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ANDRÉS FERNÁNDEZ DE ANDRADA EPÍSTOLA MORAL A FABIO

De la edición de Dámaso Alonso, en curso de revisión para la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española

Fabio, las esperanzas cortesanas prisiones son do el ambicioso muere y donde al más activo nacen canas. El que no las limare o las rompiere, ni el nombre de varón ha merecido, ni subir al honor que pretendiere. El ánimo plebeyo y abatido elija, en sus intentos temeroso, primero estar suspenso que caído; que el corazón entero y generoso al caso adverso inclinará la frente antes que la rodilla al poderoso.

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Más triunfos, más coronas dio al prudente que supo retirarse, la fortuna, que al que esperó obstinada y locamente.

Esta invasión terrible e importuna de contrarios sucesos nos espera desde el primer sollozo de la cuna.

Dejémosla pasar como a la fiera corriente del gran Betis, cuando airado dilata hasta los montes su ribera.

Aquel entre los héroes es contado que el premio mereció, no quien le alcanza por vanas consecuencias del estado.

Peculio propio es ya de la privanza cuanto de Astrea fue, cuanto regía con su temida espada y su balanza.

El oro, la maldad, la tiranía del inicuo, precede, y pasa al bueno:

¿qué espera la virtud o qué confía?

Ven y reposa en el materno seno de la antigua Romúlea, cuyo clima te será más humano y más sereno; adonde, por lo menos, cuando oprima nuestro cuerpo la tierra, dirá alguno «¡Blanda le sea!», al derramarla encima; donde no dejarás la mesa ayuno, cuando en ella te falte el pece raro o cuando su pavón nos niegue Juno.

Busca, pues, el sosiego dulce y caro, como en la oscura noche del Egeo busca el piloto el eminente faro; que si acortas y ciñes tu deseo dirás: «Lo que desprecio he conseguido, que la opinión vulgar es devaneo».

Más quiere el ruiseñor su pobre nido de pluma y leves pajas, más sus quejas en el bosque repuesto y escondido, que agradar lisonjero las orejas de algún príncipe insigne, aprisionado en el metal de las doradas rejas.

Triste de aquel que vive destinado a esa antigua colonia de los vicios augur de los semblantes del privado.

Cese el ansia y la sed de los oficios, que acepta el don, y burla del intento, el ídolo a quien haces sacrificios.

Iguala con la vida el pensamiento, y no le pasarás de hoy a mañana, ni quizá de un momento a otro momento.

Casi no tienes ni una sombra vana de nuestra grande Itálica, ¿y esperas?

¡Oh error perpetuo de la suerte humana!

Las enseñas grecianas, las banderas del senado y romana monarquía, murieron, y pasaron sus carreras.

¿Qué es nuestra vida más que un breve día, do apenas sale el sol, cuando se pierde en las tinieblas de la noche fría?

¿Qué más que el heno, a la mañana verde, seco a la tarde? ¡Oh ciego desvarío!

¿Será que de este sueño se recuerde?

¿Será que pueda ver que me desvío de la vida, viviendo, y que está unida la cauta muerte al simple vivir mío?

Como los ríos, que en veloz corrida se llevan a la mar, tal soy llevado al último suspiro de mi vida. De la pasada edad ¿qué me ha quedado?

O ¿qué tengo yo, a dicha, en la que espero, sin alguna noticia de mi hado?

¡Oh si acabase, viendo cómo muero, de aprender a morir antes que llegue aquel forzoso término postrero: antes que aquesta mies inútil siegue de la severa muerte dura mano, y a la común materia se la entregue!

Pasáronse las flores del verano, el otoño pasó con sus racimos, pasó el invierno con sus nieves cano; las hojas que en las altas selvas vimos, cayeron, ¡y nosotros a porfía en nuestro engaño inmóviles vivimos! Temamos al Señor, que nos envía las espigas del año y la hartura, y la temprana pluvia y la tardía.

No imitemos la tierra siempre dura a las aguas del cielo y al arado, ni la vid cuyo fruto no madura.

¿Piensas acaso tú que fue criado el varón para el rayo de la guerra, para sulcar el piélago salado, para medir el orbe de la tierra y el cerco por do el sol siempre camina?

¡Oh, quien así lo entiende, cuánto yerra!

