voces privilegiadas de Juanito Arvizu, Nicolás Urcelay, el doctor Ortiz Tirado, Esmeralda, las impactantes noticias de la Segunda Guerra Mundial. La interminable radionovela Ave sin nido con Anita de Montemar y algunas series divertidas con ensayos de comedia y pininos culturales. Tres horas duraba el gozo. Cerca de las diez de la noche después de tres apa­ gones el pueblo quedaba a oscuras como gran boca de lobo. Nos libraba del progra­ ma de las once del horrible Monje Loco. A prender velas y aparatos de bombillas cuidándoles la mecha que producían gran tiznadero. Una que otra lámpara de gaso­ lina con capuchón había en los comercios como mejor recurso o una pequeña planta de luz movida por gasolina o petróleo. Era también la hora de espantar los zancudos con la bomba de Flit. Si a alguien se le antojaba salir a regar el corral podía ganarle el miedo y amanecer mojado hasta el calcañal. Un día no sé por qué desapareció ese servicio de luz y Tizapán volvió a las tinieblas, por algún tiempo resignado añorante de la luz y las noticias para integrar­ nos al desarrollo incipiente de la comunicación. Mientras tanto mis abuelitos se­ guían cogidos de la mano, rezaban el Ángelus, la Salve del mediodía y Vísperas al atardecer, hora de la merienda. Mi abuelita pertenecía a la Tercera Orden y oraba antes de los alimentos: “Seráfico San Francisco, humilde siervo de Dios. Por aquellas cinco llagas que el Señor en Ti imprimió. Por aquellas palabras que el mismo Cristo te dio. Que nunca le faltaría el pan a tu religión. Por Jesús y por María, por el Ángel y su guía socorre mi pobreza con el pan de cada día. Te lo pido por amor de Dios, por amor de Dios, por amor de Dios”. De tanto escuchar la oración se me grabó. No soy franciscana pero tengo devoción y admiración por ese gran santo de la humil­ dad, la renuncia, el amor, la paz, el bien y defensor de la ecología. Preparar el chocolate en agua era todo un rito. Tomaba mi abuelita un jarro de barro con agua sentándolo en las brasas encendidas del brasero. Antes de que el agua con la tablilla de chocolate soltara el hervor, tomaba el molinillo de madera tallado para batir con vigor. Con cuánta seguridad y elegancia batiendo producía aquella espuma crujiente que chorreaba los bigotes de mi abuelo tan paciente. Más sabroso era sopearlo, aunque no era bien visto por las reglas de educación, con unas roscas de agua doraditas y calientes que se daban en la boca como prueba de un amor de tantos años pero siempre nuevo y cuidado. Después de aquel festín del paladar otra 188

fiesta podía a veces empezar. Era como echar las campanas del corazón a repicar,


tocando la vitrola con su bocina gigante, altanera, retorcida y caprichosa que se quedaba muda si no se le daba cuerda cuando quería la encajosa. Luego empezaba a girar con un acompasado coqueteo de cadenciosas olas tocando con su aguja pe­ queñita y sus vueltas perezosas tangos de Carlos Gardel, el dueto de las hermanas Garnica Asencio de voces muy temblorosas. El colmo de la reunión podía llegar hasta destapar el orgulloso piano pianola. Era tan negro y lustroso que no podía imaginar cómo alguien pudiera tener tanta saliva, si la mía se terminaba con sólo limpiar la punta de mis zapatos negros de charol cuando íbamos a misa. Las reuniones sociales alrededor del piano me llevaron a definir un gusto especial, al descubrir un olorcito que despedían Meche y Queta Tovar que estaban de vacaciones y primas de Toty Yolanda Brostrand, se llamaba perfume y me encantaba. Deseé ser grande para poderlo usar. Bueno, pensé, eso lle­ gará. En ese momento era necesario escoger el carrete perforado para colocarlo en la pianola o parar en dificultad si perdía el primer lugar para pedalear y tener la ilu­ sión de estar interpretando un concierto como gran maestra. Elegir música selecta, antiguas danzas, mazurcas, polkas, blues o vals. Casi te podías coronar. Aunque ser una reina al pedal era bien poca cosa, sí aspirabas a heredar las dotes filarmónicas que traía mi abuelito Atanasio de atrás. Nada menos que con don Rafael Alonso, Alfon­ so Domínguez y otros aficionados comprometidos intervinieron en la formación de la banda municipal. Con todo y los sueños musicales no se dio el milagro en la fami­ lia. Se está presentando ahora una esperanza con mis nietos Santiago y Alejandro, lo demás sólo ha sido llamarada de petate. Mis hijas Eva Lucía y Ana Leti tocaron gui­ tarra en casa y en la misa de los domingos en la mañana, después Eva Lucía aprendió el acordeón y Ana Leti charango, Mónica y Luis tenían otras preferencias. ※

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Licha Degollado y yo bordando en el rancho.

Luz eléctrica y petróleo Al fin en 1948 se hizo la luz. Regresó a Tizapán por una línea de cables que venía de la subestación de Cojumatlán llegando hasta el cuartel. A cambio se casaron Juventino el ingeniero con la linda Betsabé Álvarez. Para no fallar, el pueblo seguía pagando en oro puro por cada servicio que recibía. Se guardaron los aparatos de pe­ tróleo y el tizne que producían, se guardaron algunas velas por si se ofrecía. Se ins­ talaron postes con lámparas y desde entonces las calles de Tizapán lucen alegres y agradecidas a la luz eléctrica. Cerca del 53 una excelente noticia sorpresa se anunciaba. ¡En Tizapán hay pe­ tróleo! ¡Vienen los perforadores! ¿Se imaginan el progreso? Los tiempos serán me­ jores. Ahora nos enteramos que no había prisa. No es tarde el bien como venga. Invasión de gente nueva. Dinero por las cantinas, instalación de las torres, perfora­ ción exhaustiva. Especulaciones furtivas. Los directores muy serios paraban en las esquinas pensando qué habría pasado con las pruebas recibidas. Quizá con los dinosaurios el petróleo tendría vida, ahora aparecía el gas muerto, ni rezando revivía. O no le dieron al clavo o San Pancho el patrón nos protegía, rescatando a Tizapán de enfrentar un drástico y difícil cambio ambiental que no se preveía. Y después de algunos meses de fracaso en la aventura, le dijo la guacamaya al pájaro azul turquí: “Esto valió… ¡para nada! Mejor vámonos de aquí”. Se levantó el campamento, se fueron los changos perforadores, volvió la rutina. A tomar los azadones para seguir cultivando esta tierra bendita. ※

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Fiesta patria: Heriberto manejando y Santos Degollado con Celia Degollado, yo y Margarita Contreras.

Las fiestas patrias Para el 15 de septiembre, el altar para los héroes con las velas encendidas era reve­ rente. Formaban un cortejo especial para el altar, invitados prominentes: don Jesús Rubio que fue dos veces presidente, el presidente en turno, el secretario Jesús Puli­ do siempre activo y popular, don Jesús Lepe y algún comerciante representando al pueblo. El portal del Chato Zepeda era la sede, convirtiéndose además en escenario de epopeyas históricas que con inflamado patriotismo los alumnos de las escuelas hacían suyas, transmitiendo su emocionado patriotismo. De El Refugio venía don Jesús Méndez con sus lindas hijas Bertha y Belia, compañeras en la normal de las Rubio, guapas hermanas Cuca y Alicia, que participaban con preciosos bailes regiona­ les. A la hora del simbólico grito de Independencia se sumaban todos los vivientes. Para elegir a la reina que presidía los eventos conmemorativos no faltaba la emoción de reñidas competencias. “La guapa Cristina Béjar ¡quedó de princesa!”. “¡Ganó la corona Licha Degollado…!”. Y otro año haciendo cola con San Antonio volteado de cabeza para conseguir novio y aspirando al reinado. El 16 de septiem­ bre encabezaban el desfile algunos abanderados. Les seguía el presidente municipal con sus colaboradores, luego el comercio. Respetado magisterio los siguientes, más los interminables grupos de todas las escuelas marchando al un, dos, un, dos, por­ tando banderitas. Allá por las Piedras Lajas, en la esquina de Jovita Guerrero (para mejor seña decían: “Después de encá, Jesús y Amada Béjar, contra esquina de Chabela Torres”), por allá mero, esperaba el juvenil contingente de los conscriptos, engomados con esmero, obra de los peluqueros, estrenados y valientes aunque ampollados con sus botas nuevas relucientes. Daban realce al desfile con su quepis de lado y su heroico comportamiento bien entrenado. Se les unían los de a caballo. De El Refugio: Pan­ cho Buenrostro, Daniel su hermano y su papá don Eleuterio. Del callejón: Eliseo Vargas; el papá de Pancho Ordaz el cartero, don Baudelio Acuña y muchos más. De la Rosa Amarilla: Ignacio Macías con su esposa Cuca Valdovinos, papás de Juan

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Manuel que fue su único hijo y tenían muy consentido. Y muchos otros de ranche­ rías cercanas llegaban con sus caballos bañados, cargando su refrigerio y enjundia para participar en un acto cívico de tradición. Aquí interrumpo el desfile porque estos personajes me trajeron un especial recuerdo muy querido. Prometo volver. ※

pp. 194-195.

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Silvia Degollado y yo como invitadas en la fiesta tradicional de Chapala.


Corrales Por el año 37 tuvimos unas vacaciones en un mágico lugar que nos marcó impresio­ nante experiencia de niños. El rancho El Volantín está cerca de la Rosa Amarilla y la entonces Hacienda de Corrales, donde vivían don Salvador Haro y su esposa María Valdovinos que eran compadres de mis papás. Tenían cuatro hijos. Aurora la mayor, ingenua, muy original con sus narraciones nos tenía boquiabiertos. Fue una semana como un bello sueño y otro que se me cumplió por casualidad. Tener un pantalón de mezclilla con pechera fue el colmo de mi felicidad. Lupita se llamaba la otra niña, Daniel era el niño y la pequeñita recién nacida Ana Victoria. Fue muy fácil hacernos buenos amigos. Primero nos llevaron a conocer el jagüey. Jugamos roña en el llano, descubri­ mos la atarjea, luego encontramos preciosas flores silvestres en los misteriosos pan­ tanos que miedosos cortamos. Con las flores azules pequeñitas nos hicieron un té rico endulzado, con las otras adornamos las palmas para el Domingo de Ramos. Tam­ bién encontramos las ruinas de una capilla llena de helechos y altares con telarañas y murciélagos colgantes que despertaban muy tarde. Por la noche el canto de los tecolotes y aletear de las lechuzas que volaban al estanque, atravesando la sombría alameda para llegar a la hacienda envuelta de matorrales. Su dueño, o administrador no sé, vivía allí. Era don Pancho Rentería, señor de buenos modales. Vestía pantalón bridge, polainas y saracof para librarse del sol. Con esa indumentaria el señor pare­ cía el Pancho Villa de la Revolución. Después conocimos en la Rosa Amarilla a la abuelita materna de Aurora, doña Maximina, señora plantada, cordial y festiva. Sus hijas muy lindas nos llevaron a su casa. El corredor era como un altar con macetas floreadas, nos invitaron la suave cua­ jada, después queso, chongos y limonada. Nos preguntaban de gustos y sentimien­ tos, nos dieron mucha importancia. A mis 6 años supe lo que en un niño influye y le gusta ser tratado con interés, y cómo despierta la malicia observando las miradas, como las de Toño, el de doña Maximina, y Chuchi mi tía que se gustaban. Fue como

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abrir un cofre cerrado que tenía mil cosas guardadas. Ellas, las muchachas, seguían preguntando impresionadas por qué nos gustaban tanto las flores. Para mí, fuerte pre­ dilección, no quisiera verlas morir. Ante lo imposible muchas puedo disecarlas. Di­ cen que no es lo mismo que lo mesmo, pero prefiero verlas estáticas que tirarlas. Ya me veo en mi panteón de flores secas. Y no es mi única rareza, guardo y conservo lo usado con agradecimiento. Las chancletas compañeras de tu descanso, la bata vieja que no se arruga y te deja libre, las toallas de baño suavecitas, todo lo quisiera eter­ nizar. Ahora se dice rescatar, reciclar. Mi mamá decía, lo viejo guarda lo nuevo y había que remendar; labor que me gusta, no porque me falte mejor ocupación. Pero no era esto lo que quería contar. Veré dónde iba. Después de una semana maravillosa para nosotros, un enamorado impaciente no pudo más con la ausencia y de palomazo como a él le gustaba llegó una madru­ gada a la Hacienda de Corrales con mariachi para ver a su prieta, como le decía a mi mamá, y a nosotros sus chilpayates. En un abrir y cerrar de ojos se hizo la fiesta. Las vecinas llegaban con sus vestidos de charmés brillante, olorosas a hierbabuena y menta, sus viejos cargaban en la cabeza sillas con asiento de mecate. ¡A qué hora hicieron tanta comida! Oía que la birria la cocinó don Crescencio Vargas. Con mis pocos años estaba asombrada, muda, no decía nada, ni las moscas faltaban pero es­ tábamos felices de ver a mi papá. El baile de aquel inesperado fandango acabó a la siguiente madrugada. Se fue el enamorado dejándonos su alegría que tenía para dar y regalar. En unos días volvió por nosotros. Cuando nos despedimos dando las gracias, los ojos bonitos del formal hijito Daniel estaban cuajados de lágrimas. Promesas hubo para volver pero aquella linda familia nunca la volvimos a ver reunida. Aurora siguió con sus fantasías y cuando se quiso casar nos dijo su papá: “Aurora se echó a las con­ fidencias, o sea una revista de consulta sentimental busca novios. Le cayó un capitán que se la llevó del rancho a la capital”. Lupe su hermana y Ana Victoria inconsolables suspiraban por su ausencia, pero aquella aventura tan dura no querían experimentar y rogaban fervorosas: “Mejor aquí Padre Santo, el novio o marido que nos quieras dar”. Lo que son las cosas. Todos dejaron el rancho. Ni hablar. El cuento aquí se acabó. Así como la alameda, las ruinas de la capilla, el jagüey y la atarjea. La Hacienda de Co­ rrales cubierta está por el agua de la presa de El Volantín, que sepultó la vereda pero nunca la querencia que dejaron tan hermosas vivencias. Hace unos meses en la bonita boda de Sigifredo Díaz y Rosi Navarrete, el se­ ñor licenciado Luis Manuel López Díaz, de La Manzanilla, me contó a propósito 198

de personajes y haciendas. Precisamente en la Hacienda de Corrales, nació un hom­


bre de trayectoria famosa y trascendente, que a Europa conquistó con su estilo de imagen pueblerino, sobrio y hermoso. Creador de los espacios confortables y de la luz, el arquitecto don Luis Barragán. Con sus colegas, el arquitecto Luis Morales y Rafael Urzúa, originario de Pueblo Nuevo, hoy Concepción de Buenos Aires, Jalis­ co, crearon la corriente arquitectónica de la época llamada: Escuela Tapatía de Ar­ quitectura. Luis Barragán, registrado estuvo su nacimiento en el año 1902 en el li­ bro de actas del Registro Civil de Tizapán. Pasó en 1909 al nuevo municipio creado de La Manzanilla de la Paz. También se dice que el arquitecto nació en Mazamitla. Quizá la adoptó como su tierra natal. En la plaza de ese pueblo cada día más tu­ rístico hace poco tiempo vi un monumento erigido a él en agradecimiento por su predilección. Pienso que los hombres como Luis Barragán son de talla internacional, pertenecen a toda la humanidad. Ahora sí continúo con el desfile del 16 de septiembre. Ya está por terminar. Los charros con sus Adelas, muy admirados jinetes, el espectacular desfile con bro­ che de oro lo cerraban siempre, más la música de aliento de cuellos enresortados y tamborazos dolientes. Las niñas con sus caritas asoleadas marcando el paso mante­ nían la disciplina. Los niños retecansados daban ejemplo por civilizados. ¡A la voz de rompan filas! Abajo con la armonía el desfile terminó. Cada quien para su casa a curar la insolación. Lo patriota a la alcancía y los adultos al portal porque las repre­ sentaciones históricas estaban por empezar. Como cada año era necesario alimentar la emoción, movida por el heroísmo pasajero del festival patrio, secar los ojos agua­ nosos conmovidos por el Himno Nacional y la gloria de ser mexicanos. Mientras tanto el Chato Zepeda paseaba a sus gallos por el portal. Terminando la matiné, buena orquesta contrataba y era un bombazo de miedo el cumpleaños de Aurorita Gutiérrez Zepeda. Colección de corazones de aquella niña de seda que también quiere y visita Tizapán. Por la tarde, la plaza llena a reventar, el kiosco adornado, cacahuates tatemados, guasanas asadas, elotes cocidos, flores en la serenata y desper­ dicios tirados para llenar un camión. Para las fiestas nadie le daba alcance a Tizapán. Al día siguiente paseo al ran­ cho Los Coyotes caminando por el río. Unos en burros pasmados, otros en machos cabríos. Sólo doña Elisa Méndez montaba como es debido, cuando parado de ma­ nos su caballo relinchaba queriendo tirarla al río y mi papá la detuvo. Era un jinete valiente, le sobraba brío. Por una buena amiga corrió el desafío. El fiestón duraba hasta voltear las ollas, nada de apariencias, todo mundo disfrutando de la indepen­ dencia conquistada. Bien entrada la tarde ya bastante iluminados, en el regreso ha­ bía competencia para no caerse del burro y empaparse en las aguas del río.

