Anotaciones de Biología viva es un proyecto de la Fundación Malaquias Gabilante dirigido por Jaime Carras G. y Claudio Acuña J. Consultor de textos: Jose Miguel Martínez N. ____
EDITORIAL FACTORIA PAPEL www,factoriapapel.cl @factoria_papel Primera Edición 950 ejemplares Impreso en MAVAL ____ Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio electrónico o mecánico, sin la autorización de los autores. Derechos reservados. Inscripcion Nº 303938 ISBN 978-956-398-758-4
En Puerto Montt 2019
Proyecto financiado por el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura convocatoria 2018
EDITORIAL
ANOTACIONES DE BIOLOGÍA VIVA LOS FANTÁSTICOS CUADERNOS DE MALAQUIAS GABILANTE
LOS Relatos de las expediciones a las islas flotantes.-
Imagen 01. Autoretrato Boceto original restaurado 12 cm x 21 cm.
EL LUGAR ERA COMO UN RESERVORIO DE VIDA ESPERANDO A SER DESCUBIERTO... M.GABILANTE
Prólogo En el año 2002
mientras se realizaban las
diversas expediciones
obras de demolición de una casona patronal en
de
Quinchao Chiloé, fueron encontrados cuadernos
Parte
con
a
anotaciones
referentes
a
expediciones
estudios de
los
Inglaterra
y numerosos bosquejos
de
plantas
documentos en
fueron
del
enviados 2006
para
Estos cuadernos pertenecieron a don Malaquías
cuales
Gabilante, asiduo marinero explorador quien,
los
junto a su equipo, recorrió los fiordos del
y
Sur de Chile realizando investigaciones que él
Los estudios realizados determinaron
denominó como “Anotaciones de Biología viva”.
mayoría de las ilustraciones fueron realizadas
En estos cuadernos se ven reflejados los intensos
en base a tintas vegetales que, con el tiempo,
estudios realizados en unas desconocidas islas
tienden a evaporarse y perder tonalidad. Debido
flotantes, ubicadas en una zona entre
a esto, los dibujos presentan ilustraciones
arrojaron
documentos, creación
poco
entre
definidas
y
la
de
año
poder
Grande de Chiloé y el archipiélago de las Guaitecas.
pruebas
especies.
realizadas en el Golfo Corcovado en el año 1835.
la Isla
realizar
Marzo
y
antigüedad,
veracidad
ubicando los
años
con
baja
de
su
data
las de
existencia
1830
y
1840.
que
coloración.
la
En
cuanto a la materialidad, la mayoría de los Malaquías
Gabilante
pasó
numerosos
días
en
estas islas flotantes, explorando lo que a
cuadernos evidencian una fabricación artesanal tanto
del
papel
como
del
encuadernado.
su juicio seria “uno de los descubrimientos más notables de la historia de la humanidad”.
Gracias a la Fundación Malaquías Gabilante, desde
Sus
los
el año 2007 los cuadernos han sido analizados y
anotaciones
dejan
en
evidencia
sus
restaurados mediante procesos fotoquímicos de
observaciones, “ toda la biología del lugar tenía
conservación, y también catalogados según la
comportamientos con claros indicios de tener
información contenida en ellos. Cabe destacar la
conciencia de sí misma y de su entorno, una especie
labor realizada en el proceso de transcripción:
de pensamiento avanzado no común en las plantas”.
por lo general, se han respetado todos los
descubrimientos
realizados
donde,
según
textos de los diarios, tratando de conservar relatos,
la riqueza propia del lenguaje de Gabilante. No
cuenta
obstante, durante la fase de transcripción se
y
con
han agregado algunos puntos, comas, paréntesis
múltiples capacidades de modificación en su
y guiones, además del reemplazo de la I latina,
estructura
las
propia del castellano de aquella época, por
la
la Y. Todas estas decisiones editoriales se
documentación. Desde el año 2003 los cuadernos
realizaron en pos de una lectura contemporánea
fueron
coleccionista
más amable. Y si bien se han dejado afuera
descubiertos
algunas anotaciones que, por el mal estado
Estos
cuadernos,
ilustraciones de
una
plantas
y
repletos
naturaleza
salvaje,
biológica,
conocidas guardados
particular
de
anotaciones,
hasta
el
por que
autónoma
distinta
hasta
dan
a
todas
momento
un fueron
de
quien,
del manuscrito original, no fueron posibles
al notar la importancia del descubrimiento,
de dilucidar, se ha logrado rescatar una gran
gestionó los fondos requeridos para el estudio
parte del material de los diarios. Esto ha hecho
y análisis
posible la recopilación en un solo tomo de todas
por el historiador Dr. Luis A. Pino
de los documentos encontrados.
las anotaciones e ilustraciones referidas a A
la
tomos
fecha
se
han
principales,
podido
documentar
cinco
correspondientes
a
las islas flotantes, las cuales son publicadas por
primera
vez
en
el
presente
volumen.
03
Imagen 02. Boceto de las islas, original restaurado.
Las islas.-
bajo la luz del sol naciente, cobraba un peregrino y hermoso color m. gabilante.-
Las islas “Mayo, 1835. Muchos y tediosos días de navegación fueron pasando antes de que rasgáramos el denso velo de niebla con nuestra embarcación, y emergiera intempestivamente ante nuestros ojos una isla llena de fijeza y gallardía. Veíase la isla, a lo lejos, como una gigantesca tortuga de caparazón tupido de selva; mas, al acercarnos, con la niebla ya disipada, pudimos distinguir que no estaba sola. Dos islotes más pequeños la rodeaban. La tripulación —compuesta, por Huaiquilaf, un indio de nulas palabras que don Florentino nos proporcionó en nuestro paso por Achao; Cipriano, hábil cocinero experto en detectar plantas comestibles; y MonteReyes, un tosco navegante que Cipriano denominó desde el primer día como ‘el chino’ debido a sus rasgados e aindiados ojos— se notaba ansiosa por arrojar el ancla al fondo marino, y desembarcar cuanto antes en busca de provisiones, ya fuera animal o planta comestible. MonteReyes, que en ocasiones parecíame de raza huilliche y en otras parecíame alacalufe, sugirió la construcción de un corral de pesca para obtener el alimento. Por ir tan lleno de lecciones como aquellas, veíame inclinado a denominarlo de un espíritu más alacalufe. Antes de bajar de la embarcación, realicé un primer bosquejo de las islas a la distancia. Lamenté no tener a mano mis pinceles, amontonados al fondo de mi morral, ni tampoco el tiempo suficiente para poder representar el conjunto de islas que, bajo la luz del sol naciente, cobraba un peregrino y hermoso color. El mar también ayudaba a este sosiego: manso, revolvíase suavemente contra los profundos acantilados de roca. Veíanse, por resultado de la constante erosión de años, como un sólido basamento que soportaba a las tres islas”.
05
las nalcas.-
Imagen 03. Boceto original 14 cm x 22 cm.
MonteReyes encontro unas nalcas de casi seis metros m.gabilante.-
. Cu
inal e o orig adern
rado. ncont
“Hemos arribado a la isla mayor. No he tenido tiempo de aventurarme en la espesura, puesto que se concertó entre la tripulación que la prioridad era la construcción de un resguardo, que debía ser erigido antes de la lluvia venidera. No fue difícil: si bien las costas de la isla habíanme producido indiferencia, al poco andar MonteReyes encontró unas nalcas de casi siete varas y media (seis metros), que se alzaban en lontananza. Nunca habíamos visto nada parecido en el continente. Con su impenetrable hoja gigante, la inmensa nalca era un regalo para mis ojos. Alzábase libre, sin resabios, como dispuesta a alcanzar el cielo encapotado de la isla. Pero no se lo permitimos: brillante fue la idea de Huaiquilaf, el único que parecía imperturbable ante el exuberante descubrimiento. El indio, sin fruncir el semblante de roble, cargó sendas piedras hasta la base de una nalca, y luego las ató a los extremos de la hoja, de manera que pudimos pasar la noche guarecidos de la lluvia. Acostado bajo el improvisado refugio, escuchando la suavidad de las gotas deslizándose por la copa de la magna hoja, Cipriano manifestó su interés por cocinar el grueso tallo para el rancho del día siguiente. Sin regaño, le dije que persistiéramos en la dieta de charqui y pan, puesto que primero debía estudiar los especímenes en cuestión. En el fondo, pero esto no lo expresé en voz alta, cortar el tallo de una nalca gigante producíame melancolía”.
n 04 Image
-
Las nalcas gigantes
07
Imagen 05. Ilustración digital sobre original.
