alborada revista literaria universitaria
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/ PRIMAVERA 2015
Desde ALBORADA invitamos a todos los estudiantes universitarios a que participéis en esta revista enviándonos vuestros textos, junto a vuestros datos personales, a la siguiente dirección: alborada@unav.es Se aceptan poemas y relatos breves sin límite de extensión. También nos gustaría recibir vuestras ilustraciones de tema libre, preferiblemente en blanco y negro.
Os esperamos.
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Ilustraciones María Rosales (portada) Comunicación Audiovisual, Universidad de Navarra
Pau y Ana Cassany (página 15) Licenciado en Arquitectura y Grado en Publicidad y Relaciones Públicas, Universidad de Navarra. Cofundadores de Mussolcreations
María Luz Estevan (contraportada) Publicidad y Relaciones Públicas, Universidad de Navarra
Depósito legal: NA 1867-2012
Diseño y maquetación: Calle Mayor (www.callemayor.es)
Iago Larrondo Global Management and Law Double Degree Universidad de Navarra
Tipsy night Acababa de desatarse una tormenta en la ciudad y su furia resonaba entre los edificios como el eco de un rugido. Por momentos se iluminaba el cielo en destellos blancos, salpicado de relámpagos que hendían las nubes a cuchilladas. Desde la ventana yo contemplaba el panorama nocturno, ajeno a la descarga de agua y electricidad que no cejaba de azotar: las luces de los rascacielos y los vehículos en la distancia, los paraguas circulando por las calles como movidos por hilos invisibles, y mi reflejo sobre el cristal, empañado por el vaho de los suspiros. El corazón es el único órgano que prefiere el veneno al antídoto, y en aquel momento, ese pequeño núcleo pulsante había ralentizado sus latidos, como si la sangre se hubiese espesado y tuviese dificultad para circular, o simplemente no desease hacerlo. Aquella tarde en la que el amor había sufrido un quiebre, pese a todo, mi corazón solo deseaba latir por ella. Dolía como una herida fresca y aun así retumbaba en mi pecho al compás de su recuerdo, que se reproducía una y otra vez tras mi retina. A mis pies, su imagen me observaba desde un cristal quebrado y un marco roto. Volví la mirada al interior de la habitación, contemplando los estragos de la furia: muebles volcados, fotografías rasgadas, libros desparramados sobre el suelo cubierto de esquirlas. Me sentí un extraño en mi propia piel, asistiendo a un espectáculo del que solo la evidencia aseguraba que era artífice. Tras reparar en aquel caos, la conciencia comenzó a punzar sobre el entumecimiento, y tras ella afloraron vestigios de la guerra. La bestia rugió en mi interior y todo mi ser se estremeció en respuesta: sin valor ni entereza para afrontar el pensamiento, recogí
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el abrigo que horas antes había arrojado al regresar de aquel encuentro amargo y cerré la puerta tras de mí. Me arrojé entonces hacia las escaleras y para cuando me di cuenta la lluvia y el frío me laceraban el rostro. Deambulé perdido por calles que no conocía, sustraído de toda sensación, como si el escenario de aquella tormenta que rugía sobre mi cabeza fuese anestésico. Y sin embargo, algo dentro de mí, tal vez aquel monstruo que bramaba en mi pecho, se removía excitado en aquel silencio enrarecido. Una suerte de furor insano borbotaba en mi sien, acelerándose con cada paso en la oscuridad, guiando mi camino con deliberada consciencia. Me condujo, tras calles cada vez más agitadas, hasta un rótulo iluminado frente al que varias personas hacían cola Existe un segundo dentro de la desesperación en el que la tentación nos susurra claramente al oído, dándonos a elegir entre el alivio de su abrazo o la tortura de su abstinencia. El mío se decidió cuando el cordón de terciopelo se abrió para darme entrada al local. Al cerrarse el grueso portón de entrada a mi espalda, la bestia se regocijó con deleite en mi interior: el infierno había hecho franquicia 4
