Maqueta "El Clavileño Dos"

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EL CLAVILEテ前 DOS CUENTOS INFANTILES

ELBA ROJAS CAMUS Ilustrado por Felipe Dテュaz H.



EL CLAVILEテ前 DOS CUENTOS INFANTILES

ELBA ROJAS CAMUS Ilustrado por Felipe Dテュaz H.


EL CLAVILEÑO DOS Cuentos infantiles @..... R. P. I.: (Nº 132121) ISBN: Diseño de Portada Ilustraciones: Felipe Díaz H. Diagramación: Felipe Díaz H. 1° Edición… Impreso en… Fecha:


ÍNDICE

EN BUSCA DE LA CUEVA DEL PIRATA Al Sur de Bahía Inglesa EL PAÑUELO DE SEDA

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…………………………………….…….................15

DIABLURAS DE OJOS DE GATO …………………………………..................21 CLARA Y SU HERMANO GOTERÓN ……………………………….................39 UN MUNDO MUY ESPECIAL …………………………………………................45 CORAZÓN SIN ALMA

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LA GOTITA VISIONARIA ……………………………………………....................65 EL MAGO MALAMBRUNO Y SU CABALLO CLAVILEÑO …........…….71



EN BUSCA DE LA CUEVA DEL PIRATA, AL SUR DE BAHÍA INGLESA

El sol quema, implacable, mientras el mar invita a refrescarse en él. Nico y Pancho, dos aventureros de doce años, se alejan del grupo familiar instalado bajo carpas en las Rocas Negras, entre Puerto Viejo y Bahía Inglesa. Y el sol no da tregua. Se apresuran, antes que les pregunten adónde van ¡quién les va a creer! Después de lo que pasó en Puerto Cisne, más allá de La Ballena, los controlan mucho –el año anterior, 1996, casi se ahoga una familia completa, amiga de ellos–; pese a que no tuvieron «arte ni parte», ¡cómo iban a ayudar o vigilar la marea si andaban en los alrededores, investigando! Y eso que no saben lo de las gaviotas enloquecidas, que los atacaron por ahí mismo, en el roquerío donde al parecer tenían sus crías. Nico es largo y delgado, trigueño; Pancho más bajo, rubio, pero igualmente ágiles, y dorados por el sol nortino. Caminan hasta el final de la playa larga, de Rocas Negras. Llegan hasta el roquerío que la vez anterior les impidió la pasada hacia la «Cueva del Pirata». Según decían, estaba entre estas Rocas Negras y Puerto Viejo. Han calculado muy bien dónde podría estar. A su edad, ya no creen en filibusteros actuales, pero si tiene ese nombre, piensan, es porque allí, se escondieron o fondearon los corsarios o piratas ingle1



ses que anduvieron por estas costas. Esto es creíble, es histórico. Y no es cosa de «cabros chicos», concluyen; hasta la historia cuenta que existieron ¡y a lo mejor todavía quedan piratas!, ya que ahí en el norte, se habla de «mercadería de contrabando». Llegan a la última playa de ese rincón, vecina a la misteriosa que ansían conocer. Es como una herradura pequeña, abierta hacia el mar, encajonada entre peñascos y el respaldo de la planicie desértica. Parados en lo alto de las rocas, aceradas bajo el sol quemante, miran hacia el sur. –Parecemos aves aquí, y allá abajo éramos dos pulgas marinas –dice Pancho, en tanto se dan cuenta que, por el corte a pique, de rincón a orilla, es muy difícil subir o pasar. Se deslizan, resbalando sobre las rocas, hasta la playita contigua, de arena muy blanca. –Debimos venir por arriba –comenta Nico, observando hacia la planicie invisible. –Ahora se te ocurre –rebate su primo. El roquerío es compacto. Suben al lado sur. Apoyados en las hendiduras, se ayudan y espantan a las gaviotas que parecen decididas a impedirles el paso (como las de Puerto Viejo), Arriba otra vez, ven la siguiente playa, angosta, de agua más oscura que la color esmeralda de Bahía Inglesa, y más encerrada y profunda que la anterior, de donde vienen. Se deslizan sobre la superficie lisa. Y caen a la arena. Mirado de norte a sur, se ve una especie de pórtico entre las rocas: es una boca de túnel en curva, pegado al litoral. Encantados entran y se meten al agua. 3


–Mira, se ve claridad al otro lado. Es un verdadero túnel o cueva, ¿será ésta la Del Pirata? –No. Debe estar al otro lado. Al fondo se ve arena ¡allá! ¿Ves? ¡Al fin, hemos llegado! –¿Aquí será donde en las noches, cuando hacen fogatas, han visto al Pirata? –¡Ni los mariscadores se atreven a venir en la noche! Parece mentira que lo hayan visto, ni siquiera en Bahía Inglesa –arguye Pancho, satisfecho de haber llegado allí; son cómplices en muchas aventura secretas, desde su primera infancia. –Ya te conté que a unos compañeros de curso se les apareció cuando estaban alrededor de la fogata, aquí debe haber sido. Deciden entrar pronto al túnel. Y claro, ahora están de acuerdo, no puede ser otra cosa que la mismísima Cueva del Pirata. Suponen que el otro lado, es más amplio y, por supuesto, encontrarán algo fabuloso. –De noche sería bueno venir, y hacer fogatas, a lo mejor lo veríamos, ¡esto se impone! A esta hora no hay misterio, no tiene swin. –¿Para encontrarnos con el bucanero? –pregunta Nico– ¿crees que podríamos escaparnos una noche, antes que nos vayamos? ¿Podríamos inventar una ´chiva´? –Bueno )no te lo aseguró también don Alfredo, el jardinero? )O no le crees? –Entrando en la oscuridad del portal rocoso, resbaladizo y tétrico, un ligero temor cruza por su ánimo. ¿Existirá algún corsario, o 4


serán contrabandistas modernos los que hay?, piensa, serio ahora, vacilante entre la fantasía y la realidad. El roce pegajoso de unos huiros, adheridos a las rocas de por sí resbaladizas, le hace perder el equilibrio, ¡cuidado! grita el otro, es más hondo aquí. –No puede ser profundo, es orilla. ¿No ves? El agua me llega apenas a las rodillas. –¡Qué voy a ver! Camina apegado a la pared, por las rocas, si puedes...! –no alcanza a concluir la frase: también cae al agua. Lo toman con buen humor, y audazmente avanzan en la oscuridad. Es un pasadizo largo, como excavado en el borde, entre el mar, terreno costero y rocas sobresalientes que, a intervalos cubre el agua que entra desde el poniente, en oleajes. Por ahí llega claridad, plateando la difusa superficie. –Aquí debiera haber un embarcadero –acota Pancho, al salir al otro lado–, ¡y harto chica la playa, más largo es el túnel. –Lo del embarcadero era idea tuya. Y este lugar no parece muy profundo con esa pila de rocas asomando, ¡cómo iba a entrar un barco!, tendría que quedarse mar adentro. Esto ya me decepcionó –protesta Nico, tirando las zapatillas más lejos que las de su primo. –Investiguemos el fondo marino –sugiere Pancho; acuérdate lo que nos contó don Alfredo el año pasado, eso de los cofres fondeados cerca de la orilla, a lo mejor entre esas mismas rocas. –(Déle con don Alfredo! Que él también estuvo 5


aquí, casi no lo creo, cómo puede haber sido, primero minero, pescador, mariscador y ahora… jardinero. Mejor, por hoy, no busquemos. Sin snorkels, es difícil, y tengo el pecho un poco ‘ ´apretado’, desde ayer que me está fregando, pero no podía perderme esta aventura. –Vamos, cobarde –lo azuza su primo–, parece que, así como don Alfredo, es la gente del norte, no como tú, Yo le creo. Nico accede, sólo para averiguar cómo es el fondo en esta parte, hasta ahora ignorada por muchos veraneantes, y con los papás no podrán venir, de esto no le cabe duda. ¡Ellos son los primeros en llegar! No se internan en el mar. Y tan cerca de la orilla, nada extraordinario se ve. Decepcionados observan cómo la ola rompe muy adentro, sobre un muro disparejo, de rocas, mientras imperceptiblemente sube el nivel de las aguas. Ya que están allí, sin encontrar señales de que este lugar haya sido enrealidad la «Cueva del Pirata», deciden buscar ágatas entre la arenisca, hay menos que en la Playa de Las Ágatas, más allá en Puerto Viejo, comentan. Es grande la decepción. Se tienden sobre sus poleras, con la cara bajo los ´cucalones` y conversan acerca de venir por arriba, con los papás, total a veces los viejos son bien cumpas, dicen y, tal vez, haya un camino de autos, ya que algunos yeeps recorren esos lados, subiendo por La Ballena hacia Puerto Viejo. El cansancio los invade acrecentando la modorra. La quietud parece detener el sol y el tiempo. 6


Medio adormilados sienten el agua que ha llegado a sus pies. De repente se incorporan para observar. Las paredes del borde costero, en esta playa semicircular, sí, son inaccesibles, como un muro de rocas lisas, de altura superior a una casa. No se podría bajar, menos subir por ahí. Se levantan de un salto. –¡Mejor vámonos Pancho! –apura Nico, guardando sus ágatas en los bolsillos. Se pone la polera. Amarra los cordones y se tira las zapatillas al hombro. –¿Ya? ¡Bueno, ya! Vámonos, aunque preferiría quemarme más –responde Pancho mientras anuda su polera a la cintura. Veloces, suben al primer montón de rocas –por donde salieron del túnel–. Avanzan equilibrándose hasta la salida de la cueva, devolviéndose. Desde esta boca, hacia el interior no se ve nada. Pancho, tantea con el pie para apoyarse. Al cargarlo, resbala. Cae, como le sucedió en la entrada contraria. Agita los brazos con valentía, y se aferra a la roca. Queda de pie, cubierto de agua hasta los hombros. Entonces Nico, da una rápida ojeada hacia la entrada por donde llegaron. Sólo se ve un manto de agua, movible, oscuro y amenazante, parejo hasta allá. Sin muestras de temor, afirmado entre piedras, dice: –Pásame la mano –Pancho lanza algunas maldiciones, porque a cada intento de salir del pozo, resbala, pero persevera hasta que logra salir. Mudos, se sientan en esta boca sur de la cueva. –Esto no estaba en mis libros –dubitativo, trata de bromear. 7



