El puñal

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EL PUÑAL Por Federico Parisi


Parte I I Rosario siempre fue la ciudad de la gente que habla sola, una ciudad donde todos murmuran, todos miran y pocos tocan. Por eso que todo en regla parece estar en la vereda, en la calle, cuando se encuentra caminando en círculo a las presas sin temer hacer el ridículo con cuerpos duros de una sola pieza. Pero en el rápido murmullo, discurso esotérico y huidizo, no son frases las que escucho ni vocablos como los míos y es entonces que del tumulto se desprende una intuición. Al principio nos pensamos astutos, con el paso de las horas corroídos, porque todos estaban resolutos a resistir el acuciante asedio. Pero de mañana, en el desayuno o arropados juntos en la cama aparecía otro en el oscuro, aparecía otro de la nada. Se ahogaban en platos de comida, se ahogaban con el agua del bidet, incendiados en la cocina o dentro de sus automóviles. Y de cualquier modo morían porque se volvían inútiles. Avenidas cubiertas de sus cuerpos o talvez resguardados por rejas deglutían el mundo de lejos en los zaguanes y portales de cerca mientras camiones de color gris añejo


con hombres de barbijo demuestran aseo al cremar padres, hijos y nietos. Sellamos las puertas, también las ventanas y sólo hablábamos por teléfono. Aún la vida continuaba en los bares y cafés abiertos que a pesar de las persianas bajas eran mirados también de lejos con recelo, con añoranza de las vidas perdidas en el recuento de tres días y miles de cuerpos. Pronto llegarían las restricciones, por radio, televisión e Internet; sólo estaba permitida la noche y evitar el contacto con la gente. Es por eso que unos pocos caminábamos las calles seguros con las manos en los bolsillos rotos de tanto amasarlos con los puños. Cuando nos cruzábamos con ellos exhalaban un blanco humo, visible por el maldito invierno, nos preguntábamos como aún no detenían su sacudir violento siquiera en el incesante rasguño de las bolsas de basura en los cestos, llamados por el olor en sus narices como la mosca por el excremento. Entre los altos edificios del centro, en alguna hora de la madrugada, se podían oír los gritos de terror de señoras espantadas por un idiota que cometió el error de comer podrida la naranja. Mirábamos la televisión con ansias de hallar idiotas en otra ciudad pero la incomprensible providencia no dejó más lugar a dudas, algo pasó en Rosario ese día. Sería este contagio la causa de la sangre corriendo en la vereda, la sangre vertida por Helena. Fue contra su acción violenta que su estómago, con un cuchillo, atravesó en legítima defensa lo que no parecía más que un niño en la persiana de una vidriera, apoyado, con un transpirar fino que le empapaba la camiseta y el pecho convulso de desatino.


“Yo no quería, es sólo que ella…”, repetía lleno de pánico no temeroso de mis querellas más de lo que queda en el silencio. Por causa desconocida los idiotas eran bestias, animales violentos y la cláusula primera ahora presentaba dos terribles derroteros: el riesgo nocturno de la carroña o el riesgo diurno del contagio bajo un Sol estival que evapora en nuestro ágil imaginario, algo, en el aire, alguna cosa, por la que nos sentimos cubiertos, sucios, que no se quita con el baño y nos obliga a dormirnos sentados, talvez recostados, atentos y sin quitarnos los barbijos. Por eso daba gracias de vivir solo y maldecía la muerte de Helena. Junto al Parque Independencia, como el Parque España, en las escalinatas, en las rejillas, en las fuentes y en las barandas, más sangre se derramaría si es que no estaba derramada. Tras unos pocos días de angustia escuché su voz en una llamada, la voz de Tomás Uriarte suponía la esperanza de la hermandad. II Al descender en Buenos Aires la extrañeza luminosa de sus armas cargadas y firmes apuntando a la puerta del transporte y otros tantos que corren libres con largos palos y filosas cuchillas a cualquier anuncio de nuestro origen en las plazas, en todas las terminales, quebrando cristales en nuestras narices explotando sobre nuestras ropas como dolorosas cicatrices en estigma de nuestra calidad de enfermos infelices en tierras hermanas pero inhóspitas. Escudados por dudosos policías llegué a un sucio banco de Retiro desde el que Tomás con una sonrisa


