Bitรกcora de cuentos Diploma Superior en
Lectura, escritura y educaciรณn 2015
FLACSO-Argentina
Prólogo Este es un libro particular, el de sus palabras y sus historias. Las que se animaron a salir y entrelazarse en las propuestas del Taller de Escritura. Al comenzar el Diploma Superior en Lectura, escritura y educación les comentábamos que el taller sería un espacio donde la práctica de la escritura sería la protagonista. Aceptar esta invitación supuso la decisión de construirse en esa práctica -para algunos más lejana, para otros más cercana- y el encuentro del propio vínculo con ella, con esa sensación de implicancia y fuerte compromiso que conlleva. También supuso construirla con otros, con lecturas y escrituras que dialogaron y fueron tomando forma. Y, además, supuso encontrarse con aquello que diariamente hacemos con nuestros alumnos -proponerles leer y escribir- y desde allí reflexionar sobre los modos en que lo hacemos y ensayar otros nuevos. Todo eso compartimos en el Taller. Por eso, creemos que tanto trabajo merece ser celebrado. Y, como es nuestra costumbre, elegimos hacerlo a través de la lectura y la escritura, dándole un espacio particular a sus producciones para ser compartidas por todos los que transitaron esta experiencia animándose a explorar nuevos territorios, otros caminos, ciudades posibles…. Aquí están, entonces, los relatos del Taller de Escritura. Sus autores, los colegas del Diploma Superior en Lectura, Escritura y Educación- Cohorte 2015. Que los disfruten. El equipo docente.
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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Como un pez en su pecera
L
entamente abriste los ojos, esos ojos redondos, enormes, color cielo que sabían traspasarme cuando se
clavaban en los míos. Parecías no percatarte de mi presencia a tu lado. No quise interrumpir tu despertar por eso no dije nada y me mantuve tan inmóvil que hasta contuve la respiración por un momento que me pareció eterno Pero en realidad no fue tan largo puesto que enseguida saltaste de la cama y entraste a ducharte. Lo supe porque podía escuchar el ruido del agua sobre tu cuerpo e imaginé tu piel fresca erizándose entre una nube de vapor y jabón. Pensé en unirme a ti en ese placer pero nuevamente me contuve para dejarte tu espacio. Cuando saliste del baño no me hablaste, quizás pensando que dormía. Pude sentir cada prenda que te enfundaste e imaginé tu huida con los zapatos en la mano. Sí mi amor, lo sentí como una huida. Sentí que aprovechabas el espacio que yo te cedía para dejarme y liberarte de este amor que entonces comprendí que te estaba ahogando. No supe reaccionar en defensa de una unión de tantos años. En cambio sólo me quedé inmóvil mordiéndome el orgullo que se transformaba en rabia invadiendo toda la habitación. No pasó mucho tiempo más que salté de la cama para salir apresurada. No entendía dónde estaba, no reconocía mi calle, ni mi vecindario, ni mi ciudad. El corazón me latía con fuerza, sentía mi sangre correr por mis venas y mi pulso acelerado. No podía pensar claramente. Todo me daba vueltas , me encontré perdida. Me detuve en un cartel que llamó poderosamente mi atención “Pancaliente” y decidí continuar la flecha indicadora para perderme en un vericueto de callejuelas. Era un lugar con senderos estrechos y empedrados, casas acogedoras que invitaban a entrar y lo que le daba nombre al cartel era ese aroma que se sentía por todas partes por donde se circulara. Lógicamente que lo primero que hice fue buscar de dónde venía la fuente más próxima de ese olor a pan caliente que entraba por mi nariz , me crispaba los dedos y me hacía agua la boca. Allí estaba: un local no muy grande, con una gran vidriera que contaba entre sus ofertas con lo más tradicional: panecillos redondos, alargados , trenzados....pero también con algunos muy raros que invitaban a morderlos.... Allí me senté a desayunar sentada junto al vidrio mientras miraba pasar a los transeúntes. Al terminar me di cuenta que se me había hecho muy tarde. Recuerdo el momento por la enceguecedora luz del sol que recalentaba el ambiente a través del vidrio. Una vez más me dije que debía salir más temprano para no impacientarme y arruinarme el día. Fue en ese preciso momento que recordé la primera vez que te vi. Fue en la parada del colectivo. Nuestras miradas se cruzaron y sentí que no ibas a pasar de largo como me pareció en un primer momento. Efectivamente, te plantaste cuan alto eras junto a mi y señalando el indicador de la parada me preguntaste: ”¿Hace mucho que espera?”. -”Suficiente”, respondí agachando la mirada y disimulando o pretendiendo no sentirme incómoda pero lo único que logré fue ponerme torpe, perder el equilibrio y caer frente a ti desparramando todo el contenido de mi cartera en el preciso instante en que el colectivo aparcaba. -“No se preocupe, la ayudo y vamos juntos a tomar un cortado en jarrito, si no la compromete claro” Así fue que nos conocimos y desde entonces no nos volvimos a separar. Pero ahora todo se veía completamente distinto. El tiempo había hecho estragos en nuestra relación. ¿Cuándo empezó? ¿Porqué ninguno de nosotros hizo nada? ¿Cómo nos convertimos en hermanos al perder la pasión? A medida que te pensaba el vidrio del lugar se hacía más y más caliente, intenso, crecía y crecía, ya no distingo dónde empieza y donde termina. Apoyo las palmas de mis manos y me doy cuenta de su curvatura. Alzo la mirada para terminar tomando consciencia de que me encuentro encerrada en una especie de pecera . Ya no soy yo, ahora soy como un pez en su pecera.... Viviana Rosa Acevedo (Amimour)
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O
Oliverio la ve liverio vive con Norah en ese viejo edificio de la vereda Lavalle, en la casa que antiguamente
pertenecía a sus padres. Como ya todos saben dedica sus horas a escribir y últimamente también a pintar unas representaciones más bien surrealistas. Eventualmente acompaña sus creaciones con melodías clásicas que cumplen una doble función: le aplacan el humor y lo remontan a una infancia inventada. Norah es una mujer inteligente y llevan una relación bastante amable, madurada a fuerza de tiempo y paciencia, acaso amor. Ambos pululan por la casa mansamente, cada uno concentrado en sus propios pensamientos laberínticos, en la cadencia enredada de sus mentes y apenas compartiendo una caricia compasiva, miradas furtivas, suspiros de cansancios viejos. Pequeñas complicidades al convenir rutinas aburridas pero establecidas como necesarias. Oliverio bordea los setenta y no hay nada que le moleste más que saber sobre la muerte y sus implicancias, tampoco le hace gracia ir quedando limitado, disminuido en ciertas habilidades. Junto a estas reflexiones hay una principal preocupación en su cabeza: los nuevos inquilinos que habitan en la terraza. Por debajo del edificio hace años funciona un café pero aún con sus movimientos jamás lo ha molestado, ni las mujeres pulposas que lo sirven, ni a su esposa. Está también por demás acostumbrado a los ruidos de los automóviles y para qué decir más, la ciudad es lo suyo, su pasión, su escritura. Sin embargo, se siente triste, con desgano. Y los vecinos de la terraza. Ese bullicio incesante en las paredes. Alguien quiere hacer salir notas de un instrumento evidentemente inservible. Oliverio se dormita en una hamaca de madera recién comprada, el vaivén de la mecedora, en la vigilia. Los de la terraza no sólo son ruidosos sino que además se la pasan comiendo día y noche cuanto hallen a su alcance, además de vivir a expensas del resto de los inquilinos. Se apellidan Cantapelli, una familia unida que se usa entre sí; nadie los quiere pero parece no importarles porque sólo entre ellos se soportan el hedor. Intenta tejer una historia desesperadamente pero sus percepciones le repugnan. Los cree con cuerpos rechonchos, rellenados a porquerías. Y el chirrido constante. Ese sonido parecido a un vals que conoce lo desconcentra, le da pesadez de estómago. Siente fuego que le sube hasta la boca. La niña. La niña pecosa y cachetona es la peor. Se para y abre la ventana, quiere tomar aire. Entonces transcurre todo aquello en simultáneo: Oliverio abre la boca de ardor, y entreabre las piernas; siente gotas en la cara y un dolor punzante en la nariz. Una rodaja de techo se recorta por completo, la madera le cayó encima. Se mira horrorizado el saco tupido de cucarachas. Norah grita entre aterrada y sorprendida. Oliverio se limpia y sonriente por fin escribe con sangre en la nariz: En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando una sonrisa sobre las mesas. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los árboles. En un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una ventana. Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran por las pupilas. Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar... Necesitaría dejar algún lastre sobre la vereda... Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre las ruedas de un tranvía.1
Ahora Oliverio se mudó a un dúplex. Al llegar, la vecina de arriba –Betty– le regaló un cuaderno. Después de aquel golpe y según los doctores más encumbrados, el escritor quedó con una discapacidad cognitiva específica. Cree que las cosas que están escritas suceden. Y Norah piensa: pero una palabra o frase ambigua podrían conducir a la catástrofe, por ejemplo “tome usted ese veneno”. Pero al niño Oliverio jugar con las palabras siempre le ha parecido divertido. Entonces toma su regalo y sobre una hoja en blanco escribe: Carlotita tiene doce años y en un pianito de juguete que sólo tiene doce teclas, repite con obstinación los tres primeros compases del vals “Sobre las olas”. Y como las cosas que se escriben en ese libro suceden, Oliverio la ve, la está viendo a Carlotita sentada entre las olas. Ivana Gisela Álvarez (Oliverio) 1. Girondo, Oliverio
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C
orretear la luna, dar un mordisco a los soles, descansar los ojos sobre nuestra inagotable frescura, de punta a
punta. Mis alaridos en las madrugadas, mi gemir a la hora del té. El ron de la esquina, de la vieja con peluca de invierno polaco, que vive en la última casa de la calle empedrada al frente del parque, la ternura en sus ojos siempre mirándome desde arriba, mientras alimentaba mis retiros, sin pedir ni querer nada a cambio, necesitando solo ese instante fugaz de eterna compañía, no sé cuál será su nombre, mucho menos ha preguntado el mío, debe saber que ha sido la calle quien me ha bautizado, la noche me ha dado su apellido, pero fui creado y dibujado en los cielos Turcos. Mi madre han sido las alcantarillas de esta vieja ciudad, las que recorro con felicidad de no estar en Paris y saber que es poco posible que me vaya a encontrar a Grenouille en busca de alguna nueva esencia, mi padre han sido los tejados de barro de las casas viejas de uno o dos pisos. También te vi salir a la calle, saludar a los vecinos, recorrer el barrio, saltar sobre el polvo, guardarte de la lluvia en las portezuelas, o juguetear en los faroles que adornan las esquinas. Observé tus ojos ámbar que reflejaban las nubes de esos días interminables de otoño, tus pupilas afiladas que miraban con desconfianza, siendo el faro de tu vida siempre entre las sombras. Me tropecé con tu elegancia extendida que escapó de Bombay por entre las flores, mientras colgabas de una luna menguante a mediados de Enero. Bajé escalones, cruce semáforos en rojo, convertí los autos en refugio, aceleré mi andar, alimente mi vicio en los basureros, pedí ayuda, huí de todos, sólo para llegar a tu portón y hablarte, sentirme vulnerable, un leve Toc Toc y nada más, no sé con qué excusa, saludarte simplemente con la ilusión de desnudar tu cuello y arrojar los cascabeles en algún río de esta ciudad, arrastrarte conmigo e intentar encontrar los puentes que llegan a este pueblo, despojarnos de cosas inútiles, huir le las leyes, la brutalidad de los canes, y los amos.