–Acuérdate cómo pasamos desde el lado norte hacia acá e intentemos regresar –propone Pancho, sobándose las piernas y soltando un garabato. –Se te cayó la gramática. –Para gramática estamos, imbécil, )no ves que estamos atrapados? –Tiene que haber otra salida de esta playa. –Por el corte de la planicie, ¡nunca! –Por ahí tendrá que ser. Apurémonos. ¿No ves que el agua sigue subiendo? ¡Mira! No contábamos con la marea. –Hace tan poco que estamos aquí ¡Cómo subió tanto! –reclama, más malhumorado, Pancho. ¿Y mis zapatillas? !Se las llevó el agua! ¡Tienes las tuyas y no me avisaste, mala gente! –¡Creí que las tomarías! Debían irse pronto. La única posibilidad de salir de allí, era escalando el roquerío, ese paredón hacia el desierto. Pusieron la mirada en lo alto, apurados en subir, insensibles al dolor de quemaduras y magulladuras. Pero, era tan liso que no podían apoyarse y a duras penas llegaron a media altura. Tenían que llegar arriba. No dejarse atrapar por la marea, en esta playa del Pirata. Nadie sabía dónde andaban y jamás los encontrarían. Continuaron ascendiendo en línea oblicua hacia el terraplén, apoyándose en grietas o en salientes rocosas. El avance era lento. –Oye, ahora parecemos aves apegadas a una pared –trató de bromear Pancho, evitando pensar en 9


el dolor de sus pies descalzos. –Al otro lado dijiste que parecíamos gaviotas o pulgas, no me hace gracia, afírmate, mejor. -Habían subido casi dos tercios del total. De pronto, Pancho resbaló. –(Mierda( –murmuró entredientes, logrando sujetarse. Sus heridas aumentaron. Poco más abajo, el agua lamía la roca. Subía demasiado rápido para la lentitud de ellos. Apoyado, como podía, el muchacho, a pasos de la adolescencia, se tragó unos lagrimones y palabrotas que se le escapaban de pura rabia. Había retrocedido a la mitad y le dolía todo el cuerpo, más todavía al constatar que sangraba. –Me siento mareado, apúrate –un poco más arriba, lo urgió Nico, entre toses y respirando hondo al adelantar la cabeza para ver la situación de su primo. –)Me ves cómo estoy yo, estúpido? –respondió el otro, sintiéndose herido, y le asaltó un temor más serio, no fuera a ser… entonces le advirtió, sin moverse: –No vayas a ’cerrarte’ ahora, imbécil, trata de sentarte –y razona que, en el peor momento, se le ocurre a su primo tener una crisis de asma. Con gran esfuerzo recuperó el espacio perdido, y en un trecho muy angosto, saliente de roca, ambos se quedaron de pie un rato, apoyándose mutuamente. –Respira hondo, te digo, y relájate como puedas. Ni pensemos que estamos aquí –le ordenó, preocupado. Siempre se sintió más fuerte y decidido que su primo. Ahora sabe que en momentos parecidos, 10


pero no tanto, Nico siempre logra relajarse y recuperarse –como la vez que casi se ahogaron por bucear a escondidas–, después, los demás ni se imaginan,¡las que han pasado! Se quedan un rato silenciosos, apegados a los peñascos. Sopesando el inesperado final de una aventura tan ansiada y planificada, desde que oyeron hablar de esta famosa «Cueva del Pirata» que, para colmo, no es tal. No saben cuánto rato llevan ahí, sin mirar hacia abajo, ni pensar en malestares. Más repuesto, Nico le propone ayudarse uno a otro: –)Te acuerdas cuando fuimos a La Campana, allá en Olmué? Hagámoslo así. El resto del ascenso, fue muy difícil y lento –en sus caras se notaba la preocupación, pero ninguno daba su brazo a torcer–. Y lograron alcanzar la planicie. Con un grito de alegría, se sentaron sobre la última roca del borde superior. En tanto miraban hacia el pie del acantilado, la angosta faja de playa desaparecía totalmente, inundada por la resaca. Pancho no soportó más; se quejó del dolor, de las rasmilladuras en todo su cuerpo y, ¡perdí mis zapatillas! Nico le examinó pecho y espalda, ayudándole a ponerse la polera –que traía amarrada a la cintura–. Le dio pena, no imaginó que estuviera tan magullado. Fugazmente pensó en los reproches y preocupación paternos, que vendrían después, pero ambos resistirían como siempre. Sabían guardarse secretos. –Si te la hubieras puesto, no te habrías herido tanto –arguyó, por decir algo. 11


–Y tú, si no hubieras tenido miedo, no te habrías sentido mal –le tiró el otro, olvidado de su consideración–, suerte que no la perdí también, ¡mala gente, no me acordaste...! –Oye, mejor callemos, ni hablemos más de esto ¿quieres? –respondió él, picado, y todavía hablando entrecortado, con un ligero silbido del pecho–, y no le contemos a nadie, como otras veces. –Qué cosa. )La aventura, lo tuyo, o lo mío? ) Crees que no se darán cuenta? Total para tí es más fácil, no te castigan –dijo Pancho, adolorido. –Que no contemos nada, de todo lo que hemos pasado, entiende. Si no, jamás nos dejarán vagar tranquilos. Y ya nos han fregado bastante, controlándonos como que fuéramos ´cabros chicos`. –Bueno, ooh, pero si nos preguntan no podemos mentir, algo contaremos. –Y se levantó un poco tembloroso. Le dolía demasiado una pierna. Al volverse hacia el Norte, gritó, –(Mira! –Por el borde de la meseta, sobre los acantilados, se acercaban dos hombres. ¡Sus padres! Los habían visto y, gritando algo, agitaban los brazos. Ellos se apresuraron en alejarse de allí, para que no supusieran que estuvieron allá abajo. Pero, los otros, ignorándolos cuando llegaron, como que no los hubieran visto se acercaron al borde, y observando con atención el agua que cubría hasta el pie del acantilado, movían la cabeza, francamente enojados, furibundos, y con razón por la inconsciencia o inmadurez de sus primogénitos. Después, los dos aventureros soportaron la 12


andanada de preguntas, y amenazas a futuro y que «razón tienen sus madres en preocuparse de los desatinos de ustedes, ¡cuándo van a aprender!», y esta imprudencia que ya «pasa de castaño a oscuro» y «con esto se acabó: no venimos más para estos lados» «y tú, Pancho, ¡pide permiso nomás cuando lleguemos a casa!». Caminaron todo ese trecho (Pancho a `a pata pelada´, aguantando la quemante arena y tratando de no cojear; Nico respirando hondo con su pecho apretado), por el camino de la llanura, y viendo lo fácil y rápido que habría sido venir por ahí, pero )y la bajada? No habrían descubierto el túnel. No se veía desde arriba. Jamás habrían acertado con esa playa semicircular de pared tan alta. Esto de haber pasado por el túnel, con marea baja ya era una hazaña. Inhalando aire, Nico dijo: –De la que nos libramos. Estoy convencido de que el verdadero escondite del Pirata, se esfumó como la playa. Tampoco está entre las rocas de Bahía Inglesa... –Y yo creo que está en el fondo del mar –puntualizó Pancho... Hasta ahí nomás les llegó la sed de aventuras ese verano. Después…cambiaron sus intereses, había otras incógnitas, otras materias que investigar.

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EL PAÑUELO DE SEDA

Hacía varios meses que la abuela estaba enferma. Había adelgazado mucho y casi vuelto a su figura de antaño -cuando su esposo se fue-. Nostalgia, decían, ella siempre se ha sentido pasajera en esta ciudad creciente, aunque la vegetación sea igual a la de su tierra. Mas, en esos días, pareció recuperarse y ante la sorpresa de todos, se vistió con uno de sus mejores trajes, ése que guardaba de sus tiempos juveniles, de muselina verde agua con adornos de encaje blanco. Aún le quedaba bien. Mirándose al espejo, frente el peinador, vio su cabello, blanqueado y, al bajar la vista, a su nieta… -Entró en él abuela -le dijo, riendo al imitar una broma de los mayores. -Cómo que entré, niña, es mi talla y con ella me iré —le respondió muy seria. -Pero no se enoje, ¿adónde irá? Se ve linda, preciosa como una dama antigua, más antigua que... -Estás atrevida hoy, Mariela, y yo... que por ti estoy viviendo. -Es que usted la tiene muy consentida mamá -intervino su hija, muy seria-. Y tú, niña, no seas insolente con tus mayores, menos con tu abuela. Te quiere más que a mí —la pequeña de nueve años, las observó dubitativa y haciendo un gesto como de impotencia, 15



con carita de pena enrolló algo en sus manos, diciendo: —Yo... nomás venía a decirle que ahora que se levantó quiero ir a un paseo, allá donde empieza la quebrada, donde descubrió un vallecito escondido, y que le presto el pañuelo de seda, y... También la quiero mucho, mucho, mucho —recalcó esto, buscando con su cariñosa mirada, los ojos de la anciana. —¡Ay, Mariela! Por ahí debiste empezar. Pero, mamá todavía no puede acompañarte, hay que caminar demasiado y ella está muy débil. —No importa, yo la afirmo, siempre le ayudo en todo —dijo, categórica la niña. Mientras ambas hablaban, la abuela reflexionaba, concluyendo que, quizás ella había influido en el ánimo y ese deseo de su nieta, aquella vez que fueron bordeando el cerro hasta el final del camino, donde había zarzamoras floridas, alrededor del banco pantanoso —por el exceso de agua— cubierto de césped también con florcitas blancas. Evocó la imagen, allá, las dos juntas, sentadas, sobre una gran roca. Habían descansado, contemplando el salto de agua. Así son las cataratas —explicó a la nieta—, pero esta agua es del desagüe o rebalse del Tranque que está más arriba. Luego le señaló hacia el lado contrario, unas peñas más altas que aquella donde permanecieron largo rato, agregando: por ahí, años atrás descubrí un pequeño valle verde y no he vuelto a ir. Nadie me quiere acompañar o no me creen. Otro día será, cuando tú sepas volver sola. Aquella vez regresaron pronto. Ahora… le pareció conveniente no 17


decepcionar a la nieta, con una condición: —Si tú me acompañaras y, apoyas como siempre, iré tranquila, mi niña. Pasaron tres meses más, sin que pudiera cumplir lo prometido. En tanto, Mariela contaba los días para el «feriado» de Semana Santa. Sus clases, incluían horas de música, piano, que ejercitaba después del horario normal. * Ese lunes de Semana Santa, Mariela no quería ir al colegio, por no separarse de la abuela. —Yo creo que hoy se pondrá el traje verde y quiero estar aquí, abuela, —le dijo. —¡No, no y no, señorita! Usted va a clases y en la tarde me cuenta todo lo que haya hecho. Recuerde que hoy tiene ejercicios de piano —la niña constató que esta vez no habría blanduras, así es que salió del dormitorio. Pero volvió enseguida. —Para que la acompañe, le dejo mi pañuelo de seda, después me lo devuelve: ¿Sabe abuelita?, duermo con él desde que me lo regaló; guardé el osito, la almohada y mi tuto, —le dijo al oído. Mariela almorzaba en el colegio, así es que el día se le hizo interminable. En cuanto tocaron las campanadas de la última hora, corrió hasta la sala de música, y tomó el piano antes que su compañera. Habían transcurrido sólo veinte minutos cuando la otra arrastró un piso y se sentó a su lado. —¡Déjame terminar, a las cuatro y media tengo que irme! —objetó ella. 18