“Hoy, en esta isla, hemos dado con un árbol único en su especie. Después de varios días de expedición, donde Huaiquilaf fue abriéndonos paso a punta de machete, dimos con un promontorio donde alzábase un árbol que, en primera instancia, dióme la impresión de ser un Nothofagus típico de esas zonas. Halléme ante un formidable árbol cuya altura asemejábase a la de un alerce visto en el continente, pero con una diferencia elemental: su tronco. Abríase este, desafiando su grosor, en una doble forma, como entrelazándose y formando dos enormes números ocho, uno encima del otro. Había visto en otros lugares del mundo anómalas formas de troncos, pero esta salíase del espectro que yo conocía. Cipriano, para mayor asombro nuestro, hizo notar que el árbol crecía tanto en su tronco como en sus ramas con formas de nido, invitando a los pájaros a construir sus hogares en él. Cipriano, por supuesto, pronunció esta observación con un propósito subrepticio: el de escalar la base del tronco para hacerse con los huevos que veíanse en los nidos. Nos detuvimos a descansar en el promontorio y yo retiré mis lápices y comencé a bosquejar el árbol y sus partes. Al observar con mayor detenimiento pude notar que los pájaros pequeños, que en un principio asomábanse con timidez desde los nidos, lanzábanse a volar atravesando las perforaciones del tronco, como si el árbol creciera produciendo formas intrincadas exclusivamente para que los pájaros de allí, zorzales en su mayoría,
aprendieran a volar con él. Parecióme, por parte del árbol, un gesto conmovedor. Fue el chino MonteReyes, desaparecido hacía un rato sin que yo percatárame de ello, quien perturbó mis pensamientos. Había descubierto, por debajo de las piedras que rodeaban la base del árbol, la entrada a una cueva subterránea. Fabricó el hombre una improvisada antorcha con una rama caída; era él quien guiaba ahora la expedición a través de oscuros túneles de piedra. Fue entonces que noté la peculiaridad distintiva de esta especie: dimos con una enorme caverna subterránea, donde crecían cinco macizos árboles de frondoso follaje donde debían haber estado las raíces. Pero estos árboles encontrábanse al revés, colgando boca abajo, como si el mundo hubiérase dado vuelta en el trayecto sin que lo notáramos. Esto provocó una profunda sensación de vértigo en Cipriano, quien tuvo que devolverse. MonteReyes quedose conmigo: pedí que acercara la antorcha a los árboles, para poder bosquejarlos en mi cuaderno. Presentaban un follaje incluso más frondoso que aquel de la superficie. Decidí, al darle los últimos toques a mi dibujo, nombrar a esta nueva especie como el “árbol sin raíces”; no obstante, al resurgir por la entrada de la caverna y encontrarme nuevamente ante el mundo con los pies sobre la tierra, decidí nombrarlo con un apodo más propicio a su condición: “el árbol invertido”.
Imagen 06. Cuaderno original 22 cm x 18 cm.
notéesta la peculiaridad distintiva de especie m.gabilante
un arbol invertido.-
Un árbol invertido
09
Imagen 07 . Boceto original restaurado.
Un árbol acuario que no hacíanme sentido en absoluto, por lo que tuve que hacerlo callar y, en cambio, le propuse que me guiara al lugar de los hechos. Llevóme, entonces, hasta un árbol sin hojas, de grueso tronco, que parecía marchito en su exterior. En una de sus ramas abiertas brotaba un grueso chorro de agua intermitente. Detúveme a cavilar al respecto, pero como no podía darle explicación lógica al asunto, ordené a Cipriano que diérale otro golpe de hacha. Tuve una portentosa sorpresa: al primer corte empezó a surgir agua. Probé: era salada. Pedí a Cipriano que abriera un poco más. Al tercer hachazo abrióse un hueco considerable, por donde saltó, conducida por la caída de agua, una formidable albacora. Cipriano, de inmediato, asestó con el mango del hacha en la nuca. Mientras él alejábase para faenarla, yo detúveme a estudiar el árbol. Después de algunos minutos pude deducir que tratábase de un árbol acuario, el cual albergaba peces vivos en su interior. Esto era posible debido a que el tronco era hueco y, de alguna manera que escapábase de mi entendimiento, encontrábase conectado con una corriente marina —de allí que los chorros de agua que brotaban de él fueran intermitentes, puesto que parecían responder a las subidas y bajadas de la marea. Permanecí junto al árbol hasta el anochecer, donde, además de bosquejarlo, pude observar a la luz de un portavela que posterior a la caída del sol, las merluzas y albacoras subían por el tronco para pernoctar apaciblemente, cobijadas entre los surcos de madera”.
... m.gabilante.-
Arbol acuario.-
“Todavía sin librarnos del embeleso originado por el descubrimiento del árbol invertido, dimos con otro prodigioso espécimen. Pensaba yo quedarme un tiempo al amparo del árbol, para dibujar una o dos páginas más, cuando el chino MonteReyes me dijo con pavor que Cipriano no hallábase en las inmediaciones del campamento. Esto no habríame turbado en exceso de no ser porque Huaiquilaf también hallábase extraviado. De manera que guardé mis lápices, pinceles y pinturas en el morral y, después de apagar el fuego que calentaba la pava de yerba mate de MonteReyes, nos lanzamos tras los pasos de nuestros compañeros. Por fortuna, no tardamos en dar con ellos: seguimos una humareda cuya fuente encontrábase a menos de un cuarto de legua en dirección suroeste. Ambos hombres rodeaban una fogata, donde asaban una enorme merluza. Disponíame yo a regañarlo cuando percatéme, puesto que no estábamos cerca de la costa, de la rareza que constituía la merluza asada. Le hice notar esto a Cipriano, quien invitóme a tomar asiento en una piedra que había dispuesto frente a los leños. Le cuento durante el almuerzo, dijo, mientras emergía del fuego el sabroso olor de la merluza asada. Convínose en almorzar, porque, al cabo y al fin, el aroma del pescado terminó por convencerme, y sentáronse MonteReyes y Huaiquilaf en las piedras que Cipriano les arrimó a mi lado. Explícome Cipriano que el pez en cuestión fue encontrado dentro de un árbol. ¿Cómo dentro de un árbol?, inquirí, y él insistió que era así, tal cual: dentro de un árbol. El hombre era un poco bruto, y enredóse en más explicaciones
Imagen 08. Cuaderno original restaurado 34 cm x 20 cm. 11
un Imagen 09. Boceto original restaurado.