me esperaba como a un leproso, cubierto con una blanca túnica en medio de un extenso bosque, pendiendo de mí una campanilla que crisparía los pelos de cualquiera. “Tenemos que dirigirnos al norte, la enfermedad llegará en momentos. Nos aseguraremos dónde durante el largo viaje por la costa” dijo Tomás asegurándose de que alguien cargara mis valijas camino a su auto, dirigiéndome a modo de pequeño preludio de otras próximas intenciones. Al atravesar el gigantesco portal de la blanca casona de Tigre Marcela nos esperaba con rozas presas en sus dedos enlazados como una divina madonna, con la gracia vertida sobre su pelo, sobre dos pupilas que no me perdonan pues ven en cada uno de mis retornos la infección de sus carnes rotas simplemente por el paso del tiempo. Y en cada viaje a Rosario parecía recomponerlas a base de un extraño ungüento que decidió llamar “esperanza”. Aún al bajar del coche, frío y distante me acerqué a ella sin poder alzar la vista del vestido celeste y claro como el cielo con otros tonos del estío, flores rojas y verdes hojas y un marrón del ancho río que corre a las orillas de mi ciudad para con otros tantos, fundido, llegar constreñido a cortar sus lazos, liberando bajo su vestido una brisa que la hace bailar aún dentro de un velorio, ahora y en otros momentos. Al separarse sus labios, una voz ronca, seca, llena de tabaco en el aire tomó una forma atroz que llegó lentamente a mi oreja “Talvez este delirante ya te contó lo que piensa de ir al norte. No entiendo porqué no ir a lo nuestro entre unos Tapes y Comechingones”.


Pero en mí no estaba el ánimo para responder a sus ironías solamente mordí mi labio y torne los ojos a un costado. Sin preocuparme del eterno vacío abandoné el cruce de su mirada. En la puerta a Tomás me dirigí “creo que necesito descansar”, temiendo en sueños encontrarla con esperanzas de nunca despertar. III La oscuridad se posa segura, de negra seda sabida su textura. imposible saber cuán inseguras sus fibras semejan la musculatura. Cuando en la oscura y fría boquera la luna sus encantos entrega los pies duelen de noches húmedas y el invierno es primavera. Sobre el piso de pulidos cristales el disco se multiplica por mitades. las mitades se estilizan, se evidencian, como el aire cargado, se condensan. Se dispersan las sábanas de seda roja formadas del mismo aire que manipulan. En el ondear reducen en miembros, se unen en el más hermoso de los cuerpos. La mitad perfecta, el abdomen duele, seda roja o negra. Resulta terrible. Entonces en el espejo la presencia ineludible de dos ojos, férrica. La sábana se espesa, líquida. Sangre y luz celestial sobre el cristal, descompuesta, se expande, tiñe las paredes. Corazón, pecho y paredes se contraen. El cuerpo es confortado, mientras, con las suavidades de las sedas. Los pies, con paso seguro, corren por la sangre cuajada cual vino dulce, aunque en el fondo tan amargo. Cerca del ventanal el primer encanto. Huelo su cabello de canela y oro, las pupilas nacaradas en sus ojos. Un ruido, un susurro, mi nombre. Tomo sus muñecas sobre el borde, en el ventanal me aferro a sus tobillos, escalo su cuerpo cuidando sus costillas.


Porque me conocen, fanales aquellas, las he de cubrir y probar su destreza. En seda blanca se confunde con nubes mientras su larga cola golpea las flores que habían de esperar por aquel instante cuando su perfume, el agua de rosas, nace, inspirador de Aglae, Talía y Eufrosina en su alta gracia, cuando Clío y Euterpe usurpan de las dos primeras, en cuadro, su lugar. El perfume se transforma, invisible en femenino encanto y canto sublime: “En la pradera azul, verde y blanca a las flores de primavera su endemoniado cantar deshoja cual vez primera. Flor que te escondes detrás de la pradera, buscando lo que crees, encontrar lo que quisieras.” Liberar su mirada para ver a febo con su luz de retorno dominar el cielo. Con ella domina las nubes, las deforma, juega hasta lograr jirones de seda roja que no tan suaves como otrora de mi cuello el aire han de robar, al menos lo poco que de él queda. Y cuando en la noche he de voltear hacia ese sentimiento tan humano, con el que todas las noches he surcado o sueño surcar el vasto cielo, memoro su poder y fuerza, mi apremio. El asombro, mi fascinación es la respuesta, la sumisión a nuestro ser, ajena. Las sensaciones confinadas se confunden, los sentimientos, todos, se pervierten, la objetiva mente se subyuga, se pierde el aire, la cordura. Frente a la melodía de las musas, las rosas, su esencia y su agua, el amor contempla. VI Oyendo risas abrí los fuelles para encontrar tres sombras dispares bailando entre las pérgolas enfrente y la alta figura de Tomás. Una risa como el canto matinal


