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Luis Felipe Angell
SAN CAMILO
A. B. EDITORES Lima - Perú 3
Primera Edición, Noviembre de 1976
© Derechos de Autor Reservados LUIS FELIPE ANGELL/SAN CAMILO
© Derechos de Edición Reservados A.B. EDITORES Malecón Cisneros 920 - Miraflores Teléfono 45-35-95 Lima – Perú
Impreso en el Perú – Printed in Peru 4
Solemos sentir que lo anterior, lo que aconteció una o cuatro décadas atrás, fue mucho mejor que lo que a nosotros nos tocó vivir, en la década del 2000, por ejemplo. Pero Sofocleto nos recuerda, a través de estas páginas, que muchas veces la literatura puede servir como un instrumento auténtico, más preciso que los mismos compendios históricos, normalmente acostumbrados a detallar puntos o conceptos basados en muchos otros tratados y escritos. Librado nuestro autor de las presiones bibliográficas, detalla al máximo cómo es que funcionaba el sistema político del Perú a mediados de la década del sesenta. Implicado en un “oscuro” contrato entre el Congreso de la República y una circunstancial editora –que no era sino la fachada de algunos amigos del autor, quienes debían sobrevivir en la ilegalidad, perseguidos por el gobierno de turno y sin oportunidades laborales-, es apresado en pleno inicio de “Gobierno Revolucionario” de Juan Velasco Alvarado, por además haber sido un crítico confeso de la caterva militar en turno. Un país pobre, sin capacidad institucional, un “país abortivo” como lo consideraría Pablo Macera por aquellas fechas en sus “Conversaciones con Basadre”, es lo que relata Luis Felipe Ángell en San Camilo, un libro que bien puede haber servido como un desahogo ante la frustración por saberse hombre en un medio infestado de animales. La otra historia, lo que le sucedió al país, la conocemos de memoria, hasta los que como yo, no vivieron esas dos largas décadas, caóticas y de profundas transformaciones. Cayó Velasco y con él sus reformas del Plan Inca, Morales Bermúdez convocó a elecciones, y el arquitecto regresó. Una inflación que ascendía, las migraciones a la orden del día, y desde algún pueblo ayacuchano llegaban noticias de revoltosos, ignorados por una audiencia hipnotizada con las noticias acerca del Fenómeno del Niño de 1983, la música de Los Shapis y el show de Yola Polastri. Un joven con retórica “antiimperalista” llegaba al poder, y junto a él, un fantasma que tomaba forma humana nos indicaba que a la palabra inflación, desde ese momento, se le debía anteponer el término “hiper”. El país era declarado “inelegible”, y los de Ayacucho se tomaban en pleno el poder de la capital. Luego vendría el Chino con su discurso de cambios moderados, el Fujishock con Hurtado Miller en la tele, la Embajada liberada, hasta llegar a lo que mi generación recuerda haber vivido: Los Vladivideos, la Marcha de los Cuatro Suyos, la figura de Paniagua, cientos de personas llorando ante la Comisión de la Verdad, y las noticias por doquier que nos contaban que nuestro país ya no era el que había conocido Macera. Recordemos, junto a don Sofo, cuáles fueron los antecedentes de todo el caos que en adelante el país viviría. Cómo funcionaba el aparato estatal y cuánto le costaba a uno pensar diferente, adherida a esa natural cacha de nuestro escritor paiteño. PD. No lo leas en una Biblioteca, te botarán por reírte. Fernando Ríos Correa Estudiante de Antropología Universidad de San Marcos, otoño de 2010
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Al doctor Alfredo Parodi Bacigalupo, primer MédicoJefe y fundador de San Camilo; Al doctor Alfredo Parodi Dupont, Medico-Jefe de San Camilo y continuador de la obra iniciada por su padre; Al doctor Gerardo Hinostroza Orihuela, Médico Subjefe de San Camilo; Al doctor Carlos Balarezo Delta, quien defendiera magistral y desinteresadamente, mi caso, ante la Corte Suprema; Al doctor Alejandro Bustamante Ugarte, Vocal de la Corte Suprema, a quien no conozco personalmente y cuyo voto por mi inocencia enaltece los fueros, tan maltratados, del Derecho humano, en el Perú; A Lucio Medina, Andrés Solórzano y Carlos Vela, enfermeros de la Sala; A mis compañeros, vivos y muertos, de San Camilo; A la esperanza de que algún tipo de Justicia castigue los crímenes cometidos en su nombre; A los que no se quiebran; a los que no claudican; a los que siempre estarán por encima de la mierda.
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LAS SEIS... Atardecer del hospital. . . menguada la luz, como un enfermo que agoniza, se va apagando y, al soplar la brisa, muere de pronto y se convierte en nada. La noche, extraña araña agazapada que devora los ángulos con prisa, teje tules de sombras y organiza su diario funeral de la jornada. Y después, el silencio... y la fortuna de contar con los rayos de la luna como un fantasma de la luz del día. . . De noche, para nadie es un misterio que el hospital parezca un cementerio de muertos que no han muerto todavía.
(Desde San Camilo. Diario "Expreso", domingo 1S de diciembre de 1968).
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LUIS FELIPE ANGELL (Busto por Luis Cousi Salas)
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A la Dignidad Humana. In Memoriam.
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LAS DOCE... Las doce de la noche. . . En San Camilo duermen los presos, al calor rendidos, de tal manera como si, dormidos, se hubiesen muerto en el mayor sigilo. Yo pienso en muchas cosas y cavilo sobre tantos problemas confundidos que requiero de todos mis sentidos para saber por d贸nde los enfilo. Noches de San Camilo. . . mundo triste, marginado de todo lo que existe para hacer esta vida placentera.. . Escribo un largo rato... da la una. . . ya sin virginidad, pasa la Luna. . . y me pongo a dormir, como cualquiera.
(Desde San Camilo. Diario "Expreso", Domingo 19 de enero de 1969)
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NOTA AL MARGEN El 14 de noviembre de 1968, alrededor de las siete de la mañana, fui detenido en el aeropuerto "Jorge Chávez" del Callao por un gran número de policías pertenecientes a la PIP. El jefe de ellos me encañonó con su pistola, me dijo que tenía órdenes de hacer fuego al cuerpo (?) si hacía resistencia y me comunicó que estaba preso "por órdenes superiores". Esa mañana yo viajaba a Centro América para tratar cuestiones personales que debía resolver en cuatro o cinco días. No pesaba sobre mí ningún tipo de problema judicial, policial o de cualquier índole. Por su lado, la PIP sabía con mucha antelación de este viaje, ya que tiene informadores permanentes en todas las oficinas públicas y privadas donde se tramita pasaportes, permisos de salida, pasajes y otras etcéteras de la migración. Por lo tanto, es innegable que mi arresto se produjo deliberadamente en el aeropuerto con el fin de hacerme aparecer ante la opinión pública como si estuviera huyendo del país. Estos hechos se produjeron, repito, sobre las siete de la mañana y -exactamente a esa hora- con una sorprendente eficiencia profesional, varias radioemisoras locales dieron la noticia y continuaron haciéndolo sistemáticamente durante todo el día, de acuerdo con un libreto que no merece comentarios. Sólo habían trascurrido 42 días desde que cayera el Régimen anterior. Yo escribía una columna diaria en "Expreso" (clausurado ya por el nuevo Gobierno) y en el lapso antedicho, previamente a mi captura, la PIP había sitiado mi domicilio durante casi una semana, sin explicación inmediata o posterior alguna y sí, más bien, con gran despliegue de vehículos, según consta a los miles de personas que transitaron por allí para ver el espectáculo. Además, en tres oportunidades se me había 12
citado perentoriamente a la Avenida España y se fotografiaba en primeros planos a quienes entraban o salían de mi casa. Después de mi detención, una caravana me condujo -vía el sótano- a unas oficinas de la Policía Fiscal, ubicadas en el Ministerio de Economía y Finanzas. Allí se me informó que no podría hablar ni con mi abogado porque me hallaba con "órdenes de absoluta incomunicación". Recién a las cuatro de la tarde el cortejo reinició su marcha con rumbo a las oficinas del Juez Instructor, quien me envió, primero, a la carceleta del Palacio de Justicia y, luego, a Lurigancho, antes de disponer mi prisión definitiva en el plazo mínimo señalado por ley. En Lurigancho -donde no había médico residente- sufrí tres hemorragias buco-nasales que determinaron mi traslado inmediato a San Camilo, sala del hospital "2 de Mayo" destinada al tratamiento de presos comunes. Fui llevado de noche, custodiado por cuatro miembros de la Guardia Republicana y en un taxi (?) porque en Lurigancho no tenían la menor idea de lo que era una ambulancia. Además, el taxi hube de pagarlo yo, por adelantado y cubriendo el regreso de los guardias a Lurigancho. Es a partir de esa noche -de mi ingreso en el "2 de Mayo"- cuando se inicia este relato, escrito durante y sobre el tiempo que estuve preso en San Camilo. En su forma original este libro tenía seiscientas páginas. Sin embargo, muchas de ellas quedarán inéditas para siempre, visto el apasionamiento con que fueron escritas y respetando mi propio código moral de no producir jamás una obra inspirada en la ira o buscando algún tipo de revanchismo o venganza, que son motivaciones ajenas por completo a mi manera de ser. Pese a ello, en "San Camilo" no se ha modificado una sola palabra de su versión original. Sólo se ha suprimido párrafos que ahora no tendrían razón de ser y que, con el tiempo, han perdido completamente su significado para mí. Además, no en vano han trascurrido ocho años desde 13
aquellos acontecimientos y no en vano, tampoco, se ha hecho un esclarecimiento público de mi inocencia, respecto la barbaridad que se cometió conmigo. Ocho años. . . Miro hacia atrás y veo cómo todo ha cambiado (debo reconocer que, favorablemente) desde el 14 de noviembre de 1968, cuando me encarcelaron, hasta el 14 de noviembre de 1976, en que aparece este libro. En primer término, "San Camilo" ya no existe. Por lo menos como carceleta destinada al tratamiento de presos comunes. Hoy es la Sala "I-3" del hospital "2 de Mayo" y le han quitado los barrotes de las ventanas, así como la reja de entrada por donde los presos respiraban la inalcanzable libertad de los jardines. La Guardia Republicana también desapareció, corporativamente, del hospital. Y ella misma, como Institución, es algo completamente distinta en lo que atañe a su relación con el sistema carcelario- de lo que era hace ocho años, cuando no existía una Escuela de Oficiales, como ahora, ni tenía específicamente a su cargo el control de los establecimientos penales en el país. Pocos saben que la Guardia Republicana es uno de los bastiones fronterizos de nuestra patria y que, en estos niveles, su labor ha sido siempre sacrificada y casi heroica. Pero, en el orden carcelario, hace ocho años, la Institución carecía de una estructura funcional que no sólo pusiera en sus manos la "responsabilidad" de los centros carcelarios, sino la administración y el manejo total de los mismos. Por lo tanto, su relación con los presos era de un enfrentamiento directo y permanente, al mismo tiempo que inflexible y sordo a todo lo que no se ajustara, línea por línea, al "Reglamento". Ese "maldito Reglamento" que hoy, a ocho años de distancia y con la objetividad necesaria para juzgar las cosas en frío, no parece tan maldito ni tan fuera de lugar sino surge, más bien, como lo que realmente era. Esto es, como el único instrumento con que contaba la Guardia Republicana para imponer disciplina en un mundo naturalmente hostil a la vigilancia, como lo es cualquier lugar de reclusión. Creo que lo 14
grave, la raíz de todos aquellos problemas carcelarios estaba en la falta de una sistematización racional y lógica del aparato penitenciario. Una sistematización donde el preso no fuera despojado de sus derecho esenciales como ser humano y donde -en vez de hacérsele verdadera justicia o de reincorporarlo dignamente a la sociedad- no se le fuera hundiendo más y más, hasta hacerlo definitivamente irrecuperable para la salud, la libertad o la vida. Cuando escribo estas líneas la opinión pública se conmueve por el caso de dos hombres que han estado presos durante cuatro años, injustamente, bajo el cargo de haberse robado sesenta soles. Yo, en San Camilo, ví morir a un indio analfabeto que tenía doce años entre rejas porque alguien, alguna vez, lo acusó de haberse robado una cabra. Y, a la hora de la muerte, lo que este indio pedía no era su libertad sino que le abrieran juicio para demostrar su inocencia. Hoy, también en este aspecto, las cosas parecen haber cambiado radicalmente. La clausura de "El Frontón" como centro carcelario es una medida tan positiva que se hace difícil creer en ella. También se habla de una reorganización total no sólo del hábitat del preso sino de una acción coordinada para evitar que las cárceles sigan siendo universidades del delito. Y, lo que es más triste, aún, las únicas universidades del país donde, realmente, se aprende algo nuevo cada día. Así, pues, no interesa, a los ocho años de mi encarcelamiento -sólo vergonzoso para sus autores- lesionar la imagen de instituciones cuyo prestigio es indispensable para seguir creyendo en ellas. Inclusive, el hospital "2 de Mayo", tan dejado por la mano de Dios en aquellos tiempos, parece estar en vías de resolver sus problemas centenarios, tan estoicamente sobrellevados por un Cuerpo Médico excepcional. Ahora bien, este libro no está escrito contra nadie. Es, simplemente, un relato exacto, real y sin adornos de los hechos que me tocó vivir en San Camilo. Al releer sus originales me sorprendió encontrar en ellos un lenguaje típicamente carcelario y ajeno por completo a mí. Así ha quedado en este libro que -como dije- no ha sufrido sino cortes y supresiones pero sin haberse cambiado una sola línea, una 15
sola palabra de su texto primitivo. Si lo publico ahora es porque pienso que, en alguna forma, este relato servirá para algo en el orden impostergable de rescatar muchos valores humanos enfangados en el olvido de las cárceles; en la lentitud, los errores y la mecanización de la justicia; en el concepto medieval de que la cárcel es un lugar de venganza y no de readaptación. Si así fuera, si este libro contribuyera en algún modo a la trasformación carcelaria de mi país, pensaría que fue positivo el haber estado preso en San Camilo. Y daría por saldada la deuda que me tiene el Atropello.
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I
Cuando me trajeron al hospital eran las dos de la mañana. Todavía, como una grotesca bandera borroneada sobre la camisa blanca, estaba fresca, al rojo vivo, la sangre de mi tercera hemorragia en la cárcel de Lurigancho. Me sentía mal. Había perdido casi un litro de sangre y el frío me serpenteaba por el cuerpo con ese caudal de agujas indescriptibles que desencadena la anemia. Sólo en mis manos -estas manos mías que no han hecho sino escribir en defensa de la dignidad humana- se acurrucaba esa quemante humillación de las esposas que la Guardia Republicana pone indiscriminadamente al preso sano, enfermo o moribundo, porque "así lo manda el Reglamento". El "2 de Mayo" es un hospital de caridad, gigantesco y centenario, vencido por el tiempo, la indiferencia y las moscas. Yo no lo conocía y de mi ingreso en él aquella noche sólo recuerdo lo interminable del camino, la silueta de los jardines sin luz, el olor a muerte que se respiraba en sus siniestros laberintos y el cortejo fúnebre que componíamos los cuatro guardias y yo, en el centro de ellos, como un desconcertado cadáver andante que no terminaba de comprender su propia muerte ante el Derecho. Había también un enfermero, curiosa mancha blanquecina en la sucia oscuridad de la noche y alguien, doctor en recovecos, que oficiaba de guía para conducirnos hasta la carceleta destinada a los presos enfermos. 17
Apenas, esporádicamente, un quejido anónimo se asomaba al corredor y moría disuelto en el aire pegajoso, espeso y hambriento de ecos y sonidos, donde sólo se escuchaba el desacompasado estrépito de las botas policíacas, atropellándose en un tumulto de clavos martillados por seres fantasmales. Al pairo del grupo, nuestro desdibujado cicerone iba marcando el derrotero. - Aquí, a la derecha... eso es... ahora de frente, hasta el fondo... Por ahí seguimos. Luego a la izquierda. Después un jardín. A continuación un patio. Aquello parecía no terminar jamás. Y las manos me ardían. Y el cortejo maldito, navegando como sin rumbo entre la oscuridad y la muerte... - ¿Dónde queda San Camilo? -preguntó un guardia a otro. Su compañero dibujó una lejanía con el brazo estirado hacia adelante. - En el culo del mundo -respondió. Seguimos. Y llegamos. No sé si San Camilo está en el culo del mundo o en el culo del "2 de Mayo", pero es evidente que está en el culo de algo. Tal vez de la sociedad. Porque está allí, atrás, al fondo de aquello que, más que un enorme hospital, parece una ciudad de enfermos. O una fábrica de muertos, qué sé yo. Hay casi quinientos metros desde la entrada de Emergencia, y San Camilo aparece de pronto, al doblar por el laboratorio, entre el pabellón de tuberculosos, "Santa Rosa", y el de "San Lázaro" que, como su nombre lo indica, alberga una indescriptible colección de monstruos, autorizados para subir al techo por las tardes y repartirse el sol entre ellos, como gigantescos gatos de pesadilla, carcomidos por la uta.
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Flanqueada por dos jardines y con la puerta cortada en bisel sobre el ángulo recto del pabellón, la Sala San Camilo se identifica desde lejos por un foco de luz macilenta, bajo la cual dormita el centinela y que ilumina apenas la media luna de sus rampas laterales, junto con la raquítica escalera del centro. Conforme uno se acerca hay sombras que se inquietan en la penumbra y en las que es fácil descubrir -fusil al hombro- el equipo de vigilancia con que la Guardia Republicana rodea completamente el edificio. Son trece hombres en total: Un sub-oficial, un cabo, dos sargentos y nueve "números" que se van turnando los puestos de control durante toda la noche. Al llegar, se adelantó uno de los soldados que me traía y pidió hablar con el sub-oficial de guardia quien, automáticamente, se negó a darme ingreso, alegando -sin haberla pedido- que faltaba la "documentación respectiva". En este ambiente, negar, oponerse, rechazar, es una medida de seguridad, algo animal, instintivo, que protege contra la severidad del Reglamento. Pidió el oficio de Entrega. Se lo dieron y le entregaron también la orden con que los médicos legistas disponían mi hospitalización inmediata. Revisó ambos papeles. Sí, todo estaba bien, pero faltaba la autorización del doctor Parodi, médico-jefe de la Sala, para darme el ingreso en San Camilo. ¿Dónde estaba el visto de ingreso?. También se le entregó, para que no jodiera más.
Lurigancho queda a treinta kilómetros de la ciudad, en el camino hacia los cerros, "donde los presos puedan tener buen clima" pero el servicio médico está en manos de un enfermero tan sucio que todavía llevo ante los ojos la visión de su cara grasienta sin afeitar, de las uñas negras hurgando entre las "muestras gratis" de los laboratorios farmacéuticos, que constituyen el botiquín del penal, y las charreteras de caspa que, tendidas sobre sus hombros, eran al fin y al cabo, lo único de aspecto limpio -por lo blanco- en medio de tanta mugre. Los médicos vienen tres veces por semana para revisar en cuatro horas a una población de mil doscientos hombres y a las seis de la tarde, cuando se van, corre entre las celdas un viento de angustia sorda, una como ceniza de muerte y de peligro, un secreto miedo de sentirse mal 19
porque, si la cosa es grave, no hay posibilidades para escapar con vida de aquel maldito lugar. Para salir de Lurigancho al hospital se requiere una orden firmada por ambos médicos. Pero los médicos no están. También es indispensable una autorización del Director. Pero el Director sólo va por las mañanas, cuando va. Después, la Guardia Republicana, que tiene a su cargo la conducción de presos "bajo adecuada vigilancia", necesita un coche celular para trasladar al enfermo. Pero el coche "ya se fue". Por último nadie entra en San Camilo sin el visto bueno del doctor Parodi. Se me produjo la primera hemorragia un viernes a las siete de la noche. Recién tenía dos días preso en Lurigancho, pues me habían detenido el miércoles, y desconocía las particularidad del penal. La camisa se me manchó de sangre en dos vertientes sobre el pecho y un inconfundible sabor metálico me untó de preocupación el paladar y la garganta. Alguien preguntó si era hemotisis, no sé si por solidaridad o por prevención. Le aclaré: - Ulceras. ¿Cómo se hace para llamar al médico? Me miró asombrado de que alguien pudiera formular semejante pregunta. Luego, tal vez recordó que yo era un recién llegado y me enfrentó paternalmente con la realidad: - El médico se fue a la seis y no vuelve hasta el lunes... - ¿Con quién se puede hablar... el Director? - Hasta el lunes también. En las tardes no viene. - Bueno, pero se podrá llamar a un médico por teléfono... a mi propio médico... Meneó la cabeza como un resignado ofidio. - No hay teléfono en Lurigancho -explicó-. No hay sino radio... de la Republicana... y sólo funciona hasta las seis, porque su central está conectada al Palacio de Justicia, que a esa hora cierra... Me quedé absorto, frente a mí mismo. - Kafka -murmuré. - ¿Qué cosa...? 20
- No, nada... Escupí sobre un papel blanco. La sangre se había detenido, por lo menos exteriormente, y el ardor me disminuía en el estómago. Pero con las úlceras nunca se sabe. Sin médicos, sin comunicación alguna con el mundo exterior, sin salida de aquel diabólico mecanismo burocrático, pensaba en una hemorragia interna. Y a treinta kilómetros del hospital, todo aquello parecía una trampa que se hacía más peligrosa por esta sangre mía, tan difícil de conseguir... Se acercaron algunos presos de heterogéneo aspecto. Alguien anunció que ya venía el enfermero y otro se aproximó trayendo un inútil trozo de algodón entre las manos. Un viejo, con la serenidad que dan los años o la cárcel, pareció hacerse cargo de la situación. Me echó un vistazo experimentado y me puso la mano en el hombro. - Ya paró -dijo-. Es una úlcera... ¿botó mucha sangre? - Más o menos... - ¿Tiene otra camisa? - No... me trajeron como estaba... pero no importa... debe ser que me ha subido la presión. - Me imagino. ¡Con lo que le han hecho estos hijos de puta! Pero no se preocupe que todo va a salir bien... Llegó el enfermero con su repugnante periferia a cuestas pero lo rechacé cuando me quiso poner las manos encima. - Déjame. Ya estoy mejor. Insistió hasta comprender la inutilidad de su presencia y se mandó mudar. Era noviembre y sentía en el cuerpo un frío donde se conjugaban el clima y la hemorragia. Necesitaba recostarme, cerrar los ojos, olvidarme un poco de mí mismo y de todo lo que venía ocurriendo vertiginosamente desde hacía 72 horas. Fui a mi cuadra (Pabellón 2, segundo piso, celda número 7, que compartía con nueve presos) y me dejé caer sobre el informe colchón de un camastro donde me sobresalían los pies. Sentí que alguien me cubría con una frazada y 21
todavía escuché unos difusos comentarios sobre el incidente. Luego la muerte transitoria del sueño y la paz de no ser. Me despertaron a las siete de la mañana con la noticia: "Su abogado está en el portón, así que si usted baja puede hablar con él por la ventanita". Me incorporé y me alisé instintivamente el cabello con las manos. Salí al corredor, bajé la escalera y, ya en el patio principal a sesenta metros del portón, sentí de pronto el aluvión caliente de la segunda hemorragia. Más sangre, esa vez, que en la primera y una nueva pincelada roja sobre la mancha -ahora parduzca- de la camisa, pero seguí adelante porque ahí, a pocos pasos, estaban el mundo exterior, la comunicación, el médico, la vida. Me dejé escurrir como un trapo húmedo y me liberé de la sangre escupiéndola o tragándola indiscriminadamente. Lo fundamental era el portón. La hemorragia podía esperar. Y la muerte también. Con el revés de la manga me limpié la boca y me encaminé hacia la puerta de metal que da acceso a Lurigancho. Una segunda advertencia me alcanzó en el tránsito: "Su abogado está afuera, esperándolo". El centinela observó con alguna curiosidad las manchas de sangre pero no hizo comentarios y se limitó a correr el pestillo de la ventana. Abrió. Me acerqué a la libertad. Miré. Jamás me habían puesto esposas y nunca, antes, se me ocurrió evolucionar en torno a la idea de las manos -el más perfecto y bello instrumento del cerebro- uncidas como bueyes para sujetar al hombre. Las manos pintan, escriben, esculpen, aman, acarician y dibujan en el aire las palabras, cuando se habla. Es verdad que las manos también matan o golpean. O delinquen. Pero estas manos mías eran limpias, de una absoluta pureza y virginales en cuanto al oprobio de haberlas usado para algo turbio y sin casta. Jamás se convirtieron en puño para imponer un abuso, jamás se contaminaron con dinero mal habido, jamás las ágiles arañas blancas de sus dedos escribieron una palabra al servicio del atropello o la prebenda. Estas manos mías eran suaves y sabias en el amor como eran cálidas en la amistad y duras en la defensa de mis ideas. Mis manos eran libres como dos pájaros y cuando, al comienzo del torbellino, se me acercó un soldado con las 22
esposas abiertas como mandíbulas de un animal infame, sólo atiné a decirle, casi explicándole: - Usted no puede ponerme eso a mí... yo soy un escritor. Me miró desconcertado desde su cuarto año de instrucción primaria y sin entender que pudiera haber excepciones hechas en nombre de la inteligencia. Casi podía leerle el pensamiento elemental en sus ojos huérfanos de luz y de vida: "El preso es preso". El Reglamento no dice que a los escritores se les lleve sin esposas. Insistió ofreciéndomelas como una grotesca invitación a servirme de ellas. Le repetí que era un escritor y el Reglamento despertó al autómata: - ¡Ningún preso puede ser conducido sin esposas! - ¡No me toque, carajo! Éramos alrededor de veinticinco detenidos en el foso del Palacio de Justicia, donde aún persistía el olor a ser humano podrido, de cuando -cinco meses atrás- se hacinaban ochocientos inculpados en un área calculada para albergar a cien personas. Olía a sudor, a orina, a comida descompuesta, a pie sucio, a mierda. También olía a crueldad, a ignominia, a corrupción y a olvido. El olor parecía haberse hecho indeleble como una acusación, y ahora, con el foso vacío (porque los inculpados fueron repartidos en distintas cárceles cuando el escarnio tomó cuerpo en la opinión pública) flotaba todavía, tatuado en la atmósfera, el sufrimiento moral y físico de aquellos que alguna vez pasaron por este lugar de infamia. En el pequeño grupo, que esperaba su conducción a Lurigancho, habíamos criminales, ladrones, fumadores de mariguana, homosexuales, rateros de poca monta, un corruptor de menores y yo, "defraudador del fisco". Mi negativa produjo un pequeño revuelo, por lo insólita, y atrajo la atención de un oficial, que se acercó al extremo de la cola, donde me encontraba. - Buenas tardes... ¿pasa algo señor? La palabra "señor" rebotó en las paredes, como un eco extraterrestre. 23
- ¡Simplemente que no me dejo poner esposas. Yo soy un escritor, no un delincuente...! El oficial distendió los labios, apretándolos contra la dentadura en un gesto dubitativo. - Sí, claro... comprendo, señor, pero el Reglamento... - Consulte usted con quien sea, pero a mí no me ponen esposas. - Es que. - Yo soy un escritor. - A ver... un momento, que ya regreso. Volvió a los diez minutos, y llamó al sargento encargado de la conducción, para decirle en un murmullo confidencial: - Al señor lo llevan sin marrocas. Usaba la jerga del hampa, que ha terminado por imponer a la policía su propio lenguaje. Recibida la consigna, el sargento dispuso que se abrieran las rejas y la serpiente de seres humanos comenzó a reptar por una escalera sembrada de escupitajos, hacia la superficie. Una hora después estábamos en Lurigancho. Ahora me hallaba en San Camilo y, por lo menos, había un enfermero limpio a mi lado. Y un médico a quien llamar. Y un hospital alrededor. Viejo, centenario, y sucio, pero un hospital, al fin. Abrieron la escuálida reja y el enfermero me llevó hasta la cama número nueve, en el segundo cuarto, que debía compartir con otros cinco presos. Aparentemente dormían todos, pero estaban despiertos y me observaban con los ojos entrecerrados. Me quité el pantalón, las medias, los zapatos, la camisa y me quedé con el interior por toda vestimenta. Me acosté. Casi inmediatamente llegó el enfermero con una inyección. "Es para dormir", me dijo. Me la puso y se fue. Luego cerré los ojos y busqué el sueño estirándome boca arriba sobre la cama. Pero no existe inyección capaz de hacer dormir a un hombre encarcelado para silenciarlo y difamarlo. Hay el sopor inevitable que 24
produce la hemorragia, pero la cabeza hierve como una bola de fuego que no hay manera de apagar con inyecciones. Se piensa sin pensar y se dormita apenas en la superficie del sueño, sin lograr otra cosa que un mayor cansancio y una mayor irritación. A la media hora seguía despierto, inmóvil, respirando rítmicamente, cuando sentí un ruido y, entre las pestañas, vi que con todo sigilo se levantaba el número once de su cama y caminaba hacia la silla epiléptica donde había colgado mi pantalón. La sala tenía seis camas. Tres frente a tres. En mi lado estaban el siete, junto al corredor iluminado con una luz opaca, el ocho al centro y yo, el nueve, en el ángulo del rincón, frente al diez. Todos seguían despiertos, aguardando tal vez un acontecimiento como éste que estaba a punto de producirse. Y lo supe cuando a un metro escaso de mi ropa, la voz del siete detuvo al ladrón: - ¡Oye... deja eso! Era una orden terminante, jerárquica, filuda, dicha en el tono sordo indispensable para no despertarme. - ¿Por qué? -repuso el otro. - ¡Deja, te digo!... ¿Tú sabes quién es el hombre? - Sí, pero ¿qué chucha? El siete se incorporó en la cama, dispuesto a bajarse. El once refunfuñó: - ¡Buena concha... ni lo conoces y sacas cara por él...! Esta vez fue el ocho, mi vecino de la izquierda, quien intervino. Se llamaba "Charolito", según supe más tarde, y tenía ambas piernas paralizadas. - ¡Ya, oye, deja de joder y regresa a tu sitio...! ¿Tú crees que estás en el Frontón, qué cosa?
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El once volvió a su cama. El siete permaneció sentado sobre la suya, en un silencio agresivo. Todavía le faltaba añadir algo: -Oye, huevón, tú sabes que yo tengo para rato, ¿no? De manera que a mí no me asusta una corbina más... ¿la manyas?... ¡Así que, como al hombre se le pierda algo, te la ves conmigo y te jodes...! Se acostó. Pero el once, humillado, tiró al aire un comentario: - ¡Tanta vaina con el hombre... ni que fuera tu marido! - ¡Marido tendrás tú, que te lo rompieron en el Sexto... y te vas callando, que la gente quiere dormir...! Ya no hubo respuesta. Yo sabía, naturalmente, lo que era el Sexto; una de las más abyectas prisiones del mundo, ubicada en pleno corazón de la ciudad. Pero ignoraba que "corbina" era un muerto en la cuenta corriente de los presidiarios y que "chifa" era un macabro sinónimo de cadáver, a secas. Tampoco imaginaba lo mucho que aprendería en San Camilo a partir de aquella noche. No había cruzado palabra con nadie, pero ya contaba con dos amigos. El siete y "Charolito", por el cual llegaría a sentir un verdadero afecto en el correr del tiempo. Sabía también que el once era un ladrón vulgar y sin bandera. Dilucidado su problema el siete comenzó a roncar y "Charolito" no tardó en seguir su ejemplo, pero el once no volvió a levantarse más porque ya estaba sentenciado y sabía que mis cosas eran tabú para sus manos. Sin embargo, no dormía. La amenaza debía haberle quitado el sueño porque luego de revolverse entre las sábanas, cruzó los brazos bajo la nuca y permaneció mirando hacia arriba, en actitud de pensar. De improviso una voz queda debutó en la noche. Era el doce, que había permanecido en discreto silencio durante la discusión. - Oye -dijo- ¿qué pasó?
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En la puerta exterior de San Camilo, Doctores Alfredo Parodi Bacigalupo, fundador, Alfredo Parodi Dupont, Jefe y Gerardo Hinostroza, Sub-Jefe de la sala.
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- Nada -repuso el otro- que este cojudo se cree muy valiente porque tiene dos corbinas al hombro y se las ha agarrado conmigo... ¡Pero se va a joder, porque cuando sane se va al Frontón... y ahí tengo amigos que le van a dar su viaje...! El doce bajó la voz hasta el murmullo casi inaudible. - Habla despacio, que a lo mejor el ronque es farol y el siete es medio nervioso... ¿tú a dónde vas de acá? - Al Sexto... ahí tengo mi jato firme y quiero que el doctor me de mi alta lo antes posible porque hay varios pendejos que me andan trajinando la carne ahora que está suelta en plaza... - ¿Quién es tu mujer? - "Huarapo"... ¿lo conoces? Uno del norte que lo destapó el negro Vinces y me lo vendió en cincuenta papeles... bonito, blanco, pero se deja con cualquiera y ya varios me han cuadrado para compartir la mercadería... - Mejor es no pelear, sobre todo cuando es gente del pelo -acotó prudentemente el doce, refiriéndose a los delincuentes negros, que constituyen la élite penitenciaria del país- ya ves lo que le pasó a Tatán... - Por sobrado -decretó el once, antes de hacer una pausa y preguntar- Bueno, ¿y tú de dónde vienes? - Del Sepa… pero estoy gestionando que me pasen a la Isla porque la selva es muy jodida... mucho animal que pica... también hay leprosos, dicen... - ¿Y mujeres, nadie tiene...? - Los colonos... pero uno se las arregla con chanchos, aunque a mí no me gusta. Se cagan cuando estás adentro... Permaneció unos segundos pensativo. - No hay nada como comerse a un hombre -dijo - Claro -coincidió el otro. Puestos de acuerdo y, agotado el tema, se durmieron como los demás. Yo todavía me quedé un rato despierto. Absorto en el vacío. Perdido entre mis abismos y tratando de reducir todo aquello a una 28
verdad concreta: ¿El hombre, la sociedad, la humanidad, el sistema… o el país? Tal vez algo mucho más simple y más complejo que todo eso: San Camilo. No sé en qué momento me dormí, también.
Por la mañana, fue "Charolito" quien me dirigió primero, la palabra: - ¿Y, señor… ¿cómo pasó la noche?. Buenos días... -Buenos días -saludé en general, antes de dirigirme a él, concretamente- Más o menos bien, gracias. - ¿Cómo se siente? - preguntó el siete. -Más o menos... hay que esperar, a ver qué dice el médico... tuve unas hemorragias en Lurigancho... -Sí -confirmó Charolito- ya sabíamos... ¿tres, no? Me asombró lo bien informado que estaba pero no tardaría en acostumbrarme, también yo, a ser parte de ese misterioso fenómeno de las cárceles, donde todo se sabe, casi de manera infusa. Aunque en una sola dirección: del mundo exterior hacia los presos. O entre ellos mismos, pero nunca de los presos hacia afuera. Se descubre casi instantáneamente al infiltrado entre ellos por la policía, cuyos métodos incluyen al enviar "tiras", como se les conoce a los miembros de la PIP, en calidad de inculpados, a los penales y al propio San Camilo, para obtener información o recoger solapadamente alguna confidencia. Y es que a la hora de las realidades ni siquiera un delincuente se puede falsificar. Por lo menos con la misma facilidad con que en mi país se falsifica un hombre honrado. Las noticias cruzaban paredes y traspasaban rejas y saltaban distancias pero llegaban a su destino con la velocidad del sonido. A veces, ya experimentado en el arte de saber, uno mismo se sorprendía al recibir el "boquillazo" de ciertas novedades: - Van a cambiar al Director de Prisiones... hoy lo acordaron en el Consejo de Ministros... 29
Es decir, una hora atrás. Y no era día de visita ni había ingresado nadie ajeno a San Camilo, pero ya se sabían las cosas, con su por qué y su cómo. A los pocos días, con una precisión matemática se confirmaba el "yara" en los periódicos y se empalmaba con alguna predicción anónima: - Ahora van a nombrar al del Callao en su reemplazo. Y lo nombraban, también. Era algo mágico. Uno sabía las cosas sin recordar exactamente cómo las había sabido. Pero las sabía y con todos sus detalles. Se respiraba, casi, lo que ocurría más allá de los barrotes. Y dentro de ellos. Ciertos días de la semana los republicanos llegaban al consultorio con su ganado de presos enfermos, todos con las manos esposadas a la espalda, sin importar que algunos vinieran con muy pocas horas de vida por delante. "El preso es preso" y, al otro lado de la reja, permanecían como animales, aherrojados, macilentos, sucios, casi desnudos, haciendo cola frente al consultorio para ser atendidos. ¡Ocho mil presos en el país y sólo las veintitrés camas de San Camilo, dos médicos y cuatro enfermeros para atenderlos! Y un inmenso despliegue de hombres, pistolas y rifles para custodiar a estos despojos humanos que casi no tenían pulmones. Entre los enfermos ambulantes y nosotros se levantaba una reja de por medio, que no permitía comunicación, porque al pie de aquella había un centinela permanente, para que se cumpliera sin trasgresiones El Reglamento. Pero todo se sabía: - Ahí trajeron a "Galleta" con un problema en el trapiche y va a la cama uno, porque lo operan el martes... Y Galleta se quedaba. Y lo operaban el martes de unas úlceras al estómago, tal como lo sabíamos casi antes de que el propio médico lo decidiera. San Camilo es, con San Lázaro, la Sala más pequeña del "2 de Mayo". Apenas tiene veinte metros por doce, incluyendo el área destinada a la Republicana, que ocupa una quinta parte del total (entre dormitorios de tropa y baños). Se entra y sobre el lado derecho hay tres cuartos seguidos, cada uno con camas para seis enfermos. En el primero están los de Medicina, en el segundo los de Cirugía y en el tercero los que sufren de tuberculosis. Al fondo, un salón de espera o 30
de visitas se habilitó con otras dos camas, también para enfermos del pulmón. Sobre la izquierda, entrando, el pabellón de la Republicana, el tópico, un cuarto para dos camas y al último, frente a los tebecianos, un cuarto pequeño, con una sola cama, donde me tocaría permanecer durante largos meses bajo el número 21. En San Camilo alternaban, sin separación alguna, la sífilis, la tuberculosis, la tifoidea, la meningitis, la parálisis y una interminable variante de enfermedades, cuyas víctimas compartían por igual unos servicios higiénicos inmundos donde el momento ideal para usar los inodoros era la hora de almuerzo. Es decir, cuanto todas las moscas dejaban libre el ambiente para incursionar sobre la comida de los enfermos. Las duchas eran algo inenarrable y un lugar prácticamente sin uso porque cuando llegué todavía el frío era intenso y esto alejaba del baño a la mayoría de los enfermos. Unos por la tuberculosis, y otros por el temor a un contagio directo de hongos o enfermedades venéreas. Recuerdo un caso repugnante: El número dos. Demente, masturbador consuetudinario y exhibicionista, sufría de todas las enfermedades purulentas imaginables y el abuso de la homosexualidad pasiva le había convertido el ano en un colgajo sangrante, que marcaba su paso con un reguero de manchas rojas por la Sala. Defecaba en el pasadizo y se revolcaba sobre las propias heces, llamando a su madre entre alaridos o pidiendo protección contra un supuesto agresor que se le acercaba. Durante seis semanas nauseabundas nos acompañó en San Camilo hasta que culminaron las gestiones para trasladarlo al manicomio. Allí murió una mañana, a los diez días, y alrededor del desayuno llegó la noticia como una onda a San Camilo. La dio "Cotito", un negro mercurial y dicharachero, de enormes dientes blancos y encías prominentes que levantaba el ánimo de los penados con su interminable colección de anécdotas, recogidas en casi todos los penales del país. - ¿Se acuerdan del dos... el podrido ese? Pues hoy amaneció muerto en el "Larco Herrera" sobre un charco de mierda. ¿Se imaginan cómo va a ser la "autosia"?.
