Ruido blanco 2013

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O BLANCO Ediciones



RUIDO BLANCO Antología de cuentos de Ciencia Ficción

(Alvaro Bonanata, Andrés Caro Berta,Diego Coppa Rutigliano, Guillermo Lopetegui,María Inés Abella, Mónica Marchesky, Pedro Peña) Selección de textos Mónica Marchesky


RUIDO BLANCO

Foto de tapa: photos.com Diseño: Santiago Poggi

© ISBN : 978-9974-8443-0-8 EDICIONES 1024 PLAN 9 EDICIONES Queda hecho el depósito que marca la ley Impreso en el Uruguay – 2013


“El cielo sobre el puerto tenía el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto...” NEUROMANTE – William Gibson

PRÓLOGO ¿Qué pasaría si una guerra entre robots, fuera tan intensa y tan devastadora que solo quedaran humanos para apretar botones? ¿O en la tierra se manifestaran ucronías que nos hicieran perder el equilibrio? ¿Quedaría el hombre con su conciencia, recordando, apartándose de la raza, internándose en sí mismo para rescatarse y contenerse? ¿Qué pasaría si el caminar entre dimensiones fuera cosa de todos los días? Tal vez al despertar encontráramos una llave, que abriera puertas hacia otros mundos, otras sociedades, otras urgencias, donde el hombre sea solo un número y un mecanismo de prueba científica. El siguiente volumen incluye siete experiencias diversas dentro del mundo de la Ciencia Ficción. Cuando Enrique González, propuso al Grupo Fantástico de Montevideo realizar este libro de cuentos, estaba en plena ebullición la idea de la feria, la cosa tecnológica, las soluciones de las empresas y como llegabanlas mimas a nuestra vida.


Como Grupo, la temática no nos es ajena, dentro del mundo fantástico existen matices tan dispares como dudosos y el desafío fue decisivo para que inmediatamente abriéramos el espectro a otras voces. Dentro del ámbito literario y experimental el grupo tiene tres años. Rememoramos y celebramos el día fantástico el 17 de junio. Esto se debe a que hace algunos años en Villa Diodati en Suiza, al calor de una estufa, se desafiaban cuatro amigos para ver quién presentaba el cuento de misterio más original. Ellos eran: Lord Byron, Mary Shelley, Percy Shelley y John Polidori, los cuales sentaron las bases para novelas como Frankenstein y El vampiro. Nos es grato colaborar con nuestras ficciones en el marco de la Primera Feria Tecnológica 2013. Andrés Caro Berta: “Gemini Andreiev” Guillermo Lopetegui: “Hoffmann” Álvaro Bonanata: “Arcimboldo” Mónica Marchesky: “Maupassant”


Invitados: María Inés Abella Diego Coppa Rutigliano Pedro Peña


MOEBIUS Alvaro Bonanata La nave espacial Moebius, con su silueta plateada y fosforescente,se deslizaba plácidamente por el espacio, sumergida como un viejo submarino del siglo veinte en la trayectoria parabólica que la llevaba a Europa. De su cola salía una estela helicoidal verde azulada, desechos del motor de antimateria que la impulsaba. Eran las 14 horas 23 minutos, hora espacial universal, del 7 de abril del año 2116. Estaba promediando su vigésimo cuarto viaje comercial regular sin incidentes. Llevaba en su interior veintidós personas, nueve hombres y trece mujeres. La mitad eran presidiarios que iban a la cárcel de máxima seguridad, dos eran guardias, cuatro pertenecían a un equipo científico y el resto componía la tripulación. Transportaba suministros médicos y tecnológicos a las colonias humanas de Europa. Carlos Midaglia era la única persona en estado de vigilia, el resto estaba en hibernación. Cómodamente ubicado en el puente de mando, se deleitaba observando el espacio, las constelaciones levemente deformadas a las que se ven en la tierra, al tiempo que escuchaba la Pequeña Serenata Nocturna de Mozart. Dominando un extremo de la cúpula, se ubicaba la gran esfera de Júpiter y su nítida mancha roja, su


diámetro era seis veces superior al del pequeño, pálido y lejano sol. Alineados se veían sus satélites: Europa, Ganímedes e Ió de un lado, Calisto del otro. Carlos había nacido y vivía en Montevideo, sede de la empresa de transportes dueña de la nave Moebius. Tenía su casa en un tranquilo y moderno barrio marítimo, vecino al Centro Comercial Graf Spee, a diecisiete kilómetros al sur de Punta Carretas y a doscientos metros de una estación del subterráneo que unía Montevideo con la Isla de Flores. Su casa era ideal para criar una familia y hacer asados domingueros con amigos. Estaba trabajando en la comprobación de todos los sistemas de la nave, en especial en los relacionados con la atención de los signos vitales de los seres humanos. En breves instantes se iba a dedicar a su pasatiempo favorito: la vida y las costumbres antiguas, en especial las del siglo veinte. En sus burbujas de memoria llevaba una gran biblioteca llena de textos, imágenes, sonidos y reconstrucciones holográficas del Montevideo antiguo. La música se cortó. Un destello dorado se produjo en el centro de la sala. La iluminación se atenuó. La cúpula se oscureció. Tres figuras humanas tridimensionales se incorporaron: una mujer y dos niños.


-Hola, mi amor –dijo la mujer–. Acá nos ves. Estoy por acostar a los niños. Martín se sacó un sote en la escuela. Saluden a papito. -Hola papá. ¿Viste? La maestra me puso un sote. Por un trabajo sobre el sistema solar –dijo Martín. -Nacho, hablale a papá – la madre le hablaba al hijo menor, de cuatro años. -¿Dónde está? No lo veo – preguntó Nacho. -Está de viaje a Júpiter, tenés que hablarle a la tele cámara. -¿Allí está papá? -Sí, hablá rápido que tenemos poco tiempo. -Hola papito. Hoy vino mi amigo Andrés a tomar la leche, después que vinimos del jardín. Mamá nos hizo galletitas. -Mañana hablamos de vuelta, chau. Las tres figuras saludaron con la mano y, en un destello, se apagaron. La luz de la sala se normalizó. Júpiter y sus satélites volvieron a dominar el cielo. Se percibía con nitidez la red de venas y vasos capilares de Europa, y la actividad volcánica y los lagos de azufre líquido de Ió. Carlos ordenó el funcionamiento de la tele cámara.


-Marta: recién recibí tu mensaje. Me da gusto escucharte. Yo también te extraño. Martín, te felicito por el sote. Cuando vuelva te voy a llevar un regalo especial de Ganímedes, un diamante negro fosforescente. Nachito: ¿cómo te va con el fútbol? ¿Te estás adaptando? Mandale un beso de mi parte a Andrés. Familia: miren esta imagen. Este es el cielo que estoy viendo desde mi nave. ¿Vieron que chiquito está el sol? Miren a Júpiter. En dos meses llego. Estaremos una semana y volvemos enseguida. Bueno… Tengo que cortar. No se olviden que los quiero. Antes de practicar su rutina diaria de ejercicio piensa trabajar en su proyecto de investigación: la recreación holográfica de uno de los trabajos de su tatarabuelo en el Café Bacacay. Las crónicas de fines de los 90 del siglo veinte y de la primera década del veintiuno, hablaban del Grupo Fantástico de Montevideo: un grupo de escritores que se reunían en el Café Bacacay los jueves de tarde a leer y comentar sus trabajos fantásticos y de ciencia ficción. Entre ellos figuraba Roque Midaglia Castro, el abuelo del abuelo de Carlos. En el programa de simulación holográfica estaban cargados los datos de todos los escritores, planos, fotos y videos del Café Bacacay y una


filmación artesanal con la cámara de un teléfono celular de época de la lectura de un cuento de Roque. Emocionado, Carlos dio la orden de inicio de la reconstrucción. La puerta de vaivén del café se abre, dando paso a un hombre alto, flaco, de barba negra y pelo largo canoso, con una carpeta en la mano. A través de los ventanales que dan a la calle, se adivina el bullicio, la secuencia interminable de autos, ómnibus y taxis, y personas que caminan en uno y otro sentido. El interior, revestido de madera oscura, está en silencio. Con paso decidido camina rumbo a un grupo de mesas. Siete personas que, al reconocerlo, han dejado de hablar. Hay cinco hombres y dos mujeres. Algunos toman café. -Hola gente. ¿Alguna cosa interesante? -Hola Roque – contestan al unísono. -Estábamos esperándote. Le conté al grupo que ibas a traer un trabajo nuevo –dice un hombre sesentón de pelo blanco peinado hacia atrás. -Ustedes saben que a mí siempre me fascinó la cinta de Moebius. Es un objeto con una sola cara y una sola arista. Siempre me ha resultado increíble. Tiene la propiedad matemática de ser un objeto no orientable.


Saca de la carpeta un conjunto de hojas y se pone los lentes de cerca. -¿Están prontos? Empiezo. La nave espacial Moebius, con su silueta plateada y fosforescente, se deslizaba plácidamente por el espacio, sumergida como un viejo submarino del siglo veinte en la trayectoria parabólica que la llevaba a Europa. De su cola salía una estela helicoidal verde azulada, desechos del motor de antimateria que la impulsaba. Eran las 14 horas 23 minutos, hora espacial universal, del 7 de abril del año 2116 Estaba promediando su vigésimo cuarto viaje comercial regular sin incidentes. Llevaba en su interior veintidós personas, nueve hombres y trece mujeres…

EL JUEGO DE CASANDRA

Después de ducharse llenó el lavatorio con agua caliente.


Tocó un ícono en el espejo y su imagen aumentó al doble. Se embadurnó con espuma y comenzó a afeitarse. El rostro de Adriana apareció en el espejo. -Hola –dijo ella con una sonrisa. -Estoy afeitándome… Y estoy desnudo. ¿Hay algo que te interese? -Sí, ya lo vi –su sonrisa era más amplia–. No hay tiempo para eso. Te necesitamos en el Ministerio. Il Fratellone recibió una amenaza. Adriana trabajaba en una secretaría del Ministerio del Interior, el “Ministerio del Amor” como era conocido popularmente desde que se fusionó con el Ministerio de Salud Pública. Ella tenía una clave de máximo privilegio y podía introducirse en cualquier espejo a espiar. A veces lo hacía por trabajo, otras por diversión. Conocía el cuerpo desnudo de todos los empleados del ministerio. Il Fratellone le decían al ministro Sanguinetti, de origen italiano y hermano mayor de un ex presidente, estaba obsesionado en la seguridad nacional. Veía conspiraciones en todos lados. Hacía más de veinte años que detentaba el cargo. Era el hombre más poderoso del país. Gastaba más de la mitad del presupuesto del estado. Podía derribar a cualquier figura política o periodística. Alguien alguna vez se atrevió a compararlo con J. Edgard Hoover. Ese alguien seguía internado en el pabellón de


máxima seguridad del Hospital Psiquiátrico Central con pronóstico reservado. -Termino y seguimos hablando en el auto. Después de afeitarse se vistió con su traje de grafeno. Apuró una taza de café con una tostada y se subió al auto. La pantalla se encendió y apareció Adriana. Tenía urgencia. Lo estuvo espiando todo el tiempo. -Casandra detectó una posible conspiración y seleccionó a tres sospechosos. Te tocó Sheila González, una profesora de historia de veintinueve años. Casandra era la Inteligencia Artificial del Ministerio, casi tan paranoica como Il Fratellone. Tenía a su disposición un enorme volumen de información: desde registros municipales y telefónicos, pasando por historias clínicas y fichas estudiantiles, hasta historiales de compras en los supermercados. Por ley estaba autorizada a analizar correos electrónicos y logs de navegación por Internet. Casandra poseía un perfil psicológico de cada habitante del país. -Buena selección, me gusta –la pantalla mostraba una ficha con un resumen sobre Sheila González: foto de cuerpo entero, datos laborales, gustos culinarios, pasatiempos, últimos libros leídos…


-Casandra te conoce y te mima, Cánepa. Cuando llegues al Ministerio tenés reunión con la detective Ramos de la Policía Psicológica. La comunicación se apagó. El detective encubierto Cánepa se arrellanó en el asiento de su BMW y se dedicó a contemplar la rambla montevideana. Ramos recibió a Cánepa y lo hizo pasar a una sala de reuniones. Lo estaban esperando con un cúmulo de carpetas. -Detective, hemos preparado un legajo con toda la información que necesita saber sobre la profesora Sheila González. Cánepa se dedicó a leer el legajo mientras Ramos lo observaba. La sala de reuniones de la Policía Psicológica daba a una planta llena de cubículos, en los que trabajaban unos doscientos psicólogos del Programa de Salud y Protección Ciudadana. Cada cubículo constaba de un escritorio, un sillón y una estación de trabajo multimedia, desde donde los psicólogos realizaban evaluaciones en forma telefónica. Una falta de tránsito, un repentino cambio de peso o la muerte de un familiar podían ser motivo para ser seleccionado por Casandra. En ocasiones la evaluación disparaba el envío inmediato de una ambulancia policial. Los pacientes eran internados y sometidos a


terapias cortas de dos o tres días. Gracias a este programa, instaurado por Il Fratellone, la incidencia de enfermedades coronarias, los delitos, la siniestralidad en el tránsito y la tasa de baja escolar habían disminuido. -Interesante –dijo Cánepa después de la lectura–. Practica yoga, Pilates y Tai Chi. No me gusta que sea vegana. -Casandra nunca se equivoca. Por un tiempo deberá suspender su dieta carnívora. Con eso bastará. Hemos arreglado todo para que coincidan en el SPA de Pocitos al que ella concurre. Cánepa empezó a frecuentar el SPA. El primer encuentro se produjo de forma natural en la tercera visita. Él la ayudó a hacer ejercicios de estiramiento después de una sesión de Pilates. Se presentó como un corredor de seguros. En la tercera sesión arreglaron para salir. Fueron al cine y a cenar a un restaurante vegano de la Ciudad Vieja. Después fueron al apartamento de Cánepa en Malvín e hicieron el amor. Iniciaron una relación muy intensa. Todas las noches Cánepa la iba a buscar a la salida del IAVA. Terminaban durmiendo juntos, muchas veces en la casa de ella. Sheila vivía en un apartamento en planta baja por la zona del Parque Rodó. El living estaba adornado con un retrato


de Florencio Sánchez, tenía muchos libros y una gran colección de discos de pasta. A veces escuchaban a Georges Brassens y a Paco Ibáñez. Cánepa se asombró con la calidad del sonido del tocadiscos, una antigualla del siglo pasado que usaba una púa para reproducir música. El tema político se fue presentando con naturalidad. Sheila criticaba el autoritarismo del gobierno. Sostenía que estaban viviendo bajo una dictadura, que el estado tenía injerencia indebida sobre la privacidad de las personas, que coartaba las libertades individuales. -Tendrían que apagar a Casandra – sentenció Cánepa desde su sillón, con el mate en la mano. Ella lo quedó mirando con asombro. -Esa es una idea bastante radical. Te podrían tachar de terrorista. ¿Estás seguro de lo que estás diciendo? -¿Qué querés que haga? Es lo que pienso. Sheila se paró y subió el volumen de la música. -¿Te gustaría contactar con La Hermandad? – le preguntó susurrándole al oído. -¿Me podrías ayudar?


Ella le explicó que La Hermandad había descartado las tecnologías a las que Casandra tuviera acceso. Utilizaban métodos de la era pre electrónica: papelitos escritos a mano. Los ponían en lugares públicos: bancos de plaza, cabinas telefónicas, tachos de basura. A veces hacían intercambios en los ómnibus. -Quiero contactarlos. Días después, sin explicar qué gestiones había realizado, Sheila le dijo que el viernes siguiente, a eso de las dos de la tarde, debía bajar por la escalinata norte de la Plaza Cagancha y dejar un papel en la segunda mayólica de la izquierda. Allí encontraría instrucciones para futuros contactos. Esa noche hicieron el amor con más pasión que nunca. Cánepa pensó que se estaba enamorando y que ella le correspondía. Se acercaba el momento en que tenía que confesarle que era policía. El viernes Cánepa llegó a la plaza cerca de la hora indicada. Compró una revista y se sentó a leer. Observó el movimiento. Todo parecía normal. Dejó la revista en el banco. Cruzó la calle. Bajó la escalinata. Buscó la mayólica y entre las plantas encontró un papel doblado.


-Cánepa –dijo una voz–, queda arrestado por atentar contra la seguridad de la nación y sus ciudadanos. Fue esposado y subido a un patrullero. En la sala de conferencias del Ministerio del Interior, el ministro Sanguinetti anunció que se había puesto al descubierto, con la ayuda del programa Casandra, una conspiración anarquista. -Lo más lamentable fue que el detective Cánepa -un funcionario del Ministerio, hasta el momento intachable- haya sido el cabecilla de la traición. Nos queda el consuelo de que todavía tengamos personas comprometidas como la oficial Sheila González. Para ella pido un gran aplauso. Mientras la gente ovacionaba Sheila, vestida con un impecable uniforme policial, sonreía.


LA CRUZ DE LADY BERNARDINA

Sentado en su escritorio, Winston Valleja hojeaba el catálogo de Sotheby’s de la subasta que iba a realizar en el Victoria Palace Hotel. Un conjunto de obras de arte, joyas y objetos históricos tasado por encima de los diez millones de libras. Entre ellos la cama donde durmiera el Rey Jorge V en su fugaz visita a Montevideo en el año 1928, el sable que recibiera Sir Lorenzo Latorre cuando fue nombrado Caballero del Reino, un óleo de Sir Home Popham realizado por Juan Manuel Blanes y una joya de gran valor histórico: la Cruz de Lady Bernardina. Winston se detuvo a observar la cruz latina de oro macizo, esmaltada en azul oscuro simulando el cielo nocturno, incrustada con cuatro diamantes blancos que representaban las principales estrellas de la Cruz del Sur. Confeccionada por un orfebre judío de Londres cuyo nombre no fue registrado por la historia. La Reina Victoria la regaló a Lady Bernardina Fragoso, esposa del primer gobernador criollo de Montevideo y Falklands, cuando esta la visitara en Buckingham Palace.


El catálogo estimaba un valor de la cruz de dos millones de libras esterlinas y mencionaba que la base del remate era de un millón y medio. Azif Musharraf, jefe de Winston, lo interrumpió tirando sobre la mesa un ejemplar de The Southern Star de la fecha. -Leé. -“Entradas agotadas para el recital de los Rolling Stones en el Estadio Centenario”. Yo tengo la mía –Winston esbozó una sonrisa burlona. -Este artículo – Azif señalaba un pequeño recuadro. -“¿Apareció la verdadera Cruz del Sur? Después de setenta años desaparecida, la Cruz de Lady Bernardina aparece de nuevo en menos de un año. La foto muestra a Carina Vela, dueña de la segunda Cruz del Sur. ¿Será esta la auténtica?” -El valor de mercado de la pieza se ha desplomado. El gerente de Sotheby’s quiere suspender el remate si no se disminuye la base. No podemos permitirlo. Tenés una semana para descubrir cuál es la Cruz auténtica... Si es que hay alguna. Azif Musharraf abandonó la oficina de Winston Valleja.


Winston se puso a mirar por la ventana el tránsito de la autopista costera Buenos Aires, Montevideo, Punta del Este, y el puente colgante de la bahía de Montevideo. Sentado en la cocina de su apartamento, Winston Valleja tomaba su desayuno: café negro, tostadas, queso Cheddar y dulce de leche. En el televisor, la reportera del canal de noticias local BBC 2 en español comentaba las principales noticias de la mañana montevideana, entre ellas la aparición de una nueva Cruz de Lady Bernardina. Winston subió el volumen del televisor. Sorpresa ha causado en círculos financieros y en el público en general la aparición de una nueva Cruz del Sur. Hace poco recibí como herencia de un tío abuelo la Cruz de Lady Bernardina –la pantalla mostraba la imagen de una mujer rubia de mediana edad con lentes de sol, Carina Vela según lo que ponía el cartel–. Y tengo el orgullo de presentarla en sociedad. Esta noche será exhibida en Sotheby’s y va a ser rematada junto a la falsa. Más adelante tendremos la palabra del historiador Reyes Abadie que nos contará la historia de la joya –volvió la imagen de la reportera. Winston apagó el televisor y tomó el teléfono. -Hola. ¿Paolo? Necesito de tu ayuda.


-Me imagino. Las Cruces del Sur. Vení a la tienda de tarde y tomamos unos mates. Winston llegó a Sotheby’s pasado el mediodía. Fue recibido por el gerente. Bajaron a la bóveda. Las cámaras de video registraban todos sus movimientos. Cuatro guardias, antiguos rangers, vigilaban la habitación. Sobre una mesa había un mantel de terciopelo rojo con las dos cruces. Winston se colocó un par de guantes de látex. Extrajo del bolsillo una vieja cámara óptica Pentax y una regla que colocó como referencia junto a las cruces. Tomó fotografías desde diversos ángulos. Paolo Ghezzi apagó la luz de la portátil y se quitó los lentes lupa con los que examinó las fotografías. -La confección de ambas cruces es impresionante. Los orfebres hicieron un gran trabajo. No sabría distinguir la original. -Una es más grande que la otra –comentó Winston. -La de Carina Vela. Eso debe significar algo. El detective fue a visitar a John O’Hagerty, uno de los principales jefes del hampa de North Hill. Lo recibió mientras comía costillas de cerdo con papas fritas en su oficina de la zona oeste del puerto.