“No sé exactamente cuántos días han pasado desde mi última anotación. Por un momento creí que mi capacidad de asombro había mermado, que entre más asombrosa la especie, menor era mi sorpresa, puesto que pensaba que ya había asimilado el hecho de que estábamos en un lugar único. Entonces pensé: las posibilidades aquí son infinitas, y a estas alturas sorprenderíame más toparme con un roble o una tortuga que con una de las quiméricas especies que han ido apareciendo ante nuestros ojos. Pero el día de ayer la más sencilla de las especies me ha probado lo contrario: hallábame guardando mis lápices y bosquejos en el morral, ordenando los dibujos en orden cronológico (mis apuntes han sido concisos, pero mis dibujos han sido profusos), cuando escuché la voz de Cipriano aullando en el bosque. Aviváronse MonteReyes y Huaiquilaf, que encontrábanse tomando la siesta de mediodía, y los tres observamos por sobre el ramaje la siguiente situación: Cipriano corría de un lado a otro aleteando mi red para capturar mariposas en su mano, pero en vez de agitarla en el aire, hacíalo en el suelo. Por la espesura del sotobosque no podíamos ver qué era lo que quería atrapar , veíase ridículo Cipriano, como limpiando con la red un polvo invisible del follaje en el suelo. Decidimos acercarnos. Entonces aparecieron pequeños hongos, de no más de diez centímetros de alto, que desplazábanse por sí solos arrancando de nuestros pies. Eran ágiles, escurridizos, y pronto los cuatro corríamos de un lado a otro intentando atrapar uno en vano. Ideamos un plan: Huaiquilaf construyó bajo mis órdenes una cajita hecha de ramas. La cajita poseía una puerta-trampa, que podía activarse con tan sólo tirar de un hilo. Estuve veinte minutos (aunque MonteReyes hízome ver, por el recorrido del sol, que en realidad había pasado casi una hora) observando el patrón de movimiento de los hongos. Descubrí que gustaban de asentarse en la base de los árboles, sobre todo en los sectores más sombreados y húmedos. Depositamos allí la trampa. Puede haber transcurrido fácilmente otra hora más cuando logramos atrapar a uno de los hongos caminantes. Pobrecillo, el hongo corría de pared en pared, golpeándose contra las ramas que hacían de barrotes de la cárcel. Pasé el resto de la tarde dibujándolo, observando por entre las ramas de la trampa su complejo sistema de irrigación, el cual permitíale la separación de su tronco principal en tres ligeras piernas que movíanse
a una altísima velocidad. Cuando el hongo estaba quieto no podía apreciarse la distribución de sus piernas; mas, cuando corría veíase un raudo aleteo, como un efecto óptico que hacía parpadear al tronco principal. Sólo cuando el hongo desplazábase a una velocidad más pausada, era perceptible el detalle y distribución de sus extremidades, tres ligeros tallos que al ojo veíanse blandos y lisos, con ranuras horizontales en su cara interior, y que movíanse más suaves y ligeras que las piernas de una araña. Esbocé al hongo y sus diferentes posiciones hasta el atardecer. Para cuando Cipriano vino a buscarme para la cena, ya habíale tomado cariño al hongo caminante. Cipriano, habitual en él, sugirió la posibilidad de saltearlo en la olla, pero yo me negué. Abrí la puerta-trampa, y el hongo pareció dudar por un segundo, pero luego batió sus vertiginosas extremidades y desapareció prontamente en el follaje del sotobosque. Y mientras ambos permanecíamos en silencio por unos segundos, con los ojos fijos en dirección al lugar donde el hongo había desaparecido, sentí en ese momento una forma de felicidad que hízome recordar la primera vez que había estudiado un hongo. ¿Se encuentra bien?, preguntó Cipriano, removiéndome de mis pensamientos. Estoy bien, le respondí, y luego agregué: pensaba en mi juventud, Cipriano, cuando perseguía un sueño nebuloso, inclasificable, que no sabía exactamente qué era pero lo presentía. ¿Qué sueño era ese?, preguntó él, y yo, palmeándole amistosamente el lomo, respondí: esta isla, Cipriano, esta isla”.
..
n hongo CAMINANTE.-
Un hongo caminante
Imagen 10. Libreta original restaurada 19 cm x 12 cm.
tres ligeros tallos movvianse rapidamente gabilante
13
naturaleza salvaje.Imagen 11. Boceto original restaurado.
La naturaleza es salvaje capacidades de movimientos no observadas en otras especies, un comportamiento aberrante, si comparábase con sus pares del continente. Durante la mañana, noté que el bosque entero presentaba estos mantos móviles, la mayoría de los cuales movíanse en busca de sombra y humedad. En eso, en su búsqueda de un ambiente propicio para descansar, hermanábanse con los hongos caminantes; mas, en cuanto al detalle de sus extremidades, no podían ser más diferentes. Las patitas de estos mantos verdes, que no eran excesivamente gruesas pero sí más achatadas que las del hongo, denotaban unas cuatro o cinco articulaciones, las cuales movíanse lentamente, con la oscilación mecánica propia de las piernas de un ciempiés. El mayor trabajo era realizado por las extremidades del perímetro, apoyándose con fuerza, empujando el cuerpo completo del musgo, que parecía arrastrarse como una serpiente por la tierra, pero a la velocidad del movimiento de las nubes, que apenas se percibe. El largo de estas patitas no superaba los cinco centímetros, y si uno fijábase con detenimiento, podía notar que del cuerpo de estas extremidades desprendíanse una serie de pelillos, y de estos pelillos desprendíanse otros pelillos aún más pequeños, todos los cuales presentaban también sutiles sacudidas, como si ostentaran un diseño fractal en su composición”.
m.gabilante.-
“Una noche, mientras yacía plácidamente recostado sobre una esponjosa capa vegetal a los pies de un árbol caído, sentí un ligero cosquilleo en la espalda. Hice caso omiso, rascándome, pero al rato el cosquilleo extendióse de la espalda a las piernas, a la nuca, a la cabeza. Entonces, incorporándome abruptamente, miré la manta café. Poco y nada veíase en la oscuridad del bosque; desperté a Huaiquilaf y solicité que encendiera una vela. Con el portavela en mano, a la luz de la llama, observamos que la manta movíase ligeramente, como si un grupo de insectos pasara por debajo, empujándola sutilmente. Despavorido, extendí el brazo hasta alcanzar una esquina de la manta, y luego, mirando a Huaiquilaf que no parecía asustado como yo, tiré de ella. Al observar con detención y acercar la vela al suelo, advertí que la capa de musgo estremecíase con un movimiento insectil. Por un momento creí que tratábase de múltiples gusanos que camuflábanse con el verdor, pero no: era el mismo musgo el que movíase. De inmediato ordené a Huaiquilaf que encendiera otra vela: una para iluminar mi cuaderno de bosquejos, la otra, ya encendida, para iluminar el musgo. Apoyé el portavelas sobre el tronco caído mientras, bosquejando, acomodábame a un costado de la luz. Primero esbocé la generalidad del musgo, su textura, color, las múltiples articulaciones en movimiento. Las criaturas descubiertas en estos días poseían articulaciones que brindaban
Imagen 12. imagen de la libreta original 34 cm x 20 cm.
15
Imagen 13. Boceto original restaurado.
blechnum chilense.-
“Hoy, mientras conversaba con MonteReyes, fuimos interrumpidos por un peculiar espécimen. Contábame el chino sobre su padre, quien solía recitar en mañanas frías, pescando a orillas de la bahía pedregosa, historias sobre sus antepasados, historias que narraban la llegada de los primeros españoles, hombres enmarañados y polvorientos que entraban a su aldea montados a caballos. Y esa imagen insólita, dijo MonteReyes, evocó en mí nuestra propia llegada a estas islas. ¿Cómo así?, pregunté, pero antes de que él pudiera responderme, vi como sus ojos se abrían de impresión, y luego como extendía un dedo hacia algo por sobre mi hombro. Al volverme vi una enredadera espiral, de unos veinte centímetros de diámetro, inclinándose hacia mí. La sorpresa hízome saltar; no obstante —y al igual que muchas de las especies encontradas en esta isla—, no parecía peligrosa. Apoyándose sobre sus dos piernas y abriendo mansamente los brazos, vimos a un helecho ponerse de pie. La enredadera espiral tratábase de la parte superior del helecho, una suerte de antena rugosa que permitíale estudiar instintivamente su contexto inmediato. En su sistema general parecíase bastante al helecho Blechnum, popularmente conocido como Costilla de Vaca en el continente, y de todas los especímenes de plantas encontrados en el conjunto de islas, definitivamente este era el más avanzado. Había desarrollado la capacidad de desplazarse por sí mismo con mucho más equilibrio que el resto: mientras las otras especies observadas —el hongo, el musgo— sólo poseían piernas, el helecho poseía piernas y brazos. El balanceo de los brazos al caminar permitíale minimizar los
costos energéticos producidos por las piernas y conseguir, de esta manera, un beneficio extra de energía. Mover los brazos también contrarrestaba el movimiento de giro que creabáse al mover las piernas por un camino recto, además de suavizar su movimiento, concediéndole al helecho una forma llena de gracia al caminar. Seguimos a nuestro nuevo amigo a cierta distancia. En el camino, y muy a mi pesar, vi que uno de sus brazos agarróse de una rama, sin saber cómo liberarse. Quise ayudarlo, pero esto sólo lo desesperó: al jalar de un tirón, perdió el brazo enganchado. Esto no pareció aminorarlo: pronto nos llevó hacia otros helechos. Pudimos observarlos en conjunto, a la distancia: gustaban de andar en grupos de diez o quince, y desplazábanse por toda la isla en busca de cursos de agua y refugios del sol directo. Con los días aprendí que no sólo podían desplazarse; también poseían un sistema interno regenerativo, que permitíale a sus extremidades volver a crecer si eran amputadas. Estuve ese día y los dos subsiguientes bosquejando a los helechos. Admití el placer de contemplarlos, verlos moverse en mansos rebaños en busca de sombras. El chino MonteReyes, a ratos, hacíame silenciosa compañía. Al atardecer del segundo día de observación recapitulé nuestra conversación interrumpida, preguntándole por qué la llegada de los españoles a su villa habíale recordado a nuestra llegada a esta isla. ¿Por lo insólito?, inquirí, ¿por el asombro? Dejó unos segundos pasar antes de responder. Nos hemos adentrado mucho en este bosque don Malaquías, dijóme, y luego calló cautelosamente”.