—¡No! ¡Tienes que acompañarme, como lo hago yo! ¿No ves que oscurecerá pronto? Además, yo me voy sola, a ti te vienen a buscar —en este desacuerdo, se apoyaron en el teclado y casi caen al suelo al compás de un violento acorde. —¡Me voy! —exclamó Mariela, de pronto asustada por el incidente, y sintiendo que en ese momento no debía estar allí. Entre contradictorias sensaciones le apremió un imperioso deseo de correr a casa y no esperar a su madre. Fue hacia la puerta del colegio y salió. Afuera está la abuela esperándola, con su traje verde y la cabeza envuelta en el pañuelo de seda, se lo puso pero se ve extraña así, piensa ella. En el trayecto le fue contando todo lo hecho durante el día. Tomadas de la mano llegan a las inmediaciones de la casa. En vez de entrar la abuela le dice, acompáñame, niña, acompañémonos ahora, luego te devolveré el pañuelo -se lo saca y lo agita al aire alegremente-; has crecido y sabrás regresar. Y se van por el camino de la quebrada. Sin dificultad, corren, casi vuelan al lado de la acequia que orilla el cerro. Luego descansan, sentadas en la roca escogida. Contemplan la caída de agua y el césped florido. Después avanzan y dan la vuelta, poco más allá, en la Toma. Allí está la válvula, llave de paso, para «dar» el agua del Tranque y dejar libre curso por las acequias laterales o hacia la quebrada del Potrerillo. Y juntas llegan al otro lado de la quebrada. Allá suben entre los grandes peñascos y el amarillar de retamos que divisaban desde el asiento rocoso de 19


la cascada. Por fin están en el valle descubierto por la abuela, adentro del minúsculo semi-círculo, encerrado por rocas y adentro árboles enrededor, casi apegados a los costados interiores; al mismo tiempo su vista abarca todo. Flores silvestres por doquier: mariposas, azulillos, campanillas, capachitos, huillis; profución de colores en tonos suaves, también sobre una alfombra de césped disparejo. Se sientan allí, en otra roca, por un instante eterno mientras contemplan el pedazo de cielo que se ve más arriba. En algún momento abandonan el maravilloso valle, escondido a otros ojos y regresan a casa… Mariela se encuentra en el pasillo, sola, sudorosa y perpleja ante la puerta del dormitorio de la abuela. Se rompió el silencio cuando su mamá, que salía del cuarto contiguo, la vio con una mano en el pomo y la otra apretando su pañuelo de seda, el mismo que estrujaba su madre entre los dedos sin querer soltarlo y debió dejárselo. Contuvo el grito, y temiendo la posible reacción de su pequeña, se apresuró a abrazarla e intentando dominar su propio dolor, le susurraba al oído, no pude ir, no pude ir a buscarte, fue a esa hora, hija mía, no te angusties… se fue serena, casi sonriendo…

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DIABLURAS DE OJOS DE GATO

Hace mucho tiempo, cuando las damas usaban vestidos largos y los coches y birlochos movilizaban a los que pudieran tenerlos, existió una señora llamada Belén. Doña Belén residía en una gran mansión, en una ciudad al pie de Los Andes. Su esposo, míster Only, dirigió la construcción en este lugar, donde ella nació, pero él ya no estaba. Años atrás, se había ido a participar en una guerra europea, que no era la de ellos sino de sus antepasados. Le escribió algunas veces, pero se cortó la comunicación. Nada sabía de él. Ese gobierno extranjero proveyó a ella de una pensión, por el voluntario, desaparecido en acción. En ese período de mucha soledad, doña Belén, afortunadamente estuvo atendida por el mayordomo, el fiel José. Éste había sido el valet de míster Only, quien le llamaba Joseph. Ella no perdía la esperanza del regreso de su esposo, sin embargo decidió irse definitivamente de allí, para vivir en una antigua casa de la montaña, su primer hogar, también construido por su esposo. Dama y empleado eran un ejemplo de lealtad, corrección y respeto mutuo. Pero, en sus culturas y apariencia, un verdadero contraste: ella, muy menuda, con una extrema delgadez, realzada por sus ele21


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gantes trajes oscuros, con cuello de encaje. Tez clara y ojos, grises; también su cabello se tornaba gris, más bien, plateado. El mayordomo, de estatura mediana, se veía muy alto a su lado –porque también era delgado–, empaquetado en su atuendo negro de servicio. Su cara semi-ovalada parecía severa, a causa del peinado aplastado, alisado con ‘gomina´ sobre el cráneo; las cejas un poco levantadas sobre las sienes y un bigote, tipo mostacho, que contrataba con las pequeñas orejas, casi siempre tapadas por el borde del cabello negro. De él, lo más simpático eran sus ojos verdes, y lo mejor, la incondicional fidelidad, respeto y atención a su empleadora. No se le conoció familia. Ambos eran representativos de grandes valores. Pero aquí podría producirse un cambio. Decidida a liberarlo de compromisos, al tomar su decisión última, doña Belén lo llamó y le dijo: –José, deseo irme a la casa de la montaña... –Lo que usted mande, señora. –No me interrumpas. Aunque no sé que haría sin tu ayuda en el gobierno de mi casa, te dejo libre, es decir, recibirás una pensión vitalicia... –Pero, señora! ¿Me está despidiendo? –la interrumpió, sorprendido y dolido. –¡No, hombre. Mereces descansar de responsabilidades! –Señora, con pensión o sin ella, prefiero vivir trabajando en su casa, hasta que Dios me llame, si Él y usted lo permiten. –No esperaba menos de ti, José –observó ella 23


con un suspiro, al comprobar que para él no había otra forma de vida que la de su competente servicio «es un hombre bueno, muy cristiano, pero a la vez simple y supersticioso», divagó antes de agregar–: allá nos ayudarán Marta y Juan, ya sabes, los cuidadores a cargo de la casa. Después se integrarán sus hijos y... a lo mejor..., tengo una esperanza. –¿Cuándo partimos, señora? Me encargaré del equipaje y de cerrar la casa. –Bien. Pero la dejaré en manos de mi abogado, en venta. Allá tenemos todo lo necesario y disfrutaremos de vida sana. –El aire puro de la montaña le sentará bien, señora. 2 Y se fueron de esa gran casa, que producía tristeza, sin niños y el míster Only ausente. Partieron, no al día siguiente sino dos meses después. Doña Belén dejó todo lo que tenía allí, incluso el dinero de la venta, para dos Hogares: uno de Niños y otro de Ancianos. José, por su parte, sólo se llevó su ropa y enseres personales. Ambos por su lado, al irse dieron una triste mirada de despedida a la casa que se quedó solitaria. Viajaron en el coche de dos caballos, estos podrían servirles en alguna faena liviana del campo o para recorrer el lugar. Podemos imaginarnos: José, de cochero, y doña Belén en el interior de la calesa, rodeada de las male24


tas que no cupieron afuera, porque se desestabilizaba el coche. Más de seis horas demoraron en llegar al camino de la montaña. Calculaban el arribo a la antigua y ahora nueva casa, hacia el atardecer. –Almorzaremos por ahí, en Las Termas del Corazón u otro local, José –habló ella, fuerte, para que la oyera desde su asiento –había observado que se estaba poniendo algo sordo. –Cuando y donde usted diga, señora, pero traje cocaví –respondió él. –Entonces, ahora mismo, a la orilla del río –exclamó ella, alegre, no con su tristeza característica del último tiempo. Aquel paisaje levantaba el ánimo y fortalecía su esperanza. 3 Tan bien, correcta y tranquila se estaba desarrollando la vida de tan nobles personas, doña Belén y su mayordomo José –de diferente medio y status social– que el diablo no podía quedarse quieto sin hacer algo para revertir la situación a su favor, por si algo sacaba: decidió meter su cola. Recién terminaban se servirse los trutros de pollo, huevos duros y frutas del frugal almuerzo, cuando se elevó un remolino de tierra, muy cerca de ellos, y un viento repentino empezó a soplar con fuerza, arremolinándose. –¡Uy!, recoge pronto, José, y sigamos el viaje. 25


–Ni Dios quiera que empiece una tormenta – exclamó él, apesadumbrado por este contratiempo, y con extraño presentimiento, al darse cuenta que el remolino de tierra y hojas secas daba vueltas alrededor de ellos y del coche, al extremo de asustar a los caballos. Corrió a sujetarlos, en tanto el remolino se iba camino arriba. Y así fue. Se desató una de esas borrascas cordilleranas, con chubasco y todo mientras subían. Por suerte, el mayordomo, hombre precavido, llevaba abrigos, impermeables y chamantos afuera del equipaje. Pero pasó la lluvia, y los envolvió una semi-oscuridad: noche prematura, en un camino a media altura de la montaña, rodeado de vegetación y árboles cuyas ramas parecía formar un techo tenebroso. –Ya falta poco, José –le habló doña Belén, sacando la cabeza y medio cuerpo afuera del coche–. ¡Oh! Un gatito. ¡Detente! –¡Lo vi, señora! ¡Tenga cuidado! ¡Casi me espanta los caballos! –respondió él, que había tirado las riendas y frenado a los equinos. Bajaron ambos. –¡Por ahí se fue! ¡Pobrecito, ojalá no esté herido! –No creo. Pasó por delante como un rayo. –¡Búscalo, por favor! –Mmm... Es mala suerte que se nos cruce un gato, y éste se veía negro –empezó a rebuscar entre los matorrales, al lado del camino que escasamente daba espacio al coche. Ya quedaba poca luz de día. Había oscurecido de repente. Sólo el brillo de la nieve, filtrándose entre 26


los árboles, flanqueaba fantasmalmente el entorno. Para colmo, al mayordomo se le deslizó el reloj y no vio donde cayó. Uuuy, exclamó, devolviéndose y pensó «adiós mi cruz de malta grabada, ¡y me lo había regalado el patrón!, bah, mejor andar sin medida de tiempo, ya lo buscaré después». La señora gritó: –¡Aquí está! –Al lado de ella, cerca de la puerta del coche, había un gato negro, sentado en su cola, con los ojos fijos en José. Éste sintió un escalofrío. Su lado flaco –que superaba su índole bondadosa y creyente–, dentro de su sencillez, era en verdad supersticioso. –¡Cuidado, señora! ¡No lo toque, puede ser montés! –Logró sacar su voz de siempre, apacible, mientras sus cejas y bigotes se alzaban, interrogativos, como dándose autoridad. –No, hombre, es manso, ¡mira!, y escucha como ronronea –ya lo tenía en sus brazos, y se acomodó en el asiento con el gato en la falda. El mayordomo trató de examinarlo. El felino se engrifó y se quedó con el lomo arqueado, mirándolo con un ojo semi-cerrado que parecía una línea rojiza. Por retroceder, José casi cae al tropezar con una roca sobresaliente del borde emboscado. –Señora, tenga cuidado, le digo, es huraño y tiene los ojos raros –casi gruñó él ahora. –No. Pero José… Mira, son verdosos y plácidos, además el gato es un animal doméstico, fiel y bueno, como los perros –en realidad, el ojo del lado de ella era así, y el otro, rojo, parecía destinado al mayordo27