en la ciudad, y yo buscaba cobijo en su azufre. La música retumbaba con fiereza contra paredes revestidas de terciopelo y un techo plagado de lámparas de araña que despedían fogonazos de luz cárdena. En aquel inframundo de ambientación barroca, la multitud se contorsionaba como embriagada, dando rienda suelta a sus más bajos instintos. Una fiebre extraña se apoderó de mí entonces, instándome a participar del espectáculo. Me deslicé entre extraños entregados al desenfreno hasta la barra del local, buscando saciar una sed que nada tenía que ver con el calor húmedo que despedían todos aquellos cuerpos. Así, mis manos vieron pasar copas de licor entre sus dedos en una cadencia enfermiza. Lentamente al principio y a vertiginoso ritmo después, el marco de mis sentidos se diluyó como el hielo en el alcohol, y se hizo el silencio sobre mi conciencia. Solo recuerdo fundirme entre sombras sin rostro, mientras mi cuerpo serpenteaba como un depredador al acecho. Sentí el tacto de los huérfanos de la noche plagar el mío, mientras la música me exigía pleitesía con su hechizo. El calor recorría mis huesos en envites virulentos, como espasmos de una enfermedad. En mi pecho, henchido de satisfacción, la bestia festejaba complacida su victoria.
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El tiempo se disolvió con el sentido, ambos derramados sobre el suelo en el que bailábamos. Tras lo que pudieron ser minutos u horas cesó el sonido, y un brazo hostil me arrancó de las entrañas de aquel jardín de las delicias para arrojarme a la frialdad de la calle, lluviosa y oscura. Sentí desplomarme sobre el pavimento con un golpe amortiguado por la embriaguez; desde lo alto creí que el cielo nocturno se burlaba de mí y deseé que la oscuridad me engullese para no sentir jamás. Pero no eran las estrellas quienes observaban sobre mi cabeza, sino una mirada enmarcada por una melena oscura que pendía sobre mí como una cortina. Un vestigio de conciencia asomó entonces entre el embotamiento y con él la culpa, que susurró su nombre a través de mis labios antes de ceder al sopor. Desperté cuando un rayo de sol me besó en la frente, al tiempo que mi cabeza crujía en respuesta a los excesos de la noche. Me cubrían sábanas, y los ojos me decían que conocían aquellas paredes. Avisté entonces una figura que me observaba sentada a los pies de mi lecho, perfilada a contraluz. Y conforme mi vista se adaptaba a la luz, pude apreciar de nuevo su melena oscura, robándole destellos al sol; aquella mirada preocupada por la que había derramado lágrimas la tarde anterior, y que ahora me contemplaba con el sello de la decepción impreso en ella. Le devolví la mirada en silencio, pero sostenerla se me hizo imposible. Volví entonces la vista al techo, lentamente, preparándome para la embestida del remordimiento.
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CĂŠsar Rina Doctorando en Historia Universidad de Navarra
Testamento Cuando yo me muera procura olvidarme.
No piensen que me amaste. 6
Cuando yo me muera esconde mi nombre de la primavera.
No quiero que ella me vea.
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Víctor Pereira Graduado en Medicina Universidad de Navarra
Salem Dicen que Najor fue un hombre extraordinario, quizá uno de los más valerosos guerreros de las décadas posteriores al Diluvio. Armado siempre de honra y firmeza, no se doblegó a las perversiones de sus vecinos sodomitas ni aceptó yugo de tirano. Contáronme que en el año duodécimo de la invasión elamita, nuestro rey Sinab de Admá, conjurado con los príncipes de Sodoma y Gomorra, plantó feroz batalla contra el opresor; Kedorlaomer, rey de Elam, respirando venganza ante el motín, congregó a sus más fieles vasallos en el gran desierto junto al mar de la Sal. Nuestros padres atestiguan haber temblado ante aquellos hombres despiadados que en multitud se confundían con las arenas. Najor se mantuvo siempre junto al rey por gracia de su lealtad y común odio al opresor elamita, pues había jurado: “Por el honor de nuestros padres destruiremos a Kedorlaomer”. Juntos recorrieron las aldeas de Canaán para confortar al pueblo y tomar los mejores hombres. La respuesta siempre fue entusiasta, y aún hoy miramos con orgullo a todos los que dejaron mujer y campos para enfrentar las huestes invasoras. Armados de garrotes y azagayas, hombres de todas las edades siguieron a nuestros príncipes en la batalla. Entretanto, Kedorlaomer causaba no minúsculos estragos allá donde posaba sus sandalias. Avanzó con sus tropas por las llanuras para vencer a nuestros aliados e imponerles un yugo aún más infame. Fugitivos de aquellas tierras venían narrando la crueldad de los elamitas y presagiando la destrucción de Canaán entera en caso de resistencia. Najor no se encogió a las amenazas e inspiró entonces un mayor fervor en el espíritu del rey y sus soldados. Costole mantener en sus filas a los guerreros de Sodoma y Gomorra, que comenzaban a retirarse despavoridos.
