La cancion de los nibelungos

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Traducción de CARLOTA VALLE LAZO

CLAUDE METTRA

La canción de los nibelungos

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MÉXICO


Primera edición en francés. 1984 Primera edición en español, 1986

Impreso en México

Introducción

A pesar de su apariencia múltiple, zigzagueante y difícil de captar, el espíritu europeo da pruebas de una congruencia sorprendente en sus grandes intuiciones y en las imágenes primordiales que lo han obsesionado desde su origen y que continúan modificándolo aun a su pesar. Si bien esa coherencia espiritual no se extiende hasta sus mitos, que provienen de fuentes demasiado lejanas en el tiempo y de temas muy diversos, es notable la unidad de conjunto en el llamado a la belleza de alta mar, el esfuerzo de la voluntad, el afán de autosuperación. Los horizontes de Europa, que se encuentra como bloqueada entre los hielos del Gran Norte y la hornaza de África, entre la inmensidad sin fin de los grandes océanos y la grandiosidad sin límites de las llanuras rusas al Oriente, los horizontes de esa Europa que no es en el mapa sino un minúsculo apéndice del Asia gigantesca, son en efecto, propiamente hablando, infinitos; y en ese infinito del alma y del corazón, de los deseos y de los sueños, Europa se concibió, se desarrolló, se imaginó en el espejo de sus leyendas más nobles. 7


Ahora bien, es esta fuente infinita la que nos proponemos explorar. No se trata, claro está, como quizá está de moda, pretender que Europa se haya construido encima de un celtismo sin falla o de un germanismo mítico, que nuestros antepasados escandinavos, francos o alanos no hubieran sabido reco nocer. Sabemos perfectamente todo lo que Europa debe como herencia a Atenas, a Roma y a Jerusalén, entre otras, así como a Córdoba y, a veces, a Damasco. Sin embargo, me ha parecido necesario volver a la búsqueda de nuestros mitos primordiales, en lo que tienen de esencial y, por lo mismo, ir más allá de las peripecias de la historia y la espuma desvanecida de las sociedades transitorias. En resumen, se trataba de redescubrir los territorios que le son propios al imaginario fundador de nuestro continente, pero con un espíritu singular que no sea, en modo alguno, el de una nostalgia estéril, de un culto al pasado sin mañana, de un quejarse en voz baja de las riquezas desaparecidas, sino, al contrario, el de una ardiente voluntad de reapropiarnos, hoy día, de nuestros cuentos de siempre y del deseo de verlos repetirse en las palabras del presente. ¿Acaso no constituiría una piedra de toque para saber si tales imágenes milenarias siguen vivas, verlas resistir el choque de la reescritura, o mejor aún, verlas salir victoriosas y más frescas que nunca? Tristán, Melusina o Lancelot, las antiguas hadas y los héroes medievales recobran súbitamente una juventud novísima, y éste no es el menor de los méri tos de Claude Mettra, quien también nos muestra

que Sigfrido, Brunilda o Hagen, a quienes podríamos creer agotados después de la dramaturgia wagneriana. siguen siempre tan nuevos y capaces de alimentar de tal suerte lo más nuevo de nuestra alma. Michel Cazenave


A Catarina, a Federico.


I. El oro del Rin

Extraño es este otoño: este palacio otrora lleno de risas, de canciones y de enojos; esta colina por encima del Rin antaño colmado con el rumor de las fiestas, de las justas y de músicas vagabundas; esta llanura murmurante de las caravanas de mercaderes y de galopes de caballos guerreros; todos estos sitios que fueron desde la infancia mi territorio, no son ya sino desierto y soledad. Ningún enemigo, sin embargo. vino aquí a traer el hierro y el fuego, ninguna tropa cruel pasó para saquear y destruir la residencia burgunda. Muchas armas centelleantes están aún suspendidas en los largos corredores solitarios, muchas joyas reposan en los cofres labrados donde se amontonaron las riquezas de numerosas tierras lejanas: pero el polvo recubre poco a poco las espadas y los escudos, y las arañas tejen pacientemente su encaje en las habitaciones abandonadas. De mañana, en el espejo que antaño fuera del rey y del que nadie se disputa el uso, vuelvo a encontrar en mi rostro las ruinas de esta tierra. Lentamente me vuelvo semejante a esos muros que., privados de presencia humana, parecen cansarse de ellos mismos como si su pesadez mineral no pudiera ya protegerlos más contra el sufrimiento que los roe. 13


Mi la/ es la que no me reconoce y ya no dispongo más que de mi nombre como algo parecido a la existencia. ¿Este nombre sigue siendo el mío? ¿Cómo podría saberlo puesto que ya no hay nadie que me llame? A veces, como un hombre viejo llegado a la extrema indigencia del espíritu, me repito incansablemente: "Tú eres Goll, Goll, el trovador"; y encuentro alguna certeza en la repetición de este sencillo nombre. Recuerdo que, muy niño, había hecho amistad con un prisionero encerrado en uno de los sótanos del palacio. Paseando al pie de las murallas, había oído, romo subiendo de las profundidades de la tierra, algo que parecía una melopea. Me había costado mucho trabajo comprender, al principio, que la voz brotaba de entre dos piedras desunidas, estrecho espacio luminoso entre la noche del granito, y más tarde, captar que provenía de un pobre ser humano gimiendo en su servidumbre. En aquella edad, apenas si sabía lo que era un prisionero; pensé que se trataba de una especie particular, entre el hombre y la bestia, y portador de alguna maldición. Durante los días que siguieron fui con mas frecuencia a ese mismo lugar, prestaba mayor atención al lamentable canto subterráneo hasta aquel atardecer, cuando me puse en cuclillas cerca de las piedras separadas y saqué unas cuantas notas a mi caramillo infantil, Terminada la música, hubo un largo silencio y después la voz que se alzaba de nuevo atravesando la oscuridad, diciendo, repitiendo: "Erigos... Erigos...", y mi flauta le respondió. Más tarde, por medio de la servidumbre de la cocina y de los palafreneros, que eran casi todos esclavos llegados de 14

regiones muy extrañas, supe que el que cantaba así, dolorosamente, en los bajos fondos del palacio, era un hombre originario de los mares del Sur, de aquel país de donde venían las jarras de aceite de oliva y las plantas aromáticas; un griego, sin duda, que nada sabía de nuestro lenguaje y que lanzaba así su nom bre "Erigos... Erigos" a través de una noche que era, a la vez, la de la carne y la del corazón, con la esperanza insensata de que alguien lo reconociera y ayu dara a volver a encontrar la luz, su luz. Su esperanza no fue vana, pues por escucharlo a lo largo de los días, y conversar así con él por medio del silencio y de la música, por torpe y pueril que fuera esa música, acabé por apegarme a él sin saber nada de su rostro, imaginando únicamente su desnudez expuesta a los caprichos de los sótanos, su diálogo absurdo con las piedras rezumando humedad y con los sapos escondidos en los rincones de su antro. Con la obstinación de la infancia, indiferente a las jerar quías y los rigores de la comunidad humana, no cesaba de conversar con la reina acerca de ese desconocido al que mi imaginación dotaba, sin duda, unos muy curiosos colores. La reina era joven entonces, y hermosa y aun hechicera para un pequeño al que fascinaban las máscaras múltiples de la belleza. Y ella me amaba también, porque estaba mezclado al tropel de los juglares, de los músicos y poetas que la distraían de las costumbres algo rudas de los soldados o de las frases resecas de los consejeros del rey. El día que ya no oí más esa voz subterránea y se lo comuni qué a la reina, ella me afirmó que el prisionero había sido enviado, libre, hasta el límite de la gran selva que se extiende hacia el Sur. 15


Más larde, mucho más tarde, tuve la sospecha de haber sido engañado. ¿El extranjero había sido verdaderamente restituido al aire del mar, a los pájaros y a las bestias salvajes o bien había quedado, como tantos otros, abandonado a las garras envidiosas de la muerte? Esta sospecha me ha herido periódicamente, y en estos últimos días traté de saber por la reina lo que en realidad ocurrió, pero ella no pudo sacar, de todas las imágenes acumuladas en el fondo del gran pozo de la memoria, aquella que me hubiera aclarado lo sucedido. Pues ella está siempre aquí, esta reina cuya vida se tejió paralelamente a la mía. Sería más exacto decir que mi vida se había tejido paralelamente a la suya. Ella está aquí, fantasma de su propia carne, única sobreviviente del gran desorden del reino, único vestigio subsistente de esta suntuosidad que fue, por tanto tiempo, nuestra suerte. Ella está aquí, pero desde que nos enteramos de la matanza de nuestros príncipes y de nuestros soldados en el palacio de Atila, después de que por medio de la mano asesina de su hija Krimilda murieron todos aquellos que habían construido, sostenido y cantado las glorias de los burgundos, después de que los últimos habitantes de la casa se fueron con el temor, desdichadamente fundado, de que las tribus del Norte viniesen a poner el pie en este reino abandonado, la reina yace postrada en un rincón de la gran sala donde tuvieron lugar, antaño, tantas fiestas magníficas. Larga, interminable agonía de la cual no sale sino para atravesar con paso dificultoso la vasta pieza, con la mirada errante hacia las paredes ahora mudas, pero que parecen recordar aún las alegres canciones, 16

los grandes troncos que ardían en las chimeneas y el olor de los bueyes asados con los que se hartaban los caballeros. Y yo, histrión irrisorio, trovador sin empleo, yo, que todavía creo escuchar a través de las losas enfangadas una voz que murmura irónicamente: "¿De qué te sirve haber cantado tanto?" Ahora estoy aquí tan sólo para adivinar el paso lento de la gran dama blanca, el caminar precavido de la mujer con la guadaña. Ella toma su tiempo, contentándose con depositar en cada crepúsculo algo de su blancura sobre el rostro de la reina. Ute, tal es el nombre de la reina y hasta estos últimos días jamás había yo pensado pronunciar su nombre, habiéndole hablado siempre bajo el signo de la soberanía; pero viéndola así surgir de la oscuridad, he aquí que he comenzado a nombrarla, como si ella fuera una simple mujer; como antaño he debido yo llamarla en mi más pequeña infancia, en el momento cuando la palabra se abría camino en mí y cuando ignoraba todas las barreras que separan a los nobles de los villanos; y la llamé "Ute" a través del medio sueño que pesa en sus párpados, a través de la semivigilia que, de cuando en cuando, arroja un relámpago de fuego en sus ojos ausentes; la llamé "Ute" con el designio más o menos confesado de devolverla a ese tiempo lejano, cuando ella se hallaba en la gracia de la adolescencia, soberana sumamente joven entregada a las caricias de un guerrero salvaje; entonces yo no era sino uno de esos niños cuyos juegos y risas no estaban proscritos de la residencia real. Pero el llamarla así no levantó en ella ninguna emoción visible, apenas un estremecimiento de las 17


pestañas, un temblor de las arrugas que despedazan su faz. Como si ya se hubiera cumplido en ella ese desdoblamiento que marca, según se dice, la aproximación del fin; como si antes de cruzar el umbral de este mundo necesitara despedirse de ella misma, separarse a la vez de su nombre y de su ser, arrojar su propio despojo, pero ¿para revestir qué andrajo? Axial pues, estoy aquí, yo, Goll el trovador, con la única compañía de aquella a quien la agonía arranca lentamente sus máscaras; tras la reina, tras la mujer que pedía juramento de fidelidad a los hombres y a las cosas, se revela otra cara, fuera del tiempo, el rostro mismo de la maga cuyos sortilegios anunciaron el comienzo de las grandes desgracias donde iba a hundirse el reino de Worms. Y para acompañarla en su último periplo, para acompañarme a mí mismo en esta espera de un mañana donde no veo sino peligros, no puedo más que retrasar el prolongado uso que la historia hizo de nosotros, la misteriosa tormenta en cuya fuente reconozco, en la profundidad de mi imaginación, el rostro del Nibelungo, de ese hijo de la noche y de la bruma que quiso conocer el esplendor del día y el oro del sol. He soñado sin fin sobre esos relatos que atravesaron innumerables generaciones; me he arrastrado, despierto o dormido, en esas leyendas cuyas figuras, en los labios de unos u otros, se encuentran en constante dependencia. Pacientemente, según los signos que en la mayoría de las veces me fueron confiados por el sueño, he reconstituido la trama confusa de una aventura cuyos actores originales no eran, en modo alguno, semejantes a nuestros hombres; el destino les otorgaba otros poderes distintos a los nues18

tros y los mantenía fuera de los miserables límites del nacimiento y de la muerte. Después de todo, tuve otras tareas durante toda mi vida, como trovador del palacio, que el de vagabundear así, con los únicos fulgores del espíritu, en la bruma del pasado, semejante a un navegante arrojado en los vestidos azules del océano y descifrando, a través de espejismos, las sonrisas que el sol dirige a las aguas marinas, a los arrecifes ocultos bajo las olas y a las ballenas que tanto aman descansar en los flancos de los navíos. Una vez más al despuntar el día, cuando las praderas se asombran del esplendor del rocío, vine a sentarme sobre la roca desde la que se domina el río. Las aguas tienen aquí que abrirse un camino por entre dos riberas escarpadas y sin descanso; en gran tumulto giran en derredor de una roca que ocupa el centro del lecho. Nada se ofrece a la mirada, a no ser la violencia de la espuma, como si el agua llevara en ella todos los tormentos de las tierras cruzadas, la angustia de los glaciares de donde surgió el pavor de las altas cimas sin cesar confrontadas con el abismo. La superficie de un río es semejante a un rostro humano y ¿cómo, más allá de la apariencia, aprehender las pasiones que lo habitan, los desórdenes de los cuales es testigo? Sin embargo, una vez más mis ojos cansados tratan de penetrar más allá de la espuma, pues para siempre me es imposible librarme de una imagen que me obsesiona; la de ese oro que, según se dice, reposaba en el seno del río, en esa profunda región donde el agua ya no conoce nada de las turbulencias de las estaciones. Conozco la fuente de esta obsesión; muy niño, me ocurría a veces ver al sol acostarse sobre el lecho del 19


río, que corre casi exactamente del Este hacia el Oeste. Y las aguas incendiadas se convertían en la cuna donde el astro iba a buscar su noche y sus sueños, hundiéndose lentamente en la intimidad de las corrientes, volviéndose piedra de oro y, así, lavándose de las polvaredas del gran día. Pero ese sueño infantil volvía a encontrar, a su manera, lo que la leyenda nos dice del pasado de este país, una leyenda que mi larga existencia logra dificultosamente separar de la historia que me tocó en suerte. Hace ya mucho tiempo que en esas líquidas dependencias vivían siete hijas de las aguas, siete criaturas que llamamos hijas a falta de otros vocablos, sin duda solamente porque ellas representaban la inocencia y la gracia. ¿Acaso eran semejantes a esas sirenas que, por una parte, están del lado de las bestias de] mar y que los marinos, a veces, encuentran en playas que no aparecen en las geografías? Únicamente podemos descifrar su imagen en nuestros sueños, quizá bajo huellas de auténticos encuentros entre nuestros muy antiguos parientes. En los rumores del río, esas muchachas giraban sus largas cabelleras adaptándose a las curvas y a los caprichos del agua. Ellas estaban allí desde la edad original inaccesibles al desgaste del tiempo y a la metamorfosis de las carnes vivientes; habían sido testigos del prolongado trabajo que la materia, poco a poco surgida del caos, había ya cumplido sobre sí misma casando unos elementos con otros para dar nacimiento a formas cada vez más y más resplandecientes. Y tanto había obrado así la naturaleza, que apare20

ció la figura provisionalmente terminada de esas nupcias de los elementos, ese oro que parecía concen -trar en sí las múltiples imaginaciones del agua, del aire, del fuego y de la tierra. Un oro donde la potencia creadora surgida de la nada había encontrado su expresión suprema. Y ese oro invisible sin duda a las miradas vulgares, reposaba sobre una roca; las siete hijas de las aguas eran sus guardianas; eran también sus hijas. Pues su belleza, que se decía tan fría como la nieve, su irradiación, que se comparaba a la de la luna en su esplendor, lo recibían ellas del oro mismo, ese oro que era para ellas como un lago espejeante donde se contemplaban, y en esa contemplación su cuerpo se renovaba sin cesar en su suntuosidad. Permanece, como un recuerdo en nuestras campiñas, el poder que puede llevar en ella el agua magnificada por un oro llegado del cielo. Pues secretamente, en las noches de luna llena, como las ondinas del río antiguo, las mujeres de este país vienen, a veces, a buscar el reflejo de su rostro en la paz de los lagos para siempre dormidos y piden a la noche atenta les devuelva a sus rasgos la frescura de la infancia. Pero no es mi propósito evocar a las personas en medio de las cuales viví y con las que compartí alegrías y miserias. Esas hijas de las aguas por mucho tiempo danzaron en derredor de la piedra de oro y a medida que el tiempo transcurría el oro ejercía sobre todo lo que lo rodeaba una fascinación creciente. Desde el fondo de la bóveda celeste, las estrellas reconocían en él un fuego comparable al suyo y en las entrañas de la tierra unas raras criaturas nacidas del limo y de las humaredas interiores se sintieron poco a poco atraídas por todo ese espacio desconocido, 21


donde el sol y el oro parecían responderse. Ellos se llamaban a sí mismos los nibelungos. ¿Quiénes eran esos enanos gestados en la oscuridad de la tierra, que lentamente habían cavado su residencia en esas tinieblas? Unos seres deformes aún pero aspirando a la luz, buscando confusamente la vía que la creación les había destinado. Había uno, entre ellos, cuyos ojos habían aprendido a domesticar lo negro, a inventar en la noche un vago reflejo de ese día del que ignoraba todo. Fue él, el primero, que al azar de esas hendeduras que a veces despedazan a la tierra en su profundidad, percibió un tenue hilo de luz por encima de su antro sepulcral; grietas que pronto ensanchó el fluir de las aguas. Entonces ese nibelungo que se llamaba Alberico, con sus miembros ágiles a pesar de su deformi dad, se alzó hasta la abertura luminosa. Empresa llena de peligros, pues sus ojos tenían dificultad en acostumbrarse a ese brillo desconocido y tenía la impresión de que un negro, de una tonalidad del todo diferente a su oscuridad familiar, penetraba en el interior de su ser, entenebreciendo a la vez sus sentidos y su espíritu. Cuando la noche se apoderó de nuevo del cielo, cuando aún se encontraba en mitad de su ascenso, creyó que había sido victima de uno de esos extraños espejismos, que son la tela de fondo de la existencia cotidiana de los enanos condenados a vivir en un universo donde la realidad no cesa de perderse en las máscaras de lo irreal. Permaneció así largo tiempo pensativo, aferrado torpemente a la pared lodosa hasta que el alba de otro día renació. Y durante esa larga noche en vela, todo su ser se había transfor22

mado; no solamente le llegaban los ruidos y unos rumores sin relación con lo que había podido escuchar, hasta entonces, en la soledad de su tierra negra; no solamente sus manos y sus pies habían adquirido una fuerza desconocida, sino que parecía ascender por él una iluminación sin paralelo en los pobres límites de su ciego espíritu. Mientras veía disolverse la oscuridad, por encima de él, poco a poco, en la aurora naciente, su atención habíase apegado toda entera a la extraña melopea que se desplegaba del lado de los espacios luminosos; no disponía aún de nombre para designar los sonidos claros y armoniosos que vibraban, tan pronto a izquierda como a derecha, a veces próximos, a veces lejanos, pero sentía en su propio cuerpo el eco de esas resonancias desconocidas que lo hundía en un asombro infinito. Si al nacer los enanos hubieran recibido el don de las lágrimas, sin duda Alberico habría llorado, pero fue más bien un reír doloroso que se apoderó de él, y atravesó, como un estertor, el territorio tenebroso extendido a sus pies, y alcanzó a los otros enanos perdidos en su negra soledad. Alberico, aferrándose a la pared terrosa, subió por fin a la gran claridad del día. Ahora sus ojos estaban del todo habituados a la luz, pero en vez de contemplar el espectáculo que se hacía y deshacía en su derredor, se tendió sobre la tierra húmeda como si tuviera antes que nada necesidad de impregnar su cuerpo monstruoso de todo ese esplendor solar cuyo rostro era el primero de su raza en descubrir. Y permaneció así durante largo tiempo, con la cara hundida entre la hierba, regocijándose con el calor desacostumbrado que penetraba sus miembros. 23


Después alzó lentamente la cabeza. A unos cuantos pasos de él murmuraba el agua del río y, en el res plandor de los torbellinos, vio pasar frente a sí, apresuradas, frágiles, siete criaturas desnudas dentro de su carne lechosa, siete formas desconocidas en las entrañas de la tierra; su simple descubrimiento lo hizo estremecer del todo como si brutalmente ellas revelaran a su corazón deforme el secreto mismo de la creación. Pensando en esa primera mañana llena de sol del hijo de las tierras interiores, puedo saber lo que fue su turbación y su asombro. Pues la naturaleza está hecha así; la riqueza de los elementos nos está oculta, no tenemos sino la debilidad de nuestros sentidos para acercarnos a ella y sin embargo aun las criaturas más toscas tienen, de vez en cuando, el presenti miento de esa perfección que nos es inaccesible. Encuentro a veces la imagen en los ojos asustados de las bestias rudimentarias como esos sapos que econtramos en el azar de los caminos y que parecen lamentarse de su fealdad y su infinita carga para adelantar en la confusión de las cosas murmurando: "¿Quién nos confió así a la ignominia y al sufrimiento cuando los pájaros vuelan libremente en las ramas de la primavera y los zorros disfrutan de la frescura del crepúsculo?" Esa primera mirada de Alberíco sobre las hijas de las aguas es un homenaje rendido a la turbadora suntuosidad de la vida. Pues está bien la vida, bajo su forma más primitiva y más refinada, que se insi núa en su sangre. Por primera vez el enano resiente lo que es del otro, de ese otro cuerpo que parece llamar al suyo. Entonces se apega más a esas criaturas cuyas 24

largas cabelleras se mezclan a las convulsiones apresuradas del agua, danzando en torno a la roca bañada de sol. Alberico, a la vez, está envuelto por la tierra, por el agua y por la luz y de uno a otro su cuerpo torpe busca en vano asiento. Las siete hijas de las aguas que no tuvieron aquí por compañeras más, que las voces de los vientos, se turbaron súbitamente con esa presencia. ¿Acaso existe otro mundo que el de los dioses escondidos de los cuales ellas son las siervas? ¿El escenario inmóvil al cual están condenadas va a dejar lugar a otro espectáculo del cual va no serán ellas las únicas actrices? Bajo su belleza fría, otra sangre circula. Pues he aquí que Alberico se siente atraído con violencia hacia esos cuerpos en movimiento. Una de las ondinas pasa lentamente ante el y es como una quemadura en todo su ser. Entonces va en persecución de la segunda, pero ésta desaparece tras el arrecife. La tercera se queda, sola, tendida en el agua, descansando la cabeza en la arena; Alberico se aceita a ella, pero ella no siente temor alguno de él; pasa su mano sobre la cabeza velluda, sobre los hombros deformes y mira a Alberico hasta el fondo de sus pupilas; en esa mirada ella descubre una flama que jamás vio en los ojos de sus compañeras. El enano de los dedos gruesos toca delicadamente la nuca de la desconocida, contempla alternativamente ese cuerpo irisado y su propia carne. Después, la hija del agua se levanta y lo arrastra en una danza loca, a la que él se entrega, con los ojos cerrados, invadido de pronto de una alegría inmensa hasta que, en el último impulso, ella lo 25


lanza sobre la orilla del río, se inclina sobre él y pone sus labios sobre su boca. Pero he aquí que en torno de ellos la luz se transforma. Todo el aire parece colorearse de verde, después el verde cambia al rojo y el rojo al oro. La hija de las aguas posa sus manos sobre los ojos de Alberico: "No mires..." Pero ya sus compañeras están aquí, se alejan del Nibelungo. Y cantan: 'Buscas el amor, Albe-rico, buscas el amor..." Pero ¿qué saben ellas del amor? ¿Cómo inventaron ellas esa palabra? Alberiro contempla la luz. de oro que lentamente se reúne, se concentra en la cima de la roca. Las hijas cantan de nuevo: "Ven con nosotras, Alberico, ven..." Perú el enano tiene siempre los ojos fijos sobre la roca. Y una voz muí rama: "Alberico, lo que contemplas es el oro del Rin, el tesoro que nos ha sido confiado. Aquél que logre apoderarse de él y forjar un anillo, ése tendrá poderío en todas las cosas, pero su suerte será maldita y jamás conocerá el amor, ese amor que por primera vez. Alberico. te atravesó del todo, ese amor al cual no estamos destinadas y del cual apenas te hemos indicado el camino. Ven con nosotras..." Pero el enano camina con lentitud hacía la roca; ya no hay en su espíritu sino la obsesión de ese tesoro; las hijas de las aguas giran en torno de él aunque se diría que una fuerza extraña las despoja de ellas mismas; parecen más bien acompañar al enano en su ascenso. Fue únicamente cuando Alberico asió el oro que recobraron su violencia natural, aunque ya dema siado tarde. El enano se deja resbalar apresuradamente al pie del arrecife, atraviesa las aguas y desaparece en sus profundidades. Una luz crepuscular 26

baña ahora el río y las siete hijas del agua se entregan a la corriente; la espuma estupefacta las arrebata y a medida que se alejan de la roca chispeante, sus cuerpos se deshacen, se pierden en la maleza vegetal que encuentra asilo en el lecho mismo del río o en sus riberas. ¿Acaso se convirtieron en musgos, algas o gráciles álamos que cantan con el viento en los días de tempestad?... Algunas veces, vagabundeando en las riberas de los cursos de agua que riegan nuestros países, me ha parecido oír sus voces, presentir sus rostros a través de los setos espinosos. ¿Voces de queja o voces de liberación? No lo sé. Más que guardianas del oro, lo eran de la existencia lenta de los elementos, de las metamorfosis casi insensibles de las formas de vida. Ahora, la criatura de la noche, en un instante atravesado por la iluminación, dijo no a las hijas del agua, que tam bién son hijas del sol, y el oro, arrancado de su morada original, descansa entre sus manos.

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II. La guardiana de las manzanas

Mientras el enano vuelve a su morada subterránea. con las manos crispadas sobre ese oro donde ningún sol busca su reflejo, en la más alta cima de la montaña, en su castillo construido arriba del Rin, des cansa Odín junto a su esposa Fricka. La reina duerme apaciblemente pero la pesadilla atraviesa el espíritu adormecido del rey. Y en el sueño, vuelve a realizar sin descanso el mismo viaje, aquel que lo condujo hasta la morada de las tres Nornas, esas tres tejedoras hoscas a quienes el destino confió la madeja del tiempo. ¿Por que emprendió esa expedición insensata en lugar de quedarse en el sitio que le había sido asig nado? Su única preocupación era la de velar sobre la armonía de las especies vivientes, asegurar el apacible desarrollo de los días y de las noches y la feliz sucesión de las estaciones. Sin duda porque una mañana clara, muy semejante en todo a la de este día, a menos que haya sido en la densidad de la medianoche, le pareció oír los primeros crujidos que amenazaban un orden sobre el cual ya no tenía soberanía. Porque creyó ver los elementos desprenderle los unos de los otros, las especies buscar su libre vuelo y 28

romper los vínculos que las ataban desde los orígenes al soplo del comienzo. Se fue... Fue como rey desposeído que llegó hacia las tres Nornas, sentadas incansablemente bajo el gran fresno de la sabiduría a cuyo pie fluye la fuente del conocimiento que es también, quizá, la fuente del olvido. Y para descubrir la palabra que lo restaurara en su soberanía o para lograr el olvido que lo librara de toda pena, Odín suplicó a las tres Nornas, lo dejaran beber en ese manantial. Las Nornas ironizaron: nada de agua del venero, si Odín no les daba uno de sus ojos, símbolo de su lucidez. Fascinado por el manantial, Odín aceptó el trato. Malditas fueron las tres mujeres que laceraron su rostro para asir su bien. Tuerto era el hombre que sumergía sus labios en el agua viva. Pero el agua te murmura lo que él ya sabe; termina su soberanía y iodo lo que le queda de poder deberá defenderlo paso a paso con lo que le resta de magia, una magia que, como su fuerza, irá lentamente a perderse en la insignificancia de las cosas. El hombre no puede oír estas palabras sin sentir cólera. Y contempla el gran fresno bajo el cual tejen las Nornas como para pedir a la sabiduría vegetal un socorro contra su propio abatimiento y, para asegurarse por siempre la complicidad del árbol de los orígenes, rompe una de sus ramas y se fabrica una lanza. Funesta empresa: nunca nadie había puesto la mano sobre el árbol. He aquí que en el lugar donde la rama fue quebrada, escurre un líquido amargo, lágrimas que el fresno vierte sobre sí mismo. Unas tras otras, las ramas se secan y las Nornas, asustadas, huyen buscando abrigo bajo un pino para continuar 29


su tarea. La sabiduría se desterró de este mundo, el manantial agotado lo testimonia. Odín desciende lentamente, con el rostro ensangrentado aún, hacia la selva que es su reino, hacia Fricka, cuyos consejos no escuchó jamás. Quiso calmar su sed en el manantial de la vida que es también la fuente de la inmortalidad, olvidando que la verdadera vida está inmóvil, que la inmortalidad no cuenta con un pasado, ni un presente, ni un futuro y que de la sabiduría únicamente el fresno Ygdrasil era el depositario; ahora, entre sueños, aquel que creía ser un dios, ve la imagen de su transformación en las ramas secas del árbol. Helo allí de pie mientras Fricka lentamente se despierta. Y él contempla su feudo; el gran castillo domina todo el valle, pero el río desaparece bajo una capa de bruma espesa, como para separara los hijos del cielo de los vástagos de la tierra. Hasta los pájaros llegan muy raras veces hasta estas alturas; únicamente los halcones azules, para ira solicitar la luz del gran sol que baña ahora la morada. Fricka y Odín están preocupados; es ahora cuando los gigantes constructores del castillo vienen a buscar el precio de su ti abajo: Freía, hermana de Fricka, un ser apenas salido de la infancia y que desde siempre ha ejercido una fascinación extrema sobre todos aquellos con los que se encuentra. Y es a ella a quien pidieron a Odín, aún antes de ejecutar su tarea, los dos gigantes Fafnes y Otr, no por codicia de los sentidos, pues ignoran todo de la mujer y de la sangre femenina, sino porque ella vela sobre el jardín donde maduran las manzanas de oro, esos frutos que renuevan indefinidamente la juventud y la valentía y que 30

nadie, si no es ella, puede cortar de las ramas de los árboles divinos. ¿De dónde vienen esos gigantes? Nadie lo sabe si no es Loge, el viejo guardián del fuego, el único en conocer los pasajes que unen el mundo de la luz al mundo oscuro de la tierra interior. Quizá fue en las entrañas de esta tierra a donde se dirigió para buscarlos cuando Odín y Fricka quisieron edificar el palacio. Son inmensos y temibles, porque no son otra cosa sino una fuerza, y ninguna palabra puede desviarlos del pensamiento en el que se hallan sepultados. Odín sueña con su palacio, con Freía y los gigantes. Quiso erguir esta morada en el azul del cielo pero requirió, para esta obra propiamente celeste, las potencias de los infiernos. I .a muchacha es toda blanca en su carne y en su corazón, pero los seres de lo negro la esperan. Odín los ve subir seriamente, el uno después del otro, por el flanco de la montaña. Salieron de la gran neblina que se extiende hacía el Levante y ahora llegan al umbral donde se encuentran Odín y Fricka. ¿Dónde esta Freía? Está más allá de la muralla, con sus dos hermanos, aterrorizada y ya los dos gigantes tratan de cruzar el umbral cuando Loge los llama desde lejos. Y helos aquí a todos hablando y los gigantes muestran a Odín los signos grabados en la lanza que testimonian un pacto celebrado antaño con él, a propósito del castillo y de Freía. Pero Loge tiene un mensaje importante que confiar a Odín y, por otra parte, también a los demás; oyó, a lo largo del río, las quejas de las hijas del Rin. Alberico el enano robó el oro y él, que conoce todos los secretos del fuego y de la fragua, va a tratar de fabricar el anillo que da soberanía sobre los seres y las cosas. Si se le 31


escucha a él, Loge, que conoce los laberintos subterráneos, Odín podrá sustraer el anillo y darlo a los gigantes para que Freía permanezca libre. Loge sabe también que en las manos de los gigantes la sortija no amenaza en modo alguno al resto de la creación, pues los gigantes carecen de deseos. Aman únicamente el poseer y quisieran a Freía para contem plarla y recibir de su mano las manzanas de la inmortalidad. ¿Qué evoca el oro a sus ojos? Una parcela de sol que descendió hasta sus abismos oscuros, una flama luminosa alumbrando sus corazones sombríos. Aceptan la 1 proposición de Loge; Odín va a ir a casa de Alberico y le robará el oro... pero entretanto ellos se llevan a Freía como prenda. Extraña partida: volviéndome a poner en la memoria estas crónicas del tiempo antiguo, de ese tiempo que para nosotros no tiene localizador, me pregunto en qué difieren lodos esos dramas de aquellos que vivimos aquí. Me pregunto si queriendo beber el agua que corre al pie del fresno Ygdrasil, Odín no buscaba otra cosa que la sabiduría. Más bien, lo inspiraba la necesidad de dirigir un reto a la creación, obligarla a activar su curso, a cumplirse bajo un rostro completamente inédito, como si los seres y las cosas ya no soportaran más el desarrollo casi inmóvil de su transformación. El sacrificio del ojo era como un grito lanzado a un futuro cargado de violencia hasta entonces contenida por la vida. Era una manera de decir: mi tarea hasta hoy consistía en mantener el mundo dentro de su orden, quiero ahora sumirlo en su desorden. ¿Qué ocurrió cuando los gigantes tomaron pose32

