Visto por Fernando Galรกn en septiembre de 2008
Minutos
antes de que el sol
se oculte la ciudad bulle de actividad a un ritmo frenético. Los puestos ambulantes se agolpan ocupando la estrecha calle y ofrecen pasteles, fruta, zumos, huevos crudos o cocidos, dátiles, hierbas, incienso... en los laterales de los angostos y oscuros locales cuelgan gallinas vivas, corderos muertos, cabezas de cabra; las moscas revolotean sobre mostradores con sardinas y otros pescados que no llego a identificar. Huele
a las especias
multicolores que se ven en algunas tiendas pero también al dióxido de carbono que decenas de ciclomotores fuera de punto emiten mientras se
confunden con la multitud de gente comprando apresurada. Imposible encontrar algún orden. Un carro tirado por un burro colapsa la calle porque se cruza con un señor que arrastra un carretillo cargado con lo más insospechado y parece que no van a caber los dos vehículos pero entre medias continúan pasando los ciclomotores llevando pucheros de cerámica, centenares de huevos o la familia entera: mujer y dos hijos. Todos corren
en todos los
sentidos. Es ramadán y quieren estar en casa a las seis y media, hora en la que pueden empezar a comer después de un día entero de ayuno. Si la puesta del sol les sorprende fuera, se
sientan en alguna de las muchas mesas que hasta esa hora se amontonaban a la puerta de los cafés cerrados, disponen en un plato una ración de comida energética (dátiles, pasteles, un huevo duro y un plato de harira) y miran la comida hasta que por toda la ciudad suena una ensordecedora sirena como un toque de queda que avisa que se puede empezar a comer. Sólo
en ese momento del día
la ciudad queda prácticamente desierta y calmada. Como por arte de magia desaparecen de calles y avenidas los vehículos y sólo camina algún que otro turista despistado.
La paz
dura apenas un par
de horas. Poco a poco vuelve la gente, las bicicletas, los ciclomotores, los coches, los carros, los mini taxis, los burros, los autobuses, los vendedores... aunque ahora el pulso es distinto. Continúa el caos pero no las prisas. No existen normas de tráfico: cada cual circula por donde le viene en gana, en el sentido que le apetece, a la velocidad que le parece oportuna y sin parar nunca aunque alguien cruce, un autobús se detenga o la luz de los escasos semáforos se ponga roja. Sin sol y con el estómago lleno parece que la gente, en vez de ir a algún sitio, camina sin rumbo o se sienta a los pies de la Koutubia (el minarete
de la mezquita más importante de la ciudad, inspirada en la de Córdoba) para comer oranginas, encontrarse con amigos y ver pasar la vida. Más tarde
, la actividad se
traslada a La place Djemmá el-Fná. Una enorme plaza abierta en el centro de la medina donde, a pesar de lo que pudiera parecer, no sólo hay turistas europeos sino multitud de marroquíes que vienen a escuchar cuentos, músicos callejeros, ver bailarines, tatuarse las manos con henna, hipnotizarse con las cobras que alzan sus cabezas cuando escuchan el sonido del tumarit, beber zumo de naranja, comer sopa de caracol o cenar pinchos
morunos, tajín o salchichas de cordero en alguno de los muchos puestos que ocupan el centro de la plaza cuyos maitres, como auténticos maestros de las relaciones públicas saben vender derrochando simpatía y buen humor. De las cocinas de carbón de estos puestos salen columnas de humo o llamaradas que iluminan la noche de la abarrotada plaza en la que el recorrido termina bebiendo un vaso del “viagra” marroquí: una deliciosa y picante infusión a base de ging-seng, gengibre, clavo, canela, nuez moscada y hasta diez ingredientes más todos ellos tan energéticos como los refrescos de cafeína que venden en las discotecas.