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Charolito me sugirió la idea. "Usted, señor -me dijo- no puede usar el baño de nosotros. En fin, uno está acostumbrado, pero usted es diferente...". No me había levantado todavía, esperando el paso de la visita médica y me era desconocido el ambiente. No tenía idea de cómo podían ser los servicios higiénicos. "El doctor Parodi es una bella persona... ahora lo va a conocer. Y si usted le pide el baño de afuera, el que tienen los médicos en el consultorio, seguro se lo da. Ahí también hay ducha limpia, para bañarse...". El siete, que escuchaba semi incorporado en la cama, como era su pose característica, aprobó con la cabeza. "Buena gente es Parodi... pero mejor le dice mañana, para que el hombre no se sienta atarantado...". - Ya -repuse, un poco lejos de allí, con la mirada fija en las camas que ocupábamos en la segunda sala. Eran camas raquíticas, con un raro y antiguo diseño, pero había en ellas algo que me era familiar. Yo las había visto en alguna parte... pero ¿dónde? Venía al "2 de Mayo" por primera vez y en ninguna clínica podía haber visto semejante artefacto medieval. ¿Dónde, pues... dónde...?. Más tarde supe que esas camas tenían cien años y databan desde la propia fundación del nosocomio. Cuando se necesitaba incorporar a un enfermo o un moribundo se le ponían unos tacos de madera bajo el colchón, en número suficiente para lograr el propósito. Estaban descascaradas. Les asomaba el negro metal por todas partes y hasta una rara carcoma las había roído en curiosas marcas de viruelas por las patas. Sólo dos meses más tarde, de madrugada, me vino el recuerdo preciso, como una inspiración: - ¡Dreyfus! Claro. Ahora recordaba la fotografía, la única fotografía conocida del inocente condenado a la Isla del Diablo por un delito que cometieron sus propios acusadores. "El caso Dreyfus. El capitán Dreyfus enfermo en su celda de Cayena". Mentalmente veía hasta el titular del periódico, reproducido en un libro sobre el caso. Y la cama. La misma cama, una cama idéntica a la que teníamos todos en el segundo cuarto de San Camilo. Volví a retomar el sueño con un inexplicable suspiro de satisfacción.
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Casi a las diez llegó el doctor Parodi, Alfredo Parodi Dupont. Una mole joven, de más o menos cuarenta años, fornido y lleno de autoridad. Empezó por examinar al siete. Luego le tocó el turno a Charolito y por último llegó hasta mí. Me estiró la mano. "¿Cómo se siente?", me dijo. Le expliqué en pocas palabras lo ocurrido en Lurigancho y los trastornos circulatorios que me venían afectando. "Bien -contestó- eso lo vamos a examinar detenidamente y a hacer unos análisis para darle el tratamiento correcto... mientras tanto se le va a trasladar de cuarto... va al número 21, al fondo. Allí le arreglaremos una cama algo mayor -sonrió- para que no le sobren los pies. Mañana vamos a conversar sobre lo suyo...". Luego se aproximó al 10. -Andrés -indicó al enfermero- a este paciente hay que darle de alta. Ya está bien... -¡Doctor -se quejó el enfermo- estoy orinando sangre... mire mi bacinica! -Eso no es sangre sino aseptil rojo... de manera que no hay hematuria sino cuento chino... Alta, Andrés... Pasó al ratero del once. Le examinó la cicatriz de una puñalada que lo había traído desde el Sexto. "Alta", repitió y se dirigió al doce. Charolito, que estaba paralítico de ambas piernas, debido a una lesión en la columna, me comentó por lo bajo: -A ese fijo que también lo devuelven al jato... -¿Al qué? No conocía esa jerga y Charolito pareció, recién, darse cuenta de ello. -A su jaula, pues... al sitio de donde vino. También le dan de alta puntualizó, para que no hubiera equívocos. -¡Alta, Andrés! - dijo, al frente, Parodi, luego de revisar al doce. Me asombró la clarividencia de Charolito y se lo dije cuando el médico pasó al cuarto de los tebecinos. "Es que siempre son tres respondió- y el doce era el único que estaba en salmuera... entre los 33
tísicos no hay altas porque esos tienen para rato si no chifean antes... en el primer cuarto hay dos recién operados, uno con el corazón en las últimas, el cuatro se muere rápido y los otros ya están en el menú para la chaira -lo miré sin comprender- en la lista que los que van a operar, pues... Ahora, el diecinueve y veinte son clientes de la casa, el veintiuno está vacío... ahí donde va usted... y la pareja restante no tiene fuelles ni para una tos... así es que, fuera del doce, no había candidato para completar el trío..." -¿Qué trío? -¡Los tres de reglamento, pues...! No pregunté más y dejé al tiempo la tarea de ponerme en claro ese misterio. Soy de quienes rechazan aquello que no tiene una explicación racional, susceptible de ser digerida por la inteligencia. No creo en supersticiones, cuentos de aparecidos ni recados de ultratumba. Admito que lo por ahora inexplicable pueda ser fruto de las limitaciones contemporáneas del hombre y supongo que la mente encierra fabulosas posibilidades, reservadas al futuro. Pero hay que caminar de verdad en verdad. Mientras tanto sólo quedan el asombro y la perplejidad frente a las cosas que no podemos comprender. Aquello del tres por ejemplo, en el ambiente carcelario, tenía una fatídica vigencia de circunstancia y muerte. De tres en tres, siempre de tres en tres, vi morir muchísimos hombres en San Camilo. Tres venían y tres regresaban de la cárcel y a la cárcel; tres operados, tres por operarse... tres con oxígeno y tres agonizando en macabro turno para alcanzar la definitiva liberación -no más barrotes, golpes, fusiles ni guardias- que al preso le da la muerte. Tres y tres. Siempre tres. Y el frío cálculo de posibilidades entre quienes sobrevivían al primer muerto de la serie: - Yo creo que el catorce no pasa de esta noche... y mañana el cuatro... - ¡No, hombre... el cuatro hace un mes que está en el ring y no tira esponja... Más bien el nueve... Hinostroza ya lo ha visto chifa y dice que si no mea esta noche mañana espicha, porque la uremia no perdona... El cuatro tenía 20 años y una tuberculosis generalizada en el estómago. El nueve -que me sucedió en la cama- no pasaba de los 25 y 34
estaba condenado a muerte por una enfermedad renal fulminante. El catorce era un indio de rostro como tallado en piedra, cuya tuberculosis le había reducido el esqueleto a un hacinamiento amorfo de huesos amontonados sobre el lecho inclemente. No sé si el doctor Hinostroza había hecho ese comentario pero lo cierto es que el catorce murió en la noche y al día siguiente, contra todo pronóstico, le siguió el trece, para completar el fúnebre terceto y servir de supersticioso alivio a los presos restantes. A estas alturas yo me había impuesto un horario inflexible como sicoterapia antidepresiva. Me levantaba a las seis. Me bañaba, hacía ejercicios, me afeitaba y vestía como acostumbraba hacerlo al otro lado de las rejas: Los zapatos brillantes, el pantalón impecable, la camisa inmaculada y corbata. Por razones de novedoso respeto a mi condición de escritor, nadie pretendió imponerme las normas humillantes que regían para los otros presos. Ni el grotesco camisón blanco ni la infecta bata azul de sarga maloliente que pasaba de un muerto a un vivo sin mayor profilaxia que un rápido lavado con jabón. Tampoco lo habría admitido, desde luego, pero lo cierto es que el asunto ni siquiera se planteó. Una mañana, ya en el cuarto 21, situado frente al grupo de ocho tuberculosos que componían el tercer cuarto, de seis, y el saloncito con dos camas, apenas separados por un par de metros de mi habitación, salí al corredor con dirección a las duchas y vi que el trece trataba de levantar la mano izquierda, como en un esfuerzo por llamar la atención de alguien. Sus ojos vidriosos miraban al vacío y la boca entreabierta parecía succionar desesperadamente el aire. A su derecha, todavía sin reemplazante, un colchón doblado recordaba que el catorce había muerto en la cama vecina, la noche anterior. Entré en la sala donde por la hora temprana los otros cuatro dormían y le pregunté al enfermo si necesitaba ayuda. Sólo atinó a mirarme como una asustada momia mientras procuraba inútilmente levantarse en busca de más aire. De pronto fue una gárgara seca y crepitante que parecía venirle desde las entrañas. Luego una convulsión que le distorsionó el rostro en una mueca indescriptible. Por último, una explosión de sangre regada en abanico sobre todo lo que se hallaba alrededor: la cama, mis manos y cara y ropa, el piso, las sábanas, el aire y las ventanas que daban al corredor. Era la hemotisis. Y la muerte. Llegué a cargarlo en mis brazos, sin saber qué hacer. Eran dos, tres, cuatro litros de sangre que en una segunda hemorragia le arrancaron la vida y le tiñeron el rostro de un 35
impresionante blanco inmóvil. Solo dos minutos, tal vez uno, desde su llamado cuando pasaba a las duchas, y el trece estaba muerto. Más allá, en el segundo cuarto, agonizaba el nueve. Y otra vez la clarividente voz anónima de las cárceles: -El nueve tiene todavía para una semana. Por un tropismo indefinido los otros presos rodeaban la cama del tuberculoso muerto, con una curiosa mezcla de insensible filosofía y resignación inapelable ante los hechos. "Trece, catorce -murmuró alguno-. Ahora te toca a ti, que eres el quince". Pero el negro del rincón no se inmutó ni tomó la acotación como una broma insípida. "No -dijocon este ya son tres... yo tal vez me vaya en el otro grupo...". Sí. Eran tres los muertos y eso era suficiente para tranquilizar a los demás enfermos. Luego, más tarde en el día, llegaron tres vivos de repuesto. Pero contra todo cálculo de ambos médicos -Hinostroza y Parodi- el nueve recién murió una semana más tarde, llevándose con él al negro del quince y a "Panetela", el cinco, quien tenía un cólico para el cual la Medicina usa otro nombre: Cáncer.
Me pasé una mano por la cabeza. Debía estar con un aspecto lamentable. Cuatro días sin afeitarme ni bañarme, con el pelo crecido y un sabor pastoso en la boca. Sólo sabía que me iban a trasladar a otra parte pero ignoraba en qué momento y cómo. Al rato salió Parodi, de regreso al consultorio. Se oyó el graznido de la reja que le daba paso y luego, otra vez cuando se cerraba a sus espaldas. Charolito parecía conocer el guión: "Ahora viene Andrés -dijo- para llevarlo al 21, que está al fondo". Vino Andrés, el excelente, el buen Andrés, y me alcanzó la ropa del día anterior, mientras levantaba la maleta que me habían traído la víspera. -Vístase, señor, que nos vamos al otro cuarto. Lo hice mecánicamente. Observaba las paredes, sucias, resquebrajadas y con enormes úlceras que le dejaban ver las entrañas 36
Con la casa rodeada por la P.I.P. al fondo, Manuel D’ornellas del, entonces, Diario “Espreso”.
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de ladrillo y cemento. El piso era una pesadilla de losetas partidas, hendidas por cien años de pasos dolientes y convertidas en cóncavas trampas donde perdían el equilibrio los desprevenidos. Todo aquello era torvo, siniestro, repulsivo. Daba un asco previsor el tomar cualquier cosa con las manos y salí del segundo cuarto como andando entre nebulosas de un sueño negro e interminable. Al pasar por los servicios higiénicos me hirió en la cara el olor putrefacto de las heces irredentas, de la orina estancada, de la fetidez insólita, espesa y casi visible que emanaba de un tanque -empleado alguna vez para guardar petróleo- donde se almacenaban y descomponían los desperdicios de semana en semana, hasta que un alma caritativa se acordaba de llevárselo y vaciarlo en un muladar cualquiera. Hombres, moscas, orina, excremento y un tonel de podredumbre como exacto resumen de tanta miseria humana. Crucé por primera vez frente al cuarto de los tebecianos y seis rostros demacrados me miraron con cierta melancólica curiosidad. Saludé instintivamente y me contestaron casi todos, hambrientos del calor humano que no sólo les negaba la vida sino -por miedo al contagio- les mezquinaban sus propios compañeros de prisión, en San Camilo. El olor, la suciedad, la tristeza y la muerte aleteando al respirar el aire contaminado de enfermedades, injusticia y atropello, me saturaban el pensamiento. Pero necesitaba ser fuerte. Necesitaba ahogar en sus orígenes cualquier forma de abatimiento o depresión. Era imprescindible conservar el dominio de mis ideas y mis actos para que todo aquello alternara conmigo sin mancharme el alma y para demostrar a las heces fecales de la sociedad, que me habían encarcelado, cómo un hombre puede conservarse libre y seguir siendo libre a pesar de las rejas, el revanchismo y el odio bilioso de los hijos de puta. - Aquí va a estar usted solo, señor -dijo Andrés-. Tiene una silla (hay que limpiarla un poco), un velador y ese mueblecito del rincón, que sirve para poner cosas... también tiene su luz propia y su buena ventana... Miré hacia ella. Alta, sólo permitía ver la copa de algunos árboles y el segundo piso de la Sala Santa Rosa. Conté los barrotes. Dieciocho en total. "¿No habría en cualquier parte una mesa para mi máquina de escribir?". Andrés mordió el aire, pensativo. "¡Por supuesto...!". Pero 38
era indispensable hablar con la madre Rosalía, que tenía a su cargo el manejo administrativo de San Camilo. El mismo iría a buscarla, explicarle y pedírsela, porque la madre recién vendría a las siete, para la oración vespertina de los presos. "¡No, no es tan urgente... de todos modos recién voy a pedir que me traigan la máquina!". Ahora lo que necesitaba era un baño. Afeitarme, cambiarme de ropa. Se lo dije. - ¿Ducha fría? -preguntó- Porque agua caliente no hay. - No importa. Sólo me baño en frío. - Para afeitarse mejor use el lavatorio que tenemos en el tópico… es limpio. Le prestaré mi espejo... Eso sí, en la ducha mejor ponga unos papeles en el suelo porque hay presos que tienen hongos y aunque casi nadie se baña, por el frío, el contagio siempre queda. Fue un baño lustral. Sentí cómo el agua fresca me quitaba del cuerpo no solamente el humor y la transpiración de cuatro días sino parte de lo que -viste y oído- parecía habérseme adherido a la piel. Ese diálogo de los homosexuales... el robo frustrado de mis cosas... las paredes sucias... las moscas... los rostros de cera con que la muerte maquillaba su tuberculosis... Hubiera permanecido horas y horas bajo el agua, renaciendo en su bautismo interminable y plácido. "Casi nadie se baña -había dicho Andrés- porque sólo hay agua fría". ¿Cómo se baña un tuberculoso en agua fría sin exponerse a la muerte?... ¿Cómo se bañaría Charolito, con sus piernas inmóviles? ¿Cómo harán los asmáticos y qué pasará con esta gente cuando venga el verano? El espejo de Andrés era rústico y pequeño pero servía para afeitarse y en el lavatorio del tópico uno podía completar su higiene sin mucho asco. Por lo menos, ahí las moscas no tenían el mismo brillante porvenir alimenticio que entre el excremento y la comida de los enfermos. Encerrado en mi cuarto procedí a vestirme con la ropa limpia que, como un hallazgo imprevisto, iba sacando de la maleta, cuando alguien me abrió la puerta. Era un republicano. - ¿Qué pasa? - le dije. - Estamos cambiando guardia - repuso, desconcertado por la pregunta. "El preso es preso" y no estaba acostumbrado a escucharla de nadie. - Bueno, pero al menos toque la puerta antes de abrir. 39
- Nosotros sabemos lo que hacemos y nadie nos va a dar lecciones de cómo... - ¡Usted se equivoca -le interrumpí- La Guardia Republicana tiene jurisdicción al otro lado de la reja... aquí adentro mandan los médicos y ustedes nada tienen que ver con nosotros en San Camilo…! Se fue. Terminé de vestirme. Ordené mis cosas y reconocí hasta en sus menores detalles lo que habría de ser mi domicilio por mucho tiempo. De eso estaba seguro. Se hablaba de libertad condicional pero yo tenía otros informes, recogidos en Lurigancho, sobre quién debía levantarme la Instructiva. "Ese hombre -me dijo alguien- hará todo lo posible por hundirlo, por hacerle el mayor daño... ya verá". De ser cierta la información recibida en Lurigancho, casi podía adivinar el desarrollo del proceso: Ordenarían mi prisión definitiva, me negarían la libertad bajo fianza, dilatarían al máximo cada una de las diligencias para prolongar mi encarcelamiento y buscarían cómo sacar -igual que los prestidigitadores- un delito de la nada. Mi pesimismo era total. Por otro lado, si ante todo el país era evidente que un grupo quería silenciarme y que había fabricado un pretexto de orden penal, para evitar que me protegieran la Libertad de Expresión y la Federación de Periodistas, ¿quién iba a cometer el suicidio de enfrentársele en los Tribunales, tal como yo me les había enfrentado en el periódico? Nadie, sin duda. Y yo me sentía como cogido en una trampa. Me anegó de tristeza. Pero no era la cárcel... ¡no, carajo, no era la cárcel, ni la mierda que me echaban encima, ni el problema, ni el juicio ni nada! ¡Era esa cosa infamante y compleja que es el subdesarrollo de la dignidad humana en mi país...! A la media hora vino Andrés, que cambiaba de turno, con otro enfermero. "Señor, vea, yo ahora me voy pero aquí queda Vela en mi lugar y lo dejo bien recomendado... él se queda hasta las siete y después llega el velador de noche... Mañana hablamos con el doctor Parodi sobre el baño de afuera, porque usted no puede usar el de los otros presos..." - Gracias, Andrés... -Estreché la mano a Vela. Si necesito algo te llamo pero creo que todo está bien... gracias. 40
Me tumbé en la cama. Estaba como bajo los efectos de un garrotazo y debí dormir un buen rato porque cuando vino del Valle eran casi las seis de la tarde. Entró con su cara profesional de insuflar entusiasmo. "¡Y, mi amigo, cómo anda todo?". - Eso le pregunto yo, doctor... ¿qué novedades hay? Abrió las manos como para sostener una inmensa pelota. - Estamos viendo el asunto. Para mí esto es muy claro: Excepción de Naturaleza de Juicio. Aquí no hay delito por ninguna parte... Ahora, hay que ver lo que dice el juez... ¿usted lo conoce? - No, Primera vez que lo veo. Dicen que es democristiano. - No sé. Y ojalá no sea cierto pero, veamos, hay otros problemas. ¿Usted qué le ofreció concretamente a Moreyra? - Nada. Lo que ya dije en mi declaración. Hacerle un prólogo y el esqueleto de la obra… todo por amistad, desinteresadamente. Eso lo tienen ellos. "¿Podría conseguirlo?". Sí, pero necesitaría una semana por lo menos, para localizarlos. Cosa que era muy difícil estando preso. Pero, en fin, podría ver si alguien se encargaba del asunto. "¿Me firma aquí, para presentar otro recurso?". Firmé sin leer. Me dio una palmada para contagiarme un entusiasmo contra el cual estaba vacunado. - Quédese tranquilo que todo se va a arreglar, no se preocupe. No, no hay que preocuparse. Uno está preso, acusado de ladrón, con su fotografía en los noticieros de televisión y en los diarios, con su nombre propalado a los cuatro vientos por las radios, y el país entero comentando que, después de tanta prédica, uno era tan sinvergüenza como los demás. Y hay que estar tranquilo. Y no preocuparse. Y dormir bien "porque eso es muy bueno para los nervios". A las siete tuve sed y salí al corredor para buscar un poco de agua en el tópico. Aquello era el delirio. Si de día el aspecto de San Camilo impresionaba al carácter más duro, de noche el ambiente era siniestro, sobrecogedor. Tres luces mortecinas, amarillas, iluminaban apenas el ámbito de la carceleta, a lo 41
largo de cuyo corredor se paseaba como un péndulo vivo el republicano de turno. Cada tres horas cambiaban de puesto y el que entraba a San Camilo -porque sólo uno de ellos permanecía adentrochequeaba uno por uno a los 23 enfermos que ocupábamos la carceleta. Al comienzo se me hizo difícil acostumbrarme al sistema porque cada tres horas alguien me abría la puerta, desatando una corriente de aire que me despertaba, pero luego aquellas visitas se convirtieron en algo tan rutinario que, por selección intelectual las desalojé de mi pensamiento. A media luz, el cuarto de los tebecianos parecía algo del otro mundo. Dos o tres con balones de oxígeno, otro par con un poste de suero al lado y un quejido íntimo, casi inaudible y sin esperanzas de alguien que se moría por entregas. "Deje correr un poco el agua antes de servírsela", me advirtió el enfermero. Había dos tifoideas en la Sala y el agua venía contaminada por los derrumbes de la Sierra. Desde el tópico vi pasar a la madre Rosalía con rumbo al cuarto de los tebecianos. Luego escuché un murmullo, que me llegaba dificultosamente por una lesión que tengo en el tímpano. "¿Y eso qué es?, pregunté al enfermero. "La madre, que viene todas las noches a rezar con los enfermos. Va de sala en sala y ahora viene al segundo cuarto, cuando termine con los tebecianos". En efecto, así fue. La madre Rosalía -campesina típica del sur de Francia- simple, generosa, buena y sacrificada pero con un concepto rígido de la disciplina carcelaria, había impuesto el rezo como un rito obligatorio y cotidiano, que presidía con toda solemnidad y que tenía algo dolorosamente tragicómico. - Dios te salve, María, llena eres de gracia -Comenzaba con su típico acento regional, que arrastraba las erres como cadenas. - Santa María, Madre de Dios... -respondía pacientemente aquel coro de carteristas, ladrones, escaladores, asesinos, punguistas, rateros y demás relacionados de la fauna carcelaria, incluyendo al número once, que estaba preso por robar las alcancías de varios templos. Luego se persignaban devotamente, inclusive los que tenían tres o cuatro muertes en su haber y, apagadas las luces, dormían satisfechos de estar en paz con Dios y su conciencia. En San Camilo, de noche, no había sino tristeza, preámbulo de muerte y soledad sin lágrimas. El dolor se manifestaba como una letanía sin palabras y las horas pasaban, una por una, interminablemente, hasta que llegaba el 42
amanecer. Afuera, en los jardines, la guardia se aburría y abandonaba sus lugares estratégicos para conversar. Otros usaban radios a transistores para mantenerse despiertos, pero esta meta alcanzaba también a los enfermos de otras salas que, a veces, interrumpían violentamente la desagradable serenata: - ¡Silencio, carajo... dejen dormir! Tomé el agua, cuando llegó limpia y fresca y me despedí con un resignado "¡Hasta mañana!", del enfermero. Luego, las pastillas somníferas -30 miligramos de Valium- se encargaron de ponerme en libertad provisional mientras dormía. Me tumbé como un costal sobre la cama, sabiendo que debía descartar la visita republicana cada tres horas. A medianoche, sin embargo, sentí que me tocaban la puerta y abrí los ojos todavía en el umbral de la conciencia. Miré a través del vidrio opaco y vi, para mi sorpresa, que no era un republicano sino un enfermo. Me levanté y abrí la puerta. Era un paciente del tercer cuarto. De los tebecianos. "¿Sí?", pregunté. - Señor -me dijo- ¿no tiene usted un pedazo de pan? Estaba en el baño, con diarrea, cuando sirvieron la comida, y se la llevaron... y no puedo dormir del hambre... Encendí la luz: "pasa, hijo -le dije- siéntate, que te voy a dar algo". Le preparé un poco de café con leche y le di un paquete de galletas. Parecía un animal desesperado, tragándose todo eso como si se lo fueran a quitar. Terminó y se retiró entre balbuceos de agradecimiento. Cerré la puerta. Apagué la luz. Y entonces, recién entonces, con aquel ser humano pidiendo un pedazo de pan a las tres de la mañana y devorando las galletas enloquecido de hambre, algo se me quebró como un cristal por dentro. No sé si fue por indignación o rebeldía, o por esta maldita impotencia de no poder hacer nada. Pero los ojos se me llenaron de lágrimas en la oscuridad.
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II A las siete de la noche estaba en alguna oficina del diario, cuando me avisó la telefonista que me llamaba alguien sin identificarse. Me incomodó la interrupción porque en la central telefónica había instrucciones de no pasarme las llamadas sin consultarlas previamente. "Es un extranjero -insistió la muchacha- y habla una cosa rara que yo no le entiendo... como portugués, me parece..." El día anterior, 12 de abril de 1966, había sido mi cumpleaños y por un momento pensé que se trataba de alguna broma de cualquier amigo en tragos. Pedí la comunicación y me encontré con Joao José Moreira. No lo veía desde mucho tiempo atrás, cuando coincidimos en México y entablamos una gran amistad, no sólo por los amigos comunes que nos presentaron uno a otro, sino por mi conocimiento de su idioma. No era en realidad "su idioma", puesto que existen diferencias entre el portugués aprendido por mí en Lisboa cuando ocupaba allí un cargo diplomático y el que se habla en Brasil, más abierto, más modulado y lento que el peninsular pero, de cualquier manera, andábamos siempre juntos porque a él le era cómodo hablar su lengua y a mí me servía de práctica refrescar un lenguaje que tenía pocas posibilidades de usar en la vida diaria. Su aparición tenía algo de fantasmagórico al cabo de tanto tiempo y cuando lo imaginaba perdido en algún rincón de su inmenso país. "¿Dónde estás?", le pregunté, pero comprendí que evitaba identificar el lugar de su llamada, por razones que me pareció atinado respetar. Le pregunté también si conocía la plaza San Martín. No, pero él la encontraría. A partir de allí, situándolo en la esquina de la farmacia "El Inca", le indiqué cómo llegar hasta el Café "Dominó", del Pasaje Boza, donde quedamos en vernos al día siguiente.
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- Muito bem. Adeus meu caro. Até amanhá. Y cortó. El café "Dominó" es pequeño y cómodo, porque se halla en el centro de la ciudad. En los últimos años dejé de frecuentarlo. Y no he vuelto más, pero alrededor del 66 acostumbraba detenerme allí, como un alto en mis tareas diarias, porque nunca faltaba algún conocido con quien departir cinco minutos. Cuando llegué ya estaba "Zinho" -así le llamábamos- esperándome un largo rato, según me dijo. No porque yo hubiera tardado, sino porque desconociendo la ciudad, había preferido movilizarse temprano para evitar el riesgo de frustrar la cita. Estaba al fondo, en una mesa de poca luz, pero lo reconocí en el acto. "Deja, no te levantes", lo contuve. Y me senté frente a él. Lo miré atentamente. No en vano habían pasado cuatro años, que son poca cosa cuando se tiene veintitantos pero que dejan huella cuando se bordea los cuarenta. Canas, arrugas, los pómulos marcados por la baja de peso y una cierta fatiga en la mirada. Pero era el mismo Zinho de siempre: franco, abierto, amigo entero. La camisa, deshilachada en los puños y en el cuello, hacía fácil presumir que estaba mal de fondos. Se lo dije. Hizo un gesto vago de pudor. –“Logo, mais adiante falhamos disso". Me habló de cosas y amigos comunes, preguntó por mi trabajo y mi salud. Es decir, las generalidades del reencuentro. Yo, en cambio, tuve que ser más parco en las preguntas. Zinho vivía desde los quince años metido en política y no quería ponerlo en el trance de evadir una respuesta o de mentirme. Recordaba uno de sus propios aforismos: "Quien pregunta lo que no debe es porque no debe saber lo que pregunta". Y tenía razón. Un "Dónde vives?" o un "¿Dónde vas?", conducen muchas veces a transitar por caminos peligrosos, para decir lo menos. La amistad sin límites no existe. Por el contrario. Son precisamente los límites que la inteligencia fija a la amistad, el factor esencial que la mantiene viva. No hay amistad sin respeto ni intimidad que violente los tabúes recónditos que todos llevamos dentro, llámense como se llamen: ideas, principios, recuerdos, esperanzas, locura o fanatismo, si se quiere. No es posible ser amigo de Don Quijote y reírse de Rocinante, como tampoco fraternizar con Sancho sin perdonar sus eructos. El amor se idealiza y muere, finalmente, estrellado contra la realidad, como un Ícaro vencido por el sol. La amistad explosiona como 45
La P.I.P. invada el domicilio del Autor “Por órdenes superiores”, siendo rechazados sus agentes. Al fondo, Luis Loli Roca, entonces columnista de “Expreso”
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una pompa de jabón si se le busca perfeccionar distorsionándola. El amigo es como es. Y, como tal, se le toma o se le deja, sin pretender modificarlo. Yo lo he visto en la cárcel. ¡Cuántos amigos no se han atrevido a visitarme en todos estos meses, por temor al Gobierno, a la policía, a comprometerse... ¡qué sé yo! Pero es que son amigos en la medida de sus posibilidades. Ni héroes ni mártires, ni semidioses forjados en la mitología, sino seres humanos con los cuales nos une cualquier tipo de afinidad. La amistad profunda es un amor sin sexo, de igual manera que en el amor no existe la amistad sino pasiones cataclísmicas en la cumbre y un apocalipsis de rencor en el epílogo. Zinho y yo nos respetábamos y nos teníamos plena confianza mutua que jamás traicionó ninguno de los dos. Era puro y transparente. Zinho miraba como en un arco hacia el futuro, como un apasionado soñador de cosas bellas que, indefectiblemente, dos mil años atrás habría sido discípulo de Cristo. "¡Eu nao créio -decía- Eu sei!". "Sabía" que el mundo iba a cambiar, a evolucionar dentro de una sociedad perfecta donde el hambre y la miseria, igual que la injusticia y la agresión terminarían arrumados, como oxidadas pesadillas, en algún rincón de la Historia. Los ojos le brillaban al hablar de ese mundo futuro sin lágrimas, patadas, ni carajos. Sin estómagos vacíos ni mujeres violadas, sin niños al garete ni seres desahuciados y marginados de la vida. Sin golpes ni gritos, ni miedo a la inteligencia... Le pregunté por su diccionario. El formidable diccionario que algún día iba a ser como un símbolo de la nueva sociedad. Sonrió. - Agora tem muitas mais palavras do que antes... Es decir, muchas menos. Porque el de Zinho era, digamos, un diccionario al revés, destinado a eliminar palabras y no a crearlas. "Todos los pueblos debían olvidarse para siempre de la palabra "caridad" como de las palabras "hambre", "miseria", "limosna”, "angustia" y tantas otras que marcan la decadencia de nuestro tiempo y la falsificación del mundo en que vivimos. ¿Tú imaginas, en el siglo veintidós, una civilización que haya olvidado la palabra "hambre" y carezca de una imagen para definirla?". Desde luego, el hambre que 47
preocupaba a Zinho no era ese hambre cotidiano, periódico y doméstico del organismo sino un concepto social, integral y pleno, de la dignidad unida a la justicia, dentro de un nuevo ordenamiento que borrase hasta los últimos vestigios el recuerdo de esta humanidad polarizada entre privilegiados y víctimas. ¡Ah, querido Zinho... tú y tu lista de palabras proscritas a futuro! Podría jurar que las tenías contigo, junto al retrato de Elena, cuando un año más tarde te acribillaron a tiros y te desnudaron el cadáver para hacer el inventario de tu miseria y tus sueños. Me hubiera gustado -y a ti también- ver la cara de esas gentes leyendo sin comprender aquello de "hambre, caridad, miseria, limosna, angustia, garrote, frío..." y tantas otras más que debiste añadir en el camino. Hasta ahora deben pensar que era una clave. ¡Y cómo me reiría de ellos si no estuviera tu muerte de por medio! Yo, naturalmente, sabía cuáles eran, en general, las actividades de Zinho, pero no me interesaba entrar en pormenores ni recibir confidencias ajenas por completo a mí. Zinho era mi amigo. Estaba allí. Me había llamado y fui derecho al punto, sin más preguntas: - ¿Qué necesitas? Le entregué mil soles, le di varios teléfonos donde localizarme a diversas horas y acordamos encontrarnos siempre en el mismo sitio mientras permaneciera en la ciudad. De él no sabía nada. De dónde venía, hacia dónde iba, cuándo y cómo había llegado, o en qué parte vivía y cuáles eran sus planes inmediatos. Tampoco lo quería saber, porque eran problemas suyos. De pie, nos dimos un abrazo, "salgo yo primero -le dije- .mientras terminas el café". Lo hice y me perdí en el tráfico del jirón. Recordaba a Elena. Su amante o su mujer. Daba lo mismo porque la mujer de uno es la mujer que uno quiere. Lo demás son papeles y sellos y firmas y, a veces, la huella de algunas lágrimas sobre ellos. Era inteligente, atractiva, de carácter, pero mucho menor que él. Además, yo ignoraba que, para ese entonces, Elena era ya una sombra en la vida de Zinho y una lonja abierta en su memoria. Después lo sabría, más adelante, cuando una tarde confidencial y melancólica, al preguntarle por ella, respondió mirándome con sus ojos tristes en los ojos inquisitivos. 48
- Fosse embora... nao sei o que foi de sua vida... ¡pobrezinha!... uma garota da sua idade nestas coisas da política... mais eis melhor nao f alhar disso... Pero estaba malherido. De las mujeres se sale, como dijo alguien, por arriba o por abajo. El que sale por abajo pierde y es difícil que se vuelva a recuperar o que le cicatricen las heridas. El que sale por arriba se olvida simplemente y sigue su camino sin volver atrás. Hubo un momento en que no sabía si el tránsito de Zinho por mi país se debía a la política o a la pérdida de Elena. ¿Escapaba de su recuerdo o venía corriendo tras ella? No lo supe jamás porque la vida no dio el tiempo necesario para averiguarlo ni para saber si, en el fondo, Zinho no fue acaso deliberadamente hacia la muerte. De Elena recibí noticias mucho tiempo después, en una carta donde la mencionaban al pasar, como embarazada y en concubinato con alguien de su propia edad. Tenía que ser. Son las leyes naturales de la vida. Cuando el amor rompe las fronteras del tiempo sólo dura lo que la luz de un fósforo encendido. Lo demás es conveniencia. O resignación. O seguridad, que es lo que busca y necesita la mujer en un mundo hecho por el hombre y para el hombre. Como lo dijera el mismo Zinho, ¡pobre Elena! Tal vez ella lo quiso a su manera y desde esos veinte años que los separaban. Tal vez hasta ahora lo recuerde con cierta nostalgia. Como yo, con un subterráneo sentimiento de culpa, cuando pienso que tenía con él la suficiente confianza para haber penetrado en sus problemas y prestarle esa ayuda esencial y humana que él realmente necesitaba. ¡Pero estos malditos escrúpulos de la política... este código no escrito de jamás preguntar lo que se ignora! Insisto, la política... No la politiquería común y corriente de todos los países, donde no existen leyes de conducta, ni vergüenza, ni responsabilidad definitiva ante la Historia. En la política, en la lucha política, nada hay tan delicado, tan virginal -¡curioso himen de las transformaciones sociales!- como la confianza que los demás tienen depositada en uno. Y como ocurre con todas las virginidades, nadie sabe en qué momento ni en qué circunstancias llega uno a perderla para siempre. Y esa confianza no se recupera nunca más. O tal vez con la muerte como precio. Yo debí preguntarle a Zinho tantas cosas... Y, sin embargo, durante el tiempo que pasamos juntos no hicimos sino hablar de generalidades. 49
Supongo que quizá si una palabra oportuna -ese "mañana" de Casonapudo haberle detenido en su camino hacia la muerte. Pero, no sé. Había en él un ingrediente nuevo, desconocido, que lo hacía impenetrable y hermético. Siempre con el mismo traje, siempre con un libro hormigueado por las acotaciones de su letra menuda. Siempre puntual y primero que yo en el café donde nos encontrábamos dos o tres veces por semana. "Necesitas ropa -le dije una tarde- y me vas a dar tus medidas para comprártela". Me respondió con una de sus frases, no del todo ajena a la pomposa majestuosidad de sus antepasados portugueses: -¿Roupa eu? Nao, Luiz Filipe... o meu problema nao esta lá fora mais ca, dentro do meu corpo... na minha alma, na minha solidáo... -¡Solidáo?! -quise tomarlo a broma- ¡Muito obrigado... entáo a gente nao presta ... é urna merda, ¡¿nao?! Sonrió. Me puso una mano cordial en el brazo, a través de la mesa. -¡Nao... nao í isso, caro... nao é isso...! "Solidáo". Sí, qué tremenda soledad debía sentir Zinho en aquellos días. Sin Elena, sin facilidad para desplazarse libremente por la ciudad -¿cómo habría entrado al país?- sin el idioma y con las puertas cerradas por él mismo a toda comunicación exterior. Zinho no conocía de Lima sino el camino más corto entre su casa y el café. Vivía encerrado, masticando los mismos libros y repensando las mismas cosas. Jamás una película, un entretenimiento cualquiera, un alto en su manera de ser. Yo ingresaba al pasaje Boza por el Jirón, donde hay un establecimiento dedicado a la venta de discos. Cierto día -no tenía cita con Zinho- al pasar por allí vi en las vitrinas un álbum de Amalia Rodrigues. La inolvidable Amalia de los fados portugueses, a la que conociera en Lisboa catorce años atrás. Revisé el álbum. "El Barco Negro", "Amalia", "Nao sei" y, entre otras que me eran familiares, "Solidáo". Lo compré y en una tienda del propio pasaje compré también un tocadiscos elemental, a transistores. Dos días más tarde llegué al "Dominó" con ambas cosas bajo el brazo. "Te traigo una sorpresa", le dije y abrí un paquete, armando el tocadiscos sobre la 50
mesa. Luego tomé el álbum, que todavía estaba envuelto. Zinho se alarmó. -¿Samba...? Nao gosto... Lo tranquilicé. "No, hombre, es algo que te va a gustar" Y suavemente, en el mínimo audible para no mortificar a los vecinos, la dulce voz de Amalia nos envolvió en el aura intemporal del ayer. Zinho y yo, frente a frente y sólo la voz de Amalia entre los dos: "Soledad de estar conmigo mismo, perdido... sin ti que eres mi mundo y todo lo que en el mundo existe... Soledad de no tener tus manos entre las mías ni tus ojos, llenos de amor, mirándome como siempre..." Fado, hado, destino, lo inevitable, lo escrito. El hipnótico lamento agudísimo, como hecho para llegar hasta el fondo del alma, me llevó a una galaxia de recuerdos: Lisboa, el primer hijo, las aguas frías de Estoril, O Chiado... Y Zinho con los ojos húmedos, perdido en algún rincón de Elena mientras los cafés morían lentamente de frío, abandonados sobre el minúsculo abismo del borde de la mesa.