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Y seguía la mata dando. Organizadora incansable mi madrina Anita Osorio, amiga inseparable de Elisa Méndez. Mi madrina era poseedora de prodigiosa me­ moria, conservaba día, fecha y hora de todo evento y velorio. En su casa estableció un comercio, después la segunda nevería fija de Tizapán (hoy Novedades Figueroa). Sus paseos a La Estancia con pozole de guayabilla impregnado de tequila, era un milagro poder pararte de la silla. Los deliciosos guisados de su mamá Mariquita Mor­ fín, las sonoras carcajadas con que celebraban los chistes de su hijo Joaquín. Era un sastre de mucha clientela, les hacía los pantalones ahorrándoles la tela, pero cuando se enojaba podía recordarles gratis a toda su parentela. ※

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Tizapán sigue siendo fiestero y para muestra basta con un botón, la familia Garza Pérez representa bien la tradición. Aqui con mi querida Jesusita, presidiendo el fiestón.


La fiesta patronal Después de las fiestas patrias había un periodo de preparación para la fiesta patro­ nal de San Francisco de Asís el día 4 de octubre. Repartía el señor cura Ángel An­ drade, casa por casa del pueblo cochinitos de barro como alcancía y llegado el tiempo, reventando de morralla se entregaban en el templo. La Tercera Orden Franciscana preparaba hábitos y escapularios con devoción. Pepita Sánchez empezaba su caminar domiciliario para acomodar entre los fieles el triduo y el novenario. Juanita y Anita Figueroa en su peregrinar la acompañaban. Carmen y Libradita estaban retechiqui­ tas y las vestían de angelitas para adornar el altar representando pasajes alusivos. El costo para cubrir la fiesta un cuarto de día era la gran suma de ocho pesos con ochenta centavos, poco menos que un salario (diez pesos). Los desprendidos papás de los braceros devotos fervientes, con el cheque de sus hijos hacían milagros paten­ tes. Un dólar valía 4.80, ni pensar en la reventa. La economía dormía en los laureles de los años treinta. José de Jesús y José Luis Figueroa llevaban la contabilidad a cuestas, diseñaba José Rodríguez las composturas del templo, ensayando al mismo tiempo pasodoble y bolero con muy especial contento. Don Marciano blanqueaba la cera para escamarla a tiempo. En un perol de cobre al fuego primero hacía las velas empavilando la cera caliente hasta darle el tamaño y grosor necesario. Celes­ tina su esposa, comedida le atizaba al brasero, con el carbón apagado no hacía mila­ gros don Marciano, ni con el cenicero. Durante ese periodo de preparación, un año María Luisa Zepeda organizó un festival para beneficio. Todas las chicas lucieron sus dotes de artistas y volaron los boletos hasta llenar el salón. El evento fue un éxito de actuación y derroche de entusiasmo. Silvia Degollado vistió kimono de geisha y bailó chonkina causando sorpresa, pues los ensayos fueron muy privados. Para el día de la fiesta colgaron unas cortinas de brocado color vino claro, luciendo como un trofeo de la recaudación exitosa. Había un acontecimiento de renombre esperado como agua para chocolate. A veces coincidía con el novenario, también podía celebrarse el santo de los sacerdo­

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tes, como el señor cura y los padres Ramón Hernández y Carlos Rodríguez, que por sus vidas comprometidas el pueblo los quiso tanto, o bien por visita pastoral del se­ ñor obispo para celebrar confirmaciones. El evento esperado era nada menos que el Comelitón del curato. Asistían las catequistas, cocineras y meseras del mejor trato, todas queríamos estar en la lista. No podían faltar los futbolistas del Club Alas que apadrinaba el cura Andrade. Los jóvenes guitarristas cancioneros incansables del club de Los Aguilillas que fundó el padre Ramón Velázquez. Para el equilibrio, los doc­ tores, secretarios, profesores y comerciantes. Menos podía faltar el respetado gene­ ral don Luis Leal y su esposa Chuy “la Güera”, que siendo de Tepatitlán le dedicaron a nuestra tierra cinco hijos y fueron queridos como el que más. La comida empezaba con una bien servida botana de fruta en vinagre acom­ pañando una cervecita helada, preparando el paladar para el arte culinario. Todos muy educados platicaban de quedito muy serios y bien portados, y no es que hu­ biera gato encerrado, más les valía si querían volver a ser invitados. El menú era variado. Consomé con verduras, sopa de tamal de elote desbaratados con mantequi­ lla. Lomos fingidos con puré de camote o mole con guajolote. Los frijoles refritos con queso y totopos. El postre, flan de vainilla o cajeta de papa rendida y encanela­ da con el buen estilo de Pepita Sánchez. Aguas frescas de frutas y jerez que los hombres disfrutaban con discreción singular. El vino era tan bueno que después de un ratito se repetía sin exagerar para seguir integrados a un festejo tan especial. Después de tener el pájaro en la mano cualquiera lo iba a soltar. Por la noche del mismo día en el salón del curato Anita Sánchez y Rosa María Degollado artistas de gran temperamento revivían las tragedias griegas como maestras de innegable talento. Tanto que el salón casi caía por los aplausos, con asistentes del centro, de Santa Ana y otros barrios. El señor cura y los padres presidían agradecidos y emocionados. Después de canciones, bailables, sainetes, dramas y declamaciones, nos retirábamos complacidos recibiendo bendiciones. Carlos Chavarría “el Notario”, Car­ litos Figueroa “el Sacristán”, Genaro “el Cantor”, Rafael Álvarez “el Rey”, hoy fotó­ grafo, y Federico Chavarría se encargaban de cerrar aquel salón que se abriría hasta nuevo evento. Hoy tiene continuo y variado uso. ※

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pp. 202-203. Comida en el curato: tres invitados, David García, dos invitados, Ernesto Zepeda, un invitado, don Rafael Reyes, don Maximino Garza, don Cayetano Cárdenas, sobrino del señor cura, un invitado, Macario Torres, dos invitados, Enrique Moreno, dos invitados, don Santos Degollado.


Kermés Para sufragar gastos y dar mayor relevancia al novenario, una lucida y exitosa ker­ més no podía faltar. Anita Buenrostro y Estela Anguiano voluntarias cantadoras eran las ganadoras. Su gran majestad Mayico Galván ya no andaba con la bola. Para conservar el orden las policías guapetonas Lupe y María Contreras. María Anaya, Carmen Guerra y Estela Buenrostro con título de campeonas acarreaban a las pare­ jas hasta el Registro Civil realizando por un ratito el sueño del matrimonio. ¡Listos! Porque la mamá los podía sacar del chongo. Josefina Martínez hacía gala de sus ojos bellos, su rizado pelo y su andar ligero. Mancuerna con Betsabé, Carmen Guerra y Enedina Álvarez como flamantes floreras. Pina Buenrostro y Pachita hacían buen equipo, vestidas de gitanas adivinaban la suerte sacándoles en prenda las sortijas. Había que comer de todo, la cena estaba muy rica, afuera se quedó el desgano. Nada de medias tintas, la cooperación lo pedía. Hasta don Eusebio Álvarez se aceleraba arriando sus burros, doña Lupita su esposa el pregón para Angelina: “¡Corre hija de mi vida a terminar los estrenos, ya les oigo paso a las catrinas!”. Acompañadas por su hermano el renombrado Pico Pantoja, Jesusita y mi coma­ dre María, Merceditas y María Raigosa, Licho Hernández, Chuy Vázquez, Goya y Lupe Llamas. No sacaban ni la nariz cosiendo vestidos nuevos imperdonables es­ trenos, con telas de seda floreada que lucirían las muchachas en sus ires y venires partiendo plaza muy felices y acicaladas. Esthercita Zambrano Guerra, mi querida ahijada era chiquita, muy cercana a su abuelita doña Esther Guerra mi comadrita recién fallecida. Esthercita se refugió en su papá, entonces presidente don Salvador Zambrano, no queriendo participar en festejos le dedicó sentida composición. “Señor Salvador Zambrano protector de nuestro pueblo, redactado con mi mano le dedico este recuerdo”. Aplausos, abrazos, besos le regalaron satisfacción y contento, muy merecido reconocimiento. El novenario por tanto era como abrir puertas y ventanas con bombo y plati­ llos a la culminación de la fiesta del santo patrón San Francisco de Asís ejemplo de

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humildad, evangelio de la paz y bien. Las procesiones foráneas, una parte importan­ tísima de las celebraciones. Reflejo de religiosidad que podríamos darle el significa­ do del peregrinaje de la vida. Cada barrio, representado por personas de reconocida solvencia moral, trabajadoras y comprometidas al culto de sus capillas, agradecidas por el nombramiento entran con devoción al templo con rezos y sonidos de fiesta, bandas, mañanitas y dianas, portando sus estandartes con la imagen de su santo. Son aspectos culturales que se renuevan asistidos por la iglesia y enriquecidos por el amor de su gente. Al fin llegaba el 4 de octubre. La tambora para el alba. Pasear de vestidos nue­ vos perifollos y coqueteos. Había que dar mañanitas, el desvelo era la opción. Las vo­ ces salían a todo pulmón (ahora “Las mañanitas” son con mariachi, Blas Cárdenas Garza, renueva su compromiso a la tradición) y el templo se estremece saludando a su querido patrón. Habían llegado ya los hijos ausentes anhelantes y circunspec­ tos, decididos a gastar en ristras, cohetones y música de aliento, para llenarse la vida y un año para recuerdos de nostalgia por sus apegos. Pancho Cisneros llegaba pri­ mero, rebosando felicidad desde sus adentros. Caminaba al callejón cargando con su maleta donde había empacado con cuidado uno que otro regalito y sus mejores sentimientos. Sin trabajo se integraba al jolgorio familiar donde no podían faltar Mercedes y Chabelita Ceja, las Rico, las Contreras ni todo aquel vecindario del ba­ rrio, ejemplo de unión y fraternidad. Podían llevar distinto apellido pero la unión les hermanaba preparados para vivir el esperado acontecimiento. Al tercer repique de las alegres campanas podía sentirse el magnetismo de aquel sonido único, alimentado por el oro de los anillos que tantas personas buenas rega­ laron cuando fueron fundidas. Se podía sentir y casi escuchar un clamor de religión que alaba, invoca y no tiene vergüenza de creer. Que llama a Dios por su nombre. En una banca especial los Bojorge, Licha, Tomás, Nacho, Ana, Cuquita y todos sus hermanos año con año hacen camino desde México con valiosos regalos para honrar y visitar al patrono de sus antepasados con todos sus descendientes. A la fecha, la mayor parte de tan querida familia ha fallecido. La celebración litúrgica se convivía con gran devoción. El sermón alusivo era parte de la solemnidad del acto. El banque­ te eucarístico en forma especial. La bendición de la misa, seguida por la bendición de San Francisco levantaba emocionadas vivas y aplausos al santo patrón, cerrando con broche de oro la celebración religiosa. En el atrio los platillos de la banda ponían fin a la diana. Lágrimas disimuladas de emoción y dolor humedecían las mejillas y los recuerdos por algún lugar que en 206

una banca había quedado vacío para siempre en la función. Por la noche con la sere­


nata y la quema del castillo se rubricaba el fin de la fiesta popular. Pero ya entrados en gastos para los lugareños y los hijos ausentes, la fiesta seguía en su apogeo en las casas, la calle y la plaza. Hay unos hijos ausentes que siempre estarán presentes como Luis García “el Coday”, comerciante de La Merced. Con entusiasmo y devoción construyó una capilla para darle culto al barrio con torre, atrio y campana, dedicán­ dola con orgullo para la señora Santa Ana. Para los galleros eran fechas para regresar. Del norte, don Bernardo Moreno se hacía presente sin avisar. Con su experiencia, buena suerte en el juego y su elocuencia, no convencería a sus hermanos Jesús, Carolina, María, Emigdio, Nacho y Conrado. Mejor su nieto Beto para los gallos salió empedernido aficionado, brincándose a los hijos de don Bernardo, Cutberto, Bertha y Nano. Doña Paulina cuidaba que no le pisaran las plantas de sus floridos prados. Cutberto siguió el camino de la política limpia. Más tarde fue presidente municipal y jugó como los mejores gallos. Recibió importante apoyo del señor don Jesús Chavarría (el famosísimo Pelón) que ocupó un destacado lugar en ese ayuntamiento por sus cualidades y responsabilidad. Sitio merecido para toda esa familia y sus descendientes. Pachita Navarro la popular es­ posa de Cutberto, como presidenta, hizo historia a la redonda con sus dotes de filan­ tropía, logrando proyectos y programas de asistencia social. Activa buscaba donantes para el asilo de ancianos sin saber entonces que la estaba esperando el Buen Samari­ tano. Tere y Leti sus hijas mejor no metían las manos, pero eso sí en el San Francisco para gozar de la plaza hasta los gallos dejaban amarrados. La plaza parecía un hormiguero. Confeti, flores, piropos. El castillo, ¡ay viene el toro! ¡Buscapiés, balazos, el corredero! ¿A quién mataron? Ya no hay remedio. ¿Cuántas personas murieron? El luto entristece el recuerdo. Así como los quemados en accidentes muy lamentables. Empezando por su peligrosa elaboración una familia de coheteros casi desapareció. Nada puede justificar la pérdida de una vida humana ni el excesivo costo cuando hay hambre en la tierra. Desde entonces, todavía se oye decir que la cantidad de pólvora usada, medía la categoría y esplendor de la fiesta. Nunca he podido encontrar ese valor y gusto a la pólvora explosiva. El ensordecedor ruido que las ristras, cohetes y cohetones producen, me conectaban desde pequeña con el estallido de las bombas de guerra vistas en alguna película llenándome de pavor. Confieso mi ignorancia, desconozco el origen de esta costumbre y tradición, creo que proviene de China y vino a México en segundo lugar o nació simultáneamen­ te. No puede negarse la belleza creada con el espectáculo de la pirotecnia, la lluvia de colores brillantes de formas que se deshacen en un instante. Definitivamente la pól­ vora es una agresión que afecta a la atmósfera, nuestro recurso de salvación. La

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tecnología lucha por crear medidas de protección pero aún no se logra la seguridad absoluta. ¿No sería mejor tomar conciencia? ¿Sacrificar el placer visual en bien de la humanidad? Creo que nada puede justificar el peligro de vidas humanas. Alguien en desacuerdo conmigo me dijo que exagero mi austeridad. Quizá tiene razón. En fin, pese a todo espero que un día no lejano una persona inteligente, sensata y crea­ tiva invente un regalo maravilloso que sin lastimar a los de abajo, se eleve hasta el Señor para glorificarlo y darle gracias. Y si es la pirotecnia sin peligros, ¡mejor! Esperando siempre temerosos que se presentara una quemazón o zafarrancho, la media calle se convertía en una feria ruidosa, gigante. Con el gritón de la lotería que afectaba de los papás su economía. Dos centavos se pagaban por cada carta vacía y una dotación de frijoles apuntadores buscando a don Ferruco y a la famosa Catrina: Es de queso y no es de tuna… ¡la luna! Pisa fuerte y con huarache… ¡el apache! El que le cantó a San Pedro… ¡el gallito! La muerte siriquisiaca cargando con un cajón… Cada carta que salía, el estómago en un botón se convertía, los frijoles iban faltando. La suerte jugaba a las escondidas. Al fin, al grito de ¡lotería! saltaba la gri­ tería esperando aquel ansiado regalo que el gritón prometía. Entonces tenías que elegir, entre una jarra azul de vidrio soplado pintado con ramos de flores color de rosa, un caballito de palo con los ojos azorados o una mona gorda de cartón con sus aretes dorados y los zapatos con hebilla y tacón pintados. Para los avisados el tiro al blanco era lo indicado. El volantín, el martillo y la ola iban subiendo de tono como enojados. Para los valientes, la impresionante rueda de la fortuna que se columpiaba, además te cobraba doble el boleto con una mareada. Entonces no querías ni ver el puesto de los quequis que enmielados y calientitos habías consumido después de haber cumplido un gusto saboreando aquel manjar tan afamado de las ferias. Para los enamorados el placer de la fiesta era dar vueltas en la plaza, hombres y mujeres caminando en sentido contrario con la ilusión del en­ cuentro. Con los ojos de borrego a medio morir se escuchaba: “¿Me corresponde?”. “¡Me debes!”. O sólo por diversión se regresaba la flor sin hacer compromiso. Era relajante y divertido. La banda en el kiosco tocaba lo mejor de su repertorio, acom­ pañando el tronadero de cascarones llenos de confeti de colores y uno que otro coscorrón para los más atrevidones.Así era la feria. Música, lotería, juegos, miedos, 208

risas y gritería, nadie podía escapar al encanto de aquella romería.