Pero la noche
en Marrakech
no termina aquí. Los aficionados al ambiente nocturno pueden salir de la medina hacia las zonas nuevas de Gueliz o Hivernage donde lo más florido de la sociedad marroquí luce su palmito en modernos y exquisitos locales que incluso ofrecen alcohol. Porque este es uno de los muchos contrastes de esta ciudad donde es posible encontrar desde la tradición más ancestral hasta la moda más reciente, desde el burro o la bicicleta del siglo pasado al último modelo de todo terreno alemán, desde chicas jóvenes con vaqueros ajustados a mujeres con burka. Parece como si Marrakech contuviera dos ciudades distintas: la que vive
dentro de la muralla mirando al pasado y la que vive fuera mirando al futuro aunque una y otra tienen en común el ruido, el caos y la contaminación. Los que no gustamos
de
la fiesta nocturna acudimos a refugiarnos al Riad, un auténtico oasis en el que esconderse del estrés urbano; lo más parecido a las mil y una noches que vende esta ciudad. Resulta increíble que en medio del bullicio de la medina, nada más atravesar la gruesa puerta de madera de este antiguo palacete recién restaurado con un gusto exquisito pueda reinar el silencio, la calma y el aire fresco. Un amplio patio presidido por una pequeña
piscina distribuye la cocina, el salón y dos habitaciones antes de subir a la primera planta en la que están la suite Sultán o la mil y una noches. El recorrido puede terminar en la amplia terraza con un relajante jardín y amplios divanes repartidos por toda la explanada desde los que contemplar las estrellas mientras se escucha de fondo, como un murmullo la ciudad aún viva. Amanece pronto
aunque el
tiempo no exista en este paréntesis de cuento y un delicado desayuno para dos espera recién hecho sobre una mesa de bronce o de mosaico decorada con finas telas y rosas frescas. Impulso necesario para enfrentarse de nuevo a la bulliciosa ciudad.
Afuera esperan
los
vendedores que ofrecen a gritos su mercancía, los guías que asaltan al turista para orientarle entre las laberínticas calles de la medina, los interminables zocos y la indescriptible mezcla de olores magníficos e insoportables que convierten la ciudad en algo inabarcable y a la vez tremendamente familiar. No abundan
los monumentos,
con un poco de organización se pueden recorrer todos en un día o dos. En ellos se agolpan los autocares de turistas ingleses y españoles que sólo llegan a conocer de esta misteriosa ciudad la capa más superficial y cómoda y las tiendas de souvenirs en las que el regateo
comienza siempre tres veces por encima del precio real de la mercancía; este es otro de los misterios, pues parece imposible conocer cuánto vale un objeto. Resulta difícil
para un
occidental comprender este sistema de compra-venta pero una vez que se logra, se puede suponer que quizá sea este el más justo de los sistemas de mercado porque nadie impone una cantidad como en los grandes centros comerciales que pueblan nuestras explanadas: cada cosa vale lo que el comprador está dispuesto a pagar y al vendedor le parece apropiado; nadie puede salir perjudicado porque si se produjese un desajuste importante, la venta no se
realizaría. Aunque si nosotros no comprendemos el regateo, tampoco ellos entienden que alguien pregunte el precio de una mercancía si no está interesado en comprarla. Tenemos que aprender que cuando se pregunta un precio es porque se quiere ese producto y después sólo queda negociar cuánto se pagará por él. Más que una operación mercantil se trata de un acto social, un juego con sus normas en el que participan la cortesía y la característica hospitalidad árabe. Lo más fácil
es encapricharse
no de uno, sino de varios de estos productos porque entre la incontable cantidad de locales
abundan talleres de artesanos que con maestría y exquisito gusto difícil de encontrar hoy en día en Europa, realizan todo tipo de trabajos sobre hierro, madera o piel. Dicen
las estadísticas que
Marrakech no llega a los dos millones de habitantes aunque paseando por sus calles, callejas y callejones se tiene la sensación de que todos ellos viven fuera y nunca paran. Menos de dos millones de gente agradable y hospitalaria que por su cercanía y color de piel pudieran causar recelos a los precavidos europeos acostumbrados a que no salude ni el vecino de enfrente y a que sólo se acerque quien quiera pedir o robar algo. El miedo es
libre e irracional y puede ser que aumente la incertidumbre o que la adrenalina se agite al pasear por una calle estrecha sin turistas y más despoblada de lo habitual pero la realidad demuestra que el peligro real escasea, que no hay atracos ni robos; a lo sumo pequeños timos, engaños o trampas a los extranjeros más ostentosos. Sin embargo hay veces en las que uno siente que debe caminar a la defensiva: de los vendedores, de los guías callejeros, de los niños curiosos, de los ciclomotores agresivos, de las bicicletas inestables, de los animales, del ruido, de la contaminación, del laberinto... y todo esto puede llegar a estresar tanto como entusiasmar.
de escapar de la ciudad pero no necesariamente del país. La cordillera del Atlas, a poco más de tres cuartos de hora en coche, regala naturaleza a mansalva: un verde insospechado, nieves perpetuas, torrentes de agua, altas cumbres, más artesanía, sabrosa gastronomía y humildes hogares bereberes que ofrecen sus casas al visitante como una forma de entender la vida.
Es el momento
en mi ruta pero tras las montañas se encuentra el desierto, las playas, otras ciudades. A cual más infinito, misterioso, hostil y acogedor al tiempo. No lo encontré