sión de Freía y cuando Odín en compañía de Loge penetró en los sombríos dominios de Alberico? Odín entraba por primera vez a esas tinieblas. Él, a quien le era familiar el azul del cielo y de los vientos que danzan en el espacio, penetraba en la espesura de lo negro y no adelantaba sin un cierto temor en el abismo estrecho en que lo precedía Loge, tan a gusto aquí como en el castillo de los gigantes; pero pronto percibió un fulgor rojo en el fondo de la galería y bruscamente se encontraron en una sala abovedada; Odín tuvo alguna dificultad en acostumbrarse a la claridad allí reinante. Una vasta fragua había sido construida en aquel lugar, donde se sentía un calor intolerable, que en vez de envolver, como el sol, el cuerpo entero, parecía concentrarse primero en el interior de la carne y derramarse luego, consu miendo nervios y [ejidos, hasta la piel. Y el vapor que circulaba en derredor de esa gran sala y que provenía, sin duda, del metal en fusión metido en el agua fría, era acre y sulfuroso. Ante la fragua estaba un enano; la pelambrera rojiza, que le cubría hasta la mitad del cuerpo, se iluminaba con el fuego incandescente. Este era Mimo, el más excelente herrero de ese reino de las tinieblas, hijo de fuego podríase decir, pues había nacido en la más extrema profundidad del subterráneo, vástago de una pareja dedicada a cuidar los límites negros, allí donde ninguna vida vegetal puede encontrar cabida. Y grande era su dolor pues Alberico ejercía sobre él tenaz espanto y lo constreñía a actuar sin descanso cerca de la fragua, haciéndolo cómplice atemorizado de sus designios. Desde luego, relata Mimo, Alberico lo había obli33


gado a forjar, con el oro robado a las hijas del Rin, el anillo que otorgaba la soberanía. Tarea inmensa, pues se requería hablar con el oro y con el fuego, buscar ese momento misterioso, cuando el metal y el elemento descubren al mismo tiempo su mágico y secreto acuerdo. Y a todo lo largo de ese intercambio sublime. Mimo había tenido la impresión de abandonar a su alianza la parte más oculta de sí mismo. Y un día, en un estallido extraordinario, el fuego y el oro se habían encontrado y se encerraron, el uno y el otro, en esa sortija portadora a la vez de la luz celeste y de la luz negra de la tierra interior. Más tarde, Mimo se había ocupado en otro trabajo tan importante a los ojos de Alberico, como la fabricación del anillo; necesitaba forjar un yelmo encantado que volviera invisible a aquel que lo llevara. Y Mimo había penado mucho en esa obra de gran artificio, pues cuando presintió las virtudes hechizantes, había tratado de conservarlo para su propio uso con la insensata esperanza de robar la sortija a Alberico y convertirse, a su vez, en soberano de ese sitio que para él era el centro del mundo. Pero Alberico vigilaba con demasiada atención sobre dicho yelmo como para que la tentativa de Mimo no resultase irrisoria. ¿Dónde estaba la fuente del hechizo? No, Mimo no lo sabía; sospechaba únicamente que a través de un cierto orden y un determinado entramado de las mallas se revelaba una imagen de la perfección, y en el corazón de ésta circulaba esa fuerza impalpable que es. tan sólo, presencia pero no apariencia. Y ahora, decía Mimo, Alberico se encuentra en todo su poderío pues posee el anillo y ese yelmo de la 34

invisibilidad, y obliga al inmenso pueblo de los enanos a hurgar en las entrañas de la tierra, a violar lo inviolable, para arrebatar a la que es nuestra madre, próxima y lejana, las riquezas que lleva en ella. Y los enanos cavan galerías más y más profundas, transportan en sus carretillas los minerales que escogen para que, más tarde, Mimo los funda. Y así, en el terror y el sufrimiento de los enanos, se amasa un tesoro sobre el cual Alberico vela con tanta mayor ferocidad por cuanto que el yelmo le permite estar en todas partes, donde menos se lo espera. Y como llegados de la nada, los golpes llueven sobre las espaldas de los perezosos o sobre las manos que se suponen ávidas y posesivas. Pero Mimo pronto se calla y mira a los extranjeros a quienes se confió tan apresuradamente, con un relámpago de sorpresa y de odio. ¡Si esos viajeros, llegados del otro lado del mundo, tuvieran que ver con Alberico y sus hechizos! Pues Alberico esta aquí, ahora, persiguiendo, con su látigo, una jauría de enanos enloquecidos. Lleva en el dedo el anillo y el yelmo cuelga de su cinturón; amenaza con el fuete a Mimo, el cual se refugia cerca de la fragua. ¡Después mira insolentemente a Odín y Loge! ¿Qué son, en su dominio, esos seres que tienen poder bajo la luz del sol? Aquí carecen de privilegios; bajo el fulgor del astro pronto no serán nada, pues la sortija dará dominio sobre todo lo que respira. Es lo que se dice a sí mismo Alberico, pero al mismo tiempo no deja de inquietarse, pues Loge es a medias un ser de las profundidades y sabe lo que hay acerca de los pensamientos sombríos, de los negros proyectos. En cuanto a Odín, Alberico sabe pocas cosas de él, pero esa histo33


ria del ojo entregado a las Nornas lo hace desconfiar, pues el ojo, perdido en apariencia, se encuentra allí, oculto en el centro del ser y abierto a la vista de lo que escapa a los sentidos. Y aquí están los tres, en el llamear de la fragua, en la espesura sulfurosa de la caverna, y el tesoro acumulado, no lejos de ellos, centellea con todas sus tonalidades esplendorosas. Se observan mutuamente y Alberico se burla de ellos; en efecto, ellos dos tienen grandes privilegios en sus feudos y poseen aquello de lo cual Alberico está para siempre privado, la gracia de amar a las mujeres y de ser amado por ellas. Ellos conocen los balbuceos y los terrores bienaventurados del corazón y de la ternura concertada de las carnes reunidas. ¿Pero qué harán de esos privilegios y gracias cuando el enano haya extendido su imperio más allá de su propio reino? Entonces lo negro y el silencio de las profundidades harán callar los cantos del amor y los seres vivientes no tendrán otra preocupación que la de multiplicar, hasta lo infinito, las riquezas de Alberico. Esta palabra es para Odín como una herida. ¿Le falta acaso, después de tantas pruebas domeñadas, tras tantos enfrentamientos con el furor y la sinrazón del cielo, dejarse encerrar en el desprecio o la ironía? Y está listo para precipitarse sobre el enano, pero Loge, que sabe lo que atañe a los seres de las tinieblas, lo detiene. A las burlas de Alberico responde con una sonrisa. Es verdad que ese yelmo que lo vuelve invisible le otorga singulares poderes. Pero, ¿acaso dicho yelmo tiene también otras virtudes? "Así es, responde el enano, gracias a él podemos cambiar de forma, volvernos tejón allí donde deambulan los 36

tejones, ser serpiente allí donde se deslizan las serpientes." Loge es escéptico. Quisiera asistir a ese teatro de las metamorfosis. Y pide encarecidamente a Alberico concederle la primicia de ese milagro. Y Alberico se pone el yelmo, y dice con su voz gangosa: "Serpiente gigante, yérguete en la caverna"; aparece ante los ojos de Odín y de Loge un monstruoso reptil, que se arrastra lo largo de la fragua y después se endereza hoscamente con el hocico abierto frente a Loge y Odín que se maravillan; y el enano, con una gran risotada, vuelve a aparecer bajo su rostro ordinario. "Cierto, dice Loge, éste es un cambio sorprendente, pero ¿es quizás la única forma a la que pueda Alberico acceder?" Ahora le gustaría, para quedar persuadido del todo, ver al enano transformarse en una pequeña bestia apacible. Que no quede en eso. He ahí a Alberico, de nuevo cubierto con el yelmo, y dice: "Sapo, escóndete en el hueco de la roca." Y ante Odín y Loge un sapo, triste y glauco, salta torpemente sobre el suelo. Entonces, pérfidamente, Odín pone su pie sobre la bestia, Loge le arrebata el yelmo y he aquí de nuevo al enano, pero lo invisible lo ha abandonado quitándole también el alma de la metamorfosis. Entonces los dos viajeros se apoderan de él, anudan en derredor de su cuerpo deforme una-pequeña cuerda y lo arrastran hasta el fondo de la galería, hacia el corredor oscuro, por el que descendieron, y Mimo, junto con la turba de enanos que lo siguen de lejos y esa alegría que tienen de estar ahora libres, no sabe expresarla aún sino mediante el silencio. En la fragua, el fuego parece haberse adormecido; ya no 37


hay llamas, sino una brasa viva; los nibelungos están aqui de pie, atontados, y el tesoro donde se refleja el fogón de la fragua alumbra sus rostros, máscaras extrañas donde la noche parece reconocer a sus hijos. Odín y Loge han arrastrado a su cautivo hasta la luz del día. Ahora es el gran mediodía y Alberico enceguece por ese blanco fluir del cielo; el aire ligero no encuentra albergue propio en su aliento, habituado a las torpezas mefíticas de las profundidades. Al estar encadenado y desprovisto se le pide rescate. Odín y Loge quieren el tesoro. Tarea cómoda, se dice el enano, puesto que con el anillo le quedará poder suficiente para reconstituirse otro. Acerca la sortija a sus labios y pronuncia en voz baja algunas palabras cuyo sentido no comprenden Odín ni Loge. Pero abajo, el mensaje ha sido comprendido. A lo largo de la hendidura escarpada suben los enanos, cargados con el tesoro y lo depositan a los pies de Odín; después desaparecen rápidamente por donde habían venido. Ahora el rescate ha sido entregado. Alberico pide que se le desate y le sea devuelto su yelmo; pero éste lo va a perder también. Odín lo aprieta con una voluptuosidad extraña contra su pecho y dice después a Alberico: "Y el anillo que llevas en el dedo, también lo necesito." Gran terror hay en el corazón del enano, pues sin la sortija ya no es nada. Se niega obstinadamente, suplica mejor se le arrebate la vida. El cálculo parece extraño, pues ¿qué podría hacer con el anillo sin la vida? Por otra parte a Odín le tiene sin cuidado dicha vida. Alberico tiene aún mucho que hacer en los planes del porvenir. Y Odín piensa en la rareza de ese

destino. El oro fue robado a las hijas del Rin, pero el oro únicamente, no el anillo. ¿Qué secreto permanece en este ser que le permitió ir del oro al anillo, de la piedra solar a la magia? No sale de su ensueño sino para arrancar la sortija del dedo de Alberico; lo acaricia largamente entre sus dedos, busca en el luminoso metal el reflejo de su propia mirada, de su ojo único y le parece que entre ese ojo y la sortija, se establece una curiosa correspondencia como si el ojo que entregó a las Nornas estuviera ahora en el centro mismo de la joya. Loge desata a Alberico y con la mano, allí donde comienza su feudo, le muestra la hendidura. Pero, antes de desaparecer en el hueco oscuro, el enano mira con una fijeza trágica a aquel que cree tener el signo de la soberanía, y ríe sarcásticamente pues, con la cabeza aún emergiendo a ras del suelo dice: "Es una maldición poseer así el anillo; aquel que sea su propietario quedará entregado a la preocupación que roe el día, a la angustia que incendia las noches, al temor que merodea por los lugares tranquilos." Alberico lanza un fuerte alarido antes de hundirse en el suelo entreabierto y, largamente, ese grito resuena a través del corredor; los pájaros lo oyen y cesan de cantar y una nube gris pasa furtivamente en el azul del cielo. Han regresado, Odín y Loge, hasta el umbral del castillo y sus servidores cargan el pesado botín; pero Odín ha conservado el anillo y el yelmo; para ellos, es la liberación el estar así en las alturas, donde el gran soplo acaricia las piedras de las murallas y los grandes pájaros migratorios giran por encima de los bosques antes de reanudar sus expediciones. Y después 39


de ellos avanzan los dos gigantes. los dos gigantes Oír y Fafner y entre ambos, grácil silueta blanca, la rubia Freía, la prometida de Los monstruos, sólidamente mantenida por puños de hierro, sin precaución ni gracia. Y apenas los gigantes ven a Odín y a Fricka que está junto a ellos, plañían dos estacas a cada lado de la muchacha; el rescate será pagado cuando ella desaparezca totalmente bajo el cúmulo de las riquezas. El oro ha sido amontonado sobre el oro, pero queda aún un intersticio por donde se perciben algunos cabellos de Freía, Y Otr reclama el yelmo para colmar ese vacío. Y entre los pedazos de metal precioso puede todavía verse, dice Fafner, el ojo de la mujer. Y Fafner reclama el anillo que brilla en el dedo de Odín. Pero ¿quién consentiría en dar el anillo donde reposa toda soberanía? Entonces Fafner y Otr hacen salir a Freía de su prisión de oro y fingen llevársela hacia el bosque. Odín está fascinado por la sortija; su propósito no es devolver el oro a las hijas del Rin, sino conservarlo. Y después de todo, ¿acaso no vale más perder a Freía que perder el oro? Odín y los gigantes se miran: el ojo único y los cuatro ojos monstruosos cayeron, al mismo tiempo, en el abismo del odio; el silencio suplicante de Fricka, la agitación desordenada de Loge, todo está a la medida de la tensión extrema donde nadie percibe las lágrimas que lentamente fluyen sobre las mejillas de Freía. Pero he aquí que aparece en el umbral del palacio una vieja mujer que nadie conoce. Lleva un largo vestido rojo rayado de negro y he aquí que sus labios se abren y grita, con voz ronca y potente; y todo el silencio se reúne en derredor de ella, se hunde en 40

ella. La mujer dice a Odín que es necesario dar la sortija a los gigantes, pues el anillo tiene una maldición; aquel que lo guarde no tendrá noche apacible, ningún estío triunfante; nunca tendrá palabras sua ves en el fondo de su bota, pues la angustia será su suerte. Y la vieja mujer desaparece más allá del umbral, en ese palacio hacia el cual asciende la memoria de los valles. Odín quiere precipitarse en su seguimiento pero Fricka y Loge lo detienen. Y está ahora aquí, de pie, con la lanza en la mano y las palabras de la mujer roja v negra penetran en él como clavos. Y todo su espíritu esta despedazado. Cierra el ojo durante unos instantes y después arroja el anillo sobre el oro amontonado. Del interior del palacio nace entonces una tierna y alegre musita. De pie en el último escalón del umbral, Freía ofrece su tiempo libre a la caricia del sol poniente. Odín y Fricka vienen a sentarse a sus pies. En cuanto a Loge, éste observa atentamente a los gigantes ocupados en recoger el botín. Está bien enterado acerca de la capacidad de oír de Fafner, ¿Qué van a hacer con todo lo que así les fue dado? La riqueza, pero ¿alguna otra cosa más de la riqueza? Gira en derredor de ellos, sin descanso, murmurando: "El anilla... el anillo." Éste reposa en medio del oro hasta que Otr se precipita sobre él y en ese momento Fafner oye únicamente la voz de Loge, que hasta entonces le había sido indistinta. Y ordena a Otr entregarle el anillo. Los gigantes están de pie, uno frente al otro, los ojos llenos de sangre, la boca llena de baba, pero Fatner es el 'más rápido. Bruscamente, asesta su estaca sobre la cabeza de su compa41


ñero. He ahí el cráneo abierto y el gigante muerto sobre la piedra; Fafner le arrebata su precioso bien: pone el resto en un costal y se aleja bajo los grandes árboles. Odín y sus compañeros han desviado sus miradas; Loge empuja el cadáver hacia el precipicio. Del valle sube una bruma espesa que poco a poco envuelve el palacio entero. En el bosque, el ciervo brama y saluda a la luna naciente. Y esa noche Odín tuvo un sueño: el anillo que el gigante se había llevado a su gruta, se levantaba lentamente del suelo, se agrandaba a medida que subía hacia el espacio celeste y después, muy lejos, permanecía por encima del palacio, como para protegerlo siempre, a él y sus habitantes, del desgaste del tiempo y los desórdenes de las estaciones.

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III. Los vagabundeos de Odín

En el otoño Odín abandonó el palacio, dejó a Fricka y a Freía para ir a ver lo que era del mundo. El sueño no había mantenido sus promesas; no era la juventud la que le había sido restituida; el cansancio se instalaba poco a poco en su carne y en su corazón. La morada edificada por los gigantes le parecía ahora como una tumba, arriba de la cual, sin descanso, giraban unos grandes pájaros negros. Una figura lo había obsesionado todos esos días; la de aquella mujer desconocida que en el umbral del palacio le intimó dejara de conservar el anillo para salvarse de la maldición que le acompañaba. Y ella hacia ella que quería ir ahora. Había dejado tras de sí toda señal de su pertenencia al mundo antiguo; vestido con una bata oscura, llevando un sombrero como el que en nuestros países usan los cuidadores de vacas, sin conservar de su soberanía más que la lanza cubierta de runas, se iba a través de los bosques atento a toda huella que le sirviera de guía. Cuidado superfluo, pues lo acompañaban en ese viaje sus dos cuervos, familiares: Hugino y Munino, que murmuraban a sus oídos todo lo que veían y escuchaban. Ellos le señalaban el camino volando a algunos pasos de él. Y 43


estuvieron mucho tiempo, los tres, en la montaña boscosa y llegaron al fondo de un valle pantanoso que atravesaron con dificultad pues la noche caía y Odín debía fiarse de los graznidos de Hugino y de Munino; más allá de la marisma había un vasto acantilado de piedras donde estaban algunos lobos grises. Mucho tiempo debían haber corrido y jugado con las demás bestias del bosque pues ahora descansaban en el lento crepúsculo. ¿Era que el día no termi naba de morir o que la noche no lograba nacer? ¿O bien, se trataba de uno de esos lugares que secretan, por ellos mismos, una luz propia como si se hubieran voluntariamente retirado de los abrazos multicolores del día y de la noche? Más lejos se abría en la roca una ancha falla por donde Odín se aventuró. La gruta misma no era muy grande. El centro estaba ocupado por un depósito de agua cristalina; más allá estaba la mujer del vestido rojo y negro. Le pareció mucho más joven que cuando apareció en el palacio. Un oso estaba sentado cerca de ella y la ayudaba a mantener una fogata que alumbraba las paredes minerales de la estancia. Odín se acercó a ella y con la mano levantó la espesa cabellera negra que le velaba parle del rostro para descubrir mejor la intensidad de los ojos oscuros. Pero ella no parecía tener mirada alguna, como si un llamado interior a ella misma la solicitara en su totalidad, retirándola del espectáculo del mundo. Esta ausencia se prolongó hasta que los dos cuervos vinieron, suavemente, a posarse sobre sus manos, replegando las alas y volviéndose iguales a dos huevos negros que coronaran en lo alto la blancura de su piel. 44

Entonces ella miró a Odín y dijo: "No valía la pena venir a verme, pues sabes tanto como yo." Y Odín respondió que no era cierto; pues desde que había quebrado la rama del fresno, después de haber intimado con los dos gigantes sacrificando a Freía, aun cuando finalmente ella había escapado al sacrificio, para él el pasado y el futuro se habían cubierto de bruma e iba, como una sombra entre las sombras, por entre las figuras contradictorias de la realidad. "Pero, agregó, ¿qué es el tiempo para ti? ¿No eres acaso aquella a quien las Nornas bautizaron como la Vidente y a quien ellas permitieron reconocer la trama de su tapicería aún no elaborada?" Entonces, la Vidente se acercó despacio al depósito, se despojó de sus vestiduras y entró en el agua hasta el vientre. Después, con un dedo ágil, girando suavemente en derredor de sí misma, trazó en el agua una serie de círculos más y más alejados los unos de los otros; regresó a la orilla del depósito y dijo a Odín: "Ahora, entra en esa agua." Él se quito lo que le cubría y, como ella, llegó hasta el centro y puso solamente lo que ella ordenaba, es decir las palmas de las manos sobre la superficie del agua. Y he aquí que del fondo del estanque surgió una extraordinaria vegetación: grandes algas negras, brunas, rojas, se desplegaban en todo su derredor, rodeándolo y estrechándolo como las lianas ligeras en los troncos de los árboles invernales. Pero eran algas vivientes y estremecidas; él se dejaba ir a su movimiento y su gracia, y mientras más crecían y se multiplicaban, el agua cambiaba más en un lado con reflejos dorados y se espe saba, se endurecía, envainando su cuerpo hasta la altura del cuello. Y ella entró también en ese limo 45


con el que ungió todo el rostro de Odín, cubriendo con una de sus manos el ojo solitario. Cuando el cieno se hubo secado sobre el rostro, ella lo guió hacia el borde del depósito: "Ves, le dijo, la tierra te ha hecho señas, te ha reconocido como uno de sus hijos y ahora puedo decirte lo que veo en el desarrollo del tiempo. No puedes ya nada en contra del enojo de las Nornas y la muerte vendrá por ti; pero no te preocupes; ella no te mirará jamás de frente, te arrancará con suavidad, estación tras estación, una parte de tu chispa y resbalarás sin darte cuenta al reino negro, permaneciendo casi indefinidamente entre lo viviente y la sombra. De aquí a entonces apresúrate a asegurar la continuidad de tu fuego. Ve entre las urbes humanas y mira bien a las mujeres; en los ojos de algunas de ellas subsiste aún el recuerdo de la edad antigua, de aquella edad en la que aún no había luna, es decir estaciones; por entonces reinaba, allá arriba como aquí abajo, la inmovilidad casi perfecta de los principios. Y a esas mujeres, cúbrelas con toda la flama de tu vientre para que ellas maduren tus propios frutos. Esos Erutos serán numerosos y muchos se marchitarán o pudrirán pues no es fácil, ni aun para ti, saber si la mirada femenina contiene en sí misma el oro o la herrumbre. Pero dos de entre esos frutos serán a tu imagen, por lo menos en la sucesión de las generaciones y a través de ellos la naturaleza tratará de trazarse su difícil camino. Sabe también que los seres como tú no franquearán jamás el río del olvido; la memoria permanecerá en ti, tenaz, y todos los senderos que has hollado, todos aquellos seres con los cuales tuviste alianza, pacto o desacuerdo quedarán grabados en la 46

inmensidad de tu corazón; y si hay alguien cuya palabra deba serte por siempre preciosa, es Fricka, pues es por el amor de ella que bebiste el agua de la sabiduría y pusiste la mano sobre el fresno de las innumerables raíces... Ve, ahora, pues es para mí un gran sufrimiento el relatarte todas estas cosas, como si unas tenazas ardientes las arrancara de mis entrañas." Ella fue a refugiarse cerca del oso que la cubrió con su espesa pelambre oscura. Y Odín le dijo: "¿En qué puedo ayudarte?"; ella dijo: "No hay socorro alguno para aquella que el tiempo, eternamente, crucifica. El porvenir es un clavo que se hunde en mi propia carne, se nutre de mi preocupación y se complace en mi angustia. El futuro, que no tiene mirada, se vale de la mía para asegurar su recorrido. Este légamo, en el cual ambos nos hemos bañado, es el sitio donde debo perpetuamente cocer y recocer mi cuerpo y a través de esta quemadura se manifiestan las imágenes mediante las cuales el mañana se cumplirá. Pues la Vidente está destinada a la diversidad de los suplicios y en el canto de sus dolores los vivientes descubren la fuente de su propia canción, pero ellos no saben nada de ello. A los que encuentres, diles que la música es el único consuelo de aquella que tiene conocimiento de lo que aún no ha llegado a este mundo. Y toda melodía le es caricia en el terror..." Y Odín se fue hacia las urbes de los hombres, mezclándose a sus fiestas, a sus trabajos y a sus guerras; por lo pronto, había tenido dificultades en reconocer la manera de caminar o la mirada de las mujeres, esa huella de oro de que la anciana Vidente le había hablado. Ahora comprendía mejor porqué 47


se les llamaba mortales; había en ellas algo que intimaba con la muerte; el río del olvido, que le estaba prohibido, había sido franqueado por ellas al nacer en esta tierra y no habían conservado traza alguna de sus antiguos veneros. Poco a poco, no obstante, aprendió a descubrir mejor en los rasgos aparentemente insignificantes de los rostros y de los cuerpos la frágil huella de los antiguos viajes. Más hábiles que él en descifrar el pasado, los cuervos le designaban sus presas. Y confiando a pesar suyo en sus llamados, se retrasaba en el crepúsculo en los límites de los dominios cultivados, a la hora en que las pastorcillas llegaban para encerrar a los rebaños. Otras veces, él las seguía a través de los corredores dormidos de los castillos y se refugiaba algún tiempo en la habitación donde descansaba una joven cuyo hálito se adaptaba a la ligereza de la noche. Y en otras ocasiones esperaba pacientemente en la encrucijada de los caminos forestales, donde se extraviaba alguna amazona cuya sangre y el sudor de su caballo despertaban su propia sangre, su propio sudor. Odín se maravillaba al ver los vientres de las mujeres redondearse, se asombraba de la facilidad con la cual ese amor de que se hablaba tan poco y tan mal en su castillo de la montaña, circulaba en las lamentables viviendas de los humanos. ¿Cómo se habían apropiado ese único y precioso bien del que disponían libremente? ¿Por qué ninguna potencia de la tierra y del cielo había sido capaz de detener esa inagotable sed que guiaba los unos hacia los otros, tantos corazones miserables, tantos cuerpos deshechos? ¿Acaso, ahora, él era a tal punto semejante a los hombres como para reconocer a través de las caricias 48

de las mujeres el deslumbramiento de un fuego prometido a la fragilidad? Así, Odín iba de haces de heno a sábanas preciosas, de cámaras perfumadas a claros del bosque, derramándose en el vientre de las mujeres y encantándose con el dulzor que es la morada de las fiebres tranquilas; y llegaron muchas estaciones donde el sol y la nieve se desplegaban en sus múltiples blancuras hasta aquel día, cuando los cuervos le señalaron las dos casas donde habían encontrado abrigo los hijos de gracia que la Vidente le había anunciado. Una era una miserable casa de pescador, a la orilla del mar; algunas ovejas se dispersaban en la pradera que caía a plomo sobre las olas; un hombre reparaba, con absoluta paciencia, la barca de madera y de piel que había traído a la ribera. Odín recordaba; era un atardecer en la arena; la mujer olía a varec y sus cabellos tenían el sabor de la sal. La otra era una gran morada de piedra, prolongada con vastos edificios, donde los caballos venían a encontrar refugio cuando la tempestad era fuerte; el amo del lugar proporcionaba a los caballeros de la región los animales que servían para sus cacerías o sus expediciones lejanas. Aquí también Odín recordaba; fue durante una larga noche de invierno y había tenido dificultades con esa muchacha apenas núbil que se negaba a tomarlo por un sueño y quería a toda costa y a fuerza de lágrimas, conservarlo cerca de ella, en la frescura de la aurora. Era en el gran mediodía cuando el cuervo Hugino lo condujo al mar y fue en el crepúsculo cuando el cuervo Munino lo llevó a la región forestal donde los caballos se criaban. Durante la noche, Odín descansó 49


en un vasto claro, un campo ceniciento donde la luna en su plenitud se detuvo. Los pájaros que de costumbre encontraban albergue en los árboles cercanos, vinieron a echarse sobre él, con las alas abiertas como para protegerlo del rumor del mundo, de la frescura del viento o de la humedad que parecía surgir de lo más secreto de las hierbas y los musgos. Y en derredor de Odín, poco a poco, vinieron las bestias de los bosques y de los campos. Se adelantaban lentamente, precavidas, ignorándose las unas a las otras ocupando todo el claro donde Odín destacaba como un centro luminoso. Fue entonces cuando comprendió que ya había terminado con los hombres y con las mujeres. Su sangre circulaba ahora en esas carnes misteriosas que había tenido el placer de conocer pero, más que esas instantes fugitivos, volvía a su memoria todo lo que esas miradas abandonadas revelaban de impaciencia, de sed, de interrogación. El cielo se reflejaba en los ojos de las amantes, pero era un cielo oscurecido, cargado de una sombra tras la cual se ocultaban otras oscuridades de las que no había podido levantar el velo. Su ojo único había tratado de leer, en el fondo de los rostros, el mensaje extraño que las criaturas dirigían al sol o a las estrellas, pero ese mensaje había permanecido para él como un enigma. Sin duda habría sido juicioso el regresar a su palacio, volver a encontrar a Fricka y a Freía, pero él no tenía prisa alguna por volver a descubrir la soledad de esas montañas destinadas al tiempo inmóvil. Y durante largas estaciones aún siguió vagando a través de los bosques y los prados, maravillándose de los trabajos y de los cantos de los hombres y, de vez en cuando, mendi50

gando codo a codo con los labradores o los artesanos, intervenía silenciosamente en sus asuntos como para demostrarse a sí mismo que no les era del todo extraño. Y una noche tuvo un sueño; estaba tendido en una amplia pradera herbosa, el cuerpo reposando en cruz como si fuera el depositario de los cuatro puntos cardinales; y de las cuatro direcciones venían a él gigantes, en modo alguno parecidos a aquellos que habían construido su palacio; gigantes que tenían innúmeras cabezas e incontables miembros, los unos escamosos como caimanes, otros vigorosos como medusas; y unos y otros estiraban lentamente su cuerpo, descuartizándolo a las dimensiones de la pradera y después a las dimensiones de un espacio mucho mas vasto; sentíase disolverse poco a poco en ese espacio, proyectándose a la imagen del éter celeste en la multitud de las formas vivientes. Era a la vez animal, vegetal y piedra, como si toda la barrera hubiera quedado rota entre las diversas figuras de la vida y él fuera ese vínculo impalpable entre esas existencias que terminaban de cumplirse y aquellas que ya trataban de acceder a su propio nacimiento. Fue entonces cuando tuvo el deseo de volver a su feudo, en ese palacio que había sido testigo, antaño, de su soberanía sobre el orden inmutable de las cosas. Pero no reconoció los paisajes que atravesaba. Otrora, entre la tierra donde habitan los hombres y las bestias y el castillo donde se complacen los grandes pájaros de la noche, no había obstáculo alguno, de no ser el juego de las brumas nacidas de los ríos y del océano, desplegándose o desvaneciéndose al azar de sus movibles caprichos. Ahora, sin verlos distintamente, Odín 51


sentía que unas formas extrañas, inmaduras, habían encontrado abrigo en ese espacio; copos de diversos colores que tenían la consistencia de la nieve y no eran nieve, nubes gelatinosas que se estiraban distraídamente a lo largo de los vientos, vidas a medio camino de la planta y de la bestia, de donde nacía una música desacostumbrada, queja de la materia que no alcanza a encontrar su nacimiento en la turbación del mundo. Toda esa travesía fue para Odín una inmensa fatiga. Cuando, finalmente, hubo llegado al umbral de su morada de piedra, se volvió como contemplando el camino recorrido; todo el país estaba cubierto de bruma; era únicamente el silencio, un silencio exasperado por el gran sol que ahora inundaba las pesadas murallas y cuyos rayos iban a extenderse sobre toda la masa nubosa, más allá de la cual comenzaba ese paisaje ahora lejano, donde había mujeres que velaban sobre los fuegos domésticos, niños que reían contemplando las aguas de los torrentes y hombres que mediante sus flautas inventaban la palabra de ese cielo del que estaban excluidos. Y Odín permaneció allí, durante largo tiempo, en la entrada, como el guardián de un tesoro robado muchos años atrás. Tales son los elementos de la leyenda que he podido acopiar a lo largo de mi laboriosa existencia. En las memorias de hoy en día subsisten huellas de esos antiguos recorridos y con todos esos fragmentos tejí mi tela. Tela tosca donde muy a menudo veíamos un andrajo, un tejido Heno de agujeros y remiendos. La trama esencial sigue siendo la que une a los seres de la 52

aurora a los del crepúsculo que somos. No alimento duda alguna acerca de la crónica de la que he reconstituido, torpemente, el trayecto. Sobre lo que ahora viene, es decir, sobre la aparición de Siglinda y de Sigmundo, que debían engendrar a Sigfrido, permanecen oscuridades donde a menudo he encontrado tristeza, como si algo me fuere ocultado y que, en vano tratase de sacar a la luz; oscuro también todo lo que concierne a Brunilda cuyo rostro no ha dejado de asediarme desde el día en que, por vez primera, hizo su aparición en la corte de Worms. Ciertos cronistas pretenden, en efecto, que Brunilda nació hace ya mucho tiempo del abrazo de Odín con una de esas criaturas de la bóveda celeste que velan sobre el movimiento de las estrellas, cuyos flujos y reflujos riman los destinos humanos. Esos mismos cronistas murmuran que a esa hija de Odín le había sido encomendado el cuidado de conducir las almas de los guerreros muertos hacia su último reino y la describen bajo los rasgos de una virgen temeraria, circulando por arriba de los campos de batalla y espiando el último soplo de los soldados heridos. Esa imagen de ángel fúnebre estrechando sobre sus senos las almas rotas en la frescura de su destino, la he rechazado siempre. A esa tarea se asocian para mí las figuras aterradoras de la fatalidad, esas formas ciegas que obedecen sin turbación ni remordimiento a las exigencias de la gran madre creadora. Instrumentos rigurosos de los aniquilamientos que nutren a la creación, carecen de mirada (si no es así, ¿cómo cumplirían su obra?) para esos corazones vivos que bruscamente se vacían de su sangre. De ese terror, de esa 53


indiferencia, Brunilda ha estado siempre lejos, y la muerte no era en modo alguno su dominio. Así pues, es muy otra la impresión que tengo de su nacimiento. Ya he dicho que el cuervo Munino hubo de llevar a Odín hasta aquella tierra boscosa donde los caballos encontraban pastura, y del vientre de esa joven nació aquella que sin duda, después de algunas generaciones, debía dar a luz a Brunilda. Pequeña niña, ella no tenía más alegría que la de alimentar y cuidar a los potros, a los que ella hacía descubrir los sotos y que arrastraba a veces en grandes caminatas hacia las montañas pedregosas. Y a lo largo de su infancia, Odín no dejó jamás, cada luna nueva, de visitarla durante su noche durmiente, indicándole por el sueño las vías a través de las cuales la belleza y la fecundidad de la tierra le serían señaladas; y la alianza que habíase anudado entre la muchacha y el caballo era fuente de felicidad para aquel que era ahora ya "Odín el Viejo", el tuerto ocultando su soberanía venida a menos bajo un sombrero negro, mendigo de la eternidad vagando solitario en las vastas salas embaldosadas, representando en su palacio el papel que yo mismo había desempeñado por tantísimo tiempo, que sigo asumiendo en esta morada para siempre desierta; el de un cantor y un bufón, el de poeta y músico que, de las melodías del pasado, teje incansablemente las mallas del futuro. Ya he dicho también cómo el cuervo Hugino hubo de conducir a Odín a la choza del pescador. Era de allí donde debía tomar raíz aquel que la leyenda llama Sigmundo, pues después de la estancia de Odín en esa región, después de su encuentro con la 54

mujer de los ojos de sal, vino a este mundo un niño de cabellos rojos que tuvo muy pronto gran habilidad para la navegación así como complicidad con el mar y sus bienes. Nadie supo como él atraer hacia sus redes los peces multicolores o descubrir en las ostras las perlas que son lágrimas de las estrellas. Y cuando adolescente, nadie se asombró de verlo construir un gran barco de madera cuya proa tenía la forma de dos sirenas entrelazadas. Tales eran, decia él, las figuras protectoras que habían de ser sus guías en su viaje por el océano lejano. Así pues, el mar lo tomó un día, como una madre coje a su hijo en los brazos, no para engullirlo, sino para llevarlo hacia esa otra tierra donde era esperado, hacia esa isla del Norte que las tempestades parecían respetar y donde en la primavera los pájaros y las flores mezclados componían una trama musical, reflejo suntuoso de ese vasto teatro mágico del que vemos a veces algunas huellas en nuestros sueños y que llamamos paraíso. Fue allí donde nuestro navegante encontró el término de su viaje y donde fundó procreando descendencia con una mujer de aquella isla, su propio reino. El tiempo no registró su nombre, ni el de ninguno de sus descendientes inmediatos. Vino después, pero yo no sabría decir en cuál etapa de la genealogía, el rey Wolsung; el tiempo había transcurrido y el reino del pescador, sencilla comunidad de aldeanos y ele marinos, habíase enriquecido grandemente y, como ocurre con mayor frecuencia, habían aparecido los guerreros, enfermos de rapiña y de conquistas. Wolsung ya nada sabía del mar ni de la tierra, pero conocía el poder de las espadas y de la sangre en las batallas. En su palacio vivía la reina 55


que le había dado diez hijos. Los dos últimos eran gemelos; el muchacho se llamaba Sigmundo y la niña Siglínda y se amaban con un grande y bello amor infantil, y nadie, por años enteros, preocupóse por ellos; el rey habíase ido con frecuencia a las guerras y la reina estaba siempre ocupada escuchando a los músicos que, para su entretenimiento, hacía traer de países lejanos. La infancia se desplegó para ellos en los asombros que únicamente saben descubrir los seres cuyos guías son las aguas de los torrentes, las mareas en las largas playas de arena, el fuego del sol en el otoño moribundo y el viento, el aire violento del que se cubren los pequeños para asemejarse a los pájaros.

