Repensar la democracia

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Repensar la democracia EL DESPERTAR DEL PUEBLO SOBERANO


Diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico Dirección editorial: Sylvia Martínez Imágenes cubierta e interior: Ángel Moreno, Carnicería Gráfica Primera edición: septiembre, 2011 Repensar la democracia. El despertar del pueblo soberano © Feliciano Mayorga Tarriño © éride ediciones, 2011 Collado Bajo, 13 28053 Madrid éride ediciones ISBN: 978-84-15160-96-0 Depósito Legal: Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico Imprime: Safekat, S.L.

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テゥride ediciones



ÍNDICE LA DESPOLITIZACIÓN DE LAS MASAS ............................

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1. La tecnificación de la política ...................................... 2. El calculador egoísta.................................................... 3. Partidos políticos competitivos ................................... 4. Estado de bienestar y Socialdemocracia ......................

17 19 23 25

DEMOCRACIA CONTRA REPRESENTACIÓN .........................

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HACIA UN MODELO DE DEMOCRACIA INTEGRAL (PARTICIPATIVA–DELIBERATIVA–REPRESENTATIVA) ..........

37

1. Limitar la independencia de los representantes ..........

37

a) El mandato imperativo ............................................... b) El derecho a revocar ................................................... c) El referendo................................................................. d) Iniciativa popular ....................................................... e) Consulta popular ........................................................ f) Listas abiertas ............................................................. g) Reforma de la ley electoral .........................................

38 40 41 41 42 42 42

2. El carácter periódico de las elecciones ........................

47

3. Democracia social y económica...................................

48

a) Sufragio y desigualdad. El centrismo obligatorio ....... b) Democracia de consejos más democracia de partidos ... c) Lo que puede y no puede comprar el dinero ................... d) Separar consumo y pertenencia .................................. e) El consumo compulsivo............................................... f) Publicidad y contrapublicidad..................................... g) Política y plutocracia. El chantaje de los ricos ........... h) Los principios de una democracia económica coherente con la fórmula del bien ...............................

48 53 56 59 60 65 68 71 [7]


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I. PROHIBICIÓN DE LOS INTERCAMBIOS DESESPERADOS ........ II. UN SISTEMA FISCAL PROGRESIVO ................................. III. CONTROL SOCIAL DEL TERRITORIO Y DE LOS MEDIOS DE PRODUCCIÓN ESTRATÉGICOS .................................. IV. REPARTO DEL PODER EN LA EMPRESA ........................... V. REALIZACIÓN PERSONAL............................................. VI. PODER DE LOS CONSUMIDORES Y USUARIOS .................. VII. RESPETO AL MEDIO AMBIENTE. DESARROLLO SOSTENIBLE ............................................................... VIII. DERECHO A LA CREACIÓN DE UN EXCEDENTE

82 84 86 91 96 97 98

QUE SATISFAGA LAS NECESIDADES O DESEOS IDIOSINCRÁSICOS DE LOS INDIVIDUOS ...........................

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4. Cambio de paradigma cultural. Del individualismo posesivo a la autorrealización. La lógica del amor como respuesta al dilema del prisionero ..................... 100 5. La opinión pública y la democracia deliberativa ......... 106 a) Definición y ambivalencia de la opinión pública ........ b) La fabricación del consenso ........................................ c) Mecanismos de control de la opinión .......................... d) Televisión y democracia.............................................. e) La democracia deliberativa.........................................

106 108 109 110 114

APÉNDICE 1: LA PARTICIPACIÓN COMO COMPLEMENTO Y NO COMO ALTERNATIVA. LOS PRESUPUESTOS PARTICIPATIVOS DE PORTO ALEGRE .......... 123 APÉNDICE 2: DEMOCRACIA Y GLOBALIZACIÓN. PREÁMBULO A UNA CONSTITUCIÓN COSMOPOLITA ........................................ 129

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HOMENAJE

AL

15M

«Quien no espera, no hallará lo inesperado». HERÁCLITO

Quien escribe este homenaje se siente partícipe de ese manantial de esperanza que ha inundado las plazas de las principales ciudades españolas. Pero que no está dispuesto a que la euforia le impida repensar en profundidad, más allá del espacio inmediato del ágora, los déficit de la llamada democracia liberal, la crisis del concepto de representación y las causas del creciente desafecto que los ciudadanos experimentan hacia las instituciones democráticas. Incluyendo, en positivo, una propuesta viable con los mecanismos de control y participación que permitirían al súbdito de hoy convertirse en ciudadano real. La asamblea de indignados debe saber que sin dicha reflexión se corre el riesgo de limitar la potencia transformadora del movimiento a unas cuantas propuestas de escaso calado, que apenas rozan los cimientos del actual paradigma. De igual modo, un arraigado desprecio al concepto mismo de agrupación política, como fuerza social organizada, puede dejar el futuro de la revuelta a merced de caprichosos vientos mediáticos. Los sentimientos, inclusive la indignación, son naturalmente efímeros salvo que cristalicen en estructuras políticas (que no tienen por qué adoptar la forma de partidos). Tan importante fue en la antigüedad el descubrimiento del fuego como el poder comunitario de sostenerlo y alimentarlo. Es preciso establecer un conjunto de dispositivos de participación, deliberación y representación que se correspondan con lo que podría denominarse socialismo autogestionario, que nada tiene que ver con el felizmente finiquitado totalitarismo [11]


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soviético ni con el socialismo liberal, sumido en el bochorno de su decepcionante connivencia con lo real. No encuentro mejor forma de resistir pacíficamente desde la frágil trinchera del pensamiento cuando el desierto crece y la aflicción arrecia. Pues una reflexión sin acción es impotente; y una acción sin reflexión, agitación vana. Los indignados comparten la percepción de que el orden político actual, con su bipartidismo excluyente, lejos de canalizar las demandas de las personas, lejos de garantizar derechos y libertades, lejos de proteger a los sectores más vulnerables, se ha convertido en la principal herramienta de los mercados para disciplinar a la población, poniendo a los seres humanos al servicio de su codicia sin fin. Políticos y mercaderes, visiblemente cómplices, juegan sus apuestas sin complejos en el casino global. Sería una imperdonable ingenuidad olvidar que las nuevas formas de dominación tienen su origen en un proceso que va más allá de nuestras fronteras, y que no es otro que la conversión del planeta en un mercado cuyo control debe correr a cargo de las empresas trasnacionales. Éstas, en palabras de U. Bech, aprovechando la movilidad de los capitales, especialmente el financiero, y la competencia entre Estados para atraer inversiones, imponen la reducción al mínimo de las intervenciones y reglamentaciones que puedan limitar su interés, iniciativa y beneficio. Lo que rompe el equilibrio de poder que dio origen al Estado de Bienestar. Ello obliga al 15 M a promover como telos final del movimiento la creación de un vasto sujeto, un poder constituyente, primero europeo y después transnacional, capaz de instituir una democracia real cosmopolita en el ámbito planetario. En España, las nupcias entre el poder político y económico, tras un largo noviazgo clandestino, se anunciaron solemnemente a sus víctimas el día 13 de mayo de 2010. Ese día, un presidente que hasta esa fecha parecía practicar un izquierdismo convicto, cabizbajo —es fácil imaginar por qué—, firmó la rendición sin condiciones ante el poder de los mercados, a quienes pasó a [12]


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representar frente al poder legítimo de los electores. Tuvo suficiente cinismo todavía para vender el paquete de recortes sociales no como traición a sus principios, sino como un acto de responsabilidad heroica. Ese día España dejó de ser una democracia real. El adjetivo se desgajó del sustantivo. El pueblo fue desalojado de su soberanía y su máximo representante, en servil genuflexión, juró pleitesía al nuevo soberano. Ese día, oficialmente, dejamos de ser ciudadanos para convertirnos en mercancías. Sería injusto dejar de reconocer que vivimos en uno de los mejores sistemas políticos de la historia, que se mantiene todavía un grado importante de prosperidad material a la par que procedimientos y garantías que apuntalan nuestras libertades. Pero sería igual de injusto llamar democracia, en sentido estricto, a este sistema. Más propio sería el de plutocracia, gobierno de los ricos; democracia elitista; u oligarquía liberal, es decir, gobierno de las minorías pudientes, banqueros y políticos, con un amplio espectro de derechos individuales para las clases medias y el poder de elegir cada cuatro años entre dos opciones sustancialmente idénticas. Los sacrificios impuestos a los ciudadanos y a las capas más débiles de la sociedad, a falta de mejor religión o filosofía, son justificados por la infame apelación al imperio de los hechos: no podemos hacer otra cosa que someternos a las exigencias del FMI, a las agencias de rating y a las autoridades monetarias. De no hacerlo, el país tendría que ser rescatado y aún sería peor. Nuestra soberanía está pues hipotecada, son los acreedores los que dictan ahora nuestras políticas. En resumen, nos dicen, no hay alternativa. Tampoco una reforma fiscal progresiva que distribuya el esfuerzo del ajuste en proporción al poder adquisitivo del contribuyente o persiga con determinación el vergonzoso rastro del dinero que no paga impuestos. En ese caso, dicen los gurús de las finanzas —el coro de charlatanes mediáticos—, el capital emigrará a zonas más cálidas, allí donde nada frena su voracidad y los sujetos han sido reducidos a la condición de cuerpos útiles y baratos. [13]


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Solo cuando este mito, el más eficaz de todos: la ausencia de márgenes a la acción común, la negación de la política, ha sido inoculado y, como una metástasis, ha circulado por el cuerpo social disolviendo a su paso toda resistencia, se puede explicar que millones de ciudadanos resignados y, en el peor sentido, realistas, se hayan lanzado en masa a votar a la otra opción del férreo duopolio, el PP, del que se espera haga las ofrendas necesarias para implorar con éxito la benevolencia del gran tótem: las divinidades financieras. Brillantes ideólogos del pensamiento único han logrado pervertir hasta tal punto el orden natural de los conceptos, que ahora Ellos, que controlan el dinero, son los agentes, los que ofrecen prosperidad y empleo. Nosotros, los que producimos, somos los sufrientes, la pobre masa amorfa y vulnerable. Ocultando así la verdad más elemental de una política lúcida: que Nosotros somos los creadores del mundo, sus agentes. Y Ellos tan solo el parásito, lo superfluo. Pero justo cuando la ignominia se extendía por la gélida noche del mundo aconteció lo insólito: alguien dijo basta. Cuando te acercas a sol por cualquiera de las calles aledañas, presientes como el zahorí la proximidad de un campo magnético infinito. Un ligero temblor recorre el cuerpo y apenas se pueden contener los sollozos. Se tiene la sensación cierta de estar ante un acontecimiento que desborda en su potencia hasta lo más tenazmente soñado: un pequeño campamento de lonas, maderas y pasión compartida rezuma tal caudal de densidad humana que es capaz de curvar, como el núcleo de una estrella, el tiempo histórico y el espacio político. Aquella multitud anónima devuelve cotidianamente, a la vista de todos, la política a su más noble origen, el gobierno de lo común, la deliberación pública de los asuntos por parte de los directamente afectados. La asamblea es el eje axial de este poder emergente. El diálogo sin restricciones el cauce que aproxima a los interlocutores y les restituye el sentido de su dignidad agraviada. [14]


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Porque si el movimiento 15 M es apartidista es precisamente porque solo así puede ser político. Cuando se ponen en suspenso las adscripciones y militancias de cada cual, se pueden replantear las preguntas incómodas que una férrea mordaza institucional ha logrado sustraer al debate público: ¿es viable ecológicamente un sistema basado en el crecimiento ilimitado?, ¿es justa la actual distribución de la riqueza?, ¿puede el bipartidismo encauzar las demandas ciudadanas?, ¿poseen suficiente calidad democrática nuestras instituciones?, ¿quiénes son los responsables de la crisis?, ¿por qué el mayor coste para superarla ha de recaer sobre sus víctimas?, ¿bajo qué nuevos parámetros construir un modelo social alternativo? Los partidos y sindicatos mayoritarios, leales administradores del sistema, son incapaces de abordar estas preguntas fundamentales. Es más, su deliberada censura es la tierra que pisan y el cimiento sobre el que se levantan. Por ello sería justo decir que si los acampados son apartidistas es porque los partidos son apolíticos. Respecto a los partidos minoritarios, como I.U. y otros, excluidos del orden político por la ley electoral, su papel no tendría que ser añorar los votos de los indignados arguyendo la utilidad de darles un destino institucional. Lo verdaderamente útil en este momento sería más bien sumarse a los indignados en sus exigencias de reformar dicha ley, negándose a participar en las próximas elecciones generales de 2011 si no se garantiza previamente que todos los votos tendrán el mismo valor. La no concurrencia de I.U y de todos los partidos minoritarios deslegitimaría los resultados electorales y pondría en evidencia el carácter no democrático del actual sistema de recuento. Lanzando contra el muro de la apatía general éste y otros desafíos, la enorme asamblea, perenne y bulliciosa, estalla de propuestas. Millares de voces, entre indignadas y amables, denuncian sin miedo la sórdida trama causante de tal desamparo. Las claves son sencillas y evidentes, nada intelectualizadas. Especuladores y ejecutivos que acaparan el poder económico sin piedad ni justicia. Políticos corruptos, que gestionan los intereses [15]


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de aquellos mediante el impúdico método de ofrecer al pueblo una falsa alternancia. Un pueblo entretenido y sumiso, que ha perdido la capacidad de hacerse preguntas. Y una frase que todo lo resume y justifica: «No hay más mundo que éste. Los amos de ahora seguirán siendo eternamente los amos». Pero el campamento resiste, desnuda al rey y pone en evidencia la farsa. La indignación se hace visible, abandona el recinto cerrado de los corazones y se despliega en miles de manos que acarician el aire. Y como un río de montaña, las gotas de rabia contenida: paro, hipotecas, desahucios, precariedad, se van acumulando en una única corriente que produce en su murmullo un desbordamiento de los márgenes, la siempre insólita expansión de lo posible. El politiqueo deja paso a la gran política. Ya nada volverá a ser como antes. Una generación de jóvenes, hasta ahora ebria y anodina, ha abierto una brecha en el servil conformismo que todo lo invade. Si la spanish revolution genera tal cantidad de temor y simpatía es por su audacia para declarar lo que es obvio: ¿por qué permitir ser tratados como mercancías si somos titulares del mayor rango que quepa establecer en democracia: ciudadano? El poder es del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Esa es la raíz de todo, la verdad primera. «Democracia real ya» no es el nombre de una asociación ni una consigna. Es el estado del mundo en que la multitud se vuelve de pronto consciente de su poder político. El momento en que la utopía se hace carne y habita entre nosotros. El primer despertar del pueblo soberano. EL AUTOR. MAYO 2011

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LA DESPOLITIZACIÓN DE LAS MASAS

La democracia integral que propondré en este trabajo es tal vez el mayor dispositivo que pueda concebirse para materializar el principio de cooperación social. Cooperación que expresa el derecho y el deber de todo individuo a configurar colectivamente los contextos sociales que condicionan sus acciones. Aun reconociendo la superioridad del modelo político de democracia liberal, vigente en la mayor parte de los países desarrollados, sobre cualquier otro de los modelos de gobierno que hayan existido hasta la fecha, entiendo que es nuestro deber superarlo si queremos realizar la fórmula del bien(1). El modelo alternativo que propondré lo denomino democracia integral, por tratarse de una síntesis de tres modelos: el participativo, el deliberativo y el representativo. Mi convicción es que ninguno de (1)

La referencia a la fórmula del bien viene a cuento por la inclusión original de este ensayo en un proyecto filosófico más amplio, en el que se diseñaba la arquitectura de un mundo acorde con un principio universal de justicia. Por fórmula del bien entiendo el imperativo que exige tratar con respeto a los seres libres y cuidar de los vulnerables. En trabajos anteriores he intentado demostrar no solo la razón del valor absoluto de esta norma, sino el modo en que a partir de ella deriva la validez que atribuimos a los juicios éticos, las instituciones políticas y los dispositivos sociales. La importancia del imperativo mencionado es de tal magnitud que solo en sus términos podemos formular la infinita variedad de motivos causantes de tanta indignación, al igual que el modelo democrático que les dé respuesta. Para su conocimiento véase mi libro La fórmula del bien. Manual de justicia para ciudadanos del mundo y una didáctica introducción al mismo en El mito de la colmena. Breve preámbulo a la fórmula del bien. Ambas recientemente publicadas por Éride, Madrid, 2010.

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ellos por separado puede incrementar la libertad colectiva tanto como su unión. Comenzaré intentando comprender lo que tal vez sea la mayor disfunción del modelo de democracia liberal: el fomento de la apatía y desinterés por lo público, que acaba vaciando de contenido el ideal democrático. Desde hace algún tiempo los ciudadanos de las sociedades occidentales experimentan, en un alto porcentaje, indiferencia y rechazo por la política y los políticos, al tiempo que las encuestas reiteran que es una de las actividades menos valorada y más desprestigiada. De modo alarmante desciende la militancia en los partidos antes llamados de masas, y los sindicatos (el poder de la clase obrera organizada) se reestructuran para mantener la afiliación como gestorías que ofrecen servicios jurídicos a sus afiliados los jueves por la mañana y bailes de salón los sábados por la tarde. La evidencia de que los ciudadanos no quieren o no pueden ejercer el poder público es lo que se conoce como despolitización de las masas, desafección democrática o crisis de participación. De forma muy somera me referiré a aquellos factores que, en mi opinión y en la de algunas de las voces filosóficamente más autorizadas, han provocado esta desidia generalizada por ejercer la libertad política. Comprender las causas de este fenómeno exige desenredar una compleja constelación de elementos que no se presentan ante nuestra conciencia de modo inmediato. Al conjunto interrelacionado de circunstancias subjetivas y objetivas que dificultan e impiden la realización del principio de cooperación, fomentando el conformismo y la apatía pública, lo denominaré paradigma oligárquico o, si se quiere, democracia elitista. Enumeraré algunos de los componentes más relevantes de este paradigma.

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1. LA TECNIFICACIÓN DE LA POLÍTICA Uno de los intentos más lúcidos de diagnosticar esta grave disfunción de nuestros sistemas democráticos se lo debemos a J. Habermas. Parte en su análisis del hecho relevante de que vivimos en una economía capitalista, es decir, basada en la propiedad privada de los medios de producción e intercambio, y cuyo objetivo es el incremento constante de la tasa de ganancia. Este modelo económico, de crisis endémicas y autodestructivas, es gestionado desde la segunda guerra mundial por el Estado a través de su política económica con un triple objetivo: moderar las crisis, mantener una tasa de crecimiento aceptable y evitar la agudización extrema de las diferencias de clase, que sería peligrosa para la estabilidad del sistema a medio y largo plazo. Por otro lado, el desarrollo de la ciencia y la técnica se ha convertido en la variable principal para aumentar la productividad y correlativamente la tasa de ganancia. Este desarrollo, que impulsa la revalorización constante del capital, hace que aumente el crecimiento económico y, consecuentemente, los niveles de consumo. Puesto que lo que los individuos quieren por encima de todo es mejorar su nivel de vida en términos de consumo, el control político del desarrollo económico por parte del Estado, que es a fin de cuentas una cuestión técnica y no susceptible de discusión pública, genera una despolitización de las masas. La política pierde su sentido originario de determinar los fines de la sociedad para convertirse en una cuestión técnica, cuyo objetivo es manejar eficazmente variables macroeconómicas como la inflación, la tasa de empleo, los tipos de interés, etc. La participación democrática en la discusión de los contenidos políticos es sustituida por la participación democrática en la elección de las personas o partidos que han de ejercer las tareas de gestión y administración. Esta es la esencia de la [19]


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democracia elitista descrita por Schumpeter(2). Dicha sustitución permite dejar fuera del debate la deseabilidad y justicia de un sistema organizado sobre el incremento constante de la tasa de ganancia privada, desde el que se definen todos los ámbitos de la vida humana. Como señala E.M. Ureña, comentado el pensamiento de Habermas: En la sociedad capitalista avanzada, la dimensión técnica no solo prepondera sobre la dimensión comunicativa, sino que tiende a eliminarla en cuanto tal: la interpretación del hombre y la sociedad tiende a hacerse desde un modelo tecnicista; la política se convierte en una tarea técnica, que excluye de la discusión los problemas morales que afectan al sistema político-económico en cuanto tal, y el poder político se legitima a sí mismo a través del recurso propagandístico a su eficiente gestión administrativa del progreso científico y técnico, que es el que permite a los ciudadanos disfrutar de niveles de consumo cada vez más altos, de más tiempo libre y seguridad en el empleo(3). Cuestiones como la crisis ecológica, la distribución mundial de la riqueza, el grado de democratización de los organismos internacionales, los derechos de los animales, los alimentos transgénicos, el control privado del genoma humano, la venta de armas, el tráfico de personas o el modelo imperante de consumo quedan habitualmente excluidas de la discusión pública. Las polémicas de los partidos jamás se refieren a verdaderas alternativas al sistema sino al mejor modo de gestionarlo, modo que J. Schumpeter, “capítulo 22” de Capitalismo, socialismo y democracia resumido espléndidamente por C. B. Macpherson, La democracia liberal y su época, trad. de Fernando Santos Fontela, Alianza, Madrid 1991. (3) Una exposición muy didáctica y rigurosa de la problemática planteada en este apartado en E. M. Ureña, La teoría crítica de la sociedad de Habermas, Tecnos, Madrid, 1978, p. 73. (2)

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de tan similar llega a ser indiscernible. No es raro desde esta perspectiva que, a falta de sustancia política, las cuestiones relativas a la imagen de los candidatos cobren cada vez mayor protagonismo.

2. EL CALCULADOR EGOÍSTA El segundo factor del paradigma tiene que ver con la forma en que se constituye socialmente la subjetividad. La dimensión económica —que codifica el tener— no solo es interdependiente de la política —que codifica el poder—, sino que se reproduce a nivel cultural mediante la creación de un modelo antropológico a su medida: el hombre como calculador egoísta cuya meta vital es optimizar su bienestar material como productor y consumidor. Este modelo permite crear formas de subjetividad, es decir, formas de pensar, sentir y vivir, que perpetúan los intereses objetivos del sistema. La interpretación del hombre como maximizador insaciable de su propio placer y utilidad, a costa incluso de instrumentalizar a los otros, no es un producto autóctono del acervo genético de la especie, sino, en gran parte, el resultado del imaginario cultural que la sociedad de mercado produce. No trato de reabrir el viejo debate sobre la bondad o maldad, egoísmo o altruismo, inherente al ser humano; tan solo señalo que la elevada plasticidad de nuestra condición hace posible que, a través de una intervención social sistemática, ésta se pueda conformar de modos completamente heterogéneos y todos igualmente naturales. Aunque el hombre fuera competitivo por naturaleza, lo cierto es que en una economía de mercado este rasgo es fomentado hasta convertirse en hegemónico, defenestrando otras facultades también naturales como la ayuda mutua y la cooperación. Al igual que el cuerpo humano, cuyas inmensas posibilidades de desarrollo muscular son evidentes, es el tipo de trabajo o el programa de gimnasio el que [21]


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determinará qué músculos se desarrollan y cuáles no. En todos los casos se trata de algo natural y artificial al mismo tiempo, según la perspectiva que se adopte. El modelo cultural representado en la figura del calculador egoísta no define, por tanto, de forma esencial la naturaleza humana, sino que, en cierto modo, la moldea y constituye. Prestigiosos analistas históricos como Karl Polanyi(4) han puesto de manifiesto que las motivaciones pecuniarias no son un hecho natural de todas las sociedades humanas, sino el resultado del proyecto liberal de crear una sociedad de mercado, en el que el factor humano se hiciera susceptible de regirse por imperativos económicos. A lo largo de todo el siglo XIX se fueron destruyendo sistemáticamente las instituciones sociales y las motivaciones culturales que obstaculizaban el objetivo de convertir al hombre en una mercancía. A diferencia de sociedades anteriores donde la posición social y el reconocimiento público se establecían al margen del orden económico, en la sociedad de mercado es el ingreso monetario el que determina la posición y el status. Lógicamente, sólo creando un ser capaz de actuar exclusivamente por determinaciones económicas se podía garantizar la permanente disponibilidad de mano de obra y la creación de un mercado de trabajo. A partir de ese momento, la evitación del hambre y el deseo de consumir —en el caso del obrero— y la búsqueda ilimitada de ganancia —en el caso del empresario—, se convertirían en los motores subjetivos de la recién instituida sociedad de mercado. El que estas motivaciones hayan llegado a percibirse como rasgos universales de la condición humana es una de las falsas evidencias que los conocimientos antropológicos e históricos se han ocupado de desmentir. La esfera central de esta constitución es el privatismo, con el que el capitalismo avanzado inviste los comportamientos

(4)

K. Polanyi, La Grande Transformation, Gallimard, París, 1983, p. 239.

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cotidianos de los sujetos, y que incluiría dos componentes a juicio de Habermas. Por un lado, el privatismo burgués estatal del ciudadano-cliente, para el que el interés público se centra en los resultados de la política económica del gobierno dirigida a asegurar una buena tasa de crecimiento, y que se desentiende de participar en la legitimación del poder político-administrativo o del propio sistema económico, despolitizando de ese modo la esfera pública. Por otro lado, el privatismo familiar-profesional, que completa el anterior. En este caso, el individuo vive orientado a intereses exclusivamente particulares, como son la promoción del nivel de vida de la propia familia en términos de creciente consumo (modernos electrodomésticos, el último modelo de coche, vacaciones a lugares exóticos, vivienda decorada con el diseño más vanguardista, etc.); o la ambición profesional por desempeñar puestos que incrementen el status social y los ingresos, en un contexto ocupacional completamente jerarquizado y competitivo(5). Debe quedar claro, por consiguiente, que el homo economicus y sus motivaciones privatísticas no son la expresión intemporal de la naturaleza humana, sino que han sido producidos y alentados por el imaginario capitalista a fin de asegurar su perpetuación histórica. Las características de este espécimen relativamente reciente han sido perfectamente definidas por Luis Racionero en su libro Del paro al ocio: Es el sujeto racional que actúa en el mercado de competencia, buscando maximizar su utilidad como consumidor y su beneficio como empresario. Es además, aunque eso quede solo implícito en los tratados, un hombre que prefiere acumular posesiones materiales a desarrollar en ocio creativo sus

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Ibid., pp. 125 y 126.

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potencialidades físicas y mentales; que está dispuesto a producir objetos inútiles, sin calidad ni estética, y hasta dañinos, con tal de ganar algunas pesetas más; que es individualista, egoísta, agresivo y competitivo, en vez de ser desinteresado, apacible y cooperativo; que toma al hombre como medio y no como fin, y sacrifica la satisfacción en el trabajo a la eficacia productiva o la compensación monetaria; que prosigue, en fin, una carrera de enriquecimiento y acumulación de éxitos, poder, prestigio y posesiones materiales, como si tales fueran los objetivos vitales de una persona y las bases de su felicidad(6). La teoría política que desarrolla este modelo humano se denomina individualismo posesivo. Según dicha concepción, magistralmente sintetizada por Crawford Macpherson en su Teoría del individualismo posesivo, cada ser humano es el propietario único de su persona y capacidades, por las que nada debe a la sociedad. Ésta es concebida a su vez como un conjunto de individuos propietarios, que tratan de maximizar su propio beneficio a través del intercambio de bienes y servicios con los demás. La importancia de transformar este modelo humano para desarrollar una democracia participativa radica en que no basta con establecer mecanismos de participación en el ámbito institucional si el individuo se niega a participar; si como dijo Constant en su ensayo De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos(7), el hombre de la sociedad moderna ha perdido el interés por las tareas comunes y solo desea dedicarse a sus asuntos privados y al disfrute de sus bienes.

(6) (7)

Luis Racionero, op.cit., p. 32. B. Constant, Escritos políticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989.

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3. PARTIDOS POLÍTICOS COMPETITIVOS Resulta chocante comprobar cómo la instauración de la democracia representativa, que a través del sufragio universal parecía destinada a implantar los intereses y el mayor poder numérico de las clases trabajadoras sobre los intereses de la minoría —que dispone de mayor poder y riqueza—, consolida e impide cuestionar, por el contrario, dicha asimetría. La explicación, según diversos autores, hay que buscarla en el sistema de partidos competitivos. Pero ¿de qué forma algo tan mecánico y neutral como un sistema de partidos puede impedir la toma del poder por parte de la clase o clases subordinadas pero más numerosas? Un intento de respuesta lo ofrece Claus Offe en su obra Partidos políticos y nuevos movimientos sociales. Según su punto de vista, lo que es compatible no es sin más capitalismo y democracia —como se nos induce a pensar—, sino una versión de la economía capitalista de mercado y una versión específica de democracia. La democracia competitiva de partidos, tras la Primera Guerra Mundial, y el Estado de bienestar keynesiano, tras la crisis de los 70, son, en opinión de Offe, los mecanismos institucionales que, en cierto modo, domestican el capitalismo y la democracia volviéndolos compatibles. Este híbrido, fruto de dos lógicas diferentes que se cruzan, es la democracia liberal, que se caracteriza sobre todo porque el mercado pierde su carácter autorregulador y espontáneo, imponiéndosele criterios desde la autoridad política; mientras que la política se mercantiliza a través de la competencia, desapareciendo cualquier idea de un bien absoluto. Diversos autores de diferentes tendencias constatan igualmente la estabilización de la lucha de clases por la competencia entre partidos. Tanto M. Weber como Rosa Luxemburg o Michels se dan cuenta de que tanto los sindicatos como los partidos de masas ejercen una labor de contención del movimiento [25]


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obrero. Como señala Offe, refiriéndose a la percepción común de dichos autores: En cuanto se expresa la voluntad popular a través del instrumento del partido competitivo que trata de acceder al gobierno, lo que se expresa deja de ser la voluntad popular, transformándose en un artefacto que cobra la forma y desarrolla una dinámica de acuerdo a los imperativos de la competencia política(8). Lo que subyace a este razonamiento es la presencia de una tendencia entrópica en el corazón de toda organización a gran escala. La propia dinámica organizativa acaba generando una división tácita del trabajo entre la cúpula y la base, que convierte a los dirigentes en una oligarquía que domina a los militantes en vez de servirles. Serían tres, a juicio de Offe, los efectos inevitables de esta dinámica oligárquica. El primero, la pérdida de radicalismo en la ideología del partido. Fruto de la necesidad de ganar las elecciones, los partidos tienen que adaptarse a las exigencias del mercado electoral y estar en condiciones de hacer coaliciones. Para hacerlo, tenderán en sus programas a priorizar aquello que es más realizable a corto plazo, más susceptible de negociación y más pragmático, reduciendo el número de reivindicaciones fundamentales. Maximizar, en suma, lo negociable y minimizar lo innegociable. Al tiempo, en ese estado de campaña electoral permanente, el partido ha de dotarse de una estructura organizativa y profesional que en todo momento acumule recursos, ofrezca puntualmente a la opinión pública información y propaganda sobre los temas de actualidad, y resuelva los conflictos internos. Este esquema burocrático será desempeñado por un grupo de funcionarios del (8)

C. Offe, Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, trad. de Juan Gutiérrez, Sistema, Madrid, 1992, p. 62

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partido que generarán un interés corporativo en el mantenimiento y ampliación del aparato al que deben su carrera. Equipo que, por su experiencia profesional, tenderá a ser de una composición social diferente a la base del partido (enseñanza, administración pública, empresa privada, abogacía), a la que acabará dominando. El segundo efecto es la desactivación de las bases. Ello se debe a la necesidad permanente de explorar el entorno político exterior y adaptarse a él, lo que hace que se dejen de lado los procesos de debate interno y la formación colectiva de la opinión del partido. Por el contrario, se intenta evitar y ocultar cualquier disenso en la organización para dar una imagen de unidad ante el electorado. El tercer efecto es la heterogeneidad cultural y social del partido político moderno, fruto de la necesidad de diversificar la oferta electoral al mayor número posible de colectivos. Así, se erosiona el fuerte sentido de identidad colectiva que tenían inicialmente los partidos socialistas y comunistas. El resultado de estos factores es la limitación y contención del alcance de los objetivos políticos más ambiciosos, haciendo factible la reconciliación entre en sufragio universal igual para todos (democracia política) y el mantenimiento de desigualdades(9).

4. ESTADO DE BIENESTAR Y SOCIALDEMOCRACIA El otro factor central que ayuda a hacer compatible el principio democrático de igual participación de las masas y el principio económico de poder desigual y privado en la adopción de decisiones es el Estado de bienestar, basado en un acuerdo implícito entre dos poderes asimétricos: las oligarquías económicas y los trabajadores. Mediante este acuerdo, más bien rendición pragmática del sujeto soberano, se declara una tregua indefinida a la lucha de clases. (9)

Ibid., pp.62-64.

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Efectivamente, podríamos hablar, en opinión de autores como Carl Offe, de un compromiso entre clases instituido políticamente, que Bowles describe del siguiente modo: El acuerdo ha representado por parte de la fuerza de trabajo la aceptación de la lógica de beneficios y de mercado como el principio conductor de la colocación de recursos, intercambio internacional, innovaciones tecnológicas, desarrollo de productos y ordenación industrial, a cambio de la seguridad de que quedarán protegidos a un nivel mínimo de vida, los derechos de los sindicatos o los derechos liberal-democráticos, evitando el paro masivo, y de que las ganancias se mantendrán, en términos reales, aproximadamente en línea con la productividad del trabajo, todo por la intervención del Estado, de ser necesaria(10). Pero ¿qué es exactamente el Estado de bienestar? Para Offe, igual que para Habermas: El Estado de bienestar se define como un conjunto de disposiciones legales que dan derecho a los ciudadanos a percibir prestaciones de la seguridad social obligatoria y contar con servicios estatales organizados, en una amplia variedad de situaciones definidas como de necesidad y contingencia(11). El Estado de bienestar hace, por un lado, más aceptable la situación de los asalariados, al evitar gran parte de los riesgos y consecuencias de su status de mercancía en el mercado de trabajo (accidentes, desempleo, enfermedad, vejez). Impide, por otro, en interés del empresariado, las graves pérdidas que resultarían de la permanente conflictividad en una actividad con gran inversión de capital, haciéndola regular y predecible. Y garantiza, (10) (11)

Ibid., p. 73. Ibid., p. 74.

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por último, al empresario una demanda efectiva de sus productos por parte de los trabajadores y el Estado. La gestión económica del gobierno activa y regulariza el crecimiento económico. Este crecimiento, a través una política fiscal progresiva, permite ampliar los programas del Estado de bienestar y, cuando es continuado, genera pleno empleo y nutre las arcas públicas. Cualquier otro conflicto resultante es relativamente menor y puede solucionarse por mecanismos de ajuste y negociación. La prosperidad económica de este sistema de bienestar transforma el esquema de clases, alejando el radicalismo y antagonismo revolucionario a favor de un conflicto más institucionalizado, centrado no ya «en el modo de producción, sino en el volumen a distribuir, no en el control sino en el crecimiento»(12). Conflicto perfectamente asumible por la competencia entre partidos, al no implicar cuestiones de «esto o lo otro», sino cuestiones de «más o menos» o de «más pronto o más tarde»(13). También Habermas destaca el poder integrador del Estado de bienestar. Su eje central estaría ocupado por el sistema político administrativo, el cual, a través de su intervención sobre el sistema económico mercantil, consigue estabilizarlo, recaudando una parte de la riqueza producida mediante un tratamiento tributario adecuado. Esta riqueza es empleada para financiar un cupo de prestaciones sociales que garantizan unos mínimos vitales para toda la población. De ese modo se obtiene del tercer sistema, el sistema sociocultural, la lealtad de los ciudadanos. El Estado de Bienestar no pretende abolir la estructura de la propiedad ni eliminar la desigualdad, sino limitarla de modo que no genere un estado general de miseria que ponga en peligro la estabilidad del sistema económico. Se trata, por tanto, de una intervención correctora de los desequilibrios y disfunciones del mercado. (12) (13)

Ibid., p. 74. Ibid., p. 74.