Mi hermano Carlos, David y Leopoldo Gómez, hasta su pacífico primo Cle­ mente. ¿Llegarían... o no llegarían? Porque la esperada troca gris de Adán a veces se resistía y no por mala gente, los años no le cabían. Paciente Adán. Lucero, Celia, Mina y Yolanda Torres, mi hermana Licha y Ana María Márquez impacientes espe­ rábamos turno para entrar a la nevería, que tenía puertas a la plaza desde el único portal. Ocupaba aquella sala que conocí cuando niña. La casa era de doña Brau­ lia Zepeda y de su hija María Luisa (hoy ampliación de zona de mercado, locales y verdulerías). Se celebraba una boda, la fiesta siempre era en casa de la madrina, y nos llevó mi abuelita. ¡Qué fiesta tan bonita! “La Chata” Ernestina Vázquez casó con un señor italiano. La novia ¡qué bien cantaba! Con su guitarra amenizó la reunión. Silvia y Aurorita vestidas de azul y largo las damas de amor. Lolita Ruiz tía de “la Chata”, representaba la alcurnia y tradición, así como las señoritas Cárdenas y Macías dueñas de las bellas casonas contra esquina del portal, orgullosas de ser oriundas de Tizapán, venían de la capital a vacacionar. Contemporáneas de mis tías las Chávez, Cuca y Pepita y de las Valencia, Elena, Pepa y Carmelita, primas todas de mi abue­ lita Toñita. Ya di referencia de la boda y sus personajes. Vuelvo a la nevería. Pepe Reyes la regenteaba con discreta cortesía, buscándonos una mesa que estuviera vacía. Rita su hermana observaba de lejos complacida desde la puerta de su casa sentada en una silla bajita disfrutando la música que venía del kiosco. Gozábamos del ambiente, ni la vida nos corría. El castillo trueno y trueno, del otro lado vendría y uno que otro borrachito haciendo cuatros, solito se divertía. Por ser un día de fiesta especial, po­ díamos regresar a casa a las diez. Era como ganar la lotería. Pero podían darnos las once, sin pensar en el sustazo que al llegar doña Aurorita nos tenía preparado. “¿Por qué llegaron tan tarde? Estábamos preocupados. Ya se apagó el castillo, pasaron también a un quemado. Tenemos los ojos largos de tanto mirar esperando”. Noso­ tros seguíamos flotando entre varas de gladiolas envueltas en serpentinas y el cuidado amoroso de nuestros padres en todo momento estaba presente. ※

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Foto tomada por Eva Mendiola.

Primera Gran Feria de Jalisco Han pasado tantos años y sin embargo prevalecen las costumbres familiares, queda­ ron presentes como en una grabación. Mis hijos están pendientes de mí y yo de ellos, desde luego con el respeto indispensable en toda relación. Esto viene a colación por el momento que me ocupa tratando de terminar mi aventura; Eva Lucía y Ana Leti, pese a sus mil atenciones y trabajo, ocuparon tiempo pasando a la computadora mis escritos para imprimirlos, Mónica y Luis cooperan. A propósito, me comentó des­ pués Ana Leti: “No vi que en tus recuerdos menciones sobre la Primera Feria de Ja­ lisco, según sé un importante evento de esa época que conviviste”. Tiene razón mi hija, me doy cuenta ahora que esto pertenece a una época posterior. En realidad me han absorbido mis primeros años, pero todo es contexto en la vida y lo tomaré con gusto y cariño. El gobierno de Guadalajara, en el mes de diciembre del año 53, anunció con bombo y platillo una espectacular exposición directa de comercio, de compraventa en agricultura, ganadería, industria, cultura de arte floral, canina, etcétera. Gran ex­ hibición de charrería, eventos deportivos con figuras internacionales, un programa cuidado con lujo de detalles. Y desde luego, tan relevante aspecto social, requería su soberana. Hubo invitación para que una representante de cada pueblo se integrara a la competencia, pero sería desigual. En realidad fungían como embajadoras. Llegó la invitación a mi Tizapán. Una comisión de señores solicitó a mis papás permiso para que yo fuera representante, permiso que no fue fácil ni rápido. Mis papás nos tenían mucha confianza, pero no aceptaban tenernos lejos. Al fin hubo el sí. Se presentaron dos directivos del diario El Occidental, necesitaban inscribirme y solicitaron hacer un reportaje gráfico. Les pedí por favor si podían hacerlo en el pueblo y aceptaron. Me encantó que se conociera Tizapán. Las tomas de los esce­ narios sugeridos fueron preciosas: la Hacienda de San Francisco, el templo luciendo sus orgullosas torres, la vieja capilla, el puente de madera del Río de la Pasión. Un paseo por la plaza del pueblo acompañada por Martha Degollado y mi hermana

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Licha, y una toma sobre un tronco de guayabo de la huerta de mi casa. No cabía nues­ tra alegría al ver a Tizapán luciendo hermoso en el reportaje dominguero conduci­ do por el señor licenciado don Francisco Sanabria y el excelente fotógrafo don Ernes­ to Centeno. Todavía vivo esa bella sensación de no estar sola, mi querida tierra, mi Tizapán, todos los tizapanenses vivimos la emoción y orgullo de este reportaje y aún siendo representante, viví la aceptación y cariño que apoyaban la responsabilidad que me correspondía de­sempeñar, gracias queridos amigos. Empezó en Guadalajara información y ensayo de los eventos que presidiría­ mos cada una de las representantes embajadoras. Todas dispuestas y sociables; se hacían cortas las horas aunque no éramos conocidas anteriormente. Fuimos atendi­ das por el licenciado don Mario Camarena y al fin llegó el día 3 de diciembre de 1953, la gran inauguración. Varios eventos fueron celebrados en la espaciosa y re­ cién construida central camionera que simultáneamente se inauguró. Recuerdo es­ pecialmente la coronación de la reina. La votación favoreció a Emma Yolanda Car­ mona, tan llena de aplausos y alegría; Estelita Moreno, la bella princesa, ambas estaban guapísimas, sería difícil calificarlas, pero sólo hay una reina, o como decían después, todas éramos reinas pero sin corona. Las embajadoras desfilamos hacia nuestro palco asignado caminando bajo el túnel que formaban las espadas de los cadetes, me pellizqué para saber si era ver­ dad. Fue una noche muy bonita de grandes novedades. Recuerdo algo chistoso: no había dónde poner un pie, después de la cena a la hora del baile se acercó un joven guapo invitándome a bailar. Pensando hasta en un pisotón de callos acepté, aunque no tenía permiso de mi casa. Este joven que no alcancé a saber ni cómo se llamaba, me hizo una confesión. Que después de ver el reportaje de El Occidental, había apostado a sus amigos que miraban maliciosos desde su palco, que tenía que bailar conmigo. Gracias a Dios no hubo pisotones, se le cumplió la apuesta y nos despedi­ mos como sonrientes amigos. Al siguiente día empezó el desarrollo del programa variado y excelente: no­ ches mexicanas, carreras de autos con famosas figuras, inauguración de películas, peleas de gallos, corridas de toros, ópera en el Teatro Degollado. En el palacio de gobierno, visitas de gala al señor gobernador y su distinguida esposa, todo un mes de importantes celebraciones. Entre festejo y festejo, aprovechábamos el tiempo comentando y divirtiéndonos con mi gran amiga Toty Yolanda, que me ponía a es­ tudiar, porque después de tantos festejos, se me podía olvidar hasta el abecedario. Otro día, después de un evento en el Teatro Degollado, me quité las pieles que me 212

había encatrinado mi querida tía Anita, y esa misma noche con mi hermano Carlos


Como reina de la feria premiando a un participante. pp. 214-215. Martha Degollado, yo y mi hermana Licha en el puente del RĂ­o de la PasiĂłn.

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regresamos a Tizapán, me tocaba semana de tienda. A la mañana siguiente, estaba barriendo la calle de la tienda con una enorme escoba de raíz amargosa. Pasó un señor ganadero de fuera que seguramente estuvo en el teatro y me dijo: “Señorita Moreno, que gusto conocer a la moderna Cenicienta”. Recibí una inesperada sorpre­ sa, un joven compositor de Guadalajara fue hasta mi casa en Tizapán a regalarme su bonita composición, el vals Eva Lucía. Lo conservo con agradecimiento, fueron real­ mente mil gracias que dar y mil para recordar. Tontamente, poco platiqué a mis hijos tantos detalles que hoy he revivido con mucho cariño, de la Primera Gran Feria de Jalisco. ※

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De vuelta a casa Estoy en Tizapán, disfrutando, evocando, oyendo, tratando de rescatar ese sonido y estilo especial de las voces de mi pueblo. En este momento trato de ordenar estos lazos del recuerdo. Alguna vez recojo algún hecho que tiene relación. Como no tie­ nen estricto orden cronológico caben en cualquier lugar esos ruidos, esas imágenes. Muchas vistas desde mis primeros años alrededor de mi casa y grabados en mis sentimientos. Siguen pasando los años, necesito darme un plazo. Dios mío, cómo corre el tiempo. Retomando en este momento el tiempo estoy asombrada. Hace cuarenta años inicié este camino con recuerdos que deseo imprimir como testimonios de la evo­ lución. Han sido el reencuentro con mis observaciones y valores de una niña que sólo conocía las cuatro paredes de su casa y cimentaba sus relaciones familiares. Era tan pequeño el mundo… Parece que a través del tiempo se adquiere la sensibilidad al cambio y quizá más facilidad o necesidad describiendo con mayor certidumbre los efectos que entonces no supimos descubrir, menos comunicar. Me interesan estos recuerdos que marcan diferencias enormes en tantos aspectos que hasta di­ vierten por la marcada sencillez de la vida de hace sólo unos años ajenos al progre­ so y los cambios actuales. Hemos sido muy afortunados de ser testigos, pues cada época tiene aportaciones maravillosas que vale la pena valorar su influencia o mejor dicho la adaptación inteligente del hombre. Sería muy difícil ir contra el tiempo. Será mejor ubicarme sin prejuicios para disfrutar el momento. Ahora estoy en Tiza­ pán, que es el inicio del paraíso y así deseo vivirlo. Al retomar mis apuntes tengo que aceptar que se me pasarán cosas importan­ tes, que no me gustará cómo dije otras, cuando dé más tiempo a mi autocrítica. “Me estoy curando en salud”. No deseo que esto que he disfrutado tanto me inquiete después, sin posibilidad de rectificación cuando lo dicho, dicho está. Los recuer­ dos espontáneamente han tomado un lugar, no he tenido que hurgar en el fondo, el ayer está presente. Algunos estarán por ahí dormidos, íntimos y tímidos como yo, se

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les ha hecho tarde para llegar y no ha sido malo. A estas alturas algunos habrán pasado bajo una lupa. Quizá les quito frescura pero los he revivido profundamente. Son como un hoy. Leí una frase que me invitó a pensar las cosas con calma. “Ruega que sea largo el camino pero que nada apresure tu viaje”. Lo tomé demasiado en serio, pero me inquieta porque no hago todo lo que quiero. ¿Pierdo el tiempo sin establecer prio­ ridades? ¿O me pierdo en el tiempo con tantas prioridades? ¿O todavía no asimilo que caminando se llega y corriendo se fatiga? Pero me apena que desde 1976, que inicié, hayan fallecido personas. Me hubiera gustado que supieran cómo están en mis recuerdos y por tanto son parte de mi vida. Pero nada modificaré, todos y todo quedará en su lugar. No puedo ir contra el tiempo. Las horas en cualquier parte del mundo tienen 60 minutos, a menos que esté atrasada de noticias. Mas según las circunstancias parecería que fueran diferentes. Definitivamente creo que hay un tiempo interno y un tiempo externo. ¿Ahí estará la diferencia? El tiempo externo lo marca el reloj, preciso, invariable y frío. El tiem­ po interno podría eternizar un instante de tu vida. En la Ciudad de México tam­ bién vivo feliz. La felicidad está dentro de ti y vive alimentada por el amor de tu familia, tus intereses personales, el trabajo, etcétera. Además la ciudad es maravillosa, inundada de historia en un medio de contrastes que despiertan conciencia a otras realidades que motivan y cuestionan. Tengo buenos amigos, personas queridas de las que tengo mucho que aprender. Pero insisto, las horas se hacen cortas, parece que vuelan y desaparecen como por encanto dejando vacíos en el tiempo y el espacio. Ya dejaré de hacerme la víctima por mis desajustes dejando una vez por todas de culpar al tiempo. Sin embargo en Tizapán percibo y vivo el tiempo de forma dife­ rente. Quizá no hago todo lo que quiero pero qué delicioso es vivir cada minuto así. Cobijada en la tranquilidad, apaciguando ideas, dejándolas alguna vez, para un ma­ ñana que no siempre podrá llegar. Sé que no es edificante, pero sí relajante aban­ donarte alguna vez y descansar, que también es un derecho. Perdón por recaer, el tiempo realmente me vuelve loca. Mejor es pensar menos y terminar porque ayer fue día de Todos los Santos y no me alcancé a santificar. Mi parroquia en México (la Inmaculada Concepción y San Pío de Pietrelcina) es dirigida por sacerdotes franciscanos capuchinos, es como una extensión de mi parroquia de Tizapán por su patrono San Francisco de Asís. Tiene un celoso cuidado en el más variado servicio, especialmente a clases necesitadas, asistidas por grupos comprometidos con el Evangelio. Hoy es día 2 de noviembre. Estuve en el panteón 218

rezando por los muertos. Fue una Eucaristía al estilo de mi tierra, muy concurrida,


casi multitudinaria. Un culto auténtico de fe y religiosidad. El señor cura don Adol­ fo Barragán Lepe y el padre José oficiaron la misa para los fieles. Tratan de revivir y favorecer las pocas tradiciones que existen en otros terrenos. Se cuenta que en busca de agua Tizapán fue un lugar de asentamientos y ante la diversidad de una población flotante no tenemos tradiciones propias. El misticis­ mo y la tradición muchas veces se van deformando en una memoria acomodaticia y convenenciera. Parecería que la celebración del pueblo en este día, especialmente se ha comercializado. Los panteones lucen hoy como escaparates de costosas coro­ nas de madera y papel de china o plástico de colores, en contraste con la sencillez de unas ramas de laurel o cedro enrolladas y adornadas con flores frescas que ofre­ cíamos a los que se fueron. El culto a los muertos tiene diferentes manifestaciones. Para unos que han sabido decir un adiós temporal, podría decirse que hay fiesta con abundante comida, bebida, música, en especial la preferida por sus muertos; con la certeza de que ellos vienen y participan. Para otros el panteón es sepulcro y lugar de olvido. Y los que transforman el panteón del olvido en el campo santo de la es­ peranza donde se puede escuchar a Dios y darle gracias celebrando la vida. Es el lugar del descanso y la paz, sabiendo que ya están en las manos misericordiosas del Padre, y aquí cobijados por la tierra hasta el día de la resurrección final en que nos encontraremos. Mientras tanto una fervorosa oración puede ser el mensaje sin fronteras de comunicación con nuestros muertos. Ya es domingo 3 de noviembre de 1996. Anunciaron que hoy se inicia la tem­ porada de toros en la Plaza México con Guillermo Capetillo. Se inaugura aquí la Disco Toro. Todo el día se hizo propaganda con un altavoz. A esta hora, once de la noche, el ruido es ensordecedor. Habrá chicos apretujados en la puerta con un zangoloteo que Dios guarde la hora, queriendo entrar a divertirse. ¿Les habrá costa­ do trabajo conseguir el permiso? O ya no se usa… Recuerdo cuando desde muy temprano solía oírse un regateo. —Mamá, ¿me deja ir a la plaza? —Muchacha alborotada, no seas porfiada, me da pendiente que vayas sola. Diz­ que el mentado combate de flores no es más que un alcahuete con disfraz de moda. Y tú una mustia mosca muerta. ¡Coqueta! ¡Pareces sabandija! —¡Ay ma, no se mide! Ya ni que fuéramos de las del pitiminí, siempre con sus remilgos. Si usté tampoco se aguanta. —¡Cállate bocona! ¡No digas groserías ni disparates, majadera! Y te quedas tan oronda. Si me vuelves a faltar al respeto te doy un moquete y te retuerzo un pellizco que te dejo viendo bizcos. Y no te pongas de jeta muchacha melolenga, chincualuda.