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IV. Infancia y sortilegios: Siglínda y Sigmundo

Pasaron la infancia y los juegos de la niñez pero no desapareció el apego que Siglínda y Sigmundo tenían el uno para el otro. Y ese apego los volvía ajenos a las ocupaciones que habrían debido ser las suyas en la existencia cotidiana de la urbe. Siglínda no acudía a escuchar las canciones de tela en los talleres donde las mujeres tejían ya Sigmundo no le gustaban las justas ni las cacerías. Indiferentes a las metamorfosis que el tiempo imprimía en su propia carne, se veían mutuamente como siempre se habían mirado; dos gemelos inocentes abandonados a la ternura de las cosas, de seguro nada culpables por los desórdenes que germinaban en su derredor, por aquellas pasiones malvadas o las codicias que habitaban las cámaras y los jardines. Para ellos, sí, brotaban las retamas y los abedules y, de mañana, estallaban los mil encantos de los pájaros salvajes. Ellos tenían su feudo singular, lejos de las callecitas donde las personas se agitaban. Era la playa de un lago que se extendía muy lejos hacia el Norte. En tiempo nublado nada se veía de la orilla opuesta. En días hermosos esa ribera aparecía casi siempre a través de una bruma ligera; montañas azules suspendi57


das entre el azul del cielo y del agua. Nadie venía jamás a turbar la soledad de ese sitio, si no fuera porque de cuando en cuando un hombre viejo, que se deslizaba entre los setos, llegábase hasta su barca atada al pie de un gran árbol hueco, que las borrascas habían despedazado en extraña forma. A ese anciano no lo vieron nunca sino como una silueta fugitiva, árbol entre los árboles, agua entre las aguas, ánade entre los patos, como si su apariencia humana fuera tan sólo una máscara de la que se despojaba a su antojo para escapar a toda forma reconocible. A decir verdad, jamás los dos niños trataron de penetrar su secreto; nunca, cuando lo percibían de lejos en los claros del bosque, se esforzaron por llamar su atención. A sus ojos era el guardián del lago, ángel tutelar que velaba sobre la danza de los pájaros y los capri chos de la neblina. Y en cierta forma, era también el ángel que cuidada sus días y sus noches. Pero, durante esa primavera, cuando acababan de cumplir sus quince años, grandes calamidades se abatieron sobre el reino. Las nieves apenas se habían derretido, transformando los caminos en lodazales y las praderas en estanques; y a causa de unas muy fuertes tempestades empeñáronse en caer durante semanas sobre toda la región. Arrebatados por las aguas o presos en la tierra resbaladiza, los caballos y los bovinos morían en gran cantidad y sus enormes cuerpos hinchados pudríanse lentamente bajo la tibia lluvia. No era la paz sobre la tierra, ni tampoco era la paz en el cielo. Inmensas nubes negras y bajas hacían del día una interminable aurora a la que seguía un inacabable crepúsculo. 58

Y la enfermedad del cielo y de la tierra pronto fue dada en herencia a los hombres. Era un mal brutal y despiadado. Se manifestaba primero como una hinchazón del rostro que constreñía a los ojos a cerrarse, las bocas a abrirse. Después, esas formas desfiguradas se volvían oscuras como la tierra y toda fuerza se retiraba del cuerpo que se desplomaba ahogándose, poco a poco, como si del interior del pecho una potencia misteriosa retuviera el soplo cuyo destino es navegar fuera de nosotros. Muchos perecieron así entre los esclavos y los amos, entre los que habían envejecido y los que aún no eran ancianos. Sin embargo, la enfermedad no lesionaba por igual a todos los de la región; los niños seguían con su viveza y su frescura, ocupándose de sus juegos y sus sueños y sin mirar en absoluto aquellos cuerpos que se deshacían a su alrededor. En cuanto a Sigmundo y Siglínda, la desgracia de la urbe los había liberado de los últimos vínculos que los ligaban a ella. Como todo el campo se hallaba cubierto de agua, habían tenido que renunciar a la playa del lago y habían encontrado un refugio en una de las altas torres del palacio, una torre desde hacía tiempo deshabitada y que llamaban la torre de los espectros, porque durante la noche se oía el murmullo indistinto de las voces de ultratumba; se con taba, a ese respecto, que antaño tenía albergue en esa torre una bandada de ánades salvajes sobre la cual el soberano del tiempo velaba con extrema vigilancia. Esos patos salvajes tenían el encargo de apoderarse de las almas cuando éstas últimas se separaban de la carne terrestre, y llevarlas hasta las islas lejanas, su primera etapa antes de llegara los territorios lunares. 59


¿Por qué razón esas aves habían abandonado la torre? Unos dicen que toda la desgracia provino de una malvada reina que. obcecada por la idea de volverse inmortal, había imaginado que espantando o destruyendo a los ánades, pondría ella fin al mismo tiempo a los vagabundeos de las almas. Una vez proscritos los patos, ¿bastó con tapar las aspilleras o, quizá, fueron exterminadas por los guerreros del palacio? El enigma sigue aún en pie. Pero desde entonces se escucha a las almas gemir en la torre; ya no existe para ellas ningún mensajero y se van, lamentándose sobre su triste suerte. Sigmundo y Siglínda no oían esos gemidos de las almas torturadas. Estaban ocupados en otra tarea que los absorbía y los encantaba; pues para dejar al desnudo el secreto de los extraños trastornos que afectaban al feudo, habían imaginado el develar un movimiento oculto. Esa lluvia que sin cesar parecía buscar en la bóveda celeste las fuentes de su renovación, esos relámpagos que rasgaban la masa fúnebre de las nubes, esas heridas invisibles que torturaban los cuerpos, eran, para sus espíritus infantiles, las señales de un lenguaje oculto en la naturaleza. A través del desorden, trataba de manifestarse una palabra que los hombres no comprendían, y el desorden habría de continuar hasta que se hubiese hecho legible el mensaje llegado del infinito. Desde su promontorio desierto ellos observaban los movimientos del agua y los vagabundeos desordenados de los pájaros que ya no encontraban sus albergues familiares; escuchaban la queja de los vientos al ras de las techumbres y el ruido de la lluvia sobre las 60

cuarteadas chozas. De esa contemplación y de esa escucha, nacía en ellos algo que se asemejaba a un canto. Pero ese canto que trascendía en ellos era distinto del uno y de la otra y sabían que cuando su copla fuera acorde, percibirían en su corazón la palabra de los elementos; y de la palabra reconocida vendría el apaciguamiento. Pero el tiempo para dar término a su empresa no les fue concedido jamás. Pues una noche, cuando estaban acostados el uno cerca del otro en su lecho de hierbas secas, Sigmundo tuvo un sueño extraño: se encontraba encerrado, de pie, en el interior de un árbol o quizá era él mismo un árbol, vegetal investido indebidamente de los sentidos y del corazón de un ser humano, y a unos cuantos pasos de él Siglínda se hallaba tendida en su desnudez estelar sobre una ancha piedra. Sus brazos en cruz descansaban sin temor sobre la losa gris; sus largos cabellos sueltos se mezclaban con las hierbas y los musgos. Y venían, desde el fondo de un cielo todo azul, grandes pájaros con pico acerado; tan salvajes y temibles como parecían serlo, se posaban con precaución sobre el cuerpo de la joven, teniendo cuidado de no lacerarla con sus garras, desgarrándose ellos mismos en un cruel sacrificio, inundando con su sangre los senos y los flancos de Siglínda, antes de desplomarse sin vida sobre la vasta piedra. En los esfuerzos que hizo para abandonar su árbol, Sigmundo escapó al mismo tiempo de la pesadilla y del sueño. Apacible, Siglínda descansaba a su lado. Se levantó y fue hasta la aspillera abierta sobre la noche. La lluvia había cesado; de cuando en cuando, a través de las nubes movedizas, un cuarto de la luna 61


impregnaba su color de ceniza sobre un trozo de cielo. En el espíritu de Sigmundo, ese cuerpo desnudo, esas negras aves, esa sangre sobre la piedra componían un paisaje del cual ya había oído hablar en torno suyo y que lo enviaba de nuevo a la imagen indecisa de esas matanzas rituales con las que, en ocasiones, los humanos tratan de conciliarse con los dioses. Aunque había prestado poca atención a lo que ocurría en el interior del palacio, aunque no se había entregado a todas las palabras, violentas o temerosas, que se intercambiaban de sala en sala, Sigmundo se interrogó acerca de lo que se tramaba abajo de ellos, en las cámaras donde agonizaban los moribundos, donde los soldados se embriagaban o los ansiosos buscaban, en vano, consolar su sueño ¿Y si, para salvar a la urbe, se había decidido en alguna parte ofrecer a la virgen Siglínda en holocausto al cielo amenazador? Nadie ve a Sigmundo y Siglínda dejar el palacio nocturno. Ellos conocen los más mínimos rincones, las menores fallas. A través de las caballerizas desiertas caminan sin hacer ruido, hasta la entrada ampliamente abierta que los restituía a la gran oscuridad del campo. Avanzan durante un tiempo sobre un suelo impregnado de agua hasta encontrar un estrecho sendero que sube en pendiente suave hasta la colina, donde cada solsticio de verano arden los fuegos que reanudan la alianza de los hombres y el sol. De esa colina conocen ellos todas las piedras, todos los musgos. Van lentamente, ya no hay lluvia y la noche se ha aclarado, aligerado. Mano en mano, llegan hasta la cima del cerro y descansan por un tiempo sobre la piedra que el viento ha secado. 62

Más allá comienza otro mundo que no conocen. La aurora nace a través del cielo apaciguado. Por un lado, el lago, los pastos anegados que rodean el feudo y las ramas curvas de los árboles que no han perdido su raíz; por el otro, un paisaje accidentado, dividido entre hilachos de bosques, campos de piedras y amplias extensiones de arbustos y de hierbas espinosas. Esta región, por otra parte, es para ellos desconocida y hacia el bosque se dirigen corno para pedir a los árboles su ayuda, como para protegerse siempre mejor ante la mirada de los hombres y de la supremacía de la desgracia. Más tarde llega la noche y se tienden sobre el musgo a descansar. Sigmundo se durmió pero Siglínda, velando el reposo de su hermano, no permanece mucho tiempo sobre el musgo. Se ha ido a través del claro, con precaución, para alejar a las bestias salvajes. Sigmundo despertó al alba. Su compañera había desaparecido. La llamó en vano entre los setos, trató de reconocer su huella en derredor del claro, tomando un camino y después otro y acabó por caminar rectamente frente a él. Y así fue durante varios días hasta que llegó a una vasta morada de piedra rodeada por pequeñas chozas de madera. Entró a la vivienda, descubrió una amplia sala donde se hallaba reunida una asamblea, comiendo y bebiendo; también había músicos y poetas con sus largos vestidos rojos y blancos y Sigmundo fue invitado a tomar parte en el festín. Dijo quién era, cómo se había extraviado y cómo había perdido a su hermana Siglínda. Pero aquí nadie conocía su país, ese país más allá de los bosques temidos por malditos y para nada frecuentados. La sala estaba construida 63


en derredor de un gran encino sobre el cual descansaba el techo. Muy tarde, en la noche, apareció un hombre viejo y tuerto, con un sombrero negro sobre la cabeza; sus píes estaban desnudos. En la mano llevaba una espada y bajo la mirada fascinada de hombres y mujeres, se adelantó hasta el árbol, hundió el acero en el tronco nudoso de ese encino y simplemente dijo: "Aquel que retire la espada de esta madera conocerá gran alegría en los tiempos por venir." V se retiró con paso lento, sin agregar palabra. Entonces todos los hombres allí presentes adelantáronse hasta el encino y trataron de arrancar la espada, pero para todos fue una vana empresa. Se llegó Sigmundo y la sacó del tronco sin ningún esfuerzo, y cada quien reconoció que allí estaba un hombre comprometido con un destino incomparable. Sigmundo permaneció algún tiempo entre ellos, aprendiéndoles todo lo que se necesitaba acerca de las armas y los caballos, pero como nadie quería acompañarlo en la búsqueda de Siglínda, reanudó solo su vida aventurera. Numerosas fueron sus pruebas; pero no hallaba ninguna huella de Siglínda en las regiones desconocidas de su recorrido. Muchos veranos y muchos inviernos habían transcurrido ya cuando llegó, en el corazón mismo del bosque que cubría una alta montaña, a una choza, en realidad una gruta delante de la cual habían levantado unos cuantos troncos de árbol... Allí se encontraban un hombre y una mujer ocupados en asar una bestia. Y el hombre, después de haber mirado con desconfianza al desconocido, con señas le hizo aproximarse. Sigmundo tomó asiento 64

cerca de ellos. El hombre tenía una estatura gigantesca y su rostro un profundo salvajismo. De la mujer, Sigmundo distinguía mal las facciones, pues su larga y desordenada cabellera la cubría como una malla. Compartieron la comida en silencio. Llegada la noche, el hombre y la mujer penetraron en la choza, y Sigmundo se tendió en el umbral, apretando contra él su buena espada. Un sentimiento de extrañeza lo recorría, sin que alcanzara a encontrar su origen; escuchaba todo lo que la oscuridad nocturna le acercaba y fue la niebla la que le dio la clave del enigma. Pues, entregado a la contemplación del cielo estrellado, oyó tras de él un ligero susurro de hierbas, al volverse percibió a la mujer que paso a paso llegaba hacia él; en la pálida claridad que venía de la medialuna, la vio, una silueta oscura en la sombra de los árboles, llevar los dedos a sus labios. Se acercó hasta donde él estaba y le tomó la mano. Sigmundo se incorporó a su lado; entonces, ella lo condujo hacia el sendero que descendía hasta el valle. Caminaron así durante un tiempo, teniendo cuidado de no hacer ruido. Ella lo guiaba ron una seguridad extraordinaria, sin decir palabra. Llegaron hasta una cabaña abandonada, refugio de pastores donde las ovejas habían dejado su olor mezclándose al de las hierbas secas. Y ella dijo a Sigmundo: "Pasa tu mano por mis ojos y mis labios." Entonces Sigmundo reconoció la voz de Siglínda, el arco de sus cejas, la dulzura de su boca y permaneció por largo rato apretado contra ella. ¡Había sido necesario que él corriera así, durante tantos años, a través de los bosques para volver a 65


descubrir a su compañera en las tinieblas montañosas! Y pasaron largas horas reconociéndose con la complicidad de la noche. Y Siglínda relató todo lo que le había acontecido durante ese tiempo. Cómo se había extraviado vagabundeando en el claro donde dormía su hermano; había caminado al azar hasta despuntar el día y allí hubo de encontrarse a Hunde, aquel que estaba con ella en la choza; el hombre la había forzado a seguirlo y desde aquella época, ella era su mujer. La choza no era su casa y ellos no eran unas personas miserables de los bosques. Hunde tenía un vasto dominio y muchos caballos en la llanura y había llegado hasta ese sitio únicamente porque la noche anterior él tuvo un sueño: en ese sueño un hombre viejo y tuerto le mostraba el camino de la montaña, y el anciano agitaba en su mano una inmensa espada de oro, después colocaba la punta de la deslumbrante hoja en la cima de la montaña mientras el oro brillaba ante los ojos de Hunde. Era así como había llegado, sin compañía alguna, allí donde Sigmundo los había encontrado. Pues Hunde no habló con nadie de su sueño. De Sigmundo quiso ella conocerlo todo y durante toda la noche él le relató cómo, de invierno en invierno, había surcado el país, interrogando a los pobres y a los ricos, cómo había conocido los calabozos y el hambre para saber algo de ese rostro de mujer cuyo recuerdo, a través de las estaciones, sufría grandes metamorfosis. Y como la noche, lentamente, despojábase de su oscuridad, se vieron por fin tal como eran en la realidad de sus cuerpos y a la luz de su mirada. Quedaron a la vez maravillados y turbados, 66

pues eran los mismos y también otros. Y el milagro era ese, que se hallaran tan próximos y tan lejanos. En esa misma aurora Hunde se despertó en la gruta solitaria, y entre la dulzura nocturna y la claridad del día tuvo de nuevo la visión de la espada; pero el brillo dorado de su sueño había desaparecido; la espada estaba ahora roja como si se hubiera hundido en el corazón palpitante de una criatura viva. Y el sabor de esa sangre lo sentía Hunde en la boca, sin saber si era la suya propia, que subía desde sus entrañas despedazadas, o si era, entre sus labios, el flujo de una savia extraña que lo inundaba, lo sumergía, lo ahogaba lentamente. Bajo su mano, dentro de esa vaguedad del espíritu que lo dejaba a medio camino de las tinieblas y la luz, sentía el rocío que se deslizaba suavemente de la tierra dentro de la textura de las hierbas; desde la inquietud que dividía su corazón, tuvo bruscamente el deseo de ser como ese rocío, del que nadie habría podido decir ni el origen ni la forma, huella impalpable de la respiración de la tierra, sudor misterioso y fecundante circulando entre lo blanco del cielo y lo negro de los elementos, entre la ligereza del éter y la pesadez de los minerales. Pero no estaba en su poder el escapar a su condición salvaje; había sido creado para dominar y oprimir a los seres y las cosas. Había recibido el encargo de quebrar los sueños de Siglínda, desviarla de su infancia, de sus secretos y la victoria que, estación tras estación, había logrado sobre, ella, le dejaba ahora amargura. Ella ya no estaba allí, en la choza en esa mañana cuando él se despertó y su viaje a la montaña desolada ya no tenía objeto en lo sucesivo. La había llevado con él porque sin duda solamente 67


ella podía iluminar ese sueño desconcertante de la espada luminosa; únicamente ella podía develarle el verdadero rostro de ese oro que una potencia desconocida le había señalado tentadoramente. Ahora ella vagabundeaba a través de los senderos y los zarzales o en las altas arboledas de hayas, acogedoras para todos los fugitivos; ella iba, errabunda, con ese desconocido de mirada azul que parecía llegado de las estrellas para viajar sobre esta tierra desde siempre destinada, no a las sombras, sino a los seres vivientes. Entonces Hunde se fue hasta el riachuelo y hundió en el agua su cara entenebrecida; a través del reflejo del torrente contempló el hombre que era y no se reconoció; todos sus rasgos expresaban la perplejidad y la turbación e interrogaba esa faz que era la suya y que carecía de su respuesta. Pero ese encuentro con la parte oculta de su ser quedó de súbito interrumpido por la vida misma reflejada en la profundidad del riachuelo, allí donde las aguas eran apacibles y silenciosas. Desplazándose con ligereza por encima de la arena, un salmón desplegaba su traje azul y Hunde se maravilló ante ello. Y de pronto, le vino a la memoria un cuento que había arrullado su infancia; el del gran salmón azul que antaño hubo de remontar el curso del río para llevar a los hombres desposeídos y hambrientos el secreto de la pesca y de la navegación. Y, decía el cuento, cuando el pez hubo enseñado a los hombres a capturar las bestias del mar y de los ríos, cuando los hubo instruido para construir los barcos, fabricar las redes, tallar en la piedra o en la madera los cuchillos y las estacas, les dio la orden de capturarlo, descuartizarlo y comerlo según una liturgia que debía servir de modelo a los sacrifi68

cios y al sustento de los días. Cuando era niño, Hunde había seguido con frecuencia el curso del río, como si el gran salmón azul hubiera regresado por él, como si en las olas atormentadas subsistiera aún alguna cosa de su palabra. Y ahora, acuclillado a la orilla del riachuelo, le parecía que ese salmón indolente daba realidad a su sueño infantil y que él, Hunde, estaba allí, en su edad madura, para ser el instrumento de un nuevo sacrificio. Hundió las manos en el fondo del torrente y no tuvo que luchar mucho para subir al pez a la superficie del agua. Se alzó, envolvió el salmón en unas hojas de castaño y tomó el sendero que penetraba el bosque. Caminó así, sin prisa, como si siguiera la huella de un animal familiar. Es verdad que allí estaba un animal: era una larga serpiente de la cual apenas adivinaba el movimiento entre las hierbas y el musgo. De cuando en cuando no percibía ya el ligero estremecimiento que imprimía en el tapiz vegetal, pero su oído, más sutil que sus ojos, le indicaba hacia dónde se metía la serpiente. Al final del día llegó hasta el claro donde reposaban, uno junto al otro, Sigmundo y Siglínda. Se detuvo unos instantes para contemplarlos; el sol poniente iluminaba apacible sus rostros adormecidos y ambos estaban como fuera del tiempo, a la manera de las medusas perezosas extendidas en la tibieza de la arena y gozando de los besos de las olas. Y fue hasta la cabaña sin que su descanso fuese turbado, preparó un fuego para asar el pescado pero su corazón estaba puesto en el corte, pues no sabía a qué divinidad daba abrigo el salmón. Sabía únicamente que comiendo esa carne que venía de la eternidad 69


acuática, el destino había de señalarles lo que les tenía reservado a los tres. El crepitar de la madera muerta asida por las llamas sacó de su sueño a Siglínda y a Sigmundo. Vieron de pronto lo rojo de la hoguera y después tan sólo reconocieron a Hunde. Sigmundo fingió apoderarse de su espada, pero la joven mujer puso la mano sobre su brazo. "No es aún el tiempo de la sangre, por lo menos no de la nuestra", le dijo. Y se dirigió hacia Hunde, que estaba de rodillas ante los haces de leña encendidos. Poco más tarde, los tres habían tomado asiento en el umbral de la cabaña y Hunde compartió el salmón de manera que tuvieran partes iguales, y lo que sobró, espinas y vísceras, fue quemado cuidadosamente por Hunde hasta que ya no quedaran sino cenizas. De éstas untó su cara y sus manos; sus dos compañeros procedieron del mismo modo. Así estaban en la noche que caía y en sus rostros ennegrecidos sus ojos brillaban como estrellas. Hunde dijo: "Siglínda, en la tercera luna, el día del solsticio, mataré a este hombre, pues esto es lo que el salmón me ha inspirado." Y Siglínda sonrió: "¡Oh! Hunde, no tengas ideas de asesinato, pues éste que está aquí es mi hermano, el cómplice de mis jóvenes años, y no tiene pensamientos malvados hacia ti." Pero Sigmundo los miró a una y a otro y después desapareció en la noche. Los días transcurrieron y todo fue como si nada hubiera ocurrido. Siglínda y Hunde habían regresado a su choza y el hombre salvaje continuaba merodeando en derredor de su sueño, en torno a esa espada tan pronto de oro como de sangre, que había poblado su noche; ningún signo venía a iluminarlo. Pero una 70

mañana, cuando Siglínda recolectaba hierbas a pocos pasos de su albergue, de pronto oyó en la lejanía de los árboles una melodía que no era la de los pájaros, ni la de las hojas sacudidas por los vientos y que le recordaba extrañamente los cantos de sus jóvenes años. Entonces supo que Sigmundo estaba allí y que la esperaba. Con las hierbas hizo un brebaje que dio a tomar a Hunde, cuando se sentó para la comida de la noche. Y al apoderarse de él el sueño, ella se puso a cantar y Sigmundo, en el bosque próximo, le respondió; se reunieron bajo los árboles. Es la mitad de la noche. Con toda su suntuosidad circular, la luna surgió de entre la cumbre de las montañas e iluminó el claro. Las aves rapaces rozan la copa de los grandes árboles, pero ningún soplo de viento agita las hojas y todo un pueblo de sombras inmóviles escucha el latir de los corazones. En los helechos, Siglínda se ha acostado con la faz al cielo y en la red de las constelaciones trata de volver a encontrar su estrella; pero el mensaje de los astros es oscuro. Sus dedos acarician el rostro de Sigmundo, se detienen sobre sus ojos, sobre sus labios y, de pronto, he aquí que una extraña luz cobriza los envuelve, como un nimbo, saludando su aparición de entre la maleza del bosque. Y ella atrae a Sigmundo contra su pecho, pone sus labios sobre los suyos. Toda frontera entre los cuerpos queda abolida y se mezclan en la ternura; sus sangres se confunden y se entregan abandonados a la música profunda de sus cuerpos, intercambiando simientes y la palabra de los sueños. 71


Así transcurrió la larga noche de estío y Siglínda comprende ahora que ese abrazo comenzó aun antes de su nacimiento, en el vientre que los llevó juntos. La joven mujer olvida todo lo que los alejó al azar de las estaciones, olvida su largo exilio en la casa de Hunde, sus impaciencias y sus angustias durante los años de separación y la vida no es ya sino un tejido liso, sin rasgaduras, un tejido que envuelve a Sigmundo tal como la noche envuelve a los sueños; su carne vuelve a cerrarse sobre fa de su amado mientras la luna, después de haber recorrido la inmensidad del cielo, desaparece hacia el Oeste, arrebatando a la noche su claridad y su dulzura.

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V. Brunilda en su muralla de fuego

Ha pasado una luna; después otra y en iodo ese tiempo Siglínda y Sigmundo lo pasaron en el bosque, compartiendo la vida de las bestias y alimentándose como ellas, remontando el curso de los torrentes para encontrar allí algún pez, o robando a los pájaros los huevos recién puestos. Una gran paz los habita; el musgo es su morada, el amor su techo y en el vientre de la mujer la vida busca su metamorfosis. En derredor de su feudo impreciso, Odín, el tuerto, va y viene. Lo que está en tela de juicio aquí es su propia sangre, la alianza de dos genealogías surgidas, una y otra, de su carne. Día tras día, pacientemente se esfuerza, mediante mil astucias, por apartar a Hunde de los dos amantes. Pero la empresa se vuelve cada vez más azarosa, pues Hunde, cansado de correr por los bosques, se ha ido a la llanura en busca de sus caballeros y sus soldados con el fin de que, llegado el solsticio, como lo prometió antaño, pueda enfrentarse a Sigmundo. He aquí la víspera del solsticio. Odín regresó a su castillo, algo más viejo, un poco más fatigado que antes y Fricka lo espera, aquella que vela sobre el orden de las cosas y sobre las leyes que rigen la 73


sociedad de Los hombres. Y en el secreto de su corazón, ella juró la pérdida de Sigmundo y Siglínda, quienes violaron el pacto de sangre y que, hermano y hermana, mezclaron sus carnes y engendraron una vida prohibida. Esa es la razón aparente de su cólera, pero la raíz es aún más profunda; sabe que esa flama de vida relega, poco a poco, en el desmoronamiento y la aniquilación, la vida de Odín y la suya puesto que toda existencia se nutre del marchitarse de otra existencia. "Durante el combate que opondrá a Hunde y Sigmundo, tomaras tú el partido de Hunde", dice ella a Odín. ¿Pero éste podrá combatir así aquello que es el fruto mismo de su sangre? El rey tuerto se encuentra en gran angustia. No sólo Fricka le ha dado la orden de dejar a Sigmundo ir hacia su mortal destino, sino que le recordó todas las heridas hechas a ella misma; la multitud de sus relaciones amorosas con las mujeres de la llanura y todas las caricias prodigadas lejos del tálamo conyugal. ¿Cuántos encuentros cuidadosamente ocultos de los que Fricka no debía haber tenido jamás conocimiento y que en ese atardecer se manifiestan así a plena luz? Odín se hunde en la noche del verano toda zumbante de rumores, como si las bestias quisieran tomar parte en los conflictos de los cuales Hunde y Sigmundo son la apuesta. Y hay un gran tumulto en los campos y en los bosques; los lobos merodean en derredor de las reses, los caballos corren a lo largo de los muros de piedra y los cervatillos atraviesan las corrientes de agua como si huyeran de alguna cosa invisible. Y Odín piensa en su hija bienamada, en Brunilda, que sin duda descansa en su lecho virginal, despreo74

cupada de todo este trastorno nocturno. Va muy a menudo ha recurrido a ella cuando se requería llevar ayuda a aquellos que amaba o bien precipitar la caída de aquellos a quienes tenía en odio. ¿Acaso no era ella la que lo acompañaba sobre los campos de batalla para limpiar la sangre del rostro de los soldados muertos y permitirles entrar en gloria al reino de los difuntos? Odín dice de ella, a veces, que es una recolectora de almas cerrando los ojos de los jóvenes golpeados por la gran exterminadora, ella apacigua los espíritus extraviados y los guía con afecto hacia las oscuridades del otro mundo. ¿De dónde obtiene ella ese saber misterioso que devuelve la paz a los rasgos angustiados de los yacentes? Odín se apresura hacia su morada, pero Brunilda no duerme. Ha oído los crujidos déla noche, el ruido de las bestias, y le parece que las mismas estrellas se conmueven. Y por Odín se entera de la lamentable historia de Sigmundo y de Siglínda y el gran deseo de venganza que habita a Hunde y Fricka. Y comprende que todos, hasta el propio Odín, quieren la muerte de Sigmundo. Y Odín desea hacer de ella la cómplice de ese asesinato. "Pero ¿cómo puedes, dice ella, pedirme que ponga mi parte en el deceso de Sigmundo, yo, que siempre atestigüé por el amor, yo, que por amor he pasado multitud de noches de horror, confortando a los moribundos por el amor que no habían tenido tiempo alguno de conocer. ¿Acaso no soy yo, Brunilda, el signo mismo del amor que tú, Odín, entregaste a las mujeres de este país? ¿Acaso no salí, como Sigmundo, de las caricias que prodigaste a una hija de la isla? ¡Y ahora vienes a mí en demanda de ayuda 75


para agobiar el amor y hacer triunfar a aquel cuyo corazón es más negro que el carbón! ¿Qué tormento te roe, a ti que bebiste en la fuente de Ygdrasil, a ti que conoces la ciencia de las runas y que otrora triunfaste de los gigantes guardianes del hidromiel y aprendiste a transformar en música los balbuceos? ¿Qué angustia es la tuya ahora, que te constriñe a precipitar en el abismo a esos amantes, de los que toda palabra es un poema, y todo estremecimiento una melodía?" A través de sus lágrimas, Brunilda interrogaba profundamente a Odín y el rostro de este último se cubría de bruma. "Pues bien, habla ahora, como si miraras en el azul de los ojos de Sigmundo y de Siglínda en su último instante." Y Odín dijo: "No me ha servido de nada el haber hurtado el hidromiel, el haber conocido el secreto de las runas y haber bebido en el manantial de la sabiduría, pues robando el anillo del Niebelungo, y contrayendo pacto con los gigantes constructores del castillo, aceptando sacrificar todo amor para asegurar mejor mi soberanía, perdí la palabra profética. Es cierto que en el último momento, y cediendo a las súplicas de la Vidente, acabé por devolver la sortija que ahora pertenece a Fatner, pero mi corazón ha sido lesionado por la mancha y no hay gesto alguno de amor que desde entonces no se haya corrompido. Creí haber arrancado, poco a poco, el recuerdo de esa corrupción multiplicando los vínculos con las mujeres de este país, pero ninguna caricia ha podido borrar la huella. Me exilié de mi propio juicio. Ninguna otra vía queda en mí sino el obedecer las órdenes de Fricka, pues ella es la única que subsiste de ese 76

orden antiguo; ella es mi única muralla contra el destierro, mi única oportunidad de volver, un día, al reino de la madre eterna." Entonces Brunilda lo mira con incontenible furor: "Jamás, Odín, jamás tomaré partido alguno en contra de Sigmundo y Siglínda, pues ¿quién velará sobre los amantes sino la virgen que a lo largo de sus noches no ha cesado de forjar la imagen del amor? Maldíceme, si así lo quieres." Y Odín lanzó sobre ella la maldición; toda claridad desapareció de la noche murieron las estrellas en el vasto espacio celeste. De la llanura ascendió una densa neblina y los árboles se estremecieron de soledad y de frío; las bestias huyeron a sus antros subterráneos y bajo las cortezas se refugiaron los insectos. Después vino la tempestad, que arrancó los troncos muertos e hinchó las aguas de los torrentes. Lodoso estaba el claro donde se enfrentaron Sigmundo y Hunde; y aparentemente estaban solos uno frente al otro. Pero Siglínda, la bienamada, estaba allí muy cerca en el desgarramiento del corazón y el pavor de la carne; Brunilda, sobre su caballo, contemplaba a Sigmundo como si con la única fuerza de esa mirada pudiera ella socorrerlo. Tan fuerte es la cólera de Hunde, que se precipita sobre Sigmundo, éste tiende hacia él su larga espada, pero el otro es más hábil y con el arma que le fue dada por la gracia de Odín traza su camino hacia el corazón enemigo. Hay entonces en el cielo un gran relámpago y la espada de Sigmundo se quiebra contra la lanza que Odín acaba de meter entre los dos combatientes. Hunde clava su espada en el flanco de Sigmundo. 77


Entonces Odín se vuelve hacia Hunde: "Seas maldito, tú que enrojeciste la tierra con la sangre de uno de los míos. Vete, anda, ve a decirle a Fricka que todas las cosas han ocurrido de acuerdo con su voluntad", pero es tan terrible la mirada de Odín, que toda la vida en tumulto sale del cuerpo de Hunde, quien, presa de un gran temblor, se derrumba junto al cadáver de su enemigo. Y como él, ahora, sin haberlo buscado, entrega su alma a las fuerzas del otro mundo. Son dos los que están tendidos contra la tierra húmeda, dos cuyo tiempo ya no se inscribirá en el tiempo y para quienes ningún soplo de aire habrá, ni un ave cantará ni río alguno llevará aguas impacientes. Brunilda se ha apeado del caballo. Se inclina sobre Siglínda y seca las lágrimas que inundan su bello rostro. Pasa delicadamente la mano sobre el vientre de la joven mujer: "Siglínda, no te detengas en estas historias de hombres. Aquel que descansa en ti, sálvalo, pues grande será la luz en él. De la espada rota de Sigmundo llévate los pedazos; el artesano mágico vendrá y la devolverá a su gloria y por ella tu hijo atravesará sin mal innumeras adversidades. Vete hacia el Norte, guiándote por las estrellas, y allá encontrarás aquellos que se ocuparán de ti y del que nacerá de ti." Brunilda ayudó a Siglínda a subir a su caballo, y apenas la joven montó en la grupa el corcel atravesó el claro; su larga cabellera flotaba en el viento de estío. Y cuando se hubo perdido del todo en la espesura del bosque, el claro se llenó con una extraña música, no de esas músicas vulgares que sacamos de instrumentos en que los dedos o los soplos humanos 78

hacen oír tan bellas resonancias, sino más bien una melodía nacida de las nubes mismas y de los movimientos impalpables del aire. Y esa melodía se colma pronto de cantos que parecían venir de los cuatro puntos del espacio y se encuentran en ese sitio donde reposan, con los ojos cerrados, Sigmundo y Hunde. Brunilda tenía la impresión de que las sombras vagabundeaban en derredor suyo; iban y venían sin cesar como para tomar posesión de los dos seres condenados en lo sucesivo a una larga noche. Dentro de esa agitación de lo invisible, Odín parecía oír una voz que Brunilda no lograba retener. Ella se volvió hacia él, pues sentía todo su ser poseído de una emoción de la que ignoraba el venero. '¿Quién, pero quién está así en derredor nuestro?"; y Odín dijo: "Son las hijas del otro mundo, aquellas que llamamos las Valkirias; vienen a tomar posesión de las almas que la muerte ha echado fuera del cuerpo. Ellas conducen a su morada solitaria a las almas heroicas. A las almas bajas las dejan al azar, allí donde no hay ni pasado ni presente ni futuro, y donde ningún pensamiento toma forma, donde ningún sueño encuentra sus imágenes... Porque tú me acompañabas a menudo a los campos de los muertos, algunos creyeron que eras una de ellas. Así podían poner un rostro a lo invisible, pero ignoraban que a las servidoras de la muerte les están prohibidas las emociones, donde el amor encuentra su territorio. Y quizás, en los tiempos lejanos, te llamaban la Valkiria, como si hubieras sido cómplice de esos niños de la noche cuyas canciones celebran la implacable tarea de los aniquilamientos y de las resurrecciones. 79


Poco a poco el rumor se apaciguaba en su derredor, ruando de lo alto de la montaña se oyó una voz plena de cólera. Era Fricka. La voz se deslizaba por entre las pendientes boscosas, atravesaba las praderas y los eriales y lo que pedía era el castigo de Brunilda. La virgen había alentado a Sigmundo, había precipitado el desenlace del combate y echado la turbación en el corazón de Odín, que en su exaltación había lanzado una maldición en contra de Hunde; después había tomado bajo su protección a la mujer culpable, aquella que, contra tas leyes del cielo y de la tierra, se había unido carnalmente a su hermano y concebido uno de esos seres por medio de los cuales la desgracia llega a la creación entera. La voz de Fricka corría como un torrente, a lo largo de las colinas y de las barrancas, o rodaba más bien como una piedra, desollando todo a su paso y recogiendo en ella todos los rumores de la tierra. ¿Después de haber condenado a Sigmundo, Odín iba ahora también a condenar a Brunilda, aquella que conciliaba en su corazón la ternura y el valor? ¿Había entrado ahora en el ciclo sin fin de los castigos y de las redenciones? El adiós a Brunilda era el adiós a su propia vida. Ya no le quedaba más, en lo sucesivo, que volver a encontrar el camino que conducía a sus orígenes, a esas profundidades de la tierra maternal donde, inexorablemente, el caos se mezcla con el caos.

