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O S R U ES C V E N R B O OS C
AT L E R Y OS T N E U C
EDIC
L A T I G I D N IÓ
Concurso de cuentos y relatos breves “30 AÑOS DE DEMOCRACIA”
PRESENTACIÓN
La Secretaría de Extensión Universitaria (SEU) de la Universidad Nacional de Rosario conjuntamente con la Biblioteca Popular “Pocho Lepratti” decidieron celebrar y recordar los primeros 30 años de vida de nuestra recuperada democracia convocando a estudiantes, docentes, trabajadores universitarios y a la comunidad en general a participar del Concurso de Cuentos y Relatos Breves “30 años de democracia”.
Con esta actividad la SEU continúa en su camino de acercar la Universidad a los distintos sectores populares y movimientos sociales con la finalidad de una mayor vinculación con su entorno con la premisa principal del constante diálogo que complete procesos de conocimientos mutuos.
Los siguientes son los diez relatos ganadores seleccionados por un jurado conformado por tres personalidades del quehacer literario rosarino quienes evaluaron las 114 obras presentadas en el marco de dicha actividad.
Estos mismos relatos formarán parte de un libro producido por la UNR Editora en el transcurso de 2014.
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INDICE GANADORES
Categoría Menores de 30 años: Pablo Lüscher (Carcarañá) - “Guillotina Rojas” Emanuel Zalazar (Rosario) – “Tinta Roja” Mariel García (Rosario) – “Tilo y manzanilla” Valeria Carolina Martin (Rosario) – “Pensamientos de una fulana cualquiera” Manuela Colomino (Rosario) – “A cara de perro”
Categoría Mayores de 30 años: Federico Salomón Miyara (Rosario) – “Cuestión de fe” Sebastián Rogelio Ocampo (Rosario) – “El ciervo” Raúl Rodríguez (San Nicolás de los Arroyos)- “El criptógrafo” Ana María Gil (Mar del Plata) – “En busca de los sueños” Adriana B. Nardone (Cañada de Gómez) – “Sin tiempo”
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“Guillotina Rojas” de Pablo Lüscher
Soy Juan Calabrese, hace ocho años que trabajo en la cárcel de Caseros. Cuido el calabozo número 23, ahora deshabitado. Allí se alojaba Guillotina Rojas, condenado a cadena perpetua. Hace diez días atrás mi compañero Matías que hacia custodia durante la mañana y había hecho una fuerte amistad con Rojas, me dio la siguiente nota para que se la entregue a su destinatario. Empujado por la curiosidad me tomé el atrevimiento de leerla y me hice una copia antes de la entrega. Me pareció que algo interesante había en ella, por eso decidí hacerla pública. Conserve la originalidad del texto ya que fue escrita por el mismo Guillotina. Aquí se las dejo. Espero que les cause la misma impresión que a mí…
Querida Mariana:
Siento que en estos años que estuve encerrado se fueron desprendiendo de mí todos los errores cometidos en mi atormentado pasado. La soledad fue mi única compañía en este crucero de cuatro paredes. Pero el estar solo, hizo que encuentre algo positivo en el encierro: aquí dentro no hay margen para el error, sé que no puedo lastimar a nadie y eso me tranquiliza. El aire que se respira es insano, pero a la vez es puro ya que mi conciencia no me atormenta por las noches con imágenes que años atrás me torturaban hasta que el reflejo matutino iluminaba mi rostro desfigurado por el insomnio. Hoy en día me siento en paz, armónico. Es como si hubiese vuelto a nacer. Parece una exageración, pero en verdad me siento así. He cambiado. Las personas cambian Mariana y de eso estoy seguro; sino no estaría acá pagando por despertar el dolor y
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sembrarlo eternamente en hermanos que ya no tienen hermanos, en padres que ya no tienen hijos, en madres agonizantes a diario suplicando volver a ver a su hijo una vez más. Recuerdo una a una las caras de esos pobres inocentes suplicándome con gemidos desesperados un segundo más de vida. Yo los callaba excusándome que era su vida o la mía. Y detrás venia el estruendo de mi pistola convirtiendo ese infierno en un silencio que yo disfrutaba. Recuerdo sus apretados gemidos queriendo salir detrás de esa mordaza humedecida por el miedo, sus ojos vertiendo lagrimas desesperadas, sus cuerpos flacos y abatidos de impotencia, luchando por un instante mas de vida. Y sus miradas como un grito de auxilio vaciándose todas en mi rostro. Hasta que llegaba el día. Si se había pactado la entrega volvían a casa, sino sus cuerpos eran tocados por la mano fría de la muerte. Por mi mano. Creo que el jefe no tenía muy buena puntería con los pibes que elegía: de diez, uno volvía a casa. Han pasado treinta y nueve años desde el día que me embarqué en este viaje de purificación y creo que ya he pagado con todos. Sin embargo hoy sentí ganas de escribirte, de decirte la verdad, Mariana. He hablado de imágenes anteriormente y he dicho que ya no me perturban, que ya no me acosan; y es verdad, Mariana. Pero ahora voy a contarte de una imagen en particular, mejor dicho de una situación, que es la única que quedó latente de mi vida pasada. Y su recuerdo diario fue el que hizo que llegue a los setenta y cinco años, a pesar de estar encerrado sin ninguna esperanza de rehacer mi vida. Esperar la muerte en paz, es lo único que te queda cuando te dan cadena perpetua. Una mañana llegaron mis compañeros con una presa nueva, completamente mojada. Llovía intensamente. Ellos la empujaron dentro del galpón y ella se desparramó por el piso. Desde mi lugar, pregunté: ¿Cómo te llamas? Pero no obtuve respuesta alguna. Me acerqué y la tomé violentamente de los pelos y zamarreándola
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la levanté gritándole: ¡Cuando yo hago una pregunta, se me responde! ¿Me entendés, perra? La última palabra sonó entrecortada. La muchacha me miraba con una inocencia que delataba su edad; tenía 17 años. No podía creerlo esta vez al jefe se le había ido la mano. Era la primera vez que teníamos a alguien tan joven. Desorientado la solté y me dirigí a mi silla. Empecé a insultar y a repetir lo que ya había dicho, para no perder mi postura. Pero fue inútil. Aquella mañana algo extraño me había sucedido. Pensé porque no le había hecho la rutina de bienvenida como al resto, traté de no darle importancia y continúe haciendo mis cosas. Era la primera vez en mis doce años de oficio- el de cuidar presas, como decía mi jefe, un hijo de puta que no les conocía ni la cara- que alguien no recibía la rutina de bienvenida. Seguramente te estarás preguntando por qué te estoy contando todo esto. Y está bien, Mariana, estabas en pánico y seguramente no recordás toda esta escena, mucho menos las primeras palabras que cruzamos. Eras vos, Mariana, esa mujercita de diecisiete años, la misma que con esa mirada inocente derritió mi puño de acero, la que me hizo sentir humano. Fuiste vos quien me devolvió la compasión y la que me despertó de esta pesadilla con solo una mirada. Recuerdo que esa noche no pegué un ojo; era insoportable a mis oídos el llanto que salía de tu boca temblorosa; me sentía desbordado, no sabía cómo actuar. Luego te quedaste dormida y me acerqué, te miré detenidamente, no podía creer lo que me estaba pasando: sentía algo extraño al mirarte, me sentía incapaz de hacerte daño y eso me asustaba. Los días pasaron y poco a poco te fui tomando cariño, sentía que tenía que protegerte. ¿Te acordás que no dejaba que ninguno de mis compañeros se te acercara? Me acuerdo la noche anterior al llamado, que me preguntaste si ibas a salir con vida de todo eso y yo te dije que sí, que iba a salir todo bien, que tus padres iban a
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hacer el arreglo. Pero las cosas no sucedieron realmente así, todo se complico, Mariana. Esa noche cuando vos dormías, el jefe me llamó y me dio la orden de ejecutarte al día siguiente. A tus padres se les había complicado conseguir el dinero. Imagino ahora tu cara al leer esta carta, nunca habrás imaginado que habías estado tan cerca de la muerte. Pero yo desde el momento en que colgué el teléfono, sabía lo que iba a hacer. Nunca hubiese roto la promesa que te hice. Yo era el encargado de ejecutarte y eso jamás lo iba a poder hacer a pesar de tener varias muertes encima. Entonces decidí alterar los planes. Te mentí. Cuando te levantaste, te dije que estabas libre, que tus padres habían hecho la entrega, que debías volver a casa. Sabía que me ejecutarían a mí en tu lugar. El jefe venía en camino. Mis compañeros habían salido a buscar comida, solo tenía diez minutos, Mariana, y actué correctamente, según mi parecer. Si vos hubieras visto tus ojos en el momento en que yo te abría la puerta y te decía salí caminando y llega a tu casa lo más rápido posible, no corras por nada del mundo, no llames a nadie, ni hables con nadie por el camino. Ya nadie te va a molestar. Recuerdo que me abrazaste con tanta fuerza y me dijiste gracias por cuidarme. Yo te desprendí de mí y te dije andate y no mires atrás. No llamés la atención pensaba por dentro, mientras veía cómo tu silueta se alejaba. Fue el instante de mayor placer de mi vida. Esa es la imagen de la que hablo, Mariana, esa figura cubierta por una aurora de libertad, perdiéndose entre la gente. Esa es la imagen que recordé noche a noche, la que compensaba todo el desastre que había causado en mi vida. Había destruido muchas vidas, pero había salvado una. Y eso, para mí, valía mucho más. Yo había cambiado. No voy a darte detalles de cómo terminó todo después de que te dejé ir, solo cumplí con mi promesa; nadie iba a volver a molestarte. Me senté en la mesa, cargué mi pistola y esperé a esos hijos de puta. Uno a uno fueron cayendo y ahora eran ellos los
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que en el piso me pedían por un segundo más de vida. Cuando ejecuté al último (el jefe) sentí una sensación de libertad y miré hacia la puerta que estaba entreabierta. Me quedé un instante mirando la puerta por donde vos habías salido. Pero hubiese sido injusto que yo, Guillotina Rojas, salga caminando por esa puerta como si nada. Éramos una de las bandas de secuestradores más buscadas, hasta teníamos pedido de captura internacional. Tarde o temprano me encontrarían. Así que no lo dudé un segundo más: tomé el teléfono y llamé a la policía. La primer noche dentro de este agujero negro fue las más triste de mi vida. No sabía si estabas viva, nada, no sabía nada. Encima una a una las voces de las presas me susurraban asesino, asesino… Pero todo cambio la mañana siguiente cuando; pedí que me trajeran el diario y ahí estaba tu foto, tu noticia, “Chica de diecisiete años logra escapar con vida luego de estar dos semanas secuestrada por una de las bandas más buscadas del país”. Y al lado, en otra columna, estaba mi foto, y las de los otros tres malnacidos. Esa es la verdadera historia, Mariana, tus padres nunca pagaron tu rescate, y así fue que, sin saber por qué lo hacía te salve la vida. Como dije antes, desde el primer momento en que vi tus ojos y tu rostro inocente, supe que jamás podría hacerte daño. Pero en realidad la verdad de todo esto es que vos me salvaste a mí, me redimiste, me limpiaste el camino. Quiero que sepas que si callé todos estos años es porque no quería molestarte, no pretendía ocupar ningún lugar en tu vida, ni nada de eso. Pero estos días que anduve medio mal de salud, sentí la necesidad de hacerte saber la verdad de los hechos. Quiero que sepas que sé todo de vos. Seguí toda tu vida desde acá adentro; se que sos médica, que te casaste con el arquitecto Facundo Civelli y que tenés dos hijos hermosos. Nicolás y Julián. Mi carcelero, Matías, se encargaba de mantenerme al tanto de todo. Cuando podía venía y me traía noticias tuyas. No sé cómo las conseguía, tenía contactos, y yo había hecho una muy buena relación con
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él, ya que no causaba ningún escándalo y hasta el mismo decía que era increíble que este cuerpo, este rostro, esta mente -mi cuerpo, mi rostro, mi mente- pertenecieran a un asesino. Y yo le decía que sí, Matías, créelo maté a veintidós personas y nunca me tembló la mano; pero esta piba hasta el día de hoy no sé, esa piba me hizo temblar el alma y el cuerpo. Mariana, hace una hora me agarró un dolor fuerte en el pecho y me está costando respirar. Pero ya no me importa porque mi carta ya está llegando a su fin. Te estoy escribiendo con la cara arrugada de dolor. No sé hasta cuándo va a aguantar este cuerpo; pero no me puedo quejar, he vivido mucho, aunque nunca de la mejor manera. Por cierto, ahora, en medio de todo este dolor, creo quizás que la razón por la que te salvé, la causa por la que sufrí semejante transformación, fue porque me hiciste recordar a mi hija, esa pobre bebita que abandoné cuando tenía meses. Pobre Camilita. Todo para dedicarme a esta vida de mierda. Nunca más la volví a ver, no quería que tenga un padre asesino. Además, Susana, su madre ya se había dado cuenta de en qué andaba metido yo y me había echado a patadas. Por eso decidí dejarlas en paz. En cierta forma, creo que fui más tu padre por unos días que el de ella. Es que en serio, Mariana, aunque fueron solo quince días, el hecho de protegerte, verte llorar, reír, el hecho de hablar con vos, fue la experiencia más cercana a ser padre que tuve. Gracias por todo, Mariana, cuando leas esta carta puede que ya esté muerto. Te adora, tu protector temporal o como quieras llamarme.
Guillotina Rojas
Guillermo Rojas.
Matías fue quien encontró a Guillotina esa noche acostado; tapado hasta el
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cuello con frazadas, todavía con un sudor fresco en su frente, y en sus manos tenía aferrada la carta escrita pocas horas antes de morir. Para la tranquilidad de todos ustedes, Mariana Acosta recibió su carta al día siguiente. Yo mismo se la entregué. Y todavía estoy sorprendido de lo que me dijo después de leerla con sus ojos llenos de lágrimas. Me aleje lentamente, pensando solo en sus palabras.
Pablo Lüscher
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“Tinta Roja” de Emanuel Zalazar
Los engranajes se movían mecánicamente, según los intencionalistas con maestría, según los funcionalistas con torpeza; según ambos con efectividad. Su labor de organizar todo meticulosamente en segundos, minutos y horas se hacía con una precisión que no parecía ser humana. Las piezas no estaban orgullosas o avergonzadas de su trabajo simplemente lo hacían, porque para eso fueron forjadas; solo por eso podían hacerlo y, solo por eso, eran tan buenas. Cada una cumplían con su función, y si bien ninguna podía adjudicarse el resultado final, todas contribuían a lograrlo. La rueda de escape giraba con pulso invariable creando un reflejo del tiempo. Ésta no lo sabía pero empezaba a gestar un sonido que le era ajeno. Aun no se oía, pero se lo transmitía a la rueda matriz, y la uña de la ancora lo separaba en idénticos intervalos. El sonido, aun potencial, avanzaba con un consistente ritmo metálico hasta llegar al piñón. Luego se montaba en las manecillas y viajaba hasta la hora señalada. Cuando llegaba el momento preciso, liberaba la energía potencial del espiral que golpeaba el percutor contra las campanillas del reloj. Allí finalmente el sonido se dejaba escuchar; allí el sonido se realizaba. Una mano ciega tanteo la mesita de luz en busca del despertador. Lo hacía de forma refleja, y gracias a la maestría obtenida por las innumerables repeticiones pudo encontrarlo y apagarlo sin mayores dificultades. Otto encontró mucho más difícil armarse de la valentía para abandonar el refugio cálido de su cama y enfrentar el frío matutino. Logró liberarse de las sabanas, mas no del sueño. Se movía por la habitación sonámbulo, repitiendo el ritual de levantarse: buscar las pantuflas, buscar la ropa, ir al baño, bañarse, cambiarse, peinarse y bajar a desayunar. No hacía todo eso porque quería
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–era infinitamente más placentero quedarse en la cama —sino porque debía, y en ese “deber” se escondía la fuerza necesaria para hacer. El hábito ahogaba la reflexión de cuan molesto le resultaba todo, permitiéndole sobrellevar ese momento entre abrir los ojos y despertarse. Para cuando bajó a la cocina, su esposa con ayuda de algunos sirvientes ya habían preparado un suculento desayuno. Los niños llegaron unos minutos más tarde cargando en sus rostros los inconfundibles rasgos del sueño que desentonaban con sus elegantes uniformes escolares. Una vez todos juntos en la mesa, sus paladares se deleitaron con las delicias servidas. A pesar de las bajas temperaturas, el ambiente en el comedor era muy cálido entre la conversación y las sonrisas. Una vez terminado el desayuno, y aun con el intenso sabor revoloteando en su paladar, Otto saludó afectuosamente a sus hijos y les deseó un buen día en la escuela. Ellos, a pesar de no estar demasiado emocionados por el prospecto del colegio, despidieron a su padre con entusiasmo. Su madre se metió con ellos en el coche y el chofer arrancó. Otto pasó por el living hasta llegar al estudio. La abultada pila de papeles y archivos sobre la mesa hizo aún más tentadora la idea de volver a la cama. Pero se resistió. Reinhard le había ordenado terminar el trabajo encomendado hacía dos semanas en Wannsee. Debía obedecer si quería mantener su posición privilegiada. Decidió mejor no martirizarse pensando en la enorme tarea que tenía por delante, aquello haría todo más difícil, lo mejor era simplemente empezar a hacer. Puso su disco favorito de Wagner en el gramófono y se entregó de lleno al trabajo. Era terriblemente tedioso. Como Jefe de Transporte debía coordinar todos los trenes que circulaban por el tramado ferroviario europeo de más de 15.000 km. de extensión.