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Aquí nomás me dejas con el Jesús en la boca. ¡Y tu padre tan tranquilo! Como si no le dolieras, como si sólo yo tuviera responsabilidad. Ya cuando le llegue la lumbre a los aparejos, creé que cumple con sacarse el fajo, y rájale que ahí te va. Bueno, está bien, anda. Y cuando vengas ya te anda si no te cuidas. Hay mucho baquetón. Cuida­ do con darle picones al mequetrefe de tu novio. Ni te dilates, te vas con Marina. Si van al cine no se te olvide mi encargo. Cuando salgan se restriegan los ojos con sali­ va para que no les salgan perrillas, contimás si les da un aigre colado como el del atrio. —¡Ya écheme la bendición ma! Ya verá que ahorita vengo. —¡Ahorita te vas, ni que tuvieras la vida comprada, muchacha macetona y que te encaminen! ¿Me oyistes? No en balde se preocupaban. Y esa era la letanía cada vez y cada día. Los su­ fridos papás seguían en la raya con las pilas encendidas. Ellos sí que aguantaban. El sonido de la disco ya llegó a decibeles que se deben controlar. Y yo que de­ seaba el ruido y sonido especial de las voces de mi pueblo… ¿Dónde encerraron el silencio y la paz ambiental de otro tiempo? Creo que no quiero tomar conciencia del cambio natural. Tampoco quiero entrar en crisis, aunque muchas veces puede ser principio de solución. Aceptar que estas son ahora las voces de mi pueblo que por supuesto fueron desplazadas, no por voces intrusas sino actualizadas, pero man­ teniendo un ritmo que pasa por tu casa cada mañana. “¡El gas!”, con un cencerro que no he podido descifrar. Garrafones de agua purificada La Cañada, los camarones frescos y baratos, las dulces sandías, el pan enemigo de la dieta. De lejos llega una voz acompasada invitando a la junta del día y se repite cuantas veces sea necesario para que nadie se pierda la valiosa información. La vida es una danza continua de momentos, llenarlos de lo mejor. Vivir los recuerdos, que no es lo mismo que vivir de recuerdos que pueden limitarte si dejaron secuelas nocivas. Escuchar el silencio. Ese silencio, lenguaje de todas las cosas amadas. Penetrar la soledad, “la preciada edad del sol”. Entrar en ella, abrir los ojos internos y penetrar ese rincón para desvelar los tesoros donde la vida interior nace y crece poco a poco. Pero ¿sabemos escuchar el silencio? Se dice que hay silencios que destruyen. Silencio que te traiciona a ti mismo al callar lo que puede lastimar o herir. Silencio al no saber con­ testar la curiosidad de un niño. Guardar silencio a un secreto confiado que podría desenmarañar una situación delicada y la conciencia se conflictúa guardando el secreto. Quiero apropiarme el secreto que se goza, tu propio silencio exento de ruidos, que manejas con tu libertad. Con la liberación que descubres usando con responsabili­ dad ese don como el medio para aprender a vivir. Descubrirlo, descubrirte. Puede 220

ser que la profundidad de algún sufrimiento, el aplastamiento de tu vanidad, la hu­


millación asumida, aceptada, sea principio de conversión (liberación), desprendi­ miento de apegos que nublan la claridad necesaria para escoger lo verdaderamente necesario en esta vida. Definitivamente nos hará falta tiempo para cuando se da la plenitud, cuando se puede dar el encuentro contigo mismo, la meditación. Inclusive la rectificación cuando te sorprende mirar que antes sólo ocupaste el tiempo sin preocuparte de él. Podemos encontrar buscando lo que estaba perdido. Pero cuando te tropiezas con lo inesperado, con lo que no sabías que existía, ese es el verdadero hallazgo, el milagro. El gran milagro que agradecer a Dios. Mañana será el día 4 de noviembre, San Carlos Borromeo día del cumpleaños y santo de mi papá y de mi hermano Carlos. De mis queridos e inolvidables Carlos que ya se han ido. También de mi amiga Celia que todavía nos saludamos. No habrá fiesta con ponche de granada, pero sí una fiesta interior de profundo agradecimiento porque su ausencia a través de los años sigue siendo su presencia siempre amada. Hay una tranquila aceptación, esperanza y un azul recuerdo como encendida flama. Sólo el olvido es muerte. Siento que estoy nostálgica, añorante, quizá cursi. Se vale. Siem­ pre me toman por sorpresa mis cuestionamientos. ¿A qué se debe mi inquietud? ¿De qué puede ser signo? ¿Temor a perder la identidad que en un momento dado creímos haber encontrado? Identidad cimentada en cosas que se van, dejando sitio a esta carrera loca de la modernidad. ¿Podría derrumbarse…? Yo creía y quería cre­ cer al ritmo del tiempo… No estoy en contra del pasado ni de los sentimientos pero sí de actitudes inseguras que puedan nublar la visión maravillosa de la vida, de ese regalo y oportunidad única de ser. Aceptando desde luego que se nos mueve el ta­ pete alguna vez. En este camino y proceso de adaptación y madurez, ninguno de los personajes de mis recuerdos me causa daño, permanecen en su sitio, no necesito bloqueos. Agradezco la riqueza que me han dejado. Hay un ayer y un ahora ligados inexora­ blemente, sin embargo adquieren diferentes matices… Creo que nunca antes tomé con mayor ternura las cosas que mis padres tocaron con sus manos. El rosario de mi mamá, sus lentes, su dedal. Los bellos y antiguos accesorios de su boda. El pañueli­ to de seda y encaje hecho a mano, marcado con el nombre de Aurora. Los guantes de piel blanca suavecita, el rosarito de plata y el libro devocionario de pasta blanca con un listoncito rojo marcando la bendición de ese día 25 de octubre de 1925. Un espléndido estudio fotográfico de unos guapísimos novios. Una pequeña cajita con la fotografía de su amado hijo Carlos y un rebozo de seda de Santa María color café que fue de su mamá Jesusita. Esas fueron sus últimas pertenencias. Se desprendió de todo lo material, menos de sus 87 años. Nació el siglo pasado el 10 de febrero de

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1900, hasta el día 9 de julio de 1987 en que murió. Sus normales limitaciones físicas las manejó inteligentemente con su admirable cordura mental e inamovible criterio. Cuánta paz acompañó sus días. Cuando hablo de mi mamá siento un temor de que se quede corto mi amor y admiración. Poseía una luz que me deslumbraba con su fuer­ za. Dueña de una memoria privilegiada. Al mismo tiempo etérea, espiritual, inal­ canzable para mí. Su vida interior inescrutable, pero presente y fiel a sus preceptos, servicio y observancia. Comprometida con Dios hasta la negación de ella misma, el deber y el amor respetuoso a su familia, hasta el último momento de sus días. De mi papá conservo y toco sus lentes, su reloj, las pantuflas que silenciaron sus últimos pasos, unos botincitos color del tiempo que mi abuelita tejió a gancho cuando él iba a nacer y un cúmulo de inolvidables vivencias que a lo largo de la vida me transmiten su amor. Nació el siglo antepasado, el 4 de noviembre de 1898. La vida le duró 77 años y cada día lo vivió gastando la rica gama de dones con que el Señor le bendijo. Una embolia al temporal le escondió su alegría, sus canciones, su vitalidad física, pero no mental ni emocional. Tampoco paralizó sus fuertes manos que cobijaban con la más dulce ternura, ni su mirada cuajada de luces implorantes de regreso a su gente, a su Tizapán. No le cabía el amor que derramó hasta el final, la valentía y la humildad con que asumió sus limitaciones. Creo que sus restos de­ bieron regresar a su querida tierra, pero no se dio. Pienso también que el cielo no tiene fronteras, como tampoco lo tenían las lágrimas que humedecían sus ojos por la emoción de volver escapada de su alma y en su silencio atesoraba. Hoy conocí a un señor en la calle. Me preguntó si era yo. Adiviné una prisa o necesidad de hablarme y me paré a escucharlo. Mi papá amaba la naturaleza y dedi­ caba muchas horas a su rancho de Puruagua que llamaba Miramar (quizá por estar a orillas del lago de Chapala). Me dijo el señor: “Nací en ese rancho y viví allí mis pri­ meros años de hermosos recuerdos” (fue hijo de un señor Béjar, mediero entonces de mi papá). Los medieros me parecían desde niña unos personajes alegres, fuertes, respetuosos, como integrantes de nuestra familia. Me dijo haber trabajado algunos años al sur de la República en el gobierno del gobernador de Chiapas, que le impri­ mieron una personalidad de experiencia, seguridad y camaradería agradable. Me aseguró que al lado de mi papá no conocieron necesidades ni hambre. “Su papá parecía un trabajador con sus ropas sencillas y sus manos llenas de tantos menjur­ jes que cogía en la tienda, pero no perdía su estampa de gran señor y cuando se encatrinaba era todo un conquistador. De niño quisiera haberle dado alcance, su­ biendo el cerro y alcanzando algunas de sus virtudes que admiré. Fue un hombre 222

justo y bondadoso”.


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Recuerdo las cosechas de maíz que levantaban del cerro, las secaban en el es­ tablo de las vacas y en el patio de mi casa en pilas de 2 metros de altura. Mi mamá sufría sin poder mover ni regar las macetas de su jardín. Removían las mazorcas continuamente para que secaran parejo. Pedro “el Ciego” lo desgranaba con la redon­ da y enorme olotera. Aquel Pedro de las pupilas blancas e inquietas que acompaña­ ba con el movimiento incesante de su cabeza sonriendo. Parecía saber que su trabajo era apreciado, pero él permanecía íngrimo en su seguridad solitaria. Aquellos mon­ tones de mazorcas desgranadas pronto se disolvían, repartidas entre los medieros. Mi papá nunca hubiera cambiado esa satisfacción por un jugoso negocio. El señor antes de despedirse también se refirió a mi mamá: “La señora doña Au­ rorita era como una santa, amable y educada. Cuando iba al rancho nos curaba las vi­ ruelas, bañaba a las viejitas y nos hablaba de Dios”. Como él, muchas personas me cuentan anécdotas de mis papás. Me parece que no sólo están grabadas en su mente sino en su corazón. Con estas experiencias siento que me revitalizo para volver a la ciudad. Me queda muy claro que no es el poder lo que conquista, si no el desprendimiento, la pobreza de sí mismo, la sencillez y la humildad. Pienso que ellos dentro de sus de­ fectos y limitación humana, dones y carismas en una lucha constante supieron ha­ cer vida las bienaventuranzas. Nos dieron lo mejor de ellos mismos. Benditos sean. Sumergida en estas reflexiones y recuerdos siento que llego de la mano hasta la huerta de mi casa. En ese ámbito estuvo nuestra residencia de niños. El paisaje cambió con la apertura y prolongación de la calle Aquiles Serdán pero su imagen perdura. Leti colgó en lo alto del níspero un cajón vacío de jabón, con asiento de conforta­ bles almohadas, que se le perdían a mi mamá del clóset. Desde ahí podíamos cortar dulces y rojas guayabitas fresa. Leti observaba, tocaba las hojas, las ramas, armaba formas callada, a veces una explosiva carcajada. Eran secretos recuerdos de sus tra­ vesuras y curiosos parecidos que encontraba en cosas, personas y animales. Había abajo mucha tierra y escarbando podías formar jardines con retoños tiernos que luego se morían. No faltaba una cocina con fogones enjarrados con lodo, cazuelitas hechas de tierra y chorritos de agua. Y más ingenio de Leti que la bardeó con el lla­ mado bajareque (otates amarrados forrados con lodo). Pero lo que nos daba mayor felicidad era sentarnos en aquellos cajones colgados del níspero, leyendo los Pepines y platicando con alguna amiga. Fui torpe para escalar alturas, digo alturas porque los árboles eran mi reto de cada día. Esta dificultad no va de acuerdo con lo mucho que me gustan los árboles. Sus raíces fuertes, profundas, sus formas a veces visibles por superficiales. La textura 224

diferente de los troncos, sus ramas como brazos, el verde follaje que invita al des­


canso y protección. Me parece que tienen mucho de humanos. En mis pesadillas me caía del mango, también compañero de juegos. Y rompiéndose el natural meca­ nismo de defensa quedaba a merced de mis miedos. Creo que puede ser el miedo un intruso enemigo que contra tu voluntad puede acompañarte por la vida si no lo despides con decisión. Menos mal que al caerme, la boca me sabía a la rica torta de flandes que hacía mi mamá. No puedo quejarme por la generosa recompensa. Re­ cuerdo otra pesadilla, sobre todo si había fiebre alta. En la espuma de inmensas olas del mar, una señora gorda lavaba las colchas tejidas de gancho de mi abuelita, de paso me bañaba luchando con la resaca. ¿De dónde saldrán esas imágenes? Conocí el mar en Mazatlán hasta los 15 años y recompensó con creces la espera. Viajé por primera vez en tren, caminé por el paseo de las olas altas y muy entrada la noche gozamos la reventazón impresionante de la marea que subía hasta el malecón ba­ ñándonos por sorpresa. Aprendí a flotar en el agua, con alegría pesqué un pez vela enorme y miré perderse el sol del día sepultado en el mar con su famoso rayo verde. Fue un paseo inolvidable con mi pequeña prima Licha y mis queridos tíos Anita y Alberto Castellanos. Pienso, ¿qué relación tienen mis sueños recurrentes con las alturas y la resis­ tencia que últimamente tengo de viajar en avión? Dudo que el sabor de aquel flan pueda ser el mismo, ni he probado caminar por las nubes, pero sí creo que más de una vez hacemos castillitos en el aire. ¿Tú has probado volar? Es muy sencillo. Un ligero impulso y ya estás en las alturas con una perspectiva nueva. Es maravilloso que desde arriba ves lo que tú estás haciendo abajo, desplazándote con una facilidad y acierto que te causa risa. Dominando el paisaje, mirando lo que te gusta. No es el desprendimiento del que hablan los que, según dicen, han regresado de la muerte, porque hay cierta conciencia. Lo he vivido y lo vivo con frecuencia. Puedo asegu­ rarte que la sensación de libertad, de independencia y de bienestar es tan real y placentera que es una pena despertar. Me pregunto, ¿son un presagio los sueños? ¿Respuesta viva a la memoria del presente o a tus propios ensueños? ¿Volar puede significar evadirte o lograr liberarte? Lo más seguro será aceptar que los sueños, sueños son. Pero la vida sigue y seguiremos arriesgando. Antes no sabía por qué no me atraía viajar en avión. Sabemos que es medio de transporte con un grado de peligro inminente. ¿Se deberán a estos mis sueños aéreos poco atractivos? La verdad es que si fueron premonitorios, estaban cerca de la realidad que han acompañado mis experiencias de peligro. Regresábamos un día con mi esposo de un viaje, de pronto un aviso: “Tenemos una turbina quemada, indispensable realizar un aterrizaje forzoso”. Instrucciones para uso de toboganes,

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aterrizar en medio de maniobras, sirenas, ambulancias, policías. No fue nada placen­ tero. Estancia de dos días en Canadá hasta recibir de Francia el repuesto de la tur­ bina para continuar a nuestro país a dar gracias por la vida. En otra ocasión, en el momento en que la nave iniciaba el despegue, un impresionante ruido como de una explosión. Después silencio, espera y cambio de aparato. No tuvimos más informa­ ción, pero en un vuelo nocturno gracias a Dios llegamos a México. Salvando esas emergencias podemos valorar que turbulencias y bolsas de aire pueden parecer nor­ males y nada como luchar con una tormenta huracanada. Fueron 20 minutos que parecieron mil horas antes de aterrizar en La Habana, Cuba. El vuelo había sido normal, sorpresivamente fue como penetrar en un túnel absolutamente oscuro y ahí atrapados empezó una lucha a muerte. Habíamos entrado en un furioso hura­ cán y sólo la pericia del capitán y Dios nuestro compañero podrían describir la intensidad del peligro. Mucho he escuchado de vivencias de extrema inseguridad en que la persona revive en cuestión de segundos toda su vida. Puedo asegurar que sólo vivía con pa­ vor aquella situación violenta. Creía estar viviendo mis últimos momentos pero sin miedo a la muerte. Evoqué e invoqué a Dios. Ahí estaban mis hijos y mis sentimien­ tos de infinito amor, de agradecimiento y despedida. Pensé en Juan Pablo II, en San Pío de Pietrelcina y nuestra morenita. Apreté con fe fuertemente la mano de mi compañera de asiento. Así, entre llanto de niños, el desmayo de una señora y risa de los valientes vivimos todos los años que cupieron en 25 minutos. El capitán, bendito sea, logró salir de la ruta desviando a la playa de Varadero, rápido porque el combus­ tible pronto faltaría y volábamos sobre el mar. No me acordé que no sabía caminar por las nubes, ni del rico sabor de la torta de flandes que hacía mi mamá. Sólo sé que pude morir, no sólo en esta vez sino en muchas. He recibido otra oportunidad. ¿Cuál será la misión que no he completado? Equivocadamente ¿esperaré una ocasión dra­ mática para actuar? ¿Me habré engolosinado resolviendo sólo mi parte sin tomar en cuenta a los demás? ¿Qué cambiaría si volviera a nacer? ¿Cuántas omisio­nes he come­ tido? ¿Cuántas ofensas y a quién pedir perdón? ¿He usurpado algún lugar que no me pertenece? Podré seguir cuestionándome, pero es más importante darme res­ puesta. Cerrar los ojos, día a día la vida se queda atrás, no mirar allá como pérdida y dar gracias hasta el final. ※

p. 223. Admirando

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el paisaje en Tuxcueca.


p. 228.