de bestia que más semeja un ángel alado, desconocedor del caminar y sus telas como las piernas flotan lentamente, se desprenden y culminan en la desnudez, no del cuerpo, de su voz. Helena cantaba y yo acudía. Pero no fue ella sino otra mujer la que cantaba tales melodías, otra mujer de rubios cabellos que al correrse las gruesas cortinas se vio descubierta sin intención. Luego de posar sobre mí sus pupilas volteó de nuevo su mirada, mostrándome su otra mejilla, a contraluz, empapada de afán, junto a las otras compañías . Se alzó una copa en el oscuro y dijo Tomás “Alcen velas al día”. Pues entonces entendí el sentido de aquellas rozas en sus manos frías como las que atraen a las abejas pero desde el tallo están podridas y a las moscas esperan en invierno. Los pétalos caídos decían: “Aquí moriste, Andrés Uriarte”.


Parte II Luz encendida en la oscuridad consumiendo el desatino de la humedad que nos apresa mientras arribamos a destino. Un pensamiento, los demás se deslizan como aquél ya lejano racimo y es el nombre de una profecía tras dos semanas sobre la embarcación Debo admitir que al llegar al puerto sentí el alivio que los idiotas ni pudieron disfrutar, ya muertos, semejante a un cuerpo que confronta, se desploma seco en el suelo mientras en sus labios se esboza una sonrisa de simple deseo luego del pasado que sólo fue broma. Todavía en pié quedábamos cinco, terriblemente cansados, tambaleantes, que nos adentramos en un bar muy sucio donde flotaban el jazz y los ases, y un negro sentado en un rincón con una guitarra y otros disfraces combinados con una espesa loción atrayéndonos con dedo y arrastre. Con un sombrero de alas redondas inclinado sobre su ceño pantalón negro, camisa roja y su barbilla mirando el techo, vimos el humo gris salir de su boca entre los dientes blancos y fue eso lo que nos sentó en cinco sillas rotas a escuchar el batir del aire denso. Es este humo el que ascendía


permaneciendo acaudalado, pegado al techo, allí, encima, cayendo espeso, mezclado como una cálida llovizna de maloliente y barato tabaco entre luces color ámbar, más que prisma una pared o tablero de trazos. De la guitarra en su falda, de un simple color marrón claro, un halo batiéndose expiraba de alguna manera configurando una zonda insensible que drenaba la emoción y sentimientos del cantor, llenando poco a poco nuestras almas como el dedo en la cuerda, tensa. En un momento pareció dejarla pero como buen jugador de póker mientras sigilosamente rasgaba las cuerdas con dedos veloces colocó sus cuadradas gafas para hacernos sentir atroces con nuestras inquisidoras miradas, de expectativas allí reflejadas. El negro así cantaba en francés con voz profunda, repasando las erres, representando todos los desmanes de una garganta vomitando seres que irreverentes en su boca nacen del, más que humo, sulfuro entre dientes. Aún así me parecieron reales y de alcohol todas sus redes: “Je ne me souviens pas toujours de toi, mon amour, quand je vais chez autres mais je pense de ça a chaque foi surtout à minuit, dans ma chambre, de cet amour que n’est pas là que a tendrement ouverte la porte Je me souviens cette foi, aujourd’hui mon amour est autre“ Talvez por efecto del alcohol, talvez por pasada la una, juro que del reloj una voz, junto con el girar de las agujas, me convencía de bajar al piso las insípidas y frías suelas


de unos tristes zapatos moviéndose con una música nueva. Mis zapatos seguían el ritmo y mis hombros la melodía, los dedos del negro el tiempo y el vodka la melancolía, los cuerpos creaban el espacio y las voces la historia. Fue entonces que el negro dijo: “Tengo para contarles una mentira”.