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Vuelto el valor a las gentes, planearon la ofensiva con esmero. Najor propuso marchar por la llanura para acometer al enemigo en tierras más húmedas y provistas de recursos para la campaña. Los príncipes, no obstante, guiaron el avance hacia el desierto de Siddim, junto al mar de la Sal. Najor, buen conocedor del terreno, preveía grandes peligros en una zona tan árida y accidentada. Kedorlaomer, aconsejado por los príncipes amorreos a los que había vencido, volvió al desierto llevando a sus soldados en columna como un solo hombre. Allí se encontraron dos poderosos ejércitos en la mayor batalla que nuestros padres puedan recordar. Al norte, cuatro reyes: Kedorlaomer de Elam, Tidal de Goyim, Amrafel de Senaar, y Aryok de Ellasar. Al sur, cinco: Berá de Sodoma, Birsá de Gomorra, Sinab de Admá, Semeber de Seboyim, y Soar de Belá. Ávidos de saqueo, los elamitas y sus aliados cayeron raudos y feroces sobre los cinco reyes. Najor se mantuvo allí donde el combate era más recio, para defender con su vida a Sinab, rey de Admá. Kedorlaomer batía con sus brazos poderosos a todo aquel que se le enfrentaba, hasta que Najor lo llamó con blasfemias para 8
retarlo. Digno de ver —según relataron los testigos— fue el combate sostenido por estos rivales, más corpulentos que cualquier otro hombre en la tierra; y más digno el valor demostrado por Najor de Admá al enfrentar cara a cara al rey opresor que con la fuerza de un solo brazo había sojuzgado las naciones. Sin embargo, Berá de Sodoma y Birsá de Gomorra lideraron a su plebe depravada en la huida cuando el curso de la batalla se tornaba desfavorable. Corrieron largas horas despavoridos por el desierto, pero cayeron en los pozos de betún y fue no pequeña su desgracia. Viéndose perdido, también Sinab de Admá ordenó a sus huestes retirarse, y huyeron a la montaña. Los vencedores se lanzaron al botín. En la confusión, Najor salvó su vida de la sangre derramada sobre el polvo y el betún en el valle de Siddim, y huyó tres días y tres noches hasta refugiarse en Sodoma. Lot el justo instaba a los sodomitas a abandonar sus abominaciones para evitar la desgracia que estaba por llegar, pero éstos, faltos de rey, no lo escucharon, sino que asediaron su casa entre injurias durante dos días. Pronto llegaron las mesnadas de Kedorlaomer, entregados al pillaje. La sangre inundó Sodoma. Despojados de metales y ganado, los más jóvenes y distingui-
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dos, hombres y mujeres, fueron llevados cautivos hacia Caldea entre vítores de los infames. Jamás hubo tal lamento y consternación en Sodoma desde su fundación hasta el día en que se vio consumida por el fuego. Najor salió con vida también de este envite. Habiendo resistido a la vanguardia enemiga, cayó herido junto a los campos de Lot, y lo creyeron muerto. Cuando se levantó, contempló la desolación de la ciudad y juró no descansar hasta vengar la derrota de Canaán. Los reyes huidos se reunieron en la llanura. Lamentaron su desgracia y decidieron enviar condiciones de paz y vasallaje. Najor, respirando justa indignación, marchó hacia el sur para reorganizar una ofensiva a tiempo. Le salió al encuentro su hermano Serug, siervo en la casa de Abram de Ur. Le dijo Serug: —Paz, hermano. Najor respondió: —No habrá paz en mi corazón hasta vengar la sangre de nuestros hermanos. —Abram de Ur, mi señor, ha reunido a toda su casa para dar alcance a los elamitas, 9