mo–. Sigamos, Marta y Juan deben estar preocupados, se acerca la noche. 4 Continuaron el viaje sin mayores contratiempos que los caballos muy encabritados. José se esforzaba en dominarlos, meditabundo a causa de esos imprevistos pensaba que había gatos malos o perversos de flojos, como los de las brujas. Se arropó para soportar el frío intenso que parecía mojarle la espalda. Adentro del coche, doña Belén iba encantada con el minino enrollado en su regazo, y parecía dormir. Cuando llegaron a las trancas (portón de palos atravesados) del predio, se encontraron con tal claridad que se sorprendieron. Les pareció haber pasado por un túnel, entre arbustos y árboles nocturnales. Pero… recién atardecía. Brillaba aún el sol en las cumbres. En verdad, era la hora en que habían planeado llegar. ¡Qué extraño ese tramo del trayecto! 5 Luego de los saludos y ubicación en las diferentes habitaciones, doña Belén llamó a Marta. –Cuida este gatito, rescatado del camino; parece manso y buenito –dijo, indicándole al gato que se había instalado en una butaca de su habitación. –Yo creí que era su mascota regalona, ya que lo traía en brazos, señora. Lo cuidaré como a los otros, tenemos varios y uno igual a éste, que se llama Mici28


fuz por lo negro. Son necesarios aquí –le confidenció muy afable la bonachona Marta, que conocía a la señora desde antes que se casara con el mister solitario. Pero no quiso opinar acerca de la sensación que sintió ante la presencia del gato. Esa noche fue muy agitada para José. Despertó varias veces sintiendo que el gato lo estaba mirando mientras dormía. Se levantó a la salida del sol. Marta ya tenía la cocina en marcha y Juan estaba en la chacra. –Don José, la señora me ha dicho que, en adelante, usted dispondrá y ordenará en esta casa. Cuente conmigo. Yo sé hacer de todo. –Muy bien, gracias, Marta. No habrá problemas, yo seguiré como antes, según ordene la señora. Eso, sí, prefiero servirle yo sus comidas. Ahora le llevaré el desayuno. Golpeó a la puerta del cuarto. Ya doña Belén estaba en la mesita junto a la ventana, disfrutando del maravilloso paisaje y del sol que, levantándose sobre la montaña, iluminaba ese lado. –Buenos días, señora. Hoy todo brilla, ¿verdad? –Así es, José. Esta vida retirada permite reflexionar y desprenderse de lo mundano innecesario. Creo que habrá paz y a la vez podremos ayudar a los niños de Marta y Juan, cuando vengan de la escuela los fines de semana. Ya sabes que los pusimos internos. –Veo que ya organizó su nueva vida, señora. Yo, si usted lo permite, en mis horas libres, quisiera conocer el entorno, aprender y colaborar en el queha29


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cer de Juan, nunca tuve la oportunidad de trabajar la tierra. –Me alegraría que cumplieras tus anhelos –en eso José sintió un roce duro, áspero y frío, en la pantorrilla derecha. Miró y se encontró con el ojo del gato. La pierna se le encogió como un calambre. Sólo atinó a decir «Ah, el gato». –¿Dónde está? No lo había visto esta mañana. Marta dijo que estaba bien. –Aquí –José señalo en el suelo a su lado. Pero el gato ya no estaba. –¡Gatito, gatito! –llamaba la señora, mas el gato no apareció. –Lo buscaré a afuera. –No te preocupes. Marta se encarga de él. Ve y reconoce terreno y que estén bien ubicados los caballos. Los necesitamos para recorrer la montaña. Ese día pasó volando. En la hora de almuerzo, el mayordomo preguntó a Marta, acaso había observado al gato nuevo, porque le inquietaba. –Harto extraño es, me preocupa, se parece al que hay aquí, el Micifuz. El otro puede ser montaraz. Tal vez de una última camada, porque la gata llegó con varios, luego quedaron tres. Ahora andan por ahí. Cazan ratones. Cuando tienen hambre se acercan a la cocina. El mayordomo guardó su opinión. No quería parecer débil, menos intuitivo, ante el matrimonio campesino. Sin embargo, a la hora de la cena, el gato estaba en la habitación de la señora. Ella, esa noche 31


no había querido ocupar el comedor, por el frío y, sola. El no quiso entrometerse, respecto al gato, pero dándose valor se acercó y lo miró de cerca. El animalito le devolvió la mirada y sus ojos eran iguales, brillantes, límpidos, verdosos a la luz de la lámpara. Ambos se miraron directamente. Se atrevió y le pasó la mano por el lomo. El gato no se movió. Entonces pensó en sus propios ojos, porque recordó que alguna vez en su niñez le habían molestado diciéndole «Ojos de gato», y habló: –En verdad, el gato parece manso, señora, pero, si me permite, no es conveniente que permanezca en su habitación ¡recuerde su asma! «Qué cobarde he sido, a temerle a un pobre gatito, como dice la señora» –y José se reía de sí mismo, mientras corría las cortinas. –Ya lo sé. Marta se lo llevará luego. Igual este aire puro me curará. El mayordomo sacó la bandeja al pasillo, al lado del dormitorio. Frente a él estaba el gato, y su ojo de ranura roja lo miró fijo, obstruyéndole la pasada. Él sujetó con fuerza la bandeja de metal, y detenido allí, se dijo que recién había visto y acariciado al gato, en la butaca de la señora. Pero se negó a pensar y avanzó. El gato dio media vuelta y desapareció. A don José se le hizo muy largo el pasillo, interminable, hasta llegar a la cocina con la bandeja tintineando, temblorosa. Esa noche, recordó sus oraciones de la niñez, para dormir bien. No concilió el sueño hasta la media32


noche en que creyó ver el ojo del gato flotando sobre él, «después de viejo estoy viendo visiones» pensó, y no supo más, hasta que Marta lo habló. Primera vez en su vida que se quedaba dormido. Estaba atrasado en sus deberes. Pero era temprano, sólo que María madrugaba. 6 Al tercer día, don José estaba con Juan en la pesebrera y, de pronto, los caballos se inquietaron, demasiado. No podían sujetarlos. –Ayúdeme con uno –le pidió a Juan. Él ya se aprontaba a hacerlo cuando sintió a su lado «esa presencia». Se quedó quieto al lado de los caballos, que bufaban y raspaban el suelo con sus cascos. Y vio al gato, más bien el ojo del gato, porque estaba en penumbras allí y, de seguro éste, como era negro, se integraba a la oscuridad. –¡Juan! –dijo– ¿ves lo que veo a mi lado? –Sí, don José. Me da escalofríos este gato montés, así lo llama Marta, y eso que parece hermano gemelo del Micifuz, salvo ese ojo malo. –¿Ojo malo, dijiste? –Claro, lo tiene cerrado y cuando lo abre se ve huero, como los huevos. Pero ya se fue. No se preocupe. Por aquí hay muchas rarezas, y no sólo de ojo malo, el Malo aparece a veces. El mayordomo respiró tranquilo, no porque el gato se hubiera ido, sino porque Juan sentía lo mis33


mo que él: no estaba loco entonces ¿qué extraño era el hecho de que a las mujeres, «entiéndase María y señora Belén», se dijo, el minino no les pareciera repelente. 7 Así las cosas, pasó una semana en que el gato del ojo huero aparecía y desaparecía, en las noches y días del mayordomo, incluso en sus sueños. Y él, sintiéndose observado, creía y no creía que en verdad eso era muy extraño. Nunca imaginó el bondadoso y correcto José que en la hermosa vida vislumbrada para los últimos años de su existencia en la tierra, de pronto, la incomprensible presencia de un animal doméstico –generalmente apacible y querido por todos–, alterara su tranquilidad. Se confesó a sí mismo que, luego del temor que le produjo, como algo sobrenatural, en uno de los sueños le vio cara humana, riéndose de él, «tonto, tonto te crees bueno y perfecto, ya verás» intuyó que le decía. Y lo peor era que la señora y Marta habían empezado a mirarlo a él, dubitativas, sin decirle nada, pero la dama parecía seria, por no decir enojada, desde un incidente con los famosos gatos donde, como autómata los correteó rudamente: fue la primera vez que los encontró a los dos juntos y eran exactos: el Bueno y el Malo, pensó, pendiente del que no se movió, y maulló al clavar en él la mirada de su único 34


ojo semi-cerrado, que luego se abalanzó, enterrando sus garras en el cuellos de Micifuz, el gato Bueno; éste maullaba, sangrando en abundancia, ¿cómo no se iba a alterar él, y a separarlos de alguna manera? Entonces le entró la idea de que aquel gato era la reencarnación de la maldad, y como no podía deshacerse de su presencia –inadvertida para las mujeres que le tenían lástima, a lo mejor quería posesionarse de ellas–, decidió no acostarse, permanecer sentado, en las noches, vigilante para cuidar a su señora, y sin dormir para alejarlo siquiera o también de sus sueños. Se estaba dejando aterrorizar y si no reaccionaba, tendría que irse de allí, ¡ah, si estuviera el patrón!, se le ocurrió repentinamente, junto con otra idea luminosa. 8 Al séptimo día, después de servir el desayuno a doña Belén, le pidió permiso para utilizar los caballos y recorrer los alrededores con Juan. Ella, desde luego, lo autorizó, y deponiendo su enojo, se alegró de eso, ya que viéndolo tan desmejorado, demacrado por la falta o exceso de sueño, había reflexionado y se sentía culpable de que su mayordomo pudiese estar arrepentido o alterado por venirse a esas soledades, y lo peor era que también el buen hombre había donado su dinero –ahorrado con algunas privaciones– a una buena obra de beneficencia. José avisó a Juan, quien cambió su actividad del día y partieron los dos, camino abajo. 35


–Subamos por la ladera mejor, don José, –sugirió Juan–, de lo alto se ve el río y un lindo panorama. –Después subiremos, ahora tengo un pálpito, quiero verificar algo. –Yo lo sigo, don, guíeme –aceptó de muy buen talante, Juan. Después de media hora a caballo y haber salido del predio, de repente... –¡Para, para, detente Juan! –¿Qué vamos a hacer aquí, don, es la parte más emboscada y en la noche nadie quiere pasar por aquí? –Pero hoy es mediodía y estamos los dos. –Sí, pero harto oscuro el lugar, ¿no le parece? No me gusta, me da cosa, yo siempre me voy por un atajo. El mayordomo se había apeado y examinaba una roca pequeña pero algo sobresaliente, a la orilla del camino. Contó unos pasos hacia adentro, sin entrar en la espesura y empezó a mirar alrededor, detenidamente. El otro también se bajo del caballo y se rascaba la cabeza, pensando qué buscaría don José. –¡Aquí está!¡No me equivoqué de lugar! –¿Y esto? –Un reloj, te lo regalo. Yo busco otra cosa –dijo el mayordomo, pasándoselo con la esfera hacia abajo, porque en el reverso estaba grabada la cruz–. Sintiéndose tranquilo y ya absolutamente dueño de sus actos. –¡Eh! ¡Mire, mire! Uno de los gatos nos siguió –y le mostró con la misma mano que tenía el reloj. 36