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La forma de gobierno que corresponde a este Estado de bienestar es la democracia liberal, y la tendencia política que mejor avala y defiende este modelo dentro de los partidos tradicionales es la socialdemocracia. Ésta se caracteriza por la aceptación, como mal menor, de un modelo de democracia propia de una sociedad dividida en clases; es decir, donde existe propiedad privada de los recursos y bienes productivos, y en la que no todos sino solo una minoría posee esa propiedad. En dicha sociedad, la legitimidad del poder político será concebida, en la práctica, a partir del modelo de competencia de elites retratado por Schumpeter. Las características de este modelo schumpeteriano, en opinión de Macpherson, serían las siguientes: Las principales estipulaciones de este modelo son: en primer lugar, que la democracia no es más que un mecanismo para elegir y autorizar gobiernos, no un tipo de sociedad ni un conjunto de objetivos morales; y en segundo lugar, que el mecanismo consiste en una competencia entre dos o más grupos auto-elegidos de políticos (elites), organizados en partidos políticos, a ver quién consigue los votos que les darán derecho a gobernar hasta las siguientes elecciones. El papel de los votantes no es el de decidir cuestiones políticas, y después elegir representantes que pongan en práctica esas decisiones; es, más bien, el de elegir a los hombres que adoptarán las decisiones(14). Es especialmente revelador que Macpherson(15), desde una línea de razonamiento claramente liberal, confirme las conclusiones de este ensayo, que indicarían que la escasa participación de la ciudadanía no es algo que pertenezca a la naturaleza C.B. Macpherson, La democracia liberal y su época, trad. de F. Santos Fontela, Alianza, Madrid, 1991, p. 96. (15) Ibid., pp.79-86. (14)

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de las cosas, sino el resultado de una constelación de tres factores interrelacionados: el sistema capitalista oligopólico de mercado, que divide la sociedad en clases de desigual poder y riqueza; la competencia oligopólica de partidos, que es su reflejo en la política; y la imagen del hombre como consumidor-apropiador infinito, que es el modelo de hombre que encaja con ambas instituciones. Dichos factores tienen el poder de socavar el motivo que lleva a los ciudadanos a participar en los asuntos públicos, que no es otro que la percepción de que les afectan y de que pueden influir en ellos. El sistema competitivo de partidos tendría el objetivo de atemperar y disimular la oposición de clases dentro de la sociedad, organizando de modo permanente transacciones entre las demandas e intereses antagónicos de éstas. Así se explica que la dirección de partidos y sindicatos se reserve un margen tan amplio de maniobra respecto a sus bases; lo que conseguiría difuminando las cuestiones de clase ante el electorado, de modo que éste no pueda ejercer sobre los representantes ninguna responsabilidad o control. Sin ese margen de maniobra no podría realizar la función de mediación entre intereses contrapuestos. Esto acaba generando apatía y desalentando la participación, ya que los individuos perciben la escasa utilidad de participar. A lo que habría que añadir que el ciudadano medio de nuestras democracias, que se concibe a sí mismo como un consumidor pasivo de bienes y servicios, tenderá a apoyar un sistema que genere abundancia y haga aumentar constantemente el Producto Interior Bruto, por mucho que el precio a pagar sea renunciar a su libertad política, considerando poco provechoso invertir tiempo y energía en la cosa pública. La lógica del calculador egoísta, según la cual cada actor tratará en sus acciones de maximizar su interés, es el antídoto más eficaz para inhibir cualquier resistencia o transformación de lo existente. Como ha puesto de manifiesto Marcus Olson, ante una meta colectiva que represente un interés general, los [31]


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afectados tenderán a no realizar un sacrificio personal si tiene como resultado un beneficio compartido. «Dado que cualquier ganancia se aplica a todos los miembros del grupo, los que no contribuyen al esfuerzo general conseguirán tanto como los que hicieron su aporte personal(16)». Así, puesto que si la participación en una huelga, boicot o presión para mejorar la sociedad tiene éxito todos se beneficiarán, con independencia de su contribución, lo más racional será «dejar que otro lo haga». El problema es que tampoco el otro estará muy motivado para actuar a favor del grupo, resultando una acción débil o una inacción. Es fácil comprender hasta qué punto esta lógica individualista, formulada en la teoría de juegos, mina las motivaciones que favorecen la participación democrática. Pero ¿es viable otro modelo de democracia que no contenga los elementos elitistas de la actual, y que instituya una lógica alternativa menos fácil de domesticar por parte de los poderes económicos?

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Marcus Olson, La lógica de la acción colectiva, dentro de Diez textos básicos de ciencia política, Ariel, Barcelona, 2007, p. 204.

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DEMOCRACIA CONTRA REPRESENTACIÓN La democracia es en general un conjunto de mecanismos institucionales que permiten generar decisiones colectivas. Partiré del hecho insuperable de que la democracia directa, entendida como autogobierno popular, no es viable en ámbitos tan complejos y numerosos como los Estados nacionales o la sociedad global. No es posible ni siquiera imaginar la forma en que cuarenta, cien o miles de millones de ciudadanos podrían ejercer su poder de modo directo y sin ningún tipo de mediación. Esta facticidad hace imprescindible contar con algún tipo de órgano representativo. Y no nos engañemos, esto siempre introducirá una grieta, una fractura en el acceso al poder, una asimetría entre representantes y representados. Como señala Negri, los revolucionarios de Europa y Estados Unidos del siglo XVIII entendieron la democracia como el gobierno de todos por todos. Esta concepción igualitaria del poder manifestada en el sufragio universal, que extendía la capacidad de actuar y elegir a toda la población, fue la gran innovación de la democracia moderna. Sin embargo, se vio pronto mitigada por otra innovación: el concepto de representación, justificada en la necesidad práctica de extender el gobierno a los vastos territorios de los Estados nacionales. Aunque como veremos, existía además otro interés oculto para establecer un sistema representativo. La clave está en que el mencionado concepto de representación, como señala acertadamente Negri, contiene dentro de sí «dos funciones contradictorias: vincula la multitud al gobierno, y al mismo tiempo los separa. La representación es una síntesis

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disyuntiva porque conecta y aleja, une y separa al mismo tiempo»(17). Así, este mecanismo permitiría exorcizar los peligros de la democracia absoluta para la estructura social capitalista dividida en clases. Representación y democracia son conceptos, al fin y a la postre, contradictorios: cuando nuestro poder se transfiere a un grupo de gobernantes quedamos alejados del poder y del gobierno. Los efectos no igualitarios y aristocráticos de la representación han sido puestos de manifiesto de forma casi apodíctica por Bernard Manin. Según este autor, cualquier proceso de elección presupone de modo intrínseco un desigual y arbitrario tratamiento de los candidatos por parte de los votantes, debido a tres características estructurales. La primera, a que el elector no está obligado a atender a algo diferente que sus preferencias personales (a diferencia de un proceso meritocrático, donde las desigualdades que genera la distribución de un bien social son, al menos parcialmente, el resultado de las acciones y opciones de quienes desean el bien); la segunda, a la necesidad de percibir y valorar positivamente al menos una cualidad políticamente relevante y excepcional en los candidatos sin lo cual sería imposible la elección; y, en tercer lugar, al elevado coste económico que supondría difundir masivamente esa cualidad (lo que pone a los ricos en el centro de las campañas). Los electores, por imperativo sistémico, en cualquier proceso de selección de candidatos, han de percibir la superioridad de algunos de éstos en función de lo que en ese contexto se considere un buen gobernante. La naturaleza aristocrática de la elección no es, sin embargo, incompatible, según Manin, con los principios democráticos; ya que son los votantes los que a fin de cuentas han «de tener la libertad de determinar qué cualidades valoran positivamente y elegir entre esas cualidades la que consideran como criterio (17)

M. Hardt y A. Negri, Multitud, trad. de Juan Antonio Bravo, Debate, Barcelona, 2004, p. 279.

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adecuado para la selección política»(18). A esto se suma que un factor no estructural sino contingente como el poder de los ricos, patrocinadores de los candidatos, puede ser neutralizado con la financiación pública de las campañas. La representación política, concepto central de las democracias modernas, y que no ha dejado de suscitar controversia por suponer la delegación del poder de la mayoría en una minoría, no parece admitir alternativa e imponerse por la fuerza de los hechos, toda vez que la democracia directa y asamblearia de las polis griegas se vuelve inviable debido a la enorme población de los Estados nacionales. Pero en ese caso, ¿toda forma de representación está viciada de un déficit de legitimidad democrática? Siguiendo a Max Weber, distingue Negri tres tipos diferentes de representación: la representación apropiada, donde, como su nombre indica, los representantes se apropian todo el poder de la toma de decisiones; la representación libre, propia de los actuales sistemas parlamentarios y donde se da una independencia parcial de los representantes respecto a los representados, solo controlados esporádicamente a través de elecciones; y, por último, la representación vinculada, que limita a través de mecanismos como el mandato imperativo o la revocación permanente de los representantes la independencia de estos últimos(19). A. Negri pretende ir más allá de esta disyuntiva, impugnando, en su libro Multitud, con un planteamiento libertario radical el concepto de representación política en cualquiera de las tres formas catalogadas por Weber. En su opinión, cualquier mecanismo que permita sintetizar los deseos y demandas de la multitud en la soberanía unitaria del Estado ha de mantener necesariamente la servidumbre hacia este Uno, encarnación del Capital

B. Manin, Los principios del gobierno representativo, Alianza, Madrid, 1998, p. 196. (19) Citado por A. Negri y M. Hardt en Multitud, trad. de Antonio Bravo, Debate, Barcelona, 2004, pp. 283-285. (18)

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y de la Razón, que según la ciencia política clásica es el único que puede gobernar. No profundizaré en este pensamiento, a pesar del indudable interés que me suscita, porque, humildemente, no llego a comprender cómo puede autogobernarse la multitud sin ningún tipo de mediación institucional. La democracia absoluta de Negri y M. Hardt me parece tan inviable como cualquier otra forma de sujeto absoluto de los que se han propuesto hasta la fecha. Se trata de conceptos creados bajo el supuesto de una realidad no presidida por la finitud y la contingencia. También Cornelius Castoriadis(20) parece apostar con rotundidad por la democracia directa frente a cualquier forma de democracia representativa, en la que a su juicio los votantes son sólo libres una vez cada cuatro años y ni siquiera entonces. La necesidad de optar por un sistema representativo debido a las elevadas dimensiones de las sociedades actuales le parece a Castoriadis un argumento de mala fe, una excusa injustificada. Si esa fuera la razón, espeta, se intentaría establecer un régimen de democracia directa en todas las ciudades de menos 50.000 habitantes, ya que Atenas, en el período clásico, contaba con 40.000 habitantes activos. Las formas institucionales que adquiriría esta democracia directa a gran escala no pueden establecerse a priori, sino que deben ser parte de la creatividad de un vasto movimiento social en cuyo seno late siempre el germen de esta forma de democracia; como se ha puesto de manifiesto históricamente en el poder de los soviets, la comuna de París o los consejos obreros de Checoslovaquia. Los representantes no concebidos como delegados revocables en todo momento expropian el poder de la colectividad. Según Castoriadis, frente al espacio público (la ekklessia) y el privado (oikos), hay que constituir un tercer espacio (el ágora) que incluye en cierto modo a los otros dos, y en el que los griegos ejercían la democracia. En este ámbito asambleario, compuesto por diferentes niveles de actividad social, la colectividad (20)

Cornelius Castoriadis, Democracia y relativismo, p. 72-73.

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tomaría las decisiones de modo directo sin la mediación de representantes o partidos políticos. Solo así puede hablarse realmente de sociedad autónoma. Ni qué decir tiene que Castoriadis, al igual que Toni Negri, es sumamente crítico no solo con el capitalismo sino también con el llamado socialismo real. Lo interesante de ambas posiciones es que consideran que tanto uno como otro sistema, por diferentes razones, acaban haciendo inviable la auténtica democracia. Tan pronto como los trabajadores delegan su poder en los partidos políticos y, más concretamente, en la cúpula de los partidos políticos; tan pronto como renuncian a gestionar directamente la economía y dejan esta gestión en manos de especialistas, la revolución se desactiva de forma automática. El poder social es secuestrado a manos de una cúpula minoritaria de burócratas, en el primer caso; y de una minoría de tecnócratas en el segundo, cuyo principal objetivo, por encima de todo, consistirá en perpetuar sus propios intereses corporativos. La democracia ha de ser directa o no será. No basta con eliminar la propiedad privada de los medios de producción si no se aminora la distancia entre dirigentes y dirigidos. Sin autogestión y autoorganización no puede existir un verdadero proyecto revolucionario. Creo que lo que me separa de Castoriadis es más una cuestión semántica que de principios. Para este autor la revocabilidad de los representantes públicos es el factor decisivo para determinar si hablamos de democracia directa o de sistema representativo. Si es así, el modelo que plantearé a continuación pasaría sin duda el test de Castoriadis. No me limitaré, sin embargo, a concebir filosóficamente la democracia, sino que lo que me interesa es definirla como régimen político, esto es, como un conjunto de disposiciones institucionales que garantizan la participación de los ciudadanos en las decisiones colectivas. La democracia, en suma, como ideal de todo proceso social de cooperación entre agentes libres y vulnerables. Exponer algunas de estas disposiciones será el objeto del siguiente capítulo. [37]



HACIA UN MODELO DE DEMOCRACIA INTEGRAL (PARTICIPATIVA-DELIBERATIVA-REPRESENTATIVA) El equilibrio entre lo ideal y lo posible, cuando se trata de tomar decisiones a gran escala, se consigue con un gobierno representativo contrapesado con todo un surtido de mecanismos institucionales de carácter participativo y deliberativo. Señalaré simultáneamente las características que definen el modelo vigente de democracia liberal (oligárquica) y las reformas que sería preciso realizar para aproximarla a un modelo de democracia más participativa, ilustrada e igualitaria como el que exige el principio de cooperación.

1. LIMITAR LA INDEPENDENCIA DE LOS REPRESENTANTES Existen diferentes modelos de democracia a juicio de Manin; cada una con sus peculiaridades, en función, entre otras cosas, de cómo se aborde la cuestión de la independencia de los representantes. Destacaré especialmente dos de ellas, la democracia de partidos y la democracia de audiencia, por ser los modelos con mayor vigencia y actualidad. En la forma denominada democracia de partidos, los representantes están sometidos por una estricta disciplina de voto al grupo político al que deben su elección —se diferencia en ese aspecto del parlamentarismo, donde cada representante se reserva su juicio en conciencia en cada votación—. A esto hay que añadir la necesidad de establecer alianzas y acuerdos entre los [39]


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distintos grupos políticos para llevar a cabo un programa de gobierno, lo que exige disponer de un margen de maniobra por parte del grupo parlamentario o la dirección del partido respecto a la voluntad de los electores, a fin de determinar lo que debe ser priorizado o pospuesto en el programa. En las democracias de audiencia esta autonomía se produce por el carácter difuso, ambiguo y simplificado de las promesas electorales, que obedecen exclusivamente a la lógica publicitaria que impera en la campaña electoral. Esto da un enorme margen de maniobra al candidato(21). Reducir esta tremenda brecha entre representantes y representados exigiría reformular la constitución para introducir una serie de mecanismos:

a) El mandato imperativo Afirma B. Manin que «los mecanismos institucionales del gobierno representativo permiten a los representantes cierta independencia respecto a las preferencias de su electorado»(22). Prohíben expresamente el mandato imperativo y la revocabilidad discrecional de los representantes. Se justifica la primera prohibición por entender que el gobierno ha de contar con suficiente margen para adaptar su programa político a circunstancias imprevisibles en el momento de la elección. La segunda, por considerar innecesario dotar al pueblo de poderes revocatorios, habida cuenta de que los votantes podrán al término del mandato castigar los incumplimientos injustificados del programa electoral. En mi opinión, debería entenderse el programa electoral, redactado de la forma más detallada posible, como un mandato imperativo, registrándose obligatoriamente ante notario y tipificándose en el código penal como un grave fraude a la voluntad (21) (22)

B. Manin, op.cit, pp. 277,278. Ibid., p. 201.

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popular su incumplimiento. Naturalmente, en ese juicio, al que se le daría máxima difusión pública, los representantes alegarían las circunstancias y motivos que explicaran su violación de las cláusulas del contrato y el incumplimiento de sus promesas. Soy consciente de que con este mecanismo se corre el riesgo de judicializar la política, mezclando innecesariamente los tres poderes del Estado: el legislativo, el ejecutivo y el judicial, cuando los propios ciudadanos tienen la potestad de juzgar a los gobiernos periódicamente mediante su voto. Se me objetará que, en definitiva, deben ser éstos los que, a través del proceso electoral, juzguen el mayor o menor cumplimiento del programa. Mas sigue pareciéndome insuficiente el veredicto de las urnas, sobre todo en los casos más graves de incumplimiento a lo prometido en campaña, ya que los responsables pueden no presentarse a la reelección, obteniendo total impunidad. Y, aunque decidieran hacerlo, con la esperanza de volver a embaucar a una mayoría de acríticos votantes, nada puede ya reparar el daño causado a las legítimas expectativas de quienes les confiaron el voto. Podría constituirse un cuerpo especializado de fiscales que persiguiera, de oficio o a petición de un número determinado de electores, este tipo de delitos tan escurridizos y graves para la fiabilidad de las instituciones democráticas. Otra opción menos radical, pero que sin duda limitaría la independencia de los representantes, sería crear un organismo de verificación del programa electoral —que bien podría ser un grupo de notables consensuado por todos los grupos o elegidos directamente por los ciudadanos— y dejar que cada partido decida adherirse o no a su jurisdicción. De ese modo los propios electores serían responsables del margen de libertad dado a sus representantes y nada les impediría, si lo consideran oportuno, dar a éstos un cheque en blanco. Presumiblemente, debido a la enorme competencia electoral y a la vinculación entre éxito y credibilidad, todos los grupos aceptarían esta fiscalización externa. [41]


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b) El derecho a revocar La revocabilidad discrecional de cualquier representante es otro mecanismo poderoso de control en manos de los ciudadanos para impedir que se lleven a cabo proyectos contrarios a los compromisos adquiridos a través del programa electoral. La justificación de este mecanismo proviene fundamentalmente de dos razones. La primera tiene que ver con la naturaleza del nexo representativo y la inalienabilidad de los derechos políticos. Si aceptamos que la legitimidad de toda autoridad delegada descansa siempre en la autoridad originaria de aquel que la ha delegado —en el caso que nos ocupa, el pueblo soberano—, no parece lógico que el titular de un derecho a elegir pueda perder su derecho a revocar —o despedir— a quien le representa cuando deja de sentirse representado. Podríamos conceder al representante, en el mejor de los casos, el derecho a pedir una indemnización si se ha sentido perjudicado injustificadamente en sus intereses laborales —como cuando rescindimos el contrato con una empresa de construcción que nos está reformando la casa o cancelamos el poder notarial a favor de un abogado que no nos acaba de convencer—; pero nadie admitiría el derecho de estos profesionales a tomar como rehén la libertad de su representado durante cuatro años. Si así fuera, habría que hablar de usurpación de soberanía más que de representación. La segunda razón tiene que ver no tanto con los derechos puestos en juego entre el titular de un derecho y el depositario provisional del mismo, sino con el contenido del contrato de representación. Si el cometido reflejado en el programa electoral para el que elegimos a alguien —y que es el soporte material de nuestro compromiso— se modifica o incumple, sea cual sea la causa por la que esto ocurra, debe entenderse que la relación de representación ha perdido su vigencia y legitimidad, y debe recuperarse mediante su revocación y posterior reelección. Siguiendo con ejemplos del ámbito civil, si usted contrata a un [42]


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arquitecto para que dirija la reforma de su casa sobre la base de un pliego de cláusulas firmadas por las partes y éstas son incumplidas, nadie puede negarle el derecho a rescindir el contrato. De lo contrario se crearía una situación de indefensión, lesiva para sus intereses. El derecho a poner contiene y presupone el derecho a deponer; el derecho a elegir, el derecho a revocar. De otro modo la democracia podría llegar a convertirse, a falta de otros mecanismos de control, en una sucesión de dictaduras con un día de libertad cada cuatro años.

c) El referendo Otro instrumento de control ciudadano imprescindible en una democracia que pueda denominarse participativa es el referendo, aprobatorio o derogatorio, que consiste en someter a la consideración del pueblo un acto legislativo —sea un proyecto de norma jurídica, una norma jurídica ya vigente o una decisión de los representantes en cualquiera de los ámbitos de la administración— para que decida si se deroga o no, o si se aprueba o no. Aunque esta figura ya existe en la legislación de diversos países, siempre se considera potestativa del legislador y no un derecho que puede exigir, en determinadas condiciones, el pueblo soberano. Debe regularse, por ello, el referendo como un derecho colectivo de los ciudadanos y no solo como una prerrogativa del legislador, así como crear un comité de notables independiente del poder político que formule las preguntas sometidas a consulta de modo que éstas no condicionen a priori las respuestas.

d) Iniciativa popular También se debe reconocer y regular la iniciativa popular, que es el derecho de un grupo de ciudadanos de presentar proyectos de [43]


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ley para que sean debatidos y posteriormente aprobados, modificados o negados por los legisladores. Ni este mecanismo ni los anteriores deben entenderse como una concesión de los representantes políticos a los ciudadanos sino a la inversa, como una reserva de soberanía legislativa directa que no se aliena por el acto de representación.

e) Consulta popular La consulta popular es otro mecanismo de participación. Es una institución mediante la cual una pregunta de carácter general sobre un asunto de trascendencia es sometida a la consideración del pueblo para que éste se pronuncie formalmente al respecto. En todos los casos la decisión de los ciudadanos es obligatoria. La convocatoria de una consulta popular no debería quedar a discreción del gobernante sino ser vinculante para éste cuando se solicitase por un número determinado de peticiones y, al igual que el referendo, debe poder ser formulada por un comité independiente de expertos.

f) Listas abiertas Adoptar un sistema de lista abiertas en la elección de los representantes daría a los electores la posibilidad de participar en la designación de los candidatos de los partidos.

g) Reformar la ley electoral El principio básico de todo mecanismo de elección es que todos los electores tengan el mismo poder en la configuración política del ámbito de que se trate. En la mayor parte de los sistemas democráticos actuales la formación de la voluntad popular se realiza a través de partidos [44]


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políticos. La aplicación de este principio (una persona, un voto) exige en este caso el derecho a una representación estricta entre el número de escaños —sean concejales, diputados o senadores— y el número de votos. Cualquier alejamiento de esta proporción supone un déficit de legitimidad, viola el principio de igualdad entre ciudadanos y constituye un caso flagrante de discriminación de las opciones políticas minoritarias. Sin embargo, casi todos los sistemas democráticos introducen algún criterio de cálculo diferente a la proporcionalidad estricta para establecer la cantidad de escaños que debe corresponder al porcentaje de votos obtenido por cada partido, determinando de ese modo el grado de representación institucional. Entre estos criterios dos son especialmente cuestionables. El primero es el conocido como ley D.Hont, cuya aplicación matemática establece un filtro piramidal en la obtención de escaños, de modo que en la base el primer escaño exige un mayor número de votos que el segundo y el segundo menos que el tercero y así sucesivamente. Esta ley favorece descaradamente a los partidos mayoritarios y perjudica gravemente a los minoritarios, que pueden necesitar hasta cinco o seis veces más votantes para obtener un cargo público que los primeros. Su justificación pragmática descansa en el hecho de que propicia la formación de gobiernos estables y favorece la gobernabilidad en general, ya que minimiza el poder de las formaciones pequeñas y obvia de este modo la necesidad de alianzas. El segundo mecanismo consiste en establecer constitucionalmente que la circunscripción en la que se efectúa el recuento y se aplica la ley D.Hont, a fin de determinar el número de escaños de cada partido, es diferente del ámbito político sobre el que se decide. Eso quiere decir que, por ejemplo, en la elección de diputados al parlamento nacional se establece un número mínimo de diputados por provincia y el resto se asignan en función de la densidad poblacional, eliminándose los votos sobrantes en cada una de estas provincias. Este sistema de asignación favorece a aquellos grupos que tienen el voto concentrado [45]


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en ciertas comunidades o territorios, normalmente de carácter nacionalista, y perjudica a los que tienen el voto disperso en la totalidad del Estado. Para estos partidos, la ley D. Hont se multiplica como una apisonadora en cada una de las provincias, perdiéndose miles de votos en los restos. La justificación que se ofrece para este segundo mecanismo de filtro de la voluntad popular es la de asegurar una representación mínima en las zonas con menos densidad de población respecto a las zonas de mayor densidad. El resultado de ambos procesos, cuyos efectos se suman, tiene consecuencias de enorme calado político, deformando la voluntad general en un sentido no previsto por los electores. En primer lugar, favorecen el statu quo, alentando y consolidando el bipartidismo. En un sistema de partidos competitivos, configurado como un mercado electoral, se restringe la competencia eliminando a las opciones no mayoritarias. Es como si por ley se pusieran trabas a la concurrencia de autónomos y pequeñas empresas en el mercado de bienes y servicios en beneficio de las multinacionales (teniendo en cuenta además que estas últimas cuentan ya de por sí con mayores recursos para imponerse); o se estableciera por parte de la federación deportiva que los goles del Real Madrid y Barcelona en la liga de fútbol tienen doble valor que los del resto de equipos. En segundo lugar, destruyen y desincentivan la pluralidad y el cambio. Por una simple cuestión de utilidad (voto útil), los ciudadanos, asesorados por las encuestas preelectorales, tienden a votar a partidos con posibilidades de obtener representación institucional antes que a aquellos cuyo escaño resulta más improbable dentro de su provincia. Ante semejante panorama, los nuevos movimientos sociales se ven obligados a introducirse en las estructuras de los partidos tradicionales en vez de intentar formas autónomas de autorrepresentación institucional, prácticamente condenadas al fracaso por las enormes dificultades del régimen electoral. Las minorías, en vez de alentadas, son acalladas y marginadas. [46]


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En tercer lugar, promueven el provincianismo y el nacionalismo excluyente favoreciendo la disgregación del Estado. Los partidos que no tienen una política de Estado, sino tan solo de su respectiva comunidad o cantón, se convierten en bisagra de la política nacional, inclinando la negociación no hacia un modelo ideológico generalista —lo que sería legítimo—, sino a favor de un territorio frente a los demás. Esto pervierte el sentido de la política como expresión de la pluralidad de formas de interpretar el bien común, dando paso a una rivalidad de intereses regionales o corporativos. En cuarto lugar, se favorece el poder de los grandes partidos respecto a los ciudadanos descontentos, ya que es prácticamente imposible superar la barrera de estos dos mecanismos de filtro para constituir un partido nuevo que pueda obtener una cierta representación institucional. Ni la estabilidad ni el territorio deben ser elementos determinantes para establecer el grado de representación electoral. La única referencia legítima deben ser los programas de gobierno. Respecto a la manida cuestión de la estabilidad institucional, no puede establecerse a priori que sea mejor la estabilidad que el cambio ni la uniformidad que la pluralidad. Y, en todo caso, eso lo deben decidir los electores en función de sus votos: si quieren estabilidad que voten partidos mayoritarios, si quieren pluralidad que voten otras opciones. Está más que probado que una política de alianzas para formar gobierno genera más integración social, minimiza el riesgo de autoritarismo y supone un mayor respeto a las diferencias que las mayorías absolutas. Respecto a la conveniencia de introducir filtros territoriales —lo que parece lógico a fin de evitar que la insuficiencia de representación parlamentaria perjudique los intereses de determinados ámbitos menos poblados—, debe hacerse hincapié en que ya existen elecciones locales y autonómicas, a cuyos representantes se les podría dar mayor poder en la configuración del Estado mediante una reforma del Senado como [47]


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cámara territorial. Así se diferenciarían y complementarían los intereses del territorio y los intereses del Estado. Aunque es preferible la circunscripción única para garantizar una proporcionalidad estricta, una opción menos radical para equilibrar densidad poblacional y proporcionalidad sería mantener la asignación provincial incrementando el número total de diputados; y estableciendo un colegio de restos que impida la pérdida de votos por dispersión. Lo que no puede vulnerarse en ningún caso es el principio de igual libertad de los ciudadanos para configurar la comunidad en función de sus convicciones políticas. Ni el pragmatismo, la estabilidad institucional o el bienestar de la mayoría, aun suponiendo que se pudieran obtener con ese sacrificio —lo que dista de ser evidente—, pueden justificar su vulneración. Existe un consenso prácticamente universal en que los derechos y libertades de los individuos son innegociables e inalienables. Lo más escandaloso del caso es que estas decisiones son avaladas y mantenidas por los grandes partidos, que son, curiosamente, los más beneficiados por los mecanismos de filtro de la voluntad popular. Esto hace prácticamente imposible su corrección. Si a eso se añade el control mediático e institucional de estos partidos, sus mayores recursos económicos y humanos, y su ocupación casi exclusiva de los espacios electorales, podemos concluir que la política se ha convertido en un mercado oligopólico. Los efectos políticos de este oligopolio para los ciudadanos son claramente negativos, ya que cualquiera de los dos únicos partidos con opciones de gobierno se puede permitir tomar medidas impopulares, contrarias a los intereses de sus propios electores, a sabiendas de que tras el desgaste que conlleva un ciclo político, volverán a gobernar. Eso disminuye el poder del votante. Existen diversos sistemas técnicamente viables para garantizar una correspondencia lo más exacta posible entre el grado de representación institucional y el porcentaje de votos. Lo [48]


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contrario supone penalizar o incentivar determinados proyectos políticos en beneficio o detrimento de otros, condicionando de ese modo la voluntad soberana del elector.

2. EL CARÁCTER PERIÓDICO DE LAS ELECCIONES La disposición más importante de los sistemas representativos para que los votantes influyan en las decisiones de sus representantes es el carácter periódico de las elecciones. La razón es que proporcionan un incentivo a los gobernantes para que tengan en cuenta a la opinión pública y cumplan sus promesas. En la medida en que funcione la teoría de Downs, según la cual cualquier cargo público quiere ante todo mantenerse en el poder, los electores tienen en el voto periódico un poderoso instrumento de control. Sin embargo, como sostiene Manin, el veredicto del pueblo solo tiene poder soberano a través del juicio retrospectivo de las iniciativas ya tomadas, como vimos, con relativa autonomía por los gobernantes electos. En ese sentido su veredicto es inapelable. Sin embargo, en términos prospectivos, con vistas al futuro «las elecciones no son democráticas porque los gobernados son incapaces de imponer a los gobernantes que lleven a cabo la política por la que le eligieron»(23). Las elecciones periódicas representan un mecanismo democrático indiscutible e insustituible. Pero una democracia participativa no se puede conformar con dejar al juicio retrospectivo de los representados el veredicto sobre las decisiones de los representantes. Ha de ser posible la revocación del mandato. Entiendo por ello un derecho político por medio del cual los ciudadanos dan por terminado el mandato que le han conferido a

(23)

Ibid., p. 225.

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un gobierno. Los electores tienen que disponer del poder y el derecho de decidir de un modo concluyente si alguien merece seguir o no, gobernando en su nombre. La revocación puede tener como objetivo un determinado ministro o el gobierno en su totalidad, en cuyo caso forzaría la celebración de elecciones anticipadas. Es cierto que este derecho, al ser un derecho colectivo y poner en juego la estabilidad de las instituciones, debe estar perfectamente regulado. Seguramente que ha de tenerse en cuenta en esta regulación, como al promulgar cualquier ley, los numerosos riesgos de fraude posibles, y más teniendo en cuenta que puede ser tentador para el partido opositor intentar deponer en cualquier momento al gobierno de turno. Una utilización irresponsable de este mecanismo sometería al país a un estado de crisis permanente y amenazaría la paz social que es uno de los objetivos del sistema democrático. Pero ni siquiera en aras del pragmatismo puede menoscabarse la libertad democrática de un pueblo. Una democracia madura no debe renunciar a mecanismos extraordinarios de carácter revocatorio cuya función es romper la brecha entre representantes y representados.

3. DEMOCRACIA SOCIAL Y ECONÓMICA. CAMBIOS ESTRUCTURALES QUE FAVORECEN LA PARTICIPACIÓN

a) Sufragio y desigualdad. El centrismo obligatorio En una sociedad no democrática en sus estructuras civiles y económicas, donde una minoría ostenta el control sobre los medios de producción, intercambio e información, el alcance del poder social siempre estará limitado al terreno político. Y dentro de la esfera política adoptará la forma de competencia entre partidos o, más bien, de competencia entre elites que toman las [50]


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decisiones de la comunidad sobre la base de la autorización periódica de la ciudadanía. Los grandes partidos, normalmente dos, no ofrecerán verdaderas alternativas al elector sino meras alternancias ideológicamente coloreadas en torno a un espacio político de centro. Las diferencias tendrán más que ver con cuestiones de carácter moral, como el aborto, la eutanasia o el tratamiento de la homosexualidad, que sobre cuestiones sistémicas que afecten a la organización de la economía, a la forma de distribuir los beneficios o a los mecanismos de participación política. Esta tendencia, que se repite en todas las democracias liberales, puede explicarse por dos razones estructurales. La primera, porque en una democracia de partidos competitivos la forma de maximizar la obtención de voto es dirigirse a la mayoría de los votantes, que suelen engrosar las filas de la clase media —sea por nivel de ingresos o por idiosincrasia—. La segunda, porque no se puede salir del centro sin poner en peligro la estructura de clases desiguales cuyo mantenimiento es lo que intenta instituir la democracia de partidos. Ilustraré, con un ejemplo virtual, la forma en que el sistema se tambalearía si se cruzara la frontera del centro más allá de un cierto umbral crítico. Supongamos, en primer lugar, que un partido de izquierdas radical se hiciera con el poder en las urnas y, consecuente con su planteamiento igualitario, decidiera intervenir de manera sustancial en el control y destino del capital acumulado o, sencillamente, incrementara los impuestos a los ricos. Sin ninguna duda, éstos, que tienen la propiedad del capital, amenazarían al gobierno con una huelga de inversiones, declararían en suspensión de pagos sus empresas y harían emigrar sus recursos financieros al exterior. Esto llevaría a la quiebra de la Seguridad social y al desmantelamiento del sistema público de protección. La oligarquía empresarial culparía al gobierno de populismo, de hacer disminuir con su política económica radical la tasa de crecimiento, y [51]


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de haber afectado de ese modo negativamente el nivel de vida de las clases medias y bajas. Casi con toda seguridad podría predecirse la caída del gobierno izquierdista en las siguientes elecciones a quien se acusaría de desincentivar la inversión y generar desempleo. Los economistas y principales medios de comunicación, al servicio de la oligarquía financiera y empresarial, pregonarían a los cuatro vientos la obviedad de que si no se crea riqueza no se puede repartir, lo que, traducido insidiosamente a un lenguaje llano, elevado a la categoría de principio por J. Rawls(24), es tanto como decir que el Estado de bienestar solo es viable si los empresarios y dueños del capital disfrutan de un poder indiscutible de decisión sobre el aparato productivo, y acaparan una parte asimétrica de la riqueza social como pago a sus cualidades emprendedoras y organizativas. No solo las clases altas se rebelarían contra la política de igualitarismo social practicada por el gobierno izquierdista, sino igualmente las clases medias, marcadamente conservadoras, cuyo paradigma motivacional es el individualismo posesivo y el hedonismo consumista. Al estar tan libidinosamente enganchadas al sistema económico no querrían poner en riesgo su nivel de vida a corto plazo. Este planteamiento virtual pone en evidencia que la democracia liberal es un modelo político ideológico y legitimador de la oligarquía económica, y que todo partido de izquierdas que se niegue a aceptar la diferencia de clases es, por principio, inviable dentro de este marco. Tan solo la socialdemocracia es aceptada porque tolera y admite la desigualdad, tal vez como mal menor, intentando corregir sus peores efectos sociales mediante (24)

Cuya teoría de la justicia reconoce, en su segundo principio, que las desigualdades sociales están justificadas cuando de ellas se deriva un mayor beneficio para los más desaventajados. Lo que no es distinguible en la práctica de un chantaje de los más poderosos y mejor adaptados. Para un análisis crítico de este segundo principio ver el capítulo “la justicia como equidad en John Rawls” en mi libro La fórmula del bien. Manual de justicia para ciudadanos del mundo. Éride Ediciones, Madrid, 2009, pp. 524–532.