Una gran cicatriz cruzaba su pómulo derecho. -Necesito la información que me puedas dar sobre las cruces. -¿Y qué te hace creer que quiero colaborar? -La Reina Elizabeth – dijo Winston mostrando un fajo de libras. -La cruz falsa la hizo un joyero paquistaní de nombre Fahim Rafiq. Vive en Victory’s Hill. Un verdadero genio. John O’Hagerty bebió un largo trago de una botella de cerveza que tenía sobre la mesa y eructó. Winston quedó mirándolo. -Es todo lo que hay. Te puedo ofrecer un televisor plasma de 42 pulgadas a un precio irrisorio. Están libres de impuestos. El barrio musulmán de Montevideo, conocido como la Pequeña Islamabad, está construido sobre la ladera de un pequeño cerro dominado por la gran mezquita del Cerrito de la Victoria. Winston Valleja llegó a media tarde al polvoriento laberinto de tiendas. En una de ellas preguntó por Fahim Rafiq, el joyero. Lo miraron con desconfianza y le indicaron el camino. Unos minutos después encontró el comercio del orfebre. Antes de entrar el imán llamó al salat desde un minarete de la mezquita. Maldijo su imprevisión y esperó fuera.


-¡Salam aleikum! – saludó un hombre de tez oscura, ojos negros y barba rala, de rasgos pakistaníes. Tras el mostrador, sobre la pared, la foto de un ayatolá lo miraba serio. -Busco a Fahim Rafiq. El tendero asintió. Winston Valleja extrajo fotos de las Cruces del Sur. La expresión del pakistaní cambió. Winston percibió el miedo en sus ojos. -Váyase. Usted no tiene nada que hacer aquí. Winston Valleja meditaba hundido en la neblina azulada del interior del pub remojando sus dudas en cerveza. “Una cruz fue hecha por Fahim Rafiq. ¿Cuál? La vibración del celular interrumpió sus cavilaciones. Era Paolo Ghezzi. -Creo que encontré algo. Es mejor que vengas. Winston apuró su cerveza y se despidió dejando un par de billetes sobre la mesa. En cinco minutos llegó a la tienda de antigüedades de Paolo Ghezzi. Este tenía un gran libro abierto sobre el escritorio. Un atlas de astronomía. -El libro es viejo –dijo–, pero sirve. Esta es la Cruz del Sur. La nombró Magallanes en 1505. Es la constelación más famosa de estas latitudes.


Paolo Ghezzi hizo una pausa y miró a Winston. -Lo interesante es que podemos ver otra cruz, que a veces se confunde con la Cruz del Sur, conocida como la Falsa Cruz. Paolo Ghezzi pasó a otra página que tenía marcada. -Está formada con estrellas de dos constelaciones: Vela y Carina. Azif Musharraf, jefe de Winston, se acercó al escritorio observando la actitud distendida del detective. Molesto le increpó: -¿Qué hacés acá? La Cruz del Sur nos está quemando. Winston Valleja sonreía. -Espero un correo electrónico de la Interpol de Melbourne. Una ventanita se abrió en la pantalla indicando que tenía un nuevo correo. Rita Lee Fishburne, alias Carina Vela, nacida en Halifax en 1978. Conocida prostituta, estafadora y traficante de drogas. Requerida por las policías de Sidney, Capetown y Auckland… El conde empezó a bajar por la escalera y de inmediato le invadió el olor a moho y a encierro que a otra persona le hubiese parecido desagradable. Pero no a él. La iluminación era escasa. Al pisar el cuarto escalón notó un chirrido preocupante. Pensó que la madera estaba apolillada por lo que de inmediato iba a ordenarle a Heinrich que llamase un carpintero para


arreglarla. La escalera no estaba en condiciones de seguir siendo utilizada. Una vez abajo miró en todas direcciones. Se preguntó cuál sería el vino más adecuado para agasajar a sus invitados. Gente importante del gobierno y un acaudalado industrial austriaco. Opciones tenía, muchas y muy buenas. Eligió un Châteauneuf-du-Pape hecho con uvas con botritis, un blanco proveniente de un pequeño establecimiento del valle del Ródano del que era propietario, donde el vino que se producía era de excepcional calidad, tanto que sólo se obtenían unas pocas botellas al año. Era una excelente opción. Tras una breve búsqueda tomó una botella y con primor quitó las telas de araña que cubrían el pico. Se llevó tres botellas…


MUNICH ARGEL “¡Pip! ¡Pip! ¡Pip!” Con un sonido penetrante sonó la alarma del reloj. Aureliano, fastidiado, estiró la mano y lo apagó. Terminado el descanso, había que volver a trabajar. Colocó el marcador entre las páginas del libro “Intriga en Múnich”, en donde había dejado la lectura, y lo puso sobre la mesita del living. Se sentó de nuevo frente a la computadora. La lectura había despejado su mente y pudo volver a concentrarse en el complicado diseño de la planta industrial. Estaba muy corto de tiempo. Era jueves y el lunes siguiente a primera hora tenía que estar en el estudio el correo electrónico con los planos diseñados con un programa CAD. Pensaba trabajar dos horas y luego hacer otro corte de media hora. ••• “¡Pip! ¡Pip! ¡Pip!”, habían pasado dos horas. Preparó el mate y se sentó en el sillón a leer. Esta vez con “El viaje a Argel”. En la biblioteca había retirado dos libros que le había recomendado Gustavo y tenía hasta el lunes para devolverlos. Para terminarlos alternaba su lectura. Marie en la cubierta miraba la estela que iba dejando el barco.


En aquella dirección estaba Marsella. Dos horas antes todavía era de día y la veía. Pensó que quizás no volvería a pisar sus calles, aunque Argel no estaba tan lejos. Atrás habían quedado su familia, sus amigos y el barrio de su niñez: el Vieux Port. Lloró en forma apenas audible, con sus ojos ya acostumbrados a la oscuridad. No había luna. El cielo nocturno resplandecía de estrellas. Marie eligió una, la más brillante cerca del horizonte, para representar a Marsella. ¿Cuál sería el norte? ¿Cuál sería el sur? En realidad no lo sabía. Silenciosamente llegó Pierre a su lado y le puso una mano en el hombro. Ella agradeció el gesto y con lentitud se dio vuelta. -Estás llorando. -Sí. Pierre acarició con ternura el rostro de Marie secando las lágrimas de sus mejillas. Ella sonría. “¡Ring!” – era el teléfono sonando. Aureliano se levantó, sin ganas, a atender. Le molestaba abandonar la lectura justo cuando se iba a producir el clímax. -Hola.


-Aureliano, soy yo. -¿Qué pasa mamá? A las ocho voy por tu casa. Todavía faltan dos horas. -Es que necesito que me hagas un mandado. Antes de venir pasá por el supermercado y comprá helado de crema y chocolate, el que le gusta a tu padre. Hoy me olvidé y ahora no puedo ir porque estoy cocinando. ¿Me hacés ese favor? -Sí, mamá – contestó fastidiado. -Gracias. Un besito, hijo. -Un beso, mamá. Hasta luego – colgó el teléfono. Decidió suspender la lectura y volver a trabajar. Tenía que variar su agenda y, por lo menos, salir veinte minutos antes de lo previsto. Trabajó hasta las siete y cuarto en los planos de la ventilación y decidió concluir con el diseño por ese día. Apagó la computadora. Se puso la campera y agarró los dos libros que estaba leyendo. Pensaba leer en el ómnibus camino a lo de sus padres. Miró el reloj. Era tarde, muy tarde. Se apuró. Tropezó con una onda de la alfombra. Cayó de bruces y los libros volaron dos metros adelante. Se levantó, limpió sus pantalones con las manos. No había pasado nada, sólo le dolía un poco una rodilla –siempre el mismo problema con la alfombra–.


Recogió los libros. Antes de terminar de erguirse, notó unas partículas negras en las baldosas blancas. Comprendió que eran letras. Fue a la cocina a buscar una escobilla y una pala. Juntó las letras y las colocó de nuevo en los libros, sin tomar precauciones. Miró la hora ¡Cuánto tiempo perdido! Cerró la puerta del apartamento. Bajó por el ascensor y salió a la calle. Rengueando, caminó tan rápido como pudo hasta la parada del ómnibus. Todavía le dolía la rodilla. Tuvo que esperar poco. Subió después que una señora mayor casi sin fuerza en las piernas. Fue hasta el fondo y se sentó junto a la ventanilla. Abrió “El viaje a Argel” y retomó la lectura interrumpida. Cuando llegó el conde notó un chirrido preocupante. Le puso una mano en el hombro a Marie. Ella enseguida entendió el gesto y con lentitud se dio vuelta. -Estás llorando. -Sí. -Voy a ordenarle a Heinrich que llame un carpintero. El conde acarició con ternura el rostro de Marie y con primor quitó las telas de araña que le cubrían el pico. Ella sonrió agradecida.



ALVARO BONANATA Nació en Montevideo en 1962. Es escritor fantástico y policial. Recibió menciones en el Concurso de Narrativa de la Asociación de Escritores del Interior de 2011 con el cuento “La partida de cartas” y en el de 2012 con el cuento “Eduardo VIII”. Participó con los cuentos “Alta Cocina” y “Siempre al amanecer” en la antología Escándalos en el Camino de la Aldea, libro publicado en 2012 por Ediciones del Notariado y Ediciones de la Banda Oriental. Es autor de numerosos relatos y de una novela policial aún inédita. A veces sintoniza historias fantásticas, en las que se sumerge, bucea, y se deleita escribiéndolas. En la vida real es ingeniero en computación. Cofundador del Grupo Fantástico de Montevideo, donde se identifica con el seudónimo de “Arcimboldo”.


LA EPOPEYA DE LOS SETENTA ANDRÉS CARO BERTA I ¿El final del camino? Caminaba lentamente mientras arrastraba la pierna derecha, totalmente deformada por la caída. El chirrido era insoportable. Sus oídos no encontraban acomodo. Él no había sido diseñado para estos percances. Y ese maldito sol que quemaba el pecho… Detrás suyo venía su grupo, tanto o más lastimado que él. A lo lejos se observaba la colina de donde habían bajado apresuradamente antes de que vinieran por ellos los Gigantes Destructores. Pero parecía todo inútil. El tiempo se vencía, faltaba el aceite que suavizaba los movimientos y el ruido de sus carcasas era una clara señal de que en cualquier momento quedarían paralizados en ese paraje desconocido. Y entonces, los Gigantes podrían avanzar sin correr hacia ellos y jugar con sus cuerpos, antes de destrozarlos, por el simple hecho de hacer daño. Mientras avanzaba como podía, rengueando, miraba todo el tiempo hacia atrás buscando saber si los monstruos aparecían en el horizonte.


Recordó buenos tiempos, y si no fuera por el herrumbre hubiera llorado amargamente. Agotado, se dio vuelta lentamente, dibujando en el suelo arenoso un semicírculo con esa pierna destrozada. Y los vio ir llegando. Sus hermanos, cansados, hambrientos, desesperados. Setenta. Chicos, grandes… Todos se detuvieron frente a él esperando sus palabras. Quizás las últimas. Era mejor. Basta de tanta agonía. Su voz metálica tembló. No sabía qué decir. El silencio esperaba. No hubo tiempo. Pesados Gigantes cayeron sobre ellos y fueron pisándolos y pateándolos. El sonido a metal herido lastimaba a todo aquel que estuviera en ese lugar. Él intentó una acción desesperada. Atrajo a unos cuantos enemigos, pero estos eran demasiados y poderosos. Usó un circuito venenoso que tenía de reserva contra los gigantes, quienes, felices del daño provocado se fueron lejos para no ser lastimados, en medio de risas tontas. La brisa del otoño se ampliaba por entre los hierros que servían de resonancia. Uno, muy joven quiso gritar pero se desmayó.


II El líder tras la tragedia No es fácil ser robot. La gente no lo entiende. Creen que todos somos iguales. Les han metido en la cabeza que no pensamos, que no sentimos, que… Quizás eso fue en un principio. Es que siempre ocurre así. Cuando mis creadores estaban en cavernas, o antes aún, no eran como son Ellos. Mi generación no es de las mejores, lo sé, porque nací en medio de transformaciones. Lo que era nuevo a los cuatro meses ya no servía. Mi misión fue preparada antes incluso de mi parto. Los ojos de… Las piernas como… El mecanismo igual a… No repetir los errores de los anteriores… Que los recién nacidos lleguen a culminar la preparación… Más fuertes. Más independencia… Lo que algunos no quieren entender es que la instrucción fue intensa. Todo el día estudiando. Los tomos de Asimov, de Bradbury, de Calvino como autores clásicos, más los ensayistas Modernos y los Instauradores. Aprender a correr, caminar, sentarse, autoabastecerse, soportar el frío y el calor, en fin… Lo único que no pudieron calcular fue el ataque de los Gigantes Destructores. Siempre habían sido despreciados.


Se decía de ellos que eran torpes, analfabetos, que estaban rodeados de protectores que les impedían llegar a nuestras ciudades. Grave error. Mis padres no se dieron cuenta hasta que fue tarde. Yo estoy intentando no morir Frente mío, mi pueblo agoniza. Son quizás setenta como yo, chicos, grandes que no logro salvar. Sus miradas de espanto, de fastidio, de angustia no puedo borrarlas. Tengo que esperar a la noche. El Límite está detrás de mí. Pasarlo puede significar volver a nacer. Por eso, la importancia de esta noche. Ahí, en medio de la oscuridad, puede que aparezca entre los cuerpos dañados alguna luz, aunque sea tenue, que marque quién se salvó. Yo no puedo desaparecer. Debo luchar contra mí mismo, sabiendo que mis fuerzas cada vez son menores. Los miro y me angustio. Por ellos y por nuestros padres que tantas esperanzas pusieron en nosotros. Nuestros pechos están aplastados, nuestras piernas quebradas, nuestras bocas destrozadas. Quiero mover la mano y no puedo. Tengo sed. Tengo hambre. Y no hay nada en este maldito desierto. Y el sol que quema. ¡Veo una luz en uno de los cuerpos! No, no, es el reflejo del sol. Nos está incinerando. Debo soportar. Esperar a la noche. Esperar a la… Esperar a… Esperar…


III La misión de Magia 10510 «Ver a mi sucesor ser tragado por la arena me sacudió la poca vida que me quedaba. “Rodio…” apenas pude emitir. Sentí que mi generación había fallado. ¿Pero dónde? Nuestros padres nos habían hecho lo mejor posibles. Es cierto que somos de transición… ¿Pero si no pueden venir Nuevos? Malditos Gigantes estúpidos, y esa colina… Garden Lake fue una ilusión. Huir de los fabricantes, hacernos a nosotros mismos. Tener nuestra identidad por lo que somos y no lo que Ellos quieren… Pero ver a Rodio 25… Su bracito manoteando en el aire buscando aferrarse a algo antes de ser tragado por la arena… Y yo viendo sin poder hacer nada… Los humanos creen en la Esperanza. Nosotros, no. Porque ellos nos metieron la idea del Determinismo. Pero si salimos de esta algo se habrá transformado en mí.» Eso pensaba Magia 10510, nombre y fecha de nacimiento. Su líder le había dicho que no podía esperar nada. “Nada”, le dijo boqueando debajo del rayo de sol que le perforaba el pecho. “Nada”, pensaba, “Nada” Buscó en su diccionario qué significaba ese vocablo. “Carencia de…” El resto de las palabras estaban destruidas. El líder miraba derrotado. No estaba programado para perder,


y más ante su pueblo, sus hermanos. Verlos morir aplastados, sentir la agonía, escuchar la risa divertida de los agresores. “Tú”, le dijo a Magia 10510, “tú serás la nueva líder. No discutas. Es vital. Junta todas las partes que puedas, de todos. Conserva la memoria. Inventa lo que no recuerdes. Transmite tus conocimientos para que los que nos sigan sean mejores. Inyecta pasión, esa que recién nuestra generación tuvo permitida.” Y murió. Magia 10510 tuvo una reacción humana. Tembló. Quizás era efecto del sol abrasador, aunque eso vino desde el corazón de lata. “Voy a esperar a la noche.” Murmuró: “Veré cuantas luces quedan encendidas en los pechos de los sobrevivientes. Los que ya se fueron me darán sus cuerpos para hacer nuevos. A la próxima generación la llamaré Rodio 26”. Y se desconectó para descansar. Lo que no imaginó nunca es que los Balthar, esos gigantes estúpidos, desde lo alto de la colina observaban atentamente para actuar…


IV Algo hay entre Magia y Polideuses Cuando Magia 10510 pasó a mi lado quedé quieto, simulando estar desactivado. Siempre bromeaba conmigo, en los que fueron buenos tiempos, nombrándome con el término romano “Pólux”. Sabía que eso me enojaba, pero Magia insistía una y otra vez. “No”, le decía, “mis padres me pusieron con el término griego, Polideuses”, pero ella empujaba mi carrocería y emitía la característica risa robótica de su generación. Es que Pólux me sonaba a polución, y bastante fuimos atacados los robots por los humanos contrarios a nosotros que decían que para lo único que servíamos era para contaminar el ambiente… ¡Ellos, nada menos! Magia pasó a mi lado. Me dio mucha pena porque se arrastraba buscando partes para tratar de reconstruirse, y además rescatar a los sobrevivientes. Una cyborg tan hermosa en otra época… La noche era muy oscura. Los Balhtar miraban nuevamente sobre la colina esperando cualquier movimiento para caer encima y destrozar. Era valiente Magia 10510. Yo observaba. Pero cuando varios de esos seres destructivos la quisieron atacar, junté mis fuerzas y salí en defensa de ella. Con un voltaje desmedido, producto de mi odio por lo


que hacían, destruí cinco que se chocaban contra nosotros, y cuando acabé con ellos logré que Magia palpitara. Exquisitez. Todo quedó nuevamente en silencio. Frente a un mar de muertos y heridos, nuestra imagen, erguidos mirándonos frente a frente, parecía la de esas películas de amor que nos hicieron ver en el laboratorio, mientras nos construían. Levanté mi mano, como pude, y acaricié su rostro o lo que quedaba de él. “Me tengo que ir”, me dijo. “Tengo que llegar al Santuario, de otro modo los nuestros estarán perdidos. Ahora tú sos el líder, Polux, digo, Polideuses.” Miré la luz que parpadeaba en el pecho y acepté. Dudaba mucho de que allí se encontrara la solución. Un año atrás había ido a ese lugar sagrado. Allí, sobre un altar, nuestro dios nos miraba desde la altura emitiendo sonidos imposibles de entender, mientras unos humanos curaban a los robots heridos que formaban una fila interminable. Yo no creo en dioses. Estoy seguro de que lo que parecía milagroso era sólo habilidad para reparar los daños de quienes esperaban. Pero mis similares estaban fanatizados con que era ese Dios gigante que miraba desde las alturas y gritaba sonidos indescifrables. Entiendo a Magia 10510. Ante lo irreparable cualquier solución es bienvenida. Eso figura en cualquier manual de bolsillo. “Está bien”, le dije. “Yo sigo rescatando a los que


pueda. Fuerza. Cuando logre recuperar la mayor cantidad de los setenta iniciaré el recorrido hacia el Santuario. Cuídate. Eres muy importante para mí… Digo, para todos”, y la luz roja en el pecho me traicionó, prendiéndose y apagando. Cuidé que Magia no fuera interferida por los Balthar y cuando la vi perderse en el horizonte retomé la búsqueda de los hermanos sobrevivientes…

V Lilith «Llamarnos a nosotros mismos “robots” es despectivo y nos baja la autoestima. Entonces, ¿por qué seguimos haciéndolo? Ya pasamos la era de una maquinaria antiestética, superamos a los adultos en tecnicismo, los humanos luchan por conservar cierto control sobre nosotros, y los que comienzan a nacer en los santuarios son superiores a todo lo que se haya visto. Sin embargo, seguimos llamándonos “robots” ¿Por qué?» Polideuses arrastraba sus palabras en el desierto. Magia


10510 estaría ya muy lejos, llegando al Santuario. Él la estimuló y prometió salvar a gran parte de los setenta, pero el Sol seguía haciendo su obra, quemando los circuitos, destruyendo los cuerpos, alucinando la pantalla. Y luego venía la noche. La noche temida, donde todo se convierte en enemigo. Los insectos que se meten por entre los circuitos y comen vorazmente las venas por donde pasa la información… Los coyotes que muerden todo lo que pueden afilando sus colmillos para luego cazar sus presas; algún hombre que busca qué colgar de adorno en las paredes de su casa, ajeno a nuestro drama; los terribles Arigones, monstruos de dos caras y cuerpos articulados que despiden gritos venenosos… Y los Gigantes Estúpidos… Polideuses desvariaba. “El carnaval ya no es como el de antes… Disfrazarse de humano es absurdo, porque es perder nuestro orgullo… Nunca podré ver a mis hijos…” Tirado entre los setenta, agotado su mecanismo no lograba retomar la cordura. Y todo se tornaba peligroso. Su temperatura subía sin freno y sus visores se nublaban. Entonces entró en depresión. Las palabras que nunca hubiera querido pronunciar empezaron a brotar.