que han apresado a su hermano Lot —repuso Serug. —¿Y quién es Abram para vencer a quienes derrotaron a cinco reyes? —Ven y lo verás. Najor volvió su espalda y dejó partir a su hermano Serug junto a los trescientos hombres de la casa de Abram. Aún no había enjugado sus lágrimas cuando encontró frente a él a un hombre muy alto y vestido en oro y lana fina. Najor se arrodilló ante aquella figura cuya armadura relucía con el sol. —Mal haces en no seguir a tu hermano, Najor de Admá. Ven conmigo y los seguiremos —dijo aquel hombre. Najor tomó su mano y acompañó a sus hombres hacia el norte. Conoció que aquel hombre era Melquisedec, rey de Salem, sacerdote del Dios de Sem y Jafet, y que su nombre significa rey de justicia y de paz. Desconocido en el pueblo de Canaán, y como venido de ninguna parte, Melquisedec de Salem dirigía una docena de guerreros nobles en ayuda de Abram el caldeo.
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Llegada la tercera noche, desde la distancia sintieron el fuego y la desolación que venían del valle junto al río Jordán. Abram y su casa habían sorprendido en sueños a los elamitas, cuyo campamento ardía en llamas. Los elamitas trataban de cruzar el río para huir hacia el este, y muchos fueron pasados a cuchillo. Serug, cayó a manos de Kedorlaomer, rey de Elam, quien encaraba una resistencia firme. Najor llegó a tiempo de unirse al combate. La llegada de Melquisedec y sus hombres, junto al bravo Najor, precipitó la derrota de los elamitas. Lot y sus hermanos se desembarazaron de las cadenas y se unieron a la casa de Abram. Kedorlaomer, desfigurado de ira, cargó contra Najor y lo derribó, pero Melquisedec desarmó y puso en fuga al ofensor. Cuando Najor emprendió la persecución del rey elamita, Abram lo detuvo, y le dijo: —Déjalo marchar, y mayor será su vergüenza. Así fue como el poderoso ejército de los reyes de Kedorlaomer pereció en tierras de Canaán. Abram, anciano y extranjero en esta tierra, logró sacudir el yugo de Elam y llenar de oprobio a su infame rey. Melquisedec ofreció en su honor un 10
sacrificio, bendijo a Abram, y recibió de sus manos el diezmo de todo el botín. Vinieron los reyes de Canaán a rendir tributo a Abram el caldeo, y fue grande la alegría del pueblo durante largos años. Najor cayó rostro en tierra ante Abram y Melquisedec, exclamando: —Caiga fulminado en vuestra presencia, si es que he luchado junto a dioses y los he visto a la cara. ¿Quién es Abram y quien Melquisedec, para que caigan los cuatro reyes en su presencia? —Ven conmigo y lo verás —respondió Melquisedec. Najor, el mejor de los hombres de Admá, marchó victorioso con Melquisedec, rey de Salem. Nadie los ha vuelto a ver en la tierra de Canaán en los más de diez inviernos transcurridos desde entonces. Dicen que Salem es tierra de promesa, y allí habrá de congregarse un pueblo numeroso para regir la tierra. Así nos lo han contado nuestros padres hasta el día de hoy.
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Antonio Ilurin Grado en Lengua y Literatura Españolas UNED
Se busca sustituto Estoy buscando un hueco para suicidarme pero tengo la agenda llenísima. Si consigo ahorrar un poco he pensado en contratar a alguien para que me sustituya en un par de eventos y así sacar tiempo para ahorcarme.