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diversos mecanismos reguladores y redistributivos. Así logra domesticar y estabilizar al capitalismo, pero al precio de no cuestionar la moralidad de su fundamento: la apropiación privada de los beneficios socialmente producidos. El que además los potentados se constituyan en grupos de presión y financien las campañas de determinados candidatos resulta, comparado con lo anterior, insignificante. Pero veamos también la otra alternativa. Supongamos que un partido se escorara demasiado hacia la derecha y decidiera desmantelar los sistemas de protección social, flexibilizar y desregular las condiciones laborales o finiquitar algunos derechos sindicales que limitan el poder del empresario, de modo que los capitales pudieran campar a sus anchas sin apenas tener que contribuir al bienestar de la comunidad. Esto generaría, además de una radicalización de las clases bajas, un empobrecimiento de las clases medias y una disminución del número de sus integrantes —que pasarían a engrosar las filas de aquéllas—, produciendo, por un simple factor numérico, una derrota en las siguientes elecciones de ese gobierno ultraliberal. La confirmación histórica de este diagnóstico es que solo mediante el establecimiento de dictaduras de uno u otro signo ha sido posible cambiar el destino sociológico de la democracia liberal, cuyo sustrato es la sociedad de los dos tercios, es decir, donde la clase media suponga al menos dos tercios del total de votantes. La persistencia histórica de este modelo, unido al colapso del comunismo y la derrota del fascismo, llevó a Francis Fukuyama a establecer con cínico triunfalismo que la democracia liberal es el punto máximo de evolución ideológica e institucional de la humanidad. Por cuanto expresa los anhelos más profundos del ser humano, como son el deseo de bienes materiales, satisfecho por la abundancia del consumo capitalista; y el deseo de reconocimiento, satisfecho con la igualdad formal de la democracia representativa, no cabe esperar su superación sino su generalización. [53]


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El conflicto de clases latente en nuestras democracias occidentales puede hacer oscilar los gobiernos hacia la derecha o hacia la izquierda, pero el sufragio universal, que representa el principio de igual participación política, contiene a la derecha; mientras que el control privado sobre los medios de producción de la riqueza contiene a la izquierda. Este centrismo obligatorio de nuestras democracias occidentales acaba propiciando, como indiqué anteriormente, una ausencia de verdaderas alternativas políticas, convirtiendo la política en una cuestión de gestión técnica y manejo de variables macroeconómicas cuyo fin es preservar el statu quo; lo que lógicamente debe provocar apatía en el electorado y desincentivar la participación. Clases medias, Estado de bienestar, competencia de partidos, individualismo posesivo, desigualdad económica, despolitización de las masas y final de la historia forman una constelación y un ensamblaje perfecto. A una conclusión similar llegó el sociólogo Peter Glotz, creador del concepto sociedad de los dos tercios al que antes aludí. Según Bobbio, haciéndose eco de esta teoría: La razón de la dificultad de cambiar de política en la sociedad de los dos tercios depende del hecho de que bastan los consensos de los dos tercios para gobernar y que entonces el tercio sobrante (el más pobre) ya no interesa (...) Y los dos tercios están compuestos por personas por lo menos parcialmente satisfechas de su condición y que por lo tanto ya no sienten un estímulo por votar a la izquierda(25). Lo que hace proclamar a Vattimo que: «La tarea de la izquierda sería afirmativamente la de defender los derechos de los débiles en una sociedad en donde los débiles son una minoría

(25)

N. Bobbio, G. Bosseti, G. Vattimo, La izquierda en la era del karaoke, trad. de Guillermo Piro, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1997, p. 34.

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electoral, mientras el resto se reúne en torno a una mayoría estable»(26). Esta realidad no tiene por qué llevarnos al pesimismo sobre la posibilidad de construir una democracia participativa. Lo que debemos tener claro es que mientras no se democratice la estructura económica y productiva de la sociedad aquella no será viable. Pero ¿cómo habría que organizar la sociedad para que cumpliera lo más plenamente posible nuestro derecho a codecidir en todos y cada uno de los ámbitos compartidos?

b) Democracia de consejos más democracia de partidos Macpherson, un liberal lúcido y honesto, hace en su libro La democracia liberal y su época una sugerencia en este sentido. La organización política de esa sociedad podría ser una combinación entre un sistema piramidal de consejos y una competencia de partidos. Este sistema se iniciaría en el entorno más inmediato de la fábrica y la ciudad, con democracia directa en la base y democracia delegada en todos los niveles por encima de él. Los delegados recibirían instrucciones precisas de sus representados, siendo plenamente responsables ante éstos. Cualquier encargado de tomar decisiones y formular cuestiones en ámbitos superiores estaría sometido no solo por mandato imperativo a sus electores sino por la posibilidad de ser reelegido o revocado. Los partidos competitivos podrían seguir existiendo con otra función diferente que la de realizar transacciones entre intereses de clase. Es previsible que en una sociedad sin clases existieran distintas formas de gestionar el Estado y diferencias en cuestiones importantes como asignación general de recursos, planificación ambiental, inmigración, desarrollo tecnológico,

26)

Ibid, p. 35.

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etc. Pero habrían de tener idéntica estructura participativa y piramidal. Democratizar la economía exigiría reducir las actuales desigualdades sociales y económicas; lo que no consiste solo en la redistribución del ingreso que efectúa el Estado de bienestar, ni siquiera en el incremento del control obrero en el ámbito de la fábrica, sino en la gestión pública de toda la riqueza acumulada y de los recursos naturales y tecnológicos existentes en la sociedad. Es importante tener presente que lo que está en juego en esta reflexión sobre la democracia plena, como aplicación del principio de cooperación, no es la cuestión de más o menos ingreso, como cree el apropiador-consumidor, sino de más o menos poder. Hasta aquí Macpherson realiza una lúcida reapropiación de las tesis marxista. Pero también, en cierto modo, supera algunas de sus lagunas. Lo que quiero decir es que si bien el liberalismo ha ignorado sistemáticamente que el derecho a la acumulación ilimitada de recursos económicos destruye las condiciones de igualdad que permiten la realización del ideal democrático; el marxismo, por su parte, al negar cualquier margen de autonomía de la esfera política respecto a la económica acaba deslegitimando toda forma de desacuerdo y escorando hacia el autoritarismo. Y es que el marxismo, como es sabido, considera que el Estado y las instituciones políticas son tan solo un instrumento de la lucha de clases, de modo que en la sociedad poscapitalista, lograda la igualdad social, aquél debería desaparecer. La reducción de todo conflicto a intereses de clase supone ignorar, en primer lugar, la múltiples formas que asume históricamente la dominación, como la de los varones sobre las mujeres, de los burócratas sobre los clientes, de unos grupos étnicos y raciales sobre otros, de unas religiones sobre otras, de los centros urbanos sobre los rurales, de los que dirigen sobre los que producen, etc. En segundo lugar, aunque pudiéramos acceder a una sociedad sin dominación, aún subsistirían diversos modos [56]


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legítimos de entender el interés colectivo, la forma de asignar los recursos sociales o el orden de prioridades respecto a la satisfacción de las necesidades. Estas diferencias exigirían presumiblemente la existencia de mecanismos públicos de discusión y negociación para tomar las decisiones comunes. Poner bajo sospecha el desacuerdo acaba negando el derecho de los individuos y los grupos a defender sus intereses en un marco institucional abierto y plural. Estoy, por tanto, plenamente de acuerdo con D. Held en que: Después de la revolución, existe el peligro acusado de que solo pueda haber una forma genuina de política, puesto que ya no existen fundamentos que justifiquen el desacuerdo esencial. El fin de las clases significa el fin de toda base legítima de disputa: únicamente las clases tienen intereses irreconciliables. Es difícil resistirse a la opinión de que, implícita en esta postura, está la propensión a una forma autoritaria de la política. Ya no hay un lugar para fomentar y tolerar sistemáticamente el desacuerdo y el debate sobre los asuntos públicos. Ya no hay lugar para la promoción institucional, a través de la formación de grupos y partidos, de posturas opuestas. Ya no hay un ámbito de acción para la movilización de posturas políticas contrapuestas(27). El modelo de socialismo democrático que propongo supone reformar tanto la esfera del Estado como de la sociedad civil para que sean susceptibles de control público. Pero reformar ambas esferas no significa abolir ninguna de ellas o reemplazar la una por la otra, tampoco dejar los derechos de los individuos y las minorías a merced del poder de la mayoría. El Estado, democratizado por innumerables procesos de participación ilustrada y por una pluralidad de partidos, debe seguir existiendo como

(27)

D. Held, Modelos de democracia, p.177.

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autoridad suprema que regule y dirima los conflictos de la sociedad civil, garantizando, asimismo, la protección de los derechos constitucionales de individuos y minorías. También debe seguir existiendo una amplia esfera (familiar, cultural, económica, etc.) de interacciones no controladas directamente por el Estado en la que los individuos y asociaciones sean los protagonistas. Empresas cooperativas, medios de comunicación independientes, centros sociales, espacios lúdicos, colectivos de productores y consumidores son imprescindibles para que los ciudadanos controlen sus contextos vitales sin interferencias de terceros. Naturalmente, siempre que esta esfera excluya cualquier forma de desigualdad o dominación, como la que se produce por la excesiva concentración de recursos productivos o por el predominio de ciertos géneros, razas o culturas sobre otros. Defender la democracia económica, invalidar el derecho a la acumulación ilimitada de riqueza y reducir al mínimo la desigualdad en la propiedad y control de los medios de producción no significa necesariamente eliminar el mercado. Se trata más bien de establecer los límites dentro de los cuales éste es un mecanismo legítimo de generación y distribución de riqueza.

c) Lo que puede y no puede comprar el dinero El mercado es una institución donde se intercambian bienes y servicios, se ponen en contacto los oferentes y los demandantes. El dinero es el medio universal de este intercambio, medida de equivalencia entre las mercancías. Sin embargo, no todos los bienes son mercancías, no es lo mismo el precio que el valor. Es por tanto correcto preguntar con Walzer: ¿Qué es lo que se puede comprar?, ¿cómo se distribuye? Y en ese orden precisamente. Los intercambios obstruidos, es decir, los bienes que se sustraen a la esfera del mercado en función del significado social [58]


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con el que fueron concebidos y creados, en opinión de Walzer, serían los siguientes: 1. Los seres humanos no pueden ser comprados ni vendidos. Ni las personas ni su libertad, sino exclusivamente su poder laboral y las cosas que ellas hacen. 2. El poder político. No se pueden comprar o vender los votos, por ejemplo. 3. La justicia en materia criminal. Ni los jueces, ni los jurados ni el acceso a abogados defensores pueden tener que ver con el dinero. 4. Las libertades básicas de expresión, prensa, religión, etc., se deben garantizar a todo ciudadano con independencia de su poder adquisitivo. 5. Los derechos al matrimonio y a la procreación. 6. El derecho a abandonar la comunidad política. 7. Las obligaciones para con la comunidad, tales como ejercer de jurado, el servicio militar obligatorio, etc. 8. El acceso a los cargos públicos o la obtención de títulos profesionales. 9. Los servicios públicos básicos. La seguridad, los servicios sanitarios y la educación no pueden depender de los ingresos. 10. Los intercambios desesperados en el marco laboral. Derechos como la limitación de la jornada laboral, el salario mínimo o la seguridad en el trabajo no pueden rebajarse en función de la necesidad económica. Sería una forma de esclavitud. 11. Premios y honores públicos. 12. La gracia divina. 13. El amor y la amistad. 14. Cualquier venta que pueda considerarse delictiva: heroína, órganos vitales, armas, etc.(28). Lo que sí puede comprar el dinero legítimamente son aquellos objetos y servicios que no son suministrados colectivamente y que resultan, sin embargo, útiles o agradables. (28)

M. Walzer, op. cit., pp. 111-114.

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Desde mi punto de vista, una esfera de mercado autónoma del poder político es necesaria para constituir el sí mismo, la individualidad. La proliferación e intercambio de objetos útiles o inútiles fruto de la creatividad y el esfuerzo humano contribuyen a expresar nuestra diferenciación y unicidad. La forma de vestir, los lugares donde viajamos, la decoración de nuestras casas, las aficiones que cultivamos, la gastronomía que preferimos, simbolizan nuestra forma de ser. Sin la existencia de esta esfera el mundo se empobrecería y el valor de nuestra autonomía existencial, lo que llamamos privacidad, también. El comerciante es el alcahuete de nuestros deseos. Pero mientras no esté vendiendo seres humanos o votos o influencia política, mientras no acapare el mercado de trigo en tiempos de escasez, mientras sus coches no sean trampas mortales y sus camisas no sean inflamables, se trata de un alcahueteo inofensivo(29). También es justo que no todo el mundo sea tratado de la misma manera en el mercado, pues quien produce objetos más atractivos o interesantes para los demandantes es lógico que reciban un precio mayor que el que ofrece bienes de escasa utilidad o agrado. Lo cual sirve de estímulo para complacer al comprador y multiplicar su satisfacción, sin que por ello pueda afirmarse que el éxito en el mercado sea necesariamente producto del mérito. Como indica Walzer con razón «el mercado no reconoce el merecimiento. La iniciativa, el espíritu emprendedor, la innovación, el trabajo duro, la negociación despiadada, la prostitución del talento: todo ello es a veces recompensado, otras veces no»(30). Alguien puede convertir una obra mediocre con una cantidad de trabajo mínima en un best-seller y la obra de un genio puede

(29) (30)

Ibid., p. 121. Ibid., p. 120.

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tener problemas para venderse. La buena o mala fortuna supera no pocas veces al talento a la hora de explicar el éxito. Sin embargo, por el carácter predominante del dinero, por su capacidad más que demostrada para invadir el resto de las esferas y mercantilizarlo todo, se hace necesario perfilar con mucho más detenimiento su ámbito de actuación legítima.

d) Separar consumo y pertenencia y poner límites a la excesiva acumulación Además de las obstrucciones que evitan la tiranía del mercado en aquellos ámbitos cuyos bienes tienen un significado no mercantil, hay que aplicar redistribuciones que eviten el monopolio de las ventajas que conlleva el dinero incluso dentro de su propia esfera. Esto último tiene que ver con el hecho evidente de «que el mercado produce y reproduce desigualdades; los particulares acaban con más o menos, con cantidades distintas y con distintos tipos de posesiones»(31). La primera redistribución tiene que ver con el vínculo que en sociedades tan mercantilizadas como la nuestra se establece entre dinero y pertenencia. Es lo que se conoce sociológicamente como estanding o nivel de vida. Entiendo por ello «el conjunto de exigencias sociales y culturales relacionadas con el consumo en un momento histórico dado»(32). Lo que este término designa es que, en una determinada sociedad, por debajo de un umbral de consumo no solo se es pobre sino que se pierde status, valor social. Si no poseemos cierto número de cosas, no podemos ser ciudadanos de primera ni estar socialmente reconocidos. Destruir la correspondencia entre reconocimiento social y consumo exigiría redistribuir la renta en la forma de un ingreso (31) (32)

Ibid., p. 118. Definición tomada de J. Cueto, La sociedad de consumo de masas, Salvat, Barcelona, 1983, p. 7.

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ciudadano universal, como rezaba la propuesta de A. Gorz, a la que me referí en mi obra La fórmula del bien. De este modo no solo erradicaríamos la pobreza sino la exclusión social que conlleva, la pérdida de la pertenencia comunitaria. Cuestión distinta es la disparidad en los niveles de consumo, uno de cuyos resultados es la acumulación de la riqueza material por parte de los empresarios exitosos. Walzer opina que mientras solo compren mercancías no hay nada injusto ni preocupante en esa acumulación, y que las objeciones al respecto tienen más carácter estético que moral: «Tienen más que ver con la ostentación que con la dominación»(33). Mi punto de vista es que esta acumulación no existiría, al menos en la forma que actualmente conocemos, si se cumplieran de un modo estricto y preciso los principios de la democracia económica que enunciaré más adelante.

e) El consumo compulsivo La segunda redistribución tiene que ver con el reparto del poder en el mercado entre oferentes y demandantes. Basta observar la apertura de las grandes superficies el día de las rebajas y la avalancha humana que espera ávida y excitada tras las puertas, abriéndose paso a empujones para adquirir una sudadera o unos pantalones más baratos, para saber quién manda en el mercado. La finalidad histórica de la sociedad de consumo, como señala acertadamente Galbraith «es quitar al comprador el poder de decisión, para transferirlo a la empresa, donde puede ser manipulado»(34). En las sociedades anteriores a la nuestra la función primordial del mercado era la de satisfacer las necesidades de los (33) (34)

M. Walzer, op. cit., p.123. J.K. Galbraith, La sociedad opulenta, Ariel, Barcelona, 1973.

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compradores. La competencia entre los productores se centraba en el dominio de los mecanismos de producción a fin de disminuir los costes de producir una mercancía. Sin embargo, el incremento desmesurado de dicha productividad, como consecuencia de la aplicación de las nuevas tecnologías industriales, hacía inviable la constante creación de beneficios, al provocar, antes o después, una saturación de la demanda. Es lo que se denomina técnicamente «crisis de sobreproducción». La más famosa fue el crack del 29, que llevó al aparato industrial y financiero a replantearse las estrategias de supervivencia del sistema y la estabilidad de su tasa de beneficio; tasa que es el aire que respiran los pulmones del capitalismo, aquejados en la actualidad de un grave cuadro respiratorio debido a la inhalación masiva de activos tóxicos. El paso de una sociedad centrada en la producción a otra centrada en el consumo puede ejemplificarse con la industria del automóvil en Estados Unidos. En 1920, el 85% de los costes de fabricar un automóvil estaba destinado a trabajadores e inversores. En 1990, tan solo el 60% de estos costes se dirigían a dichos grupos, destinándose el resto a diseñadores, ingenieros, estilistas, planificadores, estrategas, especialistas financieros, ejecutivos, abogados, publicistas, etc.(35) Los datos demuestran hasta qué punto se volvió crucial el control de las decisiones que inducen al consumo por parte de la empresa. A través de la publicidad y el marketing, amparados en el avance de los medios de comunicación de masas, el capital crea, para su propio beneficio y expansión: Una masa de consumidores capaz de engullir homogéneamente, dócilmente, y a un ritmo similar al de la producción, tal volumen de bienes y servicios. Se trataba, en definitiva, de producir necesidades. Y necesidades de masas (...). La necesidad (35)

Judith Gociol, Naomi Klein y el fin de las marcas, Campo de ideas, Madrid, 2002, p. 88.

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de producir más y más rápido para obtener cada vez mayores beneficios hace imprescindible que el consumo sea también mayor y que se produzca a un ritmo continuado(36). Frente a la falsa naturalidad con que se suelen revestir fenómenos históricos contingentes —cuando no se miran con la suficiente perspectiva—, hay que afirmar que la sociedad de consumo no obedece a una necesidad histórica ni está inscrita en la naturaleza humana, sino que responde a una exigencia puramente económica. La relevancia de este hecho se debe a que sustituye el reinado del consumidor por el reinado del productor. La oferta produce su propia demanda. Incluso el propio consumidor, el devorador compulsivo de bienes y servicios, es producido en serie por aquélla. En una sociedad donde se sobrevalora artificialmente la importancia real de los bienes y servicios para nuestra felicidad, en función de las estrategias de manipulación con que son inducidos, se tiende a no saber distinguir entre necesidades primarias y secundarias o entre simples deseos y necesidades. La sociedad de consumo impone al ciudadano, por la vía del status y el miedo a la marginación, la deglución de una cantidad ingente de productos tales como un hogar equipado con arreglo a la última moda, un coche de lujo que escenifique la salud de nuestros negocios, un chalet ubicado en una zona marítima, educación superior para los hijos, un viaje anual de vacaciones a la playa o a países exóticos, el acceso frecuente a buenos restaurantes, la práctica del esquí, el golf y la equitación, etc. Una vez convertidos estos bienes superfluos en necesidades —a través de procesos calculados de seducción mediática que penetran en nuestro inconsciente—, nos volvemos adictos al consumo, perdiendo el poder sobre la decisión de comprar y vender,

(36)

J. Cueto, op. cit., p. 7.

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y sobre el contenido de lo que compramos o vendemos. La relación con las mercancías se vuelve compulsiva y libidinal. Los defensores de este sistema podrían objetar que esta sociedad incrementa exponencialmente nuestro sentimiento de bienestar al proporcionarnos una variedad de sensaciones, oportunidades y experiencias agradables entre las que elegir. Sin embargo, un alto ejecutivo de la empresa General Motors, Charles Kettering, definió con insuperable lucidez el éxito de la estrategia del consumo no sobre la base del placer que difundía sino del control de la insatisfacción que generaba: «La clave para la prosperidad económica consiste en la creación organizada de un sentimiento de insatisfacción»(37). El objeto de consumo está diseñado para provocar adicción psicológica en el consumidor y, al igual que cualquier tipo de sustancia adictiva, basa su placer no en un sentimiento positivo y sereno de satisfacción, sino en el alivio de la ansiedad que previamente produce. El tabaco, el juego, la videoconsola, ropa coqueta, el móvil, la televisión, el coche, el gimnasio, las vacaciones, Internet..., así como la diversidad de marcas que patrocinan cualquiera de esos productos, configuran un espejismo psicoadictivo que nos somete a la maquinaria consumista. La adicción al consumo no es un problema aislado que sucede a personas con menor nivel de autocontrol, sino una patología social generalizada. No podemos extrañarnos de la precocidad con que se inician nuestros adolescentes en el consumo de drogas, si ya desde niños son víctimas de una multitud de traficantes legales que, a través de la televisión, operan en el espacio de su propio hogar. Comparar el objeto de consumo con las sustancias psicoactivas no es una exageración ni una metáfora. Los síntomas son prácticamente idénticos: un sentimiento de euforia pasajero cuando se consume; ansiedad y frustración previa y posterior al acto

(37)

Rifkin, Jeremy, El fin del trabajo, Paidos, Barcelona, 1997.

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de consumir; un aumento de la tolerancia que exige niveles progresivos de consumo; la pasividad en el disfrute; y la disposición a realizar grandes sacrificios para obtener la dosis. No existe pasión o dependencia que no lleve aparejada un elevado grado de degradación moral. Nuestro sentido de la justicia, que requiere un mínimo de sobriedad, autocontrol e independencia interior, se debilita a consecuencia de esta adicción que nos hace capaces de permitir, sin apenas sentimiento de culpa, el subconsumo de las tres cuartas partes de la población o la destrucción del planeta antes que renunciar a los niveles de consumo que el sistema nos impone. La exigencia de inmediatez del fenómeno consumista, la sumisión al presente que la acompaña, desincentiva la voluntad política de cambio, que tiene su centro de gravedad en el futuro. Como dice Z. Bauman: La satisfacción del consumidor debe ser instantánea, dicho en un doble sentido. Es evidente que el bien consumido debe causar una satisfacción inmediata, sin requerir la adquisición prevista de destrezas ni un trabajo preparatorio prolongado; pero la satisfacción debe terminar enseguida, es decir, apenas pase el tiempo necesario para el consumo. Y ese tiempo se debe reducir al mínimo indispensable(38). Es previsible que en una sociedad de este tipo, cuyos miembros están completamente enganchados a los reclamos del sistema, el poder de la multitud haya sido secuestrado por el aparato de producción. Al igual que a esas prostitutas a las que los proxenetas inyectan heroína para provocar su sumisión, haciendo innecesario el uso de la fuerza, los grandes magnates del comercio y las finanzas han conseguido anular, mediante la incitación

(38)

Z. Bauman, La globalización. Consecuencias humanas, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, p. 36.

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al consumo, nuestra capacidad de resistencia, forzando el conformismo a un modo de vida injusto e irracional. Se suele afirmar que un individuo ha cruzado el umbral de lo patológico cuando la dependencia de una determinada sustancia le acarrea una alteración significativa en su modo de vida habitual. Si este concepto de patología lo trasladamos al plano colectivo —entendiendo que un consumo sostenible es aquel que podría generalizarse a todos los habitantes del planeta sin agotar los recursos existentes y manteniendo, al mismo tiempo, un elevado índice de desarrollo humano—, ¿cómo habría que calificar un consumo como el de Estados Unidos o el de Reino Unido, que necesitarían cinco y tres planetas respectivamente para generalizar su estilo de vida, según cálculos del Global Foorprint Network? Quien está dispuesto a consumir pagando el precio de la destrucción del planeta, de hacer inviable la vida de sus bisnietos y de mantener en la miseria a la mayor parte de los miembros de su propia especie no puede considerarse una persona sana y equilibrada, sino un cínico o un yonqui. Es difícil, si no imposible evitar políticamente el control sobre el consumidor por parte de las grandes corporaciones económicas. Sin embargo, una regulación de los espacios y modos publicitarios ayudaría enormemente a subvertir este poder.

f) Publicidad y contrapublicidad A finales de la década de los ochenta el capitalismo cambió sus objetivos. Las empresas se dan cuenta de que lo importante no es fabricar productos sino marcas, es decir, imágenes, valores, estilos de vida de los que el objeto es mero portador. Estas marcas son codificadas con un logo que identifica la imagen de la empresa y que, en su condición de bien simbólico, no está atado a ningún territorio determinado. Como apunta Naomi Klein, «esta fórmula resultó ser enormemente rentable y su éxito lanzó a las empresas a una carrera [68]


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hacia la ingravidez: la que menos cosas posee, la que tienen menor lista de empleados y produce las imágenes más potentes, es la que gana»(39). Desde entonces las marcas, sea Nike, WaltMart, Zara, Hilfiger, Microsoft o Mercedes, ejercen un poder totalitario sobre nuestros espacios y opciones. La prueba más evidente de esta colonización la tenemos en el modo en que la publicidad se ha apropiado del espacio público para convertirlo en un constante reclamo al consumo. Miles de mensajes orientados con ese objetivo saturan el entorno televisivo, radio, autobuses, estaciones de metro, papeleras, buzones, fachadas, ropa. La publicidad nos cambia la mirada y la forma de relacionarnos con la realidad, convirtiéndola en un inmenso escaparate destinado únicamente a nuestro disfrute privado. Nos impide tomar conciencia colectiva del mundo que hemos creado y del que podríamos crear en común, destruyendo, en suma, nuestra sociabilidad y despolitizando la experiencia cotidiana. Además de la disminución y erradicación de soportes publicitarios del espacio público, un segundo paso para recuperar el poder del consumidor consistiría en hacer efectiva la prohibición de la publicidad engañosa. Por engañosa no me refiero solamente a la abundancia de panaceas fraudulentas, productos de adelgazamiento o juguetes que parecen moverse autónomamente ocultando la mano, sino a todo intento de transferencia de valor a un determinado producto por su asociación con otros objetos, experiencias o símbolos sociales con los que no guarda una relación directa y contrastada. En tercer lugar, habría que promocionar el comercio justo y responsable, tal y como ya lo hacen miles de tiendas diseminadas por la geografía europea. Para ello sería preceptivo que todos los productos y servicios incluyeran un certificado de producción que avalara, al menos, su carácter ecológico, así como (39)

Naomi Klein, No logo, trad. de Alejandro Jockl, Paidós, Barcelona, 2007, p. 130.

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la justicia de las condiciones laborales y salariales de quienes lo han producido. En cuarto lugar, avanzar en la creación de amplias cooperativas de consumidores que, debido a su mayor poder de compra respecto al insignificante, a efectos de mercado, consumidor individual, tendrían correlativamente un mayor peso negociador frente a los grandes grupos industriales. En quinto y último lugar, se debe modificar la estructura caracterial y motivacional que el consumismo ha generado y por la que después se justifica. La identificación entre felicidad y bienestar material, entre desarrollo y niveles de consumo, desmentida, como señalé, por irrebatibles estudios científicos, significa la alineación de nuestra autonomía existencial. Todos los bienes tienden a mercantilizarse y los que no se pueden mercantilizar se devalúan: el placer de respirar, apagar la sed, reflexionar, meditar o pasear. El presupuesto erróneo, en términos psicológicos, de la sociedad de consumo es que incrementando y diversificando el estímulo se incrementará el placer de la respuesta. Esto genera, a medio plazo, un aumento de la tolerancia y, por consiguiente, una necesidad de seguir incrementando y diversificando el estímulo, de modo que el sujeto queda de-subjetivado y sometido libidinalmente al producto o servicio como en cualquier adicción. Una estrategia diferente para mejorar el disfrute sin perder nuestro poder consistiría en controlar la respuesta —en vez del estímulo— mediante procesos de relajación y meditación que nos permitieran absorbernos plena y gozosamente en el ahora. No sería necesario de ese modo incrementar permanentemente la intensidad del estímulo —que depende del vendedor— para mantener el mismo nivel de gozo; sino incrementar la intensidad de nuestra respuesta —que depende de nosotros. Es justo reconocer, en resumen, que por la propia naturaleza del mercado, deben ser los consumidores y no los productores los que lo gobiernen. El beneficio, más allá de la esfera de la necesidad, solo es legítimo cuando va a destinado a premiar [70]


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a quien satisface más y mejor nuestros deseos, no a quien utiliza estrategias más potentes y eficaces para inducirlos y provocarlos. Las decisiones individuales y colectivas que asignan los recursos productivos no deben estar alienadas por el poder de las grandes corporaciones industriales y mediáticas.

g) Política y plutocracia. El chantaje de los ricos Otro tema no menos controvertido es la influencia del mercado en la esfera de la política, sea en la política interna de la empresa, sea en la del Estado. Aunque más adelante analizaré con más detenimiento el reparto del poder político dentro de la empresa, sucintamente diré que el criterio que Walzer mantiene en relación con este ámbito, y que comparto plenamente, es que los dueños de las empresas pueden gobernar legítimamente sobre las mercancías pero no sobre las personas. El gobierno de las personas pertenece a la esfera política y no a la económica. Y el criterio justo en política, como veremos, es la democracia. Pero centrémonos ahora en la política nacional, donde como sostiene Galbraith: La empresa moderna ejerce también poder en y por medio del gobierno. Nadie, salvo los beneficiarios, cree que sus pagos a políticos o funcionarios públicos son meros actos de filantropía o de afecto. Existe entre la empresa moderna y el Estado moderno una relación profundamente simbiótica, fundada en el poder compartido y la recompensa compartida(40). Es evidente la multitud de conexiones ilícitas entre el mundo de la política y el de los negocios. En España, sin ir más lejos,

(40)

J.K.Galbraith, La era de la incertidumbre, Plaza y Janés, 1981.

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son numerosos los casos de especulación urbanística, la adjudicación de contratos y concesiones de manera fraudulenta, la práctica del nepotismo, el cobro de comisiones ilegales, el soborno y el tráfico de influencias. Pero como todas esas formas de corrupción son generalmente censuradas (y en ocasiones también recompensadas) por la ciudadanía, me referiré a las formas más sibilinas y estructurales en que el poder del dinero influye y determina al poder político sin el filtro de la crítica social. Una de las más frecuentes y que, de un tiempo a esta parte, empieza a ser considerada una práctica normalizada e incluso lícita, son los lobbies, es decir, organizaciones profesionales cuyo cometido específico es tratar de influir y presionar a los miembros de las diferentes instituciones políticas para que obren a favor de los intereses corporativos de sus representados. Se calcula que en Bruselas operan actualmente unos 15.000 lobbistas y unas 2.500 organizaciones, según informaciones aparecidas en el diario el País, que actúan a favor, entre otros, de las grandes compañías del sector químico, de las telecomunicaciones, del sector agrario o de los dos gigantes del petróleo y la comunicación como Exxon Mobile o Toyota Motor Europe. En el mismo artículo se sostiene que según algunos investigadores tan rigurosos como Cristian Lequesne, en 1996 solo el 3% de las propuestas legislativas de la Comisión obedecieron a la iniciativa de los servicios dependientes de este organismo. El resto, como afirma el eurodiputado español David Hammersteinde, han sido «patrocinadas o redactadas previamente en un despacho de abogados por encargo de alguna gran empresa o grupo de presión». Lo que más me asombra de esta práctica es la cínica naturalidad con la que es aceptada por parte de la clase política que, lejos de proponer su prohibición, pretende regularla para darle, según dicen, mayor transparencia. Se nos vende como un gran avance la propuesta (que tal vez ni siquiera llegue a aprobarse) de conceder al ponente la opción voluntaria de adjuntar a los proyectos jurídicos de cualquier órgano comunitario la «huella legislativa», es decir, el conjunto de [72]


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aportaciones significativas provenientes de los grupos de presión. Pero hasta la mente más ingenua y obtusa sería capaz del siguiente razonamiento: si estos grupos de presión existen y viven de una actividad que consiste en influir en los cargos públicos para que legislen a favor de los intereses privados de sus representados, debe ser porque son efectivamente rentables para sus clientes, lo que implica que proporcionalmente se han sacrificado los intereses generales de los electores a los que esos cargos públicos representan. La concepción marxista de que el parlamento de las democracias liberales es el consejo de administración de los grandes capitalistas adopta con los lobbies una forma socialmente respetable. Tal vez esta sospecha a algunos les parezca exagerada, pero ¿puede alguien creer honradamente que del acoso y seducción sistemático por parte de millares de lobbistas al conjunto de representantes políticos y funcionarios puede resultar el bien común?, ¿se puede creer honradamente en la independencia del poder político respecto al económico? Esta cuestión, pese a todo menor, de los lobbies debería por sí misma dirigir nuestra mirada al origen y raíz de la incompatibilidad entre capitalismo y democracia que vengo planteando. Incompatibilidad que no nace de una posición ideológica sino de una evidencia incontestable: mientras el aparato productivo de una comunidad, con el que se cubren de forma habitual las necesidades de su población, esté en manos de una minoría de capitalistas, el poder político de esa comunidad estará necesariamente hipotecado a la inmensa fuerza negociadora de esa poderosa minoría, convirtiéndose la forma de gobierno, por debajo de los disfraces ideológicos que puntualmente adopte, en una oligarquía o una plutarquía. Esta hipoteca se eleva a una condición endémica en un mundo concebido como un mercado globalizado, donde los capitales, condición necesaria del desarrollo económico de un país, se mueven libremente a la velocidad de la luz en busca de su constante incremento; y la capacidad de intervención de los gobiernos, e incluso de negociación, es prácticamente liquidada en beneficio de las grandes transnacionales. [73]


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Con independencia del ámbito de que se trate, solo puede garantizarse la autonomía de la esfera política respecto a la del dinero a través del control democrático de los sectores económicos estratégicos.

h) Los principios de una democracia económica coherente con la fórmula del bien(41) Entre los que, en Estados Unidos, son conscientes de la amplitud del problema, son identificables dos tendencias. Hay quien tiene confianza en las élites y en las aristocracias, en los empresarios y en las grandes firmas. Están convencidos de que toda la sociedad debería adaptarse de forma más estricta al sistema económico vigente, al que desean mantener tal cual. Es el ideal del mejor de los mundos, en el que el individuo está condicionado a mantener o sostener un orden establecido para él por quienes son más sabios. Otros, en cambio, creen que en el marco de una sociedad realmente democrática se podrá resolver el problema de la industria mediante una intervención de los mismos productores y consumidores. Tal acción, meditada y responsable, constituye una de las encarnaciones posibles de la libertad en una sociedad compleja. Pero, como hemos mostrado en este artículo, no puede tener éxito en esa empresa más que inscribiéndola en una visión global del hombre y de la sociedad muy diferente de las que nos ha legado la economía de mercado. KARL POLANYI He mantenido que del imperativo práctico que exige tratar con respeto a los seres libres y cuidado de los vulnerables se derivan cinco subprincipios que le dan contenido, y que son el soporte

(41)

Para profundizar en el contenido de estas norma supremas ver mis dos trabajos La fórmula del bien. Manual de justicia para ciudadanos del mundo y El mito de la colmena. Breve aproximación a la fórmula del bien. Éride Ediciones, Madrid, 2009 y 2010 respectivamente.