Parte III I Sobre gigantescas rocas color verde las aguas con su fuerza imponente nos empujaban a los miembros perdidos a lo largo de un zigzagueante río, lecho que corre ante nuestros ojos en detalles y peces profuso, que se acercan al bote pavorosos, tan admirados como nosotros. En la costa observábamos llenos de pánico, en arrebatos, aunque las palabras excedan la forma, la tribu y sus negras figuras, balanceándose entre los árboles, con herramientas abriéndose el paso en la oscura extensión, irreconocibles en forma y función, derribando todo en su camino, especialmente nuestro ánimo, el de encontrarnos entre salvajes con lengua de gritos guturales. Un escape cerca de lo imposible, el único camino realizable sin guía es aquel de ida, destino del cual nadie sabía. El final de tan angosto río en los gestos de los nativos resultaba tan transparente, algo semejante a la muerte. De regreso atravesaríamos la maleza como suponíamos


lo estarían haciendo ellos en aquel desventurado momento. Entonces consistiera su ventaja en una presta encrucijada. Mi lámpara fue su mejor señuelo, objeto de recuerdos y pensamientos, la guía de la pluma con la que escribo para otros dulces oídos mentados a enlazar mí retorno a mis angustias, a mis motivos, para abandonar la Isle de Salut hacia la costa y río adentro. Escuchamos los relatos del negro con crédulos y desafiantes oídos, latir de corazones apresurados apaciguándose a cada paso, cada metro de la corriente, húmeda más que suficiente, al hablar de danzas y sacrificios del fluir de sangre y cánticos, de una mujer blanca que excitaba sus venas y convulsas almas. Todos rieron, por supuesto, pero evitar el pensamiento de ser el único que vio en el brillo de sus ojos el constante peligro resulta inquietante e imposible como las lámparas ciegas en la noche, por su claro concejo extintas. Bajo amenaza de copiosa lluvia, el mismo negro cielo que cubrió de la blanca luz nuestra embarcación es un probable enemigo o un fortuito encubridor. Compelidos a atravesar la noche por aquel somnífero roce de las aguas al anochecer, abandonarnos, dejarnos convencer por estos hombres en su adolescencia no es cuestión de conveniencias, es cuestión de la disposición moral de aquellos que jalan la soga. Atentos a sus ojos por las líneas bajo sus pestañas, sobre sus cejas, desiguales pero certeras que al unirse con la tercera, trazada suave y diagonalmente, espesas y oscuras desaparecen, se diluyen entre otros rasgos, en la noche, en el ocaso.


Tomás Uriarte citó la aventura, Antropólogo falto de cordura que nos arrastró hacia el abismo con vanas promesas para decirnos que el viaje al infierno de sulfuro era doloroso pero seguro. Mentiras no me ha dicho a mí solo, pues a mi lado están los otros como el ingenuo Julián Barbarosa o el ingenioso Fausto Aranda, la bella y blanquísima Sophie Gassión, útil en la comunicación como hablante nativa del francés. En cuanto al que escribe aquí, Andrés, cuento mi actividad de historiador y poeta para la descripción de las afrentas que El Antropólogo mi hermano, todo lo vernáculo atravesó para mostrar a las mentes occidentales pasado y presente de aquellos únicos testigos, los silenciosos pobladores negros que conservan sus anécdotas, creencias, a los europeos discretas, solapados en sus comportamientos desafiantemente jocosos, riendo. El posicionamiento global fue revisado debajo de la lona puesta sobre el pequeño bote, suficientemente ancho para poder acostarnos cómodamente mientras revisábamos diferentes estudios, planos y tareas con una precaria linterna y que la tribu no sospechara de nuestra vigilia indeseada. Barbarosa y Aranda convencían, conversaban, de algo sin importancia con la siempre perceptible intención de despertar el interés, la imaginación, de Tomás en sueños por un par de ratos sin saber que nosotros sabíamos porque, ¿Cómo saberlo? No lo sabía porque él también la intención tenía de crepitar entre nosotros en divagaciones y silencios, con ternura, mirando a Gassión como si fuese un juguetito y articulaba “Yo digo eso, el decimonónico aventón


