Arturo carrera la inocencia es el nino

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Arturo Carrera: La inocencia es el niño *

Por Jorge Monteleone

Arturo Carrera es uno de los autores más relevantes de la poesía hispanoamericana actual. La figura de los niños, el ámbito de la infancia son claves en su toda su obra, como lo revela su reciente libro La inocencia. Este ensayo reflexiona sobre ese mundo y su vínculo con la experiencia del tiempo, con el poema como conjuro del suceder y con invocación de la inocencia como renacimiento y afirmación de un lenguaje originario. En la tapa del último libro de poemas de Arturo Carrera, La inocencia, se ve la foto en blanco y negro del niño Arturito caminando en la vereda de la calle Stegmann, en la ciudad de Pringles, hacia 1950. Tiene dos años. Parece sonreír y, en todo caso, su gesto tiene ese impulso como irrefrenable de los chicos cuando caminan alegremente hacia adelante, como si no existiera límite a su movimiento, la niñez misma como una “rueda que gira sobre sí misma”. Las sombras largas que arrojan los cuerpos en la fotografía dicen que ese instante no es el mediodía. Tal vez una tarde de primavera, considerando el follaje de los árboles oscuros. Y la vereda lanza las líneas de sus baldosas hacia el infinito, hacia un punto de fuga que remata en un hombre visto de espaldas, alguien que se va caminando en dirección contraria. Como si ese hombre desconocido fuera el adulto que huye de la escena infantil, y a la vez la sentenciase con el devenir del tiempo, del irremediable crecimiento: como si el hombre de espaldas sancionara con su silueta oscura la absoluta presencia del niño iluminado. La imagen visual se multiplica en el último poema del libro, donde se lee: “Vengan a Pringles –ya sé, / no es Delfos. / Pero a tres cuadras de mi casa, / por la calle Stegmann, / hacia el sur, / está el arroyo. //… el mismo que / en la fotografía de la tapa de este libro / es el punto de fuga; hacia donde se mueve / el hombre que va caminando displicente, / apurado, enérgico pero / quizá perdido… //…y el niño o deseo que avanza / parece que desanda nuestro propio decir…”.

La calle Stegmann Para la poesía de Carrera la calle Stegmann se transformó en un espacio, si no mítico, originario. En El vespertillo de las parcas (1997) el poema dedicado a “La calle Stegmann” expande el sentido que esa misma fotografía anuncia y protege. Primero están los árboles, las tres únicas acacias, las *

Publicado en revista Todavía, nº 15, 2006, Buenos Aires, Fundación Osde, pp. 36-42.

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hojas de los plátanos “grandes como manos abiertas” y luego el reconocimiento poético e inaugural de la calle misma, como una apoteosis de lo minucioso, como si el poema fuera una memoria desatada del detalle de aquel mundo perdido. Dice allí: “Nada tiene de singular la calle Stegmann / salvo cada adoquín, cada hojita, / cada ruido, cada color, / cada voz incluso oída tan sólo al paso // y salvo la luz: poder correr en ella de uno a otro / extremo”. En el uso del verbo presente del poema todo el pasado del poeta Arturo Carrera refulge vívido en la actualidad infantil de su doble: el niño “Arturito”. Lo escuchado entonces retorna en un murmullo inmediato, las cosas específicas y los nombres de la gente que puebla el mundo de la calle Stegman en los años cincuenta aparecen ante los ojos, con menos precisión que luminiscencia: la vieja calera de Pelegrinelli; la talabartería de Nazareno Traversini con dos enormes máquinas Singer; un Plymouth modelo 36 y una Ford A; la vieja Dorotea hablando con su hijo Pichín, vestido de deportista con una raqueta en la mano; la billetería de Becqui frente al Banco; un cartel con una bota negra gigante que indica el lugar de la zapatería La Victoria y en el fondo juega Santina, de nueve años, en el patio que comunica con el patio de la peluquería donde Delia habla con Elbia… El fin del poema parece arbitrario, porque ha creado la ilusión de lo continuo, como si no pudiese cesar de recordar, como si su sola verdad residiera en la enumeración de lo minúsculo, lo específico, lo singular de la trivialidad misma, al modo de un tesoro cargado de significados sublimes. Pero de hecho esta memoria posee una forma dibujada por el olvido. Es en el olvido de la infancia –aquello que los adultos olvidan de su niñez– cuando la infancia regresa: vuelve como invención del poema. En “La calle Stegmann” se lee: “El sentido de la calle / ¿no es el mismo del verso?: verso, versus // Ir hacia delante, es decir, hacia atrás”. La etimología de verso proviene del latín versus, “ir hacia” e indica dirección. De hecho, todo verso indica, como observó el lingüista Roman Jakobson, una regularidad, una repetición y, ya que un mismo fenómeno se repite (la medida de un verso, por ejemplo), supone un juego de paralelismos. Cada verso implicaría siempre ir “hacia atrás”, ya que juega con la recurrencia regular de un sonido que retorna, de una secuencia, de un efecto, y por ello se opone a la prosa, cuya etimología latina (provorsa) supone, en cambio, el “ir hacia adelante”. Carrera, en “La calle Stegmann” juega con la idea del “sentido” del poema –es decir, lo que significa poéticamente– y del “sentido” de la calle –es decir, su dirección– reuniendo ambos significados en la noción etimológica del verso, el sentido del verso como “regreso”: el verso nos lleva “hacia atrás” y, en, consecuencia, escribir “en versos” la calle Stegmann es ir hacia el pasado, regresar al origen del tiempo de la infancia. Por eso, poéticamente, la calle Stegmann es un espacio originario en la poesía de Arturo Carrera, la misma calle que se ve en la foto en la cual vemos al niño Arturito avanzar, allí como a punto de “tomar carrera”, en la tapa del libro La inocencia. Ese mismo niño del cual se predica en el último poema del libro: “…y el niño o deseo que avanza / parece que desanda nuestro propio decir…”.