–¡Qué gato ni que nada! ¡Es el ojo del gato, del malo!¡Qué no lo ves! Sí que lo veía Juan, quien petrificado constató que no era su gato casero, su Micifuz sino el del ojo como ranura que, ahora abierto, llameaba –todo fue tan instantáneo que José, en rápida acción, tomó la mano de Juan, extendida con la suya. –¡Fuera de aquí, Satanás! –gritó sin temor y sin bajar su brazo extendido hacia el gato. De inmediato, casi encima de ellos se formó un remolino de hojas chamuscadas, donde brillaban como ruedas los ojos del gato, y éste se disolvió en la oscuridad. –¡Buena, don José! ¡Ojalá no se aparezca más! –dijo con voz temblorosa Juan, y eso que era valiente el hombre. Tácitamente no hablaron más de esto. Trataron de recuperarse, y se fueron a mirar y purificarse en la contemplación del nítido paisaje desde la altura. Regresaron a media tarde y, como era viernes, se encontraron con los niños estudiantes que fueron a su encuentro con la noticia: ¡Míster Only llegó con nosotros en la carreta, venía caminando! Y del gato del ojo malo, por ese entonces, nadie se acordó. Doña Belén atendía a su esposo que ahora tenía barba y cabello blanco. Joseph y los demás se preocupaban de todo, y del buen Micifuz que se había curado de las heridas causadas por el gato Malo. *1- (OJOS de Gato Bueno y Gato Malo*1) Original, Inspirado y Creado en cooperación con Maida Duarte

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Clara y su hermano Goterón Allá arriba, lejos, lejos, sobre los montes nevados, corrían unas nubes, paseando a un personaje muy singular que columpiaba sus pies, algo impaciente –le habían dado deseos de bajar, para ver de cerca ese espacio amarillo que divisaba abajo, rodeando una laguna–. Estaba enojada con su hermano y tenía deseos de llorar, llorar, llorar e inundarlo todo: pero se calmó al recordar lo que su madre, Lluvia, le había dicho poco antes de venirse a las nubes. Tenía muy presenta el diálogo: –¡Qué pasa Clarita! –¿Que no ves, mamá? !Él siempre nos molesta; nos mezcla y nos tira al suelo! –Hija, su hermano Goterón sufre porque ustedes siempre se ríen de él. Después huyen y lo dejan solo. –Es que él es muy pesado, mamá; esto dicen las primas, Niebla y Llovizna y mis amigas. Recién estábamos jugando en un alambre, columpiándonos en fila, como lágrimas de cristal, después que tú te fuiste y él llegó, nos junto a todas y ¡plop!, nos tiró al suelo. –Si lo incluyeran en sus juegos y tareas, Goterón les parecería diferente a como lo ven hoy, considérenlo. Es muy ingenioso y cuando es necesario cooperador y solidario. La Gotita Clara se quedó muy pensativa; quería a su hermano, pero él se ocultaba detrás de una aparente dureza y belicosidad. Sentada ahí, en su nube, 39


con su cuerpo transparente, bracitos cortos y las piernas colgando, pidió al viento que la acercara a la tierra, en ese lado amarillo. Entonces distinguió bien –ya no tenía los ojos empañados–: era una laguna rodeada de aromos floridos, hasta su aroma olió ¡y Goterón corría por allí! Es decir flotaba sobre unos niños que trotaban alrededor de un Estadio. Ella desvió la vista hacia el centro de la ciudad y vio mucho ajetreo –en las orillas de un estero que atravesaba la ciudad, hasta llegar al mar–; entonces tuvo una idea genial. Llamó a su hermano Goterón. –¡Mira! –le dijo– ¿Qué están haciendo ahí abajo esos hombres y niños? –Goterón observó muy interesado, comprendiendo de inmediato lo que intentaban enseñar a los pequeños. –No se me había ocurrido mirar hacia allá –opinó–; son los empleados de una Empresa y parece que tratan de enseñar normas de cuidado, mantención y aseo de alcantarillas a esos chicos. –¡Que eres adivino! ¡No, inteligente! –Exclamó Clara. Él entonces, verdaderamente entusiasmado, propuso (lo que ella intuyó que haría). –Formemos nosotros una Empresa y ayudemos a esos niños. –Cómo podríamos hacerlo. –Con toda nuestra familia. –¿Todos nosotros? –Claro, Clara, la cosa es ponerse de acuerdo y, de alguna manera meterles en la cabeza a esos niños que sean limpios, considerados y económicos. 40


–¡Ah, tú no hablas como niño; eso no lo entenderán, porque ya saliste con «meterles en la cabeza»: ¡no debe ser por la fuerza!, hay que dar el ejemplo, dice mamá y le creo: los adultos deben esforzarse. –Mmmm...Yo sé mucho acerca de ellos y de nosotros. Creo que mejor sería hacerlos soñar; por ejemplo, después de una gran sequía –siempre que todos tengan casa– nos dejamos caer con mamá, y mientras ella llueve, llueve y llueve, que ellos sueñen que el agua corre y no debe perderse, que se ensucia con la tierra y desechos, porque los desagües, alcantarillas y cauces están tapados... –Y que los adultos también sueñen limpiando esos cauces y alcantarillas... –Arreglando canales y haciendo embalses para que mamá Lluvia no se pierda en el mar. –Eso, eso! –gritó Clara, y olvidándose de las diferencias con su hermano, aventuró. –Goteroncito, hermanito mío, podrías explicarme cómo se formó esa laguna rodeada de aromos, donde tú andabas recién, es que la encuentro súper. –¡Ah, esa laguna se llama Sauzalito, el Estadio también, en realidad es un Tranque para juntar las aguas de las quebradas, debe ser el Tranque Norte, porque hay otro que se llama Tranque Sur; creo que los hizo construir el fundador de la ciudad, cuando fue Director de Obras, imagínate, en 1875. Los aromos no sé por qué están allí, parece que los primeros fueron traídos desde otro continente y están esparcidos por toda la zona, pero no son los aromos sino la conser41



vación, cuidado y abastecimiento de agua el problema de ellos. –Ay, hermanito, gracias, tenía razón mamá, eres genial –y la Gotita Clara continuó, feliz, hablando de los sueños que su hermano Goterón «metería en la cabeza» de los habitantes de la cuidad. Era muy bueno su hermano, sólo le faltaba hablar. Y esa noche de suave y apaciguadora lluvia, tintineando sobre algunos tejados, los habitantes de esa ciudad tuvieron extraños sueños: viajaban al pasado y veían cómo dos siglos atrás –cuando las ciudades estaban recién organizándose a la orilla del mar, al pie de los cerros–, se iniciaban grandes proyectos hidráulicos de captación de aguas; cómo se construían los embalses de Las Cenizas, de Peñuelas y cómo empezó el saneamiento y limpieza de los cauces de las quebradas y esteros, adoquinando las calles principales de la ciudad, y cómo en la ciudad puerto desde el siglo pasado, 1930, ya se contaba con el Servicio de Agua Potable… Para algunos niños, fue más grato: volaban ellos con muchas gotitas de agua –una, conocida por nosotros, saltaba cerca de sus caritas– y algunos goterones, con uno más grande de guía –también conocido por nosotros–, sobre un hermoso lago, no una laguna como la del Sauzalito, rodeado de fauna y flora nativa: era el lago Embalse Peñuelas, donde justamente amarillaba todo un lado con una tupida avenida de aromos en flor, que también se distribuían por la carretera.

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UN MUNDO MUY ESPECIAL

¡Hola! ¡Guau! Soy una de “Las Niñas” Aunque alguien diga que no puedo hablar como ustedes, les contaré parte de mi vida. Sé que me entienden perfectamente porque aman a sus mascotas. Y todo ser vivo tiene voz. Como sé también que les gusta el cuento desde el principio, haré como si no fuera yo sino otro narrador quien dejará hablar a sus personajes, si es necesario. Denme un ratito, para estar con ustedes, recordando mis correrías. Y sepan que hay también y permanecerá, un cielo canino, el hermoso recuerdo que compartiremos. Comenzaré desde aquel día que, al abrir los ojos, me encontré en la puerta de un departamento. Temblaba de frío y me puse a gemir, a lo mejor venía mi madre y me alimentaba con su leche calentita, pero no, y estaba oscuro, oscuro. Llorando me dormí. Hasta que oí voces. Desperté de un salto y me enrollé, escondiendo mi cabeza. —¡Oh! ¡Carlos, ven! —¡Qué pasa!... ¡Es un cachorro, pobrecito! ¿Estará perdido? —era una voz de hombre joven. —Lo dejaron aquí, entrémoslo, está helado — manos pequeñas, muy cálidas, me tomaron y me apretaron a un cuerpo con suave olor que jamás he olvidado: lo huelo a kilómetros de distancia, incluso 45


desde acá, así los quiero. —Envolvámoslo en el chal de la Negrita, el que le hizo la abuela. Calienta un poco de leche. —Al hablar me acariciaba, sacándome la cabeza de entre mis patas. —Llenaré el biberón. Ellas no lo necesitan ya. Pásame el cachorrito. —Unas manos más grandes me acurrucaron. Abrí los ojos. —¡Mira, ya ve! Parece dálmata, con estas pintas negras, ¡cómo pueden haberlo abandonado! —y seguía acariciando mi cabeza, estirando mis patas y revisándome. —Lo dejaremos abrigadito aquí, en la logia y en la tarde lo llevamos al veterinario. Avisa a la vecina, por si lo oye gemir. Me duele el corazón dejarlo solo, igual que a la Reina y a la Negrita allá afuera —algo entendí mientras trataba de morder esa cosa, que goteaba leche, y les gemí cortadito, para que entendieran mi agradecimiento. Todavía me acuerdo. —Estamos atrasados, y no podemos faltar a la Prueba. Abrígalo bien. Apúrate. —No, mejor suelto y deja la ventana abierta para que entre aire. El que termine primero se viene acá, el otro pasa al veterinario o nos encontramos ahí. ¿Qué te parece? ¡Ay, Dios! Y qué le decimos a tus papás — ahora parecían preocupados. —Nada. Hoy es lunes, cuando lleguen el viernes, si aún está aquí lo verán por si mismos. Si se enojan es por un rato, igual lo aceptarán —así debe haber sido con mis predecesores, pienso ahora. 46


Y me quedé en ese hogar. Nunca supe ¡ni me importa! quién ni por qué me abandonaron. Lo bueno fue al final de la semana. El papá de la niña —eran estudiantes, recién casados— se quedó mudo cuando se le dijeron, porque yo estaba calladita en la caja de cartón que me arreglaron en el lavadero, y la mamá hizo un gesto de impotencia ante la adopción; me observaba con calma, entonces yo le puse «ojitos»: nos conquistamos, y eso que yo todavía no sabía hacer ninguna gracia, como dar la mano. Entonces, aprovechando su buena disposición y el silencio del papá, los dos le contaron que yo, en realidad era hembra, como las dos negritas que les habían dejado meses atrás. —Las haremos operar cuando sea la hora —habían descubierto que soy hembra, a lo mejor por eso otros me abandonaron—, como nos dijo el veterinario, los Meneses, son súper buena honda, mamá, además nos cobran por una y controlarán a las tres —dijo Carmencita. Su nombre me lo grabé igual que el de Carlos, mis padres adoptivos, desde el primer instante de nuestro encuentro, y donde sea que estemos sentiremos su calor y caricias. —Por favor, críenlas afuera, es lo único que les pido para que no se malacostumbren y tu papá no encuentre olores, saben que es fregado y no le interesan los animales, ni flores adentro de la casa, menos en un departamento. —No se preocupe, ni se notará que hay perros —aseguró mi Carlos sonriente. 47