- ¿Mais un cafezinho, meu velho? - ¡Sí, claro -respondí automáticamente, mientras Zinho regresaba a la primera canción de Amalia y las notas melancólicas de "Solidao" emanaban del disco como un vaho de tristeza. Esa tarde tenía algún dinero que entregarle a Zinho, cuya falencia crónica no parecía tener salida mientras permaneciera en el país. Yo cuidaba mucho las formas en cuanto a la manera de entregárselo sin herir su extrema susceptibilidad, ahora exacerbaba por mil problemas de diversa índole. Generalmente le ponía los billetes -billetes grandes, para hacer menos bulto- entre las páginas del libro que permanentemente llevaba consigo. Y Zinho, ahora, se hallaba como en estado de trance, escuchando el disco, pero reparó en el gesto cuando tomé, como siempre, el libro para dejarle allí la suma habitual con que cubría sus gastos. Levantó el brazo del tocadiscos y detuvo el aparato, mirándome. 51
- A propósito -le aclaré- eso es para ti, que debes necesitar un poco de música en tu casa... pasado mañana te traeré otros discos y pilas de repuesto para cuando se agoten estas... Y no te preocupes -sonreí- sé qué clase de música te gusta... Hice un movimiento para incorporarme del asiento, pero Zinho me contuvo en la mano y la voz. -Nao vai embora, Luis Filipe... aínda a gente tem urna coisa que falhar com vocé... mais nao sei cómo a dizer... - ¿Qué pasa -le pregunté paternalmente- dime qué problemas tienes y yo veré cómo los resuelvo... - ¿Mais um cafezinho? Lo trajeron. Frunció los labios, tratando de organizar su pensamiento. Luego me lo dijo todo de un tirón. Ya no estaba solo. Había establecido contacto con un conocido de los dos: Pedro Magallanes. Y vivían juntos en la casa de este último. - ¿Sabes que lo busca la policía? - Sim. Sei... - ¿Y sabes también, que Pedro no vive solo... no? Si, lo sabía. Eran cinco en total, con Zinho incluido, viviendo en un corralón de adobes sobre los extramuros de la ciudad. Todos buscados por distintos cargos políticos y viviendo de milagros, que me eran, por el momento, desconocidos. Sabía quiénes eran los otros mosqueteros del terceto que vivía con Pedro. Antiguos amigos míos que, materialmente, no podían asomar la nariz más allá de su puerta porque a las 24 horas estaban en el Sexto. Anteriormente los había ayudado en diversas formas y no eran malas personas, pero la inmadurez política -crónica en mi país-y algunos de sus complejos sociales, indelebles, grabados a fuego en cuatrocientos años de mentalidad colonial, terminaron por quitarme el ánimo de colaborar con ellos, discutíamos continuamente y hablábamos en la práctica un idioma distinto. Hasta que no volví más por allá. De otro lado, mis artículos sobre el Gobierno habían determinado que se me vigilara. En 52
los alrededores de mi casa rondaba la PIP y, por lo tanto, era prudente no dar pasos que pudieran meter a Pedro y su grupo en una trampa. De esto había pasado más de un año a la fecha en que Zinho me comunicaba su reencuentro con ellos. Le pregunté de qué vivían. - ¡Do ar...! Es decir, del aire y de lo que Zinho compartía con el grupo. Esto venía a complicar la figura. Por lo menos multiplicaba el problema cinco veces y volvíamos a las andadas. Yo mismo, para ver a Zinho, por razones de seguridad, usaba un sistema que me ponía a salvo de cualquier seguidor. Y aún así, pensaba que ya era necesario cambiar de sitio a corto plazo. La revelación me dejó mudo pero las sorpresas no habían terminado. Zinho retomó la palabra. Habló con los ojos bajos, como si el esfuerzo de hablar fuera superior a sus fuerzas. - Luiz Filipe... a gente nao pode vivir mais do ar, da caridade... - ¿Caridade? -Interrumpí. Me contuvo. - Disculpa... a gente está no certo. E melhor dizer amizade... disculpa, disculpa. Agora, o Pedro... eles, tem urna ideia... una maneara de arranjar trabalho e ganhar alguna coisa pra viver... Fue derecho al grano. ¿Yo conocía al Presidente del Senado? Sí. Tenía por él una gran estimación y éramos amigos desde hacía casi veinte años. Habíamos viajado, inclusive, a Europa, con un grupo de periodistas y más tarde, ya Ministro de Relaciones Exteriores, donde yo seguía la carrera diplomática, nuestra amistad se había mantenido sin interrupción. Bien, ¿qué relacionaba esa amistad con la idea de Pedro y su grupo para ganarse unos reales? ¿Qué vínculos existía entre una cosa y otra? Uno, y muy importante, El Parlamento proyectaba editar un libro que contuviera las leyes más importantes aprobadas durante los tres primeros años del Régimen. El objeto era naturalmente, político: Demostrar que el grupo mayoritario de ambas cámaras había recogido 53
y respaldado muchos proyectos planteados por las minorías, poniendo así las conveniencias del país por encima de los intereses partidarios. Eso era cierto y la idea -que me parecía haber escuchado poco tiempo atrás, en un almuerzo ofrecido por el propio doctor Aguilar- era buena. Por lo menos, desde un punto de vista político. Pero, en este orden mis vínculos eran muy limitados, pues carecía de contactos con el grupo mayoritario del Parlamento y, en cualquier caso debía limitarme a los frutos que diera mi amistad con el Presidente del Senado. Sin embargo, había otros problemas. - Zinho... supongamos que obtengan el contrato... ¿Dónde y cómo lo van a editar? Quiero decir ¿en qué imprenta, quién manejaría la edición...? Eso no es tan fácil... - ¿Vocé pode falhar con él? - Hablar puedo, Zinho... y lo haré mañana mismo, pero ¿cómo piensan llevar adelante la edición? Debí habérmelo imaginado. En la offset López -para llamarla de alguna manera porque todavía permanece oculta al conocimiento de la policía. ¿Linotipo? Había uno donde se podía trabajar de noche. El material debían proporcionarlo las Cámaras. Y, así. Cuando llegué al Senado, Aguilar fue muy claro: "Luis Felipe -me dijo- yo no tengo inconveniente en ayudar a sus amigos si el presupuesto que traen conviene a los intereses de la Cámara y si, naturalmente, los representa alguien con una patente comercial que se responsabilice por la edición... en cuanto a los asuntos políticos de sus amigos, ese no es problema mío sino de la policía". Yo le había explicado claramente de lo que se trataba: De amigos buscados por la policía, que necesitaban vivir de algo. Crímenes no habían cometido, excepto el pensar de manera distinta a la oficial. Ni delito alguno, porque eran gentes honestas. Yo podía garantizar por todos ellos. Pero había algo más. - Vea, Luis Felipe... -especificó mi interlocutor- no se trata simplemente de un libro que se refiera a la obra del Parlamento. Eso es muy fácil y puede hacerlo cualquiera. Se piensa en algo de mayor envergadura... todavía faltan tres años de Gobierno y queremos una 54
obra que sirva de pauta a los trabajos futuros. Este libro tiene que ser hecho por alguien independiente, con capacidad de crítica para señalar errores y aciertos, para sugerir, inclusive, alguna medida, alguna ley que necesite el país. ¿Comprende? No interesa el elogio sino la crítica honesta, bien intencionada... digamos, el punto de vista de alguien ajeno al Parlamento... ¿me capta la idea? Asentí. Y él prosiguió. -¿Y quién se encargará de eso, del aspecto intelectual del libro? ¿Alguno de sus amigos tiene capacidad para hacerlo? -Bueno, más bien conocen las cosas concretas de imprenta... ordenar el material de acuerdo con una pauta, en fin, eso. Pero un análisis... - ¿Por qué no lo hace usted? Me desconcertó. Lo cierto es que yo estaba allí sólo en virtud de mi amistad con él y nada más. Por otro lado, tenía muchísimas cosas entre manos. Me faltaba tiempo. Claro, de hacerlo, sí podía hacerlo, pero eso cambiaba el panorama de mi intervención en este asunto. "Piénselo -recalcó- o busque alguien capacitado para esta labor, porque de otro modo no veo cómo se pueda ayudar a sus amigos". Zinho me esperaba en el café a la hora convenida. Pero no estaba sólo. Junto a él se hallaba Pedro Magallanes, apenas reconocible bajo una mata de cabellos largos y un espeso bigote que le cubría el labio. Nos saludamos de modo impersonal pero no pude menos que criticar su presencia allí. - Es una barbaridad que hayas salido... puedes quemar a Zinho si te encuentra la policía con él... Me impresionó la pobreza exterior que traía a cuestas. El saco raído en los puños y una camisa de verano con algunas costuras toscas, hechas evidentemente por manos de hombre. Pedro no contestó ni yo insistí en el punto. - ¿Cómo estás? 55
- Bueno, como me ves... -sonrió. - ¿Y los muchachos? - ¡Imagínate... esperando novedades... Mira, yo he venido porque nos hemos cambiado a otro sitio y queríamos hablar contigo allá... pero Zinho no conoce bien las afueras de Lima... ¡ni Lima, porque no le gusta salir!... - ¿Por qué no me mandaron la dirección? La calle no tenía nombre todavía y el lugar quedaba por donde el diablo perdió el poncho. No iba a encontrarla nunca. Y como no era conveniente que Zinho me llevara... bueno, pues ahí estábamos los tres, en el café. Reproduje casi textualmente mi conversación con el Presidente del Senado. Por la imprenta no había problema, lo mismo que por el trabajo manual. Todos tenían que meter el hombro. En cuanto a los gastos iniciales tampoco, ya que en esta clase de contratos siempre se hace un adelanto. El material y la idea general del libro no representaban igualmente, ningún problema, puesto que los daría el propio Parlamento. ¿Qué se necesitaba, concretamente? - Buscar un presupuesto… el más bajo posible, y encontrar un amigo que tenga patente comercial, una empresa, un negocio en funcionamiento... para que firme el contrato, si se consigue. ¿Quién va a ser el responsable de la edición, entre ustedes? - Zinho y yo -respondió Pedro- ya nos pusimos de acuerdo sobre eso, pero de todas maneras queríamos hablar contigo. - Hay otra cosa, que es la más complicada -proseguí- el único verdadero problema que van a tener... Y les transmití la idea oficial sobre lo que debía ser el libro por editarse. Yo no podía hacerlo. No tenía tiempo. ¿Algún intelectual amigo? Puse en el tapete varios nombres pero ninguno de ellos les pareció conveniente. "¡No, -rechazó Pedro- no queremos tener contacto con ningún extraño... ni con nadie". Era peligroso y algunas experiencias de la misma índole, anteriores, habían resultado negativas. Pedro insistió: - ¿Y tú, Luis Felipe, no podrías hacerlo, verdaderamente? 56
Reforcé mi negativa con un movimiento de cabeza. - Imposible. Estoy hasta aquí -me tracé con el dedo una raya sobre la frente- de trabajo... yo puedo escribirles la Introducción, hacer el planillón del libro... esas cosas... pero lo otro me amarraría... ten-dría que escribir casi la mitad del libro... - Podríamos hacer un arreglo contigo... un arreglo económico, si te parece. La simple idea me soliviantó. - ¡No hables cojudeces, Pedro... Tú sabes que yo no entro en cuestiones de dinero... si te digo que es por falta de tiempo, ¡es por falta de tiempo! - ¡Luiz Filipe -terció Zihno- calma... o Pedro nao quer te ofender. A coisa eis muito simples: Temos que fazer o livro, e a gente tem que colaborar... ¡Faz favore, Luiz Filipe...! Una danza vertiginosa de imágenes me pasó por la mente: La camisa de Pedro, la angustia de los otros, las palabras de Zinho, Elena, Solidao, la policía... "¡Qué carajo -me dije- habrá que hacerlo!” Y lo repetí en alta voz añadiendo: - Ahora me voy. Tengo que ver un asunto... Pedro, mañana me esperas con Zinho en la plaza Sucre... a las ocho de la noche. Yo paso por ustedes para discutir esto con todos en la casa. Me fui. Por el camino iba buscando mentalmente un amigo... un amigo con patente comercial... ¡claro, Julio... compañero de colegio, hombre de confianza. Por la noche lo fui a ver. Y le hablé sin rodeos. - Flaco, necesito que presentes un presupuesto a las Cámaras, para editar un libro. Se trata de servir a unos amigos en mala situación económica, que no pueden figurar porque tienen problemas con la policía… problemas políticos, desde luego... ¿puedo contar contigo?
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Dos semanas antes de su detenciĂłn en el Aeropuerto, la P.I.P. rodea durante cinco dĂas la casa del Autor. En la foto HĂŠrcules Marthans, Director de la P.I.P.
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Tomó un bolígrafo del escritorio. "¿Dónde hay que firmar?", me preguntó. Sonreí. "Todavía no -le dije- sólo quería contar contigo. Oportunamente haré que te manden los papeles... o los traeré yo mismo. ¿Estamos?" Salí. Había comenzado a transitar, sin imaginarlo, por el camino que me conduciría a San Camilo...
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III Alfredo Parodi Dupont había sucedido, como médico-jefe de la Sala San Camilo, a su propio padre, del mismo nombre, quien la fundara cincuenta años atrás. Del "viejo Parodi" se hablaba como de una institución, tanto en el "2 de Mayo" como en los medios carcelarios, donde se le recordaba por su gran calidad humana. Se contaba mil anécdotas en torno al medio siglo que tuvo la Sala entre sus manos y cuando llegaba a San Camilo un preso de la guardia vieja, de esos que "tenían fierro para toda la vida", su pregunta era inevitable: - ¿Y qué es del doctor Parodi... del veterano... sigue viniendo? - Sí. Justamente ayer estuvo... - Buena gente... Me acuerdo, hace quince años, cuando todavía no me había desgraciado con el "Catacao", que lo desmondongué de un viaje, por atrevido... vine como candidato al cajón con la peritonitis y el viejo me sacó arriba mientras ya el enfermero estaba pensando a qué otro cristiano darle mi cama cuando me enfriara del todo. Pero el viejo llegó y dijo: " ¡No, señor, este hombre no permito que se muera y lo operamos ahora mismo!" -¿Y te morites? -no faltaba la pregunta cachacienta. -¡Sí, huevón... por eso estoy aquí hablando...! -y proseguía- ¡Tres horas achicando la infección y baldeándome la barriga, el puta! Hasta que me dejó flamante, como recién salido de la fábrica... Después vino lo del Catacao, donde también recibí mi monograma en el pecho porque ese pendejo sabía manejar la chaira, y me trajeron de nuevo a San Camilo... ¡chucha!, cómo me roncó el viejo... como a hijo malcriado! ¡Pero me cosió bonito y hasta me dio para los remedios, porque andaba muca, pero me regaló con un sermón de despedida, que ni en Semana Santa... Y yo dije en la Isla, donde era ley y sigo siendo: "Ese viejo es sagrado y al que le toque una uña o se le ponga liso, mejor que no vuelva sin confesarse, porque no amanece". ¿Y cómo está... de buen aspecto? 60
Eran los suyos ochentitantos años, creo, pero todavía el árbol se mantenía erguido. Sus palabras eran sabias y su pensamiento lúcido, dentro de un carácter formidable que el tiempo apenas si había desgastado por los bordes. Venía siempre con su hijo. Y con él se marchaba después de recorrer (llevando Dios sabe qué íntima nostalgia dentro) lo que había sido su obra y su vida. Era fácil tomarle cariño a este viejo de malas pulgas y corazón blando con el cual charlaba largo y tendido cuando recalaba en mi cuarto, si no podía levantarme, o en una silla del tópico cuando la espondiloartrosis, con su nombre de animal prehistórico, me permitía caminar sin un dolor excesivo. -Usted no sabe cómo era San Camilo al comienzo, mi querido amigo... yo estaba muy joven y como no me gusta gritar, algunos de estos señores -señalaba a los demás presos- confundieron las cosas y creyeron que en la Sala iban a imponer sus propias leyes, como hacen en las cárceles, donde no hay autoridad que pueda con ellos. Pero se equivocaron. Un día descubrí que a mis espaldas circulaban el alcohol, los dados, los naipes... y que hasta había capos, como los hay ahora en el Frontón y el Sexto, que dominaban a los enfermos por el terror. De manera que una mañana los reuní a todos y les dije: "Caballeros, esto es una clínica... no un garito, ni un hotel, de manera que hoy haremos un registro general para requisar todo lo que no se considere indispensable o compatible con la Medicina. Y al primero que infrinja la disciplina de esta Sala se le dará de alta inmediatamente. "Esté como esté" ¡Usted no se imagina, Luis Felipe, la cantidad de cuchillos, barajas, botellas de licor, dados y hojas de coca... algo increíble! Pero nunca más, en medio siglo, se volvieron a resquebrajar el respeto y el orden que usted ve ahora en San Camilo... y mi hijo está formado dentro de esa escuela..." Alfredo -acabaríamos por ser amigos- tenía una gran autoridad en la Sala. Su palabra era final, sus decisiones inapelables y sus diagnósticos precisos. Gran cirujano, discípulo de Finochietto, irradiaba tal atmósfera de seguridad entre los enfermos, que convertía el respeto natural hacia el médico en algo totémico y definitivo.
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-Mañana me opera Parodi -decía el ocho- y me tiene que sacar medio estómago, pero dice que voy a salir bien de la cosa... de manera que no hay problema. Y se quedaba tranquilo, con la certeza de que así iba a ser. Y así era. En cambio, sus pronósticos fatales eran irreversibles. Aquí no hay nada que hacer -dijo cuando se puso mal el muchacho del cuatro- pero hay que hacer todo lo que se pueda". Y lo hizo vivir dos meses más de lo concebible en un ser espantosamente agujereado por la muerte. Pero había una incógnita. "¿Cómo puede un hombre como éste -me preguntaba, a solas- trabajar en un medio tan siniestro, tan sucio, tan carente de lo elemental? Sí, es verdad que defendía a brazo partido la vida de los presos, como lo hacía Hinostroza, el otro médico de la Sala, pero ¿y las paredes rotas y las camas descascaradas y los pisos llenos de cráteres y la falta de lo más elemental para atender a un enfermo, fuera de las antalginas, el suero y los hipnóticos? ¿Y esos servicios higiénicos indescriptibles, llenos de moscas y crispados trozos de diarios, teñidos de excremento y regados por todas partes? ¿Y el metálico tonel donde los desperdicios se iban acumulando y descomponiendo durante toda la semana?". Alfredo Parodi llegó a mi cuarto luego de pasar visita médica a los otros enfermos de la Sala. Cerró la puerta y se instaló en una silla, frente a mí. "Bueno -dijo- veamos de qué se trata. ¿Cuál es exactamente su problema? Usted vino con una hemorragia gástrica de Lurigancho, no? - Tres -corregí. - Da lo mismo. Lo importante es el hecho. Ya le hicieron su historia clínica... conozco las generalidades. ¿Cómo se produjeron esas hemorragias? -le expliqué- Usted le habló al doctor Hinostroza de un problema en el oído, de un adormecimiento en el lado derecho de la cabeza... También de una lesión en la columna y de algo relacionado con la evacuación estomacal... veamos de qué se trata... - Se trata de la policía, doctor. - ¿De la qué? -se sorprendió. 62
- De la policía. Todo lo que me pasa debo agradecérselo a ella... Lo de la columna es una patada de caballo que recibí en la Universidad, en San Marcos, cuando cargó la policía, después de la manifestación que hicimos por la muerte de un estudiante... ¿recuerda? La patada me cayó en el sacro... el dolor me duró unos días y después me olvidé por completo de él. Hasta que reapareció ahora, luego de ocho años y aquí me tiene, sin caminar bien. Lo del oído y el adormecimiento de la cabeza comenzó en Trujillo. ¿Ya usted vio mi radiografía del cráneo? - Sí. Una fisura antigua en el lado derecho. - Del año 61 también en la Universidad, pero de Trujillo. Me invitaron a dar unas conferencias. Después me hicieron hablar en la Plaza de Armas y como no teníamos autorización de la Prefectura, para hacerlo... - ¿Cargó la policía? - Sí. Pero esta vez a mi pie. Me quedé donde estaba, me rodearon y en la trifulca recibí un garrotazo que me rajó el cráneo. - ¿Con pérdida de conocimiento? - Sí. No sé cuánto tiempo. Luego me trajeron por avión a Lima. Al año comencé a perder el oído derecho y cinco años más tarde me empezaron los mareos y los adormecimientos. - Sigamos... eso lo veremos más adelante. ¿Qué pasa con el estómago? Era una historia larga y escasamente poética que se remontaba mucho tiempo atrás. Había regresado a Lima, donde se iniciaban los preparativos para la campaña electoral. Pese a las garantías vigentes, la policía me detuvo al llegar y me condujo directamente a Seguridad del Estado. De allí, sin explicaciones, al penal donde por aquellos días estaban efectuando algunas reparaciones indispensables.. Entre ellas la de los servicios higiénicos. Nos mezclaron junto con presos comunes pero habían en la cárcel otros, políticos, y no tardamos en constituir un grupo sólido, al margen y por encima de ideologías y partidos. En general, el preso común respeta al preso político. Tal vez por la solidaridad natural que despierta el hombre cuyo delito es pensar. Tal vez por miedo a una revancha cuando las cosas cambien (y las cosas, en política, siempre 63
cambian). Quizá por conveniencia... Pero ese respeto se desgasta, como todo, con el tiempo y la promiscuidad. El primer día fuimos testigos de un hecho repugnante. Los presos defecaban en silos al aire libre pues habían derribado las viejas paredes para remodelar el ambiente. Lo hacían en cuclillas, en posición fetal, con las nalgas descubiertas y en presencia de toda esa bárbara legión de sub-hombres, reducidos a escombros, como las paredes de los silos, por la coca, el alcohol -que circulaba libremente- la sífilis producto de la homosexualidad y todos los vicios imaginables. Aquello era un circo romano sin cristianos ni leones sino con hombres cagando entré un coro aquelárrico de carcajadas. Era la plana mayor de la estulticia y del agravio al ser humano. Mierda en el alma y en los ojos. Mierda en el corazón y en las manos crispadas de impotencia. ¡Mierda de la mierda, y mierda! - ¡Qué buen culo y yo sin plata! - Le voy a decir a mi marido para que te corte, envidioso! Defecaba al extremo un preso viejo, flaco, tuberculoso, que no terminaba de morirse tal vez por falta de fuerzas para hacerlo. Estaba quieto, como tratando de sustraerse al festival del excremento, y miraba al suelo para evitar en cualquiera de los presentes la tentación de hacerle una broma. Sin embargo allí no se salvaba nadie. Alguien le aventó una piedrecita. El viejo miró asustado y contrajo los músculos en un esfuerzo por acabar cuanto antes. Pero ya un preso se le acercaba por la espalda mientras la jauría esperaba a medio silencio, entre codazos y miradas cómplices, el éxito de su intento, cualquiera que éste fuese. El viejo hizo un esfuerzo renovado y final, Y excrementaba en respuesta al mismo cuando recibió entre las nalgas un puntapié, que lo levantó de bruces, y con las heces untadas grotescamente entre las piernas. ¡Y aquel coro anhelante estallando en una carcajada de júbilo...!. Y el preso -"Viejo cabrón, ya me ensucié por ti" -refregando al zapato infame en los pantalones de su víctima, que trataba inútilmente de levantárselos sin limpieza previa, para huir del lugar. El hombre lo asió por una manga de la camisa en harapos. - ¡Espera, carajo, que tengo el zapato con tu cagada encima...! Después otro empellón, cuando consideró su tarea cumplida. Más atrás, en un ángulo del patio, contemplábamos la escena con ojos 64
desgarrados. Nadie dijo nada. Eran el horror y la degradación, que no tienen palabras ni sonido. Pensaba en Alberto Schweitzer, en los coros de Eurípides y Esquilo, en los versos de Homero, en Leonardo, en Longfellow, en Lincoln… así, en atropellado desorden, como buscando un equilibrio moral y espiritual con el reverso de la especie humana. Pasó cerca de nosotros el viejo humillado, con una expresión insoportable de resignación en la mirada, y tuve que abrir los ojos desmesuradamente para difuminar sobre ellos el salino caudal de unas lágrimas incontenibles. Porque tras las rejas, quien llora está perdido. Es indispensable ser duro, frío, impenetrable, si se quiere sobrevivir a las heridas invisibles de la dignidad, que es por donde verdaderamente comienza el hombre a morir en las cárceles. Allá iba el viejo. Débil, moribundo, como un barco al garete y con los pantalones refregándole al caminar la mierda entre las piernas. ¿Y quién, entre nosotros, podría sobrevivir a semejante vejación? Los dioses no cagan. Y el respeto de los momentos iniciales acabaría junto con el primero que pusiera las nalgas al tiro de una piedra. -De aquí me sacan muerto, pero yo no me expongo a esto -dije. Y nadie habló una palabra más. No sólo porque todos pensaban lo mismo sino porque todos, también, sabían que tarde o temprano, en uno, dos o tres días, se repetiría la repugnante escena que acabamos de ver. Y sabían que cualquiera de ellos sería el protagonista del escarnio. Alguien solucionó su problema evacuando sobre periódicos extendidos en el suelo, pero el excremento lo acompañó toda la noche en un grotesco paquete arrinconado contra la reja de su celda. Nos habían puesto de cuatro en cuatro y nadie parecía entender que el problema, la alternativa, no consistía en deponer o no en presencia de la gleba carcelaria, sino en el hecho mismo de no contar con ese derecho elemental a la íntima dignidad, inherente al ser humano. A los tres días mi malestar era insoportable. "Las toxinas fecales pueden pasar a la sangre", había leído en alguna parte. Mis compañeros terminaron adoptando el sistema de los periódicos y, por las mañanas, tres paquetes humillantes amanecían varados, como una acusación, contra la reja. Reduje mis alimentos y apenas tomaba líquidos, que desalojaba sin problemas en la orina. Pero al séptimo día me dio un vértigo seguido del más brutal dolor de cabeza. Alguien, entre mis 65
compañeros, se creyó en la obligación de informar a las autoridades y vino un médico a verme porque, tumbado sobre un montón de paja, extenuado por la falta de alimentos y la intoxicación, me habría sido imposible llegar caminando hasta la enfermería. "¿Está en huelga de hambre?", preguntó. No, no come para no tener que defecar. "¿Obstrucción intestinal, entonces?" Tampoco. Dice que es una cuestión de principios, doctor. "¡Cojudeces... el que no come se muere, el que no caga se muere y el que se muere, se muere! En la cárcel no hay principios. Hay presos!", sentenció. Lo acompañaron al patio y volvieron a los diez minutos con una solución. - ¡Arreglado, compadre... te va a conseguir una bacinica! Moví negativamente la cabeza, como un péndulo. - Ustedes no comprenden... no se dan cuenta de las cosas. Dos días después nos soltaron tal y conforme nos habían detenido: Sin explicación, acusación ni registro en el Libro de Ingresos. Una semana más tarde me incorporé de nuevo a la civilización. Pero el estómago se me había detenido por completo. De esto hacía seis años. - ¿Y no lo sometieron a un tratamiento específico, con posterioridad? -preguntó Parodi. - Sí, desde luego, varias veces. Pero mi vida era tan agitada, tan llena de complicaciones que resultaba imposible seguir un método de recuperación. Precisamente, un mes antes de ser encarcelado, había decidido curarme "de una vez por todas". -Lo tuyo -me dijo un médico- es puramente síquico. Eso debes comprenderlo bien. Tienes un bloqueo emocional y lo vamos a romper. Mientras tanto deja que me ocupe de tu famoso estómago. Eso sí, tienes que someterte a una dieta, a un horario y a una disciplina total que comienza mañana mismo... Y estábamos en esas, cuando la barbarie sustituyó al Derecho y me condujeron a Lurigancho bajo una acusación fraguada entre bastardos. Y fue suficiente la visión de la cárcel, las rejas, los rostros de cera, para regresar con la fuerza de un latigazo a los días del patio y los silos 66
desguarnecidos, al aquelarre de mierda espiritual y física. Todo volvió a fojas uno y el tratamiento se quedó en la nada. "¿Cuántos días tiene ahora sin deponer? - Cinco -repuse- Y serán seis, o siete, o doscientos, porque he decidido no usar los servicios higiénicos de San Camilo... - Cinco días -murmuró, ignorando aparentemente las palabras restantes- necesita un enema... - Sería inútil si no tengo intimidad. Y aquí no la tengo... mi problema es síquico. Se me ha acusado de ladrón, doctor, y se me tiene aquí entre delincuentes de toda especie... comprenderá que estoy traumatizado. Pero si le digo que no usaré los excusados de San Camilo es porque no los voy a usar. De eso puede tener absoluta seguridad. - Luis Felipe -usaba mi nombre por primera vez. Éramos casi de la misma edad- si San Camilo es una cárcel, no me interesa. Yo, aquí, no trato presos sino enfermos y bajo este criterio hago lo que está a mi alcance para curarlos. No tengo prejuicios éticos ni morales contra ningún paciente. Asesino, ladrón, depravado... no interesa. Yo no soy juez ni policía sino médico. Y mi obligación es curar, por encima de todo. Haría lo imposible por salvarle la vida a mi peor enemigo, ¿Comprende? Infortunadamente, al margen de interesarme o no, San Camilo es una cárcel donde no puede haber privilegios porque se quebraría un orden que ha costado mucho esfuerzo establecer. Pero, por otro lado, desde un punto de vista médico, usted tiene razón porque está en una Sala donde no hay medios para darle el tratamiento necesario. Pasar eso por alto sería agravar su problema y yo quiero ayudarlo, visto Que curarlo es imposible porque su curación está en la libertad... Mire, haremos lo siguiente... Era una buena solución que, por lo menos, me resolvía los problemas de la higiene y el estómago: A las diez de la noche, ya apagadas las luces y con los presos durmiendo, pasaría al consultorio externo, donde había un baño para los médicos y una ducha. Allí podía disponer del tiempo necesario y bañarme. El resto de la higiene podía hacerse en el lavatorio del tópico ¿Estaba bien así?
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Enfermo y con cuatro dĂas de fiebre, el Juez Instructor, sin embargo, se habĂa negado a postergar la Audiencia.
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- Desde luego, doctor... muchas gracias... - Alfredo, me llamo Alfredo. Siempre te he leído y lamento mucho lo que está pasando contigo -me tuteó- pero no te preocupes... todo va a salir bien. - No te quepa la menor duda -coincidí.
Por la mañana vino temprano Charolito en su silla de ruedas. "¿Y, qué tal la nueva casa?", preguntó. Bueno, me estaba haciendo a ella pero, sin duda, era más cómoda que el cuarto común de la cama nueve. Además, con la máquina de escribir y un poco de tranquilidad podría comenzar nuevamente a escribir mi columna. Por lo menos, si el Gobierno cumplía con reabrir los diarios clausurados, tal como rezaba un Comunicado Oficial de días anteriores. - Mañana debe salir su periódico, ¿no? - Así dicen. Se rascó la cabeza. Torció la boca y con el pulgar hacia abajo remedó la señal de los emperadores romanos cuando sentenciaban a alguien a morir. - Periódico cerrado, pájaro muerto... si vuelve a salir, ya verá usted... y, además, le apuesto que ni siquiera vienen a visitarlo. Profético. Desaparecieron del planeta y nunca ninguno de ellos, tuvo el gesto de acercarse a Lurigancho o San Camilo. Cuando semanas más tarde- recomencé a escribir, me rechazaban los artículos uno tras otro. Terminé, como se había dicho, escribiendo sobre las mariposas que rubricaban el aire y sobre las moscas que ennegrecían el hospital. "Periódico cerrado, pájaro muerto". Charolito tenía razón. Aparte, naturalmente, de su habitual clarividencia: - El baño de afuera es más cómodo para usted... ahí se encierra con llave y no lo molesta nadie... claro, no hay agua tibia en la ducha pero ese problema también lo tenemos aquí adentro...