"Así pues, ya que Fricka lo exige, entregaré a Brunilda al castigo, pero ese mismo castigo será su salvación, por lo menos provisional. En la isla lejana que rodean en todas las estaciones las brumas del océano y donde corren tantas fuentes surgidas de las cálidas 80

galerías del mundo subterráneo, existe una vasta roca, un acantilado cuadrangular semejante al escenario de un teatro, perfectamente plano, perfectamente liso, en cuya extremidad norte se levanta un muro donde los vientos marinos vienen a someter sus sonoridades como si fueran cantores en búsqueda de la musicalidad perfecta de sus voces. Y es allí donde Brunilda descansará, en el furor siempre renovado de las tempestades. Los genios del sueño la encadenarán; y permanecerá en su noche sin más compañía que la de sus sueños, hasta que al azar de las navegaciones algún viajero venga a imponerle su ley y arrancarle esa virginidad que es fuente de su magia." Él había hablado con voz baja, pero la joven había ya captado todo su lenguaje secreto. Ella desvió la cabeza con espanto: "¿Como puedes exponerme así, sin defensa, a las empresas de los aventureros? ¿Me imaginas lo suficientemente adormecida y después condenada a despertar en el abrazo bestial de algún bruto individuo extraviado en el Septentrión? Odín, esta profanación, ¿no es la tuya propia? Y ¿el soberano que me está destinado deberá tomarme como se atrapa a un zorro dormido en el fondo de su madriguera?" —El mar y sus borrascas serán tu protección. "Hay estaciones cuando el mar está como muerto, cuando el viento se hace brisa para guiar mejor a los barcos al puerto. Es el fuego que necesito, un fuego que, como la antorcha en el hogar doméstico, vele sobre mi sueño, dé color a mis ensoñaciones, pueble mi teatro con sus delirios y con sus sombras. Edifique, en derredor de mi roca abandonada, una muralla de fuego que sea espanto de todo navegante 81


extraviado en sus brumas. Y si, de entre todos los vivientes, me encuentra un navegante que no se asuste de ese fuego y que tenga bastante temeridad en su corazón para atravesar la piedra incendiada, entonces reconoceré en él un hombre a mi medida, capaz de nutrir un amor tan violento y tan fecundo como el fuego del cual todo sol nació." Y así fue, según lo que las crónicas dicen. ¡No sabemos nada de la embarcación quimérica que se llevó a Brunilda hacia las regiones oceánicas; nada sabemos tampoco de cómo encontró la joven un albergue sobre el frío acantilado de la isla y sobre qué paisaje, de nieve o de mar, detuvo su mirada antes de cerrarse para muy largos años! Pero las llamas que custodiaron e iluminaron su descanso, fueron percibidas por numerosos viajeros, enrojeciendo las noches sin luna como un fanal depositado por divinidades misteriosas. Para muchos, eso era únicamente una montaña escupiendo su fuego y derramando en su derredor lavas y fumarolas; se apresuraban a virar de bordo a sabiendas de que en el momento de sobreexcitación volcánica, el mar es presa de furores y despedaza sin piedad a todos los navíos que lo surcan. Otros navegantes, sin duda, tuvieron sospechas que algún acontecimiento extraordinario tenía efecto en la isla. ¿Habría suficientes locos para poner el pie en esa ribera inhóspita, aventurándose a través del muro de fuego? Es probable, pues no hay mayor misterio que el del fuego; los ritos que desplegamos a lo largo del año para celebrar el sol y ayudarlo en su recorrido, lo testimonian bastante. Así como lo testimonia la veneración, mezclada de temor, que mani82

testamos hacia los herreros que han aprendido el lenguaje de la flama y descifran en ella los secretos de su arte. Pero de esos temerarios que se cocieron y recocieron en las inmediaciones de la morada de Brunilda, no tenemos ninguna memoria. Pensando en el sueño de dicha virgen, me pregunto a veces de qué pudo poblarse. Condenándola así a un retiro del que no podía prever el término, Odín debe haber tenido un oscuro designio. Pues ¿no hay sueño perfectamente vacío y que hable en nosotros, mientras la apariencia de la vida nos ha abandonado? Pienso que los seres son como las nubes y comienzan por ser como un ligero vaho por encima de los sitios húmedos; después crecen, se ensombrecen o blanquean, se deshacen y se reconstituyen en la dependencia del cielo, pero siempre queda alguna huella en la inmensidad del espacio. Y nuestros sueños son fragmentos de vida que, como las nubes, vienen a habitarnos. En el largo reposo de Brunilda veo venir múltiples formas de existencia, oigo múltiples voces surgidas del fondo de las edades, reclamando aquello que no les había sido dado, inventando nuevas figuras de la creación. Y si nuestra muerte no es sino un prolongado sueño, me imagino que en el silencio de nuestra tumba, innumerables sombras vienen a hablarnos de ellas y de nosotros también. ¿Pues acaso no estamos en el sepulcro, como lo estuvo Brunilda sobre su piedra, en espera de aquel que tenga el valor de atravesar nuestro muro de olvido para restituirnos a la vida? Y si otorgo crédito a nuestros antiguos poetas, es allí donde hay que buscar la fuente de los sacrificios, 83


aparentemente crueles, que antaño hacíamos en el solsticio de estío, cuando los sacerdotes daban muerte a una joven en la cima de la montaña, pues el sueño de esas jóvenes era el refugio privilegiado de todas las palabras que aún no habían podido expresarse. Más allá de su muerte ficticia se forjaba en ella la imagen del futuro. Y porque ellas no habían tenido ningún amante durante su vida terrestre, quedaban entregadas al abrazo del dios desconocido.

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VI. Sigfrido y el dragón

Siglínda cabalgó por largas jornadas a través de un país desierto, antes de llegar hasta el mar. Era una playa de arena apacible y la joven mujer, apeándose de su montura, se tendió en la ribera para descansar. Y mientras se adormecía en la dulzura del atardecer, sintió la vida agitarse en ella por vez primera. Al abrir los ojos, el caballo había desaparecido. Caminó un tiempo a lo largo de las olas y llegó a una pequeña caleta donde encontró atada una barca. No sabiendo qué iba a ser de ella, decidió confiarse al mar, pues el agua siempre le había sido benéfica; el viento la condujo a alta mar. Navegó así durante dos noches y dos días; al final del segundo, desembarcó en una tierra rocosa que de pronto le pareció deshabitada pero en la que luego reconoció la huella de la vida. A través de las dunas había un sendero por el que caminó a cierta distancia y llegó a una gruta. Muy cerca de la entrada, encogido, se encontraba un hombre pequeñito de rostro velludo; sus cabellos hirsutos, su diminuta barba rojiza, sus cejas tupidas, le daban la apariencia de una bestia, pero había en sus ojos un relámpago malicioso que agradó a la joven mujer. Se trata, sin duda, de uno de esos enanos 85


que vivían en las entrañas de la tierra y a los que se oía trabajar en las profundidades en enigmáticas tareas. A menudo, cuando era niña y paseaba en las cercanías de los acantilados, ella trataba de sorprenderlos deslizándose en las grietas de la roca. A veces depositaba allí unas frutas o trozos de carne, pues esas pobres pequeñas criaturas debían estar muy hambrientas en sus oscuras moradas. Y ahora, a causa de ese enano desgreñado, sentía que la voz de su infancia le llamaba. Se maravilló al comprender su lenguaje, pues imaginaba que debía hablar parecido a las bestias de las madrigueras. Él no parecía sorprenderse por su llegada, como si en esa tierra aparentemente abandonada muchos viajeros tuvieran la costumbre de detenerse. A decir verdad, ese día el enano no habló mucho. Preparó para Siglínda una cama de helechos en el fondo de la gruta, fue a buscar agua, pues el río donde podía alguien bañarse estaba bastante retirado y fue solamente en los días siguientes, al ir recogiendo poco a poco los fragmentos de su existencia, cuando ella se imaginó la aventura del enano. Se llamaba Regin y era hermano de Alberico, aquel que había querido hurtar el oro de las hijas del Rin y que ahora vivía en la soledad y en la pobreza, consagrando todo su incansable trabajo a la forja de anillos sin virtud. Regia odiaba a su hermano; en tiempos de su esplendor, este último lo había hecho trabajar con una ferocidad comparable a la que utilizaba respecto de los demás enanos. Fue por lo que, mientras Alberico estaba en pleito con Odín y Loge, había dejado la gran caverna para vivir la vida de los hombres; la empresa no había sido muy fácil, pero había llegado 86

a dominar el aborrecimiento o el desprecio, mostrando sus talentos de herrero. Ciertamente no era amado y lo habían relegado en ese rincón aislado del país, entre el mar y la gran manigua, lugar donde residía el dragón. Era por mar por donde lo visitaban y le daban la orden de forjar armas para los reyes y joyas para las reinas. Siglínda, a pesar de mostrar toda su curiosidad, no pudo saber nada de ese dragón. Los días y las lunas transcurrían y el vientre de Siglínda se redondeaba. Parecía haber olvidado a Sigmundo, a Hunde y a su común y trágico fin, para ya no pensar sino en el ser que llevaba dentro, creciendo. Y cuando el hijo salió de su seno, Regin veló por ella, prodigándole los cuidados que exigía el nacimiento y fue a la montaña en busca de las hierbas mágicas que quitan la fatiga, dan color a la sangre y blancura a la leche. Así vino al mundo y después creció, aquel que fue llamado Sigfrido. Era sombría su apariencia; de cabellos oscuros, los ojos muy negros y un rostro anguloso en extremo; y esos rasgos debía conservarlos en su infancia aun cuando su piel pareció aclararse con el tiempo. Pero nada había de endeble en él y aun antes de sostenerse sólidamente sobre sus piernas, batallaba hoscamente con los zorros que familiarmente asediaban la caverna. De esa alegría de ser que emanaba de todo su cuerpo, de todos sus juegos, Siglínda no disfrutó por mucho tiempo, pues le volvió poco a poco el recuerdo de los tiempos antiguos. Floja al principio, como retirada en los confines de otro mundo, he aquí que la figura de su amado venía a visitarla, volviéndose cada vez más y más precisa, 87


más suplicante. En sus sueños, veía ella a su Sigmundo tendiendo hacia ella sus manos encadenadas y su mirada pedía ayuda y liberación. Una vez ella preguntó a Regin: "¿Adonde van los muertos cuando nos han abandonado?", y Regin dijo: "Deben pasear por algún lado y quizá nos buscan." Una mañana desapareció. Regin fue hasta el mar y vio que la barca estaba aún allí; se aventuró del lado del erial, pero no fue muy lejos pues tenía miedo de algún dragón, del cual, por la noche, le parecía oír el aterrador ronquido. No sabía entonces que los dragones no duermen nunca. Los días huían y se acostumbró a la ausencia de Siglínda, esforzándose en distraer al niño. Era un extraño espectáculo el ver aquel enano peludo y deforme oprimir entre sus brazos, como una nodriza, a ese pequeñito que era todo frescor y gracia. Transcurrieron los años, el enano siguió tal como era en su fealdad y su corta estatura y el niño fue convirtiéndose sin cesar en un robusto y hermoso mancebo. Regin le enseñó su saber, que era mucho. Le enseñó la música, el arte de la forja y algunos elementos del arte del combate, pero sólo los principios, pues la práctica no era su fuerte. Le enseñó también las runas, que son signos secretos, a través de los cuales el cielo se habla con la tierra. Y cuando Sigfrido salió del todo de la infancia, le pidió a Regin buscarle un caballo. "Ve por ahí, le contestó él, camina a lo largo del mar y después de una hora de marcha encontrarás un gran pastizal donde están los mejores caballos del rey. Escogerás entre ellos." Sigfrido se fue hacía la costa y se habría extraviado sin duda en las dunas si no hubiese tropezado con un

viejo hombre tuerto, cubierto con un gran sombrero negro, que le propuso su compañía. Llegaron así al pastizal, un espacio herboso rodeado de pequeñas paredes de piedra y Sigfrido le dijo: "No conozco nada de caballos; aconséjame." Entonces el hombre viejo le mostró un joven semental gris que nadie había montado jamás: "Toma éste, él te acompañará fielmente en todas tus empresas." Sigfrido tomó la crin del caballo y se levantó sobre sus lomos. Cuando se volvió, su compañero había desaparecido. Regresó sin dificultad a la caverna de Regin, pues el caballo parecía conocer la ruta y galopaba sin titubear a través de las piedras y los arenales. Y Sigfrido lo llamó Crani. Era una palabra, más bien una sonoridad que subía desde lo más profundo de sí mismo; se mezclaba con un rostro que le parecía haber conocido de antaño y del cual no podía volver a encontrar los rasgos. Tan pronto como se vinculó al caballo, su vida cambió. Haciendo a un lado la fragua de Regin, sin poner atención a las lecciones del enano, se aventuraba con Crani cada vez más lejos de la vivienda. Una noche Regin lo vio regresar del bosque, más allá del cual se extendía el páramo. "¿No viste, no oíste nada allá?" "Escuché algunos pájaros, percibí un país del todo desierto, con muchas piedras y arbustos." Regin permaneció largo tiempo silencioso y ese silencio intrigaba a Sigfrido. Entonces el enano le contó lo que ocurría en el erial. Le relató cómo, después que Odín y Loge hubieron entregado a los gigantes el tesoro del Nibelungo, el anillo de oro y el yelmo que vuelve invisible, lo habían disputado los dos hermanos y cómo Fafner, después del asesinato 89


de su compañero, habíase ido al erial que llamaban Gniteheide y allí se había transformado en dragón, reposando sobre un tesoro al que nadie, jamás, se había atrevido a acercarse. Y Sigfrido hizo preguntas, indefinidamente, sobre el dragón; dónde estaba su fuerza, cómo se alimentaba, cómo apagaba su sed. Regin no tenía respuestas; sabía únicamente que del hocico de Fafner salía un soplo envenenado y que a muchos pasos de él no podían vivir las bestias en sus madrigueras, ni las aves rapaces. Y a partir de ese día, Sigfrido soñó a menudo con el dragón, su oro y su aliento. Y Regin soñó también con el dragón y poco a poco creció en su espíritu la insensata esperanza de que, con la ayuda de Sigfrido, llegaría a vencerlo. Los dos sueños se encontraron y el enano pasó largas jornadas forjando una espada, pero como amaba a Sigfrido y desde su corazón no deseaba en verdad que el mancebo se enfrentase con el monstruo, la forjó torpemente y se quebró. Forjó otra y la hoja se rompió del mismo modo. Sin embargo, como Sigfrido sentía gran tristeza por care cer de arma, Regin le dijo: "Te voy a entregar un gran secreto. Quita la piedra que está aquí, en el fondo de la gruta, y hunde tu brazo hasta la profundidad de la roca." Y Sigfrido movió la piedra y sintió bajo su mano una, y después dos, y después tres formas metá licas, que trajo a ia luz. Eran los pedazos de una espada. Y Regin dijo: "Era la espada de tu padre Sigmundo que se quebró contra la lanza de Odín, pues sobre esa lanza estaban inscritas las runas frente a las cuales la volutnad humana carece de potencia. Tu madre se llevó los pedazos consigo cuando dejó el 90

país. Pero mira bien lo que el tiempo les ha causado; ni una traza de herrumbre y la hoja se encuentra como siempre tan cortante." Y Regin se fue hacia su fragua,' activó el fuego ferozmente e hizo de los tres pedazos una nueva espada. Y en la noche, Regin y Sigfrido permanecieron por largo rato silenciosos contemplando uno y otro la hoja donde el fuego de la fragua dibujaba fabulosas formas enrojecidas. Antes de que terminase la noche, Regin y Sigfrido subieron hasta el páramo. Era el momento mágico, cuando las estrellas se alejan unaa una y desaparecen en la lejanía del cielo. Poco a poco el silencio nocturno se pobló de cantos solitarios y después todo el bosque despertó en un estremecimiento de alas; los pájaros describieron anchos círculos en torno a los dos caminantes. Regin se detuvo cerca de un manantial. "Es aquí donde el dragón viene a beber: es aquí donde voy a esperarte; no tengo valor para ayudarte en la terrible tarea y cuando Fafner haya muerto, pondremos a asar su corazón y lo comeremos, pues en ese corazón hay grandes sortilegios." Y Sigfrido avanzó hacia el dragón. ¿En qué pensaba Fafner cuando estaba así, acostado encima de su oro, con los ojos fijos en esa silueta grácil que caminaba a su encuentro, casi inocentemente, en la dulzura de la mañana? Fafner estaba harto de su oro, cansado de la vida de dragón, fastidiado de la maldición que sobre él pesaba. De cuando en cuando, la imagen de Freía se le aparecía, una imagen toda de ternura. Se transformó en dragón porque creía, así lo dicen tantas historias, que periódicamente ofrecíanle jóvenes vírgenes con quienes se 91


desposaba antes de devorarlas. Se decía, también, que en ocasiones las jóvenes así sacrificadas se entregaban en amor a su dragón. Pero jamás ha habido vírgenes en ese erial desolado. V Fafner se vuelve hacia el joven que ya está ahora mucho más cerca y percibe, cerca de su manantial de costumbre, al enano Regin, aquel que nunca antes se aventuró acercarse hasta allí. A su manera, el enano es como el dragón, una criatura del fuego; como él, supo hacer brotar de la materia aparentemente muerta las llamas de la metamorfosis, dominó el alma de la madera y la del carbón para ponerlas al servicio del hierro y el cobre, del oro y de la plata. Y Fafner, tras el rostro arrugado de Regin, percibe el de Alberico, su hermano y su doble. Todo lo que sabe Regin, lo obtuvo de Alberico cuyo secreto queda por siempre impenetrable. ¿Mediante qué milagro el Nibelungo liberó la palabra del oro, esa palabra que da al anillo su poder? ¿Mediante qué hechizo descubrió, en las mallas finas del yelmo, su relación con lo invisible? Fafner posee la sortija y el yelmo, pero no le sirven de nada en su angustia. No puede sino guardarlos hasta el final de los tiempos, pero ese velar le es cada vez más insoportable; es por ello que siente una alegría singular al descubrir que, a través de Sigfrido, una fuerza desconocida trata de despojarlo de sus bienes. Antes de enfrentarse a Sigfrido, Fafner tiene un deseo que hasta entonces le era desonocido: contemplar en un espejo cómo es él, verdaderamente, más allá de la fealdad y de la viscosidad de su ser. Del espejo no hay rastro alguno en su gruía; queda el manantial donde liene la costumbre de ir a beber y 92

cerca de allí está, temeroso e irónico a la vez, el lamentable Regin. Fafner se alza con lentitud sobre sus cortas patas empalmadas y, como todas las veces que se pone en movimiento, siente que su corazón se oprime, pues ese cora/ón está casi a flor de piel, que es el sitio mismo de su fragilidad y que ama descansar sobre su oro; el dragón quiere hacer pasar el latido de su corazón al metal mismo, pues piensa que ese es el secreto de Alberico; la materia tiene una sangreque le es propia y si se logra armonizar la propia sangre ron la de la materia, entonces podemos apoderarnos de lo que en ella hay de espíritu. Fafner caminó en dirección al manantial, y de tal modo era fétido y ardiente su aliento que Sigfrido, sintiéndose todo envuelto en vapores mortales, tuvo buen cuidado de dejar un gran trecho entre él y el monstruo. Pero Fafner no miraba a Sigfrido, fijaba sus ojos en el desdichado Regin y esa mirada mantenía clavado al pobre enano en su sitio. Regin habría querido huir, pero su cuerpo se había convertido en piedra; se esforzaba en vano por desprender su mirada de los ojos de Fafner; esos ojos eran como una espada que se hundía en su carne y ahora veía la faz monstruosa del dragón acercarse a su propio rostro. Y una llamarada surgió de ese hocico quemante, lleno de baba, una llamarada que de pronto dibujó un círculo en derredor del enano, incendiando su cabellera y su barba, consumiendo sus vestidos; y Regin se convirtió todo en una antorcha, aureola trágica tejida en derredor de los aullidos que nacían de su cuerpo martirizado. Después, con su poderosa cola, Fafner hizo volar en el aire esa hoguera viviente y como un bailarín asido por el éxtasis Regin giró en 93


el espacio ahumado; y mientras daba vueltas, toda una parte de él caía en cenizas sobre el carapacho del dragón. Cada vez que la antorcha regresaba al suelo, Fafner le propinaba otro golpe con su terrible cola y el fuego reanudaba su ronda en el espeso cielo; y así terminó Regin, en polvo humeante y ardiente. Sólo entonces, cuando ya no quedó nada del hermano de Alberico, el dragón se inclinó en el charco y lo que vio le causó horror; primero el color, ese gris oscuro de la piel escamosa que iba del negro al amarillo sucio, y después la textura de esa piel, pues cada escama parecía exudar una humedad grasosa y sanguinolenta; pero había, sobre todo, arriba de los ojos, esas protuberancias minerales que, ahora lo comprendía, ¡tenían por objeto impedir que sus párpados se cerraran! Y él, Fafner, que nunca se había querido mucho, se aborreció violentamente. Para huir de esa imagen que el agua tranquila le devolvía, agitó furiosamente las patas en el cieno y toda la superficie líquida se enturbió, y se volvió oscura. Entonces el dragón buscó con la mirada a Sigfrido No se encontraba lejos; a unos cuantos pasos de distancia, sobre un montículo que dominaba el manantial; y Fafner buscó su mirada, confiando en aquella fuerza hipnótica que había dejado a Regin sin defensa. Pero Sigfrido no lo miraba. Tenía los ojos fijos en su espada y el dragón tenia la impresión de que jugaba con el sol. Pero no era un juego. Sigfrido llamaba en su ayuda al amo de toda luz, y ese dueño contestó, pues iluminaba con su fulgor la hoja de la espada; y esa claridad pronto se volvió quemante, intolerable, sobre el hocico del dragón, prohibiéndole todo movimiento. 94

Fafner sacó su lengua inmensa, lava roja sobre lo verde de la pradera, y una bola de fuego le llenaba las fauces; pero ese fuego, bajo el fulgor de la espada, perdía su ardor y su color. Ya no era, entre sus dientes puntiagudos, más que una masa informe que arrojó fuera de él, con un temblor de toda su carne, y comprendió que la contienda no tenía lugar entre Sigfrido y él, sino entre él mismo y el cielo. Entonces dijo: "¡Oh!, Sigfrido, tú eres aquel con quien yo encuentro mi fin. ¿Qué fulgor alimenta a esa espada para que me reduzca a nada? Nos batiremos, pero quizá encuentres tú el camino que te asegura la vida; aun si eso debe ser así, sabe que deberás volver sobre tus pasos sin tocar nada del tesoro del que soy guardián. Pues el anillo, así como el yelmo, es venero de maldición. Fue por él, fue por ellos, que llegó el asesinato y el sufrimiento y la soledad sin limites. Desde que Alberico renunció al amor de las hijas del Rin para apoderarse del oro, todo lo que ha nacido del oro se ve dañado por la abyección, y quienquiera que tenga comercio con la sortija y el yelmo, ha de ser lanzado fuera de las tierras del amor. El amor, yo no sé lo que es, nunca me fue dado, pero sé qué cosa es la ausencia de amor y es el infierno. Necesitaré vagar un tiempo interminable en los dominios de las sombras y atravesar muchos caminos nuevos para lavarme de dicha maldición." Dicho esto, el dragón se alzó sobre sus patas y se lanzó hacia Sigfrido, pero la hoja de la espada lo incendiaba con todos sus reflejos y Fafner se vio preso de violentas convulsiones, como si del interior de su carne surgieran puntas de fuego que lo hirieran hasta la piel. Y sus ojos, que jamás hasta entonces se 95


habían cerrado, se volvieron oscuros y un gran velo los cubrió. Más larde, el monstruo volvióse con las patas al aire, agitando febrilmente sus palmas negras contra el cielo. Entonces, con premura, Sigfrido hundió su espada en el corazón de Fafner. Y hubo un viento ligero llegado del Este, allí donde el cíelo era azul. Y las cimas de los árboles aullaron largamente en la calma matutina. Y ese murmullo vegetal era como una música que lentamente se apoderaba de todas las fisuras del paisaje; a poca distancia del cuerpo desecho de Fafner, Sigfrido, tendido, descansaba; entre ellos estaba la sangre y la espada. Sigfrido escuchaba esa música; con esa melodía se iba el último vestigio de la infancia, esa confianza loca que había tenido en su suerte hasta esos momentos, esa entrega al ritmo búlleme de los seres y de las cosas. Le pareció que otra sangre, próxima lal vez a la del dragón, circulaba por sus venas. Fue entonces cuando volvieron a su memoria las últimas palabras de Regin: "Pondremos a asar su corazón y lo comeremos juntos." Se levantó, se inclinó sobre el cadáver y extirpó el corazón; y como pasaba su mano ensangrentada sobre sus labios, oyó de pronto otra palabra. No eran más que los pájaros que cantaban bajo la enramada, pero Sigfrido les reconoció una voz muy semejante a la suya. Metió la mano en el vientre de la bestia; el lenguaje de los pájaros le pareció más claro y su mano se volvió como de cuerno. Entonces se desnudó completamente y bañó todo su cuerpo en la sangre de Fafner y a medida que se lavaba de tal modo en esa humedad nacida del asesinato, sentía su piel endurecerse y volverse como una cora/a y, al mismo tiempo, 96

las palabras de los pájaros le fueron transparentes. En su turbación ni siquiera se dio cuenta de que una hoja de tilo, arrebatada por el viento, se había posado entre sus dos hombros y que allí la sangre del dragón no había coloreado la carne. Y así hablaban los pájaros: "Más allá del mar, hacia el Norte, hay una isla y en el centro de la misma hay una montaña y en el flanco de esa montaña un gran acantilado rodeado de llamas. A quien atraviese esas llamas le está prometido un gran destino. Allí descansa Bruñí Ida. "