“Nunca, jamás, derrotado, perdido” y tantas otras salían de forma pastosa en medio del silencio quebrado por el viento que se filtraba y jugaba, entrando y saliendo por los cuerpos de los setenta. Como si se tratara de una brisa sonora, empezó a sentirse en medio del silencio, el canal informativo en su cuerpo. Su sonar insistía con transmitirle las últimas novedades. Era una vieja y ridícula reliquia heredada de su abuela, parienta de Nekkar, el brujo, pero resultaba útil. Prestó atención. Así se enteró que los estaban buscando, que se extrañaban de la falta de noticias; vio un video clip con el armado de una hermosa Magia 10510, la difusión por primera vez de un mapa que ordenaba las informaciones que se tenían sobre lo ocurrido, pero lo que más le llamó la atención fue la transformación de Nekkar, el brujo, en esas otras personalidades como son Gilgamesh y Cassandra, frente al terrible Consejo de Sabios, con ese insoportable Lacan 4JotaP queriendo reescribir la historia con palabras extrañas Y cómo esa triple personalidad llamaba a combatir a los eternos enemigos, los estúpidos Gigantes, uniéndose a los humanos. ¿A los humanos? ¿Después de tantos siglos de sometimiento? Todo eso estaba ocurriendo y él enterrado en el desierto…


Mientras luchaba por salir de la depresión, una mano rozó su pecho y trajo sombra a su centro vital. Como pudo buscó saber qué era y vio a Lilith, la dulce prostituta que dicen fue construida con los deshechos del dios de los robots. Ella acarició su superficie y conectó El Deseo. Polideuses tembló de emoción. Y logró levantarse un poco, lo suficiente como para ver a los setenta, lo cual le produjo un gran dolor. No quería aceptar la destrucción, la realidad... “Tienes una misión”, le dijo ella y lo abrazó. La suavidad de su carrocería, los labios rojos y la cintura delgada los palpó con sus dedos. “Lilith”, murmuró, “Ayúdame a salir de esta. Ayúdame a rescatar a los nuestros.” Ella acercó los labios de fuego a su oído y le dijo: “Lo haré” y antes de empezar a reparar a sus compañeros, para luego continuar en caravana al encuentro de Magia y los otros, se dieron placer mutuamente.

VI La travesía del desierto


“Morir no es sencillo. Uno deja demasiadas cosas inconclusas. Nuestros

creadores

nos

han

enseñado

que

no

podemos

desconectarnos nosotros mismos. Pero pedirles a otros no siempre es sencillo. Los humanos siguen creyendo que nosotros no tenemos sentimientos. Pero desde la generación cuarta eso no es así. El profesor Tashoiro fue el que introdujo el afecto en nuestro interior. Lo hizo como un experimento, en la Universidad de Tokio, pero terminó siendo algo permanente. El tema no es sencillo. Primero porque cada universidad aplicó un sistema distinto. Las empresas más poderosas formalizaron acuerdos con laboratorios donde se dio más valor a lo que ellas deseaban, grupos de civiles contrarios eliminaron muchos hermanos, los gobiernos educaron a los nuevos nacidos en lo que era la cultura local y la defensa de sus valores, la policía construyó los grupos de choque con robots, y así… Hasta se patentaron algunos para el deporte y para el sexo… Los puros ya no existen. Somos una mezcla de tecnología de avanzada con viejas ideologías humanas que vagamos por la vida entre el sometimiento más asqueante, una nueva forma de esclavitud y la transformación más insólita del Universo.” Eso le decía Polideuses a Lilith que quedó dormida en la segunda frase.


Cuando el sol comenzó a bajar en el horizonte se incorporó como pudo, con crujidos en las articulaciones hasta que quedó erguido mirando la devastación. Los setenta ya no eran tantos. Una mosca se introdujo en el ducto de la respiración. ¡Qué fastidio! Como pudo la fue llevando hasta la décima abertura y la expulsó. ¿Cuántos podría rescatar? ¿Diez, doce, cincuenta? ¿Valdría la pena? ¿Superarían el dolor que les provocaría despertarlos a la vida si luego los debía abandonar en el desierto ante la imposibilidad de completarles mínimamente el mecanismo para que pudieran avanzar hacia el Santuario? Como pudo revisó sus conexiones, limpió los cristales e hizo una evaluación de su estado. A su lado, Lilith dormía plácidamente, con un cuerpo aún espectacular, a pesar de los daños sufridos. Primero se reparó a sí mismo. Buscó entre los ya muertos las piezas que sobraban y con ellas completó su cuerpo. Mejor no verse en el espejo… Entonces comenzó el trabajo de reparación con los que estaban más cerca. Él conocía a todos, por lo que le era difícil separar el afecto de la tarea. Luhan, por ejemplo… Su manito destrozada, su rostro irreconocible, su chapa de identificación destruida, todo lo que le había contado que haría en la Nueva Vida, lastimado por unos


estúpidos gigantes que lo único que hacían era jugar masacrando hermanos… Lilith descansaba feliz. Pedirle ayuda a ella era imposible dado que fue creada para el placer. Tres horas después, debajo de un cielo estrellado y azul miró su obra. Veinticuatro robots habían logrado traer a la vida. Estaba sin fuerzas, pero debía seguir. Varios de los renacidos comenzaron a trabajar junto a él por lo que a medianoche sumó cincuenta recuperados. El resto… Destartalados, con cuerpos incompletos, algunos sin memoria, otros achatados, agujereados, pero otra vez listos para la marcha. Cuando el sol asomó en el horizonte, el naranja les inundó. Lilith abrió sus pantallas y no pudo creer lo que vio. Los hermanos formaban una fila esperando para partir. A lo lejos, los Gigantes miraban. Polideuses dio la orden y el grupo maltrecho de los Setenta inició el camino hacia el Santuario esperando que Magia 10510 apareciera en algún momento y les diera la buena nueva. Pero adelante, lo único que había era desierto a transitar.


VII El retorno Antes de reiniciar el camino, llamó a todos. A través de los transmisores extrasensoriales que aún funcionaban, les dio un pequeño discurso. Lo más importante estaba en que podrían regresar. Luego de tantas penurias, el retorno era posible… Que traspasando El Límite, los Gigantes Estúpidos ya no podrían atacarlos y estaría Magia esperándoles para llevarlos al Santuario, para ser reparados, luego de lo cual… retornarían a sus hogares… ¿Quién no quiere eso? Polideuses dudaba de que se lograra, pero no podía confesarlo. Sabía que la confianza en los humanos era cosa del pasado. Y menos de los Humanoides, esos pretenciosos que se creían los continuadores de los primeros. Pero quería creer que no podía generalizar. “No todos…” pensó. La larga fila de robots avanzaba como una línea oscura en la inmensidad del desierto. A lo lejos, los Balthar observaban y cada tanto, avanzaban hacia ellos


Polideuses sólo quería encontrarse con Magia 10510. Pero además, se sentía responsable por sus compañeros, quienes a duras penas podían avanzar por esas arenas que lastimaban sus cuerpos El Límite ya era un punto visible en el horizonte. Muchos robots comenzaron a entusiasmarse, pero otros sentían que la vida se les iba. Algunos cayeron sobre el manto amarillo y entre chisporroteos dejaron de existir. Los Balthar fueron acercándose al grupo que avanzaba, y comenzaron a saltar encima de los muertos… y de otros, moribundos. Polideuses, al borde de sus energías, dejó la primera fila y corrió como pudo hacia los últimos. Usando desesperadamente los circuitos eléctricos que se activaban con el Sol, comenzó a saltar, golpeando su debilitado cuerpo metálico contra los Gigantes Estúpidos, que odiaban la corriente que chocaba contra su piel, por lo que se alejaron un tanto de la caravana, a la espera de un nuevo ataque, sólo por diversión…


VIII La verdad Magia 10510, detrás de El Límite esperaba a sus compañeros. Pero no estaba feliz. Había podido traspasarlo, no sin dificultades, pero ya estaba del Otro Lado. Ahí descubrió la verdad. Lo que transmitían los noticieros era mentira. Estaba todo armado para calmar a las poblaciones, pero en realidad no quedaba casi nada. Todo estaba destruido. Los Reparadores ya no existían. Nadie podría ayudar a los que se acercaban. Dios los había abandonado. El Santuario tan esperado… estaba vacío. Al haber cruzado El Límite no le estaba permitido volver atrás, y sus sentidos ya no transmitían como antes. Estaba impedida de contarles la Verdad, aunque si la decía corría el riesgo que el desánimo cundiera entre los que formaban la triste caravana que avanzaba hacia donde estaba ella. Magia 10510 buscaba desesperadamente algo que le dijera que aún cabía la esperanza de encontrar una solución a la desaparición del dios reparador… En tanto, Polideuses, con su décimo sentido activado a medias, se extrañaba de la falta de contacto de Magia. Temía lo peor.


A su alrededor, los que estaban más enteros rodeaban a los débiles, y despedían con dolor a los que quedaban en el camino a la salvación, y Lilith al borde de sus energías buscaba seducir a los más fuertes, prometiéndoles semanas de pasión a cambio de que no desfallecieran, tanto fueran robomach como robohemb. El punto, ante los ojos maravillados del grupo, fue agrandándose. Los teleobjetivos, aún averiados, lograban ubicar en frente de ellos una franja oscura que era… Ahora sí: El Límite estaba visible. La caravana de robots lo captó y fue moviéndose un tanto más rápido, a pesar de las altas temperaturas que dañaban la corteza cerebro–vehicular. El lubricante ya casi no existía entre las piernas doloridas, por lo que el andar se tornaba más y más penoso. Algunos, al borde de la supervivencia, cargaban con los más pequeños, en tanto otros se organizaban paso a paso, sujetándose entre sí, mientras cantaban el himno que habían aprendido cuando les dieron vida. Del otro lado, Magia comenzó a verlos. No sabía qué hacer. Decirles la verdad era eliminar toda ilusión. Mentirles no formaba parte de sus hábitos. Además, extrañaba a su Polideuses, al que había conocido en el Taller de Armado, y del que nunca más quiso separarse.


Era algo alocado, pero buen robot, con buenos sentimientos cibernéticos

IX El tanque El grupo llegó a la carretera que llevaba a El Límite. El asfalto quemaba más que la arena, pero podían deslizarse con mayor dominio de sus ruedas o dedos articulados. Ninguno dijo nada. Oraban por los que habían fallecido A lo lejos, los Balthar insistían en observarlos esperando una distracción para destruirlos, sólo por diversión. ¿Qué ganaban esos estúpidos? Nada. Los Setenta, o lo que quedaba de ellos, avanzaron ahora con mayor entusiasmo. Una línea blanca en el medio de esa lengua negra los llevaba al final del camino, a sus casas, a la salvación Pero venía la noche. El Sol iba ocultándose y dejaba lugar a la oscuridad y el frío congelante. Debían apurarse para evitar el bloqueo de sus contactos, y ser presas de los lobos que ya acompañaban a los


Gigantes en sus fechorías, causando el terror entre esa masa plateada que avanzaba por el desierto. Una luz que se prendía y apagaba en el horizonte les llamó la atención. Algo indicaba. De pronto, una forma extraña y olvidada se hizo presente frente a ellos, llenándoles de entusiasmo. Parecían robotices, expresando la alegría Un tanque reparador y surtidor frenó suavemente. Esa mole gris les saludó. Si bien estaba un tanto oxidado, abrió todas sus puertas y sacó las mangueras para que los sedientos robots pudieran alimentarse del líquido reparador. No era mucho lo que quedaba pero el tanque se los ofrecía complacido. Algunos, en los viejos tiempos, lo llamaban Madre dadora o San Bernardo. Muchos se atoraron al succionar el líquido, otros apenas lo probaron buscando repartirlo entre todos. Polideuses fue el último en probarlo. Sintió un fuego dentro de sí. Era como si lo cargaran de magma puro, cuando ya no tenía casi nada en su cuerpo. Tosió, sintió dolor, placer, angustia, todos sentimientos puramente robóticos Así, la noche pasó en calma. Todos agrupados dentro de una carpa improvisada con la lona del tanque, pudieron desconectarse y no gastar más energía, preparándose para el día siguiente.


Polideuses se acercó a la mole salvadora, y quiso saber de dónde venía. Pero se dio cuenta de que ayudando a los Setenta, había muerto. Entregó su alma a sus iguales. Tembló.

X El final Con los primeros rayos del Sol, la caravana se armó nuevamente. El camino lucía despejado, los Gigantes Torpes temían esa mole gris que había aparecido de golpe, recordando los chorros calientes que disparaba cuando se enojaba, contra ellos. Cuando supieron que había muerto, todos en la caravana guardaron silencio y se trasmitieron entre sí una plegaria, y retornaron al camino. El tramo final se llenó de ansiedad. Polideuses, como responsable de todos, buscaba la calma, pero era imposible sostenerla. El Límite cada vez se encontraba más cerca. La delgada línea oscura ya ocupaba el horizonte y se ampliaba a la vista de todos Magia 10510 los vio venir hacia ella. Se emocionó. Les hizo señales que fueron respondidas. La alegría llenaba esos corazones de circuitos bien guardados.


Ahora, El Límite ya era un terreno a punto de tocar. Se acabarían los peligros, todo volvería a empezar. Los Gigantes no podrían hacer más nada, y los Humanos… Los Humanos no saldrían a destruir sus propias invenciones… Todos llegaron a la línea divisoria. Una garita tenía un cartel que giraba con el viento. En él se leía: “Oficina de la Aduana. Bienvenidos” Avanzaron… pero no encontraron a nadie. Todo parecía abandonado. Magia los miraba expectante. Quería que se apuraran. Deseaba conectarse con Polideuses, y que todos se salvaran. Después se vería qué se podía hacer. Pero algo imprevisto pasó. De las sombras aparecieron hombres con machetes y fueron hacia ellos. Sin darles tiempo a defenderse, cayeron sobre los robots y comenzaron a lastimarlos a golpes. El piso tembló. Un grupo enorme de Gigantes, amparados como siempre por los humanos, corrió y comenzaron a saltar sobre los cuerpos de los sobrevivientes, lanzando gritos que se confundían con los que emitían los atacantes, munidos cobardemente de armas, y el dolor que emitían los confundidos seres plateados.


Todo duró muy poco. Magia 10510 no podía creer lo que veía. Buscaba ampliar sus lentes para observar mejor. Ahí fue cuando pudo ver cómo Polideuses, luchando, fue cayendo y resultó aplastado por la inmensa pata peluda de un Balthar… Magia se tomó el pecho. Su centro entró en cortocircuito por la intensidad de las emociones. Cuando todo terminó; cuando un silencio cruel invadió el lugar, ella quedó mirando El Límite con la vana ilusión de ver un rastro de vida. Así quedó días y días hasta que su cuerpo quedó sin energía y…


LOS PELIGROS DE LA VENTANA

Abrí la ventana. El olor a pescado me recibió junto a las gaviotas que tenían un festín. El azul dominaba el horizonte. Más oscuro en el mar, más cerca del celeste en el cielo. De pronto, algo se interpuso ante mí. Intenté correrme al costado para poder seguir viendo el mar pero me fue imposible. La mole oscura interrumpía cualquier visión. Me fastidié. ¿Otra vez? Miré su rostro. El estúpido me miraba embelesado. Con una flor en su mano y la saliva escurriéndose por entre las comisuras de los labios. Cuando llegué a sus ojos no pude más que enternecerme. “Está “, le dije. “Buen día” y tomé la flor. Fue entonces que con su manaza me tomó el cuello y me estrelló contra su boca. Quise zafar pero no pude. Mi cuerpo quedó atrapado en el marco de la ventana, como si se tratara de una marioneta enredada en alguno de sus hilos.


Como pude, elevé mis pies y golpeé ese cuerpo gelatinoso con desesperación, pero apenas lo que logré fue que ambos rodáramos unos metros rumbo a la orilla. El monstruo me siguió abrazando feliz “Está bien”, me dije. “Definitivamente, me tengo que mudar.”


ANDRÉS CARO BERTA Nació en Montevideo el 4 de junio de 1950. Poeta, narrador y dramaturgo. Editó en 1997 el libro de cuentos Adrenalina Montevideanis (Nada será igual). Autor del Diccionario Etimológico de lo Sexual, mención en el Certamen Anual de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura (2000). Escribió y dirigió Sade, el divino marqués; La mejor historia de amor (cursi y con final feliz); El orgasmo de María; La linyera. Varias de sus obras se han estrenado en España, México, Colombia y Argentina. También escribió David que no fue Brenda, dirigida por Lucila Irazabal. Dirigió además MaratSade en el Vilardebó. Es directivo de la Casa de los Escritores del Uruguay. Ha sido jurado en diversos concursos de narrativa. Es psicólogo de línea analítica, Past President de la Sociedad Uruguaya de Sexología; Presidente de la Federación Uruguaya de Sexología, con trabajos presentados en congresos, jornadas y conferencias. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay / Fipresi. Es responsable de la página de cine de Diario Cambio


(Salto, Uruguay). Fue locutor del SODRE y tuvo diversos programas de radio: Divagarium, Estados Alterados (de conciencia), entre otros. Integra el Grupo Fantástico de Montevideo desde su fundación, identificándose en el mismo con el seudónimo de “GéminiAndreiev”.


APOCALIPSIS, SAN JUAN, 13:15-18 DIEGO COPPA RUTIGLIANO

15- Y se le permitió infundir aliento a la imagen de la bestia, para que la imagen hablase e hiciese matar a todo el que no la adorase. 16 - Y hacía que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se les pusiese una marca en la mano derecha, o en la frente; 17 - y que ninguno pudiese comprar ni vender, sino el que tuviese la marca o el nombre de la bestia, o el número de su nombre. 18 - Aquí hay sabiduría. El que tiene entendimiento, cuente el número de la bestia, pues es número de hombre. Y su número es seiscientos sesenta y seis. Emmet corría desesperado y sin rumbo por la ciudad, que esa noche se le hacía más gris que de costumbre. Como cada noche desde hacía dos semanas lo perseguía la inmensa nada. Amagó con girar a la izquierda pero se detuvo (sólo unos segundos) y retrocedió corriendo algunas cuadras más, desandando el camino por el que había venido. Salvo un par de gatos callejeros que lo miraron indiferentes a esa hora de la madrugada nadie más notó su presencia. Él no los veía, pero sabía que estaban ahí, o cerca, pero estaban, y lo seguían. Lejos de


sentir miedo, lo invadía una sensación de ansiedad por lo que estaba a punto de suceder. Corrió unas cinco cuadras más en dirección opuesta a la gran muralla, giro dos veces a la izquierda, una más a la derecha y continuó sin parar unas seis cuadras más hasta que por fin encontró una cabina de lectura con la antena completamente inutilizable y sin dudarlo se introdujo en ella para descansar unos minutos. Descolgó el scanner y lo acercó a su brazo derecho; con un “bip” de por medio las paredes de vidrio comenzaron a adquirir un polarizado que no permitía ver desde el exterior y la pantalla que tenía frente a él se encendió e iluminó de letras verdes en un fondo blanco opaco. No prestó atención más que a la primera línea… *******FUGITIVO******* Fecha: 29 de octubre de 2579. Nombre completo: Emmet Collins Parelli. Edad: 49 años, 6 meses, 17 días. Signo zodiacal Aries. Ciudad actual: DESCONOCIDA. Última ciudad conocida: Río de Janeiro, Brasil, Sudamérica. Tipo sanguíneo: A+. Estado Civil: Soltero/ No declarado. Enfermedades: No presenta condiciones crónicas.


Identificador: Serie EA – N° 07/1XR08##WL. Deuda total reclamada: 122.384 $By. Activos totales declarados: 35.629 $By. Fecha de desactivación: 14 de octubre de 2579. Mensaje: Presentarse en Ministerio de Desactivaciones o seccional más cercana para desactivación de CHIP. Infringir esta ordenanza ha cambiado su estado de libre circulador a fugitivo grado 3. Por más información presione la tecla Ad.Info. Quedó con la mirada perdida, recordando como seis años atrás le asignaban a su chip la misma fecha de “desactivación” que a su padre, que veinte años antes había sido desactivado, también un 14 de octubre. Dos siglos antes, la implantación de chips se había hecho obligatoria en todos los países, regiones e islas alrededor de todo el mundo, dando comienzo así a la era de la longevidad. Al principio el motivo fue simplemente el de la identificación, con un alto grado de detalle en la información que este podía almacenar y brindar. Sin embargo, con el paso de los años los fines perseguidos se modificaron, tanto para bien como para mal. Esta era, sin embargo, había sido antecedida por la era metafísica.


Con este nuevo despertar de la humanidad, aún sumida en el materialismo, todas las religiones (prescindiendo de los adornos agregados por la mano del hombre) se fundieron bajo la bandera de un único creador o energía. Así dieron cabida a la reflexión científica, de la mano de la gran evolución de la ciencia metafísica que sirvió de puente entre dos extremos otrora muy distantes: la ciencia y la religión. El mito del uso de sólo un 10% de nuestros cerebros se extinguió rápidamente en esta era; sin embargo sí evolucionaron generación tras generación haciéndose cada vez más óptimo el uso del 100% de sus capacidades. Con estos nuevos “súper cerebros” el planeta ingresó en “la era de la solución final” (esta vez el término fue utilizado en un real sentido humanitario). Trescientos veintidós años llevó a la humanidad erradicar el hambre y la pobreza del planeta. Con esta nueva etapa del mundo la empatía comenzó a ser moneda corriente, lo mismo que la solidaridad. Las guerras ya casi no figuraban en los libros de historia y la comunicación se enseñaba a los niños desde sus primeros años como herramienta fundamental para su desarrollo personal.