m.gabilante.-
Un helecho con brazos y piernas
Imagen 14. Cuaderno original 34 cm x 20 cm. 17
Imagen 15. Ilustración sobre boceto original.
blechnum chilense.-
“No recuerdo si fue al tercer o cuarto día. Emanaba a la sazón del bosque aquel olorcillo penetrante de la tierra mojada y el tronco empapado de los árboles. En un comienzo llamó mi atención una hiedra espiral que sobresalía del suelo, la cual había visto ya en días previos. Rememoré que habíame fijado en ella dos días antes: presentábase entonces como un leve arco, apenas curvado, pero ahora enroscábase por completo en sí misma, formando la misma espiral ya observada en la antena de los helechos. No tardó en pasar mucho tiempo cuando fui testigo del prodigio: abriéndose paso a través de la tierra con suavidad, como si ésta pariéralo de forma invertida entregándolo como ofrenda al cielo encapotado de cumulonimbos, vi aparecer ante mis ojos a uno de los helechos caminantes. A simple vista no parecía un helecho disímil de los otros ya observados, pero no tardé en observar un comportamiento que diferenciábalo del resto: apenas púsose de pie, este helecho acercóse a una planta mayor, conectándose a ella mediante la antena, que enroscábase cual serpiente en el tallo, absorbiendo la lluvia de la planta, su alimento de recién nacido. Aquella lluviosa semana pude observar cuantiosos nacimientos. Lamento que, debido al temporal, no pudiera colorear los bosquejos. Hice lo que pude por resguardar mis bocetos del agua: aun así, malgasté un par de páginas. Lo que sí pude observar: el helecho conector
escondía su cuerpo bajo tierra la mayor parte del día, y sólo mostrábase cuando había lluvia, pero no cualquier lluvia. En los días de viento sur el helecho no dignábase a aparecer; en cambio, cuando las corrientes soplaban desde el norte, el helecho decidíase a brotar. En ese momento alzábase de su útero materno, poníase de pie y enredábase de inmediato con una planta mayor, o también conectábase con otro helecho, ambos absorbiendo las gotas de lluvia que caían por entre los enormes árboles. Su antena poseía la capacidad de transformarse y mutar constantemente —era una belleza verla en movimiento—, enredándose con sus pares o con los troncos, ramas y hojas del entorno. Desprendíase de ella un encantador crujido cuando esto ocurría. Y, una vez que ya encontrábase saciado, el helecho volvía al mismo hoyo que habíalo parido antes y poníase en posición fetal, permitiendo que la precipitación y la blanda tierra volvieran a cubrirlo durante el resto de la jornada. En días soleados, no volvía aparecer. Sólo veíase apenas, asomándose con timidez desde la tierra, la puntita curva de su antena. Entonces yo acariciabalas y dejaba que inundárame una cálida sensación, una alegría, una especie de gratitud hacia la belleza de la isla, que regocijábame el corazón con tan sólo mirar el espacio que ocupaba el helecho, rodeado de raíces y hojas caídas”.
m.gabilante.-
Conexiones avanzadas
Imagen 16. Cuaderno original 34 cm x 20 cm 19
m.gabilante.-
Imagen 17. Ilustración restaurada sobre original.
Ba
Ballenas en una laguna “Calculo, por las anotaciones en mi cuaderno y los cambios atmosféricos, que estamos en el mes de Octubre. El avance hacia el centro de la isla mayor ha sido lento, en parte por el tiempo que he tomado en estudiar cada uno de los especímenes descubiertos, en parte porque la isla invita al reposo y a la contemplación. Nuestra dieta cotidiana consiste mayormente en pescado ahumado, acompañado de una guarnición de plantas y raíces. Avanzaba yo por el bosque con la vista alzada hacia las luminosas ramas, y también, a ratos, lanzaba cuidadosas miradas a la tierra, porque sabía que mi alegría podía arruinarse bruscamente si oía bajo mis pies el ingrato crujir de un caracol aplastado. Fue en ese día primaveral cuando alcanzamos el centro de la isla. Después de dos semanas de lluvia volvimos a internarnos en el bosque, después de tres horas de intensa caminata apareció ante nosotros una laguna de un color verde penetrante, rodeada de árboles y vegetación nativa; parecía un jardín secreto en el corazón del tupido bosque. El fascinante paisaje no abríanos sorprendido en gran medida de no ser por algo que ocurrió unos pocos minutos después que nos detuviéramos a descansar en las rocas de la orilla. Encontrábase Cipriano encendiendo la estructura de palitos y leños de la fogata sobre la cual asaría el almuerzo, cuando repentinamente un magno y azulino chorro de agua, cual volcán en erupción, disparóse en medio de la laguna. Lo súbito del estallido nos ofuscó; sin embargo, más nos sobresaltó lo que vimos a continuación: una enorme ballena jorobada alzó su lomo por encima del agua, mostrándonos el espiráculo por donde había arrojado el chorro, e inmediatamente después su extensísima cola de casi veinte varas que azotóse contra la superficie verdosa de la laguna. Nos miramos atónitos; incluso Huaiquilaf, el más estoico de nuestro grupo, parecía sorprendido por primera vez. En seguida aparecieron más ballenas, cuatro o cinco en total, cetáceos corpulentos, de cabeza ancha y redondeada, y superficie dorsal aplanada. A ratos mostraban sus mandíbulas colmadas de alimento —peces y algas—, donde veíanse prominentes tubérculos distribuidos más o menos al azar en el dorso de la cabeza. ¿Cómo era posible que en una laguna existiera un grupo de ballenas jorobadas alimentándose al mediodía? La respuesta, como era de esperar, encontrábase en el agua.Lo primero que hice apenas sumergiéronse las ballenas fue acercarme al borde de la laguna. Púsome en cuclillas y hundí las manos ahuecadas
allenas.-
como un cuenco en el agua verdosa. Llevé el agua a mi boca: era salada. Mi única teoría posible era que esta laguna encontrábase conectada de algún modo con el fondo del mar, cosa que confirmaría algo que de cierta forma intuía pero que nunca había concebido del todo: que esta era una isla flotante, y que lo que teníamos ante nuestros ojos no era una simple laguna, sino una entrada subterránea de mar por donde las ballenas hacían su glorioso ingreso. Por ello di la orden de sentar campamento en ese lugar, para estudiar mejor el fenómeno. Todas las mañanas, cuando el sol levantábase inclemente en el cielo del mediodía, hacían su aparición las ballenas jorobadas. Primero veíanse uno, dos o hasta tres chorros de agua, y luego alzábanse los ciclópeos lomos azules por sobre el verdor de la laguna. Después de alimentarse, en menos de media hora, las colas azotábanse contra la superficie, arrojando el agua en forme de olas hacia la orilla, como anunciándole su magna presencia al bosque circundante y sumergíanse una vez más en sus misteriosos y mitológicos dominios”.
Imagen 18. Boceto cuaderno original 12 cm x 22 cm.
21
Imagen 19 . Cuaderno original 12 cm x 24 cm.