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Me sorprendió que lo supiera ya, tan temprano. Porque imaginaba que de cualquier modo lo iba a terminar sabiendo. En las cárceles no hay secretos. - ¿Qué... me viste pasar anoche? - Lo vimos todos porque Parodi habló afuera con el sub-oficial y le dejó la orden escrita... pero no se preocupe, don Lucho... no hay problema. Usted es diferente y no puede usar los excusados de nosotros... Usted es político... -¿Político? -sonreí filosóficamente-. No, Charolito, aquí me han traído como defraudador del Fisco... -Sí, pero todo el mundo sabe que es por los artículos... Ladrón es otra cosa. Y casi todos andan sueltos en la Administración Pública, pero esos no se hacen daño entre ellos porque son ramas del mismo tronco... esté tranquilo, nomás, don Lucho... esto pasa. Ahora lo importante es que está solo en su cuarto y que ya tiene su problema del baño solucionado. Quise explicarle. - Es que, Charolito, yo sufro de una paralización estomacal que... - Atonía se llama -me interrumpió- así dice en su historia clínica. Me di por vencido. ¿Qué secreto podía mantenerse en un microcosmos de veintitrés personas cuyas vidas se cruzaban forzosamente unas con otras? No imaginaba que poco tiempo después, apenas unas semanas, yo también sería una especie de enciclopedia ambulante con toda clase de información sobre mil cosas diferentes. Y, repito, no preguntaba nunca. Simplemente, de pronto, me encontraba en poder de una información que ya tenía cuando venían a pasármela. "¿Sabe lo que le ocurrió al once?". Sí, se le fue la mujer con alguien que le hizo un hijo. El cinco se paseaba, taciturno, a lo largo del corredor, con los brazos cruzados sobre el pecho y sin cambiar palabra con nadie. Pero todos sabíamos que su mujer le había escrito mandándolo al desvío porque se iba con otro. ¡La mujer, siempre la mujer! Es increíble cómo gravitan las mujeres en la vida del preso. No precisamente la hembra que duerme o que dormía con uno. No sólo la querida, o la amante, o la esposa, sino la mujer madre, hija, hermana, lo 70
que fuera, pero mujer. Cualquier mujer. Una simple amiga, una niña, la voz, una carta de mujer. Es en la cárcel donde uno comprende en su medida exacta la dicotomía de los sexos. La cárcel es un mundo unilateral y amorfo, cenizo y frío como un planeta deshabitado, porque en él falta la mujer como equilibrio de la vida. Y no es el puro sexo, que muchos sustituyen con la masturbación o la homosexualidad, sino esa ternura natural, ese calor indefinible que irradia la mujer con el simple hecho de su presencia. En las tardes, los días de visita -martes y domingo, de dos a cuatros- los enfermos se apostaban a lo largo del corredor esperando con la mirada anhelante que alguien cruzara la reja en busca de ellos. La mujer del uno, la hermana del siete, la madre del agonizante quince, las hijas del tres, la novia del diecinueve y otras mujeres de otros presos iban llegando en repiqueteantes cardúmenes con bolsas de fruta, pan, bebidas gaseosas, jabones, dulces y una feria de cosas diferentes donde sólo destacaba la ausencia de conservas enlatadas, prohibidas -como las manzanas frescas- de entrar en San Camilo. "¿Por qué, Andrés?". -Porque, esas latas se convierten en chavetas, tan filudas como navajas, o sirven para fermentar manzanas y hacer licor... Aquí beben todo lo que encuentran, ron, kerosene, agua de colonia... Por eso no tenemos alcohol en la Sala sino yodo. Tampoco había tenedores ni cuchillos, tan fáciles de utilizar como instrumentos de agresión. Sólo cucharas. Pero daba lo mismo. En San Camilo aprendí cómo se afila una cuchara hasta casi poder afeitarse con ella. Había algunas que eran verdaderas joyas de ingenio y paciencia: Dentadas, filudas,- con el extremo de la pala recogido en caracol para destapar botellas; prácticamente indispensables ante cualquier problema en la prisión. Y es que el preso, acosado como un animal, retrocede miles de años, hasta las cavernas y hace del ingenio una defensa natural que le permite subsistir. El preso es siempre más hábil que su carcelero. Y más agudo y más audaz. Y piensa con la velocidad supersónica que tiene el instinto de conservación. El guardián, el policía, son una masa de reflejos condicionados. Pasa un superior y se cuadra. Se indisciplina un preso y lo castigan. Les sirven la comida y sienten hambre. Tocan silencio y duermen. Les ordenan disparar y lo hacen. Al policía sólo le compete acatar sus órdenes. El 71
preso tiene que mantenerse vivo, alerta, despierto, con todas sus facultades en actividad. Súbitamente, alguien -la sociedad, la Justicia o algún hijo de puta- le ha cercenado una parte vital de su mundo espiritual y físico. Para muchos, los que están libres, la Libertad es un concepto abstracto. Pero la libertad existe. Y existe únicamente cuando se le ha perdido, cuando se toma plena conciencia de lo que ella es y significa: La ausencia del aire propio en los pulmones, de las sábanas que entibia una mujer a nuestro lado, del caminar sin rumbo por las calles, del no pensar jamás en la libertad, como no se piensa en la salud cuando uno se encuentra sano. De la noche a la mañana el hombre no tiene mujer, come bazofia, siente las rejas como terribles costillas de hierro que le oprimieran el pecho y sabe que ya no es más un ser humano sino un simple número en el registro del penal. Entonces comienza a defenderse por todos los medios y en todos los terrenos. - ¿Usted es el 21? - Yo soy el señor que está en la cama número veintiuno. - ¿Usted es el 21? - ¡El señor de la cama 21 le he dicho! Los que necesitan licor se las ingenian para fermentar frutas ácidas o introducir aguardiente en las narices de los vigilantes, se juega con dados de madera cuando alguna visita no los trae, de hueso, en los carrillos, y la coca circula como sangre por todos los ámbitos del penal. Desde luego, la corrupción carcelaria empieza frecuentemente en los propios guardianes y en la parte administrativa donde cada gestión, favor o trámite está sujeto a una tarifa -"Tengo noventa meses preso, señor, por robarme una silla y ni me han abierto juicio porque me faltan los dos mil soles que pide el escribano para ponerme en el matalotaje del juez instructor"- perfectamente establecida. Todo tiene su precio, "A "Papa Frita" lo pasaron del Frontón al Sexto, pero la hermana tuvo que darle el culo al Administrador para que le firmara el traslado", y la droga se persigue sólo cuando los presos la introducen por su propia cuenta, haciéndole la competencia a la mafia que tiene el monopolio del vicio en los penales. Hay, entré aquellos, testaferros que venden la coca por cuenta de quienes "están arriba" y sirven, al mismo tiempo, de soplones para denunciar a cuanto 72
párcero se le ocurra establecer el negocio por su lado. Allá en la Isla, me contaban, "El Gato" perdió, jugando cartas, cuatro mil soles de la coca que le habían dado en las oficinas, para vender entre los presos. A los pocos días su cadáver varó en la playa, podrido, irreconocible, comido por los peces del largo trayecto entre El Frontón y La Punta, cuando ya era muy tarde para que una autopsia dijera su palabra. Se dice que el hampa no perdona. Debíamos añadir que la Organización tampoco. Con la coca no se juega porque es el principal estraperto penitenciario. "¿Se imaginan?"... ¡Tres soles la hoja!. Y algunos piden cinco porque el dólar a subido... ¡buena concha!". No hay mejor negocio en el Perú que trabajar en las cárceles "porque un preso rinde mucho más que una puta, señor". Y todos, en alguna forma, irinden algo. Plata, ropa, especies o el culo de las hermanas o las mujeres, que también es un buen renglón. Allá en San Camilo contaba alguien: - ... pero uno los cojudea y los baila bonito si lo piensa bien. Y si tiene suerte, claro... Yo, por ejemplo, me hice unos buenos centavos con el finadito de mi hijo, que no llegó a nacer, el pobre. Resulta que me encanastaron con la mujer preñada de seis meses y una barriga de la gran puta. En su primera visita, las revisadoras no se contentaron con buscar si traía el taco en la chucha, sino que le agarraron el bulto para ver si lo de la panza era trafa o de veras esperaba al mojoncito. Al otro domingo ya la conocían y ni le metieron el dedo, para no lastimarla. Así ganó confianza pero en el octavo mes, cocinando, la pobre se resbaló con hemorragia... ¡Y por ahí nomás se le fue la vaina con muchacho y todo! Me avisaron. Y aunque me dio pena el angelito, al tiro se me encendió la bomba en el cerebro y con el mismo correo le mandé las instrucciones respectivas... ¡De fierro la chola! El domingo se apareció en la visita con su tremenda barriga de siempre, como si el heredero (¡de mis pulgas!) todavía siguiera en el camino... ¡Y en diez visitas les metí veinticuatro kilos de hoja a estos concha de su madre! Tiren lápiz: A dos cincuenta netos la hoja, porque entre párceros y derecho de ojo se perdía medio sol en el camino... ¡me hice un huevo de plata! Pero no fui cojudo. Me compré veinte radios, para alquilar en el Sexto, que me rinden treinta soles diarios cada uno... Y la plata afuera, bien guardadita, para evitar las malas tentaciones
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Y había otro más, pintón y de buena percha, que administraba seis mujeres "en buen estado de uso". Trabajaban dos de ellas en la avenida Arequipa y el resto en burdeles del Callao, donde recalaban marineros de toda lengua y bandera. Martes y Domingos, religiosamente y en un orden perfectamente establecido, le venían a entregar la diaria, junto con los habituales paquetes de fruta y comida que traían los visitantes a sus presos. Y nada de bromas ni miradas de malicia entre los otros, sino respeto y admiración por el vecino afortunado. - ¡Y ni se las puede comer, el puta... pero ahí están las pendejas, haciendo cola para chancar lo suyo... -Hasta dólares le traen... ayer me preguntó que a cómo estaba el cambio. ¡Carajo... y uno sin una peseta en qué caerse muerto!
Conforme llegaban familiares y amigos, los presos iban entrando con ellos en sus cuartos, donde se improvisaban pequeños grupos alrededor de cada cama, al tiempo en que se iba despoblando el corredor de caras impacientes. Las dos. Las tres. Y poco a poco la tristeza comenzaba a sombrear el rostro de los cinco o seis que esperaban inútilmente el arribo de alguien que se acordara de ellos. El trece, de los tebecianos, como marcado bajo la influencia fatídica de su número, estaba condenado a muerte no sólo por la tuberculosis de un tórax momificado en pergamino amarillo sino por un tumor putrefacto en lo que le quedaba de pulmones. El olor insoportable, vomitivo, de su esputo -malagua de pus y sangre- saturaba el corredor y se pegaba en el olfato como una invisible pintura dulzona de hedor y náusea. Escuálido, epileptoide como un pelícano herido, lo veía desde mi cuarto eyacular -diríase- el rosado moco bronquial de las arcadas finales, en una bacinica que dormía con él sobre la cama. Se moría a gargajos. Por entregas. Pero los días de visita -esqueleto de alambre y nudos- se arrastraba hasta la puerta de su Sala y allí permanecía boqueando, recostado contra la pared, tragándose aquella cosa horrible después de cada acceso y esperando siempre -con los ojos opacos de la muerte puestos como un ancla sobre el fondo del corredor-, la llegada de alguien que nunca vino, que nunca se acordó 74
de él. Ni siquiera después que su cadáver comenzó a descomponerse en un mortuorio sin refrigerador. A las cuatro de la tarde ya no había esperanza. Quedaban dos o tres -Charolito entre ellos- de quienes nadie se había acordado. Una campana inubicable tañía cuatro veces, como tocando el réquiem de la visita y la Guardia Republicana irrumpía en los cuartos de San Camilo, para desalojar a los extraños como quien ahuyenta un peligro. "¡Las cuatro, las cuatro... terminó la visita... hay que salir... ya, las cuatro, las cuatro!". Ni un minuto más. Ni un segundo más. Ni la tranquilidad del beso último ni la paz del cariño final o del abrazo. ¡Las cuatro de la tarde, el preso es preso! Y a veces la pregunta de algún filósofo encarcelado por ejercer de curandero. - ¿Pero, estos pendejos alguna vez habrán tenido madre? Madres, hijas, hermanas, mujeres, amigos... salen como ganado que arrean la insensibilidad y el Reglamento. Suena por fin la reja que se cierra tras el último visitante. Y después la soledad, el encontrarse con uno mismo y sus problemas. Hay quienes el martes saben que ya no habrá domingo porque sienten la muerte en el camino y se despiden para siempre de alguien que promete volver "trayendo tus remedios". Porque el preso no tiene medicinas sino recetas, para comprarlas con un dinero que tampoco tiene. El preso es preso. Es decir, nada, nadie, ninguno. Sólo después de varias semanas comprendí la difícil lucha de Parodi contra la indiferencia que lo rodeaba. En San Camilo no había lo más elemental, lo indispensable, lo mínimo que puede suponerse en un lugar donde hay enfermos. Ya no digo un hospital, ni una clínica. Ni siquiera una sala para presos. Lo necesario para salvar una vida humana y nada más. La respuesta era invariable: "¡No hay dinero, no hay presupuesto, no hay partida!". Y mientras tanto un río de vidas humanas asesinadas por la burocracia maldita de la Beneficencia. Era increíble pero el "2 de Mayo" no tenía autoclave. Los instrumentos de cirugía se esterilizaban en otro hospital, el "Arzobispo Loayza", y de allí se traían en un vehículo destartalado y sucio, al que había dado de baja como ambulancia. Con eso se operaba a los tuberculosos, cuyo número crecía hasta cubrir la mitad de camas en nuestra Sala. No tenían para curarse sino las 75
oraciones vespertinas de la madre Rosalía, el arroz con camotes que les servían por almuerzo y un poco de oxígeno o suero a la hora de la muerte. Cierta noche se morían, simultáneamente, dos enfermos, que necesitaban oxígeno como última esperanza para salir adelante. Pero en la sala no había sino un balón disponible para los dos. "¡Compadre, aquí en el tópico hay otro balón!", le dije al enfermero. "¿Y qué hacemos con él -respondió- si no tiene manómetro? Lo hemos pedido hace cuatro meses y no lo mandan". Cuando alguien se está muriendo en San Camilo, todos cooperan en la medida de sus posibilidades. Frente a la muerte no hay diferencias, como si ésta abriera un paréntesis que uniera a todos en torno a la vida. El asesino y el ladrón, el delincuente sexual y el ratero común, el político y el contrabandista, como el blanco y el negro y el mestizo y el indio, todos se convierten en enfermeros de la solidaridad, que actúan como un Estado Mayor de la Supervivencia. Se morían el catorce y el diecisiete. Uno de los dos, porque no había suficiente oxígeno para ambos. Y era indispensable tomar una decisión. El enfermero había salido en busca del balón con manómetro que tenía en emergencia (se negaron a entregarlo) y estábamos sólo seis o siete presos en el tercer cuarto. El más joven de los agonizantes, de unos veinticinco años, tenía el tubo de oxígeno en la boca. - ¿Quién conoce a éste? -preguntó alguno. - Yo -dijo otro, a su lado-. Es del Cusco, no tiene padres... lo trajeron por honor sexual... - ¿Tiene hijos? - No. - ¿Y a este otro, quién lo conoce, al catorce? Lo conocían varios allí. Veterano de la cárcel. Le faltaban apenas cuatro meses para salir. - ¿Tiene hijos? - Sí, cuatro... chicos todavía. Sostiene a su familia haciendo tallas de madera y juegos de ajedrez… 76
Las miradas se hilvanaron en distintas direcciones, como recogiendo la opinión de un jurado apócrifo. No hubo palabras. Apenas un pesado silencio y el agazapado testimonio de los otros cuatro enfermos, desde sus camas. Luego, uno de nosotros ejecutó la sentencia. Se acercó al diecisiete, que respiraba con los ojos en blanco y le retiró el tubo de la boca. Después, inclinó el balón sobre la transportadora de metal y lo llevó al frente, donde se ahogaba el catorce. Le puso el tubo de polietileno en la boca y se lo aseguró con el mismo esparadrapo que tenía el otro entre los labios. Comenzó a respirar rítmicamente. Apagamos las voces y cada cual se retiró a su cama. Sobre las tres de la madrugada murió el diecisiete. Pero entre los presos no hubo comentarios al día siguiente.
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El Juez Instructor deneg贸 sistem谩ticamente la postergaci贸n de las Diligencias, pasando por alto la mala salud del Autor.
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IV Llegué con atraso y encontré caras preocupadas. Pero no sólo por mi ausencia, a la hora señalada para reunimos, sino por Zinho, que no había regresado desde la mañana, cuando salió sin mayores explicaciones, para "ver un asunto", según dijera. No quise preguntar de inmediato por el dinero, sabiendo que podía ser mal interpretado y porque, además, tenía confianza en él. Como leyéndome el pensamiento, Pedro comentó: - Aquí tenemos los billetes. Y es una joda andar con tanta plata en casa. Por eso queríamos reunimos todos y decidir ahora mismo cómo se va a trabajar el asunto... ¡Pero este cojudo del Zinho...! Salió a las nueve de la mañana y son las doce de la noche. ¿No le habrá pasado nada, no? - No -terció Guillermo- si ya van tres veces que hace lo mismo. Yo creo que anda metido en algún calzón. Ahorita aparece. Nos sentamos los cinco alrededor de la mesa, que servía de escritorio, comedor y cama para alguno de ellos en la noche. Pedro estaba preocupado. Y yo también, pero no quería alarmar a nadie innecesariamente. Sin embargo, él insistía. - Imagínate... si lo han jodido y nos cae la policía acá. Aparte de la canasta, ¡el lío que se arma con la plata, para explicar de dónde ha salido! ¿No quieres llevártela Luis Felipe, y después la traes, cuando se despeje la atmósfera? - ¡Las huevas! Yo ya cumplí con ver que se la entregaran a Zinho. El te la dio ¿no? - Sí, claro, el mismo día. Aquí está... -metió la mano bajo un sofá desvencijado y retiró el paquete, envuelto en periódicos- pero la vaina es que si pasa cualquier cosa se joden los náufragos con balsa y todo... ¡Ahora que venga le voy a meter una puteada a este huevón! 79
- Déjate de puteadas, hombre. Zinho tiene muchos problemas que ustedes no conocen. Ahora, como tú, Pedro, eres el responsable de este grupo, háblale despacio y dile que no se salga de la vereda porque está en juego la seguridad de todos ustedes... - ¿Por qué no vamos a tu carro con la plata y ahí lo esperamos hasta que llegue? -sugirió Jorge. Los tranquilicé. Zinho no era una criatura y, sin duda, sabía lo que estaba haciendo. "Cosa de faldas… no creo. El gira en otra órbita y ya está grande para meter a nadie en problemas. Además, no habla. Aunque lo maten. Yo lo conozco bien". Lo importante en ese momento era no perder tiempo y pasar a lo que se debía discutir: El libro. - ¿Cuál es tu opinión, Luis Felipe? - Lo que les dije el domingo. Hay que comprar el material, porque todo va a subir de precio. Sobre todo papel... Se lo compran al gordo porque como él tiene imprenta se ampara en una ley que los exonera de impuestos, y les sale mucho más barato. Eso no lo descuiden. Abrí el maletín. - Aquí tienen el planillón que les servirá de pauta. No tienen sino que seguirlo y el libro sale solito. Ahora, linotipo ¿Hablaron con Cárdenas? - Yo -Raúl levantó la mano con un dedo extendido- quiere ochenta soles galera de ocho puntos y cien en seis. Estaba bien. Además, en seis puntos no se pensaba trabajar nada. Hice los cálculos. "Separen la plata del linotipo y así evitan problemas porque esa gente no trabaja al debe. Ni siquiera Cárdenas. Fotos, ya saben cómo conseguirlas y aquí tienen el Escudo Peruano en colores. ¿Quién hará la corrección? Pedro y Jorge, que tenían mayor grado de instrucción y alguna experiencia en el arte de corregir pruebas. No, el gordo no haría preguntas a la hora de venderles el papel. Eso lo haría Guillermo. Raúl recogería el material de las Cámaras. ¿Qué había de eso? 80
- ¡La cagada -repuso el aludido- resulta que en las Cámaras sólo pueden darte el material a los seis meses porque cada parlamentario tiene que venir a corregir sus discursos antes de pasar al Diario de los Debates y en esa oficina hay una montaña de trabajo acumulado... Ya fui varias veces pero es una vaina. Mucho oletón dando vueltas por todas partes. Ese era un problema porque atrasaba las cosas, desvirtuando, anulando casi el objetivo del contrato, que era -precisamente- el de entregar la obra cuanto antes para cobrar el resto. Es decir, la utilidad que debían repartirse entre ellos cinco. El adelanto no alcanzaba sino para material, de modo que la urgencia económica del grupo no tenía solución a la vista. - ¿Y si compramos menos papel? -repuso Pedro. - Sí, claro, esa podía ser una solución. Pero se venía el alza y era peligroso. Podía encarecer el libro hasta en un cincuenta por ciento. ¡Y ya bastante habían bajado el presupuesto para conseguir el contrato! Yo insistía en que lo primero era asegurar la compra del material. Salir lo más pronto del dinero en efectivo, con el cual podía ocurrir cualquier cosa. "Hemos pensado repartir diez mil soles a cada uno de nosotros para ropa y gastos -dijo Pedro- ¿qué te parece?". Me encogí de hombros. Mi intervención en el contrato estaba terminada. Pedro era el responsable entre ellos y quien, a partir de ahora, debía tomar las decisiones en el grupo. Claro, resultaba lógico que pensaran en cubrir sus necesidades más urgentes -zapatos, ropa, vivienda, buena comida- porque la situación del quinteto era verdaderamente caótica. Pero yo no tenía -ni quería tener- voz o voto en la cuestión. Fue entonces, cuando Zinho apareció de vuelta. Pedro me miró y le guiñé un ojo mientras palmeaba el lomo de un gato invisible, para recomendarle calma. Zinho, en última instancia, venía a ser el más perjudicado de los cinco porque hasta donde era posible deducir, la permanencia de medio año más en Lima, no entraba 81
en sus planes del recién llegado. Zinho estaba en tránsito. De eso no se tenía la menor duda. ¿Dónde iba? ¡Cosa suya! Entró en el cuarto donde nos encontrábamos y se disculpó por la tardanza, sin dar mayores explicaciones. Tomó asiento y se le detalló rápidamente lo conversado. Tal como lo suponía, la información de los seis meses lo dejó perplejo. - ¡Mais eu...! - Ni hablar -enfatizó Raúl, con un gesto rotundo- no hay manera de conseguir nada, ni un papel, antes de ese plazo. Yo, varias veces, fui pero ¡nada!... Se quedó pensativo. Ya, al entrar, le había notado una sombra de preocupación en el rostro. Conocía muy bien a Zinho y lo observaba a intervalos en tanto conversábamos alrededor de la mesa. Los pómulos tirantes y los músculos de la mandíbula apretados, mientras el grupo discutía la situación planteada en torno al libro, evidenciaban su nerviosidad y su lejanía. Zinho estaba ausente, perdido en algún nuevo problema desconocido para mí. Sus salidas prolongadas eran inexplicables. El resto del grupo había encontrado en un asunto de faldas la mejor respuesta al misterio. Pero no. Elena no tenía sustituto. Y no eran tampoco los imperativos sexuales. Uno en la política y la cárcel, aprende a dominarse y anula en la memoria los mecanismos del deseo. Una idea fija, un ideal en el que se ponga hasta el último pensamiento, suprimen o postergan el instinto desde sus raíces. El instinto es animal. Y en la cárcel el carácter es suficiente para comandar la vida anímica sin caer en las humillantes concesiones de la masturbación. Cierta noche de insomnio, en el tópico, conversábamos dos o tres presos con el enfermero de guardia y de pronto, no sé cómo, caímos en el tema de la cosa sexual. "Es un crimen lo que hacen con uno, oiga usted -decía el más viejo- metiéndolo preso, años de años, sin permitirle agarrar mujer. Yo estaba entero cuando me mandaron al Sepa por una huevada. Al comienzo no se piensa en eso por la novedad y el choque de la selva, que es muy jodido. Cosa de hombres... Pero después, poco a poco, cuando uno se acostumbra al ambiente y tiene cerebro para otras cosas, se le para por las noches y se le pone como palo porque no sabe qué hacer con eso entre las piernas. Ahora, 82
maricones hay... y si uno se pone en plan de cuadrar párceros con la chabela, se consigue el suyo de plantilla... y lavan y cocinan como si fueran la querida de uno... pero yo les tengo azar... los maricones llevan la mala suerte donde ponen el culo. Y la verdad es que por ahí nunca entré. Palabra. Había que hacerse la paja con cascara de plátano o tirar animales. Pero uno se jode por dentro, ¿sabe? Se siente avergonzado y no se quiere mirar en el espejo para peinarse. Y encima, hay cojudos que hablan de justicia y de la patria y de la reeducación... ¡Pelotudeces...! Ya quisiera verlos con los huevos pudriéndose de calor en la selva y sin poder dormir en las noches porque la huaraca se pone como carpa de circo. Allá había un loco que cazaba culebras, les cortaba la cabeza y en el hueco del pescuezo les metía el pito como si fueran chuchas... ¿se da cuenta? ¡Y culebra, todavía que es lo único frío de la selva! Y del Sexto no se diga... te alquilan maricones como si fueran televisores o radios... y en el Frontón las propias autoridades cobran por entregar a los presos muchachitos o culones, para que entre varios los destapen. Hubo uno que lo agarraron entre cinco y como no se quiso dejar le metieron una chaveta por el trasero... y después vinieron con que había muerto de hemorragia interna... por eso yo me regreso al Sepa, que será un infierno o lo que quieran, pero, al menos, uno está lejos de esta mierda que llaman la civilización...". Salió del tópico, a orinar, con el paso cansino de sus sesenta años palúdicos mientras otro de los presos me dirigía la palabra: - ¿Y usted, don Luis, cómo se las arregla? - No hay problema... Además, tengo mil otras cosas en qué pensar. - Pero dicen que a usted le gustan mucho las mujeres... - Las mujeres. Nada que las sustituya o se les parezca. Y no cualquiera sino la que escoja... Pero ahora, lo importante, mi querido amigo, es no pensar en la playa si estamos lejos del mar... - Buen pobre. Pero le advierto que aquí se necesita ñeque para aguantar por mucho tiempo la veda de anchoveta, porque uno se pone como náufrago y hasta a la monja le echa el ojo... No. No era problema de faldas. Había en la actitud de Zinho otros síntomas que me resultaban familiares. Lo confirmaba el impacto que le había hecho la postergación del trabajo, y sus misteriosas desapariciones de los últimos días. Ya digo, lo conocía muy bien y 83
hubiera podido jurar que en lo suyo no había problema de abrir piernas. Ni siquiera estaba en condiciones anímicas para hacerlo. Y, además, era demasiado responsable. Hasta exageraba en muchas cosas. Cuando recibió los cheques girados por el Parlamento como adelanto por la edición del libro, extremó las precauciones para que no se produjera ningún problema. Estaban a nombre de Ramírez. Me llamó por teléfono y así lo dijo. - Lógico, Zinho -le expliqué- porque él los ha representado a ustedes. Anda a buscarlo, se los entregas y le pides que los cobre. Después recoges el dinero y eso es todo... Rechazó la idea. - Nao, nao... eu nao tenho amizade e confianca para... - ¡No te preocupes, Zinho... Haz lo que te digo... entrégale los cheques porque sólo él puede cobrarlos...! No hubo manera. Zinho, quería que fuese yo. Ramírez era amigo mío, no era de él, pero la responsabilidad de entregar el dinero al grupo sí era de él y no mía. Finalmente acepté su temperamento. "Bueno -le dije- paso por el café a recoger los cheques y luego busco a Julio". Así lo hice. A la hora me encontré con Pedro y Zinho en la Plaza Sucre. "Sólo se pudo cobrar uno hoy... la mitad -les expliqué- porque eran contra Bancos diferentes y no hubo tiempo... aquí tienen. Cuenta Pedro... mañana se cobra el resto". Eran ocho paquetes, en billetes nuevos. Los demás en papeles de quinientos. "Cuenta, viejo" insistí. Pero Pedro apenas entreabrió el envoltorio. "Está bien", dijo, y lo guardó en un maletín de cuero que tomó Zinho en sus manos. Se puso de pie, como para despedirse. "No lo contuve- vamos en mi automóvil... los dejo cerca de la casa. Es mucho dinero para que se vayan en taxi". Se quedaron en una cuadra de la Avenida Canadá y seguí rumbo a mi nuevo domicilio. Por aquellos días -eran mediados del 66 y yo vivía solo- me había mudado a un departamento de Almirante Guisse, frente al inmenso parque lleno de rosas que moría por Salaverry. Estaba en un quinto piso y le faltaba casi todo. Tenía apenas un camastro viejo por mobiliario y una cafetera 84
rudimentaria, con dos tazas, como único menaje. Sin cortinas ni persianas, el ambiente que me rodeaba no podía ser más caótico. La montaña de ropa usada aumentaba en altura diariamente, como una torre de Babel hecha con medias, camisas, interiores y algunas sábanas que parecían reclamar con su sola presencia un viaje urgente a la lavandería. Con periódicos viejos y esparadrapo había cubierto los vidrios de las ventanas que exhibían mi pauperismo al vecindario, y unas revistas, junto con tres o cuatro libros diseminados por el suelo, completaban aquel páramo de anarquía y despreocupación El departamento estaba a pocas cuadras de un club nocturno, algunas de cuyas desnudistas vivían en los pisos inferiores del edificio. A veces coincidíamos en la puerta, sobre las tres o cuatro de la mañana, y en esta forma terminé por hacer amistad con casi todas ellas. Nos saludábamos, les abría la puerta frontal, cerrada con llave por las noches, dialogábamos trivialmente lo que duraba el viaje común en ascensor y eso era todo. En cierta oportunidad, sobre el rayar del alba, llegué cuando una de esas mujeres volvía de su trabajo con un individuo saturado de alcohol, que intentó subir a su departamento. La mujer se negó. "¡Vamos arriba, puta de mierda!" insistió el hombre, empujándola violentamente contra la puerta de aluminio y vidrio, todavía cerrada. La sostuve por los hombros cuando estaba a punto de caer al suelo. Y me encaré con el sujeto. - ¿A usted no le da vergüenza pegarle a una mujer? Si la señorita no quiere que usted suba, usted no sube, pues... El borracho se rió, señalándola entre bamboleos. -¿Señorita? ¿Esa puta, señorita? ¡Esta es una puta que me ha hecho gastar un cojón de plata y ahora no quiere tirar porque dice que está cansada... buena concha! ¡Y además, usted quién mierda es para meterse en lo que no le importa, carajo? Abrí la puerta del edificio. Tomé a la mujer por un brazo y la puse a buen recaudo en el pasadizo interior, pero el sujeto se me vino encima. Es fácil pegarle a un borracho. Y también peligroso porque cualquier caída le puede ocasionar la muerte, con el cráneo abierto en 85
una carcajada de huesos. Lo contuve firme y suavemente con una mano sobre el pecho. El hombre retrocedió un metro. - Mejor retírese -le dije- usted anda en copas y se puede meter en un lío... váyase tranquilo... en el edificio no entra... - ¡Eso es lo que te crees, chucha de tu madre... sal de ahí! Recién entonces vi en su mano la cuchilla abierta y la hoja apuntándome ahí vientre. "¡Sal de ahí!", repitió, haciendo un pequeño amago de viaje. Un bandolero piurano acostumbraba decir: "El arma sólo se saca para disparar. Y cuando se dispara es para matar, porque antes que a uno se lo almuercen, hay que desayunarse al otro". Pero, ¿matar a un borracho o meterse en líos con la policía para explicar el origen del arma que tenía en el bolsillo...? Y, luego, de puro Quijote, porque una mujer -amiga de saludo y basta- no quería acostarse con ese infeliz, hediendo a licor falsificado... Pero uno es hombre. Y la mujer asustada, al otro lado de la puerta. Y la cuchilla inminente... Saqué el revólver. -Mira, mierda -le dije- ahora mismo te guardas esa cojudez en el bolsillo y te largas o te va un plomo en la barriga que no te lo saca ni la puta que te parió. Y no te me hagas el loco porque te jodes... Esta mujer se va a acostar conmigo, ¿entendiste?, ¡Ya, ahueca...! Se quedó como estaba, sin saber qué actitud tomar… Por lo cual cerré la puerta y me llevé a la mujer, del brazo, hasta el ascensor. Subimos. Bajó en su piso y yo seguí al mío. Venía de conversar con varios amigos que pasaban por Lima y tenía el pensamiento digiriendo un centenar de novedades. Me desnudé, me lavé la cara, la boca, las manos. Y me acosté con un libro entre ellas, para tenderle una trampa al sueño. A los veinte minutos me tocaron la puerta. Tomé el revólver y abrí. Era la mujer. Con zapatillas y una blusa ligera, transparente, sobre los pantalones que traía puestos. Me sorprendió su presencia pero la dejé entrar. - Tuve que bañarme -explicó- porque como hoy hice dos shows estaba con el cuerpo sudado. Mira, te traje whisky, ¿te preparo? 86
Por ese entonces contaba ya con algunos muebles heterogéneos y había en el recibidor algo decente en qué sentarse. Mi departamento no constaba sino de una sala-comedor, un dormitorio, un baño pequeño, una cocina y un cuartucho microscópico al fondo, para los trastos. - No, gracias... no tengo ganas de beber más esta noche -la contuve cuando hacía un esfuerzo para abrir la botella. Observé en frío a la visitante. Unos treinta años, senos ampulosos, bonita a pesar de las arrugas prematuras recogidas en el desgaste inclemente de su profesión y con ese reloj de arena que es el cuerpo de las desnudistas profesionales. No era vulgar y se reconocía en sus maneras el residuo de tiempos mejores. "Esta mujer se va a acostar conmigo", le había dicho al troglodita de la cuchilla. "Tuve que bañarme" explicaba ahora la pobre. El esquema era sencillo: La había salvado de una paliza, de dormir con una bestia alcoholizada o de un escándalo, y venía a pagar su deuda. Pero yo escojo a las mujeres con que me acuesto. Y no creo en la prostitución ni me cobro en especies. Ni me basta un cuerpo sobre la cama, porque yo no fornico, sino amo, que es otra cosa. El amor no es sólo carne y pellejo y espasmos sino una suma de muchos ingredientes, que lo hacen incomparable y bello. Es diálogo y ternura, y es un suave deseo que la sabiduría de quien ama enardece y convierte en una flor abierta a la plenitud. Hay en el sexo una dignidad específica que no se puede soslayar si uno se respeta a sí mismo y cree en el Hombre -esto es, en la pareja humana- como entidad que preside todo lo que existe. No son la misma cosa el impulso animal y la fuerza anímica. Que eyaculen los perros y los pobres diablos sujetos al imperativo zoológico de los testículos, cuándo se cargan de semen. Yo amo y sé amar. Y sé cómo hacer feliz a una mujer sobre la cama. Pero las escojo por lo que significan. Yo necesito apreciar, admirar o querer a una mujer para poseerla, aunque a veces me haya equivocado, como puede pasarle a todo el mundo. Pero qué podíamos hacer nosotros Beethoven, los libros leídos, el arte asimilado, la experiencia, los viajes, las verdades ancladas para siempre en el espíritu y yo- con una pobre mujer asustada, que venía a dar su cuerpo en pago humilde y canino del favor recibido, de la fácil victoria del arma negra sobre el arma blanca? 87
- ¿Café te preparo...? - No gracias... no te preocupes. Ya tomé y bebí lo suficiente esta noche, te digo. Recorrió la estancia con una mirada inocultablemente profesional. "¡Qué desorden tienes acá!" -recogió algunas cosas diseminadas. Entre ellas una camisa, con la cual entró en el dormitorio- "¿Dónde te la cuelgo?" - Tírala en el suelo, allí, en ese rincón... está para lavar. Tiró la camisa. Dio unos pasos por la habitación, se acercó a la cama y sentada sobre ella comenzó a desnudarse. "Oye -levantó la mirada mecánica- deja eso. Vístete y anda a tu cuarto nomás. Ya es muy tarde...". Pareció no comprender. "¿Por qué -preguntó- vienes de estar con alguien?". No. Le repetí que venía de saludar a unos amigos en el aeropuerto. "¿No tienes ganas? -insistió, y otra idea pasó por su mente, aclarándome- No te voy a pedir nada...". Me senté a su lado. Estaba sin la blusa, con un seno liberado del sostén, a medio desabrochar, y los muslos escasamente cubiertos por el pantalón detenido en su camino al desnudo. Traté de explicarle las cosas sin hacerle daño. Porque siempre se lastima a la mujer que uno rechaza por cualquier motivo. - No es cuestión de dinero, ni nada de eso. Ocurre que tengo la cabeza llena de problemas... además, no hay nada que agradecer, no te preocupes. Anda, acuéstate, que debes estar cansada. No se movió. -¿Te has enojado? -le dije que no- ¿Alguna mujer duerme aquí contigo? Quiero decir, ¿alguien que venga más tarde? ¿No? Porque titubeó- sabes, tengo miedo de regresar a mi cuarto... ese hombre es un loco. Ya estuvo preso y si me hace un escándalo pueden botarme del edificio porque algunos vecinos se han quejado de nosotras. Por eso yo quería pedirte que si, bueno, yo... 88
-¿Quedarte a pasar aquí la noche? -asintió, mirándome- Aquí no hay más que una cama. La miró en torno a sus propios muslos. "Pero -dijo- cabemos los dos". Hice un gesto resignado, que era la aceptación. "Duermo desnudo", le advertí. "Yo también", replicó, poniendo el sostén sobre una silla. Luego los pantalones verde esmeralda. Se introdujo como un pez en la cama. Apagué la luz y me acosté. Sentí su cuerpo junto al mío. Suave, tibio como un nido. Y me acomodé a dormir. A los pocos minutos sentí su mano reptar sigilosamente en busca de mi sexo. "Duerme", la detuve. Retiró la mano. "Tienes ganas y no quieres... ¿por qué?” -preguntó en una queja sorda. "Duerme", insistí. Añadiendo: "No podrías comprenderlo. Creo que ni yo mismo lo comprendo siquiera... ahora duerme tranquila". Otra vez el silencio y, en la obscuridad, el sueño abriéndonos sus puertas a la ausencia.
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En el “2 de Mayo” viniendo de los Rayos X, a pie y custodiado por la Guardia Republicana.
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V El hombre es egoísta y, a veces, por comparación, se alivia y se conforta poniéndose con ventaja en el otro plato de la balanza. Se muere el nueve de uremia y uno piensa, feliz, mientras orina, que sus propios riñones le funcionan vigorosamente, con un chorro grueso que supera largo el medio litro. Se agrava el dieciocho y uno respira a pleno pulmón, sin importarle las miasmas del ambiente, mientras ve cómo al pobre indio, momificado en vida por la tisis, le ponen el oxígeno en la boca para alargarle el sufrimiento mientras en la carpintería del hospital, terminan el ataúd -chico, mediano o grande, según las necesidades- donde pondrán el cadáver del infeliz, cuando se enfríe para siempre. Había un negro enorme en el siete, con su buen cáncer a treinta días vista, como las letras bancarias. Y el hombre lo sabía, sin que valiera el engaño piadoso de los médicos para aferrarlo a una esperanza de seguir viviendo. Medía casi dos metros y debía pesar más de cien kilos porque lo suyo se le había venido por la "la vía expresa" que no dio tiempo "al cliente" ni para presentarse bien afeitado a la autopsia. "¡A mí con el cuento de la úlcera...! Yo, caballeros, no paso de este almanaque -estábamos en diciembre- pero no tengo, felizmente, ni perro que me ladre ni quien se pelee mis huesos. Dicen que antiguamente los estudiantes de medicina compraban los cadáveres de uno, para hacer sus prácticas, y negociaban al difunto con la viuda, a tanto el kilo o por presas, de manera que algo quedaba para la familia. Y en vez del gusano, carajo, a uno se lo comían los hijos, que tienen más derecho... A un tío que yo tuve, valga el ejemplo, lo transaron en quince libras de la época y hasta adelantaron la mitad mientras se moría el finado. Verdad que el resto se lo chuparon en cerveza para llorarlo cuando se le acabó la cuerda y no se festejó velorio porque no había con qué... ¡Si el muerto estaba vendido! Tampoco se gastó en cajón y al pobre se le lloró gratis porque del mismo chancho salieron las correas, sin ánimos de ofenderte, bendito sea Dios... En cambio, ahora, anda a venderles un dedo a esos pendejos... Te mandan al frigider apenas chifas y si en tres días nadie reclama la encomienda, entre ellos se lo reparten a uno como si fuera 91
naipe. Y Parodi viene con que "negro, ya estás mejor y pronto sales". ¡Sales al mortuorio! No habré visto yo como vienen a tirarme lente los practicantes, peor que gallinazos, mirándolo a uno con ojos de angurria porque todavía aguanta y les hace falta el negro para los exámenes. Miran, nomás... y no dan ni una peseta a cuenta o como indemnización moral..." No, el pobre negro, como lo había presentido, no iba a "pasar el almanaque" porque la cosa se le arborizó hasta los pulmones y le pusieron la sábana encima un viernes por la tarde, cuando eso que llaman "el último suspiro" le desinfló la vida como pelota con hueco. Ya antes, al medio día, se le puso el rostro de color cenizo y los párceros del cuarto le hicieron las primeras bromas de la muerte." ¡Pasaje para un negro que se va a la otra...", llamó el del frente, abocinando su pregón con la mano en caracola sobre los labios. "Mejor no te confieses negro, porque como ángel vas a quedar muy feo", dijo alguno. Era el Borrado López que también, sin saberlo, había pagado las últimas cuotas de una vida pactada en cuarenta años con la sífilis. Se iba muy pronto, detrás del negro, pero eso no lo sabía ninguno -ni los médicos- pues era un secreto de la Pelona que "no le cuenta a nadie sus cosas, siendo mujer, porque no tiene amigas para andar picoteando chismes", como decía el Viejo Artieda, con medio siglo "bien vivido", de cárcel en cárcel. Alguien habló de llamar al capellán, al padre Miranda. - ¿Para qué? -dije yo- con todo ese aparato de los santos óleos no hacen sino asustar al moribundo. Es peor que leerle el certificado de defunción cuando está vivo todavía... - Los negros creen -acotó un ladrón norteño, paisano mío- y éste vive lleno de estampitas. Además ya sabe que se le viene el tranvía. De modo que viajará más tranquilo si lo ayuda a subir el cura. Pero Miranda no estaba en órbita y quien apareció fue un cura holandés, recién llegado al Perú, que todavía no "tiraba" castellano. Tras él vino el carpintero. Un tipo gordo, de mirada feliz y opulenta panza, para medir al candidato y hacerle un cajón que le viniera al cuerpo. "El negro tiene un tamaño fuera de serie, me han dicho explicó- y mejor es hacerle un envase de su talla, porque si lo metemos 92
en uno de los comentes hay que entrarlo a presión, doblándole las rodillas... y después resulta bien jodido poner la tapa". - Tiene que regresar, amigo -lo empararon- porque el enfermo todavía no se graduó y, aunque le den su sacramento le falta el diploma para ejercer de muerto... A ver, regrese en un par de horas que, a lo mejor, tiene suerte. Con su metro plegadizo .en la mano, el carpintero rechazó la idea. "¡Ni hablar... estamos con el nuevo horario y mi gente sólo trabaja hasta las dos... de manera que si no hay medidas ahorita, no hay cajón hasta mañana. Y cuando el negro estire hay que ponerlo en la mesa nomás, en el mortuorio, porque tienen el frigider completo. ¡Puta, y estos negros apestan cuando se pudren... su madre!". El capellán, con los ornamentos puestos, me miró desorientado, como preguntando cuál de los tres enfermos inánimes (uno dormido, el agónico negro y otro con oxígeno) era el beneficiario de la gracia divina. Además, no entendía lo que pasaba en torno al carpintero. El negro, mientras tanto, respiraba a chorritos y, con los ojos cerrados, daba la impresión de haber entrado en la recta final. Se le veía enorme, impresionante, montañoso. El cura se dirigió a mí, por el idioma: "What is going on here... who is the...? Le señalé al negro. -There... we had a small problem but it's already solved. You may start now Father. He is catholic... -le aclaré. Se encogió ligeramente de hombros. Lo miró. Después se acercó al hombre y abrió su libro de oraciones, haciendo la señal de la Cruz. Pero el carpintero insistía: "Bueno, ¿se mide o no se mide al negro? Porque no hay tiempo". No le respondieron. Tras unos segundos redobló el metro plegadizo, lo guardó en un enorme bolsillo del mameluco y dio un paso atrás, para salir al corredor. "Está bien. Me voy". Lo pararon. Con una mano sobre el pecho, que en la cárcel puede significar muchísimas cosas. "¡Espera que termine el padre!". Reiteró que no podía, por el tiempo. Fue el 93
propio moribundo quien zanjó la situación. Entreabrió los ojos, respiró hondo y nos miró alternativamente. Al cura y a nosotros. - Que mida -dijo- Después de todo uno es grande y aquí hay sitio para los dos... que mida... a ver si por lo menos en el cajón tengo un poco de comodidad. El carpintero desplegó su metro por un lado de la cama, murmurando: "Cincuenta, cien, ciento cincuenta... un metro noventinueve... le damos diez de yapa y..." Pasó a medir el ancho y alto del ataúd. Al otro lado del lecho el cura, en una lengua extraña -"In the Name of the Father, the Son, the Holy Spirit..."parecía indicar al moribundo cómo llegar por el camino más corto al domicilio de Dios, dándole las señas precisas para no perderse en el viaje. Ambos, carpintero y cura, terminaron casi al unísono. Y cruzaron juntos la reja que conducía al jardín exterior de San Camilo. El Borrado López examinó al negro con ojo clínico. "Todavía aguanta -dijo- por lo menos hasta las cinco". Se murió a las cinco y cinco porque, nadie se explica cómo, pero todo se sabe tras las rejas de la cárcel.