En su escritorio tenía cientos de carpetas describiendo el
funcionamiento de los ferrocarriles de Polonia, Francia, Italia, Dinamarca, Noruega,
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Suecia y muchos otros países. Allí estaba toda la información que necesitaba en monótonos números: horarios de salida, de llegada, características de las locomotoras, velocidad, capacidad de carga, etc. Cada tren funcionaba perfectamente de acuerdo a las necesidades del país donde se encontraba. Sin embargo, aquello resultaba inservible para la gran Europa emergente. Otto tenía que coordinar todo para que funcionase como reloj. Debía saber no solo dónde estaba cada tren en todo momento, sino cuanta gente se movía en ellos y quienes eran esas personas. Esto último podía resultar contraproducente al ralentizar el sistema. La puntualidad era un aspecto fundamental. La llegada de un tren debía estar sincronizada con la partida de otro para mantener a la gente en constante movimiento. Solo así podía trasladar el volumen de personas que pretendía. También era necesario tener en cuenta el poder de procesamiento y absorción de lugares como Sobibor, Auschwitz-Birkenau , Treblinka o Chelmo. Si llegaba mucha gente se abarrotarían volviéndose imprácticos, si llegaba poca gente se desperdiciaban recursos volviéndose ineficientes. Tan complejo y exhaustivo era organizar todo que los únicos resultados posibles eran el desastre o la perfección. La diferencia entre ambos era un simple error. Empezó a hacer cuentas y anotaciones en lápiz y de vez en cuando tomaba el teléfono y le pedía a la operadora que lo pusiese en contacto con alguna estación para pedir información. Cuando creía tener una certeza o algo concreto lo dejaba asentado prolijamente en una hoja con su máquina de escribir. A Otto le encantaba la máquina porque le permitía hacer su tarea sin mancharse las manos. La pluma si bien daba un toque artesanal a sus escritos, solía dejar un exceso de tinta en las palabras que las ensanchaban hasta convertirlas en un horrible manchón. Las horas avanzaron y afloró en él su obsesión por el detalle sumergiéndose en el trabajo. No escuchó cuando su mujer regresó a la casa o cuando el gramófono
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terminó de sacarle música al disco. Solo un retorcijón de panza lo trajo de vuelta a la realidad. El aroma que venía de la cocina indicaba que era la 1 pm. De no ser por Eitan, uno de sus sirvientes, el almuerzo no hubiese tenido ese elemento sobresaliente necesario para mantenerse a flote en la memoria, y se hubiese unido al mar de generalidades que le da sentido a las palabras. Tal vez por el cansancio excesivo, tal vez por la vejez, el sirviente dejó caer toda la vajilla que estalló en miles de fragmentos al tocar el suelo. En cualquier otro lado hubiese recibido un castigo severo, sin embargo Otto y su esposa varias veces habían sido auxiliados por su sorprendente conocimiento médico. Si mal no recordaba Otto, en su ficha decía que era neurocirujano. No importaba. Se lamentó un poco por la vajilla perdida, pero no hizo nada, simplemente ordenó a los otros sirvientes limpiar el desastre. Afuera la nieve empezaba a caer y se acumulaba sobre el suelo borrando las hermosas sutilezas que brotaban en los jardines. Pronto estaría todo cubierto de un monótono y frio manto blanco. Otto acompañó a su esposa a la casa de una de sus amigas, una viuda cuyo nombre siempre olvidaba. Según lo comentado por su esposa en el camino, estaban organizando un té de beneficencia. Lo recaudado iría para los soldados que estaban combatiendo en el frente. Él la escuchó con la proporción justa de desinterés que permitía despejarse sin aburrirse. Una vez que dejó a su esposa en la casa de la viuda regresó a la suya. Se desvió un poco para disfrutar el homogéneo día gris de invierno. Todo le resultaba calmo y tranquilo. Trató de permanecer el mayor tiempo posible fuera de su casa, esquivando al trabajo, no obstante el frio terminó de persuadirlo de volver. Transcurrido la primera media hora en su estudio, ni la calefacción parecía animarlo a quedarse allí. Pero debía hacerlo y pretendió no tener libertad para afrontar esa dura realidad. Una vez más el incentivo funcionó.
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Bajo la motivación de la obligación las horas empezaron a pasar lentamente entre archivos, estadísticas, libros, horarios y diagramas. La tarea era monstruosa. Demasiado para un solo hombre. No sabía cómo hacerlo, solo sabía que tenía que hacerlo. Era su deber. Las cuentas y anotaciones en forma de garabatos se multiplicaron en cada hoja con algún espacio en blanco. En ocasiones el aburrido y burocrático sonido de su máquina de escribir se volvía frenético y en otras, esporádico. Cubierto en su retirada por las nubes, el sol escapaba hacia el horizonte, llevándose el éter luminoso
por el cual la visión viaja trayendo
imágenes a nuestros ojos. La luz de las bombillas dentro del estudio ocultó la huida. Otto se dio cuenta que la tarde se escapaba en el delicioso aroma del café dejado al lado suyo sigilosamente por un sirviente. Si bien el pequeño descanso sabía rico, era algo amargo pues a pesar de sus esfuerzos no había avanzado nada en su planificación. Mientras tomaba su merienda sintió odio contra toda esa gente, unos 11.000.000 calculó, a la cual tenía que asegurar transporte. No los conocía, ni sabía mucho de ellos, pero por su culpa estaba perdiendo todo el día encerrado en su estudio. No los veía como personas, sino como trabajo, era fácil odiarlos así. Nada personal. De vuelta inmerso en su trabajo, ignorando que su esposa y sus hijos ya habían regresado, empezó a vislumbrar una solución. El problema económico, el obstáculo que frenaba toda la empresa, podía ser resuelto con un poco de pensamiento lateral. En vez de que el estado sea el encargado de pagar todos los gastos de transporte, se podía establecer un arancel equitativo, en donde los más acaudaladas aportarían lo necesario para solventar el viaje de los pobres. Con respecto a la organización de los ferrocarriles, había mucho trabajo por hacer. Esa era la palabra clave “trabajo”. En vez de ver la actualización de maquinaria o la extensión del tendido ferroviario como un gasto, se lo podía ver como inversión
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para crear empleo. El partido había llegado al poder bajo la promesa de crear más trabajo para las empobrecidas masas germanas, por lo cual su propuesta resultaría tentadora. Todo aquello no era más que una idea, pero una brillante que señalaba el camino a seguir. Sobre ese camino iría organizando el preciso sistema necesario le permitiría llevar a cabo la “solución final”. Anotó los conceptos básicos. Sonrió un poco al recodar la frase “los buenos generales estudian estrategia, los mejores estudian logística”. Ahora se sentía importante. Concebir la idea le dio un sentido de satisfacción que lo persuadió a considerar al día productivo. Ordenó los archivos sobre su escritorio. Era suficiente por hoy, mañana empezaría a describir el plan detalladamente. Puso un disco de Bach en gramófono y bebió un vaso de coñac para relajarse. Paso esa hora que lo separaba de la cena jugando con sus hijos que llenaron la casa de risas y de un cálido ambiente familiar. A las nueve todos se encontraban en la mesa comiendo. La cena se terminó y los niños, rezongando un poco, fueron enviados a las habitaciones a dormir luego de recibir un cariñoso beso de sus padres. La madre subió con ellos para arroparlos. Otto fue hacia su habitación y se puso el pijama de fina ceda con su nombre bordado al lado del logo de la SS: Otto Adolf Eichmann. Se acostó en la cama y 5 minutos más tarde llegó su esposa. Le deseo buenas noches. Se dio media vuelta y se fue adentrando poco a poco en el letargo del sueño esperando que al día siguiente no el trabajo no fuese tan pesado.
Emanuel Zalazar
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“Tilo y manzanilla” de Mariel García
Todos los días después del almuerzo y de la cena, mi mamá se prepara un té de tilo con tres saquitos y se lo toma religiosamente, como si gracias al cumplimiento a raja tabla de ese ritual doméstico sus problemas se estancaran, ya no crecieran. Es gracioso ver los tres hilitos colgando a un costado de la taza, como tres maltrechos cabellos. Ojo ma, mirá si te dá sobredosis, lo que faltaba, hacelo con dos saquitos nomás. Pero si los saquitos no traen nada, puro polvillo. Mamá, pensá en las estrellas, pensá en Júpiter, en Plutón. Somos una parte ínfima de un universo vasto y maravilloso, nada de lo que nos pase puede ser tan trascendental, ya fue. Desde que usa anteojos para la presbicia y toma pastillas para el colesterol, mi mamá vive casi como si tuviese una enfermedad terminal. Come lo más liviano posible, sale poco de la casa y todo el tiempo se queja del cansancio. Son las cuatro menos diez de la tarde y ella recién se está preparando su té. Hoy almorzamos a cualquier hora porque el plomero, que llegaría a las diez y terminó viniendo a las doce, estuvo trabajando en las cañerías de la cocina. Mientras, mirando en la tele un programa sobre literatura, yo acabo de aprender que soy un fantasma. Un escritor apareció diciendo que ser un fantasma es repetirse eternamente a uno mismo, o sea que no tiene nada que ver con la muerte. Bueno, por lo menos en principio. Entonces me recordé: toco las mismas tres o cuatro canciones en la guitarra desde hace meses, me la paso reparando los mismos poemas, me hago siempre las mismas preguntas y promesas. Y como para que no queden dudas de mi condición fantasmal, soy pálida hasta el violeta. El tema del tilo, que mi mamá sea tan resistente a tomar alguna otra infusión tranquilizante, está la pasionaria, la melisa… ¡ah!, la valeriana ma, sí, el olor es
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fuertísimo, pero si hace bien… Digo que este tema del tilo y también lo del fantasma, me irritaron el humor. Como antídoto, voy a ir de paseo a la dietética esa grande de calle Salta. Qué amables espacios son las dietéticas y las librerías. Hablo de las librerías de libros, no las de lápices y sacapuntas, aunque ésas también son lindas. Nunca puede ser malo rodearse de olor a papel, versos, semillas, nueces y almendras, almohaditas de salvado. Podría estar horas con la cabeza torcida revisando los estantes de las librerías, leyendo reseñas o fragmentos a mitad de página; horas eligiendo productos en la dietética. Esta barra de cereal ha sido elaborada artesanalmente con: avena, miel, germen de trigo, quínoa, coco y pasas de uvas. Cuando era chica y vivíamos en un barrio de zona sur, para escapar me iba a la terraza. Camino a la dietética me acuerdo de Casper, que debe ser el fantasma más tierno conocido. Un compañerito de la primaria era igual, le decíamos Casper. Se llamaba Rodrigo, tenía una cabezota y era bien rubio. Me dan ganas de sonreír y no las contengo, por eso me debe mirar así el señor que lava su auto. Cuando lo veo a Milo, cuando lo veía a Milo, se me dibujaba la sonrisa más espontánea del mundo. Y él se daba cuenta. Se ríe, no se por qué pero esta chica está todo el tiempo sonriendo, le dijo a Santi, mi amigo, una noche que nos juntamos los tres a comer unas pizzas en su casa. Milo. Es tal el poder de conmoción que tiene sobre mí que a veces, después de encontrarme con él, sentía un abatimiento enorme, como si recién llegara de un viaje largo y difícil. Si lo veía, tenía que saber que al otro día seguramente pasaría sueño, dolor de cabeza, no podría dejar de alucinarme por lo hermoso que era todo, de angustiarme por lo frágil que era todo. Ahora es otro tiempo. Ahora son los tilos, el puñado de canciones, los viejos poemas, Casper. Hola, voy a llevar té de manzanilla y miel. Y también un par de estas barras de
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cereal. La vendedora de la dietética es joven, debe tener dos o tres años más que yo. Lleva puesto un delantal con un gran bolsillo delantero, como de maestra jardinera. Sobre el mostrador tiene un mate y un termo haciendo juego y un libro bastante roto de Jaques Prevert. Entonces quiero ser vendedora de dietética. El sábado, que salí a tomar una cerveza con Lau, quise ser moza en uno de esos bares sobre calles empedradas, con mesas pequeñas y redondas en la vereda, a lo europeo supongo. Venir acá fue buena idea. La vendedora es muy dulce, como maestra jardinera, está la miel que a mí me gusta y siempre es reconfortante acordarme de Prevert. Hasta hace poco mi mejor consuelo era rezar uno de sus poemas, estaba agarrada de ese poema como mi mamá ahora del tilo. Ah, y llevo también esta tisana sedante. De vuelta en casa, mamá le está haciendo el ruedo a un pantalón. Le muestro la cajita de la tisana: podés tomar a veces tilo y a veces esto, así variás un poco. Ah, sí, es todo lo que me responde sin sacar los ojos del hilo y la aguja. Bueno, que haga lo que quiera, yo me voy a preparar un té de manzanilla con miel, mi preferido. La tele sigue encendida, el mismo canal pero en mute. Un contrabajista habla y gesticula con lentitud, apoyado en su elefante instrumento. ¿Cómo decía ese poema? Echó café / en la taza. / Echó leche / en la taza de café. / Echó azúcar / en el café con leche… Milo tenía un libro hermoso de Prevert, lo había traído de un viaje a Europa. Tapa semidura, letras bien negras de bordes definidos, ilustraciones a color. Se lo tendría que haber robado, qué tonta, total seguro ni lo notaba. Además, este autor no lo vuelve loco como a mí. Y después de todo con algo de esta historia debería haberme quedado, algo más que los recuerdos que no dejan de destellar en mi cabeza. Van cinco meses y medio que no sé nada de Milo. Qué ganas de agarrarle la cara
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con las dos manos, de mirarlo mientras estudia o riega las plantitas del balcón. Mejor suspendo el té de manzanilla y salgo para su casa, a trece cuadras nada más. Ay, ¿cómo era? Echó azúcar / en el café con leche… Quisiera un cigarrillo en este momento, pero sólo tengo el encendedor que siempre llevo conmigo; salir con este encendedor me da cierta seguridad, quizá sea el amuleto del que me prendo ahora y por eso ya no recuerde el poema de Prevert. Me gusta la textura que el cigarrillo deja en los labios, me gusta el humo desapareciendo en el aire. Y me gustan estos instantes impregnados de fatalidad que preceden a todo acto movido por la pasión. Porque estoy yendo a ver a Milo sin aviso después de casi seis meses, y estoy yendo a exigirle que me dé un libro que le pertenece a él en términos económicos pero me corresponde a mí en carácter de amante del autor francés y de parte perdedora en nuestra relación: si hay una lógica en todo esto, la única posible es la de la pasión. En la puerta del edificio donde vive Milo me detengo unos segundos. Después de acomodarme el pelo y de pintarme con manteca de cacao la boca, toco el timbre una sola vez, no una vez corta seguida de otra larga como cuando andábamos juntos. Nada. Vuelvo a tocar de nuevo y de nuevo. Nada y nada. Entonces siento cómo el vértigo y la ilusión que hasta hace unos momentos me sobrevolaban haciéndome sentir intensa y poderosa, caen plomizamente sobre mi cuerpo y otra vez el cansancio, otra vez extrañarlo, otra vez tener que volver a mi rutina de fantasma con mi mamá y sus silencios y sus tilos. Me tomo un taxi, quiero llegar rápido a casa. Por suerte el taxista escucha la radio y no habla. Yo trato de pensar en Plutón, ese planeta tan chiquito allá atrás, y qué sentido tiene afligirme por Milo que no está, por mi mamá que está ausente, por los libros que merezco y no tengo, ya fue. Encerrada en mi pieza hago fuerza para recordar ese poema, lo necesito. Echó
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azúcar / en el café con leche. / Bebió el café con leche… Puedo buscarlo en Internet, pero quiero encontrarlo dentro mío, sé que está ahí y se me ocurre que así será más efectiva la plegaria. Y me cubrí / la cara con las manos. / Y lloré. Sí, así termina, ése es el final. Me cubro la cara con las manos. Y lloro. Después de cinco tonos, mi mamá se digna a atender el teléfono. Es su prima Rosalía, está recién separada y su hija se fue a vivir con el novio, así que la pobre se siente más sola que nunca. Y bueno, Lía, son las cosas de la vida, escucho desde la pieza cómo mi mamá intenta ayudarla, aprovechá que tenés el río ahí tan cerca para salir a caminar, a despejarte; y no tomes tanto café eh, que eso en vez de tranquilizarte te altera, haceme caso, andá y comprate unos tilos. Ahora mi mamá se puso a ver el noticiero, con volumen. El periodista de espectáculos informa sobre el Festival Internacional de Poesía que arranca mañana. Vendrán poetas de distintas provincias del país y de España, Chile, Perú, Colombia y Uruguay. ¡Mirá hija, Camilo en la tele! ¿Milo en la tele? Voy a la cocina y sí, ahí está su figura recortada por un plano medio en el televisor. Es un chico de pueblo estudiante de Letras, pero ahí lo veo, inalcanzable detrás de la pantalla, como si fuese Paul McCartney, no sé. Milo forma parte del equipo organizador del festival y le dice al notero que en esta edición, a diferencia de las anteriores, se hizo especial hincapié en el cruce de lenguajes, por lo que va a haber mucha música y teatro. Y mira a la cámara, no al periodista, mira a la cámara como si supiese que lo estoy mirando, que del otro lado yo sigo mirándolo. ¿De qué te reís? No sé ma, yo lo veo a él y me pongo contenta, es así. Mi mamá me avisa que ella no va a cenar, que se las va a arreglar con unas galletitas integrales y un quesito. Si querés en la heladera hay unas milanesas de soja y un pedazo de tarta que sobró de anoche. Ah sí, me voy a calentar la tarta,
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estaba buena. Como la porción es minúscula, me hago una ensalada con media zanahoria y un tomate. Mientras comemos, miramos la novela de las diez, que a fuerza de alargarla y alargarla los autores la están arruinando. Qué lástima, era una linda historia, comenta mi mamá mientras pone la pava al fuego y prepara su taza con los tres saquitos reglamentarios. ¿Vos vas a tomar la tisana esa que te compraste? No, esa la traje para vos. Para mí un té de manzanilla con miel.