Te invitaría a algún bar de esos antiguos o como les llama el amo a un pub y a dar vueltas por los círculos viciosos de nuestras sonrisas. Te invitaría a almorzar insectos y otros manjares y después a recorrer juntos la calle central tratando de contar de contar cuantas piedras la componen y evitando la tentación de ir a tomar una siesta en el pasto de al lado Buscaríamos platones para humedecer un poco nuestros labios y nos esconderíamos detrás de los bigotes de la vejez. Corretearíamos en zigzag por entre los tobillos de la gente, las faldas largas de las estudiantes, las faldas cortas de las monjas, invadiríamos las calles y los tranvías con movimientos sigilosos de serpientes hambrientas, hundiríamos nuestro lomo en el asfalto y rompiéramos los vidrios de la ciudad con nuestros murmullos. Llegada la noche te invitaría a observar una obra en el teatro de los tejados, ese Broadway de los cielos oscuros. ¡No te preocupes!, ya reserve puestos en primera fila, es un musical del Barón de Sydmonton estrenada desde el 81’. Finalizada la función te llevaría a reposar sobre el techo de alguna casa familiar y uniríamos nuestros cuerpos en un solo tormento, recorriendo el camino bestial hacia la naturaleza del amor, el celestial rodar hacia el infierno, rodeados de zafiros, aplausos, y un suave aroma jazmín que instala nuestros pies por encima de las arcas de la humanidad, de sus comedias y sus tragedias, mientras un centenar de ojos brillantes nos observan desde el cielo despejado que se va haciendo noche suavemente, arrojándonos un aire cálido que empape las calles de este pueblito viejo y empañe las ventanas, para así poder dormir enrollado en ti hasta que finalice el capítulo, hasta que embistan por encima nuestro los créditos de éste vals que hemos hecho nuestro, hasta cerrar mis ojos y poner en un sobre tu silueta con destino a mis sueños de ilegal epifanía. Envueltos nuevamente en el alba, cuando la mañana nos despierte con los pájaros cantando sobre los árboles robustecidos con la entrada de la primavera y el paso de las carrozas se tome una vez más las calles, el pastelero abra la panadería y el doctor la botica, te llevaría de regreso a los perímetros de tu casa, te dejaría en tu portón, marcaría en tu sonrisa un beso con olor a despedida y sabor a victoria, y tomaría un nuevo rumbo por entre los callejones, la neblina y los laberintos de la vida que nuevamente gira bajo el sol. Tú, te darás cuenta que sigo en ti mientras más me alejo, mientras yo, cargado de frenético delirio, de silenciosa alegría, de sutil renacer e inexplicable melancolía, me llevo tatuado en mi alma un extracto de tu sonrisa. Dennis Sofía Agamez Arevalo (SAP)
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La Diáspora
E
sta es la historia de Flechas Álvarez, un caminante de la vida y un
guerrero quien después de haber estado ocho años en su tierra natal la Ciudad del Río en su país Helón. Decidió emprender de nuevo el camino de la Diaspora, sin antes explicar que su situación laboral era un mar de zozobra y angustias estaba buscando un puerto en donde anclar y lo encontró. Por esta razón tomó la determinación de ir rumbo a Tama. En la terminal del transporte cogió el bus con destino a este lugar desconocido para él. A pesar de sus pensamientos dispersos y con sentimientos encontrados. En el trascurso del recorrido su mirada estaba puesta en los paisajes de su terruño. Posteriormente después de una larga travesía Ha llegado a las cuatro de la mañana y con ojos adormilados al hotel el Vegón del municipio de Tama con su morral a cuestas lleno de ropa y con dos libros de cuentos Flechas se instala por dos días en este hospedaje sencillo en que un joven lo atiende amablemente y le lleva su equipaje a la habitación. Pero con la neshama cargada de ilusiones y sueños. De nuevos comienzos y renaceres. Con las ganas de conocer nuevos contextos y costumbres inéditas para él. Es entonces que se topa con el hogar que será de ahora en adelante y es nada más y nada menos que el municipio de Tama con un clima caluroso, con su gente linda, sus calles tranquilas y en donde pululan los motociclistas como sistema de transporte de la localidad en vez de los buses urbanos ya que esta zona es plana y pequeña estos señores del volante que con su pregón característico típico de esta región a todos los transeúntes hacen despertar especialmente a los más distraídos. Genaro Humberto Amariles Mejía (Flechas Álvarez)
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El día que no llegó
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quella tarde todo terminaba, los límites habían llegado a su fin, la vida en esta etapa empezaba a
finalizar. No tardó mucho, sólo un par de horas para tomar un vuelo e ir a una ciudad desconocida, quiso escapar de aquel amargo momento que le produjo la perdida de quien creyó era su amor, nunca estuvo tan segura de querer huir, volar tan lejos y posarse en lo más alto de la vida, volver a comenzar de nuevo. Al amanecer, ya estaba en una casa rodeada por un río, un lugar que le permitiría reencontrarse consigo misma y darse una nueva oportunidad. Nunca mereció tanta desolación y traición, siempre creyó en la vida y lo que ésta le ofrecía. Una taza de café, un cigarrillo y una canción le consolarían en este momento, sus miedos estaban presentes, a cada instante recordaba la suavidad de sus manos, el rugir de sus dientes al acercarse y posarse junto a ella, todo era inolvidable, pero todo había acabado. Días después, sus ánimos se reestablecieron y decidió salir a la calle, camino al parque más cercano tropezó con una anciana de nombre Sofía, se sentaron juntas alrededor de un lago sobre el cual danzaran un par de hermosos cisnes que con sus movimientos les hicieron recordar lo sublime que resulta la vida y del precio que en ocasiones hay que pagar para estar en ella. Sofía conversó sobre asuntos triviales que le hacían entrar en confianza con aquella persona que había llegado a la ciudad en busca de refugio, del olvido de una vida pasada. Sofía se mostraba prudente, sin embargo deseaba saber que ocurría con aquella mujer que se había encontrado a su paso y que quizá el destino se la habría puesto en su camino con alguna intención que ella aún desconocía. La conversación terminó con una cena en casa de Sofía quien se mostró amable e invitó a degustar uso ricos canelones que había aprendido a preparar de su madre cuando tenía sólo 12 años. La relación entre las dos mujeres se fortaleció hasta tal punto que Sofía le enseño la ciudad a aquella mujer que había llegado una madrugada de un día cualquiera, se hicieron las mejores amigas y juntas decidieron apostarle una vez más a la vida, decidieron que era necesario continuar un camino lleno de oportunidades, que era necesario dar un vistazo al futuro y estar listas para un nuevo éxito. Juntas participaron en la obra de teatro que Sofía protagonizaba, Sofía era actriz y Merlop también, desde entonces disfrutaron juntas de la pasión por este arte que las desconectaba de la vida cruel y poco comedida. Recorrían juntas la ciudad de teatro en teatro, despertando la sensibilidad humana en miles de personas, creían en su trabajo y cómo éste oficio les ayudaba a reconstruir sus vidas y quizá las de otros. Más tarde viajaron a la ciudad de donde era Merlop y se presentaron en el teatro nacional ante más de dos mil espectadores, de seguro entre aquella multitud estaba la persona que en algún momento había destrozado la vida de aquella mujer que había encontrado sentido a la vida una vez más. Diocel Paholo Angarita Ropero(PholColombia)
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Pasaje escolar a ciudad abría los ojos automáticamente sin pedirle permiso al sol. Una pincelada de luz bastaba
para que los trabajadores con su carga diaria caminaran por las calles empedradas llevando fierros, troncos, papeles, según su trabajo. La señora del mercado arrastraba un cajón y sacaba las frutas para ponerlas bonitas en el mostrador; la que vendía desayunos también, se iba rascando los ojos pegajosos con las manos e iba sacando los cincuenta panes que iría a vender esa mañana. Los cargadores, antes de que la luz tomara más fuerza, ya habían terminado su trabajo. Jueves a las seis de la mañana, las mujeres salían a vender o a comprar alguna cosa, el pan fresco se iba acabando a las seis y media, los buses comenzaban a recoger gente que hubiera preferido enroscarse en las frazadas diez, veinte, treinta minutos más. Muchos de ellos no pasaron por la ducha. El agua de las mañanas es fría con ganas. El sábado que no hay escuela Tino se metería al agua por dos horas, por todas las veces que en la semana no se había podido bañar. Hace frío, no era su culpa. Tino compró jugo en el puesto de la señora Alejandrina y un pan con queso frito al lado. Le habían dado para su desayuno y su almuerzo. Le dolía gastarse la plata que guardaba para irse el sábado a la fiesta o para invitar a alguna chica al cine. Muy iguales a uno dicen que son, pero a ver si van a pagar su pasaje o su entrada a la película. Ahí sí esperan que uno ponga todo, pero uno es bien hombre y qué se puede hacer. Si así es la vida, nada gana uno con quejarse. No le iban a dar ni medio más para el fin de semana, pero tenía hambre. Rebájeme el pan pues señora, póngale menos queso y me cobra cincuenta menos. Con esos cincuenta pagaría un bus hasta el centro el sábado, a cincuenta centavos el escolar, aunque los cobradores los sábados no quisieran reconocer el escolar. Que se frieguen. Yo estoy en cuarto de media, yo soy escolar y que se jodan. La señora le rebajó los cincuenta, pero casi comió pan con aire, y ahora se tenía que ir al colegio a pie. Cincuenta más para el ahorro. ¿Veinte cuadras qué mal podrían hacerle? Podría ir aprendiéndose las fórmulas de geometría para el examen, repitiendo los autores de las obras para el examen de literatura o repitiendo la canción que iban a cantar para el Día de la bandera. Idioteces que enseñan, pero si no aprendía podían ponerle cero en Educación Cívica y ahí ya hacía tres rojos con Inglés y Matemáticas. Su papá le iba a romper el alma con más de dos rojos. Mejor se aprendía la canción mientras caminaba y caminaba. Estaba saliendo el sol fuerte. Ya eran tres, cuatro, cinco cuadras, cuando se encontró con Lorenzo, un camarada de su sección: - ¿Y? A las ocho no llegas así con este sol y con ese paso, hermano. - No tengo plata, ¿qué quieres que haga? - ¿Quién dice que le vas a pagar? Ven y sube nomás. Pasó la cuarenta cargada de escolares que iban a la misma escuela. Niñas con moños blancos más grandes que sus cabezas, madres que se iban quedando dormidas junto a la ventana, todo el mundo tenía cara de que eran las siete y media de la mañana. Lorenzo pasó empujando a la gente hacia el fondo del autobús y jaló a Tino, ven tarado, acá al fondo, ven o te cobran, cabrón. El bus avanzó diez cuadras y se paró en un semáforo. Alguna gente bajó en el hospital. El cobrador, alto y fuerte se plantó en la puerta del bus a cobrar los pasajes. - A ver, pasaje, pasaje, con sencillo pague su pasaje. Colabóreme con sencillo. El carro arrancó y ya les tocaba bajar en el colegio. En el semáforo del colegio tenía que ser. - A ver, Paradero San Ramón, a ver, cincuenta el escolar, con uniforme se cobra cincuenta.
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Tino ya se había resignado a pagar, pero vio que la entrada del bus estaba llena, el fondo iba quedando vacío, Lorenzo había abierto la ventana sin que el cobrador se dé cuenta. En menos de cinco segundos ya se había sentado en el marco de la ventana y había dado un salto hacia la vereda y corrió. Salta imbécil, apúrate. Te va a ver y te jodes. El cobrador ya vio escapar a Lorenzo y no pudo seguirlo porque si dejaba de cobrar los que bajaban se corrían sin pagar. Mejor perdía uno que cinco. Tino se iba acomodando torpemente en el banco de la ventana para saltar, pero el cobrador terminó antes de recibir las diez monedas de cincuenta que faltaban. -Párate un rato, cuadra aquí al lado – le dijo al chofer. Cuando Tino logró saltar, la mano del cobrador alcanzó la bufanda y le apretó el cuello. Luego lo cogió del abrigo del uniforme, lo sacudió varias veces, le rompió el tirante del pantalón al estirarlo con fuerza y lo aventó al suelo. Luego le metió unas tres patadas y varios planchazos en el pantalón plomo y le dejó varias marcas de barro en las canillas y un par de marcas verdes en la piel que se iban a poner moradas para el sábado. - Para que no te pases de vivo la próxima, te doy para ti y para tu amigo el otro vivo. Lo siguió sacudiendo. Esta vez lo cogió del pelo, y lo arrastró hacia la puerta del colegio. Luego de un buen empujón que hizo aterrizar a Tino en la mismísima entrada de secundaria, gritó. - Si te vuelvo a ver, ya sabes. Tino caminó desanimado hacia la entrada. Al menos no había sonado aun la campana de la formación. Intentó acomodarse el uniforme, se abrochó el abrigo y se irguió lo más que pudo para pasar junto al jefe de disciplina. - Alumno Constantino Huallanca, acérquese por favor. - ¿Me permite ir al baño, señor? - Al baño de su casa es que debe ir. Mire cómo viene usted a la escuela con el pantalón lleno de barro, el abrigo sucio, el pelo desarreglado. Mire cómo tiene los tirantes del pantalón, ¡hasta uno está roto! ¿Se ha bañado usted para venir a estudiar Huallanca? ¡Qué desidia, qué desaseo, qué suciedad! Se regresa usted ahora mismo a su casa a arreglarse como se debe y regresa a la segunda hora para la prueba de literatura. Apúrese o no llega al examen. Regrese usted con un uniforme limpio y bien bañado. Una ducha diaria no toma más de quince minutos. - No tengo pasaje para ir a mi casa, señor. - ¿No va a tener usted cincuenta centavos, Huallanca? Vaya entonces a pie a su casa, pero aquí en esa facha no entra.