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ético de la democracia económica e integral. Si atendemos a la primera parte de la norma, aquella que ordena el respeto a los seres libres, son dos las opciones posibles que se nos pueden presentar en función de si la libertad que debemos respetar es la que tiene que ver con las decisiones en las que somos los únicos o principales afectados (libertad individual), o aquellas otras que tomamos en calidad de miembros de un grupo (libertad colectiva). De donde emanan el principio de individualidad, que establece el derecho de toda persona a expresar libremente su personalidad y desarrollar sus capacidades. Y el principio de cooperación, que proclama el derecho de cada individuo a participar en la configuración de los contextos comunes que condicionan sus acciones. Si atendemos a la segunda parte de la norma, la que se refiere al cuidado de la vulnerabilidad, observamos una segunda bifurcación, que tiene como base las dos formas en que los seres humanos podemos ser vulnerables (las necesidades naturales y la interferencia de terceros). El que he llamado principio de responsabilidad exige hacernos cargo de los sufrimientos que tienen su origen en la fragilidad de la vida (hambre, ser, frío, enfermedad, etc.). Y el que he llamado principio de no dominación, nos insta a liberar a todo ser sintiente de los sufrimientos provocados por la violencia de los otros. Por último el quinto, denominado principio de igualdad, obliga a extender a todos los seres libres y vulnerables el mismo grado de respeto y protección. Desde mi punto de vista todos los dispositivos sociales, políticos o económicos, en este caso la democracia económica, han de ser justificados en base a dichos principios. Excede las pretensiones de este trabajo elaborar técnicamente un modelo económico alternativo al capitalismo vigente, lo que es sin duda el mayor reto al que se enfrenta la ciencia económica actual. Mi objetivo es más bien ofrecer un marco normativo dentro del cual pueda enjuiciarse qué efectos del mercado son ética y políticamente aceptables y cuáles merecen ser, por el contrario, corregidos o rechazados. El supuesto de mi planteamiento es que el mercado, como cualquier otro dispositivo económico, tiene un [75]


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carácter meramente instrumental y debe como tal estar subordinado a los intereses y fines que los ciudadanos determinen. Acepto el concepto de encastramiento (embeddedness) de Polanyi, quien ha demostrado que la economía jamás ha sido una dimensión autónoma dentro de la sociedad, como nos ha querido hacer ver el pensamiento liberal; y que la sociedad de mercado no fue el resultado de un proceso espontáneo e inevitable de la evolución histórica, sino una utopía surgida en occidente en el siglo XIX, impuesta y sostenida a partir de reglamentaciones e instituciones políticas. No podemos confundir los mercados, que han existido siempre, con la sociedad de mercado, que solo puede funcionar en el marco de diversas instituciones (banco central, leyes liberalizadoras, derecho racional, separación de poderes, motivaciones crematísticas, etc.) y sobre la base de un imaginario social que concibe al mundo y a los hombres como valores de cambio. Se trata, en opinión de este autor, de un fenómeno sociológicamente monstruoso e inviable, una mutación del orden cultural occidental que pretende reducir al hombre, la tierra y la moneda a la condición de mercancías, subordinando toda la sustancia social a las leyes de un gran mercado autorregulado. La separación entre la esfera política y la económica tiene como consecuencia que el mundo mercantil se emancipa de todo límite, arrastrando a la comunidad a una permanente inestabilidad donde nunca hay hombres, tierras ni monedas suficientes para calmar la avidez de beneficios de los poseedores. Las desastrosas consecuencias de esta utopía se hacen visibles en los años treinta del siglo XX con la gran depresión y las dos guerras mundiales. En ese momento todas las regiones del mundo industrializado se propusieron superar la separación institucional entre economía y política, de modos tan diversos y extremos como el fascismo, el sovietismo, el new deal o el Frente Popular. Esta es la tesis principal de su obra La gran transformación(42). (42)

K. Polanyi, La Grande Transformation, op, cit., p. 53.

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El proyecto socialista de Polanyi, que comparto punto por punto, tiene como objetivo volver a inscribir la economía en la sociedad, para que cumpla con su originario sentido de establecer estructuras estables de intercambio, reciprocidad y redistribución que faciliten la integración de todos los miembros de la comunidad e impidan que cualquiera de ellos quede a merced del hambre. La economía debe estar subordinada a la política, cuyo objetivo es impulsar procesos democráticos de deliberación para lograr la justicia en la producción y distribución de bienes. Esto no supone apostar necesariamente por un modelo de planificación frente a un modelo de mercado, sino por un socialismo descentralizado donde la apropiación social de los medios de producción conviva con la autogestión privada de las unidades productivas a cargo de trabajadores y consumidores federalmente asociados. Se establecen, por tanto, dos niveles de decisión. Uno a escala nacional, en el que mediante procesos de deliberación y negociación pública se determinan las grandes orientaciones que regirán el destino del excedente social bajo el imperativo de justicia; otro a menor escala, responsable de la gestión técnico-administrativa. Existiría una doble contabilidad y un sistema dual de precios que proporcione la información necesaria sobre los costes de los factores productivos. Por un lado los precios fijos, que corresponde a intervenciones de derecho público; y por otro los precios variables, que los genera el intercambio y la negociación(43). La obra de un marxista heterodoxo como Polanyi refuerza mi convicción de que el intento de dar satisfacción a las necesidades humanas a partir de un sistema de transacciones más o menos autorregulado no ha de ser descartado a priori, como hacen ciertos planteamientos centralistas lastrados históricamente por el burocratismo y la ineficiencia; ni tampoco idealizado, como suele ser habitual por parte de posiciones neoliberales, que parecen ignorar las terribles injusticias sociales y la (43)

J. Maucourant, Descubrir a Polanyi, Bellaterra, Barcelona, 2006, p. 136.

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devastación medioambiental a que nos aboca el capitalismo en su fase actual. El rechazo de las soluciones extremas del estatismo y el liberalismo no implica tampoco la apuesta por un modelo socialdemócrata de economía mixta, que intenta equilibrar la máxima eficiencia en la producción (capitalista) y el máximo de justicia en la distribución (socialista); admitiendo, como vimos, la asimetría en el control de los medios productivos y en el disfrute de la riqueza socialmente generada. Este sería el precio a pagar por la extensión de una relativa prosperidad a todos los sectores de la sociedad, especialmente los más desfavorecidos. Desde mi punto de vista se trata de un planteamiento normativamente incorrecto, ya que mientras la justicia es un bien absoluto, la eficiencia es un bien relativo; no siendo admisible realizar transacciones entre ambos. Si todavía no hemos encontrado técnicamente un dispositivo económico global que jerarquice dichos bienes es nuestro deber inventarlo. Antes de establecer las condiciones que han de presidir una política económica que pueda ser calificada como justa, y a partir de la cual pueda buscarse sin complejos la máxima abundancia y eficiencia, mostraré brevemente la naturaleza del mercado, la razón de la fascinación que provoca cuando es pensado en su forma ideal y sus habituales imperfecciones en la práctica. El mercado es básicamente una esfera de encuentro entre demandantes y oferentes, vendedores y compradores, que intercambian mercancías a cambio de dinero. Lo que se paga es el precio. Al menos en la situación ideal de competencia perfecta, el mercado, ajustando automáticamente la oferta y la demanda de bienes y servicios, produce una asignación óptima de los recursos productivos, de los costes para las empresas y de las preferencias de los consumidores; además de suponer un poderoso incentivo para los agentes participantes en los procesos de producción. [78]


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Pongamos como ejemplo un pequeño mercado de alimentación donde existen puestos dedicados a tres únicas variedades: hortalizas, frutas y carne. Si la demanda de hortalizas es mayor que la oferta, el precio subirá por el interés del vendedor de incrementar su beneficio. Pero esta subida atraerá de forma inmediata a diversos vendedores de frutas y carnes que, al ver disminuido su margen de ganancia, empezarán a producir y vender hortalizas, provocando de nuevo un equilibrio entre la oferta y la demanda que situará los precios en su punto óptimo. Si un cambio en la dieta de los consumidores hiciera que subiera la demanda de frutas, caería el precio de las hortalizas por debajo de su coste y la mayor parte de los tenderos, orientados por los precios, migraría rápidamente hacia ese sector en alza. El equilibrio óptimo al que tiende todo mercado será aquel en que el precio del producto refleje el coste de producirlo para el vendedor —con un pequeño incremento del beneficio—, y el valor exacto que tiene para los deseos del consumidor: una unidad monetaria menos en el precio y el vendedor ya no amortizará los costes de producción (beneficio marginal); una unidad monetaria más y el comprador preferiría gastar su dinero en otro bien (utilidad marginal). Las ventajas de este sistema son evidentes. Sin necesidad de una ardua planificación colectiva, ambicionando exclusivamente nuestro provecho, se consiguen cuatro importantes objetivos. En primer lugar, el consumidor obtiene el máximo de satisfacción, orientando libremente con sus preferencias lo que debe ser producido. En segundo, no se malgastan los recursos productivos, ya que se invierte en aquellos bienes y servicios que resultan más deseables para los consumidores —por imperativo de la competencia solo se mantendrán aquellas empresas que utilicen la cantidad precisa de tierra, trabajo, capital y energía necesarios para producir el volumen exacto de bienes demandados. Quien derroche en uno de estos factores dejará de ser competitivo, al asumir unos costes que no le serán reembolsados. [79]


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En tercero, el sistema de precios ofrece una información precisa y rigurosa en cada momento que orienta permanentemente las decisiones de productores —en cuanto a inversión— y consumidores —en cuanto a la compra de bienes y servicios—, propiciando el mayor grado de rentabilidad económica y bienestar general. No es factible que una economía tan compleja como la actual pueda disponer de forma centralizada de una cantidad tan enorme de información sobre costes y preferencias para dirigir racionalmente la producción. En cuarto, el mercado proporciona, sin necesidad de una autoridad que vigile y castigue, una apariencia de justicia, incentivando económicamente aquellas iniciativas y esfuerzos que producen mayor cantidad de satisfacción a los consumidores con el mínimo coste; y sancionando la ineficiencia, la pereza y la estupidez. No es extraño que la fe en la providencia del mercado, la mano invisible de Adam Smicht, capaz de extraer el bien común de la codicia generalizada, haya fascinado a tantos espíritus brillantes. Como señala Tim Harford en El economista camuflado: En ese mundo, cada acto de comportamiento egoísta acaba revirtiendo en el bien común: me compro, «egoístamente», ropa interior porque quiero, pero al hacerlo transfiero recursos a las manos de los fabricantes de ropa interior y no perjudico a nadie. Los trabajadores textiles en China, donde se fabrica esa ropa, buscan, por motivos puramente «egoístas», el mejor de los trabajos; mientras los fabricantes buscan, por las mismas razones «egoístas», los empleados más capacitados. Y todo esto opera en beneficio de todos: los productos se fabrican solo si las personas los desean y solo los fabrican las personas más adecuadas para realizar ese trabajo. Los motivos egocéntricos son puestos a actuar en beneficio de todos(44). (44)

T. Harford, El economista camuflado, ed. Temas de Hoy, Madrid, 2007, p. 106.

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Sin embargo, por desgracia, en la práctica, el mercado, siempre imperfecto, acumula una serie de graves disfunciones que acaban por pervertir su funcionamiento: a. El comprador, con frecuencia, no dispone de la suficiente información sobre los productos para orientar correctamente sus elecciones. ¿Cómo valorar qué abogado nos defenderá mejor; qué medico diagnosticará mejor nuestra enfermedad; o qué coche de segunda mano estará en mejores condiciones? Esto hace que el precio no refleje el valor exacto que el bien o servicio tiene para nosotros, quedando a merced del vendedor más hábil y persuasivo. b. El consumidor es seducido con potentes técnicas publicitarias que condicionan su libertad de elección, lo que supone igualmente que el precio ya no reflejará tanto el valor del bien como la eficacia con que le ha sido inculcado. El oferente domina al demandante. c. Tampoco los vendedores disponen de toda la información sobre los costes, expectativas y necesidades de los consumidores. Todavía menos en un mercado global. Esto les obliga a practicar una arriesgada estrategia de ensayo-error que no pocas veces acaba en la ruina, con el consiguiente despilfarro de recursos productivos. Y en aquellas ocasiones en que el productor llega a detectar correctamente la escasez, rara vez tiene la capacidad para cambiar automáticamente hacia nuevos productos, debido a los elevados costes de las instalaciones o a la complejidad de las técnicas y conocimientos necesarios para su fabricación. El ajuste corrector entre la oferta y la demanda no es instantáneo, lo que sitúa el precio muy por encima del coste real de la mercancía. d. El control de determinados bienes escasos y necesarios perturba el sistema de precios dando un excesivo poder negociador [81]


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a los vendedores en perjuicio de los compradores. Algunos de estos vendedores suelen monopolizar la oferta de determinados productos utilizando en su provecho la escasez; así lograrán imponer los precios y las condiciones de venta a los consumidores. Un ejemplo lo tenemos en las multinacionales del gas y del petróleo, que controlan la energía; las agroalimentarias, que controlan los alimentos básicos; las empresas de telecomunicaciones, que controlan la información; las inmobiliarias, que controlan el suelo edificable; o los bancos, que controlan el crédito. Es prácticamente imposible evitar la formación de oligopolios, ya que la producción a gran escala, originada en el deseo de abrir nuevos mercados para incrementar los beneficios, exige disponer de enormes sumas de capital que hagan frente a los elevados costes de redes e instalaciones; contar con complejas y avanzadas técnicas productivas; y poner en juego una sofisticada logística capaz de extenderse a lo largo y ancho del planeta. Este proceso acaba provocando grandes concentraciones de capital en manos de una minoría de empresas transnacionales, que mantendrán una posición dominante en el mercado, y gozarán de un inmenso poder no solo sobre las pequeñas y medianas empresas, sino sobre los propios gobiernos. Estos se ven frecuentemente forzados, por el deseo de atraer inversiones a su país o bajo la amenaza de ser descapitalizados, a darles todo tipo de facilidades. El mercado, dejado a su libre albur, produce, por tanto, graves desequilibrios de poder entre los participantes y una situación de oligopolio que inhibe la competencia en perjuicio de ciudadanos, compradores y usuarios. e. Precisamente la competencia en el mercado, sea entre productores o entre consumidores, engendra necesariamente desigualdades que determinan las posibilidades de comprar [82]


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y vender en función de la solvencia económica de los diferentes actores. La asignación óptima de los recursos se realiza al margen de estas desigualdades. Este hecho lo ilustra de forma muy persuasiva José Luis Sampedro en su libro El mercado y la globalización: Supongamos una escasez de producción de leche, con oferta escasa y gran demanda, por lo que el precio de ajuste se sitúa tan alto que los pobres no pueden comprar leche para sus hijos, mientras los ricos no tienen problema para ofrecérsela a sus gatos(45). Igualmente, desde el punto de vista de la eficiencia es preferible investigar en fármacos destinados a aliviar las enfermedades de las reses del Norte que para salvar la vida a los pobres del Sur, que no tendrán dinero para pagarlos. La ecuación entre libertad y mercado muestra así su verdadera fórmula: la cantidad de libertad en una economía de libre mercado es proporcional a la cantidad de dinero disponible. f. La existencia de importantes efectos colaterales no reflejados en el precio —lo que se conoce como externalidades—, supone la destrucción del principio legitimador del mercado, según el cual la suma de egoísmos individuales produce el bien común, al dañar sin compensación a personas y colectivos que no se han beneficiado de una determinada decisión económica. Por ejemplo, comprar gasolina causa un nocivo grado de polución en las ciudades que acabarán sufriendo también aquellos que, como los viandantes, no se han beneficiado de la misma. g. La búsqueda del beneficio inmediato, que es el motor del sistema, tiene graves efectos sobre aquellos recursos naturales (45)

J.L. Sampedro, El mercado y la globalización, Ed. Destino, Barcelona, 2002, p. 39.

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cuyo tiempo de regeneración es más lento. El mercado es ecológicamente insostenible. La tala masiva e indiscriminada de árboles en la selva amazónica por parte de las industrias madereras no tiene en cuenta, por ejemplo, las graves consecuencias que esta acción tendrá sobre el planeta y sobre las futuras generaciones. El mercado ignora igualmente los bienes y objetivos públicos que no resulten rentables económicamente a corto plazo, como asilos, universidades, la cohesión territorial, un mayor desarrollo rural, la vertebración del territorio por ferrocarril, etc. La enumeración de estas disfunciones no pretende negar los efectos beneficiosos del mercado cuando es controlado y regulado por los poderes públicos; regulación que define la política económica de un país, y que puede consistir en leyes antimonopolio para garantizar la competencia; prestación directa de obras y servicios para sustituir a la iniciativa privada cuando están en juego necesidades de alta rentabilidad social pero escaso interés empresarial; vetar al sector mercantil determinadas actividades peligrosas, como la producción de armamento o la defensa; incrementar la libertad de compra de los desfavorecidos a través de subsidios y pensiones; incentivar determinadas actividades en función del interés general; gravar mediante impuestos los ingresos y transacciones para crear una vasta red de servicios sociales; controlar los flujos de dinero que tienen incidencia en el crecimiento económico a través de la fijación de tipos de interés; proteger a determinados sectores, como los trabajadores, de las fluctuaciones del mercado de trabajo, fijando unas condiciones salariales y laborales mínimas; nacionalizar empresas en quiebra de cuyo cierre pueda derivarse un grave impacto social; controlar la inflación en unos márgenes razonables para mantener el poder adquisitivo de los salarios; fijar límites a las emisiones contaminantes de determinadas industrias y ejercer una inspección sanitaria de ciertos productos especialmente sensibles; establecer aranceles para [84]


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proteger las empresas nacionales de la competencia exterior; devaluar la moneda nacional respecto al resto de divisas para tener una posición favorable en el mercado internacional de bienes y servicios; crear un sistema de formación profesional adaptado a las necesidades de la economía; invertir una parte del producto interior bruto en investigación y desarrollo a fin de mejorar la productividad del sistema económico; o asegurar un control estatal en aquellos sectores considerados estratégicos para la soberanía nacional. Todos estos modos de intervención son herramientas cuyo objetivo es poner la economía al servicio de los ciudadanos. Indicaré ahora los fines y principios, derivados del imperativo práctico, que deben actuar a modo de brújula para orientar estas intervenciones.

I. Prohibición de los intercambios desesperados Esta prohibición es exigida por nuestro principio de no-dominación, según el cual, todo sujeto debe ser protegido del poder, por parte de terceros, de interferir arbitrariamente en su libertad o en aquellos contextos que determinan sus acciones. Una regla de redistribución que garantiza esta protección sería la siguiente: El ejercicio del poder pertenece a la esfera de la política, mientras lo que ocurra en el mercado debe por lo menos acercarse a un intercambio entre iguales (un intercambio libre). Este principio desautoriza los intercambios desesperados o de último recurso, cuya liquidación práctica solo es efectiva cuando el Estado garantiza que las mujeres y hombres no tengan que regatear sin recursos por los mismos medios de subsistencia(46).

(46)

M. Walzer, op. cit., p. 152.

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La creación de un sistema básico de protección social plena —renta básica, servicios públicos universales y gratuitos, seguro de desempleo— tendría el objetivo de evitar que el trabajador, acuciado por la necesidad, pierda completamente su capacidad negociadora, su libertad ante el empleador. En ausencia de estas garantías la relación salarial se convierte en una forma de dominación. Otro mecanismo de redistribución del poder económico para evitar los intercambios desesperados ha consistido en la creación de sindicatos u organizaciones de trabajadores, que aprovechan la fuerza del grupo para negociar con la patronal con mayores posibilidades de éxito que si lo hicieran los trabajadores individuales. Éstos, llevados por la feroz competencia, correrían el riesgo de dejar a los más vulnerables excluidos del mercado. La inseguridad es en gran parte responsable de la sumisión y el conformismo de los trabajadores frente a su situación de explotación. No es extraño que el objetivo último del movimiento obrero siempre haya sido la abolición del trabajo asalariado, que concibe al trabajador como una mercancía cuyo valor viene determinado por la ley de la oferta y la demanda. La falta de medios para satisfacer sus necesidades y las de su familia hace que toda relación salarial sea, en último término, un intercambio desesperado. La mística y activista Simone Weil, en sus años de exploración personal de la condición obrera, así lo confirma: No hay escapatoria, la única compensación es la seguridad. La condición obrera debería exigir una máxima seguridad y también máxima sensación de seguridad: el obrero debe tener la certeza de que alimento, abrigo, vivienda educación para sus hijos, retiro en dignidad, que al menos esto esté asegurado y no se libre al azar del mercado(47). (47)

Citada contenida en el libro de Judith Gociol, Naomi Klein y el fin de las marcas, Campo de Ideas, Madrid, 2002, p. 32.

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Uno de los ámbitos donde actualmente se ejerce de forma más impune la explotación laboral es la prostitución. Más allá del debate entre los partidarios de abolir o regular dicha actividad, el que mayoritariamente las prostitutas sean mujeres del Tercer Mundo y rara vez nacionales (salvo en el nivel denominado de lujo), pone en evidencia que se trata habitualmente de intercambios desesperados, cuyo origen es la violencia o la miseria.

II. Un sistema fiscal progresivo Esta segunda directriz se fundamentaría en dos de los principios derivados del imperativo práctico, el de responsabilidad y el de justicia. Si el de responsabilidad exige como un derecho de toda persona ser asistido en aquellas contingencias propias de nuestra condición natural (comida, vivienda, sanidad), de donde se deriva la obligación de destinar una parte de la riqueza social a ese menester (sistema de protección social); del principio de justicia se desprende que la fórmula de ese reparto se debe proporcionar en función de la capacidad económica de los distintos agentes, exigiendo más al que más tiene. Diferentes razones justifican esta progresividad cuya validez captamos de un modo intuitivo. La primera de ellas invoca una igualdad geométrica entre los diferentes miembros de la sociedad en función de la carga y el beneficio: ya que alguien se apropia de mayor parte de la riqueza social (beneficio) es justo que sea mayor su aportación a los gastos comunes (carga). La segunda exigiría la igualdad aritmética en el esfuerzo que se pide a todos los miembros para contribuir a la caja común. De ahí se deduce que a quien le cuesta menos esfuerzo aportar la misma cantidad (por disponer de más medios) su aportación deba ser mayor. Efectivamente, si la sociedad es un vasto sistema de cooperación donde la riqueza se produce de modo colectivo, aunque el excedente no se reparta, por una infinidad de causas no [87]


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siempre imputables al mérito o el esfuerzo, de manera homogénea entre todos los agentes que participan en el proceso de su creación, es necesario establecer un principio de redistribución de la renta a través de un sistema fiscal progresivo; es decir, que grave más al que más tiene, al que ha obtenido la mayor parte del beneficio social, a fin de financiar los servicios que la comunidad está obligada a dispensar a todos sus miembros. Por un principio de justicia debe soportar mayor esfuerzo el que tiene mayor capacidad para soportarlo, que es lógicamente quien ha cubierto sobradamente sus necesidades básicas y dedica sus ingresos a satisfacer necesidades secundarias; no quien carece de bienes imprescindibles como vivienda, alojamiento o asistencia sanitaria Subyace a este principio la idea de que el aparato productivo es un bien común cuyo fin o sentido primario es el sostenimiento de la sociedad en su conjunto y no el beneficio privado de una minoría de la población. Por ello, el debate sobre el reparto del excedente económico solo debe comenzar cuando se han satisfecho completamente las necesidades básicas de todos y cada uno de los miembros de la sociedad. De otro modo se violan el principio de responsabilidad y el de justicia. Pero no basta con idear unos coeficientes justos en el reparto de la contribución social. La persecución del fraude fiscal debe ser una prioridad absoluta para cumplir con la exigencia de la democracia económica. La impunidad tributaria de que gozan las grandes fortunas y su demostrada facilidad para acceder a paraísos fiscales son un indicio más del carácter oligárquico del sistema, donde los trabajadores y pequeños autónomos, además de enriquecer a los grandes propietarios, han de soportar sobre sus espaldas el coste íntegro de los servicios públicos. Resultan irrisorias las condenas para los esporádicos casos detectados de fraude en las altas finanzas –la ley exceptúa expresamente las penas de prisión para este tipo de infracciones–, si tenemos en cuenta el daño generado a la colectividad y a cada [88]


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uno de los miembros que la componen, especialmente a los más desfavorecidos. Mientras que un pequeño delincuente acusado de robar con arma blanca cien euros a un viandante puede ser castigado con cárcel, por tratarse de robo con violencia; un defraudador, que deja de aportar a la comunidad el dinero suficiente para construir un hospital, negando de ese modo el derecho a la salud a una comarca entera de 20.000 habitantes, apenas si tiene una pequeña sanción económica. No menos escandalosa es la falta de corresponsabilidad en materia fiscal del capital financiero global, cuyo volumen anual es setenta veces superior al de los intercambios comerciales. La tasa Tobin, que es tan solo la propuesta técnica de un impuesto internacional —con el nombre de su creador— para gravar con 0,1 todas las transacciones en divisas, permitiría recaudar unos 720.000 millones de dólares anuales, un volumen de recursos suficiente para erradicar la pobreza en todo el planeta.

III. Control social del territorio y de los medios de producción estratégicos Los recursos productivos estratégicos de una sociedad —energías, materias primas, redes de comunicación, conocimientos, tecnología y territorio—, necesarios para satisfacer las necesidades básicas de la población, han de ser poseídos y controlados democráticamente por todos los miembros de esa sociedad. Omitir dicho control es convertir el poder económico en poder político, infringiendo el principio de no-dominación. Un pueblo, por ejemplo, en el que sus habitantes subsistieran gracias al sector agrario, y donde todas las tierras fueran de un solo propietario, carecería de soberanía política. Sería un pueblo sometido. Deben existir, en consecuencia, mecanismos de participación y deliberación que permitan a los ciudadanos y a los diferentes agentes sociales determinar las decisiones económicas [89]


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fundamentales: qué producir, cuánto producir, cómo distribuir los ingresos, cuánto recaudar, qué condiciones laborales deben establecerse, etc. El motivo es que solo de ese modo pueden los sujetos hacerse responsables de sus vidas y codeterminar los contextos por los que son afectados. Lo contrario vulnera el principio de cooperación. De opinión similar es M. Walzer, quien propone limitar el control privado de los medios productivos, sobre todo aquellos que tienen una enorme importancia para el desarrollo de la sociedad y una influencia relevante en la vida de sus obreros. Plantas, hornos, máquinas y líneas de ensamblaje, que requieren una importante inversión de capital, no deberían ser considerados una mercancía sin más, así «como el sistema de irrigación de los antiguos egipcios, los caminos de los romanos o de los incas, las catedrales de la Europa medieval o las armas de un moderno ejército difícilmente podrían denominarse mercancías»(48). Aunque pueda resultar polémico, el aparato productivo de un país debe ser considerado un bien público. No solo porque de él depende la supervivencia y bienestar de la sociedad, no solo porque así se garantiza la independencia política de un pueblo y el carácter soberano de sus instituciones, sino por la naturaleza social e interdependiente que asume la producción de riqueza en las sociedades complejas. El carácter holístico de la economía nacional e internacional hace imposible cuantificar el valor de cada aportación individual, y todo intento en este sentido resultará siempre más o menos arbitrario. Pensemos en la actual sociedad postindustrial, cuyas características principales son el mayor peso del sector servicios frente al agrícola e industrial; la supremacía de la cibernética sobre la mecánica como motor del desarrollo económico; y la producción de bienes intangibles e inmateriales que desplazan a los tangibles y materiales. Es fácil comprobar la naturaleza social de la producción. (48)

M. Walzer, op. cit., p. 133.

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En primer lugar, la creación, codificación, almacenamiento y procesamiento de la información, eje sobre el que pilota el sistema económico, es una función del desarrollo científico y tecnológico de la sociedad. Éste se realiza por medio de una red global de interacciones, circuitos, flujos de comunicación, universidades y centros de investigación sostenidos en la mayoría de los casos por el Estado. En segundo lugar, ninguna riqueza es posible sin la participación de una multitud de trabajadores altamente cualificados en tareas inmateriales y de otra multitud de menor cualificación que realiza las tareas materiales sobre las que se asientan aquéllas (carreteras, aviones, trenes, grandes almacenes, automóviles, rascacielos, repetidores, satélites, etc.). No tiene sentido que los dueños del capital, que han perdido el carácter de emprendedores y dinamizadores que anteriormente ostentaba el empresario tradicional, se apropien del resultado de una actividad productiva cuya naturaleza es intrínsecamente social, interactiva y cooperativa. Constatar y propugnar la socialización de los medios de producción e intercambio nadie tiene que ver, sin embargo, con la estatalización de la economía y la conversión de todos los trabajadores en funcionarios. Esta fórmula ha fracasado. En primer lugar, porque ningún sistema de planificación central puede coordinar la enorme complejidad de las operaciones llevadas a cabo en una economía como la actual, de ámbito global y centrada en el consumo. La imposibilidad de manejar y difundir toda la información disponible para tomar las decisiones óptimas supondría una asignación ineficiente de los factores productivos y, por tanto, derroche e ineficacia. En segundo lugar, la tendencia acomodaticia del ser humano, conduce, si no es por medio de algún sistema de incentivos y penalizaciones, a una disminución de la productividad. Lo que no significa que los incentivos no deban ser limitados a proporciones razonables y no tener una naturaleza exclusivamente pecuniaria. [91]


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En tercer lugar, la planificación total de la economía sustituye a la clase capitalista por una nueva clase técno-burocrática, no menos despótica y usurpadora de la riqueza socialmente producida. No hay más que ver la procedencia de los nuevos ricos en Rusia y su localización anterior en las altas esferas del partido para verificar el carácter oligárquico del mal llamado socialismo real. Deberían nacionalizarse los sectores económicos estratégicos del país, entendiendo por estratégicos los destinados a satisfacer las necesidades fundamentales de la población; pero tan solo si existen instituciones plurales fuertemente participativas que garanticen su control democrático. Este sería el espacio de la planificación. El resto de sectores productivos serían gestionados por los propios trabajadores dentro de un sistema de libre mercado, una de cuyas reglas sería la total transparencia de los datos, técnicas, productos, precios e innovaciones utilizados en la producción. No hay que olvidar que la privatización del conocimiento constituye el mayor lastre para el desarrollo económico en la actualidad. Por último, debería existir un amplio sector de autónomos y pequeñas empresas, que facilite un acoplamiento flexible del sistema económico a las necesidades reales de los usuarios; y una banca pública que dirija y garantice, a través del crédito, las inversiones necesarias. La especulación financiera sería directamente suprimida. Un ejemplo escandaloso de esta usurpación de lo común lo tenemos en la descodificación del genoma humano, que permite al sector privado acceder a las claves genéticas de nuestra constitución como especie. ¿Cómo pueden patentarse y ser objeto de apropiación privada conocimientos que afectan a lo más íntimo y nuclear de nuestra naturaleza, y que además son la base del desarrollo biosanitario de las próximas décadas? Otro ejemplo de cómo la privatización de bienes básicos para el desarrollo de la sociedad influye negativamente sobre la vida de la gente y de cómo un derecho se convierte en un negocio es la dificultad para acceder a una vivienda digna. Toda [92]


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una generación vive hipotecada a las entidades financieras, aportando en muchos casos el sueldo íntegro de un miembro de la pareja (el que la tenga), a fin de poder hacer frente al pago de un piso artificialmente sobrevalorado en más del triple de su precio real de construcción. El motivo de este robo (apropiación indebida) a la colectividad no es otro que la especulación urbanística en la que colaboran el capital inmobiliario, la banca, los grandes constructores y las empresas urbanizadoras. Hipoteca no significa solo que uno se haya gastado anticipadamente todo lo que ganará a lo largo de una vida y necesite ajustarse el cinturón para salir adelante; significa, también, que todos los derechos y libertades del trabajador ante el empresario se han vuelto precarios, a sabiendas de que el despido impediría la amortización de la deuda y la probable subasta de la vivienda por el banco. Significa, por último, que las decisiones personales, incluidas la de formar o no pareja, también están condicionadas, debido a que un solo sueldo es insuficiente para devolver el préstamo. Las hipotecas exhiben el retorno, en pleno siglo XXI, a un nuevo feudalismo, donde la mayoría de los ciudadanos, como los antiguos siervos de la gleba, trabajan, además de para su jefe directo, para saldar una deuda vitalicia, artificialmente sobrevalorada, con las oligarquías económicas y financieras. El servilismo del poder político ante los poderes fácticos se ha puesto de este modo gravemente en evidencia. Hubieran bastado tres simples disposiciones legislativas para proteger a los ciudadanos. La primera, una ley del suelo donde todo el territorio necesario para construir ciudad, al clasificarse como urbano, pasara automáticamente a convertirse en patrimonio público —pagando lógicamente el valor del suelo rústico a sus anteriores propietarios—. Así se erradicaría la especulación del suelo. La segunda, consistiría en planificar, mediante una red de empresas públicas de construcción y urbanización —controladas y fiscalizadas por la administración y por cooperativas de usuarios—, la construcción, a precio de coste, de una primera [93]


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vivienda digna para todos los ciudadanos mayores de edad que lo necesiten. Las viviendas de lujo o las destinadas a la inversión especulativa quedarían para el sector privado. Así se erradicaría la especulación inmobiliaria. La tercera medida tendría como objeto exigir mayores garantías a las entidades financieras en la concesión de sus préstamos hipotecarios, a fin de evitar que el incremento irresponsable de la demanda o la fluctuación de los precios del mercado inmobiliario lleve a ahorradores y prestamistas al endeudamiento o a la pérdida de sus depósitos y planes de pensiones. Este control estatal del mercado financiero y de los desorbitados sueldos con los que ejecutivos premian su incompetencia, debe ser apoyado con la creación, como señalé anteriormente, de una gran banca pública que administre el ahorro de las familias según criterios de rentabilidad social y medioambiental, y no con fines especulativos; destinando los beneficios generados por los intereses a financiar equipamientos y servicios públicos. Así se erradicaría la especulación financiera. Con estas tres medidas las deudas se hubieran reducido más del triple, y nuestras libertades como trabajadores y ciudadanos no estarían hipotecadas. Nada impedía técnicamente estas disposiciones. En una democracia económica como la que aquí propugnamos los bienes que constituyen derechos fundamentales (como la vivienda) deben estar garantizados por el Estado y no quedar al albur del mercado.

IV. Reparto del poder en la empresa En cuarto lugar, debería realizarse una redistribución del poder dentro de la empresa. Los trabajadores deben participar en sus decisiones de forma cooperativa y colegiada. Y esto, por el hecho evidente de que la mayor parte de su tiempo vital, su seguridad y bienestar dependen de esas decisiones. De otro modo se viola el principio de cooperación. [94]


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Anticipo que, desde mi punto de vista, la aplicación coherente del principio exige que las empresas sean espacios de codecisión por parte de todos sus miembros; o dicho de otro modo, que solo debieran existir empresas cooperativas, empresas donde sus accionistas y trabajadores coincidan en las mismas personas. El mercado no se aboliría con esta exigencia, manteniéndose la eficiencia en la asignación de los recursos; pero desaparecería el control que sobre el contexto laboral, que ocupa la mayor parte de la vida de los trabajadores, detenta el empresario en las sociedades capitalistas. Decisiones sobre la organización del trabajo, el destino de los beneficios, retribuciones y condiciones laborales, o la cantidad de tiempo dedicado a la producción no deberían ser tomadas al margen de los trabajadores. No es la intención de esta medida remediar exclusivamente la tendencia de los propietarios a convertir su empresa en una autocracia, sino acabar igualmente con la pasividad de muchos trabajadores que, acomodados dócilmente a sus puestos, prefieren obedecer órdenes antes que hacerse responsables, asumir riesgos y tomar iniciativas. La democracia en el centro de trabajo permitiría no solo incrementar el autogobierno en importantes zonas vitales del sujeto —la mayor parte de la vida la pasamos trabajando—, sino disminuir la profunda insatisfacción psicológica que produce en una persona el limitarse diariamente a seguir ciegamente las directrices de un superior sobre el que no tiene ningún control. Asimismo, sería previsible un aumento de la productividad laboral al generalizarse el incentivo del beneficio a toda la población activa, respecto a la actual situación donde el trabajador produce exclusivamente movido por refuerzos negativos, principalmente el miedo a perder el empleo. Una fórmula jurídica para hacer efectiva esta medida a corto plazo sería la conversión automática en accionista de la empresa a cualquier trabajador cuando haya transcurrido un lapso de tiempo contratado. Previsiblemente ese espacio de tiempo serviría para comprobar que se trata de un buen socio y un buen [95]


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trabajador. La idea es eliminar el carácter exclusivamente mercantil que asume la fuerza de trabajo en el sistema capitalista expresado en el término asalariado, en favor de un concepto más autónomo y cooperativo como el de socio accionista. Idea que nada tiene que ver con la actual transformación del trabajador por cuenta ajena en autónomo, lo que no deja de ser una estrategia para desvincular a la empresa de cualquier responsabilidad laboral sin incremento de costes. Esto último conduce a una nueva forma de autoexplotación y precarización de la mano de obra. Una propuesta alternativa al capitalismo, que intenta hacer compatible la propiedad social de los medios de producción y el mercado, es el denominado socialismo de mercado. Se trata de un sistema de cooperativas de trabajadores que mantienen entre sí relaciones de mercado. Lo distinguirían los siguientes rasgos, según el estudio de Alen Buchanan: Todos los precios, incluidos los de los bienes de producción, es decir bienes destinados a producir otros bienes, son fijados por el mercado; b) el gobierno central desarrolla el plan general de inversiones, recaudando recursos sobre la tasa de ganancia de las empresas cooperativas y no interviene en el precio de los bienes pero sí en la reducción del desempleo) las empresas son manejadas por los trabajadores que compiten entre sí por mejorar sus beneficios en el mercado de consumo y por recibir fondos públicos a una tasa de interés determinada por el Estado; d) los trabajadores definen, en el interior de cada compañía, qué y cómo producir, y cómo distribuir las ganancias obtenidas; e) todos los trabajadores contribuyen, democráticamente, a la toma de todas las decisiones básicas de la empresa, pudiendo aún elegir la delegación de estas decisiones en una autoridad más concentrada(49). (49)

Incluido y comentado en el libro R. Gargarella, Las teorías de la justicia después de Rawls, Paidós, Barcelona, 2001, p. 120.