Esta nuestra porción alta y divina a mayores acciones es llamada y en más nobles objetos se termina. Así aquella que a solo el hombre es dada sacra razón y pura me despierta, de esplendor y de rayos coronada; y en la fría región, dura y desierta, de aqueste pecho enciende nueva llama, y la luz vuelve a arder que estaba muerta.

Quiero, Fabio, seguir a quien me llama, y callado pasar entre la gente, que no afecto los nombres ni la fama.

El soberbio tirano del Oriente, que maciza las torres de cien codos, del cándido metal puro y luciente, apenas puede ya comprar los modos del pecar. La virtud es más barata: ella consigo misma ruega a todos.

¡Mísero aquel que corre y se dilata por cuantos son los climas y los mares, perseguidor del oro y de la plata!

Un ángulo me basta entre mis lares, un libro y un amigo, un sueño breve, que no perturben deudas ni pesares.

Esto tan solamente es cuanto debe naturaleza al parco y al discreto, y algún manjar común, honesto y leve.

No, porque así te escribo, hagas conceto que pongo la virtud en ejercicio: que aun esto fue difícil a Epicteto.

Basta, al que empieza, aborrecer el vicio, y el ánimo enseñar a ser modesto; después le será el cielo más propicio.

Despreciar el deleite no es supuesto de sólida virtud, que aun el vicioso en sí propio le nota de molesto.

Mas no podrás negarme cuán forzoso este camino sea al alto asiento, morada de la paz y del reposo.

No sazona la fruta en un momento aquella inteligencia que mensura la duración de todo a su talento: flor la vimos primero, hermosa y pura; luego, materia acerba y desabrida; y perfecta después, dulce y madura.

Tal la humana prudencia es bien que mida y comparta y dispense las acciones que han de ser compañeras de la vida. No quiera Dios que siga los varones que moran nuestras plazas, macilentos, de la virtud infames histrïones; esos inmundos trágicos y atentos al aplauso común, cuyas entrañas son infaustos y oscuros monumentos.

¡Cuán callada que pasa las montañas el aura, respirando mansamente!

¡Qué gárrula y sonante por las cañas!

¡Qué muda la virtud por el prudente!

¡Qué redundante y llena de rüido por el vano, ambicioso y aparente!

Quiero imitar al pueblo en el vestido, en las costumbres sólo a los mejores, sin presumir de roto y mal ceñido. No resplandezca el oro y los colores en nuestro traje, ni tampoco sea igual al de los dóricos cantores. Una mediana vida yo posea, un estilo común y moderado, que no le note nadie que le vea. En el plebeyo barro mal tostado, hubo ya quien bebió tan ambicioso como en el vaso múrrino preciado; y alguno tan ilustre y generoso que usó como si fuera vil gaveta, del cristal transparente y luminoso.

Sin la templanza ¿viste tú perfeta alguna cosa? ¡Oh muerte!, ven callada como sueles venir en la saeta; no en la tonante máquina preñada de fuego y de rumor, que no es mi puerta de doblados metales fabricada.

Así, Fabio, me muestra descubierta su esencia la verdad, y mi albedrío con ella se compone y se concierta.

No te burles de ver cuánto confío, ni al arte de decir, vana y pomposa, el ardor atribuyas de este brío.

¿Es por ventura menos poderosa que el vicio la virtud, o menos fuerte? No la arguyas de flaca y temerosa.

La codicia en las manos de la suerte se arroja al mar, la ira a las espadas, y la ambición se ríe de la muerte.

¿ Y no serán siquiera tan osadas las opuestas acciones, si las miro de más ilustres genios ayudadas?

Ya, dulce amigo, huyo y me retiro de cuanto simple amé: rompí los lazos. Ven y sabrás al grande fin que aspiro, antes que el tiempo muera en nuestros brazos.]

SERIE CLÁSICOS. CONTRA LA ESPERANZA:

UNA LECTURA DE LA EPÍSTOLA MORAL A

FABIO, DE ANDRÉS FERNÁNDEZ DE ANDRADA de Fernando López Milán es una publicación de la Facultad de Comunicación Social. Tiraje:

200 ejemplares. Noviembre de 2022.