Tino comenzó la marcha de regreso a casa. El cielo ya estaba azul, los buses andaban llenos de oficinistas bien peinados y el sol quemaba en la tela tosca de su pantalón plomo. Cuarenta cuadras no eran tantas. Lis María Arévalo Hidalgo (Charis Edgelow)
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equeña, morena, entró en la ciudad esperando un encuentro, una luz que le
fulminase el alma después de abrumados años de trabajo en el hospital. Él estaría esperándola en la calle, en el portón verde, tal como habían quedado. Ella pensaba en cómo sería aquel encuentro, aquella imagen construida con palabras e imágenes, tal vez hoy se tornase real, como una novela en la que de pronto nos encontramos encarnados en los personajes. Una sombra cruzó como un rayo su fantasía: la mujer de él durante todos estos años. Repasó fugazmente a todos los hombres que cruzaron por su vida a la vera de la amistad con él, incluido su ex esposo. Quizás habría sido mejor no haber pasado tanto tiempo atando cabos y jugarse y esperarlo. Hoy estaba allí. Había pasado mucha vida ya. Cuánto pensaron en la elección de la ciudad donde habían quedado en verse. Un lugar intermedio entre ambos países, un lugar que no es ni centro ni sur. Una ciudad desconocida, antigua pero brillante. Con sus angostas calles de piedra. El gran reloj del boulevard marcaba aún unos largos minutos antes de la hora indicaba. Qué sucedería si él no llegara. Cuántas cosas podrían pasar por el camino, como le sucedió a esa carta de él, la última que nunca recibió. ¿Estaría aún su regalo esperando en el cajón de la casa de los padres de él? Ella aún guardaba sus fotos en la que él con sus amigos posaban vestidos con las remeras de Quilmes y Soda Stéreo. Ella conocía todo acerca del clima del país de él: la estación seca y la lluviosa. Él estaba advertido acerca de los peligrosos vientos cálidos y terrosos de su provincia. Qué lío de vientos y de lluvias, sequías, nevadas y soles que sustentaron largos años… Miró. Él hoy también estaba allí, con sus ojos grandes y su mirada alegre. La mujer respiró, una vez más, el aire fresco. Se dejó imbuir por la belleza de las casas pintorescas. Había llegado la hora de partir. Volvería. Natalia Ávila (Tanitani)
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Especular
M
e estiro y alcanzo a tocarlos en este espacio reducido. Nos fuimos
acostumbrando a la oscuridad de las horas, a la vacuidad del tiempo. Aquí, en la ciudad especular, donde los espejos son infinitos y no hay puerta posible, sólo podemos rememorar y mirarnos. Durante las primeras semanas no había espacio siquiera para movernos. No todos se han adaptado, algunos han ido pereciendo sin el calor del sol, vencidos por la imposibilidad de ver la luz. De noche percibimos a la ciudad gemir con nosotros porque carecemos de una genuina voz. ¿Vendrá aquel redentor que rompa los vidrios de esta ciudad pecera para liberarnos? Hemos sido en otro tiempo hijos de un dios. Hemos luchado contra los monstruos de cuantiosas dinastías milenarias, previniendo muertes y diluvios. Hemos sido libres y alabados. Hoy, el tiempo nos aniquila vorazmente; desconozco desde cuándo comenzó a llover en esta copiosa soledad del adentro innombrable, llueve lejos, adentro, en los mares de la memoria, llueve tan eterno que los invisibles ojos parecieran no recordar a quiénes, en tanta agua que cae desde las pupilas ennegrecidas. Llueve y sin embargo no es agua que pueda servirnos. Pareciera ser el tiempo un telón de fondo descolorido que atraviesa mares, surcos incorregibles, eternos vaivenes de sombras y sólo algunos destellos de luz casi imperceptibles. Es árido el camino circular y nosotros tan pesados, mojados y heridos. -No hizo falta romperla-dijo Juan-. ¡Pobres, los hubieras visto! Apenas incliné la pecera, salían a borbotones…Se ve que era muy pequeña la que habíamos comprado. Paola Silvana Balboa (Warmikuna)
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J
Campeones y princesas
ulia definitivamente no terminaba de entender algunas cosas, y eso que le habían explicado muchas veces
paciente y no tan pacientemente cómo eran esas cosas. La habían retado, castigado y hasta le habían tirado de alguna de sus trenzas más de una vez, pero ella seguía igual. ¡¿Qué será de vos cuando crezcas?!, gritaba la madre llena de espanto. ¡Va a ser una vieja solterona y amargada!, respondía el padre con un tono que vacilaba entre la resignación y el enojo. Julia vivía en un pintoresco pueblo. Con casitas muy prolijas que tenían jardines repletos de flores, que eran el orgullo de las mujeres que se encargaban de cuidarlos. En ese pueblo todo estaba en su lugar. Los hombres trabajaban y las mujeres criaban a los niños y a las niñas, planchaban, limpiaban sus casas y veredas, y cocinaban tan rico pero tan rico que a la mayoría de los maridos le asomaba una panza redonda que llevaban con orgullo, porque significaba que estaban muy bien cuidados. En el colegio de Julia todos los nenes jugaban a ser campeones. Campeones de fútbol, de carreras, de luchas y de toda clase de juego, deporte o competición. Se esforzaban por ser los mejores de los mejores para tener una novia linda y buena. Las nenas, siempre vestidas muy pomposas, con hermosos vestidos y zapatos al tono, jugaban a ser princesas e imaginaban que estaban en peligro y que uno de los campeones-príncipes azules las rescataba. También jugaban a ser mamás y se esforzaban por ser las más lindas y buenas para tener el mejor de los mejores novios. Pero Julia no sabía peinarse muy bien, no combinaba los colores de la mejor manera y su bebé de juguete siempre se le perdía, caía, golpeaba, quemaba y olvidaba por ahí. Y cuando estaba en peligro, ella sola se defendía y rescataba, porque era más fuerte de lo que aparentaba. Todas las nenas se burlaban de ella, de sus pelos enredados, de su andar poco delicado y de sus rodillas peladas por trepar en los árboles. Es que Julia no sabía, ni quería, ser una princesa ni una mamá, ella quería ser campeona en algún juego, deporte o competición. Y en eso si se esforzaba, aunque pocas veces podía jugar con alguien, ella siempre practicaba toda clase de juegos y destrezas deportivas. Julia fue creciendo y ningún joven del pueblo se atrevía a mirarla, ¡qué dirían sus madres si aquella inútil y desprolija chica se convertía algún día en su novia! La pobre se sentía como vaca de otro campo. En algún momento había intentado ser como el resto pero lo que sentía era más fuerte que su voluntad. Es que no quería limpiar la casa, cocinar y cuidar gente chiquita toda su vida, menos que menos que menísimos plancharle la ropa a un hombre. Cuando cumplió 18 años, su abuela determinó que la joven estaba endemoniada y entonces llamó a un cura para que la convirtiera en una chica como las demás. El cura estuvo más de 5 horas rezando y tocándole la frente con un crucifijo mientras la abuela le tiraba agua bendita desde un costado. Pero no salió ningún demonio, ni siquiera uno chiquitito de adentro de ella. Entonces la madre intervino:- ¡Lo de ella debe ser un virus o una bacteria que le afecta el modo de ver el mundo! Entonces, sin perder ni un minuto fueron al médico –que era un hombre, claramente-. La internaron y durante dos días le hicieron cuantos exámenes pudieron: la pincharon y la re contra pincharon, le hicieron rayos x, le miraron la garganta y los ojos, le escucharon la respiración y le analizaron el pis, la hicieron correr en una cinta y escucharon su corazón, y por las dudas también se fijaron si tenía piojos. Pero, y esto ya se lo deben imaginar, nada. Julia estaba perfectísima de salud porque ella siempre corría, saltaba y trepaba árboles. Estaba confirmadísimo: no había virus, bacteria o microbio que la estuviera afectando. La abuela gritaba desesperada, el padre golpeaba la mesa y la madre lloraba sin parar, es que su hija no tenía nada malo, ella decidía ser así deliberadamente. ¡Qué horror, qué espanto! En medio del caos, Julia que no se había quejado ni del cura ni del agua bendita que le entraba en los ojos, ni de los pinchazos del médico se paró frente a la familia y gritó muy fuerte su propio nombre. Los presentes quedaron azorados. Luego de unos segundos se fue a su dormitorio, agarró todo lo que pudo y volvió donde estaba su familia, que aún permanecía inmóvil. ¡Me voy!, dijo con mucha calma. Nadie se atrevió a moverse, es que en un pueblo tan tranquilo no estaban acostumbrados a esa clase de gritos. Julia se entrenó y se presentó en todos los juegos, deportes y competiciones que pudo. Al principio no lograba alcanzar los primeros puestos pero con el tiempo llegó a ser la mejor en todo lo que practicaba. Ganaba medallas y reconocimientos. Iba a competencias nacionales e internacionales. Se había convertido en lo que ella siempre había soñado, una campeona. En su pueblo nadie podía creer lo que veían en la tele, escuchaban en la radio y leían en los diarios. ¿Mujer y campeona?, se preguntaban unos. ¡No puede ser!, respondían otros. Después de algunos años, no muchos, pero tampoco pocos, Julia decidió ir a visitar a su familia. A medida que recorría la ciudad hasta llegar a su casa se asombraba de lo que veía: un hombre plantaba flores al lado de una mujer, otro hombre cargaba a un bebé, de un colectivo escolar bajaban niñas y niños con uniformes de fútbol, el carro de bomberos era manejado por una joven y por la esquina cruzaba un grupo de doctores y doctoras que conversaban mientras caminaban hacia el hospital. Por primera vez Julia entendía lo que sucedía en su pueblo, y aun que nadie se lo había explicado, estaba muy claro, definitivamente estaba yendo a un nuevo lugar. Lilián Bareilles (Fontinalis)
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N
Nueva Era City otables construcciones modernas. Autopistas que parecían tejerse entre sí; elevándose por encima
de los mares y que conjugaban perfectamente con avanzados vehículos de transporte. Adecuadas leyes regulaban el orden de esta gran ciudad, nada parecía distraerla hacia el avance y futuro. Este era el panorama desde la ventana del edificio donde vivía Camile; quien a sus veintidós años disfrutaba del buen pasar en la vida. Una alarma le indicó que era tiempo de salir y que tenía que esperar el bus aéreo que la transportaba a la universidad. Buses de ingeniería avanzada con capacidad total para nueve personas y cuyo recorrido desde la zona más alejada tardaba diez minutos. Un tráfico controlado mediante un programa de sincronización efectiva. Cada zona tenía un horario establecido para salir hacia el trabajo, otro para iniciar el horario escolar y otro para asistir a las universidades. Era agradable estar aquí, sin dudas. Camile se apresuró a salir y esperar el bus aéreo. Ella quería llegar cuanto antes y hablar con Federico. Ambos se habían conocido en la facultad y empezado a salir hacía más de un año. Cuando llegó a la universidad fue a buscarlo. Luego de un beso, dijo: Tengo un atraso. Federico nunca había esperado este momento y no sabía cómo responder. Tragó saliva.- ¿estás segura?fue lo primero que le cruzó por la mente y lo primero que dijo. -Sí, estoy segura- dijo ella, mirándole fijamente. - Quizá no sea nada- dijo él- Minimizando la situación incómoda. –Hablemos luego que termine la clase, le dio un beso y entró al aula. Cuando Camile se dirigía a su clase, sintió el temor de ser alcanzada por lo que ella desdeñaba: Una vida sin comodidades. Se dio cuenta que Federico no podía asumir nada, no querría asumir nada y ella tampoco. Ella sabía que había otro tipo de vida diferente al estilo de vida de Nueva Era City. Otra ciudad diferente y totalmente opuesta donde se luchaba con el tráfico, desorden y una vida mediocre; donde estudiar no era común ni tampoco fácil. Mientras caminaba, sintió el peso de su propio corazón; la amargura y también la vergüenza porque antes de decirle algo a Federico, el periodo ya se le había regularizado. Pero ella quiso sentirse diferente a como se sabía a sí misma; quiso sentirse apoyada, más amada y acaso también, real. Pasadas las horas, olvidaría la amargura y la vergüenza, olvidaría sus temores de una vida de malos pasares, olvidaría que existía una vida opuesta. Camile hablaría con su novio y le diría que todo estaba regularizado, que había sido un susto. Resolverían seguir protegiéndose y ella seguiría en su vida cómoda... Sí, mejor olvidar esos recuerdos de esa urbe opuesta, en un pasado no muy lejano. ¿Acaso no lo habían olvidado ya sus padres? ¿Acaso no lo habían hecho también otros habitantes de Nueva Era City? Van pasando las horas y llega la noche a la ciudad. Camile se dispone a dormir tranquila luego de haber arreglado todo con Federico. La noche se ve hermosa desde su ventana; muchas luces y variados espectáculos nocturnos, gente disfrutando del buen ambiente y buen vivir; nada parece distraerlos del avance y futuro. Susan Karol Becerra Quirohuayo (Kusikuy)
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A
