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Roskva Koritzinsky (Noruega
ROSKVA KORITZINSKY
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Noruega
©Cato Lein
(Noruega, 1989). Me llamo Roskva Koritzinsky, tengo 33 años y vivo en una península que se llama Nesodden, a las afueras de Oslo. Publiqué mi primera colección de cuentos, Her inne et sted, (Aquí dentro, en algún lugar) en 2013, y desde entonces he publicado dos colecciones de cuentos (Jeg har ennå ikke sett verden (Yo aún no he visto el mundo) en 2017 e Ingen hellig (Nadie sagrado) en 2022, y una novela. Antes de debutar como escritora, estudié antropología social. También he trabajado por algunos años como coeditora en una revista de cine, y me gustan especialmente cineastas como Andréi Tarkosvky e Ingmar Bergman.
En mi escritura me atraen temas como la infancia, la soledad, la aceptación y el temor. Trato, quizá cada vez más, de dejar que el lenguaje y la forma en mis relatos expresen los estados interiores en los que no necesariamente todo está sistematizado o aclarado; al mismo tiempo, hay una sensación de sentido y coherencia, tanto en el texto como en el narrador.
Entre otros autores me interesan Rainer Maria Rilke, Simone Weil, Laszlo Krasznahorkai, Fleur Jaeggy, Maria Gripe, por mencionar algunos.
Credo cuentístico
En Noruega es común definir “lo no dicho” –la sensación misma de que algo es omitido o retenido– como una cualidad y un atributo del cuento como género. Subtexto es el emblema del cuento. Pese a algunas excepciones, este ideal parece gozar de perfecta salud; pienso que es un tanto insulso.
Cuando muchos se afanan hacia un estilo, y este estilo se torna tan dominante, se corre el riesgo de que un género literario se estanque, y de que aquello que en algunos es una cualidad, en otros se vuelva artilugio. Dominar las convenciones formales puede volverse más importante que tratar de encontrar una expresión que sea, a falta de mejor palabra, idiosincrática.
La poeta danesa Inger Christensen escribe algo como que cada partícula de una obra quiere expresar a su manera la totalidad. Me parece que está muy bien, y en ello encuentro incentivos cuando escribo: el cuento puede ser un tipo definido de entidad, pero no necesita serlo. Del mismo modo que la novela, por mucho tiempo ha luchado por liberarse de su propia definición, el cuento puede hacer lo mismo (¡y lo hace!) Pero no tiene que. No tiene que nada. Hay vigor y posibilidades, tanto en las reglas como en las transgresiones.
Edgar Allan Poe ha escrito sobre cómo el cuento debe entenderse en relación con el tiempo que uno utiliza para leerlo, en qué ánimo está uno. Cuando leo y escribo textos cortos, con frecuencia me parece que surge una situación similar a cuando uno encuentra a una persona a la que se le toma interés por un momento, sabiendo que ese momento terminará pronto. En un tren, por ejemplo. Este extraño no es esencialmente diferente a otros conocidos que uno debe tener, tampoco se parece más a otros extraños con los que uno se ha topado en encuentros fugaces. Las conversaciones no necesitan ser más intensas o contener otro tipo de información. De todos modos, algo es diferente, algo está en juego. Uno se mira con el otro con ojos atentos.
Eso de gravitar hacia el cuento como género tiene quizá que ver con ser atraído por una forma definida de atención. Tal como los encuentros en el tren no necesariamente tienen que ver con lo ocurrido, sino con los marcos del encuentro; y con el tiempo, que crea una condición definida a partir de la cual se le busca sentido.
Yo aún no he visto el mundo
He pensado mucho últimamente. Santo Dios, tacha eso.
Hace un par de días fui al cine. Para entonces llevabas muerto seis meses. No fue por eso que fui al cine, no pensé en la fecha antes de sentarme en la sala con mi boleto en la mano, pero ya era tarde para considerar si quería marcar el día de tu muerte con una película o no, ya era tarde.
La película trataba sobre una mujer. En la primera escena es violada en un pasillo subterráneo en el metro. El resto de la película es un recuento en el que vemos lo que condujo al suceso. En la última escena de la película, la mujer es una muchacha joven, está recostada en el pasto viendo al sol. Nada de lo que sabemos que va a ocurrir le ha sucedido aún; sólo nos ha ocurrido a nosotros. Al caminar de regreso a casa, pensé en la primera vez en que me mostraste una fotografía de ti cuando niño. Estabas sentado en un tapete jugueteando con un pedazo de papel.
Nuestro apartamento me pertenece. Sigo viviendo aquí. Hace unos meses encontré un recibo en uno de los bolsillos de una chaqueta tuya. Habías comprado un metro, una sierra y una cubeta de pintura color cian. La compra había sido hecha tan sólo unos días antes de tu muerte.