CONTRA LA ESPERANZA:

Una Lectura De La Ep Stola

MORAL A FABIO, DE ANDRÉS

Fern Ndez De Andrada

¿Qué es la Epístola Moral a Fabio ? Un canto contra la esperanza. Ese estado de ánimo en el que se funda una forma de vida que, centrándose en el futuro, se desentiende del presente y, en lugar de vivirlo, lo usa. Para quien se entrega a la esperanza, el presente funciona como las ciudades dormitorio, esas localidades que los trabajadores utilizan con el único propósito de pasar la noche.

La esperanza desintegra al individuo. Lo exilia del presente y separa su deseo de la vida actual, es decir, de la posibilidad de una realización inmediata. El presente, para él, no es objeto de deseo. Lo valioso se sitúa en el futuro y hacia ese valor futuro el deseo se proyecta. El que se exilia de sí mismo y del presente opta por una existencia más allá de sus posibilidades y, de este modo, pierde el control de su vida.

Perdido este control, es fácil presa de sentimientos tales como la ira y la codicia. Estos lo llevan al actuar excesivo, que deja al individuo en manos de la suerte o la violencia.

La esperanza es una cárcel. Vivir en función de ella es como caminar en círculo dentro de una jaula, de la que nunca se encuentra la salida. Entregarse a la esperanza es someterse a otro. De otro llegan los bienes que se anhelan. Unos bienes que no se obtienen por esfuerzo propio, sino que se reciben de un ser o de una entidad superior al individuo que espera. La esperanza cortesana, la de ocupar un sitio en la Corte, solo puede realizarse por voluntad de un ajeno. La Corte, para Fernández de Andrada, es el ámbito de la privanza, no de la justicia. Así, el que espera se vuelve dependiente del que dispensa los favores. Y, renunciando a su dignidad, se somete a él. Quien no es capaz de romper las cadenas de la esperanza cortesana, afirma el poeta, “ni el nombre de varón ha merecido, / ni subir al honor que pretendiere”. La esperanza, cuya realización depende del favor del poderoso, afirma su poder y niega la virtud.

Esperar de otro es vivir pendiente de él, hasta el punto de acomodar la vida propia a la voluntad y los caprichos del poderoso. El oficio del que espera, sobre todo del cortesano, es leer el semblante del que ostenta el poder como quien lee el cielo para averiguar si habrá tormenta o si hará buen tiempo y acomoda sus actividades y vestido a lo que el cielo presagia.

El que corre tras la esperanza, como desea aquello de lo que carece, se aleja de la felicidad. Sostiene André ComteSponville, citando a Spinoza, que el sabio solo desea lo que es o lo que hace. La felicidad, por tanto, “puede residir en la satisfacción de nuestros deseos si deseamos lo que hacemos o lo que es (lo que no falta). Si deseas caminar mientras caminas y comer mientras comes, tu deseo es plenamente satisfactorio y nada te impide ser feliz” (La historia más bella de la felicidad, 2005, p. 47).

No sabemos permanecer en ningún sitio porque no sabemos quedarnos en nosotros. Exiliados de nosotros, buscamos lo que no tenemos y hacemos nuestra vida en relación con lo que nos falta. Nos condenamos, así, a la infelicidad. De ahí que, para Fernández de Andrada, es “¡Mísero aquel que corre y se dilata/ por cuantos son los climas y los mares, / perseguidor del oro y de la plata!”. Es feliz, en cambio, el que “iguala la vida con el pensamiento”. Y no lo sitúa fuera de la vida presente, llevándolo de hoy a mañana o de un momento a otro momento.

Fernández de Andrada, como Horacio y el Buda, nos revela una verdad esencial para alcanzar la vida buena, una verdad tan evidente que pocos se fijan en ella: la vida es actual. Ocupados en el futuro, descuidamos esta verdad, y, desenten - diéndonos del presente, dejamos de resolver sus problemas y permitimos que crezcan y nos rebasen. Decía Emerson “Que este tiempo, como todos los tiempos, es bueno si sabemos qué es lo que hemos de hacer con él” ( El estudiante americano, p. 193).

En el campo político, esta verdad ha sido ignorada por ciertas ideologías, el marxismo sobre todo, que hacen del sacrificio del presente la base de un futuro feliz y luminoso. Sin embargo, un futuro bueno solo puede ser producto de un presente bueno. No es posible construir al hombre nuevo, como pretendía el totalitarismo soviético, sometiendo al hombre actual a la opresión y la pobreza.