rmé una ciudad dentro de una pecera; todavía no le puse nombre. Se me
ocurrió un día al entrar a la habitación y ver a Piluso flotando en el agua: nunca más uno de esos bichitos. En ese momento me acordé de una especie de bola de vidrio que veía siempre en una repisa en casa de mi abuela con una cabañita deliciosa que invitaba a entrar. Fue tan tentadora la sensación de habitar ese lugar que pensé en mi propio mundo vidriado donde evadirme. Mi ciudad (¿Vidriópolis? ¿Imaginópolis?, no sé) fue creciendo gradualmente con mi trabajo y dedicación; edificios matizados, placitas, vías arboladas, todo sobre el comprimido mar que la sostiene y cuando los rayos solares atraviesan la pecera, el vidrio recrea colores que se esparcen por toda la pequeña metrópolis (¡Ese puede ser el nombre! No, como la película no.) Debo decir que la compuse con partes de mis ciudades favoritas: un toquecito parisino, unas casitas londinenses, playas mexicanas y, por supuesto, bares porteños; todo esto solamente se percibe al recorrerla porque vista desde afuera es única. En la Biblioteca, uno de mis sitios predilectos, coloqué un globo terráqueo especial que explica la forma del lugar: cuatro columnas la soportan y el mar tiene monstruos que la custodian (imaginen que la versión “redonda” del mundo nunca funcionaría). Siempre recreo aventuras en ella, mejor dicho, cada tanto vivo ahí. Suelo andar con mi autito rosa (¡Culpa de Penélope Glamour!) por las callecitas empedradas, despacio, para poder respirar el aire y palpar el ambiente, de hecho los habitantes son muy amenos. La noche pasada estuve caminando por el barriecito de Montmartre, a lo largo del Boulevard Magenta; subí las escaleras y miré todo desde arriba: la melancolía que me produjo hizo que bajara corriendo y me metiera en un bar donde sonaban unos instrumentos hermosos. El hombre que cantaba me resultó conocido inmediatamente. Sí, era él. Suelo encontrarlo seguido. ¿Por qué no me dejará en paz su imagen, su recuerdo constante? ¿Hasta cuándo tendré que lidiar con el dolor? Si mi lugarcito está pensado para irme, para refugiarme del sufrimiento que me quebró de esa manera, ¿por qué aparece? A veces me quedo allí y soporto, otras huyo hacia el cuarto nuevamente… …En realidad, estoy tan encerrada en esta habitación que prefiero verlo de vez en cuando y permanecer, donde disfruto un poquito de libertad. Pero ellos siguen luchando para que no la tenga más. Verdaderamente la pecera solo tiene una planta. ¡Qué tristeza! ¡No, ahí aparece otra vez mi urbecita! ¡Ya sé cómo se llama! Julieta Bellazzi (River Song)
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Destellos diminutos
A
caso nuestro destino haya consistido en ser la otra Fedora que mi padre,
en su delirio pergeñó y en su demencia enfurecida, oponiéndose a ser esfera de museo, nos instó a elegir. El infinito rodar por el universo nos trajo hasta aquí, donde estamos en esta atmósfera nuestra, diáfana, perfecta para todos. Melancólica, gris y asfixiante para mí. Si al menos otra vez pudiese atravesar la superficie, llegar hasta allí y tocar, oír lo que veo ansiosamente transcurrir en un tiempo que no es su tiempo. Aquí en esta perfección de cristal veo lo de siempre: espejos, superficies plateadas, destellos de colores que su sol nos presta. Es en esos momentos que emerge que emerge su figura, a veces plácida, a veces preocupada, otras tierna, cuando no apasionada. Escudriño esperanzada en sus ojos los destellos de asombro de su mirada ante un ser diminuto, que con perpleja pasión lo ha mirado, aunque eso haya significado la cárcel eterna aquí, en una de las torres, la más alta cuya visión estratégica ha marcado mi destino. La primera vez mi padre sentenció categórico: - La ciudad de cristal diminuta tiene sus leyes. Aquí todo es perfecto, hasta el amor. Sabes que quien osare atravesar la superficie para llegar al exterior, recibirá el repudio de todos nosotros. Y, tú mi hija, lo has hecho. Argumentas "amor humano". ¿Para qué ha servido tanto rodar por el mundo en busca de perfección?¿Acaso crees que hallarás felicidad? Los seres diminutos solo la obtienen aquí. ¡Esfuérzate! Mientras respiro su mismo aire y me alimento de su propia luz, debato mis días entre la esperanza de la libertad y el horror al exilio, pues sé que sobrevendrá. Para entonces, ¿bastará un destello diminuto de pasión para quebrar la perplejidad del ser que amo?¿Sobreviviré allá afuera si lo logro? Araceli Beatriz Beltramino (Abril)
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D
unna había sido su hogar desde siempre, pero Jaime estaba convencido que su vida no era en la ciudad púrpura,
como él solía llamarla, dada su afición a las mandarinas de tal color. Volvía a pensar en ello, porque ante sí se acababa de abrir la posibilidad de viajar a un destino que hasta entonces no había contemplado en sus pensamientos nómadas. Aquella mañana, tomó el autobús hasta la urna de cristal donde trabajaba, pero en el trayecto, una llamada interrumpió sus pensamientos. Resultó ser una exjefe suya, que lo quería involucrar en un proyecto de grandes proporciones y ello requería trasladarse de manera permanente a Llanfairpwllgwyngyllgogerychwyrndrobwllllantysiliogogogoch. Lo único que le preocupaba era el idioma, pero lo harían estudiar y eso lo emocionaba más que nada. Finiquitó detalles con su novio, quien logró ubicarse en un buen trabajo y viajaron a final del mes. La casa que les asignaron se ajustaba a sus necesidades y las de sus gatos, dos mininos dunnenses que habían desarrollado habilidades poco comunes en su especie, gracias a que Jaime los alimentaba con extracto de las mandarinas púrpura. Su familia se encargaría de exportar el jugo, puesto que solo lo podían consumir él y sus conciudadanos. O al menos eso creía Jaime. Para cuando fue su primer día de trabajo, había recorrido la ciudad, que era asombrosa, con su puerto de película y sus edificios de formas redondeadas. Llegó temprano a la empresa y mientras lo ubicaban en su nuevo puesto de trabajo, intercambió impresiones con una paisana suya que estaba de recepcionista. Pronto bajó su nuevo jefe y lo condujo más abajo, en los sótanos, que no parecían tal por la forma en que estaban decorados. Es más, tenían toda la pinta de ser una ciudad debajo de la ciudad. Aquí y allá había réplicas ajustadas al espacio de los lugares emblemáticos y dentro, se veía mucha gente haciendo experimentos. Al cabo de un minuto estuvieron en “El huevo”, su nuevo laboratorio. Y cuando se fijó en los frascos, descubrió con asombro las semillas de sus preciadas mandarinas. El jefe explicó que estaban probando un nuevo método para clonar las semillas, de tal manera que pudieran convertirse en un producto nacional. Además, buscaban nuevos usos medicinales y para ello requerían de sus conocimientos profesionales. Jaime se sintió halagado y de inmediato conversó con todos sus nuevos compañeros. En menos de tres semanas, ya estaba haciendo sus primeras pruebas con los sujetos de experimentación. Eran dos, una chica y un chico. La muchacha le caía bien, era rara, pero siempre sonreía y andaba con unos audífonos que sólo se quitaba para saludar y para despedirse. En cuanto al otro, era de lo más normal en aquella ciudad y no era nada amigable, así que se limitaba a inyectarlo y hacerlo firmar la planilla correspondiente a la dosis. Todo parecía normal. Su vida en familia no había sufrido mayores cambios, así que podía concentrarse en su trabajo. Una noche, cuando ya casi todos se habían ido, tuvo que quedarse a comprobar unos datos que había arrojado la máquina de escaneo de las plantas clonadas, puesto que había notado un ligero cambio en las estadísticas. Las ganas de ir al baño se hicieron insoportables y cuando cruzaba frente a “La torre del reloj” –la oficina principal- escuchó un fragmento de conversación que lo dejó pensativo. Su jefe argumentaba que la chica de los audífonos había empezado con los mismos síntomas que la anterior –a Jaime le habían dicho que ella era la primera- y que probablemente, si no cambiaba nada, moriría dentro de poco. ¿Qué estaba sucediendo allí? La mente de Jaime se puso a trabajar de inmediato. Cuando regresó, miró el historial de la chica y comprobó las estadísticas de las modificaciones que sufrieron las semillas clonadas. Poco a poco fue entendiendo que allí no estaban creando simplemente un comprimido para la gripa, como lo había anunciado su jefe el primer día, sino que era algo más grande y quizá, más oscuro. Decidido a descubrir el misterio, empezó a quedarse más tarde de lo normal, aunque ello implicara sacrificar tiempo en casa; pero su novio comprendió la gravedad de lo que sucedía. Cada noche procuraba entrar de manera subrepticia en las oficinas donde suponía estarían los indicios. Para ello consiguió uno de los uniformes de sus compañeros de aseo y así nadie se daría cuenta de nada. Pronto reunió pruebas suficientes para comprobar que, tal como lo había sospechado, la pastilla que se estaba creando con el extracto de la semilla de mandarina púrpura como ingrediente principal, no era para contrarrestar los efectos de la gripa, sino para dejar estériles a las mujeres y a los hombres. Los resultados implicaban que la droga era demasiado fuerte para ellas, pero en ellos, lo único que provocaba era un efecto anticonceptivo. ¿Cuál era la razón para querer hacer una pastilla de este tipo? Jaime no entendía las verdaderas razones y tampoco entendía cómo podían matar a una persona con ese fin. La semana siguiente, la chica de los audífonos volvió y Jaime se dirigió a la sala de pruebas, pero justo cuando iba a girar la manija, una mano enterró la aguja en su cuello. Su novio se preocupó de inmediato ante su ausencia pero no pudo hacer mucho y para cuando Jaime regresó, una semana después, solo atinó a pedirle que se fueran de allí. Myriam Luz Buitrago Arcila (Myriliteratura)
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Gris
champignon.
Lagañas. -¿Lasagnas? Al baño urgente. Correas. Listos. A los otros baños. Negras bolsas a deshoras. Gritos. Baches. Apurones. Bocinazos. Rutina de la monotonía. Los mismos acordes de... Caminatas sueñeras o somnolientas. Contracturas trotantes. -¿Son tuyo´? - (Sonrisa). -Eto do te hacen caso, el marrón, no. Gutiérrez, Mármol, Blanquita. Francisco Ariel Cabello (Pulgüi)
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M
e gustaba volver a esa ciudad por ese aire de campiña inglesa del siglo pasado, de
novela de Agatha Christie, de clima brumoso y eternamente gris. Creía ingenuamente que, tal como le aconteció al protagonista de la película de Woody Allen, algún día un auto de la década de 1920 vendría a buscarme para llevarme a una mansión plagada de sirvientes para así, junto al detective de oficio, resolver el asesinato de una rica heredera. La diferencia es que yo no deseaba transportarme a otra época; yo deseaba vivir en la ficción. En fin, en la perseverancia y búsqueda de esta ensoñación es que cada año regresaba. “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”. Leía la frase carente ya de todo sentido desde hacía varios minutos mientras volvía una y otra vez la vista hacia la callecita empedrada. Una mujer se paseaba nerviosamente allá abajo. Llevaba un vestido bordó muy ceñido en la cintura y de falda amplia que bailaba a un lado y otro con su andar. El cabello rubio y brillante de ondas impecables y un sombrero de alas discretas a tono con el vestido enmarcaban y escondían un rostro del que sólo podía observar los labios de un carmesí furioso. Estrujaba en sus manos un pequeño bolso que abría a intervalos regulares para mirar en su interior, como cerciorándose que lo que fuera que contuviera todavía estuviera allí. Finalmente, y ya casi en agonía por su impaciencia, sacó un pequeño paquete de envoltorio verde y lo dejó impunemente sobre uno de los bancos que miraban al interior de la plaza que se encontraba en frente. Luego, se fue. Porque sí, porque estaba aburrido, porque no era el momento de adentrarme en la lectura de Dickens, decidí bajar e inspeccionar el paquete. Se trataba de una caja pequeña, casi tan pequeña como un tarjetero. Cuando la abrí, vi que contenía una única nota. “Nunca más vuelvas a aquí”. Quedé perplejo e intrigado. ¿Era para mí? Extrañamente podría haber sido el destinatario, si la persona que la hubiera escrito conociera mi rara afición por el lugar. Coloque nuevamente la caja en su lugar, ya dispuesto a volver a mi habitación. Al darme vuelta, vi que la rubia de vestido ondulante me miraba imperturbable. ¿Lo leyó? ¿Sabe lo que significa? No, no sabía lo que significaba y tampoco entendía nada. Busque la novela de Dickens, la vamos a necesitar. Lo espero aquí abajo. Hice lo que me pidió, sin cuestionar nada. De vuelta a su lado, me indicó que la siguiera por la callecita empedrada. Por allí fuimos hasta perdernos en la sombra. Nunca más volví. Julieta Canabal (Ema O.)