Algunos usábamos las llamadas "botellas familiares", de bebidas gaseosas, como bacinicas porque, de noche, era más fácil y más seguro orinar en ellas que en una de las porquerías infectas usadas por los demás presos. De esas que en el hospital enjuagaban con agua fría y las volvían a repartir sin discriminación. De modo que si se tenía suerte uno recibía la de un tuberculoso o la de un sifilítico. Y digo "suerte" sin ánimo de joder, porque también podía tocar la de algún enfermo con uta, gloriosa lepra nativa que el Perú ha incorporado a la mortalidad universal. Cada botella costaba media libra y el preso del frente, el 22, que me daba pena por lo muerto de hambre- se llevaba diez soles diarios en vidrios, con orina y todo ("Démela nomás como estea, don Luis, que yo me encargo de lavarla..."). Tenía dos hermanas putonas, pero sucias, que cuando al 22 le pusieron su balón de oxígeno -¡mala señal!- venían a recoger la mercancía sin ningún problema. De mi parte, digo, aunque siempre es un lío aliviar la pobreza ajena con orina. Pero, la verdad es que en San Camilo, de todos los esqueletos vivientes con quienes me tocó alternar fue éste, el 22, la única pesadilla -vivida y siniestra- que me siguió por meses y meses en la memoria. La puerta de mi cuarto daba a un saloncito en el que habían puesto dos 94
camas, por falta de sitio para la superpoblación de enfermos. Yo era el 21 y el 22 estaba frente a mí, sobre cinco o seis metros de distancia, en un camastro derrengado y con los pies apuntándome como fusiles de una guerra antigua. Poco a poco, hundiéndose en la muerte, el cuerpo le fue desapareciendo entre las sábanas y, al final, de él no quedaba sino la cabeza, levantada en escuadra sobre el espinazo, para respirar mejor, y las grutas enormes -pergamino y ojeras- desde cuyo fondo los ojos miraban la vida ajena como arañas atentas a un peligro inminente. Su cabeza, que recordaba la de un decapitado puesta sobre la cama, era enorme y parecía mayor bajo el abundante cabello esponjoso y endrino que le circundaba la calavera a flor de piel. Al final no se movía en absoluto y únicamente los ojos abiertos dejaban en él una señal de vida, fija, inmóvil, puesta sobre el vidrio pavonado de la puerta. Llegó a convertirse en una obsesión. De día, de noche, a través de la puerta cerrada sentía sus ojos señalando hacia mí, sin parpadeo ni descanso. A veces por razones del viento o por descuido del republicano que cada tres horas rechequeaba a los presos, la puerta se abría y me ponía, sin atenuantes, frente a su mirada de muerto en vida. Según la autopsia, debió acabarse a medianoche, cuando las agujas del reloj señalaban con su coito las doce en punto, de modo que, a las siete, al descubrirlo, ya estaba rígido y lleno de muerte hasta los bordes, pero siempre con los ojos abiertos, como asombrado de que todo se hubiera producido tan rápido, tan fácil y tan suave que bastó una pincelada de sangre entre los labios para no saber ya nada de sí mismo. Me había levantado cuando vinieron a ponerle una sábana y estaba todavía allí, con otros presos, a la hora del traslado en la camilla rechinante y descascarada de los cadáveres. "¿No habrá manera de bajarle los párpados?", pregunté. No, no había. Salvo que se los cosieran en el mortuorio "pero eso trae mala suerte" -apuntó un negro- porque se contradice al finado, que sus razones tendrá para no cerrarlos". Doblaron el colchón, como de costumbre, y a las pocas horas había otro preso ocupando su lugar. "¿Y el contagio del chifa?", murmuró un fulano, preocupado por la salud del nuevo inquilino. "¿Qué contagio compadre -le respondieron- si éste viene peor que el anterior y con apenas siete días?", se murió a los ocho. Pero todavía no cruzaba la reja el de los ojos abiertos cuando ya su vecino, el 23, se preocupaba de cosas más prácticas que lamentar al compañero: "Y ahora, don Luis, ¿a quién le va a regalar las botellitas familiares?". 95
VI Dadas las circunstancias, limitado por los directivos de "Expreso" para ejercer mi propia defensa y manteniendo la columna diaria a base de artículos anodinos, no sabía si continuar escribiéndolos o dejar que todo se lo llevara el diablo quien, seguramente, inventó la censura de prensa como el más refinado sistema para silenciar el pensamiento de los hombres libres. La prensa digna, desde luego. Porque la otra no es sino una fábrica de papel higiénico, que le haría un mayor servicio a la sociedad si lo vendiera sin imprimir. Una tarde vino a visitarme Alberto Cohen, en cuya fábrica de televisores solíamos reunimos antes de la catástrofe. No dijo nada respecto al medio ambiente pero en su mirada incrédula era fácil leer el impacto brutal que le había hecho San Camilo. Y no era para menos: El piso irregular y con grandes huecos donde afloraba la tierra, las paredes cuarteadas y moteadas por inocultables carachas de barro, mi cama centenaria, los barrotes sucios de la ventana, por cuyo marco sólo transitaban los gatos y los ratones, el aire de muerte y, sobre todo, la tristeza infinita que se respiraba junto con los bacilos de koch que compactaban la atmósfera. Pese a ello Bertie permaneció un largo rato conmigo y por último, al despedirse, me hizo un ofrecimiento cuya trascendencia no hubiéramos podido imaginar jamás. "Mira -me dijo- esto es muy aburrido... aquí te haría falta un televisor... y mañana mismo te mando uno de la fábrica...". - Muy bien -accedí- te lo acepto como una donación a San Camilo. .. para que lo usen todos los presos de la Sala... los de ahora y los que vengan después... -El televisor es tuyo -fue su palabra final- puedes hacer con él lo que te parezca... En efecto, lo mandó al día siguiente, muy temprano. Pero en la noche intermedia fue tomando cuerpo en mi pensamiento una idea ambiciosa que, a partir de los amigos y de una campaña pública desde mi columna, habría de transformar aquella isla de olvido, miseria y 96
muerte que era San Camilo en, sin duda alguna, la Sala mejor equipada, la más limpia y la más moderna del hospital "2 de Mayo". Y así fue porque, desde el primer artículo en "Expreso", la campaña tuvo un éxito fulminante. El mismo día comenzaron a llegar las cosas y San Camilo vio de pronto convertida su paz sombría y carcelaria en un gentes, paquetes, escaleras, pintura y gritos que nunca se habían escuchado entre sus paredes: "Han llegado unos turrones... ¿donde los colocamos?". Allí, donde el señor del veinte, "¿y estas sillas?". En el tópico. Y esto aquí y esto allá. Pronto mi cuarto y el vecino estuvieron hasta los bordes. Luego el consultorio se llenó de regalos, entre el asombro de los médicos, Parodi e Hinostroza, que no terminaban de comprender lo ocurrido. En ocho días más tendríamos la Navidad con nosotros y a partir del televisor que me regalara Bertie Cohén había concebido el proyecto de transformar aquel infierno en un lugar habitable, digno de albergar seres humanos. Todo otro camino que no fuera el de buscar la ayuda entre amigos, era impracticable. Parodi me lo había dicho: - De la Beneficencia no se puede esperar un solo centavo y el Hospital no tiene fondos ni para sus propios gastos. Estas canas me han salido peleando para conseguir algo en beneficio de los presos, casi siempre con resultados negativos. Aquí no hay nada, Luis Felipe, y mientras el Estado no asuma la responsabilidad de proporcionar medicinas a los presos enfermos, seguiremos viendo morir centenares de gentes al año. Gentes que se podrían salvar con una inyección, a veces, y con un tratamiento adecuado, casi siempre. ¿Qué hacemos nosotros con las manos vacías frente a tanta vida humana, que se nos escurre entre los dedos sin poder evitarlo porque nos falta todo? Seis horas operando a un hombre para que luego se te muera de anemia porque no hay con qué alimentarlo... ¡Y eso, descontando los malabares que hacen las pobres monjas de la Administración con un puñado de reales que les da el Gobierno para la comida...!. A ti, por ejemplo, hace un mes que Fernando Cabieses pidió trasladarte a un hospital de alta especialización, y aquí estás todavía... "El Juez Instructor, se niega a ordenar mi traslado -pensé- y seguirá negándose a todo lo que se le pida para mí". Pero, ¿qué 97
importaba eso ahora, si estábamos precisamente en la tarea de buscar para San Camilo todo lo que se necesitara? En una serie de artículos había hecho llegar al gran público las intimidades de la Sala carcelaria. El olvido social y oficial, la miseria, el tenebroso ambiente de la carceleta, la promiscuidad de todas las enfermedades usando los mismos servicios higiénicos, las paredes rotas, los pisos destrozados como por un súbito bombardeo del tiempo, el hambre de los presos, su falta de ropa y medicinas, la necesidad de equipar la Sala con lo indispensable. La respuesta del público, particularmente de los industriales, había sido asombrosa. Le hacía la relación a Parodi: - Mira, tenemos vinílico para cambiar los pisos, pintura verdeclaro para las paredes y gris para ventanas y puertas... nos mandan camas médicas, balones de oxígeno, transportadores, extractores de flema, refrigeradora, cocina a gas, mil kilos de medicinas de distintos laboratorios, sillas para las visitas de los presos, therma para que tengan agua caliente, plancha eléctrica para que no se vayan con la ropa acordeonada... el padre Miranda dirige a un equipo de muchachos que están pintando ahora conmigo y otros presos... el vinílico se coloca hoy por la tarde... ¡mañana no vas a conocer esto!. Parecía un sueño. Los presos habían establecido un horario para usar el televisor que les obsequiara en nombre de Bertie. Con su pudor natural, la madre Rosalía argumentaba en contra de los programas "llenos de piernas" pero poco a poco el ser humano que había en ella fue comprendiendo y cediendo ante la tremenda soledad interior de aquellos hombres, olvidados por todos. Hasta por ellos mismos. Hoy en Cirugía, mañana en Medicina, después los tebecianos, el televisor sobre su carrito de ruedas, como un paralítico amigo de medio mundoiba tejiendo un hilo de armonía y de fraternidad, no sólo entre los presos sino entre los demás hombres, enfermeros y guardias, cuyas vidas estaban unidas de alguna manera a San Camilo. "Era como un cinema", decía poco antes de morir el cuatro, recordando la noche en que el Perú jugaba contra un equipo argentino de fútbol y el aparato les tocaba a él y a los de su cuarto. "El muchacho se muere y no es humano encender el televisor", dijo alguien y por unanimidad se recogió la propuesta. Pero él, como si la hubiera oído, pidió que le pusieran el encuentro "para verlo todos juntos". Trajeron bancas 98
largas, sillas, de otros cuartos. Entró la Republicana casi en pleno y los enfermeros, no sólo de San Camilo sino de otras Salas vecinas. De pronto, al filo del segundo tiempo, reparé en qué lugar estaba y me pareció increíble. Era, efectivamente, como un cinema. Uno al lado del otro, guardias, presos y enfermeros, como corporizando el nuevo espíritu de la Sala. Cuando llegaron los primeros regalos solicitados al público, de los propios presos surgió la iniciativa: - Oiga, don Lucho... ¿y alcanzará para darles algo a los guardias? Los enfermeros estaban descontados. Hablé con Parodi. Sí, naturalmente. Si alcanzaba, era justo comprender también a los republicanos en el reparto. Y alcanzaba demás. Solamente en ropa teníamos una parada completa: Zapatos, medias, calzoncillos, camisetas de verano e invierno, pantalones, camisas, zapatos de mujer (para regalar a las señoras) y dos enormes bolsas de juguetes, sin contar el inmenso número de panetones, turrones, dulces, mermeladas, gomas de mascar, chocolates, ¡vaya uno a recordar!, que se recibió por aquellos días. Hacia el 23 de diciembre San Camilo era otra cosa. Parecía una clínica y se había convertido, sin duda alguna, en la Sala más moderna del "2 de Mayo". Charolito se paseaba feliz, en su silla de ruedas, sobre el nuevo piso, revisando la pintura que él, como profesional, había dirigido junto con el padre Miranda. "¡Así vale la pena estar preso, don Lucho!", decía, satisfecho el trujillano del once. Pero no faltaban las dificultades. Estaba programado que las esposas de los médicos presidieran el reparto, según costumbre de todos los años, "de su propio bolsillo", como aclaró algún preso con reconocida admiración. Y dado que yo manejaba aquella complicada maquinaria de paquetes ("A ver, cada uno tiene que poner en estas recetas sus medidas de zapatos, camisas, etc...!") cuya responsabilidad me obligaba a estar en todos los detalles, en vísperas de la Pascua, muy temprano, vino a tocarme la puerta el Chino del primer cuarto con una advertencia: - Padrino, sería bueno hacerlo cagar al cinco de una vez, para evitar que mañana malogre la fiesta con su pestilencia. 99
- ¿Cómo? - Que lo hagan cagar, pues. Su purgante, cualquier desquite, pero que cague bien completo hoy día, cosa que mañana no le quede nada, más que puje... No comprendía bien y me lo explicaron dos o tres. El hombre sufría una relajación contumaz de esfínteres y cierta particular fetidez excrementicia que le había ganado una dudosa reputación en diversas cárceles. "Se caga cuando uno menos lo piensa, padrino. La vez pasada, fíjese, un moribundo se iba a casar in artículo mortis, que le dicen, y el cinco estaba en el mismo cuarto con él. Y de repente se mandó una cagada que hasta el propio novio agonizante quería levantarse para salir a respirar. Allá todos lo tienen fichado y a la hora de visita ya sabe que se va al baño, porque si se caga en el cuarto, delante de la señora de uno, por ejemplo, ni la Virgen Santísima lo libra del monograma..." Hablé con Andrés, el enfermero. "Sí, don Lucho, efectivamente, el cinco sufre ese problema... en cualquier momento le viene. ¡Pobre, él no tiene la culpa pero la verdad es que huele a burro muerto". Se rió, cachazudo. ¿Y, realmente, habría posibilidad de darle un purgante, para evitar cualquier sorpresa? ¡No, no estaba ordenado por el doctor Parodi y, además, el enfermo no lo necesitaba...! Hicimos junta médica los presos y planteadas las cosas en el terreno de la realidad, fue el propio Chino quien dio la solución: -Yo al cinco lo cuadro y le hago tomar su vaso de lo que sea, pero ustedes me consiguen el purgante... - ¿Cuál es bueno? - pregunté. Hubo muchas opiniones. Aceite de castor, recomendó uno y de ricino propuso el otro. "Mitad y mitad" fue la solución salomónica y, explicado a los guardias el problema, no resultó difícil conseguir la pócima en menos de una hora. Medio litro de cada especie, todo en una inmensa jarra de plástico que usábamos en San Camilo para el agua de boldo. "Chino, a lo tuyo", dijo un causa. El interfecto recibió la jarra y se fue con ella a la primera sala. 100
Llegando del asilo en la embajada chilena, al Hospital “2 de Mayo�
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- Suave, Chino - le advirtieron. - Tranquilo, don Lucho. Estoy en mi alfalfa y no hay problema. Al ratito salió con el cinco y pasaron juntos al baño. De refilón se escuchó la voz quejosa del beneficiado. "¡Es mucho, pues, un litro... ahí está bien"!, y el apremio del Chino, viejo capo retirado a sus cuarteles de invierno, "¡Toma, huevón, hasta la última gota!", que no le perdonaba al cinco el haber tenido que gastarse ochenta soles en un frasco de colonia para evitar que el olor a mierda "se le pegue en el vestido a mi señora". Volvió solo. Buscó una silla y periódicos. Luego regresó al baño. Después explicó: "Ahí le dejé silla para que descanse y periódicos para que lea y se limpie bien cuando le haga efecto. Ya le advertí que del baño no me sale hasta que cague bonito y que hasta pasado mañana no me come ni medio pan... ¡Qué tal culo de cristiano, Dios mío!". Teníamos todo listo. Por ese entonces nadie pensaba que pudiera fugarme -ni yo tampoco- y la Republicana me daba ciertas facilidades para el ajetreo de la Navidad. Salía al jardín, vigilado discretamente desde lejos, cuando caía el sol y el aire se llenaba con la fragancia de las rosas y los jazmines. A las seis corría el viento desde atrás y se podía respirar a pulmón batiente porque el mortuorio estaba adelante, a la izquierda, y no había el peligro de "comerse un muerto por la nariz". Era una hora conventual y todos los días, con las primeras sombras y hasta las siete, recaminaba el triángulo de moreras con mis pensamientos bajo el brazo, rumiando cosas y navegando en mis propios mares, ajeno al cauteloso mirar de los centinelas y de los gatos chuscos ingenuamente engordados por la madre Rosalía para que, sin saberlo ella, el carpintero del hospital y sus cofrades se los comieran sistemáticamente -morrongo estofado a la cacerola- cuando pasaban de los tres kilos. Una vez me invitaron pero no acepté porque me pareció un sacrilegio contra la cultura egipcia. Días antes, cuando se moría el tres -roble de sesenta años talado por el cáncer- vino la mujer (quien vivía con otro desde el comienzo de la condena) creyendo que su marido ya estaba a la diestra de Dios Padre, y se encontró con el prójimo en las últimas, respirando como un fuelle estentóreo. Tenía el vientre hinchado, amarillento, casi a punto 102
de reventar, igual que un odre venoso repleto de muerte fétida. Estaba empachado de agonía y "pariendo su certificado de defunción" comentó el nueve- pero en sus cabales, sin delirio ni incoherencia. Vino el cura. "A la mierda... déjenme morir tranquilo". Viejo fuerte, duro, de ñeque y madera antigua. Cuando vino la mujer le clavó encima los ojos, como dos uñas de vidrio negro y sin soltarla siguió su paso remiso hasta que atracó frente a él, justo en los pies de la cama. Se miraron. "¿Qué quieres aquí... puta desgraciada?!" Era el odio irrecusable, sin concesiones, de los que saben odiar a fondo. La mujer miró a todos en semicírculo pero no encontró sino rostros duros porque "sus razones tendrá el hombre para darle forata en un momento de éstos". Éramos diez o doce y lo veíamos morir como acostumbran los presos, para aprender entre difunto y difunto "cómo es la cumbianga de quedarse tieso". - ¡Lárgate, puta... lárgate he dicho...!. ¡Por ti me encanastaron, puta, y a buena hora vienes... ¡enfermero! - Mejor se va, señora -aconsejó el Chino, añadiendo, sabio- regrese más tardecito y ya lo encontrará frío al pobre... porque está en el último rollo y la cosa es corta... Salió la mala hembra y lo calmaron: "Ya, tranquilo, compadre, que no hay problema... póngase a morir en paz y no se altere, que aquí lo acompañamos...". Arrojaba el aire como enfriando una respiración que le quemaba las entrañas. Parecía un enorme buey fatigado y ya boqueaba, pero siempre con la maquinaria en su sitio, comentando: " ¡Buena concha... a la hora que se acuerda de uno... chuchumeca!" Me cansé de mirar porque el candidato la hacía demasiado larga y necesitaba escribir unos artículos. Como siempre ocurre, fue en esos momentos cuando palmó la víctima pero me contaron que se despidió con una desinflada impresionante. La barriga le quedó chata de aire y el tumor se le venía “clarito, don Lucho, como un panetón de a veinte libras...". Más bien lo vi sacar del pabellón y, curioso, tenía el pene levantado bajo la sábana. Como un alarde final de que podía. O "como una protesta por sus ocho años de prisión sin catre*'. Lo conocían pocos. Era de una cárcel provinciana y apenas fue cliente de la casa tres días. Los suficientes para morirse en regla. Recién el domingo le sentimos el olor, por la mañana, cuando el viento corría del mortuorio 103
a San Camilo y nos llenó la Sala con un sabor dulcete a muerto podrido en firme. Era él. Uno aprende a conocer estas cosas y a diferenciar cómo huelen los negros, los indios y los blancos. El gusto a chifa descompuesto -"mermelada de fiambre", lo llamaba el piurano Floresvenía de la nariz a la garganta y se pegaba, como un raro condimento, en las comidas. Allí, en la familia, había párceros con olfato perito que olisqueaban el aire como quien cata vino, para terminar afirmando casi despectivamente: "Ese no es de los nuestros" y rechazar de plano la mercadería que importaba el viento. "Santo y bueno respirarse a uno de la gallada, pero tener que cargarse el huele con todos los muertos del hospital... ¡qué tal raza!". La mujer del viejo regresó en el post morten a recoger las cosas del finado -cuatro porquerías- que eran suyas legalmente porque estaban casados "con papeles y todo". Yo ya le tenía su paquete al hombre (camisa, pantalón, y el resto) pero no se lo di porque, si la había puteado, premiarla encima era como hacerle trampa al ido. Y en la cárcel hay que jugar limpio hasta con los muertos. Es la ley. Digo, la ley del preso, que sí se cumple sin pendejadas. No como la otra, la de afuera, "que esa la hicieron entre compadres". ¡Si cada uno estuviera en su lugar... a tu jaula, Paula! En sustitución del finado trajeron un cholo panzón que, felizmente, andaba sobre las medidas de su antecesor y no hubo mayor entrevero en ajustarle prendas. El 24 en la tarde vino Parodi con Hinostroza, para saludar por Nochebuena y ver si faltaba algún detalle final. Todo en regla menos la atmósfera, porque había un olor tan desorbitante que no dejaba pensar con claridad, el Chino me guiñó un ojo. Comprendí. Era el cinco, en plena labor de evitarnos un huayco navideño. Charolito estaba impresionado. - ¡Carajo con el hombre... palabra, Luchito, que no ha dejado una mosca viva en el reservado... ni que el puta cagara penicilina! Y eso, que recién está por la tercera cosecha... Se le dio a Parodi un informe detallado de la ceremonia, fijada para el día siguiente a las doce. Las señoras vendrían temprano a finiquitar los adornos, amarrar paquetes y esas cosas de mujeres. Luego, en tres camillas largas haríamos el reparto. "¿Todos los paquetes listos?". Todos, inclusive los de tres que tenemos con oxígeno y uno del serrano que está con la carcancha encima. "¿Alguna 104
novedad?". No, nada especial. "¿Y ese olor tan pestilente?". Un desagüe atorado, pero lo estaban arreglando. - ¿La Republicana recibirá lo suyo? - ¡Por supuesto...!. Alcanzará para dos relevos completos, aparte de los enfermeros. Sobran diez paquetes... tú dispondrás qué hacer con ellos. Han traído una bolsa con billetes... y también hay el sobre cerrado que me trajo un cura. Se lo dieron en confesión para enviármelo. Creo que también es dinero, como el otro. ¿Qué hacemos con esto? "Repartirlo entre los presos", sugirió. "Y algo para los enfermeros", añadió un párcero agradecido. Así quedamos y todo se dividió en veintisiete partes. Cinco enfermeros y veintidós clientes. Éramos veintitrés, pero yo no me contaba por razón de principios. Ni un panetón recibí (para la Historia) evitando que alguien me acusara de meterme a promotor buscando "la mía". ¡Porque en este país hay cada hijo de puta por parte de padre! Los dos médicos recorrieron la Sala en su integridad, saludando a los presos y deseándonos -¿qué otra cosa podían hacer?- "una feliz Nochebuena" aunque nos sabían enfermos y jodidos. Especialmente a los cuatro pasajeros que estaban haciendo cola para su transferencia al mortuorio. "Mañana tempranito las señoras", les recordé a Hinostroza y Parodi cuando salían al aire libre. Había mucho trabajo para faldas en los paquetes. Y el regalo era cosa de hacerlo bien. Nada de segundilla ni a las patadas "porque uno estará hasta el perno, pero tiene su dignidad...". Alfredo me dio un abrazo - Tú ya sabes... todo mi afecto -dijo, y bromeó- ¡Recuerda que estás resfriado. No salgas mucho por las noches... acuéstate bien temprano... - Y tú no operes en estos días, para que salves unas cuantas vidas... Nos reímos. Gran cirujano, Alfredo. Con Hinostroza fue igual. Me sabían inocente y me respetaban. Como yo a ellos, que los sabía -aparte de excelentes médicos- hombres de calidad. Se fueron. Un grillo chilló en la reja y yo regresé a lo mío. Parecía una vieja, contando y recontando paquetes, sacando cuentas, revisando detalles. Pero me trajeron una mala noticia: 105
- Tío, mañana hay fuga... - ¿Qué cosa? ¡No puede ser...!. - Guárdese el yara porque me cuesta un viaje, pero hay fuga. Y de tondero, porque el piurano está en la colada. Su paisano... También están el negro corbinero, ese de la primera sala. Y el seis, que la juega de pensar en la señora, cuando lo que le anda en la maquinaria es el escape... Ya tienen todo listo, hasta los pantalones bajo el colchón y zapatos, que les trajeron sus mujeres, uno por uno, entre las piernas. Además, tremendas chairas... - ¿Y la Republicana? Meneó la cabeza. - Cosa resuelta. Piensan cuadrar a la mujer de Parodi, cuando entre con los regalos. ¡Y quién se mueve, estando la señora del Director terciada con un naipe en la garganta? ¡Estos lo hacen, tío! ¡Y nos van a reventar la fiesta! Bueno, ya usted sabe... no sabe nada... El plan era completo. Proyectaban enfilar al sub-oficial y usarlo de carnada para enmarrocar a la guardia con sus propios fierros. Después el resto era cosa de salirse tranquilamente, vestidos de calle y con todo el mundo encerrado en San Camilo. Buen renglón pero ¡las huevas! Primero, por la señora de Alfredo, que podía descontrolarse y los tipos, de cortar, cortaban. Después mi trabajo y tanto esfuerzo al agua por culpa de tres pendejos ociosos, que ni siquiera un clavo habían puesto en la pared. ¡Ni hablar! Mandé llamar al de Piura. - Paisano -le dije- ¿dónde piensa usted dormir mañana? No la paró del todo, pero la olió. - ¡Pues en mi cama, guá! ¡Qué, le vinieron con algún cuento? - ¿Cómo qué, por ejemplo? Me miró en rayos equis, con una lejana sonrisa exploradora. Cerró la puerta y nos quedamos a solas de orejas indiscretas. "Siéntese -le recomendé- que, a lo mejor, hay para hablar su ratazo...". Lo hizo. Se 106
acomodó y volvió a mirarme, pero con más cautela y ya sin la risita. "Mande, don Lucho... ¿decía?". Estaba serio como burro cargado. -No decía. Recién digo... Y digo que ya lo supe. Todo. Hasta el menor detalle. Y no ponga esa cara de soñado, que está como quien le debe al santo. - ¿Quién le contó? - Cosa mía. Pero lo sé y como "primero paisano que Dios", lo he llamado para conversar entre nosotros antes de ver qué medidas tomo. Ladeó la cabeza, incrédulo. - ¿Qué, piensa dar parte? - ¿Me crees capaz? Levantó las manos, como ante una pistola. - ¡No, Ave María... ¿quién ha dicho semejante cosa? Yo nomás le pregunto para saber. - Y yo le pregunto porque ya sé... Mire, paisano, a mí no me van a cagar la pechera con la fuguita esa... y menos en la forma que está planeada, porque eso de apoyarse en mujeres no es cosa de machos. Francamente, me admira en usted, siendo piurano. - ¿Yo? ¡Guá, si la idea fue del negro... que él cuadraba a la señora y nosotros nomás nos íbamos, cada uno por su lado. ¡Porque, también, uno tiene ya sus treinta meses y ni lo juzgan... por un par de vainas! ¿Hasta cuándo? - Nadie le discute sus razones sino el momento. ¿Sabe que hemos reunido más de un millón en regalos para la Sala y para los presos con sus familias? ¿Una fuga de ustedes a cuántos perjudica ahora? Y, luego, la señora de Parodi, que el negro la puede cortar porque es muy bruto... ¡No, señor! No hay fuga y le advierto que si usted se mete, se jode, con y sin paisano. Usted sabe que yo, de andar en denuncias no soy… y que por mí nadie tendrá relleno de lo que se traen, pero le repito, ¡no hay fuga! Las señoras no entran, el reparto se hace uno por uno, en la reja y como hay regalos para dos guardias completas se las 107
tienen que jugar con veintiséis republicanos en la puerta. ¿Cómo la vio? Se encogió de hombros. Respiró profundo, desalentado. - ¡También... treinta meses y a uno ni lo juzgan... ¡Luego, ¿cómo sé sale uno si ya está conjurado? ¡Guá, será para que lo llamen a uno de traidor y todo eso...! Hizo una pausa, pensativo. Luego se arreó. - ¿Y qué les voy a decir? Digo, para salirme. - Usted no dice nada. Se queda tranquilo nomás. ¿No hay que a la señora quieren cuadrarla cuando entren ¡No entra, y se acabó! Pero usted no se meta... se lo digo de puro paisano, ¿me entiende? Deje a los otros dos con su mentecatada en el aire... Bajó la cabeza. Me miró desde allí, hacia arriba. -Los otros tres, más bien, porque somos cuatro. - No me interesa saber quién es el otro. Problema suyo. ¿Cuántos hijos tiene usted? Digo, de la mujer que lo visita. - Cinco. Dos grandecitos y tres churres. ¿Por qué? - Ahí tengo unos juguetes para ellos. Y unos zapatos para la señora, también. Mañana se los doy. ¿Bueno? -le extendía la mano. Sonrió, resignado. Extendió la suya y nos la apretamos de hombre a hombre. "Bueno", murmuró. Abrió la puerta y salió del cuarto, dando acceso a una bofetada de aire pútrido que el ventilador hizo rebotar contra las paredes. "¡El cinco -pensé- qué salvaje...!". Pero, en fin, al menos estábamos seguros de pasar la Navidad sin mal olor en San Camilo. Claro que, en la noche, cuando preparamos chocolate para todos y al cinco se le hacía agua la boca por una taza, con su gran tajada de panetón, me dio pena y estuve a punto de ceder al mudo ruego de sus ojos, pero los de mayor experiencia me advirtieron: "¡¿Chocolate?! ¡Ni soñar... se le descompone como cadáver en el estómago y le basta un pedo para arruinar la fiesta. A ese no hay que 108
curarlo sino hacerle la autopsia directamente...!" Al rato pasó al baño. Tenía razón. Un litro era demasiado. Hasta para él. Por la fecha, nos quedamos de tertulia con enfermeros y guardias sobre muy alto de la madrugada. En aquellos días comenzaba la gran ofensiva de mi espondiloartrosis que habría de tumbarme casi dos meses, inmóvil, sobre la cama. Ya no podía dormir sin inyecciones y el dolor acentuaba otros problemas circulatorios hasta hacer un cuadro clínico alarmante. "Mire usted -me había dicho alguien, allí- tal como está la situación el Juez no va a firmar su traslado al Hospital que han recomendado los médicos. Contra usted no sólo hay lo que hay sino lo tienen entre cuatro fuegos, incluyendo a muchos de sus colegas, que no lo pueden ver porque son unos cabrones. Olvídese del traslado, porque no lo va a conseguir". Pero yo pensaba de otro modo y sabía, exactamente, lo que debía hacer, en el momento oportuno. "Vea, yo voy a esperar -le respondí- hasta determinada fecha. Luego tomaré una decisión. Mientras tanto no crea que estoy cruzado de brazos. Yo no perdono jamás, mi estimado. Ni olvido. Y esto que me han hecho lo van a pagar muy caro. Mucho más caro de lo que puedan imaginarse…". Para hacer cualquier cosa en la vida sólo se necesita testículos. Y nada más. El resto viene solo, por su propia cuenta y en materia de eso andaba tranquilo porque yo sabía, repito, lo que era necesario hacer. Por la mañana me despertó Andrés, con las sábanas limpias, el "!Felices Pascuas!" y la novedad: - Ya son más de las nueve, don Lucho... Llegaron el doctor Parodi y el doctor Hinostroza con las señoras, y ya están trabajando en los paquetes, pero... ¿sabe lo que se ha descubierto? ¡Una fuga! De casualidad, cuando el negro del dos, en el primer cuarto, se volteó a recoger algo del suelo y destapó un pantalón con una chaveta que tenía bajo el cuerpo... lo vio un guardia y le avisó al doctor Parodi... han hecho un registro y encontraron a tres que se van ahora mismo, de alta, al Sexto... y seguramente a la Isla... pantalones, zapatos, chavetas... tenían todo listo... - ¿Tres? ¿Y quiénes son?.