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VII. La isla de los amantes

A menudo he soñado con la navegación solitaria de Sigfrido, en ese largo recorrido a través de las brumas y los soles que lo condujeron a las tierras de Brunilda. Me son casi extrañas las expediciones marítimas, pero tuve que inventar el diálogo del océano y del hombre, pues es uno de los temas que a la reina Ute, desde que estoy a su servicio, le agrada verme evocar. Ella misma tiene relariones difíciles con el agua y muy particularmente con el agua violenta e ilimitada del espacio marino. Su obsesión ha sido siempre la de morir ahogada y rnuy raras veces se la veía en las orillas del Rin; no es sin razón que las habitaciones que ocupa en el palacio no miren hacia el río, sino en dirección de las colinas apacibles y boscosas que parecen proteger su sueño de las criaturas imprevisibles cuyo reino figura en las profundidades movedizas del agua. Y sin embargo, ella vive en la fascinación de la amplitud oceánica. Su infancia estuvo arrullada con viejas leyendas que relatan cómo muchos de sus ancestros, llegados de las tierras lejanas del Sur, allí donde los hombres tienen la piel bronceada, enfrentaron las olas del Norte en búsqueda de ese otro sol 98

del cual ningún ser viviente ha percibido aún la luz y que se situaría allende las grandes islas flotantes, de las que los navegantes resienten a menudo la maldición. "El océano, dice Ute, es una tumba donde duerme, con un sueño sin reposo, mucha gente de mi raza." Y en sus noches de insomnio, me ha mandado llamar para que le cuente del mar, de sus desórdenes, de sus enojos, y para que le devele, a mi modo, los posibles consuelos que prodiga el océano a aquellos cuyos cuerpos y ensueños engulló. Durante esa travesía que lo condujo del bosque, donde tuvo la revelación de su fatalidad, hasta la isla donde descansaba Brunilda, Sigfrido no se preocupó gran cosa, me imagino, por los peligros que amenazaban su frágil embarcación. El rumor de las olas, los gritos de los pájaros, los movimientos del aire, todo era un canto y a través de ese canto se componía el rostro de aquella hacia la cual se dirigía. Pues la noche que había precedido su partida, le había procurado un sueño que lo intrigó muchísimo; se encontraba en un claro y, a unos cuantos pasos de él, nacía de la tierra un círculo de fuego en cuyo interior se encontraba una forma femenina. Trataba de ver claramente qué era aquella forma, pero de inmediato otro círculo de fuego, semejante al anterior, aparecía también habitado por una criatura imprecisa y surgía así multitud de hogueras; Sigfrido se hallaba en gran desazón, no sabiendo en cuál de esos fuegos era esperado. Durante todo el tiempo que enfrentó la bruma hallóse poseído por un rostro del cual no llegaba a distinguir los rasgos. A veces pensaba que esa faz, cuya existencia habíanle revelado los pájaros, care99


cía de dimensión humana; era más bien la imagen misma de su propia muerte, un espejismo semejante a aquellos de los cuales el océano le enviaba sin cesar los reflejos. Pero este pensamiento fúnebre no lo detenía por mucho tiempo. No veía sino un camino utilizado, por no sabía qué fuerza malvada, para desviarlo del único camino que era el suyo, un camino que indicaba, por el contrario, el llamear de la vida y el asombro del encuentro. Fue sólo casi el término del viaje que Sigfrido se dio cuenta que toda esta travesía por el océano, en apariencia indiferente, había sido guiada por un compañero por largo tiempo invisible, cuya presencia no podía aparecer en los múltiples espejeos de las olas y que se manifestó en pleno día en un momento, cuando Sigfrido descubría en la lejanía la isla predestinada. Su guía era un pez plano, con aletas doradas, que dibujaba sin tregua en derredor de la embarcación un óvalo protector. Había navegado hasta allí en el corazón de la ola y, ahora, irradiaba en la superficie del agua, trazando una órbita perfectamente regular a unos cuantos pasos del esquife, hasta el momento de dirigirse en derechura hacia la tierra firme y perderse en el túmulo del alba. Nada diferenciaba a simple vista esa tierra de las demás isias que Sigfrido había podido percibir en el curso de su viaje, si no es que en derredor de ella parecían hallarse colonias de pájaros mucho más numerosas que en cualquier otro lado. Había, en particular, una multitud de los llamados pájaros bobos, de pico multicolor y cuya cabeza, lejos de ser la prolongación del cuerpo emplumado, parecía ser una esfera perfectamente cerrada, perfectamente 100

independiente, donde la sabiduría encontraba abrigo. El acantilado se alzaba, abrupto, por encima del mar. La pared rocosa, de un gris muy denso, estaba sembrada con grandes manchas blancas, sedimentos de una secreción lechosa de la piedra o bien huella de los ensueños paradisíacos de los plumíferos y de los petreles. En la cúspide del acantilado, en pendiente más o menos suave, reinaba una hierba verde y pobre cuyo tejido se veía de vez en cuando despedazado por unas peñas de formas extrañas, semejantes a troncos de árboles calcinados. Eran, quizá, los vestigios de antiguos combates cuando se enfrejitabafl:, segur Jr *■'- ciertas leyendas, los grandes ifrfaGles tttde aceTC3&&&h del mundo, en aquellas edades ci*ando? ™?J.Jo Ygdrasil nutría bajo su corteza el soplo de la vida. Sigfrido bogó largamente al pie de esas rocas sin fisuras hasta llegar a un sitio donde la piedra cambiaba de color. El acantilado mismo era de un negro muy profundo, y sobre ese negro se destacaban piedras rojas delicadamente unidas entre sí, lo que las hacía aparecer como movedizas y vivientes. Y esas piedras rojas constituían, en la dureza de la roca, unas áncoras a las cuales se aferró; subió así en el corazón de las peñas, sorprendido de la tibieza de ese rojo, hecho de una materia porosa que le recordaba las escorias de la fragua de Regin. Y mientras más avanzaba, de ese modo, en aquél espesor mineral, más le parecía que ¡a piedra se calentaba, se transformaba en una lava cuyo movimiento no era, por cierto, aparente sino que, pese a todo, en su cara oculta debía haber una especie de respiración. Sigfrido llegó por fin hasta una cresta más o menos 101


deforme, más allá de la cual la piedra roja reinaba como dueña y señora. Fluía, en pendiente suave, entre dos extensiones verdes que se encrespaban apaciblemenLe a izquierda y a derecha, hasta una barrera de grandes peñas blancas que se recortaban horizontalmente en el cielo. Sigfrido caminó en su dirección y se encontró de pronto ante un inmenso enlosado, absolutamente plano y regular que se extendía en centenas de pasos y que era, en verdad, la cima de la colina, pues más allá de la piedra no había más que el cielo y su gris desteñido. Y cuando hubo dado algunos pasos sobre esas losas, se sintió invadido por una alegría inmensa. A sus pipo invV^plaba;<ér'Océano, ahora de un azul muy páii6o«jl tiples «*-o«Htíai|ígera se complacía en su superficie' y ^¿^^noun» palabra de fervor y de aceptación que ascendía desde las aguas. Atravesó así el pavimento en su totalidad y frente a él de nuevo se hallaba el mar; entonces miró a sus pies; del espacio enlosado, unas rocas resbalaban suavemente hacia las aguas, pero, a su derecha, había un espacio cubierto por una bruma extremadamente espesa, bruma del todo insólita pues el cielo estaba despejado, aunque preso ya por el oscurecimiento de la noche. Sin saber dónde dirigir sus pasos, Sigfrido se tendió sobre la piedra, con la mirada errante sobre ese paisaje donde nada le hacía una seña. Caída totalmente la noche vio aparecer, allí donde hacía poco se hallaba extendida la bruma, un círculo incandescente que horadaba la oscuridad en la capa de humedad, y después se poblaba de inmensas llamas que rodeaban un sitio preciso, del que no podía descifrar nada, de tal modo que las sombras y las 102

luces intercambiaban apresuradamente sus visajes. Y las vivas claridades de ese fuego circular iluminaban ahora unos escombros, camino deforme que conducía de las losas al claro de fuego. Entonces Sigfrido empezó a descender a lo largo de las rocas. Temible era el círculo de fuego, aterradoras las ardientes llamas que se enlazaban unas con otras en una danza suntuosa. Y esas llamas ejecutaban el acento de una seducción, una melodía, tan pronto áspera como suave, dueña de un aspecto llamativo. Pero no habia ninguna falla en ese muro ardiente, ningún paso aparente, y sin embargo Sigfrido avanzaba, como hechizado por ese fabuloso espectáculo; y a medida que se acercaba a esa fortaleza impalpable, sentía al fuego vivir no ante él, en su derredor, sino dentro de él mismo; era toda la naturaleza de su ser que se encontraba transformada; tenía la impresión de que sus ojos descubrían, bruscamente, cosas que hasla entonces le habían permanecido desconocidas. Unos seres con rostros ignorados se revelaban, circulando en medio de las llamas, seres vivos de los que, no obstante, no habría podido decir si pertenecían al mundo de las bestias o al de las flores. Y unas voces de armonías extrañas corrían de la tierra incandescente hasta el cielo estrellado y esas voces se hallaban, al mismo tiempo, en el corazón de Sigfrido. Fue entonces cuando percibió al caballo. Un caballo loco, pensó de pronto, una yegua completamente negra que parecía girar con una rapidez vertiginosa en torno de la hoguera. ¿Desde hacía cuánto tiempo daba vueltas de ese modo y por qué Sigfrido no la había visto antes? Su pelaje se incendiaba y después se oscurecía, al azar de su carrera; desaparecía y volvía 103


a aparecer dentro de los velos sangrientos del fuego; entonces Sigfrido se acercó, descubrió el camino que recorría el caballo en su carrera y, sobre ese camino, se tendió con la cara contra la tierra, una tierra que besó con una pasión tan quemante como las llamas de las que tan cerca estaba ahora. Así echado sobre la gleba, ya no oía sino el martillear de los cascos del animal en el suelo, martilleo cada vez más preciso, más y más cerca, pero Sigfrido no alzó la cabeza, hundió sus labios en la pesada tierra y de pronto ya no oyó nada; después, sólo el ruido de una respiración apacible, y sobre su mano cayó un poco de espuma. El hombre y el caballo permanecieron así algunos instantes, el uno cerca del otro, mutuamente desconcertados; poniéndose entonces de pie, Sigfrido tomó en sus brazos la cabeza de su negro compañero, mojó toda su cara con la espuma que corríadesusollaiesy acarició el pelaje negro, estremecido; por fin, alzándose del suelo montó en la grupa y ante ellos las llamas se separaron sin perder pese a ello el más mínimo tinte rojizo. Avanzaron así hasta el centro del claro, y entonces las llamas se elevaron más alto en el cielo oscuro, inclinándose después como para construir una bóveda movediza y luminosa en derredor de esa pareja extraña, el hombre en su blancura casi estelar y la yegua en su piel negra, que era como un trozo de noche. Fue entonces cuando ante los ojos de Sigfrido, frente a los del caballo, apareció Brunilda. Estaba tendida sobre la tierra pedregosa, con los brazos lige ramente separados, con las manos abiertas como copas. Así descansaba ella en su casa de tierra y de fuego, tal como los pájaros lo habían predicho; ¿pero 104

esa mujer que allí reposaba, era en efecto Brunilda? ¿Era él, acaso, el que debía librarla del sueño y resti tuirla a las gracias de la vida? Se arrodilló cerca de ella. No distinguía su rostro, a medias disimulado bajo un casco semejante al que llevan los guerreros en el combate; el cuerpo estaba cubierto con un inmenso escudo redondo. Él retiróle el casco dejando ubre la pesada cabellera, de la cual podía únicamente decir que era oscura, pues las llamas se retiraban lentamente, volvían a su espacio ordinario y el claro volvía a caer dentro de una semioscuridad donde los colores y las formas se esfumaban. Sigfrido alzó luego el pesado escudo y lo hizo rodar a unos cuantos pasos; una trama de metal cincelado recubría a la joven de los hombros hasta los pies; trama que él retiró con lentitud. Ella quedó así, bajo su mirada, en su túnica de lino; Sigfrido acarició los hombros; uno de los senos estaba desnudo; lo tuvo largo rato entre sus manos temblorosas y pasó des pués sus labios sobre él. Oyó el canto de otro corazón. Ahora escuchaba a la noche y más allá de ésta él percibía el soplo de una respiración que no era la suya, el rumor de un cuerpo que parecía confundirse con el rumor del suyo. Tomó las manos de Brunilda entre las suyas, entrelazó sus dedos y se maravilló al ver el acuerdo que se establecía así en su espíritu, pues a través de esas manos adormecidas, él descifraba un vínculo que le parecía haber conocido otrora, con otro cuerpo, y cuyo recuerdo había perdido. Se inclinó sobre ese rostro de mujer, rozó los párpados cerrados, se acerco a la boca para mejor percibir el soplo y la vida que permanecían en ella. Y en esa boca no había ni sonrisa ni angustia. Pero ¿cómo 105


reavivar la sonrisa o la angustia, que son trazas de la existencia? Y a esos labios acercó los suyos; largo fue ese beso y paciente el trabajo de su boca para lograr que esa otra boca se abriera. Pero así fue; el milagro se cumplió y así terminó el sueño de Brunilda. Y permanecieron durante largos días y largas noches, el uno cerca del otro en el corazón del claro, y buen compañero les era el caballo negro que parecía ser el guardián del fuego. Durante esos días y esas noches, Brunilda enseñó muchas cosas mágicas a Sigfrido, pues todas esas cosas las sabía ella desde su nacimiento, como si hubieran estado inscritas en su propia carne. Ella le mostró el cielo y sus estrellas y la travesía de los planetas a través de las estaciones, pues ellos eran los rostros de los dioses antiguos, que se habían retirado de los asuntos del mundo pero, no obstante, continuaban velando así fuera de lejos el destino de los vivos. Ella le transmitió el arte de las plantas y las virtudes singulares que cada una de ellas posee para ayudar o abrumar a los humanos. Le enseñó el arte de las runas, no como lo había hecho Regin, para que conociese el significado de las lenguas misteriosas que los seres del más allá inscriben en nuestros caminos, sinopara que supiera descubrir las señales que no estaban aún inscritas en nuestros senderos y que no llegan hasta nosotros sino bajo veladas formas. Apacibles eran los días de Sigfrido, pero sus noches lo eran menos. Con frecuencia, había sido brutalmente expulsado de su sueño por una fiebre de la que adivinaba mal la naturaleza, pero que lo llevaba a buscar una alianza más íntima con Brunilda. Entonces se acercaba a ella y ponía sus labios sobre los 106

suyos. De ese cuerpo del que nada ignoraba, deseaba él hacer su presa pero Brunilda, que se bañaba desnuda ante sus ojos, que le pedía peinar su larga cabellera negra y ungir su 'cuerpo con un licor extraído de las algas, se desviaba de su caricia, a veces también se alejaba en la incertidumbre de la noche como si ella temiera oír en su propia carne una voz semejante a aquella que posesionaba a Sigfrido. Una mañana, cuando Brunilda había despertado bajo ese ardor de caricias, que ya no eran en modo alguno infantiles, ella tomó a Sigfrido de la mano y lo llevó hasta un sitio desconocido. Era en mitad de las rocas, bastante lejos del claro, el cráter de un volcán desde hacía mucho tiempo extinto. Volcán minúsculo, por otra parte, o más bien una de esas bocas de un volcán sepultado desde hacía mucho entre los movimientos de las peñas. En ese cráter, el agua de las últimas lluvias se había acumulado constituyendo un amplio depósito de una limpidez extraordinaria. Allí, se despojaron de sus vestiduras y Brunilda pidió a su compañero contemplara alternativamente la imagen de su propia cara, de su propio cuerpo y la imagen del rostro y del cuerpo de ella: "Cuando nuestras dos imágenes sean semejantes, cuando en este reflejo ya no puedas distinguir aquel que eres tú y aquella que soy yo, entonces ya te habré enseñado todo lo que tenía que enseñarte." Así habló ella ese día y periódicamente vinieron al cráter y Brunilda reía mucho de los desengaños de Sigfrido, que veía siempre los rasgos aparentes de sus diferencias. "Es al agua que debes interrogar, le decía ella., es el agua la que conoce el secreto de lo que nos vuelve iguales para siempre." Pero ese lenguaje 107


seguía siendo oscuro para el viajero. Entonces Brunilda le habló de la sombra: "Pues ve, cuando estamos desnudos los dos bajo el sol, tu sombra es exactamente semejante a la mía; es pues que en alguna parte, escondido en tu corazón, hay un Sigírido que es del todo semejante a Brunilda. Es eso lo que yo llamo el amor; el sitio donde las sombras se juntan. Y si te amo tanto, mi Sigfrido, es que entre tu imagen y la mía, no veo nada que las separe." Muchas veces Sigfrido quiso poner en el dedo de Brunilda el anillo del Nibelungo, pero siempre la joven se negó, sin darle jamás la razón del porqué. Un día, sin embargo, ella le pidió una cosa muy extraña; quería que construyese una pequeña fragua igual a aquella donde trabajaba Regin cuando forjaba las espadas. Pero Sigfrido no quería construir ninguna fragua; en el trabajo del fuego había algo maldito o peligroso. Regin había teminado mal y Alberico acabaría peor aún. "Es cierto, quizá, le respondió Brunilda, pero has de saber que del anillo que tienes en depósito, después de haberlo arrancado a Fafner, no sacarás felicidad alguna sino cuando un día seas capaz-de hacerlo de nuevo por tí mismo y con el amor en el corazón. Pues si la sortija es peligrosa, imprevisible, es que Alberico la conquistó contra el amor." Y ya no fue jamás cuestión entre ellos, sino hasta el último día de su vida en común, un día que ya no estaba muy lejano. En efecto, una mañana cuando él había ido hasta el mar, mientras Brunilda descansaba, llegó hasta una pequeña caleta rodeada de dunas y allí, tras los juncos, le pareció percibir en varias ocasiones la silueta de un hombre negro que 108

pasaba y volvía a pasar atrás de las colinas de arena. Lo buscó y pronto descubrió las huellas de ese vagabundo desconocido. Siguió esas huellas con un empecinamiento desacostumbrado y, así, llegó hasta otra playa donde la huella de los pasos se perdía en el mar; pero en la arena cabeceaba suavemente, al impulso de la marea, la barca que lo había conducido hasta el feudo de Brunilda. Jaló la embarcación hasta las dunas para que el mar no se la llevase. Y le dijo a su compañera todo lo que vio. Y en la noche siguiente, la sangre lo arrebató y Brunilda se convirtió en la mujer de Sigfrido, tal como to pide la carne. Y no fue sin angustia que ella mezcló su cuerpo, todo de ternura, a la ternura de Sigfrido. No fue sin un desgarrameinto que se sintió atrojada de la ribera virginal que había sido siempre la suya. ¡Pues ella lo ignoraba! Sabía únicamente que jamás les sería dado contemplaren la limpidez del cráter aquella imagen de ellos mismos que los uniría por la eternidad y que por muy grande que fuera su amor, necesitarían seguir por su camino en lo sucesivo. Y ese camino, como todo sendero humano, estaría inundado de males, de incertidumbres y de ausencias. Después, muchas lunas más tarde, la sangre los arrebató en su violencia y en su éxtasis. Y dentro de tal hechizo no se reconocieron el uno ni el otro. Sus bocas no dejaban de unirse y las raíces de su ser se mezclaban en todo tiempo y en todo lugar, tanta sed tenían de oír mutuamente el sordo latir del corazón bajóla piel frágil. Ya no había fronteras entre el día y la noche, entre el sueño, la ensoñación y la vigilia. Pero a partir de ese día, Brunilda dejó de enseñar a 109


Sigfrido las plantas y las estrellas. Desde entonces dejaron para siempre el cráter y su agua llena de secretos. Más tarde Sigfrido soñó con la barca que lo esperaba en las dunas; soñó con la espada que descansaba en el bosque y el yelmo, instrumento de lo invisible, del que había desposeído a Fafner. Y he aquí que lo habitaban el deseo del alta mar y la gloria de las aventuras. Fue la propia Brunilda la que lo guió hasta el mar, confiándolo a las olas que lo habían llevado cerca de ella y que más tarde, quizá, lo volvieran a traer al claro. Fue entonces, de pie sobre su barca, las olas llevándolo hacia paisajes desconocidos, cuando Sigfrido entregó a su bienamada el anillodel Nibelungo. Y esa noche, devuelta a su soledad, Brunilda buscó en todo el derredor de su feudo a la negra yegua que velaba sobre el fuego. Pero vana fue su búsqueda. De hecho, el animal había desaparecido desde aquella noche cuando Brunilda hubo entregado su carne a la pasión de Sigfrido. Y en su fiebre, los amantes habían perdido e! recuerdo de ese ser de la sombra que los había cuidado en su luz.

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VIII. El filtro del olvido

Sobre los tiempos que siguieron a la separación de Brunilda y Sigfrido, las crónicas están mudas del todo. Sigfrido regresó a los lugares donde había sido educado, volvió a tomar posesión de su espada y de su yelmo y se fue por el camino de las aventuras. Es lo menos que se puede suponer. Su viaje a la isla de la virgen dormida y su retorno al país natal le habían despertado el amor por el mar y la navegación. Así pues, antes de abandonar su ribera pidió a Alberico y a su pueblo de enanos, tan hábil y tan inventivo, construirle una bella embarcación con amplios velámenes; en la proa del navio fijó un gran anillo de oro, en recuerdo del que había dado a Brunilda, cuyo rostro le era tan dulce. Así recorrió los mares que se extienden entre las tierras heladas y los países del Rin. De su llegada aquí, al castillo de Worms, todavía guardo recuerdo. Pues esa mañana la reina Ute me había mandado llamar cuando el alba aún no estaba limpia de las oscuridades de la noche; hay días, en efecto, cuando las tinieblas se atrasan como si tuvieran que terminar un mal sueño. Y se trataba, en verdad, de un mal sueño. Krimilda, la hija de la reina, quien no estaba 111


lejos de la infancia, había tenido durante su sueño una extraña visión; se encontraba en un lugar del todo paradisíaco, con la única compañía de un halcón que la rodeaba de múltiples cuidados y que dibujaba en torno a ella unas danzas maravillosas y venía a acurrucarse entre sus senos; era entonces cuando se precipitaban sobre el halcón dos águilas inmensas que lo arrancaban a las caricias, se lo llevaban y lo despedazaban, para volver a poner sobre el pecho de la joven los restos ensangrentados del desdichado animal. La reina Ute me pidió le interpretara el sueño, aunque esto no se encontrase entre mis atribuciones; ella pensaba que yo sabría, mejor que cualquier otro, darle la clave del enigma. Le respondí que a mi modo de ver el sueño era perfectamente claro: Krimilda se enamoraría, un día cercano, de un hombre de hermosa nobleza, vigilante y sutil, como son los halcones; pero dos seres cómplices amenazarían vivamente su felicidad si ella no ponía cuidado. Le indiqué, como lo hacía de costumbre, que para exorcizar esa pesadilla lo más sencillo era ir a la montaña y seguir atentamente los juegos de las águilas y los halcones. En ese espectáculo de la naturaleza, las sombras no tardan en perder sus privilegios. A decir verdad, la pesadilla de Krimilda escondía en la reina una preocupación más profunda. En verdad, después del fallecimiento del rey, sus tres hijos, Gunter, Gernot y Giseler, la servían fielmente y no trataban en modo alguno disputarle sus poderes; pero allí estaba Hagen y era este último el que se encontraba en el corazón de su angustia. Hagen era también hijo de la reina, pero no era el vastago del 112

rey y no tenía en la corte un papel comparable al que desempeñaban sus tres medios hermanos, aunque en el plano de la valentía y de la inteligencia los sobrepujase fácilmente a los tres. Me es siempre muy difícil hablar de Hagen, un ser tan amado como aborrecido; este odio y este amor volvían a encontrarse, por otra parte, en el seno de todos aquellos que lo rodeaban. Nadie aquí era más valeroso, más rápido en tomar decisiones en los momentos difíciles y salvar al reino de más de un desastre. Pero nadie tampoco era mas trapacero y más imprevisible que él y aunque se le conociese bien, siempre era otro... En su apego maternal, Ute no tenía desconfianza de él hasta aquel día, cuando sospechó que sentía el nacimiento de una pasión funesta para su media hermana. En efecto, jamás Hagen había manifestado cerca de la joven un apresuramiento excesivo, jamás le había murmurado esas palabras de seducción que enrojecen los rostros y vuelven confusas las palabras. Pero Ute sabía lo que era ese amor. Ella lo había sentido en su terror y obsesión, al dejar invadir su espíritu con la imagen de ese ser de la noche, de ese genio de los bosques del cual Hagen era hijo. Ya no estaba entonces muy joven, ya había dado dos hijos al rey Gibich y la carne no la atormentaba en exceso. Sin embargo, no había tenido fuerza suficiente para echarlo fuera de su mente. Y no era él, el elfo vagabundo, quien la había perseguido y acorralado. Era ella, la mujer olvidadiza de su soberanía, la que había ido hasla él. Sin duda era víctima de los hechizos singulares, de los que hacen uso a veces los elfos cuando quieren conocer lo que es de la mujer y de sus 113


misterios. Pero ella se había dejado dominar por el maleficio; se había entregado a la imagen que atravesaba sus sueños. ¿De qué pasta había sido Hagen amasado? Del elfo tenía el salvajismo, la astucia, la indiferencia profunda para su propia vida y una afición por la soledad que le hacía despreciar todo consejo de juicio. Y ese día Lite se preguntaba cómo llegaría a apartar a Kximilda del camino de Hagen. Quizá esa preocupación era un delirio de mujer vieja, pero estaría más a gusto cuando la joven estuviera bajo la protección de un hombre de buen linaje, llegado de un país lejano y que trajera consigo el aire de alta mar a este palacio donde, con frecuencia, reinaba el fastidio. Fue precisamente al finalizar ese día cuando Sigfrido hizo, por primera vez, su aparición en nuestro feudo. Desde la torre del palacio, el vigilante mandó decir a la reina que un gran barco con velas rojas, en todo desconocido de los bateleros del Rin, remontaba atrevidamente el curso del río. La reina fue hasta la ventana y mandó llamar a sus tres hijos, así como a Hagen, pues ella no podía estar mucho tiempo sin su presencia. Y todos en el valle vieron descender de la embarcación a doce hombres aparentemente vigorosos que, siguiendo las indicaciones de un pescador, tomaron la ruta que conducía al palacio. A decir verdad no había más que los mercaderes para utilizar esa vía fluvial y casi todos tos visitantes de la reina venían a caballo; por otra parte, era por la belleza y la suntuosidad de sus monturas que se podía juzgar acerca de su rango, aunque la frontera entre los verdaderos príncipes y los aventureros fuera a menudo difícil de 114

trazar. El hombre que caminaba a la cabeza de esa pequeña tropa era de color oscuro, de negra cabellera y avanzaba atrevidamente a través de los pedruzcos. La reina mandó a un mensajero cerca de ellos para saber quiénes eran y cómo había que recibirlos. El mensajero, rápido en su caballo, regresó pronto diciendo: "El amo de esa tripulación lleva por nombre Sigfrido y anhela hablar a la reina en la soledad, pues tiene una revelación que hacerle sobre el pasado y el futuro del reino." Entonces Ute pidió a aquellos que allí estaban retirarse, prometiéndoles comunicarles las frases de su visitante. Fui yo el único llamado a permanecer cerca de la reina pues, más que su poeta, era yo su memoria y su sombra y jugaba cerca de ella el papel que desempeñaba, junto al difunto rey, mi primo el bufón Grimmel. Así vino Sigfrido a nuestra torre mientras sus compañeros permanecían en los escalones del palacio. Ya no me acuerdo muy bien de la impresión que me produjo ese día. Como la reina se encontraba en un estado de gran agitación, ponía todo mi cuidado en ella. Recuerdo únicamente la gran calma que Sigírido parecía traer consigo y que contrastaba singularmente con la exuberancia que demostraban los caballeros burgundos. Saludó a la reina y se asombró de mi presencia, pero Ute le dijo que yo era su poeta y él contestó que lo que le traía allí era, en verdad, una historia de poetas. Relató a la reina: "Por lo que es del pasada, he aquí lo que sé. En las aguas del Rin, a poca distancia de este castillo, había siete ondinas que cuidaban el oro depositado ahí, antaño, por el destino que regula 115


todas las cosas de este mundo. Pero ese oro había sido hurtado por un nibelungo, un descendiente de los enanos que otrora reinaban sobre este país que llamábamos el reino de los nibelungos. Claro está que ninguno de los burgundos se había dado cuenta de la desaparición del oro; hace mucho tiempo que los hombres de esta tierra no descubren ya los secretos de la naturaleza, pues se han vuelto indiferentes a la vida oculta en las aguas y en las piedras. Ninguno, tampoco, si no es quizá alguna pastora muda o algún cazador furtivo inocente, sintió que las ondinas habían abandonado el río sobre el cual velaban con constancia, para irse hacia un sitio desconocido que, tal vez, se haya convertido en su tumba. Pero al perder ese oro y a sus guardianas, los naturales de este país, sin tener de ello absoluta conciencia, habían roto el pacto que los vinculaba al cielo y a la tierra. Herederos de los nibelungos, los burgundos, preocupados tan sólo de su gloria y de sus riquezas, habían traicionado la alianza de los hombres con las estrellas que están en los cielos y los minerales que se encuentran en la naturaleza. "Únicamente tú, reina U te, habrías podido tener el presentimiento de esa traición; tú que, buscando confusamente el amor de un elfo, reanudaste a tu manera el viejo vínculo que unía el Rin a las divinidades de lo alto y de lo bajo. ¡Esto es por el pasadol "Pero has de saber que éste que está frente a tí, reina Ute, después de muchas pruebas y de sangrientos encuentros, ¡éste, ha vuelto a encontrar el oro del Rin, lo arrancó al monstruo que se lo había apropiadol Sí, Ute, de ese oro mágicamente metamorfoseado en un anillo yo tengo ahora el encargo, y 116

antes de emprender grandes y peligrosos viajes, lo he confiado a aquella que amo más que a todo en el mundo, a Brunilda, que reside en la isla lejana de los países del Norte y con quien he hecho un pacto de alianza para la eternidad. "Y he aquí porqué yo, Sigfrido, aunque ignorante de las geografías complicadas de esta tierra, he venido hasta aquí, no lejos de la cuna del oro, no lejos de la morada antigua de las ondinas, pues este oro mágico, que no podría ser posesión de ningún hombre por noble y valiente que sea, quiero devolverlo al Rin y a sus hijas. Y vine para pedir tu ayuda pues únicamente tú puedes quizá guiarme hacia las hijas del agua; la empresa del enano Alberico las condujo al exilio, a menos que ellas hayan desaparecido para siempre en las profundidades inaccesibles." Ésta fue la palabra de Sigfrido y Ute se conmovió profundamente. Permaneció durante largo tiempo en silencio y aun vi unas lágrimas correr sobre su rostro. Después fue a la ventana, contempló largo ralo el paisaje de bosques y de eriales que se extendía bajo sus ojos. Y cuando se volvió hacia Sigfrido, vi en sus rasgos que se había cumplido en ella un trabajo extraño. Y, sin apresuramiento ni emoción, ella dijo a Sigfrido: "Noble es tu empresa, extranjero, y te ayu daré lo más que pueda. Déjame meditar durante un tiempo sobre tus palabras y tal vez encontremos, juntos los dos, el rastro de las ondinas. Pero habíame todavía más del anillo y de la mujer que te espera en la isla." Y Ute hizo muchas preguntas a Sigfrido sobre la manera como el anillo había llegado a sus manos y sobre los vínculos que lo ataban a Erunilda. Después 117


la reina llamó a los suyos y para ellos, así como para los compañeros de Sigfrido, fue dispuesta una gran comida. Pero con gran asombro de muchos, Ute despidió a los poetas y ios trovadores que tenían la costumbre, en tales reuniones, de venir para celebrar las grandes horas del reino burgundo con sus odas y sus cantos. Únicamente los danzarines y los músicos fueron los encargados de alegrar la sala. Hagen estaba, como siempre, cerca de su madre. Y así se dirigió, no sin alguna insolencia hacia Sigfrido, rogándole le hiciera un relato de las hazañas cumplidas hasta entonces, los temibles enemigos exterminados y las riquezas acumuladas durante sus expediciones. Y Sigfrido contestaba sin reticencia a las preguntas de Hagen, sin que nadie haya podido jamas enterarse, exactamente, de cuáles hazañas, de cuáles riquezas y de qué enemigos podía tratarse. En cuanto a Krimilda, no había asistido a esa reunión. Al día siguiente, Ute pidió a Hagen mostrar a Sigfrido y a sus compañeros las caballerizas y los pastizales del castillo a fin de que cada quien escogiese su montura, pues esos extranjeros debían disfrutar de privilegios análogos a los de los demás caballeros de la reina. Sigfrido escogió un joven semental negro, que nunca había sido montado. Las gentes de las caballerizas trataron de disuadirlo; era un animal difícil y muchos meses se requerían para volverlo dócil; pero Sigfrido se obstinó y ante los ojos irónicos de los burgundos, decidió arrancar al caballo de su salvajismo. ¡Fue un magnífico combatel Ute había invitado a Krimilda en su habitación para asistir al espectáculo, que fue largoy bullicioso. 118

Y en ese encuentro del hombre y el animal el amor encontró paso para tomar el corazón de la joven. Mientras ellas dos miraban esa danza primitiva donde dos fuerzas complementarias se buscaban, se huían, para volverse a encontrar, la reina hablaba distraídamente de Sigfrido, de los países lejanos que había recorrido, de los mares que había surcado. ..Ya través de esas palabras lejanas, a través del juego fascinante que se desplegaba en los jardines, la imagen de Sigfrido hundía sus raíces en el sueño de la inocente. Cuando terminó el combate, y Sigfrido atravesó los jardines montado en el negro semental, Ute simplemente dijo: "Feliz será aquella que tenga a Sigfrido por esposo. He ahí el mejor caballero que pueda anhelar una joven." En la noche supe que la reina Ute había enviado a Krimilda a pasar unos días en un dominio situado a cierta distancia de Worms, en la montaña, señorío donde se ocupaban del corte y preparación de las plantas. Algunos días transcurrieron, Sigfrido y sus compañeros compartían los juegos y las ocupaciones de los príncipes y caballeros. Luego volvió Krimilda con las mujeres y los hombres de trabajo que la habían acompañado. £1 día de su retorno, Ute se apoderó de las hierbas, de las flores y raíces que la joven había traído consigo y se la llevó después a una pequeña pieza arreglada en su torre, donde tenía reunido todo lo que le servía para fabricar las medicinas del castillo. Y con las plantas, de las que yo conocía pobremente las propiedades, compuso un licor con reflejos azulosos que se llevó consigo. En la noche Ute le pidió a Sigfrido viniera a verla en la torre, pues lenía alguna idea respecto a las hijas del Rin. 119


Cuando Sigfrido estuvo allí, ella le dijo que había preparado a su gusto un brebaje fabricado a partir de musgos y hierbas que se encontraban a la orilla del río, en un lugar por el cual los naturales del país tenían una veneración del todo inexplicable. Pudiera ser que, gracias a ese licor, Sigfrido tuviera en su sueño algunos elementos útiles para su bús queda. Ella misma ya había hecho algunas experiencias con composiciones semejantes. En realidad, el bebedizo que tomó Sigfrido no era un licor profético; era un filtro del olvido semejante al agua que corre, dicen los griegos, en el lecho del río Leteo. ¿Cómo circula el olvido? No losé. Me imagino que al correr de la noche que siguió, las imágenes que hasta entonces habían poblado la existencia de Sigfrido, resbalaron lentamente fuera de su espíritu; no todas de seguro, pero sí las más recientes, aquellas que aún no habían podido enraizarse en el hogar viviente de su memoria; y al despertar, si se acordaba bien de su infancia y de Regin, y tenía aún un vago recuerdo del dragón y del tesorodelosnibelungos, ya no había traza en él de la isla de fuego y de la bienamada Brunilda. Fue de lo que, de inmediato, se aseguró la reina Ule, pero el descubrimiento de su poder la espantó. Me hizo prometer, yo no sabía entonces porqué, el no hablar jamás, con nadie, de nuestro atardecer pasado con las hierbas. Fue solamente ese día cuando Krirailda y Sigírído se encontraron por la primera vez. No hay necesidad de detenernos sobre el camino que lomaron sus demás encuentros. Todos los amores se parecen, por lo menos ante la mirada de quienes los ven de lejos, 120

desde fuera y puesto que tal era el voto de la reina, me regocijaba yo antes que todo el castillo del apego creciente que Krimilda y Sigfrido manifestaban el uno por la otra. Y era difícil leer en los pensamientos de Hagen. Por otra parte, se ausentó por muchísimo tiempo, pretextando que debía ir a llevar ayuda a un príncipe danés cuyas tierras habían sido invadidas por los bárbaros del Norte. En cuanto a las hijas del Rin, ya no se habló más de ellas entre Ute y Sigfrido. Pero su imagen me perseguía y comenzaba apenas a comprender el sentido de las aventuras de ese joven extranjero. Inocentemente remontaba yo de ruando tn cuando el curso del río para tratar de descubrir el sitio donde, antaño, dormía el oro mágico y nadaban las ondinas. Mi mirada se detenía con insistencia en los torbellinos espumo sos que acarreaban con ellos unos árboles muertos y era presa de fabulosos espejismos. Vi en la opacidad del agua multitud de rostros rubios, de cuerpos juveniles; me deslumbre con el brillo del metal durmiendo cerca de las rocas. Visiones fugitivas que se desvanecían tan pronto como me arrancaba del hechizo. ¡Y si la palabra de Sigfrido había sido igual a mis visiones! Sospechaba sin embargo en su relato el esbozo de un drama arcaico que no pertenecía a la fábula. Y, además, estaban Ute y su elfo; había los cantos que surgían a veces del Rin hacia el viajero solitario y lo arrastraban alegremente a los abismos; había, en los bosques, esos claros circulares donde las hadas vienen a danzar en el solsticio de verano y a quienes nadie debía acercarse so pena de terminar trágica121


mente. Comprendía también que después de que los hombres haoian cesado de interesarse en las hadas y los elfos, ya no pensaban sino en la guerra, en los pillajes y en el comercio de esclavos. Y se me volvía claro el silencio de Sigfrido o sus respuestas imprecisas cuando Hagen le preguntaba cuáles victorias habían sido las suyas, qué enemigos había exterminado. Me parecía que el combate que perseguía no tenía el rostro de las luchas asesinas, tan familiares a los burgundos. A veces, a lo largo de las campiñas, hablaba yo con los aldeanos o con los pescadores, pero éstos eran poco dados a conversar. Como yo venía del palacio, era a sus ojos semejante a los caballeros que devastaban sus campos, robaban sus reses o ponían en mal a las muchachas que vagaban solitarias. Sin embargo, una vez encontré a un hombre del bosque que sabía alguna cosa de las ondinas del río. Durante su infancia le dijeron que habían sido arrojadas del Rin por una causa misteriosa y que habían encontrado abrigo en un lago de la montaña. A ese lago él había ido muy a menudo; hasta había llevado allí una barca. Creyó percibir, una u otra vez, a las hijas del agua y ellas parecían reclamar su ayuda. Pero el lago era profundo, muy negro a causa de los ocotes y ahora tenía miedo de volver allá. El matrimonio de Krimilda y de Sigfrido fue ocasión de una gran fiesta en el castillo de Worms. Muchos príncipes y reyes fueron convidados. Hubo cierto asombro cuando se descubrió que ninguno de los invitados conocía el reino de Sigfrido, que nadie de entre ellos lograba situarlo en la más vaga de las geografías. Muchos, incluso, eran grandes nave122

gantes y habían recorrido los mares del Norte y del Sur. Pero ¿quizá ese reino, murmuraba socarronamente Hagen, se encontraba al otro lado de la tierra, allí donde brilla otro sol, u otra luna?...

