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La escandalosa y sanguinaria crueldad del filósofo Joaquín Ivars, febrero 2018 Que hable solo. Que hable Jorge Galán. Que hablen sus acciones. Está en su momentum: es su ímpetu, nos montamos en su vector de movimiento en las direcciones que sea necesario; a eso veníamos ¿no? El curador (risas), el comisario (carcajadas), no tiene aquí la función de la intermediación paternalista/negociadora con el autor y con el público que Boris Groys y tantos otros le atribuyen, sino acaso -y se me antoja prescindible- la de hacer un comentario otro, ajeno, extemporáneo, proponer una cierta brutalidad, una cierta ferocidad enajenada del motivo y el afecto que le invita a HABLAR-MENTIR como Epiménides, el griego cretense, (“Todos los cretenses son unos mentirosos”) mirando de reojo, como miran los que comparten dirección por unos momentos, unos pasos. Pero no es una carrera de relevos, no hay paso de testigo ni nada que se le parezca. Ni se hace escuela ni se dejan secuelas (Ah! esos principales peligros de los “enseñantes”). Entonces, la función es la del comentario que viene de lejos y se aleja igualmente con El pensamiento del afuera, (Foucault: “Miento. Hablo”). El comentario que se cruza en el camino con el lenguaje activo del comentado. Sin tocarse. Siempre exterior. Desde afuera. No serviría de nada el tocamiento. Sin rozarse. Apenas el aire común de unos encuentros fortuitos en algunos espacios de concentración, campos, durante algunos momentos. Lenguaje pues definitivamente paralelo, sin posibilidad de encuentro. Nunca nos entendemos, ni poco ni mucho. Los códigos sirven para poder desentendernos adecuadamente, para poder echar las culpas a la intermediación, excelente cabeza de turco o justificación de próceres políticos: “Nos ha fallado la comunicación”, “Hemos de ser más pedagógicos”. Con Godard: “Todo niño es un preso político”, los estudiantes sobre todo, en la familia y en la escuela, en la universidad. Y sus profesores y progenitores: acreditados capataces de cárceles (que transmiten códigos, protocolos y metodologías), y ellos, asimismo, desde el estrado o la cabecera de la mesa, inconscientes presidiarios. Pero no hacen falta excusas ni repentinas iluminaciones y ataques de súbita lucidez: humildemente compartimos desencuentros más o menos felices, más o menos amargos, más o menos sobrios o ebrios, armónicos, rítmicos, sincopados. Compartimos desencuentros porque resulta imposible sincronizar el mismo nivel de humor, la misma lógica temporal y afectiva. En esto no hay tristeza, es solo así, sería bueno recordarlo cada vez que compartimos un desencuentro, evitaríamos mucha mala sangre. Desmintamos a McLuhan (“El medio es el mensaje”): Nosotros somos el medio, el mensaje nos es desconocido. Por completo. Pero, sin embargo, hablemos. Como todos los días. Contémonos las cosas que nos pasan. Auto-narratividad. Inflamación del relato de nuestro pequeño mundo que nos cobija de la verdadera intemperie que no sabe de arrullos; inflamación del sujeto: YO, que atesoramos y voceamos como único recurso para sentir la existencia como algo propio; inflamación del lenguaje que expresa nuestros estertores desde el primer llanto a la luz del nacimiento. Inflamación del yo, del lenguaje, del mundo: hinchazón distribuida del yo en sus infinitas máscaras, del lenguaje en sus secuestros locales y su pillaje universal, y del mundo en sus múltiples versiones, hasta transformarlos en ocupantes absolutos de aquello que insistimos en llamar vida. Y sabemos que las inflamaciones enrojecen la piel, calientan y tensan nuestros tejidos, duelen.

Hablan tres acciones enganchadas. Que hablen. Solas. La interpretación aquí no cabe, no hay sitio para ella. Aunque el aire de las acciones sí es de familia, y de familia es también el aire que circula entre ellas y el que circunda a los que abandonaron ontologías y metafísicas para girarse lingüísticamente. Si entre entes no nos entendemos… atendamos al lenguaje que hablan, a ver qué dicen: Nietzsche, con sus ejércitos de metáforas (entre ellas, en algún sitio leído o escuchado: “El hombre es el animal que se predice”… que antecede con su lenguaje aquello que quisiera hacer; Heidegger: “El lenguaje es la casa del Ser”, del ser arrojado al mundo, del ser que se proyecta en un lenguaje ya dado; Gadamer: “El ser que puede ser comprendido es lenguaje”; Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar hay que callar”; y muchos etcéteras. Ese giro lingüístico atribuido a Rorty como antología del cambio de dirección de la filosofía, El Giro lingüístico firmado por Richard Rorty, corría 1967 (de 1965 son las Una y tres sillas del artista conceptual Joseph Kosuth), que necesita mención aparte, sobre todo en este caso: léxico y no lenguaje, “Léxico último”: palabras usadas para identificarnos con un yo creyente. ¿Pero qué credo? Cualquiera. Retahíla de adhesiones. Hoy se podría resumir en un “me gusta”, eso dicen algunos entendidos. El credo es el modo de cesar en la duda. Mantenerse en la duda es insoportable. Asertividad. Yo: YO. Tautología del encuentro socrático consigo mismo, o la escandalosa y sanguinaria crueldad del filósofo: “Conócete a ti mismo”. Tres acciones (hablo-miento, callo-miento, también) de la celebración del encuentro que siempre es desencuentro. Los silencios son, igualmente, lugar de lucha. Arte relacional, arte del estar juntos, nos dirían pomposamente siempre con una cerveza en la mano. Por todos lados etiquetas, eslóganes, mantras, rituales: pandillerismo del arte de consigna. La performance, la acción, en este caso se proyecta, se predice, se dice, se hace, explícitamente se manifiesta, se enuncia. Sin más. Pero por encima o por debajo, un agradable tufillo a sarcasmo y a violencia emboscada en la broma. Risas también que se esconden en otras risas, matrioskas de risitas cada vez más pequeñas, más herméticas, más burlonas, más ácidas, más corrosivas. Pasen y rían, si saben. Con Jorge, claro; solos no tiene ni puta gracia. Pero luego, cuando lleguen a casa después de las birras, no se olviden de mirarse en el espejo por si, entre risa y risa, les ha salido un agujero en algún lado que no esperaban.


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