Colaboración entre especies
Ballenas.-
“He permanecido una semana en la laguna observando a las ballenas. Decidí enviar a Huaiquilaf a la costa septentrional de la isla, en busca de avistamiento de ballenas. Demoró menos de lo esperado (como era habitual, veíase poco y nada impresionado).Informó escuetamente que había visto ballenas en la costa, nadando alrededor de los acantilados de roca. Pedíle que describiera a las ballenas, de manera que pudiera compararlas con aquellas de mis dibujos. Informóme que todas veíanse bastante parecidas a la de mis bosquejos, excepto por una que presentaba unos musgos atípicos en su cuerpo. Aquello hízome suponer que posiblemente tratábanse de las mismas ballenas jorobadas que asomabánse al mediodía en la laguna salada Es de mi opinión que las ballenas de estos mares gozan con los peculiares beneficios de estas islas, en especial de cierto proceso que producíase en el túnel submarino entre la laguna salada y las costas del Pacífico. Lamentablemente, por no poseer el equipo adecuado, el túnel permanecerá por siempre un enigma para nosotros. Una tarde, después de la inmersión de las ballenas, el chino MonteReyes tuvo la amabilidad de sumergirse lo máximo posible hacia el fondo de la laguna, de manera de informar qué misterios yacían en ella. Muy poco fue lo que el chino pudo distinguir en estas aguas salobres, debido a su densidad y a su profundo color verde. Tampoco sabe cuánto logró sumergirse; sólo sabe que su zambullida vióse bruscamente interrumpida debido a un agudo pinchazo que sintió en un muslo y que hízole volver de inmediato a la superficie. Al examinarlo, presentaba MonteReyes un cardenal morado en la piel, similar a la marca que dejaria una medusa. Constantemente veíamos nadar a las ballenas alrededor de la laguna, y sobre todo hacia el interior del ojo de agua. Sumergíanse durante varios minutos, y volvían aparecer majestuosamente en el corazón verde de la isla. No era sólo
alimento lo que conseguían de estos chapuzones cotidianos: una mañana, apareció una ballena con múltiples musgos verdosos adosados a su espalda. Estos musgos eran una especie inédita de medusa que la ballena tenía pegada en su espalda. Pude descubrir esto gracias a que muchos de los musgos soltábanse del cuerpo de la ballena, desprendiendo sus tentáculos para nadar alrededor de la laguna, y luego volvían a adherirse al lomo de ella. A simple vista no presentaban la bioluminiscencia propia de estas especies. Lo más interesante del asunto era que a la ballena no parecía molestarle en absoluto cargar ellas, pues poníase boca arriba sobre la superficie, como invitándolas a que se incrustaran en su barriga. Tardé varios días en entender de qué se trataba: terminé por interpretarlo como un sistema colaborativo entre especies. El beneficio de las ballenas parecía corresponder a una cierta limpieza de su piel, que posterior a la acción de las medusas quedaba cubierta por una sustancia aceitosa que hacíale ver más lisa y brillante, y que, según pude observar, minimizaba aún más la resistencia que tenía en el agua al moverse (también parecía ofrecerle una regulación extra de su temperatura con respecto a las heladas aguas de la laguna salada, permitiéndole pasar más tiempo sumergida antes de volver a la superficie). Por su parte, las parsimoniosas medusas parecían obtener una movilización más rápida hacia el centro del túnel, además de la alimentación del Cyamidae, una familia de crustáceos parásitos que solían alojarse en las lesiones cutáneas, los pliegues genitales, las narinas y los ojos de estos mamíferos marinos. Este sistema colaborativo, me atrevo a especular, puede llegar a acelerar el desarrollo de estos dos animales tan disímiles entre sí, pues son un perfecto ejemplo de que el mundo animal también presenta casos donde la vida salvaje no es necesariamente egoísta, sino también está abierta a la cooperación con otras especies”.
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m.gabilante.-
No tuve explicacion cientifica de como esto era posible lo mejor era rendirse ante la maravilla de su existencia...
Imagen 20 . Ilustración restaurada sobre imagen original.
Cuatro estaciones “Mantuvimos el campamento en la laguna. Aprendimos a no tomar en cuenta, por repetición, la visita diaria de las ballenas. Cipriano y MonteReyes pasaban sus días algo inquietos, enfocándose en las actividades domésticas Huaiquilaf seguía siendo el único inconmovible del grupo. Una tarde decidí preguntarles si tenían algún problema. No respondieron. Cipriano encogióse de hombros y MonteReyes dejó salir un gruñido ronco, evitando mirarme a los ojos. Es de mi creencia que la prolongada estadía en el centro de la isla está poniéndolos cada vez más nerviosos, pero no sabría precisar por qué. Quizás ellos mismos tampoco lo sepan. Aproveché nuestra privilegiada ubicación para investigar otras especies que habitaban este sector de la isla mayor. Penetré la tupida selva más allá de la laguna, abriéndome paso como pude, sorteando espesos arbustos y gruesas raíces. El chino MonteReyes sugirió el uso del machete, pero yo no accedí. Avanzábamos trabajosamente, nuestras ropas enganchadas en las intrincadas ramas que evadíamos a duras penas. Entonces llegué a comprender el gruñido de MonteReyes: era como si la isla hiciéranos saber que habían lugares donde los ojos humanos no pertenecían. Perseveraba, braceando entre las ramas, a pesar de los arañazos que recibía en el rostro, a pesar de las zancadillas que las raíces proferíanme. Cuando el avance volvíase imposible, deteníame a respirar, y entonces retomábamos el avance. Después de una hora, encontramos un claro en el centro de la selva. Abríase un círculo por entre el frondoso boscaje, y allí, en medio de la hierba iluminada por el sol, alzábase solitario un extravagante árbol. Agotado, sudoroso, púsome de rodillas a sus pies, como si hallárame enfrente de una deidad. Su tronco no parecía distinto del resto de los árboles del bosque, pero al alzar la vista noté que presentaba cuatro familias de ramas distintas que, a su vez, parecían exhibir las cuatros estaciones del año. Veíase en el follaje de sus ramas, de forma simultánea, el ardor del verano, la ausencia del otoño, la crudeza del invierno, y la esperanza de la primavera. Era como si el árbol, ignorando el florecimiento incipiente de su entorno, hubiera adoptado los diversos climas de las estaciones, repartiéndolos en sus cuatro ramas para vivir en un constante devenir climático. No tuve explicación científica de cómo esto era posible —quiero decir, no atrevíme a aventurar ninguna posible teoría. Mas, al igual que con todas las especies de esta isla, lo mejor era rendirse ante la maravilla de su existencia. Saqué del morral mi cuaderno y lápices— no había traído mis tintas, por lo que tuve que obviar los colores, y dispúseme a dibujar. MonteReyes, boquiabierto, sentóse a mi lado, y contempló fijamente al árbol. ¿Valió la pena, no?, pregunté vehemente. Por un momento pensé que respondería con otro gruñido más, pero, en cambio, limpióse el sudor de la frente con el dorso de la mano, y dijo socarrón: tenga cuidado, don Malaquías, no vaya a despertar al árbol con el crujido de sus lápices”.
Imagen 21. Proceso restauración digital.
Imagen 22. Libreta original 12 cm x 24 cm
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Imagen 23. Ilustracion original 12 cm x 10 cm.
“El camino a la parte norte de la isla era mucho más amable que el tupido bosque donde encontrábase el árbol de las cuatro estaciones. Era un sendero de hierbas y rocas, un paisaje más seco, sin árboles circundantes, la hierba era amarillenta, y llegábanos hasta las rodillas. Parecía más un campo de trigo, lleno de rocas de diversos tamaños repartidas sin orden ni designio. Consulté con Cipriano respecto de la actitud de MonteReyes. Mencioné que encontrábame preocupado por su creciente hostilidad. Cipriano pareció rumiar por un momento una respuesta coherente. Dijo que el chino era un hombre hosco por naturaleza, pero yo no estuve de acuerdo. Evoqué días de navegación donde el buen humor de MonteReyes había mantenido en alza la moral de la tripulación. Cipriano pareció rumiar una vez más, antes de contestar: la isla lo tiene así, don Malaquías. ¿Así, cómo?, pregunté. Así, con miedo, respondió Cipriano. En ese momento yo guardé silencio, reflexionando mientras escalábamos rocas que crecían en tamaño a medida que ascendiamos a la parte alta de la isla, donde brillaba una luz multicolor cuyo reflejo deslumbraba a simple vista. No tardamos en descubrir de qué tratábase. Escalamos hasta llegar a la base de una loma donde alzábanse enormes estructuras de cristal, en medio de unos árboles cuya altura palidecía en comparación. Parecían ser cristales de cuarzo; de todas las exploraciones realizadas en el territorio austral, nunca habíame encontrado con cristales de este tipo. Los cuarzos son más comunes en el clima desértico, no en la humedad propia del sur, mucho menos en islas australes como la que estudiábamos. Eran de diversos tonos y colores —verdes, rojos, azules—, y los ejemplares más grandes superaban los siete metros. Le pedí a Cipriano que posara junto a uno de los cristales, una formidable escultura de cuarzo azulino, de manera de demostrar en el bosquejo la diferencia de escalas. Cipriano accedió a mis caprichos; mientras delineábalo, indicó con el dedo índice al cristal, que proyectaba en todas las direcciones sus abigarradas aristas rectas, vértices agudos y caras planas, y preguntó: ¿de verdad no le da miedo, don Malaquías? Dibujé a Cipriano así, con el brazo extendido, y respondí: no Cipriano, no le temo a la belleza de la naturaleza viva. Cipriano, todavía con el brazo arriba dijo: pero la belleza también encandila, don Malaquías, como estos cristales… Yo alcé la vista de mi cuaderno y miré intrigado. Cipriano adelantóse y remató: es porque la belleza, don Malaquías, es el comienzo de lo terrible”.
m.gabilante.-
Cristales de cuarzo
Imagen 24. Libreta original. 12 cm x 24 cm. 27
Imagen 25 . Ilustración restaurada sobre imagen original.