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IX. El morueco de oro

Hasta entonces mis relaciones con Sigfrido habían sido bastante lejanas. Hiriéronse cada vez más afectuosas después de su matrimonio. Él no tenía ninguna razón particular para apegarse a mí, pero el día de sus nupcias mi contribución a la fiesta no dejó de asombrarlo. Allí canté numerosos poemas que evocaban la gloria de los burgundos y después, a medida que la noche avanzaba, retorné hacia las leyendas más antiguas. Más bien fragmentos de leyendas, por otra parre, que reanudaban unas con otras, según las imaginaba y evoqué, a través de la música, los antiguos reinos de los nibelungos y las aventuras de los seres imprecisos, de los que se decía encontraban su nacimiento en las entrañas de la tierra. Y canté la belleza fascinante de esas criaturas marinas que tienen albergue en las grutas de las islas boreales y participan, a la vez, de la mujer y del pájaro. Esas leyendas parecieron impresionar intensamente a Sigfrido, que en lo sucesivo me pidió que se las cantara de nuevo. Al principio rogaba a Krimilda asistiera a esos recitales; después él vino solo, casi a escondidas, pues Ute no parecía muy favorable para esos espectáculos. "Quién sabe, me dijo él un 124

día, si esas criaturas de las que hablas no sean simplemente unas mujeres que escogieron vivir lejos de la sociedad humana y que, a su modo, tratan de fundar otra comunidad. Él volvió varias veces sobre esa misma imagen. Y su preocupación se acrecentó debido a una visión que tuvo una noche de invierno, mientras dormía al lado de Krimilda. Veía en su sueño una inmensa fogata y por encima de las llamas, en medio de una aureola constituida por el humo, había un ojo, un ojo inmenso que permanecía obstinadamente inmóvil cuando fuertes movimientos hacían crepitar la hoguera. Más tarde, el ojo se ponia a girar lentamente en derredor del fuego, hundiéndose en las llamas y desapareciendo, pero al momento de desaparecer adquiría la forma de una imprecisa y grácil silueta humana. Entonces el fuego se apaciguaba y los troncos de árboles ennegrecidos volvían a caer, como para cubrir por siempre esa enigmática figura. Sigfrido me preguntó cómo interpretaría yo el sueño y le dije que ese ojo era para mí un llamado, una señal hecha a alguno de nosotros para invitarlo a ir a ver, más allá del fuego, la forma que allí adquiría vida. De ese sueño, dio cuenta al hijo rnavor de la reina, a quien un día cercano le sería entregado el gobierno del reino y Gunter se exaltó mucho con ese relato. Como ninguna de las mujeres que él había encontrado hasta entonces le había procurado emoción alguna, dijo placenteramente a Sigfrido: "Quizá esa sea la mujer que me está destinada. ¿Por qué no vamos los dos tras la aventura? Tú que conoces tan bien los mares y las islas, me ayudarás a conquistarla.'' 125


Ese proyecto fue de pronto una quimera. Sigfrido y Gunter se maravillaban juntos, como unos niños, de esa figura femenina que se nutría con su sola imagi nación. En esa busca del misterio, Sigfrido parecía atraer a su memoria las trazas de vagos relatos otrora escuchados. Gunter, por su parte, vagabundeaba en otra maleza; componía él mismo, al azar de sus deseos y de sus sueños, el rostro y la vida de aquella femini dad desconocida. Después, ia quimera se tornó realidad. Era un buen pretexto para huir de Worms y sobre todo de Hagen, que no soñaba sino en irse a la guerra hacia los países del Este, allí donde pasaba la ruta del ámbar. Pero Gunter quiso dar al camino aventurado un carácter solemne asi como un significado al vínculo sin falla que lo unía a Sigfrido. Así tuvo lugar lo que nosotros llamamos el rito del sauce. Y no muy lejos del palacio, en la proximidad de un canal que riega nuestros jardines, un sauce que en realidad no es un árbol único sino la conjunción de varios troncos unidos a partir de una sola textura leñosa, pues el tiempo y la humedad prosiguieron su paciente tra bajo y ese sauce está hueco, como lo están las encinas o las hayas blancas, cuyo corazón despedazó la borrasca. Cuando dos hombres quieren entregarse mutuamente su palabra hasta la muerte, se meten en el hueco que escondemos con haces y paja. Allí pasan toda la noche, apoyados el uno contra el otro, mien tras en derredor del árbol cantan los músicos. Aquel que ha reclamado la prueba del sauce puede exigir todo de su compañero, durame un tiempo que no habría de ir más allá de doce lunas durante las cuales, aquel que se sometió al rito, ya no se perte126

nece ni en su cuerpo ni en su alma. Y Sigfrido, que hasta entonces había afirmado su dominio sobre los seres y las cosas, se había librado de Regin, del dragón y de la propia Brunilda, por primera vez se encontraba bajo la dependencia absoluta de un hombre cuyo designio permanecía extraño para él. Se habían requerido las súplicas y las caricias de Krimilda para que consintiera en retirarse por sí mismo, a no ser ya más que una sombra bajo el dominio de otro cuerpo, de otro deseo. El navio de las amplias velas rojas volvió a tomar La ruta que antaño había emprendido con Sigfrido y sus compañeros a bordo, pero otro barco, cuyas velas eran verdes y llevaba en sus flancos a Gunter y a sus hombres, lo precedía. Era un hermoso y luminoso verano, con el mar apacible y el lento y rítmico deslizarse de las embarcaciones a lo largo de las riberas del Rin y después en alta mar, allí donde las estrellas, sin duda porque aman los espacios desiertos, tienen una luz más centelleante que cuando brillan sobre las tierras cultivadas. Durante largo tiempo buscaron en los espejeos del mediodía y en las brumas del alba, una u otra de esas islas afortunadas con las que Gunter alimentaba su esperanza, y sin duda alguna se sentían extraviados en el océano sin fronteras, donde los caprichos de los vientos los dejaban abandonados si no es que un día de gran desesperación percibieron en la línea del horizonte los restos de un navio aparentemente naufragado. No había trazas de vida a bordo, ni velas, ni remos y sin embargo la embarcación seguía su camino, ahora más o menos a la misma distancia entre ella y los dos navios de Sigfrido y de Gunter. No 127


desapareció cuando cayó la noche, pues se llenó de una luz cuya fuente en vano podría buscarse. No era un fuego, sino un círculo incandescente, semejante al sol rojo que se dispone a caer del otro lado del día. Después, poco a poco, en el curso de esa caminata nocturna, el disco luminoso se ensombreció diluyéndose del todo en las tinieblas. Pero cuando el cielo comenzó a blanquear, apareció en la lejanía la playa de una isla atormentada; millares de pájaios giraban furiosamente encima de los acantilados; en el flanco de la colina, en un rincón herboso, un caballo negro vagabundeaba entre las retamas doradas. Allí se detuvieron. Gunter pidió a Sigfrido lo ayudara a capturar el caballo y se fueron los dos a través de los cerros. Larga fue su marcha, pues siempre ante ellos iba la yegua que los conducía allende el bosque, a un sitio que sorprendió grandemente a Gunter; ante él se alzaba una muralla de fuego, del corazón mismo de la hornaza subía un canto de extraordinaria belleza. Y la voz parecía danzar junto con la flama, girar con ella elevándose en lo más agudo del grito para desfallecer después en una melodía que, sin descanso, se regocijaba con su perfecto desarrollo. Y Gunter se acercaba a las llamas como para coger esa voz. como para arrancarle el velo a esa palabra desconocida. Pero no había espacio por dónde deslizarse, por lo menos para Gunter, pues vio con asombro y casi con furor a Sigfrido avanzar impunemente en la espesura del fuego. "¡Sigfrido!, exclamó, ¿olvidas acaso el rito del sauce?" Sigfrido se detuvo bruscamente y lo miró. "Veo muy bien, volvió a decir Gunter, que sola128

mente tú tienes el poder de atravesar esa hornaza e ir hasta aquella que nos llama en el corazón mismo de su suplicio, pues sin duda es un suplicio el esperar así, en la amargura de las humaredas, a aquel que llega pora la liberación. Pero tú me prometiste abnegación sin fin y asistencia. Y puesto que las llamas no se inclinarán sino ante tu rostro, te lo voy a tomar en préstamo por un momento. —Pero yo soy yo y tú eres tú, ¿y cómo confundirnos aun por un instante? —dijo Sigfrido. De su pecho cubierto con piel de buey, Gunter sacó un pequeño frasco. "Escucha, Sigfndo. He aquí lo que me dio la reina Ute en el momento de nuestra partida. Es un licor que ella misma destiló y donde viven, activamente, algunas de las plantas que manda cortar cada año durante la primera luna del estío; tiene, me dijo, grandes poderes de metamorfosis y aquellos que compartieron el rito del sauce, que se convirtieron en uno bajo dos formas distintas, ésos, pueden, cuando se necesita, intercambiar su rostro, su cuerpo, pero no su corazón ni el sonido de su voz." Y Sigfrido apuró ese bebedizo y tomó la forma de Gunter. "Ahora ve, tú que eres un otro yo mismo, ve, dice Gunter, a esa virgen que canta en la sangre de la flama, (ráela a la playa donde están nuestros barcos. Me mantendré oculto, muy cerca, hasta que llegue la noche pues no conviene que dos caballeros se encuentren al lado de una sola mujer." Las llamas se inclinaron y después se separaron delante de aquel que caminaba, pues no era el cuerpo que ellas reconocían, sino el alma escondida en el 129


espesor de la carne y la de Sigfrido era como un diamante, luminosa y radiante. Y sobre la roca vio a una mujer, aquella mujer de la pesada cabellera oscura; no se hallaba sola pues tres jóvenes la rodeaban y las cuatro tejían en un telar de piedra; los hilos que se anudaban en el telar eran de lana de oro, sin duda una lana sacada de la piel de alguna bestia fabulosa. V aquel que no era ni Sigfrido ni Gunter, pero que era a un mismo tiempo el uno y el otro, se adelantó hacia esas cuatro mujeres; sus manos estaban desnudas y su cuerpo estaba cubierto sólo con una ligera piel de buey, pues tal era su traje de navegante, recuerdo de los tiempos aquellos, cuando con Regin gustaba ir a contemplar en las colinas a los rebaños de vacas salvajes. No reconoció a Brunilda, y no sabía quiénes eran esas muchachas; ni esas llamas que volvían a cerrarse tras de él, ignoraba si era únicamente el fuego de la aurora brillando sobre esa montaña de piedra o el incendio temible surgido del suelo. Una de las jóvenes, la que parecía ser más frágil, también ia más suave, vino a su encuentro y cuando estuvo fíente al hombre, a dos- pasos de él, lo miró a los ojos con una fuerza extraordinaria y el hombre sintió helarse toda su carne pues había en esa mirada una tensión contra la cual se hallaba sin defensa. 1.a joven arrojósobreél una liana que llevaba en la mano, arrancada sin duda a alguno de los grandes encinos que crecían en el valle, antes de que apareciera el dominio del fuego. El hombre, el extranjero, se encontró así amarrado y sin recursos contra ese enredijo vegetal. Después la joven mantuvo al extranjero contra una roca. Y vino la segunda muchacha, que llevaba en la mano un 130

puñal y dijo a aquel que no era ni Sigfrido ni Gunter, a aquel que era entonces únicamente un ser intermediario, desposeído a la vez de su cuerpo y de su alma: "Extranjero, no sabemos lo que te trae a la tierra de Brunilda. Nosotras tres vinimos desde muy lejos, habiendo oído en nuestro destierro el sollozo de esta reina abandonada por su amante y que, después de estación tras estación, contempla el mar para ver si algún barco trae con él la liberación. Pero tú no eres el que ella espera." El hombre dijo: "Yo no sé si soy ése. No conozco a esta reina, pero corno vosotras, tuve un sueño y recibí la orden, yo Gunter, príncipe burgundo, de venir a buscar a Brunilda en su isla incendiada y llevarla a mi país para que reine allí como soberana y sea, para siempre, libre de los hechizos que vienen del gran mar boreal." Y vino entonces la tercera joven, quien dijo: ";Oh, Gunter, quizá eres tú el que debe, según la ley no escrita en las estrellas, salvar a la reina, pero entérate primero de toda la extensión de su desastrel Desde que su amante, que, también él, venía sin duda de las estrellas, la abandonó para entregarse al furor de las olas, ella ha estado expuesta al resentimiento del cielo o bien al de la tierra, no lo sabemos. Pues la sangre de su virginidad apenas se había secado sobre esta roca, poco después de la partida del caballero de la negra yegua, surgía de en medio de las Llamas un extraño morueco, como salido inopinadamente de su propia constelación. Ese morueco de pelambre espesa y toda ella engarzada de oro, tiene desde entonces a Brunilda bajo su dominio y la constriñe —y es la tarea que compartimos con ella— a hilar sin 131


tregua la lana de la que lo despojamos cada dia, peinándolo sin cesar. De allí la textura brillante que ves sobre nuestro telar de piedra." Y la primera de las jóvenes, envolivendo su carne desnuda en su llameante cabellera, dijo al hombre: "Brunilda ha decidido que este manto tejido día tras día será la gran vela del barco que la lleve hacia su amante perdido. Y es por ello que nos apresuramos y a escondidas de ella arrancamos al morueco más lana de la que se requiere. Pero de este proyecto hace ya mucho tiempo que la bestia tiene sospechas. Y esta lana no será la vela de una embarcación amo rosa; será más bien el sudario donde duerma Brunilda. Así lo ha decidido el morueco, pues la bestia, después de su estancia a la luz del sol, quiere regresar ahora a su primera casa que se encuentra en lo pro fundo de la cierra, allí donde el calor es terrible, el aire sofocante y las serpientes numerosas. Quiere llevarse con él a esta reina Brunilda que, por haberse entregado al abrazo del extranjero, ha perdido el poder de oponerse a los proyectos tenebrosos del más allá. "¿Quién eres tú, no lo sabemos? Quizá el último instrumento de nuestra liberación; pues el rapto de Brunilda también será el nuestro. Y su sudario será, igualmente, el nuestro. Así pues, necesitas ahora enfrentarte al morueco, sin más arma que este irrisorio puñal, cincelado antaño mediante nuestros cuidados en el agua de nuestra infancia, en nuestro río perdido y profanado." Y el hombre que no sabía quién era, el hombre a quien Hute había dado a beber el agua del olvido, les dijo: "Mataré al morueco y lo despojaré de su pelambre." 132

Las jóvenes desenredaron la liana, y él, como si supiera por instinto en dónde se encontraba la bestia fabulosa, se fue más allá de la roca con el puñal en la mano; el morueco estaba allí, del otro lado de la piedra pero, en esa mañana, en el esplendor del sol naciente, su pelambre ya había cambiado de color. Era negra y blanca y cubría a un morueco ahora desprovisto de fuerza y sin gracia. Y el morueco le dijo al hombre: "Tú no sabes quién eres, tú que avanzas así disfrazado y vestido con la piel de otro. Pero yo, sé de toda eternidad quién eres y estoy sin poder contra ti, pues el corazón de Brunilda te pertenece y de ese corazón, en vano, he tratado de apoderarme. No tuve más que la ilusión, y la lana tejida de mi propia pelambre va a convertirse en mi sudario y única compañía en la soledad de la tumba. Yo no era más que la imagen efímera del destino de Brunilda; el resto de su destino te pertenece." El morueco se tendió en el suelo pedregoso, pero cuando el hombre hundió su puñal en el corazón de la bestia no tuvo ni un estremecimiento, ni un grito, ni brotó sangre; su piel negra y blanca descansaba sola sobre la tierra y se confundía con el musgo gris que cubría, aquí y allá, las peñas. Y esa piel no fue recogida por el hombre, ni siquiera la vio, y en el momento que regresaba hacia las tres jóvenes, hubo hacia el Oeste un gran relámpago que dividió el cielo, un clamor se alzó de entre las aguas, como el ruido de un tomado arrebatándolas a su paso, así como los pájaros, las nubes y las bestias del océano. Después, todo volvió a sumirse en el silencio. Entonces el hombre se adelantó hacia Brunilda 133


quien, en todo el abandono de su carne sobre la piedra lisa, estaba ahora acostada. Sus ojos cerrados, sus pálidos labios, su cabellera negra cubriendo la blancura de sus hombros, todo tenía allí la apariencia de una velada fúnebre, como si la muerte del morueco anunciara el deceso de la joven. Pero era el paso solamente, la espera, ese instante inmóvil durante el cual el corazón busca su nuevo surco. Las manos descansaban a lo largo del cuerpo, las palmas contra la roca y el hombre vio brillar el anillo en el dedo de Brunilda. De ese anillo no sabía nada, ya no sabía de qué se trataba y sin embargo una fuerza terrible lo obligó a apoderarse de él. Y la mano de Brunilda se cerró violentamente y la mujer dijo: "No... no...", y se rebeló contra la violencia del hombre y hubo combate entre ellos. Y como el hombre no lograba nada, cogió a Brunilda por el brazo y la obligó a levantarse. Cuando estuvieron de pie, el uno contra el otro, y ambos asidos por la cólera y el odio, sus cuerpos se tocaron y el hombre sintió contra él la frescura y la suavidad de los senos, pero tras la ternura estaba el rechazo y la amargura de la carne y, en los ojos, la negrura de la melancolía; y así lucharon, mezclando sin saberlo sus resentimientos y sus presentimientos, su amor y su pavor, y el hombre enlazaba a la mujer que había juntado las manos a su espalda para proteger la sortija; ella apretaba los puños, encajando las uñas en su propia carne, creyendo que era la del hombre. Y fue un silencioso y cruel, auténtico enfrentamiento cuerpo a cuerpo; de tal modo estaban estrechamente unidos y confundidos. ¿Y si la carne era en ese hombre la de Gunter, qué era de su aliento? Y sin duda, 134

pues reconoció en la profundidad oculta del espíritu el soplo de aquel cuyas caricias había conocido, lo aceptó Brunilda, a pesar suyo, al quedar vencida y abandonar el anillo en manos del extranjero. Y cuando él se puso el anillo en el dedo después de haberlo arrancado del de Brunilda, el hombre vio que ese anillo estaba sangrando y lo llevó a su boca para lavarlo de las huellas del combate, pero la sangre permaneció cambiando del rojo al negro y había sangre también en los labios del extranjero. Cuando Brunilda se encontró así desposeída y sumisa y cuando el hombre se hubo alejado de ella, entonces él percibió que las tres jóvenes habían desaparecido. Fue en su búsqueda, más allá de las rocas, pero no había ninguna huella de su paso y el sitio pareció invadido bruscamente por una inmensa soledad; y ni el hombre ni la mujer sabían ya porqué estaban allí, ;tan cerca el uno de la otra y tan extraños el uno de la otra! Fue entonces cuando las llamas desaparecieron a su vista. Todo el paisaje se halló transformado. Por segunda vez, después de que ella había sido confiada al sueño, y más tarde al amor y a la espera, Brunilda descubría la inmensidad del océano, lo oscuro de alta mar y la espuma blanca de las olas, y por segunda vez oyó la palabra consoladora y despiadada del mar. Ella bajó ahora hasta la playa, allí donde se percibía la vela roja del barco; ¡e iba completamente sola a lo largo de las peñas! ¿El hombre que la había vencido, se hallaba atrás de ella o delante? No lo sabía. Durante todo el tiempo que caminó, lo olvidó. Llegada a la costa, no tuvo ni una mirada para los sitios que abandonaba. Fascinada por la caricia del agua 135


sobre la arena, por el destello del sol en alta mar, no tuvo ni una seña para la montaña donde había dormido durante tanto tiempo, para las jóvenes que ahora quizá vagabundeaban a través de las rocas, arrastrando tras ellas esa inútil vela de oro arrancada al morueco desaparecido. Así estuvo en la proa del barco que el viento llevaba hacia el Este. Y sentado a su lado, estaba Gunter, el príncipe burgundo que tenia sus manos entre las suyas. Y las manos de Gunter eran blancas, limpias y ningún anillo brillaba en su dedo. Su mirada no se asemejaba en nada a la del hombre que le había hurtado el anillo, pero era sin duda a causa de la luz del mar. Así pensó Brunilda,... y no era el mismo aliento fresco... Pues, —como Brunilda habría percibido— el antiguo orden hubo de restablecerse. Gunter había sido restituido a su propio cuerpo y Sigfrido al suyo. Éste, que no había tomado lugar en eí barco de rojos velámenes y que ahora, acostado sobre la arena, contemplaba a la embarcación bogando hacia el reino de Worms.

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X. Nupcias de muerte

El mar estaba en calma y el sol en el cénit cuando Sigfrido despertó. Se levantó buscando con la mirada el rojo velamen y de pronto recordó que había levado anclas hacía ya muchísimo tiempo. Dio algunos pasos en la playa y después, sin darse cuenta de lo que le preocupaba, volvió a subir lentamente el costado de la montaña. Seguía el curso del torrente y veía maravillado a los salmones remontar, con amplios saltos circulares, las aguas tumultuosas. Así llegó hasta un depósito arenoso donde nacía el manantial, agua cristalina surgida del secreto de la tierra; se hundió completamente en ella, masticando para refrescarse algunas hojas del fresno que desplegaba encima de él su fronda. Fue entonces cuando percibió en el agua, surgiendo del fondo de su memoria, el rostro de Brunilda. Puso su mano en el agua de tal manera que el anillo que llevaba en el dedo vino a colocarse sóbrelos labios de esa imagen que se movía, cada uno de cuyos rasgos creía leer con precisión; cuando el rostro se esfumó, cuando ya no permaneció más en la extensión líquida más que la arena y las hierbas, todo el pasado ocupó de nuevo su espíritu. "Recuerdo, dijo 137


en alta voz, recuerdo el castillo en llamas, el caballo negro, la virgen que hice mía a pesar suyo; recuerdo el anillo, la promesa de amor, el brebaje que medió la reina Ute y el rito del sauce, que por mucho tiempo me ha vinculado a Gunter." Corrió hasta la cima de la montaña. Todo en su derredor se hallaba en la suntuosidad y la paz del sol de estío, y gritó: '¡Brunilda!... ¡Brunilda!" Gritó largo rato, corno si cada ola del mar hubiera podido llevar su clamor y decir a la mujer, cuya cabellera era negra y sus ojos tan azules como la lejanía del océano, cuánto amor tenía para ella y qué herida llevaba en el corazón por haberla traicionado; pues no hay peor traición que la del olvido y Sigfrido se preguntó si, más allá de la muerte, olvidamos así a aquellos que nos amaron tanto. Cuando por mucho tiempo le dijo su dolor a la montaña y ai piélago, tuvo la tentación de acostarse sobre esa losa de piedra y quedarse, en la torpeza o en la violencia de los elementos, hasta que a su vez se hubiese convertido en piedra o hierba. Pero fue el rostro de Brunilda el que vino a bus carlo en el centro mismo de su desconcierto y le fueron ofrecidas la boca y la piel de aquella mujer que había amado, de aquella que había sido su primera amante con el único designio de ser también la última. Y se encontró de nuevo en el enlace de sus brazos, en la ternura de su vientre y escuchó el dulzor de su sangre, la fiebre de su aliento y el de ella y tuvo gran deseo y sed. Así pues, corrió hasta la playa sin saber nada de lo que iba a pedirle a esa costa. Con prisa, pero con esa habilidad mágica que había aprendido de Regin, se confeccionó una embarcación ligera, hecha con el 138

tronco muerto de un olmo que vació con gran cuidado y, por vela, la piel de buey que lo vestía. Los vientos le fueron favorables, tanto que llegó a la playa antes que el navio de! rojo velamen rodeara las sinuosidades del Rin y se apresuró a remontar el río para arribar a Worms antes que Gunter y Brunilda. Cuando estuvo a la vista del castillo, mientras la noche descendía, se detuvo, bajó a tierra y fue en medio de la plena oscuridad que penetró en el palacio, donde todo estaba silencioso; había tenido la precaución de evitar a los guardas, de los que conocía las costumbres, y se dirigió a la habitación de Krimilda. Ella se asombró muchísimo al verlo entrar así, a medianoche, sin haber anunciado su llegada; se inquietó primero por el viaje y por su hermano Gunter y todos los demás hombres de la expedición. Y Sigfrido le dio noticias de todos, diciéndole que no debía maravillarse de verlo regresar así solo, en lo negro de la noche, pues quería darles la sorpresa a todos; y le dijo a Krimilda: "Alejémonos durante algún tiempo de nuestro país y mandemos decir a la reina Ute, a Gunter y a las demás gentes del castillo, que volveremos el día del matrimonin del príncipe y de Brunilda." Krimilda pidió permanecer aún algunas horas hasta que se anunciase el alba; hacía mucho tiempo que dormía sola y quería sentir en su seno la caricia de su esposo, pues cruel había sido para ella ese alejamiento; pero Sigfrido carecía de todo deseo de caricias. Veía a Krimilda como si fuese una extranjera extrañamente mezclada a las inceradumbres de su propia vida. Por el momento sólo quería huir; ¿pero de qué huía: de la imagen de esa traición donde 139


Ute lo había encerrado o bien de la visión de Brunilda, misma que desde hacía ya tanto tiempo y en su soledad, lo llamaba? Y obligó a Krimilda, que se había despojado de sus vestiduras para darle tentación, a que vistiese como ella lo hacía cuando iba a cazar al lobo en la montaña durante el otoño; se fueron a caballo hacia el feudo donde Ute hacía sus cosechas de hierbas mágicas, pues allí tendrían un buen reEugio y podrían fácilmente enviar noticias suyas al palacio. A decir verdad. Krimilda no comprendía el proceder de Sigfrido. Ella habría querido, antes de partir y si en efecto era absolutamente necesario irse, saludar a su hermano Gunter y ver cómo era Brunilda, esa reina de las brumas y los hielos acerca de la cual corrían tantas leyendas contradictorias. Durante todo el tiempo que había durado el viaje de Guntery de Sigfrido, la joven había querido saber quién era aquella que sería un día reina y había mandado traer a los poetas y cronistas del castillo; pero como nadie sabía de Brunilda, cada quien, según temía o se encantaba con esa desconocida, contaba lo que le sugería la inspiración inmediata; para unos era ella la descendiente de aquella antigua reina de las nieves cuyo imperio se extendía, de larguísimo tiempo atrás, hasta la ribera del mar de los griegos y que, realizando el comercio del ámbar, había acumulado en su isla fabulosos tesoros. Para otros, ella pertenecía a esa otra raza que sólo contaba con mujeres, pues los machos eran exterminados al nacer, sacrificados a las diosas o confiados a las pasiones asesinas del océano; su captura en la isla lejana significaba el fin definitivo de aquel reino femenino que, según se 140

decía, había causado muchos desórdenes entre los demás pueblos. Pero la leyenda que había encantado a Krimilda daba otro rostro a esa heroína. Tal como lo había relatado uno de los poetas del palacio, Brunilda era la hija de ese gran pájaro oriental que llamamos Simorgh y de aquel oso de los polos que comparte con la ballena la soberanía de los países del Norte, donde se reúnen las almas de los muertos cuando han abandonado su morada carnal. Ella tenía pues la ligereza del ave, la resistencia del oso y el conocimiento de aquel dominio desconocido donde vida y muerte no dejan de intercambiar sus metamorfosis Krimilda relataba todas esas leyendas a Sigfrido mientras cabalgaban, lado a lado, por los caminos forestales. Y Sigfrido la escuchaba con atención pues si había hecho de Brunilda su amante, ¿qué sabía él de ella? ¿Y acaso no había en cada uno de esos relatos contradictorios una parte de verdad? Se interrogaba en la soledad de su corazón el azul de los ojos de Brunilda, el rojo de sus labios, la blancura de sus flancos; le hablaba silenciosamente, como si se hubiera encontrado a su lado en lugar de Krimilda. Sí, ¿quién era Brunilda y cuál era su lugar en su destino, el del propio Sigfrido? ¿Y qué querían decir la montaña de fuego, el caballo negro y la conjunción de la carne bajo la mirada de la luna? Como descansaban un momento, Krimilda vio brillar en el dedo de Sigfrido ese anillo que ella no conocía. Sigfrido le dijo que ese no era un obsequio de los hombres y que no era el fruto de una obra artesanal. "Pero ¿qué, entonces, preguntó irónicamente Krimilda, era un regalo de los dioses o de los 141


demonios?" Sigfrido no sabía, o mejor dicho ya no lo sabía. Entre ellos se interpuso un silencio y después Krimilda besó suavemente sus labios: 'Tú eres un hombre lleno de secretos, mi Sigfrido, pero amo tus secretos y no te preocupes por ellos. Si los dioses te dieron esa sortija, es que te tienen afecto. Si son los demonios, es para probai su valor y tu amor. Tus secretos, aunque no conozco ni la sombra de ellos, son también los míos pues tú eres mi vida y mi suerte y no tengo más salvaguarda que tú. ' Y así llegaron hasta el dominio de las hierbas y vivieron allí algunos días y Krimilda ya no solicitó más las caricias de SigErido. Después se llegó hasta donde estaban el caballero Hagen, rogándoles que volviesen al palacio donde debía festejarse el matrimonio de Guruer con Brunilda. y Hagen se asombró muchísimo de la actitud de Sigfrido. Pero no recibió respuesta alguna. Así pues, cuando se encontró solo con Krimilda, no tardó en introducir la turbación en su corazón. El comportamiento tan extraño de Sigfrido debía tener un venero oscuro, y Krimilda iba sin duda a sufrir mucho en lo sucesivo, por los silencios de su marido. Krimilda comprendió que el odio se había instalado en el corazón de Hagen y que ese aborrecimiento podía ser, un día, mortal tanto para ella como para Sigfrido. Los tres pusiéronse en camino para Worms. En la gran sala del palacio estaban todos los caballeros del reino y sus damas. En el centro, dentro de un círculo formado por ramas de acacia entrelazadas, estaban Brunilda y Gunter. Se entregaron mutuamente el collar de flores blancas que los unía como marido y mujer y después los músicos entraron y tomaron 112

lugar cerca de los muros. Por fin Ute invitó a las personas a que participaran del festín. Fue entonces cuando, alzando los ojos hacia la reunión, Brunilda víó a Sigfrido y cerca de él a Krimilda. Así pues, aquel que ella esperaba desde hacía tantas estaciones, aquel que aparentemente ella había olvidado puesto que había aceptado, contra su voluntad es cierto, seguir al príncipe de los burgundos, se enconiraba allí, frente a ella. Estaba allí en calidad de extranjero, como si jamás hubiera oprimido sus labios contra los suyos, como si nunca hubiera habitado lo más profundo de su ser ni conocido el rumor de su sangre. Ella no se movió, fijó solamente con una intensidad terrible su mirada en él y hubo un gran silencio en su derredor. Por fin ella dijo: "Sigfrido, jfue una gran traición tuya!" Pero ninguna otro palabra volvería a salir de su boca ese día. Tuvo lugar el festín y cada quien conservó en sí mismo e hizo refluir en secreto las interrogaciones que habían nacido de las palabras de Brunilda. Hubo música y danza y las diversiones múltiples ofrecidas a las personas asistentes al palacio. Después Gunter dijo a Brunilda que deseaba retirarse con ella a la cámara nupcial; lenía sed de conocerla después de haber soportado, por su causa, un viaje tan largo y una larga espera. De acuerdo con la costumbre, un cortejo brillantemente iluminado con antorchas acompañó a los esposos hasta el lugar donde debían descansar. Las muchachas desnudaron a Brunilda y le pusieron un vestido de lino que la reina Ute había mandado confeccionar para ella y después se retiraron, dejando a Brunilda tendida en el vasto lecho nupcial. 143