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La función del empresario como agente de innovación y dinamización económica no tendría por qué ser eliminada sino integrada en el seno de la empresa cooperativa, como ocurre ya en las grandes corporaciones. En éstas, los accionistas, que desconocen el funcionamiento interno de la empresa, se limitan a aportar el capital necesario y a recibir periódicamente los dividendos e intereses de sus acciones, dejando la dirección de la entidad en manos de la gerencia. La identificación entre empresario y capitalista ha dejado de existir en las empresas de cierta escala. Su separación es aceptada como supuesto en el socialismo de mercado. La figura del empresario adquiría exclusivamente una dimensión técnica y sería considerado como otro trabajador-accionista —mejor retribuido llegado el caso por su especial dedicación, capacidad emprendedora o creatividad—, pero nunca como el propietario de la empresa a quien asiste el derecho moral y jurídico de tomar todas las decisiones; salvo, naturalmente, que se haga autónomo y renuncie a incluir como un factor productivo a otros ciudadanos en su proyecto económico. Del mismo modo, aquellos trabajadores-accionistas que no se esfuercen lo suficiente en realizar su tarea con la calidad y prontitud que ésta requiere —presumiblemente el número de holgazanes disminuiría con el incentivo de participar en los beneficios—, serían objeto de un trato severo y riguroso por parte de sus socios y del resto de la comunidad, pudiendo llegar a perder la condición de accionista (que no tendría la consideración de un derecho fundamental sino de crédito y confianza pública). Estos abúlicos recibirían un salario suficiente para vivir pero tan miserable como su esfuerzo. Socialismo y paternalismo laboral no tienen nada que ver —a pesar del tópico imperante—, sino todo lo contrario. Socialismo significa democracia en las decisiones y disciplina en las ejecuciones. El otro argumento que se suele aducir para justificar el derecho a un beneficio ilimitado por parte del empresario-capitalista [97]


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y a un control absoluto sobre la empresa de su propiedad es el riesgo en que pone su capital, y que merece ser recompensado. Son tres las objeciones que planteo a este argumento. La primera es que la ruina del capitalista, que raras veces se produce, no significa otra cosa que quedarse en igual o mejor situación que cualquiera de sus obreros. El código penal no solo no permite sancionar las deudas con cárcel, sino que además existen figuras jurídicas, como la sociedad de responsabilidad limitada, en la que no se exponen los bienes personales de los accionistas sino exclusivamente aquellos que se aportan expresamente al patrimonio de la empresa. No conozco ningún empresario de cierto nivel que cuando las cosas van mal no goce de mejor situación económica que cualquier obrero medio y sí conozco muchos que, en tiempos de bonanza, consiguen convertirse en millonarios. Por tanto, no es lógico que el beneficio de un capital sea ilimitado si no es también ilimitado su perjuicio. Perder solo es un eufemismo para designar la disminución del enriquecimiento esperado. La segunda objeción es que tal vez pudiera considerarse legítimo el primer capital, si se obtuvo como consecuencia del ahorro y el sacrificio personal, pero no su multiplicación mediante la intervención del esfuerzo de terceros. La naturaleza del capital es siempre un trabajo no pagado. Esta es la tesis básica del marxismo. La tercera objeción es que si arriesgar el capital es lo que legitima el beneficio, arriesgar el único medio de subsistencia de que se dispone o la propia vida y salud como hace el trabajador —en el andamio, la mina, la fábrica o la carretera—, ¿a qué debería dar derecho?, ¿cuántos empresarios mueren al año en accidentes laborales y cuántos obreros? Si hubiera que optar entre todo el dinero del mundo y la vida, ¿quién elegiría el primero? Sin embargo, aquel riesgo parece justificarlo todo y este segundo apenas justifica un miserable salario.

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V. Realización personal El trabajo socialmente necesario para cubrir las necesidades de la sociedad no solo debe ser reducido cuantitativamente por efectos de los avances tecnológicos, sino cualitativamente, dando prioridad en este desarrollo técnico a la reducción y eliminación de los trabajos menos gratificantes. De otro modo se viola el principio de singularidad. Es preciso aceptar que ciertas diferencias de ingresos y salarios serían inevitables en el mercado, aunque solo existieran autónomos y cooperativas de trabajadores. Según Walzer, las desigualdades se deben, más que al mercado en sí mismo, a deficiencias del mercado libre, como jerarquías de status, estructuras organizaciones y relaciones de poder. Idealmente al menos, como en la famosa utopía de Skinner, Walden 2, el mercado debería hacer que las actividades más agradables, al ser más demandadas, fueran peor retribuidas que las indeseables; produciéndose un ajuste óptimo entre niveles de agrado y recompensas externas. Sin embargo, la sociedad destina los trabajos más duros, sucios o peligrosos a los miembros del cuerpo social más devaluados: inmigrantes, mujeres sin formación o individuos de escasa cualificación profesional. Plantea una obscena ecuación según la cual lo peor debe ser para los peores y lo mejor para los mejores. Por eso, ha llegado a parecernos lógico que recogedores de frutas, limpiadoras, militares, mineros, albañiles, asistentes a domicilio o barrenderos, además de hacer lo que nadie quiere, cobren sueldos más bajos, disfruten de escaso tiempo libre, sea mayor su nivel de precariedad, tengan poco status y trabajen siempre bajo las órdenes de un empleador. Esta injusticia debe ser corregida: bien haciendo rotar a todos los trabajadores periódicamente por las tareas más ingratas; bien mecanizando hasta donde sea posible dichas tareas; bien, como propone Walzer, recompensando a los trabajadores que realizan los trabajos más duros con incentivos en otras esferas como el poder, el honor, el tiempo libre o el dinero. [99]


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Un ejemplo muy ilustrativo que Walzer nos ofrece de esta reconversión es el de los basureros de San Francisco, encargados de recoger cada noche las inmundicias de sus conciudadanos bajo la tutela de un empresario, hasta que decidieron formar una empresa cooperativa. Esto hizo que aumentara el poder sobre sus vidas, incrementaran los ingresos, mejoraran sus condiciones sociolaborales, gozaran de más tiempo libre e, incluso, que, como jefes de una empresa exitosa, vieran acrecentado su prestigio en la comunidad(50). No se puede olvidar tampoco que una democracia económica ha de garantizar la igualdad de oportunidades en el acceso de la mujer al trabajo, lo que implica un conjunto de medidas que impida que la maternidad y crianza de los hijos condicione la relación económica entre géneros.

VI. Poder de los consumidores y usuarios Los usuarios deben compartir con los trabajadores el control de los bienes y servicios públicos. Si en el sector privado los empresarios, por puro interés económico, ponen más dedicación en dar buenos servicios a los clientes de los que depende su beneficio; en el sector público son habituales las críticas de falta de eficiencia debida al escaso interés de los políticos y a la poca autoexigencia de determinados empleados. Esta situación acaba minando la confianza en el sector público en general y fomentando la privatización. Para afrontar con éxito la dificultad es necesario no solo un cambio de mentalidad por parte de políticos y funcionarios en aras de un mayor compromiso con la sociedad a la que sirven, sino una legislación laboral menos protectora, una mayor vinculación entre los salarios y la productividad, y una fiscalización directa del funcionamiento de los servicios a cargo de (50)

M. Walzer, Las esferas de la justicia, trad. de Heriberto Rubio, Fondo de Cultura Económica, México 1993, pp. 188-194.

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los usuarios. La administración pública no funcionará con eficacia hasta que una parte creciente del salario de los funcionarios se perciba en función del cumplimiento de objetivos previamente fijados y de una evaluación imparcial del desempeño. Otra cuestión importante para hacer efectivo el poder de los consumidores sería planificar la economía sobre la base de la determinación democrática de las necesidades de la población y no en función de los beneficios empresariales, dirigidos con exclusividad a cubrir la demanda solvente. La exigencia de esta planificación democrática devuelve la economía a su función originaria de satisfacer con recursos escasos las necesidades de todos. De igual modo, y tras haber demostrado que la publicidad sin control público supone un estado de dominación por parte de las empresas sobre los consumidores, se deben limitar los resortes mediáticos que impulsan el consumo irresponsable y generan permanentemente deseos y necesidades en los individuos. Aumentar el consumo para aumentar la tasa de crecimiento no debe seguir siendo el imperativo del sistema, sino mejorar la calidad de vida de los ciudadanos (menos polución, más tranquilidad, más espacios deportivos y paisajísticos, más armonía en las relaciones, mayor disfrute afectivo y sexual, más tiempo libre, etc.) sin incrementar el P.I.B; e Incluso con su decrecimiento para hacerlo compatible con la generalización de la riqueza y la finitud de los recursos.

VII. Respeto al medio ambiente. Desarrollo sostenible El sistema capitalista, basado en el incremento ilimitado del beneficio y, por tanto, de la producción de bienes y servicios, es incapaz, por principio, de respetar el medio ambiente. De forma compulsiva, cada capitalista trata de imponerse a la competencia aumentando su capacidad productiva, a fin de mejorar, o al menos no perder, su cuota de mercado. Pero como todos hacen [101]



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lo mismo, nunca se llega a un punto final, con lo que el ritmo de producción y consumo se vuelve creciente e ininterrumpido, y así hasta el completo agotamiento de los recursos. La tendencia al infinito del sistema productivo choca con el carácter finito de los sistemas naturales sobre los que se asienta (materias primas, energía, residuos); por lo que solo cabe esperar un incremento exponencial de la entropía, como demuestra el cambio climático resultado del llamado efecto invernadero. El desarrollo económico debe ser ecológicamente sostenible, lo que significa que solo es aceptable un uso de los recursos que pueda ser generalizado a todos los habitantes del planeta y sea compatible con el mismo derecho por parte de las futuras generaciones. Ello supone cambiar el actual paradigma, en el que la naturaleza aparece subordinada al aparato productivo, por otro en el que sea éste el que se subordine al ecosistema global que conocemos como planeta Tierra.

VIII. Derecho a la creación de un excedente que satisfaga las necesidades o deseos idiosincrásicos de los individuos Ya he señalado anteriormente que el fin primario de la economía es satisfacer las necesidades básicas de toda la población, no la obtención de beneficio o la satisfacción de caprichos individuales. De donde se desprende que no pueden generarse necesidades secundarias sin haber satisfecho íntegramente las primarias. Sería ir en contra del principio de responsabilidad. Pero el que se deba dar prioridad a los bienes y necesidades comunes no impide reconocer que también los individuos tienen derecho a que se generen bienes y servicios que satisfagan sus múltiples tendencias, deseos y demandas individuales. El hecho de ser diferentes, de tener distintos proyectos de vida, justifica tanto la diversidad en el diseño de los bienes corrientes como la existencia de un mercado de bienes innecesarios, bienes de lujo. Negarlo sería ir contra el principio de singularidad. [103]


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4. CAMBIO DE PARADIGMA CULTURAL. DEL INDIVIDUALISMO POSESIVO A LA AUTORREALIZACIÓN. LA LÓGICA DEL AMOR COMO RESPUESTA AL DILEMA DEL PRISIONERO. El modelo de democracia plena que estoy proponiendo no podrá emerger con un simple cambio en las estructuras económicas o con un conjunto de disposiciones políticas. Requiere la generalización de un modelo antropológico en consonancia y el despertar a formas de subjetividad alternativas (de pensar, de sentir y de vivir) compatibles con la fórmula del bien. Ello significa superar la actual concepción del hombre como egoísta apropiador y consumidor, que impregna todos nuestros comportamientos. Una alternativa general de la que se hace eco C. B. Macpherson, es la visión del hombre como un ser que goza desarrollando sus capacidades de modo ilimitado. Este concepto de autorrealización humana incorporaría el aspecto comunitario —pues las capacidades se cultivan en interacción con otros— de que adolece la visión pasivo-consumista-individualista, y haría de la participación el medio por excelencia de desarrollo humano(51). La lógica individualista, hegemónica en nuestra sociedad, conduce a la fragmentación, que puede ser definida como una forma de violencia estructural. Por fragmentación entiendo la ruptura sistemática, sea o no intencional, del tejido asociativo y del poder común por efecto de mecanismos de disgregación. Estos pueden ser la competencia económica, la cultura del individualismo posesivo, el culto al éxito, la lucha por el status o la progresiva jerarquización y estratificación de los trabajos. Lo más negativo de la fragmentación es que destruye la cooperación y con ella el poder transformador de la multitud,

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C.B. Macpherson, “modelos de democracia participativa”, en La democracia liberal y su época, pp.130-138.

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generando un perpetuo estado de impotencia. El propio Charles Taylor advertía, a finales del siglo pasado, en su Ética de la autenticidad, que «El peligro no lo constituye el despotismo, sino la fragmentación; a saber, un pueblo cada vez más incapaz de proponerse objetivos comunes y de llevarlos a cabo»(52). La atomización creciente de nuestras sociedades occidentales y la pérdida del tejido asociativo es el caldo de cultivo perfecto para que el poder degenere en tiranía. Dos prototipos sociales que sirven de indicio a los efectos disgregadores del modelo antropológico denominado calculador egoísta, que subyace a la mayor parte de los análisis políticos, son el yonqui y el gorrón. Explicaré la lógica que sustenta a estas dos figuras a través del conocido dilema del prisionero y del excelente comentario que sobre dicho dilema realiza Derek Parfit(53). Se trata, como es sabido, de un sugerente desafío de la teoría de juegos para poner a prueba la racionalidad de nuestras acciones. El relato plantea que dos personas son interrogadas por separado sobre un crimen cometido en común. Las opciones que se ofrecen a los prisioneros son las siguientes: si cada uno confiesa que ha sido el otro se les condenará a ambos a diez años de cárcel; si el primero calla y el segundo lo acusa le caerán doce años al primero y el segundo quedará en libertad; si el primero acusa al segundo y el segundo calla será en este caso el primero el que saldrá en libertad y el segundo el condenado a la pena de doce años; y si, por último, los dos callan, pagará cada uno con dos años de cárcel. Salta a la vista la conclusión evidente de que a cada uno de ellos le irá mejor si confiesa haga el otro lo que haga; pero, si ambos confiesan será peor para cada uno que si los dos callan. En tan sencillo dilema está contenido todo este ensayo. Cada persona que vive en sociedad, en cuestiones fundamentales como (52) (53)

Charles Taylor, Ética de la autenticidad, p. 143. D. Parfit, Prudencia, moralidad y el dilema del prisionero, trad. de Gilberto Gutiérrez, Complutense, Madrid, 2007.

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pagar impuestos, arriesgarse a cambiar el mundo, cumplir las promesas o consumir bienes escasos, tiene que optar entre dos alternativas: la egoísta y la altruista. Para cada cual es mejor elegir ser egoísta, hagan lo que hagan los otros; pero ser egoísta es peor para cada uno, si todos deciden serlo, respecto a la opción de que todos decidan ser altruistas. Pondré un ejemplo para ilustrar lo que digo: si el agua escasea en una comunidad de cien mil habitantes y para afrontar la crisis se pide a cada miembro que restringa su consumo diario en cierta cantidad, (en el supuesto, claro está, de que no pueda controlarse la conducta de éstos desde un poder central con capacidad de vigilancia y castigo), cada ciudadano habrá de decidir en su fuero interno si respeta o no la orden sin saber con certeza lo que harán los demás. Podrá justificar la elección egoísta diciéndose a sí mismo que, a fin de cuentas, hagan lo que hagan los otros él con esta decisión nunca pierde: si decidiera sacrificarse y el resto de la comunidad, a los que no puede controlar, no optaran por el altruismo, se beberían la parte de agua que le corresponde y quedaría como un estúpido; si, por el contrario, sus convecinos deciden asumir la restricción, él se beberá, además de su parte de agua, un excedente de los otros. El único problema es que, si todos llegan a la misma conclusión, el agua se agotará y será peor para todos. La opción más racional es, por tanto, asumir el coste menor de las restricciones, esperando que los otros lleguen a la misma conclusión. Puede ser más ventajoso, en otra versión del dilema, para un soldado, considerado aisladamente, huir de la batalla; pero es peor opción para cada uno de los soldados si todos deciden huir que si todos deciden luchar. Este clásico dilema prueba que la generalizada teoría según la cual la opción más inteligente para un individuo es asegurar su interés personal —sin tener en cuenta el interés general— es inconsistente y colectivamente autoinvalidante. Lo que es tanto como decir que el imperativo práctico, que nos exige comportarnos en función de intereses generalizables, [106]


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es no solo más válido que el principio egoísta desde el punto de vista ético, sino más ventajoso, conveniente y racional incluso desde la óptica del egoísmo. En resumen, que el enemigo de la teoría moral puede ser derrotado con sus propias armas: el egoísta, si es inteligente, compartirá los contenidos de la fórmula del bien. Sin embargo, la batalla no es tan fácil de ganar como pudiera parecer a simple vista, ya que un egoísta aún más inteligente que el anterior, anticipando esta conclusión mayoritaria, podría decidir optar a favor de su exclusivo interés dando por hecho que todos los demás, morales e inteligentes, no harán lo mismo. Actuaría irracionalmente a sabiendas de que es lo que más le conviene. Podría replicarse que en ese caso no actúa irracionalmente ya que su cálculo, aunque aparentemente irracional, es previsible y generalizable. Todos los otros podrían llegar a la misma conclusión, con lo que estaríamos como al principio del juego y éste se volvería interminable. Otro dilema, especialmente sugerente, en vez de utilizar el contraste entre yo y nosotros como el anterior, lo hace entre yo ahora y yo a lo largo del tiempo. Efectivamente, en toda alternativa siempre puedo elegir la opción más ventajosa para mi yo presente alegando que el futuro es por naturaleza incierto. Pero si decido, por principio, hacer lo más placentero en el presente entregándome a todo tipo de excesos, conseguiré previsiblemente otros presentes en el futuro con menor placer del que podría haber obtenido si me hubiera sacrificado. La teoría, por tanto, según la cual lo mejor es disfrutar el presente sin restricción alguna es también inconsistente y autoinvalidante desde el punto de vista intertemporal. Las diferentes versiones del dilema del prisionero demuestran que cuando adoptamos el punto de vista de la intersubjetividad y de la intertemporalidiad nos determinamos por la opción no solo más correcta en términos morales, sino más conveniente para nuestros intereses personales. Por el contrario, buscar nuestro interés exclusivamente a corto plazo solo es [107]


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lo más racional si los demás han decidido ser altruistas o, en el dilema de la intertemporalidad, tengo la suerte de morirme joven. El gorrón y el yonqui están aquí prefigurados. ¿Cuál es la esencia de estas dos figuras? Tras los análisis precedentes ya no debe existir ninguna duda. La lógica egoísta solo puede sostenerse en la medida en que no es compartida. Se trata, por tanto, de una lógica parásita. Y eso es lo que caracteriza precisamente al gorrón, parásito del grupo; y al yonqui, parásito de sí mismo a lo largo del tiempo. El primero es aquel sujeto que únicamente puede obtener su interés en el caso de que todos, o la mayoría de los otros, decidan sacrificar parte del suyo. El segundo, aquel que solo puede disfrutar del presente inmediato a expensas de esquilmar sus futuros presentes. El gorrón es el defraudador fiscal, el esquirol laboral, el pasota político, el profesional incumplidor, el que finge dolencias para percibir subsidios, el consorte infiel, el cazador furtivo o el contaminador medioambiental. El yonqui es el adicto, el comilón compulsivo, el sedentario, el crápula, el desordenado o el perezoso, cuando estos comportamientos disminuyen a medio y largo plazo la calidad de vida del propio sujeto. Sostengo que la lógica del gorrón y del yonqui, que representa la fase más avanzada del capitalismo individualista en su proceso de dessocialización y desterritorialización, se está difundiendo como una metástasis por todos los rincones del cuerpo social, ejerciendo un peligroso efecto disgregador y multiplicador (cuando se identifica, por ejemplo, a los honrados con los estúpidos; cuando se propaga como una verdad incuestionable el carpe diem («Vive el momento»); o cuando se le concede prestigio social al espabilado). La opinión de que lo más racional es buscar el propio interés, a expensas de los demás si fuera necesario, desmoraliza a las personas de bien y destruye la confianza cívica que es la frágil sustancia que sostiene cualquier sociedad. Esta confianza se está desmoronando conforme se consolida la certeza de que lo único que cabe [108]


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esperar de los otros es su absoluto egocentrismo. Más allá de reproches morales lo preocupante del caso es que se trata de una lógica, además de parásita, suicida (no hay más que anticipar su aplicación a la resolución de un problema como el cambio climático). Las actitudes del gorrón y el yonqui se comportan como células cancerígenas que, al proliferar desordenadamente, destruyen el cuerpo donde habitan y, de ese modo, su propio sustento. Como si las peores opciones de todos los dilemas se hallaran entretejidas, la identidad individual se diluye al mismo tiempo, y por idénticas razones, que el tejido asociativo. Quien no percibe sus acciones desde la óptica del nosotros, tampoco percibe sus acciones desde la óptica de su identidad futura. La fragmentación, que en el plano social provoca anomia; en el plano psicológico genera psicosis y locura. Ambas, formas de impotencia, debilidad y autodisolución. Solo una lógica alternativa, una lógica holista, que tenga en cuenta la vinculación del yo a la comunidad y a la totalidad del tiempo, puede regenerar aún los tejidos enfermos. Pero ¿quién sacrificará el presente personal de su única vida para intentar mejorar, sin garantías, el futuro de todos cuando resulta evidente que todos, o la mayoría, se decantan por la figura del yonqui y el gorrón expresada en el dicho: «Después de mí el diluvio»? Hace falta, al menos provisionalmente, el nacimiento de una lógica diferente que, más allá de la justicia y la prudencia, basadas en la equivalencia, consiga marcar un punto de inflexión en el orden social, provocar una ruptura radical. Una lógica del amor y la sobreabundancia que resuelva el dilema eligiendo para sí la no delación, el silencio, a sabiendas de que con casi total probabilidad el resto de prisioneros elegirán la acusación.

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5. LA OPINIÓN PÚBLICA Y LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA El valor absoluto de la opinión pública como expresión del pueblo soberano exige dos condiciones como base de su existencia. En primer lugar, la creación de medios de comunicación de propiedad social, dirigidos por un órgano deliberativo nacional, en el que estén representados todos los colectivos relevantes de la sociedad. Y, en segundo lugar, la institución de un espacio público heterogéneo que permita la expresión de los diferentes agentes sociales. El control económico —estatal o privado— de los medios de comunicación destruye la democracia deliberativa cuyo pilar es una opinión pública independiente y plural.

a. Definición y ambivalencia de la opinión pública La opinión pública es una creación del siglo XVIII. Nacida en la Ilustración junto al nuevo concepto de representación democrática y a la libre circulación de ideas, se estimó, como señala Antonio Negri, que desempeñaba una función equivalente a la asamblea en las democracias antiguas: un espacio autónomo para el debate racional de ideas, donde el pueblo se expresa sobre los asuntos públicos. Se trataba de un complemento imprescindible del sufragio electoral en la expresión de la voluntad popular. Diversos autores de enorme relevancia han dedicado extensos estudios a analizar las virtualidades democráticas de la opinión pública. Oscilan normalmente, como afirma Negri, entre los que piensan que está completamente determinada y configurada por los intereses de las elites dominantes, hasta los que afirman que es la expresión objetiva e independiente de la voluntad popular. La opinión pública se ha visto transformada desde entonces cualitativa y cuantitativamente por el crecimiento de [111]


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los medios de comunicación de masas: radio, prensa, televisión o Internet. Los requisitos que debe cumplir una opinión pública para considerarse democrática son dos en opinión de Manin: en primer lugar, que las decisiones gubernamentales se hagan públicas y los ciudadanos tenga libre acceso a todas las informaciones. Solo así pueden formar su propio criterio sobre las cuestiones políticas. En segundo lugar, que los ciudadanos tenga libertad de expresar sus opiniones al margen de los gobernantes y en todo momento(54). Cuando se cumplen ambas características la opinión pública puede llegar a entenderse como la voz del pueblo y cumplir la función que le corresponde en un sistema democrático representativo, que es hacer llegar a los que gobiernan la expresión de los deseos de la población. Los políticos pueden ignorar estos deseos, ya que son ellos a los que corresponde tomar la decisión final, pero, como indica Manin, «se crea un marco en el que la voluntad del pueblo es una de las consideraciones en su proceso de toma de decisiones»(55). La opinión pública permite, asimismo, conectar horizontalmente a los gobernados en la defensa de opiniones compartidas, traduciéndose en organización y acción colectiva para presionar al gobierno, con lo que fomenta la participación en todos los niveles. La conformación de dicha opinión puede hacerse a través de diversos medios: manifestaciones, peticiones, artículos, encuestas y sondeos de opinión. El riesgo para la representatividad y objetividad de estos últimos, tan de moda en la actualidad, es que la selección y formulación de las cuestiones dependen de un pequeño grupo de personas con intereses muy sesgados; lo que obliga a los encuestados a someterse a las alternativas tendenciosamente predeterminadas por el grupo de encuestadores. (54) (55)

B. Manin, op. cit., pp.206-207. Ibid., p. 210.

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b. La fabricación del consenso Uno de los intelectuales más lúcidos y socialmente comprometidos en la actualidad es Noam Chomsky, quien sostiene que en las sociedades occidentales los medios de comunicación sirven a los intereses de las elites empresariales —que son las que controlan el Estado— y no a los ciudadanos. La pregunta que orienta sus reflexiones es: ¿cómo puede un sistema democrático hacer posible que una minoría rica dirija a una mayoría en contra de sus intereses sin utilizar la fuerza? La respuesta es clara para este autor: la fabricación artificial del consenso a través de la propaganda. Tanto la prensa, como la televisión y la radio, en vez de guardianes de la libertad, contribuyen a controlar el pensamiento de la población. Precisamente en su libro Los guardianes de la libertad afirma que la función de los medios de comunicación de masas, en manos de las grandes corporaciones, consiste en divertir, informar e inculcar en los individuos los valores, creencias y pautas de comportamiento que les harán integrarse funcional y sumisamente en las estructuras institucionales de la sociedad(56). Los grandes conflictos de clase requieren una propaganda sistemática destinada a la manipulación, control y dirección de la opinión pública. ¿Con qué mecanismos se fabrica el consenso, que, según el intelectual y periodista Walter Lippman, tras la primera guerra mundial «se había convertido en un arte consciente de su propia existencia y un órgano habitual del gobierno popular»? Chomsky ha consagrado gran parte de su investigación a inventariar estas estrategias que actúan a la vez como generadores de estados de opinión y como filtros de dosificación de lo que debe publicarse y lo que no.

(56)

N. Chomsky, Los guardianes de la libertad, Crítica, 2000.

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c. Mecanismos de control de la opinión 1. Intelectuales «responsables», que elaboran la ideología de las élites dominantes y la transforman en la visión del mundo que impregna todo el cuerpo social. 2. Medios de entretenimiento colectivo, que distraen la atención del ciudadano de los asuntos importantes y lo convierten en espectador y consumidor pasivo de banalidades. 3. Concentración y apropiación privada de los medios de comunicación de masas por parte de las élites empresariales. Estas élites marcan las líneas editoriales y sería ingenuo suponer que se mostrarán neutrales ante el cuestionamiento de sus intereses económicos. 4. La publicidad como fuente principal de ingresos. Los medios de comunicación, como señala Gabriela Roffineli: Tienen que demostrar su conformidad con los intereses de las empresas anunciantes como las industrias de cigarrillos, automovilísticas o petroquímicas. Hasta la simple amenaza de la retirada de la publicidad puede bastar para determinar la no permanencia de determinado medio(57). No es creíble que estas grandes empresas patrocinarán programas que realicen críticas a sus actividades empresariales e ilustren al gran público las consecuencias perniciosas de algunos de sus productos y actividades. 5. La dependencia de los medios a la hora de considerar como fiables las informaciones provenientes del gobierno, los consorcios empresariales o determinados expertos. Lo que otorga a estos una enorme influencia en la determinación de qué debe ser tenido por noticia.

(57)

Gabriela Roffinelli, Noam Chomsky y el control del pensamiento, Campo de ideas. Madrid, 2003. p.76.

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6. La censura, entendida no ya como prohibición oficial —más propia de los sistemas totalitarios—, sino como un conjunto de reacciones negativas emprendidas desde el poder ante las declaraciones de los medios: amenaza de pleitos judiciales o de retirada de publicidad, campañas de contrainformación difundidas masivamente para ocultar o disimular una información que no interesa, selección de periodistas afines a la línea editorial y a los valores de la elite dominante, etc. 7. La invención de un enemigo (el comunismo, el fundamentalismo) y el manejo del terror que suscita con vistas a justificar el control sobre el pensamiento alternativo y la disidencia(58). El resultado final de sus meticulosas investigaciones es que movimientos ecologistas, pro derechos humanos, sindicatos, feministas radicales, movimiento antiglobalización, colectivos de inmigrantes, intelectuales críticos y orientaciones sexuales diversas, no gozan de verdadera libertad de expresión en nuestras sociedades. De opinión parecida, aunque tal vez menos fatalista, es Antonio Negri, quien admitiendo que la opinión pública no es un espacio de juego plural y equilibrado debido al control que sobre los medios de comunicación ejercen las grandes corporaciones, considera a ésta como «un campo de conflicto definido por relaciones de poder, en las que podemos y debemos intervenir políticamente por medio de la comunicación, la producción cultural y todas las demás formas de producción biopolítica»(59).

d) Televisión y democracia La influencia y poder que la televisión ejerce sobre el estilo de vida de los individuos no puede ser ignorado. No solo por el hecho de que la propiedad de los grandes medios de información (58) (59)

N. Chomsky, op. cit., p. 246. M. Hardt y A. Negri, Multitud, p. 302.

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y difusión opere en régimen de oligopolio, sino también por la naturaleza de los contenidos y la forma en que actúan sobre el receptor. Inquietantes, cuanto menos, resultan estas reflexiones de Umberto Eco acerca de la televisión: La mayor parte de las investigaciones psicológicas sobre la visión ante la pantalla de televisión tienden en cambio a definirla como un particular tipo de recepción en la intimidad, que se diferencia de la intimidad crítica del lector para adoptar el aspecto de una entrega pasiva, de una forma de hipnosis (...). La televisión puede así convertirse en instrumento eficaz para una acción de pacificación y de control, en garantía de conservación del orden establecido a través de la repetición de aquellas opiniones y de aquellos gustos medios que la clase dominante juzga más aptos para mantener el status quo (...). La civilización democrática se salvará únicamente si hace del lenguaje de la imagen una provocación a la reflexión crítica, no una invitación a la hipnosis(60). La naturaleza irreflexiva, intuitiva y emocional de la imagen, que afecta al pensamiento primario y no a la parte racional del cerebro; unida al hecho de que, a diferencia de otros medios como la prensa, basta apretar un botón para que irrumpa en el centro mismo de nuestro dominio, nos hace especialmente vulnerables a su influencia. El peligro de la televisión para la democracia, en palabras del filosofo italiano Sartori, está en que «la televisión sustituye al homo sapiens por el homo videns, esto es, un animal que “ve sin saber”. Pero la democracia no es otra cosa que un disfraz del homo sapiens; razón por la que si “el homo sapiens está en peligro, la democracia está en peligro»(61). (60)

(61)

U. Eco, Apocalípticos e integrados, trad. de Andrés Boglar, Debols!llo, Madrid, 2004, p. 377. Citado en N. Bobbio, La izquierda en la era del karaoke, p. 19.

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No llego a la radicalidad de determinados planteamientos como el de Norberto Bobbio, para el que la intrascendencia, frivolidad e impudicia de la televisión la hace en sí misma contraria a los valores de la izquierda. Comentando la victoria en las elecciones generales italianas de Berlusconi comenta: No ganó Berlusconi en tanto que tal, ganó la sociedad que sus mass media, su publicidad han creado. Es la sociedad que goza viendo estúpidas familias reunidas en torno a la mesa glorificando este o aquel producto. Y es por esto que siento mucho pesimismo: en una sociedad semejante, la izquierda, con sus valores tradicionales, no tiene ninguna posibilidad(62). El imperativo práctico, cuya jurisdicción afecta a toda actividad humana intencional, exige regular y reglamentar los medios de comunicación y muy especialmente el más influyente de todos: la televisión. La regulación debe partir de la consideración de cualquier medio audiovisual de masas como un servicio público y como tal, a diferencia de un simple negocio privado, debe orientarse al interés general, aunque éste se entienda desde un punto de vista plural. Cualquier otro fin (ganar dinero y audiencia) debe subordinarse al principal. La razón es que están en juego bienes tan centrales como la democracia, el modo de vida de los individuos, los derechos del consumidor o la libertad política de los ciudadanos. Como indica Giancarlo Bosseti: Es absolutamente legítimo preocuparse, desde el punto de vista de la tutela de las condiciones de funcionamiento de la democracia, para que en la vida pública se pueda desarrollar un discurso racional en torno a las cosas, que se forme una opinión pública y que ella pueda examinar los problemas de la sociedad y motivar las deliberaciones consecuentes(...) Estamos en el campo de las garantías ofrecidas a la sociedad para (62)

Ibid, p. 48.

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que ésta pueda permitir el desarrollo de la capacidad de discernimiento de sus ciudadanos a través de la comunicación. Esta comunicación debe ser protegida, ecológicamente, de las distorsiones que amenazan la democracia como libre confrontación de razones, discursos, propagandas, retóricas y tantas cosas más(63). Los planteamientos liberales, que se oponen a cualquier tipo de reglamentación externa, argumentan que ésta limitaría tanto la libertad de expresión de la cadena como la libertad del receptor, que puede perfectamente cambiar de canal si lo desea. No soy capaz de ofrecer mejor respuesta a este argumento que las palabras de Giancarlo Bosseti: Si un panadero trata de envenenarnos o un comerciante de vendernos productos defectuosos, no nos limitamos a decir: señores, les aconsejo que vayan a otra panadería (solución zapping), exigimos justamente mucho más. Según las debidas proporciones llamamos a la policía, hacemos una denuncia en comisaría, protestamos directamente, tratamos de quitarle la licencia al panadero, pedimos un resarcimiento, acudimos a una asociación de consumidores que nos dé instrumentos de defensa, pedimos que se hagan controles periódicos del producto fundando un laboratorio con ese fin. Siempre se encuentra la medida justa. No se llama a la policía al más mínimo contratiempo, pero ciertamente no toleraremos, sin reaccionar debidamente, un daño de esas características. Entonces, no se entiende por qué la televisión tiene que colocarse en un ámbito de irresponsabilidad social, como no sucede con ningún otro tipo de producto en nuestra civilización. El zapping no es (lamentablemente) una divinidad capaz de exorcizar todos los males(64). (63) (64)

Ibid, p. 19. Ibid, pp. 12-13.