La otra cara de la moneda en esta era fue el aparente enlentecimiento de la evolución de la tecnología, por eso, al finalizar esta era los cerebros se aprestaron a perfeccionar y descubrir nuevos procesos. Entre estos el que cobró mayor renombre fue el del “chip”. Toda la temática del uso de este nuevo invento había sido discutida durante varios años pero con el tiempo la aldea global se fue haciendo a la idea y la implantación total, si bien fue demorada, se realizó en los mejores términos. La novelería de pagar cualquier servicio o producto usando solamente el pulgar (de allí la frase: “As the thumb goes, the belly grows”, “De tal pulgar, tal panza”), lo mismo que cobrar el sueldo (y en general cualquier ingreso que la persona percibiera) apuntando el meñique al lector al finalizar el mes o asumir deudas sin ningún tipo de garantías o referencia (sin dudas la peor consecuencia de esta nueva era) con el dedo índice, fue más grande y poderosa que el miedo al cambio. Se instalaron alrededor del mundo millones de cabinas de lectura, procesadores en cada comercio (por más pequeño o alejado que este fuera), en todos los organismos públicos, aeropuertos, hospitales, y un sinfín de lugares más. Dependiendo del acceso que tuviera cada uno, este le permitiría acceder o no a los diferentes lugares. La primera consecuencia


económica fue la desaparición de las tarjetas de crédito y débito; el uso del dinero se hizo efímero (de hecho la quema de millones de billetes de varias monedas fue transmitida en vivo y en directo y al mismo tiempo celebrada por todo el mundo). El pequeño dispositivo era insertado en cada bebé al nacer o al llegar al hospital, y dado su tamaño de un cuarto de grano de arroz, se introducía en un proceso indoloro en la palma de la mano derecha. Pasada una semana este ya se conectaba al sistema nervioso de toda la mano, y así el niño ya estaba identificado de por vida. El sistema fue evolucionando y el chip comenzó a ser usado para almacenar toda la información del individuo, quien dando su consentimiento podía obtener a cambio información en tiempo real de sí mismo con sólo ir a una cabina de consulta. Al ingresar se desplegaba en la pantalla todo tipo de información personal y se le daba a la persona opciones de consulta histórica y actual. Esta información era almacenada en una base de datos que era accesible solamente por el estado y la persona involucrada. La mayor ventaja (y razón por la que todos comenzaron a dar permisos más amplios de información de sus chips) era la de prevenir todo tipo de enfermedades congénitas, o al menos tratarlas desde el inicio de las mismas,


monitorear cualquier órgano del cuerpo, incluso el corazón y prevenir un infarto, entre otros; pero además saber el nivel de azúcar en sangre, el porcentaje de hidratación en un momento dado y hasta la necesidad de alimentos, incluso antes de sentir hambre. Todo esto hizo que el cuerpo humano lograra sobrevivir en un buen estado cada vez más años. Esto fue visto con ojos de preocupación, ya que en menos de medio siglo la población mundial se había cuadriplicado y la esperanza de vida aumentado un 35% en promedio mundial. Por eso, y para sorpresa y molestia de la población, se tomó una medida extrema, que dio comienzo a un gran retroceso en todos los avances logrados. En un momento dado de la existencia de cada persona se le asignaba una fecha de “desactivación del chip”. La persona debía concurrir esa fecha a un centro donde se le quitaba el chip y se le inyectaba una solución líquida que les provocaba una muerte indolora en segundos. El fundamento legal de esta medida radicaba en la simplista premisa de que aleatoriamente las personas podrían morir en un accidente, o por una enfermedad, por lo que la asignación de fechas de desactivación aleatorias no hacía más que evitar el sufrimiento al ser humano y le daba la posibilidad de planificar sus últimos momentos de vida. En una primera etapa solo se


consideró a personas mayores de 80 años, pero al no ser suficiente para disminuir el nivel de población mundial, en menos de veinte años se llegó a una edad mínima de 30 años; a partir de allí la persona podía recibir la mala noticia en cualquier momento. Muchas manifestaciones se hicieron oír pero ninguna prosperó ni logró ningún cambio. Las mentes obnubiladas obedecían sin cuestionar. Nadie se atrevía a no presentarse e incluso se llegó a saber en un censo mundial que casi cuatro de cada diez personas estaban de acuerdo con la solución. Emmet se incorporó y volvió en sí. Pensó instintivamente en apresurar su salida, pero recordó que la cabina tenía la antena destruida, no había forma que nadie supiera que había estado allí. Dos semanas llevaba huyendo y sabía que si lo que había descubierto era verdad, le quedaría aún más tiempo por escapar. Consultó la pantalla nuevamente y seleccionó el mapa de la ciudad. Ubicó el punto de encuentro y lo cargó en su chip. Aun le quedaba tiempo, pero llegar hasta allí le llevaría más de dos horas caminando, no había otra forma de transporte dada su situación. Abrió uno de los bolsillos de su mochila y sacó un par de pastillas, alimento sintético que había adquirido antes de comenzar su fuga (y en cantidades suficientes para mantenerse medio año al margen de los comercios minoristas). Para


su suerte el agua aun podía pedirse en una casa sin levantar por ello ningún tipo de sospechas. La noche aún seguía oscura cuando los vidrios de la cabina comenzaron a recobrar su transparencia. La silueta que emergió del interior tenía la cara pálida, ojeras grises y pesadas, y una notoria agitación. Vestía una remera de mangas largas que sobresalían unos centímetros por debajo un buzo de lana rojo algo gastado y sucio. Los jeans, en mejores condiciones eran de un color celeste oscuro y protegiendo los pies del frío, unas botas cortas de cuero con corderito en el interior. Con la mochila negra al hombro y los auriculares puestos a un volumen aceptable (bastante bajo dado el silencio de la noche) Emmet consultó su móvil, sincronizó el mapa cargado en el chip con su reproductor musical y dando una rápida mirada de 360°, comenzó a caminar hacia el encuentro con su clon genérico. Caminó dos cuadras hacia el lado de la gran muralla y su reproductor cortó la música para pasarle un mensaje: “Dobla a la derecha, continua tres cuadras”. La música se reanudó y él siguió las instrucciones. Cuando alcanzó a caminar las tres cuadras, nuevamente la música se detuvo y escuchó como la máquina le indicaba caminar quince cuadras más hacia el lado de la gran muralla. Cuando comenzó nuevamente la


música, tomó esta nueva dirección y así fue siguiendo cada una de las instrucciones. A mitad de camino, una hora después de dejar atrás la cabina, encontró una fuente, bebió agua y descansó por cinco minutos. Retomó su caminata y una hora y media después se encontraba en la esquina acordada. Consultó su móvil: 5:29. Había llegado media hora antes. No tenía, sin embargo, energías para seguir caminando y volver más tarde, pero sabía lo peligroso que era quedarse quieto y arriesgarse a que alguien lo viera tan cerca de la zona de la muralla. Divisó la cabina de encuentro (esta no solo tenía la entena caída sino que aparentaba no haber funcionado por mucho tiempo), y luego de meditar unos segundos decidió ocultarse tras unos arbustos que encontró en un baldío a pocos metros de allí. El olor era insoportable pero en esa noche era un aliado, alejando a cualquier otro ser vivo que pudiera estar cerca. Aprovecho para ingerir otra de sus píldoras y cuando se preparaba a sentarse, una voz lo sacudió en el silencio. -Llegas temprano. La cara de Emmet palideció y por el susto atinó a dar un salto hacia atrás, cayendo de espaldas contra uno de los muros del baldío. – No te asustes- continuó la voz- yo soy a quién estabas esperando.


-Pero, no puede ser – replicó Emmet- esperaba que fueras idéntico a mí, o mejor dicho, que yo fuera idéntico a ti. -Es que no entiendes. Ven conmigo a la cabina y te explicaré la parte que aún no conoces. Tú eres mi clon, eres como yo, pero no de la manera que piensas. Es un poco más complejo. -Y, ¿cómo sé que no me estas engañando para entregarme? Bien sabes que soy fugitivo. -Sabía que me ibas a hacer esa pregunta. Creo que es un juego de niños tu fuga – dijo el hombre de saco azul – y mostrándole su mano derecha a la luz de un foco que brillaba en la calle, se paró y guió los pasos de Emmet hasta la cabina. Él lo siguió sin dejar de mirar la mano que tenía un pequeño pero profundo agujero en el medio, allí donde alguna vez había estado el chip. Esta vez la cabina no tenía vidrios transparentes, una pintura negra los cubría por completo. El sujeto abrió la puerta a la fuerza y le hizo una seña para que pasase. Algo desconfiado aun, Emmet inspeccionó el lugar pero al intercambiar una nueva mirada con el hombre, se decidió a entrar. Este lo siguió y cerró la puerta por dentro. -No tenemos mucho tiempo. Aunque las cabinas rotas no te identificaron, seguro alguna de las cámaras sí, y es solo cuestión de


tiempo antes de que te encuentren. Estás aquí porque no estás dispuesto a aceptar el destino que te impusieron de sumisión y muerte. No sé, ni me interesa saber, quién de nosotros te contactó o quién te dijo como contactarme, solo necesito saber que estás seguro de lo que vas a hacer y que estás dispuesto a recibir toda la información que te dé con la mayor responsabilidad. -El camino fue muy largo yendo de una cabina rota a otra, teniendo incluso que caminar por más de cinco horas en algunos casos para encontrarlas. En dos semanas casi me atrapan tres veces y otras dos me reconocieron en la calle y tuve que huir como un perro, todo por no querer aceptar que me maten. Porque a las cosas hay que llamarlas por su nombre, no es una solución lo que están haciendo, es una masacre. ¿O es casualidad que la edad promedio de desactivación de los países más ricos y poderosos sea de 127 años, y la de los menos agraciados apenas 63? La probabilidad parece no tener nada que ver con estas decisiones. Si es verdad lo que dicen, sí, estoy seguro, quiero que me saquen el chip ya. -No es tan sencillo, pero al mismo tiempo sí lo es. El chip es lo de menos, lo que decidas hacer una vez que no tengas más esas cadenas es lo que realmente importa.


-Ya estoy jugado, si me quedo de este lado de la muralla mi destino ya está escrito. -Nosotros no podemos asegurarte ningún destino, todo dependerá de vos. -Como debe ser…como nunca debió dejar de ser. -Antes de quitarte el chip – dijo el hombre sacando un dispositivo de uno de sus bolsillos y depositándolo en el mostrador de la cabinadebes entender por qué te dije que eras mi clon, debes saber lo que está pasando. No hay muchas esperanzas del otro lado de la muralla. -Te escucho, pero tú mismo dijiste que no teníamos mucho tiempo, podrías hacerme un resumen, te lo agradecería. -No es necesario, hay una forma más fácil – tomó el scanner y lo paso por la mano derecha de Emmet. Utilizando el teclado escribió rápidamente una serie de comandos y volvió a pasarle el scanner. Emmet cerró los ojos al recibir una especie de descarga por parte del aparato. El trance duró poco más de un minuto. Al despertar abrió los ojos y pudo armar de a pedazos la historia que Harlem Dots tenía para contarle. Como un recuerdo borroso pudo rescatar pedazos inconexos pero fundamentales…


“…CONFIDENCIAL: muere Harlem Dots a la edad de 49 años, su chip será traspasado a Emmet Collins. Ha de configurarse para que conserve actitudes pasivas de sumisión y trabajo.” “…se descubre una nueva muerte falsa, Harlem Dots, quién nunca se entregó a las autoridades en su fecha límite y se considera prófugo. Se sabe sin embargo que su chip está en poder de las autoridades y será destruido.” “…bienvenido Harlem Dots al otro lado de la muralla, empieza una nueva vida…tu chip, fue traspasado…somos clones, de clones, de clones, no genéticos, sino genéricos, en los chips se almacena la información, pero a través de ellos también se nos imparten características que ayudan a la economía capitalista, se le llamó inyección de capital humano.” “…cuando desapareció la ilusión del dinero las economías más grande tambalearon, la solución ya no pudo ser inyectar este bien tan preciado, y se recurrió a la gente…personas que cumplen con su trabajo sin cuestionar, son dóciles y obedecen a la autoridad, consumen todos los productos que el mercado les ofrece o que quieren siempre estar a la moda, fueron clonados de forma genérica, traspasando su chip a un recién nacido con estas cualidades aumentadas, en lugar de darle uno


nuevo, garantizando una sociedad cada vez más esclava y activa para el sistema capitalista actual.” -¿Te quedó claro lo que está sucediendo? – le preguntó Harlem -Sí, creo que sí. Ahora entiendo porque me llamaste tu clon, soy vos, soy tus cualidades más conformistas. Siempre sentí que no era yo diciendo que sí a trabajar fuera de hora sin cobrar por ello, o al aceptar no tomarme vacaciones algunos años porque “la empresa me necesitaba”. Luché contra esa sensación interna por muchos años, pero al final gané y por eso estoy aquí después de tanto esfuerzo. Mi respuesta es sí Harlem, quiero estar del otro lado de la gran muralla, quiero ser parte de la nueva era. Emmet extendió su mano con rabia. Harlem sonrió y tomó la máquina del mostrador. Apenas te va a doler- le dijo- y colocándosela sobre la mano derecha presionó un botón, luego otro y finalmente una punta redondeada extrajo el chip. La mano sangró unos segundos. Luego de depositar el aparato y el chip en un bolso, Harlem sacó un pañuelo blanco y envolvió la mano de Emmet. Se paró, abrió la puerta de la cabina y ayudó a un casi desmayado Emmet a salir. Allí los esperaban dos hombres también vestidos de saco azul. Se hicieron cargo de Emmet, lo subieron a una camioneta y en su parte trasera lo


conectaron a una máquina, mientras Harlem volvía a la cabina por la mochila de Emmet. Subió a la camioneta y los tres hombres de saco azul quedaron en silencio mientras ésta arrancaba. -Están cerca Harlem- dijo el más alto- tenemos que apurarnos. Harlem golpeó dos veces la pared que comunicaba con el chofer, y este apuró la marcha. Esa inmensa nada que lo atormentaba finalmente desapareció; inmensa como la suma de todos los días en que muerto en vida, a la espera de su muerte, cada suspiro, pudiendo ser el último, se respiraba hasta el fondo de los pulmones. Todo ese peso se sacó de encima Emmet y cada uno de los que algún día decidieron (y pudieron) ser libres. Emmet abrió la puerta y sintió como centenares de personas soltaban la respiración (seis sientas sesenta y cinco personas, para ser más exactos) y se relajaban al verlo entrar. La mayoría sonreía, algunos aplaudían y otros simplemente lo miraban pasar, mientras avanzaba incrédulo por el gran salón de paredes blancas. Harlem le extendió la mano y lo presentó ante la multitud con una gran sonrisa. Luego, todos le dieron la bienvenida y lo felicitaron por la decisión; en ese instante supo que él, como cada uno de aquellos personajes, era protagonista de


un nuevo cambio de era. Un cambio necesario con un futuro que era incierto, pero que al menos era una opci贸n.


DIEGO COPPA RUTIGLIANO Nació en Salto un 7 de octubre de 1984. Es escritor fantástico. Recibió una mención por un cuento corto en el Concurso Te Cuento Que organizado por ANTEL, la Biblioteca Nacional y el programa radial La máquina de pensar de Radio Uruguay 1050AM (2011). Recibió el primer premio, así como dos menciones, por tres cuentos cortos en el Concurso Te Cuento Que organizado por ANTEL, la Biblioteca Nacional y el programa radial La máquina de pensar de Radio Uruguay 1050AM (2012). Participó del “Taller literario del Castillo Pittamiglio” en el año 2011 e integra actualmente el Taller de “Escritores creativos”. Es contador público.


ESPECTROS DE UN MUNDO LEJANO GUILLERMO LOPETEGUI A Ridley Scott

Era cuando se ocultaban los tres soles tras los anillos de Prometeo. Todo quedaba sumido en la penumbra hasta que los últimos destellos de luz se disipaban completamente tras el contorno del planeta vecino. Entonces, desde lo alto descendía hasta mí el consuelo de aquellos miles de millones de cuerpos luminosos y muy pequeños. “Las estrellas, que velan por ti, que velan por tu sueño, como nosotros, de quienes saliste traído por el amor y el pensamiento”, me recordaba mi engendradora en palabras que llegaban a mi desde algún lugar, a veces distante, a veces próximo, cuando estaba por dormirme. Otras veces era el pensamiento de mi engendrador expresándome la misma sensación de protección, hasta que finalmente me dormía y no tenía mucha conciencia de cuánto tiempo dormía; cuánto duraba aquella ausencia de luz y cuánto el titilar de las estrellas velando mi sueño. Durante muchos ciclos solares y lunares me dormí y desperté agradeciendo, como me habían enseñado. Pregunté una vez, en mis


primeros tiempos de aprendizaje, qué debía agradecer y a quién, a lo que mis engendradores me contestaban que simplemente agradecer a la triple luz solar que iluminaba mis primeras andanzas por esta dimensión y al titilar de las estrellas que custodiaban mi sueño, y agradecer a la energía responsable de esa luz, del paisaje y de nosotros. Eso que pregunté una vez me fue contestado desde el pensamiento, cuando mis mayores me invitaron a cerrar mi mirada y a dejar que las presencias energéticas de ellos penetraran mi ser, mi pensamiento en formación. La felicidad total entonces me llegaba de sólo sentirlos dentro de mí. Otras veces, la felicidad era la misma cuando mis engendradores se corporizaban y hacían presentes y entonces nos íbamos a recorrer ese paisaje de formas minerales y acuosas que iban cambiando de tonalidad conforme los soles delante de Prometeo – con sus anillos hegemónicos- alternaban su fulgor, su intensidad, esa luminosidad que llegaba a todo por igual y nos llegaba y hacía todavía más felices de sabernos allí, formando parte del conjunto. En esos paseos fui aprendiendo el nombre de todos los elementos que conformaban el lugar donde me tocó abrirme al pensamiento y a la luz, donde me tocó nacer, perteneciendo a lo que mis engendradores llamaban una raza privilegiada y agradecida, y ese


privilegio y ese agradecimiento eran conceptos que me habían inculcado y se iban afirmando en mí, conforme aquellos ciclos solares y lunares, de despertar y dormir, dormir y despertar, se iban sucediendo. Así entonces no sólo aprendí los nombres sino que aprendí a comunicarme con ellos: los seres alados que habitaban los bosques y las aguas, las plantas y flores que nacían en las riberas de los ríos de cauce tornasolado o en las laderas de esas nuestras montañas que por su belleza parecían haber sido cinceladas por la energía que todo lo contenía; y mis engendradores me decían que efectivamente había sido así; que esa energía había realizado una maravillosa obra con ese Todo diversificado en seres y objetos, que se encontraban en muchísimas otras razas y civilizaciones, repartidas en los demás cuerpos esféricos que conformaban esa gran obra del Todo energético que en otros rincones de la galaxia recibía diferentes nombres. En esos paseos, preguntaba entonces yo si los habitantes de los demás cuerpos esféricos eran iguales a nosotros, a lo que a veces mi engendrador, a veces mi engendradora –deteniéndose junto a determinada planta o dejando meter una de las extremidades bajo el agua que corría inquieta formando un arroyo de cauce que iba cambiando de color conforme los tres soles alternaban sus


resplandores, fulgores y luminosidades- me contestaban que todos eran diferentes, si bien algunos podían tener similitudes con otros, así como otros no se veían a simple vista sino que se sentían o dejaban sentir y esto había dado lugar a que en la antigüedad de nuestra raza se creyera erróneamente que varios cuerpos esféricos no estaban habitados por ninguna forma de vida. “Lo que sí es seguro”, me transmitían –a veces con palabras, otras sólo con el pensamiento-, “es que nosotros somos la primera raza y que en otro tiempo fuimos llamados a viajar por otros rincones de lo que en términos generales los mayores llamamos el Universo, el Cosmos, conformado por estrellas, planetas, galaxias, nebulosas, para impartir enseñanza, para ayudar, para fundar modos de habitar el Todo de una bella manera y en consonancia con eso Superior, ese Todo, que a su vez fue quien directamente nos enseñó, nos ayudó, y fundó para nosotros este lugar maravilloso que habitamos” finalizaba la palabra, a veces, el pensamiento, otras. Entonces yo entendía que la nuestra era una misión de eterno agradecimiento al Todo por el simple y grande acontecimiento de ser, de estar y de crear. Y así, otro día de paseo en compañía de mis mayores me dejaba una nueva enseñanza, enseñanza que me permitiría posteriormente sacar mis propias conclusiones a


partir de aquellos paseos que emprendiera más adelante, ya solo o en compañía de otros quienes, como yo, tarde o temprano se tendrían que lanzar solos a la aventura de seguir creciendo. Sin embargo, llegó el tiempo en que mi sueño al principio fue levemente sacudido por algunas imágenes extrañas que se interponían entre el descanso y las estrellas que me custodiaban. Ocurrió cuando me aventuré, en principio apenas en pensamiento, más allá de los paisajes habituales –conformados por minerales que alcanzaban aquellas alturas maravillosas que parecían tocar cualquiera de los anillos del gran planeta; vegetales que nacían por todos los rincones adquiriendo los contornos más variados y bellos, por donde se asomaban las criaturas que a veces establecían un intercambio de pensamientos conmigo- para adentrarme en una zona en la que, si bien había colores tornasolados, los ismos parecían perder levemente su intensidad, transmitiéndome –por primera vez en mi existencia- un principio de duda y luego de certeza, de que allí había algo diferente a lo habitual, “a lo permitido” -parecía que alguien me estaba señalando, venido en ondas, de suave pero decidida sonoridad, de algún lugar ubicado seguramente en el entorno de sueño o de alerta de mis engendradores-; algo de lo que mis mayores no me habían hablado.


