La golondrina que no quiso emigrar.

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—Todos tenemos que irnos, Titi. Las golondrinas nacimos para volar, y es lo que hacemos. —No, mamá, yo quiero quedarme. —Pero en cuanto empiece el frío, te vas a morir. —No, ya vi una ventana abierta en la calle de la plaza, me meteré por ahí y pasaré el invierno calentita. —¿Y qué vas a comer? —No sé, ya me las apañaré… No te preocupes tanto por mí, ¿quieres?


Por mucho que su madre insistió, Titi no quiso ceder. Así que, cuando toda la comunidad de golondrinas voló persiguiendo el sol, ella se quedó inmóvil, mirándolas desaparecer. Y cuando solamente un puntito se dibujaba en el horizonte, voló hacia el escondite, antes de que el viento se volviera más frío y sucediera lo que su madre había augurado.



Voló durante un buen rato en busca de la ventana, pero no la encontró: todas las ventanas estaban cerradas y la ciudad comenzaba a adquirir el tinte frío del invierno. Se sentó bajo una estatua y se acurrucó todo lo que pudo, lamentándose por no haber seguido los consejos de su madre e imaginándose ese luminoso sol del que estaría disfrutando toda su familia.


Pensó en seguir sus pasos pero era demasiado arriesgado emprender tamaña empresa sola, “por algo las golondrinas vuelan en grupo”, se dijo.


Esa noche cayó una violenta nevada que cubrió con una alfombra blanca toda la ciudad; Titi tuvo que cambiar varias veces de refugio y, finalmente, se quedó alojada en un alero que parecía lo más cálido que encontraría esa noche. Dejó que el frío fuera helándola lentamente, hasta que se quedó dormida, sabiéndose cerca de su triste final.



Cuando Maimónides salió a hacer la ronda de esa mañana encontró un pajarito negro que temblaba cada vez menos y tenía los ojos completamente cerrados; y, pese a que tenía mucho hambre, no se la comió. Abrió la boca y cogió a Titi con delicadeza, llevándola a su refugio: un sótano muy oscuro en el que se había armado un pequeño cuartucho. Era un sitio por el que muchos no habrían pagado ni un centavo pero que para cualquier gato callejero, como él, parecía un hotel cinco estrellas.



Cuando Titi abrió los ojitos casi muere del susto al ver una enorme cara gatuna que la miraba con curiosidad. Cuando comprendió que Maimónides le había salvado la vida y que, por ende, no tenía intenciones de hacerle daño, se sintió aliviada.


Así comenzó una nueva etapa en su vida que se caracterizó por su naciente amistad con aquel gato solitario, de quien jamás se separaría.


Cuando volvió el verano y el sol se instaló en con la misma puntualidad de cada año en la cima de la ciudad, la familia de Titi regresó a su refugio. Su madre, que la creía muerta, se alegró muchísimo al verla y le dijo henchida de orgullo:


—Hija, me has dado una gran lección. Me demostraste que cada uno puede cambiar su destino, aunque todas las probabilidades apunten en su contra. —Todo esto no habría sido posible sin la amistad, mamá. Si Maimonides no hubiera confiado en mi, no estaríamos teniendo esta conversación.



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