Mi matrimonio con Luis complementó mis sueños.

Mi vocación Ya me desvié con nuestras aventuras aéreas. Continúo con mis inseguridades para elegir mi vocación. Cuando fuiste educada en la compostura, cuando menos la fan­ tasía no tiene fronteras. Un tiempo deseé fervientemente ser monja. Después cir­ quera. Menos mal que no llegaban al pueblo otras novedades animando mis precoces tentaciones. La carpa del circo se instalaba en el campo deportivo por la calle Inde­ pendencia, después de casa de don Rafael Reyes (hoy locales comerciales). Muy cerca la huerta de los Llamas, famosa por sus rosales de flores blancas llamadas “damas”. El atractivo del circo competía un tiempo con el admirado jardín. Pensaba: “¿Qué pueblo seguirá para los cirqueros, será bonito el lugar? ¿Será difícil aprender las piruetas en el trapecio?”. Me gustaban los vestidos de las bailarinas de colores fuertes, cortos y sin mangas que se movían con ellas. En la escuela los hacíamos de papel crepé y terminaban hechos jirones en el tablado. Sabía bailar el jarabe tapatío, lo bailaría con un niño del circo, nos aplaudirían y me cubriría en un rincón. Con el aire frío mis anginas se pondrían rojas y enormes, nadie sabría de los baños de pies con harina de mostaza, como me curaba mi mamá y seguramente moriría. Entonces descarté el circo porque según yo era una elección peligrosa. Luego reaparecía la atracción del convento. Admiraba a las religiosas que sin descanso recorrían las calles visitando casa por casa para llevar el mensaje. Dejaban devocionarios y fervientes invitaciones para abrazar el noviciado iniciando el cami­ no hasta profesar haciendo votos de fidelidad al servicio de Dios. Vestidas en sus hábitos negros se veían bonitas y felices, cantaban y oraban laudes desde el alba. Ahí empezaba mi titubeo. Era tremendamente dormilona y según yo el mayor obstácu­ lo a mi flaco espíritu, inseguridad y timidez. Así desapareció de mis sueños el con­ vento y ser monja consagrada. Pasados unos años me gustaba la medicina. Quizá porque en la tienda había medicamentos y consultaban a mi papá, pero nunca cobijamos el sueño de estudiar fuera, se había decidido que la familia no se separaría. Tampoco creo que era una

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vocación, porque ya casada descubrí mi fascinación por la arquitectura. Javier Re­ yes, hermano de mi esposo, un gran arquitecto contestaba mis preguntas curiosas tan ampliamente, que fue creciendo mi gusto por el diseño de la construcción y remodelación. Un día me atreví a diseñar un plano apoyada por un buen maestro de obras y ante todo doy crédito al gran maestro constructor don Jesús Chavarría, el conocido “Pelón”. Se pudo construir una casita que disfrutamos con toda la fami­ lia. Han pasado algunos años y no se ha caído. Como no es posible seguir constru­ yendo casas invento remodelación. Una de mis hijas muy sensata me dice que si fuera posible todo lo llenaría de agujeros para luz y oxigenación. Creí estar fuera de tiempo para estudiar. Pueden ser pretextos fáciles o la indecisión una cárcel atávica. Felices los que al vencerla trascienden. El éxito es de los que se atreven. No me refiero al éxito que se exhibe, sino a la conquista interior del ser que logra equilibrio entre los factores tradicionales donde el deber es absoluto a las reglas de obediencia, pero el rescate a la legítima libertad es un derecho. Romper a tiempo las amarras antes de que la voluntad sea atrapada como un músculo con limitada posibilidad de rehabilitación para asumir la responsabilidad de alcanzar la legítima felicidad. Por­ que cada quien tiene la suya. La que cree que le toca y acepta o la que necesita y es capaz de construir. Siempre valdrá la pena esa incansable aventura. Me pregunto y no tengo claro hasta qué punto he tomado las decisiones fuer­ tes de mi vida. He caminado movida por señales dejando que tomen su curso propio porque me siento apoyada. Dado el paso lo asumo con alegría y entusiasmo sin mirar atrás. Como es natural en la vida he vivido momentos difíciles y gran sufrimien­ to pero no he sido víctima, a menos que seas víctima de ti misma. No me agrada encariñarme con el dolor por masoquismo, a menos que sepamos darle el sentido de donación. En una relación se comparten responsabilidades y no hay un solo culpable. Asumirlo honestamente puede ser la conquista de nuestra liberación. Amo la vida. Ella me ha amado en una relación real. No se puede disfrazar ni sobrevivir lo irreal. La vida es un fascinante escenario misterioso, con designios de Dios que sólo a Él per­ tenecen, pero no puedo evadir responsabilidad de lo que ya entregué el recibo. Ante tan complicadas inseguridades, como que no estoy preparada para hacer testamento. Aunque amo intensamente la vida, no quisiera vivir cien años cuando no puedes ser autosuficiente. Alguien me dijo que era falta de humildad, yo lo veo en otro aspecto y no temo estar sola. La soledad sólo existe en el vacío y sé que Dios me acompaña. ¡Cuánto he recibido! Me iré con una deuda, sólo puedo decir gracias. De lo único que puedo estar segura es que un día moriré y que también morirá mi recuerdo. Y por más que le dé vueltas no estudié arquitectura porque no lo decidí. ¡Lástima! ※

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El tiempo de lluvias era torrencial e imponente.

Clima y estaciones Anochece, ha empezado a lloviznar en pleno noviembre, es como una brisa que sólo serviría para refrescar las conciencias tibias y se ha ido. Pero llegó el aire perturban­ do el agradable clima templado. Nuestro clima es benigno pero sorpresivo, no sólo acompaña al otoño también febrero y marzo (para no fallar). Inesperadamente pue­ de llegar un ventarrón capaz de arrancar un árbol desde la raíz. Formar remoli­ nos como pequeños tornados tragándose la basura para vomitarla después donde menos lo esperas. Los remolinos que se formaban en la laguna (las temidas culebras) absorben gran cantidad de peces, así que donde desembocaban había pesca gratuita. Algunas personas supersticiosas decían destruir las culebras haciendo la señal de la cruz con afilados cuchillos. Nunca supe si lograrían su intención. Las rachas sorpresi­ vas de fuertes corrientes de aire han ocasionado volcaduras trágicas de canoas donde perecieron ahogados pescadores, pese a que indudablemente serían experimenta­ dos nadadores. Es un hecho que entonces había menos medios para prevenir desastres, sin embargo, la naturaleza ayer y hoy es imprevisible en sus ataques. Habremos de pre­ venirnos para el frío del próximo invierno, acompañado de su innegable y venturoso ambiente navideño. Hemos de esperarlo con el mejor ánimo. Ya vendrá la primavera y cada estación con su propia característica. Para mi mamá el mes de abril con su tran­ quilo amanecer, y el de octubre con sus noches claras de hermosa luna eran sus fa­ voritos. Como siempre cuestión de gustos. El mes de mayo religiosa y puntualmente anunciaba el término de secas con descargas eléctricas que parecían romper el cielo. Los relámpagos iluminaban con su momentánea luz amarilla y lluvias ligeras regalaban un pasajero olor a tierra moja­ da, los truenos atontaban al mejor plantado. Siempre me han impresionado las fuerzas de la naturaleza. El tiempo de lluvias era torrencial e imponente. Al chocar el agua con el techo de láminas de zinc del segundo piso de mi casa, parecía que empezaba a librarse una batalla con ametralladoras. Eran como voces de alarma cumpliendo

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su misión, sobre todo si la fuerte granizada y los gatos removían los tejados y las goteras se ponían a la orden del día. Hasta el perro Capulín con los ojos abiertos y fijos, con una mirada casi humana parecía decirte su miedo. Afortunadamente sólo sabía ladrar. Capítulo aparte merecen las feroces crecientes que bajaban por el Río de la Pasión arrastrando lodo rojo que le habían robado a la sierra, barnizando los cuerpos muertos de perros y ganado que arrastraban al invadir corrales de casas fin­ cadas en las orillas. Eran de rigor las procesiones interminables que compadecían a los afectados que se repetía sin misericordia cuando bajaban las crecientes. Por si esto fuera poco, Tizapán está situado en zona sísmica. Aquel temblor del año 40 empezó cuando en la escuela terminábamos la clase de civismo. Había­ mos regresado del recreo y cansadas pudimos salir del salón en orden pero dando gritos y alaridos de pánico por aquella sensación de inseguridad indescriptible. Al atravesar el patio frente al brocal del pozo se vino abajo una estruendosa cascada de mampostería de la alta barda de adobe del salón hiriendo a unas niñas. Lupe Con­ treras desde entonces amiga y compañera, lloraba aterrorizada por la herida. Todo un séquito de niñas la acompañó a su casa para ser atendida. Pronto se recuperó, pero el susto no lo olvida. Decían que mi papá voló sobre el mostrador para recogernos en la escuela. De una torre del templo se desprendió una linternilla, el reloj público se descompuso y Tizapán se quedó sin horas. Otras poblaciones vecinas también sufrieron daños, pero no mayores a nuestro temor de una repetición, que a Dios gracias no se dio. Por mucho tiempo hubo un antes y después del temblor que tam­ poco pudo agrietar los muros de mi vieja casa siempre de pie, y un acicate que nos mueve a conservarla como testimonio de fuerza, como símbolo de unión familiar que se ama, se valora y se agradece. ※

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Modernización y desarrollo Para las nuevas generaciones los sucesos narrados serán historia. El clima hace tiem­ po que no sufre cambios violentos. Parecería que las estaciones no se definen, se han mezclado, que la naturaleza está en receso, se ha desordenado y puede dar al mun­ do cambios violentos, sorpresas imprevisibles (año 2010, revisando mis recuerdos; mi frase última parece una sentencia que se cumpliera). También la población de Tizapán la siento cambiada. ¿De dónde llegarían tantas personas? Reconozco a los que nunca olvidé. Otros ya crecieron. ¡Y vaya que han crecido! Veo a jóvenes casi gigantescos. Recuerdo que de mi casa a Las Colonias empezábamos los chaparritos y los altos de acuerdo a la situación geográfica alta del pueblo, no sé qué relación pueda tener, yo así lo veía. Pero definitivamente se vive un cambio importante, es­ peramos que sea para bien. Niños y jóvenes van perdiendo el marcado sello pueble­ rino, no por malo, sólo distingue. La instrucción superior y medios de comunicación es evidente en su actitud, participación ciudadana y política antes reservada a los mayores. El comercio se va modernizando, las fachadas de las calles principales se han convertido en una vitrina comercial continua. Hay talleres calificados, y nuevas construcciones con todo el confort moderno sin alcanzar a destruir la fisonomía pro­ vinciana del centro, salvo algunos arreglos que empezaron a deformar. Ojalá recupe­re­ mos el orgullo por el sabor de lo nuestro. Se vive un saludable equilibrio, un vital fervor religioso, se ve un esfuerzo para rescatar los valores fundamentales de la familia. Unión, fe, respeto, responsabilidad y todos esos factores que cuestan un compromiso y lucha permanente. En otros aspectos me parece que falta desarrollo. Se desperdician recursos agríco­ las. Los productos pueden perderse, es alto el costo de la recolección y no existe garantía de los precios en beneficio del agricultor favoreciendo especialmente al in­ termediario. El recurso humano también se desperdicia por falta de unión, de soli­ daridad para empujar apoyados para que germine su potencial. Quizá el espíritu independiente del hombre le impide someterse para actuar en compañía uniendo

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esfuerzos en una cooperativa compartiendo ideas. ¿Se podrá modificar esa cultura? La proximidad del tercer milenio parece movida por una curiosidad insaciable, como un acicate avasallador en el campo de la ciencia, el arte y la tecnología. Se hacen profundos e interesantes estudios de investigación comprometida con el hombre que le exigen otra calidad. Le pide novedades y el adecuado manejo de ellas, como empujándolo a vencer sus propias limitaciones, ante el mañana tan desconocido por el acelerado e impredecible progreso. ¿Y qué pasa con la agricultura, nuestro recur­ so propio? Insistiendo en el cambio de los tiempos definitivamente se aproxima el mile­ nio digital. Año de las matemáticas, educación formal para el desarrollo cultural, conciencia de altura que hace atractiva la ciencia de la comunicación y sus virtudes. ¿Y la agricultura? Hay comunión de aprendizaje universitario. La divulgación tiene avanzadas técnicas. La fotografía hace milagros con la superposición, dilución del color, efectos electrónicos, etcétera. Cada vez veo menos revelación de negativos, todo lo conservan en la computadora y lo revelan en la pantalla o monitor. Los te­ léfonos celulares captan y proyectan al instante las imágenes. El cine, la radio, parece que están diluyendo el mito de la torre de Babel al comunicar con un idioma co­ mún. ¿Y la agricultura? Tendremos buena información y suficiente difusión sobre recursos naturales. ¿Y si los hay, la conocemos? ¿La aplicamos? Ya no se vale la ig­ norancia. ¿Es mayor el costo de mano de obra artesanal que la importación del pro­ ducto? Por varios motivos tenemos tierra desperdiciada y eso duele. Honestamente me inquieta y apena. Desconozco desde esa base elemental, que fundamenta el me­ dio campesino que respiré desde mis primeros años que llevo muy dentro, me inte­ resa el cambio de los tiempos, pero ¿hasta qué punto me involucro? Veo programas sobre la biodiversidad del ecosistema, la capa vegetal que filtran los mantos acuífe­ ros. Temas que estoy segura son antiguos, pero hasta hoy tengo oídos para ellos, ¡me encantan, me entusiasman! Siempre admiré la sabiduría de los campesinos de mi tierra basada en su expe­ riencia. Conocen con sólo tocar cada tipo de tierra, y en base a las cabañuelas, las características de las estaciones, si favorecían o no los tiempos de siembra y cosecha. Me parece que el desorden actual de la naturaleza le impide al agricultor el acier­ to de sus pronósticos, además de otros factores que son un hecho. Los mantos acuí­ feros han sido sobreexplotados, se desperdicia el agua con algunas instalaciones defectuosas e inadecuadas. Los bosques han sido deforestados sin moderación des­ truyendo especies animales en busca de espacios para cultivo, haciendo vivienda en 234

esos lugares carentes de otros servicios. Los abonos químicos han alterado el pH de


la tierra, con emanaciones altamente perjudiciales como el bióxido de carbono que propicia una contaminación todavía incontrolable en nuestro país por su alto costo y falta de medios. Ahora, ante la destrucción que el hombre no ha vencido parece que juega y se plantea un reto mayor, pretendiendo involucrarse en el misterioso y delicado mundo de la genética para dominarlo. ¿No se habrá percatado de su atrevida curio­ sidad? Tal parece que se ha cansado, que nos hemos cansado de recrear y cuidar los elementos de la creación. Se nos cuenta que la sobrevaloración del hombre fue su primer tropiezo garrafal. Seguimos equivocando el rumbo. Es indispensable la ubi­ cación. Poner los pies sobre la tierra, protegerla, cultivarla, cuidarla, puede ser el milagro humano. Una mayor preparación en el uso de tecnologías. Ahora el mejor recurso y opción para resistir y ofrecer competencia. Estos nuevos y violentos cam­ bios piden más respuestas que preguntas, exigen caminos nuevos en todos aspectos para ir adelante con los tiempos. Esos señores de mi tierra, de mi Tizapán, poseedores de la sabiduría, de la cien­ cia de la agricultura podrán estarse riendo por atreverme, por incursionar en este terreno como queriendo enseñar el Padre Nuestro al señor cura. Pero sincera y ho­ nestamente es un tema que debe ocuparnos a todos. Hasta ayer la ignorancia libe­ raba de su responsabilidad desde el más simple acontecer cotidiano, hasta el mayor fracaso con un “sea por Dios”. “Le cayó el chahuistle al jitomate, sea por Dios”. “¡Que se haga su Santa Voluntad!”. Es necesario crecer y asumir, porque… ¿dónde coloca­ remos después la divinidad de Dios? ¿La espiritualidad? Para los creyentes el reto no está sólo en equilibrar el resultado del progreso sino seguir en la búsqueda de Él. Que surge de su propia existencia y se abre en cada ser. La tarea es larga, es larga en todos los planos pero tiene que ser decidida. El camino debe ser nuevo, con una ma­ yor conciencia de nuestra responsabilidad del ahora. De nuestra misión y nuestro ser limitado para no perderse en el desafío. ¡La agricultura puede y debe ser el éxito del hombre! ¿O en el futuro ya no se usará comer? ※

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Celia y yo cantando en la comida del curato, también éramos meseras y cocineras.