A mi pensamiento llegaba una forma de explicación relacionada con el hecho de que al parecer se trataba no de un lugar oculto, sino de uno reservado “para los elegidos” –parecía que seguían llegando hasta mí en ondas de suave pero decidida sonoridad-, dándome a entender que yo, al menos hasta esos momentos, no integraba ese grupo. Seguramente fue el momento en el que por primera vez en mi existencia sentí esa sensación extraña que muchos, mayores que yo, llamaban “inquietud”; sin embargo, consideré que no era momento de consultar al respecto, más cuando constaté que aquel paseo que hice en pensamiento –y que no dejo de considerar que fue una aventura riesgosa por el hecho de que, sin suponerlo, franqueé los espacios conocidos, los paisajes habituales- no había despertado en los demás que me precedían sino leves advertencias. Cuando recuperé la visión del entorno abriendo las líneas simples que se cerraban sobre mis esferas negras y brillantes cuando venía la sensación de movimiento, el descanso, el lento descender del resplandor estelar sobre la forma de mi cuerpo, algo o alguien me recordó que no me había movido de mi sitio, pero que sin embargo había efectuado aquel paseo extraño, revelador, riesgoso. Por último, echando una lenta mirada al entorno que me contenía, tuve la


seguridad de que en ese paseo mental me había traído algo o a alguien hasta la siguiente oportunidad de entregarme a ese descanso. Lo hice un tiempo después, y fue cuando sentí esa otra sensación de la que nunca se hablaba, porque rara vez se manifestaba entre nosotros: el miedo; el miedo de no poder controlar esa otra parte de mí que parecía escaparle al descanso y los resplandores llegados del cosmos circundante, para en cambio llevarme y depositarme nuevamente en aquella región dominada por los resplandores atenuados que caracterizaban a los tres soles cuando estaban próximos a ocultarse tras los anillos de Prometeo. Pensé entonces en el gran planeta; en el planeta hegemónico y consideré para después del sueño preguntar por qué se llamaba Prometeo y qué significaba ese nombre. Pero seguramente uno de mis engendradores llegó hasta mí con la explicación de que mi pensamiento estaba en formación; “pero llegará el tiempo en que se volverá poderoso”, me había transmitido, y sabría de Prometeo y de muchas cosas más que en esos momentos ignoraba. No puedo establecer cuántas veces más los tres soles se ocultaron tras el gran planeta y cuántas veces más asomaron hasta resplandecer completamente por el otro extremo de Prometeo y la magnificencia de sus anillos, pero sé que vino el tiempo en que empecé a sentir una


sensación muy poco agradable, sobre todo cuando constaté que frente a mí se extendía un paisaje con el que nunca había soñado y en el que nunca había pensado. A las formas poco conocidas de aquel otro paseo –efectuado durante otro de mis descansos- se sumaba la ausencia de toda forma, mientras que ese color parecido al de los últimos efluvios de los tres soles antes de ocultarse de manera lenta, acompasada, tras los anillos del planeta hegemónico, lo cubría todo de un cierto desencanto, como producto de la ausencia de las formas a las que yo estaba habituado. Pero me sorprendió constatar que acudieron a mí palabras como “desierto”, “llanura”, valle”, y al destacarse cada una de ellas en mi pensamiento, frente a mí aparecían extrañas criaturas que se desplazaban lentamente sobre todas sus extremidades apoyadas en la superficie inmensa, que a lo lejos parecía confundirse con la gran forma esférica de Prometeo y con aquel todavía mayor espacio que nos contenía a todos y que todo lo contenía, y donde por lo general yo destacaba el resplandor, el titilar suave y distante de todos aquellos pequeñísimos cuerpos esféricos, descendiendo hasta mi –por lo general- tranquilo descansar, dormir, soñar.


Así entonces comenzó el tiempo en que empezaron a sucederse en mi mente explosiones de luminosidad que barrían con todo lo que había en esa superficie extraña, en la que a veces aparecían formas que se enfrentaban entre sí, hasta que mi pensamiento o a veces la línea de mi boca abierta clamaba por mis engendradores, quienes ante tales circunstancias resolvían materializarse junto a mí. Posé mi mirada en la de ellos y otra palabra se materializó en ese viaje de un pensamiento a otro: “espectros”. “Hay espectros que llegan hasta mi descanso, y ya no me dejan tranquilo”, les revelaba yo, cuando los tenía ahí, erguidos junto a mí. Entonces, con el ánimo de tranquilizarme, a veces era ella, a veces era él, a veces los dos alternando el sonido de sus palabras tranquilizadoras, que me señalaban que todo eso sólo estaba en mi pensamiento en formación. Sin embargo, llegó el tiempo en que respetuosamente empecé a replicar y quise indagar. “¿Quién o qué era Prometeo, para que llamen así al gran planeta de los anillos?” “Un ser superdotado; un titán, perteneciente a una leyenda muy antigua; una leyenda que se pierde tras los orígenes del mismo planeta hegemónico”, quiso explicarme ese a quien yo a veces llamaba padre, papá, y otras el engendrador.


“Prometeo quiso iluminar las mentes de todos aquellos seres que parecían estar por debajo de él y por debajo de aquellos quienes lo habían creado a él y al resto de su raza”, quiso explicarme esa a quien yo a veces llamaba madre, mamá, y otras mi engendradora. “Iluminar las mentes equivale al conocimiento de la verdad. Sentir qué es verdad, para cada uno”, quisieron explicarme ambos, al unísono, padre y madre, mis engendradores, “permite el dominio del pensamiento y de las acciones.” Cuando se apagó el último efluvio solar tras los anillos, pensé en algo más que le había ocurrido a Prometeo: fue castigado por quienes lo crearon y crearon a los demás, debidos a que esos seres más poderosos que el titán y que quienes aparentemente se encontraban por debajo de él, consideraban que la verdad era patrimonio de pocos; que el conocimiento de la verdad por parte de toda la raza podría hacer que sobreviniera el caos. Intenté descansar luego de ese último recuerdo, pero me fue imposible:

a

mi

mente

acudieron

imágenes

definitivamente

inquietantes en las que fundamentalmente se destacan seres extraños, espectros de un mundo lejano, enfrentándose entre sí; luego volviéndose todos hacia mí y alzando objetos creados para destruir,


hasta que en el momento en que yo sentía que todos se abalanzaban contra mí un resplandor, que parecía borrar toda otra visión, ganaba esa última imagen sobreviniendo luego no la calma sino los restos de ese mundo distante. Fue cuando resolví preguntar a mis mayores si todas esas imágenes sólo eran producto de mi mente sugestionada o si efectivamente había algo de verdad en todo eso. Ellos, materializándose una vez más, se acercaron a mi inquietud con la delicadeza y el respeto que supieron transmitirme siempre, aunque para revelarme que ya era tiempo de que tomara conocimiento de ciertos sucesos… y de que conociera a alguien. Me sorprendí cuando me dijeron que nos trasladaríamos no sólo mental sino físicamente… a Prometeo. Allí estaba El Elegido, El Venerable, a quien llaman El Gran Durmiente, destacaron mis engendradores al unísono. Y así fue que por primera y última vez ingresé en los interiores de uno de aquellos vehículos posados sobre la superficie, pero que luego se fue elevando por el espacio, por encima del paisaje, dirigiéndose con una tranquila marcha, flotante, hacia Prometeo. Y a pesar de que el gran planeta estaba allí, hegemónico, y casi tocando el nuestro con sus anillos de varios colores a los que los


tres soles hacían más brillantes, hubo un tiempo para salir de nuestro planeta, otro tiempo para viajar por el espacio que vine a descubrir existía de manera amplia, casi inconmensurable entre Prometeo y el lugar que habitábamos, y otro para finalmente llegar al gran planeta. “Este es un vehículo de transporte que podríamos llamar antiguo”, habló mi engendrador, mientras nos desplazábamos por entre las estrellas a una marcha suave, acompasada con el ciclo cotidiano de los tres soles cuya luminosidad –insinuándose por entre los anillos del planeta hegemónico- nos llegaba o al menos me llegaba de manera diferente desde esa perspectiva en la que sentía que mi cuerpo flotaba como el vehículo que nos transportaba. “Pero no por antiguo es menos útil que la posibilidad que tenemos, desde hace muchos ciclos solares y lunares,

de

transportarnos

con

el

pensamiento”,

agregó

mi

engendradora, inclinando a un lado su expresión de mirada y leve sonrisa de labios finos, muy finos, casi de esa línea diminuta que en nosotros forma la abertura por donde se expresa nuestro tan particular don del habla, cuando no queremos llegar a los demás sólo en pensamiento. Cuando el vehículo que nos transportaba se posó finalmente en la otra gran superficie, no sé qué tiempo era –si para moverse o descansar-; si


era la luz o su ausencia, hasta que descendimos… y por primera y única vez en mi vida, admiré desde Prometeo la belleza de nuestro planeta: mucho más pequeño; casi con la pequeñez de una de las lunas de Prometeo o de cualquiera de esos otros grandes planetas que poblaban nuestra galaxia. Mientras nos encaminábamos hacia un determinado lugar del que todavía no me habían dado ninguna información, recordé que me habían revelado que el planeta también se llamaba Prometeo porque allí vivía El Gran Durmiente -“El Engendrador de Engendradores”, agregó el mío, leyendo mi pensamiento-, aunque sumido en un sueño eterno que a su vez era custodiado por quienes le seguían inmediatamente en la escala del conocimiento: los otros Elegidos, los otros Venerables. Entramos en una gran construcción que no tenía otra abertura que aquella por la que pasamos nosotros a su interior. Entonces, ya dentro de la misma, sí empecé a ser informado de a quién íbamos a ir a ver. Fuimos atravesando diferentes recámaras, largos corredores mientras yo iba reflexionando acerca del hecho de que durante todo ese tiempo no nos habíamos traslado a ningún sitio sólo a través del pensamiento. También pude comprobar, a medida que avanzamos por entre los


infinitos rincones de esa construcción inmensa, que los otros seres a los que veía eran iguales a nosotros; que en realidad era nuestra raza que había poblado Prometeo. “Fue en un tiempo inmemorial”, comenzó a explicarme mi engendrador, “luego de que dejáramos de hacer aquellos viajes para los que habíamos sido llamados con el fin de impartir enseñanza; para ayudar; para fundar modos de habitar el Todo de una bella manera y en consonancia con eso Superior, ese Todo, que a su vez fue quien directamente nos enseñó, nos ayudó, y fundó para nosotros ese lugar maravilloso que habitamos”, se volvió mi engendrador a la abertura por donde habíamos penetrado a aquel recinto, aunque para recordarnos que del otro lado y a determinada distancia, flotando en el espacio circundante como sostenido por las estrellas que velaban el sueño, se encontraba nuestro planeta; aguardaba a nuestro regreso. “Cuando aquellos Venerables Viajeros nuestros regresaron, algo nos indicó que los viajes por otros mundos estaban llegando a su fin y que teníamos que ocuparnos de perfeccionar más el nuestro, perfeccionándonos a nosotros mismos y entendiendo que, en definitiva, llegó un momento en que ya no podíamos ayudar a modificar, para beneficio de todos, el destino de algunos”, había agregado mi engendrador. “Porque no todos los viajes


fueron exitosos”, intervino mi engendradora, “y los Venerables Viajeros regresaron a casa agobiados por el peso de tantas imágenes que no ayudaron al perfeccionamiento de determinados mundos, si bien los Venerables Viajeros ya habían desarrollado el conocimiento de manera mucho más vasta; habían perfeccionado el modo de obrar a través del pensamiento, al punto que algunas de esas imágenes que se trajeron de aquellas campañas por el Universo podían llegar a materializarse y no siempre eran ni son imágenes que llamaríamos positivas, buenas para nuestro crecimiento, personal y colectivo.” “Sin embargo”, intervino nuevamente mi engendrador, “una vez que cada uno de nosotros sabe de dónde provienen esos espectros que a veces se nos solían aparecer en mitad del descanso, interrumpiendo nuestro sueño, nuestro conocimiento se amplía, el pensamiento se consolida y entonces recordamos que todos esos espectros pertenecieron alguna vez a un mundo lejano, un mundo del que nuestros Venerables Viajeros se trajeron testimonios mentales y materiales que en Prometeo quedan circunscritos a un lugar en el que permanecen como testimonio de lo que fue, de lo que ya no es: espectros de un mundo lejano en eterna exposición recordatoria para nosotros y para quienes nos sucedan, como tú.


Así entonces entramos en otra de las recámaras, donde los tres nos acercamos a uno de aquellos Venerables Viajeros, supuse con razón – mirando al unísono a cada uno de mis engendradores, quienes inclinaron sus expresiones de comprensión hacia delante-, que parecía estar durmiendo. Acercándome más a él e inclinándome sobre su expresión serena, encontré que tenía un revestimiento del cuerpo mucho más blanco que el mío, que el nuestro; casi era incoloro o que a través de él se podía incluso llegar a lo profundo del durmiente. También me llamó la atención la gran semejanza que tenía su semblante con el de nosotros tres. Captando mi impresión, mi engendrador apoyó una de sus extremidades en la parte anterior de mi cuerpo y sin dejar de observar al durmiente, expresó, esta vez sólo con el pensamiento: “Es porque se trata de El Gran Engendrador, del Engendrador de mi engendrador: el mismo sentimiento y el mismo pensamiento que te concibieron a ti, si bien cada uno viene a esta dimensión con características propias”. Fue cuando mis sentidos me hicieron captar que el durmiente empezaba a transmitirme imágenes, imágenes para las que me tapé la visión porque súbitamente experimenté sensaciones relacionadas con la inquietud.


“El temor”, habló o me lo transmitió mi engendrador. “El temor que todos sentimos tarde o temprano cuando el durmiente, El Gran Durmiente, El Engendrador de todos nosotros, a determinada edad de nuestra existencia desde sus sueños nos transmite imágenes que en el pasado fueron verdaderas, que ocurrieron”, se iba volviendo lentamente a mí que en esos momentos descubría mi visión. Entonces fue cuando con respeto y esa sensación hasta esos momentos poco conocida para mí -el temor- me dirigí a mi engendrador, hablándole o transmitiéndole mis inquietudes: “Vi luces que nunca había visto acompañadas de sonidos extraños, como el rumor de muchos que marchaban para algún lado; que chocaban entre sí”. Entonces, recordando mis sueños o pesadillas pasadas, pude comprobar que se trataba de las mismas figuras semejantes a esos espectros de un mundo lejano. Mi engendrador colocó una de sus extremidades contra un costado de mi cuerpo y dibujando una muy leve sonrisa me habló o su pensamiento habló por él para transmitirme que “Eso era el fuego cruzado, la marcha de muchos ejércitos yendo a combatir entre sí. No fueron pesadillas, sino que llegó la edad en la que conviene que empieces a entender ciertas verdades pasadas, remotas, ancestrales…


La función de El Gran Durmiente es que desde su sueño empiece a transmitir a los más jóvenes como tú lo que tarde o temprano deben saber, para luego ver, por una sola vez bajo esta forma en la que fuiste engendrado. Invasión, destrucción, persecución y muerte son palabras con las que no te vas a familiarizar aunque sí conviene que sepas que en su momento existieron, y si ellas hubieran triunfado seguramente hoy no estaríamos aquí”, me reveló mi engendrador. Y continuó: “En el pasado existieron la invasión, la destrucción, la persecución y la muerte, y la pesadilla se extendió por espacio de un tiempo difícil de medir, de concebir, incluso para nosotros. Pero ocurrió en el pasado remoto, ancestral… y en otro mundo; no en este. El Gran Durmiente, en su sueño, preserva aquellas imágenes para el conocimiento de las generaciones que le sucedieron y de la que tú y antes yo formamos parte; pero no para que vivamos pensando en ellas… Lo cierto es”, agregó, apretándome suavemente con una de sus extremidades el costado de mi cuerpo, pacífica y cariñosamente, “que ahora viene la última parte de esta experiencia que solo se dará una vez en esta existencia tuya”. Fui invitado a seguir camino, dejando atrás a El Gran Durmiente.


Me es difícil medir el tiempo que pasó durante el trayecto, cuando sentí que a mis espaldas El Gran Durmiente iba desapareciendo a medida que nos acercábamos a otra parte de ese lugar que se abría en gran arcada a los interiores de un espacio muy amplio en donde era imposible reconocer los límites, iluminado a diferentes distancias por resplandores de diversa tonalidad e intensidad. Desde fuera ya se divisaban formas contenidas dentro de unos recipientes transparentes. “Son campanas de cristal que preservan lo que hay dentro”, habló o me lo comunicó con el pensamiento mi engendrador. Inmediatamente después apoyando de nuevo una de sus extremidades en un costado de mi cuerpo, me invitó a ingresar en el recinto. Así entonces nos fuimos acercando a varias de aquellas “campanas de cristal” y con una sensación extraña en todo mi cuerpo –“Escalofrío”, habló o me lo transmitió con el pensamiento mi engendrador- pude comprobar que esas figuras también eran cuerpos, criaturas con una forma definitivamente diferente a la mía; y me costó pensar que existieran seres con esa forma. La mayor parte portaba en sus extremidades o tenía junto a ellas esos instrumentos que causaban destrucción y que yo había visto en mis pesadillas. Fue cuando mi engendrador me empezó a señalar a qué ejército, a qué imperio correspondía cada una


de aquellas figuras junto a las que nos deteníamos. Pero lo también revelador fue cuando mi engendrador se volvió a mí con la voz o el pensamiento: “A este lugar le damos un nombre; un nombre que tú mencionaste, como producto de lo transmitido por El Gran Durmiente a través de las pesadillas”. Aguardé a que me lo dijera, pero permaneció casi inmóvil, de frente a mí, aguardando a que fuera yo el encargado de emitir algún sonido, algún pensamiento. Entonces, me animé a hablar o pensar, de frente a mi engendrador, aunque con algo de otra sensación que él identificó con una palabra, igualmente desconocida para mí hasta esos momentos: “Duda”. Así fue que con la duda instalada en mí empecé a aventurar: “¿Espectros… de un mundo… lejano?”, mientras que mi engendrador había ido asintiendo a cada palabra o pensamiento mío. “Espectros de un mundo lejano”, hablé o pensé nuevamente, echando una mirada al conjunto de aquellas campanas de cristal que preservaban las formas espectrales que pertenecían a un mundo lejano; un mundo que… “¿Desapareció?”, hablé o pensé, de frente a mi engendrador. Él se mantuvo un breve tiempo sin emitir ningún tipo de opinión, pero luego me señaló la salida.


“Verdaderamente no sabemos si desapareció o experimentó cambios profundos de algún modo. Lo cierto es que ya no existe bajo aquella forma que contuvo tanta invasión, destrucción, persecución y muerte a lo largo del Tiempo”, habló o pensó a medida que dejábamos atrás aquel recinto espectral; que pasábamos junto a El Gran Durmiente frente a quien nos detuvimos un instante, para luego seguir nuestro camino en dirección al vehículo que nos devolvería a nuestro mundo, si bien este en el que nos hallábamos en gran medida formaba parte de aquel. Frente a la pregunta de cómo se preservaron esas formas y, antes, cómo llegaron hasta nosotros, la respuesta de mi engendrador no fue más tranquilizadora: “El único que lo sabe es El Gran Durmiente, El Engendrador de Engendradores… pero esa es la única imagen que jamás nos ha transmitido, ni en sueños ni en pesadillas; lo que sí nos transmitió”, creyó conveniente agregar, “es que todos esos espectros pertenecen a un pasado remoto relacionado con un mundo que ya no representa absolutamente ninguna amenaza para nadie porque si bien no sabemos si dejó de existir en algún momento, sí se nos fue transmitiendo de sueño en sueño, de generación en generación, que también en un pasado remoto se transformó por


completo y ya no fue más importante que cualquier otro cuerpo celeste, planeta, estrella de los que conforman el Universo en el que tú y yo estamos metidos”. Así entonces nos reencontramos con mi engendradora y todos juntos emprendimos el camino de regreso… …Y a medida que dejábamos un mundo para reingresar en otro, mi pensamiento viajó hacia las suposiciones de adónde se encontraría ese otro lejano, contenedor de espectros quizás en el reverso de un pasado remoto, del otro lado de las pesadillas, donde los sueños van dejando de lado mundos de invasión, destrucción, persecución y muerte, para engendrar por ejemplo mundos de tres soles junto a planetas gigantes, de varios anillos; mundos habitados por seres que se comunican a través del habla o del pensamiento; seres que tienen la perfecta libertad de expresarse bajo la forman que deseen o simplemente elijen pensar y que las imágenes de su pensamiento lleguen a los demás o simplemente giren dentro de ellos mismos, como me sucede en momentos en que especulo acerca de qué ocurrió con aquel mundo lejano: si desapareció o se transformó y que en caso de esto último: ¿qué forma habrá adquirido y qué seres lo habitarán y si dichos seres tienen algún recuerdo de lo que fueron antes?...