Pero no celebraron ningunas nupcias esa noche, pues apenas Gunter se acercó al tálamo, Brunilda lo rechazó con enojo: "No tendréis lugar alguno a mi lado, mientras no sepa qué hay de Sigírido y que no haya obtenido de él una reparación." Gunter, que no sabía qué contestar, se esforzó por romper esa resistencia, despedazando el precioso vestido de lino. Entonces Brunilda deshizo el cinturón de seda tramada de oro que llevaba en derredor de las caderas y ató los puños y los pies del príncipe y lo colgó al gancho clavado en el muro, donde Gunter tenía por costumbre colocar su espada. Quedó allí suspendido durante toda la noche a pesar de las súplicas que dirigía a Brunilda. Y mientras escuchaba con dolor y rabia la apacible respiración de la mujer ahora dormida, se preguntaba qué ocurría con Sigírido y qué vínculo podía unirlo a esa mujer. En la mañana, Brunilda lo desató y dejó que entrara en su cama prohibiéndole tocaría; más tarde, las personas vinieron, saludaron a los desposados y los vistieron según su nueva condición, pues Ute había decidido confiar la corona a su hijo. No fue para Gunter un día de gloria y de alegría. Contó a Sigfrido el dolor que era el suyo y después le recordó el rito del sauce: "Así como me ayudaste cerca de la montaña de fuego, debes ahora venir en mi ayuda para que Brunilda responda a mi amor." Y Sigfrido prometió una vez más que ese socorro no le sería negado: "Esta noche, cuando codo se encuentre en oscuridad, entraré a vuestra habitación y constreñiré a Brunilda a doblegarse a vuesiro deseo." Gunter hizo prometer a Sigfrido que no haría uso de su privilegio para conocer a Brunilda en su carne y 144

el rey tuvo gran impaciencia de ver el día terminarse, pues la sed que tenía de la reina era grande y le hacía olvidar las pruebas de la noche. Cuando la oscuridad fue completa en la cámara nupcial, Sigfrido se acercó al lecho y Brunilda dijo: "¡Oh! Gunter, seré esta noche como la noche anterior y os colgaré de igual modo en el muro si no me dejáis dormir en paz.'' Pero Sigfrido se obstinó y tuvo lugar un terrible combate entre ellos- Brunilda logró durante mucho tiempo negarle su lugar cerca de ella; con sus uñas aceradas le rasgó los brazos y el pecho, pero Sigfrido la oprimió contra sí con tal fuerza, que ella acabó por aceptar sus caricias. ¿Qué resultó de ese abrazo? ¿Brunilda recibió en su vientre a aquel que la había revelado a sí misma, aquel para quien ella había sido llamada a vivir entre los hombres? ¿Sigfrido volvió a recibir durante breves instantes la gracia que había conocido en la cima de la montaña de fuego? Sin duda en el momento cuando sus alientos se mezclaban, pensaban uno y otra que estaban de nuevo en ese éxtasis más allá del cual todo era abismo y desastre. El resto no tiene importancia. Sigfrido abandonó la cámara y Gunter llegóse al lecho de Brunilda, donde tomó todo su placer. Que el abrazo de Sigfrido y de Brunilda haya sido carnalmente terminado o esbozado, esto importa poco, pues sin que ellos se dieran cuenta quizá, el vínculo sagrado que los unía había quedado confirmado. La sangre y el espíritu son de la misma naturaleza y se unen más allá de las formas de la apariencia; esa sangre, como ese espíritu, en Brunilda y en Sigfrido, estaban condenados a seguir un camino idén145


tico. Y de esa senda, Brunilda conocía por adelantado el trazo. Y puesto que la vida no ofrecía salida a su aventura, había que caminar del otro lado del camino. Pero antes de avanzar hacía esas tierras desconocidas, donde ya no tiene curso la palabra de los hombres, había que purificar los lugares y las personas que los habitaban de las manchas que les estaban destinadas. Transcurrieron algunos días durante los cuales todo parecía haber vuelto a la paz, y hubo más tarde una gran disputa entre Krimilda y Brunilda. Brunilda relató los juramentos que había intercambiado con Sigfrido y en qué forma éste la había conocido carnalmente en el lecho nupcial de Gunter. Por su parte Krimilda habló del filtro maléfico de Ute, que vertió el olvido en el corazón de Sigfrido y dijo también cómo Gunter había confiado a éste el cuidado de atravesar la muralla de fuego. Y las dos descubrieron la extensión del desastre que el destino les había reservado. Brunilda quería reconquistar a Sigfrido, pero ésta era una esperanza insensata. Y después de ese encuentro, las dos estaban por igual impelidas a la desgracia. Brunilda permaneció oculta en su habitación. Gunter vino primero a preguntar por ella y le dijo a su marido: "Había prometido pertenecer a aquel que atravesara la muralla de fuego y me libertara del sueño y a Sigfrido le hice el juramento de pertenecerle por siempre. Después vino la astucia de la reina Ute y la traición de Sigfrido y ahora, aquel a quien amo para toda la eternidad, aquel a quien me parece haber llevado en mis costados desde siempre, he aquí 146

que pertenece a otra. Yo, la virgen salvaje, pertenezco a dos hombres a la vez; uno que es todo mío, que es mi sangre y mi aliento, pero que duerme lejos de mí y el otro, tú, que no eres nada mío pero que mezclas tu carne a mis sueños y me sumerges en tu fiebre." Gunter dijo: "¿Qué puedo hacer para aligerar tu pena?" Y Brunilda, presa de delirio dijo: "No puedo pertenecer a dos hombres a la vez y si debes conservarme, entonces dale muerte a Sigfrido." Gunter se fue aterrorizado y relató todas esas palabras a Krimilda y a Sigfrido, quien fue a buscar a la reina, y Brunilda dijo: "Sigfrido, todo lo que has hecho desde que estás en el mundo, lo hicieste, sin que lo hayas sabido, por causa mía. Por mi causa triunfaste sobre el dragón, te apoderaste de las riquezas de los nibelungos y franqueaste la muralla de fuego pues más allá de ese muro estabas llamado a liberar mi propia palabra y a dar forma a aquella que viene del cielo. Los dioses participaron en mi nacimiento, como ocurrió con el tuyo, y nuestro destino no podía confundirse con el de todos esos hombres que no comprenden el lenguaje de las estrellas. No traicionaste a una mujer, Sigfrido, sino a través de una mujer, fue al cielo al que abandonaste. Y ahora que tu amor me fue retirado, mi destino ya no tiene ningún sentido y no me queda más que la muerte para estar a la medida de lo que fueron Brunilda y Sigfrido." Sigfrido le repitió que había sido engañado por Ute y que ahora estaba listo para abandonar a Krimilda; pero la mujer de la cabellera oscura contestó: "Ya es demasiado tarde, ya no te necesito, ni a ningún otro hombre." En la noche le dijo a Gunter: "El rostro de Sigfrido me recuerda sin cesar mi vergüenza 147


y mi abandono. Se requiere a que alguno de los dos muera, o bien que tú y Krimilda desaparezcan"; y hubo una gran desesperación en el corazón de Gunter que fue a confiar su dolor a Hagen. Hagen, que espiaba escrupulosamente las idas y venidas de unos y de otros y se regocijaba con todas las desesperaciones reunidas, esperaba esa hora desde hacía ya mucho tiempo. Fue donde estaba Brunilda y le aseguró que la vengaría de la traición de Sigfrido. Fue donde estaba Krimilda y le dijo: "Sé que hay una conspiración en contra de Sigfrido y que algunas de las personas del rey tratan de matarlo, pues están envidiosos del lugar que ocupa en el reino y de la gioria que conquistó desposándote. Yo. Hagen, por amor tuyo, vigilaré sobre él de manera que nada le ocurra, pues a menudo es temerario y hace a un lado los peligros." Y Krimilda le reveló entonces lo que Hagen precisamente deseaba saber. Ella dijo: "El día cuando Sigfrido mató al dragón, se bañó en la sangre aún caliente del monstruo, pero una hoja de tilo se posó entre sus hombros y es el único lugar de su cuerpo que es vulnerable." Entonces Hagen le dijo: "Te basta coser sobre su traje una señal que indique exactamente el sitio de su fragilidad y sabré protegerlo." Y Krimilda dijo: "Con unos hilos coseré sobre su traje una cruz que marcará, en forma precisa, el lugar sobre el que debes velar." Y así fue hecho. Al día siguiente, que era cuando debía tener lugar la partida en guerra contra dos príncipes vecinos, que decía Hagen codiciaban las tierras de Gunter, el rey mandó anunciar que los príncipes renunciaban a 148

su empresa y que en vez de ir a la guerra, se irían al bosque a cazar el oso y el jabalí. Gunter dio a cada quien orden de ir a buscar sus perros y sus arcos para participar en esa gran batida.

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XI. £1 asesinato de Sigfrido

Fue una gran jornada de cacería en el bosque. En la tarde, el rey Gunter, Hagen, Sigfrido y su cortejo hicieron alto en un claro. Los lacayos alzaron las tiendas, prepararon las viandas y cuando hubieron comido y bebido, cada quien se fue a su lugar de descanso. Tendido en su piel de pantera, regalo de Krimilda, que tenia, según decían, la virtud de poner en fuga a las serpientes, Sigfrido pensaba en las últimas palabras de su mujer. Cuando fue a saludarla antes de su partida, ella había desplegado grandes esfuerzos para retenerlo en el palacio. Al atardecer se había adormecido durante un momento y había tenido dos sueños que la preocupaban. En el primero, ella veía a Sigfrido perseguido por dos jabalíes a través del erial, después, él desaparecía y las flores de la pradera se volvían todas rojas. En el segundo, ella lo veía avanzar entre dos montañas que de pronto se derrumbaban sobre él. Esos sueños obsesionaban a Sigfrido, no porque temiera por su propia vida, sino porque en esos dos jabalíes, así como en aquellas dos montañas, él percibía la sombra de Brunilda y de Krimilda. Las dos lo amaban, él había amado a la una y a la otra y de ese exceso 150

de amor ahora se sentía abrumado. Pero esas dobles figuras eran también Gunter y Hagen, el primero, que desconfiaba de Sigfrido pues éste había conocido a Brunilda antes que él, y Hagen que era todo resentimiento por haber perdido para siempre a Krimilda, esa hermana de la luz, única que podía librarlo de su nacimiento umbroso. Cansado ya con el intento de dormir, Sigfrido se levantó en silencio y se adelantó en la noche del bosque. Era una noche llena de fulgores; la blancura lunar buscaba su ruta entre los follajes y los troncos de los grandes árboles; esa luna en su plenitud parecía saludar a Sigfrido como a su hijo. Y era en efecto su hijo, aquel que el destino había enviado entre los hombres como el mensajero de una palabra del más allá y cuyo mensaje había sido desviado, pervertido por las voluntades de dominación y las pasiones inciertas de la carne. Y así caminó por largo tiempo hasta que percibió, a unos cuantos pasos de él, sentado sobre una roca, un oso pardo que parecía bañarse en la claridad ceniza de la luna. El oso volteó la cabeza hacia él; juegos de sombras extrañas donde circulaban las diversas tonalidades de lo negro y lo gris. Después el oso desapareció tras la roca; como si invitara a Sigfrido a seguirlo, reapareció de nuevo, silueta maciza que se balanceaba suavemente, en forma regular, al ritmo del silencio nocturno. Y durante un instante Sigfrido estuvo tentado de alcanzarlo; era una hembra, sin duda, y a menudo había oído hablar de los vínculos que se anudan, a veces, entre los humanos y los osos. ¿Acaso estaba destinado a ser el compañero de una bestia de los bosques, que, según decían los poetas, lleva en ella la inmensidad de la sabiduría? 151


Cuando salió de su ensueño, el animal ya no estaba allí. Lo buscó durante un rato en los alrededores y después vio aparecer hacia el Oriente las primeras luces del día. Entonces, tomó el camino de regreso. Nadie se había dado cuenta de su caminata nocturna y se mezcló a los caballeros y los lacayos que se aprestaban para la batida. Soltaron a los perros y se les siguió en la espesura del bosque. Los arcos y las estacas no respetaron a los jabalíes ni a los zorros y otras bestias salvajes pero fue un grito de alegría el que se alzó en breve en el oquedal superior; los perros estaban sobre la pista de un oso cuyas huellas se discernían claramente en el camino de tierra. Y Sigfrido dijo a Gunter: "Me haríais un gran favor dejándome solo para enfrentarme al oso, pues se dice que es en el combate con el oso que el verdadero caballero muestra su valentía." Pero Hagen, que estaba muy cerca, replicó: "Son mis perros, creo, los que encontraron la bestia y ésta a mí me pertenece; de su piel le haré obsequio a Brunilda, puesto que ella es la mujer de mi rey." Gunter dio la razón a Hagen y dijo a Sigfrido, como para ofenderlo: "No ha llegado el tiempo cuando puedas hacer a Krimilda ofrenda de semejante piel, pues si lo que se dice en la montaña es cierto, no existe oso más magnífico en todo el país de los burgundos y jamás los naturales del lugar se aventuran en su territrio, pues por aquí se le teme, pero se le respeta y ama más todavía." Estas palabras conmovieron profundamente a Sigfrido, que le gritó a Hagen: "No persigáis a esa bestia. >Joes un animal ordinario, pero sí el protector y el guardián de este bosque y si le dais muerte, atraeréis la maldición sobre este país." Pero Hagen 152

sonrió: "Tú querías, no obstante, ser el primero en cazarlo. En tu corazón fuisle el primer culpable y si hay alguna maldición, ésta lo será por tí." Y se lanzó a la zaga de los perros hacia el matorral donde el oso se escondía. Fue un combate largo y terrible y el oso puso en mal a numerosos perros que el furor volvía crueles, y resistió múltiples asaltos hasta que una estaca vino a clavarse en uno de sus costados. Entonces se desplomó y como Hagen se disponía con su espada a darle el golpe de gracia, la bestia echó a su asesino una mirada terrible; en sus ojos había lágrimas y sangre. Y Sigfrido esquivó la mirada del espectáculo mientras los perros lamían la tierra ensangrentada. Los lacayos cogieron una estaca para suspender al animal y todos regresaron al claro. Allí despojaron al oso, asaron su carne y Hagen mandó envolver la piel con todo cuidado. Asimismo, fue preparada la cabeza que Hagen quería colocar en su habitación, frente al lecho donde dormía. Sigfrido no quiso comer de la carne del oso y Gunter se burló de él: "¡Tienes tan gran enojo por no haberlo matado tú mismo! Ya sabes que en la cacería es costumbre que todos compartan la misma comida, que todos coman algo de la carne de la más bella presa. Pues todos deben participar de la sangre del sacrificio, más si se trata de un animal que representa algo del bosque mismo." Y Sigfrido dijo: "lOh! Gunter, si hubieras pensado hace un rato en esta bestia del mismo modo, si hubieras dicho a los cazadores que el oso era el alma de esta montaña, nadiese le hubiera acercado. Pero ahora, escucha todo este silencio, por doquier; el bosque, calladamente, sus 153


pájaros y sus insectos, lloran al oso que ya nunca más soñará en su choza de piedra." Pero Hagen, viendo que cierta tristeza velaba el rostro de Gunter, le dijo al rey: "¡Yo sé muy bien por qué Sigfrido no quiere participar de nuestra comida! Inventa nobles motivos, pero es únicamente porque no puede seguir la extraña costumbre de su país natal, ese país del que no habla jamás, y porque quiere que, después de la cacería, se laven las manos en el agua pura de un manantial para borrar toda traza de sangre y toda mancha de la persecusion. Pero tengo con qué dar respuesta a su preocupación, pues conozco, no lejos de aquí, un claro manantial donde podrá refrescarse." "¿De qué hablas, Hagen? Y qué sabes de las costumbres de mi pais." "Pues bien, hagamos la experiencia, dijo Gunter, vayamos a beber a esa fuente y cuando te hayas lavado y calmado tu sed, quizá ya tengas deseos de compartir nuestra comida." Y los tres se encaminaron hacia el manantial. Sigfrido va delante; dejó su escudo y su espada cerca de la tienda. Gunter lo sigue, también desarmado y Hagen al último, con la espada al lado y, estaca en mano, se ha detenido algunos pasos cerca de la fuente. Gunter bebe primero y después Sigfrido se arrodilla al borde del agua. Entonces Hagen, mirando la señal marcada en el vestido, se acerca y hunde su estaca a través de la cruz, con tanta violencia, que la sangre salta por doquier. Y dejando la estaca clavada en la carne de Sigfrido, Hagen echóse a correr. Sigfrido se endereza. El dolor es horrible en su 154

pecho sángrame. Se vuelve hacia Gunter que, blanco de espanto, se ha recargado en un gran tilo cuya sombra cubre el manantial. Sigfrido lanza un grito inmenso, no un grito de angustia, sino más bien un grito de sublevación que atraviesa toda la extensión del bosque y siembra el espanto hasta el lugar donde están los lacayos y los caballeros. Después, se deja caer en la hierba y, lentamente, la muerte ejecuta en él su obra. Su roslro blanco descansa en lo verde de las plantas y lo rojo de las flores, ese rojo que es el de su sangre; y el aliento lo aban dona para siempre. Cuando los caballeros vieron que Sigfrido estaba muerto, lo tendieron sobre un escudo de oro y después se concertaron para saber cómo iban a disimu lar el crimen de Hagen. La mayoría decía que podían atribuir el deceso de Sigírido a un accidente de caza o a un ataque de bandidos. Pero Hagen dijo que le era indiferente que se conociese o no la verdad. Lo esencial era el haber liberado a Brunilda del hombre que le había causado tanto dolor. Y tomaron el camino de Worms. pero Gunter esperó la noche para pasar el Rin con su gente. Hagen ordenó a los lacayos depositar el cadáver de Sigfrido ante la puerta de la cámara de Krimilda y cada quien se fue a dormir como si se tratara de una noche común y corriente. En la mañana, la sirviente a las órdenes de Krimilda, descubrió al hombre ensangrentado que yacía allí; entró y dijo a la joven mujer: "¡No salgáis de aquí. Han echado ante esta puerta a un caballero asesinado!" Pero la mujer fue hasta la puerta, se arrodilló cerca del cadáver, lo 155


contempló largamente y después besó esos labios que le habían sido lan suaves. Así pues, tal como sus pesadillas se lo habían anunciado, Sigírido había caído del lado de lo oscuro y ya no había palabra humana alguna que conmoviera su corazón. Y Krimilda no lloró. Con su mano limpió la sangre que se había coagulado sobre el pecho y en el rostro de su compañero, y pidió después que llevasen a Sigfrido hasta su lecho y lo vistiesen con sus más suntuosos trajes. Pero se elevaban entonces en el palacio las lamen taciones de la servidumbre y de los buenos caballeros que tenían amor para Sigfrido. Y esas quejas llega ron hasta Brunilda; no la sacaron de su sueño, pues la reina había dormido poco. En su corazón dividido vivían, al mismo tiempo, la sed de encontrar en la muerte de Sigfrido una justa reparación a su desgracia y la espantosa certidumbre de verse privada para siempre de aquel que había sido su único amor. Yen ese momento, cuando sintió todo el palacio invadido por el terror, ella comprendió que Sigfrido había tallecido. Guntcr dormía a su lado como si ninguna herida hubiera desgarrado la faz del día naciente. Ella lo golpeó suavemente con la mano y cuando él abrió los ojos, estalló ella en una carcajada y dijo: "Ahora, aquel que traicionaste no obstante haberte servido siempre fielmente, aquel que fue para tí un amigo fiel, lo abandonaste al corazón infiel de Hagen. Yo sola, desde mi despertar en el castillo de fuego, supe amarlo como debía serlo. Y ahora que ya no está, ¿qué tengo que hacer entre vosotros? ¡Necesito morir yo también!" 156

Gunter se fue desesperado y contó a Hagen toda su pena, pero éste no se conmovió. "Si es la muerte lo que le gusta, pues déjala que entre en ella. Pues nació bajo una mala estrella, de una madre maldita y quiera el cielo que no conozca un nuevo nacimiento, no está hecha más que para atraer el mal y la violencia." En cuanto a mí, el trovador, conocí las palabras de Hagen, pues fui yo el que tuvo que contar a la reina Ute todo lo que había ocurrido y quedé espantado de la negrura de ese hombre. Pues sabía muy bien que toda la desgracia de Brunilda y todo lo que había seguido era el fruto de una traición tramada primero por la reina Ute y después por él mismo. Él sabía demasiado bien sobre quién se había detenido la mala estrella. En cuanto a Ute, ella no dijo palabra cuando supo la muerte de Sigfrido, Traté en vano de atravesar el enigma de su rostro, pero jamás pude saber si se encontraba, aun vagamente, del lado de la pena o si, en secreto, ella se regocijaba del desastre. Terrible soledad de sucarne maternal; ella compartía tal vez la angustia de su hija pero el apego particular, casi mórbido, que tenía por Hagen oscurecía a veces su visión.

Algo más tarde Brunilda mandó llamar a Gunter y le dijo: "Fue por causa tuya que Sigfrido murió, pero también por mí conoció el amor y los grandes miste rios de la vida. Es pues a mí a quien pertenece el ordenar su paso hacia el otro mundo." Y mandó que se construyese una gran hoguera en la llanura que se extendía anteel palacio. Mandó matar a cuatro de sus esclavos que deberían ser quemados, dos a la cabeza y dos a los píes de Sigfrido. Pidió también que dos 157


halcones fuesen muertos y colocados sobre el corazón del hombre, pues esos pájaros ayudarían al alma del difunto durante su viaje. Después dijo: "Entre Sigfrido y yo colocaréis su espada." Cuando la hoguera estuvo ardiendo, Brunilda subió a través de las lla mas, se tendió al lado de Sigfrido y se unió eternamente en la muerte a quel de quien la vida lo había separado. Krimilda en ningún momento se había opuesto al designio de Brunilda, corno si hubiera comprendido que nada podía resistir al vínculo fundamental que unía a Brunilda con Sigfrido. Pero mientras reposaba aún en su habitación, ella le había quitado el anillo que había sido el símbolo de todo su destino. Gesto funesto entre todos, como debía demostrarlo la continuación de los acontecimientos. Pues Hagen, también, codiciaba el anillo, pero ni él ni Krimilda habían comprendido todavía que ese anillo llevaba en él el desastre y la maldición. Debo anotar sin embargo aquí un elemento de este drama del cual no estoy absolutamente seguro; el que me lo contó lo sabía, a su vez, de un personaje desconocido, encontrado, según parece, por casualidad en los eriales del palacio. Según ese testigo misterioso, en el curso de la partida de caza que debía terminar tan trágicamente, Sigfrido se había separado de sus compañeros e iba apaciblemente a caballo por un camino del bosque cuando se oyó llamar por unas suaves voces femeninas. Bajó del caballo y se dirigió hacia el lugar de donde parecían venir las voces y se encontró a la orilla de un arroyo que va, más lejos, a desembocar en el río. Y allí se encontraban las siete hijas del Rin. Ellas ya no se parecían en nada a 158

aquellas que otrora habían sido; habían perdido su frescura y su sonrisa. Manteníase aún en sus rasgos algo de su antigua gracia, pero otro rostro parecía leerse en filigrana tras su forma aparente. Estaban aterradora mente delgadas y tristes y pidieron a Sig frido les restituyera el anillo. "Ese anillo de oro, arrebatado mediante la astucia y la fuerza al espíritu del río quedaría, por siempre, marcado con el signo de la desgracia. Alberico había renunciado al amor para conquistar ese oro y todo poseedor del anillo vería prohibidas las puertas del amor verdadero. Sigfrido ya lo había probado, dijeron las hijas del Rin. Todas las gentes de ese palacio estaban en guerra contra ellas mismas, porque el amor no podía encontrar su lugar en ese sitio donde residía la sortija." Pero Sigfrido no había escuchado a las hijas del Rin o más bien creyó ser víctima de un espejismo y había vuelto sobre sus pasos y se había mezclado de nuevo con los demás cazadores. ¿Cómo el testigo desconocido de ese encuentro había sorprendido el diálogo de Sígfrido y de las ondinas? Según lo que se me ha dicho, era un hombre muy misterioso que vivía en los bosques duranie todo el año y protegía a los genios y los elfos, cuyas moradas son los troncos de los árboles o las cavernas al pie de las montañas. Pero lo que puedo dar como seguro, es que algún tiempo después de la muerte de Sigfrido, Krimilda tuvo tres sueños sucesivos; fue ella quien me los contó, y me dijo que en ellos figuraban el anillo y las hijas del Rin. En el primer sueño había siete ondinas, que eran casi unas viejas mujeres. Su voz testimoniaba aún 159


su esplendor pasado. Se inclinaba sobre Krimilda adormecida y juntaban sus manos sobre su pecho formando así un gran anillo centelleante que se elevaba despacio por los aires y después volvía a caer, oscureciéndose, sobre el seno de la joven. En el segundo sueño, ya no había más que dos ondinas, más ajadas que en el primer sueño y que se enredaban a la manera de las serpientes en derredor del cuerpo de Krimilda. En el último de sus sueños, Krimilda se hallaba en un rincón del parque donde tenía la costumbre de ir a soñar. Entonces aparecía una sola de las hijas del Rin; descarnada y pálida, sacudía la mano de la joven, aquella donde estaba el anillo y. volviéndose toda negra, desapareció. Cuando Krimilda me contó este último sueño, le aconsejé, para borrar las huellas de la pesadilla, fuera a pasearse hasta aquel lugar en el parque. Regresó un momento después, en un estado de gran turbación, diciéndome que en ese sitio preciso se podía ver, en la tierra, el trazo de un gran anillo negro, como si la hierba hubiese sido quemada. Le aconsejé entonces a Krimilda fuera en busca de las hijas del Rin; quizá se encontraran todavía en alguna parte, vagabundeando en las orillas del río. Pero fue una vana empresa. Hagen obtuvo aquello que las hijas del Rin no habían podido obtener. ¿Por qué razón estaba fascinado de tal modo por el anillo del Nibelungo? Él creía, y tal vez no estaba equivocado, que mediante el anillo lograría, volviendo a encontrar la huella de Alberíco, cuyo arte en la metalurgia era tan grande adquirir esos poderes misteriosos, gracias a los cuales 160

se acumulan las riquezas y los saberes. ¿O bien pensaba que un cierto uso de la sortija le abriría horizontes nuevos, le permitiría en particular tener acceso al amor de Krimilda que le había sido siempre negado? Para apoderarse del anillo, Hagen no tenía otro camino que la violencia, a la que acabó por resolverse después de haber agotado todas las astucias de que era capaz. Fue una noche a la habitación de Krimilda, la amordazó para que no alertara al palacio con sus gritos y la ató a su lecho con unas lianas que había recogido en el bosque. Le quitó el anillo y después derramó en todo su derredor hojas, ramas, musgos. Abrió la ventana que daba sobre el parque, le libró la boca pero cubrió su cara con hojas. Al siguiente día, extendió el rumor de que Krimilda, durante la noche, había sido visitada por los genios de los bosques o por otros espíritus que se habían apoderado de la sortija. En verdad, ni Gunter ni sus hermanos creyeron tal rumor, pero nada hicieron para restablecer la verdad. Por otra parte, el silencio se impuso activamente sobre el robo de ese anillo, pues Krimilda no habló de ello a nadie, tínicamente se asombró de que el rey no se hubiera preocupado más por proteger su sueño. Pero en el corazón de Krimilda, a medida que las estaciones pasaban y que la imagen de Sigfrido no cesaba de engrandecerse con el tiempo, el odio creció, ocupó en breve todo el espacio que una joven mujer consagra habitualmente a los cantos, a los juegos del amor o a los trabajos del telar.

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XII. El anillo transfigurado

En aquel tiempo vivía en casa de Adía, rey de los hunos, el señor Dietrich de Berna. Había sidoexpulsado de su reino por un príncipe bárbaro y muchos otros exiliados habían encontrado refugio en las orillas del Danubio, en el palacio que Atila había mandado edificar, no para dar allí fiestas, pues su única diversión era la de recorrer a caballo las llanuras y los bosques, sino para servir de relevo a sus soldados, sin cesar en los caminos. Fue gracias a Dietrich de Berna que Atila había tomado por mujer a la bella Erka, hija de un soberano godo y Erka era el alma del palacio. A su servicio estaba un hombre de corazón fiel, el margrave Rugero, cuyo dominio de Becíielaren flanqueaba las tierras de su señor. Ocurrió que la reina cayó gravemente enferma. A su cabecera llamó a su esposo y le dijo: "Tenemos ahora que separarnos, pero no permanezcas por mucho tiempo viudo, pues te hace falta una mujer para defenderte contra tí mismo; a tí, que sin parar provocas a la muerte. A ese fin recurre a Rugero, que nos tiene a ambos gran afecto." Después Erka falleció y hubo gran dolor en las tribus de los hunos. Poco tiempo después, Rugero le dijo al rey: "Sé 162

que en el país de los burgundos, la princesa Krimilda está ahora sin esposo, pues su amo, el valeroso Sigfrido, pereció en traidor combate. Ella es una gran beldad y es de gran ternura y si Erka la hubiese conocido la habría saludado como una hermana." Aiila pidió a Rugero se pusiera en camino hacia el reino de Worms a fin de traer a Krimilda a su palacio, si esas nupcias le agradaban. Rugero partió, pasó algunas horas en su feudo con su mujer Gotlinda y después atravesó la Baviera; al decimosegundo día llegó a las márgenes del Rin. Había llevado consigo a quinientos caballeros, trajeados con suntuosas vestimentas y todos fueron bien acogidos en la corte del rey Gunter. Rugero dijo después al rey el objeto de su visita. Gunter estaba muy honrado por esa gestión y sin duda Krimilda estaría de acuerdo con él para irse a compartir el lecho de Atila, pero antes había que reunir a los grandes del palacio y tomar consejo con ellos, Al tercer día habría ya una respuesta y Gunter ordenó a su gente tratar a Rugero y a sus compañeros con fasto y generosidad. En la asamblea reunida por el rey, todos los consejeros decidieron que estaba bien que Krimilda se convirtiese en reina en las riberas del Danubio. Los burgundos y los hunos no tenían discordias entre ellos y ese matrimonio reforzaría los lazos de amistad. Muchas de esas personas pensaban, para su coleto, que la partida de Krimilda libraría al palacio de las pasiones malvadas, los resentimientos y ios odios que había engendrado el asesinato de Sigfrido. Sólo que Hagen se mostraba hoscamente desfavorable al matrimonio. ¿En la negrura de su corazón acaso 163


esperaba todavía conquistar un día a Krimilda, hacia la cual sentía tanto odio como amor? ;O bien, anhelaba verla quedarse en Worms para mejor trabajaren su destrucción? Hagen declaró, en efecto, que una ves reina en el país de lo hunos, ella se aprovecharía para azuzar a Atila en contra de los burgundos, pues buscaría, de una manera u otra, vengar la muerte de Sigfrido. Pero Gunter y sus hermanos, que querían olvidar todo lo de aquella jornada maldita, decidieron que eso sería para Rrimilda un consuelo para la que había sido su desgracia. Si ella estaba de acuerdo en casarse con Atila, nadie en Worms se opondría a ello. Gunter rogó a su hermano Giselher, a quien Krimilda amaba mucho, fuera a verla y le transmitiera el mensaje de Rugero. Krimilda rechazó ese proyecto con violencia. Ella había amado a Sigfrido, y seguía amándolo y no podía adherirse a otro hombre por grande que fuera. Entonces Giseler, por cortesía, pidió conceder una conversación con Rugero; era noble de corazón y habría podido ser para Sigfrido un compañero valeroso, si la suerte otrora los hubiera acercado. Al día siguiente, Rugero entró en la habitación de Krimilda. La joven lo escuchó largamente, le habló de Sigfrido, de su suerte lamentable desde la muerte de su esposo y después dijo: "Regresad mañana en la mañana. Os daré una respuesta." Durante toda la noche estuvo dando vueltas a sombríos pensamientos y al alba volvió a su memoria el rostro claro y compasivo de Rugero. Pensó en la vida que le espe raba en Worms, entre el odio de Hagen y la indiferen cia de su madre y de sus hermanos. Tras el rostro de 164

Rugero ella veía el de Sigfrido. Y en la mañana ella le dijo a Rugero que partiría con él al país de los hunos. El margrave envió unos mensajeros para anunciar a Atila que, volvía con Krimilda. Después que hubieron atravesado la Baviera, hicieron venir a su encuentro numerosos guerreros provenientes de múltiples países; había allí hombres de la lejana Asia, griegos, sirios que Atila había reunido en derredor suyo; había también georgios y fineses y aun íberos que habían dejado las riberas lejanas del océano para ver el país y conocer la aventura. Y cada una de esas cohortes había conservado las costumbres de su lugar de origen. Por fin apareció Atila, a quien Krimilda besó con amistad. Después, en los días que siguieron, hubo una gran fiesta que duró mucho tiempo y Krimilda borro poco a poco en el corazón de los hunos el recuerdo de Erka; como la reina muerta, ella era generosa y suave. Atila gustaba de vivir y dormir junto a ella y el pueblo inquieto, tanto el de los guerreros como el de los mercaderes o los campesinos, encontraba en ella una muralla en contra de las pasiones a veces imprevisibles del rey. Siete años transcurrieron sin turbar la serenidad que reinaba en las márgenes del Danubio. Con el paso de las estaciones, el temperamento fogoso de Atila se había apaciguado. Ya no soñaba con expediciones lejanas, sino que se preocupaba más bien por asentar su soberanía sobre todo el curso del gran río azul. Y una mañana Krimilda le dijo: "Estoy triste por mi país, pues hace ya siete inviernos que no he vuelto a ver a mis hermanos, pero como no tengo ningún deseo de dejarte solo, ¿quieres invitarlos a venir aquí?" Atila se regocijó mucho del proyecto de 165


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su mujer y le prometió organizar grandes diversiones en honor de los burgundos. Entonces Krimilda mandó traer a dos trovadores que le eran muy adictos y los invitó para que fuesen a Worms para llevar allí un precioso mensaje. Cuando llegaron cerca de Gunter, los dos mensajeros le manifestaron: "La reina Krimilda y el rey Atila os envían su saludo y os invitan a reunírseles en el castillo. Atila envejece y el hijo que le ha dado Krimilda tiene corta edad. El rey estaría deseoso de que lo ayudéis a gobernar su reino hasta que el niño se haya hecho un hombre. Tal es nuestro mensaje, somo trovadores escogidos por Krimilda de preferencia a unos soldados, pues nuestra palabra es toda de paz y de alegría. Emprended el camino cuando os plazca y con quien lo queráis. Para nosotros, el momento de regresar ha llegado." Gunter reunió a los suyos y les comunicó el mensaje de Krimilda. Y Hagen fue presa de una cólera violenta. "Si vas con los hunos ya no volverás, pues es por perfidia que estamos invitados." —Tú hablas con odio, Hagen, porque temes a Krimilda, pero tu miedo no te impedirá ir allá puesto que el propio Atila me propone convertirme en el rey de los hunos, unir así aquel reino al de los burgun dos. Si quieres quedarte aquí, quédate con los viejos y las mujeres. La reina Ute también trató de disuadir a Gunter de que realizara esa partida. Había tenido un sueño cruel; ella estaba con los hunos; una multitud de pájaros muertos cubría la tierra y en el cielo ya no quedaba uno solo. Se burlaron todos de ese presagio. Si había peligro, en todo caso no sería para ella.

