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EXIT #85 · Durmientes y soñadores | Sleepers and dreamers
Nosotros, los durmientes / We, the sleepers
Una de las torturas más terribles es impedir que el preso duerma. Impedir que descanse, que cierre los ojos y se aleje de la realidad horrible que está sufriendo. Impedir que salga de su cuerpo mientras este se relaja y vaya a otro lugar, que pasee con sus hijos, se bañe en el río cerca de su casa de la infancia… todas esas maravillas que tal vez nunca sucedieron pero que revivimos en los sueños. Igual que, muchos años después, esas víctimas de tortura soñarán que no pueden dormir. Parece ser que, entre los suicidas, una gran mayoría sufre de insomnio crónico. Dormimos aproximadamente un tercio de nuestras vidas, con suerte soñamos con frecuencia diaria, aunque no recordemos lo que hemos soñado la mayoría de las veces, varios sueños por noche, sueños largos y cortos en los que podemos ser el príncipe, la princesa y el dragón sin ningún prejuicio ni problema. Sin embargo, el sueño supone haber llegado al descanso profundo, a ese estado de no consciencia absoluto, en el que navegamos por mares, hacemos lo que nunca haremos despiertos, incluso puede ser que seamos felices. No lo sabremos nunca. Lo que sí se sabe es que sin esos sueños no descansaríamos. No se trata solamente de un recurso poético, dormir, soñar, es uno de los temas médicos que los investigadores estudian con más interés y con más desconocimiento.
Dormir es morir un poco. Esa frase tan querida por los románticos nos recuerda nuestra ausencia de este mundo cuando estamos dormidos. Estar despierto es estar alerta, en guardia, atento, estar vivo, despierto. Dormir es descansar, relajarse, no ser, tal vez, sí, morir un poco, y resucitar cada mañana. Solo hay que ver que plácidamente duermen todas las personas cuyas imágenes mostramos en las siguientes páginas.
Nuestras calles, las de todas las ciudades, cada vez resguardan y exponen a las miradas de todos a más personas que duermen en portales, parques, entradas de bancos. Personas que no tienen casa. Pobres, emigrantes, desahuciados, personas que creemos que no son como nosotros, gente que ya no tiene nada, que tal vez nunca tuvo nada, y que acarrean con ellos esas mantas, tal vez una
maleta con sus pocas pertenencias. Personas, hombres y mujeres de todas las edades y orígenes, que hacen de un cartón su techo y de unos periódicos su edredón nórdico. Viven debajo de puentes y duermen donde pueden, en espacios abiertos al cielo y a las estrellas, a la lluvia y al frío. Son esos ciudadanos que no tienen ni cama ni derechos, pero que duermen como nosotros y en sus sueños son iguales al resto de la humanidad. Pero todos dormimos. Los niños y los ancianos duermen más, tal vez porque la mayoría de las veces no tienen otra cosa que hacer nada más que esperar agazapados en sus sueños abstractos, o esconderse del miedo a la muerte, de la tristeza de la vida esperando el sueño definitivo. Todos dormimos y todos soñamos y, tal vez, ese sea el único tiempo en el que todos somos iguales, aunque no lo sepamos.
Porque ni todos ni siempre dormimos en una cama. Nos quedamos dormidos cuando viajamos. En el tren o en el avión. Así se acorta el viaje como si fuéramos en una nave espacial en una cápsula de conservación en el tiempo. Doce horas se convierten en un sueño pesado, apenas nos damos cuenta. También nos dormimos en clase, en las conferencias, hay quien se duerme en los conciertos, en el cine y en el teatro. Hay quien se puede quedar dormido de pie en el metro y, una gran mayoría, se quedan dormidos en las playas, tomando el sol, desnudos o vestidos. Con la boca abierta, a pleno sol, seguramente más por la sensación de placidez que por cansancio.