Todo esto lo pienso una fracción más del inmenso Tiempo, para luego dejar de lado mis suposiciones, feliz de encontrarme regresando a este mundo bello, armónico y apacible, que a todos nosotros nos contiene.

GUILLERMO LOPETEGUI Nació en Montevideo, Uruguay, el 26 de setiembre de 1955. Escritor y periodista, es autor de los libros de cuentos: Ultimo reducto (1978), El rostro de Margarita Shaw (1981), El parque de los últimos regresos (1987), Brujas de aquí nomás (1993), Crepúsculo de los cautivos (1998), Serias picardías (2002), Los reflejos en la noche y La esperanza y su sombra (ambos de 2007). Parte de su obra ha sido distinguida con diversos premios –oficiales y particulares- dentro y fuera del Uruguay. Cuentos suyos están traducidos al francés, inglés, ruso y portugués e integran diversas antologías (Hombres de mucha monta, El cuento uruguayo-volumen II, Panorama de la literatura hispanoamericana, El mundo en una cifra, entre otras). Ha dado charlas sobre literatura y presentado libros de otros autores en Montevideo y otras ciudades de su país, como así también en Buenos Aires, San Pablo, La Habana y Viena. Asistió a París como autor


invitado por la Universidad de Paris III-Sorbonne-Nouvelle en 1987 y 1989. Sus trabajos sobre Horacio Quiroga han sido publicados en Francia y Uruguay (Cahiers d’etudes romanes Nº 13, Horacio Quiroga por uruguayos). Como periodista se desempeñó en la prensa escrita, radial y televisada (revista Noticias y diarios El Día, Lea y El Observador; “De aquí y de allá” en CX 36, SODRE; “Diálogo directo”, tv por cable, de Montevideo) y cuenta en su haber con la realización de dos mediometrajes en formato video, ambos de 1998: Una mujer, una voz y Hildegard-Los caminos a la santidad. Es miembro cofundador del Grupo Fantástico de Montevideo y en el mismo se le conoce como “Hoffmann”.


LA LLAVE CONTINUA MARÍA INES ABELLA

Me encontraba acurrucada en la cama como un pájaro herido. Las alas replegadas contra mi cuerpo, en negación persistente de todo movimiento. El mentón caía, derrotado, hacia delante. La mano cerrada, apretada, escondía la llave, mientras me decía, a mí misma, que debía intentarlo, una vez, aunque significara borrar la esperanza definitivamente. Con un movimiento agotador estiré el brazo, encendiendo el receptor con el volumen bien alto. Sabía de memoria todo lo que dirían, se asemejaba a los slogans de los gobiernos de fuerza, que recordaba del pasado, pero, aun así, debía escuchar. Era necesario que nadie sospechara nada. La televisión tenía muchos canales, donde se enunciaban exactamente las mismas indicaciones y advertencias; no había más información que esa. En Internet no existía la navegación libre, ya que cada zona del mundo -había sido dividido en cuatro daba a sus internautas la misma información, y era imposible penetrar más allá. No había viajes internacionales. Sólo existía habilitación para realizar viajes domésticos, o sea, dentro de la zona que por residencia


se nos había adjudicado. Las fronteras terrestres zonales, apestaban de los olores exhalados por los cadáveres que caían bajo la lluvia de rayos OPC, todos los días, en su intento de cruzar los límites, y allí quedaban, sin recoger, para escarmiento de otros posibles curiosos. Para algunos -entre los que me incluyo-, cruzar sería entrar al lugar de los recuerdos, descubrir si siguen ahí, tocarlos, o comprobar si fueron, también, destrozados por la idea maquiavélica de los cuatro “grandes”; para otros, significaría penetrar a un mundo desconocido, oído quizás, en susurro apagado de noche de insomnio, trasmitido por alguna madre como yo, perniciosamente memoriosa. Este era mi presente, año dos mil treinta y seis, al que llegué con mis pasos cortos y cansados. La esperanza la recuperé después, desde el mismo momento en que sustraje aquella llave. El secreto me pertenecía, y el miedo no permitía que lo compartiera. Sentí las voces del resto de la familia, desayunando. Sabía que debía levantarme y pasar el examen sicológico, suceso diario, realizado atentamente por mis hijos, generación robótica y, devota del régimen zonal, los que no debían ver ningún tic diferente en mi rostro. Enfrentaría el interrogatorio con el cual intentaban descubrir mis memorias. Tendría que ser como todos los días, desde que cuento con


la llave, muy precavida. Me levanté, en una tarea que me llevó como quince minutos, y apenas con la bata, me senté en la mesa. -¿Volviste a soñar con algo, Madre?, pensamos con Pablo que deberíamos llevarte a un especialista, que te quite esos sueños repetidos. -¿Por qué?, soy feliz con ellos, pero no se preocupen, dormí tranquila toda la noche. Luego de una hora quedé sola y me vestí con un poco más de energías. Antes de salir, coloqué la llave, que por suerte era plana, bajo la plantilla del zapato porque no podía darme el lujo de tomar un coche, no podía dejar testigos. Esta era la mejor hora. Nadie se fijaría en mí, si existo es porque tengo quién me controla, o no necesito atención especial. Me llevó cerca de una hora llegar, y me senté en un muro a descansar, sintiendo mis emociones a punto de estallar. Iba a saber si de verdad funcionaba. Sabía cuáles eran mis riesgos: la recuperación de la vida o la desesperanza, e incluso la muerte, si me descubrían. Pero había llegado a la etapa en que ya nada me importaba, mi vida no era mía, mis hijos eran de los cuatro grandes; nada restaba de interés ya, solo ese pedacito de esperanza que me martillaba hace meses,


imprudente, provocando pesadillas, mostrándome partes de ese mundo cultural, para que yo no olvidara. Me paré, miré con disimulo hacia todos lados, y sin obstáculos a la vista, me dirigí hacia el puente. Lo crucé, doblé a la derecha, por una callecita tímida, y me introduje en el fondo de una vivienda abandonada. Aparté unas ramas que tapaban la entrada y di unos pasos adentro. Encendí el celular y me alumbré hasta la computadora, tapada bajo unos cajones, en la cocina. Era un trasto viejo, nada que ver con las máquinas de ahora, sólo una portátil que me vi de figurillas para esconder y que había resistido todos los intentos de decomiso. Me descalcé para retirar la llave. Encendí el aparato y la pantalla se iluminó. Primer paso cumplido, sigue funcionando. ¿Podrán rastrear esta máquina?, ahora no hay retroceso, pensé nerviosa. Introduje la llave en la primera ranura que encontré. Ahí, frente a mis ojos, fueron apareciendo todos mis documentos, mis cuentos, poemas, leí algunos, gozando enloquecida por los recuerdos. Hasta encontré los últimos comentarios de mis amigos, en el muro, habían sobrevivido al gran apagón. Aún recuerdo esa fecha: el 20 de junio de


2015. Una alerta roja, mundial, repetida por cada país, nos hablaba de un gran apagón y un posible desastre natural que nos afectaría destruyendo el mundo. Las indicaciones nos enviaban a encerrarnos, bajar las llaves de la electricidad y permanecer en las casas por treinta y seis horas sin abrir puertas ni ventanas. Cuando al fin pudimos salir, el mundo libre, con su cultura milenaria, tal cual lo conocíamos, había sido destruido por obra y gracia de cuatro gobernantes expansionistas y ególatras. Busqué información. Me conecté a Internet, con mi vieja dirección. Del presente siempre me repetía lo mismo, a pesar de poder penetrar en todas las zonas, ellas, las cuatro, decían lo mismo a sus habitantes. Eso era un dolor que me perforaba, recordando los cadáveres sin sentido, que iban quedando todos los días tirados, en una búsqueda inútil de diferencias. Pero aún tenía la idea que me rondaba. Puse año dos mil diez y busqué biblioteca virtual. Ahí surgieron… esos eran todos los libros que habían desaparecido, los que no integraban la lista creada, los que yo debería haber borrado de mi cerebro acribillado por los rayos BHC. Todas las obras suprimidas de la memoria humana, desde la más insignificante, a la más grandiosa, se encontraban a mi disposición. No pude vencer la tentación y comencé a leer con avidez,


dejando caer sin control las lágrimas sobre el teclado; lo hice hasta que, en un instante de realidad, vi, mirando hacia fuera, que anochecía. Lo más rápido que pude apagué la computadora, guardé la llave en el bolsillo y salí de regreso. No podía caminar ligero, y me preocupaba el retorno, debía buscar un pretexto para mi escape. Demoré como hora y media en llegar a mi casa y algunas personas, en el frente, me indicaron que mi ausencia era un hecho notorio. Mis dos hijos salieron a mi encuentro. -¿Dónde estabas, qué hacías? –vociferaron a dúo. Mi voz se quebró algo, al responder: -Tuve ganas de caminar y me perdí, el barrio ha cambiado mucho, estoy muy cansada. Momentáneamente, logré convencerlos, aunque sabía que darían cuenta de lo sucedido. Sacudiendo la cabeza, molestos, despidieron a los vecinos y me hicieron entrar. Me estaba quitando el abrigo cuando sentí las manos de Pablo ayudando, mientras un rosario de quejas llegaba a mis oídos. Sin poder evitarlo se me escabulló desde muy adentro: -Leí El Principito.


Su voz se endureció de golpe, una cadena de gritos me aturdió, oí algunas frases sueltas: “alucinás, atentado a la sociabilidad, no cuentes tus sueños, esos libros no existen”. Distraída, aún perdida en mis lecturas, no vi que él metía su mano en el bolsillo de la chaqueta que me había ayudado a quitar, y como un loco me enfrentaba, exhibiendo la llave frente a mis ojos y preguntando qué era. Me agitó, como si fuera papel en sus manos, con una furia que me sorprendió, y entre sacudones, le dije que me la encontré en la calle, y creí que era de la casa. Me arrastró a la puerta de calle, vociferando que no era posible. Allí sacó la que había en la cerradura e introdujo mi preciosa y valiosa arma, mientras yo pensaba desesperada qué hacer para recuperarla. La llave entró, a pesar de su falta de relieve y la diferencia notoria con la original, y giró perfectamente, abriendo y cerrando la cerradura. Eso pareció tranquilizarlo y la regresó al bolsillo de mi abrigo, respiré aliviada, y extrañada a la vez. Esperé que fueran las dos de la madrugada para levantarme. La magia de la llave no dejó de sorprenderme; jamás había visto una que tuviera múltiples funciones. Había visto cómo los guardianes la usaban para encender diversas máquinas. La había sustraído cuando


me dieron la última sesión de rayos, sólo como venganza, para hacerles daño. Tratando de no hacer ruido, me levanté y me acerqué a la computadora que usaba Pablo. La encendí, puse dos mil diez y la pantalla no respondió, siguió mostrando las indicaciones y noticias del día. Escribí biblioteca virtual y se extendió frente a mis ojos la lista de libros “conocidos”, los que supuestamente existían desde el origen de la humanidad hasta hoy. Me reí de tanta farsa y escasez. Introduje la llave en una hendidura, volví a poner el año, y ahí apareció el Internet libre, saltador de zonas. Abrí la biblioteca, se desplegaron todos los títulos frente a mis ojos, mi corazón comenzó a dar saltos incontrolados. La llave me abría todas las puertas de mi mundo, ¡era libre! Los había vencido. El secreto era enorme y me acariciaba el alma, pero, antes de gozarlo, debería encontrar la forma de compartirlo, la noticia debía ser difundida. Mis ojos seguían clavados en la pantalla, y aún así, noté, asustada, que Pablo estaba detrás de mí, en silencio. Apagó la computadora y dejó entrar a los guardianes, que tocaban la puerta, para llevarme a una nueva sesión de rayos. Me entregó a ellos. De soslayo pude ver una guiñada y cómo, disimuladamente, la llave se escabullía dentro de su bolsillo.



MARÍA INÉS ABELLA Nació el 7 de febrero de 1947 en una chacra a orillas del Yerbal, en Treinta y Tres. Lee y escribe desde siempre. Maestra y escribana, hoy solo escribe sin entender cómo se le pasó la vida en otras ocupaciones. Desde el año 2010 integra el Taller de Escritura “El Rincón”. Ese año publicó por primera vez integrando el libro colectivo Desde el Rincón. En 2011 y 2012 también participó en los libros Alas de Papel y Canciones de Metal y Madera. Ha obtenido reconocimientos, entre ellos: Mención de Honor, premio Anselmo Guerra en el segundo Concurso Nacional del “10º Aniversario de Decires” “Escritor Omar Leo Solari” y Primera mención en el XXVII Concurso Literario Melvin Jones organizado por el Club de Leones-Montevideo-Buceo. En octubre de 2012 publicó, su primer libro: Cuentos sin domicilio (Ediciones Del Rincón). Este año fue seleccionada para integrar la edición 2013 de la Antología Internacional: Poesía, Cuentos y vos.


668 MÓNICA MARCHESKY

Un líquido gelatinoso se deslizó por su garganta, sabía a wasabi siliconado. Lo tragó lentamente y sin respirar. Atrás habían quedado los códigos de barra e identificadores personales, aplicados en todas las combinaciones posibles en nuestro mundo de tres dimensiones. Se había vuelto al sistema decimal. 668 había sido atrapado por los brazos metálicos entre la multitud que se apiñaba en los sótanos de la ciudad amurallada. Sabía que los científicos estaban haciendo pruebas con un nuevo producto que tal vez fuera la panacea milagrosa para la raza humana. Una vez que la máquina seleccionaba, no había lugar donde esconderse. Habían sido testigo de las infructuosas rebeldías de los apiñados y sabía que resistirse no conducía más que al cansancio. Se dejó trasladar hacia el laboratorio de la parte superior. Luego de un baño con un elemento blancuzco que parecía desinfectante, le fue rapada la cabeza y llevado desnudo ante una tarima donde se le había presentado el recipiente con el líquido


gelatinoso que parecía un caldo cuántico; creyó ver cómo interactuaban partículas brillantes cuando lo llevó a la boca. Se separó al instante una ranura a sus pies y la base se deslizó como por un tubo hacia abajo. Pasó dos estancias y fue escupido hacia el exterior, desnudo, sin protección, sin armas, sin transmisores. Comenzó a caminar. Desde las múltiples pantallas del laboratorio, seguían sus pasos como en un juego. Los apiñados pertenecían a la raza de humanos y no estaban agrupados socialmente,

se comportaban como animales que

copulaban, nacían y morían. 668 había nacido en los sótanos y no en los laboratorios, su vida se había desarrollado en ese ámbito hasta la edad adulta. Podía entender algunas cosas, pero sabía que su destino estaba jugado, sólo restaba esperar el día que la máquina lo seleccionara. Los nacidos en el laboratorio dedicaban su vida a estudiar, aprender y desarrollar un arma para defenderse de la amenaza que se cernía fuera de las murallas. Se hizo un silencio cuando las pantallas comenzaron a transmitir en el laboratorio. Allá abajo los apiñados, ajenos a los sucesos, continuaban apareándose y reproduciéndose.


Se tenía una vaga idea, por restos que habían sido encontrados, del avance tecnológico que había alcanzado la raza anterior. Pero un buen día, sin explicación aparente toda la sociedad se había derrumbado, sin dejar más rastros que evidencias de un desarrollo, el cual los científicos habían retomado. Los humanos ya no tenían la supremacía sobre la tierra. En principio se habían reproducido los insectos, luego las plantas carnívoras habían diezmado a los mismos, colonizando el territorio. El líquido que le habían hecho ingerir al explorador 668 era un producto químico que se pegaba a las paredes del estómago, el cual era reconocido por las plantas como clorofila. -En cinco minutos comenzará a buscar el agua –resonó en el laboratorio una voz electrónica. Efectivamente, 668 comenzó a sentir una sed que le carcomía las entrañas. Se deslizó por entre las plantas como un insecto, sin ser detectado por las mismas y comenzó a escarbar la tierra; sentía la humedad en sus pies y en las palmas de las manos. Bebió el agua lodosa con avidez hasta saciarse. Ante él se extendía un campo de girasoles que reflejaban una tenue luminosidad. 668 no supo nunca el peligro que corría entre esas plantas.


-El proceso ha comenzado, ¡Todos a sus puestos! –gritó en voz de alerta el transmisor. Sintió que su estómago se calentaba: un torrente de partículas trepó por su esófago y las vomitó. No pudo contener las otras, las que pasaron a través de su piel desgarrándola, dejándolo expuesto. Las partículas se adhirieron a los tallos de los girasoles, colonizándolos, hasta dejarlos vencidos, sin reacción. Desde los salones del laboratorio una algarabía explotó. Risas y abrazos se prolongaron a lo largo de las pantallas. Los restos de 668 fueron absorbidos por musgo terrestre y raíces rastreras. Se realizó el registro del experimento: “Proyecto caballo de Troya” nanoclorofila: POSITIVO.


EL CAMINANTE DIURNO Su próximo destino sería Cassino, Italia, año 2012. Reena, veintisiete años, recolectora de objetos perdidos, devoró el archivo adjunto que le proporcionaba datos sobre la misión. Viajar entre mundos paralelos la hacía sentirse viva. Trabajaba en el “Centro de la Humanidad” desde muy joven. Esta vez tendría que investigar a un caminante diurno que era el protector del sello de San Benedicto. Parecía una rutina sencilla, debía recuperar el objeto y traerlo a casa. Programó la crisálida: Hotel Residence Montecassino, sábado hora 8:00 am. Se materializó; a esa hora había pocas personas en los alrededores, unos muchachos con la resaca del viernes discutían en la calle. Caminó hacia el interior del hotel y alquiló una habitación y un coche. De pronto entró como en un remolino una pareja que se apostó frente a ella. Entretenidos con arrumacos y juegos amorosos, no notaron su presencia. No podía dejar de observarlos: el hombre, moreno, cabello un tanto largo, rasgos bien marcados, boca grande, ojos negros enormes; decididamente feo, pero atractivo, de mediana edad. No dejaba de susurrar palabras a los oídos de una jovencita, desenfadada,


con muchos adornos, ropa ajustada y cabello de distintos colores que terminaban en puntas desiguales. El hombre alargó su brazo hacia la falda de la joven y entonces lo vio: el sello de San Benedicto brillaba en su pecho. La pareja corrió hacia la puerta y Reena detrás de ellos. Entraron al salón a tomar un café, ella se sentó a sus espaldas. Su lenguaje gestual demostraba que habían pasado la noche juntos, tal vez bebiendo y haciendo el amor. Reena estaba desconcertada, palpó su arma bajo la chaqueta y se detuvo... no podía ser el sello original. Lo que había leído en el archivo era que el caminante diurno se encontraba en el Monasterio, situado al final de la Vía Montecassino. Efectivamente comprobó que eran reproducciones, ya que al salir del hotel siguiendo los pasos de la pareja se encontró con una venta de sellos que abarcaba casi toda la acera. Dejó que estos se fueran; no era lo que ella estaba buscando. Subió al coche de alquiler y comenzó la ascensión serpenteante hacia el monasterio. Reena notó la distorsión de la realidad en el suceso con la pareja, en el que casi mata al hombre para obtener el sello, pero a veces esas cosas


pasaban en las dimensiones paralelas. Había detalles que se potenciaban cuando interactuaban juntas. No sabía mucho más, no era necesario. Estaba a la aventura y debía resolver los inconvenientes que se le presentaran, no podía comunicarse con el “Centro de la Humanidad” antes de haber cumplido la misión y tampoco podía pedir ayuda si algo salía mal. De donde ella venía los objetos tenía un valor histórico. En su dimensión, eran motivo de culto y respeto, habían perdido los poderes adjudicados a los mismos y eran exhibidos en vitrinas del museo, como valiosos elementos de colección. Este era el momento preciso que tenía para capturar el sello de San Benedicto. El caminante diurno era su custodio, el cual era usado para todo tipo de protección contra los ataques del mal, incluso era un poderoso talismán para contrarrestar a vampiros, hombres lobo y era utilizado en exorcismos, tan de moda en el año 2012. Al llegar al monasterio, estacionó el coche y siguió caminando, el edificio se veía majestuoso. No había mucha gente a esa hora. A la entrada los símbolos en el piso y la palabra PAX sobre el alféizar de la puerta le terminó de convencer que estaba en el camino correcto.