Lo que nunca supieron los padres de Carmencita, como abuelos míos, es que los jueves en la noche, ella y Carlos se amanecían limpiando el departamento, fregando la tina de baño, porque —lo digo en secreto—, ahí mismo nos bañaban a nosotras, y tenían todas la ventanas abiertas, toda la noche. Cuando se iban a clases dejaban a la Reina y a la Negrita en el patio que se agenciaron afuera, donde pusieron las dos casitas. A mí de dejaban adentro, por ahora, decían. La Negrita era la líder. Me aceptó muy seria, pero nunca peleamos. La Reina, que era tan negra como la Negra, se distinguía por un antifaz café u oro viejo alrededor de los ojos y un par de manchas en las patas delanteras: fue mi hermana más querida; claro que era brusca y para hacer cariño, casi botaba al frotarse, ¡pero su mirada!, ya se la quisiera cualquier congénere. Ambas eran de la raza quiltro, o sea simplemente perro, en voz mapuche: autóctonas, pero grandes y lustrosas. Fuimos felices. Ah, claro que fuimos felices. Hasta los vecinos, que primero no querían nada con nosotras, nos cuidaban. Crecimos, bueno, yo no tanto, y aunque soy «quilpointers», como esos de las cacerías inglesas de zorros, parecía dálmata como los del cuento «Los 101 dálmatas», y me dejaban adentro, hasta después que se enfermó la mamá y no pudo regresar a su casa de la capital. Yo la cuidé mientras los niños, mis amos, papás o lo que sean muy míos, daban algunas pruebas de las últimas asignaturas. Parece que estuvo harto malita la mamá, por48


que durante una semana dormía y dormía; venía el médico y los niños andaban muy silenciosos. Me sacaban a correr con la Negrita y la Reina; nos llevaban amarradas, teníamos nuestros collares con nombre y dirección desde que raptaron a la Negrita. ¡Tantas anécdotas que nos pasaron! Pero esa fue una tragedia. Recuerdo que había una señora del otro edificio que decía «odio los perros». Cuando pasaba por nuestro cerco (una reja que nos hicieron en el terreno, porque el departamento hacía esquina y era primer piso) nos punzaba con un palo y una vez les tiró agua con un frasco grande: la vi por la ventana de la logia, yo me afirmaba ahí, en dos patas, para mirar y conversar con mis dos hermanas, mientras llegaban nuestros papás, Carmencita y Carlos —C y C les decíamos—. Bueno, esa vez yo lo vi todo y por suerte también la vecina. La señora mala golpeó en la cabeza a la Negrita con un palo, claro y sin decir «agua va», mi hermanita dio un salto espectacular (así aprendí yo), cayó al otro lado de la reja y sin un, guau, la persiguió, porque ella salió disparada chillando (parece que también le dio unos empujones y baboseo con el hocico). Por eso nos demandaron, es decir a C y C; tuvieron que pagar una multa, pero ganaron el juicio. No me di cuenta cómo sucedió el rapto, de la Negrita digo, pues yo pasaba adentro del departamento. Me enteré cuando llegaron los papás, o sea, un viernes. Claro, yo había visto a C y C desesperados, entrando y saliendo desde el miércoles y sus amigos también, parece que se vino todo el curso. Cómo sería 49


que olvidaron el aseo del baño. Llamaron a todas partes, a una Radioemisora local, y me acariciaban sólo de paso, yo..., calladita porque olía que algo pasaba, me fui a mi casa del lavadero —ahí me quedo hasta que me miran, entonces nadie me saca del lado de ellos—. Como decía, se juntaron aquí y alcancé a oír al papá que, entrando con bultos y paquetes, exclamó... —¡Qué pasa, por qué esas caras! —¡Raptaron a la Negrita! —Hija, cómo van a raptar a un animalito. Se habrá ido detrás de alguien. —No. La vecina dice que la metieron en una camioneta roja. —Cuándo fue eso —exclamaron los papás al mismo tiempo. —El miércoles. Desde entonces la hemos buscado por los alrededores, a toda hora, fuimos hasta a los carabineros, aquí casi lloraban; mientras uno de ellos hablaba, el otro me acariciaba para ocultar las lágrimas. —No quiero ni pensar qué le habrá pasado —dijo la mamá, y agregó—: ¿qué podemos hacer, y la Reina? —Está bien, dicen que se salió y les ladraba a los de la camioneta. Yo me quedé con la mamá y nos hicimos más amigas. Ella estaba súper preocupada, sobre todo al saber que irían por unos barrios recién formados, de ´tomas´. Pero hubo un feliz final. Llegaron con la Negrita. Flaca, sucia y triste. —Ay, pobrecita, apenas puede caminar —dijo la 50


mamá cuando Carlos la bajó de sus brazos y la puso en el living. La Negrita nos miraba a todos con una pena grande, grande, en sus ojos amarillentos. Yo le di unos lengüetazos en la cabeza y el cuello, para que viera que la quería y que le eché de menos. —Del camino internacional nos metimos por unas subidas y laberintos que no te imaginas, mamá, menos mal que no fuiste —mientras le contaba, le daba comida a la Negrita y a la Reina que había entrado también. —Pobre auto, diría yo —dijo el papá— está inmundo y todo abollado. Para qué te digo el lugar y condiciones en que la encontramos. Nos arriesgamos mucho, demasiado diría mirándolo desde aquí. —Botadita, echada ante una puerta de mediagua, apenas dijo, guau, y no pudo pararse, dijo Carlos, tembloroso todavía, porque nos cuida tanto como nos quiere. —La niña que nos llamó era de allá y nos guió, pura suerte, parecía esperarnos. Dijo que de una camioneta roja habían tirado a la Negrita en la quebrada y que ella la llevó a su casa. Cuando le vio el nombre en el collar y oyó la descripción en la radio, nos llamó: quería quedarse con ella pero «la perrita no quería comer» nos dijo. Y así estuvo unos meses, después que la recuperamos; fue la consentida y con razón. Nadie reclamó, en adelante, porque la Negrita se posesionó de la entrada del departamento el primer día que la dejaron afuera, con la Reina. Echada ahí ocupaba todo el ancho de la puerta. Los que llegaban 51


tocaban el timbre, de lado y para entrar levantaban la pierna para no pisarla, todos, hasta los papás. Eso duró como medio año, yo la miraba desde el vidrio del costado, de acuerdo con lo que decían: «pobrecita, quedó choqueada». Hay corazones buenos, de grandes y chicos, como también, malos, entiendo ya ahora, y desde entonces estuve más obediente. No me revolcaba en las mugres de la quebrada (de todo, animales muertos, caca), cuando nos llevaban a pasear y tampoco corría hasta volver con la lengua afuera. —Mejor hablo en presente, como que estuviera en ese tiempo o lugar, me sale más fácil y me siento cerca de ellos otra vez —. No ladro, no muerdo. Tampoco hago rabiar tanto al papá, que los sábados corre detrás de mí, mejor dicho, yo lo arrastro, tomado de mi cadena o correa, cuando me saca. Se anduvo enojando el otro día, cuando en la hora de almuerzo se burlaban de él, y yo calladita, con el hocico entre las patas y las orejas gachas. —Hubieras visto a tu papá —decía la mamá a Carmencita— por casualidad miré por la ventana cuando él pasó como un bólido. Me acerqué y vi que era prácticamente tirado por la Blanquita en su carrera loca. Sí, soy la Blanquita. Creo que me quiere la mamá, sobre todo desde que la acompañé en su enfermedad. Me dejaban al final del pasillo, con prohibición de moverme de allí. Desde mi lugar, observaba la puerta de su habitación en el fondo, abierta y la cama 52


al frente. Esto era en la mañana. Poco a poco me iba acercando y se encontraban nuestras miradas, hora de entrar, daba un salto, intentando subir a la cama pero obediente me devolvía e instalada en la puerta. Cumplía mi misión de acompañante. Ahí me encontraban después de almuerzo. Cuando se mejoró no dijo nada porque se me ocurrió jugar con los flecos de las butacas y se rompieron, o sea se deshicieron. Tampoco opinó cuando se admiraron de que me gustara el yogur y dejara los envases limpios. Algo sí, cuando descubrí la carne sobre la mesa, sólo un par de veces. No puedo alargar, por falta de tiempo. Es que debo juntarme con la Negrita. Ustedes saben que los canes tenemos un cielo propio donde correr o caminar cuando estamos viejitos, catorce años es cosa seria, pero ahí estaremos como antes. Yo como soy menor voy después de la Negrita, por orden. Antes, y rapidito, les contaré que fuimos y aún aquí lo somos, felices con nuestros amos-dueños, padres-humanos y los niños. Y que lo pasamos súper bien. No es tanto el tiempo que me queda. Estoy tranquila. Me hago la dormida y sigo contando. Cuando se recibieron nuestros amos-papás, se fueron a trabajar al Norte. Allá nos trasladamos con todo, como si fuera para siempre, en camión y auto, claro el mismo auto en que rescataron a la Negrita . En ese vehículo iba mi mamá, Carmencita, con los papás, y nosotras íbamos en el transporte con papá, Carlos. Como el transporte era cerrado, él llevaba la puerta semi abierta, tanto para mirar como 53


para que entrara aire y no nos ahogáramos. Él iba en un sillón que le dejaron ex profeso. No se extrañen, aprendí a hablar como ellos. Allá en el norte, tuvimos una casa grande con patio y reja alta, sólo para nosotras. A la Reina, que intentó mandar el bote, se le ocurrió que abriéramos un forado hacia los dos vecinos —era una casa esquina— la Negrita, que quedó con algo malo en la cadera, trabajó poco. Lo peor fue que el vecino quien se quejaba de nuestro concierto de ladridos, se enojó porque le destrozamos el jardín y un pez espada, que adornaba el patio de atrás de su casa. Tuvimos que ponernos serias, pero yo aprendí a saltar vallas, salía a veces por los aires y después de recorrer el barrio – me aprendí de memoria cada rincón– no tenía fuerzas para saltar al revés, además, habría tenido que entrar por donde uno de los vecinos, así es que esperaba ante la reja delantera, con la cara más humilde que podía simular, hasta que llegaban C y C. Así fue como conocí a una amiga quilterrrier, con parte de alemán, que también se quedó a vivir con nosotras. Y luego nos dejaron a una pequeñita que según decían era igual a mí cuando llegué. En lo de las primacías salí ganando, empecé a liderar y ‘le di poca’ a la Mery, como le pusieron —era algo pesadita, igual la quise y le eché de menos cuando se fue a cuidar codornices —; era una perrita loca, puro dálmata, que se le iba el día en jugar y saltar muros cuando creció. ¡Ah! Allá llegaron los papás y justo estaba la tía de los niños, la que a falta de veterinario, nos ponía las vacunas, 54