llevó a tener el mundo, un grano, en el centro de la palma de la mano”. Pero aún así Tomás no lograba explicar, en esta región de ultramar, en la Era de las comunicaciones y las maravillosas inyecciones los términos en que yo hablar escucho de “señales, travesías y conjuros”. ¿Será que hoy piensa que no necesito explicación porque la pócima es una cápsula que se empaqueta? ¿Será el recuerdo de tropas francesas que caían duras en la costa abrazadas por la muerte y sus ropas? La noche argentina roza las once, sin poder conciliar el sueño, entonces, silenciosos y cuidadosos los dedos hacia fuera, solos, por una bocanada, una imagen, que convenza el pecho y revalce. Sentí la mano de Tomás. “Nos verán”, dijo con sorpresa sincera. La cara estupefacta de Gassión al final del bote y pequeños, con la luz amarilla en su mejilla y la luz blanca de la pantalla chica, los ojos dilatados y vidriosos que condicen su balbucear sonoro, “La luz”. Y tras unos segundos la aclaración “Una vez apagada, la ilusión de retornar su fulgor será vana hasta elevarse la mañana” El silencio lo comprendió todo, a decir verdad comprendió lo que sólo yo pensé y vuelvo a elaborar. Sería imposible conectar los cables enlazados sin interruptor de la batería al foco, sin pulso y en la absoluta oscuridad. Uno piensa y la cabeza gira “No se te ocurrió pensar que…”, cínico tuteo que nunca es recíproco. Piensa pero no dice, porque Barbarosa y Aranda sobre el regazo barajan y destajan con impertinente discordancia cartas, apostando el asunto, la cuestión, lejanos a la especulación. Gassión, demasiado lejana de aquel dios en harapos y con un papel.


Tomás como Dios en el séptimo día, para comprender la intriga, y un papel extremadamente blanco, en calidad visiblemente malo, dentro del bolsillo de su camisa. Con un brazo tomando mis rodillas, el otro siguió incorporándose, fingiendo, mirando el fondo del bote. Un poema, garabateado apenas sobre una cuadrada servilleta: Rimas en un francés profundo, paradójicamente agudo. La dulce Sophie con el rubor en pómulos y rostro de blanco color esperaba no me diera cuenta de aquello que Tomás me ocultaba. Pero, ¿Cómo podría culparlo si me culpo y no puedo evitarlo? Culpa por la muerte de Helena y de la que todos se dan cuenta, culpa por encontrarme lejos desde cerca, y se acerca el miedo. ¡Oh! Dios sabe, el amor es efímero, a pesar que resta el hondo cariño por aquella mujer que lo espera, mas del cigarrillo el humo aspira reclamando su alma y con el paso de los años torna azul su corazón cianótico, vuelve sus labios ácidos buscando algo grande en un plácido whisky añejo y la brisa estival tras el ventanal, talvez la eternidad. II Sacudir de la maleza en la costa. Debajo del toldo la corriente, una fotografía negra y roja. “Vamos a morir y no lo presienten. Vamos a morir, lo sé, lo merecemos.” No eran mis causas suicidas, no era el odio contra la vida. Era la desinencia lógica a la conjugación de circunstancias Son momentos válidos aquellos, descubriendo la carne a contraluz atravesándome los dedos, el momento del niño y su luz


que para Marcella son on the rocks. Dos semánticas para dos sujetos y la luz se transforma en verdad. Todo, entonces, era rojo y negro. Tomás reclamando su poema, “Es la primera que cantó el negro”. Dijo “¿Te acordás, la canción del bar? No tengo obligación de contártelo”. Indicó el bolsillo de su camisa. “Cuando estábamos en el bar ayer tomó notas. Está enamorada” Poniendo la mano derecha abierta y extensa sobre su pecho. Descuidado, volví a observar el exterior, volví al recuerdo. La noche que Helena murió ya cerca. Caminando por Boulevard Oroño, era domingo, era invierno, y sin embargo parecía otoño deslizándome por bares desiertos más recurrentes que el pensamiento. Una corriente lenta y dolorosa me llevaba a su puerta a decirle que el amor en mí se evapora cual esencia evanescente. Oroño y San Luis, un cielo púrpura. Porque era mi día por semana, Helena era el zorro, la costumbre, también mi roza roja engalanada. Pero a cada instante se descubre, de rulos y satén yo la quería. Dije a Tomás “Están ahí afuera y lo que traman no es nada lindo”, excitado “Mierda ¿Te das cuenta?”. Sólo respondió “No seas paranoico”. Los otros tres nos miraban de reojo. Insistió Tomás “Nos quieren llevar a ver su sacrificio y nada más”. Respondí “Y te van a llevar, al espiedo los ojos te van a brillar”. El desconcierto de sus obras.