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- El dos, el seis y el uno, todos de la misma carnada. Ya se los están llevando y quieren saber si les van a dar sus regalos... ¿usted qué piensa? No estaba el piurano entre ellos. "¿Cuánto tardarían en despacharlos?" Una media hora. El tiempo para bañarme, afeitarme y eso. Me incorporé, salí y al tiempo dicho estaba con Alfredo, que me dio la noticia. ¡"Una fuga!. ¿Qué te parece la idea de estos zamarros, en un día como hoy... no respetan nada!". Llamó al sub-oficial. "Oiga usted, ¿qué esperan estos hombres para largarse de aquí... a ver, un minuto para vestirse o salen como están!". El negro se acercó a la reja y se dirigió a la esposa de Parodi: "Señora... ¿y mi paquete me lo van a dar?". Me miraba el piurano desde atrás. ¡Pobre gente! ¿Por qué ese hombre, delincuente empedernido, no sabía leer ni era un médico o un ingeniero o un abogado, o algo digno en la vida...?. ¿Por qué había entrado por primera vez en la cárcel a los diez años, cuando otros niños crecen felices en el colegio? Ahora estaba prendido como un peligroso gorila en la reja de San Camilo, extendiendo la mano al mismo ser que, de no haber fallado su intento, habría colocado una cuchilla en la garganta. Recibió lo suyo y sin un "¡Gracias!" cruzó la reja hacia el presidio. Quince días después lo tendríamos nuevamente entre nosotros, con una puñalada en el pecho, recibida en pago del chavetazo que él le diera a otro preso. El seis, alabancioso, mago de la lengua y con una dignidad que no era sino cascara -"Que se metan sus regalos al culo... yo no quiero nada!"- llegó también por su paquete, sumiso, pidiendo un panetón extra "para mi hijita enferma". ¡Descarado!. "Yo no puedo soportar al preso sinvergüenza- decía Charolito cuando filosofábamos sobre el tema- porque todo se puede ser en esta vida pero con cierta clase, Luchito. Siempre hay que preguntarse por qué delinque un hombre antes de juzgarlo. Digo, de juzgarlo la gente, porque en los Tribunales poco les importa sepultar a un hombre en vida... mas que sea por robarse una gallina... Yo soy ladrón, lo admito. Pero es la necesidad, que lo pone a uno en el trance. Nadie nace ladrón. A uno lo hacen ladrón precisamente los honrados". Pasó el tercero maldiciendo al negro por "dejarse ver como un cojudo" y desbaratar la fuga. Luego partió la caravana de guardias y presos. San Camilo quedó libre de peligro y la Navidad siguió su curso, tal como lo habíamos planeado. Pasaron las camillas, que apenas se podían mover bajo el 110
La visi贸n exterior de San Camilo. Saliendo, Jorge Enrique Angell, a los quince a帽os de edad
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peso de los paquetes. Presos, enfermeros, guardias, todos ayudaban. Cada enfermo, rodeado por sus familiares, parecía un Papá Noel entre turrones, panetones, camisas, medias, zapatos y cuanto diablo inventó la humanidad para cubrirse el pellejo o forrarse por dentro. En el primer cuarto, el cinco, pálido por la deshidratación y la falta de comida, olía a colonia, que el Chino le había derramado generosamente, en la cabeza y las nalgas, "por si las moscas". - Le advertí de nuevo -me tranquilizó- ¡una cagada ahora y será la última que hagas en tu vida! No hay peligro, don Lucho. Además, ¿de dónde va a sacar el pobre si hasta se le ven las costillas porque debe estar con la barriga en cero? En el segundo cuarto estaban todos completos. El piurano con la mujer y los churres me miraban de lejos. "Permítame, señora" le ofrecí unos zapatos a la china-chola, también paisana, junto con una bolsa de juguetes para la infantería. Sonrió el marido. "¿Todo bien?", le pregunté. "Bien", repuso, sabiendo que nuestro secreto andaba en buenos labios. Me asaltó una duda. "¿Y el equipaje de la salida frustrada?". En la basura, al fondo del barril, donde ya ni los perros lambiscones podían encontrarla. Le di un panetón extra al paisano y unos chocolates más, para los hijos. Debilidades de la tierra, que tiene uno a veces. Pero cosa de hombres. Que lo expliquen la sangre, el algarrobo, los abuelos, quien pueda. Uno hace lo que debe hacer, y basta. Los tebecianos -tres con oxígeno, "una pata en el otro mundo y la otra sobre una cascara de plátano", como decían ellos mismos- eran los más felices con la avalancha de gentes y regalos. Tenían pocas visitas "porque hasta los hijos se asustan de la tuberculosis, don Lucho" y casi todos andaban con el bolsillo en las últimas. Como los pulmones. Recibieron más efectivo que los otros presos, pero bajo cuerda, porque hay personas que no entienden ciertas cosas y -la verdad- también paquetes más grandes porque tenían la vida más chica. Tomaban las cosas delicadamente, con las puntas de los dedos. Tal vez para no asustar a las señoras, por el contagio, o tal vez admitiendo como algo irremediable su condición de parias. No respiraban, casi -"la más alta concentración de bacilos de Koch, por metro cúbico, en el mundo"- y uno se preguntaba si eran los paquetes o la presencia de seres humanos cordiales, abiertos, sin prejuicios, lo 112
que hacía la transitoria felicidad de nuestros ocho compañeros tísicos en San Camilo. "Tío -me tocó la puerta uno de ellos cierta noche¿podría prestarnos su ajedrez?". Le entregué la caja. Y jugaba con ellos. A veces poniendo el tablero sobre una cama, mía o del grupo segregado. A veces en la mesa que servía de base a un San Camilo apoyado en Jesucristo, con menos cara de santo que de preso apaleado por el destino. También les prestaba los naipes y cuando se iban de alta, "con los pulmones a otra parte", se llevaban tablero y barajas como un recuerdo que no tardaba en figurar dentro del inventario: "El fallecido tenía al morir, en su poder, los siguientes objetos personales...". ¡Cómo estaban alegres los ojos tristes de aquellos ocho hombres, náufragos en una isla rodeada de prevención por todas partes! ¡Cómo necesitaban un amigo, una palabra de mujer, el calor de una sonrisa y el aliento fresco de alguien que les hablase a pocos centímetros de la cara, sin profilaxia ni miedo...!. Eran ocho el 25 de diciembre, seis para el Año Nuevo, cuatro para la Bajada de Reyes y, luego, otra remesa de albatros moribundos, con las alas quebradas sobre la espalda sin pulmones. Y, de nuevo a comenzar: Ocho el quince, seis el veinticuatro, cuatro el treinta, ocho el primero, seis el diez... hasta el infinito. Se morían de a pares y en los otros cuartos se indignaban con ellos porque siempre arrastraban un tercero para cumplir el maleficio de los tres por tanda. "¡¿Por qué no se morirán entre ellos solos, carajo...?!", me decía, una vez, el once, que fue precisamente quien completó la cuenta del tercero por irse, cuando se le atracaron los riñones y la uremia se lo llevó a marchas forzadas... Regresamos al consultorio con las camillas vacías. Tan vacías como el corazón porque esta es una alegría que estruja el alma. Y otra vez la realidad concreta de la cárcel: La reja pintada de blanco, pero reja. El guardia con sus regalos, pero guardia. El preso con sus familiares, pero preso. Y yo, con el espíritu libre pero el cuerpo cautivo de la canalla solemne y miserable. Yo, a mil kilómetros de distancia, a un millón de kilómetros de distancia. En el éter, flotando, lejos de todo aquello que terminaba de morir también. San Camilo pintado, limpio, equipado con todo lo necesario y los presos felices con regalos que muchos no llegarían a usar jamás. Pero, ¿cambia acaso la muerte, si está pintada de verde o azul? No, no era la libertad lo que me empujaba el alma fuera de San Camilo. Ni el recuerdo, ni la esperanza, ni la 113
melancolía... Era el saber que se vivía en un mundo donde esta clase de gente podía quitarle a uno la libertad. Mientras tanto, ¡Qué carajo importaba el nacimiento de Cristo, si después de veinte siglos todavía existía San Camilo...!
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VII Supe que habían detenido a Ramírez por boca de un funcionario policial que, presumiblemente, era amigo mío. Al comienzo la noticia me pareció lejana, pero mi sorpresa llegó al estupor cuando el "amigo" aclaró su información: - Es un asunto relacionado contigo… por un libro del Parlamento o algo así. - ¿Conmigo... el Parlamento, Julio Ramírez? ¡No puede ser! - Está preso hace días. De pronto recordé. Por lo menos, el asunto central a que mi informador parecía referirse. ¡Eso fue en el sesentiseis... sí, Julio patrocinó con su firma un contrato de edición para algo en el Parlamento... claro, yo mismo hablé con él porque se trataba de amigos míos... ¿cuál es el delito o por qué razón lo han detenido? Eso debe estar entregado hace mucho tiempo...". No sabía más o, en última instancia, no quiso decir más, excepto que Julio estaba preso en la Avenida España, cuartel general de la PIP. Llamé por teléfono. "Tienen que hablar con el señor fulano de tal", me dijeron, pero añadiendo que sólo era posible comunicarse con él a las cinco de la tarde porque estaba en comisión. Fui a casa, donde encontré un recado de la señora Ramírez. - Llamó desesperada. Dice que han detenido a su esposo y que él le ha pedido buscarte pero que recién hoy consiguió tu número telefónico. Traté de explicarme lo que recordaba del asunto, porque ni yo mismo entendía cómo podía haberse derivado aquello en la prisión de Ramírez al cabo de tanto tiempo. ¡Tres años! Luego, esa gente había comprado el papel, el plomo... había comenzado a trabajar en el libro... Además, Ramírez nada tenía que ver directamente con el contrato. Por lo menos, hasta donde yo sabía. "¿Y dónde están ellos ahora?", 115
preguntó alguien. "¡Vaya uno a saber... no los vi más desde esa época! Pero ahora mismo me pongo en movimiento para averiguar qué pasa con todo esto". A las cinco, el señor de la PIP seguía en una misteriosa comisión pero alguien de su oficina me dio la información necesaria: "Ramírez está detenido hace tres días por orden de la Policía Fiscal, vía Ministerio de Gobierno. Allí le pueden dar más detalles". No conocía al Director de Gobierno pero me recibió en su oficina alrededor de las seis, cuando me presenté a buscarlo. Ya había reconstruido, como un rompecabezas lleno de telarañas, las circunstancias en que, Julio Ramírez, interviniera en un contrato del Parlamento con el grupo de Pedro Magallanes, Zinho y los demás. Le hice una explicación pormenorizada, concluyendo: "Vea usted, yo no sé por dónde pueda existir un delito en todo esto, ni cuál es la razón que ha determinado el encarcelamiento de Ramírez, pero le aseguro que la policía está en un error. Ramírez nada tiene que ver con el libro. Prestó su firma a un grupo de amigos y nada más... Por otra parte, hace tres años de esto. Ese libro debe estar entregado. Y, si no lo han hecho aún, tampoco hay delito porque, hasta donde yo recuerdo, el contrato no señalaba plazo fijo de entrega..." El Director de Gobierno fumaba su pipa mientras oía mi relato. "¿Quiere usted una taza de té...?", me ofreció. No, gracias. Mezcla de Watson y Sherlock Holmes, el Director hizo unas consultas telefónicas. "¡Humm... aja... Hummm... sí, muy bien... Gracias...!" Volvió a ofrecerme té. No, muy amable. Me interesaba Ramírez. - Vea, Julio sufre del hígado o los riñones, no sé... y ha estado un tiempo en el hospital... me dicen que lo tienen sentado en una banca hace tres noches y eso es grave para él. Le repito, es un hombre inocente. Además, aquí no hay ningún delito... Decapitó el aire con un rápido movimiento horizontal de la mano extendida. - Mire usted, efectivamente, está preso por orden de la policía fiscal, en las oficinas de la PIP... pero este problema sólo puede resolverlo el Ministro Artola... hable con él... ¿Dónde lo podría encontrar... en su Despacho? No, estaba fuera y nadie sabía su hora de regreso al Ministerio. "Mañana temprano, desde 116
Con las monjas del “2 de Mayo”
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las ocho, puede usted tratar de verlo" ¡No, no, Ramírez estaba enfermo y yo tenía una obligación moral con él. Era mi compañero de colegio.... un hombre decente y, por encima de todo, ajeno a cualquier problema relacionado con el contrato. ¿Podría darme el teléfono del ministro Artola, para llamarlo a su casa? No había inconveniente. Apunté. Veinte minutos más tarde estaba al habla con su esposa. Me identifiqué. "Señora, a sus órdenes... la molesto por lo siguiente…” Le expliqué la situación en detalle, le di mi propio número telefónico y le rogué transmitir al ministro el objeto de mi llamada. Luego traté de localizarlo en otras partes. Imposible. Pasé por el departamento de Ramírez pero no había nadie y volví a casa con la mortificación de no haber podido hacer algo concreto para ayudarlo. Esa noche tenía una comida con varios amigos pero decidí no ir, esperando cualquier novedad sobre el asunto. Las doce. Nada. Me acosté. A las siete de la mañana me llamaron. Contesté yo mismo. - Buenos días. Habla el General Armando Artola, Ministro de Gobierno... - Buenos días... ¿sí...? - Mire, anoche llegué muy tarde y recién ahora mi esposa me ha transmitido la preocupación de usted por su amigo Ramírez. Me he interesado en el caso y lo llamo para comunicarle que en este momento estoy ordenando su libertad. - Muy amable, general. Es una cosa justa, como habrá podido ver. Le agradezco muchísimo la llamada. - No hay nada que agradecer. Buenos días. Cortó. A las nueve llamó la mujer de Julio y le comuniqué la noticia. Lo cierto es que su marido recién fue liberado a las seis de la tarde pero, en cualquier caso, el problema parecía resuelto. De todos modos, creí oportuno dejar la situación en claro y a las once fui al Despacho del general José Benavides, Ministro de Agricultura y antiguo Jefe del Servicio de Inteligencia. Había algo en el aire que no me gustaba del todo. Ese hombre de la Policía Fiscal hablando como en una velada amenaza, la prisión de Ramírez... la propia llamada de Artola... algo, en fin, que el instinto me aconsejaba despejar cuanto antes. Benavides me recibió de inmediato y entré al tema sin rodeos. 118
- Pepe, ¿qué pasa con Ramírez Miller? Bajo, de mirada punzante, con la boca como escondida entre la nariz, al flamante ministro no pareció sorprenderle mi visita. Es más, parecía estar esperándome. Desde su portafolio, Agricultura, nada lo relacionaba con la edición de un libro en el Parlamento pero, sin embargo, conocía el caso hasta en sus menores detalles. Me dio la versión oficial: - Mira, Luis Felipe... Ramírez firmó un contrato de edición con las Cámaras hace tres años. El contrato no se ha cumplido. - No tiene fecha fija de entrega... ¿cuál es el delito? Todos los editores de obras para las Cámaras tienen el mismo problema de no encontrar dónde reunir el material. Hay imprentas, Rávago por ejemplo -o Torres Aguirre y Torres Gonzales- que han tardado hasta cinco años en cumplir un contrato... pueden ver las fechas... sin que a nadie se le haya ocurrido considerar eso un delito. - ¿Cuál es tu intervención en todo esto? - La que conoces. Julio hizo una declaración ante la Policía Fiscal. Naturalmente, no he podido leerla pero supongo que Ramírez habrá dicho las cosas como son. El prestó su firma comercial para que un grupo de amigos míos consiguiera la edición del libro... Me consta que con un adelanto recibido compraron papel, cuero, plomo y otras cosas... han pasado tres años... ese libro debe estar entregado, Pepe... Meneó la cabeza con una imperceptible alegría. - No, Luis Felipe. No ha sido entregado hasta la fecha. - Pues habrá que buscarlos... digo, a los editores, y pedirles que apuren el trabajo... ya deben estar en las finales, supongo. Volvió a negar con la cabeza. - No nos interesa un libro sobre el Régimen anterior. Además, habría que pagarles, encima, lo que les falta cobrar. - ¿Qué sugieres, entonces? 119
- Anular el contrato. Se valoriza el trabajo que han hecho, se descuenta de la suma recibida, se toma el material no usado... sencillo. ¿Tú sabes dónde localizar a tus amigos? - Haré la prueba, pero necesito unos días, para ello. Hace tres años que no los veo. Tendré que buscarlos. Se puso de pie. - ¡Perfecto! Búscalos, ve qué han hecho, toma los datos y apenas tengas algo entre las manos vienes a verme, ¿de acuerdo? - Muy bien. Salí del Ministerio sin imaginar que me seguían los pasos. ¡Curioso personaje, Benavides... y curiosas las circunstancias que nos habían relacionado, desde que nos conociéramos allá por 1954...! En aquél tiempo no era sino comandante, creo, y segundo del coronel Bossio Collas, que dirigía el Servicio de Inteligencia Militar, a partir del segundo piso en un local de Vargas Machuca, frente a la casa del exPresidente Odría. En los bajos funcionaba una dependencia de Relaciones Exteriores: Extranjería. Algo así como el cementerio del Servicio Diplomático, donde iban a recalar los viejos elefantes de la Carrera, los funcionarios sin influencia o los castigados. Este último era mi caso, luego de un incidente serio que tuve con alguien de rango superior en el escalafón. Apenas si guardábamos relación de saludo con los militares aunque la puerta de ingreso era común y la escalera de ellos. Además, los teníamos en salmuera a raíz del incidente que hubo con un sargento que era furriel del cogollo y pasaba a máquina los informes del SIM. Resulta que el tipo se me apareció una tarde en la oficina, pidiendo copia certificada de unos papeles indispensables para casarse. "Jovencito -le dije- este es el Departamento de Extranjería... sólo tenemos documentos de extranjeros... usted, como peruano, tiene que buscar sus documentos en el lugar donde nació. Se rascó la cabeza, buscando el piojo invisible del desconcierto. - Bueno, señor, es que, sabe... yo soy ecuatoriano. 120
Yo ya tenía veintiocho años y estaba curado de espanto pero la noticia me puso los pelos de punta. "¿Usted qué hace allá arriba?", le pregunté. ¡Casi nada! "Los informes para el Estado Mayor, el Comando Conjunto, la Presidencia de la República... todo lo que es secreto, pues". Le ofrecí un asiento, para sentarme yo también. Lo necesitaba "¿Y si usted es ecuatoriano, cómo ingresó al ejército del Perú?". Pues, sin comerla ni bebería. Se metió por la frontera sin visa, como lo hacen miles, y llegó hasta Lima trabajando de chulillo en camiones del servicio interprovincial. Justo por esos días había leva -contingente de sangre, que le dicen- para ingresar al Ejército de soldado, quieras o no quieras. "¿Sus papeles, oiga usted", lo paró un guardia. No tenía, ¡Al camión, junto con otros desdichados! En el cuartel lo raparon, le hicieron el examen médico, lo vistieron de verde y como sabía escribir a máquina terminó en Inteligencia. Allí, de secreto en secreto, fue subiendo hasta la nuez. Un día se enamoró y ahora lo tenía frente a mí, sentado de lo más tranquilo, como si el asunto fuera con otro. "Espéreme aquí", le dije. Hablé con don Pedro Silva Arrieta, Jefe de la Sección y también tuvo que sentarse cuando le transmití la novedad." ¡No puede ser!", afirmó. "¡Es!", repuse, mostrándole la ficha. Bueno, se armó un revuelo parecido al que hubo en el año 68, cuando descubrieron que había un chileno en la escolta del Presidente. Al siguiente día vino a verme otro sargento. "¿Y éste, de qué país será?", me pregunté. Pero no. Me llamaba el comandante Benavides. Que si podía tener la amabilidad de subir un momentito. Subí, nos conocimos. Su padre había hecho amistad con el mío -años atrás- cuando lo deportaron al Ecuador (antes de llegar a la Presidencia) y entraba al Perú por una hacienda que mi madre tenía sobre la frontera. - ¿En qué puedo servirlo? -le pregunté. - Es por este asunto del ecuatoriano. . . ¿lo ha sabido mucha gente? - Más o menos todo el país. Me extendió un papel. Era una lista del personal subalterno que trabajaba con ellos, civiles y militares. "Necesitamos chequear si alguno de estos nombres aparece abajo, en los registros de extranjería", me pidió. Bajé. Revisamos. Nada. Volví con el aleluya. "Entre los subalternos no hay ningún extranjero más…"… "Gracias dijo- cualquier cosa, ya sabe… aquí tiene un amigo". Quince años más tarde el amigo me tenía preso, acusado de escribir y pensar pero 121
En San Camilo. Felizmente no fue Sarna.
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dándole otro nombre a mi delito: Defraudación al Fisco, para que no hubiera reclamos por la Libertad de Imprenta, de Pensamiento, de Expresión. Mientras tanto me dediqué a buscar por sus viejos huariques a quienes tenían lo del contrato en las manos. Por fin di con unos de ellos. Me explicó la situación. "Tenemos todo. El papel, todo. . . pero fue un lío. Primero, conseguir el material. . . las leyes. Después subieron los precios y tuvimos dificultades para seguir adelante. . . por último Zinho se mandó mudar con Raúl. . . ¡No, no se llevaron nada! Todo está aquí, en Lima, con sus facturas. Vamos, si quieres, para que lo veas". Fuimos. Revisé las existencias. El libro avanzado en más de su tercera parte. . . papel sin usar, en sus envolturas originales, tal como las había visto casi tres años atrás. "¿Las facturas?", pregunté. Ahí estaban. ¿Cuánto queda de papel virgen? Contamos. ¿Plomo sin usar? Pesamos "A ver, hay que sacar pruebas de todo lo que se ha hecho en plomo" Pasamos la tarde entera dedicados a la faena. Por último, los dejé, llevándome un paquete enorme de material para discutir con Benavides los términos en que se realizaría la anulación del contrato. Fui al Ministerio y me di con la primera sorpresa. "El señor Ministro está muy ocupado y no va a poder recibirlo" Me desconcertó. "Mire usted, señor, el general Benavides me pidió que buscara unos papeles... unos documentos... y que se los trajera... Aquí los tengo conmigo, ¿Quiere ser tan amable de explicarle eso?". Fue y volvió. El señor Ministro ya estaba informado y le había encargado decirme que no me preocupara. Que él me llamaría en unos días más. Esperé una semana y, sin resultado alguno volví a insistir. "El señor Ministro está en una reunión y tardará varias horas en salir. ¿No podría usted llamar pasado mañana?" Llamé. "El señor Ministro acaba de salir a Palacio. . . sí, sí señor. . . le di su recado pero no me contestó nada…” Faltaba todavía una semana larga hasta la reapertura de “Expreso". La SIP en Buenos Aires declaraba que "en el Perú se goza de la más amplia libertad de prensa" mientras cerca de mil familias esperaban la llegada del quince (quince de noviembre de mil novecientos sesentiocho), día en que el Gobierno permitiría la salida al aire de las radios Noticias y Continente, y el regreso a la circulación de 123
los diarios "Extra" y "Expreso", tal como lo había prometido el Ministro Artola en una declaración pública. Pero la suerte estaba echada. La máquina trituradora había comenzado a funcionar y un complicado juego de pasiones -la envidia, la cobardía, y los complejos de toda especie- desplazaba sus arenas movedizas hacia el gran día de la venganza. Y de l revancha. Y del odio. Porque aquí, entre los mediocres, no se perdona nada: La Inteligencia, el éxito, la belleza en cualquiera de sus formas y hasta la suerte con las mujeres. Se odia por todo y los unos a los otros. Se odian ellos mismos cuando se saben cómo son y cómo viven sin salida. Enanos. Enanitos. Seres minúsculos para los cuales no quedan sino el escupitajo y el desprecio; seres que necesitan un amo porque viven la angustia de saber que no son dueños de ellos mismos. Mierda y siempre mierda. Toda una eternidad de mierda sobre sus vidas. Porque lo triste, como vine a saberlo hace poco, fue que no se trataba de los militares (quienes, al fin y al cabo, estaban en el Poder) sino de civiles resentidos, acomplejados, llenos de envidias, servilismo y despecho, los que organizaron esa infamia y la presentaron al Gobierno como un supuesto Talón de Aquiles, para silenciarme, en aquellos tiempos, cuando al Régimen le era indispensable acallar el pensamiento de los peruanos discrepantes. Desde luego, hubo uniformes -concretamente uno- interesados en consumar la infamia pero, repito, fue un canallesco grupo de civiles, cuya identidad conozco perfectamente ahora, el que presentó este plato servido en la mesa del más grande (y pequeño) resentido social habido en mi país. A las cinco de la mañana, cuando me afeitaba, sentí de pronto el peligro como algo tangible en torno a mí. Una premonición, una voz, algo me dijo que me acechaban mil ojos. Por un instante me cruzó la idea de suspender el viaje. Pero seguí adelante. Por la ventana abierta del baño vi pasar un gato negro. Eran los presagios y recordé a Julio César. . . Los Idus de Marzo. . . quince de marzo. . . catorce de noviembre. Crucé el Rubicón de mi propio destino y seguí adelante. Salí con rumbo al aeropuerto. Una hora más tarde estaba preso. Se alzaba el telón. 124
VII La cama, demasiado pequeña para mi estatura, me obligaba a dormir en posiciones tan absurdas que poco a poco, tal como lo anunciara Parodi, fue acentuándose el problema de la columna hasta llegarse -en una segunda radiografía- a la evidencia de que la espondiloartrosis se había hecho aguda, consolidando las dos últimas vértebras al hueso sacro y moliendo, prácticamente, los correspondientes discos de la espina dorsal. El dolor era insoportable. Tal vez los trajines de la Navidad o un inadvertido movimiento brusco, no sé, pero lo cierto es que, tramontado el Año Nuevo, comencé Enero cojeando y para la Bajada de Reyes no podía levantarme de entre un paleontológico armatoste de madera que la buena madre Rosalía me había hecho poner bajo el colchón. Tenía, por suerte, un ventilador en el cuarto, de modo que la temperatura del verano incipiente se mitigaba lo necesario como para desviar el mosquerío reinante hacia lugares más atractivos, tales como la abrigada podredumbre de los desperdicios acumulados en un rincón del servicio higiénico, la comida de los presos o una que otra llaga purulenta de esas donde las moscas insisten, con angustiosa perseverancia, en aterrizar. Lanza en ristre, Quijote de infantería, Andrés llegaba por las mañanas, a las ocho, con su inyección cotidiana de vitaminas y calmantes. Luego el termómetro, el pulso y la pregunta poética de todos los despertares. - ¿Deposiciones? -No me acuerdo… yo soy un escritor, Andrés. Pregúntame lo que quieras, del cuello para arriba. Qué pienso, qué proyecto, qué opino… pero no me preguntes sobre las actividades de mi estómago. No tenemos nada que ver el uno con el otro. Sabes… a veces creo que mi atonía digestiva se debe a una radical posición anti-excrementicia en la vida. ¿Deposiciones? Y yo estaba escribiendo un soneto. ¿Deposiciones? Y yo estaba releyendo a Lagervist. ¿Deposiciones? Y yo estaba 125
pensando, con la mirada hacia arriba, fija en las nubes que intuía a través del techo. "¡Pregúntenselo a é1, a mi estómago!", provocaba decir a veces, "¡No a mí, que estoy por encima de los hombros!" Venía el parceraje a conversar conmigo, a jugar ajedrez con el tablero puesto sobre mi pecho mientras las reinas, los peones y los caballos subían y bajaban con la marea irregular de mi respiración disneica. A veces una oferta inesperada: "Tío, me voy de alta y regreso al Sexto. Ya usted sabe mi nombre, tío. . . cualquier cosa, un recomendado suyo y se Io cuido como hijo, para que no lo mortifiquen… yo soy de Surquillo, Chicago chico… y si se trata de algo afuera, aunque sea un volteo, mi gallada responde como cuete. Usted se lo merece…" Algo se les daba siempre. No plata, porque nadie tenía corcho sino para flotar al mínimo, pero sí sus galletas, su lata de leche condensada, su jabón para negociarlo entre los causas futres. "¿Cómo andan las tabas?". Se recogía el pantalón en pasa-ríos, mostrando sus chaplines descocidos y boquiabiertos, como riéndose de la vida. "Ya los ve usted, don Lucho". Le aventaba un par de medias -pata caliente, médico sin cliente- para abrigarse los dedos, cuando menos. Mi cuarto parecía una mesa de redacción donde convergían todas las novedades. Nacionales (de San Camilo para adentro) e internacionales (de las rejas para afuera). Nadie escapaba al cuchillo de la noticia. "Parodi ha venido caliente porque anoche llegó tarde al jato y parece que tuvo lío con la señora" Ni yo mismo, que era el dueño de casa, como quien dice: - ¡Huy, don Luchito... qué cosa... ¿usted con minifalderas?! - Es mi sobrina, zambo. - ¡Ya decía yo... no era posible! Usted, tan serio... Pero el dolor seguía. Fuerte, contumaz, reptando por un archipiélago de puntos neurálgicos en la espalda. Una semana. Dos. Llegó el abogado con ciertos papeles que debía firmar. "¿Qué hay del traslado al Hospital? Tú sabes que aquí no pueden darme el tratamiento especializado que ordenó Cabieses… además, esto ha derivado a la columna…" Se venía gestionando, pero el juez andaba recargado de trabajo, de asuntos por ver, de expedientes que estudiar. Además no quiere hacerlo, sabía yo.
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En una cama centenaria y primitiva de San Camilo. Y por encima de los médicos, del dolor, de las leyes, de los principios, de todo, un pobre diablo tomando cristiana y democrática venganza contra mis vértebras. ¡Si era como para contárselo al propio Jesucristo…!. Pero, qué sabrá Jesucristo de los crímenes que se cometen en su nombre… Supongo que la idea de fugarme anidaba en algún lugar de mi pensamiento, aunque no le había dado una mayor consideración en el orden práctico. Esto es, no tenía planes hechos al respecto. La idea, únicamente, por ahí debía andar, sí, pero nada de elucubrar posibilidades porque mi punto de vista es muy claro sobre estas cosas. Cuando un hombre quiere hacer algo y está decidido a hacerlo, no hay fuerza que se lo impida. Desde luego, se necesita varios ingredientes. Testículos en primer lugar y serenidad, junto con la plena conciencia de que "ficha movida es ficha jugada" y de que, comenzado el juego, no hay retrocesos. Por lo tanto, hacer planes quita tiempo y al final todo viene a resultar de otra manera. Ciertas cosas no esperan y son para comer en el día. Como los mariscos. O como algunas mujeres sin mañana que la vida nos pone hoy mismo entre las manos. Pero hay que hacer las cosas en su instante. Ni antes ni después. Todavía, algunos republicanos se me quejan por la quitada -"Hace veinte años que alguien se escapó de San Camilo, la última vez… y los pescaron a la media vuelta"- cargándome el castigo que le cayó a la guardia y la baja que le clavaron al sub-oficial. Pero la culpa no fue mía, sino del juez. Y a él que le reclamen. Además, yo traté de ayudar en lo posible y hasta me ofrecí a declarar voluntariamente en el juicio para limpiarlo de cualquier olor a la chamusquina de los billetes. Porque ahí no hubo plata. ¡Qué va…! Ahí no hubo sino que yo dije "¡Me voy!” Y me fui. Ocurrió de pronto. La noche anterior, por coincidencia, tuvimos un pequeño fórum entre seis o siete presos, alrededor de un grave, con oxígeno y suero, que recién estaba preparando las maletas para la otra. Temario: Grandes fugas en la historia de la familia. Párceros viejos, experimentados, con muchos años al servicio del sol a cuadritos, recordaban quitadas célebres que para nosotros olían a naftalina, por la manera y el tiempo. Otros, de las últimas promociones, ponían sobre el paño verde las nuevas fórmulas y hablaban con admiración de fulanos saliéndose en cuatro patas por los techos, como gatos, o 127
zumbando por un forado, a toda viada, como atletas, para ganarse una copa de aire puro. ¡No señor, así cualquiera! Repito que, hasta ahí, la idea de fugarme no aparecía en el horizonte como cosa hecha, decidida o planeada. Yo estaba en la cháchara de pura casualidad, mientras el candidato a difunto presentaba su tesis, pero no intervenía. "¿Para qué opinar -me preguntaba yo mismo- si mis argumentos pueden mortificar al causaje? Pero lo cierto es que me daba cólera. Les faltaba elegancia, categoría para comprender que una fuga no tiene mérito si plantea el sacrificio de la dignidad personal -correr, embarrarse, trepar árboles -o pone al artista en plan de mandar un republicano al camal, desmondongándole la opulenta por las puras. ¿Y si el cuero tiene mujer con varios hijos?. ¿Y si el pobre hombre sólo nació para hacer de guardia? No. Nada por la violencia. A mí, los matones y los aputamadrados me parecen unos perfectos cojudos. Claro, si ya es indispensable hacer un ojal porque no queda otra cosa, santo y bueno, "que Dios bendiga al destinatario y conserve al muerto en perfecto estado de salud", como decía Cotito, al que tenían jodido con un chiste salido del primer cuarto. Parece que el carboncillo recogió unos comentarios del nueve y le pegó su aclare con un aclare maldito: - Oye, huevón. . . ¿tú estás diciendo que yo tengo una enfermedad incurable? ¿Qué enfermedad incurable es esa? - Eres negro de nacimiento, pues… Y se acabó el partido. Lo bajaron fuerte con la broma porque ya no podía hablar sin que uno recordara su "enfermedad incurable" y se le riera en la propia bemba. El negro soportó lluvia como mula en sierra, pero advirtiendo: "¡Cuidadito, nomás, que yo seré analfabeto, pero apunto!". Era dignísimo y aunque se moría por fumar no aceptaba cigarrillos de los cachacientos. También andaba entre el quórum de quienes desovillaban el tema de las fugas, hasta que casi juntos y aburridos (me había quedado sin papel de máquina) cada cual se fue por sus respetos. Al salir me dijo "Esta película ya la he visto varias veces… al final él muere…" En mi cuarto, recuerdo que la última consideración alrededor del tema fue, más bien conmiserativa hacia los disertantes: "¡Pobres. . . hablan de la fuga como de una mujer!" Esa noche, al acostarme, lo que menos podría imaginarme en la vida era que, veinticuatro horas más tarde, estaría asilado en la Embajada de 128
Chile. Desde tiempo atrás, por un impulso raro, instintivo, había reunido las pertenencias más importantes -de lo que tenía en San Camilo- dentro de un maletín aéreo idéntico al que utilizaba mi hijo mayor para traerme diariamente la comida. Mis documentos, algunas cartas, un poco de dinero, papeles y otras cosas que a usted no le incumbe saber, se hallaban ordenadas allí, como listas para un viaje que podía efectuarse en cualquier momento. Ese día -el de la fuga- no hubo nada en la mañana, ni en las primeras horas de la tarde, que anunciara el advenimiento del "arrivederchi", Todo normal. Mi hijo vino al medio día con el almuerzo. Luego alguno con la información: "Hoy a las cinco se ve tu asunto en la Superior. A las siete debemos tener noticias. Si no te llamo por teléfono viene tu hijo, para avisarte" Di cuenta del rancho y se fueron juntos. Descansé, escribí un poco, la inyección fuerte de la tarde para adormecer el sacro y echarme a caminar ("Tienes que hacer un esfuerzo y caminar -insistía Parodiaunque eso te haga ver estrellas") por el corredor de la Sala, hasta las primeras del crepúsculo, cuando salía al jardín en busca de mi espíritu, al que le repugnaba San Camilo pese a los cambios introducidos en él. Todo en perfecto horario. El Angelus de las cinco me encontró nuevamente, en herradura, alrededor del postulante, junto con los mismos de la mañana. Esta vez la cosa iba en serio y el tipo se embarcaba. "Con el tiempo verá usted, don Lucho, cómo la sensibilidad se convierte en curiosidad y uno mira morirse al prójimo como quien está viendo una película". - ¿En qué rollo están? - preguntó un recién llegado. - Ya no alcanzas ni para el beso final, compadre. . . Este fiambre miró con ojo clínico al marchante- en media hora está listo. Quédate a ver y después jugamos un ajedrez… - ¡Carajo, yo no he visto gente que dure tanto para devolver el alma a su dueño, como los serranos… duran peor que las ollas de aluminio! No se acaban nunca, oiga usted". Los negros duraban menos "porque sólo tienen pulmón de cuatro lonas" y entre los blancos variaba la muerte, según la vida que se hubieran dado al otro lado de los fusiles. Pero nadie podía romper la barrera del oxígeno. Donde comienza el balón, termina el hombre. Eso no tiene pierde en San Camilo y la verdad es que, al final, uno se aburre del espectáculo. Morir es tan vulgar como parir. O ser parido. Después de su octavo muerto 129
uno "sabe más que Parodi" porque le basta la intuición para dictaminar si el tipo aguanta un poco, o se va de fertilizante sobre el minuto. Una vez se lo discutieron al propio Alfredo, que había dicho: - Tiene buena cara… lo sacaremos adelante. - No, doctor, fíjese bien en el ojo… se le ve el boleto al tiro… ya está como para servirlo esta noche... ¡viaja, doctor, viaja! Viajó. Pero quién puede explicar estas cosas. Yo mismo, cuántas veces no hice mis propios diagnósticos acertados. Una vez, en el baño, coincidí con otro que orinaba al lado mío y lo miré de reojo porque hay enfermos de pulso temblón que enfilan el chorro contra el borde y "salpican hasta a María Santísima cuando mean". Una sola mirada, palabra y me dije "¡Cajón para uno. . . sale caliente, que se va el caballero!" Al día siguiente conocí a la viuda. Simpática, ella. "Un poco suciona -dijo el chino- pero con agua caliente y jabón dicen que ahora se hace milagros" Sobre las seis y media salí al jardín. Bien puesto, como siempre. Los zapatos brillantes, el pelo inmaculado y la barba al ras. Paseaba, en lo mío, cuando a las siete menos diez llegó Luis Felipe. No en vano soy su padre y en el andar le adiviné la mala nueva. Entró a puerto y confirmó: "Te han negado la libertad condicional. Dante Bottino votó por ti y el Fiscal opinó en favor. Eyzaguirre frustró Ia aprobación..." Fue instantáneo. "Ven adentro conmigo". Cruzamos la reja. "Espérame en el cuarto". Fue. Me dirigí al tópico. "Vela le pedí al enfermero- me duele mucho la espalda. ¿Puedes ponerme una inyección calmante?". No había inconveniente. Me la puso. A las siete acabó su turno y llegó el sustituto. Salió Vela. Me hice poner una más por el nuevo, sin darle tiempo a revisar mi historia clínica. Fui al cuarto. - Luis Felipe, trae ese maletín azul. No el de la comida. Ese, el otro. Ahora ven. No entendía pero obedeció sin preguntar. Pasó conmigo la reja, al consultorio. "Necesito que te portes como todo un hombre", le dije. Tenía dieciséis años. "Sí", contestó. Luego un paréntesis que seguirá por muchos años en secreto y veinte minutos después en la Vía Expresa. "¿Tienes dinero suelto, para hacer una llamada telefónica?". 130
No, no tenía sino billetes. "Busca un teléfono público donde no haya mucha gente". Lo encontró. Bajé. De primera instancia mi idea había sido más compleja, pero comprendí que no me convenía salir del país. Era .inocente y necesitaba quedarme en el Perú para demostrarlo. Busqué en la guía telefónica. "Embajada de Chile…" Solamente la cancillería, las oficinas, y yo necesitaba la residencia. "Luis Felipe, anda consigue monedas". Fue y volvió. Llamé a la Embajada de Suiza. "Buenas noches. Estoy invitado a una comida en la Embajada de Chile y he perdido la dirección… ¿sería tan amable de indicarme cuál es?" A los dos minutos la tenía conmigo. Estábamos a escasos metros de una comisaría. "Arranca para la Avenida Salaverry". Teníamos unos minutos de ventaja. Llegamos. "Párate en la puerta. Baja, toca el timbre, lleva el maletín y cuando abra el mayordomo le dices que traes esto para el Embajador". Lo hizo. Bajé. - Permiso -le dije al mayordomo, pasando hacia el interior de la Embajada- ¿El Embajador Larraín? -No está, caballero. Recién hace cinco minutos que salió con la señora embajadora para una comida. Se cerró la puerta. Eran las doce de la noche. Estaba en la Embajada de Chile. Me había fugado de San Camilo, la primera fuga en veinte años. Sin saltos, sin carreras. Como se hacen las cosas. "Nadie sabrá jamás cómo fue", me dije, sonriendo. Recién al día siguiente se difundiría la noticia. Mientras tanto sólo quedaba esperar al Embajador.