Mariel García
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“Pensamientos de una fulana cualquiera” de Valeria Martin
Fulana descansa en la mantarraya de ensueños que cubre su cuerpo con la rigidez de un muerto. Entre el azul y el negro se mece la noche. Entre Fulana y la Luna se cierne una nube espesa y lúgubre. Ella se pregunta a donde fue la ingenuidad, qué pasó con las miradas castas de viejos veranos, donde fueron a parar sus idealismos. Entre signos la nostalgia exclama, ¿Todo eso donde está? ¿Ya se fue? ¿Donde irá? Si se fue, ¿no volverá? ¿O será que aun está? Quiere hacer memoria, no puede recordar su identidad, qué era lo que la inspiraba, qué era lo que la movía. Jamás imaginó que se podía olvidar de su modo de pensar, se preguntaba si el olvido fue intencional. Pareciera que en dos años su mente se esforzó arduamente por encontrar el lugar al que pertenece, esfuerzo tal que le costó su diafanidad. Fulana esta agobiada por las tribulaciones del día. Este último tiempo se encuentra vulnerable. No hay persona que le agrade, siente que todo es ignorancia e hipocresía. Cuando se decidió frenar ese desprecio por la sociedad, en el primer intento solo retrocedió casilleros. Siente que nunca más volverá a ser tolerante hacia las fallas ajenas. Prescindiendo de la impaciencia de Fulana, quizá en gran parte tenga razón, Septiembre no estuvo a su favor. ”Ella se cansó de este Sol viene a mojarse los pies a la Luna”, cantaba un gran profeta. Se cansó de intentar y fracasar, quiere sumergir su pensamiento en el rocío de la noche. Ahora Fulana desea tener de una vez por todas el control de sus emociones. En el desvelo busca transmutar hacia la normalidad y la simplicidad, busca eliminar a vivo fuego todas las hojas de su historial más reciente para encontrar sus archivos más remotos.
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Fulana quiere pensar que hay algo más allá de un querer poseer, Fulana quiere pensar que el altruismo es un don y no una debilidad, quiere creer que ningún miedo puede ser tan hermoso, entonces Fulana no quiere pensar más lo que pensaba. ¿Y qué pensaba Fulana? ella intentaba llegar al realismo más puro, aseveró con una lágrima que el auxilio solo se trata de un temor, de una proyección del temor que tenemos a la mortalidad humana. Concebir al ser humano como un animal que huye de su inminente muerte de forma tal que todo lo que haga germinará de un miedo. ¿No quiere subirse al ascensor? ¿Teme que se caiga? ¿No puede salir de su casa? ¿Los gérmenes lo aniquilarán? ¿No habla porque van a juzgarlo? Pues, ¿Se reirán de usted? ¿La muerte de un desconocido le da escalofríos? Siempre tenía una explicación para sacar el lado espurio de las intenciones humanas. No se salvaba ni el amor. El amor solo era una idealización, el deseo intensificado de querer poseer a una persona y luego de tenerla, conservarla a su lado como un trofeo demostrando que es un gran capturador, arraigarla a su pecho y no dejarla partir para que nunca más vuelva la aterradora soledad. El humano solo estaba impulsado por la voluntad de poder o también porque no la libido. Se proveyó de Nietzsche como para mil, también recurrió a un refinado Foucault, pasó por el infalible Freud, y por otros filósofos que ya ni recuerda en qué la marco. Describió la esencia del ser mes tras mes. Cómo era el hombre por excelencia, en su estado puro, absorto en la felicidad y la plenitud. Talvez sea aquél que más libido pueda satisfacer o más metas superar. Aquél que menos reprima su libido con valores, normas y principios religiosos. Aquél que actúa por su propio parecer purgado totalmente de toda influencia. Todo la llevaba a pensar en el individualismo, que solo se podía actuar por ambición a tener más o por temor a perecer. Pero Fulana no quería pensar mas en el egoísmo del ser, porque sospechaba q
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cada vez se moldeaba mas a su creencia. Fulana pudo comprobar el poderío del creer... Ella busca cambiar de senderos para tener una vida diferente. ¿Conseguirá Fulana lo que quiere?, ¿será efectivo cambiar de percepción?, ¿podrá fulana volver a su concepción tradicional? Cree poder hacerlo, pero tiene mucho que refutar o simplemente responder con cinismo. Pero sea como sea tiene que cambiar. Fulana comienza con el show, dice que el individualismo parte de la fría soledad. Fulana se miente, el superhombre solo será superhombre si canaliza su voluntad de poder a una buena causa. El superhombre no puede ser eugenésico. Hoy Fulana no quiere saber que la Luna es oscura, solo quiere ver el Sol y a sus dependientes reírse despreocupados, ellos dirán: ningún rayo nos extinguirá, y su deseo se cumplirá. Ya no se pregunta si hay razón en su teoría, su mente ahora solo es una herramienta mas, Fulana se manipula, tiene que haber más esperanzas ocultas. Fulana talvez te resulte positivo buscar esperanzas como puedas, yo te aconsejo no pensar, que respires paz y vacíes tu mente por un tiempo. Un viejo maestro solía iluminar con sus enseñanzas y predicar “no te busques más en el umbral para que sepan la forma de tu alma”. Fulana no quiso recibir mi mensaje con agrado. Sus palabras textuales fueron “Usted es de esos hombres con trajes que quieren obnubilar a la juventud, quiere comprarnos con frases de nuestros ídolos, quiere convencerme de que la mejor solución es no pensar. Pero le aseguro señor que conmigo no lo va a lograr, jamás aceptaré que las corporaciones manejen sus hilos con habilidad. No voy a permitir que hagan de mí un ser acrítico ni tampoco una impúber telefan. Y sus intenciones de reprimir la naturaleza revolucionaria y pensante de la juventud no van a irrumpir en mi fuerte.”
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Quise explicarle a Fulana cuál era la finalidad del consejo pertinente pero con capricho eludió escuchar. Pasan las horas y Fulana empieza a dudar “¿tan mal está pensar en las relaciones de poder? todos queremos poseer algo... cuando tenemos lo que queremos encontramos la libertad. Las dificultades son varias porque la mayoría de las veces nuestro querer se contrapone con el querer de otro”. Y ahí Fulana advierte que no todo es luz, ahí comienza la lucha. Fulana aun no se siente lista para ese mundo real inmerso en una lucha de poder permanente. No es que teme languidecer en ella, le avergüenza que la vean lastimada, no puede mostrar su fragilidad. Pero Fulana se cansó de ser fugitiva, no quiere escaparse más de la sociedad. Piensa, Fulana, piensa, se detiene en cada pared que la acobija y pregunta: ¿a esta la necesito? Mejor la dejo donde está sino voy a tener frío y además tiene un dibujo muy apacible, me inspira, me hace sentir especial. Fulana cuando contempla la pared cree ser una dama sinestécica, puede oír la intensidad de los colores, puede oler cada rasgo de las figuras que se acercan, puede saborear un cielo azul, ella palpita tierra mojada, sale a pasear sobre Do y Re menor y siente en su sudor la hojas crepitar. Sin dudas, para fulana, su propio mundo es el mejor, pero también piensa que es tiempo de crecer, la fantasía ya no la llena y las cuatro paredes pintadas se deterioran con velocidad. Fulana lamenta que el tiempo se escape de sus manos, los años le pesan y mucho, el hecho de que en su mapa no halla norte ni sur la confunde aun más. Sensación errante la que corrompe a Fulana, no hay manubrio ni timón, no hay elección, solo cede y sigue los pasos de algún peregrino forastero. Fulana piensa que algún día va a despertar, va a saber porqué y contra quién enarbolará su bandera a favor de la humanidad, sabe que de sus vacilaciones se purgará y que otras aparecerán, que de ella nacerá una nueva raza sin igual, que
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quizás llegue a ser otra Lim Sukyung y un carácter sostener. Puede ser que pase fulana, puede ser. Fulana, tu mente, sola, vos y tus pensamientos, de ese método te aferras para rescatar de aquella fosa ebria de plegarias y terror una solución. Te advierto compañera que ese sitial no ayudará, solo te envejecerá. No dejes que en tu mente solo seas vos, no busques más la soledad para ser la única y la especial. Preconiza la unión, y sin darte cuenta vas a encontrar en vos algo mucho más único y especial. Fulana vuelve a acusarme sin razón... “Ahí está de nuevo usted con esas promesas de frac, su investidura de poder y manipulación la puedo oler a kilómetros. ¿Se cree que soy una ilusa? ¿Se cree que no puedo percibir su sed? Yo no voy a participar de esas supuestas uniones basadas en la ignorancia colectiva. No me voy a esnifar esos sistemas organizados en el “conocimiento” relativo, donde todo se sabe a medias, donde solo se escucha lo que quiere el de arriba, donde uno se queda con la mitad de la historia. No voy a ser parte de su sistema monopolizador de cerebros, no me va a encontrar en la bolsa de inocentes. Como dije usted es de esos perros que dicen crear la unidad pero solo crean monotonía. Quieren imponer una forma de vida “convencional”, un estereotipo de belleza, nos dirán que ropa vestir y que libros leer, si es posible hasta nos inyectarán las mismas ideas y así poder tenernos bajo su control. Nos convencerán que esto es lo mejor para nosotros, que es nuestra naturaleza y no se la puede cambiar, fundamentos eficientes para mantener a la manada quieta en su lugar de trabajo. Quizás yo seré muy débil, pero permítame aseverarle señor que yo no soy ni seré parte de aquella unidad que usted propugna. “ Así es como tergiversó todas mis opiniones y se embriagó de prejuicios sobre mis intenciones. Ya es tarde y decido desistir en mi ayuda para con Fulana. Una lástima que de aquella muchacha que yo veía crecer entre el fervor y la inteligencia que
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siempre la iluminó, ahora solo me pueda encontrar con una persona desconfiada, desesperanzada, confundida y sobre todo galvanizada en una paranoia sin igual. Ya no sé cómo rebatir sus acusaciones falsas. Ya no sé cómo quitar aquella complejidad existencial. Ya no sé qué es lo mejor para fulana... Súbitamente emanó de Fulana un vals de palabras que delatan el arribo a la catarsis que se hizo esperar: “Dicen que venimos de residuos, de las cenizas del Big Bang. Somos polvo cósmico, nuestro epitafio es tallado por la tierra y el viento. ¿No será mejor para el universo que de tu piel estallen los astros? ¿No será mejor que este halo de vida sea para crear? ¿Dejarás así de usar y desechar? ¿Te despojarás de aquél mundo descartable? Quizás el señor tenga razón, si parto desde una concepción universalista, si pienso en la raza humana como vestigio de la misma explosión, como hermanos con una gran historia en común, en ese caso sí voy a pensar en la unión... Si continúo con esa línea de pensamiento, el existencialismo en un bullicio eterno que yace en la plenitud de un silencio. Que nos lleva a la particularización del ser, de ahí entendemos lo solos que estamos en nuestras mentes y por ende, los impulsos egoístas que nos perfilan. Através de tal perspectiva entendería que los conflictos existenciales jamás estarán en la misma balanza que la majestuosidad de la naturaleza. Comprendería la superioridad que tenemos allá afuera, lejos de esta caja viciada de mortalidad. Creo que si quiero exagerar hasta retornaría a aquél animismo del aborigen y denotaría mi subordinación existencial hacia el cosmos y la madre naturaleza. Desde éste punto de vista puedo relativizar cualquier problema; todas mis dudas, miedos, especulaciones, cavilaciones serían abstracciones inofensivas si las pongo junto a la inmensidad de una montaña, un precipicio o la mismísima Tierra.
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Si sigo profundizando tal criterio comprendo que mi paso por este paraíso debe ser de utilidad, tengo el deber natural de amparar a mi raza, mi actualidad, mi país, mi planeta. Demás está decir que ésta es una consideración genérica, lo que me propongo no es cambiar el mundo sino estar al servicio de la vida y no derrochar más este viaje en preguntas sobre mi persona o la injerencia de los demás en mi mediocre temperamento”. Fulana pudo notar que estaba amortajando su propia magia y no era la única. Contempló que la desestimación a la vida es global y el mundo adolece una hecatombe de pobres corazones. Puede ver cómo se desprecian horas con violencia, codicia de poder y ostentosidad, con intentos por aparentar ser perfectos y superiores, como fusilamos siglos de gente todos los días, como nos extinguimos entre el frío metal y la ardiente sangre. Fulana piensa, ahora cree sentir otra energía correr en sus venas, está segura que el espacio sideral es muy oscuro, pero también sabe que parte de él yace bajo la luz del sol. Mientras esté el espíritu fundamental, la nave nodriza de nuestra pasión, cuando respire el sentimiento, Fulana sonreirá. La madrugada culminó y el ermitaño amaneció en la dulce redención.