Marcella ¿Por qué Marcella? Intriga. El momento desafortunado pero también sus labios de nicotina, en su boca, su saliva, el amargo que hacía fruncir el ceño. En un lento camino al estómago, invocando la descompostura, antes que con Tomás hiciera el pago y escupiera el amargo que dura y oscurece la muerte de Helena. El paso lento aminoraba cerca de Santa Fe y Alvear. La puerta de casa a media cuadra. “Todos habitan la región costera. En verdad talvez no superen el millón”. Barbarosa hacía eco del Atlas que sostiene su cabeza y de su gran conocimiento al que le cuesta sostener la pesa estimulando mi añoranza. Llovería en cualquier momento, la primera gota corrió por mi frente mas en la noche, en aquel trayecto, algo trabó mi empeine, tropecé. Su muerte no fue ni sintética ni limpia. Las piernas en dirección a la espalda y las manos sobre la herida, la sangre el sweater empapaba, suelo y rostro una materia fría. Así, sus ojos esperaban la lluvia. Tomás devuelto al mundo onírico, el mazo derribado sobre la falda de Barbarosa y Aranda dormidos, Gassión me miró como una pizarra. Debajo de sus cristales el éter. De cualquier manera Marcella sabía de la proclividad de Tomás, aún de su decreciente capacidad respecto de las mujeres hermosas. El ruido en la costa se detuvo. Luego de vender sus comisuras ella se agazapaba atrapando,


esperando, en su regazo que nunca, sin fuerzas, despertaran del drenado de todos sus corporales fluidos. Una luz. Metros delante del camino, indistinguible de otras refracciones, comenzaron los primeros destellos de un creciente fulgor en dirección contraria a la corriente que en la costa se detiene e inmóvil allí permanece. Mí mentón, de la embarcación, al borde y mi rostro en el aire húmedo. La inhalación resultaba en goce, bajo el toldo encontraba sosiego. El ruido que anuncia y la luz muere. El reanudamiento de la caminata de los guías de la tribu quienes, con sus irreconocibles armas, harían contemporánea la intriga y el instinto de supervivencia. No eran mis causas suicidas, no era el odio contra la vida. Era la desinencia lógica a la conjugación de circunstancias Los ojos cayeron a su encuentro y retuve el corazón con los dientes. El agua lavó su sangre, su cabello y todo rastro de vida sin suerte que corrió talvez hacia algún desagüe. Condolencias bastan y llamadas sobran se escuchan ecos de voces lejanas con preguntas que no se comprenden, rotas y no te ven esperando verte pasar para indicarte penitente. “Señor Uriarte”, todos acudimos lentamente al llamado de Sophie, “El GPS está encendido y la pantalla en blanco sigue”. “¿Talvez un problema eléctrico?”, dije. O que es el año dos mil veintinueve y nadie se ha preocupado de registrar, probablemente


el extremo interno, aislado, de la ignota Guyana Francesa. “No puedo ver otro mapa tampoco”. Excitó entonces mi intelecto avanzar hacia la pérdida del todo, un latinoamericano Leteo. Tonto de mí, solo por minutos, horas. Paradoja, el miedo a la ciudad es el miedo a los insectos, móviles simples orgánica cordura, como la lógica del hambre y la miel. Es el miedo a la noche de polillas. “No debemos tener miedo”, dijo Tomás, “y vos Andrés, subí esa mandíbula”. “Es que tiene razón”, dijo Barbarosa, “porque bien nos viene a la fortuna el contar con varios testigos” Aunque debía gozar cada instante exacerbando con vehemencia la magnética imponderable en las palabras y su cadencia no me estuvo permitido. La premeditada sintaxis y tiempos, incomprensibles, se agudizaban al comprender lo que pueden hacernos “Se preocupan por lo que no va a pasar, no tiene porqué suceder”, dijo Tomás. No me estuvo permitido porque el agua se estaba moviendo. “¿Ahora qué te pasa a vos?, escuché. Yo sólo pude decir “Están viniendo”. III “¿Quiénes?”, preguntó Aranda, insistió Tomás. Todos abalanzándonos al borde alteramos la estabilidad del bote “¡Los indios, están entrando al agua!” Espaldas curvas y piernas de antílope en una procesión de cuerpos negros que la celeste luz de la luna delineó, ahora intermitente entre las nubes.