estaba curando a la Milka, allegada pateperro que se iba y volvía herida; era glotona, comía cuanto podía, aunque no se lo dieran, y al recuperarse, desaparecía, malagradecida, hasta que no volvió más. Y como todo plazo se cumple, aunque no se haya medido, nos vinimos del norte, a la capital. Pero antes de viajar, para dejar todo limpio —manía que tenían los papás de los míos—, estuvimos unos días en la casa de tía Bety, amiga de la mamá de Carmencita. No hubo planta que no mordimos ni rincón que no escarbamos. Lo pasamos harto bien. Tuvimos arrinconado al dueño de casa, un furioso foxterrier. Nos anestesiaron —la tía Mavía, que nos curaba a falta de veterinarios— y partimos en camioneta doble cabina, nosotras, el papá y Carmencita. No pensaban bajarnos. Para qué. «Dónde las vamos a pillar en el desierto, y cuándo», decían. En verdad, yo deseaba estirar las patas y mear, regar el desierto, justo en un cactus; me clavé y pegué algunos brincos; ante el grito y tironeo de la correa —no me soltaron— me inmovilicé. La verdad es que lo hice en recuerdo y respeto al papá de Carmencita, por eso de la carrera loca que lo obligaba a hacer cuando me sacaba a pasear en mi primer hogar. Además, había oído el comentario de la jauría de perros vagos en Travesía, en la línea del tren, cerca de Vallenar, así es que me quedé tranquila, yo soy hogareña, en este caso cómoda. La Reina y la Negrita ni siquiera intentaron moverse del lado de la camioneta cuando las bajaron a hacer lo suyo; la Mery dormía como un lirón, parece que le pusieron 55



doble anestesia. Nos instalamos en la capital. También fuimos felices allí y ganamos el nombre de «las Niñas«. Todo ordenado, a su hora: camas, mantas, platos de colores diferentes, caricias, conversación, caminatas amarradas. Y todo particular. No hicimos locuras —sólo ladrábamos cuando lo hacían los vecinos, y les ganábamos en el tono—. Las otras «niñas» me respetaban: si yo no empezaba a comer, ellas no lo hacían. Hasta que regresamos a nuestra zona. Reanudamos las andanzas y saltos de muros. Así que nos pusieron un guardián: el Capitán, con una cara de pastor alemán que algo le sentaba. Venía por poco tiempo y no se lo llevaban, por suerte nuestro patio era grande. Lo cuidamos muy bien, el patio digo, sobre todo en el día cuando quedábamos solas, comíamos higos, ciruelas, membrillos, uva, todo lo que alcanzábamos. Oíamos y olíamos hasta el ruido del Nissan de los abuelos, cuando venía a una cuadra de distancia. Ahí ya había niños de verdad que nos querían igual. Los cuidábamos y jugábamos con ellos, aunque nos molestaran. Yo los quiero a todos, especialmente a las pequeñas, porque alegraban aún más nuestras vidas y nos confundían con caballos: parece que demoran más en mostrar lo que aprenden, en caminar y saltar. En todo este tiempo, desde que estuvimos en su casa, en la capital, tuvimos a alguien más a quien querer, la mamá de Carlitos. Al final, iba exclusivamente por nosotras, «las niñas», nos cuidaba con cariño, pese a que tiene alergia a pelo o caspa de perros y que casi la botamos en varias ocasiones; todavía somos revoltosas y demostrativas. Me 57


estoy cambiando de un tiempo a otro. Y por fin nos fuimos a casa propia. Claro que entonces empezó a «desgranarse el choclo». Al Capitán se lo llevaron. Por fin, decíamos, pero lo echamos de menos, es bueno que haya un macho en el grupo, por el respeto. A la Mery la solicitaron para dama de compañía. C y C iban a verla todas las semanas, hasta que se escapó, qué problema y qué dolor para mis papás —no le gustó la competencia de sus congéneres que vigilaban el criadero de codornices, creo que ella quería hacerlo, a lo mejor comérselas o sólo por jugar, pobre Mery ¿qué será de ella?, por aquí no la he visto—. La buscaron con los otros dueños, igual que a la Negrita, y no fue habida: feliz debe estar haciendo de las suyas, haciendo hoyos, saltando muros y a lo mejor por aquí cerca. La Negrita, por ser mayor, se enfermó, pena me da contarlo. Ahora se puso a dormir, y luego a jugar aquí en nuestro terreno, donde viviremos para siempre. Yo, la Blanquita, que les estoy contando un poquito de nuestra buena vida, la escuché el otro día: me llamaba tan insistentemente, tanto, que seguí su rastro y me quedé con ella. No me gusta que esté sin mí —fuimos inseparables—. Ahora, nos divertimos recordando nuestras aventuras mientras esperamos que llegue la Reinita. Y, claro, desde acá miramos por siempre a nuestros C y C. No hacemos hoyos —no se puede aquí, entre las nubes— ni asustamos a nadie, sólo jugamos y nos divertimos. Somos felices en nuestro mundo especial. Y que no digan «… yo tenía seis perritos... », porque siempre nos tendrán, en el corazón. 58


CORAZÓN SIN ALMA

¡Hola! Estoy tan feliz que desearía compartirlo con ustedes. Mi alegría demoró un poco en llegar y creo que nunca más se irá. Pero se los contaré paso a paso como me sucedió. El caso es que yo soy extranjero, mas no extraño a estas tierras; ignoro cómo llegué acá y por qué estaba allí aquel día. Sólo sucedió y de ahí parte mi nueva vida. Les cuento… La primera vez que la vi me enamoré de ella. Podría decirse que la atracción fue mutua, aunque ella no lo demostró al principio. Ese día, yo estaba en la ventana, frente al parque. Ella pasó varias veces por allí. Se detuvo frente a mí. Primero me miró intensamente con ojos sorprendidos, luego, como al pasar. Transcurrió una larga semana antes de que volviera. Impaciente, la esperé ¡todos los días!, en ese rincón, detrás de la ventana. Desesperaba ya, porque mi Niña –así la llamé– no volvía. Todos me miraban, incluso algunos se detenían. Temí que me sacaran de ese lugar y, por qué no decirlo, que ella se fijara en otro. Cuando mi Niña al fin regresó, titubeó un momento antes de entrar. Presentí que estaba decidida a todo. La contemplé embelesado. Aún no sabía su nombre, pero el que le inventé iba acorde con su aspecto. Luego me hice el desentendido, como lo había hecho ella, para que no me viera muy interesado. Uno tiene 59


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su amor propio, también. Disimuladamente me escabullí, resbalando, por ocultarme un poco entre los demás que parecían tan plenos; volvía mi complejo y timidez de orfandad. Ahora su carita parecía despectiva. No me miró como lo había hecho en días anteriores, insistentemente. Observó alrededor y como al descuido me rozó con delicadeza, cual si restara importancia a su acción, y a mí. Temblé de emoción, igual que cuando la vi afuera, ¡todas esas veces!, devorándome con sus ojitos negros. Ahora que estaba a mi lado, me preocupé, y más aún, al oírla conversar con don Giusseppe. Él me miró entonces y me señaló con el dedo, moviendo negativamente la cabeza. Ella dijo, «es demasiado…». Me sentí perdido. Siguieron conversando y, por las palabras sueltas, deduje que me encontraba muy viejo y con aspecto descuidado, maltratado. Me dolió constatar eso, porque era verdad. Como don Giusseppe no estaba de acuerdo en ciertas apreciaciones (lo supuse), ella aparentó que se retiraba. Pero antes, mirándome indiferente, comprendí que interiormente me analizaba, describiendo, enumerando mis fallas y carencias. Luego…, no sé cómo, convenció al avaro don Giusseppe. ¡Y me llevó con ella! ¡Apretado a su pecho, confundido en un abrazo, (qué felicidad! Triunfalmente llegamos a su casa. Allí me exhibió orgullosa, acariciándome con sus suaves manos. Me desvistió un poco para lucirme, y yo, avergonzado al ver la desaprobación en los ojos de la familia, me sentí incómodo y decepcionado. Con mirada crítica, me examinaron por todos lados, arrugando la nariz y apretando los labios. «Está en muy malas condiciones», concluyó el pa61



dre. «¿No encontraste algo mejor»?, acotó la madre, yo había visto algo mejor para ti. Y no querían darme el visto bueno, hasta que ella, justificándome, les dijo, emocionada, que me había descubierto hacía mucho tiempo, en el parque ¡y no podría vivir sin mí! Agregó, con voz temblorosa, que también yo parecía esperarla, que deberían considerar mi importancia y mi valor, incalculable para ella, ya que lo único más urgente, y necesario, que debía hacer conmigo, era sacarme el alma y componerla o fijarla en su lugar, porque estaba buena, «sólo suelta a causa del tiempo». Entonces me asusté. Mucho era mi cariño, y estaba decidido a quedarme con ella, a entregarme, pero, (sacarme el alma! (Qué haría yo sin alma! Respirando hondo, me calmé y traté de tranquilizarme. En eso, ella agregó que me llevaría a un luthier famoso, el cual me dejaría como nuevo, aclarando mi voz (ay Dios, quería cambiar mi voz! ¡Si ni la había escuchado! Y, además, ella me compraría un estuche acolchado, porque el que yo llevaba era frío y su contacto me envejecía más; ya que yo no era viejo sino de rancia y famosa antigüedad. No necesitó argumentar más. Pese al descontento familiar, me quedé con ella. Parezco nuevo, y me siento igual a ese tiempo en que el Maestro Stradivarius me creó, sin saber que llegaría a manos de esta Niña. Ahora ella me regaló un nuevo arco, porque el otro estaba desflecado; éste es de crines de equino joven y macho, por razones obvias. Mi Niña y yo somos felices. Nos contemplamos, y ella me toca casi sin rozarme. Y mi voz actual es casi como la primera, no podría ser mejor. 63



LA GOTITA VISIONARIA

Había una vez una gotita inconformista. Cuando le tocaba caer para dar paso a sus hermanas que siempre venían tras ella, se quedaba en el portal; no le importaba que fuera del cielo, de un tejado, del vidrio de una ventana, de una botella, de un gotario, de un ojo... de donde fuera: que sí, que no, que sí que no, que ya caigo... –Sale, sale de una vez –le decían las otras. –No puedo ni quiero. No ven que estoy al revés. –Cómo, al revés. Estás tan gorda que nos atajas. –Eso mismo, gorda. Y no quiero ser gorda. Quiero escurrirme, delgada, delgada, muy delgada... –Serías entonces, vertiente. –No. Quiero ser como un hilo plateado que cuelga de la montaña. Ahora estoy colgando de mi parte más débil ¿ven cómo me columpio? –Ése es tu destino, para que puedas caer, y el nuestro también. –Por qué no nos adelgazamos y salimos todas juntas. –Adelgacémonos y salgamos al mismo tiempo, pero no pegaditas una con otra. –Bueno, ya; seremos un sinnúmero de gotitas convertidas en hilos de plata –(Eso, eso, un chorro de plata! –Gritaron las 65



otras, contagiadas con los sueños de la Gotita Visionaria. Y se pusieron a caer, caer, caer y tanto fue que se convirtieron en Lluvia Torrencial, inundaron un pequeño pueblo y no podían parar... hasta que una niña pequeña, llamada Abril, vestida con un delantal de cuadrillé rosado, se puso por delante y empapada les rogó: –Esperen un poco, por favor, miren que todavía no limpiamos canaletas, canales ni cauces, de hojas otoñales, basuras y desechos que caen adentro. –Pero, cómo, ¿que todavía no limpian? –dijo la Gotita Visionaria, que se puso delante de sus hermanas para detener su avance hasta la próxima ciudad y evitar que por el momento llegaran desde allí, al mar. –Es que todavía no llega el invierno y el año pasado no llovió, así es que no las esperábamos. Ahora están instalando redes de distribución de agua en las poblaciones marginales y en los cerros; dicen que no será necesario llevar agua en camiones aljibes. –Veo que están solucionando un gran problema, pero, por un lado ustedes son poco previsores, ¿tampoco tienen agua para beber? –Eso sí, porque somos económicos y cuidadosos, el agua que se ocupa va a las plantas o sirve para otro uso. Tampoco la dejamos correr innecesariamente y si una llave gotea, mi papá que es aficionado a la gasfitería, la arregla y no deja caer ni una gota más –las demás gotas, convertidas en Lluvia, miraron burlescas a la Gotita Visionaria que en ese momento se puso seria con eso de «no dejar caer una gota». 67