Esta pretensión, la de construir al hombre nuevo con el sacrificio de los hombres existentes, es propia de la política de la esperanza. Política que parte del error de pensar que hay una continuidad biológica equiparable a la continuidad cultural.

Hay, de hecho, ideas y valores que, transmitidos de generación en generación, siguen vigentes miles de años después de su formulación original: la verdad, la justicia, la belleza. Sin embargo, los individuos siempre son otros. Si bien es posible hablar de una continuidad de la especie, no hay una continuidad personal: los individuos nacen, mueren y, una vez muertos, concluye su existencia sin continuidad posible. La única vida que tienen es la actual. El futuro, para ellos, carece de valor existencial. El populismo, aunque por razones distintas, es también política de la esperanza. El líder populista es el equivalente del privado del que habla el poeta sevillano. La Corte, como el populismo, produce cortesanos y clientes. Seres que han intercambiado su libertad por la dependencia. Concentrarse en el presente es salir del ensueño en el que nos ha sumido la esperanza, a través de una triple toma de conciencia: la conciencia de la mortalidad propia – vivir es transitar hacia la muerte–, de la fugacidad de las cosas y de la presencia ineludible del mal en todas las épocas de la vida; pero, también, ciñendo y acortando el deseo de acuerdo con las opciones que ofrece nuestra condición en un momento dado. Quien, a través de la triple toma de conciencia, despierta del sueño de la esperanza, encuentra la verdad y procura concertar su libertad con ella. Ser libre es actuar de acuerdo con la verdad. Y la actuación conforme a la verdad es la virtud.

Pero la virtud es perfecta y el hombre, imperfecto. Por eso, más que una meta que se deba alcanzar –algo que, según el poeta, ni siquiera logró el filósofo estoico

Epicteto–, es una guía de vida. La virtud es acción y la vida virtuosa, un esfuerzo, que parte del rechazo al vicio y del propósito de al “ánimo enseñar a ser modesto”. Es decir, de apartarse del extremo y el exceso y situarse en el justo medio: el ideal de la ética aristotélica. El que no espera de otro es el que tiene lo suficiente: no la riqueza, sino lo necesario. Y lo necesario es lo que se corresponde con la vida media: la del “estilo común y moderado”. Algo que solo se puede alcanzar ejerciendo la virtud de la templanza. Esa que permite al hombre no despreciar la mesa en la que “falte el pece raro o su pavón

(le) niegue Juno”, y vestir modesta - mente, pero “sin presumir de roto y mal ceñido”. No destacar, “y callado pasar entre la gente, /que no afecto los nombres ni la fama”, es otro de los elementos de la vida media. La búsqueda de la fama es, como la esperanza, una forma de dependencia. El que la busca depende “del aplauso común”. El aplauso lo vivifica porque dentro, en sus entrañas, esos “oscuros e infaustos monumentos”, solo habita la muerte.

El orden social es un producto de la fortuna y el accidente. En lugar de forjarse el propio estado, uno nace en él. Y el es- tado en el que cada uno nace condiciona sus expectativas y formas de vida, y las posibilidades de realización de sus intereses y deseos.

De todas maneras, la existencia no es una fatalidad. El individuo puede enfrentar la fortuna con la virtud y conseguir la excelencia. La vida media de la que habla Fernández de Andrada es vida aristocrática.

Y no porque en ella haya lujo o riqueza, sino porque quien la sigue tiene como modelo de conducta las costumbres de los mejores.

A la condición o estado, el autor de la Epístola Moral a Fabio opone la acción; al ser el hacer; y a la ontología, la ética.

En Fernández de Andrada hay una visión platónica del ser humano. El hombre es materia deleznable, pero en esa materia mora una parte divina: la razón.

La razón conduce al hombre a la virtud y lo aleja del vicio; es decir, del pecado y sus demandas insaciables. El vicio no se sacia. El vicioso o el pecador quiere más, siempre más. Y hundido en el exceso, se agota y agota su caudal. “El soberbio tirano de Oriente, /que maciza las torres de cien codos/del cándido metal puro y luciente, /apenas puede ya comprar los modos/de pecar…”. El exceso es la característica distintiva del vicio, la contención, de la virtud. Quien se excede, se empobrece y desgasta.

Hay que saber retirarse. El que no quiere ser dominado ni conducido se retira. Y volviendo a lo conocido, a lo que se ajusta a su medida única, se resguarda de la fuerza de los hombres y los elementos, y del azar.