Con mis argumentos convincentes, Tomás descendía su cuerpo al nivel del río hacia la costa se hacía líquido con los otros tres de forma sigilosa. Es o son la vasoconstricción, el corazón y los músculos inundándose de sangre carrera de pies tratando de atajarse en la oscuridad del sin-razón Con la premisa de eludir la muerte, de prolongar un poco más el tiempo, nuestra ausencia bajo el apremio: el agua no detendría nuestra suerte. En el epicentro nocturno el jadear, exhalación de aliento caliente, regresa a la boca húmeda corriente, preludio de tormenta, silencio ventoso. Jugamos como chicos a la mancha, de repente algo cambia, todos te miran, simbólicamente el proto-agonista, el enfermo animal de la manada. Esperamos que se abriera el cielo y en línea recta emprendimos la vuelta, deberíamos volver a la orilla temiendo la luz que antes encendieron. Los pasos de Sophie por la arena recuerdan las caminatas de los domingos aquel día bisagra después del principio sostenido por lazos empeñados en eternizar las horas al crepúsculo, a la noche, en que todo es diferente reteniendo los minutos simbólicamente con cada fibra, con cada músculo. Recorriendo el camino contrario al agua, a la corriente, a la masa, Tomás miraba esos pasos, recelaba la realidad, escudo del pensamiento. Como el esclavista y su rebenque, el que controla los contactos visuales, las tomas de mano, los efectos reales, es la forma en que el control se ejerce. Pero es frente al poder de los otros


que se pierde la ingenua sorpresa, que abre las opciones y se presenta en diversas formas, una sin rostro. El aventón decimonónico no sólo llevó el mundo a la palma de la mano, también el cuerpo y por último el paso a desgarrarnos la moralidad, el control. Si todavía no girara la ruleta ni rodase ese primer paso, el dado hasta dónde hubiese yo llegado al proteger de este sueño a Helena Helena recuperada, restaurada por el amor puerco al que dio de comer y al buscar un sentido cien años después es ella releída y repensada. Un sonido. Ecos. Debieron estar cerca. Al grupo lo unía esa suposición, la conciencia de constituir un peligro entre otros que no puedo evitar pensar. Pensar que estos viajes son el alimento de un inmenso caldero del sentido que, expectante, lentamente giro por encontrar el último elemento. Bajo la luz de la luna, otras diversas. Sophie, tan blanca y perdida en el cielo busca la daga clavada en pecho y que dice “Estás llegando al encuentro”. Aquí no es necesaria la inferencia pues sobran los mediadores físicos e imponderables fluidos químicos inventan, fabrican, ilusiones eternas. Verá en París, recordando. Yo, en Rosario. No es la elucidación del destino, tan sólo reconocer el sentido, de que su encuentro no es el mío. IV Amor y muerte, un mismo puñal que pasamos de mano en mano y quiero saber quién ha usado. Luces, el rostro empalideció


de un modo cadavérico aún así ruborizados por los tonos anaranjados provenientes de las lejanas, voraces e insaciables llamas. Frente a nosotros un follaje de cientos de cuerpos danzantes con sonidos de tiempos dispersos que nuestro oído europeo percibía de lo más extraño, un jazz nativo-americano. Imprudentes a la cercanía de un objeto que adquiría voz propia y con ella clamaba. Respondiendo a sus llamados como atrayente magneto articulando nuestros cuerpos en el lenguaje de los miembros, buscando, la tribu alrededor, una prueba más convincente de nuestro ahora, del presente. Desconocedores del objeto, despreocupados de lo ajeno, ellos y nosotros en continuo acercamiento al gran fulgor. Ecce hommo, la cara del negro que llevó a cabo el arreglo como en el bar, con su guitarra: rostro sin vida, cara quemada, el sentimiento de la pérdida porque paga el que invita. Continuaron su baila en trance, rebanaron, asadas, sus carnes a pesar de baba y lágrimas en mis ojos, en mis mejillas, y en la alineación cósmica decidieron conservar mi vida.

Parte IV Me rehusaba a la creencia que todo ello fuese consecuencia, para expresar nuestra presencia, de algún cordel, de algún lazo a través de tiempo y espacio aún acercándose al ardor,


a la inmensa pila de fuego. Pero en cualquiera de los casos aquel puñal que pasamos de mano en las nuestras había estado, en el más inolvidable crimen, en la más inolvidable muerte que con su boca tiesa al este no dirá “fue un asesinato”. El anochecer se embebía de la magia índigo, la verdad mitad mentira de la claridad que nos llena de vida y posa un espejo en el cielo rosa tras el amanecer y las horas, inventando de la nada el mar. Entonces sus ojos nos seguían, cada paso sobre la arena, a la continuación de la prueba, en la rapidez de las pisadas, en el estupor, en sus quijadas, atravesándonos, ya heladas, aquí, en esta zona tropical. Sensación de la tribu en movimiento, al bosque, tras el pastizal su dirección y fugaces en el alejamiento. Figura eternamente blanca posó su mano en mi hombro y giró su rostro a mi encuentro, con sus vacíos ojos buscaba los míos. Eternidad blanca. Mis párpados cayeron y en ellos las líneas se reflejaban cual destellos, otras, más iguales a las de aquellos. A pesar de todos mis intentos rozó mis oídos su aliento pues dijo: “Esperé tanto tiempo”. Contemplarlo en su avance al fuego. Sin preguntas parece una respuesta cualquier ruido con verdad a cuestas mas estas son las verdaderas respuestas. Dónde hacía un momento la tribu giraba en un danzar catártico, un anciano porta la tez de un niño, traza en armonía un movimiento.


