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La Ventana
LA CASA DE VERDAD
Ahora es el momento de revalorizar el hogar, de mejorar su estimación en el mercado de nuestras necesidades emocionales, independientemente de quién sea su propietario legal. Un hogar es donde estamos nosotros -dicen los tuaregs que un hogar se crea con una simple alfombra- y se compone de unas pocas cosas que llevamos siempre encima: ilusión, cariño, armonía, equilibrio, paz… No podemos permitir que nuestra vivienda pierda carisma y deje de parecernos un refugio para convertirse en una carga. Quizá las circunstancias nos aconsejan trasladarnos a un piso de alquiler y descubrimos con alegría que la vida, allí dentro, también puede ser gozosa, que el sol calienta con la misma intensidad las mañanas de invierno, que el zumo de naranja tiene el mismo sabor y que los niños disfrutan lo mismo en la piscina comunitaria que en la del chalé. Tal vez ha llegado la hora de dejar de percibir la vivienda como un ente ajeno, un artefacto destinado a convertirse en algo tan solemne y absurdo como la propia palabra que lo definía hasta ahora: patrimonio. No podemos sacrificar nuestro presente y nuestro futuro a cambio de una edificación que nos sobrevivirá para albergar a varias generaciones de descendientes agradecidos por nuestra capacidad de ahorro y previsión. El sueño se acabó y debemos adaptarnos a una nueva realidad donde lo que se posee nunca puede ser más importante que lo que somos realmente. La casa de verdad es mucho más ligera, portátil y asequible. Es la que nos acompaña a todas partes, la que montamos en cinco minutos con dos platos y una vela, la que creamos en cualquier rincón improvisado donde nos relajamos para leer un libro. Es el mundo imaginario que habitan los niños. La habitación del hotel donde nos perdemos el fin de semana. Es el espacio de las confidencias, de la intimidad, de las charlas hasta altas horas de la madrugada y de las botellas de vino tomadas acompañados en la cocina. Es el pisito de soltero, el estudio compartido por estudiantes o el chalet atestado de niños. La única riqueza por la que vale la pena luchar es la propia felicidad y una vivienda es el reflejo de nuestro estado de ánimo. Por eso hemos de adaptarla a nuestras necesidades y pedirle que nos eche una mano. La casa está a nuestro servicio y no al revés. Durante muchos años, hemos enfocado nuestro esfuerzo hacia la casa y ahora ha llegado el momento de que ella viva pendiente de nosotros, de nuestros anhelos y necesidades. Podemos conseguir que aumente su valor, aunque tal vez no su precio. La vivienda en propiedad era la promesa de un futuro mejor por el que habían aspirado muchas generaciones y por eso la adquisición de una de ellas se convirtió en el máximo anhelo de una clase media recién horneada. Ahora sabemos que el negocio inmobiliario no tiene piernas para aguantar a una economía con sus altibajos y que hay que arremangarse para generar riqueza de la de verdad, aunque sea francamente pesado. Se acabó el ladrillo y empieza el reinado del hogar bien entendido.
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