Pretextos A otro tema. Hasta hoy, no me había detenido a saber por qué no aprendí a tocar algún instrumento. Un día y otro estuve pensando y echando por tierra argumentos. La pura verdad sólo encuentro flojera y pretextos. Hace algunos días soñé que el órgano de la iglesia había desaparecido. Pero ya no le busco significado o mensaje a mis sueños. Curiosamente hoy, después de misa, el señor cura don Adolfo Lepe nos invitó a Pachita y a mí para mostrarnos cómo estaban reparando el órgano por mu­ chos años mudo. Reí para mis adentros por la coincidencia porque el órgano estaba allí. Fue una invitación oportuna. Siempre me impresionó ese instrumento musical gigantesco y cómo podían salir notas bellas de aquellos tubos grises tan fríos. Debe haber sido muy importan­ te para mí el color para que se diera el milagro del sonido. Además me parecía que las venas del cuello de los cantores iban a estallar cuando cantaban acompañados por el monumental aparato y los compadecía. Por mi permanente inflamación de amígdalas respiraba mal, me forzaba para hablar, sin saberlo se fueron afectando mis cuerdas vocales hasta deformar mi voz. Tampoco pintaba mi porvenir como cantante. Celia aprendió a tocar guitarra muy bonito. Por imitación sólo llegué a dos o tres tonos. Aun gustándome la música, los milagros no se cosechan. Llego a la conclu­ sión de que no basta el gusto sino echarle ganas, constancia y responsabilidad a toda empresa con bastante disciplina. Ya puedo tener una válida respuesta a mis empol­ vadas y frustradas inquietudes musicales que me descubrió el precioso órgano de la iglesia de mi Tizapán y amén. Pero… el eterno pero, siempre hay algo más y me encontré deslumbrada con la naturaleza que me acerca a Dios por medio de la jardinería y me regala sorpre­ sas. No sabía que hasta en lo más sensible de mis huesos, circulaba otra cadena de vida junto a la mía, crecimos juntas y al descubrirnos fue como darnos la mano. Puedo dedicar varias horas del día cogiendo la tierra, experimentando, observando, tra­ tando de aprender a saber esperar, y quedarme con la boca abierta por lo inesperado.

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Aunque nada justifica que ya me acabé las manos. Como no puedo ver una milpa jilotear en mi jardín, me doy el placer de admirar los retoños de los árboles que cul­ tivo y mis plantas con sus flores bellas que seguramente también me quieren. Ade­ más veo por la mañana el amanecer desde mi ventana envuelto en mágicos colores y el silencio del volcán Popocatépetl que me saluda tranquilo con su fumarola. ※

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Misterios, espantos ¿Tú crees en los fantasmas? ¿Alguna vez piensas en lo irreal? Podría asegurar que no creo en los famosos espantos. Nada he comprobado, pero sí son temas de conversa­ ción que a veces nos ocupan. Hay o se dan hechos que parecen sobrenaturales, no hay explicación que los descifre. Pero no son parte de mis debilidades. La Taconuda fue quizá una leyenda. Unos hablaban de una mujer alta y delgada que caminaba taco­ neando por las calles oscuras de Tizapán vestida de negro. Preguntaba dónde vivía Lolita Ruiz, daba la espalda y desaparecía. Otros decían que pasaba de frente, seguía su camino y crecía hasta sobrepasar los tejados desapareciendo al voltear la esquina. Una vez mi papá fue a Talpa. Le gustaba visitar la venerada Virgen del Rosario el 19 de marzo. El camino era una peligrosa brecha, viajando en trocas de carga adap­ tadas con largos asientos de madera, dura e incómoda. Un señor de Mismaloya, don José Anaya, llegaba por las noches para quedarse a dormir en la tienda. La peregri­ nación generalmente duraba tres días. El penúltimo día para el regreso se hacía tarde y don José no llegaba por la llave. Mi mamá estaba preocupada. A las diez de la noche entraba al pueblo el último camión de pasajeros, volteaba en el sabino de­ jando el pasaje en la terminal del Hotel San Francis. Por fin en medio del absoluto silencio escuchamos la llegada del camión. Mi mamá tomó la llave, salí con ella a la puerta de madera que se hinchaba por la humedad, costaba tanto trabajo cerrar­ la que era necesario poner por fuera un candado con ayuda de papá. La noche era negra, olorosa a gasolina quemada. Por el motor que arrancó nos dimos cuenta de que ya se iba el camión, esperamos un poco. ¿Pero don José…? no llegó. Comentá­ bamos esto cuando se desprendió de la esquina de enfrente aquella figura negra y taconeadora de que hablaba la gente. Venía directo a nosotras como sin prisa, como calculando en el empedrado sus firmes taconazos. Ya como a un metro y medio sen­ tí un escalofrío horrible. Le pregunté a mi mamá: “¿Quién viene ahí?”. No sé de dónde sacó fuerza para aventar aquella puerta. Temblando de miedo nos quedamos quiete­ citas. Afuera ni el menor ruido de tacones, sólo el olor a combustible quemado.

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Para imprimirle misterio o terror podría inventar y envolver mi narración con olor a azufre, clásico de las apariciones del diablo. La pura verdad nada de eso, mi mamá no mentía ni me hubiera dejado mentir. Tampoco puedo asegurar que fue un fan­ tasma, el hecho de entrar en la casa y cerrar nos perdió el desenlace. ¡Lástima! Si­ guiendo con el tema de lo inexplicable pensaría que aquella mujer u hombre quizá necesitaba dejar algún mensaje a la familia. La misa primera de los domingos era a las cinco de la mañana. Vuelvan a ima­ ginar una calle negra como los pecados. Mi mamá y mi hermana Yoyita que era una bella jovencita, caminaban de prisa, a punto de la última llamada. Llegando a la pa­ letera (entonces de mi madrina Anita Osorio, hoy lonchería de los Garza Pérez) ahí estaba la mujer de negro de pies a cabeza pegada a la pared. Al pasar mi hermana rozó su ropa y al voltear vio que no tenía cara. Pegó un grito y se echó a correr desa­ forada atravesando la plaza del pueblo. Frente al billar del Chato Zepeda estaba parado Alfredo García que no se movió. Excuso decirles que la devoción de la misa primera en mi casa murió para siempre. Hace poco tiempo una persona me comen­ taba que el misterio de la Taconuda fue quizá treta de un enamorado solitario. ¿Lo­ graría la conquista de la amada? O varias amadas porque vagaba por todos los ba­ rrios. Ante esta sospecha sigo escéptica a los fantasmas. Pero al pueblo sí le puso piel de gallina, y el misterio quedó sin desentrañar. Siempre se ha hablado de la Llorona, en Tizapán. Además se rumoraba de los aullidos del diablo encarnado en un perro que se escuchaban aunque no hubiera aire fuerte que pudiera producirlos con el follaje de los árboles. Los vecinos estaban cansados de que ese perro pasara aullando a la medianoche todos los días y se pro­ pusieron matarlo. Don Maximino Garza preparó su pistola. En cuanto iba pasando el aullido por su casa, con una palabra poco amistosa abrió la ventana, con el gran asombro de que no había tal perro. A partir de entonces, los lastimeros aullidos de­ jaron de ser un día y otro también, se daban sus descansos y empezaron a dormir mejor los asustados vecinos y seguramente aquel perro con sus puntuales aullidos también. En 1948 precisamente el día 14 de agosto hubo una tragedia en la presa del Valle de Juárez. Se ahogaron tres niños que estaban de vacaciones con la tía Espe­ ranza Blancarte. Decía una creencia que la Virgen María de la Asunción se llevaba ese día a niños para su corona. Espantosa e increíble creencia pero ahí estaba. Poco faltó para que la tía Esperancita perdiera la razón. Felipito era su hijo pequeño, una niña invitada de Mazamitla y Licha, otra primita mía preciosa de 14 años que vivía en Guadalajara. Podrán imaginar el sufrimiento y despliegue de esfuerzos que se dio 240

tratando de encontrarlos con la esperanza de que hubieran podido salir a la otra


orilla de la presa. Mi papá se llevó rollos gruesísimos de cable por si tuvieran que rescatar los cuerpos, linternas sordas y todo lo que juzgó necesario. En Tizapán se vivía una espera dolorosa. No había teléfono, tampoco noticias. Por la madrugada del tercer día escuchamos un llanto que llenó el pueblo, dio vuelta en el sabino, que era lugar de referencia y paró en la casa de mi tío Enrique por la misma calle, hoy casa del niño Pérez. Nos paramos rápidamente, según nosotros los llantos anunciaban que habían llegado con el cuerpo. Cuánta ingenuidad. Al salir sólo encontramos la calle en aterradora soledad y desconcertados cerramos la puerta. Había una señora enferma en la cuadra, Lupita Guízar, mi mamá preguntó si estaría grave. Ella estaba mejor. Supimos después que el general Lázaro Cárdenas, envió un equipo de hom­ bres rana a buscar. Dinamitaron luego la presa sin resultado, todo inútil. Los cuerpe­ citos salieron a la superficie hasta que la falta de oxígeno los liberó de las ramas que los atraparon. Y aquellos llantos… se quedaron sin explicación. Se habla ahora de la parapsicología. Esto no me sucedió en Tizapán. Está dentro de lo que no puede creerse pero sucedió y lo voy a contar. En sueños vi que la ropa que había en el respaldo de una silla empezó a moverse. Apareció una boca que reía, y en el mismo sueño lo relacioné con la sonrisa del Gato con Botas, en el cuento de Alicia en el país de las maravillas que entonces leía a mis hijos antes de que se durmieran. La boca macabra seguía riendo con fondo musical. Una composición de Agustín Lara llamada “Palmeras” (“en tus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol”). Pensé, como que está fuera de tono el tema. Me despertó el ring del teléfono de mi buró. Al levantarlo escuché la misma melodía del sueño con acompañamiento de piano bar. ¿Seguiré dormida? “Bueno… Bueno…”, oí una voz tímida: “Madrina… soy la Nena”. “¿Qué te pasa? Es de madrugada, ¿qué tienes?”. Percibí un sollozo, luego el sonido de una cachetada. Se cortó violento el teléfono y quedé muy inquieta. No había a quién preguntar. Mucho tiempo después recibí una carta. Por favor ayúdeme madrina. La Nena, una niña de Tizapán, mi ahijada de confirmación muy pequeña parece que complicó su vida. Su mamá vino a la Ciudad de México a pedirme que la tuviera en mi casa para aislarla y los fines de semana fuera con su abuelita que vivía en esta ciudad. La acogimos, pasó un tiempo hasta que ya no regresó de su fin de semana, era como el año 1960. La carta de que hablo llegó como tres años después de aquel sueño y comunicación extraña que no esperaba. Realmente me impresionó que luego de tan largos lapsos de tiempo en que pensé que nos olvidaba volvía a acercarse a mi vida, su carta era triste. Me decía que estaba en una casa como presa; que ya no quería aquella vida. Me mandó una dirección. Hablé con una amiga que me orientó. Conseguí que la aceptaran en una casa de monjas que rehabilitaban a

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chicas con ese problema. Con gusto quise darle la noticia a la dirección que me envió pero mi carta se regresó con una anotación: “No se conoce a la persona”. Sin conocimientos de parasicología me atrevo a pensar que ante este suceso que me impactó, ¿qué relación podía tener aquella sonrisa sarcástica? ¿Sería de al­ guien que ejercía fuerza y maldad frente al desamparo y necesidad de ayuda de aquella niña que lo transfirió a mi sueño y fue a la realidad comprobado por la mis­ ma música que se escuchaba? Sin respuesta. Nunca más tuve noticias de ella. Ojalá haya regresado con sus papás. Un sueño coincidente. Dormida sentí que una larga vara de buganvilla me hería un ojo con una espina produciéndome un intenso dolor. Desperté y el dolor estaba ahí. Mi ojo rojo lloraba y al mediodía ya muy inflamado. Mi esposo me acompañó al especialista, encontró una queratitis y una pequeña he­ rida en la córnea transparente. Me vendó por unos días, prescribió antibiótico para evitar infección y colorín colorado. ¡Qué coincidencia! Cuando se acercaba el matrimonio de mi primera hija empezaron a llegar re­ galos a casa. Una amiga me informó que tuviéramos cuidado, porque aprovechando que ese día la casa se quedaba sola, a una novia le habían robado todo. No le di importancia, tenía otras preocupaciones, entre ellas que hacía poco tiempo habían fallecido mi hermano Carlos y mi tía Anita. Me dolía que no estuvieran compar­ tiendo aquellas emociones desconocidas. Como a las tres de la mañana regresamos de la boda, no lograba dormir. De pronto escuché el ruido de un golpe muy fuerte en medio de la recámara, como algo que caía. Me quedé impactada. Entonces sentí que apretaron mi pie una y otra vez. Espantada pensé: “Alguien entró por los rega­ los”. Pero nada. Sólo silencio y mi corazón que se salía. Pensé en mi querido Carlos y mi tía que tanto deseé estuvieran conmigo. En la mañana le dije a mi esposo: “Sabes, anoche nos visitaron…”. Y ya entrada en gastos… en un largo y bonito viaje por California con mi tía madrina Licha y Martita mi prima muy querida fuimos de paseo con los primos, sus hermanos Francisco José y Juan Manuel Arias que allá vivían. Durante un mes nos en­ señaron Santa Bárbara, Montecito, Ventura, Los Ángeles, San Francisco y playas den­ tro de una convivencia familiar preciosa compartiendo con sus amables amigos. Un día de esos soñé que la familia Degollado paseaba por el arroyo de San Vicente. La corriente era caudalosa como se daba siempre en tiempo de lluvias, pero ellos lejos de estar divertidos, lloraban a gritos amargamente. Me inquieté, pero al fin sólo era un sueño. De regreso en Guadalajara comenté con tía Anita. —Fueron unas vacaciones hermosas pero ya deseaba llegar, aquel sueño me 242

había impresionado.