Busqué cian en la red. Es un tono de azul que la gente solía usar en sus cocinas en los años 50. No tengo ni idea de qué era lo que ibas a serruchar y pintar de azul. Dediqué cosa de una hora a buscar en cajones y armarios, a la caza de esas misteriosas mercancías, hasta que me tranquilicé, pues pese a todo había encontrado el recibo y no podía pedirse más.
Ahí está. Tengo el recibo de tus compras y no puedo pedir más.
Una especie de balance.
Alguna vez me contaste que tu madre había plantado un árbol en los Jardines de Palacio cuando se enteró de que estaba embarazada de ti. Se había escapado a hurtadillas en la noche, y cavado un hoyo en la tierra justo junto a un grupo de árboles, de modo que no destacara: ahí plantó el árbol que en ese tiempo era tan sólo de apenas un metro de alto, y se había ido corriendo en la oscuridad. Cuando te pregunté si me podías señalar el árbol, dijiste que no sabías cuál era. Sospechabas que quizás era puro cuento, o eso dijiste. Una historia que tu madre se había inventado para darte cargo de conciencia. Cuando eras adolescente y se peleaban, ella acostumbraba decir: deberías mostrarme un poco de agradecimiento, después de todo he sido yo quien te ha parido, y tú contestabas: yo nunca pedí nacer, los hijos son algo que se tiene para uno mismo. Entonces ella decía con gran orgullo
en la voz: yo planté un árbol para ti en el parque, ¿crees que también eso fue para mí misma?
No sé qué voy a hacer con esta palabra: duelo.
Al igual que al amor, el odio, la libertad y otros conceptos resplandecientes y agudos, debería aproximarme a él con distancia y con ojos suspicaces. De todos modos, en el verano he estado con frecuencia en el parque. Me he recostado en el lindero y explorado los grupos de árboles pensando en cuál de ellos podría ser el tuyo. He elegido un cerezo que podría tener alrededor de treinta y tres años (no sé nada de eso, desde luego), es delgado y retorcido. Todo es terriblemente sentimental. Me permito cosas que con normalidad no me habría permitido. Se siente como si estuviera de vacaciones en algún lugar donde nadie me conoce, o en un viaje de ácido que pronto habrá terminado, y más allá de eso: nada.
Así pues, balance. Tú no le tenías mucho aprecio a la vida. Sería demasiado estúpido sostener otra cosa. Pero te esforzabas mucho, en verdad mucho, por ser una persona mejor y un poco más dichosa.
Además, había algo muy sincero en ti, una apertura casi infantil; tu risa nunca era desdeñosa, y uno podía leer todos los sentimientos en tu rostro. Esa transparente inocencia tuya con frecuencia me hacía olvidar de dónde venías. Sucedía que yo tuviera un rapto y quisiera contarte alguna historia picante; por ejemplo, sobre aquella vez en que hice esto y lo otro con éste o aquél, y tú escuchabas con los ojos muy abiertos y sonriendo, antes de contestar con entusiasmo: “Ah, ahora recuerdo aquella vez en la que tuve un triángulo con la stripper y la peluquera anoréxica, y la peluquera insistió en hacer el puente mientras la tomaba”. Y entonces reíste a carcajadas. Cuando notaste la expresión en mi rostro, dijiste, como para salir del paso y pedir disculpas: “No era nada serio, sólo nos habíamos metido mucha coca”.
Tu geografía era en verdad muy distinta a la mía.
De todos modos, te gusté. Dijiste que era aguda e increíblemente deliciosa. La verdad es que yo fui la primera con quien reíste después de estar limpio, y he leído que es común que los adictos vivan una especie de renacimiento sexual tras de haber estado en tratamiento. No te dije nada al respecto, pero seguro lo sabías.
Cuando nos acostábamos juntos, se sentía con frecuencia como una especie de milagro. ¿Puedo decir eso?
Lo digo. Las personas que se parecen entre sí quizá no lo necesitan del mismo modo: el altar de las ofrendas entre los cuerpos, el claro al cual salir (antes de conocerte me imaginaba el amor como una especie de mano luminosa, o garra, que se entrelazaría con la oscuridad que hay en mí, pero ya no, cuando oigo la palabra amor me lo pienso dos veces antes de dar el paso. Sí, claro, claro, ya lo sé. Hacíamos todo juntos. De todos modos, permanecía ahí un desequilibrio. A veces, cuando me sujetabas o cuando yo ponía mis dedos en tu cuello, descubría en tus
ojos eso que constantemente olvidaba: que tú venías de la oscuridad, mientras que yo ahí era tan sólo un polizón. No creo que se tratara de fingimiento de mi parte, era más como si participara en estos pequeños excesos tal como lo haría una persona sin fe, que al pisar dentro de una iglesia se deja cautivar por el espacio, y luego descubre avergonzada a alguien que está frente al altar rezando intensamente. O como un turista llorando en un campo de concentración justo antes de que el llanto se le atore en la garganta. Tú eras el rezador, tú eras los niños judíos que miran desde una fotografía en blanco y negro. A veces, cuando me mirabas, justo antes de venirte, yo sentía eso.