Don Sergio Larraín García Moreno es un hombre alto, fino de modales exquisitos y con una elegancia natural, aristocrática, que recuerda a los señores florentinos del Renacimiento. Cuando, días más tarde, jugaba ajedrez con él, lo veía tomar las piezas y desplazarlas como figuras de Tanagra, con sus dedos orquestales por el tablero. Una voz tranquila, educada a lo largo de varios siglos, tenía la virtud de 131
ejercer autoridad sin reiteraciones y de inspirar con la palabra un respeto cardenalicio entre quienes se encontraban al alcance de ella. Cuando regresó a la Embajada y recibió la novedad de "un caballero que lo espera hace dos horas", ingresó en la cálida biblioteca, que es al mismo tiempo su escritorio, donde me encontró leyendo algunos libros. Nos miramos por segundos y ante sus ojos inquisitivos me presenté por nombre y señas. Sonrió. - ¿Usted es el caballero que escribe en…? - El mismo, Señor Embajador. - ¿Y a qué debo el honor de su visita? Me dicen que llegó usted precisamente cuando mi esposa y yo partíamos a una comida… Le expliqué la situación. "Señor -le dije- soy diplomático de carrera, especializado en cuestiones sobre asilo. Podría solieitarlo a su país, porque el hecho de haber sido rodeada mi casa, cinco días antes de ser detenido por la policía, caracteriza esta agresión como política, pese al cargo que se me ha incoado con posterioridad. Pero me limito a reclamar la protección de Chile a nivel de la Carta de las Naciones Unidas, de la Declaración. Universal de los Derechos Humanos y de todos los documentos multilaterales atañentes a la persona humana, suscritos por su país y el mío. Le ruego transmitir este pedido de protección a su Gobierno y darme acogida, como huésped, en su residencia, por ahora…” Se quedó un tanto perplejo. Esto era, evidentemente, lo último que esperaba hallar en su domicilio, pasadas las doce de la noche. Me ofreció un trago. "Muy amable, Señor, pero ya he tomado un par antes de su llegada". Destapó la botella de cristal de roca. "Eso no significa que algo le prohíba tomarse un tercero", dijo. Y lo sirvió él mismo. Luego me ofreció asiento. "Desde luego y desde ya le adelanto que es usted huésped en mi casa y que por ese lado no tendrá aquí ningún problema. Pero -añadió- necesitamos examinar tranquilamente la situación... mientras tanto me parece conveniente informar a mi esposa que tenemos un nuevo miembro en la familia -sonrió- para disponerle una habitación, y lo que sea necesario.
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Con los Embajadores de Chile, al dejar el Asilo. 133
Me instalaron. "Este será su cuarto de baño... aquí tiene la puerta a la terraza..." Se despidieron. Sí, de veras estaba muy cansado. No por las emociones del día sino por el choque, demasiado violento con la libertad, luego de tantos meses de prisión en San Camilo. La noche era fresca. Dejé las puertas de la terraza abiertas y me eché sobre la cama. Pero no podía dormir. Algo me faltaba. Eran los quejidos de San Camilo, los ayes de San Camilo, el olor a muerte de San Camilo, los agonizantes de San Camilo, la terrible tristeza metida en el alma de San Camilo. Y los pasos -gotera de amenaza atenta- de los republicanos, vigilando en las noches de San Camilo.
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IX Alguien me habló de mi padre. De lo maravilloso que era y de un artículo que yo escribiera con motivo de su muerte. "Usted debió quererlo mucho...". Sí. Mi afecto hacia él superaba en largo al amor de fórmula, casi de receta médica, que un gran número de gentes se prescribe para salir del paso. Mi madre lo adoraba con cierta ingenua sencillez aldeana, porque, a lo largo de casi medio siglo que duró su matrimonio, hizo de aquel hombre formidable, inteligente, bueno e inerme ante este mundo de mierda, el centro de su vida, su pensamiento y su universo apacible de mujer tallada en algarrobo, seca de lágrimas, que murió queriéndolo para siempre. Era ingenioso, alegre y deslumbrante, con una inmensa carga de humanidad que -en los años, posteriores a su ruina económica- me hacía menos dolorosa la pequeña gran tragedia de los pantalones rotos, con una frase alegre, una humorada o la simple magia blanca de su presencia. Al final, ya en la cima de los ochenticuatro años -lúcido hasta el asombro de los médicos- cuando la muerte se lanzaba al ataque y todos lo queríamos como a un niño, devolviéndole el amor que nos diera, legítimamente suyo, luchábamos contra lo inevitable en un torbellino de carreras velocísimas, de ambulancias milagrosamente abiertas a la urgencia, de horas intempestivas y madrugadas sin diálogo en los hospitales. Luego la paz, el hondo respiro del peligro superado y el regreso lento, cansino, llevándose cada quien a cuestas un trozo de la muerte repartida. Hasta que, una noche llegamos demasiado tarde y nos entregaron al padre, irremediable y final, sin relojes lentos ni miradas alertas. Perdido y muerto definitivamente. ¡Qué no hubiera dado entonces por conservarlo vivo, cuando se llenaba los ojos de palabras sobre estas cosas que una escribe... y qué no daría ahora porque estuviera muerto, para que no se muriera de pena ante la ceniza y la infamia de los seres despreciables! Es mierda, padre, perdona la palabra. Pero es mierda sin casta y sin abuelos, mierda sin sangre y sin historia. No me daña, no me toca. Es simplemente que no me explico Gulliver- cómo me trajiste a nacer en estas playas... 135
"Cuando se es dueño de la sartén uno fríe en ella lo que se le antoje, paisano", me dijo alguien una vez. Y es cierto. Pero me parecía tan inconcebible, tan fuera de toda posibilidad, que pudiera reunirse en torno mío el cinismo necesario para levantar un edificio de aire y acusárseme de algo. Me reí de las amenazas. Por eso y porque no es el camino para andar conmigo. "Yo no tengo rabo de paja y mi vida es el reflejo de las cosas que predico cuando escribo. Tengo una vida digna y limpia, con una trayectoria inmaculada, libre de coimas, negociados y prebendas... no reclamo ser el hombre más honesto del mundo, pero puedo afirmarte sin equivocarme, que no hay en el mundo un hombre más honesto que yo. Si este Gobierno quiere apoyo, que lo busque en mérito a sus actos. De lo contrario sólo recogerá carroña y heces. Y la adulación, tiene muy mal aliento..." A las seis de la madrugada ingresó la PIP en mi cuarto vacío de San Camilo, donde ya varias manos -amigas unas y de rapiña las otrashabían recogido diversos efectos personales: Ropa, frazadas, una almohada casera y esa miscelánea de cosas que hacen el hábitat del preso. Cerraron la puerta y registraron todo. Papeles, cartas, fotografías, libros... levantaron el colchón buscando misteriosos escondrijos e interrumpieron el sueño de las arañas, auscultando con dedos ávidos hasta en los más inaccesibles recovecos de la habitación. Luego se lo llevaron todo. Porque todo, hasta un lapicero, es prueba cuando se tiene el poder suficiente para hacer de la lógica y la justicia un instrumento. No sé quién, con un atraso de treinta años, me había regalado las "Obras Completas de Lin-Yu-Tang". Arrearon también con ella y, según me cuentan, ya estaban vinculándome por escrito con el comunismo chino, cuando alguien, que conocía el nombre por su afición a las palabras cruzadas, impidió que se cometiera, además del atropello una nueva estupidez: - Yo creo que ese Lin-Yu-Tang debe ser otro... ¿El Presidente de China no se llama Mao-Tse-Tung.. J. Buscaron en el diccionario para confirmar, y el informe fue al canasto. Lástima, porque hubiera quedado el documento como anécdota para alguna futura enciclopedia del absurdo. De haberlo sabido habría pedido que me enviaran -como lectura de excusado- las 136
historietas de Fu-Man-Chú. Ya sé, por varias experiencias propias, que la guadaña represiva es irrecuperable. Caballos de Atila que no dejan hierba a su paso y puerta del infierno donde hay que perder toda esperanza, resulta ingenuo suponer que, algún día vuelvan a las manos de uno los objetos de implicancia política que esas manos cosechan cuando hay allanamiento. Pero en mi cuarto sólo hubo pesca franciscana y, por mí, que les aproveche, pero sí lamento la pérdida por sécula de una carta y una fotografía que me eran sumamente caras al recuerdo. Entiendo que mi correspondencia fue interferida desde los primeros días de la captura, pero a San Camilo había muchísimas cartas que diariamente me llegaban, por la vía indirecta, desde los más remotos puntos del país. Eran todas de afecto, de solidaridad. De gentes que, en la mayoría de los casos, no me conocían sino de nombre y que interpretaban perfectamente los motivos reales de mi encarcelamiento. Nunca, como en aquella Navidad de San Camilo, recibí tantas postales de saludo. Algunas no traían firma -"Usted perdone, señor, pero trabajo para el Estado..." -y otras ingresaban misteriosamente en la carceleta por el conducto de algunos párceros aquerenciados al cuarto. "Me entregaron esto, don Lucho, para usted" Nunca se pregunta dónde, ni cómo ni cuándo. Y todo se recibe sin mayor palabra, porque es la ley no escrita de las cárceles. Dicen que eran seis o siete los que vinieron. Con unas caras importantísimas y actitudes tajantes, porque en San Camilo se armó una casa de putas cuando me di de baja y estaban desesperados, buscando a quién tirarle la pelota o hacerle pagar los platos rotos. Como la vez que vino un hermano del catorce -balón, suero, adiós pulmones y maletas listas- que había sido peso welter en su juventud y hombre que, seguramente, todavía pegaba lo suyo porque fue necesario sujetarlo entre muchos para evitar que le diera los santos óleos al seis, cuando llegó de sorpresa -bajo pase especial- a San Camilo y lo encontró practicando con el fratelo moribundo, para no perder su "estado intelectual", como él decía. Según parece, el seis hermano o primo de otro seis que vino después, en mi época y trabajaba en el mismo giro- estaba a punto de cumplir el par de calendarios que le aplicaron por dedicarse al ejercicio ilegal de la Medicina. En realidad no era sino un charlatán de plazuela que vendía ungüentos "hechos con grasa de culebra", igual que el pariente, al 137
tiempo que -para hacer público- se ayudaba con algunos trucos de prestidigitación y magia. Por desgracia le contaron que los serranos eran clientela firme para encajarles cualquier pomada y para allá agarró el Mandrake con su rara penicilina en las alforjas. Resumiendo, en la primera de espadas se le fue un cliente al otro mundo "con una insectisemia que dejó al Mamani tieso como una chalona, le digo" y al autor del ungüento le dieron canasta limpia por dos vueltas completas de almanaque. Era de todo, brujo, santón, mago, espiritista, curandero, quitamalillas y cuanto hay, pero, por encima de cualquier vocación, el tipo era un charlatán nato que veía con angustia cómo se le venía la libertad encima luego de haber perdido, en casi 24 meses, el arte de la palabrería, que le era indispensable en su profesión. Como alguien acotaba: -Todas esas cosas de los vendedores ambulantes nadie las compra si no es con jarabe de lengua... En general, la cárcel vuelve al hombre monosilábico, introvertido y sólo interesado en sus propios asuntos, hasta que, de pronto, el día menos pensado amanece la libertad y uno se encuentra con el problema de reincorporarse al mundo. Se hace entonces el inventario de salida. El Debe está cubierto. ¿Y en el Haber, qué falta? Al seis le faltaba labia después de tantas lunas sin entrenamiento y, ni corto ni perezoso, invertía hasta el último minuto disponible en recuperar su frondoso verbo de antaño, dirigiéndose a un público invisible y caminando de un extremo a otro por el corredor de San Camilo, ofreciendo pomadas a los fantasmas y yerbas milagrosas a las paredes. Un negro, mota blanca y dientes amarillos como elefante viejo, que fuera causa del antiguo seis, documentaba la historia: - ¡Hasta sentado, cagando, el hombre hablaba solo, como tocado del cerebro... Si allí mismo daban ganas de comprarle algo para que no jodiera más la paciencia...! La liturgia era completa. No sólo hablaba el seis sino que acompañaba su verborrea con el histriónico aspaviento y la variada gestitura del charlatán andariego, como nadie sino un cutato encobrijado y criollo puede hacerlo: ¡Señoras y señores, damas y 138
caballeros, bellas señoritas que nos acompañan y culto público, en general... las múltiples dolencias que afectan a la vida humana han sido a través de largos y numerosos siglos estudiadas por los hombres a quienes el destino marcó bajo el signo de la sabiduría... en lejanos países del extranjero y Asia, ya en épocas milenarias se sabía que la curación de todas aquellas dolencias se encontraba en alguna parte del mundo y se buscaba inútilmente el remedio eficaz que pusiera fin al dolor humano y al sufrimiento de los seres... No desmerecemos los esfuerzos de la ciencia ni rechazamos las medicinas que nos ofrecen para el alivio de los males ya citados, tales como reumatismo, artritis, tuberculosis, infecciones de la piel, dolores de cabeza y de cuerpo, problemas estomacales y digestivos, verruga, fiebre y tantos otros que sería largo enumerar y muchos de los cuales ustedes ni siquiera conocen, aunque no están libres de ellos... no negamos que los científicos han hecho un noble y generoso aporte en la lucha que todos llevamos adelante contra el sufrimiento de la humanidad, pero tampoco es justo que ese reconocimiento a la ciencia nos haga pasar por alto la sabiduría natural de nuestros antiguos pueblos de la región selvática, que descubrieron hace varios cientos de miles de años la manera de vivir mucho más, más sanos y más fuertes que los hombres de esto que llamamos civilización ... ¿Cómo... con qué? ¡Muy sencillo, señoras y señores, damas y caballeros y jóvenes de ambos sexos, así como público en general...! ¿Ven ustedes el pequeño recipiente que tengo entre las manos... ven su contenido transparente y diáfano... sienten el olor penetrante que llega curativamente a los pulmones, limpiando los bronquios y costillas? ¡Este es el remedio universal, descubierto por los antiguos pueblos de nuestra bella región selvática... esta es la pomada milagrosa, el ungüento que ha curado durante siglos y siglos a los habitantes de las tribus amazónicas... el cacique Parucu murió de 105 años y sin embargo, sufrió de tuberculosis a los quince... Y no sólo para estas enfermedades sencillas es efectivo y fabuloso el maravilloso ungüento que tengo entre las manos sino para todo tipo de dolor, dolencia, malestar o síntoma. Nada hay en el planeta... lo digo yo, que he viajado por todo el mundo, parecido a este ungüento incomparable, que no vale como ustedes pueden imaginar, una fortuna... ¿Vale acaso quinientos soles... cuatrocientos... doscientos, como sería de imaginar? ¿Vale cien... cincuenta? No, señoras y señores, damas caballeros y niños, culto 139
público en general... no se trata de hacer negocio con la salud humana... este maravilloso ungüento no vale una fortuna explotadora sino, apenas la módica suma de diez soles, para que esté al alcance de la humanidad doliente, sin distinción de credos, razas o ideas políticas... ¿quién dijo dos... quien dijo tres...?. Allá, la señora, un par de cajitas... encantado... ¿quién dijo cuatro... por allá? Aquí tiene... ¿quién pidió más... quién...?" Y por ahí seguía. Una noche, según parece, le aventaron dos carajos porque tenía desesperada a la gente en San Camilo y alguien habló de chaira si el mago no dejaba el entrenamiento para un local más apropiado que ese. A estar por los informes, el seis recogió la advertencia con toda seriedad, porque del filo no se habla gratis en la cárcel y cuando se dice chaira, es chaira-chaira y no toqueo. Pero el hombre necesitaba recuperar su estado y, prohibido de andar por el corredor haciendo prácticas, tuvo que agenciarse otros sistemas, condenados, desgraciadamente, al fracaso, ante la fuerza bruta. Cierta noche, a las doce, "Gallo Ronco", titular de dos corbinas y sujeto peligroso que tenía un gran respeto por su propio sueño, irrumpió en la oscuridad con una pregunta cargada de nubarrones: - ¿Quién carajo está reza y reza por lo bajo, hace dos horas, se puede saber? - Es el seis -colaboró una voz anónima- y no es que rece sino que está vendiendo ungüento de culebra despacito... - ¡A ver, que se calle ese conchesumadre o vamos a tener problema! No fue necesario insistir y el nuevo sistema pasó a la historia. Pero dicen que Dios inventó la necesidad para aguzar el ingenio humano y fue entonces cuando el seis comenzó a entrenarse vendiendo su inexistente ungüento a los moribundos, quienes ya no tenían fuerzas ni para hacer que el enfermero lo sacara del cuarto. Dicen que lo miraban, apenas, impotentes ante aquel diluvio de palabras que hablaban, irónicamente, de un curalotodo a los que ya estaban con el pasaporte visado para el mortuorio. Por eso, cuando llegó el peso welter y lo encontró perorándole al hermano sobre las virtudes mágicas del ungüento de culebra, gesticulando a toda máquina y con un entusiasmo digno de mejor causa, los de la sala tuvieron que llamar refuerzos para que el mago siguiera pasando revista en este mundo. 140
Hubo pleito de enfermeros, botellas sin culo y pito en la Republicana, que consiguió arrancarle al mago de las garras, cuando el tipo lo tenía en horma para decapitarlo de una sola trompada. Dicen que, por joder y hacerle cacha, alguien le trajo un regalito de afuera y el día de visita se lo entregó en nombre del parcerío: - Toma, hermanito, para tus cardenales del pescuezo... ungüento de culebra... Lo bajaron. Y salió en libertad, pero al año volvió. Esta vez por ejercicio ilegal del pene: Delito contra el honor sexual. Le dieron cuatro almanaques y el mulato se quejaba: "Cuatro minutos de gusto y cuatro años de disgusto... ¡cha digo... todo sube... un año por minuto... qué inflación!" Su pariente, el nuevo seis de mi época, que era también mago y hablantín como debió ser el otro, contaba que el del ungüento había dado con sus huesos en el "Larco Herrera", donde se paseaba desde las primeras del alba y tenía un público, adicto de sicópatas y locos sin retroceso, que le compraban las cajitas por miles y le pagaban con billetes de aire. Pero en San Camilo hizo historia y los republicanos viejos hablaban de él cuando se daba el cuento y se abrían al diálogo con los presos. Una noche, poco antes de quitarme, en San Camilo, se apareció por ahí un personaje del mundo oficial con algún cáncer de remordimiento por dentro y vino a darme no sé qué explicación sobre el papel que le había tocado jugar en todo aquello. "Yo, señor, sé perfectamente qué clase de persona es usted y cómo le han organizado esta inmundicia... pero, uno qué puede hacer, con tanta familia... con mujer y con hijos... y con algunos años encima. Tiene que obedecer órdenes, señor. Mi mujer no comprende esto y, más bien, lo defiende a usted. Y hasta me ha dicho que soy tan puerco como los otros. Pero le juro que... ¿cómo podría explicarle?". - No me explique nada. De todas maneras le agradezco sus palabras... Y no se haga problema. Usted cumpla sus órdenes, no importa, porque tarde o temprano, mañana, dentro de un año o un siglo, quedará en claro esta maniobra. ¿Usted tiene plena conciencia de que soy inocente? Bueno, eso me basta. Y, le repito, quédese tranquilo. No hay mejor juez que el tiempo. Y su veredicto es inapelable... La mierda a los excusados y los hombres a la Historia. 141
Sobre mi intento de suicidio se habló mucho y la verdad es que ninguna versión, televisada o periodística, dio en el clavo. Es más, días después, cuando me recuperé del todo y recibí cuenta de las especulaciones hechas, hasta me dio risa. Claro que una risa en mueca, pero risa al fin. Como acostumbraba decir mi tía Cristina, "para hablar del suicidio, primero hay que suicidarse". Lamentablemente, los suicidas no hablan y el espiritismo es cosa de candidatos al siquiatra, de manera que no hay forma de comunicarse con quienes se quitan la vida porque les aburrió la fiesta. Cada cual sabe lo suyo y me parece idiota generalizar alrededor del tema. ¿Cobarde el suicida? Puede ser, en algunos casos, cuando el hombre necesita estar aquí y enfrentarse a las cosas con los pantalones bien puestos. ¿Falta de carácter? ¡Sí, cojudo... agarra una pistola y haz la prueba de ponértela, descargada, en el paladar. ¡Te meas! Hablar es fácil cuando el pellejo es de otro, pero hay que estar en el giro para no opinar basura. El problema de seguir viviendo o de "viajar al duerme" voluntariamente, es asunto individual que cada quien resuelve como le parezca o como se den las circunstancias. A veces, quien suicida al tipo es la sociedad cuando le cierra las puertas y lo empuja por un callejón sin salida. Ni siquiera la del suicidio, porque tienen la concha de haberlo convertido en un delito. Verbigracia, el pobre "Pato López", cuya mujer le sacó la vuelta y como "los cuernos le dolían peor que muela picada" se mandó un hara-kiri criollo qué "le dejó el mondongo afuera, para recogérselo con lampa" y con tan mala suerte que lo salvó la aguja, recibiendo del Tribunal una yapita de otros seis meses en la cuenta corriente. Fajado bien al cuete, se quejaba el interfecto de la nueva condena, mientras cicatrizaba: - Que no lo dejen vivir a uno, pase... pero ¿que no lo dejen morir? ¡Es el colmo!... Y, encima, hacerle pagar la condena con intereses... ¿dónde se ha visto semejante cosa, señoras y señores? Pero estaba cantada en el hombre la vocación de chif a y a las pocas semanas repitió el plato con un folidol que lo puso en órbita al tiro. Verdad que viajó en tercera clase, porque la partida íue COu retortijo¬nes y gritos, cuando el avión estaba en pleno vuelo hacia la diestra de Mandinga. Y verdad, también, que el Pato andaba con la 142
Cuarto 139-B/2°C, del “Hospital del Empleado” con treinta kilos menos de peso
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mitra descompuesta -"¡No porque se la esté tirando otro, sino porque no puedo salir a meterle cuatro chabelazos, por puta!"- al extremo que pensaban transferirlo al primer equipo del "Larco Herrera". Sin embargo, al margen de eso, mi compadre no era de los que aguantan mecha ni juntan recibos -como yo- para después, a su debido tiempo, cobrar todo junto y sin amnistía. A mí no me gustan las deudas pendientes pero hay que saber esperar, con paciencia china, el momento oportuno de presentarse trayendo la factura. "Te están echando mierda con ventilador", me dijo un día Oscar Miró Quesada en San Camilo, cuando todos andaban con el ano fruncido de miedo y muchos aprovechaban el atropello para aventar una maderita al fuego. En algunos periódicos -sé quiénes fueron- avivaron las llamas con informaciones, puercas sobre el asunto, dándole al público la impresión de que yo era un delincuente, sin más ni más. Se hablaba del "robo" y del "delito" como cosa juzgada y no había color que no me cambiaran en su caleidoscopio estos hijos de la gran puta cuando se referían a mi "estafa". Si yo decía "verde" en el Juzgado, salía "amarillo" en el periódico y no había forma de aclarar las cosas. Después, el cerdo me hizo cuanto daño pudo y me negó derechos que él mismo había concedido en otros casos a verdaderos delincuentes, con delitos inocultables. Me negaron la libertad condicional porque sabían que desde la calle tenía una mayor oportunidad para aclarar las cosas y me tuvieron meses de meses comiendo pulgas -aparte de respirar un concentrado de miasmas variadas- en San Camilo. Es decir, como para quebrar al más fuerte. Pero nada de eso dio origen a lo que todos coincidieron en llamar "intento de suicidio". ¡Cojudeces!. Cuando me tomé ese frasco de "Valium" en el Palacio de Justicia no fue para suicidarme. ¡Qué va!... Es que a mí no me iba a joder ningún pobre diablo mandándome otra vez a Lurigancho con la trampa del examen médico que me hizo un cucufato en la Emergencia del "2 de Mayo". El asunto fue arreglado con una premeditación verdaderamente femenina para sacarme de San Camilo y meterme en la cárcel, sabiendo que estaba enfermo. Yo, de acuerdo con el arreglo que se hizo en la Embajada de Chile, me había entregado a las autoridades y -entre una nube irrespirable de fotógrafos, periodistas y cámaras de televisión- estaba en Emergencia mientras adentro, en San Camilo, mis abogados arreglaban el papeleo del hijo pródigo. Fue entonces cuando, 144
de pronto, aparecieron el tal no sé cuántos con otro fulano, trayendo una orden para revisarme. Pero esta gente vino con la consigna de hacer daño. Y uno de ellos se limitó a tomarme el pulso mientras el otro me hacía medir la presión. "Oiga usted -le dije- mi problema no es de presión o pulso sino de algo mucho más serio. ¿Es usted especialista en neurocirugía?". No lo era y, como para mandárselo a Ripley, tan brillante médico legista resultó siendo curandero de niños... Se comprende que si el hombre es un fracasado en la profesión busque los frijoles por otros rumbos pero ¡se necesita una falta de dignidad profesional y de vergüenza para agarrar la chamba de legista por no dar la talla en el renglón pañales! Me lo imaginaba, en el Sexto, preguntándole a cualquiera de los Candelas: "¿Hiciste hoy día tu caquita, hijito?" o tanteando barriguitas cuadriculadas a chavetazos, y ya no me daba risa sino pena. No por este pobre diablo, amariconado y rencoroso como toda loca, sino por el país que, como los enfermos de la tercera, en San Camilo, ya no parecía tener sino un balón de oxígeno en el horizonte. "Quítese la camisa". Me la quité. "Respire como cansado". No lo hice. - ¿Para qué, si mi problema no es de pulmones?. Lo que tengo está en la columna y en las úlceras... y en la circulación del lóbulo derecho... - Yo sé lo que hago. - Y yo, lo que debe hacer. En mi historia clínica hay un certificado de Fernando Cabieses, que sí es un médico de verdad, y ustedes lo están pasando por alto deliberadamente... Dejaron la cosa y se miraron entre ellos. "Creo que con esto es suficiente", le dijo uno al otro. "Sí, vámonos, que nos esperan", contestó el marica y salieron juntos a redactar un informe en el que me calificaban de "paciente ambulatorio" y me sentenciaban a la estada en Lurigancho. Y ya lo sospechaba pero, al día siguiente, cuando me llevaron al Juzgado en un coche celular y me condujeron a la antigua carceleta de Justicia, en los sótanos del Palacio, comprendí .que había caído en una trampa. "El Juez, ¿va a recibirme?" pregunté. No. Y eran casi las seis de la tarde, cuando empieza el traslado a las cárceles. Luego me confirmaron la sospecha: "Hay orden de trasladarlo a Lurigancho". 145
- A Lurigancho irá la puta que los parió -le dije a quien me dio la buena nueva- porque yo estoy muy mal de salud y no voy a permitir que jueguen con ella los tres mal nacidos que han hecho esta maniobra... - Es una orden.... - La usarás de papel higiénico pero yo no voy... Fue entonces que vacié el frasco de "Valium" y me eché todas las pastillas garganta abajo. Cinco minutos después se me apagó la luz y cuando recuperé el sentido -horas más tarde- ya estaba, de nuevo, en mi viejo cuarto de San Camilo, con el parceraje atento a cualquier cosa que me pudiera ocurrir. Al abrir los ojos era otra vez de día y el buen Andrés -cara buena y mandil blanco- parecía en el despertar borroso algo así como un bachiller de ángel (todavía sin alas) y daba la impresión de que uno estaba en la casa de San Pedro. "Se ha librado de una buena, don Lucho -dijo- pulso no había y la presión se le puso en cuatro... con su lavado la cosa mejoró y ahora hay que tomar bastantes líquidos"". Luego me comentó los titulares en primera página y las películas de televisión, donde aparecía "como muerto" sobre la camilla de una ambulancia que me trajo al "2 de Mayo". Un escándalo y en el hospital un problema porque Parodi se había opuesto a mi reingreso, igual que la Republicana. "Está con cólera, por la fuga... los otros con miedo, por la responsabilidad". Después también lo quisieron comprometer, cuando el único responsable era el Juez. Luego ya tarde, vino un oficial en plan de amigo, que es como ellos creen más fácil cabulearlo a uno. Se interesó por mi salud y hasta me dio la razón cuando le expliqué el motivo del quite. Pero el de los tres tallarines era capitán- venía a otra cosa y, después de algunas vueltas, se aventó al ruedo: - No me diga nombres pues sólo quiero preguntarle algo que me interesa... - Pregunte, nomás, a ver qué pasa. Se me acercó hasta el cuchicheo. - Aquí entre nosotros, de hombre a hombre... ¿hubo alguno que lo ayudó a preparar la fuga?... 146
- Yo no preparé la fuga. Me fugué, simplemente. Pero ayuda, tuve... - ¿De afuera? - De adentro. Se le templó la cara "como gato que ve canario". La proximidad del dato le hacía agua la boca pero aguantó las riendas para no asustar al animal y preguntó como quien pregunta, nomás: - ¿Cuántos? - Dos. - ¿Del Cuerpo? Asentí. Ya no pudo el hombre con la impaciencia y me puso la mano en el brazo, como pidiendo más. ¡Para qué seguir! Le aclaré: - Del cuerpo, sí. Pero no de la Republicana sino del mío... los testículos. - ¡Son sabidos! -Se rió, puteándome por dentro como si el chiste le hubiera hecho gracia. "Me alegro -añadió- porque eso libra de cualquier sospecha a los hombres de la guardia. Digo, a los que estuvieron en San Camilo cuando usted se borró del pizarrón... ¿se imagina el bochorno?" - Mas o menos -contesté. - Hace veinte años que nadie se escapa de San Camilo -explicó el de las tres pitas- y esta jugada suya ha revuelto los conchos en el Cuartel General. Nadie entiende cómo pudo tirar contras habiendo trece guardias armados, en la vigilancia. Algunos jefes sospechan que debajo del puente ha corrido agua y, en este sentido, me alegra saber de su propia boca que no hubo mermelada alguna... yo lo haré saber a la Superioridad... pero, lo pasado, pasado, ¿cómo pudo quitarse usted a las siete de la noche, tranquilamente, con centinelas adentro y fuera del hospital? En serio... - Secreto, mi querido amigo... -me reí- secreto. Por si necesito repetir el plato cualquier día de estos. Yo lo dije: "Si no me pasan al Hospital del Empleado en un plazo prudencial, me voy". No lo hicieron... me fui. Y ahora estoy esperando que se cumpla el arreglo con la Embajada chilena. Si pasa un mes y no me cambian, repito el plato... Sí, ya vi que han doblado la guardia y que el hospital está lleno 147
de tirantes, pero yo sé mi cuento y le aviso que me voy, para evitar disgustos. Me miró como pensando "¡Fanfarrón!" y chasqueó la lengua, moviendo el rostro en un resorte incrédulo. - ¡Usted no sale de acá... no tiene por dónde! - "¿Quiere apostar algo?". - "¡Hasta luego!", dijo, y se largó sin más preámbulo. Vinieron los causas. "El doce, un hijo de puta, don Lucho… adulón de la Republicana. Se puso a vociferar contra usted para ganárselos. Mala gente... lo chismeó con Parodi y, por eso, el hombre no quiso dejarlo regresar a San Camilo. Dicen que hasta al viejo lo movieron, porque el ternero se había emperrechinado en no darle cama… Y nosotros presionamos cuando lo trajeron en la camilla. Vela se portó muy bien... el enfermero de tarde..." Me sentía fatigado. "El doctor dice que descanse -apuntó Andrés- más tarde lo visitan, que hay tiempo". Cerraron tras sus espaldas y me quedé conmigo. Había recobrado la plena lucidez y pensaba sin sombras. De nuevo en San Camilo, si, pero con un formal compromiso de las autoridades ante el Gobierno chileno para trasladarme al otro hospital "dentro de la brevedad". No era broma ni podía haber trampa de por medio. "¿Debo tomar estas palabras como un acuerdo oficial entre el Perú y Chile, garantizando la vida y la seguridad de este caballero, así como su pase al Hospital del Empleado, que solicita?"; preguntó el Embajador Larraín a quienes vinieron de Palacio y ante el personal superior de la misión diplomática. - Sí, señor. - Debo -insistió- trasmitir estas seguridades a mi Gobierno, como dadas por el propio señor Presidente de la República, bajo esa condición y con su palabra de honor, como oficial del Ejército Peruano? - Sí, señor. Luego la jugarreta, cuando llegué rodeado de cincuenta policías al "2 de Mayo", y su intento de mandarme a Lurigancho. Después las pastillas y, finalmente, San Camilo, esperando que la palabra 148
empeñada oficialmente se cristalizara en los hechos. Nuevamente el dolor en la columna comenzaba a insinuarse en algún recodo de mis vértebras y la vieja migraña volvía con su tenaza al rojo vivo sobre el lado derecho del cráneo. Les había frustrado una maniobra más, pero seguían urdiendo la forma de prolongar, no sólo mi encierro, injusto y arbitrario, sino mi perjudicial estancia en San Camilo. "Es indispensable, primero -decretó el sujeto- terminar la Instructiva con las confrontaciones entre el inculpado y los ex-Presidentes de ambas Cámaras, así como con Ramírez, y después ampliar su propia declaración..." Tres semanas más. Luego una pareja de médicos legistas. Ahora gente responsable, porque habría sacado a los dos anteriores por la ventana. Una semana más. Pedí ver al capitán. - Hoy hace un mes que estoy aquí -le señalé- ¿Recuerda lo que le dije cuando vino a verme? Se ha vencido el plazo y, dentro de una semana, si no me trasladan al Hospital del Empleado, me voy. Se lo advierto para que después no haya quejas. Por la noche reforzaron la guardia y hubo un Republicano que no se movía de mi puerta ni para orinar. Llegó a visitarme una enfermera y me pasó el dato: "Afuera, por la ventana, hay cinco republicanos con fusil y otros cuatro escondidos entre las columnas". Además, registraban minuciosamente la comida que me traían mis hijos y revisaban hasta las medias de recambio que llegaban en el maletín de viaje. Luis Felipe, por indicación mía, comenzó a llevarse todo lo superfluo del cuarto. Esto los hizo entrar en sospechas. El sub-oficial Miranda me hizo la pregunta sin mayores vueltas: - ¿Por qué se están llevando las cosas...? - Porque me voy de San Camilo... Puso cara de perro. - ¡Estas bromas son pesadas, don Lucho... y mucho más estando yo en la guardia hasta mañana...! - Hoy no va a ser... no te preocupes, Mirandita. Y, además, yo no he dicho que me quito sino que me voy al Empleado... 149
Vino la orden para la confrontación con Aguilar. Querían meterlo en algo a cualquier precio y hasta me insinuaron que lo hiciera "porque a usted le conviene". Llegaron por mí en el coche celular, y no faltó un guardia que se me acercó con las esposas. "¿Está usted enfermo? Llame a su cuartel y pregunte. A mí no me vuelven a poner marrocas en la puta vida!" Después me quiso registrar la ropa. Tampoco. - Registre a los delincuentes... Yo soy un señor y usted a mí no me toca. Era por las pastillas. Temía que me llevara otro frasco encima, pero tuvieron que aguantarse las ganas y la curiosidad. No hubo una sola contradicción con Aguilar. Simplemente porque no existía delito ni había el menor interés en decir algo que no fuera única y exclusivamente la verdad. Día por medio la confrontación con el ex-Presidente de Diputados. Duró como dos horas y, al salir, la correspondiente nube de fotógrafos, cámaras de televisión y curiosos. Quinientas personas. "¿Una declaración que hacer?". - Casi nada. No hay contradicciones con Rivero Vélez, pese a que el Juez las buscó por todos los medios. Tampoco las hubo con Ramírez. Por último mi ampliación de Instructiva. El sujeto me las buscó por todos los ángulos, pero en vano. La verdad es una sola y no se puede forzar. Cuatro confrontaciones y ni una sola contradicción porque yo tengo la conciencia limpia, como siempre la tuve, y porque todos en el país saben quiénes son los ladrones, los mercaderes del templo, y quiénes son los que honran las responsabilidades que les dio el país. Sin embargo, me escarbaba el expediente. - Usted habla aquí de haber intervenido exclusivamente como amigo de los contratantes y de haberlos recomendado a Aguilar. - Al doctor Aguilar -corregí. - Al doctor Aguilar. ¿Es muy amigo suyo? - Es un hombre por el que tengo la mayor estimación personal.
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- Bien... pero el doctor Aguilar dice que él les dio el trabajo a sus amigos porque usted haría la parte intelectual de esta Historia del Parlamento. - En primer lugar no es una "Historia del Parlamento" y usted lo sabe muy bien. Es una recopilación de leyes. Libro que hace el Parlamento todos los años. En segundo lugar, el doctor Aguilar exigió como garantía de la calidad intelectual del trabajo, que yo hiciera algunas acotaciones en la obra. Las hice, para servir a mis amigos, en forma desinteresada. No tengo nada que ver con cuestiones de dinero en este asunto. - Pero Aguilar dice... - El doctor Aguilar. No pudo hallar nada que no fuera estrictamente la verdad. "A este Aguilar vamos a joderlo tarde o temprano, de cualquier modo, porque es abogado de Ulloa", me habían dicho, cuando alguien habló sobre mi conveniencia de comprometerlo a cualquier precio. "No lo haré respondí- No haré ni diré nada que no se ajuste a los hechos. Y los hechos, hasta para un analfabeto del Derecho Civil o Penal, demuestran que en ese contrato no hay dolo, ni engaño, ni incumplimiento sino una revancha política indigna de hombres decentes. De hombres, para no especificar, porque la decencia en este país se va terminando con los que mueren y, según vemos, no es planta que se reproduzca aquí". Ya el propio asunto de mi encarcelamiento era una vergüenza y, a solas, me preguntaba, como Diógenes, si en este país podrido no quedaba algún hombre capaz de sobreponerse al miedo colectivo y decir las cosas claras, aunque le costara la libertad o el puesto. Y, aunque uno se recupera luego, a veces maldice la hora en que lo parieron aquí, como una oveja blanca entre un rebaño de ovejas negras. Los militares piensan y actúan como si fueran habitantes de otro planeta, pero creo que, en el fondo, deben sentir por esta piara el mismo desprecio que uno le tiene desde el fondo del alma. Sin odio. Con pena, simplemente. Y un poco de asco, parecido al que se siente cuando se pisa una cucaracha.