Pero bien sabía que no se trataba de ella sino del agua potable que los hombres debían cuidar. –Bueno, bueno, Abril, en premio suspenderemos nuestra carrera, aunque lo estábamos pasando muy bien ¿verdad hermanas? –dijo la Gotita Visionaria, muy ufana y creyéndose autorizada por su madre, Lluvia, agregó–, jugaremos un poco en la cordillera formando hilos plateados al salir de debajo de la nieve, y cuando empiece el invierno les visitaremos, pero a intervalos para no ahogarlos y al mismo tiempo verificar el cuidado y limpieza de todo lo relacionado con el agua que les proporcionamos... –Tú te estás ahogando con tantas palabras ¿que no ves que este pueblo está muy bien enseñado? Saben que sin nosotras no hay vida, por eso nos cuidan como tesoro. Vamos a mirar por allá donde riegan aunque nosotras faltemos. –Bueno, ya, aunque eso necesita un viaje especial, allá también hay niños conscientes del problema; ahora quiero hacerle una última pregunta a esta niña. ¿Abril, y en la casa cómo andamos? –Lo estamos pasando muy, pero muy bien, aprendimos con un maestro de la Empresa ESVAL –así se llama en esta tierra la Empresa de Agua Potable–, a mantener limpias de grasas las cañerías de la cocina y de toda la casa. Vio entonces la Gotita Visionaria que toda la gente estaba en muy buenas manos con las Empresa encargadas del agua que ella y sus hermanas en Lluvia portaban. –Nos vamos de vacaciones entonces y en junio 68


vendremos a tu pueblo feliz, dijo la Gotita Visionaria, encantada de estar de acuerdo con sus hermanas y poder hacer algo por gente tan buena que las consideraba tesoro, «a lo mejor nuestras hebras plateadas se ponen doradas cuando nos mire el sol antes de entrarse en el mar», pensó y ya se veía como hilo de oro colgando de las nubes –que ahora la llevaban a la cordillera– y después bordeando un arco iris.

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El Mago Malambruno y su caballo Clavileño

Les contaré cómo, con mis propios ojos, descubrí al Clavileño. El abuelo, mi abuelo de verdad, contaba las peripecias vividas por Sancho Panza en sus dos Salidas como escudero de Don Quijote; las que más nos atraían por divertidas, eran, El Pueblo del Rebuzno (sólo los asnos rebuznan; imaginábamos a Sancho rebuznando a todo lo que daba su voz y narices, y luego recibiendo a manos de los habitantes del pueblo del Rebuzno, una golpiza o pateadura por la imitación, que creyeron burla); el Encuentro con Dulcinea, a quien llevaba una carta de su amo Don Quijote; el episodio anterior al del Gobierno de la Ínsula Barataria, y lo que sufrió el pobre Sancho antes y después de ser Gobernador de ésa, en el castillo de un Duque con toda su corte, porque antes de asumir debió someterse a los deseos-órdenes, del noble caballero y su esposa la duquesa, quienes le convencieron de cabalgar con su amo sobre el Clavileño, además de propinarse unos miles de azotes, voluntarios, para desencantar a Dulcinea; ésta, estaba convertida en simple y común aldeana, o sea la campesina que Sancho identificó como Aldonza Lorenzo, aunque en su amor Don Quijote la siguiera viendo como Dulcinea, una hermosa y delicada princesa. 71


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El caballo Clavileño lo aportó el Mago Malambruno, se lo había quitado al Mago Merlín, enemigo declarado de Don Quijote. Nosotros, en tiempos de mi abuelo, inventamos un Clavileño en un tronco de árbol, pero no era nada de gracioso, porque mi hermano no nos dejaba cabalgar. Entonces se me ocurrió que buscaría al verdadero Clavileño. Y no lo pude encontrar. Porque entonces no me gustaba leer. Hasta que un día, después de haber visto las estampas de los caballos famosos, como Bucéfalo, Babieca, el Caballo Blanco de Napoleón, el Caballo de Troya, el Pegaso, mítico caballo con alas, Rocinante y otros... Pasado el tiempo, casi abuelo yo, me puse ojos de niño y, lo descubrí con textura y olor a muchos años y a lo mejor luego lo encontraré en un e-book. No fue por casualidad. Quería mostrárselo a ustedes, niños, antes que los hipnotice el computador, el iFone, y se vayan por las redes hacia la estratosfera a encontrarse con los extraterrestres. Sé que ustedes todavía conviven, aunque sea un poquitín, en el mundo de magos, brujos, vampiros, y a lo mejor con ángeles que de verdad existen… y también creen en personajes súper extraños y horribles, robóticos, y en esos aventureros modernos que pueden irse al pasado o al futuro, extraterrestres o seres de otras galaxias y, por qué no, en esos cuánticos de otras dimensiones que andan cerca o al lado de nosotros. Ahí va la historia. Me he demorado un poco, pero es muy corta. 73


Estaba Sancho con su señor don Quijote, disfrutando, muy bien atendidos, en el castillo de los duques, cuando conocieron la triste historia de las damas de compañía de la duquesa: el malvado Mago Malambruno les había echado un maleficio o encantamiento: les crecieron barbas, y éstas sólo se caerían cuando un caballero y su escudero cabalgaran en su caballo de madera, Clavileño, que él, como dueño y Mago, enviaría para que los llevara hasta el reino de Candaya a deshacer el hechizo. Este caballo que en realidad se llamaba Clavileño el Alígero, nombre que le venía por ser de madera, con una clavija en la frente y la ligereza al caminar, obedecía a la presión de la clavija: «le sirve de freno y vuela por aire con tanta ligereza, que parece que los mismos diablos lo llevan», decía la dama, «y es lo bueno que tal caballo, ni come, ni duerme, ni gasta herraduras, y lleva un portante por los aires sin tener alas», agregó, para convencer a Sancho que acompañara en ese viaje a su señor. Pero Sancho dijo «No pienso acompañar a mi señor en tan largo viaje, puede ir solo. Yo me quedaré aquí acompañando a mi señora la duquesa» Don Quijote lo miró con desaprobación, pensando que a estas alturas su simple escudero estaba muy independiente, en ese momento Sancho agregó: «Cuando vuestra merced regrese yo me habré dado muchos azotes para ayudar a desencantar a la señora Dulcinea». Y así estuvieron, que sí, que no, hablando el duque, la duquesa, las damas barbudas muy afligidas y don Quijote, hasta que éste dijo: «…Sancho hará lo 74


que yo le mandare, ya viniese Clavileño, y ya me viese con Malambruno; que yo sé que no habrá navaja que con más facilidad rapase a vuestras mercedes, como mi espada raparía de los hombros la cabeza de Malambruno…». Lloraban las damas barbudas, rogando porque Malambruno mandase su caballo Clavileño, montaran don Quijote y Sancho, y así ellas librarse del maleficio. Tanto fue el llanto que hasta el duque parecía emocionado. Y en eso, aparecieron en el jardín cuatro indígenas que traían sobre sus hombros un gran caballo de madera. Lo pusieron en el suelo y uno de ellos indicó: «Suba sobre esta máquina el caballero, y ocupe las ancas el escudero, y fíense del valeroso Malambruno. Y no hay más que torcer esta clavija del cuello y él los llevará por los aires; antes deben cubrirse los ojos, hasta que el caballo relinche, y será señal de haber dado fin al viaje». Y empezó, otra vez la porfía de Sancho que veía con malos ojos la dureza de las ancas de Clavileño. Pero al fin, ante la promesa de ser gobernador de la ínsula, al regreso, y no darse los tres mil azotes para que se desencantara Dulcinea, dijo: «Bueno, ya». Por turno montaron: primero don Quijote con los ojos vendados, luego Sancho, igual y bien aferrado a la cintura de su señor. Todos los demás, rodeándolos en el jardín, los animaban vívamente. Y así, trummm, crassshhh, de repente los empujó algo, y otra vez, como petardos, truenos, viento y se calentaba el aire alrededor de los dos. Se admiraba Sancho de ir tan lejos y alto, oyendo eso y aún las voces, y lo que su señor, le decía: no apretarlo tanto 75



que se caerían y que iban viento en popa, pasando la primera región, cerca ya de la segunda, de viento y granizo, truenos y relámpagos, y que llegaban a la región del fuego. Y claro, el calor a su alrededor era insoportable, hasta sentían chamuscarse el pelo. En eso, con un estruendo y más extraños ruidos, voló por los aires el Clavileño, de verdad, al reventarse cohetes tronadores que estaban bajo su cola, y cayeron los jinetes al jardín, ahora vacío de las damas barbudas, pero los demás quedaron desparramados en el suelo. Para los que deseaban divertirse con esta broma, porque fue una broma macabra, los duques y todos sus empleados, les salió todo lo contrario. Para el corazón bondadoso, leal y justo de don Quijote, no había duda que en algo había ayudado a esas personas, aunque fuera para que se alegraran un rato en ese tremendo castillo, tan rico, oscuro y solitario. Porque fue una mala broma que quisieron gastarles por su credulidad e idealismo, de ver todo por el lado bueno y ayudar al prójimo. Aquí los burladores fueron burlados. Sancho, respondiendo después a la duquesa acerca de lo que había visto en el viaje, le dijo que miraba por un lado de la venda y habían pasado volando por varias regiones, la del fuego fue la más larga, y que vio muchas cosas, porque volaban por encantamiento y que, por encantamiento podía divisar la tierra, los hombres y que, hasta estuvo en una constelación, en Las Pléyades, donde se apeó un rato de Clavileño que ni se movió del lugar, y que jugó con unas cabritas entre las flores. Ante eso preguntaron los duques a don Quijote, 77


qué decía él a esto: «Como estas cosas y estos tales sucesos van fuera del orden natural, no es mucho que Sancho diga lo que dice… o Sancho miente o Sancho sueña». Y es cierto, digo yo, cómo sabemos acaso es verdad lo que oyeron, vivieron y vieron, el caballero y su escudero, si de las damas barbudas nunca más se supo, tampoco del mago Malambruno; Sancho fue Gobernador de la Ínsula, y el Clavileño, que tiene vida propia, sigue allí.

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