Podemos creer que los fotógrafos que reunimos en esta revista hoy son unos indiscretos que buscan a las personas que duermen como quien busca un trébol de cuatro hojas, pero no. Si observamos a nuestro alrededor, veremos durmientes por todas partes. Personas y animales duermen y sueñan: perros, gatos, y hasta pájaros o ardillas. Los peces, por cierto, también duermen. No hay que esforzarse, solo mirar. Los estudiantes duermen en las cafeterías, apoyados en el libro de texto o detrás de la pantalla del ordenador, los niños en el aula escondiéndose detrás de un compañero, los jubilados con el periódico en la mano, las señoras en la peluquería… En cuanto a la multitud de personas que duermen en la calle, a veces familias enteras, una gran mayoría lo hace por necesidad, pues no tienen ni casa ni dinero para pagarse una pensión, y esa es la peor cara de estar despiertos. Pero hay muchos que duermen un rato en un banco, jóvenes que duermen en sus sacos de dormir mientras viajan, en el suelo de las estaciones, en los parques. Y según dónde usted viva se encontrará a pleno sol con gente que duerme en el puro suelo en horas de oficina. Mientras unos duermen cara al cielo en playas o parques, otros se cubren como momias y se envuelven, aunque haya cuarenta grados a la sombra. Algunos vuelven a un mismo lugar, con la idea de sentirse en casa, otros son como nómadas beduinos que recorren las ciudades sin añoranzas ni nostalgias. Somos así, iguales y diferentes. Hasta durmiendo.¶
Rosa Olivares
To deprive someone of sleep is one of the most terrible forms of torture, to prevent them from resting, from closing their eyes and escaping their dreadful reality, to prevent them from leaving their body behind, relaxing, journeying to different climes, walking with their children, bathing in the river close to their childhood home… all these wonders that perhaps never even happened but which we relive in our dreams. Many years on from their ordeals, torture victims dream that they cannot sleep. Some commit suicide, while most suffer chronic insomnia. We spend around a third of our lives sleeping and with a little luck we dream on a daily basis, although most of the time we don’t remember what we’ve dreamed about. We have several dreams a night, long dreams and short dreams in which we can be the prince, the princess and the dragon without prejudice or problem. Sleep, however, involves reaching a state of complete rest, a state of complete non-consciousness in which we sail the seas, do the things we never do while awake, in which we can even be happy. We will never know. What we do know is that we would never rest without such dreams. Sleeping and dreaming are more than just poetic resources. Few areas of medicine are researched with as much interest, and yet few are the areas about which so little is known.
Sleep is a little death. Those words, so beloved by the Romantics, remind us of our absence from the world when we are asleep. Being awake is to be alert, on guard, attentive, alive, sharp. Being asleep is to rest, relax, not be, perhaps even to die a little and come back to life every morning. You only have to look at how soundly all the people sleep in the images on these pages.
More and more people are sleeping rough in our city streets, in high-street doorways, parks and cash-machine vestibules, exposed to our gaze. They are the homeless, the poverty‐stricken, emigrants, the evicted, the kind of people we tell ourselves are not like us, people who have nothing, who perhaps never had anything and who lug around blankets and – if they are lucky –
a bag with their few worldly possessions. They are men and women of all ages and backgrounds, who fashion a home out of a cardboard box and a duvet out of a handful of newspapers. They live below bridges and sleep where they can, in spaces open to the elements, the sky and the stars. They are citizens with no bed and no rights but who sleep like us and who, when they dream, are the same as anyone. We all sleep, though. Children and the elderly sleep more, perhaps because most of the time they don’t have anything else to do but wait, huddled up in their abstract dreams or hiding away from the fear of death, from the sadness of life as they await the longest sleep of all. We all sleep and we all dream. It is perhaps the only time we are all equal, albeit unknowingly.
We don’t always sleep in a bed. We fall asleep when we travel, on the train or on a plane. Sleep is a way of cutting our journey time, as if we were in a spaceship or a time capsule. A 12-hour journey can become one deep sleep. We barely notice it. We also fall asleep in class and at conferences. Some nod off at concerts, the cinema or theatre, or even on their feet in the metro. Most of us will sleep on a beach as we sunbathe, wearing varying degrees of clothing, our mouths open, exposed to the sun, more out of a sensation of pleasure than actual tiredness.
You could be forgiven for thinking that the photographers whose work we have brought together in this issue are intrusive types, the kind who look for people sleeping in the same way that some of us look for four-leaved clovers. Yet that is not the case. Look around you and you will see plenty of sleeping beings everywhere. People and animals sleep and dream: dogs, cats and even birds and squirrels. Fish sleep too, by the way. You don’t have to look too hard to find sleeping people either. Students fall asleep in cafes, resting their heads on books or behind a laptop screen. Children do likewise at school, hiding behind their classmates. The elderly doze off reading the paper, and old ladies snooze at the hairdresser’s. As for the many people who sleep in the street, sometimes whole families, most of them do it out of necessity, as they don’t have a house or money to pay for a room. And that is the worst thing about being awake. Many try to catch 40 winks on a bench. Young people curl up in sleeping bags as they travel, on the floor of railway stations, in parks. And depending on where you live, you might come across people asleep on the ground in broad daylight, during office hours. While some snooze under the sun’s rays on beaches and in parks, others wrap themselves up like mummies, even when it’s burning hot and 40 degrees in the shade. Some keep going back to the same place, as if it were home. Others are Bedouins, nomads wandering the city without longing or nostalgia. This is how we are, equal yet different, even when we sleep. ¶
Rosa Olivares