Valeria Martin
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“A cara de perro” de Manuela Sáenz
A papá y mamá no les gustaba que se notara que vivía gente en casa. Todos los vidrios y ventanales estaban tan limpios que no se veían, el piso y la alfombra no estaban marcados y nunca había nada sobre la mesa. Si había libros, estaban ordenados en perfectas paralelas; si había flores decorando, ni un pétalo acompañaba, ya era basura, papá ponía los ojos como los ponía él entre sus cejas rubias tupidas y mamá corría a sacar la perfumada basura y la tiraba al tacho. Es una singular sorpresa encontrar pétalos de jazmín en el tacho. Era 1979, yo vivía con papá, mamá y Andrea, mi hermana mayor. Iba al quinto grado de la escuela y jugaba al fútbol, como cualquier chico. Lástima que a papá no le gustaba el fútbol, prefería los aviones y esas cosas, y no le daba risa como a mí cuando un jugador dejaba a otro despatarrado en el medio de la cancha. Se enojaba cuando algún vecino cantaba o silbaba. Una tarde de verano yo bailaba en calzones arriba de la cama y papá estaba fastidioso, le caían gotitas de sudor por las mejillas y del bigote. Ese día mamá estaba en la casa de los abuelos y papá se enojó y me dio un tirón de orejas que me dejó en el suelo. Pero a mí me tiraba menos que a Andrea, aunque ella era más grande. Andre tenía los ojos verdes como el campo y el pelo rojo como una cereza. No se le veía la oreja entre tanto pelo pero papá siempre la encontraba al primer intento y tironeaba como de un caballo indomable. Andrea gritaba, mamá callaba y yo lloraba, porque Andre era muy buena conmigo y me dejaba dormir en su cama cuando yo tenía miedo y veía sombras en la pared de la pieza. Mamá tenía el pelo como Andre pero un poco blanco. Yo me preguntaba por qué no tenía bigote como papá pero no preguntaba en voz alta porque a papá le molestaban las preguntas 'estúpidas' y mamá empezaba a comer más rápido y no
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levantaba la vista de su plato. El bigote de papá era, era como una lustradora de esos años, terminaba exactamente sobre la línea de su labio superior; cuando hablaba parecía que se movía el bigote y no la boca. En el '79 Andre entró a la facultad y no pasaba mucho tiempo en casa. Usaba unos pantalones anchos y el pelo muy muy largo y suelto. Un día trajo a casa a un chico con pantalones anchos como los de ella y el pelo largo como el de ella, pero marrón oscuro. También tenía bigote como papá pero también abajo de la boca y en las mejillas y muy largo. Se parecía a los dibujos de Jesús del libro de catequesis, por eso me sorprendió que a papá no le cayera bien. Estábamos en la sala de estar, entraron y papá abrió los ojos como si no le bastaran para ver, mamá dijo que iba a buscar la comida y corrió, sin correr, a la cocina. Después me mandaron a la pieza, escuché un portazo y papá diciéndole cosas a Andre, y ella lloraba mucho. Quizás le estaba tirando de la oreja. Esa noche tuve miedo y soñé con monstruos verdes, como ogros. Toqué a la puerta de Andre. Ella también estaba despierta, despeinada y con los ojos hinchados. Nos acostamos y me dormí entre sus brazos, que en las manos tenían un libro muy muy grande y pesado. Por la mañana mamá entró a la pieza para despertarme e ir a la escuela. Papá apareció en la puerta, con la cara llena de espuma de afeitar y los tiradores colgando. Miró los libros y me levantó tironeándome de la mano. Mamá le pidió que se tranquilice. Él le pegó una cachetada de revés y también a Andre. -¿Esa es tu manera de decir buen día, papá? -Buen día... Yo te voy a dar buen día mocosa... Con el uniforme desarreglado por el apuro, mamá me estampó un beso como si fuera un sello y me empujó a la vereda. En la escuela jugamos al fútbol toda la primera hora porque la seño no estaba. La directora dijo que estaba enferma y ella
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misma nos dio clases. A mí no me gustaba porque me sacaba la pelota antes del recreo y porque cuando hablaba miraba más arriba, como si uno fuese más alto de lo que realmente era. Ese día salimos más temprano y mamá no lo supo, así que en vez de venir a buscarme, me recibió en casa. Recién eran las doce y volví caminando. Pensé que me iba a retar cuando dijo que tenía que hablar conmigo, pero era mucho peor. Mamá dijo que no podía dormir más con Andre. Cuando papá llegó pateó la silla que estaba a su paso. -¿Cómo estás amor? -¿A vos cómo te parece Miriam? ¿No se nota? Cuando fui por primera vez a jugar a lo de Miguel me di cuenta que la gente se saluda. Osvaldo, su papá, llega y lo alza y le da besos y lo deja en el suelo y lo despeina con cariño y entusiasmo. Pero papá no saludaba, y eso es normal para mí. Era. Le preguntó a mamá si me estaba diciendo lo que... -Sí, sí, Juan ya tiene nueve años y puede dormir sólo como un hombrecito. -Juan, la verdad es que tu hermana está loca, y no queremos que estés cerca de sus locuras porque vos sos chiquito, ella ya no tiene remedio. -¡Alberto! Se fueron al centro a hacer unos trámites, yo subí a la pieza y me saqué los zapatos y las medias, caminé en puntitas de pie a la pieza de Andre, que se iba a media mañana para volver a la hora de la cena. La luz del sol entraba plena por la ventana, mostraba todo. Sobre el suelo: diarios y revistas, y libros gordos y con nombres largos y palabras difíciles. Además yo tartamudeaba. Leí despacio: -"El im, el imperialismo como f, f, como fase supe...” Cuando escuché unos pasos en la escalera me temblaron las manos y se me cayó el libro y eso que no era de los más pesados pero hizo ¡pum! contra el suelo y yo ya
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sentía el dolor de orejas enrojecidas por el tirón. La puerta se abrió despacio y por un segundo supe que todo estaba bien. Aparecía el pelo de Andre como una llamarada. -¡¡Eras vos tontito!! Me asustaste. Pensé que era papá - dijo y suspiró y me sostuvo la cara en sus manos y me llenó de besos. -¿Por qué papá está enojado? -Papá siempre está enojado - y soltó una risita. Pero yo sin saber, sabía, y empecé a llorar y ella se puso seria y después de sentarme en su falda me dijo: -Papá y yo pensamos distinto... Creemos... Creemos cosas distintas. -Yo creo en Ringo! Sonrió y los pómulos y las pecas subieron y bajaron en un segundo. -Además papá no lo quiere a José. -¡Jesús! -Jajajajaja. Claro. Pero que papá no te oiga decirle así porque te vas a quedar sin orejas eh?... ¿Podés guardar un secreto? -Sí -Lo sabía. -¡Decime! -Pero no le podés decir a nadie eh... Ni a tus amiguitos. -No, a nadie, te lo juro por -Sacate esa costumbre. No necesitas jurar por nadie, yo te creo porque sos vos. -Entonces decime. -Me voy a ir a vivir con José. -No, no, no, no quiero Andre. Todavía puedo sentirla chistando sobre mi cabeza mientras la sostenía contra su
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pecho. -Tranquilo pichón. -¿Y cuándo volvés? -No sé si... Sentía que mi garganta era toda un nudo. -Nos vamos a volver a ver Juan, no tengas miedo. ¿Vos confiás en mí? Escondí la cara contra su pecho y me acariciaba el pelo. -Juan, ¿confiás en mí? -Sí. -QuÉ bien, porque yo confío mucho en vos. Cenamos en silencio, como siempre. -No quiero ver más al barbudo ese, impresentable, espero que te haya quedado claro. Andre asintió sin mirarlo y me apretó la mano fuerte por abajo de la mesa. Mientras papá se acostaba y mamá terminaba de barrer, me escabullí al baño a encontrar a Andre que estaba lavándose los dientes. -Juancito, Juancito... Siempre metiéndote donde no debés. -Tengo miedo, ¿puedo dormir en tu pieza? -Juan, nos van a retar a los dos. -Pero es la última... -Shhhhhhhhhhhhhh. -¡Por favor! -Es para lío, Juan. - Por favor, por favor, por favor, por favor -Estás loco. Está bien. Andá, ponete el pijama. Cuando mamá se acueste y papá apague el velador, vení.
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No me esperaba el ruido que se desencadenó apenas entré a mi pieza. En casa siempre se escuchaba algún portazo, pero cerrar una puerta a la fuerza suena distinto que abrirla a la fuerza. Mamá gritó y se escucharon los pasos por la escalera a toda velocidad. Vi por la cerradura unos hombres de la edad de José, pero sin barba y con el pelo cortito, cortito, más que el mío. Tenían armas, no eran de juguete, y ropa verde como los ogros de mis pesadillas. Entraron a la pieza de Andre. Yo agarré la gomera y corrí al pasillo pero ya era tarde. La agarraba uno de cada brazo, los otros revolvían todo, papá me alzó y me tapó la boca con su mano enorme. Le preguntaban cosas, mamá corría, Andre lloraba y pataleaba, yo también, le tiraban del pelo, a mí no, pero lloraba igual. Y se fueron. Sin ordenar nada, sin cerrar la puerta, con Andre, se fueron. Mamá me mandó a dormir sin parar de llorar un instante, papá tenía los ojos muy abiertos y la boca muy cerrada. Desde la pieza oí su silencio inquebrantable. -¿Nada vas a hacer? Es tu hija Alberto. Tu sangre. Tu apellido. Tu hija. ¿Nada vas a hacer? ¿Absolutamente nada? Cobarde. Asqueroso cobarde. Mamá no subió a dormir con papá. Cuando me levantó para ir a la escuela sus ojos mostraban no haber descansado la noche ni el llanto. Los cajones seguían abiertos, los papeles desparramados. Después de que papá saliera para la oficina le pregunté a mamá donde estaba Andre y rompió a llorar. Entonces hundió su cabeza en mi pecho y yo lloré con ella, porque sin saber, sabía. Cuando volví de la escuela me encontré con un nuevo integrante en la familia, peludo, baboso y enorme: Sultán. Un ovejero alemán de 4 años que le regalaron a mi papá. Decía que estaríamos más seguros con él. Pero Sultán no estaba más seguro con nosotros. Cuando ladraba papá lo pateaba y cada vez acortaba más la cadena. El domingo lloré y me molestó mucho porque hacía días ya que no lo hacía. Vinieron amigos de papá y mamá a comer un asado, y en la sobremesa papá agarró un pedazo de carne
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y se lo ofreció a Sultán, sin agacharse. Sultán saltó pero la cadena no le permitió ir muy lejos, se ahogó y tosió. Papá repetía su juego y reía a carcajadas, mientras se relamía los dientes como si siguiera masticando la comida. Entonces Sultán le dio a papá un tarascón en el pie y todos reímos. Papá se enojó y se puso rojo, pateó mucho a Sultán. Entonces las visitas se fueron y yo terminé donde siempre: en mi pieza. Los días pasaron largos. Mamá lloraba, yo también, papá no, y nunca comprendí porqué. Estuve en la pieza desde las cuatro de la tarde del domingo hasta la hora de ir a la escuela. Mamá entró a la pieza con los ojos colorados y no por el maquillaje. Tenía ojeras y un aspecto miserable. Papá ya había salido a la oficina. Después de desayunar un mate cocido salí al patio a saludar a Sultán. Le di mis medialunas, sin jugar, y él las comió, sin morderme, y me lamió los pies descalzos y me hacía cosquillas. Mamá se asomó gritando asustada. Ella creía de verdad que Sultán era peligroso, porque papá decía eso. Hoy creo, sin ofender, que era al revés. Pasaron días, semanas, pasaron meses, pasaron algunos años, para que todo empezara y terminara en la misma quietud de una tardecita de verano. Yo venía del club sintiendo la brisa cálida contra mi pelo todavía mojado. Afuera de casa había una ambulancia, un patrullero y mamá. Por primera vez llegué a casa y después de años, mamá no lloraba. Sultán había atacado a papá, él se cayó o algo así y se rompió la cabeza. No me dejaron entrar a ver. Yo insistí. No hubo caso. -Juancito, Juancito, siempre metiéndote donde no debés. Fue octubre del año 83, Andre seguía sin volver y ahora yo sabía de verdad. Las viejas tomaban mate en la vereda, los chicos y las chicas iban a tomar cerveza a algún bar, el jacarandá estaba en todo su esplendor. Con mamá nos mudamos a una casa quinta con un patio amplio. Sultán corre por el patio y se estira al reparo del sol. Las ventanas y los vidrios ya no se
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transparentan de tan limpios, sé que existen. Los botines se me embarran y eso está bien. Mamá habla en la cena y nos reímos, cocina con una sonrisa en la cara y la radio suena mientras levantamos la mesa. No sé dónde, ni sé cómo estará, pero me gustaría decirle a Andre que no tiene porqué irse a ningún lado, que hay un hermano y una mamá y un pichicho que la esperan, y una mesa donde puede desparramar sus diarios y revistas y todos los libros que ella quiera.