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Andar y desandar ¿Qué significa en la poesía de Arturo Carrera este avanzar del niño que es, al mismo tiempo, un “desandar” del decir poético? Jakobson se refería al ritmo del caminar como un automatismo, donde la intensidad y la velocidad empleadas no exigen nuestra atención consciente. Esa misma automatización rige el uso del lenguaje práctico, pero su inercia rítmica se ve alterada cuando irrumpe en ella otro ritmo, un ritmo poético: el verso saca al lenguaje cotidiano del estado de automatismo. “Es una premisa de la orientación hacia el tiempo del discurso –dice Jakobson–, una premisa de la vivencia del tiempo”. De ese modo podríamos decir que el verso revierte el tiempo sobre sí mismo, sobre el propio suceder, y así en él se perfila el sentimiento mismo del tiempo. ¿Qué lazo secreto hay, entonces, entre el “andar” del poeta niño en la propia calle Stegmann de Coronel Pringles hacia los años cincuenta y ese “desandar” del propio decir poético? Significa que en el andar del niño hay un primer movimiento, hay un comienzo: es toda la infancia la que inicia su dinamismo, y en ella hay todavía una inconciencia del tiempo. El sentimiento de la sucesión aún no ha reemplazado a un vago sentimiento de eternidad. En el andar del infante, lenguaje y caminar son incipientes y ni uno ni otro se han automatizado todavía: el andar del niño es un desandar. El poema busca en el verso ese mismo ideal: busca, siempre, un lenguaje original que en Carrera suele materializarse en la niñez propia. Así el poema busca su imposible: el andar del niño desanda el decir del poeta, remonta hacia atrás la sucesión del poema, absolutiza el acto poético en el atesorado espacio de la infancia.

Una épica de la infancia Gran parte de la poesía de Arturo Carrera puede leerse como una épica individual de la infancia, donde el poema celebra las hazañas de los (propios) antepasados y las victorias del (propio) Yo. En El vespertillo de las parcas, están las mujeres de la familia: las abuelas, las tías, transfiguradas; en Tratado de las sensaciones (2002), los hombres: el padre, los hijos, los abuelos, los tíos, los primos. En el prólogo, Arturo Carrera admitió que este libro, tanto como el anterior, fueron escritos "como un intento para que alguno de los dos, o ambos libros, se transformen en mi vida". Y así en las voces de los “manes” familiares el poeta funda su propia voz. En El Coco (2003) el poema intenta “captar qué ritmo, qué remota prosodia rige lo que habla la abuela” y de ese modo advierte que los temblores del Parkinson en la voz comienzan a poblar la dicción de los chicos: “Empezamos a hablar –yo, sobre todo– con esos „tremores ‟, con ese grito oscuro”, escribe. Potlatch (2004) remontaba de nuevo toda la infancia en Pringles durante el primer peronismo, cruzando con ella las representaciones simbólicas y metafóricas del dinero. Este gesto, que se articula en estos libros con un modelo claramente autobiográfico, halla en los niños una figura recurrente ya desde Arturo y yo