Atravesó un patio abierto con un aljibe, subió unas grandes escalinatas, se encontró en otro patio abierto con una pila bautismal y pasillos con columnas. Recorrió en silencio pero expectante a cada sonido que pudiera delatar la presencia del caminante. En las paredes de los corredores a la derecha, detrás de cada columna se abrían puertas como grandes bocas oscuras, al pasar junto a una de ellas, un grito hizo que Reena se detuviera en seco. El grito provenía de la parte del museo. Ya había tenido enfrentamientos con custodios en otras dimensiones y sabía que tenían una vida muy breve y a veces su cuerpo se volvía gelatinoso. Si eso llegaba a suceder perdería la reliquia. Se le presentaron largos pasillos con todo tipo de objetos en sus vitrinas. El ambiente le era familiar, ya que desde su dimensión también eran iguales los museos. Más tecnificados, aislados, inaccesibles al público pero sí visibles en pantallas que se sucedían a ambos lados. Podía sentir un jadeo que provenía de la parte más apartada, donde se hacían restauraciones. Palpó bajo su ropa el pentáculo.


Al acecho se arrastró por los pasillos y pudo ver en la semioscuridad, cómo un hombre se transformaba en animal grotesco. Reena se sobrepuso, no sabía que los caminantes tenían comportamientos teriomórficos. No quería eliminarlo, pero no tenía opción. Esta especie sin duda había evolucionado y no sabía cuál sería su comportamiento. El engendro, al notar su presencia no se sorprendió, parecía que la estaba esperando. Apuntó el arma justo al pecho del hombre-animal, quien se abalanzó hacia Reena desgarrándole la ropa y lastimándole el brazo que sangró en abundancia. En el momento del zarpazo, accionó el arma, clavándole la estrella de cinco puntas justo en el corazón. - ¡Demonios! –gritó y maldijo su torpeza, no podía haberla tomado desprevenida. Un silbido abrumador surcó el ambiente rebotando en las paredes, estremeciendo el aire. El animal se desvaneció dejando el sello de San Benedicto y el pentáculo, intactos a sus pies. El archivo era concreto: si el caminante diurno llegaba a lastimar la carne del oponente, le transmitiría su condición. Reena se incorporó casi sin respirar, la cabeza le daba vueltas, tenía que decidir qué era lo que iba a hacer. Si se quedaba, sería la continuidad


del caminante y protegería el sello hasta la muerte, suceso que ocurriría en no más de dos años y tendría que pasar su legado a otro protector. De ser así, no habría cumplido su misión. La posibilidad la tentó, porque no tenía nadie que la esperara del otro lado, estaba sola con su decisión. Pensó que posiblemente enviarían a otro recolector a buscar el sello y terminaría lo que ella había empezado. La decisión estaba tomada, regresaría. Tomó el pentáculo, el sello y en un lugar detrás de una división de la estructura, convocó a su crisálida y programó el regreso al “Centro de la Humanidad”. Al entrar en la máquina, esta hizo un análisis exhaustivo del elemento extraño que se introdujo y su veredicto fue: elemento infectado, procederemos a eliminar amenaza.


ALIENÍGENAS ANCESTRALES Gregory se sentía angustiado ese día. Los eventos extramaritales lo estaban acosando. Su amante, una joven morena, había empezado a llevar la relación para otro lado. Para el lado que él temía. Las amantes no pueden entrar a cuestionar nada, se decía frente al espejo del baño de la oficina editorial. En ese momento notó el hecho de que hacía algún tiempo que estaba con la morena, pero, había llegado al punto en el tablero del juego que marcaba: Descartar y volver a empezar. Delgado, cabello castaño y anteojos casi invisibles. Era un sinfín de manías y tics que no podía evitar cada vez que se encontraba a sí mismo; una arruguita en la manga, una manchita al lado del botón verificaba si se había afeitado correctamente, y la barba candado, eso era un capítulo aparte, esa barba era su obra de arte y su mejor objeto de seducción y él lo sabía. Tenía un matrimonio políticamente correcto que había sobrevivido a varias crisis. A veces buscaba nuevas experiencias, pero era más para salir de la rutina que por placer. A los cincuenta años el aburrimiento lo estaba matando.


Mientras gesticulaba ante el espejo descargando su tensión escuchando metal electrónico directamente de un Ipod –conectado como un órgano más a su sistema auditivo- en la oficina se había desatado un torbellino propio de las noticias increíbles. Gregory se encontraba ajeno a los gritos de sus colegas. En el momento en que se abrió la puerta y entraron atropellándose tres de sus compañeros, supo que algo grande estaba pasando. -¡Una nota! –aullaba el supervisor de las noticias del periódico de la noche. Todos hablaban al unísono sin decir nada. Se enfrentó al desorden de la oficina y quedó perplejo al ver en la pantalla la noticia. En medio del océano Pacífico había ocurrido un deslizamiento en las placas del manto, provocando inundaciones. En el lugar se estaba elevando una estructura de piedra de forma piramidal, que parecía no tener fin. -¡Qué demonios es eso! –atinó a decir y sonó como un eco en el recinto ahora en silencio de rostros azorados. -¡Es el principio del fin! –gritó alguien al fondo. Y una agitación recorrió los cuerpos tensos.


-¡Quiero ir cubrir la noticia! –dijo Gregory en forma imperiosa. En el escritorio, tenía a un loco que había detectado una invasión alienígena que utilizaba a las palomas como medio de observación. Una nota casi concluida del derrumbe de estructuras socioeconómicas a causa de la caída de la bolsa. Un video hot altamente comprometedor de políticos con putas, además la frivolidad del mundillo magnate, sus modas y sus escándalos. Pero todo eso podía esperar, esto era algo que nunca había visto. Al fin algo de movimiento –pensó. Nadie se presentó como voluntario y en un segundo tuvo la respuesta del supervisor. -¡El helicóptero te espera en el helipuerto! –le gritó por sobre las cabezas estáticas y babeantes en las que se habían transformado sus colegas. -¡Es la invasión alienígena! -gritaba el loco de las palomas derrumbándose a los pies de Gregory tratando de detenerlo. Cuando pudo liberarse corrió con su bolso hacia el ascensor que lo llevaba directamente al helipuerto. Al ingresar al vehículo, el piloto le preguntó. -¿Tienes inmunidad diplomática?


-Sí, esta vez tengo inmunidad –contestó Gregory. Ambos sabían que esa era la frase que aseguraba que estaba cubierto por todos los flancos y que no era una nota independiente. -Vamos hasta el final con esto. ¿Tienes las coordenadas? –preguntó. Sin lugar a dudas lo que estaban presenciando era un desastre geológico... o no. Sobrevolaron la estructura que se detenía en segmentos de tiempo de dos horas y continuaba subiendo otro tramo. Los tramos, de aproximadamente dos metros, eran todos distintos. Comenzó a tejerse entre los gobiernos y la multitud, especulaciones de todo tipo. Se llamó a científicos, geólogos, expertos en catástrofes, pero nadie sabía a qué se debía esa estructura que a Gregory el deslizamiento hacia arriba que marcaba líneas horizontales, se le antojó como un gran termómetro. Y lo dijo en voz alta en la sala de prensa donde estaban reunidos. -¿Un termómetro? –gritó el geólogo incrédulo ¿y que mide? Esa pregunta quedó flotando en el aire sin tener respuesta y continuaron dibujando en la pizarra fórmulas y asociaciones. El ejército dispuso un grupo de buzos entrenados para la misión de acercamiento.


Se realizaron pruebas radiactivas sin dar resultado positivo, lo que estaba en el mar era algo rocoso con algunas piezas metálicas pero no era radiactivo. La primera misión se acercaría por debajo, hasta llegar al lecho desde donde provenía. La segunda a ras del agua y la tercera sería una misión en helicóptero que completaría el examen desde el aire. Los tres grupos se acercaron al mismo tiempo y a una distancia de tres metros pudieron ver que algo estaba marcando algo. Eran esferas metálicas que caían en huecos; todos los tramos estaban trabajando al unísono, incluso los que estaban en las profundidades del mar. Las esferas se deslizaban sin resistencia y cuando completaban un tramo, la estructura volvía a moverse hacia arriba y así sucesivamente. En un determinado momento y pasadas las dos horas que habían calculado para el desplazamiento, la gran mole de roca y metal no se movió. -¿Y ahora qué? –dijo Gregory que no se perdía detalle, siguiendo de cerca la misión aérea. Fue el minuto más largo de la historia. Todas las personas contuvieron el aliento.


El equipo que se encontraba bajo el agua comenzó a ver movimientos en el plancton, en las rocas, en las especies de peces. Era como si la vida en el mar se estuviera reconstituyendo. Lo mismo pasó en los otros tramos que estaban expuestos. El mundo se repobló de especies extinguidas. Aves de distintos tamaños sobrevolaron el cielo. El agujero de ozono desapareció y el clima se volvió templado en zonas áridas. El deshielo se detuvo y una brisa agradable sopló sobre el mar. Nadie hablaba, se mantenían expectantes a los cambios a su alrededor. Cuestionaban el fin del mundo y la desaparición del hombre sobre la Tierra. La vegetación llegó a un desarrollo nunca visto. Grandes árboles, y plantas se apoderaron de todos los espacios. Entonces en un determinado momento se deslizó el copete de la estructura y comenzaron a salir engendros enormes semejantes a saltamontes, verdes, asquerosos y destructivos, devorando cuanto insecto pequeño encontraban... -¡Regresemos a la base! – Dijo Gregory al piloto- ya tengo todo lo que necesito. -No tengo retorno –gritó- creo que es más grave de lo que pensamos, estamos perdidos...


El helicóptero se desplazó por el aire sobre una maraña de plantas. No había ningún lugar de referencia que dijera que allí abajo había una civilización. -¡El agua! –gritó-. ¡Necesitan el agua para la fotosíntesis y su reproducción! -¡También nosotros la necesitamos! –la voz del piloto resonó amarga. Mientras que a Gregory se le hizo un nudo en el estómago, de pensar primero que no tenían lugar de aterrizaje y segundo, que tendría que compartir los recursos naturales con los saltamontes o lo que fueran. Acuatizaron en un lago y se quedaron sin hablar un gran rato. Atentos a movimientos extraños o ruidos provenientes de las ciudades. -¿Realmente está pasando esto? –preguntó a media voz al piloto. -Yo creo que sí... shhhhh -¿No nos habrán dado algo para fumar o tomar estos pendejos y se estarán burlando de nosotros en este instante?... -¿Por qué pensás eso? –dijo el piloto mirando a su alrededor. -Porque esto está pasando muy rápido: hace unas horas veíamos cómo la pirámide salía del mar y ahora estamos siendo colonizadospor saltamontes gigantes, ¿No te parece algo extraño?


-Sí, creo que estamos alucinando, pero no contestan de la central, eso es preocupante. ¿Cómo salimos de esta? ¿Qué podemos esperar? – agregó. -Nada. -Nada no es resp... -Seguro que se están cagando de risa –cortó Gregory- los muy... Pero no pudo terminar la frase porque en ese momento vio cómo uno de los saltamontes se abría paso entre los bultos del vehículo y tomaba por sorpresa al piloto, devorándolo.


UN VIAJE EN BUS Es un día de lluvia gris en Montevideo. Los lumínicos están apagados. Una voz de alta fidelidad emite un sonido rítmico. El bus electromagnético se mece suavemente. Chicos en la acera colocan un cartel digital que anuncia una metálica de rock. Únicamente hombres están en el bus, comunicándose a través de sus visores digitales, enchufados en otra dimensión que no es la de la voz artificial. Una chica trata de cruzar la calle con sus senos apretados; últimamente Montevideo se está volviendo muy voluptuosa. Me he dado cuenta que las mujeres (me incluyo, porque este año decidí que me ponía el bikini de flores virtuales). Decía que las mujeres están muy provocativas, como si el modelo de belleza “anoréxico-robótico-en serie” se estuviera quedando sin adeptas entre las montevideanas... celebro eso. Sube al bus una adolescente, ¡Qué bien! ya somos dos mujeres en un mundo de hombres. La miro con gesto cómplice. Desde que está a la venta el chip de ondas cerebrales para la comunicación entre mujeres, hemos logrado unirnos en una red protectora; recibo una señal de aprobación de ella. Uno de los hombres me mira, es desagradablemente feo y me lo imagino espía de una gran conspiración de hombres visores. Más hombres… Ellos suben y descienden del bus, indiferentes,


disciplinados, siguiendo un ritual... Aut贸matas escapados de Metr贸polis. Debo bajarme en mi parada oscura, aprieto el paso dejando a la joven en un mundo de hombres. Ahora su se帽al es distinta, entrecortada y nerviosa: Mientras vapores de hombres lobos la abrazan, sonr铆o maliciosamente y desconecto mi emisor-receptor de ondas cerebrales.


MÓNICA MARCHESKY Mónica Suárez Marchesky, nació en Salto, Uruguay, el 27 de Abril de 1959. Poeta, novelista y ensayista. Integrante del Grupo Surrealista del Río de la Plata. Publica con aBrace Editora: Letras en movimiento, Circulo de narrativa II, Cuento gotas VII. Cuentos de un minuto. Un cuento gótico de su autoría fue publicado en: III Premi Literari de Constantí – Narrativa Breu. (Tarragona-España, 2005). Participó en el festival de cuento breve del Centro Toluqueño de Escritores y varios de sus trabajos fueron recogidos en la antología: Los mil y un insomnios (Toluca–México). Primer premio ensayo: En nombre de los pájaros y Primer premio cuento: “El hombre musgo” en concurso Dr. Alberto Manini Ríos. Mención con publicación del cuento “Flores Exóticas” (2007) en el Primer Concurso Nacional de Cuentos Paco Espínola, organizado por la Biblioteca Nacional y Radio Difusión Sodre. Mención con publicación en 6º Concurso de Minicuentos de Antel (2012), convocado por la Biblioteca Nacional y La Máquina de Pensar. Es cofundadora del Grupo Fantástico de Montevideo y en el mismo se le conoce como “Maupassant”.


ALDORIANOS PEDRO PEÑA

I - LA GRAN TORMENTA

Una vez hubo una gran tormenta en Eldor, tan grande que cualquier poeta sensato invocaría en este momento la asistencia de los dioses para hablar de ella. Grande, sí, y sobre todo larga. De las terribles cosas que adornan a una tormenta, ninguna le faltó. Y si mis amables espectadores me lo permiten, les contaré sobre ella. Varios son los nombres con los que se conoce a aquellos días. Unos hablan de La Tormenta, otros dicen El Huracán, los más la llaman El Diluvio. Algunos audaces dicen La Tormenta Maligna, El Huracán Horroroso, El Diluvio Sin Igual… Y los más valientes, aquellos que no temen nunca ser malentendidos, dicen simplemente: La Maligna, El Horroroso, El Sin Igual. Los nombres son cosas de los Letrados, por supuesto. O tal vez de los políticos. Por eso entiendo vuestras caras de “ya nos sabemos esa parte de la historia”. Paciencia. Para llegar a donde quiero es necesario


recorrer sinuosidades que a lo mejor aparecen ante los ojos de ustedes como inconsistencias de la historia. Pero nadie ha tenido entre manos una historia como esta. Por supuesto que pulularon los advertidos. Los advertidos que a su vez se dedicaban a advertir a los demás. Los anuncios resultaban demasiado retóricos y tan elocuentísimos que muy pocos reparaban en ellos, de suerte que cuando finalmente se arrojó sobre Los Antiguos toda la fatigosa furia del tiempo, resultó tarde. Hubo agua cayendo a torrentes desde las galaxias, tanta que los mares rebozaron y fueron felices; las únicas criaturas felices. Aunque a decir verdad también estaban contentos algunos animales que habitaban en los océanos que aquella lluvia iba dejando sembrados por la esfera del planeta. Los tomiwoks por ejemplo, se reproducían gracias a la comida que el mar, pletórico de cadáveres, les entregaba en sus propias fauces. Eran tantos los animales muertos que aquellas horrendas criaturas, parientes acuáticas y lejanas de los kabalíes, sólo tenían que abrir sus bocas lacerantes de diez mil dientes. ¿Que cómo era un tomiwok? Vaya… todo el mundo lo sabe: tenían un cuerpo seis o siete veces más grande que el de cualquier otro animal


que hubiese existido. Eran anteriores a los dragones de fuego que todavía habitan en la cuarta luna. Tenían doce extremidades. Ocho de ellas no tenían hueso y resultaban muy apropiadas para nadar. Con las otras cuatro se movían en la superficie de tierra del planeta. No arrojaban fuego, como los dragones. Pero eran más fuertes y siempre estaban mucho más hambrientos. En la tierra se cansaban y a veces morían. Un pueblo que matara a un exhausto tomiwok tenía para comer durante varias estaciones. Pero había que matarlo. Si el animal moría de cansancio o hambre o enfermedad, contaron los antiguos, un olor que no podía soportarse se adueñaba del paraje. Los ánimos decaían y la muerte se llevaba algunos habitantes como acompañantes del tomiwok. El cuerpo sin vida demoraba años en integrarse de nuevo a la tierra y su olor demoraba siglos en desvanecerse en el aire. Pero no es para hablar de tomiwoks que he venido, y ustedes lo saben. Mejor volvamos sobre nuestra primera materia de estudio: La Tormenta, El Diluvio. Me gustaría hablaros no de un rey ni de un emperador. Ni siquiera de un noble o de una doncella guerrera.


De quien quiero hablarles es de un brujo, así que si alguno de ustedes tiene alguna reserva sobre nuestro tema, si alguno de ustedes siente que le impresionaría mal el que lo hagamos, sólo será cuestión de girarse y enfocar su atención en alguna de las decenas de otras diversiones que esta noche tenemos para ustedes. Muy bien. Así está mejor. De quien voy a hablarles es de Raxodantis. No de cualquier Raxodantis sino del primero. ¿Así que mis amables escuchas no sabían nada acerca de los muchos Raxodantis que ha habido en el mundo? ¿Así que nunca habían oído hablar de este gran protagonista de nuestra antigüedad? No debéis preocuparos en absoluto. Es algo que me ocurre muy seguido: nadie se interesa ya por las historias del pasado… por las verdaderas historias del pasado, debí decir… Ahora es todo fabulación vacua, sin sentido, fatua… fuegos de festival que se apagan de inmediato… Pero Raxodantis fue el primero de Los Advertidos. Vivía en la montaña. No importa en cual, porque las historias de aquellos tiempos carecían de estos detalles o tal vez los nombres de las cosas fueran distintos a los actuales, o estuvieran sencillamente cambiados, de manera que lo que hoy se nos aparece con un nombre en el pasado se


aparecía con otro, y de esta guisa sería indistinguible para nuestras modestas inteligencias lo cierto de lo no cierto. Sí… entiendo que para vuestra mejor comprensión del relato la montaña deba tener un nombre… pues sí… claro. Bueno… se trataba de los Fiordos de Muhak. Aunque les repito: los Fiordos de Muhak podrían ser hoy las Montañas de Sommers o cualquier otra formación rocosa y alta, así que yo no veo, como ustedes sí lo hacen, la ventaja de tamaña ilusión. La importancia de que el brujo Raxodantis haya vivido en una montaña no estriba en el nombre de la montaña sino en su altura. Hecha la aclaración, tened a bien permitir que continúe mi labor. Y con todo este tiempo perdido, será mejor que pasemos al encuentro entre Raxodantis y la diosa que portaba la advertencia. Claro que podríamos reducir el encuentro a la advertencia en sí, y de esa forma ganar en practicidad. Pero perderíamos las ricas palabras que de un lado y el otro se cruzaron. Quién era la diosa, no lo sabemos. Es más que probable que haya sido una de las jaménidas, antes incluso de que se las conociera con ese nombre. Debe haber bajado rodeada de luz y debe haberse apostado en la pequeña isla que todavía puede verse justo en frente a los Fiordos


de Muhak. Al viejo Raxodantis, que ya lo era entonces, debe haberlo sorprendido en la factura de alguna de sus excelentes pociones contra la caída del guerrero solitario, si ustedes me entienden… O tal vez del otro lado de la montaña que, aunque no sepamos con certeza su nombre, sí sabemos que tenía un lago en el que el viejo solía pescar. Pues bien, amado Raxodantis, comenzó la diosa, has de saber que se acercan tiempos difíciles para Eldor y sus habitantes. No ha habido más que tiempos difíciles desde que aprendí a reconocer mi rostro en un espejo, respondió el hombre. Querrás decir que se avecinan tiempos aun más difíciles. No suelo demorarme en vacuas consideraciones. No le es permitido a mi jerarquía. Sólo he venido a decirte que debes tomar algunas prevenciones si deseas salvarte y salvar a los tuyos. Mmm… ¿No me preguntas qué debes hacer por disposición de los dioses? Es que no estoy seguro de querer salvarme… ni de querer salvar a los míos… ¿Por qué los dioses se molestan en advertirme? No me es dado revelar tal secreto.


Lo suponía. Está bien. Pero yo mismo podría permitirme un par de pensamientos al respecto. Algo hay en mi descendencia que les interesa. Claro que bien podría ser yo, pero ya me vuelvo anciano y más pronto que tarde las naves vendrán a llevarme al lugar del que no se regresa, así que es claro, clarísimo, que se trata de alguien más. Tal vez ni siquiera haya nacido aun y yo deba salvar a su padre, a su abuelo, tal vez a su bisabuela, que bien podría ser una de mis bisnietas. No discutiré contigo tales razones. Y como mi tiempo frente a ti se agota, mejor atiendes mi recomendación: dicen que dentro de diez días deberás tener a tu frente diez hombres capaces de trabajar. Cavarán bajo tu orden un agujero en la montaña y lo harán durante diez decenas de días. No habrá descanso. Durante otros diez días, los últimos en los que verán el sol y las lunas, cazarán en el valle y salarán y congelarán la abundosa carne. Recogerán la mayor cantidad de frutas y de raíces medicinales y las entrarán a la cueva al final del décimo día. Desde entonces tendrán diez días más para tapiar la entrada con muchas capas de tierra y numerosas piedras. Pasarán allí dentro otras diez decenas de días y finalmente, cuando tenga que ocurrir, saldrán de nuevo al exterior. Parece sencillo.