Manuela Sáenz
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“Cuestión de Fe” de Federico Salomón Miyara
ALCANZAR el éxito en aquel proyecto nos llevaría más de un año y medio de frecuentes e infructuosos intentos, y de hecho varios de nosotros nos sentimos un poco humillados de que fuera nada menos que el nANO quien se llevara finalmente los laureles. (Debo aquí aclarar que entre las pequeñas maldades que le propinábamos por el solo hecho de ser petizo y enjuto, estaba esta ortografía de su ya denigrante apodo. La conservo en esta crónica como tributo a nuestra propia estupidez.) Las reglas eran las reglas, y confrontados con la amarga realidad de que la patada del nANO había conseguido lo que ninguno de los otros, era inevitable entregarle el premio. Pero aun aquí había un grado sumo de maldad, ya que sabíamos que el nANO no podría hacer efectivo el galardón y no tendría más remedio que devolver la plata. Porque el premio en metálico tenía un único destino posible: pagar los servicios de aquélla con quien el triunfador, a la vista del resto, tuviera su debut sexual en la glorieta del Parque Libertador en una noche de luna. Y el nANO, pese a sus alardes de madurez, en el fondo era un año menor que el resto y el pudor no se lo iba a permitir. Habíamos empezado a concebir el proyecto después de un picado en la placita de enfrente de la Iglesia. Había sido un partido particularmente inspirado. El resultado, uno a uno, no es importante, aunque de haber habido un ganador, hubiera pasado a la historia personal de los integrantes del equipo favorecido como un hito inolvidable. Pero... ¿Que quiere decir un partido inspirado? Una canción inspirada, todos la entienden, no en vano la música es el lenguaje universal. Un poema inspirado quizás lo entienden los enamorados, que serán un
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veinte por ciento de la población mundial. Un partido inspirado, en cambio, sólo lo perciben cabalmente quienes lo protagonizan, quienes proyectan la jugada, calculan con varios segundos de antelación la línea imaginaria que recorrerá el mediocampista rival, planifican su propia carrera, definen el pié que herirá la pelota, calculan el ángulo del chanfle con exactitud trigonométrica y antes de dar el puntapié conocen con precisión la parábola con efecto que describirá el balón antes de caer a centímetros del lateral donde el volante pateará directo al medio del arco rival, y aunque sufren el salto del arquero contrario que alcanza a desviar magistralmente la pelota a centímetros del travesaño, en su fuero íntimo disfrutan esa atajada heroica porque todavía están cero a cero y pueden esperar para el gol. Y si el rival es bueno, más se saboreará la victoria que todavía en esa instancia temprana de la confrontación los dos bandos creen suya. Si tuviera que describirlo con palabras más técnicas que poéticas, diría que había sido un partido de precisión. Poner la pelota en el lugar exacto y en el tiempo justo en todo momento. No recuerdo si usábamos esas palabras, pero estábamos más que orgullosos esa tarde, y el que no hubiera vencedores ni vencidos alimentaba la sensación de pertenecer todos a un único equipo cuya finalidad era producir buen fútbol, de poder enfrentar casi cualquier cosa. De poder enfrentar a Dios, si era necesario. Meterle un gol a Dios. Bromeamos un buen rato con la idea hasta que en determinado momento vimos los ojos del Lupín brillar hacia un punto indefinido a la distancia, o que, por un instante de silencio que se abrió de repente entre el jolgorio general, un instante detenido en un tiempo estático, espeso, nos pareció indefinido, pero que cuando miramos todos para el mismo lado se aclaró. La idea nos pareció simplemente asombrosa. Quien más quien menos, varios de nosotros habíamos sido obligados a asistir a misa, a tomar la comunión, a humillarnos confesando lo inconfesable (que por
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supuesto no confesábamos), a participar en las aburridas fiestas parroquiales. Y quienes no, provenían de familias de ateos que siempre hablaron mal de la iglesia. Así que esa majestuosa fachada era para nosotros sinónimo del arco rival. Pero no era la puerta lo que el Lupín miraba con ojos maliciosos. Estaba un poco más alto. Se trataba del rosetón con vitró. Y había que hacerle un gol. Con el correr de los días el plan se fue perfilando hasta en sus más mínimos detalles. Habíamos notado que, por razones que no conocíamos ni nos preocupaba indagar, los jueves a las dos de la tarde no había casi nadie en la plaza. Era el horario ideal para patearle penales al vitró de la iglesia. Desde ya que en el fútbol, digamos, estándar, la perspectiva es plana, horizontal. Los tiros por elevación no tienen otra finalidad que alcanzar una distancia considerable, pero su destino final es algún punto sobre el terreno, de ser posible donde se encuentre uno de los nuestros para pararla y sorprender con un disparo a quemarropa, o mejor aún, donde se encuentre directamente el arco rival. En nuestro caso el objetivo estaba casi en el cielo. Era necesario olvidar todo lo conocido y aprender una nueva técnica. A veces practicábamos con el mástil, otras con la cima del tobogán que no muchos años antes, mal que mal, todos habíamos usado. También habíamos planeado la huida, factor esencial en el éxito del proyecto, ya que sabíamos que si uno solo era capturado, lo torturarían hasta confesar lo inconfesable, previa confesión de nuestro crimen premeditado, confesión a realizar en sede policial, no en el confesionario donde los efectos del castigo se hubieran limitado a unos cuantos padrenuestros y avemarías. Cada uno huiría, por lo tanto, hacia un escondite previamente acordado donde esperaría que volviera la calma. Durante meses nos reuníamos en secreto, cada jueves a las dos de la tarde, cada cual apostado en un lugar equidistante del punto del penal, que habíamos
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seleccionado justo enfrente de la Iglesia. Cada uno tenía derecho a patear tres veces, pero sólo podía repetir después de que todos hubieran pateado. La mayoría de las pelotas se estampaban en la piedra. No éramos tan tontos como para golpear la puerta, que hubiera resonado haciendo demasiado ruido. La piedra, en cambio, en su rigidez absorbía el impacto sin protestar. Pero no éramos infalibles. De tanto en tanto algún pelotazo sacudía la puerta. En ese caso el protocolo indicaba recuperar la pelota y desaparecer a toda máquina. Tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe, y así sucedió aquella gloriosa tarde con el colorido vitró. Habíamos pateado ya dos veces cada uno y estaba promediando la tercera ronda. Era el turno del nANO. Me miró de lejos con carita desafiante, el muy pendejo, se persignó tres veces como hacen los jugadores profesionales cuando van a patear un penal y tomó carrera. Dios se habrá estado matando de la risa allá arriba, viéndolo persignarse justamente antes de atentar contra aquél... sí, hay que decirlo, aquel inspirado vitró. Acostumbrados a la televisión, veíamos o imaginábamos todo el proceso en cámara lenta, especialmente cuando pateaba el nANO, que con sus piernas tan cortas daba unos saltitos que no le permitían alcanzar demasiada velocidad. Quiso la mala fortuna (o una jugarreta de Dios) que tropezara antes de tocar la pelota, pero como no hay mal que por bien no venga, la caída le dio el impulso que le faltaba para imprimir a la pelota un efecto sorprendente. Mientras el nANO continuaba cayendo y conforme iba estirando paulatinamente los brazos para protegerse del golpe, la pelota ascendía más y más. Y ya los dedos estaban amortiguando el impacto contra el suelo cuando la pelota alcanzó la cima de su ascensión. Por un instante quedó inmóvil allá arriba, temblando o girando, no se alcanzaba a discernir, y mientras el nANO se terminaba de estampar contra la vereda, el balón comenzaba a caer en un impensable pero inexorable recorrido hacia el centro del Rosetón. El ruido fue
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sordo y seco, y recién dos o tres segundos después que parecieron siglos comenzaron a escucharse los fragmentos cayendo contra la escalinata de la iglesia, con el característico campanilleo de los cristales rotos. Instintivamente salí de mi escondite y corrí a socorrer al nANO. Cuando llegué ya se estaba levantando mientras con un gesto sobrador daba a entender que no necesitaba ningún tipo de ayuda, a pesar de la sangre en la rodilla. Quebrantando levemente el reglamento, huimos juntos hacia mi lugar. El resto ya había desaparecido. El protocolo establecía que cuando finalmente se cumpliera el objetivo nos reuniríamos en otro lado a evaluar la situación. Se armó una agria discusión acerca de si los cristales habían caído hacia dentro o hacia fuera. Pancho Antúnez aseguraba que los vidrios tenían que haber caído hacia dentro, siguiendo el impulso de la pelota. La lógica implacable de su razonamiento contrastaba con la evidencia que aportamos varios de los más cercanos al lugar del hecho, en el sentido de que el campanilleo de los cristales impactando en la vereda se había percibido clara y nítidamente. El nANO no opinaba, amparándose en que se había tropezado. Además: ¿Para qué empañar con hipótesis dudosas el hecho incontrovertible de que su patada prodigiosa había logrado derrotar al rival divino? El Chino Martínez propuso que volviéramos a la escena del crimen e hiciéramos una inspección visual. Si había un desparramo de vidrios rotos en la vereda, lo del Pancho quedaría como una bonita teoría sin sustento empírico. Caso contrario... —Será que alguien limpió el enchastre —acotó con justeza Julio Benítez. Para no despertar ningún tipo de sospecha, resolvimos hacer la inspección al otro día, después del colegio. Aun en el caso de que hubieran hecho desaparecer la evidencia, algún fragmento diminuto habría quedado y sería fácil encontrarlo.
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Esa noche me costó dormir, imaginando el bochorno si se comprobaba que no había cristales rotos del lado de la calle. Las cargadas se prolongarían durante años. Hasta los nietos de mis compañeros se reirían de aquel tipo que imaginó que escuchaba el sonido acampanillado de una lluvia de cristal inexistente. Cuando por fin nos juntamos en la plaza al mediodía casi nos caemos de espaldas: El rosetón estaba allí intacto, donde siempre había estado, y hasta se diría que más limpio y brillante. Entramos en pánico. No sabíamos si nuestros ojos nos habían engañado en el momento del hecho o ahora. Nos quedamos pasmados, mirando largo rato. De repente el Chino reaccionó. —Vengan conmigo —dijo. Con algo de recelo, lo seguimos hasta la Iglesia. Se arrodilló en la escalinata y empezó a buscar. Todos empezamos a buscar. De repente escuchamos que el nANO gritaba ¡Eureka! Había encontrado unos fragmentos de no más de dos milímetros de vidrio azul y rojo. Cuando el Sapo encontró un poco más lejos un pedazo anaranjado todos respiramos aliviados. Podía ser que el rosetón siguiera allí pero ahora era incontrovertible que ayer lo habíamos destruido. Bueno, que el nANO lo había destruido, pero en un innegable trabajo en equipo, porque luego de miles de intentos por simple estadística alguien lo tenía que lograr y le había tocado al nANO.
Ocasionalmente volvimos a jugar al fútbol, pero nunca logramos repetir aquel histórico encuentro de colosos que había terminado en un empate y que desencadenaría el desempate contra Dios. Luego de un debate que se prolongó durante varias semanas sobre la reaparición del rosetón al día siguiente del único gol que el nANO llegaría a convertir jamás, llegamos a la conclusión de que era una prueba irrefutable de que Dios existe. De que, a nuestro modo, lo habíamos vuelto a crucificar y que Él había vuelto a
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resucitar encarnado en el rosetón. Ese hecho nos hizo recuperar la fe, y si bien no nos hicimos habitués de la Iglesia que habíamos mancillado, rezábamos nuestras plegarias con frecuencia. Han pasado veinte años y he vuelto al pueblo. Me encuentro en el confesionario de aquella vieja Iglesia, separado por un tenue entramado de aquel viejo cura dispuesto a confesar mi crimen (aunque el ejecutor fuera el nANO, asumo la parte de culpa que me corresponde). El cura escuchará atentamente mi confesión. Al terminar, proferirá una sonora carcajada que quizás haya sorprendido a algún fiel o a algún penitente genuflexo en su banco. Me contará entonces, ya fuera del confesionario, que al hallar el rosetón roto le había encargado a su joven sobrino, iniciado en las artes del vitró, la rápida restauración a cambio de la pelota homicida. El muchacho había trabajado toda la noche para reponerlo y lo hizo tan bien que la noticia se propagó rápidamente, de suerte que hoy es uno de los más cotizados artistas del rubro.
Federico Salomón Miyara
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“El ciervo” de Sebastián Rogelio Ocampo
El rifle apoyado contra la pared, la mochila sobre la mesa, la campera en el respaldo de una silla. Leopoldo esperó. Tomó un café oscuro y caliente, sin azúcar, tamborileó con los dedos. Miró fijamente la ventana por donde se abría paso la luz del sol. Con una fijeza particular, persistente, como si no fuera conciente de lo que veía, de su misma presencia. Desde hacía dos años que no podía sacárselo de la cabeza. Esas imágenes. El puñetazo. Un golpe brutal a la cabeza. Los ojos de ella. Esos ojos colorados llenos de lágrimas. Desesperados. Dos, o tres golpes más, cuatro tal vez, un empujón y ella fue a parar a un rincón, contra el piso. Tenía la imagen de ella, esa mirada huérfana, desamparada. Leopoldo le pegó un sorbo al café caliente cuando golpearon a la puerta. Ya voy, dijo. Fue hasta la pieza. Ella dormía, los sábados le gustaba dormir hasta el almuerzo. Leopoldo fue hasta el borde la cama y la besó en la cabeza. Ella movió un poco los labios pero no despertó. Él le acomodó la frazada. La acarició en la espalda y salió de la habitación después de cerrar la puerta. Pasó junto a la mesa. Tomó el resto del café. Agarró el rifle, la mochila, la campera y a la calle. José María y Aníbal lo esperaban en la chata. El motor ronroneando. Un humo oscuro salía del caño de escape. El rifle fue a parar a la parte trasera. Leopoldo subió al vehículo, saludó a Aníbal, saludó a José María que manejaba. La chata atravesó el pueblo y salió a la ruta. Pararon en la estación de servicio para cargar gasoil y agua para el mate. Al principio, mientras viajaban, Leopoldo dejó de pensar, las imágenes dejaron de venirle a la cabeza, pero después de un rato se quedó mirando por la ventanilla con los ojos fijos en el horizonte.
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Los muchachos hablaron de lo que hablaba todo el mundo en esos días, cuarenta obreros chilenos habían quedado atrapados en una mina en plena cordillera de los Andes. Leopoldo se mantuvo en silencio, ausente, mirando hacia afuera, el campo. ¿Qué te pasa a vos que no hablás?, le dijo José María a Leopoldo. Leopoldo dio vuelta rápido la cabeza y con una sonrisa le dijo: Nada, nada. Todo bien. Lo que pasa que el tipo no habla más con nosotros porque es casado. Nosotros somos unos solterones todavía, dijo Aníbal. Dentro de poco ya ni a cazar va a venir. Déjense de decir pelotudeces, dijo Leopoldo todavía con una sonrisa. ¿Estás arrepentido de haberte casado? Para nada. Estoy muy contento, dijo y se rascó el mentón. ¿La patrona te apuró, eh? Ya era hora de que se casaran. No, no, fui yo el de la idea, el que la convenció. Pasaron frente a un establo grande, había una veintena de caballos pastando. Los tres desviaron la mirada para observarlos. Vos sí que sos un raro Leopoldo. Ningún tipo se quiere casar y vos la convencés a tu mujer ¿Qué te picó el romanticismo? Leopoldo le hizo una seña a Aníbal para que le pasara un mate. Aníbal sirvió el agua a pesar del temblequeo de la chata. El mate hizo un sonido, un borboteo cuando Leopoldo le dio un sorbo profundo. No, che, no sé, dijo, tenía ganas de casarme. Sintió un escalofrío recorrerle el espinazo. Los ojos. Pensó en los ojos de ella después del puñetazo a la cabeza. Se quedó callado. ¿Pero por qué ponés esa cara?, preguntó Aníbal. ¿Qué cara? No, nada, no me pasa nada, dijo y forzó una sonrisa deformada. Tengo ganas de mear, dijo José María, apretándose la entrepierna. A la próxima
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estación de servicio paramos al baño. El parabrisas estaba sucio, cagado por pájaros, salpicado por bichos muertos. Mientras José María y Aníbal fueron al baño, Leopoldo se quedó limpiando el vidrio. Había varios camiones estacionados, autos con familias o algún viajante fumando un cigarrillo. Después de enjuagar el parabrisas, Leopoldo sacó el celular. Te amo, escribió en un mensaje y se lo mandó a ella. Seguramente ya había despertado. No esperaba que se lo contestara, ella nunca le prestaba atención al celular, y a veces contestaba los mensajes horas después. Leopoldo fue y cargó agua para el mate. José María y Aníbal charlaban a un costado de la chata. Aníbal fumaba un cigarrillo detrás del otro. Era un fumador empedernido. Sabía que durante la caza no iba a poder fumar. Uno tenía que mantenerse en silencio, sin hacer ruido, sin despertar sospechas, cualquier resplandor de un cigarrillo u olor extraño espantaría al ciervo. Así que Aníbal aprovechaba y fumaba por lo que no podría fumar las próximas horas. José María se acercó a Leopoldo y le puso una mano en el hombro. Con tono de broma le dijo: Hombre casado, y lo palmeó en la espalda. Leopoldo sonrió. Está bien, che, hay que ir para adelante en la vida. Yo también quiero casarme algún día, tener una familia, un hogar. Pero viste como soy. Me canso rápido de las mujeres, o soy muy quisquilloso y se cansan de mi. Soy complicado, soy un tipo complicado. ¿Querés manejar un rato? Dale, manejo. Leopoldo se colocó detrás del volante. Salió a la ruta lentamente y aceleró liberando la chata una estela de humo negro. Un camión pasó en dirección contraria. Los muchachos volvieron a charlar pero Leopoldo se quedó disperso en
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los pensamientos, las imágenes, y mantuvo el silencio mientras conducía con cierta parsimonia o sutileza. No podía dejar de pensar en los golpes y por momentos se confundía, no recordaba bien si la había golpeado con la mano abierta o cerrada. Recordaba el llanto de ella, un llanto agitado, como con náuseas. El empujón y el cuerpo de ella haciendo un estruendo seco cuando golpeó contra el piso. La mirada. Los pelos cayéndole sobre la cara y entre esos pelos los ojos mansos y desesperados. Otra vez el silencio de Leopoldo se hizo notorio en la cabina. Aníbal lo miró, el mate en la mano. ¿Otra vez te quedaste mudo vos? Estoy manejando, tengo que prestar atención, dijo, tratando de minimizar la situación. ¿Cómo anda el laburo, Leopoldo? Bien, por suerte bien. Helado se vende todo el año, aunque no lo creas. Viajar tanto a veces me cansa. Recorro cerca de cuatro o cinco pueblos por día distribuyendo helado. Pero ando bien. Buena guita. Yo pensé que la gente no tomaba helados en invierno. Sí, toman, es increíble pero toman. Me agarraron ganas de mear, dijo José María, me parece que debo andar diabético, siempre con ganas de mear. Leopoldo desvió la chata de la ruta. Pararon a un costado en la banquina. José María corrió hacia un árbol y se echó una meada. Aníbal aprovechó para fumarse un cigarrillo. Le daba pitadas secas y aparatosas moviendo los labios. ¿Estuviste mucho tiempo sin laburo?, le preguntó a Leopoldo. Sí… casi once meses. Es duro.