Musgo Arcoiris “Desperté entumecido, con las primeras luces del amanecer. Cipriano, durante la primera hora de la mañana, vagó por los alrededores y recolectó algunas hierbas para preparar desayuno. Mientras él cocinaba, yo bosquejaba. Entonces noté que la tarde anterior no había reparado bien en los árboles. Presentaban estos una serie de musgos en sus troncos, musgos que en su forma no parecerían fuera de lo común de no ser porque habían adoptado una multiplicidad de colores. Por la tarde, debido a la posición del sol, los musgos habían pasado desapercibidos al verse apagados por la sombras que formábanse en sus troncos (y al verse opacados por la majestuosidad de los cristales, que los doblaban en tamaño y altura); pero, en ese momento, con los primeros rayos del alba, sus colores renacían inesperadamente, y formaban una viva composición que relucía los tonos propios del arcoíris (de arriba a abajo: rojo, naranjo, amarillo, verde, azul y morado). Una inefable conmoción de alegría apoderóse de mí al contemplar la explosión de colores que despedían vibrantemente. El fenómeno tenía explicación: producíase cuando un resplandor súbito de luz matutina alzábase desde el cielo por detrás de los cristales, atravesándolos, y al posarse sobre el tronco de los árboles, teñía intensamente a los musgos con su color particular. A veces, dabáse el caso de que dos rayos de luz fusionábanse al mismo tiempo (al atravesar dos cristales de distintos colores primarios), y formábase entonces un color secundario, como era el caso del naranjo, el amarillo y el morado. Lo increíble del asunto era la precisión con que esto producíase: como si los cristales —y los árboles— hubieran sido dispuestos de tal manera que, mediante el movimiento del sol durante la mañana, formaban un arcoíris perfecto en cada uno de sus troncos. Esto demostraba, en mi opinión, la sabiduría de la naturaleza, y dábame lástima que mis compañeros de expedición no fueran capaces de ver —sino de temer— la belleza que yo percibía de ella. Cipriano, en un comienzo, parecía maravillado con el espectáculo de colores, pero al despuntar el sol del mediodía (cuando las luces del arcoíris ya habían desaparecido de los árboles), veíase
despavorido. ¿Qué era aquello que temían estos hombres? ¿Sería superstición, serían creencias teológicas que yo no compartía? ¿Sería, acaso, el misterio de la naturaleza misma? ¿De dónde esa aprensión, esa desesperanza ante fenómenos tan portentosos? Sí, es cierto: la naturaleza ocultaba sus procedimientos en un misterio incomprensible para el alcance de nuestros conocimientos actuales. Pero ya llegarían más hombres, en la vanguardia de nuestros tiempos, que supieran desentrañar esos misterios. ¿O quizás sería mejor nunca revelarlos? ¿Acaso no sería mejor que estas islas permanecieran desconocidas?”.
Imagen 26. Ilustración original. 10 cm x 18 cm.
m.gabilante.-
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Imagen 27 . Ilustración restaurada sobre imagen original.
Follaje vivo
“La caminata hízose más larga de lo esperado. Mientras subíamos por la cuesta, el sol comenzaba a ponerse. Una oscuridad mate, en la que apenas brillaban unos pocos rayos anaranjados, cerníase en toda la isla. El sol, como un resplandor brillante, escondíase por detrás del promontorio, bajando en línea con el tronco de un árbol sin hojas, resaltando la silueta definida de sus finas ramas contra el crepúsculo. Entonces, apenas la esfera rojiza desapareció en lontananza, ocurrió el prodigio: un susurro intenso, como un murmullo vivo y constante, comenzó a zumbar en dirección del árbol. En ese momento, innumerables hojas oscuras subieron por el tronco y envolvieron sus ramas, dotándolas de una frondosidad inesperada, como una bandada de pétalos revoloteando contra la noche azulina. La luz de mi antorcha ofrecióme una clara respuesta al fenómeno: al acercarlo a las hojas del árbol, éstas alejáronse de la luz y el calor, moviéndose chuscamente por cuenta propia. En un comienzo creí que tratábase de algún tipo de especie similar a la del hongo caminante , pero resultó ser algo aún más específico. Dispuse mi antorcha sobre un conjunto de piedras apiladas, de manera que iluminaran la escena pero sin provocar la huida de las hojas móviles. La luz del fuego era tenue, intermitente, pero permitíame observar con tranquilidad a los especímenes posados sobre las ramas. Tratábase de insectos, miles de ellos, coleópteros con forma de hoja que al oscurecer, trepaban al árbol dando la sensación de un intenso follaje nocturno. Estuve despierto toda la noche, bosquejando el árbol a la luz de mi antorcha. Apenas consumióse por completo, bajé al improvisado campamento que Cipriano había montado, y seguí esbozando el árbol, o lo que yo percibía de su difusa figura en medio de la opaca noche. Mucho antes de que mi cuerpo y mi mente comenzaran a sentir siquiera una leve modorra, el alba despuntó. Entonces, desde el oriente, los primeros rayos sol naciente abrazaron lentamente la superficie de la isla, como un abanico de luz que abríase ante mis ojos, hasta iluminar por completo el árbol de insectos. Agitáronse las hojas, quiero decir el lomo de los insectos, y la mañana incipiente llenóse de un aire zumbón, el murmullo vivo de esos pétalos embriagados que ahora bajaban parsimoniosamente del árbol, perdiéndose en medio del sotobosque que rodeaba el promontorio, dejándolo huérfano una vez más, con aquella miserable apariencia de árbol muerto”.
Imagen 28. Proceso restauración digital .
Imagen 29. Ilustración original. 12 cm x 18 cm.
m.gabilante.-
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Imagen 30 . Ilustración original restaurada 12 cm x 18 cm.