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e) La democracia deliberativa Es pertinente preguntarse si un votante en el instante de ejercer su soberanía personal el día de las elecciones ha de pensar en su propio y exclusivo interés o en convicciones razonadas acerca de los justo. Si por ejemplo en un período de grave crisis económica un partido plantea la congelación salarial de los funcionarios como medida de choque para afrontar la crisis y yo soy funcionario, ¿debo dar prioridad a la forma en que el gobierno de turno afectará a mis intereses personales o al interés general que podría justificar esa medida? Cada una de las dos opciones supone un concepto diferente de democracia. Desde hace aproximadamente veinte años, numerosos autores como Claus Offe, Ulrich Preuss, Habermas o Joseph Bessett, han ido perfilando un nuevo modelo de democracia que pretende legitimar las decisiones colectivas no tanto por referencia al voto y la regla de las mayorías, sino a partir de un ámbito público de debate y deliberación ciudadana. Como señala David Held «El objetivo principal es la transformación de las opiniones particulares mediante un proceso de deliberación a posiciones que puedan soportar la seguridad y el escrutinio público»(65). No basta para ser un ciudadano responsable con tener preferencias políticas, sino en disponer de capacidad para justificarlas públicamente ante el resto de ciudadanos. Mis decisiones políticas, incluido mi voto, solo pueden ser legítimas cuando se fundan en un debate público y en un juicio meditado. Frente a la democracia liberal, que concibe la participación como un agregado de intereses particulares; y frente a la democracia participativa, que insiste en aumentar tanto el número de personas con influencia pública —igualdad política— como el número de ámbitos de autogobierno —abarcando lo (65)

D. Held, Modelos de democracia, trad. de María Hernández, Alianza, Madrid, 2007, p. 339.

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económico, social y cultural—, el objetivo de la democracia deliberativa será instituir una serie de mecanismos que permitan a los individuos alcanzar juicios meditados sobre las cuestiones comunes, superando la parcialidad, desinformación y egoísmo que suelen ser el punto de partida y llegada en las democracias actuales. Una sociedad no será más democrática únicamente por incrementar el número de votantes y de espacios de participación si de forma simultánea no incrementa la calidad de esa participación. Como indica Offe y Preuss: No hay una relación lineal positiva entre participación y sensatez. El desafío para la teoría democrática no es considerar simplemente las crecientes categorías de personas que podrían tener derecho a participar en política, ni tampoco considerar los numerosos ámbitos importantes a los que se podría ampliar la democracia legítimamente. El desafío tiene más que ver con la introducción de procedimientos que priman la formulación de preferencias justificables cuidadosamente consideradas, coherentes, situacionalmente abstractas y validadas socialmente(66). El ideal, señala David Held refiriéndose a Fishkin, es «ofrecer un nuevo tipo de participación que no solo dé más poder a los ciudadanos sino que les permita tener más oportunidades de ejercer ese poder conscientemente»(67). La pretensión de los defensores de la democracia participativa de conquistar para los ciudadanos un control directo de la política, sin que hayan aumentado proporcionalmente la imparcialidad en sus juicios y la justicia en sus intereses, advierte Philip Pettit, podría alentar un peligroso poder arbitrario que conduzca a la dominación. También es cierto, del mismo modo, que solamente el encuentro con otros puntos de vista, la confrontación (66) (67)

Ibid, p. 334. Ibid, p. 336.

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dialéctica de intereses, puede dar lugar a una ciudadanía crítica, responsable y formada, capaz de orientar las decisiones políticas relevantes, actualmente en manos de expertos y poderosas élites. Todos estos autores insisten en que es preciso superar el modelo vigente de democracia, individualista y mercantil, que no permite diferenciar entre consumo y política. Esta identificación ha de ser impugnada, en primer lugar, porque se trata de actividades de diferente alcance y naturaleza. Si bien el consumo de un producto o servicio no involucra en principio más que los deseos del consumidor, las decisiones políticas afectan necesariamente a las vidas de otras personas. En segundo lugar, el acto de consumir no es incompatible con las diferencias socioeconómicas, mientras que no puedo argumentar políticamente en serio sin reducir las diferencias de poder, status e ingresos, que condicionan el resultado del debate. La igualdad formal y sustancial es, por tanto, una condición necesaria para lograr un auténtico intercambio de opiniones. Existe unanimidad entre sociólogos y politólogos en que el juicio realista, con miras de futuro y motivación altruista tiene más calidad democrática que las preferencias predeterminadas, parciales, miopes y egoístas. También, en que hay que establecer procedimientos públicos que permitan a los ciudadanos transitar de las últimas a los primeros. La discrepancia comienza ante la cuestión de qué debe entenderse por juicio meditado, por razonamiento competente o por criterio válido a la hora de juzgar el éxito en las deliberaciones. La mayoría, con Habermas a la cabeza, opinan que solo son legítimas las decisiones políticas imparciales, entendiendo por imparcialidad los juicios capaces de sostenerse ante todos los afectados en un debate público. Así lo señala Held: El razonamiento imparcial, en este caso, es una base para criticar opiniones parciales y unilaterales, principios, normas e intereses no generalizables, y para demostrar que la justicia [121]


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es cuestión de no buscar las acciones, vida o instituciones que no puedan compartirse universalmente(68). Aquí no valen expresiones como «esto es así porque lo digo yo», «los varones siempre hemos gozado de ese privilegio», «los intereses de mi país son lo primero», o «aquí mando yo porque he puesto el capital». Sin este ideal de justicia consistente en un acuerdo sobre intereses generalizables, alcanzado en condiciones de libertad y simetría, no podría distinguirse, según Habermas, entre acuerdos legítimos y aquellos aceptados por presión, ignorancia o manipulación. La primera objeción a la identificación del éxito deliberativo con el consenso racional proviene de autores como Gutmann y Thompson, quienes replican con razón que la búsqueda de imparcialidad, que vendría determinada por la existencia de un argumento irrefutable, supone una forma de absolutismo moral, ya que rechaza a priori que «los que disienten pueden tener buenos motivos para mantener su postura»(69). Critican el cognitivismo universalista de la ética del discurso, para la que el fin de un proceso discursivo es alcanzar el mejor argumento. La falta de un acuerdo es juzgada como un fracaso argumental debida a la testarudez de los participantes. Es importante reconocer, por el contrario, a juicio de Thompson que «los interlocutores no están en desacuerdo necesariamente porque no razonen bien, les ciegue el propio interés o sean estúpidos»(70). Debemos aceptar serenamente que no siempre es posible llegar a acuerdos y que el conflicto de opiniones e intereses en cierto modo es endémico en la vida pública, lo que no tiene por qué llevar a la violencia o a la manipulación, sino a formas de respeto que minimicen el rechazo a las posiciones de los otros y maximicen el grado de comprensión mutua. (68) (69) (70)

Ibid., p. 343. Ibid., p. 346. Ibid., p. 346.

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La segunda crítica proviene de sectores que consideran que el formato racionalista de los debates, que adopta la forma de una competición por ofrecer el mejor argumento, limita injustificadamente otros modos de expresión y comunicación menos formales, que se corresponden con prácticas culturales locales guiadas por otras normas y procedimientos tan variopintos a juicio de Tylly como: Hacer preguntas y escuchar a los demás, presentar un motivo, una historia por ejemplo, una comparación, un gesto o una parábola para su consideración, mostrar en lugar de decir, expresar desacuerdo, diferir o desafiar, tomar posturas, informar a los otros, aconsejar y dejarse aconsejar, hablar por otros y que hablen en tu nombre, poner trabas, dar largas y fingir, disentir mediante el silencio, interrumpir las conversaciones, trabajar para alcanzar un acuerdo, acordar incondicionalmente (…) e incontables actividades discursivas y no discursivas que conforman el juego del lenguaje deliberativo(71). La búsqueda obsesiva de lo razonable acaba convirtiéndose para este autor en un modo injustificado de exclusión. El único principio universal que debe presidir una deliberación consiste en la disposición a escuchar a la otra parte, pensando que siempre se puede aprender algo de los demás. Desde mi punto de vista, todas las formas de expresión son aceptables aunque no se formulen de forma impecable en el lenguaje de la razón ni se originen de manera desapasionada, si conducen a un punto de vista capaz de diferenciar entre intereses legítimos e ilegítimos. En este sentido no me parece sostenible el intento de destruir el concepto mismo de imparcialidad bajo la acusación de que haya sido utilizado de forma unilateral e ideológica por parte de ciertos grupos dominantes.

(71)

Ibid., p. 347.

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Finalizaré mostrando algunas de las prácticas y mecanismos institucionales que podrían ayudar a materializar la democracia deliberativa(72). 1. Encuesta deliberativa. Consiste en reunir a una muestra aleatoria del electorado en un lugar determinado durante varios días para que deliberen sobre un asunto de interés general. Las opiniones de los participantes se registran cuidadosamente al principio y al final de los debates, comprobando cómo tras un periodo de exposición de pruebas por parte de los expertos y el intercambio razonado de puntos de vista, éstas se modifican de manera sustancial. Ni qué decir tiene que se subvenciona la estancia de todos los asistentes para que nadie, por razones económicas, tenga menos oportunidades de participar en las deliberaciones. Los valores de la igualdad política y la deliberación pública confluyen en esta práctica, ya que al interrogar muestras representativas de la población, escogidas al azar, garantiza a todos los individuos las mismas oportunidades de expresarse. 2. Asamblea deliberativa. Sería la institución central de la democracia deliberativa y el fundamento de una esfera pública ilustrada. En todos y cada uno de los ámbitos de decisión, desde la empresa hasta el barrio, desde el bloque de pisos hasta la ciudad, sería preceptiva la celebración periódica de encuentros entre los afectados para deliberar acerca de los asuntos comunes y alcanzar, siempre que sea posible, un consenso en torno a ellos. Estos consensos se elevarán a los representantes, que en todo momento deberán rendir cuentas, aportar la información disponible y ser fiscalizados por las asambleas. La autonomía de estos representantes será inversamente proporcional al nivel de participación alcanzado.

(72)

Ibid., pp. 351-358.

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3. Días de deliberación. Se trata de dedicar un día entero dentro del ámbito local o nacional a debatir sobre un tema de interés general, dándole máxima cobertura en los diferentes medios de comunicación. Los resultados de la deliberación y los cambios experimentados en las preferencias se harán públicos en los días sucesivos. 4. Los jurados ciudadanos se convocan a instancia de los organismos públicos para ofrecer una valoración y determinar las prioridades políticas en temas candentes, una vez ponderadas las pruebas y teniendo en cuenta los argumentos relevantes. Los consensos alcanzados se incorporan formalmente a la toma de decisiones del gobierno que corresponda. 5. Ampliar los mecanismos de información y comunicación entre ciudadanos; lo que se ha llamado democracia electrónica, consistente en la creación de foros de debate y deliberación que aprovechan las nuevas tecnologías para generar un estado de opinión meditada. Las comunicaciones virtuales tienen la ventaja de que disminuyen los costes de la participación deliberativa mejorando sus posibilidades. 6. Políticas que tengan como fin la educación cívica de la ciudadanía y la creación de foros públicos que respalden las preferencias imparciales y razonadas. 7. Propiedad pública de los grandes medios de comunicación, de modo que actúen como esfera pública central. Lo que implica romper con la actual división entre medios privados, insensibles a las demandas ciudadanas que no se traduzcan en ingresos —publicitarios o en ventas—, e interesados en evitar aquellos debates que pongan en peligro a sus clientes y accionistas; y medios estatales, que actúan como instrumentos de propaganda de los gobiernos. [125]


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El sentido de estos medios, basados en un pluralismo regulado, será ofrecer un foro para que los grupos sociales dialoguen entre sí y los individuos definan sus intereses en relación al interés público(73). La función del Estado no será la de ejercer un paternalismo político sobre los medios de comunicación, sino proteger las condiciones del debate público para que no sea la imposición de los más fuertes la que determine la agenda, los contenidos y los resultados de la deliberación.

(73)

Para profundizar véase la propuesta de James Curran en Mass media and society, citada por Víctor Sanpedro Blanco en Opinión pública y democracia deliberativa, Istmo, Madrid, 2010, p. 194.

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APÉNDICE 1: LA PARTICIPACIÓN COMO COMPLEMENTO Y NO COMO ALTERNATIVA. LOS PRESUPUESTOS PARTICIPATIVOS DE PORTO ALEGRE

También otra autora actual, Hylary Wainwright, partiendo de la constatación de que «en todos los países, los partidos políticos, a pesar de haber sido elegidos para controlar la concentración privada de riqueza y poder, han terminado en manos del inconmensurable poder económico»(74), y del estudio amplio y variado de ejemplos y experiencias sociales de participación como el Foro de Porto Alegre, defiende la democracia participativa no tanto como una alternativa a la representativa sino como un contrapoder social que la cuestiona y complementa. Mientras que la democracia representativa deriva su legitimidad del sufragio universal, que permite la participación equitativa de todos los ciudadanos a través del voto; la participativa lo hace desde la actividad de una minoría mucho más preocupada y responsable, que interviene en la cosa pública mediante instituciones «que sean trasparentes, abiertas a todos y funcionen con unas normas establecidas de común acuerdo»(75). Las instituciones representativas determinarían los principios generales del gobierno, pero estos principios, que representan el poder de la mayoría frente a la minoría, suelen ser (74) (75)

H. Wainwright, Cómo ocupar el Estado, Icaria, Barcelona, 2005, p. 53. Ibid., p.207.

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neutralizados en la práctica, como veíamos anteriormente, por la presión de las corporaciones privadas y de la burocracia estatal. Esto exige que hayan de ser supervisados y reforzados por el poder y el conocimiento de los ciudadanos a través de estructuras estables y directas de participación política. Aunque oficialmente tiene la última palabra la democracia representativa, el deseo de reelección en una competición multipartidista obligaría a los cargos públicos a ser receptivos a las propuestas de sus electores expresadas en dichas estructuras. No basta con encargar a un conjunto de cargos electos la implementación del imperativo práctico como se paga a un administrador para que nos gestione la finca sin molestarnos. Como dice H. Wainwright: La democracia participativa proporciona una alternativa real —o al menos un buen complemento— al poder surgido mediante las elecciones, pues constituye una esfera pública distintiva y organizada en que los ciudadanos pueden articular, desarrollar y discutir sus reivindicaciones y, finalmente, negociarlas también con las instituciones estatales correspondientes(76). La legitimidad de esta esfera de participación, cuyo objetivo es ejercer un poder sobre las decisiones del gobierno local, exige cinco condiciones en opinión de esta autora. La primera, que esté abierta a todos los afectados por tales decisiones, aunque en la práctica solo acuda una minoría. La segunda, que haya normas negociadas de común acuerdo por todos los participantes. La tercera, que el proceso participativo sea autónomo respecto al Estado. La cuarta, que se produzca un verdadero intercambio de conocimientos entre usuarios y empleados de los servicios públicos que contribuya a mejorarlos y democratizarlos, frente a las privatizaciones que los mercantilizan o la excesiva (76)

Ibid., p. 210.

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Repensar la democracia APÉNDICE 1

burocratización que los vuelve ineficaces. La quinta, que haya recursos reales en juego y se puedan derivar resultados concretos para la vida de la comunidad. En sexto lugar, que la viabilidad y legitimidad del proceso se vea reforzada por la victoria electoral de un partido que crea en el mismo(77). El origen de este concepto de poder popular nace de los movimientos alternativos de los años setenta y ochenta, como el ecologista, feminista, sindicatos radicales, etc., que comprendieron que el supuesto dominante de la izquierda y de los partidos socialdemócratas sobre la transformación social era erróneo. Según este supuesto, el partido, a través del Estado, ostentaba el monopolio sobre el poder con el que realizar la trasformación social. Por el contrario, era mucho más atinado entender este poder transformador como un contrapoder, es decir, un conjunto de fuerzas múltiples e interrelacionadas que actúan en todos los ámbitos y niveles donde el mercado o la burocracia intentan establecer su hegemonía. Las soluciones inadmisibles, a juicio de la autora, son tanto la apertura meramente testimonial y propagandística de las instituciones políticas a las organizaciones locales sin compartir realmente el poder (participación sin poder), como la pretensión de destruir u obviar el papel del Estado y la democracia representativa en la transformación de las relaciones sociales (cambiar el mundo sin tomar el poder). Esta última vía, que caracteriza al anarquismo, pretende legitimar el cambio social únicamente a través de fuentes de poder autónomas y autoorganizadas al margen del Estado. Su justificación parte no solo de una cuestión de principios, sino de la experiencia del papel que históricamente ha desempeñado el Estado como contenedor y neutralizador de los movimientos sociales transformadores; incluso, y principalmente, cuando es ocupado por partidos de izquierdas (no hay más que observar la antigua Unión Soviética). (77)

Ibid., pp. 210,212.

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Sin embargo, y aun reconociendo que el Estado y sus instituciones no son neutrales, y tienden a perpetuar las relaciones de poder de la sociedad en términos de clase, género, etnia, meritocracia, etc., considero, como H. Wainwright, que esta alienación estatal del poder popular no es intrínseca, sino que se ha convertido en transformadora cuando los partidos radicales han actuado en colaboración con «movimientos que cuestionaban estas relaciones de poder». El problema del cambio social tiene que ver con la creación de una correlación de fuerzas parlamentarias y extraparlamentarias que actúen en la misma dirección. En el proceso de reinventar la democracia, en que se halla buena parte de los ideólogos del cambio social, no es responsable rechazar completamente el gobierno representativo por su coexistencia con el capitalismo, sin reconocer igualmente que el sentido del voto era contener las presiones del mercado privado. Precisamente de este sufragio universal se derivan necesariamente dispositivos tan importantes como los servicios públicos universales (sanidad, educación) o bienes públicos (carreteras, ferrocarriles, costas, ríos o satélites), que responden a las necesidades de los ciudadanos que no cubre el mercado, limitado exclusivamente a las demandas solventes y rentables en términos monetarios. Debemos modificar, sin destruir, estas instituciones estatales en el ámbito nacional o internacional como condiciones necesarias, aunque no suficientes, para lograr una mejor redistribución de la riqueza, el suministro de bienes públicos y las reglamentaciones sociales y ambientales. Pero esto no será posible si paralelamente no aumentamos el poder directo de los ciudadanos, organizado para conseguir el control democrático de las decisiones que gobiernan sus vidas. No puedo terminar este apartado dedicado a la propuesta de un nuevo modelo de democracia plena sin manifestar que el fundamento último de la democracia participativa no consiste exclusivamente en reconocer el derecho de los seres humanos [130]


Repensar la democracia APÉNDICE 1

a gobernar sus propios asuntos, sino en el reconocimiento previo de que tienen capacidad para ello. La llamada inteligencia del enjambre, la sabiduría de la multitud, no es una creencia ingenua de progresistas trasnochados, sino que ha sido comprobada experimentalmente, como afirma y expone en su libro Cien mejor que uno James Surowiecki(78). Según este autor, al corriente de los últimos avances científicos en el campo de la inteligencia, puede llegar a demostrarse que si se consigue reunir a un grupo de personas poseedoras de distintos grados de conocimiento y perspicacia, vale más confiar las decisiones a este grupo que a uno o dos individuos solos por muy sabios que sean. En uno de los experimentos, cuya trivialidad no desdice lo sugerente de su resultado, se pregunta a un determinado número de personas cuántas gominolas creen que hay en un frasco de cristal presente en la sala. Hallando los promedios en la respuesta pudo comprobarse que el grupo se aproxima siempre más a la realidad que casi todas las respuestas individuales. Y esto, cada vez que se realiza el experimento. Bastan por ello unas cuantas repeticiones para que los individuos más intuitivos del grupo salgan derrotados frente al poder predictivo común. La conclusión que cabe extraer del experimento es que el conocimiento del grupo merece siempre más crédito que el de cualquier individuo aislado. Llevado al modelo de democracia, podemos afirmar que el conocimiento que sostiene la toma de decisiones políticas, aunque incompleto, es un producto social e intercambiable que puede ser generado a través de procesos de cooperación, dando lugar a proyectos colectivos que se van depurando por un procedimiento de ensayo-error. Esto no implica, sino todo lo contrario, que este conocimiento no mejora cuando es combinado con el de los expertos y políticos(79). (78)

(79)

J. Surowiecki, Cien mejor que uno, trad. de J. A. Bravo, Tendencias, Barcelona, 2005. Ibid., pp. 59-76.

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Una de las experiencias que mejor ilustran la forma correcta de entender la democracia son los presupuestos participativos de la ciudad brasileña de Porto Alegre. En esta urbe de cerca de dos millones de personas, cuando el Partido de los Trabajadores se hizo con el control del gobierno municipal, se invitó a los ciudadanos a participar activamente en las decisiones sobre las inversiones que sería preciso adoptar en la ciudad y en cada uno de los barrios que la conforman. Como indica Hilary Wainwright: Se trata de una toma de decisiones conjunta o de poder compartido en la que, mediante un proceso de reuniones, se eligen delegados y los ciudadanos deciden las prioridades del presupuesto municipal en materia de inversiones y discuten sobre la importancia relativa de invertir en proyectos de obras públicas, servicios y economía social(80). La experiencia ha permitido mejorar la redistribución de la riqueza dentro de la ciudad, equilibrar las infraestructuras entre los diferentes barrios, disminuir el poder de las oligarquías económicas, reducir la corrupción de políticos y funcionarios, y aumentar la eficacia en la gestión de los servicios públicos. Demostrando, en suma, que los ciudadanos tienen poder y capacidad para autogobernarse de forma cooperativa.

(80)

Ibid., p.95.

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APÉNDICE 2. DEMOCRACIA Y GLOBALIZACIÓN. PREÁMBULO A UNA CONSTITUCIÓN COSMOPOLITA

La tesis que defiendo sostiene, frente a los exultantes defensores de la globalización en curso, que ésta no solo no está generando una realización del imperativo práctico sino, por el contrario, polariza las dos dimensiones centrales de la condición humana, el poder y la vulnerabilidad, a escala mundial, de modo que los poderes se maximizan y las vulnerabilidades se minimizan en uno de los lados, el de los ganadores; mientras las vulnerabilidades se maximizan y los poderes se minimizan en el otro lado, el de los perdedores. Los dos proyectos antropológicos radicales, el de una asociación de individuos autointeresados y el de una comunidad mundial de ciudadanos-personas, se van a enfrentar de un modo dramático por la hegemonía del orden mundial. Dramático no quiere decir necesariamente violento, sino franco y firme, sin subterfugios. Todo individuo habrá de decantarse bien por la Humanidad, como proyecto que pretende universalizar a todos los habitantes del planeta el imperativo de respeto y protección; bien por una nueva forma de hominización globalizada, concebida como una última versión de la ley de la selva, aunque, en vez de lianas, sus herramientas sean circuitos electrónicos y, en vez de feroces dentelladas, hipotecas subprime o evasiones de capital. Aun cuando nadie sabe a ciencia cierta qué es exactamente lo que de una forma común se conoce ya, en el argot periodístico y erudito, con el nombre de globalización, tenemos [133]


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la percepción, preñada de incertidumbre, de que el suelo que pisamos y creíamos firme se estremece bajo nuestros pies por el impacto de fuerzas que no controlamos. Por primera vez en la historia, con unas peculiaridades que intentaré poner de manifiesto, está emergiendo un nuevo hábitat, un contexto inédito, acompañado de una nueva forma de conciencia, que engloba a la vez que cuestiona, todos los anteriores. Las demarcaciones y fronteras rígidas, que habían hecho relativamente simple y segura nuestra existencia hasta la fecha: religión, Estado nacional, comunidades locales, familia, individuo, occidental; y que de alguna manera estaban siempre vinculadas y circunscritas a un territorio determinado, se están disolviendo como una fortaleza de azúcar en contacto con el agua, han entrado en un proceso de interdependencia líquida por el avance imparable de las nuevas tecnologías. La rapidez y ubicuidad con que se desplazan los flujos de información es tal que la materialidad del espacio y del tiempo, cuyo espesor condicionaba el orden de la civilización, parece haber pasado a mejor vida. Se crea pues, por vez primera en la historia, un espacio extraterritorial y trasnacional. Trasnacional significa, como indica Wallerstein, «el surgimiento de formas de vida y acción cuya lógica interna se explica a partir de la capacidad inventiva con la que los hombres crean y mantienen modos de vida social y relaciones de intercambio sin mediar distancias»(81). Una demostración de que vivimos, querámoslo o no, en un nuevo espacio transnacional lo tenemos en la pandemia que ha sacudido recientemente los mercados internacionales, como consecuencia de la masiva introducción de activos tóxicos en los flujos financieros, y que ha llevado a todas las economías del planeta a una peligrosa recesión. Pero lejos de interpretar con fatalismo y derrotismo este proceso histórico, debemos creer en el poder de ilustración crítica (81)

Citado en U. Beck, ¿Qué es la globalización?, trad. de B. Moreno, Paidós, Barcelona 2001.

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que tiene el fenómeno de la globalización sobre las conciencias, narcotizadas por el virus autocomplaciente y eurocéntrico de la posmodernidad. La globalización exhibe con cinismo las contradicciones centrales de la Humanidad, impidiendo la invisibilidad de las injusticias entre el norte y el sur, pulcramente disimuladas por un rígido sistema de fronteras físicas y mentales, que limitaban a nuestros conciudadanos el beneficio de la justicia y solidaridad mientras externalizaban los costes de ese bienestar al resto de los seres del planeta, abandonados a su suerte. El carácter global de los riesgos que penden sobre nosotros hacen, como indica Beck: Por primera vez posible experimentar la comunidad de un destino que al no reconocer fronteras en la amenaza percibida, despierta una conciencia común cosmopolita capaz de suprimir hasta las fronteras existentes entre el hombre, la bestia y las plantas. Si los peligros fundan una sociedad, los peligros globales fundan la sociedad global(82). Solo la certeza de navegar en un mismo barco con todo el género humano y de estar expuestos a la misma suerte de adversidades puede hacer crecer lo que nos salva. Esa experiencia, tal vez traumática al principio, de un destino común, tiene el poder de conducirnos a la instauración de una democracia cosmopolita basada en los derechos fundamentales, donde el poder económico vuelva a ser domesticado y sometido por el poder político de la multitud. A lo que llegamos con la globalización es al callejón, esta vez sin salida, de un desfase histórico, surgido en el seno mismo de la modernidad, entre el rápido crecimiento de los medios técnicos a disposición del hombre y el estancamiento moral respecto a la capacidad de utilizarlos de manera justa y pacífica. (82)

U. Beck, ¿Qué es la globalización? p. 66.

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SIGNOS DE GLOBALIZACIÓN Algunos síntomas inequívocos de este proceso globalizador son: — La revolución y extensión permanente de las tecnologías de la información y comunicación como Internet. — La importancia, al menos simbólica, de los derechos humanos como derechos universales. — El aumento de los intercambios económicos internacionales, tanto de bienes y servicios como financieros. El peso creciente de las empresas trasnacionales. — La proliferación mundial de símbolos e iconos procedentes de las industrias globales de la cultura. — El problema de la pobreza global y del control demográfico. — La interdependencia de los mercados internacionales que hace que cualquier anomalía en un punto del planeta tenga efectos desestabilizadores sobre el resto. — La cuestión de la crisis ecológica global y el calentamiento del planeta. — La preeminencia de los conflictos religiosos y transculturales en las relaciones internacionales. El llamado choque de civilizaciones. — La preocupación por el nuevo orden internacional, protagonizado por el auge del imperialismo americano y el terrorismo islámico. — La emergencia de nuevos actores trasnacionales que disputan poder a los Estados: ONG’s, Naciones Unidas, OMC, Fondo Monetario Internacional, Unión Europea, empresas trasnacionales, etc. — El surgimiento de una opinión pública mundial como respuesta a los nuevos conflictos bélicos que adquieren carácter global. Multitudinarias manifestaciones contra la guerra de Irak. — El incremento imparable del turismo (voluntario), producto de la riqueza; y las migraciones (involuntarias), producto de la pobreza. [136]


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— La aparición de movimientos globales de contestación al modelo de globalización liberal imperante. — La preocupación pública por la extensión de enfermedades como el SIDA o la gripe aviar, que pueden adquirir carácter de pandemias. La novedad e importancia de todos estos fenómenos no radica exclusivamente en su dimensión planetaria sino en que son percibidos por los sujetos con una forma nueva de conciencia reflexiva también global.

GLOBALIDAD Y GLOBALISMO Distinguiré antes que nada globalidad de globalismo para evitar la confusión que habitualmente rodea la cuestión. Globalidad significa, en primer lugar, y según la lúcida definición de U. Beck: Que hace ya bastante tiempo que vivimos en una sociedad mundial, de manera que la tesis de los espacios cerrados es ficticia. No hay ningún país ni grupo que pueda vivir al margen de los demás. Es decir, que las distintas formas económicas, políticas y culturales no dejan de entremezclarse(83). Este proceso histórico, a diferencia del globalismo o globalización capitalista, reversible y unidimensional, es considerado por Beck irreversible y multidimensional. Lo que quiere decir, en primer lugar, que no depende de la voluntad de nadie su ocurrencia sino que es el resultado del impacto que ejercen sobre nuestras vidas las nuevas tecnologías de la información; y, en segundo lugar, que la globalización funciona en diferentes

(83)

Ibid., p. 28.

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ámbitos relativamente autónomos aunque interconectados, pudiendo hablarse de globalización ecológica, cultural, económica, política y social. El globalismo o globalización capitalista, llamada así por estar amparada en la ideología neoliberal defensora del valor superior del mercado, comprende e interpreta la globalización económica como un proceso espontáneo e irreversible, señalando el primado absoluto y causal de la economía sobre el resto de esferas, y la conversión del planeta en un mercado mundial cuyo control debe correr a cargo de las empresas trasnacionales. Éstas, aprovechando la movilidad de los capitales, especialmente el financiero, y la competencia entre Estados para atraer inversiones, imponen la reducción al mínimo de las intervenciones y reglamentaciones que puedan limitar su interés, iniciativa y beneficio. Se rompe así el equilibrio de poder que dio origen al Estado de Bienestar. En palabras de Beck: «La puesta en escena de la globalización permite a los empresarios, y sus asociados, reconquistar y volver a disponer del poder negociador política y socialmente domesticado del capitalismo democráticamente organizado»(84). Tanto sus defensores como sus detractores, aunque con valoraciones opuestas, aceptan estos supuestos como punto de partida. El globalismo no es, por tanto, la simple descripción de un progresivo entremezclarse de los seres humanos bajo el auspicio de nuevos problemas y nuevas tecnologías de la información, sino un proyecto político contingente y completamente reversible, llevado a cabo por distintos agentes económicos y sociales en su propio beneficio.

(84)

Ibid., p. 16.

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TODO EL PODER PARA LOS EMPRESARIOS TRANSNACIONALES

Como señalé anteriormente, para Beck, esta preeminencia negociadora de los nuevos empresarios trasnacionales revoca el equilibrio y pacto de poder de la primera modernidad, donde el derecho al beneficio y a la iniciativa económica estaba regulado, y en cierto modo socializado, por la autoridad del Estado. Lo curioso de esta expropiación del poder político de la sociedad en beneficio de la clase empresarial, prosigue Beck, es que ha sido realizada al margen de las instituciones democráticas, ya sean jueces, gobiernos, parlamento u opinión pública, sin revoluciones ni altercados, como si se impusiera por la naturaleza misma de las cosas. Lo que nos interesa en este apartado es comprender de qué modo la globalización, como emergencia histórica de un ámbito nuevo, hace posible o dificulta el desarrollo normativo del imperativo práctico cuyo enunciado exige el respeto y cuidado universales. Veremos, en primer lugar, cuáles son las tendencias del proyecto político que denominamos globalización liberal, que concede preeminencia a la dimensión económica, y cuya prioridad, o, al menos, mayor velocidad respecto al resto de esferas parece indiscutible. Pondré asimismo de manifiesto sus previsibles consecuencias en término de riesgos y amenazas para los habitantes del planeta. Enumeraré, en segundo lugar, las notas características de un proyecto político alternativo acorde con los principios que he defendido en este ensayo. Entraré directamente en materia definiendo lo esencial de la globalización liberal, que radica, en palabras de U. Beck, en su pretensión de «realizar la utopía del anarquismo mercantil del Estado mínimo»(85).

(85)

Ibid., p. 17.

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El poder de los empresarios trasnacionales, que ha puesto en jaque no solo a los sindicatos sino a la soberanía de los Estados nacionales en materia económica, se debe a la suma de un conjunto de nuevas oportunidades de acción y poder, creadas al calor de las nuevas tecnologías, que permiten la liberación del capital respecto al territorio: 1. La capacidad de exportar puestos de trabajo a lugares donde los costes laborales y cargas fiscales son más bajos y las regulaciones medioambientales más laxas (dumping social). 2. Se puede presionar a los Estados nacionales para conseguir mejores condiciones fiscales e infraestructuras más favorables, y penalizarlos cuando se muestren demasiado exigentes. 3. La posibilidad técnica de desmenuzar los factores de producción y distribución de modo que sea posible elegir simultáneamente el lugar de inversión, el lugar de producción, el lugar de declaración fiscal y el lugar de residencia. Los inversores pueden ser alemanes, tener las fábricas en Indonesia, pagar impuestos en Luxemburgo y residir en Ibiza. Los Estados, por el contrario, anclados en el territorio como el resto de factores productivos, en medio de la competencia mundial por atraer capitales que financien sus economías nacionales, tienen hipotecada su soberanía económica y han de «pasar por el aro» de las demandas transnacionales si no quieren ser instantáneamente descapitalizados o ver ruinosamente devaluada su divisa, como ocurrió en Argentina con la crisis del corralito. Los gobiernos son conscientes de que resultarán mucho más atractivos para los inversores aquellos que ofrezcan mejores infraestructuras, subvenciones más cuantiosas, reducción de impuestos, normativas medioambientales menos severas, despidos más flexibles y se hagan cargo más generosamente de los costes de desempleo.

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CONSECUENCIAS DE LA GLOBALIZACIÓN El imperativo de autorrealización ilimitada del capital, que es el motor de la globalización liberal, se justifica socialmente con la promesa de un incremento de las ofertas debido a la extensión de los mercados y a la reducción de los precios como resultado de la competencia internacional. Estas son, sin embargo sus actuales consecuencias:

a) Paro generalizado y empeoramiento de las condiciones laborales La primera, es la pérdida generalizada de puestos de trabajo y la degradación de las condiciones del trabajo existente. Las empresas trasnacionales incrementan sus beneficios gracias, principalmente, al uso intensivo del factor saber y a la reducción masiva de puestos de trabajo hecha posible por las técnicas más avanzadas de automatización. Frente a lo que pudiera parecer, el capital, sobre todo el financiero, puede crecer sin incrementar ni el número ni la calidad de puestos de trabajo. Como, por otra parte, su contribución fiscal a la sociedad se ha vuelto escasa o nula, han de ser las rentas del trabajo y las pequeñas y medianas empresas las que, a duras penas, se hagan cargo de los programas sociales del Estado. Asimismo, la exigencia de competitividad por parte de los empresarios en el mercado transnacional promueve la flexibilización y desregulación de las condiciones de trabajo. Lo que significa facilitar los despidos, reducir los salarios, ampliar la jornada laboral, volver precarios e inestables los empleos y debilitar el poder de los sindicatos. Y todo, bajo la permanente amenaza del dumping laboral, consistente en la decisión del empresario de reubicar la empresa en aquellos países donde los condiciones laborales le son más favorables. [141]


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b) Crisis ecológica La segunda consecuencia es la aceleración de la crisis ecológica que, de estar más o menos delimitada espacio-temporalmente, adquiere dimensiones crónicas y globales, poniendo en peligro la existencia misma de la civilización. Su causa no debe buscarse en el orden divino ni en el natural sino en la presión y depredación exponencial del entorno por parte del sistema económico vigente, que se duplica cada veinte o treinta años. Se basa, por tanto, en una contradicción estructural: la búsqueda ilimitada de beneficios y la obsesión por el crecimiento generan un modelo de producción y consumo también ilimitados, que chocan con la finitud y equilibrio de los ecosistemas naturales, cuya capacidad de regeneración es limitada. Los daños medioambientales pueden clasificarse atendiendo a su naturaleza y procedencia. En cuanto a su naturaleza, habría que distinguir, siguiendo a Carlos Taibo, entre daños derivados de agresiones medioambientales de carácter más o menos puntual y extraordinario, como el accidente de Chernóbil; y los que derivan del agotamiento de recursos escasos como, por ejemplo, la destrucción de la biodiversidad en el mar por efecto de la pesca incontrolada(86). En cuanto a su procedencia, diferenciaría, siguiendo a Beck, entre daños ecológicos que provienen de las condiciones técnico-industriales de los ricos, como el agujero de ozono, la generación y almacenamiento de residuos tóxicos o el efecto invernadero; y daños ecológicos provenientes de las condiciones de vida de los pobres, como la deforestación de selva tropical, la desertización o el incremento descontrolado de la natalidad. Mientras los primeros surgen normalmente de una externalización de los costes de producción; los segundos son, más bien, autodaños de los pobres que tienen efectos secundarios para los ricos.

