50 | creadoras
Quien no se fue
Las creadoras llegan con dos relatos, el de aquel que decide quedarse en e regresa al lugar que conoció siendo niña, la aldea en la que casi empezó su
JUNIO El campo le había respondido. Estaba en todo su esplendor. Lo hacía siempre. La única certeza de su vida eran las estaciones, el cambio de estaciones que solo se vivían intensamente al contacto con la naturaleza. La extensión de mar verde se había trasformado en un cepillo gigantesco amarillo, las puntas hacia arriba como bayonetas y algún que otro espantapájaros rompiendo la armonía y señalando el camino a los que se perdían. El campo era su medio natural, su vida. Desde pequeño su padre, un campesino con la cara cuarteada por el sol y las manos callosas, le decía “Manolito, tu a estudiar, que la vida aquí es muy dura e incierta”. Le llevaba a la escuela con el coche de caballos. A la vuelta casi nunca le recogía. Él, a pesar de la decepción de no encontrarle a la salida, se sentía libre durante aquellos paseos. Lloviera, hiciera sol o soplara el viento, él agradecía estar solo. Miraba el horizonte que no se acababa, el cielo que se diluía en la tierra y los colores nunca iguales. Según las estaciones le acompañaban en el recorrido, una mata de moras, un olor a romero o las flores de azafrán. La naturaleza era su amiga, y no sus compañeros de clase que le tomaban el pelo por sus eternos zapatos, los pantalones manchados, y una cartera anticuada. Por eso, y por su pereza con los libros, sabía que no continuaría los estudios y no obedecería a su padre. La timidez había terminado de envolver su piel con los años. Se quedaría soltero como su tío Faustino. A veces sentía que le faltaba algo. El pueblo se fue vaciando a la vez que cambiaban las estaciones, solo quedaban ciento diez habitantes, y una vez a la semana volvían el cartero, el médico y el cura, por ese orden. Sus antiguos compañeros de clase se habían escapado a la ciudad.
MATILDE TRICARICO D’AMBROSIO
Cuando se murió su padre de un infarto, su tío se fue a vivir con él. Se sentaban los dos en el porche, a la sombra de un peral, con un botijo y a sus pies el perro Zaki. El canto de las cigarras cansinas y aburridas les adormecía, ni siquiera la molestia de las moscas alteraba sus posturas. Algunas veces las gallinas salían a picotearles los pies y los dos movían un párpado para cerrarlo en seguida. Le tenía mucho cariño al Faustino, como le decían en el pueblo, ignorante y campesino como él. Por las noches veían la tele juntos y él soñaba con las chicas que salían en la pantalla semidesnudas y por la mañana se levantaba mojado. No se atrevía a hablar con su tío y preguntarle. Aquella tarde durante la siesta tuvieron una larga conversación: — ¿Qué tal Manolo? — Bien tío, a gusto. — ¿Cuándo llega la máquina para la cosecha? ¿Manolo? — ¿Qué, tío? — Te acabo de preguntar por la máquina. — ¿Qué máquina? — Qué máquina va a ser hombre, ¿no los llamaste? —Ah sí, la traen hoy. No le gustaba que le recordaran que hoy tendría visita. Le molestaban los extraños, aunque fueran los campesinos que le prestaban la máquina, sin la cual necesitaría días y días para cosechar el grano.
nació en Nápoles, Italia, donde cursó sus estudios. Es licenciada en Medicina y Cirugía, y especializada en Pediatría. Desde hace años vive en Madrid y durante este tiempo ha desarrollado con entusiasmo su profesión de pediatra. Dos ciudades, Nápoles y Madrid, ambas con mucha luz y por las que sentirá el mismo cariño ya que se van a convertir en el pasado y presente de su vida. Ha asistido a varios Talleres de escritura (Escuela de Escritores, Hotel Kafka, Fuentetaja), ha publicado un libro, “Entre dos tierras” y ha participado en varias antologías con diferentes relatos y en dos antologías de Ménades editorial. Matilde Tricarico es socia de AMEIS.