El único miembro de la familia ante el que me presentaste fue Rikke. Habías perdido contacto con tus padres, primero con tu padre, después con tu madre, pero de Rikke hablabas con calidez. La casa en Drøbak; por muchos años habías vivido ocasionalmente en ella, cuando no podías pagar tu propia renta y eras lanzado a la calle, cuando perdías el trabajo como barman, o en servicios al cliente o en la construcción.
Fue Rikke quien te hizo escuchar a Mahler y Shöenberg cuando eras niño, era Rikke quien tenía a Kafka, Woolf, Beckett y Dickinson en sus estanterías, y a Hitchcock, Bergman, Venier y Fellini en su colección de videos.
Ella era todo lo que tus padres no eran; lo único que tenía en común con ellos era que bebía.
Por muchas razones puedes agradecerle a Rikke el que nos hayamos conocido, dijiste aquella vez, mientras conducíamos fuera de la ciudad para visitarla. Era invierno y los caminos estaban resbalosos, habías bajado la ventanilla del lado del pasajero, soplando el humo y la humedad afuera, al frío. Viré saliendo de la autopista, cambiando de velocidad.
¿Todo bien? Sí.
Lanzaste la colilla fuera de la ventanilla, subiste la ventanilla y te acurrucaste, tiritando. Sonreíste socarrón. No me habrías tocado ni con pinzas si no fuera porque yo tenía un poco de formación cultural.
Antes de haber escuchado sobre Rikke, yo estaba confundida, es cierto. Sabía de dónde venías, pero no conseguía que eso tuviera sentido. Que todo eso tan llano, aburrido y tosco pudiera dar a luz algo tan claro y agudo como tú, que te hubieras desarrollado tú de esa semilla.
Sucedía que te veía mientras leías, por ejemplo, sentado al borde del sofá. ¡Te has sentado en mi sofá! ¡Has estado aquí! Algo en mí siente la necesidad de gritarlo por las calles, pues todo eso empieza a parecer un sueño; soy uno de esos borrachos que en las obras de teatro se han dormido en la calle y han despertado en la cama del
rey, y viven entonces como reyes por un tiempo, antes de despertarse de nuevo en la calle, sospechando que todo ha sido un sueño; recorro el departamento a la caza de huellas, sí, pues; tu cepillo de dientes sigue estando en el vaso, las chamarras cuelgan del perchero en el pasillo; hay quienes pasan por aquí y preguntan con delicadeza si no es tiempo de deshacerme de tus pertenencias; se imaginan que me acuesto con un montón de reliquias en la cama, de noche, y grito y me quejo y golpeo al aire; pero claro que no lo hago, necesito tan sólo saber que era real, tú en este apartamento, y también que fue cierto, con el cuello encorvado y pantuflas en los pies; había algo en las venas de tu frente, la mandíbula tensa, el modo de sostener el libro, las manos casi demasiado grandes y los costados casi demasiado frágiles, que me hizo pensar qué debías haberte hecho a ti mismo. Te parecías a alguien que con concentración profunda y con grandes esfuerzos se había dado forma a sí mismo con sus propias manos. ¿Conoces esa película documental, El Rey, en la que Nils Aas se encierra en su atelier y trabaja en la estatua del rey Haakon VII durante años? Era en verdad guapo cuando joven, Nils Aas. De pie en su atelier, trabajando en la escultura, primero en miniatura y después a tamaño natural; tiene la misma expresión que tú, o más bien tú tenías la misma expresión que él; te imagino dentro de ese atelier, sólo que no estás trabajando en El Rey, sino en ti mismo.
Cuando hablábamos juntos escuchabas siempre atento. Parecías aterrado de perderte una sola palabra, como si yo pudiera enseñarte algo absolutamente esencial. Podía ver cómo cavilabas después, con esa mirada tuya demencialmente despierta y concentrada, te llevabas contigo lo que yo le había dicho a la base donde estaba erecta esa escultura que eras tú. Incrustabas piedras azules en el barro húmedo.
Y entonces escuché sobre Rikke, y comprendí que, si así era conmigo, así también debería ser con ella.