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S
A saltos abía que ese colectivo paraba cinco cuadras más lejos, pero no, debía subir al 110, las ganas de mear
explotaban los riñones o el hígado?, qué sé yo. Cruzando Bufano por Jonte, no hay mucho para hacer , un barcito-restorant-sanguchería es lo único abierto a esa hora, casi las 3 AM. Ezequiel registró enseguida a ese que bajó del bondi, lo vió un poco distraído, apurado, cuando lo pasó, sintió la oportunidad, volvió sobre sus pasos, lo agarró por detrás Dame el celular… dame la billetera. Dale pelotudo… apurate… la concha…. (apenas reaccionando, apenas pudiendo moverse)..tomá… tomá… no te calentés… Callate, boludo (arrebatándole la billetera, apenas esperando que sacara el celular del bolsillo) Lo empujó, Esteban trastabilló, no llegó a caerse, se mantuvo en movimiento por inercia, hasta que pudo reincorporarse, ni miró hacia atrás, sabía que el que le había afanado ya no estaba. Sabía que tenía que irse del lugar, capaz lo habían visto, capaz no, pero lo lógico es luquear e irse, sin vueltas. Se quedó mirando la billetera más tiempo de lo común, y tampoco la descartó cuando estaba meando en el árbol y escuchó los gritos, ni siquiera sacudió, todo rápido, vertiginoso, un impulso lo hizo ir hacia el lugar, peligroso, recién había oportuneado en la esquina…. Ahora tenía que avisarle a Ana que había sido asaltado….mierda,.. está me ve a mandar un msj Esteban estaba recuperándose, solo 50 metros, cuando apareció, pero esta vez lo vio de frente, vio el cañón también La concha de tu madre… la puta que te parió , ¿Qué carajo querés que te dé ¿??, no tengo nada, …me acaban de asaltar recién en esa esquina.., la puta madre.. .(Se toca el tronco, palpándose). Dale la reputa que te parió, no te hagás el pelotudo y dame todo que te re cagó a tiros… No tengo nada ..(y el tono pasa de soberbio a desesperado)… recién me asaltaron en esa esquina… vengo de lo de mi no… Dale pelotudo, me importa un carajo… Esteban hace un gesto para sacar los bolsillos, darlos vuelta. Está por ponerse a llorar, todos lo saben. El ladrón fastidiado, podrido de hablar, de refilón le tira tres descargas, mientras se va apurado. Dos de un bar, que en frente miraron la escena se acercan a Esteban que está tirado, - pibe, pibe,… Esteban llegó al hospital, pero una bala le perforó el hígado. Sobrevivió un par de horitas, no más. Vi un par de tipos rodeando a otro en el piso, no sé por qué me acerco, qué carajo hago… Es el boludo que luquié recién… qué mierda pasó, qué pasó… nada pibe, lo asaltaron , qué va a pasar, le sacaron todo pero igual le tiraron, no hay códigos ya… Tampoco sé por qué me agaché, ni por qué me quedé cuando llegó la ambulancia y mucho menos por qué carajo me ofrecí a ir con él…eh flaco, flaco, cómo te llamás… Ezequiel, Ezequiel qué… boludo… Estás en shock? Ezequiel González y al pibe, lo conoces?... no… sí... no, si o no qué pelotudito este pibe, no, pero se llama Esteban Dublin, lo sé por el registro, qué carajo hacía caminando a esa hora si tenía registro?, su billetera estaba tirada al lado.., alcancé a decir para no parecer sospechoso, aunque la paranoia era mía, y tiene celular? … no… no tiene… mierda! Qué carajo hago acá? Llegamos al Alvarez, debía ser una situación jodida porque todos gritaban y corrían, y cuando corren en un hospital público es jodido...ya está pibe, si querés podés irte...gracias flaco, no tenías por qué…sí ya sé…me tiré en un banco de la sala de espera, me adormecí… me vibró el celular, la puta madre me había olvidado de desarmarlo, lo estrellé contra el piso, un par de personas en la sala de espera me miraron… pobre pibe , debe ser un familiar del que entró recién. ¡Qué olor a mierda desinfectada! Quedé de manija me voy, pasé por arriba de un perro de esos que duermen en los hospitales junto con las personas, debo haberlo pisado aunque no lo sentí, me mordió el tobillo el muy hijo de puta, le devolví semejante patada en el hocico que tuvo que recular gimiendo, entré en el primer bar al lado, derecho todavía escuchaba las puteadas de la enfermera que le toqué el orto. Sé que salí del baño, o al menos me lo imaginé. Caí desplomado, en el bar había un viejo callejero, me cortó el brazo, me alcanzaron hasta la puerta del hospital, sé que todos corrían… cuando corren en un hospital público estás jodido… ¡ Qué olor a mierda desinfectada!, estás reaccionando, te cagaste pibe….el timbre me era familiar y las carnes del orto también… qué buen ojete!!! Y se hace el galán todavía….las risas sonaban macabras… la bruja cachabacha… me acordé… Cuando salí era de mañana, el canto de los pájaros de mierda me quebraba la cabeza, sé que tiré unas pastillas que me dieron, sé que volvía a mi casa, sé que no quería estar ahí, sé que no era mi culpa, lo que no sé, ni entiendo es por qué carajo me importa. Natalia Noemí Cánepa (Tannat) Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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Marie: el arte de enseñar encarnado en la piel de una mujer medieval
L
a mañana amaneció de nuevo fría, silenciosa, desolada, invitaba más a perderse en la escritura para transcribir
libros que iniciar el camino a tratar de enseñar las primeras letras a un grupo de niños y adolescentes hijos de nobles, poco interesados en la tarea. Mi nombre es Hipatía, soy maestra, soy pobre, soy mujer. Vivo en una ciudad medieval llamada Castle Combe, en el corazón mismo de Inglaterra. Es un pueblo pequeño, donde viven alrededor de 350 habitantes. Los espacios que me encantan destacar de este pueblo son: su inmensa iglesia medieval, el mercado con su reloj medieval y la tranquilidad que lo caracteriza, lo cual lo transforma diría yo, en el pueblo más bonito de Inglaterra y el más encantador. Luego de encender el fuego, me acurruco en un sillón mullido que mi padre construyó. El calor de la estufa logra finalmente convencerme que no hace falta salir de mi hogar, que un día como hoy solo invita a tal vez escribir una historia. Poco a poco el cielo se ennegrece, el frío comienza a tornarse en vívido emergiendo en aliento helado desde mi interior. Sí. Lo que suponía lentamente comienzan a caer los primeros copos de nieve. Nunca me sentí tan bien con la decisión tomada: quedarme en casa el día de hoy. Revisando montones de papeles tirados el día anterior, encontré un nombre Marie. La pequeña Marie era mi alumna preferida. Tenía un ensortijado cabello rojo que le llegaba casi hasta la cintura, tenía ojitos azules, que cuando se enojaba, se tornaban en un verde profundo. Vivía con su abuela, pues la peste negra la había dejado casi sola en este mundo. Tenía apenas diez años, su cuerpo era delgado en extremo casi traslúcido, pero tenía una mente brillante, y brazos y manos fuertes, forjadas a partir del trabajo cotidiano que realizaba en la granja donde vivía con su abuela. Todas las mañanas Marie, con una canasta llena de los productos de la granja, llegaba al pueblo, llegaba a Castle Combe, y su vocecita pequeña pero profunda dejaba en claro que venía la verdura, huevos, carne fresca de la granja. Soy la primera en escucharla, pues vivo en las afueras del pueblo. Cuando ella da su primer grito me levanto, comienzo a alistarme para ir al lugar de encuentro con mis estudiantes. Su largo cabello rojo comienza a divisarse en el camino recto de adoquines que conducen al corazón de Castle Combe. Pasa primero por las pequeñas casas, las gruesas mujeres amas de casa se arremolinan frente a su carro y en un halo casi mágico el colorido de las verduras hacen una danza en los aires pasando de mano en mano. Luego Marie cantando viejas canciones llega hasta el mercado central cuando el reloj clavado en el centro del mismo indica un poco más de las siete de la mañana. Ella apura el paso, deja en el puesto de su abuela lo que quedó de su paso por el caserío. El mercado central es otro mundo, lleno de humo, gritos, ¡Pescado fresco! ¡las mejores verduras en mi puesto! ¡Bellas manzanas para bellas damas! ¡Las mejores legumbres en mi puesto!!, Marie atraviesa el bullicio del mercado, sale casi corriendo por una puerta lateral y se encuentra de pronto con una calle silenciosa, casi mística, oscura, húmeda, se siente el aire el aroma del almizcle, incienso, pachuli. Poco a poco, casi en un estado de sopor gira en una calle del pueblo y aparece la construcción central de Castle Combe. La iglesia, casi se puede adivinar la presencia de Dios en sus recintos. Majestuosa la construcción te impone de inmediato la pequeñez y finitud de tu existencia frente a Dios. Marie lentamente acalla su voz y se pone en actitud de respeto. La iglesia se erige con sus puntas dirigidas hacia el cielo como queriendo tocar a Dios, alcanzar lo divino. Los monjes ocupados en sus tareas rutinarias casi ni advierten su presencia, desde dentro se escuchan voces casi celestiales preparándose para la misa. Raudamente Marie atraviesa la calle frente a la monumental construcción. Y siguiendo una calle lateral atraviesa las calles de los artesanos donde los gritos, los cantos, las ofertas, los precios y los productos vuelven a ofrecerse a viva voz. Marie se detiene en la casa de un compañero Arturo. El ante el silbido agudo de Marie sale raudo de su casa, su padre el artesano mayor del pueblo, Giussepete, quien se dedica a la zapatería. Arturo le alcanza a Marie una roída alforja donde la niña guarda su mejor tesoro: hojas sueltas, un lápiz pequeño y un jarro. Los materiales maravillosos que le permiten cada día adentrarse al mundo del saber, al mundo del conocimiento. Ambos llegan casi corriendo a mi clase, Marie y Arturo se sientan juntos en una banca vieja alrededor del fuego frente a mí, Hipatía, la maestra de los niños. Marie es mi única alumna pobre, la única que a cambio de mis clases me acerca a diario la mejor manzana de su granja, la más roja, la más grande, la más dulce. Pero ¿Saben algo? Marie me recuerda mucho a mi infancia, dura, sin cuartel, pero también Marie comparte conmigo el mejor secreto y tesoro del mundo: a ambas nos fascina el conocimiento, la aventura de indagar en el mundo natural. Cada mañana cuando la veo llegar a mi improvisada aula mi corazón se siente cálido, satisfecho. Ya no estoy más sola en este mundo medieval, porque existe alguien, Marie una niña de ensortijados cabellos rojos, que algún día continuará mi tarea. Y eso ya es suficiente para sentirme feliz. Cierro mis hojas donde hoy plasmé la historia de Marie, la de cabellos rojos del pequeño pueblo medieval de Castle Combe, en la Inglaterra del siglo XIV. O quizás debo decir que escribí la primera parte de la historia de Marie una futura joven maestra medieval. Elizabeth Yolanda Carrizo (Elena Anaquin)
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Una mirada
E
ra un día templado, como la mayoría de los días en la ciudad. Las aguas que rodeaban la isla se
encontraban tranquilas y el sol comenzaba su ascenso iluminando las calles. Por la ventana de su departamento, Leticia podía ver los primeros movimientos del día. Estela observaba también, con la taza del desayuno en la mano. Aunque el clima era hermoso a Leticia le aburría que nunca lloviera, ni hiciera frío ni hubiese viento. La perfección no siempre es perfecta para quienes la transitan. Haciendo frente a su letargo, luego de una ducha salió con decisión hacia el trabajo. Estela amaba los días templados. Al cruzar el umbral sintió la temperatura ideal en su rostro y sonrió. El trabajo se volvía tedioso, agobiante. Horas y horas sentada contestando teléfonos de manera mecánica. Miraba por la ventana continuamente y recordaba esa sensación cálida del sol tocando su piel. ¿Cómo contener el deseo de salir corriendo de ese lugar ahora que el sol se encontraba en lo más alto? Los papeles se acumulaban en su escritorio, se multiplicaban, tal vez se reproducían entre ellos. Hubo un tiempo en que amaba su trabajo y se hubiera enloquecido con solo ver un mensaje pendiente. Ya no sentía eso, ya no sentía en verdad. Había algo que se había agotado en ella. – Leticia, ¿ahora qué pasa?- le diría su madre –¡siempre disconforme esta chiquita! Le molestaba ese pensamiento, escuchar esa voz otra vez, ahora que era una mujer adulta e independiente. El almuerzo era el mejor momento. Salir, respirar, aunque solo fuesen cuarenta minutos. El espacio de la oficina le resultaba asfixiante, así que jamás se quedaba en el comedor. Compraba algo en la panadería de enfrente y se sentaba a comer en la plaza, en cualquier banco o en el pasto. En general nadie le hablaba, nadie se acercaba, ni siquiera la miraban. Antes le resultaba doloroso, pero ya se había acostumbrado a su transparencia. – ¿Quién es Estela? – preguntaba cualquiera de sus compañeros al menos dos o tres veces al día. Trabajaba allí hacía seis años, en el mismo escritorio, en la misma silla. ¿Quién es Estela? La tarta del día estaba mejor de lo acostumbrado. La disfrutó en su banco de siempre. La plaza estaba llena de gente aprovechando el día. No había una sola nube, ni una brisa que rozara sus cabellos. Todos se veían tan felices. Solo Leticia parecía notar que los días eran iguales, que los árboles no se movían, que las flores eran siempre las mismas. El atardecer llegó pronto con sus colores violáceos. Cuando salió del subte, a tres cuadras de su casa, las estrellas ya empezaban a brillar. Al llegar, Estela lavó la taza del desayuno, cocinó algo, cenó. Leticia compró en una rotisería camino a casa, detestaba cocinar. La noche ya se había instalado sobre la ciudad, la soledad de esa hora comenzó a invadirla. Parecía que la soledad entraba con ella por la puerta todas las tardes y esperaba agazapada hasta que la noche avanzara. La encontraba generalmente en el sillón, mirando al vacío, preguntándose. Pero esa noche Leticia miró por la ventana y más allá del vidrio, más allá de la noche, más allá del reflejo encontró una mirada. Estela repasaba una vez más los muebles siempre limpios de la sala, y se detuvo en el adornito con la ciudad flotante. Lo levantó a la altura de sus ojos para que no quedase ni una pizca de polvo, aguzó la vista y a través del vidrio, en la ventana más alta del tercer edificio de la derecha, encontró una mirada. Carla Romina Castro (Ko'ê ) Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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E