“Escribo esto tres días después de haber regresado al campamento de la laguna. No había avanzado en la escritura de mis notas, en parte por el empecinamiento que habíame provocado el árbol de insectos, en parte por lo sucedido en aquellos días extraños una vez retornados a la laguna. ¿Estarían horadando mi sentido las pocas horas de sueño de las últimas tres semanas? No poco de irreal tenía todo lo que habíamos descubierto en esta isla; más parecía materia de un sueño. Pero, independiente del elemento fantástico, las horas en vela estaban afectando mi carácter, sin lugar a dudas. Durante meses habíamos tenido una gentil convivencia entre los cuatro integrantes de nuestra expedición; hoy, pareciera ser que ante cada nuevo hallazgo los roces entre ellos y yo van creciendo exponencialmente. Por ello, había tomado la decisión de ser más consciente de mi postura, de mis palabras, incluso de mi entusiasmo. Y si bien esta nueva actitud me sirvió durante el primer día en el campamento de la laguna, todo desmoronóse con el descubrimiento subsecuente. Ocurrió una mañana cuando, al despertar con las primeras luces del alba, vimos alrededor del ojo de agua una serie de matas con forma de cola de ballena. Eran tres colas de tamaños ligeramente distintos, pero todas a escala real, conservando el tamaño fidedigno de una cola de ballena verdadera. Estaban compuestas de miles de ramas y enredaderas enlazadas sobre sí mismas,
dejando entrever cada ciertos tramos pequeñas hojitas que asomábanse amablemente por sobre el entramado. Ni uno de mis compañeros quiso acercarse a los arbustos, ni siquiera Huaiquilaf, el más valiente del grupo. Sólo yo tomé asiento a cierta distancia, y bosquejé en mi cuaderno la cola de ballena, tratando de ser lo más fiel posible al detalle de las ramas enredadas entre sí. Mi primera hipótesis, que dióme la razón al día siguiente, es que tratábase de un tipo de arbusto que copiaba la forma de los elementos cirdundantes. Era como si el arbusto poseyera un mecanismo que capturara la imagen instantánea de un momento particular, y luego durante la noche reprodujera la forma en cuestión que había “capturado”. Este proceso de transformación, como pude comprobar al pasar en vela una noche más, duraba mucho tiempo; las ramas, que en un comienzo encontrábanse desparramadas en el suelo, escondidas entre la hierba, comenzaban a abrazarse lentamente, sin apuro, crepitando con fuerza al afianzarse. Horas más tarde, todavía crujientes, alzábanse formando aquella magnifica escultura, muy firme en su tronco central, y no detenían su proceso sino hasta terminar de dar forma al último extremo de la cola que habían reproducido con perfecta similitud. Dábame la impresión, al acercarme y tocarlo, que el arbusto también mirábame de vuelta. No con ojos, que por supuesto no poseía, sino con el espíritu de su vida, por así decirlo”.
m.gabilante.-
El arbusto espejo I
Imagen 31 . Libreta original restaurada 12 cm x 18 cm.
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Imagen 32 . Ilustración original restaurada 12 cm x 18 cm.
El arbusto espejo II “En los días siguientes descubrí que el arbusto no sólo representaba la cola de las ballenas: también copiaba formas de ratones, mariposas, serpientes, y otros animales que vivían en ese bosque. Era un comportamiento cotidiano, que no había percibido antes porque, especulé, jamás había copiado la forma de un elemento mayor, algo tan distinguible a la vista como la cola de una ballena. Pero, imaginé, de seguro que durante nuestra estadía allí, sin que nosotros tomáramos conciencia de ello, el arbusto había estado copiando a esos animales más diminutos, capturando con gran flexibilidad y plasticidad sus formas durante el día y reproduciéndolas durante la noche, un poco parecido a mi comportamiento con los dibujos y notas que recogía durante el día, y que luego ordenaba en mi cuaderno por las noches, a la luz de la fogata. Fue cuando especulaba una nueva hipótesis, como si leyeran mi mente y espantaránse con esta nueva suposición, que mis compañeros de expedición llamaron mi atención. “¿Será un indicio de inteligencia por parte del arbusto el haber decidido copiar la cola de una ballena? ¿Qué más sería capaz de copiar por cuenta propia?” Había anotado esas dos preguntas en una esquina de mi cuaderno, cuando oí al chino MonteReyes aclararse la garganta. Al levantar la vista vi a MonteReyes, Cipriano y Huaiquilaf, El chino, que había tomado la postura de vocero del grupo, preguntóme hasta cuándo pensaba seguir anotando. Sin entender a qué se refería, respondíle que sólo había estado así media hora, y que pensaba trabajar una media hora más. Han pasado seis horas, dijo MonteReyes, cortante, y entonces me percaté que el sol ya no alzábase en el nororiente sino en el norponiente, y que mi rostro sentíase caliente por la quemazón sufrida por haber permanecido tanto tiempo bajo sus rayos. MonteReyes, firme, dijóme: don Malaquías, a usted le quedará mucho por descubrir, pero a nosotros nos queda una larga navegación de vuelta
al continente, apenas dijo eso yo vi como Cipriano y Huaiquilaf asentían silenciosamente con sus cabezas, ambos sentados impasibles a cada lado del chino. Una honda desazón inundó mi corazón; mis piernas cedieron, obligándome a ponerme en cuclillas, y mi mente cerróse en mi cabeza, obligándome involuntariamente a recurrir a mi último recurso: ¡el estipendio!, exclamé, alzando la voz, mirándolos de frente, ¡si queréis vuestro estipendio, tendréis que obedecerme! MonteReyes, muy calmo, muy dueño de sí mismo, miró a Cipriano a su derecha y a Huaiquilaf a su izquierda, y entrelazando sus manos, imperturbable, dijóme: ya no nos interesa el pago, don Malaquías... sólo queremos irnos de este lugar. Derrotado, sentí cómo mi cuaderno y mis lápices caían al suelo, deslizándose de mis manos. Sin mirarlos, con la vista fija en la hierba amable que soportaba el peso del cuero de mi cuaderno, prorrumpí: marchaos. Dejadme en esta isla, no tenéis idea de qué maravillas os perderéis. Marchaos. Hubo otro silencio, un silencio desolador. MonteReyes dijo: nos vamos mañana, con las primeras luces del alba. Si reconsidera, don Malaquías, usted es más que bienvenido en nuestra barcaza. Esa noche, tal vez por cansancio acumulado, tal vez por el profundo abatimiento que sentía, dormí por primera vez en semanas. Sabía que la isla, en caso de quedarme, acogeríame en su seno prodigioso, y haríame parte de ella. Quizás por ello, antes de quedarme dormido, me quedé bosquejando y pintando a la luz de la fogata un retrato de aquel momento, que habíase fijado en mi cabeza con tanta precisión como la que poseía el arbusto espejo al reproducir las formas a su alrededor. Y la imagen que dibujé era la de MonteReyes, Cipriano y Huaiquilaf frente a mí, confrontándome, observándome con seriedad y, por qué no, llenos de pena en sus corazones y de tristeza contenida en sus ojos melancólicos”.
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Imagen 33 . Ilustración original restaurada 12 cm x 18 cm.
El arbusto espejo III “Mis compañeros ya habíanse levantado. No alcancé a dirigirles la palabra: había en todos ellos una expresión desencajada de horror, incluso Huaiquilaf, que era duro como roble, mostraba la boca entreabierta y los ojos temerosos. Parecían paralizados de miedo y, apenas vierónme llegar, despabiláronse y salieron corriendo hacia la espesura del bosque, alejándose en dirección a la costa. Ni siquiera levantaron campamento. La razón de su terror era evidente, y hallábase entre ellos y yo: los arbustos espejos habían reproducido durante la noche múltiples formas a imagen y semejanza nuestra, formas humanas que, debido a la cerrazón nocturna, no había visto al levantarme. Una decena de seres humanos enramados, firmes, alzábanse en medio del campamento, y miraban hacia la costa, en dirección a donde habían desaparecido MonteReyes, Cipriano y Huaiquilaf. Acerquéme al morral, y tomé asiento entre las piedras en las que usualmente acomodábame para dibujar. Retiré mi cuaderno y mis lápices, y empecé a bosquejar a uno de los seres enramados, el que encontrábase más cerca de mí. Estuve así unos minutos (tal vez pasó una hora, pero mi mente, alterada, ya no percibía el paso del tiempo con normalidad), y de pronto advertí algo que no había notado antes: el ser enramado que tenía ante mí parecía haberse movido. No con un movimiento rápido, sino con un movimiento imperceptible, como el de una flor en botón que, cubierta por sépalos, es empujada por sus pétalos, estambres y pistilos, y empieza a abrirse suavemente. Y parecía que el ser enramado habíase inclinado hacia mí, como si estuviera observándome detenidamente. Entonces levanté la vista y miré a los otros seres enramados… también parecían haberse movido, y los diez ya no miraban hacia el bosque por donde habían escapado mis compañeros, sino a mi persona. Era como si me estudiaran, de la misma forma que yo habíalos estudiado a ellos y a todos los demás seres que había descubierto en la isla. Nunca antes Ella habíame provocado una sensación de aprensión, pero confieso que en ese momento sentí algo parecido al pavor, y logré comprender a mis pobres compañeros. Y si bien había dibujado en detalle a uno de los seres, el que tenía frente a mí, y apenas había alcanzado a bosquejar a los otros, nada de eso importábame ya: cerré con un movimiento moderado mi cuaderno, a pesar de mis manos temblorosas, y guardélo junto a mis lápices en el morral. Al ponerme lentamente de pie escuché un crujido, como si fuera una
advertencia, y vi como las ramas del arbusto, que usualmente trabajaban de noche, comenzaban a moverse, provocando que el ser enramado ante mí también ejecutara un movimiento en su cuerpo, irguiéndose al mismo tiempo que yo, imitando a la perfección la forma de mi silueta. Esto paralizóme unos segundos, y por un breve instante vi algo que causóme un horror insondable: en su cara, el ser comenzó a disponer sus ramas de manera de copiar las facciones de mi rostro, o eso creí ver; era como si tratara de representar mis ojos y mi boca mediante los vacíos entre sus ramas, y mi nariz aguileña mediante una rama sobresaliente. Mirábame, el ser, fijamente, al igual que los otros nueve seres que lo rodeaban, y esas miradas eran profundamente intensas, y quemaban. No lo pensé dos veces: corrí espantado hacia el bosque, en busca de MonteReyes, Cipriano y Huaiquilaf. Habíase activado mi instinto de supervivencia, puesto que no lograba imaginar qué otro tipo de ser podría llegar a construir este lugar por voluntad propia; dábame la impresion de que su espiritu de creación era verdaderamente ilimitado. Ahora temíale, es verdad, con un temor parecido al de los hombres religiosos que temen de Dios y de la infinita capacidad que pregonan sus profetas”.