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(1989) o Children’s Corner (1989): en esos libros como una especie de niños-signos, ya que siempre representan la apertura del deseo como principio de realización y puro devenir. Esta potencia que se despliega hacia el pasado autobiográfico, es una encarnación del sujeto imaginario en su doble infantil. Sin duda la vasta épica de la infancia, que alzó en su poesía Arturo Carrera, inspiró explícita o implícitamente en los poetas argentinos de los años noventa un atajo para que la memoria retorne. En ellos el espacio de la infancia no es el origen de una dicción poética, sino el fundamento donde el sujeto puede volverse aprehensible y donde representa una historia personal que, al mismo tiempo, pueda ser leída socialmente. La infancia, que se enlaza con el espacio de lo familiar, permite leer de un modo desplazado y oblicuo, por ejemplo, la experiencia ominosa de la dictadura argentina de 1976. La familia es el ámbito de una micropolítica donde el universo opresivo aparece como miniaturizado en una memoria autobiográfica reconocida en un habla y en una experiencia infantiles. Varios ejemplos de este tipo pueden leerse en la gran antología de poetas de los noventa que compiló y prologó el propio Arturo Carrera, Monstruos. Antología de la joven poesía argentina (2001).

La inocencia En el libro Noche y día (2005) Carrera habla de “La primera sílaba de la mañana, / que vuelve a delatar /el excesivo ímpetu de su inocencia; // la verdad de una especie de „voluntad de nacer‟ / cada día”. La niñez se vuelve más abstracta, se vuelve un puro comienzo, una anticipación del ser: ímpetu, afirmación, aurora. Así llega el poeta en La inocencia a una síntesis similar a la de Friedrich Nietzsche, en uno de los fragmentos de Así hablaba Zarathustra. En “De las tres transformaciones del espíritu” se lee: “La inocencia es el niño y el olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que gira por sí misma, un primer movimiento, una sagrada afirmación”. Al meditar en este principio se comprenden mejor las paradojas del andar y desandar de la niñez en la poesía de Carrera. Nietzsche no propone la infancia como una mera regresión a lo incontaminado, porque el niño representa algo más, un estadio superior: el modo absoluto de la inocencia como posibilidad y renacer. Unschuld ist das Kind, escribe Nietzsche: la inocencia es el niño –donde el vocablo “inocente” en alemán es el “no-culpable”. Y también, dice Niestzsche, la inocencia es el olvido. Lo cual no significa un borramiento de la memoria, sino, como lo prueba la poesía de Carrera, que en torno de aquello que se ha olvidado del niño y de lo que el niño adulto también ha olvidado, puede edificarse todo el recuerdo infantil como invención, como recreación, como descubrimiento. En suma, como poema, liberado de una historia culpable. En el eterno retorno a todos los paraísos de la calle Stegmann se oculta el Edén, antes de cualquier expulsión que obrase la culpa. Pringles, dice el poema, “no es Delfos”: pero en la calle

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Stegmann es posible discernir un oráculo, el del poeta inocente. Los objetos y momentos en los cuales se consuma esa “inocencia” son sucedáneos convencionales de la infancia, pero resignificados: la lectura de El Principito, la celebración de la Navidad, las libretitas. La fotografía del niño Arturito alcanza así su significado más pleno: es una foto que la poesía misma actualiza, porque en esa calle se instaura lo que permanece. Cuando todo está por suceder, la historia debe cumplirse, pero el hombre que se va, oscuro, de espaldas, de hecho retorna a un nuevo nacimiento, un nuevo comienzo, a la “sagrada afirmación” que dice Nietzsche. El horizonte de los niños, los niños que “desandan” en el deseo, es la promesa de un acto poético. “Mi asegurada lejanía entonces / es la promesa: / ¿vendrán?” se pregunta el poeta. Y cada poema escrito es una respuesta invisible a esa pregunta hecha para la felicidad del mundo, o para conjurar su vasta desdicha.

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