(86)

C. Taibo, op. cit., pp. 158- 161.

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Y, por último, están los peligros ecológicos derivados del uso de armas de destrucción masiva, ya sea en una situación excepcional de guerra, ya sea a cargo de grupos de carácter terrorista o fundamentalista. Estos nuevos peligros para el medio ambiente tienen su causa, paradójicamente, en la lucha por el control de recursos escasos como el agua o las materias primas energéticas. La degradación medioambiental afecta principalmente al Sur, cuyas tierras de cultivo se están agotando debido a la sobreexplotación y a la aplicación de un modelo de agricultura de alto rendimiento destinada a la exportación, en perjuicio de cultivos de subsistencia. También se desertizan por la erosión del suelo, que provoca la deforestación de sus bosques para cubrir la demanda, por parte del Norte, de maderas tropicales y productos agropecuarios plantados en las zonas deforestadas.

c) Destrucción de culturas locales La tercera consecuencia es el riesgo de destrucción de culturas locales debido al enorme influjo de los nuevos medios de comunicación, concentrados en manos de un grupo cada vez más reducido de gigantes mediáticos. Estos medios, europeos y estadounidenses, gracias al libre flujo de información y la difusión de imágenes vía satélite por todo el planeta, generalizan la cultura, el idioma y el modo de vida de ciertas naciones privilegiadas. Como dice Carlos Taibo, «en casi todos los rincones del planeta se manejan las mismas informaciones, se ven las mismas películas, se conducen los mismos automóviles y se soportan los mismos anuncios publicitarios»(87). No solo el entretenimiento, sino que los sueños y aspiraciones, los modelos estéticos e, incluso, las informaciones se uniformizan cuando los

(87)

Ibid., pp. 279.

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centros de opinión global son tomados por una minoría de grupos y compañías trasnacionales, que articulan la globalización en función de sus intereses corporativos. Destacan dentro de esta minoría las grandes marcas comerciales, cuyo prestigio nada tiene que ver con la calidad de su producto sino con su permanente presencia publicitaria en todos los lugares del globo: Nescafé, Heineken, Nokia, Marlboro, Ikea, Benetton, McDonalds, Coca-Cola, etc. Como señala Beck, en alusión a la tesis de Kevin Robins: Bajo el discurso del mercado mundial subyace, según esta perspectiva, una utopía negativa. Conforme —y en la medida en que— los últimos rincones del planeta se están integrando también en el mercado mundial, está surgiendo un solo mundo, pero no como reconocimiento de la multiplicidad y de la apertura recíproca, es decir, de una imagen pluralista y cosmopolita de uno mismo y del otro, sino, bien al contrario, como un solo mundo mercantil. En este mundo, las culturas y las identidades locales se desarraigan y sustituyen por símbolos mercantiles, procedentes del diseño publicitario y de los iconos de las empresas multinacionales. La esencia se convierte en diseño y esto vale para todo el mundo(88).

d) Erosión de la soberanía de los Estados La cuarta consecuencia es la erosión de la soberanía de los Estados nacionales. El Estado, que según la célebre opinión de M. Weber era la agencia que reclamaba con éxito el monopolio de la violencia legítima dentro de un territorio, ha ejercido tradicionalmente su soberanía desde tres centros básicos: el militar, defendiendo el territorio de otros modelos de orden interiores o exteriores; el económico, controlando la producción y redistribución de los

(88)

U. Beck, op. cit., p. 72.

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recursos de forma que se lograra una cierta autosuficiencia en las cuentas; y el cultural, sosteniendo la cohesión y particularidad del Estado a través de la identidad de sus súbditos. Estado, nación y territorio era la ecuación de la primera modernidad. De idéntico modo se expresa Bauman al referirse a la función reguladora del Estado en la modernidad: Era la agencia que reclamaba el derecho legítimo —y poseía recursos para ello— de formular e imponer las reglas y normas a las que estaba sujeta la administración de los asuntos de un territorio dado; reglas y normas que —se esperaba— transformarían la contingencia en determinación, la ambivalencia en precisión, el azar en regularidad; en fin, el bosque primigenio en un jardín cuidadosamente planificado, el caos en orden(89). Este control total ejercido por la administración estatal dentro de un determinado territorio ha sido puesto en cuestión por la globalización. La globalización expresa, según Z. Bauman, el «carácter indeterminado, ingobernable y autopropulsado de los asuntos mundiales; la ausencia de un centro, una oficina de control, un directorio, una gerencia general. La globalización es el nuevo desorden mundial de Jowitt, con otro nombre»(90). O, en palabras de Beck: Globalización significa también: ausencia de Estado mundial; más concretamente: sociedad mundial sin Estado mundial y sin gobierno mundial. Estamos asistiendo a la difusión de un capitalismo globalmente desorganizado, donde no existe ningún poder hegemónico ni ningún régimen internacional, ya de tipo económico ya político(91). (89) (90)

Z. Bauman, La globalización, consecuencias humanas, p. 82. Ibid., p. 80.

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e) Causas de la pérdida de soberanía estatal Los muros que garantizaban esta soberanía se han vuelto, por efecto de la globalización, permeables y porosos, en feliz expresión de algunos autores, y están siendo asaltados desde diversos frentes que recoge C. Taibo en su libro Cien preguntas sobre el nuevo desorden: Por procesos de descentralización interna de carácter nacionalista. Veamos, por ejemplo, la fuerza del independentismo vasco y catalán en España. Por la creación de instancias supranacionales, como la Unión Europea, Mercosur, etc., o bancos centrales que determinan las políticas monetarias y socavan la soberanía económica. Por la influencia de redes trasnacionales como las creadas por las organizaciones no gubernamentales (ONG’s). Por normas legales trasnacionales, que justifican el intervencionismo humanitario en países soberanos cuando se vulneran los derechos humanos de su población; o la creación de un Tribunal Penal Internacional, que limita la soberanía jurídica de los Estados. Por el poder de las empresas trasnacionales, que no se someten a las legislaciones estatales aprovechando la enorme movilidad de un «ciberespacio que desborda toda la jurisdicción territorial existente»(92). Esta movilidad instantánea e incontrolable de los capitales subvierten la soberanía fiscal. Por organismos internacionales que exigen a los Estados el cumplimiento de programas económicos de ajuste, como el Banco Mundial, la OMC o el Fondo Monetario Internacional, programas que imponen el proyecto (91) (92)

U. Beck, op. cit., p. 32. C. Taibo, op. cit., pp. 176.

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neoliberal de globalización basado en la reducción del déficit público, privatizaciones, imposición fiscal indirecta o reducción de los gastos sociales. Por el auge de las redes del crimen organizado, que sortean con creciente facilidad los controles establecidos por los Estados, poniendo en entredicho la soberanía policial(93). Por la influencia de medios de comunicación tan potentes como Internet o la televisión digital con cobertura global, que quiebran la soberanía cultural del Estado cuyo objetivo era la protección y custodia de las tradiciones, idiosincrasia e identidad cultural de la comunidad nacional. Y habría que añadir, por último, los movimientos migratorios, que desafían el control policial que se ejerce sobre las fronteras. La única función económica que parece quedarle a este Estado, al que podríamos calificar de débil, es contener la rebeldía de su propia población contra el despotismo del mundo de los negocios y protegerla de los efectos más devastadores de la anarquía del mercado. La erosión de la soberanía estatal, en el caso de los programas europeos, incluye, además, el progresivo desmantelamiento de los Estados de bienestar. Lo que significa privatización de servicios públicos, debilitamiento de las redes de asistencia social, recorte en gastos sociales y disminución de los recursos de la Seguridad Social. Esto último, como resultado de la generosidad fiscal practicada a favor de las empresas trasnacionales en aras de su mayor competitividad. La globalización plantea el dilema a los Estados de que, por un lado, incrementa las demandas de previsión social debido al aumento del paro y la pobreza; mientras que, por otro, disminuye sus ingresos debido a la menor tributación de los beneficios de las empresas transnacionales.

(93)

Ibid., pp. 175-179.

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f) Consecuencias humanas La quinta y última consecuencia de la globalización liberal, a la que me referiré de una manera más extensa, se expresa perfectamente en la tesis central del libro de Bauman La globalización, consecuencias humanas: Lejos de homogeneizar la condición humana, la anulación tecnológica de las distancias de tiempo y espacio tiende a polarizarla. Emancipa a ciertos humanos de las restricciones territoriales a la vez que despoja al territorio, donde otros permanecen confinados, de su valor y su capacidad para otorgar identidad. Para algunos, augura una libertad sin precedentes de los obstáculos físicos y una inédita capacidad de desplazarse y actuar a distancia. Para otros, presagia la imposibilidad de apropiarse y domesticar la localidad de la cual tendrán escasas posibilidades de liberarse para ir a otra parte(94). El ciberespacio, hecho posible por los avances de la electrónica y la informática, permite a una minoría disponer de un poder extraterritorial a costa de expropiar a las comunidades locales su capacidad de dar sentido a la vida de los hombres, que se transfiere a este nuevo espacio virtual. Esta desterritorialización del poder conlleva, paralelamente, una búsqueda casi paranoica de invulnerabilidad física por parte de la nueva clase dirigente, a través de su aislamiento y blindaje defensivo en lujosas urbanizaciones apartadas de cualquier vecindario o localidad. Lo novedoso de esta nueva jerarquización y estratificación global, según Bauman, es que tiene como eje principal y línea divisoria el factor movilidad. Mientras, en palabras de Michael Crozier, el grupo dominante tiene cada vez mayor margen de (94)

Z. Bauman, La globalización, consecuencias humanas, p.28.

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libertad de maniobra, se imponen las restricciones más estrictas a la libertad de decisión del bando dominado. Este proceso de polarización, como los juegos de suma cero, no admite síntesis posible: para que una minoría tenga la máxima movilidad es necesario que el resto de actores se mantengan confinados en su localidad. Desterritorialización no significa necesariamente disolución total de los Estados. A los mercados mundiales les interesa que sigan existiendo Estados débiles anclados en su territorio, a fin de evitar que pueda generarse un poder legislativo global que limite su poder. De este modo globalización y localización, integración y fragmentación, cultura global y revitalización de las culturas locales, lejos de resultar antagónicas, son la cara y la cruz del mismo proceso en curso. Es lo que Robertson ha llamado glocalización. Pero lejos de interconectarse ambos procesos de una forma horizontal generando diferencias incluyentes e identidades híbridas, como pretende Beck; a juicio de Bauman lo hacen de una forma vertical, generando desigualdades y exclusión: «Los procesos globalizadores redundan en la redistribución de privilegios y despojos, riqueza y pobreza, recursos y desposesión, poder e impotencia, libertad y restricción»(95). Las nuevas libertades de una minoría globalizada, su enriquecimiento veloz, producen simultáneamente la desesperación y empobrecimiento creciente de una mayoría inmovilizada. Con la agravante de que los vínculos, aunque fuesen los de la guerra y el conflicto, entre pobres localizados y ricos globalizados, se han roto definitivamente. El capitalismo se ha liberado no solo del territorio y del Estado sino también del trabajo, donde los pobres podrían oponer una resistencia y forzar un acuerdo. Surgen así dos formas de vivir y experimentar el mundo; dos formas de relacionarse con el espacio y el tiempo, según lo (95)

Ibid., p. 94.

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alto o bajo que se esté en la escala de la movilidad; dos formas cada vez más distantes y con menos comunicación entre sí. Los habitantes del primer mundo viven en un presente perpetuo, su tiempo aparece colmado, lleno de acontecimientos y sensaciones; mientras que los habitantes del segundo mundo están aplastados por la abundancia de un tiempo vacío de contenido en el que no tienen nada que hacer ni nada que consumir. Los habitantes del primer mundo «viven en el tiempo; el espacio no rige para ellos, ya que cualquier distancia se recorre instantáneamente»(96). Los habitantes del segundo mundo viven confinados al espacio pero han perdido el control del tiempo, que se escurre monótono por sus vidas inútiles. Los primeros viajan a voluntad, se divierten mucho (sobre todo, si viajan en primera clase o en aviones privados), se les seduce o soborna para que viajen, se les recibe con sonrisas y brazos abiertos. Los segundos lo hacen subrepticiamente y a veces ilegalmente; en ocasiones pagan más por la superpoblada tercera clase de un bote pestilente y derrengado que otros por los lujos dorados de la business class; se les recibe con el entrecejo fruncido, y si tienen mala suerte los detienen y deportan apenas llegan(97).

LA RESPUESTA DE LA FÓRMULA DEL BIEN AL RETO DE LA GLOBALIZACIÓN Ante este panorama desalentador representado por la globalización liberal, el imperativo práctico pone en marcha la totalidad de sus exigencias.

(96) (97)

Ibid., p. 116. Ibid, p. 117, 118.

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La primera, el reconocimiento de la pluralidad de modos de vida, de culturas locales y tradiciones que garantice la singularidad de los individuos. Se trata de preservar la biodiversidad cultural que aplica en el ámbito global el principio de singularidad. Naturalmente, no se trata de promover una política de segregacionismo o yuxtaposición de canteras culturales con el máximo estado de pureza para que el individuo desarraigado elija la que más le guste. Nuestra identidad es, y será cada vez más, necesariamente híbrida. Lo que merece protegerse es la interculturalidad, la proliferación pública de diferencias incluyentes, el patriotismo de lo propio que tiene, sin embargo, a la Humanidad como su lealtad primera. La segunda, la necesidad de constituir una ciudadanía global arbitrando un conjunto de procedimientos de decisión y deliberación transnacionales, así como instituciones democráticas que garanticen el derecho de las personas a determinar los contextos de las propias acciones, contextos que, en el caso que nos ocupa, tienen carácter mundial. Este ideal tiene ya nombre propio: democracia cosmopolita. Consistiría, por tanto, en la creación de un conjunto de foros públicos e instituciones democráticas trasnacionales con capacidad política y administrativa independiente, que complementarían las ya existentes a nivel nacional o local. Este proyecto de democracia global acabaría con la actual asimetría entre los ámbitos donde se toman las decisiones y donde se padecen, que es uno de los rasgos, a juicio de Bauman, más significativos del proceso globalizador: Los verdaderos poderes que dan forma a las circunstancias que determinan nuestra vida contemporánea se mueven en el espacio global; en cambio, nuestros órganos de actuación política suelen estar sólidamente establecidos en un sitio; son, como siempre, locales(98). (98)

Z. Bauman, “Confianza y temor en la ciudad. Vivir con extranjeros”, p. 21.

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El intento imposible de encontrar soluciones locales a contradicciones globales provoca una sensación generalizada de impotencia, es decir, una desconfianza en que, con los escasos medios de que disponemos, no podemos hacer nada eficaz para cambiar el curso de los acontecimientos que nos afectan. Generar un nuevo control político del espacio y el tiempo transnacional —tal y como en su día se hizo del nacional—, es el mayor reto que nos plantea la globalización. Un reto y al mismo tiempo un deber absoluto derivado del principio de cooperación, que exige determinar cooperativamente los contextos en que se insertan nuestras acciones y por los que somos afectados. Un ejemplo evidente de que este control es posible nos lo revela la rapidez con que los gobiernos de los Estados desarrollados y economías emergentes se han reunido para dar una respuesta común a la crisis del sistema financiero internacional, llegando a plantear abiertamente su intención de modificar o refundar las reglas del modelo capitalista. La timidez e insuficiencia de estas reformas no debe hacernos olvidar la verdadera importancia de aquello que implícitamente subyace a la iniciativa: que el actual modelo es un proyecto político entre otros y que puede ser transformado con relativa facilidad si existe voluntad para ello. Como afirma Slavoj Zizek, la globalización no podrá ser domesticada a menos que repolitizamos la economía: La única manera de crear una sociedad en la que las decisiones de alcance y de riesgo sean fruto de un debate público entre todos los interesados, consiste, en definitiva, en una suerte de radical limitación de la libertad del capital, en la subordinación del proceso de producción al control social, esto es, en una radical re-politización de la economía(99).

(99)

S. Zizek, En defensa de la intolerancia, trad. de J. Eraso Ceballos, sequitur, Madrid, 2008, p. 110.

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La tercera exigencia es el reconocimiento de los derechos fundamentales del individuo así como su extensión y aplicación más allá del status de ciudadanos nacionales. Ello implica que todos los seres humanos sin excepción deben ser considerados como sujetos de derecho. Es inmoral no dar el mismo tratamiento y protección jurídica a quienes padecen la desgracia o la violencia inmerecida por algo tan irrelevante y azaroso como haber nacido más allá o más acá de nuestras fronteras. De este modo se aplica el principio de igualdad. La cuarta exigencia del imperativo práctico consiste en la creación de un sistema de seguridad social trasnacional que preste servicios universales, obligatorios y gratuitos para atender a los ciudadanos más vulnerables del planeta, financiada por un sistema fiscal progresivo que grave las grandes fortunas y las transacciones de capital financiero. De este modo se aplica el principio de responsabilidad. Lo profundamente sórdido de la efervescencia política desatada en los centros mundiales de poder para responder a la triple crisis del mercado inmobiliario, financiero y energético es que tiene como objetivo primordial rescatar a la elite económica del coma etílico a que le ha llevado su irresponsable codicia, mientras que las cifras del sufrimiento humano global apenas movilizan a nadie. Una última exigencia de la fórmula del bien sería la implantación de una autoridad supranacional, que vele por el cumplimiento de los derechos fundamentales con sujeción a una constitución cosmopolita, aprobada democráticamente por un nuevo poder constituyente. De este modo se aplica el principio de no dominación. La aplicación de estas cinco exigencias daría lugar a un nuevo orden mundial que, en parte, habrá de ser la creación colectiva inédita de un sujeto político emergente y, en parte, el despliegue de un proyecto latente y ya prefigurado en el precario conglomerado de las actuales instituciones internacionales. Me extenderé un poco más, para concluir la reflexión sobre la globalización, en dos de los dispositivos prácticos más [153]


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centrales de este nuevo orden transnacional: el concepto de derecho fundamental, que afecta a la sustancia de la democracia cosmopolita; y el concepto de Estado transnacional, que afecta a la forma de esa democracia.

LOS DERECHOS FUNDAMENTALES COMO DERECHOS SUPRAMORALES Y SUPRAJURÍDICOS Del imperativo práctico se sigue la obligación universal de respetar y cuidar a todos los seres libres y vulnerables. Y puesto que toda obligación es el correlato de un derecho, el imperativo exige reconocer a los otros como portadores de derechos y, en su calidad de seres libres, el reconocimiento de su condición de sujetos de derechos y no meros objetos de nuestra obligación. ¿Qué significa tener un derecho? Un derecho, señalan algunos autores, es como tener una carta ganadora frente a los otros en el juego de las relaciones interpersonales. El sentido de tener un derecho subjetivo significa que todos los otros tienen la obligación de comportarse respecto a mí de una determinada manera; y que el motivo de esta obligación no es un capricho sino, precisamente, el derecho que tengo frente a él y respecto a todos los demás. Estos derechos, desde el planteamiento que estoy defendiendo, serían exigencias necesarias que una voluntad racional ha de reconocer si no quiere negarse a sí misma. En ese sentido, discrepo con la posición de Tugendhat, quien desmarcándose del concepto de derecho natural —según el cual los hombres naceríamos con derechos del mismo modo como nacemos con órganos físicos—, sostiene que un derecho siempre ha de ser otorgado o conferido por alguien. Esta instancia sería el Estado, en el caso de los derechos legales; o los miembros de la comunidad moral, en el caso de los derechos morales. La razón de que esto sea así proviene del absurdo de pensar en un derecho que no [154]


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pudiera reclamarse, de donde se desprende que debe ser la misma la instancia ante la que se reclaman que la que los otorga(100). Creo modestamente que la confusión de Tugendhat se debe a que no diferencia suficientemente entre otorgar y reconocer un derecho, llegando a emplear ambos términos prácticamente como sinónimos. Mientras que cuando otorgamos, el fundamento del derecho está en el agente que lo concede; cuando lo reconocemos, el fundamento del derecho parece estar en el destinatario del mismo. La diferencia es tan crucial como las consecuencias prácticas que se derivan de ambos tipos de expresión. Si decidiera, por los motivos que fuere, no conferir al otro un derecho, dejaría en ese mismo instante de estar obligado a respetarlo; mientras que si decidiera no reconocerle al otro su derecho no por ello dejaría de esta obligado por el mismo. Esto no significa necesariamente tener que aceptar el concepto tomista de derecho natural. Se puede estar en contra al mismo tiempo del iusnaturalismo, que sostiene la existencia de derechos naturales; y del positivismo jurídico, para el que todo derecho exige como tal su promulgación expresa por una institución. Sostengo, frente al iusnaturalismo, que los derechos son artificiales y, en cierto modo, antinaturales, si por naturaleza entendemos el orden de la vida regido por la ley del más fuerte. Afirmo, frente al positivismo, que, aunque artificiales, no son arbitrarios; representan las condiciones necesarias que hacen posible la existencia de un sujeto libre y vulnerable, cuya existencia es anterior a toda decisión o promulgación institucional. Esta conclusión no me impide considerar que tener un derecho debería implicar necesariamente (aunque en la práctica no sea así) el poder de reclamarlo; y que el orden moral no dispone de ningún medio eficaz, salvo la conciencia y la palabra, para otorgar fuerza a esa exigencia. La relación entre reconocer un derecho y garantizarlo no es analítica. Puede existir un derecho sin

(100)

E. Tugenthat, Lecciones de Ética, p. 324-325.

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garantías institucionales que le sirvan de aval, al menos provisionalmente. Históricamente, todas las luchas vindicatorias a favor del establecimiento de protecciones jurídicas frente a cualquier forma de discriminación racial o sexual presuponían el reconocimiento de derechos, que solo tras estas luchas fueron garantizados. También es cierto que la necesidad de garantías, aunque no se hayan hecho efectivas por una estricta cuestión de poder, es intrínseca al concepto de tener un derecho. De ahí que el reconocimiento de todos los seres libres y vulnerables como sujetos de derecho supone no solo la exigencia de respeto a los derechos de cada uno por parte de los demás miembros de la comunidad, sino la de instituir una instancia legal que, representando el poder colectivo de todos, garantice la protección de los derechos y dé fuerza a cualquier reclamación de los mismos. La creación de un Estado como garante de los derechos de los miembros de la comunidad es, por tanto, una exigencia del imperativo práctico. Los derechos morales deben positivizarse e institucionalizarse para hacerse efectivos, es decir, sancionados por el poder y la autoridad del Estado. En palabras de Tugendhat: Quien quiere tener derecho sobre X, no solo quiere que los otros se obliguen en forma individual a no discutírselo, sino que quiere que los otros se obliguen también en forma colectiva a protegerlo, pues un derecho que no está protegido tiene menor valor. Es decir, de ello se sigue, que, en este orden moral, también existe efectivamente el derecho moral fuerte que implica el derecho legal correspondiente(101). Este planteamiento hace plausible la definición de Ferrajoli del Derecho como «un sistema artificial de garantías constitucionalmente preordenado a la tutela de los derechos fundamentales»(102). (101) (102)

Ibid, p. 328. L. Ferrajoli, op. cit., p.19.

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Pero ¿qué entendemos por derechos fundamentales?, ¿cuáles son sus características formales?, ¿cuál debe ser el status que confiere su titularidad?, ¿cuáles son los contenidos tutelados por ellos?

LAS CARACTERÍSTICAS FORMALES DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

Una definición estructural o formal la aporta precisamente Ferrajoli. Derechos fundamentales serían todos aquellos derechos subjetivos que «se corresponden universalmente a todos los seres humanos en cuanto dotados del status de personas, de ciudadanos o personas con capacidad de obrar»(103). Esto significa, en primer lugar, que el bien o interés tutelado se concede en la misma medida a todos los titulares. Por ello son el fundamento de la igualdad jurídica. Derivada de esta característica básica está, en segundo lugar, su carácter indisponible e inalienable; lo que quiere decir que están sustraídos tanto a las decisiones de la política como del mercado: En virtud de su indisponibilidad activa, no son alienables por el sujeto que es su titular: no puedo vender mi libertad personal o mi sufragio. Debido a su indisponibilidad pasiva, no son expropiables o limitables por otros sujetos, comenzando por el Estado: ninguna mayoría, por aplastante que sea, puede privarme de la vida o de la libertad(104). Según Ferrajoli, el que un individuo no pueda disponer de sus propios derechos es una exigencia lógica de los mismos; pues si pudieran voluntariamente poder alienarse los derechos y las libertades, la propia libertad de alienar la libertad de alienar sería (103) (104)

Ibid., p. 37. Ibid., p. 47.

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alienable, dándose la paradoja de que dejarían de ser universales y la ley del más fuerte se impondría haciendo desaparecer el derecho y las libertades. Desde mi punto de vista, la explicación es más sencilla: la enajenación de un derecho fundamental es inconsistente con la existencia del sujeto que lo aliena. Se trataría de una contradicción semántica como la que se muestra en la expresión: «Quiero ser esclavo». En tercer lugar, por su importancia o rango estos derechos se han de expresar en normas constitucionales. Se corresponden con obligaciones y prohibiciones a cargo del Estado «cuya violación es causa de invalidez de las leyes y de las demás decisiones públicas y cuya observancia es, por el contrario, condición de la legitimidad de los poderes públicos»(105). Los derechos fundamentales constituyen la dimensión sustancial de la democracia. Forman el cuerpo de la constitución, es decir, de «ese conjunto de obligaciones, o sea, de límites y de vínculos puestos para la tutela de los derechos fundamentales»(106). El principio formal de la democracia política que atiende al quién decide y al cómo se decide —en otras palabras, al principio de la soberanía popular y la regla de la mayoría—, debe subordinarse a principios sustanciales expresados por los derechos fundamentales y relativos a lo que no es lícito decidir y a lo que no es lícito no decidir(107). Si la democracia formal se ocupa de lo decidible y determina la vigencia; la sustancial, a través de los derechos fundamentales determina la validez, circunscribiendo el ámbito de lo indecidible, sea lo no decidible que, en el caso de los derechos civiles, o de lo no decidible que no, como en el caso de los derechos sociales. Esto quiere decir que formalmente puede decidirse en democracia si se elevarán o no los impuestos, o si se destinarán a mejorar la red de carreteras o a la promoción de vivienda de (105) (106) (107)

Ibid., p. 50. Ibid., p. 51. Ibid., p. 45.

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protección oficial; pero no puede decidirse si se restringirá la libertad de expresión de los homosexuales o si se dejará a los ancianos sin pensión, ya que estas últimas cuestiones están amparadas por derechos fundamentales. Por último, es preciso volver a insistir en la diferencia entre derechos y garantías, combatiendo la idea de que un derecho no garantizado no sería un verdadero derecho. Si los derechos subjetivos son expectativas positivas de prestación o negativas de no lesión, las garantías primarias serían las obligaciones y prohibiciones de aquellos; y las secundarias, las obligaciones de reparar judicialmente la violación de las garantías primarias. El derecho a la igualdad de oportunidades en el ámbito educativo es, por ejemplo, un derecho subjetivo que funda una expectativa positiva de prestación por parte del Estado. Este derecho estaría garantizado de modo primario por la obligación estatal de ofrecer un sistema de becas adecuado o por la gratuidad de los estudios. De no ser así, los tribunales podrían condenar al Estado y obligarlo a reparar o indemnizar a los que no han podido estudiar por carecer de medios. Cuando a un derecho no corresponden las garantías suficientes para hacerlo efectivo entendemos que se trata de una laguna, que atenta contra el principio de plenitud del derecho que exige que se colme o subsane toda laguna. Tanto en el ordenamiento internacional como en los derechos sociales hay graves lagunas que deben colmarse. Lo que lo impide, desgraciadamente, no suelen ser dificultades técnicas sino falta de voluntad política. Estas características formales de los derechos fundamentales los diferencian de los derechos patrimoniales, que no son universales sino singulares, es decir, que para cada uno de ellos «existe un solo titular con exclusión de los demás». El derecho sobre una propiedad excluye a todos los demás, mientras que el titular de un derecho a la libertad de expresión incluye a todos los que sean capaces de expresarse. Los derechos patrimoniales (de los que deriva la propiedad sobre coches, casas, tierras, etc.) son, asimismo, disponibles, [159]


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negociables y alienables por naturaleza. Esto hace que su contenido varíe en cantidad y calidad de unos individuos a otros, pueda venderse, arrendarse, intercambiarse o perderse; mientras que el derecho al voto o a la vida es reconocido a todos en la misma cantidad y calidad, y no puede acumularse, venderse o alquilarse(108).

EL CONTENIDO DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES La definición de derecho fundamental que antes ofrecí, siguiendo las acertadas indicaciones de Ferrajoli, se atiene exclusivamente al cuantificador universal de su imputación y no a los bienes, necesidades o intereses tutelados por estos derechos. La cuestión del contenido no puede determinarse a priori, en opinión de este autor, sino a posteriori: «cuando se quiere garantizar una necesidad o un interés, se les sustrae tanto al mercado como a las decisiones de la mayoría»(109). Discrepo de esta opinión para quien un derecho fútil respecto al contenido, como el de ser saludado o comer fresas en primavera, podría convertirse en fundamental si así se decidiera. Aunque no pueda jamás eliminarse un elemento discrecional en la determinación social de qué contenidos concretos deben adquirir el rango de fundamentales, el imperativo práctico aporta unas bases sustanciales mínimas para establecer dichos contenidos, sin incurrir en el puro decisionismo y la arbitrariedad. Así, podemos afirmar que el contenido de los derechos fundamentales derivados del imperativo se corresponde con el conjunto de poderes y capacidades básicas en que se ha desplegado históricamente la libertad humana, que debe ser objeto de respeto; y con el conjunto de dispositivos de protección frente a las (108) (109)

Ibid., p. 46. Ibid., p. 51.

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contingencias previsibles en que se manifiesta la vulnerabilidad, que debe ser objeto de cuidado. Ya que, por ejemplo, los seres humanos tienen capacidad o poder para expresar sus opiniones, esta capacidad debe convertirse en un derecho; si la vejez, desde el punto de vista laboral, supone una disminución de la capacidad productiva sin reducir proporcionalmente el grado de necesidad, su protección mediante diversos dispositivos, como el de una pensión de jubilación adecuada, debe convertirse igualmente en un derecho. La generación histórica de un nuevo derecho no contradice el carácter universal e incondicional del mismo. El primer requisito que propondré es que sea técnica y materialmente posible; el segundo, que su realización pueda derivarse de uno de los cinco principios en los que se despliega el imperativo práctico. Pondré un ejemplo concreto: las ciudades antiguas no disponían (por falta de medios técnicos y materiales) de un sistema público de evacuación residual ni de una red de agua potable. No podía existir, por tanto, ni siquiera la posibilidad de considerar ambos sistemas como un derecho fundamental. Sin embargo, tan pronto como el desarrollo tecnológico de la sociedad lo hizo posible, y sobre la base del principio de responsabilidad que exige proteger a los individuos de los sufrimientos derivados de su condición natural (en este caso, de las enfermedades producidas por los gérmenes, o de la falta de agua para atender a las necesidades corrientes), la existencia de un sistema universal de evacuación de residuos o de una red pública de agua potable debe considerarse un derecho fundamental. Si la teletransportación fuera técnicamente viable dentro de dos siglos y se percibiera que quienes la utilizan tienen mayores oportunidades de desarrollo social que los demás, la posibilidad de desplazarse por ese medio podría llegar a considerarse también un derecho fundamental sobre la base del principio de justicia. Todo el conjunto de derechos que protegen las libertades individuales emanan del principio de singularidad; así, por ejemplo, el derecho a la vida, a la integridad física, a la libertad de [161]


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expresión y de reunión, a la intimidad, a la buena fama, a salir y entrar en el país, a la presunción de inocencia, a casarse con quien se desee o a tener y profesar públicamente las propias creencias. Son los derechos de libertad. Todos los derechos que exigen la participación política en la esfera del Estado o dan validez y eficacia a la capacidad del singular de establecer pactos con otros individuos en la esfera de la sociedad civil se derivan del principio de cooperación; así, el derecho a votar, a tener propiedades, a realizar contratos, a ser elegido cargo público, a formar partidos políticos o sindicatos en defensa de los propios intereses. Son los derechos civiles y políticos. Todos los derechos que tienen como fin garantizar los bienes y recursos básicos para hacer frente a las situaciones de carencia o necesidad derivadas de nuestra condición natural resultan del principio de responsabilidad; así, el derecho a la educación, a la atención sanitaria, a un salario digno, a la protección por desempleo, al descanso, a una pensión por jubilación, al acceso a los bienes culturales o a la igualdad de oportunidades. Son los derechos sociales. Todos los derechos que intentan evitar la interferencia arbitraria por parte de terceros sobre nuestras acciones y decisiones e impedir la violencia estructural proceden del principio de no-dominación. De ahí deriva el derecho a las debidas garantías procesales en caso de ser acusados de un delito; a no ser discriminados o excluidos por razones de sexo, raza o religión; a disponer de un servicio de policía; a no ser explotados, secuestrados o esclavizados; o a ser considerados sujetos de derechos. Y por último, aquellos derechos que protegen bienes que por su naturaleza exceden el marco del Estado-nación derivan del principio de universalidad. Así, tenemos el derecho a un medio ambiente saludable y no contaminado, a la paz, a recibir ayuda internacional en caso de conflicto o catástrofe, etc. Son los derechos globales. La clasificación final de los derechos fundamentales dentro del ordenamiento jurídico, cuya protección exige ser tutelada, [162]


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debe establecerse, siguiendo a Ferrajoli, atendiendo a dos criterios: el primero, basado en la estructura intrínseca de éstos; y el segundo, en el status que merece ostentar la titularidad de los mismos. Según el primer criterio habría que distinguir entre: Derechos civiles, derechos políticos, derechos de libertad y derechos sociales. La primera pareja de esta clasificación cuatripartita la forman la clase de los derechos-poderes o derechos de autonomía, respectivamente en la esfera privada y en la esfera pública: se trata en ambos casos, de derechos cuyo ejercicio consiste en decisiones, es decir en actos jurídicos que producen efectos por la decisión de sus titulares, y que presuponen la capacidad de obrar en el ámbito civil en el primer caso, y en el político en el segundo. La segunda pareja —derechos de libertad y los sociales— forma la clase de los derechos expectativa, que consiste respectivamente en expectativas positivas o negativas e implican, por parte de los poderes públicos, prohibiciones de interferencia en un caso, y obligaciones de prestación en el otro. Las dos clases de derechos corresponden a dos diversas fuentes de legitimación del sistema político y a dos diversas dimensiones, una formal y otra sustancial, de la democracia: los derechos poder o de autonomía, tanto civiles como políticos, son derechos formales o instrumentales, en cuanto permiten fundar las formas (el quién y el cómo) de las decisiones, respectivamente en la esfera privada del mercado y en la pública de la democracia política; los derechos expectativa, tanto de libertad como sociales, son en cambio derechos sustanciales o finales, ya que permiten vincular y legitimar el contenido o la sustancia (el qué) de las decisiones, y por tanto fundan una dimensión de la democracia que bien podemos llamar sustancial(110).