De Horacio viene Fernández de Andrada. Ambos expresan el temor del individuo a que lo público termine por devorar lo privado. Como su cumplimiento depende de alguien distinto al individuo que espera, la esperanza constituye un peligro para el orden privado y la individualidad.

Al permitir la intrusión del ámbito público en el ámbito privado, la esperanza pone en riesgo el ejercicio de la libertad.

En el retiro, el hombre es libre para actuar de acuerdo con su voluntad y acomodar su vida a los ritmos de la naturaleza, ritmos que han sido establecidos por la inteligencia divina: “aquella inteligencia que mensura/ la duración de todo a su talento”.

La prudencia es la expresión moral, humana, de la inteligencia divina. El prudente no se afana en llegar el primero a cualquier sitio. Vive lo que le toca vivir en cada etapa de su vida, y llega cuando debe; cuando es capaz de hacer lo que la posición a la que ha arribado exige. Los hombres, haciendo uso de la prudencia, deben medir, compartir, dispensar “las acciones/ que han de ser compañeras de su vida”, las que corresponden a cada etapa de su desarrollo. La vida privada y la vida pública, para que sean buenas y fructíferas, deben desenvolverse siguiendo la pauta de los ritmos biológicos, pues “No sazona la fruta en un momento/…/flor la vimos primero, hermosa y pura;/ luego, materia acerba y desabrida;/ y perfecta después, dulce y madura”.

Viviendo de esta manera, el sabio puede esperar a que la muerte llegue a él en su retiro, “No en la tonante máquina preñada/ de fuego y de rumor…”, sino callada, como suele “venir en la saeta”.

Percibimos el tiempo de diversas maneras. Lo vemos, en ocasiones, como algo externo a nosotros, un flujo exterior al que debemos ajustar nuestros actos.

“Llegó a tiempo”, “vino antes de lo previsto”, “no alcancé a llegar”, “se me pasó el tiempo” son expresiones en las que se condensa dicha percepción.

Ciertas veces, vemos el tiempo como algo que nos sucede o sucede a los demás: “se me vino el tiempo encima”, “le llegó la hora”. Otras, como algo que se nos otorga o impone: “tiene diez minutos más para terminar su tarea”, “le dieron veinte años de cárcel”; o, también, como algo que se nos niega: “Se acabó el plazo, no le puedo dar más tiempo”.

En otras ocasiones, percibimos que el tiempo es nosotros, que somos tiempo, como cuando decimos “es muy joven”, “ya estoy viejo”.

En los últimos versos de la Epístola Moral a Fabio, se lee: “Ya, dulce amigo, huyo y me retiro/ de cuanto simple amé: rompí los lazos. / Ven y sabrás al grande fin que aspiro, / antes que el tiempo muera en nuestros brazos”. La metáfora usada por el poeta nos hace pensar en un moribundo, probablemente una persona querida, cuyo flujo vital se extingue en los brazos de quien lo acompaña en el último trance.

El tiempo fluye. Y cuando llega, agotado, hasta nosotros, muere con nosotros, porque nosotros somos ese flujo y nunca nos detenemos en nuestra carrera hacia la nada.

Llevados por nuestra propia corriente fluimos sin interrupción, y la misma espera es transcurso. En este irse imparable, no hay un término prefijado: todo está por terminar, todo está a punto de acabarse.

No se encuentra serenidad en el llamado del poeta a su amigo, se encuentra an - gustia. Es como si un condenado a muerte injustamente pidiera la presencia, antes de la ejecución ya inevitable, de alguien que escuche su relato y testimonie su inocencia.

De la angustia viene la búsqueda de la vida media, que es vida en el presente. Sin pasado ni futuro, metidos en la acción actual hasta ser parte de ella dejamos de temer y esperar. La inmersión en el presente es el mejor antídoto contra la angustia: el efecto doloroso de la fijación de nuestra mente en el fantasma de lo que fue y en la ilusión de lo que puede ser.