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No recuerdo quién dijo que "partir es morir un poco". Le faltó conocernos para comprender que vivir aquí es morirse definitivamente y para siempre. Este no es un país. Es una tumba. Yo miraba al Juez y me sangraba el país por dentro. "Este hombre -me decía- administra justicia... me juzga, me cierra la puerta de las prisiones y enclaustra mi inteligencia entre paredes". Para qué, entonces, escribir y pensar y ponerse en la tarea hercúlea de sacar a flote este viejo madero en que nacimos? ¿Es el Perú, es la humanidad? ¿O es que una cigüeña sideral se equivocó de galaxia y nos trajo a una Vía Láctea equivocada? El dieciséis era bueno, abandonado y tísico. Tenían sus palabras un hedor de tristeza porque estaba completamente solo de hijos, de mujer y afectos. Nadie sino los bacilos de Koch permanecían a su lado, en los pulmones, pero él quería vivir y hacía grandes planes para cuando recobrase la libertad. Quería dedicarse a la industria de la confección en pequeña escala, "que es un buen negocio, don Lucho, porque -bien trabajado- es un renglón que deja como seis mil soles de utilidad...". Me lo decía allí, a los pies de mi cama, cuando yo regresaba de aquel supuesto "intento de suicidio" que me inventaron los periódicos oficializados. El pobre se arrastraba al caminar, pero me hablaba de vivir, como lo hacía el trece que -agónico desde su balón de oxígeno- me mandaba saludos "por el regreso a casa". En el primer cuarto había un hombre que me impresionaba particularmente. Un hombre cualquiera, de esos que nacen y se mueren sin que nadie lo sepa. Tenía noventa meses preso, ¡toda una vida! y venía a mi cuarto con su palabra de estímulo para que no me "quitara de este mundo", porque pensaba, como todos, que yo había querido eliminarme. Este San Camilo tremendo lleno de humanidad descascarada y plena, lleno de bacilos y de muerte pero lleno también de esta incomprensible necesidad de vivir "aunque sea de barriga", como decía Vallejo. Si hasta me daban ganas de agradecer a los que me habían inventado un delito para silenciarme y a los otros miserables que hicieron cuanto estuvo en sus manos para convertir este juicio en un escarnio, por el inmenso favor de haberme puesto en contacto con la muerte al rojo vivo y con la vida en su terrible plenitud sin concesiones. "Nos hizo usted mucha falta en su ausencia don Lucho", me dijo el nueve, que andaba orgulloso de usar la que fuera mi cama de los primeros días. Me abrazaban los presos, me rodeaban con su pobre remanente de calor humano y me sentía entre ellos -delincuentes, 152
ladrones, asesinos, rateros, picaros de toda pelambre- como protegido por un afecto que está mucho más allá de las palabras. Creo -uno, a veces cree cosas que no se atrevería a decir en voz alta- que por cierta mágica razón habíamos llegado a constituir una indescriptible familia entre las veintitrés personas ("moribundos, pre-moribundos y jodidos", como decía Cotito para clasificarnos) que vivíamos en los intestinos de San Camilo. Una noche, leyendo, me quedé dormido como a las dos de la mañana, sin saber que había preocupación entre los párceros al ver mi cuarto con luz a esas horas. Discutieron el punto y hasta opiniones hubo, muy directas: "¿No se habrá querido suicidar otra vez...?". Decidieron, cuatro de ellos, investigar sobre el terreno y abrieron la puerta despacito. "Está dormido”, diagnosticó el más viejo. Confirmaron los otros y sin despertarme -lo supe por el siete- me quitaron los anteojos, el libro de las manos, me cubrieron con una frazada "porque ya viene el sereno y puede resfriarse", y apagaron la luz con la tranquilidad de saber que todo estaba bien. Que todo estaba como antes en San Camilo.
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Asilado en la Embajada de Chile, con Jorge y Luis Felipe Angell
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X - Le toca mover a usted, señor -le dije, después de esperar un tiempo prudencial sobre el tablero de ajedrez. - Sí, sí... estoy pensando -respondió el Embajador de Chile, volviendo a la realidad del juego. Me miró un instante y puso los ojos sobre las piezas de una partida que ya duraba media hora. "Van a ser las cuatro", murmuró, como hablando consigo mismo, mientras consultaba su reloj. Afuera, en la Avenida Salaverry, sobre el amplio frente de la residencia diplomática, se había concentrado un hormiguero de fotógrafos, curiosos y policías de diversos cuerpos: Seguridad del Estado, la Fiscal, la Republicana y la Guardia Civil, que durante cinco días habían rodeado la embajada en toda su inmensa área de ocho mil metros cuadrados. - Jaque -anunció don Sergio Larraín, desplazando un caballo. Aunque estábamos empatados y, en cierto modo, esta partida final era definitiva para dirimir ventajas antes que -a las cuatro- llegaran por mí, la verdad es que el Embajador jugaba mucho mejor que yo. Ese momentáneo equilibrio del juego se abonaba a su preocupación por los acontecimientos que debían efectuarse allí en la Embajada, dentro de breves instantes. Yo, en cambio, estaba tranquilo. Por lo menos, suponía que a pesar de cualquier argumento en contra, la palabra de honor empeñada por el Gobierno, de manera oficial y por el uniforme del ejército peruano, eran suficientes para garantizar que el compromiso hecho se realizaría en todas sus partes. Desplacé el Rey y el Embajador volvió a jaquear. - Está usted persiguiéndome, como la policía, señor Embajador comenté, sonriendo y esquivando el peligro. Llegó su esposa hasta el pequeño salón donde nos encontrábamos, jugando a solas. "Ahí están", dijo. Me miró con preocupada tristeza. El Embajador hizo llamar a varios miembros de su personal diplomático. Vinieron el Consejero y un Agregado Civil. "¿Qué opina usted? 155
preguntó el primero- respecto de la forma en que debemos proceder ahora... los señores de la policía han ingresado a la residencia? - No. Están afuera, pero los haremos entrar de inmediato. Por favor, Genaro -se dirigió al Agregado Civil- ¿podrías encargarte de eso? Salió el aludido. - Afuera hay un mar de gente -comentó el Consejero, dirigiéndose a mí- de modo que podríamos llenar las formalidades aquí dentro y que el automóvil de la policía ingresara en el jardín de la residencia... de tal manera saldría usted, ya en el automóvil, para evitar cualquier aglomeración en la calle. Los fotógrafos, eso... ¿le parece bien? - Yo creo que sí... no sé si el señor Embajador... Don Sergio Larraín asintió. - Me parece bien. Ahora sería bueno ir al encuentro de los caballeros que han llegado. Mientras tanto -comentó mirando el tablero y derribando su propio Rey- debo reconocer que ha ganado usted, mi estimado amigo. Reincorporé la pieza. - No, señor. Le agradezco la gentileza pero pienso, más bien, que debemos suspender esta partida por algún tiempo. Hasta que podamos continuarla sin urgencias de ninguna especie. ¿Vamos?
"La fuerza es fuerza porque no es razón, don Luchito", decía el catorce, con la voz agrietada de su medio pulmón en escombros. "Un subprefecto -añadía- se quedó con mi mujer en Yauyos y me encerró por abigeo cuando yo, de las vacas, sólo sé que tienen cuernos. Como los toros y los maridos. Seis años preso y ni siquiera me han hecho un interrogatorio hasta ahora... Hoy Hinostroza me preguntó por la familia... mala señal... balón seguro y chifa a la media vuelta... Pero hay 156
que tener paciencia. Sí, hay que tener paciencia, pero ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que llegue el monocarril o el balón de oxígeno? Conmigo no tenían de qué agarrarse para retenerme preso y negarme la libertad condicional. Por último encontraron el recurso y me adjudicaron la falsificación de una firma en el dichoso contrato. "Con dos delitos no hay libertad condicional". Yo los dejé hacer. Que se despacharan a su gusto y se aliviaran los complejos. Hicieron el peritaje pero -contra mis deseos- la conclusión fue imprecisa. "Podía haber sido..." No tenían seguridad y en jurisprudencia la duda beneficia al reo. Pero se agarraron de la simple posibilidad y por tercera vez, me negaron la libertad bajo caución. ¡Lástima que no me acusaran de manera rotunda porque de ese callejón no los iba a sacar ni Dios! Yo soy ágrafo de nacimiento. No tengo caligrafía y esta es una falla "congénita, irreversible, de imposible rehabilitación", como certificaron los médicos. Me habían examinado casi todos los neurocirujanos de Lima algunos desde años atrás- y todos coincidían en lo mismo. Tengo, pues, la absoluta incapacidad material de falsificar nada o imitar nada escrito, salvo que esté hecho exclusivamente a base de rectas. Solicité al Juez Instructor un peritaje especializado, para deslindar la acusación de un delito contra la fe pública, demostrando que se trataba de una estupidez sin base. Nombró dos médicos. Uno de ellos me examinó y emitió su informe de inmediato. El otro, por extraña coincidencia, estaba de vacaciones en Europa desde hacía tres meses. Se volvió al Juez Instructor, solicitando la sustitución del ausente por otro especialista. Nombró a uno cuyo nombre me era vagamente familiar aunque no lograba situarlo en mi memoria... Estaba seguro de haberlo oído mencionar en alguna parte. No faltó quien me trajera alguna información respecto al nuevo perito: Era directivo de un partido político oportunista. Siete días esperándolo inútilmente. Al octavo se recurrió a medidas de otro calibre para hacerlo venir. "Iré a las ocho de la mañana". Vino a las diez y me examinó dos horas. "Doctor -le dije- le agradecería evacuar su informe lo antes posible, porque necesito presentarlo al juez de inmediato". No dijo nada y siguió tomando apuntes. 157
Luego se fue. Desde ese momento supe que no haría el informe. No sólo por su militancia política sino porque no se atrevería a contradecir la opinión de ocho verdaderas autoridades neurológicas, en un caso, ni dar una conclusión que me fuera útil judicialmente, en el otro. Al día siguiente, en efecto, envió una comunicación inhibiéndose de informar "por lo recargado de su trabajo", pero olvidando que el examen constaba en mi historia clínica, de su puño y letra, e ignorando que yo habría de arreglármelas para obtener copias fotostáticas de dicho examen. Otra semana de tiempo perdido y un nuevo perito: el doctor Manuel Salazar Muñoz. Hombre agradable, me examinó el mismo día de la citación y por la noche tenía su informe entre las manos. Se presentaron al Juez ambos peritajes. Fueron devueltos. "Tienen que venir escritos a máquina, en papel sellado... y el informe debe ser uno solo, firmado por ambos médicos". Otra semana más y, por fin, el documento tal como lo requería el Juez. Sin embargo, se negó a conceder la libertad provisional con un nuevo argumento: - Sí, esto prueba que él no ha falsificado la firma... pero pudo haber mandado que la falsificara otro... Claro, yo no maté a Kennedy, ni a Luther King ni a perico de los palotes, pero "pude haber mandado que otro los matara". Tampoco violé a una niña de Singapur, pero también pude haber mandado a un tercero que lo hiciera. Así hasta el infinito. ¡Váyanse a la mierda, hombre! - "De aquí -había dicho- me sacan al cementerio o al Hospital del Empleado". Vino a verme un coronel en nombre de José Benavides, el Ministro de Agricultura. Hablamos a solas. - ¿Qué quiere usted? - Pasar al Hospital del Empleado. Nada más. A San Camilo no vuelvo de ninguna manera. Yo estoy muy enfermo y no acepto que ningún hijo de puta juegue con mi salud. Estábamos a solas, en el escritorio del Embajador. Allí permanecimos casi una hora y se despidió con las seguridades mutuas de colaborar en que todo se solucionara. Poco después vino otro coronel. Tuvimos una reunión con el Embajador, el Consejero y otros miembros de la Misión. Traía la palabra oficial del Gobierno: 158
- La Presidencia se compromete a intervenir en este asunto, de modo que aquí, el señor -me señaló- sea trasladado al Hospital del Empleado dentro de la brevedad posible. - Perdón -interrumpí- ¿se compromete o garantiza mi traslado? - Garantiza -reafirmó. Intervino el Embajador Larraín, tras una rápida mirada a su personal. - ¿Debo entender, entonces, que el señor Presidente de la República garantiza al Gobierno de Chile, que represento, el traslado del caballero que se encuentra bajo nuestra protección, al Hospital del Empleado, en un plazo prudencial, con absoluta garantía sobre su vida, su salud y el respeto a su dignidad personal? - Sí, señor Embajador. - ¿Esta es la palabra oficial del Gobierno peruano? - Sí, señor. - ¿Puedo transmitir estas palabras y este compromiso, tal como están siendo anotados, al señor Eduardo Freí, Presidente de Chile, entonces? Ambos asintieron. Luego el Embajador se dirigió a mí. ¿Estaba yo de acuerdo? Sí, señor. Si era un compromiso oficial. "Desde luego, el traslado se hará dentro del más alto respeto a mi persona". Sin ninguna duda. Había órdenes sobre ese punto. El Embajador insistió: - ¿Cuántos días consideran ustedes un plazo prudente para concretar el traslado al hospital? - Bueno, señor, depende. Primero, como usted sabe, tenemos que regresar a San Camilo, de acuerdo con las disposiciones vigentes. Allí será examinado por los médicos legistas... no habrá problema porque en la historia clínica hay certificados que justifican el cambio de hospital... después, el juez ordenará el traslado... será cuestión de una semana... -¿Una semana...? -repitió el Embajador- ¿digamos, dos semanas, para tener la absoluta seguridad del cambio y para comunicarlo así a mi Gobierno? 159
- Bien. Dos semanas. - ¿Cuándo abandonaría nuestro huésped la Embajada? - Ya lo hemos conversado con él, señor Embajador... mañana a las cuatro de la tarde. Irá en un automóvil particular con un alto Jefe de Seguridad del Estado. Se ha dispuesto lo necesario a fin de darle todas las facilidades cuando llegue a San Camilo. Le aseguro a usted que no habrá ningún problema. - Perfecto. ¿De modo, señores, que podemos considerar este problema como definitivamente resuelto y que yo puedo comunicarlo así a mi Gobierno? -Sí, señor. -En tal caso, permítanme agradecerles toda la cooperación que se han servido prestar a la Embajada de Chile en este asunto. Para nosotros la palabra del Señor Presidente de la República del Perú es garantía más que suficiente. Pueden ustedes disponer lo necesario para concretar este acuerdo mañana, a las cuatro de la tarde. Hizo una venia. Los visitantes estrecharon la mano al Embajador y a los miembros de la misión diplomática chilena. Eran casi las dos de la tarde. "A usted, mi querido, amigo, veo que le gusta mucho el vino chileno -dijo el Embajador, tomándome del brazo y conduciéndome hacia el interior de la residencia- de modo que hoy celebraremos el feliz arreglo de todo esto con un tinto añejo que le va a encantar".
En la Embajada había un ambiente de nerviosismo. Bajó la Embajadora. Estaba afectada por el alboroto de las gentes, los curiosos, los flashes fotográficos y las cámaras de televisión. En el "2 de Mayo" me esperaba un recibimiento parecido, pero también dos personajes siniestros, enviados para hacer un último intento de frustrar mi pase al Hospital del Empleado: Los médicos legistas. Allí en Emergencia, habría de permanecer varias horas mientras se tramitaba el complicado papeleo con que justificaba su sueldo la burocracia. Había una multitud de gentes en el apretado ingreso del centenario hospital.
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Eran las cinco de la tarde. De allí saldrían los médicos legistas con su informe: "Paciente Ambulatorio". De allí, también, recogerían el argumento para disponer mi traslado a Lurigancho. Luego, el "Valium" y otro escándalo que daría origen a una intervención del Embajador chileno ante la Cancillería. "Señor Ministro -le dijo al Cancillerentiendo que este caballero ha dejado la Embajada dentro de ciertos términos concretos, a través de un compromiso oficial con el Gobierno que represento. Yo le agradecería, si fuera tan amable, darme una opinión suya que pueda transmitir a Relaciones Exteriores, en mi país". Pero yo estaba particularmente tranquilo, porque tenía mis razones íntimas para ello. Sabía que pese a todas las maniobras tendrían que llevarme al Hospital del Empleado. No en vano uno ha pasado tantos años en el servicio diplomático y conoce el Derecho Internacional. Ya instalado en San Camilo -nuevamente en mi cuarto de costumbre- comprendí que no estaba solo ni mucho menos. Me acompañaban el afecto de los enfermos allí dentro, de las gentes que poblaban el hospital, del público que durante todo el trayecto me saludó cordialmente al reconocerme... - Son las cuatro y cuarto -dijo el jefe policial. Creo que podemos irnos, si no hay inconveniente... Me miraron, el Embajador y los presentes. - Un momento, por favor… falta un maletín que dejé en mi cuarto... Aquello de "mi" cuarto me sonó familiar, como si hubiera pasado una gran parte de la vida junto a esa pareja de Embajadores. Sólo unos pocos días con ellos pero una profunda nostalgia en el corazón. Y había cualquier cosa de hondo afecto humano en esa despedida. Los Embajadores, uno al lado del otro, el personal de la Embajada, las gentes desde fuera con sus gritos de solidaridad, la servidumbre que cruzó la línea policial para abrazarme. Sólo unos días de intermedio en una larga penumbra de varios meses tremendos, áridos, sin música, sin verde, sin calles que pisonear ni diálogo. No era debilidad pero algo de melancolía, sí, cuando llegó el momento mismo de la partida. Estábamos ya en la puerta. 161
El Mercedes había ingresado al jardín. Adelante, junto al piloto, un policía. Al subir yo, atrás, encontré instalado a un miembro de Seguridad sobre el lado derecho del asiento. Subí. Detrás quiso hacerlo también otro funcionario de la policía. Me negué. - No -le dije- Yo salgo de aquí como un señor. Ni custodiado ni flanqueado por ustedes. Atrás vamos dos personas y nadie más. O no subo. Cedió. Cerré la puerta. Salimos. Afuera, pese a todos los cálculos, la acostumbrada nube de fotógrafos interrumpió el paso hasta hacer imposible que el automóvil avanzara. Fue necesario despejar la pista. Salimos. Un último adiós, una sonrisa impersonal a quienes me saludaban desde todos los ángulos. Una tristeza indefinible, un atardecer agónico. Miré hacia adelante. El auto se hundió como un puñal por la avenida Salaverry.
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Hospital del Empleado. La despedida del personal de vigilancia.
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XI A las nueve me despertó Charolito. En la noche anterior, el insomnio de los problemas por resolver me había desvelado hasta casi el despuntar de las cinco. Tuve que tomarme una pastilla y cuando vino Charolito a verme ya habían repartido el desayuno. Sobre mi mesa de noche estaba la jarra, cargada de leche hasta los bordes. "Usted es grandazo, don Luis y necesita comer bien", decía Chávez, el encargado de distribuir los alimentos. Hasta ahí llegaba yo, porque -mal que bien- la leche (olvidando el agua) se podía tomar sin muchos ascos, pero el resto de la comida era mejor no verlo. "Carajo, suerte que el bitute es malo -se quejaba Galleta- porque si fuera bueno, las moscas engordarían como palomas y no se morirían de anemia, igual que ahora". Charolito me traía noticias frescas: - Lo felicito, don Lucho... ya llegó la orden... - ¿Qué orden? -pregunté, todavía sin recuperar mi plena vigilia. Hacía una semana de eso. El viejo médico legista pidió mi historia clínica apenas llegó a San Camilo -estábamos en marzo- y se sorprendió al encontrar allí la interconsulta de Fernando Cabieses, quien señalaba -¡En noviembre!- la urgencia de mi traslado a un Hospital de alta especialización por ser el mío un problema que requería tratamiento adecuado y permanente. "¡Pero esto es increíble dijo- hace meses que usted debió ser transferido a una clínica". Sin embargo, los otros legistas que enviaran a mi regreso de la Embajada se habían prestado a la farsa de considerarme "paciente ambulatorio" para que pudieran encarcelarme legalmente en Lurigancho... El doctor Gavina me examinó durante casi una hora, con la ayuda de Andrés y de otro preso, porque ya, a estas alturas, la espondiloartrosis me impedía hacer el menor movimiento. Luego pasó al tópico, donde observó 164
detenidamente las radiografías del cerebro, el estómago y la columna. Volvió a mi cuarto. - Voy a ordenar su traslado inmediatamente... usted no puede seguir aquí un minuto más. Dentro de una hora el juez tendrá mi informe en su poder, a fin de ver si lo pasan al Empleado mañana mismo. "Ya buscará la forma de postergar el cambio", me dije, con boca de profeta, cuando se retiraba el doctor Gaviria. Dicho y hecho. Al día siguiente no pasó nada y me dispuse a esperar con paciencia china el máximo de ocho días que tenía el Juez para tramitar la orden. Andrés daba el asunto como cosa hecha. "Nunca se ha visto nada semejante en San Camilo, don Lucho, y no creo que lo retenga otra semana más, después que Gaviria informe... ¿usted, acaso, tiene algo personal con el Juez? Sonreí como si alguien me supusiera enemigo de un poste. "Primera vez que lo veo... ni siquiera sabía que existiera ese apellido, y no me pasará al Empleado sino cuando se le venza el máximo. Ya verás, Andrés". Charolito asintió, porque conocía los pormenores del asunto: "Don Lucho tiene razón...", dijo. Sus palabras, ya a solas, me retrotrajeron a un hecho de semanas atrás, cuando se moría el catorce anterior. Era una calavera india. Parecía un Cristo agónico, mal tallado en marfil viejo y ya no tenía luz en los ojos hundidos en gruta, con la inmóvil boca abierta. El siniestro balón de oxígeno alentaba desganadamente la llama agónica que mantenía vivo al tuberculoso. Vino el nuevo capellán -el holandés formidable, con ideas revolucionarias sobre la Iglesia de nuestro tiempo- para administrarle los santos óleos. En San Camilo sólo hablábamos inglés él, Sunderland (un preso australiano reclamado por la Interpol) y yo. Me hizo llamar a la sala tercera, de los tebecianos, para ayudarlo, porque el indio analfabeto, doce años preso sin que le abrieran juicio por el robo de una cabra- conocía escasamente el castellano. El capellán comenzó a vestir sus ornamentos, a los pies de la cama. Miré al indio y lo vi con sus ojos inexpresivos puestos sobre el sacerdote. - Padre -le dije- ¿no es lo mismo para ustedes administrar los santos óleos a un muerto que a un vivo? 165
Se detuvo con la estola entre las manos, antes de responder. - Sí... en cierto modo sí. - Entonces ¿por qué no esperamos que este hombre muera tranquilo y usted cumple su obligación después? Ahora, su presencia aquí, rezando, es como si viniera a comunicarle una sentencia de muerte... el pobre ha sufrido bastante. ¿Para qué asustarlo? Se encogió de hombros ante la propuesta. - Entiendo, pero... como cristiano debe sentirse más tranquilo si muere recibiendo los últimos sacramentos... ¿él cree en Dios, no? - ¿Usted creería en Dios, padre, si fuera un indio analfabeto, tuberculizado a patadas y hambre, violado en la cárcel, con siete años de prisión por una cabra y muñéndose como un perro sin que jamás se le haya abierto juicio...? Seis o siete presos nos rodeaban, sin entender el idioma pero intuyendo, con esa fabulosa percepción que dan las cárceles, el contenido de nuestro diálogo. El capellán permaneció indeciso. Yo nada tenía que agregar y la resolución final era del sacerdote, pero fue el propio moribundo quien resolvió el problema con el más hermoso homenaje que he recibido de ser alguno, murmurando en un esfuerzo que debió consumirle el remanente final de sus energías. - Don Lucho tiene razón... Sonó como una impresionante letanía que los presos repitieron a coro: "Don Lucho tiene razón". Le expliqué lo ocurrido al capellán y su respuesta fue una pregunta que yo mismo me estaba haciendo interiormente: "¿Si hemos hablado en inglés cómo ha podido saber lo que decíamos?". El catorce ya miraba hacia arriba ("Cuando el tísico mira al techo, malo...") y todavía murmuró, como para no dejarnos con el enigma en vigencia: - Mina... Morococha... manan...
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Fue lo último que dijo. Y yo hubiera podido añadir por mi cuenta: "Pulmón de minero, silicosis, hambre, coca, alcohol, miseria y hombres que hablaban otro idioma". ¡Qué santos óleos ni un carajo! ¡Qué persignarse ni echarle agua bendita a un ser humano despedazado por los buitres! ¡Cómo le hubiera rezado yo al pobre catorce, si fuera necesario hacerlo para encomendarle un alma al viento: "Muere tranquilo, hermano preso, que ya se acabaron para ti los gritos, las patadas, el estómago vacío, el frío, la suciedad, las lágrimas... muere tranquilo que ya no habrá para ti un mañana de humillación y pena. Ya no sabrás de tu hermana violada, de tu madre convertida en una roca más sobre los Andes, ni de tu hija emputecida por el hambre... Muere tranquilo y róbate donde vayas todas las cabras que encuentres a tu paso, porque las cabras, párcero anónimo, catorce, no son del que las tiene sino de quien las necesita... Muere tranquilo porque te vas de aquí, de la agonía, del oxígeno que te asfixia, del centinela que en cada paso va aplastando tu inocencia contra el suelo. Muere tranquilo porque nunca supiste lo que era un juez, aquí donde la justicia es más triste y dolorosa que la injusticia... Descansa en ti... "Catorce, amigo mío"... Pero, ¿hablarle de Dios? ¡No jodan! Llegó mi hijo a las once de la mañana. "Ya está todo listo para tu traslado. Afuera no queda sino un trámite corto por hacer. Te llevaremos a las doce, en una ambulancia. Traerán la camilla hasta tu propia cama, no te preocupes. Está la orden del juez, la ficha del Empleado, la autorización del doctor Parodi... dentro de pocos minutos llegará la custodia que irá contigo. Por órdenes de Artola te pondrán la Policía Especial de la Republicana... tienen Secundaria completa... gente de mayor cultura. ¿Necesitas algo? ¿No? De aquí sólo resta llevar un maletín y la manta de viaje. ¿Qué hacemos con todo lo que hay sobre esta mesa? Me incorporé hasta donde me lo permitía la columna. “Llama a Charolito", dije. Vino. - Ahí quedan un thermo, café en polvo, leche condensada, azúcar, pan... diversas cosas... toma lo que necesites y reparte lo demás con el 167
dos, el siete y el dieciséis... Ve si alguien tiene recados para afuera. Me los traes juntos... ya nos despedimos luego. Luis Felipe recogió todo. "El australiano tenía un problema, pero ya se lo resolví. ¿Cómo harán ahora, cuando tú salgas, para entenderlo?". Le recordé al capellán holandés. Cuando trajeron a Sunderland, Parodi me había dicho: "Te agradecería darme una mano con él... no estando yo, eres el único que habla inglés en San Camilo. El hombre se ha chocado un poco al entrar en este ambiente y ya ha tenido una crisis suicida...". Buena persona, Sunderland. Venía a mi cuarto por las noches, a conversar un poco. "Nunca pude imaginar decía- que existiera en el mundo un lugar tan espantoso como éste. Nadie lo creerá cuando regrese a mi país. ¿Cómo pueden tener en el mismo sitio a los tuberculosos con los sifilíticos y los operados...? No lo entiendo...". - Es el país y esto, San Camilo, será lo último que les interese... Aquí dicen que el "preso es preso". ¿Entiendes? La última basura del mundo, no un ser humano ni nada que se le parezca... tus abogados tienen que ver la forma de sacarte... ahora viene el mío... tal vez él te pueda ayudar.... El gringo estaba horrorizado. Pertenecía, me parece, a la sociedad de Melbourne y lo reclamaban de su país por algo relacionado con un millón de dólares, más o menos. Problema suyo. A mí me agradaba como persona y trataba de tranquilizarlo en lo posible: "No te preocupes... Charolito es tu vecino de la derecha. Tiene instrucciones de ayudarte y cuidar tus cosas. No te impresiones por el aspecto del doce... sí, ya sé que es un asesino y que en tu sala hay dos más, pero no tendrán dificultades contigo..." Ahora quedaba en mejores manos con el capellán holandés. Volvió Charolito. Me entregó varios encargos y se llevó la herencia. Apareció un oficial. Había cordialidad en sus maneras. Saludó. "Tenemos aquí la orden para protegerlo -dijo, usando cortésmente el eufemismo- en su traslado al Hospital del Empleado. Ya está todo listo. ¿La ambulancia?"
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- Por la puerta lateral -indicó alguien- para evitar una mayor distancia. Ya está ingresando por ahí... traerán la camilla apenas entren. - Bien. Entonces, a partir de la reja, digo... de la puerta, nos haremos cargo de usted. ¿Quiénes viajan en la ambulancia? - Mis dos hijos mayores. - Tienen que ir, también, dos guardias. - No hay inconveniente. Salió. Se había informado a la prensa que mi traslado lo harían por la tarde, con el objeto de evitar la pesadilla de fotógrafos y cronistas, infaltables en todas las diligencias de mi caso, pero el éxito no fue total. Había unos diez o doce, hasta donde puede ver cuando -saliendo al aire libre me cubrieron la cara con una sábana. Trajeron la camilla y me trasladaron a ella entre varios. Del fondo de San Camilo hasta la reja hubo un trayecto de adioses, apretones de manos, voces amigas que también habría de escuchar afuera, desde San Lázaro y Santa Rosa. Por el corredor iban quedando atrás cuartos,' paredes, rostros, manos en el aire, balones de oxígeno y muerte, el tópico, la cara asustadiza de Sunderland, Charolito... luego el candado de la reja, el grillo de la hoja al abrirse, Hinostroza despidiéndome en el consultorio... Después la sábana en el rostro. Ya, antes, Parodi y yo nos habíamos despedido en mi cuarto, como dos viejos amigos. Le reiteré mis excusas: "Perdona lo de la fuga pero, como habrás visto, era el único camino para conseguir el cambio, Alfredo". Me estrechó la mano. "Olvídalo. Ahora yo también creo que tenías razón. Me alegra que vayas al Hospital del Empleado porque allá podrán atenderte como necesitas... tú sabes cómo estamos aquí... sin lo elemental. Te vamos a extrañar todos en San Camilo... has dejado una huella muy honda entre nosotros. Espero verte afuera, cuando esto se aclare, porque todos sabemos que eres inocente. Adiós, Luis Felipe". En la puerta le di un último recado: - Saluda a tu padre. Dile que le mando todo mi afecto. ¡Magníficos hombres estos dos Alfredo Parodi que el destino puso en San Camilo! A veces me pregunto qué habría sido de tantos presos 169
enfermos y recuperados por ellos a la vida de haber caído en las manos frías e impersonales de algún médico sin alma. Hinostroza, más joven pero hecho a imagen y semejanza del "viejo Parodi", estaba construído de igual madera: "Aquí no tenemos presos, señor Ministro -le había dicho a cierto personaje en una oportunidad- sino enfermos. Todos son pacientes y todos son iguales, sin distinción de ninguna clase". Luego Andrés, Vela, los demás enfermeros. Al comienzo, recién llegado y cuando podía caminar con relativa facilidad, el insomnio compañero antiguo de mis lecturas y mis diálogos nocturnos- me visitaba al entrar San Camilo en esa especie de coma que padecen los hospitales apenumbrados. Dormían unos presos, agonizaban otros y, como el latido sin pausas de un corazón infatigable, las botas del republicano recorriendo a la largo, toda la noche, el pasadizo de la carceleta... Oía con frecuencia, en el campanario inubicable de las inmediaciones, cómo rompía el tiempo la barrera del calendario y empezaba de nuevo a contar las horas con una campanada solitaria, diríase una lágrima impalpable, rodando por el metal hacia la eternidad. Salía entonces del cuarto y me iba al tópico, buscando un poco de sueño en la conversación del enfermero, que también se alegraba de hablar conmigo, mientras procurábamos ambos justamente lo contrario: El no dormirse y yo, dormir. La primera vez charlaba con él, pasadas las doce, un tebeciano sin remedio. Creí que estaba en consulta y me retiré. Pero luego, al día siguiente, supe que ambos eran contertulios de muchos amaneceres. - Y, ¿dígame -le pregunté al enfermero- sentados en un escritorio tan pequeño, con la cara tan cerca al enfermo, no teme usted la posibilidad de algún contagio?. Debe haber una altísima concentración de bacilos... - Sí, hay un peligro de contagio, don Luis Felipe -respondió- pero el pobre se siente muy solo, abandonado por la familia y sin un centavo... Hasta sus hijos lo han dejado y, por eso, todas las noches viene al tópico en busca de amistad... ¿qué importa el contagio, frente a eso? Buena gente los enfermeros.
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Levantaron la camilla ambulancia. Luego un ruido torno a mí. Después, alguien habíamos acordado con el guardias. Salimos.
y sentí cómo me introducían en la confuso de cuerpos distribuyéndose en me quitó la sábana del rostro. Tal como oficial: mis dos hijos mayores y dos
Algunos curiosos por la calle. Una rara visión de los edificios desde mi posición horizontal, mirando hacia arriba, y el chillido de la sirena, despejando la ruta. Detrás, un par de automóviles policiales, repletos de gente. La luz era distinta, el aire familiar y amigo. Al detenerse la ambulancia en cualquier esquina, un transeúnte me reconoció y sonrió lleno de afecto, como quien regala una flor. Sí, era verdad. Lo sentía en la atmósfera: La gente seguía conmigo. Una multitud de seres invisibles, en todo el país, seguía respaldándome. Con el traslado al otro hospital se había ganado una batalla, pero todavía me quedaban muchas por delante para ganar la guerra. Esa guerra contra el atropello, contra la brutalidad, el abuso y la miseria humana en que me había empeñado. No por mí, que ya tenía una obra hecha en mi país; una obra que nadie podría desconocer en el futuro, sino por quienes, de cualquier manera, sufrían y seguirían sufriendo, impotentes, toda clase de vejámenes en nuestra sociedad descalabrada. ¿Qué podía importarme un diploma de honestidad expedido y firmado por ladrones, por corrompidos y seres viles, por enanos, por homúnculos sin testículos ni decoro suficientes como para asumir una actitud digna? Por el contrario, dejaba San Camilo con el alma íntegra, con el espíritu intacto. Lejos de hacerme daño, los organizadores de la infamia no habían logrado sino darme la oportunidad de conocer íntimamente, desde sus propias entrañas, un mundo que me era desconocido. Un mundo al que sólo se podía entrar pagando el altísimo precio del escarnio, de la acusación y del escándalo. - ¿Cómo puede usted conservarse tan sereno en medio de esta avalancha que lo ha traído a la cárcel? -me preguntaba un médico, patriarcal y equivocado, por quien tuve siempre el mayor afecto. - Es muy simple... porque soy inocente, doctor.
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Luego supe que lo había comentado entre los suyos: "Parece como si no se diera cuenta de lo que ocurre. Se ríe, comenta casi con alegría su problema... no me explico". ¡No podía explicarse tantas cosas! No podía comprender que, más allá de ciertos límites, el hombre, el verdadero hombre, tiene la capacidad de invertir las circunstancias como se voltea una moneda y de imponer, poco a poco, sin perder la cabeza ni desesperarse, su verdad contundente e inamovible sobre la cobardía ajena. "No me importa cuánto dure esta guerra -le dije a un pariente mío- pero puedo asegurarte que esta guerra la gano yo. Vivo, ahora o mañana, después de muerto, pero la gano yo. De eso puedes estar completamente seguro". Pedí que me suprimieran la sirena. Lo hicieron y una suave calma ingresó, como la brisa, en el interior de la ambulancia. Jorge Enrique me acomodó los pies sobre la camilla. Mis hijos... "Del cognac que llevan ustedes en las venas. Roble y algarrobo, por la madre que tuvieron y por el padre que tuve yo", decía el mío, poco antes de morir. Me sentía como un fatigado Ulises que volvía encadenado, encanecido y con los ojos llenos de memorias indelebles, luego de hacer un largo viaje por la vida. Un larguísimo viaje alrededor de sí mismo. Ahora, por lo menos, tenía una verdad sin sombras, recogida entre las paredes de San Camilo. Sabía con certeza cuál era el camino a seguir, quiénes eran mis amigos, con qué gentes contaba y a quiénes debía borrar para siempre de mi ayer y mi mañana. Detrás quedaba un hacinamiento de infames, de farsantes y de hombres débiles. Una batalla ganada y faltaba toda la guerra por delante: Probar que no había falsificado una firma, probar que yo no había recibido dinero del Fisco, probar que ese contrato era válido y legítimo, probar que se trataba de un tinglado político, probar -demostrar- que un hombre solo, dueño de la verdad y de sí mismo, podía aplastar una conspiración de resentidos. Una por una, había que ganar todas las batallas contra la barbarie, pero yo sabía que terminaría ganándolas ante el Tribunal del Tiempo, ya que la verdad es una, única, sin dicotomías y nada sino ella resiste al análisis de los días. Cerca a mí, el aliento de Jorge Enrique, con sus quince años interrogantes: "¿Te sientes bien... necesitas algo...? 172
Con los Periodistas al abandonar el Hospital del Empleado con Libertad condicional.
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- "No, nada, hijo. Estoy bien así... no te preocupes". En otras circunstancias, con un poco más de años Jorge Enrique, le habría contestado de manera distinta: "Me siento mal... me duele el país por toda el alma, me duelen los huesos de mis abuelos, me duele este raro corazón de sensibilidad que llevamos en el pensamiento... me duele nuestro pueblo, la sociedad en que vivimos. Me preguntas si necesito algo... ¿Qué podría contestarte? ¿Qué necesito la libertad? Yo soy libre, hijo. Siempre fui libre. Por algún tiempo me encarcelaron el cuerpo los homúnculos pero a mí, a este ser que piensa y cuyos ojos te miran, no podrán encarcelarlo nunca... Ni siquiera muerto, porque las ideas siguen tomando cuerpo en los demás, mientras el cuerpo de uno se pudre bajo tierra. La Historia, el pasado y el tiempo en que vivimos están hecho por hombres que no morirán jamás y a los que nada barbarie, atropello, brutalidad y escarnio- podrá asesinar en el recuerdo ni apagar en su proyección de luz sobre el futuro. ¿Necesito acaso una reivindicación ante la infamia? No, hijo, no la necesito y mentiría si te dijera que me interesa. La obra de tu padre está escrita. No se puede borrar de las bibliotecas ni de la memoria pública. No encontrarás en ella una contradicción, un paso atrás, una concesión al bruto, ni una sola línea en defensa del ayer o de lo injusto, que es exactamente lo mismo. Tu padre es un axioma, hijo, que no necesita demostración. ¿Qué quiero de la vida? Por ahora el aire fresco, el verde limpio, el horizonte abierto de un mar sin chimeneas y un poco de soledad, para llevarla a cuestas mientras camino solo dentro de mí mismo. Entre mis muertos. Como quien deambula por un gigantesco cementerio, en busca de una tumba inubicable. ¿Después? Me pondré el cuerpo encima, para vestirme de algo y viajaré con él allá donde nada de esta suciedad me alcance. Me iré muy lejos. No sé donde, pero lejos. De algo, sí, puedes estar seguro, Jorge Enrique: Cuando me vaya, no volveré jamás. Nunca más. Definitivamente nunca. Ni vivo, ni muerto". Llegamos al hospital
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Este Libro se terminó de imprimir el 14 de Noviembre de 1976 en IBERIA S.A. Industria del Offset Manuel Tellería 1842 Ch. Ríos Lima – Perú
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