—¿Por qué? ¿Sabes algo? —No. Estuvimos fuera de comunicación. —La verdad es que esa familia tuvo un accidente en el lago de Chapala. Se les volteó su lancha, se ahogó el novio de una de ellas y no pudieron rescatar el cuerpo. Aquel impacto de la noticia no pudo ser mayor para mí. Al estar retomando recuerdos para escribirlos, me doy cuenta de que sí hay sueños coincidentes, mensajeros de noticias. Durante su vida mi papá fue saludable. Inesperadamente en el mes de diciembre del año 74 enfermó de cuidado en Tizapán. Leti y yo en representación de todos mis hermanos fuimos a traerlos para su aten­ ción. Se presentó luego una embolia al temporal que atendió el doctor Luis Sigler, esposo de Licha en el Sanatorio Salas del doctor Jorge Salas, esposo de Yoyita. Su mejoría iba lenta pero su reacción prometía. Para sus terapias de lenguaje fue muy coo­ perador, esperando recuperar fluidez para hablar. Deseaba volver a su tierra, mien­ tras tanto todos teníamos el gusto de tener con nosotros en casa a mamá y papá. En meses anteriores habíamos empezado a planear un viaje, y ya se habían empezado a preparar los últimos detalles necesarios. La salida sería el 15 de junio, y con tristeza vimos a mis papás irse a casa de Licha donde también estaban muy contentos y atendidos. Mi papá fue dinámico e independiente, me afectaba ver cómo sufría en silencio estar fuera de su casa, de su negocio, de su gente. La vida le había cambiado, además la lenta respuesta a sus terapias de lenguaje empezó a decaerlo. Lo comenté con el padre Antonio Pera, director de nuestra catequesis. —¿Qué hacemos? Hay mil cosas preparadas para el viaje. —Mira, tu papá puede vivir así muchos años a pesar de todo. Váyanse y ten fe. Interpreté que mi fe evitaría cualquier desenlace doloroso. Y salimos no sin pre­ ocupación. Allá siempre hablábamos de ellos y rogando a Dios pedíamos por su salud. Después de veinte días llegamos a Praga, único lugar que por su forma de gobierno socialista era imposible saber con anterioridad nuestro hotel y dirección. Estába­ mos absolutamente desconectados de todos. En la noche soñé que mi papá moría. Vi a toda la familia junta con gran pena. Lo comenté a mis hijos con tristeza y em­ prendimos la visita por esa ciudad hermosa. En México me había comunicado con el señor Stanislav Slaski, un checoslovaco que había conocido en otro viaje y aceptó ser nuestro guía. Trató a mis hijos como un abuelo complaciente. Algo increíble se dio a partir de ese día, lejos de angustiarme me invadió una paz llena de esperanza. Después por teléfono siempre se nos informó que mi papá sería ya un enfermo delicado. Pasaron dos meses, a nuestro regreso comprobé que su muerte fue el día de mi sueño, 6 de julio de 1975, y el porqué de mi paz. Mi papá descansaba eternamente

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con Dios. Tuve una dolorosa y larga crisis, independiente a mi aceptación con la volun­ tad del Señor había cesado el sufrimiento de su enfermedad, pero me hacía falta haber acompañado su último momento. Esperaba que el tiempo aliviara mi dolor. Un sábado en la mañana arreglaba la ropa planchada en el clóset de Luisito. De pronto empecé a oír dentro una respiración agitada. Compruebo que no se me da la inclinación de inventar o aceptar hechos misteriosos, quiero encontrar primero explicaciones reales. El día anterior una señora platicó que de un viaje trajo plantas con algún huevecillo que resultó luego un animal raro. Fantasía que no creí pero me co­nectó con el hecho de que había recogido unas preciosas espigas secas en una de las islas griegas. Muy consciente de que pueden contaminar y que está prohibido introducirlas al país, las sacudí y rocié con insecticida, las coloqué visibles en una bolsa de mano. Nadie me reclamó en la aduana y las hermosas espigas llegaron a mi casa en México. Pensé tontamente: “¿No se desarrollaría algún bicho raro que pro­ duce el ruido en el clóset?”. Pero aquello no era un ruido, sino una auténtica respi­ ración. Dije: “Por favor hijo siéntate, ¿puedes oír lo mismo que yo?”. Luisito dormía profundamente, no pude tener testigo. Al llegar aquella respiración a la máxima fa­ tiga, empezó a disminuir hasta que se apagó. Lo comenté a mis hermanos, me dije­ ron que así fue el final de mi papá. ¿Se darán cuenta los que se van del dolor que se vive en la tierra y nos siguen amando tanto o más que Dios les da licencia para co­ municarse en alguna forma para consolarnos? Sí lo creo. Di gracias y lo asumí para siempre. Entonces viví el valor de la fe con la que me alentó el padre Antonio Pera antes del viaje. También la respuesta que el padre Marcelino me dio después: “Al morir la energía no se destruye, queda en la tierra. Algunas personas tienen expe­ riencias sobrenaturales que no pueden negarse ni aceptarse. Puede ser que en estos hechos se realiza la comunión de los Santos”. ※

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˜ Fiestas de fin de ano Después de este ínter de los misterios y de haber revivido las celebraciones de sep­ tiembre, octubre y noviembre, se acerca el invierno con las fiestas navideñas de fin de año con su ambiente propio y vuelan hacia allá mis recuerdos. Para el 12 de di­ciem­ bre música de chirimía. Llegaban indígenas de Mezcala y cargando su tambor toca­ ban en el kiosco el alba. Por las calles desfilaban durante el día acompañando a los peregrinos que a la Virgen Morena le rendían pleitesía, sin faltar peticiones de in­ flamada fe. “Virgencita, aquí te traigo esta muchacha, se llama como tú, Lupita y también está retebonita. No permitas que se me case, el Juan Diego que escogió es bueno pa las palizas. Dile que pele los ojos, cobíjala con tu manto Madre Mía, mi querida indita”. El papel de colores picado que en lazos de lado a lado adornaban las calles de Tizapán formando un toldo interminable, con el aire parecía cantar y unir su saludo de alabanza a la Reina de México, Nuestra Guadalupana Madre de Dios. Esta celebración cada día crece más en cada rincón del país y del extranjero. Se dice que el mexicano ante todo es guadalupano, y su origen el milagro del Tepe­ yac. Pero ninguna devoción podrá sobrepasar el culto de adoración que sólo a Dios profesamos, nuestra religión es cristocéntrica. La aparición de la Guadalupana a Juan Diego se rubricó en el año 2002 con su beatificación por el papa Juan Pablo II, un ferviente devoto de ella. Fue una emotiva ceremonia cargada de folclor y fe en la fas­ tuosa Basílica de Guadalupe. Todavía me parece un sueño haber estado ahí presen­ te. El pueblo de México agradece a la Virgen de Guadalupe, nuestra morenita, su preferencia y protección amorosa. Por la noche en Tizapán, además de la celebrada fe, no faltaban la serenata, los cohetes ni el castillo. A la mañana siguiente, día 13, no había memoria para mis mañanitas. ※

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Posadas y Nochebuena Desde que recuerdo la época de posadas se celebraba en el atrio del templo, se pa­ recían a las jamaicas del catecismo. En los puestos de comedera gastábamos los bo­ letos que durante el año ganábamos por aprovechamiento y asistencia. Las mamás por nueve días vistiendo pastorcitos con báculos adornados, espejos, flores, campa­ nitas, listones y cascabeles, cantando villancicos con mucho entusiasmo. Después de adorar el pesebre en el templo, se pedía la posada en la calle o alguna casa. El mis­ terio era un primor, jarritos con ponche caliente de frutas, los buñuelos enmielados de pilón. Las piñatas no podían faltar en las posadas navideñas, romper a palos aquella olla de barro adornada con papel de china picado de colores brillantes. Algunas te­ nían siete picos de cartón grueso, era un verdadero triunfo romperlas. Entonces nunca supe el significado de esta hazaña o tradición, que se dice nació en China y fue traída por los catequistas españoles a América. Romper ese barro del que fuimos hechos y los picos, representantes de la tentación, ostentan la liberación del mal, obteniendo la justificación y los frutos que al romper el barro derrama jícamas, man­ darinas, cañas, cacahuates y dulces para saborear el triunfo de la liberación. En ver­ dad cuánta creatividad de los catequistas para significar la gracia y la paz. No puedo omitir que el histórico sabino era el árbol elegido donde muchos barrios del pueblo hacíamos vida la fiesta hermosa de Navidad. Todos sin invitación se iban sumando al festejo, el pueblo se hacía uno. En mi casa se adornaba el mayor número de piñatas, Chayo Reyes llegaba con jarritos de ponche caliente, otros lle­ vaban guasanas y cacahuates tostados y los niños prevenidos para algún garrotazo extraviado, o tirados de panza haciendo casita para acaparar más fruta. Matizada la noche de alegría, podíamos amanecer celebrando la esperada venida del Niño Jesús, nuestro Salvador. Ahora que se celebra esa fecha y quizá habrá quien no sepa por qué, pienso que se han perdido de revivir la fiesta más dulce, hermosa y trascenden­ te que tiene este mundo.

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Emotivas fiestas religiosas celebradas con sencilla alegría y sentida devoción. El día de la Nochebuena, para la misa de gallo había que llegar temprano. Los gru­ pos de pastorelas invadían el espacio para adorar al Niño Jesús desnudito, vestido después con nuestros pecados. Alguna casa del barrio a un grupo ya lo había invita­ do. Cacahuates, atole, tamales, pozole. Había en el templo un ambiente caldeado, como una bomba de tiempo para explotar por sofocado. La Gila, Bartolo y el diablo ni caso hacían, tenían buen callo, venían de un establo. Al día siguiente la Navidad todo lo había transformado. Regalitos en los zapatos de los niños. Los papás limpios de conciencia y viva la tradición celebrando la bendita encarnación. Al cabo de los años el espíritu religioso casi ha desaparecido de las posadas. Se adueñó de ellas el bailazo con danzón. ¿Y el misterio…? bien gracias, arrumbado en un rincón. Dicen que nunca es tarde, que hay un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar. ¿Todavía estaremos a tiempo? Rescatar no es tarea fácil. La tradición es par­ te de nuestro folclor, de nuestra rica cultura, sería triste verla desaparecer sin compro­ meternos. ¿Por qué esperar que su recuerdo llegue a ser sólo imagen de televisión a veces deformada? El poder de la grabación va desplazando la realidad, ha empobre­ cido el poder de la percepción para seguir asombrándonos de lo real y natural. No estamos en contra, ni deja de sorprendernos este avance casi mágico en este siglo de las maravillas, logrado con asombrosa creatividad. La técnica de la co­ municación tiene inmensa utilidad, pero no al grado de absorber ni nulificar al hom­ bre que se está perdiendo deslumbrado por su mismo juego y pasa horas absorto ante la televisión y el internet. No es justo que desplace la realidad. Que desaparez­ ca y se derrita como la nieve o se haga humo sin dejar huella ni cicatrices que puedan recordarnos un día donde hubo vida y calor. Donde está el núcleo de la familia que congrega comunidades y favorece la convivencia del hombre cada vez más amena­ zada por la abstracción y la soledad. Los momentos compartidos serán siempre una solución. En Tizapán los vivimos. ¿Ese tiempo ya pasó? ※

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Futbol, serenatas y trovadores ¡Lotería! De algo estoy segura. El incremento y pasión por el deporte en Tizapán. El futbol de los domingos, a los amigos y novios concentraba en el campo deportivo del Club Alas. Los muchachos más tacaños por no pagar la colecta, a los gigantes de ese campo ubicado detrás del panteón (hoy escuela secundaria), se colgaban como chan­ gos y fuertes porras lanzaban cual destempladas cornetas, así compensaban su falta de cooperación económica. Las bandas terciadas en pecho y espalda no faltaban a los ganadores y las recibían parados sobre un promontorio de tierra. El regreso jubilo­ so para el equipo triunfante tenía reflejos de gloria en el crepúsculo impresionante. Oro, violeta, rosa, fuego, turquesa, color de flores de hortensia de la tarde agonizante. Para esperar la noche, el trovador inspirado a falta de luna llena el corazón ilu­ minado. En las noches muy oscuras luces de las serenatas. Encaje de alumbradores, envolviendo las guitarras, en veredas luminosas convertían sus calles largas. Mientras duraba la serenata, o gallo como le llamaban, en aquella casa una batalla había em­ pezado. A los primeros acordes los papás muy enojados ponían cerrojo y candado. Pero en cuanto se daban vuelta, tiradero de cobijas, las muchachas descalzas espia­ ban por las rendijas, y el aviso de codazos por si hubiera algún bañado, que no le hacía mayor gracia salir todo empapado con las olas del bacín que siempre estaba a la mano. Menos mal que no eran balazos, pero también se usaba. Manuel Buenrostro, “el Bolón”, y Alfonso Domínguez, “el Ratón”, eran los gui­ tarristas intérpretes de cualquier canción, podían con su repertorio complacer des­ de la primera a la quinta generación. Canuto y Nacho Arceo con todo un séquito de acompañantes por aquello de las sorpresas de pie les hacían sombrita esperando algún desaire. Santiago Béjar “Camposorio” era fuerte competencia con su afamada trova yucateca interpretada con sentida inspiración. “El Güero” Llamas y Luis Ma­ cías “el Aparejo”, de los trovadores eran una mancuerna punto y aparte. Luis tenía una potente y expresiva voz, bien podía escucharse desde la plaza hasta el puente. Con sus andares y amores eran tan conquistadores que causaban admiración tan

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Los equipos de futbol Alas y Atlas compartiendo honores.

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simpáticos señores. “El Güero” con seguridad había patentado sus espontáneas car­ cajadas, nadie competía con él. Nada más el ojo verde le brillaba, sólo él sabía sus traviesas intenciones. Entre canción y canción lanzaban con buena puntería sus men­ sajitos haciéndose disimulados, al fin que las redes estaban tendidas y era bueno lo que cayera. Lo mejor estaba en la divertida que conseguían. Contagiaba su forma de celebrar la vida. A su tiempo formaron muy bonitas familias y nunca perdieron su envidiable buen humor. Nos queda muy claro que no se opone la alegría sana con la responsabilidad. Las serenatas que amenizaba el profesar don Ramiro Vargas en verdad que for­ maron una época. Escuchar cerca de la una de la madrugada los primeros acordes de una guitarra, acompañar como sólo el profesor sabía hacerlo… “Despierta dulce amor de mi vida”, que dicho de tal manera era como una caricia que de la mano te subía a las nubes donde no existe el tiempo. Después seguía “La rondalla”, “Yo sé que nun­ ca”, “Dime que sí”, “Rival”, “Mujer ideal”, “Júrame”, “María Elena”, “Morir por tu amor”. Todavía no puedo definir si las canciones entraban a tu cuarto o tú te hacías invisi­ ble para salir integrándote al grupo de trovadores para que nunca terminara aquel placer, que inundaba de felicidad el ambiente de la noche con antiguas canciones que reviven como valioso regalo. Con “buenas noches mi amor, me despido de ti, que en el sueño tú pienses que estoy cerca de ti…” había que bajar de las nubes, acurru­ carte para volver a dormir o escaparte con la imaginación, para seguir tejiendo ilu­ siones con los delicados hilos del amor y unos ojos y una boca hablándole al corazón. Puede que los jóvenes cataloguen estos sentimientos como cursilerías. Y puede que tengan razón. La verdad es que los tiempos definitivamente cambiaron y el roman­ ticismo pasó a la historia. Como dato puedo platicarles que el profesor Ramiro fue una gran persona que­ rida y adaptada a Tizapán. Llegó con su familia de Quitupan, la tierra de mi mamá. Su esposa Bertha Chávez, que después fue mi comadrita por entronización del Sa­ grado Corazón (costumbre muy jalisciense). Sus hijos Ricardo y Pina, después nació Paty, registrada en Tizapán. Su hermana Lucila también ejercía el magisterio y tenía una preciosa voz. Fueron muy estimados. ※

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El patio de mi casa representó siempre la entrega y el amor de mi mamá.