El message n una metrópoli, en un tiempo no muy lejano, cuando el futuro se vivió en el presente…
- ¿A vos te parece que sigamos con ese mensaje en todas las pantallas? ¿No se dan cuenta que tenemos cosas más importantes que hacer? – “INMINENTE FIN DE LA COMUNICACIÓN” - ¡Mami!, fijate que estoy llegando tarde… ¡Juan me dijo por el intercomunicador que ya está empezando la clase! – Mira la pequeña pantalla mientras escucha música. No capta el mensaje de su madre. - Ya voy muy rápido por la autovía y la telepantalla sigue enviando ese mensaje… No tengo tiempo para leer todas las advertencias, y menos cuando estoy apurada porque tengo que ir al gym. Marta se detuvo en el parking de la institución y Leandro bajó sin darle un beso. Ella no se turbó porque estaba muy apurada. Sin desconectarse de la pantalla y de su música, Leandro saludó gesticulando con la mano que tenía libre. En ese momento, en todos los móviles, las pantallas y los telecomunicadores, se anunció… “INMINENTE FIN DE LA COMUNICACIÓN” - Pero… ¿qué les pasa? – dijo Esteban preocupado – Esto me tiene perplejo, lo único que hace es interrumpir la comunicación. ¿No se dan cuenta que necesitamos estar conectados, comunicados? - Te cuento que desde temprano mi mamá se quejó de lo mismo, pero parece que esto va a seguir durante todo el día – dijo Leando sin mucha intranquilidad, mientras esperaba que el mensaje saliera del cyberespacio, para volver a su música. En ese momento, la profesora advirtió que los jóvenes no se inmutaban por el mensaje general; entonces comenzó a enviar breves msn de advertencia. “:0! KDA POCO TIEMPO…” “C CORTA LA COM!!!!!” Al recibir Leandro los mensajes, se inició una batalla por deducir lo que estaba ocurriendo. Todo el grupo de jóvenes recibió los mensajes intercalados con el enviado general; sin embargo, el intento de advertencia no fue percibido por los estudiantes. Por ello, la profesora desistió y esperó con calma lo que supuso iba a suceder. Mientras Leandro y Esteban superaban los msn de la profesora, se dieron cuenta de la existencia de una nueva red. Curiosamente, intentaron ingresar, y cuando lo consiguieron, la ciudad se tornó en tinieblas; las pantallas, los intercomunicadores, la autovía, y todo aquello que funcionaba dejó de hacerlo. - ¿Qué pasa? ¡Todo está oscuro y sin movimiento!- asustado Leandro le avisó a Esteban- No sé… ¿tendrá que ver con el msn general? Esto no me gusta nada. - Voy a enviar un msn a mi mamá para ver qué sucede afuera. - Avisale, que seguro ella está al tanto – Esteban tembló por la incertidumbre pero siguió indagando en la nueva red. Leandro escribió, mientras navegaba con su móvil. “MM AK C CORTO TODO… Q PASA??” Mientras esperaba la contestación, se topó en la nueva red con un conteo regresivo que se acercaba a su fin. Sorprendido ante este enigma, buscó a su amigo que apenas podía percibirlo en la oscuridad. - ¿Esteban?, mirá lo que encontré.- … - ¿Esteban?, todavía mi mamá no me contestó y esto ya no me gusta. ¿A vos alguien te mensajeó? ¿viste lo de la red y el cuadro de conteo? ¿qué será? - … Ya casi no se escuchaba nada en la ciudad. Todo se tornó inmóvil y fantasmagórico; pero continuaba enviándose… “INMINENTE FIN DE LA COMUNICACIÓN” - Lo recibí de nuevo y el conteo se está acercando a 00:00:03. – dijo Leandro buscando desesperadamente a su compañero. Volvió a intentar comunicarse con su madre; pero fue inútil porque no recibía respuesta alguna. - ¿Esteban? …¿Esteban?... ¿me oís?... - … - ¡Hola! ¿Hay alguien ahí?... No se movió nada, ni se oyó un ruido. La ciudad quedó desolada. Y el mensaje final decía así: “00:00:00 FIN DE LA COMUNICACIÓN”. Anabella Mariana Castro Ramos (Belcha Kurü)
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Ronaldo
F
eliz año nuevo!!! Acá ya es la 1:35 y con ale ya estamos en el hotel. Ayer llegamos a Strasburgo, Francia
y hoy ya recorrimos casi toda la ciudad jaja es linda chiquita pero muy bonita. El hotel no les puedo explicar jaja es horrible es de una estrella, y encima no tiene desayuno incluido, pero bueno es lo que había y nos quedamos 2 nochesmas. Hoy a la mañana fuimos a conocer un poco, a la tarde se largó a llover, y a eso de las 11 volvimos a salir para ver donde se juntaban todos para celebrar, fuimos a una plaza acá cerquita, había mucha gente de todo tipo y edad, pero unos pavos tiraban fuegos artificiales para cualquier lado y eran re peligrosos. Después de como 30 min de fuegos salimos a caminar un poco por la ciudad y nos volvimos a la divina habitación, donde teníamos en la ventana 2 cervezas y flancitos ¡jee! porque mañana no abre nada. Acá justo 10 minutos antes de las 12 empezó a nevar un poquitito asi que estaba bastante resbaloso pero era re lindo. El clima en si bastante frío no sabemos que más ponernos porque se nos congela todo el cuerpo. Besito María.
Voló anoche. Ya nos despedimos. No es la primera vez que lo hacemos, estos adioses la desarman, a mí también pero creo que a ella mucho más. Es fuerte, alegre, caliente y buena mina, la quiero desde los dieciocho, ya hace más de ocho años que estamos así, amor a la distancia, vía skipe, sexo cibernético, eternas cartas de amor y de promesas, “eternas y utópicas diría mi terapeuta. Nunca es el momento justo “para que venga”, mi beca, mi nuevo trabajo, mi padre autoritario y dominante que pide explicaciones, yo tengo ciudadanía alemana (ella no). ¿Tengo miedo? ¿Estoy enamorado o no? ¿Soy un inmaduro? ¿Qué me impide tomar una decisión-la que fuera-pero llevarla a cabo definitivamente? Alejandro recordaba la escena mientras caminaba hacia su departamento, hacía frío, en medio de ese pensamiento se acordó de su Macbook, ayer mientras ordenaba los archivos había encontrado el mail que ella había enviado a su mamá; no había dejos de reproche ni de disgusto, los encuentros con Ale se teñían de tanta ilusión que también se expandían a todo lo contara esta estudiante de sonrisa fácil. Ronaldo, su vecino de cuarto era un joven de Portugal, nacido en Sintra, una villa portuguesa del distrito de Lisboa. Diría Alejandro: -esto de viajar te abre la cabeza y en un día podés hacer un curso “acelerado de geografía”, en la escuela no se aprende nada de otros lugares – o muy poco. Si yo pudiera ser como Ronaldo, él está dispuesto a todo por ella, me lo ha contado de todas las formas posibles, él no es un Feigling [i] como yo, está dispuesto a todo, él fogoso y enamorado; yo, frío y dudoso. En eso estaba, buscando el llavero en el bolsillo izquierdo de mi mochila, una llave para la reja, otra para la puerta principal y la tercera para el cuarto; antes de llegar a cumplir el último ritual de aquella entrada, levanté la vista, no sabía si era un chiste o producto de mis noches mal dormidas. Sobre la puerta de mi vecino se leía la siguiente leyenda: Amigos: He salido un momento a pedir la mano de Rosaura. Llevo demasiado tiempo solo. Si acepta huiremos juntos de la ciudad, nos casaremos en la primera iglesia que encontremos en el camino y tendremos dos hijos. Al mayor lo llamaremos Anselmo, por mi abuelo. De lo contrario volveré en cinco minutos. ----------------[i] Cobarde, gallina. Alba Alicia Cerutti (Nieves Borrell)
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A
Testigos del tiempo l borde de la autopista, observan. El sol está cayendo, las autonaves que circulan son cada vez
menos. El trajinar del Distrito Capital se va aquietando. Todo ha cambiado mucho, mucho. Pero en esencia, sigue siendo igual. Los pocos que aún deambulan por las indiferentes autovías, corren. Temen que la noche los encuentre afuera. Es una antigua costumbre de la que no se pueden desprender… ya no hay nada que temer o que pueda inquietarlos en la oscuridad. Ahora sí todo es seguro, como hace cientos de años se prometía… Y sin embargo, la noche los sigue asustando. Quizás sea atávico. O una simple excusa para volver a habitar rápidamente la virtualidad… esa virtualidad en la que se sienten verdaderamente, reales. Y mientras las sombras de los últimos dos que se bajaron de las naves públicas se deslizan rápidas hasta perderse en la penumbra; observan. Aún no se animan a salir, saben que deben esperar a que la quietud sea total. Sobre las superficies de espejos de los rascacielos se reflejan las estrellas y los cometas, sin que nadie repare en ellos. Nada se mueve afuera, nadie parece habitar allí; y, de hecho, cualquiera podría pensar que se trata de un distrito abandonado. La vida se ha mudado al interior de los muros de espejos donde la escena se repite idéntica: llegar, quitarse el traje de calle, tomar su pantalla líquida y allí “comenzar a vivir de nuevo”: El espacio público ha quedado reducido a ser un mero lugar de tránsito; se utiliza solo para trasladarse a los liceos y a las oficinas. Lo que queda de la vida lo destinan a las pantallas. Así que se limitan a esperar, al borde de la autopista, a que abandonen las calles. No, les importan los motivos que tengan para correr… ya no creen ser su causa. Tampoco emiten juicios de valor sobre sus formas de vida, sus creencias o sus miedos. Nunca lo han hecho. Se han limitado a estar al margen, intentando no interferir, intentando no existir para ellos. Sin embargo, eso no fue suficiente. Entonces, aprendieron a vivir en la penumbra, a habitar la oscuridad que a ellos tanto atemoriza. Pero tampoco allí pudieron estar en paz. Adaptaron su vida a las alcantarillas, a los ductos de ventilación. Y también llegaron hasta allí. La persecución fue ubicua, buscaban el exterminio. Sobrevivieron como pudieron. El progreso no solo había traído naves; también ciudades más pulcras y seguras, sin alcantarillas, sin baldíos, sin terrenos sin monitorear… pequeñas lentes, microscópicas cubrieron todas las superficies del planeta. Y químicos. El futuro trajo muchos químicos y con ellos, formas asépticas de exterminios masivos. Resistieron. No importa cómo, ni siquiera para qué. Resistieron y resisten. No, no es ideológica ni utópica su resistencia. Tampoco es cierto lo que se dice: que quieren o necesiten volver a una forma de vida anterior, supuestamente más natural o ética. No hay ninguna superioridad moral, ningún juicio de valor. Tampoco es el altruismo lo que mueve su supervivencia. Resisten en la clandestinidad, simplemente porque es la única manera en que pueden vivir. La calma parece haberse enseñoreado en la ciudad. Observan. Una de ellas se asoma un poco más, sobre la autopista, está por incorporarse cuando la detienen. A lo lejos se ve una última silueta que corre. Aún no es prudente salir. Y mientras esperan, solo observan. Sus sentidos se han aguzado; tantos años de clandestinidad los han hecho hipersensibles; pueden percibir hasta el leve roce de los dedos sobre las pantallas líquidas, en el interior de los edificios vidriados. Observan. Son, sin haberlo querido, sin tener vocación de memoria, testigos privilegiados de la Historia; han estado allí, al margen, observando siglos y siglos y siglos. Sus ojos, sus oídos lo han presenciado todo. Desde el margen. A la orilla... Ahora sí todo parece estar en calma. No hay sombras furtivas que quiebren la quietud. Despacio, de a poco se van incorporando, se van encaramando a la autopista. Son muchas, son miles, son cientos de miles. La calle vuelve a ser de ellas. Mientras los cansados duermen y los insomnes son abducidos por sus pantallas; las cucarachas vuelven a apoderarse de la ciudad, una vez más. Mónica Andrea Codecido (Wilkillén)
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El pozo
D
“
el agujero de Ponescale nadie quería hablarme. De chica tuve la oscura videncia de que