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Gunter armó a sus caballeros y equipó a sus lacayos para emprender el viaje. Había mil soldados y diez mil servidores. Esta gran tropa se puso en camino y llegó al decimosegundo día a orillas del Danubio, sirviendo Hagen de guía pues éste conocía bien el país, donde había sido rehén, antaño, en la corte de Atila. Era la primavera y el río estaba en crecida. No había barco a la vista y parecía muy peligroso buscar un vado por donde los hombres y los caballos pudiesen pasar a la otra orilla. Hagen se fue solo a la búsqueda de un barquero. Como remontaba el curso del Danubio, en un lugar escarpado donde el camino dominaba ampliamente las aguas que penetraban, impetuosas, entre las rocas, oyó una extraña música, una melodía que no se parecía ni a la canción de los hombres ni al canto de las cosas. Se dirigió hacia el lugar de donde provenía y descubrió un manantial donde se bañaban dos ondinas, esos seres que tan pronto son pájaros semejantes a los cisnes, como jóvenes muchachas. Habían dejado sus vestidos a la orilla de la fuente y cuando vieron a Hagen huyeron entre las malezas, abandonando sus vestiduras en la ribera. Hagen se apoderó de esos vestidos. Después, una de ellas volvió cerca de Hagen y le dijo: "Devuélvenos nuestros vestidos, caballero, y te diremos lo que será de vuestro viaje con los hunos, pues está en nuestro poder el develar el porvenir." Hagen, que conocía el juicio de las criaturas de las fuentes, las interrogó. Y la ondina dijo que el viaje sería feliz y apacible. Hagen devolvió entonces los vestidos a las jóvenes y la segunda dijo: "Mi hermana no te ha dado palabra verdadera, pues es la desgracia 167


la que os espera con los hunos. A todos los que están en el camino, la muerte los acecha." Hagen montó en gran cólera y dijo: "No tengo nada que hacer con vuestras tristes noticias. Decidme mejor en dónde puedo encontrar a un barquero." Y la ondina dijo: "Puesto que así quieres ir hacia tu pérdida, remonta el río. Encontrarás allí al único barquero del país. Es un hombre temible y si quieres obtener sus servicios, deberás darle mucho oro." Hagen reanudó su camino hasta que percibió una casita en la orilla opuesta. Gritó y un hombre de apariencia del todo salvaje se adelantó a la ribera. "Ven, te daré una pulsera de oro rojo." El barquero atravesó el río y cuando estuvo cerca de la orilla donde estaba Hagen, lo invitó a que subiera en su barca; en el momento cuando el burgundo ponía el pie, el barquero alzó el remo y lo golpeó con fuerza. Esperaba poder despojar a Hagen de todos sus bienes, pero el caballero sacó su espada, cortó la cabeza del hombre y la echó en el río. El barco se iba a la deriva. Sin remo, Hagen tenía dificultades para dirigirlo. Por fin se reunió con sus compañeros y se organizó el paso hacía la otra orilla. Los caballos enfrentaron sin mayor mal las aguas tumultuosas y los hombres y equipajes fueron transportados en la barca. Hubo numerosas idas y venidas. Cuando todo el mundo estuvo allí, Hagen rompió la barca y arrojó los pedazos al río. Él sabía, dijo a aquellos que se asombraban, que nadie regresaría del país de los hunos. Caminaron durante largo rato y durante la noche cerrada llegaron hasta el dominio de Bechelaren, donde Rugero los acogió con alegría. Estaba con él 168

su esposa Gotlinda y también su hija Eleonora; todos aquellos de los burgundos que vieron por vez primera a esta Eleonora, quedaron profundamente turbados, pues no sabían en verdad si ella pertenecía a esta tierra o si no era más que la aparición fugitiva de una luz que no es de este mundo. Sus cabellos rubios y cenicientos formaban como un velo tras su rostro radiante de un amor del cual ningún apego humano podía restituir la imagen. Rogaron a los extranjeros despojarse de sus trajes mojados y Rugero comprobó, con tristeza, que bajo sus vestidos llevaban armaduras y cotas de malla. Después de haber comido, Gotlinda dijo secretamente a Hagen: "Es mejor que aquí sea el término de vuestro viaje, pues Krimilda se queja siempre de la muerte de Sigfrido y ella no los ha hecho venir, así me lo temo, sino para dar un rostro a su venganza." Y Hagen dijo a Gotlinda: "En lo sucesivo ya no hay entre el Rin y el Danubio sino dos pasiones crueles; la de Krimilda y la mía. Desde hace siete años la sombra de SigErido, en lugar de disiparse como lo haten las sombras de los difuntos, no ha dejado de crecer tantoen ella como en mi. Cada noche, evadiéndose de su reino negro, Sigfrido viene a invadir mis propios sueños; hay días en los que me amenaza y otros en los que parece suplicarme. Y pienso que asedia del mismo modo las noches de Krimilda, como si pidiera a3 uno y a la otra, que estamos separados por el odio, unirnos para que él obtenga por fin la paz en el reino del más allá. Pues bien lo sabes, Gotlinda, los muertos necesitan de los vivos para escapar de sus tormentos." Gotlinda lloró lágrimas amargas y a través de sus 169


sollozos murmuró: "¿Por qué se requiere que tantos hombres y mujeres conozcan la desgracia y la muerte a causa de ese gran conflicto que hay entre vosotros tres, ella, la mujer abandonada, tú el asesino y el que fue destrozado mucho antes de que su tiempo hubiera llegado? Vosotros tres estáis bajo la maldición del anillo y ese anillo que llevas en el dedo, oculto bajo tu guante, pero del cual adivino el brillo bajo la piel de cordero que lo cubre, líbrate de él, entrégalo a las aguas del Danubio, puesto que no lo restituíste cuando todavía era tiempo a las aguas del Rin." Pero Hagen dijo: "No dependen ni de Krimilda ni de mí el librarnos de la maldición de la sortija. Es por ella que nos hemos vuelto nosotros mismos unos nibelungos y es bajo ese nombre que la historia, en la noche de los siglos, nos conocerá; pero la herencia de los nibelungos quedó pervertida desde que el enano Alberico robó el oro del Rin. De esa falta, correspondía a Sigf rido y a Brunilda asegurar la redención pero nosotros, burgundos, engañados por la magia de la reina Ute, apartamos a Sigfrido de Brunilda. Y es su sufrimiento en el país de los difuntos donde se encuentra el manantial de nuestro sufrimiento." "Dame el anillo, dijoGotlinda, y vuelve apaciblemente al reino de Worms." Pero Hagen replicó: "Ya no sirve de nada librarse del anillo, pues ya no hay nadie para recogerlo. Las hijas del Rin desaparecieron para siempre y con ellas desapareció también la frescura y la virginidad del mundo, como ha desaparecido el viejo hombre tuerto del sombrero negroque desde lejos velaba sobre Sigfrido y Brunilda." Y se separaron con gran angustia. 170

Mientras descansaba en una habitación baja del castillo de Rugero, Hagen oyó una voz muy suave y esa voz lo llamaba. Salió entre la sombra de la noche y a unos cuantos pasos de la muralla vio una forma clara y grácil a la que se acercó, con el corazón incierto, pero la oscuridad le habló: "Soy Eleonora y vine para ayudarte", pero Hagen le respondió: "No hay lugar para tu luz en nuestras tinieblas sangrientas." Entonces la joven tomó la mano de Hagen: "Déjame al menos acariciar la sortija", y ella la hizo deslizar del dedo del hombre, tan suavemente, que Hagen no pensó siquiera en resistirle. Ella se puso en su propio dedo el anillo, permaneció de pie delante de Hagen y después, de súbito, se hundió en la oscuridad. Pero, por otra parte, ella no se fue lejos, tan sólo al borde de un estanque todo iluminado por la luna que acababa de levantarse, y Hagen la vio, a algunos pasos de él, en la blancura de su largo vestido. Ella parecía acariciar las sombras con la mano donde brillaba el anillo. Y dijo solamente: "No te muevas; mira únicamente f a sortija y su luz; y quizá el anillo te va a decir su secreto tal como me lo dice a mí." Fascinado, Hagen contemplaba la sortija, a la joven ya la noche. Todo era silencio e inmovilidad. Después, el grito de la lechuza atravesó la oscuridad. Hagen se rehizo, la imagen de Krimilda lo habitó durante un corto instante y entonces olvidó a la luna, la joven y la inmensidad del cielo. Tan pronto vio el anillo dio un paso hacia Eleonora, un paso afelpado, imperceptible, pensó él, pero la muchacha se adelantó en el estanque. Hagen se inmovilizó; Eleonora continuaba lentamente su 171


camino. Se encontraba ahora en el centro mismo del agua, la luna la iluminaba toda entera; ella estaba allí en el cieno, desapareciendo hasta medio muslo en la vegetación acuática que se mezclaba al agua espejeante. Y alzó la mano, hizo brillar el anillo en la claridad nocturna y dijo solamente: "Devuelvo la sortija a la tierra." Hagen corrió hacia el estanque, pero no llegó muy lejos. Sus piernas se hundieron en el limo y tuvo necesidad de una gran fuerza para arrancarse de la garra de esa gleba movediza y volver a poner pie sobre tierra firme. A algunos pasos de él veía a la joven hundirse lentamente en el cieno. Ella estaba ahora presa hasta medio cuerpo en esa textura pantanosa y el vestido blanco dibujaba en derredor suyo una luminosa aureola. Y él la vio así perderse lentamente en la húmeda carne de la tierra, hasta que ya no quedaron en la superficie del agua más que sus dos manos tendidas hacia las estrellas. Hagen, de pie, recargado en el tronco de una encina, permaneció así durante un largo rato ante ese estanque donde la virgen había encontrado su tumba, donde el anillo había encontrado el último término de su periplo. Después la noche se enturbió como se enturbia el espíritu del hombre. La luna se veló en vastas nubes azulosas que se extendían en el cielo en una lenta coreografía, como grandes aves privadas de alas, en busca de la Vía Láctea. Entonces Hagen se echó a correr hacia el castillo. De la suerte del anillo y la de Eleonora no dijo nada a nadie y fue después a despertar a Gunter y a sus dos hermanos, Gernot y Gieseler, invitándolos a ponerse en camino lo más pronto posible hacia la 172

morada de Atila y de Krimilda. A decir verdad, nadie tenía prisa por alejarse de la cálida hospitalidad de Rugero y de Gotlinda; la prisa de Hagen parecía incomprensible a muchos, pero Hagen llamó aparte a Gunter y le dijo: "Tuve un sueño esta noche que me advertía las maniobras de Krimilda para exterminarnos. Pero si llegamos rápidamente a la corte de Atila, sabremos rodear al rey y burlar las astucias de la reina." Suscitóse una gran emoción entre la tropa de los lacayos cuando se les hizo saber que los burgundos se ponían tan de prisa en camino. Pues habíase hecho una felicidad por ese viaje y se preparaban para bellas fiestas, por cuyo motivo se habían llevado en los equipajes vestidos suntuosos y vajillas de oro y plata. Pero ahora veían a los caballeros en su traje de guerra y las espadas brillaban más que los arneses abigarrados de los caballos de parada. Los más tristes eran los músicos, pues querían dar un espectáculo a Rugero, su mujer y su hija, que esa noche había hecho soñar a más de uno entre las personas modestas y los vasallos. Y la joven aquella que se llamaba Eleonora fue buscada en vano en esa aurora agitada, para saludarla; pero Gotlinda dijo que no había que asombrarse, pues tenía la costumbre de abandonar el castillo al final de la noche para irse a caballo a través del bosque, ese bosque donde las bestias la queiían y donde ella llevaba ayuda a los cervatillos heridos en los barrancos o a los ánades que no habían podido seguir las migraciones lejanas y se refugiaban agotados en el hueco de las malezas. Al encuentro de los burgundos había venido Dietrich de Berna. Pues esos hombres que, conducidos 173


por Gunter y Hagen se iban así a la corte de Atila, eran considerados como hermanos por Dietrich. Habían nacido en tierras que no estaban muy alejadas de aquellas donde él antaño reinaba y de las cuales había sido expulsado por un mal príncipe. Y esos burgundos, quizá, lo ayudarían más tarde a recuperar su bien. Así pues, quería ponerlos en guardia contra Krimilda. De cierto no pensaba que la reina quisiese su exterminación, pero deseaba que la estancia de los burgundos se desarrollase bajo el signo de la paz y de la amistad. Sin embargo, cuando tuvo a Hagen frente a sí, sus pensamientos tomaron otro derrotero. Pues el hombre que había sido el asesino de Sigfrido llevaba una máscara temible; en sus ojos, Dietrich leía una violencia y una desesperación infinitas. Para apaciguarlo le dijo: "No os preocupéis por Krimilda. Ella pretende que conserva con dolor el recuerdo de Sigfrido al que antaño disteis odiosamente la muerte, pero más allá del recuerdo de Sigfrido ella tiene amor por Atila, a quien le ha dado un hermoso hijo y no hará nada que pueda turbar el espíritu de los hunos." Pero Hagen sonrió tristemente: "Ni ella ni yo podemos cambiar en nada la suerte que es la nuestra. Pues el amor se torna odio cuando no ha encontrado casa. No ha habido jamás en mi existencia otra mujer que Krimilda, pero puesto que no me fue dada por la vida, es que ella debe serme otorgada para la muerte. Así lo decidieron de seguro aquellos que, en la profundidad desconocida del cielo, trazan nuestros oscuros caminos." Y Dietrich lo miró a los ojos, largamente, y por fin habló: "Dale el anillo que le hurtaste otrora, ese 174

anillo que era el doble y el alma de Sigírido y a través de esa sortija ella volverá a encontrar la paz, huirá de la locura que se ha apoderado de ella y se separará de esos pensamientos de asesinato y sangre." Entonces Hagen tendió hacia Dietrich su mano desnuda. "Ya no hay anillo. La virgen lo volvió a llevara la tierra y la tierra se regocija de haber vuelto a encontrar a aquel que antaño ella había dado a luz." Y Dietrich sintió una gran angustia por la pérdida del anillo, pero las frases de Hagen le eran misteriosas. "Si lo quieres, dijo, iré adelante de todos hacia el palacio de Atila, enfrentaré solo la cólera de Krimilda y si se necesita, la ataré y encerraré en alguna pieza donde ella no pueda lesionar a nadie." Pero Hagen se echó a reír. "¿Por qué te abriría ella su puerta? No es a ií a quien espera. Desde hace siete años no tiene a ningún otro sino a mí en su pensamiento. Desde hace siete años ella me llama como el lobo llama, durante estaciones enteras, al reno de las nieves, que un día devorará. Y de esa llamada ya no es tiempo para mí de escapar." Así prosiguieron su camino hasta el palacio de Atila. Gunter iba a la cabeza de la inmensa tropa de los burgundos. Krimilda, desde lo alto de su torre, los vio acercarse y se regocijó en su corazón de que estuviese ahí reunida la flor del reino de los nibelungos. Pensó en los tiempos felices, cuando desde su torre de Worms ella contemplaba en el esplendor de los j ardines a ese desconocido llamado Sigfrido, que había venido del mar lejano para revelarle la fuerza de la sangre y las palabras del amor. Pero la sangre se había helado y las palabras eran ahora hojas muertas que el viento llevara a las aguas putrefactas del pantano. 175


XIII. La mujer de sangre

Agitada fue la noche que los nibelungos pasaron en el castillo de Atila. Hagen y su conspicuo acompañante, el trovador Volker, montaron guardia cerca de los caballeros dormidos. Por la mañana, fue Hagen a sentarse en una banca del jardín y Krimilda vino cerca de él. Viéndola venir, Hagen puso sobre sus rodillas la espada que centelleaba en la luz. En el jaspe verde que brillaba de laempuñadura, Krimilda reconoció la espada de Sigfrido. El caballero no se levantó cuando la reina estuvo ante él y los hunos que la acompañaban estaban asombrados. La reina dijo. "Hagen, ¿cómo encontraste el valor de venir hasta esta tierra, ofendiéndome una segunda vez después de haberme lastimado tanto?" Y Hagen, contemplándola irónicamente sumida entre su preocupación y su pena, dijo: "Es cierto que te causé un gran daño vengando a Brunilda. Pero de lo que quedó cumplido nada reniego. Sacará venganza de ello quien lo quiera, quien lo pueda." Kirmilda se retiró a las profundidades del parque. Todos los acontecimientos que había machacado desde la muerte de Sigfrido; ese drama que había sido el alimento de sus noches y sus días, he aquí que todo 176

se le aparecía dentro de una claridad más viva, porque ahora estaba allí Hagen; sobre sus manos veía ella la sangre de Sigfrido. Entonces ella miró sus propias manos y en la luz apacible de esa primavera vio una mancha oscura y comprendió que nunca más habría paz en ella, mientras sus manos no se enrojecieran con la sangre del asesino. Y en su delirio, he aquí que todo se volvió rojo en su derredor y huboen su corazón una alegría jamás conocida. Para ofrecer un festín a sus huéspedes, el rey Atila había mandado poner unas mesas en el invernadero, que se encontraba tras el palacio y que estaba rodeado de muros. Y a invitación del rey los nibelungos tomaron asiento, pero estaban cubiertos con sus corazas y llevaban en sus costados las filosas espadas. Y los hunos aparecieron también igualmente armados. Entonces, la reina Krimilda mandó venir a su habitación a uno de los preferidos de Atila, que tenía por nombre Iring, y le dijo: "Si tú me ayudas a sacar venganza de los burgundos, te daré todo mi oro y estaré siempre a tu servicio." E Iring, turbado por la mirada quemante de la reina, respondió solamente: "No necesito oro, pero por amor de vos, haré todo lo que os plazca." Y la reina se fue al jardín a tomar asiento al lado de Atila. Después mandó que fuesen a buscar a su hijo, Ortlieb, el pequeño príncipe de seis años. Y cuando estuvo allí, Atila, volviéndose hacia Gunter y sus hermanos les dijo: "He aquí el que me sucederá. Si tiene algo mío será un valeroso guerrero. Para que sepa de lo que hay por el mundo, quisiera que os lo llevarais con vosotros a la orilla del Rin y que lo eduquéis dentro del honor." El rey y los príncipes 177


burgundos se maravillaban de ese lenguaje benévolo, pero Hagen replicó: "Haríamos mal en colocar nuestra confianza en este príncipe que, según me lo parece, no está destinado a una larga vida." Y todos tuvieron gran pesar por esas palabras. Entonces el niño corrió hacia su madre para besarla, Krimilda lo oprimió contra su corazón y le dijo en voz baja: "Mi niño querido, si tienes valor, ve hacia Hagen que ha hablado mal de ti y cuando se incline hacia la mesa para tomar alimento alza tu puño y golpéalo en el rostro con todas tus fuerzas." El pequeño príncipe corrió hacia Hagen y tal como su madre se lo había pedido, lo golpeó. Entonces el caballero cogió al niño por los cabellos, sacó la espada de su vaina, cortó la cabeza de la criatura y la lanzó a Krimilda que la recibió en su seno. Después enarboló de nuevo la espada, cortó el cuello del preceptor del pequeño y la botó a los pies de Atila. Un gran clamor se elevó en el jardin y Atila llamó a los suyos en su ayuda. Los nibelungos quisieron entonces salir, pero Krimilda había mandado tender en las puertas unas pieles frescas de vaca y los nibelungos caían sobre esas pieles sangrientas. Iring y los suyos, que estaban fuera, mataron a muchos. Puesto que no se podía salir sin gran peligro, los burgundos se enfrentaron a los hunos y exterminaron a todos aquellos que allí se encontraban. El rey Atila había podido refugiarse en una torre y desde allí volvió a amotinar a sus tropas. Hubo un gran combate entre los nibelungos encerrados en el jardín y los hunos que trataban de penetrar en él. Fue una espantosa carnicería; pero Gunter y los suyos se hicieron camino entre multitud de cadáveres y llegaron a la 178

I

gran sala del palacio donde se hallaban los lacayos burgundos. Era ya muy tarde, pues muchos de ellos yacían ya en su propia sangre, víctimas inocentes del furor de los hunos. Y frente al palacio estaba Atila. Entre Atila y Hagen se encontraban todos esos muertos tendidos los unos sobre los otros. Hagen dijo al rey: "Un jefe como tú debería batirse en primera fila", y Atila se precipitó hacia el umbral, pero a una seña de Krimilda, los suyos lo detuvieron. Entonces Iring avanzó hacia Hagen y los dos guerreros se enfrentaron cruelmente, y las murallas de la gran sala se cimbraron hasta que Iring cayó, con una jabalina plantada entre los ojos. Numerosos fueron los hunos, príncipes, caballeros o humildes soldados que quisieron franquear la puerta del palacio, pero ninguno evitó los golpes mortales de los burgundos. Poco a poco el clamor calló; el silencio de la sangre derramada apagó el rumor trágico de los combates. Gunter y los suyos depositaron sus armas junto a ellos para tomar algún descanso. Y era lamentable ver a esos hombres sentados sobre los cadáveres y ese olor pesado de la sangre y el sudor y, en la lejanía, el ruido confuso de esos enemigos invisibles, a los cuales nadie escaparía. Ahora la noche había caído del todo pero no había antorcha alguna para alumbrar ese teatro de asesinato. La angustia subía mientras espesaba la oscuridad. Antes que enfrentar así las tinieblas y quedar como sepultados bajo la traición nocturna, los burgundos prefirieron perecer en la frescura del espacio libre. Gunter y sus dos hermanos se adelantaron hasta la puerta del palacio y el rey gritó: "Atila, 179


puesto que has decidido nuestra muerte, déjanos salir por lo menos, para que encontremos nuestro fin mirando a cielo abierto." Y muchos de entre los hunos se inclinaban a dejarlos pasar. Krímüda, con el rostro iluminado como si la sangre vertida ia hubiera librado de toda preocupación, al mismo tiempo que de toda razón, exclamó: "Entréguenme a Hagen y os haremos gracia." Pero Gunter no lo entendía así: "Hermana, otrora tan amada, has de saber que jamás abandonaremos a ninguno de los nuestros." Entonces la reina dijo a los suyos: "Conténganlos a todos en el interior deesta sala." Y después ordenó que prendiesen fuego al palacio. Muy pronto la sala se convirtió en una hornaza y todos los burgundos dentro de ella resintieron más cruelmente la sed que los devoraba, y Hagen dijo: "Tan grande es nuestra sed que bien podemos beber la sangre de los muertos." Probaron esa sangre y la encontraron buena y volvieron a sacar nuevas fuerzas. Los armazones calcinados caían sobre ellos, pero eran listos para sortear tales peligros, se recargaban a lo largo de las murallas y se protegían del fuego y del excesivo calor, untándose la sangre de los cadáveres. Larga fue la noche, y cuando vieron que habían sido prometidos todos al reino de las sombras, decidieron vender rnuy cara su piel. Grande fue el asombro de los hunos cuando vieron, al nacer el día, que quedaban aún en la sala muchos hombres de pie. Vino entonces cerca de Atila el buen margrave Rugero, aquel que había llevado el mensaje a Worms y que había acogido antes que nadie en sus tierras a los burgundos. Y pidió a Atila que salvara la vida de los supervivientes, que habían demostrado tanta 180

valentía. Pues así lo quería la ley de la guerra, que es también la ley del honor. Pero Krimilda no concedía ninguna gracia: "Rugero, es por el rey Atila que tienes tus tierras, tus bienes y toda la gloria que es aquí la tuya. Y he aquí que nos abandonas y que no te preocupas por venir en ayuda nuestra, cuando los burgundos han matado a tantos de los nuestros. El honor aquí te ordena tomar parte en el combate." Entonces Rugero dijo: "Siento mucho todos los bienes que me habéis dado y combatiendo a los burgundos es mi propia alma la que despedazo y que condeno. Pero antaño tuve para vos juramento de fidelidad y en lo sucesivo debo traicionar a aquellos que acogí hace poco con afecto." Rugero reunió a los suyos y entró en la sala donde estaban encerrados los nibelungos. Extraño espectáculo donde la sangre, la madera negra, la ceniza, el humo se mezclaban en un fabuloso abrazo, indiferentes a los tormentos de los humanos. Y le dijo a Gunter: "Rey de los nibelungos, fue con afecto que te recibí en mis tierras y gran alegría me venía de vosotros al acogeros de nuevo a su regreso; pero no habrá retorno para vosotros y no lo habrá tampoco para mí. Y por mucho tiempo, hasta su tumba, llorará mi dulce Eleonora, mi tierna hija. El juramento de lealtad me obliga ahora a combatir contra vos y os ruego humildemente me perdonéis." Gunter dijo a Rugero: "Jamás alzaré la mano contra vos." Y Hagen, pensando en Eleonora, que descansaba en lo negro de la marisma, dijo que tampoco él quería combatir. Pero Rugero se adelantó atrevidamente hacia los nibelungos, golpeando al azar. De 181


pronto los hombres, ante él, se esquivaban, pero ante su espada furiosa hubo que defenderse. Entonces Gernot, hermano de Gunter, se enderezó frente a él. La espada de Rugero partió el cráneo de Gernot y en el mismo momento una jabalina vino a clavarse en su nuca. Los dos perecieron, el uno por la mano del otro. Cuando Dietrich de Berna se enteró del fallecimiento de Rugero, le dijo a su viejo maestro Hildebrando, cuya sabiduría era legendaria en la corte de Atila, fuera donde los nibelungos para cerciorarse. Hildebrando fue a la gran sala calcinada y preguntó a Hagen lo que había acerca del noble Rugero; entonces le fue mostrado su cadáver. Y el anciano dijo: "Haced que lleven su cuerpo frente al palacio para que le rindamos las ofrendas debidas. Pues nadie gozaba aquí de tanta estimación." Pero Volker el trovador respondió: "Si queréis su cuerpo, mandad buscarlo con unos propios. Los acogeremos como conviene." Y exhortó a los burgundos a combatir a los soldados de Dietrich que acompañaban a Hiidebrando. Y fue de nuevo el combate e Hildebrando partió el cráneo de Volker y durante la lucha pereció también el tercer hijo de la reina Ute, el valiente Giseler. De todos los burgundos no quedaron mas que Gunter y Hagen e Hildebrando huyó pues Hagen se precipitaba sobre él para vengar a Volker, a quien tanto quería. Vino entonces Dietrich de Berna, que tuvo gran dolor al ver a tantos hombres muertos, y dijo: "Todo lo que quedaba de mi gloria pasada ha desaparecido ahora. La última cohorte que me había acompañado en el destierro ha sido exterminada." Y vertió lágri182

mas amargas sobre sus compañeros, muchos de los cuales habían compartido su infancia y después encontró en su corazón toda la fuerza que le era necesaria para sobreponerse a su pavor. Se dirigió hacia Hagen. "Henos aquí ahora frente a frente, uno y otro víctimas del destino. Como el honor lo exije, hemos de combatir pecho contra pecho, solos, y que nadie nos asista en nuestro combate." Gunter se apartó y se alejaron también los hunos que tras Dietrich de Berna habían penetrado en la sala. Largo tiempo duró el combate y Dietrich ya no veía salida a ese encuentro. En su cólera exclamó: "Es una gran villanía para mí el pasar así una larga jornada para combatir con el hijo de un elfo." Hagen, montando también en cólera, le respondió: "El hijo de elfo que soy vale muy bien el hijo del diablo que tú eres." Esta injuria puso a Dietrich fuera de sí. Y tan grande era su furor, que de su boca surgían llamas. Es por lo menos lo que contaron aquellos que estaban allí, en el umbral de la gran sala. La coraza de Hagen se puso tan ardiente que el caballero burgundo no pudo tolerarla por más tiempo y dijo a Dietrich de Berna: "Estoy listo a hacer la paz y a entregarte mi espada pues toda mi carne es una hornaza; te lo suplico, quítame ahora mi coraza." Hagen lanzó su espada a los pies de su enemigo. Dietrich le quitó la coraza y después lo amarró con unas correas que quitó a los guerreros muertos y lo condujo así ante la reina Krimilda. Ésta palideció de subitoysepusoatemblar. Sus ojos se empañaron. Ya no había nadie entre ella y Hagen. Tuvo la visión fugitiva del muy antiguo tiempo cuando, pequeñita, 183


le pedía a Hagen que la acompañara en sus paseos a través de las praderas del Rin. Era una estación muy suave y entre ellos no había más que la paz y la paciencia de las hierbas silvestres. Y Dietrich, ese rey desposeído, dijo a Krimilda: "Déjale la vida a este hombre, pues ha luchado fieramente por los suyos. Quizá un día sepa reparar toda la desgracia que salió de él." La reina nada contestó y ordenó que condujesen a Hagen a un calabozo donde nadie pudiera verlo. Entonces, en la gran sala donde ya se había quedado solo, Gunter exclamó: "¿Donde está el rey de Berna, que me ha arrebatado mi mejor sostén? Que por lo menos tenga la ocación de vengar en su sangre la afrenta hecha a Hagen.'' Dietrich se adelantó hacia él y de nuevo inicióse terrible lucha que terminó como la de Hagen. Y el rey de los burgundos fue amarrado a su vez, pues Dietrich no deseaba para nada su muerte. Temía tan sólo que dejándolo libre, no fuesen a perecer por su mano cantidad de hunos. Llevó a Gunter con Krimilda y suplicó a la reina fuera compasiva, tanto hacia su hermano como hacia Hagen. Pero Krimilda permaneció silenciosa. Y Dietrich de Berna, el hombre que había llevado la matanza hasta su fin, fuese hacia los jardines para pedir consuelo a los árboles, a los pájaros y al silencio. La reina ordenó que Gunter fuera conducido a otro calabozo distinto del que ocupaba Hagen. Estuvo largo tiempo sentada en un banco, ante el umbral del palacio destruido por las llamas. Después vino cerca de Hagen, que había sido encadenado a los muros de su prisión; cuando vio acercarse lareina, Hagen se levantó y la miró con una extraña fijeza, 184

como si quisiera imprimir en la profundidad de su carne el odio en el que la sepultaba. Y Krimilda le dijo: "Si me revelas dónde se encuentra el anillo de los nibelungos que antaño me arrancaste, Le dejaré volver sano y salvo a los países del Rin.' Hagen dijo: "Hay un sólo ser a quien puedo reve lar el sitio donde ahora reposa el anillo de los nibelungos. Y este hombre es mi rey, que es el único de todos nosotros que aún puede dar testimonio del pueblo burgundo. Mientras esté con vida, nada diré del anillo." Krimilda fuese hasta el calabozo de Gunter. No tuvo una sola mirada para él y mandó a los soldados que la acompañaban le cortasen la cabeza. Y cogió por los cabellos la cabeza cercenada y regresóse a la prisión de Hagen. "Aquí está, le dijo, el rey está muerto. Y puesto que ya no tienes a quién revelarle el secreto del anillo, puedes entonces decirme dónde se encuentra." Pero Hagen movió la cabeza y llevó la mano a su flanco, tratando de desenvainar la espada que nadie había pensado en qui tarle. Sus manos trabadas manifestaban asaz la irrisión de su esperanza. Entonces, Krimilda, alzando la cabeza cortada hasta el nivel de la de Hagen, acercó la boca del rey a la del cautivo. "Escucha bien su último mensaje y díle tu secreto. Yo lo compartiré." Y Hagen volvióse con horror. Entonces Krimilda sacó la espada de su vaina, esa hoja que antaño había sido la de Sigfrido. La contempló largamente y en el reflejo del jaspe creyó ver la imagen de su bienamado. Luego, con un esfuerzo inaudito, ella, que jamás había tenido una espada en la mano, cortó la cabeza de Hagen. En el momento en que la cabeza rodaba sobre las 185


losas del calabozo, llegó el rey Atila y tras de él caminaba Hildebrando, el viejo sabio. Y Atila se lamentó grandemente: "He aquí al más valeroso guerrero que jamás vi durante mi vida y hubiera sido para mí un honor que sobreviviera a la matanza. Por muy largo tiempo ha de lamentarse el sacrificio de este hombre encadenado." Pero el viejo Hildebrando no lo dejó llevarse por su dolor: "Ocurre a veces que la sangre del enemigo clama venganza." Se volvió hacia Krimilda. Petrificada, la reina veía avanzar hacia ella a ese hombre que el tiempo había cocido, roído, y cuya mirada azul no se desprendía de la suya. Ella no dijo una palabra, no lanzó ni un solo grito cuando él levantó sobre ella su espada. La cabeza rodó al lado de la de Hagen y, mezclándose, la sangre corría de sus labios como la leche materna corre del seno de la mujer hasta la boca del hijo. Atila tomó en sus manos la cabeza de Krimilda e Hildebrando cogió en las suyas la de Hagen, el hijo del elfo, y se fueron los dos a través de los subterráneos. Cuando estuvieron fuera, un sol rojo ilumi naba los jardines.

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XIV. Aquí comienza la canción

Frente a la ventana se abre un espacio inmenso; se rasgó como una tela, bruscamente, develando por un lado el espacio infinito que a nadie pertenece, y por el otro, el cotidiano donde paciente, pesadamente, cada destino humano busca sus rostros familiares. Pero esas dos figuras del espacio me permanecen por igual oscuras. ¿Para quién, en lo sucesivo, podrían cantar mi voz y mi lira? Hace poco, antes de que cayera la noche, puse en tierra a la reina Ute; la tierra engulló a la vieja mujer, pero me heredó sus quimeras. Bajo los túmulos de arcilla se deshacen los cuerpos para los cuales se levantaron tantos soles y lunas. En las hogueras extintas, el viento se lleva las cenizas de aquellos cuyos ojos se abrieron sobre tantas auroras venturosas. Así fuéronse los niños, las mujeres y los hombres que por su hechizo o su desastre estuvieron mezclados a la historia del anillo de los nibelungos. Sus sombras me rodean y se lamentan, suplicándome a mí, Goll, único testigo sobreviviente de la tragedia, no deje que el olvido los destruya una segunda vez. 187


En la oscuridad de la noche otoñal, millares de estrellas saludan mi soldedad entre este castillo abandonado. Pero en esas tinieblas, todo abismo se esfuma como si entre las constelaciones y esta cámara de piedra donde me encuentro, apenas alumbrada por las antorchas de resina, se extendiera un vasto escenario donde, dentro de poco, tomarán lugar unos actores de los que no conozco aún el rostro. La noche se espesa, pero en este inmenso campo negro escucho con alegría creciente un arado trazar sus surcos celestes. Y atravesando con precaución el silencio de la inmensidad, de lo bajo del valle, allí donde corre el río, asciende un tanto cuya transparencia invade todo el horizonte. Y me parece descubrii en el fondo de esa vigilia a cielo abierto lo que había buscado desde la infancia, lo que Brunilda y todos los suyos habían tratado de devolver a su suntuosidad originaria; esa música más allá del cielo, donde las siete hij as del Rin celebran sus nupcias con el oro, hijo perfecto de la luna y del sol. Lo que rae resta de vida no será suficiente para preservar para los siglos venideros algunos fragmentos de esta palabra de la tierra y de las aguas.

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índice

Introducción .....................................................

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I. El oro del Rin ............................................. II. La guardiana de las manzanas ................. III. Los vagabundeos de Odín ......................... IV. Infancia y sortilegios: Siglínda y Sigmundo V. Brunilda en su muralla de fuego ............. VI. Sigfrido y el dragón .................................. VII. La isla de los amantes ............................. VIII. El filtro del olvido ................................... IX. El morueco de oro .................................... X. Nupcias de muerte ....................................... XI. El asesinato de Sigfrido............................... XII. El anillo transfigurado .......................... XIII. La mujer de sangre .................................. XIV. Aquí comienza la canción ......................

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El volumen deLa canción de las nibelungvs se terminó de imprimir el 23 de septiembre de 1986 en los talleres deOffset Marvi, Leiria núm. 72,09440 México, D. F. La composición fue realizada en los lalleres de Plariearióri y Servicio Editorial. S. A., Norte 1-J, núm- 4523, C7790 México, D. F. Se utiliíaion tipos Bodoni de 14 y 12:14 puntes y se tiraron 3 000 ejemplares más sobrantes para reposición. La edición estuve a cuidado de A Iberio Cut y Ricardo Campa


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