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Sí, muy duro, no daba más. Fue desesperante. Yo también anduve sin laburo un tiempo. Después mi hermano me acomodó en una empresa de ventiladores. José María se acercaba caminando mientras se cerraba la bragueta. Es desesperante estar sin laburo, dijo Leopoldo. ¿Desesperante qué?, dijo José María. Desesperante estar sin laburo, dijo Aníbal, le dio una pitada larga al cigarrillo. José María volvió a palmear la espalda de Leopoldo. Pero vos conseguiste laburo, te casaste, dijo, no te podés quejar. Subieron a la chata. José María se sentó ahora al volante. La chata subió a la ruta y otra vez se alejó liberando la humareda negra.
Cuando llegaron al monte aún era de día. Faltaban unas cuantas horas para que oscureciera. El pasto, los árboles, el canto de los pájaros, la ventisca agradable. Leopoldo sintió una sensación de plenitud. Respiró profundo. Estiró los brazos. Elongó las piernas. En un momento pensó en ponerse a trotar, unas vueltas alrededor de los troncos. Estaba contento. Por primera vez en varios días podía dejar de pensar en esas cosas que lo tenían abrumado. El cielo era de un celeste intenso y había algunas nubes de formas algodonosas. Leopoldo recordó los copos de nieve que comía en el parque cuando iba a pasear en la infancia. Anibal fumó el que dijo sería el último cigarrillo y Leopoldo le dio un par de pitadas. Tomaron unas latas de cerveza. Antes de salir a buscar el rastro de los ciervos se sentaron en unas piedras a aceitar y limpiar los rifles. Leopoldo pensó en el casamiento. La sensación maravillosa, suprema que sintió cuando la vio entrar en la parroquia. El vestido blanco radiante, la sonrisa radiante, la mirada cristalina. Pudo verla caminar, por la alfombra roja, acercarse, sintió la mano, pequeña, dulce. Leopoldo
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se refregó los ojos, se rascó la nariz. Vamos a buscar el rastro, dijo. Deambularon un rato. A los costados del monte había una plantación de maíz. Entre unos árboles encontraron a un chacarero. Estaba sacándose tierra de las botas con un cuchillo. Hablaron con el tipo. Les dijo que mataran a los jabalíes. Que los mataran a todos. Les contó que esos cerdos salvajes eran unos hijos de puta, así dijo, hijos de puta. Los muchachos se sorprendieron frente al odio del chacarero a esas bestias. El tipo dijo que los cerdos no comían los choclos de una sola planta, sino que devoraban de varias y después empezaban a correr en redondo destruyendo todo lo que encontraban al paso. Hacían grandes destrozos en la siembra. Un desastre, hacen un verdadero desastre, decía el chacarero. Los muchachos prometieron que si veían un jabalí lo matarían, aunque en realidad habían venido por un ciervo. En el momento en que encontraron el rastro entró un mensaje en el celular de Leopoldo. Era ella. Yo también te amo, decía. Leopoldo apretó fuerte el celular, se lo metió en el bolsillo. El rastro era claro, las huellas, el pasto pisado y revuelto, excremento. Deambularon un rato confirmando que era un rastro reciente. José María y Aníbal irían a buscar otros rastros, otro lugar un poco mas lejos para apostarse, Leopoldo se quedaría ahí. Se colocó entre unas rocas, detrás de unos arbustos al costado de un árbol de amplia enramada. Apoyó la espalda contra las piedras. Sostenía el rifle con las rodillas. Desde allí podía ver el claro donde estaban las huellas. Un pastizal amarillento grande, de varias decenas de metros de extensión. Más allá, en el fondo, una arboleda continuidad del monte. Leopoldo sentía la piedra fresca apoyada en la espalda. Poco a poco se fue relajando, los pies, las piernas, la panza, miraba hacia adelante, los pastos secos,
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los árboles. Respiró profundo. Se sintió solo y empezó a pensar otra vez. Cosas que se le venían a la cabeza. Vos sos un pobre diablo, le había dicho ella. Leopoldo se pasaba el día en busca de un trabajo. Sos un inservible, un inútil. Vos sos un pobre diablo. El brote. No recordaba sin con la mano abierta o el puño. Tres, cuatro golpes, gritos, el llanto, el empujón y el cuerpo de ella que cayó contra el piso. Leopoldo, apoyado contra la piedra, apretó fuerte el rifle, si hubiera sido de madera lo habría quebrado. Tuvo ganas de llorar. Pensó que sería bueno dormir un poco. No era la idea. En realidad se tenía que quedar despierto esperando la aparición del animal. Pero estaba relajado, respiraba, profundo, le pesaban los párpados, y así, de a poco, se fue quedando dormido. Despertó a la media hora. Ya había empezado a oscurecer. Movió el cuello de un lado al otro para descontracturarse. Seguía relajado, así que yendo contra las propias reglas de un buen cazador se pasó la noche dormitando. Justo antes del amanecer soñó algo. Él estaba parado junto al altar, en la iglesia, y entró ella, hermosa, radiante. Él se sentía magníficamente bien al verla tan feliz, tan bella. A un costado del altar aparecía un ciervo y cuando él despertó había un ciervo allí adelante de él, en el claro. Por unos segundos confundió la realidad con el sueño, el ciervo en la iglesia junto a ella de blanco y hermosa, el ciervo ahí adelante, en el claro, sobre los pastos secos. Era un animal grande, de pelaje marrón, con una osamenta imponente. El ciervo estaba quieto, manso, parado como esperando la muerte. El corazón de Leopoldo palpitaba, trató de no hacer ruido, se aferró al rifle, puso el dedo en el gatillo. Leopoldo lo miró a los ojos. El cielo era naranja de amanecer. A sus espaldas todavía era de noche. Lo miró a los ojos. El animal también lo miraba, parado con firmeza sobre las cuatro patas, sin moverse. El silencio, el tiempo sostenido en esa mirada entre el cazador y el animal. Leopoldo vio unos ojos sinceros, inocentes,
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leales, unos ojos ajenos a la realidad que lo acontecía. Tenía el rifle apuntando al ciervo, el dedo en el gatillo, pero no pudo hacerlo, empezó a sentir que le temblaban las manos, y los brazos, que le pesaba la cabeza, una tristeza en el pecho, abrumadora, un grito, le pegó un grito al animal y le arrojó una piedra, un palo, algo que encontró ahí en el piso. El ciervo se fue dando saltos, espantado, libre, salvado. Armaron un fuego y pusieron la pata de un jabalí a cocinar. Charlaron de la noche larga, volvieron a hablar de los mineros atrapados, escucharon una radio. José María cortó un trozo de carne, ya estaba cocida, se la llevó a la boca y después de masticarla se paso la lengua por los labios. Leopoldo cortó también un pedazo y Aníbal hizo lo mismo. Ningún ciervo había aparecido aquella noche, eso dijeron. Al jabalí lo encontraron fácil, eran tres o cuatro juntos gritando en un charco de barro. Anibal tiró al montón y cayó uno. El chacarero estaría agradecido y la carne del cerdo era buena. Fumaron. Comieron. Tomaron vino. El estómago lleno hizo aflojar las piernas y José María y Aníbal se recostaron a dormir una siesta. Leopoldo se quedó escuchando la radio, pasaban una música suave. Se acostó boca arriba pero no durmió, se quedó pensando, podía ver los ojos del ciervo, los ojos de ella, de blanco, radiante en la iglesia, y después se le cruzaba la imagen del ciervo escapándose, dando saltos para perderse entre los árboles, y sentía alivio, respiraba profundo y sentía alivio.
Sebastián Rogelio Ocampo
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“El criptógrafo” de Raúl Rodriguez
I
A la noche salió a caminar por La Habana vieja. Anduvo pisando adoquines inhóspitos que le recordaban a los de La Plata por el perfume de los tilos. No hay nada mejor para acomodar las ideas que una buena caminata, pensaba; mientras bajaba por una pendiente peatonal hacia el malecón. Hasta el momento sólo había podido recoger datos que si bien se encontraban en algún punto, le resultaba complejo desarmar su trama secreta. Reconocía que dos signos lo sacaban de quicio, no sólo por la hermeticidad que habían fabricado en una sola pieza; sino por lo engañosos que eran al leerlos en sentido contrario. En la tradicional lectura (ID), el criptograma sugería algo caliente, una playa o médanos errantes; en cambio, en la otra (DI) aparecían la noche y el mar como elementos complementarios del mensaje polisémico: Satélites orbitando el misterio. El único libro de criptografía que había encontrado en una librería de viejo, le había servido al principio para conocer los rudimentos del lenguaje cifrado; pero ahora se volvía insuficiente, casi inútil. Cuando comparó las primeras cintas del teletipo, las señales estaban astilladas. Fragmentos de manuscritos antiguos. Huellas de pájaros en la arena. Seguía taladrándole la cabeza la frase que le había dicho Rebeca: -Los lingüistas son locos racionales. Piensan que pueden decodificar el infinito universo de las palabras dentro de un papel. ¿Y los poetas? -La sintaxis plagada de anacolutos. Que en realidad es una contrasintaxis. ¿No? Rebeca sabe leerme el pensamiento, pensó. Acomodó la espalda en el respaldar y se puso a mirar el cielorraso, abrazado por la brisa fresca del atardecer. Luego
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cerró los ojos y se dejó ir hacia sus mundos imaginarios. II
Masetti se paseaba por la redacción hecho un perro rabioso. Hurgaba los ficheros largando el humo del pucho contra las fichas informativas. Tenía la cara destemplada por la furia porque las cosas no salían como él quería. El Gabo desde un escritorio casi invisible tecleaba una máquina antidiluviana que se le trababa el carro y gritaba cuando acertaba una frase sólida. El sol habanero entraba a raudales por los tragaluces. Cuando se fueron me quedé a estudiar el enredado rollo que tanto preocupaba a Masetti. Dejé la redacción completamente a oscuras y sólo alumbrado con la luz de una tulipa que adherí a la lupa de disco, me puse a analizarlo pegándolo en el piso por los extremos. Las perforaciones ocupaban los espacios predeterminados. Se observaba una clara acumulación de fonemas quebrados que bifurcaban el contenido. A veces me asaltaba la certeza que pertenecía a un criptógrafo psicótico. Luego se mezclaban los signos cuneiformes que obedecen a un origen milenario de escritura larval que es con la que han desarrollado el idioma de la conspiración. El margen derecho se encontraba invadido por una yuxtaposición de enclaves numéricos. En El círculo de tiza caucasiano. Brecht: Versos como balas. Los poetas, agonistas de las tinieblas, promueven la revolución con el arma más poderosa del lenguaje críptico: la metáfora.
III
Los invasores de Argelia usaron el idiolecto de una tribu desaparecida para ordenar estrategias a las tropas. Anoche dije tu buenaventura y te vi escribiendo el
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libelo maldito. Me llevarás en ti. Y tú nunca serás mi olvido. (Tuya. Re) VI
A Rebeca la conocí en El sucio trapo rojo, el bar de un republicano exiliado, el viejo Manolito. Un antro clandestino durante la dictadura de Batista, que funcionaba de fábrica de habanos de día y por las noches una batería de mimeógrafos imprimía folletos del Movimiento 26 de julio. Al nombre se lo había puesto Graham Greene, haciendo uso de su sorna lapidaria; en la época en que escribía Nuestro hombre en La Habana. Cuando terminábamos de salvar al mundo en las charlas, y quedaba un campo de batalla sangriento en el tablero de ajedrez; me refugiaba a desfacer entuertos en el rincón que Hemingway “como aporte al agente británico” había bautizado La Musa. Una mesa con mensajes de amor hechos a navaja. Y una Gioconda con un fusil de sonrisa, abrasada por una bruma de napalm. Era el destello de una lámpara marina que a esa hora llegara Rebeca. La precedía el aroma de su piel que la delataba y definía. Saludaba apenas inclinando la cabeza y se sentaba en el banco del piano a tocar un blues con su vestido púrpura. El espectáculo de sus piernas cruzándose, era sólo mío. Hablaba suave y pausado, sus manos eran finas y expresivas. Cuando bebía un sorbo hacía chasquear la lengua para sacarle el espíritu al ron, decía, consciente de que todas las miradas se posaban en sus labios; (de los que yo era su esclavo incondicional) y concluía dándole un tinguiñazo a la copa que largaba acordes de campana. Las historias que circulaban alrededor de ella la hacían desde prostituta de turistas adinerados hasta espía de la CIA. Grandes invenciones para la acción. Alguna vez había publicado-a confesión suya- un ensayo sobre algunos de mis cuentos y vino a verme. Éramos nosotros quienes subvertíamos nuestros cuerpos ardidos entre
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ruidos de metralla, besos de barricadas, y aquellas caricias llenas de pólvora tan revolucionarias de amor. Recitaba. Estudiante avanzada de filosofía, admiraba a Wittgenstein de quien repetía lo que el gran filósofo austríaco había dicho en su lecho de muerte: “Diles que mi vida fue maravillosa.” Coincidíamos en buscar la totalidad en el texto, sin intersticios, de manera que fuera una fortaleza; pero con variados ángulos de lectura. Una tarde llegó más temprano que de costumbre. Repitió el ritual pero esta vez se sentó a mi mesa. -Tienes una cara de condenado, chico, que espanta-dijo risueña, con esa seducción sin aspavientos que enloquecía. De nuevo la vida se emperraba en ponerme a prueba. -Algo así-dije, sacándome los anteojos-. Quizás tú me puedas ayudar. -Cuéntame, anda, chico, que en minutos debo irme-dijo, amielando la voz. “¿Adónde, adónde?” Me miraba sin pestañear. Me ponía incómodo. No le di detalles, aunque me acuerdo que mientras le contaba me preguntaba por qué había recurrido a ella. Prestaba una atención académica, fijando detalles, quizás quisiera grabarse en las retinas hasta los gestos. Un Mercury 39 hizo sonar su claxon y Rebeca salió saludando a todos con la promesa de que cuando nos volviéramos a encontrar traería buenos augurios. De la puerta regó el aire con besos en una arrebatiña demencial que cada uno hizo propia. Saetas de los adioses. Esas caderas y esas piernas fundidas en negro bronce. Ojazos de ágata. Rebeca.
VII
La palabra toma dimensión histórica sólo cuando está escrita. Alas que se abren
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hacia el futuro. Dibujó una mujer arrebujada por la lluvia y tecleó: Invectiva Latina: ¿Cómo conceptualizar los crímenes? Había pasado la noche sin dormir. Horas perdido en el insomnio que lo sentaba frente a la Underwood. A la mañana se iba temprano y regresaba hacia el atardecer, navegando por el crepúsculo. Hacía un recorrido por otras casas bajando al mínimo el motor como medida de seguridad. Si no veía movimientos extraños, desembarcaba con cautela y amarraba la canoa al muelle flotante. A veces se sentía ridículo por su disfraz al punto de reírse y arrojar el sombrero de paja dándole envión de avioncito de papel. Si la primera oración en su desarrollo era capaz de construir un párrafo y sostenerlo en el tiempo, entonces la dejaba. Llevaba meses tomando apuntes de documentos, notas de libros, diarios y agencias noticiosas, y biselando rebabas retóricas con paciencia de anacoreta. Encontrar la palabra exacta es el espejismo que el escritor persigue. No es un artificio, sino el compromiso con el devenir histórico (testimonio) y la búsqueda estética del sentido humano frente a la injusticia (utopía). Le ardían los ojos. Sin lentes, los objetos flotaban en el aire volviéndose humosos, acristalados, algo fantasmales. Siempre oigo restos de voces que llegan celebrando el viaje de la escritura hacia universos socializados. De nuevo se quedó mirando el camalotal, los juncales, el sauce acariciando el agua, y esa corriente de la superficie arrugada de anillas espiraladas que pensó agregar en “Juan se iba por el río”.
VIII
Regresaba, puntual, el episodio de Cuba. Me gustaba comprobar su poderoso sesgo policial; que me renovaba el ánimo para terminar la carta. En Guatemala, en la hacienda Retalhuleu, un antiguo cafetal al servicio de mercenarios en la triple frontera entre El Salvador y Honduras; se estaban preparando tropas de marines.