algo en mi destino estaba ligado a ese foso desértico, seco, que solo de oídas conocía. Siempre fui curiosa y supe que no moriría sin asomarme al misterio”. Son las primeras líneas del diario de Jacinta Arike. Ni mil páginas bastarían para describir todo lo que contienen estos papeles que llegaron a mis manos algo resquebrajados y cubiertos de polvo. “Estamos a pocos kilómetros de Ponescale. Percibo los últimos matices coloreados por la luz de un cielo opaco. Me produce asombro notar cómo va apagándose el cielo: se destiñe el celeste y el sol detrás de la montaña es un recuerdo ya de su ciclo eterno.” No sé de qué manera habrán llegado estas hojas al sótano del galpón donde vivo; lo cierto es que me llena de admiración la sensibilidad que se desprende de la pluma de la joven escritora. Le parecía increíble estar llegando a aquel lugar casi mítico, después de seis años de haber escuchado por primera vez el nombre prohibido. Recordaba muy bien la escena: bajaba a desayunar una mañana fría de agosto y desde el descanso de la escalera de madera de esa casa -que sentía como su “prisión de cristal”- Jacinta escuchó de labios de la madre las palabras que quedarían inmortalizadas en el escrito: “Esta hija mía me preocupa. Sus ojos, esos ojos marrones, casi negros, insondables, siempre tan redondos y brillantes… como esas canicas que le fascinan… no sé… tienen algo diferente…”. –“Inquietan, sí- respondía un hombre desconocido- porque parece que quieren saber todo, explorarlo todo”.“- Mmsuspiraba nerviosa- tendré que asegurarme de que jamás sepa de la existencia del pozo de Ponescale…” “Al pronunciar esa última frase la tosca mirada de mi madre se encontró con la mía y kilómetros de distancia nos alejaron en un instante. Eso bastó para que me obsesionara con aquel destino. Entonces intentaron llenarme de miedo. Me contaron la horrible leyenda de un ángel negro, que de tan hermoso y luminoso que era en el principio de los tiempos, había querido competir con el mismísimo Dios. Por su soberbia había recibido el castigo de caer violentamente del cielo y abrir en el suelo de esta ciudad vecina un boquete con círculos cada vez más estrechos. En el pozo de Ponescale, aseguraban, está la puerta del infierno, del reino de la culpa y el dolor.” “La leyenda oscura había llenado de temor y hasta paralizado a los habitantes del estado de Suazilandia: el infierno amenazaba en el distrito de Ponescale. Claro que vivíamos protegidos en Lubombo, región en donde la vida transcurría monótona, rutinaria y perfecta”. Jacinta afirmaba que no había de qué temer mientras la gente se regulara por los mandatos implícitos de la tradición, las leyes de piedra y la inmovilidad casi total. Pero debía haber algo más. Cuando Arike partió de su casa era el 11 de julio del año 1898. Acababa de cumplir diecisiete. Nadie imaginó que se atrevería a viajar al distrito vecino. Nadie jamás la volvió a ver. De su llegada a la ciudad maldita registraba: “A pesar de que hay rutas y vías, la disposición de las casa o galpones- como le parecía más justo llamarlos- , es irregular, caótica”. El mito del embudo infernal y sus horrores se había colado particularmente en las almas de los Ponescalenses, almas unificadas por un factor común: el miedo. De hecho, los pobladores jamás se atrevieron a explorar más allá de la línea gris, el límite del mundo conocido. El agujero alarmaba. “Los habitantes de esta ciudad, esclavos de la fábrica y del desierto reflejan en la opacidad de sus ojos- sello que los caracteriza- , los horizontes de tierra y silencio que contemplan cansados día a día. La atmósfera reseca parece haber endurecido y secado las almas”- anotaba Jacinta. Hoy, con gran dolor, confirmo esa realidad que Arike plasmó en sus memorias y que sigue vigente- pasados más de cien años de su relato-: desde mi infancia había notado el endurecimiento de mis coterráneos. Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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Tal vez por esa misma particularidad de las miradas, por el violento contraste, era que me inquietaban los ojos intensamente iluminados de los mensajeros que un día al año aparecían desde no sé dónde por estas latitudes con palabras y paquetes cuyo contenido nunca pude conocer por completo. Intuyo que uno de ellos trajo a mi vivienda el preciado diario. Siguen las abundantes descripciones de mi ciudad y mi gente: (“Uniforme y gris, podría asegurar que aquí casi nunca brilla el sol. Este desierto debe ser el infierno. La tristeza de los pocos rostros que he visto deambular así lo confirma….”) Pero prefiero avanzar en las anotaciones que despertaron una ilusión con respecto al estéril suelo en que me ha tocado nacer, tierra en la que los hombres caminan cabizbajos, como derrotados, sin esperanzas. “Descendí sin dificultad hasta el octavo círculo. Simplemente bajaba los escalones con cuidado. Nada escapaba de lo normal hasta ese punto, salvo un rumor indescifrable cuyo volumen crecía a medida que avanzaba. Encontré en el camino extraños utensilios: unos cuernos, tal vez de cabra, y herramientas parecidas a martillos. Cuando parecíamos tocar el punto más estrecho del embudo, en la novena pista encontré una puerta de roca. El espectáculo de la caída de la tarde había dado paso a otro tal vez más hermoso: la aparición de la enorme luna llena y las estrellas en un cielo despejado. Tuve entonces el coraje que necesitaba para abrir ese portal. El rumor seguía lejano, pero claramente se trataba de agua: de hecho, un río subterráneo corría a 20 km en lo profundo de la tierra. No podía verlo aún; tenía que atravesar una serie de túneles”. La descripción del trayecto es abrumadora. Sólo destacaré que en primer lugar Arike descubrió que esos túneles pertenecían a una mina abandonada. Placas metálicas de “Anglo gold”, herramientas de trabajo y carros oxidados le daban la certeza de que se trataba de una antigua extracción de oro y piedras preciosas. Sin embargo, el supuesto infierno era el tesoro más rico que podría haber existido jamás y no sólo por los minerales. Descendiendo por pasillos más estrechos y por escaleras perfectamente definidas Jacinta comenzaba a encontrar una vegetación que se tornaba más tupida a cada paso: gajitos de ceibos en caminos de tierra, flores entre azules y violáceas, de tamaño exuberante, abundaban por los jardines que ya podían vislumbrarse; árboles frutales, verdes de todos los matices; arroyos de agua cristalina y piedras de colores; un ambiente sereno y finalmente el caudaloso río se presentaba ante su mirada hipnotizada de belleza. La felicidad se completó cuando unos ojos muy parecidos a los de ella se acercaban a la orilla: la luz los hermanaba y les permitía reconocerse en aquel reino de pureza y de vida (…) Me basta lo hasta aquí expuesto como síntesis del diario de J.A. No puedo asegurar que sean ciertas sus crónicas o si lo que relata es fruto de su imaginación. Tal vez los paisajes fueron vistos en sueños. Sin embargo, más allá de toda especulación, elijo creer que la tierra de los hombres de los ojos de luz existe verdaderamente allá abajo y que un día esos increíbles árboles de flores azules y los ríos de aguas caudalosas llegarán a los hombres Ponescale. Mi gente podrá animarse a bajar al cono que nos conecta con el centro de la tierra y que han creído -¡tan lejanos a la verdad!- tenebroso agujero por siglos. De los habitantes de aquella otra tierra aprenderemos el cultivo, sembraremos los granos de vida, las semillas de esperanza (…) Quisiera cerrar esta crónica señalando un último detalle, interesante y tal vez esencial para comprender esta historia: en la madera oscura de la contratapa del diario encontré finamente tallada esta inscripción: “Para mamá, porque la luz existe y es la libertad y la luz es el amor”. Me pregunto si alguna vez la mujer lo habrá sabido. Fátima Colombo (Onix)
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H
-
Detrás del vidrio oy, otra vez. Las gotas repiqueteaban en el vidrio de la ventana. El cielo
se había puesto negro y de la nada había comenzado con fuerza a llover. Terminó de lavar la taza del desayuno y repasó todo lo que necesitaba para afrontar el nuevo día. Miró el bolso lleno de cosas,- encima le tengo que meter un paraguas. Hacia unos días que estaba ocurriendo. Sin preaviso, una tormenta fuerte, pero corta, se desataba. Pensó en las rutinas, en los pequeños cambios y en las sorpresas. Lástima que la única del día iba ser esta tormenta que escuchaba desde la cocina. Atrás habían quedado las hermosas leyendas de sus antepasados, con seres fantásticos y acontecimientos inimaginables. Ahora, la lluvia, otra vez. Saltó como un resorte de la cama, apenas el despertador sonó. Le encantaba aprovechar la mañana los sábados. Abrió las persianas. Un ardiente sol de verano se intuía desde tan temprano. Mientras se lavaba los dientes, encendió la música. Hoy estaba de un impensable buen humor. Se rascó las costillas, bostezó un poco y miró de costado su proyecto. Veamos qué pasa hoy- se dijo mientras tomaba el rociador. Oprimió la palanca unas cuatro veces, con eso bastaría. Se agachó para no perderse nada de lo que pasaba. Sonrió al distinguir a las pequeñas criaturitas y notar que corrían de una calle a la otra para refugiarse de la inesperada lluvia. Había sido muy organizado con su pequeño mundo de la pecera. Todos los días tomaba notas de los cambios y avances que observaba. Los había visto organizarse, crear, construir, pelear contra pruebas y obstáculos a los que día a día los sometía. Como la tarde en la que llenó de sal una parte de la pecera o cuando se le ocurrió meter una cuchara para ver qué pasaba. Muchas de sus personitas habían muerto esa vez, pero lograron reponerse, salir adelante. Bostezó nuevamente, hora de tomar un café. Mientras iba hacia la cocina, sintió que el viento previo a la tormenta se levantaba. Qué raro, pensó, va a llover. Mercedes De Los Santos (Ignea)
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Los observadores En la palma de mi mano la vida es una mota de polvo estelar que puedo observar en sereno éxtasis. Urge, entonces, desactivar el melodrama. Tu imagen plena de adjetivos hermosos y tremendos es apenas un minúsculo temporal en mi médula espinal. Con una copa de vino en la mano, te acercaste aquella noche para felicitarme y seducirme. Alegres salimos del bar. Caminamos por un desierto de madrugada y cuando terminaste de leer aquel pedacito de La vida es sueño, la niebla se tragó la plaza y nos dejó confusamente solos. Señalé las cúpulas ausentes y la luna difusa que servían de escenario perfecto para el beso que no me diste sino diez días después en circunstancias menos espectaculares. Temblaste secretamente cuando mi mano rozó la tuya y los amigos y los inoportunos nos vieron sonreír con complicidad de amantes. Hay lecturas que conmueven y hay conmociones que hay que saber leer. No quise besarte, un experimento para proteger el tiempo que transcurre incesantemente. Fue tras conocer tu casa, en la parada del colectivo que tuvo la poca delicadeza de venir a tiempo por primera vez. Me besaste como un lento experimento. Me miraste, forzando cualquier juego sutil que con descuido tensara y cediera la contingencia de una historia. Por un instante, la temperatura de la luz en tu perfil fue la idea platónica de delicia. El patio de la casa los entretuvo mientras existieron en conjunto. El dormitorio, el balcón alunado, la música de una guitarra, Kandinsky. Por un número impreciso de meses, habitamos la casa, la ciudad, el pequeño terruño que nos tocó en suerte. Fingiendo no saber que “siempre” es una palabra que nos está vedada, caminamos las calles, agotamos las películas en los cines, compartimos los libros, mojamos las sábanas. Pero el infinito trasciende los estrechos límites de una historia posible. Todas las ciudades encienden sus luces bajo la mirada burlona o compasiva de otro. Todas las ciudades albergan historias como nuestra historia. En la palma de una mano la vida es una mota de polvo estelar que es posible observar en sereno éxtasis. Urge, entonces, desactivar cualquier melodrama. Las imágenes plenas de adjetivos hermosos y tremendos son apenas minúsculos y constantes temporales en una espléndida médula espinal. Sabrina Daniela Domínguez (Saṃsāra)
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La primera vez, al verla así, tan avejentada, abandonada por los olvidos reiterados, la desconocí. Tenía el aspecto de quien se entrega y ya no puede reconciliarse con el trajín del día a día, con las conversaciones cortas, el paso apurado, las miradas evasivas. Ella había nacido en la época de veredas abiertas, de ronda de vecinos a la sombra, tardes de gritos desenfrenados, pelotazos en los jardines y ultimátums a la hora del inquebrantable silencio de la siesta. Había sido guarida, refugio, bastión de resistencia para parientes en problemas, una crisis tras otra, después las enfermedades, después los exilios y finalmente la soledad de la vejez. Si bien no tenía elección, decidí quedarme con ella. Al principio, me invadían los vapores espabilándose que desprendía, pero de a poco dejé de sentirlos y además, le fui contagiando cierto entusiasmo. Abría las ventanas todos los días, y después le agregué plantas y muebles y aromas en la cocina. Yo le daba y ella, que se recomponía, recibía dócil mis caprichos. La ciudad allí, tenía vecinos, de nombre y apodo, que qué bien estaba, que cómo había cambiado, que qué suerte que viniste y yo lo aceptaba, porque en el fondo, también me alegraba de haberme quedado allí con ella. Vivimos juntas unos cuantos años, incluso después, con la llegada de Ernesto y Laurita. Es cierto que durante ese tiempo yo le di mucho, pero también es cierto, que nuestra vida de cuatros calles a la redonda tenía fecha de expiración. Yo no lo había dejado claro desde el principio, pero sé que ella lo sabía, no me iba a quedar hasta el final. La ciudad tenía entonces para mí, la medida del espacio que la circundaba. El último día, le cerré las puertas y las ventanas, estaba vacía, como el cuerpo que en la agonía final, poco tiene que ver con la persona que conocimos. - Le entrego las llaves- dije sobreponiéndome - la casa es suya. Después, me fui. Adriana Escutary (Hadria)
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T
Ciudad ras quince años de ausencia, Selma regresa a la ciudad. Al bajar del tren, la
imagen de Andrés la golpea; su recuerdo trae sensaciones que habían quedado guardadas bajo llave en su corazón. Recorre las callecitas empedradas hasta llegar a su casa. Los ladrillos rojos y el techo a dos aguas le acercan la añoranza de su juventud, de la vida compartida. Abre la puerta, ingresa, todo está igual: los muebles, los libros... su casa. Deja la valija sobre la alfombra, recorre con la vista cada rincón, cada objeto, cada espacio llenándose de recuerdos, de momentos pasados hace largo tiempo. Lentamente sube la escalera sintiendo bajo sus pies la madera tantas veces pisada. Se asoma al escritorio rebosante de sus papeles, revisa la habitación de huéspedes, el baño lleno de sus perfumes. Llega a su cuarto. ante la puerta cerrada recuerda las noches compartidas, los momentos de amor, de pasión, de charla y silencios. Sin hacer ruido va entrando mientras abandona sus ropas por el piso. Se acuesta en la cama tibia acomodando su cuerpo a ese lugar conocido. Andrés, acostado a su lado, le susurra al oído: -Sabía que volverías. Silvia Ruth Fafasuli (Volaris)
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Círculo
L
levo horas caminado en busca de aire. No consigo respirar bien.