Reflexiones Después de esta serenata que desnudó como recién nacidas mis emociones, llegó el momento de tomar la llave y cerrar el arcón que guarda esa porción de vida que son los recuerdos, que brotaron cargados de una energía desconocida, acumulada como en una alcancía que genera insospechadas utilidades. Parece que la vida después de los años da forma o mayor claridad a tus entrañables sentimientos tempranos para poder expresarlos. En un momento dado crees cambiar el medio que te influyó pero las marcas que dejó son imborrables. El medio ambiente en el que nos criamos es tan entrañable como si fuera el ámbito de la escuela en que nos graduamos. Ya ten­ go ahora muy claro que aquella vez no fue efecto de la alta temperatura por intoxi­ cación lo que ocasionó mis obsesivos recuerdos hablados, si no la gota que derramó el vaso. Como un compás que se libera convertido en canción y te exige escucharla en el momento, tomarla con las huellas de la historia y completarla para no perder­ la en la noche del tiempo. Sin pensarlo más empecé a escribir aquellos recuerdos de mis primeros años de imágenes y vivencias en el rico acontecer de mi tierra. No re­ quería conocimientos literarios, que no tengo, ni perderme en fantasías difíciles de manejar. Más aún, consciente de que sólo utilizaría mi tiempo y nada se perdía. Lás­ tima que mis relatos tienen una visión tan infantil que no aportan datos que verda­ deramente integraran historia con valores. Fue importante hacer una buena amistad con la memoria, que puede hacerse cómplice de olvidos, confusiones. Porque al decidir invitarte podría confundirte. Sin falsas pretensiones, en verdad ha sido tan simple, como seguir un dictado o copiar lo que ya estaba escrito. Hacía mucho tiempo y sin embargo parecía vigente. Al re­ tomar mis recuerdos pude percatarme de cambios importantes y que inexorable­ mente marcó el tiempo en el ámbito sociocultural, comercial, económico, religioso, etcétera. Cambios paulatinos que no interrumpieron la relación de sentimientos eternos, rescatando valores de familia, amistad, respeto, alegría y tantas cosas boni­ tas que conserva Tizapán. Que es un pueblo trabajador, buscando el pan de cada día,

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riqueza propia que ostenta orgulloso y asume con gusto; que ha vivido épocas difíciles pero no se empequeñece con lamentaciones, poco a poco busca soluciones. Desafortunadamente ha perdido una gran proporción de su fuente de trabajo que le caracteriza como es la agricultura. La migración ha favorecido la pérdida de va­ liosas manos expertas que dejan tierras sin producir. Los jóvenes han optado por trabajos diferentes. Ojalá que los que se quedan no dejen morir las riquezas del campo. Las personas que al salir del pueblo adquieren conocimientos de tecnología puedan utilizarla industrializando los productos y creando fuentes de trabajo. De­ seo que ninguna situación pasada, presente o futura cambie jamás los recuerdos felices que me acompañan. Que siempre nos mueva una actitud de respeto y agra­ decimiento para no destruir ese regalo de Dios. Tizapán es pese a cualquier circuns­ tancia ¡único! Y lo amo como es. Si has sido capaz de leer hasta hoy, te doy mil gracias por acompañar mi aven­ tura, fuiste muy valiente y yo también. ¿Te molesté con algún relato? Habrás enten­ dido los momentos áridos cuando no supe decir lo que quería, los mil detalles y repeticiones que para ti no tendrían sentido y mis involuntarias cursilerías, compa­ ñeras mías (un nieto que quiero mucho me dice: “Abuela, que cursi eres”). Al escu­ char o leer algo nos damos cuenta de que existen diferencias y resulta interesante comprobar que ofrece la vida gustos distintos. Pero los recuerdos son los recuerdos. Cuando son bellos revitalizan. Otros parece que estaban dormidos y saltan, te cues­ tionan como jueces severos, cuando aquella vez no fuimos un mandamiento del amor. Dicen que la verdad no peca pero tiene su lado positivo, aunque nos incomo­ de, creo que podríamos mejorar. ¿Serán los recuerdos buenos amigos nuestros? Un buen amigo nos conoce, nos sigue como ángel que nos guarda, nos acompaña y ad­ vierte. Es honesto, está dentro de nuestro tiempo y espacio, es por eso que he querido compartir contigo esta experiencia. Me he anunciado a mí misma que ya me despido, pero sigo escribiendo enca­ riñada como los Moreno, con sus despedidas interminables. Creo que antes volveré a Tizapán y desde allí podré decir adiós en paz. Caminaré todo el día con la promesa de que caminando se llega y estaré feliz. Dicen que hay que saber esperar y tienen razón. Sólo un tiempo de paciente espera y se cumplió mi gran deseo. Ya anoche­ ciendo pude mirar las hermosas torres de la iglesia iluminada y lo sentí como bien­ venida cariñosa. Viví la alegría de abrir el viejo zaguán de la calle Madero para entrar a mi casa. ¿Habrá goteras? Ya lo revisaré. Un poco aletargada por la emoción dormí profundamente, no sin antes escuchar movimiento de murciélagos iniciando 254

su escapada nocturna.


Mi casa y el sabino, lugares entraĂąables en mi vida. Abajo: El viejo puente, testigo de romances y aventuras.

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Desperté con el pregón mañanero rubricado por la pausada voz que invita a una importante junta del día y no me dejó recordar si tuve algún sueño. Ya sonó la hora para integrarme al festín de la calle con su ir y venir como signo de vida, de búsqueda y desafío, del peregrinar atávico de su gente. Las alegres campanas llaman a la oración para dar gracias a Dios, pidiéndole que bendiga nuestro trabajo del día. También me está llamando la tentación del apetitoso y alegre mercado. Atravesé la plaza esperando que hubiera quedado el eco de risas de los niños que anoche juga­ ban incansables, pero el eco se había perdido. Las bancas estaban vacías de las jóvenes parejas de enamorados, ahora ocupadas por trabajadores que ofrecen sus servicios. Circulaban las noticias del siempre dinámico comunicador La Luna, poniendo al día las novedades. Después de tan bonitas emociones decidí saborearlas volviendo un rato a casa. La tarde era preciosa y para no dejar títere con cabeza, se imponía caminar por las famosas colonias Dávalos-Flores. Admiré los grupos de personas que en la puerta de sus casas, sentados invitan a paseantes a conversar. Ofrecen sillas que hacen cada vez más grande el grupo, alegrando el ambiente familiar. Al fin llegué a la Hacienda de San Francisco, fiel guardián del pasado. Por el camino saludé a los amigos y tuve noticias nuevas. Me comunicaron del sensible fallecimiento de Na­ cho Hernández, ¡cuánto lo lamento! ¡Nacho, tu recuerdo estará siempre presente en el cariño de nuestra amistad! Por tu valioso regalo Sucesos históricos de Tizapán el Alto, que vibra con la vida que contagian las calles transitadas de tu Tizapán. Tam­ poco olvidaré las veladas que al cerrar la papelería disfrutábamos con tu mamá, la señora Margarita siempre acogedora y cariñosa, y de mi hermana Leti. Entonces te pedí si podías por favor corregir mi ortografía de algunos recuerdos (me contestas­ te con una discreta sonrisa). Ya te platicaré. Gracias amigo Nacho, sé que descansas en la paz de Dios (febrero de 2008) y allá nos encontraremos. Y la vida sigue pujan­ te, imposible detenerla. Es necesario integrarnos. Nos invitó Paco Martínez Guerra, el joven maestro de la preparatoria, a un festival celebrado en el mismo plantel. Fue una verdadera exhibición de talentos. Sólo puedo dar gracias por la etapa de oportunidades que vive Tizapán dirigido y apoyado por personas preparadas, comprometidas que educan y orientan a la entu­ siasta juventud, que pueden convertir la noche en día prolongando la fiesta. Y así fue ese día. Era bastante tarde y muy lejano el centro de Tizapán. Se presentó en­ tonces Ramón Garza ofreciéndonos el regreso en su auto y agradecidos llegamos felices a casa. Como advertí al principio mis recuerdos no llevan orden cronológico y aquí lo escrito me ofrece un espacio que hilvano apenas. He recibido la triste 256

noticia del fallecimiento de Ramón Garza Jr. que mucho lamento. Volví a darle vida


la imagen de un niño pequeñito montado a caballo como un calificado jinete viajan­ do solo desde la Hacienda de San Francisco. Después a un joven enamorado casado a su tiempo con la preciosa Braulita Zepeda que fue llamada poco tiempo después dejando al enamorado fiel a su amor. Siempre vi en Ramón amigo un fuerte repre­ sentante de épocas bellas de evocadores recuerdos. Ahora se ha perdido el vínculo físico que lo encarnaba, pero renace el Ramón inolvidable (q. e. p. d.). Encontré asombrada que terminó el rechinar del piso centenario de nuestro templo que soportó el tránsito de tantos años valientemente. El cambio total de madera nueva le inyectó juventud y acentuó su belleza original. La obra, como las grandes obras, fue larga. Proyecto del señor cura don José Oceguera, apoyado incon­ dicionalmente por don Ramiro Torres que motivó a un equipo de vecinos del pueblo. Movió influencias, salvó obstáculos, convenció a familiares y a amigos en tan ambi­ cioso proyecto. Participó su hijo, el arquitecto Ramiro Torres Jr. que intervino desde Estados Unidos, creando una imagen nueva. Cambiando barandales y monumenta­ les accesos a la Plaza Santos Degollado, que ocupa lo que fue la huerta de frutales en el atrio del templo de San Francisco. El cambio fue sensacional y útil. Fue dise­ ñada y construida por el ingeniero Degollado, como legado al pueblo durante su periodo como presidente municipal de Tizapán (1988-1991). La diferencia que crearon estas obras actuales ofrece un interesante contraste de épocas. Nos habla de que nuestro Tizapán se integra al cambio, aceptando la modernidad. ¡Otra noti­ cia! Hubo expectación por la consagración de nuestra parroquia el 21 de febrero de 2008. Fue un acontecimiento histórico importantísimo. El señor cura Ocegue­ ra posee la virtud de actualizar eventos que fueron rezagados en su tiempo y los convierte en un ahora. Cuántos ejemplos de beneficios para nuestro templo que mucho agradecemos. Me siento conmovida, integrada por tantos acontecimientos. Está viva la pre­ sencia de tantos hijos que llaman ausentes, que desde Estados Unidos y toda la Re­ pública hacen presente su amor y generosidad para su tierra querida. Así es nuestra gente. ¡Admirable! Ante esta realidad me sería difícil continuar. Esta tierra es una fuente de agua viva, no puede limitarse a algunos recuerdos. ※

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Mi boda Hasta hoy dediqué atención a mis bellos recuerdos de niña en mi tierra querida. Pero sin menospreciarlos, hay en mi memoria una etapa que ocupa importantísimo lugar en mi vida personal adulta que me reclama. Pasaron años, situaciones, experien­ cias, sorpresas. Un día se presentó Luis inesperadamente. En verdad, no nos buscamos, Dios tiene sus planes. Platicamos de nuestra época de escuela, risas, evocaciones… Él vivía fuera, había estudiado su carrera en Guadalajara y la Ciudad de México, éramos como desconocidos. Finalmente el encuentro. Ambos sabíamos quiénes éra­ mos y después de un año, comunicándonos de lejos, llegamos al compromiso de ma­ trimonio. Luis fue una persona admirable, comprometida, responsable, luchadora, sabía lo que quería. Había alcanzado en el hospital jefaturas importantes gracias a su esfuerzo y preparación, fiel a su consultorio particular, en fin, una gran persona querida e inolvidable. Y así llegó el día 13 de diciembre de 1958, día de mi santo y cumpleaños, tradicional en mi vida. En el templo de San Francisco de Asís en Tizapán recibimos la bendición de matrimonio del padre don Ramón Hernández Navarro, acompañados por nuestros padres, familiares y amigos. Después de muchos años otra vez se adornó con azahares el bello patio de mi casa, donde había celebrado mi primera comunión junto con Leti mi hermana. Ahora nos casábamos Luis y yo. Fijamos nuestra residencia en la Ciudad de México, visitando en vacaciones a nuestros queridos padres. Nuestro Señor no se hizo esperar y un año más tarde nos bendijo con una hermosa bebita, Eva Lucía, luego Ana Leti, Mónica y Luis, nuestros hijos buenos y adorados que han iluminado nuestra vida, que son nuestro tesoro. Así pasaron treinta y dos años, imposible describir tanta felicidad y riqueza de esa época, fue tan breve, el Señor llamó a Luis, pero después de veinticinco años per­ ma­nece presente. Durante su vida pudo conocer a cuatro de nuestros adorados nietos, ahora ya ocho. Pienso que desde el cielo está feliz de su familia y descansa en paz. Gracias a Dios por su vida. Luis me espera, y al encontrarnos con Dios vol­ veremos a ser promesa nuestro amor que está vivo. ※

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Gracias... Considero una bendición haber nacido en mi Tizapán donde viví tantos años, nutri­ da por el amor de mis padres, cobijada por la sabiduría con que guiaron mis pasos para ir por el camino con fe y alegría. Aquí están mis orígenes, aquí está la pila donde fui bautizada. El agua, el aire, el calor, la tierra. La naturaleza que respira, se oye, crece, tiembla. Donde la gente buena trabaja, ora, ríe, llora, ama y sueña. Donde el tiempo parece que se detiene. Llama, reclama, te espera, caminos para descubrir siempre su presencia. De esa fuerza interior, que tomándote de la mano te coloca en el umbral de la inmensidad antesala de la plenitud y agradecimiento donde tiem­ po y eternidad se funden para siempre. Gracias tierra mía por lo que me ofreciste, por lo que tú y otros me dieron. Llevo tanto de ti…, gratitud que se hizo vida, tesoro que acompaña mi caminar cada día. Tizapán de mis amores, aunque el horizonte en un momento se pierde, tú sabes que nunca de ti me he ido, fueron tiempos de fermento para el gran reencuentro. Quiero mirar mientras viva esas rejas de cañaverales, de cañas suaves y dulces como los deseos. Ventanas de tu cielo azul, de ese cielo azul tan hermoso, tan sereno, sem­ brado por las noches de mil estrellas brillantes, centellantes, bellas y eternas como los luceros. Descansar bajo tu suelo cuando yo me muera quiero, ir a dormir ese sueño junto a mis hermanos que vimos el mismo cielo. Y bendecirte dando gracias eternas a Dios-amor, en el que creo. ※

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En memoria de mi querida hermana Leti que muriĂł el 2 de julio de 2016 convirtiendo su ausencia en presencia eterna. p. 262.

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Mis hijos y yo celebrando alegremente el cumpleaĂąos de mi hijo Luis en Guadalajara. En una fiesta inesperada por mis 80 aĂąos en Cuernavaca. Mis adorados nietos Daniela y Luis Rodrigo. p. 263.



Créditos y agradecimientos Textos Eva Lucía Moreno Buenrostro Diseño y formación Eva Lucía Reyes Moreno Cuidado editorial Graciela Anaya Dávila Garibi

Quiero agradecer a mis paisanos por estas maravi­ llosas experiencias que me han permitido enriquecer mi vida. A mis sobrinas Yoya y Rosela que tan cariño­ samente me compartieron fotografías de sus álbu­ mes familiares para ilustrar momentos inolvidables. A María Elena Hernández, mi agradecimiento por su valiosa ayuda al capturar todos estos relatos que escribí a mano durante más de treinta y cinco años y hacer realidad este libro. A mi hija Eva Lucía, no tengo palabras para agra­ decer su sensibilidad de captar e imprimir con su es­ tilo e invaluable calidad profesional, este proyecto de vida que me llena de satisfacción y gratitud. Que Dios la bendiga.


Índice 9 Mi aventura 11 Tizapán el Alto 15 Las calles 19 Contrastes de mi tierra 23 Añoranza 27 El cerrito 29 Genealogía 37 Los abuelos 41 Mi familia 51 ¿Dudas? 53 Mi casa y la tienda 59 La escuela 67 La carretera 69 Cambios 71 Nuestros juegos también cambiaron 75 Primera comunión 77 Fiestas religiosas y profanas 83 Domingos de plaza 87 El comadreo del mercado 95 Otras vivencias 97 Personajes 107 El gran amor secreto 109 Cuestionario 111 Consecuencias 113 Cambios y visitantes 123 Pueblos vecinos 125 Intercambio comercial 129 Mesones y arrieros 131 Genealogía Buenrostro González 137 Todo había que celebrar 141 Tizapán fiestero

145 La tienda y los tenderos 153 Proveedores 155 Transporte 157 Instituto PAL, fotografía y el cambio 161 Fotografía 165 Oficios 169 Artesanos, cine y otras cosas 171 Oficinas y billares 173 Más cantinas, flores y curtidurías 175 Huertas 179 Los jitomateros 183 La medicina naturista 187 Con la luz a medias 191 Luz eléctrica y petróleo 193 Las fiestas patrias 197 Corrales 201 La fiesta patronal 205 Kermés 211 Primera Gran Feria de Jalisco 217 De vuelta a casa 227 Mi vocación 231 Clima y estaciones 233 Modernización y desarrollo 237 Pretextos 239 Misterios, espantos 245 Fiestas de fin de año 247 Posadas y Nochebuena 249 Futbol, serenatas y trovadores 253 Reflexiones 259 Mi boda 261 Gracias...


Algunos recuerdos Se terminó de im­primir en noviembre de 2016 en Offset Rebosán. En su composición se utili­ zaron tipos de las familias Berling y Haboro. El tiraje consta de 100 ejemplares. Danos tu bendición mamá.


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