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Este fragmento de noticia es lo que había descubierto. Enterados Masetti y Gabo, diseñaron unos de los planes más disparatados del periodismo mundial. Que fuera disfrazado de sacerdote vendedor de biblias con sotana monacal, a escudriñar por las cercanías mientras predicaba la salvación de las almas por el advenimiento del Apocalipsis. Venid a cobijaros en la sagrada palabra de la salvación que un mar de fuego caerá del cielo sobre los pecadores. Los compañeros de la redacción atronaban en carcajadas. Sin embargo faltaba descifrar el material completo. En una serie de puntuaciones de traza deforme, subyacía una sola palabra que era la que sostenía toda la estructura informática. El rompecabezas. Rebeca, le dio forma de mujer al imponderable. -Ya sabes, chico, lo de Retalhuleu-dijo sin marcar el tono de pregunta. -¿Y tú cómo lo sabes? -Palabras. Tú sabrás qué hacer. - A sangre y fuego, ¿no? Diré tu nombre cuando caiga. -Y yo mi chico-dijo con los ojos alagunados de gotitas saladas-Un amigo tuyo está escribiendo su primer libro de cuentos con ese título. -Y que tienes que ver tú con él. -No te pongas celoso, mi rey-dijo pasándome la mano por la cara-. Alguna vez cruzamos opiniones en la universidad sobre El Narrador, de Benjamin. Un agente me lo confesó anoche, que lo viene siguiendo desde Buenos Aires. Me lo sopló al oído mientras me abrazaba la cintura por atrás mirando el mar desde el balcón. -Guarda tus detalles amorosos. -Había podido entrar al departamento y se encontró con el manuscrito. Piensa publicarlo dentro de algunos años. Tontico. -¿Y cuál es el título? -El soplón no quiso arruinar la misión. Se, rasca, el, anular, derecho, cuando,
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habla, tu, amigo. Insoportable. -¿Renzi?
IX
Fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles. Sopla la hoja para sacarle el resto de carbónico y se afloja. Levanta hacia la luz los gruesos anteojos y les pasa una gamuza suave, muy suave y recorre con lenta mirada todo el ámbito por lugares impensados; con esa levitación de pesadilla que provoca la miopía: los rincones, la biblioteca de ñandubay que él mismo fabricó, el sillón de los viejos peluqueros, que usa para leer; la lámpara de querosén que encontró en la orilla, la cortina con un dibujo de Carpani. Pervertir la estrategia. Esperar la claridad de la mañana para salir. Cuando se levanta siente que los huesos le suenan, en un sonajero placentero. Ceba un mate y lo toma, lento. Mira de nuevo por la ventana. Hoy he mirado mucho por la ventana, dice; cerrando los postigos, hasta que se detiene a observar un casal de horneros que recogen paja y barro de un charco con el piquito ocre. Sale cruzando un baldío, donde alguien plantó una hamaca y un tobogán. Al pasar por la hamaca la hace volar y sigue en dirección a la parada de colectivo. Maniquíes, son tan idénticos, piensa agarrado del pasamano central cerca de la puerta trasera. Nadie habla, inmóviles, rígidos en su firmeza, concentrados en sus vidas cotidianas. Nos arrastramos sobre terreno minado. Al girar la cabeza hacia el frente ve que el chofer lo está mirando por el espejo retrovisor. Siente un retorcijón en el estómago, una molestia que lo hace apretar la carpeta. Debería decir alguna palabra en inglés, se dice mordiéndose el labio inferior y lamentándose de haber abandonado el disfraz de profesor. Ve que el chofer otra vez mira y grita a la señora del tapado marrón baje en
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la próxima parada, doña. De nada, no hay por qué. Larga un suspiro, se peina con la mano, notándose que un sudor helado le espeja la frente y le inunda las mejillas. Suena el timbre y la señora se prepara para bajar. Antes quiso ubicarse en el lugar, agachándose; pero cuando la puerta se abre salta, tras la mujer, mostrando tranquilidad y cambiando de mano la carpeta y el bolso. Cruza hacia la otra vereda. Al verse en una vidriera lo asalta un rayo de perplejidad. Camina rápido, dando trancos largos, esquivando a la gente que a esa hora llena las veredas, un hormiguero humano que quizás, se dice, es conveniente para ocultarse. Voy a mandar copias a los diarios más importantes, se repite mientras cuenta mentalmente cuántas trae, y meteré en todos los buzones que encuentre. Vuelve a pararse frente a una vidriera. Quiere asegurarse de que nadie lo sigue. Y cuando decide proseguir se le escapa ya no una sonrisa, sí acaso un parpadeo umbrío al ver que la vidriera está cubierta con tiza húmeda. Un hombre sale con casco de obrero y un pico al hombro que lo saluda levantando la mano. Agacha la cabeza y cruza la calle repleta de autos. Del lado sur viene un colectivo. En la garita hay mucha gente esperando. Se confunde en la espera. Un pibe que lleva a una nena tomada de la mano se da vuelta y lo mira de arriba abajo. Siente un poco de vergüenza, se ata el pulóver al cuello, tose, mira hacia atrás, carraspea. Con un movimiento fugaz saca una birome y anota algo apresurado en el cartapacio. El pibe amaga hablarle y entonces abandona la cola. La nena lo sigue con la mirada. Se da vuelta, despacio, y la mirada sigue ahí. En la tercera esquina está la plaza, y un buzón de los más antiguos, precisa. Apura el paso. Que se hacen cortos y atolondrados por la urgencia. Ya no estoy para estos trotes. Saca una carta, con firmeza, casi hasta estrujarla, y la mete en el buzón. Está por irse. Hace algunos metros y regresa buscando sus pasos, hundiendo los talones. Echa otra y entonces se va. Le duelen las piernas. Siente el corazón golpeando fuerte. Martillo sobre el yunque. Un
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cosquilleo en el pecho. Un suspiro que se corta. Debe ser por la carrera, dice, retomando la caminata, acezante. De pronto se da vuelta. No tiene que sacarse los anteojos. Ve, con claridad, que un grupo de hombres viene corriendo hacia él, se jura que nunca va a usar el lenguaje del verdugo, rechaza parapetarse detrás de un árbol, entonces se amotina en su rebeldía, y otra vez se deja ir.
Raúl Rodriguez
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“En busca de los sueños” de Ana María Gil
Aquella noche, sorprendentemente, el consultorio estaba tranquilo. Me parecía increíble una guardia en paz después del baile que había tenido la madrugada del día anterior, con la chica que habían traído al cuartel. Era la primera vez que operaba una herida de bala afuera de un quirófano. Por más que había insistido, ellos no habían querido trasladarla al hospital. No llegué a saber su nombre.
—Solo preguntas clínicas, doctor. De la ficha nos ocupamos nosotros —había dicho el custodia que se quedó vigilando la cirugía.
Al día siguiente, la chica ya no estaba en la enfermería. A mí me faltaban unas pocas horas para salir del trabajo y empezar mi licencia compensatoria. Vaticina la sabiduría popular que después de la tormenta, viene la calma, por lo que podía presumir que todo iba a seguir sereno hasta el fin de la guardia. Fui a la cocina a calentar la lasagna que me había preparado mi mujer. La dividí en dos para convidarle al soldado que estaba de ronda —ya ni me acuerdo su nombre, yo le decía Armstrong porque insistía todo el tiempo que quería ser astronauta—. El pobre pibe me había contado que había olvidado la vianda y estaba con un vaso con agua desde las siete de la tarde. Me caía bien Armstrong. Su mente andaba la mayor parte del tiempo entre las nubes. Me recordaba a mi hermano menor que, al terminar la secundaria, se había calzado la mochila al hombro y ya llevaba tres años deambulando por los lugares más insólitos. Cuando llegué con los dos platos, Armstrong aspiró tan profundo el olor de la
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comida caliente que, sin exagerar, creí que me faltó oxígeno en el aire. Sus ojos miraban la lasagna con el mismo brillo que vi en la mirada llena de amor de Rocío cuando le pedí que se casara conmigo. Él corrió la silla que tenía al lado, sacudió la tierra del asiento y me invitó a comer juntos. La idea no me gustó mucho porque estaba fuera de reglamento. Desde el primer día de trabajo, el prefecto se había encargado de remarcar que mi área de circulación se limitaba a los cuartos de sanidad y la cocina, pero como la guardia se comunicaba internamente, Armstrong me convenció de que nadie se enteraría. El grupo hacía solo una hora que había salido de patrulla y él estaba con la radio encendida para alertarme si regresaran. Aquella noche, una vez más, me habló de su sueño de astronauta. Me relató cada uno de los pormenores de la trasmisión de la llegada del hombre a la Luna, que había visto, por partes, cuando su papá lo alzaba en brazos, en un café del centro. Esa trasmisión había marcado un antes y un después en su vida. A partir de ese momento, él había comprendido que el único objetivo que daba sentido, hasta a su respiración —era así de exagerado—, consistía en formar parte de una tripulación espacial como la del Apolo 11 y poner los pies en la Luna, igual que Neil Armstrong y Michael Collins. Sería ingeniero espacial. Muy serio, me confesó, después de mucho pensar, que ya tenía elegida la frase que diría al alunizar: “Otro pequeño paso para el hombre, un futuro mejor para la humanidad”. No me pareció muy original. No quise desilusionarlo y me quedé callado; seguí comiendo mi lasagna que se enfriaba. Yo por aquel entonces, había leído en algún lado la versión de un tal Kaysing sobre el fraude lunar. Creo que era un comentario a su libro “Nunca fuimos a la Luna”, que aseguraba que todo era una farsa de la NASA y que en realidad lo que se había visto por la televisión estaba filmado en la Tierra. Tampoco le dije nada; se lo veía tan feliz pagando con oro espejitos de cristal. Armstrong me contó que cuando terminara la conscripción iba a empezar a
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juntar dinero para irse a vivir a Nueva York. Era el primer paso hacia la conquista de su sueño. No le importaba el clima de mierda ni que lloviera todo el invierno, como le habían contado, para eso existían los paraguas. Desde que había recibido una tarjeta postal de un amigo que se había radicado en el Norte por los negocios del padre, había quedado impactado con los rascacielos interminables que parecían una escalera a la Luna. Siempre llevaba la postal encima. Me la mostró. El puente de Brooklin al frente y, por detrás, unos descomunales macizos cordilleranos de cemento. En el centro de la foto, imponentes como el Aconcagua, emergían las Torres Gemelas, inauguradas hacía tres años. Abajo, como sosteniendo el puente, unas iniciales y un corazón rojo permitían adivinar la leyenda: “I love New York”. Aquella noche, Armstrong me juró que no pararía hasta mudarse al último piso del edifico más alto para pellizcar las nubes con las manos y hundirse en ellas. Cómo le gustaba volar al pibe.
—¿Y usted, doctor, cuál es su sueño? — me preguntó.
Mi sueño no tenía tantas alas; yo sufría de vértigo. Me bastaba con estar en alguna isla de Brasil, a la sombra de un cocotero, escuchando el ruido del viento entre las hojas, abrazado a Rocío, con una cerveza bien helada, el mar transparente y los mocosos correteando detrás de los cangrejos. Pero ese era un proyecto que aparecía de tanto en tanto, especialmente cuando me hartaba de las guardias nocturnas. Luego se diluía entre la pila de impuestos, las enfermedades de los chicos y la cuenta del supermercado. La madrugada del día anterior, cuando habían traído a la chica herida, el sueño había vuelto a resucitar, con tanta energía, que al igual que Armstrong, estiré las manos para quemarme con el sol que se hundía en el horizonte de una playa
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carioca, mientras apretaba la pinza con el proyectil que había extraído del muslo de esa adolescente.
—¿Y, doc? Le tragaron la lengua los ratones? —Me preguntó Armstrong pasándome la mano por delante de los ojos— ¿Qué hay de usted? ¿Cómo llegó acá?
Armstrong me regresó de un chasquido a mi plato de lasagna. No le conté de mi sueño; me limité a responder su última pregunta.
—La Armada hizo una convocatoria para cubrir cargos de Profesionales médicos civiles. Mi hermana es enfermera, se enteró en el hospital y me avisó. Era una buena oportunidad. Y aquí estoy… En febrero me efectivizaron —le dije.
Como buen boludo cagón que soy, pensé. Mi decisión de presentar los papeles había estado guiada por un sueldo estable, jubilación y obra social para la familia. Hasta ahí había llegado mi vuelo. Era de cabotaje. No me duró mucho la paz. En marzo se enturbió. Desde que habían sacado de los fondillos a la viuda del sillón presidencial, ahí adentro estaban todos como machos en celo. Desde la jefatura hasta el soldado más raso. Salvo Armstrong. Él vivía encapsulado en su limbo espacial. Las noches se habían puesto movidas. Salían alterados en caravana, volvían antes del amanecer, los autos entraban hasta el edificio del fondo. Ese que yo tenía la entrada prohibida. A veces, hacían una parada previa en el consultorio, para que examinara a algún detenido. Controles de rutina. Hasta el incidente del día anterior con esa chica. Tan jovencita. No debía tener ni dieciocho años.
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Armstrong limpió con un pedazo de pan el resto de salsa del plato y saboreó ese último bocado como si fuera caviar. Me convidó un cigarrillo. No llegué a encenderlo. Por la radio se escuchó una voz:
—Entramos con dos paquetes.
Armstrong ni me miró. Se levantó disparado de la silla para abrir el portón. Yo llevé los dos platos para la cocina, los lavé instintivamente para no dejar rastros —no sé por qué— y me encerré en mi consultorio. No apareció nadie hasta que llegó mi reemplazante a las seis de la mañana. Le pasé las novedades y me marché a casa. Esa fue la última vez que vi a Armstrong. Hasta hoy. En el tribunal. Me cuesta encajar la imagen del hombre que están juzgando con el soñador escuálido que quería llegar a la Luna. Tiene canas y entradas amargadas que le ensanchan la frente, más o menos como yo. Está sentado al final de la fila de cabezas blancas. Uno de los jueces me hace poner de pie, me toma juramento y nombra a cada uno de los acusados para que les manifieste si tengo alguna relación con ellos. Los miro. Están treinta años más viejos. Los reconozco a todos. Jefes míos hasta que presenté la renuncia al volver de mi licencia, una semana después de la lasagna con Armstrong. También está Armstrong. Que en esta audiencia se llama Ernesto Jiménez. Jamás lo hubiera recordado con ese nombre. Debería haberse llamado Neil, igual que su ídolo espacial; o Campeón, en la versión celta. O Nelson, el hijo de Neil, continuador de la estirpe de los campeones. Porque si en algo había sido imbatible el pibe de mis recuerdos, era en la búsqueda de sueños. Había sido el campeón de los campeones. El presidente del tribunal me pregunta sobre el episodio de la chica de la herida
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de bala. Me cuesta ubicarme en los detalles a pesar de tener tan presente el episodio. Les cuesta creerme. Me interrogan una y otra vez sobre el protocolo médico; sobre mi deber profesional de controlar la evolución de la cirugía. Algunos de ellos de malas maneras. Les digo que conozco perfectamente el protocolo. Les explico varias veces que yo me había ido de licencia, que otros colegas habían cubierto la guardia del consultorio. Que solo regresé para presentar mi renuncia y nunca más entré al cuartel. ¿No le pareció extraño lo que ocurría ahí adentro? Lo suficiente para irme, pienso. Pero no se los digo. El presidente del tribunal me informa que, según las pruebas, fui el último en ver a la chica con vida. Alguien dice su nombre: Graciela Freites. Me muestran una foto. Es ella. Su sonrisa ocupa la mitad de la cara. Me dicen que no volvieron a verla desde la noche en que la llevaron al cuartel. Desapareció. Como las Torres Gemelas de la postal de Armstrong. Como el pibe de las lasagnas que quería ser astronauta. Me pregunto cuál habrá sido el sueño de esa chica ¿Detrás de quién sabe qué ideales se habrá perdido en el vacío de aquellos tiempos desquiciados? Lo miro a Armstrong por última vez antes de retirarme. Su aspecto físico es el mismo pero veo otra persona. Sus ojos son dos piedras de granizo. No encuentro ni un rastro de la mirada ilusionada hacia una luna rodeada de estrellas, transportada a la terraza del rascacielos más alto de la ciudad de Nueva York. En cuanto a mí, tampoco sé muy bien si quedó algo más que algún despojo de los sueños de ese médico de guardia que alguna vez fui. Rocío y yo nos separamos hace ocho años. No me volví a casar. Tengo una nieta. Se llama Suyay. Pobrecita, afrontar al mundo con el nombre que le pusieron. Mi hijo mayor, el padre de Suyay, trabaja en la clínica conmigo. Mi hijo, el menor, heredó los genes de mi hermano. Es un trotamundos. Resulta imposible prever desde qué lugar del planeta nos van a llegar noticias suyas. Todavía no conozco ninguna isla de Brasil. Esa es una deuda
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que tengo pendiente. Así que Ernesto Jiménez era su nombre… Ernesto Jiménez. Y ella Graciela Freites… Recuerdo que al día siguiente que la operé, cuando no la vi en la enfermería, no me atreví a preguntar nada. Busqué su ficha clínica y no la encontré. Anduve merodeando a ver si, de casualidad, me enteraba de algo pero no escuché ningún comentario. Me conformé pensando que la habrían llevado al hospital. Aunque mi hermana, la enfermera, no me supo decir nada. Creo que no quise saber. Pasaron más de treinta años y no pude olvidar esos ojos renegridos, suplicantes, que me quedaron marcados a fuego, enterrados con mi silencio. Graciela Freites… Nunca hubiera imaginado que esa mirada asustada podía tener una sonrisa tan grande y tan despreocupada como la de la foto que me mostraron hoy.