Me pediste virar hacia el estacionamiento frente a un dúplex.
Aquí estamos, dijiste con fingida ligereza en la voz. Ya estabas fuera del auto antes de que yo hubiera alcanzado a apagar el motor. A través de la ventana te vi pasarte la mano por el pelo, pasear intranquilo por el patio, meter los dedos bajo las mangas del suéter; habías dejado la chamarra y los guantes en el auto. Te dirigiste a una de las ventanas de la planta baja y miraste dentro. Tomé aliento y solté el cinturón de seguridad.
Rikke estaba de pie al fondo del pasillo con los brazos cruzados. Una niña que ha recibido claras instrucciones de no abrir la puerta a los extraños, pero que de todos modos ha caído en la tentación, y que ahora no sabe del todo qué puede esperar.
Estaba muy maquillada, el cabello medio largo desgastado por años de pintárselo en casa, tenía pequeñas arrugas en torno a los ojos y la boca. Fuiste hacia ella y abriste los brazos.
El apartamento era pequeño y muy oscuro, tan sólo pequeñas franjas de luz del día alcanzaban a cruzar las ventanas ubicadas en la parte superior de la pared con vista al estacionamiento. Cuando era chica me gustaba asomarme a hurtadillas a las ventanas de ese tipo de apartamentos rehundidos, todo lo que uno se imaginaba que podría vivir ahí.
En ese momento escuchamos el sonido de un tranco en el piso superior, un chico que gritaba algo, portazos en un armario, y entonces una arruga cruzó de manera casi imperceptible el rostro de Rikke.
La sala estaba adornada según su mejor esfuerzo, con diversas baratijas multicolores. Algunos chales estaban dispuestos cubriendo el respaldo del sofá, había cuencos de vidrio rellenos con perlas de plástico, flores secas en vasos de cocina, un candelero de hierro forjado, un par de pinturas muy coloridas que sospeché que debían haber sido hechas por la propia Rikke; habían sido pintadas sin talento, pero con torpes y fuertes emociones en las pinceladas.
Rikke había preparado la mesa para el café, un servicio inimaginablemente pequeño había sido puesto sobre la mesa. Me senté al fondo del sofá, tú te hundiste junto a mí, suelto y laxo; seguro no te dejaste afectar por cómo todo aquí dentro apenas y se mantenía en pie, los objetos, los muebles, Rikke; una casa tal como la hubiera soñado un niño malcriado, en la que todo lo que en verdad se necesita, falta.
Rikke contestaba a tus preguntas con brevedad, casi cortante, pero te miraba con ojos que desbordaban confianza. Gradualmente me fui deslizando cada vez más lejos de ustedes. ¿Qué es lo que me había imaginado? ¿Un lugar con más fuerza? Una casa grande y destartalada, una mujer que valsara por las habitaciones y hablara de más y riera demasiado alto, un tufo a perfume fuerte, vidrie ras con muchos frascos con bebidas ambarinas, un jardín donde las flores se marchitaran, algo barroco: un lugar donde la locura se irguiera como una pesada sombra pictórica sobre el resto. Pero no esto. No esta mujer flaca y sus fruslerías, no el desgastado sofá de IKEA, libreros que apenas y si eran libreros, un reproductor de DvD en una esquina en el suelo. No esta pequeña persona que no tenía palabras para nada.
Cuando pienso en ti, esto es lo que recuerdo mejor: tu mano, tu mirada. Cómo te erguías con los ojos abiertos y cómo dejabas que el mundo llegara a ti. Cómo levantabas algo, un pájaro, un hueso, una persona, con el mismo cuidado. Tu respeto por todo lo que existe. La voluntad de dejar que las cosas sean como son. Tan sólo levantarlo cuidadosamente, verlo y acariciarlo con la yema de los dedos.
En el auto, en el camino de regreso a casa, estuve callada. No lograba ocultarlo: ¿qué era? ¿Decepción?
¿Lástima? ¿Una sensación de haber sido engañada?
Tú mirabas por la ventanilla, las luces del alumbrado público eran yagas incandescentes sobre tu rostro, creciendo y creciendo en la oscuridad.
¿Estabas afligido? No lo sé.
Lo único que sé es que no tengo tu mirada, tampoco tus manos.
Mis ojos están cerrados, mis puños apretados. Yazgo aún en la matriz y mascullo mi propia lengua.
Yo aún no he visto el mundo, por eso me es tan fácil juzgarlo.
Pero intento escuchar, ahora que te has ido, espero que lo sepas. Me ejercito para ser como tú.
Koritzinsky, Roskva (2021) Yo aún no he visto el mundo. Elefanta Editorial