Imagen 34 . Ilustracion original 12 cm x 18 cm.
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Imagen 35 . Ilustración original restaurada 12 cm x 18 cm.
El bote enraizado bote de la isla, que aprisionábalo al suelo con su firmeza vegetal. De no conseguirlo, no sé cómo saldremos de este lugar… escribo estas palabras rápidamente, a la luz de la fogata, durante mi momento de descanso. Vamos haciendo turnos de trabajo, y todavía queda por limpiar la mitad del bote. Es de noche, la luna se esconde detrás de unos cumulonimbos espesos, anunciando una lluvia inminente. En todo el tiempo que pasamos en la isla yo evité lastimar a cualquier espécimen con el que encontrábame, hipnotizado por la belleza de su existencia, incluso llegando a regañar a mis compañeros por ello. Pero, ahora, en esta noche desesperada, no he dudado en arremeter mi machete contra esas ramas que apresaban nuestra embarcación, cortando con furia a la misma biología viva que tanto habíame maravillado durante meses. La fogata se apaga, debo buscar más leños para mantenerla encendida. Pronto sera mi turno de volver a la faena. Aferro con fuerza esta pluma, la misma con la que he escrito tantas notas y dibujado tantos bocetos, y declaro no sin un dejo de melancolía: la expedición ha terminado. Mis esperanzas recaen en la magnanimidad de la isla, que en su imperecedera sabiduría nos permita embarcar en el bote mutilado para poder marcharnos incólumes. Y, si la marea asi lo quiere, escribiré una próxima entrada ya en altamar, rememorando los exitosos eventos que nos permitieron navegar lejos de Ella, y del frondoso vigor de su fantástico ecosistema”.
Imagen 36 . Librea original 12 cm x 18 cm.
“A la hora del crepúsculo arribé en la costa poniente, donde habíamos dejado nuestra embarcación. Y allí hallábanse mis compañeros, machetes en mano, atacando el bote. Ellos no parecían asombrados de verme, pero yo encontrábame estupefacto por su actitud, y no sin angustia pregunté qué estaban haciendo. Y en ese momento Montereyes alzó el machete en dirección a la embarcación, e indicó con su filo: al bote, que encontrábase lleno de musgos y plantas y ramas que sobresalían de las tablas de su estructura, las que parecían haber cobrado vida floreciendo en forma de pequeños árboles que alzábanse envolviendo su cubierta por completo. Cipriano y Huaiquilaf encontrábanse en la faena de cortarlos, pero era trabajo pesado, pues el follaje era bastante frondoso. Mi mente naturalista arrojó una respuesta por sí sola, y entonces supe que la isla había revivido la madera muerta del bote, de la misma forma que haríalo con cualquier otro elemento de origen orgánico, pues su tendencia era potenciarlos hasta darles vida nueva. Sintiéndome aún más derrotado que la noche anterior, supliqué a mis compañeros por su perdón. Cipriano y Huaiquilaf detuvieron su faena, y observáronme con ojos conmovidos. MonteReyes, posando amablemente una mano en mi hombro, díjome con ternura: no hay nada que perdonar, don Malaquías. Y alzando su otra mano, ofrecióme un machete. Fue una decisión tácita: intentaríamos restaurar nuestra embarcación cortando las ramas y arbustos crecidos de manera de desprender el
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Epílogo Es evidente que en nuestro mundo conocido no se han encontrado ni datado científicamente especies como las descritas en los diarios de Malaquías Gabilante, de manera que su recuperación nos plantea varias dudas razonables. ¿Cómo leemos estos diarios hoy en día? ¿Qué interpretación les damos a estas especies fantásticas y desaforadas? Y aún más importante: ¿estamos ante una obra verdadera o una obra de ficción? El ejercicio de recopilación y edición de los diarios nos sumerge en un pasado del cual no podemos apropiarnos, un pasado regido por leyes que, aunque las llevemos a la actualidad, siempre estarán fuera de nuestro alcance, porque son leyes que definen un mundo propio, que representan un paradigma cerrado en sí mismo. Como obra verdadera, los diarios de Gabilante interpelan el conocimiento que tenemos de la flora y fauna existente en nuestra realidad; como obra de ficción, los diarios son un esfuerzo digno de una imaginería mitológica. El sur de Chile es el sur del mundo, un espacio territorial que siempre ha sido fértil en la riqueza del relato, repleto de leyendas, mitos, creencias y sucesos históricos. Desde la remota antigüedad, el hombre ha intentado explicar circunstancias que se le presentan irracionales en la forma de relatos míticos, pues el mito es una objetividad de la experiencia del hombre en relación con los fenómenos de la naturaleza. Cabe entonces preguntar: ¿dónde está esa objetividad? ¿Donde está el límite certero entre lo que sabemos de lo que creemos saber? ¿Quién puede determinar si estos diarios son verídicos o ficticios?. El determinar ese límite es una tarea individual, ineludible, que ahora queda en manos del lector. Nosotros , como editores, ya hemos cumplido con otra tarea igualmente necesaria: la de haber recuperado y entregado al mundo esta obra que, con su sola aparición, cuestiona todo el ecosistema natural que creíamos conocer, esa biología viva que damos por sentado, porque aún cuando no la experimentemos cotidianamente en nuestras celdas de concreto, sigue estando ahí, evanescente, como una realidad invisible a nuestros ojos.
LaS ISLAS PARA MI, FUERON AQUELLO QUE M
INVESTIGANDO, AUN CUANDO SABIA QUE NO POD
Imagen 37. Ilustración digital sobre original. De izquierda a derecha: Cipriano, Montereyes y Huaiquilaf . No hay información de nombres de la tripulación ni datos fehacientes de su origen.
ME DIO LA FUERZA PARA CONTINUAR DRIA encontrar aquello que buscaba m.gabilante.-
En el año 2002 mientras se realizaban las obras de demolición de una casona patronal en Chiloé, fueron encontrados cuadernos con anotaciones referentes a expediciones realizadas en el golfo corcovado en el año 1835. Estos cuadernos pertenecieron a Don Malaquías Gabilante, asiduo marinero explorador quien junto a su equipo recorrió los fiordos del Sur de Chile realizando investigaciones de lo que él denominó “Anotaciones de Biología viva”. En estas islas flotantes Malaquías Gabilante paso numerosos días explorando lo que a su juicio seria “uno de los descubrimientos más notables de la historia de la humanidad”. ¿Se las
trata del mayor descubrimiento en la biología referente a plantas o rezagos de relatos mitológicos propios del lugar?
Cualquiera sea la respuesta estos cuadernos nos sitúan frente una biología perdida en el tiempo y a sucesos atemporales que difícilmente podemos ignorar.
“Anotaciones de Biologia Viva” es sin duda un documento histórico de lo que estas tierras y mares de Chiloé fueron y pueden ser, si se dan las condiciones correctas de fertilidad del relato” Luis Guzman Gonzales, Biologo U. de Plata
“Los relatos de Malaquias rescatan lo mejor de el realismo Mágico y la nueva Mitología del sur del mundo” Dr Luis A. Pino
Historiador