Frente a la pila en combustión sus rodillas cedieron, ambas cayeron. Su rostro recorrió un largo camino. Sobre su espalda y hombros pesados elevó a las estrellas sus manos, las sentí en mi pecho, penetrando, retorciendo con su puño mi corazón. En ese entonces ascendió Helena en columna de humo, gris y serena. Dolor y regocijo de la ausencia precedieron los gritos de tomas que parecieron extenderse por horas en la ascendente nebulosa sedienta de puras aprehensiones. En esa nebulosa abrí y cerré los ojos al momento que desperté por terror a la noche que sigue en pié en este espacio recóndito donde las estrellas opacan el Sol en la fraterna y candorosa unión del mapa que guía la vuelta a casa. Avanzó hasta Sophie y con sus dedos, extendió el brazo, la tomó del cuello, aspiró todos sus pensamientos, pues sus fosas el aire drenaron. Tras unos pocos segundos vaciaron su contenido formando a los lados una roza, un beso y un gesto. Será que el Misántropo por eso hacia Tomás los ojos blancos deslizó, con la misma mano penetró su pecho como otrora lo había sentido cortar la piel, entre las costillas, yo, y con ella extraer su corazón. Sus lágrimas golpeaban en la arena. Sentí sobre mí algunas rodar para ser lágrimas demasiado rojas. Depositó el corazón de Tomás en unas frágiles y tiernas manos, chorreando penas entre los dedos blancos como dentro del pecho, agitado. Su cuerpo sordo golpeó el suelo. Para Sophie sólo un juego enfermo el de tener el corazón cautivo


y el resto de su cuerpo muerto pues con cada gota de aquel músculo, de sus manos, bajo el cielo nocturno como arena de un reloj antiguo se escapaban vida y tiempo. Vimos figurarse poco a poco una urna dorada en torno del suave girar del Misántropo. Sin amaneceres, al oriente claro partió desde la urna un halo que llamaba en triste llanto al sol, devolvía lentamente la mañana. El enrarecimiento de un mundo que resulta ajeno a menudo es menos beneficioso que rotundo. Las nubes violetas se tornaron blancas, desplazadas, empujadas, arrastradas, al tiempo que el viento nos golpeaba borrando el macabro espectáculo. Barbarosa y Aranda debieron arrastrar el inanimado cuerpo de Sophie mientras Tomás, ya lejos, era musgo en el lecho del río. Espeso y puro, un líquido brillante como el oro mismísimo era deseado cual saliva ajena. El líquido corrió hacia el río, hacia el agua, al mismo tiempo talvez para devolver a su cuerpo el candor que influye la vida. Pero nació del agua y la arena Helena, virginal afrodita, que rozó sus mejillas sobre mi sien. Me sentí rozado por la muerte, aquello que talvez nunca encontré pues su cálida figura se corresponde con lo que nunca debería ser buscado. Barbarosa y Aranda exclamaron entonces “¡Sophie, Sophie!” resonando mientras habrían grandes los ojos. Avanzó hacia el misántropo que continuaba así hundiéndonos en su fantasía con un suave soplo y un juego simple de manos ágiles.


Tomó su mentón entre los dedos, Sophie, al tiempo que Helena me tomó, triste y evanescente, posando sus labios. Fue cuando la vi evaporarse al cielo celeste cual imagen de la que sólo así me extrañé por fragmentarse en miles de esporas. Pero me fue desconocida su forma lo que extraño es el recuerdo ya de lo que no puede volver. Cuando Sophie besó sus labios fruncidos, resquebrajados como el yeso brillaron estrellas en mitad del cielo a pesar de la mañana, del Sol. Bajo sus ojos, encontrando el suelo, estrujando el corazón en sus dedos y dijo sin miedo “Es hora de partir” Quién piense que el amor es ciego nunca miró directo a sus ojos.


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