Y lo es. Sólo hay un inconveniente: de cada dos personas que lleves contigo, volverá una. De cada dos hermanos, uno sobrevivirá. Un esposo, con dolor, verá al otro embarcarse en las naves. Oscura profecía, si me permites. Nada es otra cosa que oscuro en nuestras rotaciones.

II – RAXODANTIS

El tiempo, se ha dicho una y mil veces, vuela, se desvanece. Es inapresable. Cuando se lo propone puede ser realmente largo. Pero al final siempre nos parecerá que el instante en el que nacíamos está separado del de nuestra muerte por apenas un día. (Recordad esto el postrer día de vuestras vidas, si es que llegáis a él con claridad.) Eso podría parecernos a nosotros, claro, pero ignoramos qué sintieron aquellas mujeres y aquellos hombres dentro de la infame cueva durante los días del Gran Diluvio Que Todo lo Cubre. No sabemos, porque el viejo Raxodantis, siempre tan escrupuloso al momento de escribir sus memorias, no dejó nada escrito sobre aquellos días. Y ese silencio, esa ausencia de palabra, ya lo dice todo. No debieron ser días


felices. Muy por el contrario, imaginemos lo que sería para un hermano ver morir a su hermano, para una esposa ver morir a su esposo, cuando esto ocurre en un tiempo detenido, que no es. Lo anterior explica el que nunca se hayan sabido los nombres de todos los que sobrevivieron al Diluvio dentro del hueco de la montaña. Pero sí se sabe el nombre de la principal de aquellos sobrevivientes. Ustedes lo conocen tan bien como yo. Lo cuentan los documentos de las grandes sagas eldorianas de antaño:

“Gowan fue hijo de Hamed que había sido engendrado por Irsot el extraño que vivió tantos años junto al manto dorado. Pero Irsot, junto a su hermano Anot fueron hijos de Manshed que arrebató el trono a su padre Hal mediante las misma urdimbres por las que Hal lo había obtenido de su padre Ansev que…”


Ya… ya… ya os oigo. No queréis la línea de descendencia completa porque eso nos haría perder mucho tiempo. Perder tiempo, claro… Pero, ¿cómo puede perderse algo que no se tiene, que no se posee? ¿Dónde es que guarda el señor de la primera fila ese precioso tiempo que no quiere perder por nada del mundo escuchando una historia de miles de años? Y el joven a su lado, que de seguro es su hijo, ¿dónde ha dejado el pedazo de tiempo que, al igual que Manshed, ha robado de su padre? ¿Y la señora detrás? ¡Por favor! Recuerdo una época en la que realmente se podía vivir de contar historias. Las personas no eran tan conscientes de su importancia. Les agradaba escuchar sobre otros porque ellos mismos se sentían humildes, pequeños, indignos de interponerse en el camino de un poema de gesta bien contado. ¿Por qué hemos cambiado tanto? ¿Son los oyentes o somos los aedas los que nos hemos desalineado? Sé que de nada de esto entendéis ni nada de esto os preocupa. Vuestras caras me lo revelan. Por eso puedo hablaros con tanta llaneza. Volviendo sobre lo que estábamos, quien salió de allí fue Anahí, llamada también Iris, de quien descienden las nueve tribus de eldorianos de la primera traslación. ¡Qué princesa de la montaña! ¡Qué flor del prado silvestre!


¡Qué corriente cristalina de agua surcando el valle! Le belleza era su principal atributo, pero no todavía cuando niña. Cuando niña, cuando salían sus ateridos miembros de la nefanda cueva, no era más que una masa de barro, carne y pelo, una masa hedionda, empalidecido su semblante y su piel toda por los meses, tal vez los años sin luz. Salió de la mano de Raxodantis como si el viejo quisiera asegurarse de que nada le ocurriera, como si el brujo, que debió morir en esos años siguientes, hubiera tenido una revelación sobre ella. Y es posible que la haya tenido y que sea aquella que se cuenta en los poemas eldorianos del inicio de la segunda traslación. No lo sabemos, pero aquellos aedas (de los que por cierto nunca se ha oído que tuvieran que acomodarse a los vaivenes de un público…) adolecían de muy marcadas intenciones glorificadoras y teñían sus canciones de gesta de olvidables hazañas imposibles de las que, por el bien general de nuestra orden, conviene distanciarse. Aquí sólo hablaremos de lo que realmente pasó. Pues Anahí salió a la luz del día y el sol y las lunas de Eldor comenzaron entonces a brillar sobre su cuerpo. Otras estrellas de otras galaxias la reverenciaron, pero los eldorianos de aquella época eran tan


bárbaros, tan brutos a la hora de interpretar los signos de los cielos, que nunca dejaron testimonio de aquellos movimientos. Convendría detenernos en el destino del viejo Raxodantis. Después de que las aguas retornaran a sus cauces o fueran devoradas por las grietas de la sedienta tierra eldoriana (no tan sedienta desde el momento del diluvio, claro), sus pasos debieron dirigirse hacia los valles fértiles de lo que hoy es Eldias. Claro que entonces no era nada más que una masa informe de piedras salpicada de verdura por aquí y por allá. Y a eso, repito, le llamaban tierras fértiles. De todas maneras Raxodantis tuvo una gran intuición al establecerse allí. Las tierras bajas no necesitan de un diluvio para anegarse con facilidad, pero aquellas tenían en su centro un enorme promontorio sobre el que convendría establecerse, puesto que el beneficio de tres o cuatro años labrando los alrededores bien podía compensar el riesgo de otras lluvias que duraran meses. ¿Podéis imaginaros todo aquel recorrido entre pantanos y humedales sin ninguna máquina? No había naves en Eldor durante los primeros días, y las cosas se hacían igual. A veces convendría recordar el valor de aquellos hombres y de aquellas criaturas todas. Hicieron algo que nosotros jamás podríamos hacer: fundaron un mundo de la nada.


Raxodantis fue el primero, junto a Anahí, en llegar al promontorio. Desde allí instruyó a sus menguados seguidores a familiarizarse con el terreno, a recoger la madera disponible y a dejarlo en paz. Él se encargaría de organizar las poblaciones y en una semana todos tendrían indicado en la tierra la parcela que les correspondería para edificar su choza. Fue aquel el inicio de los grandes linajes en Eldor, puesto que de aquellas parcelas surgieron después las familias opulentas que gobernaron el planeta durante centurias hasta la llegada de Kolka.

III - ANAHÍ Por supuesto que a nosotros, al abrigo de estas paredes centenarias una y otra vez remozadas por los arquitectos imperiales, se nos antoja difícil cualquier emprendimiento. Si mis amables escuchas me permiten una reflexión, gesto muy atrevido de mi parte, a qué negarlo, diré sin más que aquellos hombres y aquellas mujeres y, por qué no, aquellas criaturas, eran mucho mejores que nosotros. El murmullo de sus voces me hace pensar en que tal vez debiera ir al grano, tomar al kabalí por alguno de sus brazos y voltearlo


definitivamente y contar aquello para lo que he sido contratado. Sin dilaciones entonces me abocaré a tal cometido, no sin antes recordar a ustedes, estimados cortesanos en sus variados rangos y jerarquías, que me protege el edicto imperial que consagra la libertad de relatoría de mi estirpe. O sea, por más que lo deseen, no pueden hacerme daño. (Y de ahora en adelante no pienso darles a vuestras mercedes ningún motivo para que lo hagan.) Una de las primeras tareas de Raxodantis fue otorgarle a su progenie una forma de gobierno. Pensó en sentar las bases de un reino regido por él mismo y hasta llegó a escribir al respecto. De aquel tratado de política primigenio escrito en la lengua de los Antiguos, ha podido encontrarse muy poco y traducirse mucho menos. Pero de entre las muchas farfullas que es posible encontrar allí pueden destacarse las siguientes palabras: “No conviene a los hombres y criaturas que me siguen el dominio de un solo hombre. Podrían fácilmente matarlo, siendo ocupado su lugar por el propio matador. Lo he visto antes. En muchas ocasiones un esposo ha muerto y quien lo ha matado ha yacido después junto a la esposa y ha engendrado hijos a los que por burla llama con el nombre del desprevenido que se ha dejado matar…”


Por eso no fue sencillo el gobierno inicial de la primera tribu. El

mismísimo

Raxodantis

debió

dedicar

mucho

tiempo

al

disciplinamiento ejemplarizante de sus súbditos y a sofocar rebeliones. Mientras tanto Anahí crecía adormecida por las viejas mujeres del gran brujo. En sus sueños la niña aprendía a mirar en las cosas que deben saberse y su espíritu rara vez descansaba en los valles del planeta o en las montañas de las lunas. Fue en uno de estos trances que Anahí, también llamada Iris, conoció a la primera de las jaménidas. Dice el Libro de Pok (fuente primordial de todo conocimiento posterior sobre aquella época): “Una niña subió en el ensueño a la dulce colina sobre la que brilla la luz diamantina de los Hombres Antiguos de Eldor. Nada material encontró allí, pero el sol envió su rayo más benévolo a templar su espalda y a zurcir la cicatriz de su herida. Fue un día de primavera para el resto de las mujeres, una primavera roja que venía de las flores del prado, una primavera neblinosa que venía del río que bajaba por la colina, una primavera de calor que subía desde la tierra al pie de las montañas.” Disculpadme la interrupción para que pueda llamar la atención de ustedes y decir que incluso el Libro de Pok es breve en la referencia a la


ascensión. Pero en su brevedad, como muchas veces sucede, está la virtud. Vuelve a decir el libro: “Y así como ocurrió en los días del inicio de la vida del Hombre en los espacios vacíos, así ocurrió en aquella ocasión: Soy Casia y me envía Kalogi, la de palabras dulces. Soy Casia la Hermosa y Kalogi, la de los sueños de marfil, me ha enviado a verte. En tus manos he dejado la inscripción para la piedra.” “Qué piedras, qué inscripción. No veo nada en mis manos.” “Ahora no la ves. Ahora no puedes verla. Pero no significa que no esté allí. Llegará pronto el tiempo en el que puedas leer lo que tus manos dicen, y no dicen poco. Te hablarán de las cosas del tiempo. De las cosas de los hombres. De las cosas de los dioses que han sido creados de un simple pensamiento. Pero antes, mientras aprendes a leer en lo que está escrito, debes buscar una piedra. La Piedra.” “¿Dónde encontraré La Piedra.” “Debes buscarla. Nadie te lo dirá.” “¿Cómo es” “Nadie la ha visto. Ni siquiera esta hija de Jamén. Ni siquiera Kalogi. Hay cosas que sólo ven los mortales pues a los dioses les resultaría inútil verlas.”


IV - SOBRE CÓMO BUSCAR GOBERNANTES En los años posteriores a la tormenta los eldorianos aprendieron muy poco del mundo y mucho sobre sí mismos. Raxodantis había fundado la Primera Ciudad, la ciudad cuyo nombre original se ha perdido en las páginas de algún libro que nadie ha encontrado todavía. Hoy, sobre las ruinas de aquella ciudad, se encuentra Eldias, por eso los historiadores insisten en llamarla así, sin aclarar que esto es un nombre concebido en tiempos más cercanos. Volvamos con Anahí. Los viajes a la montaña se hicieron frecuentes. Algunas veces Raxodantis la acompañó y cuando regresaban solían refugiarse en sus moradas durante días enteros. Los hombres y las mujeres que los rodeaban jamás interrumpían estas meditaciones. La niña adquirió, con la edad, un tono suave, una voz melodiosa que hacía que cada palabra pronunciada fuera como una música especialmente tocada para algún dios. Su cuerpo crecía y cambiaba con cada ida a la montaña, mientras que el del viejo se empequeñecía, se apergaminaba, se retraía en sí mismo. Un día el viejo ya no pudo salir de su refugio y


los sobrevivientes de la tormenta y sus hijos al punto comprendieron que aquello era una señal. Una señal tal vez mala, tal vez buena, pero señal al fin. ¿Señal de qué? Pues de que habría, pronto, que buscar un sucesor para liderar la ciudad. El problema no era tanto el encontrar candidatos, sino el seleccionar al correcto. Muchos querrían, sin dudas, ocupar el lugar del viejo y hacer prevalecer su voluntad por encima de cualquier otra. Y aun así era esta una tarea a la que había que acometer con la mayor delicadeza posible, pues el primer escollo era el propio Raxodantis, que no se daba por enterado de su decadencia. La primera embajada de notables de la ciudad fue expulsada por el viejo, armas en mano, desdeñando de cualquier sensación de debilidad que pudiera habérsele atribuido antes. La segunda no llegó a término, pues un ayudante del patriarca tuvo a bien avisarles, de camino, que el viejo mandaría a matarlos si osaban presentarse ante él. Finalmente, varios años después del tercer y último intento, el mismísimo Raxodantis salió a la calle y pronunció su más famoso discurso sobre las formas de elegir gobernantes y la forma de,


eventualmente, hacerlos dejar de gobernar. Me permito recitarles de memoria algunos fragmentos que todos hemos escuchado alguna vez: “Y en el mundo siempre habrá dos fuerzas que lo rijan todo. Y siempre esas dos fuerzas deben estar representadas en el gobierno de los hombres. Por eso cuando elijan sucesores para mis sucesores, asegúrense de que toman el asunto con sobriedad. Y jamás abandonen a su suerte a Anahí. Ella es la rectora de nuestro destino. Nuestra inscripción en la Piedra Sagrada. Nada que alguien diga puede hacerlos olvidar que estamos aquí para honrarla, pues ella nos honra con pertenecer a nuestra tribu. “Han de buscar gobernantes que hayan navegado al menos una décima parte de su vida. Cuando uno navega entiende el peso de la idea del no ser. En la mar calma, el espíritu eldoriano se pregunta por la inmovilidad, por el tiempo, por la muerte. En la mar embravecida, el mismo espíritu se pregunta por el destino de sus restos si caen al mar (¿serán comida de tomiwoks?), por la máquina planetaria que hace las olas, por la vida. En ambos casos se interroga sobre el miedo, lo bebe, lo mastica, lo lleva hasta su estómago y lo hace un nudo, una piedra. “Quien haya vivido con esa piedra anudada a su alma puede gobernar sin desmerecer a Raxodantis.”


Y otras palabras aun más complejas que no viene al caso recitar para ustedes, pues colijo desde ya que lo que han venido a buscar, antes que nada, es la historia de los Antiguos.

V - LA PIEDRA DE LAS CENIZAS Pero como todo tiene un orden en el que debe ser explicado y ese orden es estricto y no debe ser violentado, es menester referirse a la Piedra, llamada también La Piedra Gris o, para los que hayan leído el Libro de Pok, La Piedra de las Cenizas. Y es que antes de la gran tormenta que todo lo hundiera bajo las aguas hubo una gran batalla. Peleaban allí dos bandos sin que alguien pueda hoy decir estos de aquí tenían razón y estos de allá no. Hoy creemos que cuando hay guerra uno de los bandos debe tener una justificación válida para desearle y propinarle la muerte al otro, pero eso no es más que una burda expresión de un deseo. ¿De cuál? Del deseo de entender. Los guerreros en aquella batalla no peleaban con las armas que hoy abundan en Eldor y que incluso, si no adivino mal, algunos de ustedes se han sentido tentados a veces de usar contra sus vecinos, cuando no


contra mí mismo. No. Aquellas armas eran muy superiores en brillo y belleza pues habían sido forjadas por el aliento del último dragón eldoriano. Por añadidura, requerían de aquellos que se aventuraban a usarlas de una pericia trabajada en el tiempo. Muchos podían empuñar aquellas espadas de acero apenas visibles a la luz del día, pero eran muy pocos los que podían hacerlo de forma grácil pues pesaban mucho y a menudo encerraban en sus cuerpos los espíritus de aquellos a los que habían matado. Y si por algún infortunio llegaban a pertenecer a algún guerrero muerto en combate, el joven al que premiaban –al que creían premiar- otorgándosela con el mandato de honrar a su anterior dueño, usualmente escuchaba una enconada discusión de espíritus contrarios que no tardaba en sacarlo de sus cabales, tras lo cual arrojaba el arma a cualquier precipicio y desertaba. Pero estas son generalidades y nosotros debemos pronto dirigirnos hacia el caso particular. Los guerreros de Raf Dau Det se adueñaron pronto del valle donde habría de tener lugar la batalla, sin descuidar las colinas que lo rodeaban. De inmediato enviaron mensajeros hacia el ejército enemigo, que bajaba de lo que hoy conocemos como las montañas de


Meníades, cercanas al mar de Ritz. Los mensajeros cumplieron su misión y fueron devueltos en partes: primero sus cuerpos encima de los suokis que montaban, después sus cabezas sin ojos lanzadas desde la montaña, después sus ojos, guisados y dispuestos como para un gran banquete, traídos por un joven mensajero que ya no volvería a la montaña ni vería de nuevo a los suyos. Por la noche cientos de fogatas ardieron en el valle y en la ladera de las montañas y cuentan los escritos de los Antiguos que eran tantas que superaban en número a las estrellas, aunque es preciso aclarar que en aquel cielo brillaban, entonces, la mitad de las que brillan ahora. La batalla comenzó al amanecer. Ambos ejércitos combatieron con denuedo hasta el final del tercer día, sin comer ni descansar. La suerte de la batalla fue dispar pues al final del primer día habían resultado victoriosos los del valle. Pero al final del segundo las celebraciones correspondían a los de las montañas. La resolución debía esperar al final del tercero. Ese día muchos murieron hasta que finalmente quedó un solo representante en cada bando. Ninguno de los dos poseía rango o jerarquía en su propio ejército. No recordaban las razones de la lucha. La historia no ha sido amable con ellos, así que sus nombres se


perdieron. Lo único memorable de todo aquello fue que ambos se dieron muerte a la vez. Entonces una nube oscura comenzó a ceñirse sobre el horizonte. Avanzó rápido hasta el centro del valle y, sobre el cuerpo de los dos últimos guerreros, dejó caer un rayo que abismó todo lo que había sobre la tierra y lo contrajo y lo agrupó. Todos los espíritus de los Antiguos Guerreros quedaron encerrados en una pequeña piedra gris, La Piedra. Y desde entonces la han buscado, encontrado y perdido tantas veces que sería imposible contarlas de forma definitiva.


PEDRO PEÑA Nació en San José de Mayo, Uruguay, en 1975. Escritor y profesor de Literatura, es cofundador de la revista La letra breve. En 2006 obtuvo el Premio Nacional de Narrativa por el libro de ciencia ficción Eldor. Cuentos suyos han obtenido importantes reconocimientos, figurando en antologías de narradores jóvenes y siendo publicados en diversos suplementos culturales. Ha publicado artículos, reseñas y ficción en el Suplemento Cultural de El País (Uruguay) y en las revistas Contrapoder y Campo Letrado (Lima, Perú). Semanalmente escribe la contratapa del diario Primera Hora de San José. En 2010 Ediciones Altazor (Perú) publicó su novela La noche que no se repite, presentada en distintas ciudades peruanas en el marco de una gira de novelistas jóvenes de Latinoamérica. A su vez HUM Editores ha publicado otras tres novelas policiales suyas. Publicaciones: Eldor, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2006 (Premio Nacional de Narrativa). La noche que no se repite, Ediciones Altazor, Lima, (2010).Ya nadie vive en ciertos lugares, Hum


Editores-Estuario, Colecci贸n Cosecha Roja, Montevideo (2010). No siempre las carga el diablo, Hum editores-Estuario, Colecci贸n Cosecha Roja, Montevideo, (2011). Tampoco es el fin del mundo, Hum editores-Estuario, Colecci贸n Cosecha Roja, Montevideo, (2012).


Índice Alvaro Bonanata Moebius El juego de Casandra La cruz de Lady Bernardina Múnich, Argel Andrés Caro Berta La epopeya de los setenta Los peligros de la ventana Diego Coppa Rutigliano Apocalipsis, San Juan, 13:15-18 Guillermo Lopetegui Espectros de un mundo lejano María Inés Abella La llave continua Mónica Marchesky 668 El caminante diurno Alienígenas ancestrales Un viaje en bus


Unas máquinas con emociones, el Montevideo en el que los ingleses ganaron, conspiraciones orwelianas, una nave comercial a Júpiter, un experimento científico, alienígenas y objetos rescatados en el tiempo son algunas de las historias de un grupo de narradores uruguayos que se encuentran en estas páginas. Un tratamiento amplio de la Ciencia Ficción con el enfoque diverso de siete autores que mantienen al lector atrapado en un laberinto. Integrantes del “Grupo Fantástico de Montevideo”, han colaborado en la realización de este volumen con historias originales e inéditas para ser presentadas en la Primera Feria Tecnológica 2013.


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