Ana María Gil
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“Sin tiempo” de Adriana Nardone
Es muy temprano. Todavía chisporrotean las estrellas en el cielo y la claridad no se anuncia. La Blanquita está lista para echar a andar. Desde que nació está siempre lista. Es como si supiera la hora o no durmiera nunca.. Aunque en invierno haga ese frío que cala hasta los huesos o en verano ese calor que te hace sentir una babosa, me gusta hacer el viaje hasta El Pozo. Cargo en las alforjas lo que mi madre prepara durante el día anterior para que los hombres coman al mediodía. No me falta nunca la gomera hecha con una rama seca de higuera, algunas piedras para voltear pajaritos, que siempre elijo sean parejitas, el cuchillito que encontré en el río, un cuero de oveja para tirarme por ahí si lo necesito, un pedazo de pan y agua fresca. Más no necesito. El camino es desolado. Poca gente va y viene porque no lleva a ninguna parte. Bueno, lleva y muere en la boca del Pozo. Se lo traga el socavón como más de una vez se traga a los hombres. No tiene más allá. Solamente y de vez en cuando, uno se puede cruzar con los carros que bajan hacia el pueblo cargados de piedras. La rodocrosita. De esas también llevo en las alforjas, dicen que son piedras preciosas. A veces las canjeo o las vendo por monedas. Mi madre tiene un rosario de rodocrosita con el que reza todas las noches y nos hace rezar a mí y a la Camila y al Carlitos, que para mí no reza porque todavía no sabe hablar. Ella dice que hay que rezar para que Diosito nos proteja, les dé trabajo al Tata y salud a todos. Yo sé rezar pero no me gusta porque es como hablar solo. Nadie te contesta. Mamá insiste en que hay que rezar igual porque Diosito está en todas partes y aunque no lo veamos siempre escucha y que muchas veces no nos damos cuenta cuando nos contesta. No sé. En la mochila llevo también una estampita de San Pantaleón. Ese seguro que
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me cuida. Todavía está oscuro, es invierno y las ramas de los árboles se sacuden con el viento parecen garras tratando de atraparme. Por momentos siento que el corazón me anda muy rápido y después es como que se para de golpe y me transpiro todo. Cierro los ojos y le pego un talonazo en las verijas a la Blanquita para que ande más fuerte y llegue al descampado en donde está la capilla, ahí se me pasa el susto. El cura párroco me dio una botellita con agua bendita y dijo que cuando sienta miedo me haga la señal de la cruz con el agüita así se van los malos pensamientos. El viaje es largo. Aunque no son muchas leguas, hay que trepar la montaña y andar despacio. Cuando hay mucho viento las piedras se desmoronan amontonándose en el camino. No se puede pasar. Entonces voy por el atajo. Me demoro un montón y cuando llego al Pozo los hombres se enojan conmigo. La comida está fría. Otras veces me entretengo volteando pajaritos o persigo algún cuis y si lo agarro, zás, lo meto en la bolsa para que de vuelta a casa, mamá lo cocine. A la Camila no le gusta el guiso de cuis. Al Carlitos y a mí nos da igual y se nos pasa el dolor de panza. Cuando hace calor me meto en el Manso para refrescarme y nadar un poco. Mamá no sabe que hago eso. Dice que es peligroso. Otras veces, ahora que aprendí a leer, me tiro un ratito a la sombra y leo. El Anselmo me regaló un libro que cuenta cosas del cielo y las estrellas. Me gusta leer. Si voy a la escuela todos los días seguro que aprendo más. Blanquita está vieja, por eso tardo tanto en hacer el viaje. Cuando se pone remolona, toco la ocarina y hay que ver cómo apura el paso. Parece que baila. Mueve las orejas como antenas y sacude la cabeza acomodándose las crines rubias. Es una coqueta. La ocarina suena como el canto de los pajaritos. También me la regaló Anselmo. La Camila toca bien la ocarina y lo hace bailar al Carlitos que ahorita canta coplitas y vidalas. A veces me acompaña al Pozo pero le cuenta a mamá si me detengo. Por eso la manda mamá, para que yo no
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tontee y haga el viaje de un tirón. Ya no hay escusas. Rayo es un alazán renegrido que anda como la luz. Hay que frenarlo porque si no desde que arranca va al galope y no para, salvo que se tope con alguna de las yegüitas que están en el descampado, que no es más campo abierto, ahora está todo alambrado. Los Varela se lo vendieron a unos gringos por poca plata, dijo el Tata. El Anselmo no está más ahí. Tiene su casa del otro lado del cerro y las ovejas todas amontonadas en un pedacito de tierra que le dieron a cambio del descampado. Sin árboles y sin agua. Se las ve desde lo alto del camino, amuchaditas todas como si estuvieran asustadas. El Anselmo anda enfermo y las ovejas, para mí también. Extraño charlar con él. Siempre me da consejos pero no es fácil llegar a dónde vive. La Camila quiere venir conmigo cada vez que voy al Pozo, que ya no son todos los días. Mamá cocina tres veces por semana para los hombres y los otros días limpia una casa en el pueblo. Le pagan mejor que haciendo la comida y la patrona le regala ropa y un montón de cosas más para nosotros. Pasa que si la Camila viene conmigo se me alarga el viaje porque se encuentra con el Jaime que le anda gustando y yo tengo que esperarla mientras se pierden por ahí, por el bosquecito de casuarinas, haciéndose los enamorados. Mamá no sabe y yo no digo nada. Me hago el distraído y la vigilo tratando de que no se me pierda de vista. Me parece que todavía es chica para andar noviando. Como no tengo que llevar la vianda todos los días, voy más seguido a la escuela. Me gusta. La maestra dice que aprendo rápido. Carlitos y los amigos se ríen porque estoy en el mismo año que ellos y soy bastante más grande. Me sube el odio cuando Carlitos, que es mi hermano, se junta con los pibes y se burla de mí, en vez de defenderme. Es un pelón. Pero yo disfruto cuando la maestra pregunta algo y ellos no saben y entonces me pide a mí que lo diga. De callado disfruto. Es algo que me
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queda adentro, es un secreto que guardo conmigo. Al camino hace un año que lo están pavimentando. Las máquinas van y vienen. Capaz que para fin de año lo terminen. No es fácil llegar al Pozo porque hay que hacer varios desvíos por las obras en construcción. Dicen que en seis o siete meses ya está. Eso sino se roban la plata. Con la bicicleta voy rápido. Ni pensar cuando voy en bajada. A veces mamá lo manda a Carlitos pero yo no quiero. Le tengo que prestar la bicicleta y….., la verdad es que prefiero ir yo solo. Carlitos es un sin cabeza, hace todo sin pensar y si le va mal, no se preocupa, total mamá le perdona todo. Cuando ella va al pueblo a trabajar, falta a la escuela porque se queda dormido. Camila no falta nunca, ni se queda dormida y eso que en la ciudad tiene que tomar colectivo para ir a la secundaria. La madrinita le paga los estudios pero nada de andar vagueando. El Tata casi no viene. Está de capataz en el Pozo y no se junta más los sábados a la noche, a tomar unos vinos con los compañeros en lo de la Rosaura. Dice que está en otra cosa. Parece que justito ahí, cerquita de la Rosaura, los ingenieros descubrieron que hay una terma. La gente del lugar está toda alborotada con la novedad. Andan diciendo que con el camino nuevo capaz aprovechen lo de la terma y que eso es bueno porque así va a haber más trabajo. Ahí andan merodeando unos tipos bien vestidos. Recién los vi salir de lo de la Rosaura. Ella no dice ni a ni b cuando alguien le pregunta. Últimamente se la ve tristona. Con el jeep voy y vengo sin problemas. Del pueblo al Pozo pongo media hora, pero en la mina estoy todo el día. Desde hace un tiempo siempre hay problemas con los obreros. Se quejan que las condiciones de trabajo son malas, que no cumplimos con el convenio, que la jornada laboral no debe ser de catorce horas sino de ocho, que los derechos y que se yo cuántas cosas más. Antes la gente trabajaba sin chistar. Desde la semana próxima reducimos personal. Los nuevos
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dueños compraron en Italia unos aparatos de alta tecnología que detectan las vetas de rodocrosita y las clasifican según la calidad de la piedra. Después, a través de la computadora, tenemos un mapa virtual de la mina que indica dónde conviene extraer, además de un programa que abarca desde la extracción hasta la comercialización de las piedras. Los tiempos apuran y hay que actualizarse para ser una empresa de punta. Camila vive en Buenos Aires y Carlitos está estudiando acá, en la capital, parece que ha sentado cabeza. Nos encontramos muy de vez en cuando. Si mamá nos viera… Hay que expropiar la zona del vallecito que está pegada a la montañita, como le decíamos con Carlitos a esa ondulación pequeña que nos gustaba escalar y que a nosotros nos parecía gigantesca. Después, anegar el terreno para hacer ahí la laguna donde lavar las piedras. Se lavan con ácido sulfúrico. Antes vendían las piedras en bruto, como salían de la tierra, hoy conviene lavarlas porque mejora el precio del mercado. El intendente me conoce desde chico, es un amigazo y tiene muy buenos contactos con el gobierno nacional. Ya está todo listo para empezar a expropiar. Los que joden son esos grupos de ecologistas que andan llenándole la cabeza a la gente con la contaminación de la tierra si se hace la laguna. Lo que hay que pagar por la tierra no es problema para la empresa. Sólo han quedado unos grupos aislados de vecinos que viven como acorralados y ya ni pueden criar ovejas porque se les mueren como moscas. Ellos mismos prefieren irse a otro lado. Con la escuela pasa algo parecido.Todavía sigue en pie pero no funciona. Quedó adentro del predio donde se está levantando el complejo de las aguas termales. Así que los pocos pibes del lugar tienen que ir a la que está en el pueblo, a veinte kilómetros. No les conviene. Dándole a la gente un departamentito, de esos de los planes sociales, a cambio de sus tierras están hechos. Viven en el pueblo y hasta tienen la posibilidad de seguir mandando los chicos a estudiar.
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Es muy temprano. Hace rato que no voy al Pozo porque la empresa me envió unos meses a Europa a abrir nuevos mercados. Me quedé dos años. Quién diría que siendo ingeniero geólogo me haya vuelto un experto en comercialización. La rodocrosita es una piedra de nuestra tierra. No existe en otro lugar del mundo en cantidad suficiente como para explotarla. El próximo año se termina el contrato que la multinacional tiene desde hace quince años para explotar la mina y hay otras multinacionales detrás de esto. Abrir mercados es fundamental para renovar el trato. En eso estamos. El está sol brillante y el cielo diáfano. Desde la avioneta el agua del río parece una cinta de plata. Con razón los españoles le pusieron río de La Plata. Desde hace media hora sobrevolamos el litoral, unos quince minutos más y desviamos hacia el oeste. La Mesopotamia, tierra entre aguas, donde todo debería ser verde, casi selva, es tierra marrón arada para soja. Un cultivo que ha cambiado la geografía pero también nos ha cambiado la economía. Somos uno de los países exportadores más importantes del mundo. Hay que dejarse de joder y ser visionario. Ahí se ve la nueva pista de aterrizaje del Pozo. No la había visto. El Pozo. Se llamará así por poco tiempo porque la empresa le cambió el nombre. Terra Nostra es el nuevo, para cuando se firme el próximo contrato. No son tontos los gringos para elegir nombre. Desde acá arriba puedo ver como dibujado el trazado del camino en la montaña. Lo único que queda. El caserío, la escuela, los puentecitos sobre el Manso donde me sabía bañar. El bosquecito de casuarinas y los amoríos escondidos de Camila y Jaime. El descampado de Anselmo moteado de ovejas. La taperita de Rosaura pintada de rojo como el vino que se servía adentro. Nuestra casa con el aljibe, las higueras, el corral de pilcas, los gallineros, la chimenea echando humo en homenaje a la cocina de mamá. Son muchas cosas para imaginar. Todo fue arrasado. Tampoco veo el Manso. Lo que resplandece es el color turquesa de la laguna
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donde se lavan las piedras. La montañita que estaba en ese lugar y que escalábamos con Carlitos se la llevó el progreso. Los árboles del camino dicen que ya eran muy viejos y en su lugar plantaron una doble hilera de pinos. Como si estuviéramos en los Alpes. Durante muchas noches soñé con las ramas de aquellos árboles que se estiraban y me enganchaban la ropa, como si fueran garras tratando de atraparme. Y con otros miedos de la infancia también. Ahora no tengo miedos pero tampoco tengo tiempo para soñar.
Adriana Nardone
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Jurados del Concurso de cuentos y relatos breves “30 años de Democracia”
A continuación un breve descripción de las personalidades convocadas por la Secretaría de Extensión Universitaria y la Biblioteca Popular Pocho Lepratti para oficiar de jurados del concurso:
RUBÉN CHABABO Profesor en Letras por la Universidad Nacional de Rosario (1987). Docente de la Cátedra de Literatura Iberoamericana del XX en la Universidad Nacional de Rosario. Desde enero de 2003 dirige el Museo de la Memoria, de la ciudad de Rosario, una de las primeras instituciones de carácter gubernamental dedicada a la reconstrucción y atesoramiento de las memorias vinculadas a los años de la última dictadura militar en la Argentina (1976-1983).
MARCELA ZANIN: Profesora de Enseñanza Media y Superior en Letras (Universidad Nacional de Rosario). Master en Letras Hispánicas (Universidad Nacional de Mar del Plata). Doctorado en Humanidades y Artes con mención en Literatura. Directora de la Escuela de Letras, Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario. Ha publicado diversos artículos, ya sea en libros como en revistas de la especialidad. Ha participado, y participa, en proyectos de investigación que estudian diferentes acercamientos al Modernismo, las Vanguardias y a estéticas de la contemporaneidad.
JAVIER NUÑEZ Javier Ernesto Núñez es un escritor rosarino. Desde finales de la década de 1990 colaboró como periodista en diversas publicaciones como la revista Ciudad Gótica y otras de carácter literarias del país y el exterior, así como colaborador en la sección contratapa del suplemento Rosario/12 del diario Página/12. En el año 2011 fue uno de los diez finalistas del Premio Emecé de novela. En 2012, su novela “La doble ausencia”, fue ganadora del Premio Latinoamericano a Primera Novela Sergio Galindo, convocado por la editorial de la Universidad Veracruzana de México, transformándolo en el primer escritor argentino en obtener esta distinción. El 05 de diciembre de 2012, por iniciativa de la concejala Daniela León, el Concejo Municipal de Rosario lo declaró "Escritor Distinguido" de la ciudad en función a su trayectoria y a los reconocimientos obtenidos.
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