Tras quince años trabajando en el sector de la estupidez, y con la perspectiva de veinte o veinticinco años más de romperme las manos y la cabeza para que me insulten los clientes, me persigan los proveedores, me chuleen los políticos y me ordeñen los bancos, creo que me merece más la pena cortar (o colgar, en este caso) por lo sano.
Sinceramente, recuerdo que era mucho más feliz cuando era polvo y creo que ha llegado el momento de volver a ser polvo.
Cuando saque un rato, ahora no puedo.
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Ignacio Pagés Grado en Estudios Hispánicos Universidad de Valencia
EURÍDICE Mirarte hoy a los ojos y no verte, sabiendo que estoy ciego porque quiero, cantar al corazón tan altanero, tenerte entre mis manos sin quererte. Buscarte sin mirar para no verte y dejar ya de ser el costalero 12
de sueños de pasión de marinero, de amores que me llevan a la muerte. No hay luz en las bombillas para verte, ni vida, que yo soy niño yuntero, que llamo cuando nazco al gondolero, que lleva al corazón al lado inerte. Están naciendo flores para verte vivir con un amor más duradero, alegre como el canto de un jilguero que quiere con su trino deshacerte.
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Natalia León Grado en Publicidad y Relaciones Públicas Universidad de Navarra
Quizá no debí dejarte entrar Te presentaste sin avisar, sin hacer ruido, descalzo. No hablaste de tus intenciones ni de tu nombre. No me dijiste de dónde venias. Tampoco pregunté. Pero te abrí la puerta. Había oído hablar de ti, en historias con final feliz y en cuentos para no dormir, pero no te reconocí. Nadie lo hace. Por eso te abrí la puerta. Y entraste. Entraste sin decir nada, sin pedir permiso. Tampoco te lo impedí. Caminaste hasta el fondo de la habitación y te sentaste. Te sentaste y todavía no te has levantado. No mediamos palabra. No todavía. No tenías prisa, ni intención de marcharte. Aún no lo has hecho. Me senté a tu lado, tranquila, sin miedo. Por aquel entonces no me asustabas. Ahora te temo. Pasaban los días, las horas y los minutos, pero no te movías. Sigues sin moverte. Nadie me avisó de que venías. Ojalá lo hubiesen hecho. Quizá no te hubiese dejado entrar. Con el tiempo me acostumbré a ti. Me acostumbré a tu presencia callada. Me acostumbré a tenerte. A verte ahí, sentado en ese sillón todos los días y todas las noches. Sin descanso. Sin moverte. Sin hacer ademán de marcharte. Un día desperté de un sueño en el que te habías ido. Desperté con lágrimas en los ojos. Pero al verte ahí, paciente, sentado, sonreí. Ahora sueño que no estás y cuando despierto y te veo ahí, añoro el día en el que no lo estabas. Un día me hablaste de él, del color de sus ojos y del tacto de su pelo. Y escuché. Nadie me dijo que no lo hiciera. Nadie me advirtió. Nadie.
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Escuché atenta. Escuché lo que me decías por las mañanas al despertar. Escuché lo que me decías por las noches antes de dormir. Escuché. Escuché demasiado. Quizá no debiste hacerlo. Quizá no debí escuchar. Quizá... Ha pasado ya mucho tiempo. Más del que puedo recordar. Y sigues hablándome de él. Y ya no puedo dejar de escuchar. Hace ya mucho tiempo que ataste mis manos y cerraste mi boca. Me obligaste a sentarme a tu lado. Me obligaste a no dormir. Me obligaste a no pensar. Me obligaste a escuchar. A escucharte. Ahora solo espero a que alguien te quite la voz. Esa voz dulce e incesante que no dejo de escuchar. Esa voz que hace sangrar mis oídos y mi corazón. Esa voz que me habla de él, del color azul de sus ojos, y del suave tacto de su pelo. Esa que ya solo duele. Tuve miedo de que te marchases. Ahora tengo miedo de que nunca lo hagas.
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