(110)

L. Ferrajoli, op. cit., p.104.

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A fin de ilustrar con un ejemplo la anterior clasificación, diré que el poder de firmar un contrato, casarse o adquirir una propiedad representa un derecho-poder en la esfera privada (derecho civil); poder elegir al alcalde del municipio donde se reside o formar un partido político es un derecho-poder en el ámbito de la esfera pública (derecho político); que nadie pueda privarme arbitrariamente de decir abiertamente lo que pienso ni me impida reunirme con quien desee es un derecho-expectativa negativo (derecho de libertad); y ser atendido por el sistema sanitario en caso de enfermedad, o escolarizar a mis hijos, son ejemplos de derecho-expectativa positivo que puedo legítimamente exigir al Estado (derecho social).

EL TITULAR DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES El otro criterio clasificatorio es el que permite distinguir: Entre derechos del hombre o de la personalidad y derechos del ciudadano o de ciudadanía. A diferencia de la anterior no está basada ya en características intrínsecas o estructurales de los derechos, y depende enteramente del derecho positivo, es decir, del hecho (contingente) de que hayan sido conferidos por éste a todos los individuos en cuanto personas o en cuanto ciudadanos(111). Frente a Ferrajoli, opino que no puede ser contingente el status necesario para ser reconocido titular de un derecho fundamental. Si es cierto que los derechos derivan en último término, y antes de ser positivizados, del imperativo práctico, todos los sujetos libres y vulnerables son legítimos titulares de los derechos fundamentales, aunque no a todos se les pueden exigir las obligaciones correspondientes. (111)

Ibid., pp. 104,105.

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También en este aspecto me apartaré del planteamiento de Ferrajoli, quien da por hecho que se debe reconocer exclusivamente como titular de un derecho a las personas y no a los seres sintientes. Esto no impide reconocer que por ser la libertad y la vulnerabilidad las condiciones que convierten a un ente en sujeto de derechos, surge una asimetría entre los titulares de los derechos y los titulares de las obligaciones correspondientes. La razón de esta asimetría es que el universo de los seres vulnerables, objeto de cuidado, es más amplio que el universo de los seres libres, objeto de respeto. Así, mientras que todos los seres libres comparten derechos y deberes, los seres vulnerables son sujetos de derechos pero no de obligaciones. Un esquizofrénico tiene derecho a ser cuidado y protegido, pero no se le pueden atribuir obligaciones respecto al resto de sujetos. Igual ocurre con los niños o con los animales. No hay en ello ninguna contradicción: de que únicamente los seres libres puedan contraer obligaciones o reconocer derechos no se sigue lógicamente que solo ellos puedan ser titulares de derechos. Los análisis de Ferrajoli se centran exclusivamente en la polémica cuestión de si debe ser el status universal de persona o el de ciudadano (miembro de una comunidad particular) el que debe prevalecer para reconocer a alguien como sujeto de derechos fundamentales. Su rotunda conclusión es que es necesario superar la dicotomía entre derechos del hombre y del ciudadano. Entronca en este punto con el debate anterior sobre la globalización como pérdida de soberanía de los Estados nacionales y que, según él, debe conducir a la construcción de un ordenamiento jurídico supranacional que garantice los derechos humanos. La propuesta no puede ser más nítida: Después de la caída de los muros y después de los bloques podría ser la exigencia más importante que proviene hoy de una [165]


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teoría de la democracia que sea consecuente con la doctrina de los derechos fundamentales: alcanzar —sobre la base de un constitucionalismo mundial ya formalmente instaurado a través de las convenciones internacionales, pero de momento carente de garantías— un ordenamiento que rechace finalmente la ciudadanía: suprimiéndola como estatus privilegiado que conlleva derechos no reconocidos a los no ciudadanos, o al contrario, instituyendo una ciudadanía universal; y por tanto, en ambos casos, superando la dicotomía derechos del hombre/ derechos del ciudadano y reconociendo a todos los hombres y mujeres en cuanto personas, idénticos derechos fundamentales(112). Esta conclusión de abolir la ciudadanía o universalizarla es el resultado de su análisis histórico del concepto de soberanía. Según Ferrajoli, con la consolidación de los Estados nacionales, desde hace apenas cuatro siglos, como entidades independientes respecto al poder de la Iglesia y del imperio, nace el concepto de soberanía como potestad absoluta del Estado dentro y fuera del territorio, siendo considerado como fuente exclusiva del derecho y, al mismo tiempo, independiente del mismo. Esta soberanía es objeto, desde entonces, de un doble proceso —inverso y paralelo—, ya que mientras es progresivamente restringida en el interior de las fronteras mediante el Estado constitucional de derecho, donde todo poder es sometido a la ley e, incluso, el pueblo soberano y las mayorías están limitadas por los derechos fundamentales; se absolutiza paulatinamente en el exterior frente a los demás Estados. El monopolio de la fuerza, que es sometido al derecho en el interior superando el estado de naturaleza, se expresa, sin embargo, en el exterior como «libre competencia entre monopolios igualmente exclusivos, y, por tanto, en el dominio del más fuerte»(113). (112) (113)

Ibid, pp. 116,117. Ibid., p. 140.

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La carta de la ONU en 1945 marca el nacimiento de un nuevo derecho internacional y representa un auténtico pacto social más allá de los Estados, «un acto constituyente y efectivo» por el cual el derecho internacional se transforma estructuralmente, dejando de ser un sistema de pacto entre iguales, y convirtiéndose en «un auténtico ordenamiento jurídico supraestatal»(114). Desde este momento se sientan las bases, según Ferrajoli, para acabar con el absurdo jurídico y moral de semejante disociación entre derechos del hombre y del ciudadano: Hasta la declaración universal de 1948, en los ordenamientos internos de los Estados democráticos y liberales los viejos derechos naturales quedan consagrados y positivizados en la constitución como universales, convirtiéndose en la base de la igualdad de todos los seres humanos. Y, sin embargo, puesto que su universo jurídico-positivo coincide con el ordenamiento interno de los estados, los derechos del hombre acaban identificándose de hecho con los derechos del ciudadano. De esta forma, la ciudadanía, si en el interior ofrece una base para la igualdad, en el exterior opera como un privilegio y como fuente de discriminación de los no ciudadanos. La universalidad de los derechos humanos se resuelve, por consiguiente, en una universalidad parcial y de parte: viciada por su matriz estatalista y viciada por los mecanismos de exclusión que el estatalismo genera frente a los no ciudadanos, así como, y al mismo tiempo, por la ausencia de garantías supraestatales de derecho internacional para los propios ciudadanos contra violaciones impunes cometidas por los propios Estados(115). La situación empezó a enmendarse no solo a raíz de la mencionada Carta de la ONU aprobada en San Francisco el 26 de junio de 1945, sino como consecuencia de la Declaración Universal (114) (115)

Ibid., p. 145. Ibid., pp. 142-143.

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de Derechos del Hombre, aprobada el 10 de diciembre de 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas tras la traumática experiencia colectiva de las dos guerras mundiales, que mostraron al mundo las terribles consecuencias de entender la soberanía de los Estados como libertad absoluta: el expansionismo y la negación del derecho internacional. En la era de la globalización necesitamos, más que nunca, tomar en serio el derecho internacional, lo que significa: Aceptar que sus principios son vinculantes y que su diseño normativo ofrece una alternativa frente a lo que de hecho ocurre; hacerlos valer como fuentes de crítica y de deslegitimación de lo existente, proyectar, en fin, las formas institucionales, las garantías jurídicas y las estrategias políticas necesarias para su realización(...). La soberanía externa se disuelve con este acto, donde el derecho se vuelve inmediatamente vinculante para los estados miembros, y no solo para los Estados, sino para los individuos y los pueblos, en cuanto titulares frente a los propios Estados de los derechos humanos que les confieren las Declaraciones(116). La historia jurídica de la soberanía choca, pues, con la historia jurídica del derecho como su antinomia. La primera significa ausencia de reglas y límites, en contraposición al segundo.

LOS DERECHOS HUMANOS CONTRA LAS CUERDAS Es general la crítica de que los derechos humanos, a más de sesenta años de su promulgación por la Asamblea de Naciones Unidas, apenas han resultado algo más que un adorno inservible en (116)

Slavoj Zizek, La suspensión de la ética, trad. de Marcos Mayer, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2005, p. 197.

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la conciencia colectiva, una declaración banal de buenas intenciones carentes por completo de efectividad. Los informes de asociaciones como Amnistía Internacional o Human Right están ahítos de condenar sus masivas violaciones por parte de los propios países firmantes, mostrando periódicamente a la opinión pública la cara más obscena y brutal del mundo en que vivimos. A pesar de su incuestionable veracidad, las críticas a la falta de cumplimiento de los derechos humanos suponen, paradójicamente, una afirmación de su validez ética indiscutible. Sin embargo, también existen ciertos pensadores de enorme prestigio y reconocida honradez intelectual que ven en esta falta de aplicación no una mera ausencia de voluntad política —ética y jurídicamente censurable—, sino un elemento previsible y estructural de su declaración. El primero de los autores al que me referiré es Slavoj Zizek, quien lanza duras críticas al discurso de los derechos humanos, destacando la asimetría entre los derechos políticos derivados de la ciudadanía, de los que solo gozan los occidentales; y los derechos humanos universales, que se les conceden siempre a aquellos, del norte o del sur, históricamente excluidos de la comunidad política. Precisamente es la aceptación por nuestra parte de su incapacidad para convertirse en sujetos políticos y ejercer sus derechos, lo que justifica el derecho de los occidentales a intervenir en sus países de origen con el fin de emanciparlos. Los derechos humanos devienen así derechos humanitarios y surge la quiebra de la soberanía que conocemos como injerencia humanitaria. Este resultado no es casual, en opinión de Slavoj Zizek, ya que en el mismo momento en que se nos priva de nuestra condición de ciudadanos se nos reconoce como personas; o dicho de otro modo, los derechos humanos universales son un ideal nacido a partir del despojo de todos los rasgos visibles que identifican a un ciudadano real: su profesión, su género, su identidad racial o nacional, etc. Cuando privamos y excluimos a ciertos individuos de todo derecho político en nuestra propia comunidad y los reducimos a su desnuda humanidad es [169]


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cuando, paradójicamente, nace el concepto de hombre como entidad abstracta, separada de la ciudadanía. Dado que los derechos humanos surgen del reconocimiento de una pérdida, de un acto de exclusión, y no de una mejora respecto a nuestra condición de ciudadanos, no es raro que carezcan de operatividad política. Lo peor que podría decirse de ellos es que son una mera abstracción, si no fuera porque al mismo tiempo juegan el papel de ideología de occidente, el último bastión del colonialismo. La acusación de Zizek no puede ser expresada con más claridad: Lo que significan efectivamente los derechos humanos de las víctimas sufrientes del Tercer Mundo en el discurso que predomina hoy en Occidente es el derecho de las potencias occidentales a intervenir —política, económica, cultural y militarmente— en los países del Tercer Mundo que elijan en nombre de la defensa de los derechos humanos(117). Un ejemplo de esta utilización de los derechos humanos como coartada imperial ha sido la reciente invasión estadounidense de Irak, justificada supuestamente, entre otras razones, como una forma de aliviar el sufrimiento del pueblo irakí; cuando todo el mundo sabía que el objetivo principal no era otro que el control del petróleo y la imposición de un modelo político y económico acorde con los intereses occidentales (democracia liberal, libre mercado, bases militares, etc.). Desde este punto de vista, los derechos humanos, considerados prepolíticos o apolíticos por sus partidarios, no obedecerían tanto al imperativo de reducir el sufrimiento allende nuestras fronteras cuanto al de impedir un proyecto político de emancipación colectiva, imponiendo en su lugar un sistema favorable a nuestros intereses e idiosincrasia occidental. (117)

Slavoj Zizek, La suspensión de la ética, trad. de Marcos Mayer, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2005, p. 197.

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En la misma línea se expresa Alain Badiou, quien pone bajo sospecha el discurso de los derechos humanos universales. En primer lugar, cuestionando como inexistente su fundamento: un sujeto humano universal con una identidad natural o social bien definida. Apela a la deconstrucción de esta subjetividad trascendental llevada a cabo por pensadores como Michel Foucault, Luis Althusser o Jacques Lacan, quienes demostraron que el «Hombre», que presuntamente soporta los derechos, no existe ni puede ser objeto de una evidencia intemporal, sino que es una construcción histórica reciente y, por tanto, incapaz de fundar derechos o una ética universal. Esta posición es conocida como «muerte del hombre» en el pensamiento contemporáneo. Lo singular del antihumanismo teórico de estos autores, prosigue Badiou, es que lejos de llevarles al cinismo o la indiferencia respecto a la vida de la gente, los volvió socialmente más comprometidos, incomparablemente más que los defensores los derechos humanos: En realidad, se suministró la prueba de que la temática de la «muerte del hombre» es compatible con la rebelión, la insatisfacción radical respecto del orden establecido y el compromiso completo en la realidad de las situaciones, mientras que el tema de la ética y los derechos del hombre es compatible con el egoísmo satisfecho de los privilegiados occidentales, el servicio de las potencias y la publicidad. Los hechos son ésos(118). Tras declarar Badiou estos derechos, en cierto modo, como una ficción o un mero constructo histórico pasa, en un segundo momento, a impugnar los supuestos sobre los que se fundamenta la ideología de los derechos humanos. Brevemente, podría resumirse esta ideología en la convicción de que existen unas exigencias (118)

A. Badiou, La Ética, trad. de Raúl. J. Cerdeiras, Herder, Mexico, 2004, Ibid., p. 31.

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universales; que pueden ser conocidas al margen de cualquier situación concreta; que su principal objetivo es evitar el daño antes que proponer el bien; y que deben ser sancionadas por el derecho nacional e internacional justificando, si llegara el caso, la injerencia humanitaria para su protección. Esta ética del hombre y de los derechos humanos, cuya popularidad radica, curiosamente, en su evidencia, en su capacidad para fundar «un consenso planetario y darse fuerza para imponerlo», sería criticable por las siguientes razones: 1) Concibe al hombre como víctima. Esto es debido a que se forma una imagen del hombre a partir del reconocimiento del mal que se le hace. El hombre es reducido, según esta imagen, a su identidad como ser viviente, sufriente, destinado a la muerte. Sin embargo, el hombre es más que una víctima o un verdugo, solo accede a la condición humana cuando actúa como sujeto enfrentándose afirmativamente a las situaciones. Obtiene de ese modo, rebelándose contra su condición de víctima, una suerte de inmortalidad. 2) Oculta un desprecio profundo hacia aquellos que han de ser redimidos de su condición de víctimas, siempre del sur; y un feroz narcisismo por parte de los salvadores, siempre del norte. 3) Es conservadora, ya que se fundamenta en el conocimiento del mal: no ser ofendido, no ser maltratado, no ser discriminado, no ser explotado, no ser privado de determinadas acciones, etc.; rechazando como totalitaria y peligrosa cualquier identificación del bien que pudiera alumbrar un proyecto de transformación social. Impide así la superación de lo existente a favor de lo posible y lo insospechado. 4) Al actuar en función de generalizaciones sobre el sufrimiento humano hace primar las regularidades estadísticas sobre lo singular de cada situación. Por el contrario, lo correcto es entregarse con radicalidad a lo que en cada situación hay de humanidad afirmativa. Frente al médico que responde [172]


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al inmigrante herido con normativas y protocolos, está el médico que lo da todo por salvarle la vida(119). Comenzaré por responder a la crítica que realiza Slavoj Zizek a la ética de los derechos humanos. Que estos derechos puedan ser, y hayan sido de hecho, utilizados de modo ideológico para justificar la injerencia de las potencias occidentales en terceros países es difícil de objetar —el caso de Irak lo demuestra—; pero negar por ello el valor de los derechos humanos como principios básicos de un ordenamiento jurídico internacional que podría limitar, llegado el caso, los intereses de los propios países occidentales sería exagerado e injustificado —el genocidio de Ruanda se perpetró precisamente por la pasividad internacional—. Ni la validez moral y jurídica de los derechos humanos, ni el derecho de injerencia internacional en aquellos casos donde el Estado reprime, excluye o extermina a su población o a una parte de la misma, podrían ser seriamente impugnados con esos argumentos. Pongamos el ejemplo de Birmania, donde la Junta Militar decidió impedir y dosificar la entrada de ayuda humanitaria procedente de Naciones Unidas. Una ética de los procesos y las situaciones, como la que reclama Badiou, no ignoraría a las víctimas indefensas por una catástrofe humanitaria para preservar cuestionables relaciones diplomáticas o intereses geoestratégicos entre Estados. Sin pensarlo dos veces distribuiría la ayuda internacional por la fuerza si fuera necesario, haría prevalecer el derecho sobre la soberanía. Comparto, sin embargo, con Alain Badiou algunas de sus críticas a la ética humanista de los derechos humanos a pesar de que las considero desproporcionadas. Es cierto, en primer lugar, que subyace una actitud humillantemente paternalista en la relación que occidente mantiene con los países subdesarrollados a propósito de los derechos. El (119)

Ibid., p. 34.

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presunto sujeto humano universal que funda la ética planetaria se polariza, a partir de esta actitud, entre ellos, que representan el polo vulnerable; y nosotros, el polo activo y benefactor. De este modo el humanismo ético deviene humanitarismo. No puede haber emancipación verdadera si las víctimas no asumen la tarea y responsabilidad de esta emancipación. Aunque el poderoso tenga siempre el deber de socorrer y aliviar el sufrimiento de quien inmerecidamente ha caído en desgracia, la víctima solo puede humanizarse con la condición de convertirse en protagonista de un proyecto político emancipador. Este proyecto, en el orden internacional, tendrá que empezar por cuestionar las estructuras históricas que perpetúan la polarización entre un norte desarrollado y un sur depauperado. Los derechos humanos no pueden limitarse a ser un patrimonio que entregamos generosamente —o que recibimos gratuitamente— por el mero hecho de nacer. Creer en los derechos humanos significa exigir políticamente su cumplimiento tanto en nuestra propia comunidad como en el resto de sociedades del planeta, aun al precio de perjudicar nuestros intereses nacionales. Los derechos humanos se han degradado a la condición de meros ideales, objeto de un abúlico debería para un sujeto despolitizado. El reto de nuestra generación es convertir este conjunto de evidencias éticas y exigencias morales en el motor de un proyecto de transformación global, que las erija en principios normativos de una constitución cosmopolita y garantista; transitar de la era de los derechos humanos, mediante su positivización, a la era de los derechos fundamentales. Discrepo igualmente con Badiou en que la ética de los derechos del hombre sea conservadora. Puedo aceptar su insuficiencia, ya que se limita a exigir los mínimos que en todo ser humano merecen ser respetados; que más que definir lo bueno positivamente están orientados prioritariamente a detectar y evitar el mal; e, incluso, que hayan adquirido un carácter meramente testimonial ante la falta de garantías institucionales [174]


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para su cumplimiento y generalización efectiva. Pero afirmo, contra Badiou, que la extensión universal de las tres generaciones de derechos humanos, lejos de ser conservadora, constituiría la mayor y más noble revolución de la historia. Imaginemos por un momento un mundo en el que el contenido de estos derechos se hubiese desarrollado plenamente: donde todos y cada uno de sus habitantes pudieran elegir a sus gobernantes; estuvieran a salvo de la tortura, el maltrato, la ofensa o el asesinato; no pudieran ver reducidas arbitrariamente sus libertades ni ser condenados sin un juicio justo con plenas garantías; donde nadie careciera de trabajo, vivienda o descanso; y se gozara de un sistema de protección suficiente en caso de vejez, hambre, enfermedad o catástrofe. Un mundo, en suma, donde hombres y mujeres fueran tratados con igualdad y se hubiera extinguido para siempre la violencia, la miseria y la contaminación. Si conquistar esta situación es un reto conservador, con todos mis respetos a Badiou, todos deberíamos ser conservadores. No puedo detenerme en el debate sobre la existencia de un sujeto trascendental capaz de fundar los derechos humanos. Sin necesidad de afirmar la realidad de un sujeto transhistórico y transpersonal, una esencia o naturaleza humana idéntica y eterna, sostengo que todos los seres de nuestra especie comparten al menos dos propiedades que los hacen dignos de respeto y protección: un control parcial de sus acciones y una exposición permanente al sufrimiento. De ahí deriva el imperativo práctico que exige respetar y cuidar a todos los seres libres y vulnerables; de ahí derivan, igualmente, los llamados humanos. Éstos deben ser la base del ordenamiento jurídico internacional que despliegue la fórmula del bien en la comunidad humana universal. Me ocuparé ahora de mostrar cuáles podrían ser algunos de los dispositivos institucionales que serían necesarios para dar una respuesta humanista al reto de la globalización.

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UN CONSTITUCIONALISMO MUNDIAL Las propuestas de Ferrajoli y de U. Beck, a las que me referiré en este apartado, no pasan por la construcción de «un improbable e indeseable gobierno mundial» sino por un constitucionalismo de derecho internacional «como sistema jerarquizado de normas que condiciona la validez de las normas inferiores por la coherencia con las normas superiores, y con principios axiológicos establecidas en ellas»(120). Este modelo de constitucionalismo garantista tiene valor para cualquier clase de ordenamiento y debe prevalecer frente a las leyes de cada país. El paso que resta para hacer efectivo el constitucionalismo mundial, que tiene a la Humanidad como referencia unificadora en lugar de los viejos Estados, es la sujeción de éstos a la ley de los organismos de la ONU, una vez reformada en sentido democrático y representativo, dotando a las diferentes cartas de derechos fundamentales «de las garantías jurídicas cuya ausencia genera inefectividad»(121). Esta constitución cosmopolita, cuyo preámbulo desearía ser esta obra, tendría la difícil tarea de articular una serie de instituciones, mecanismos, procesos y dispositivos que hicieran posible la realización del imperativo práctico en el ámbito global. Citaré a modo de ejemplo, algunos de los que me han parecido más sugerentes:

Un sistema legislativo transnacional Se trata de conformar una asamblea que represente a todos los Estados y ciudadanos del mundo, con competencias legislativas en aquellas cuestiones que afectan a los todos los seres humanos (120) (121)

L. Ferrajoli, op. cit., p. 152. Ibid., p. 152.

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más allá de las fronteras de sus países de origen: hambre, calentamiento global, terrorismo, pandemias, evasiones fiscales, orden financiero internacional, etc. Lógicamente la formación de un poder con este alcance no se haría de la noche a la mañana, sino que exigiría un proceso lento, complejo y plural de deliberación en el que participaran todos los Estados, agencias, ONG’s, sindicatos y movimientos sociales; dentro del cual habrían de determinarse temas tan espinosos como el modelo de representación en la elección de los delegados. ¿Habría de hacerse por territorios, por Estados, por número de ciudadanos, por grados de desarrollo y riqueza, por diferencias ideológicas o por una ponderación de todos estos elementos? No menos espinoso sería establecer los límites y la forma de hacer efectiva la actuación de esta asamblea. El desarrollo de un poder legislativo global exigiría también lógicamente la constitución de parlamentos regionales (Asia, América latina, África) donde no existan y de mejorar los ya existentes (Unión Europea), de modo que sus decisiones puedan ser reconocidas como fuentes legítimas e independientes de regulación en el ámbito del que forman parte(122). De modo inmediato, todos los organismos gubernamentales internaciones como la OMC, el FMI y el Banco Mundial deberían hacer transparentes sus actividades y someter sus mecanismos, composición y decisiones al escrutinio público; debiendo responder de sus actos ante las asambleas nacionales y regionales.

Un sistema penal internacional Ello supone una reforma de la actual jurisdicción de la Corte Penal Internacional de Justicia de la Haya, sobre la base de cuatro innovaciones decisivas: (122)

Esta cuestión aparece formulada en D. Hed, Modelos de democracia, p. 430.

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1) La extensión de su competencia, actualmente limitada a las controversias entre Estados, hasta los juicios de responsabilidad en materia de guerras, amenazas a la paz y violaciones de los derechos fundamentales; 2) la afirmación del carácter obligatorio de la jurisdicción hoy subordinada, según el esquema de los procedimientos arbitrales, al reconocimiento previo por parte de los Estados; 3) el reconocimiento de la legitimación ante la Corte, hoy limitado exclusivamente a los Estados, también a los particulares, que son en definitiva los titulares de los derechos violados, o cuando menos a los cientos de organizaciones no gubernamentales instituidas para la tutela de los derechos humanos; 4) la introducción, por ultimo de la responsabilidad personal de los gobernantes por crímenes contra el derecho internacional —guerras, lesiones irreversibles contra el medio ambiente y en general todas aquellas agresiones contra los derechos humanos no punibles en el interior de los estados porque generalmente son cometidas por los Estados mismos— que deberían quedar de una vez por todas tipificadas en un código penal internacional(123). Para que las decisiones de este Tribunal sean eficaces en la tutela de los derechos humanos y en la resolución de conflictos, ha de estar dotado de un sistema de medios coercitivos independientes de los Estados, que incluya la creación de una fuerza militar transnacional.

Estado transnacional como modelo de soberanía incluyente(124) Según esta propuesta de U. Beck, los Estados nacionales no solo no se han quedado obsoletos sino que son irrenunciables, hacia (123) (124)

Ibid, p. 153. U. Beck, op. cit., p.184-185.

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dentro y hacia fuera, y deben ser los que configuren políticamente, mediante estructuras de cooperación, el proceso de globalización en el ámbito transnacional. Los Estados trasnacionales se originan desde dentro de los Estados nacionales cuando sus ciudadanos toman conciencia de la realidad de la globalidad y demandan vincularse jurídicamente a ella a través de su Estado. El terrible seísmo que ha hecho tambalear al sistema financiero internacional, con epicentro en Estados Unidos, ha servido de manera ejemplar para conformar esta nueva demanda ciudadana, poniendo de manifiesto tres importantes cuestiones: la interdependencia de las economías nacionales, la necesidad de hacer frente de modo cooperativo a los problemas globales y el carácter insustituible de los Estados como agentes reguladores del mercado. Asistimos, cuando la historia parecía finiquitada, a la sucesión de enormes desafíos globales —cambio climático, amenaza terrorista, crisis energética y alimentaria—, que exigen nuevas herramientas políticas y jurídicas capaces de ofrecer respuestas también globales. Una de estas herramientas debe ser precisamente la creación de Estados trasnacionales, que exorcizan la creación de un Estado Mundial —que sería inviable o correría el riesgo de ser controlado por los poderosos en su provecho—, sin caer en el carácter separatista de los actuales, vinculados de una manera exclusiva y excluyente a un territorio. Estados que, partiendo del reconocimiento de la globalidad en su pluridimensionalidad como un hecho irrebasable, asuman la tarea explícitamente política de organizar ese espacio transnacional en colaboración con otros Estados. Tampoco se trata de Estados supranacionales o internacionales, porque lo nacional ya no es la referencia última de su actuación. Son, por último, Estados glocales, ya que se comprenden según un principio diferenciador incluyente como provincias de la sociedad mundial (el eje no es ya nacional-internacional sino global-local), cuya multiplicidad asumen en su seno, reconociendo sin recelo la pluralidad y responsabilidad política de otros actores transnacionales (ONG’s, sindicatos, etc.). [179]


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Deben partir de un concepto de soberanía inclusiva, lo que significa que en vez de comprender su función política como una pérdida de soberanía, entienden que mediante la colaboración surge no un minus sino un plus de poder soberano, que favorece a la vez la concentración de poder transnacional y a los Estados locales unidos por ésta. La soberanía acrecentada por la cooperación hace posible, frente a la anarquía de los Estados nacionales, que se les pueda exigir a las empresas trasnacionales su contribución fiscal mediante herramientas como, por ejemplo, la Tasa Tobin, así como reglamentarlas en materia social y ecológica. Se trataría de Estados a la vez particulares y cooperativos que se rigen por dos principios básicos: el principio de pacifismo jurídico y el principio federalista del control interestatal. El primero fundamenta la paz en el respeto a la construcción de un derecho internacional. Por el segundo, los Estados entran en un proceso de autointegración activa, de abajo a arriba, que incrementa su poder político para configurar la globalización, neutralizando horizontalmente el exceso de poder de una instancia supranacional. Frente a la estrategia defensiva y derrotista del proteccionismo, la propuesta del Estado trasnacional intenta dar una respuesta positiva a la globalidad.

Cooperación internacional(125) Es la respuesta específicamente socialdemócrata a la pérdida de soberanía del Estado-nación a favor de las fuerzas del mercado. Consistiría en crear una vasta red de regulaciones internacionales vinculantes entre países que han decidido cooperar, renunciando mutuamente a competir en el mercado, en beneficio de sus poblaciones. Este acuerdo responsable entre naciones

(125)

Ibid., p. 183.

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hablaría con una sola voz a las multinacionales, indicándole sus límites en materia social y ecológica; vigilaría a los bancos y demás instituciones financieras; e impediría el dumping fiscal.

Un sistema fiscal transnacional Un capitalismo trasnacional que se niega a pagar impuestos o produce en unas condiciones injustas es ilegítimo y antidemocrático. Los contribuyentes virtuales tienen el deber y la responsabilidad de sufragar, como el resto de ciudadanos, los costes de la democracia, deber que se les ha de exigir a través de regulaciones internacionales. Tres mecanismos para dar contenido a esta responsabilidad serían la politización del consumo, el establecimiento de impuestos a las grandes fortunas y a las transacciones financieras internacionales, y acabar con los paraísos fiscales. Politizar el acto de comprar, que es el talón de Aquiles de las empresas transnacionales, en el caso de que los consumidores estuvieran organizados, requeriría, para ser eficaz, que los Estados obligaran a las empresas a identificarse con un símbolo de fácil lectura y a incluir una etiqueta que informara de las condiciones sociales, laborales y medioambientales en las que se ha obtenido el producto. La normativa incluiría, asimismo, la posibilidad de incautar dicho producto si las indicaciones fueran falsas. Esta garantía de producción obligaría a quienes comercian mundialmente a «asumir la responsabilidad mundial con relación a las condiciones sociales y políticas de ese comercio»(126). Respecto a la institucionalización de un sistema fiscal internacional repetiré algunas de las propuestas que ya comenté a propósito de la erradicación de la pobreza. Por un lado, y según el PNUD, el impuesto del 4% aplicado sobre el patrimonio de

(126)

Ibid., p. 185.

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las 225 personas más ricas del planeta permitiría recaudar 4.000 millones de dólares anuales, una cantidad que se estima suficiente para garantizar anualmente el acceso universal a agua potable, a una educación básica, a los servicios de salud más elementales y a una alimentación adecuada. Lo modesto de la cifra salta a la luz en los cálculos de Carlos Taibo: Para consolidar esta situación en un decenio necesitaríamos por tanto 40. 000 millones de dólares. Solo durante el año 1997 se gastaron en Europa y Estados Unidos 17.000 millones de dólares para animales domésticos, 50.000 millones solo en Europa para cigarrillos, 105.000 millones en Europa para bebidas alcohólicas, 400.000 millones en drogas, 780.000 millones en defensa y 1 billón de gasto publicitario(127). O también esta otra propuesta a la que ya nos hemos referido anteriormente: gravar con un impuesto internacional de un 0,1% las transacciones en divisas, lo que se conoce como Tasa Tobin: Se alcanzaría según cálculos de PNUD en el año 1995, un volumen de recursos superior al necesario para desarrollar un programa planetario de erradicación de la pobreza. Con el 10% de la suma recaudada sería posible proporcionar atención sanitaria a todos los habitantes del planeta, suprimir las formas graves de malnutrición y proporcionar agua potable a todo el mundo. Con un 5% se podría establecer una red de planificación familiar a escala planetaria, de tal suerte que la población del mundo quedase estabilizada en 2015. Con un 3%, en fin, se conseguiría reducir a la mitad la tasa de analfabetismo presente en la población adulta, universalizando al tiempo la enseñanza primaria(128). (127) (128)

C. Taibo, op. cit.,, p. 133. Ibid., p. 53.

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Existen aproximadamente cuarenta paraísos fiscales en el mundo. Según la OCDE, gracias a ellos se libran de pagar impuestos entre 5 y 7 billones de dólares, una cifra que equivale al 13% del P.I.B. mundial. Eliminar estos paraísos es una de las tareas urgentes de la nueva sociedad global si quiera estar a la altura de la fórmula del bien. En ellos no solo se blanquea el dinero sucio procedente de crímenes cometidos en lejanos lugares (drogas, armas, prostitución), sino que se sustraen, con premeditación y alevosía, al erario público, unos ingresos que legítimamente le pertenecen.

Integración social más allá del trabajo Puesto que los trabajos se han vuelto tan productivos que cada vez se necesita menos empleo para producir más bienes y servicios, y todavía la integración social y material de los hombres se realiza a través del trabajo remunerado, es necesario crear una alternativa de integración basada en un trabajo público y civil, destinado a actividades de enorme rentabilidad social y ecológica que, al carecer de interés mercantil, no son en la actualidad objeto de trabajo retribuido. Serían voluntarias, autoorganizadas y financiadas con dinero público o mecenazgos empresariales. Debe estudiarse de igual modo la alternativa de establecer un ingreso mínimo ciudadano de carácter global.

Mantener la idiosincrasia local Fijar por parte de cada país los objetivos políticos, económicos y culturales para participar en el mercado mundial con productos y servicios que expresen la propia idiosincrasia cultural y exploten los recursos endógenos. La biodiversidad y la multiculturalidad deben considerarse un patrimonio irrenunciable de la Humanidad. [183]


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Seguridad social transnacional El crecimiento de las rentas del capital y el decrecimiento de las rentas del trabajo, acompañado del paro y la miseria tanto en el interior de los Estados del norte como en zonas cada vez más extensas del sur, plantea el reto de hacer posible la justicia social en la era global. Esto se podría conseguir a través de una previsión social de carácter transnacional unida a un fortalecimiento de las redes sociales autoorganizadas(129). Resultan chocantes las limitaciones arbitrarias que impone a nuestra conciencia y sensibilidad ética la actual organización política del mundo. Todos los ciudadanos de los países democráticos aceptamos y exigimos una previsión social que se haga cargo de nuestras principales necesidades y riesgos en el ámbito del Estado nacional, pero nos cuesta aceptar esta previsión pública cuando incluye a personas que residen más allá de nuestras fronteras. Cuando se trata de proteger la vulnerabilidad humana, los únicos criterios válidos deben ser el mayor poder de socorrer y la mayor necesidad de recibir; en ningún caso el idioma, el género, la raza o el territorio.

Modelo de democracia cosmopolita Señala Beck con razón que no es suficiente con un consenso transcultural sobre derechos fundamentales, sino que son necesarios acuerdos y procedimientos de colaboración entre los diferentes actores para garantizar su cumplimiento. Este es el sentido del concepto democracia cosmopolita cuyo contenido ha sido prefigurado en seis pasos por David Held en su libro La democracia y el orden global(130). (129) (130)

U. Beck, op. cit., pp. 182-221. David Held, La democracia y el orden global, Barcelona, Piados, 1997, pgs., 271-283.

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Primero: El ámbito de la democracia cosmopolita es un entramado de actores —naciones, organizaciones e individuos—, que interactúan en diversas redes transnacionales. Segundo: Todos estos actores reclaman una cierta autonomía que ha de ser reconocida mediante la instauración de un derecho democrático cosmopolita que reconozca los derechos y deberes de los diversos agentes en cada uno de los campos. Tercero: Estos derechos básicos están legitimados y garantizados por parlamentos y tribunales transnacionales interrelacionados. Un modelo de interrelación plausible lo ilustra el Parlamento y el Tribunal de Justicia europeo. Cuarto: Los Estados nacionales ceden parte de su soberanía a instituciones supranacionales y se perciben a sí mismos, más que como entidades aisladas, como nudos de procesos de dependencia global. Quinto: Los individuos pueden hacerse miembros de diferentes espacios nacionales y transnacionales, ejerciendo derechos de gestión en ámbitos que van desde lo local a lo global. Sexto: Proporcionar a cada ciudadano una subvención cívica, independiente de la participación en trabajos industriales, domésticos o públicos para garantizar el ejercicio de la libertad política.

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Esta primera edici贸n de Repensar la democracia. El despertar del pueblo soberano, de Feliciano Mayorga Tarri帽o, termin贸 de imprimirse el uno de septiembre de dos mil once en los talleres de Safekat, S.L. en Madrid.


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