“El que espera desespera” suele decirse en referencia al estado de tensión y zozobra que provoca, en el que espera, la falta de control sobre los resultados de solicitudes y expectativas cuya realización depende de un agente externo. Esa es la forma psicológica de la desesperación. La otra, aunque tiene también un componente psicológico, es la desesperación filosófica, cuya característica definitoria es la pérdida de toda esperanza. La desesperación concebida de este modo es la base de una vida más libre, es decir, más centrada en las posibilidades del yo y del presente. Gracias a ella, el hombre vuelve a sí mismo, reducto del que le había sacado la esperanza, y, reconocién- dose como desesperado, declara su independencia de todos los poderes que no provengan de sí mismo. Sin embargo, el desesperado no es un iluso. Sabe del impacto que los poderes exteriores tienen en los individuos, y, consciente de sus alcances e influencia, los acepta sin esperar nada de ellos. La aceptación, sin resistencia y esperanza, de las fuerzas y contingencias de la vida es la que se expresa en los siguientes versos de la Epístola: “Esta invasión terrible e importuna/ de contrarios sucesos nos espera/ desde el primer sollozo de la cuna. / Dejémosla pasar como a la fiera/ corriente del gran Betis, cuando airado/ dilata hasta los montes su ribera.

Solo el que ha perdido toda esperanza está en condiciones de alcanzar la sabiduría. El prudente es hijo de la desesperación. Y la fortuna premia la prudencia. Para el que nada espera, cualquier bien que encuentre o reciba, por mínimo que sea, es una ganancia. Por eso dice el poeta: “Más triunfos, más coronas dio al prudente/ que supo retirarse, la fortuna,/ que al que esperó obstinada y locamente”.

Libre de dioses u hombres poderosos que lo obliguen, protejan o absuelvan, el desesperado queda, finalmente, atenido a sí mismo, en radical soledad. Esta, más que la conciencia de la inevitabilidad de la muerte propia, es la conciencia trágica.

Y, tal vez, no resulte aventurado afirmar que la conciencia de la soledad absoluta de cada uno, si es valientemente asumida por el individuo, le permite consumar el retiro al que aspira el poeta. Es decir, el repliegue voluntario a la ciudadela interior.

Un poema, como cualquier obra literaria, debe leerse independientemente de la biografía del escritor. Más aún si consideramos, como decía Pessoa, que el poeta es un fingidor, y que el conocimiento de su vida y su persona puede alterar la lectura y apreciación de su obra; especialmente, cuando el autor es famoso.

No está demás, sin embargo, anotar algunos datos de la vida del capitán Andrés Fernández de Andrada. Una vida que puede ser vista como negación de su obra, pero que, quizá, la confirma. Nacido en Sevilla, España, en el año 1575, y muerto en Huehuetoca, México, en 1648, el capitán Fernández de Andrada, contra su propio consejo, atravesó los mares para buscar fortuna en México. Antes de partir, había escrito uno de los poemas fundamentales del Siglo de Oro español, la Epístola Moral a Fabio, en el que compendia el ideal horaciano de la aurea mediocritas, la dorada mediocridad, cuya autoría no le fue reconocida plenamente sino siglos después.

En 1875, el historiador español Adolfo de Castro demuestra, con el descubrimiento del Manuscrito S, que el autor de la obra no es Francisco de Rioja, como hasta entonces se creía, sino Fernández de Andrada. Dámaso Alonso, por su parte, nos hace notar que de los catorce manuscritos de la obra conocidos hasta ahora cinco atribuyen la autoría de la Epístola a Fernández de Andrada. Esto significa, según Alonso, que “el nombre del poeta figuró ya en el original (…) (o) ha habido una serie de aficionados que, independientemente, han tenido cada uno sus razones especiales para atribuir esta obra maestra a ese Andrada, poeta oscurísimo”

(2014, p. 42).

En México, el poeta sevillano logró colocarse en la burocracia colonial como contador de bienes difuntos de la Nueva España, justicia mayor1, y alcalde mayor2 de Cuautitlán.

Recaló, finalmente, en Huehuetoca, un pueblecito rural, donde vivió quince años hasta su muerte, endeudado y en extrema pobreza. Fue enterrado de limosna por el maestre de campo3 Antonio Urrutia de Vergara4.

1 Oficial de la justicia real.

2 Funcionario de la administración de Justicia delegado por el corregidor.

3 Rango militar, superior al sargento mayor e inferior al capitán general.

4 Los datos sobre la vida del capitán Fernández de Andrada han sido tomados, principalmente, del artículo que, sobre él, escribió Ángel Luis Atienza https://dbe.rah.es/biografias/9369/andres-fernandez-de-andrada.

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