Pienso en lo que me dijo el médico “mucho tabaco, mucha comida, necesita más ejercicio mi amigo”. Tal vez la vida sedentaria me esté pasando factura. Decido ahora salir de la ciudad, no veo taxis, ni transportes. ¿Cuánto tiempo he estado encerrado? Sigo caminando. Siento que no avanzo, que me muevo en círculos. Hay agua y más allá del agua no se ve con claridad. Me detengo a pensar. ¿Cómo se sale de la ciudad? ¿Por qué no conozco el camino? No veo gente, ni cerca ni lejos. Nadar es una opción, nadar es un hecho. Me lanzo y comienzo a mover los brazos al compás de un pataleo. El agua parece estancada, está caliente, pero al fin avanzo. Descanso. Sigo con fatiga, y allí donde parece que el aire está cerca de mí, se cierra el círculo. No hay salida. Verónica Alejandra Diez (Verania)
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De puro aleteo “A eso, así de simple, se reduce todo: entre dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje.” El Viaje de Eduardo Galeano
M
e pescaron mirando una burbuja. Me pescaron en el instante de observarla
con la fuerza de querer ser una, en su airosa liviandad. Me pescaron siguiéndola hasta los límites de mis posibilidades. Mis límites no son los suyos: la vi cruzarlos con la sensación de quien se sabe presa. No soy burbuja, soy sólo un intento de serlo: un intento circular. Ahora, como quien mira llover, los miro. Miro sus ojos abiertos hacia adentro: una inmovilidad que insiste. Miro como quien mira llover y los escucho: me dicen que me ahogo en un vaso de agua. Como si aquella burbuja intentara nacer en mí, un movimiento redondo y volátil me sorprende. Soy yo por dentro. Me doy media vuelta para no empaparme de sus miradas tontas y me voy, no importa dónde. Como la burbuja. Pero no, no soy una, siempre llego al mismo punto de partida. Siempre acá, siempre las aguas me empujan a la costa. Siempre la costa resulta ser orilla de mis límites. Siempre pero siempre, me digo que el horizonte no se ve en la orilla. Y una ola de ahogada desesperación me deja flotando entre bocanadas mudas que buscan saciar un hambre de mares. Los escucho preguntar ‘¿Qué hace?’ algunos responden ‘Nada’, otros comentan ‘¿Eso es todo?’ y yo me digo ¿Qué esperaban? Mis aletas están para eso, no? Daniela Andrea Faisal Castro (Dana)
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H
ace ya tanto tiempo que no tenía el registro de la luz solar que hoy, al ver sus
rayos reflejados en los vidrios de los rascacielos me produjo una sensación de extrañamiento. La ciudad parecía distinta y eso hizo renacer en mí esperanzas. Con pisadas más optimistas volví a recorrer las silenciosas calles agudizando el oído. Sólo el ulular del viento rompía la monotonía del silencio absoluto. De a poco había ido aprendiendo a reconocer las diferentes formas del vacío, las profundidades del abandono, el latir profundo de la soledad. En uno de los túneles periféricos de la ciudad que daban al agujero mayor me pareció que la nada reverberaba en un chirriar metálico. Revisé minuciosamente cada pasillo, cada bifurcación, cada peldaño que ahora parecía ridículamente pequeño al sugerir el tamaño del pie humano que hacía ya varios lustros no rozaba sus superficies. Recordé "La caída de la casa Usher" y "Usher II", y su y su cara arrebatada por la pasión al comentar los cuentos de literatura norteamericana que retratan como nadie la hilarante inutilidad del producto humano que queda fuera de su tiempo... apenas llego a percibir un enorme estruendo, cae sobre mí un telón negro. No sé cuánto tiempo estuve tirado en el túnel pero el frío de una mano que me toma termina por traerme a este escenario infernal: todavía borrosa me encuentro con la imagen de la cara de una mujer joven que con voz entrecortada exclama: - El corazón casi me da un vuelco cuando me pareció que entre el polvo se recortaba una huella humana. ¡Y ahora te encuentro! Con un movimiento certero y antes que pueda darme cuenta un dispositivo extraño queda inoculada en mi oído. Y de a poco la memoria de ella y la memoria de quién soy yo comienza a alejarse... Los edificios resaltados por los rayos de la mañana se volvían más fantasmagóricos, El claroscuro al que se veían sometidos por ese irrisorio empecinamiento del sol por volver a aparecer a través de la gruesa capa de polución, apenas pude recordar la cita que ella repetía siempre: “Cuando vi que las enormes paredes se hundían sentí un vértigo… se oyó un largo ruido tumultuoso como la voz de innumerables cataratas, y la laguna profunda y oscura que había a mis pies, se cerró triste y silenciosamente sobre las ruinas de la casa Usher”. Silvia Beatriz Fernández (Macedonia de Frutas)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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B
Payana ajé con dificultad las escaleras del tren. La maleta pesaba más que de costumbre.
Entonces pensé en la humedad del otoño y el cansancio del viaje, ¿acaso los huesos del compañero crujirían en la maleta? En la estación todo parecía detenido, un purrete jugaba a la payana y el roce de las piedras parecía marcarle el pulso a la agonía del lugar. Saqué del morral la dirección del titiritero. Pregunté al guardia de la estación para que me orientara. En su rostro todo parecía detenido. Y el roce de las piedras.¡ Ay! tiempo, tiempo. Las campañas talán talán y el tren partió hacia el norte. Me precipité al Boulevar directo al taller de Don Gregorio. Murmuraba entre dientes: seis meses y ni un solo día sin desmayos: era insólito, inédito, inexplicable, insostenible. Y de la valija, pareció brotar un llanto. Toc Toc. Entre maderas, crucetas, clavos, hilos, martillos emergió la sombra de Gregorio. Respiré ansioso y ante su señal invitándome a entrar, empujé el picaporte. Impaciente abrí la maleta. Fermín permanecía acurrucado y tenía empapada de lágrimas su chaqueta de pañolenci. Levanté la cruceta y se incorporó muy despacio. En su cuerpo todo parecía detenido. El roce de las piedras en la estación seguían marcando el pulso. Fermín y yo hablamos de los desmayos y sus misterios. Entonces el viejo inventor de marionetas comprendió: el ciclo de la vida estaba llegando a su última estación. "Exceso de trabajo, corazón urgente, descanso… mucho descanso" dijo, sin embargo. El regreso a casa fue un tobogán desvencijado y crujidor. Don Gregorio pidió de acompañarnos argumentando necesidad de oxígeno y distancia de la humedad de su taller en beneficio de su asma. Lo invité unos días a casa como adivinando la paternal intención de su inesperada propuesta. La ciudad se entregaba al crepúsculo y hacia gárgaras con los vagabundos desnudos del suburbio. Quizás una última función fuera posible con dios como maestre de nuestro equipo de producción. Una última función...en nombre de los miserables de este bendito universo… con entrada libre y gratuita. El áspero aroma del café inundaba gran parte de la casa, anunciando partidas y presagios. En el taller, todo parecía detenido. Los ecos del roce de las piedras seguían marcando el pulso a la agonía del lugar. Don Gregorio encendió la radio. En la calle alguien soltó una carajada. Me pareció escuchar a Fermín tararear un tango. Lucía Ferrario (Carmen Fado)
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La flor ¡
B
iiiip! ¡Biiiip! ¡Biiiip! ¡Biiiip! ¡Crash! ¡Aghgggggh! Noooooo ¡zas! golpe duro, mi
conciencia se ennubla, se oscurece, siento el sonido de las sirenas y la gente gritar, no sé que ocurre, empiezo a cansarme, mis ojos y mis párpados pesan, mi cuerpo toma mayor calor, duermo. Despierto en cama, me levanto muy temprano, giro mi cuerpo hacia él, lo miro fijamente y veo en su rostro unos albores de sonrisa y tranquilidad, quisiera penetrar en sus sueños, no puedo, pero muy seguramente estará pensando en mí. Observo sus brazos grandes y fuertes y recuerdo los abrazos y besos que cada mañana junto con el susurro de un te quiero al oído me da. Y allí siempre allí una flor arrancada de afán encima de mi mesa, una costumbre desde la universidad cuando me esperaba para salir a caminar al parque. Aire, ruido, lluvia, sol, no importaba, solo queríamos caminar y hablar, hablar de nuestro futuro de nuestros sueños, de nuestras vidas. Él siempre tomaba la palabra, solo era música en mis oídos, yo solo lo observaba, Caminábamos por el centro, comprábamos algodones frutas y no nos importaba la llegada de la noche. ¡Qué vista tan hermosa!, ¡guauuu! la ciudad, descendía el ruido, la luna ascendía, las personas corrían a sus casas y nosotros sentados allí como espectadores. ¡No importaba!…. Cansados de hablar y de soñar dormíamos. ¡Riiing! ¡Riiing! Hora de despertar, hay que ir trabajar, él y yo nos levantábamos de afán, cada uno se viste, corre, desayuna, un beso rápido y fugaz, la flor, la flor en la mesa. ¡Qué bella!. Cae la noche, él llega primero a casa, yo cansada, hablamos, pedimos algo de cenar, le susurro antes de cerrar mis ojos ¡te quiero! él me responde automáticamente yo también. Tic Tac Tic Tac, abro mis ojos son las tres de la mañana, no puedo dormir, hace frio, mis pies están helados, está oscuro, hay mucho silencio y las horas se hacen eternas, cruzo mi brazo y siento un vacío , no está, miro a la mesa no hay flor. El cielo se ilumina, no hay afán, me visto sin ningún motivo, debo ir a trabajar, miro a la mesa y no hay flor, salgo pensando en el porqué, en el por qué, a qué horas se acabó su amor, camino por la calle, escucho un ruido ¡Biiiip! ¡Biiiip! ¡Biiiip! ¡Biiiip! ¡Crash! ¡Aghgggggh! Noooooo ¡zas! golpe duro, mi conciencia se ennubla, se oscurece, siento el sonido de las sirenas y la gente gritar, no sé que ocurre, empiezo a cansarme, mis ojos y mis párpados pesan, mi cuerpo toma mayor calor, duermo. Ingrid Astrid Fonseca Fonseca (Amaranta)
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E
El muro
ra una mañana cálida de otoño cuando decidió que era hora de partir. Siempre había querido irse de casa, sentir
lo que se siente vivir del otro lado de la ciudad, poder caminar por sus calles, conocer sus pobladores, oler el perfume de sus árboles, ver cómo el sol sale del lado opuesto y se oculta sobre el mar. Sus padres le habían hecho jurar una y otra vez que jamás cruzaría el muro, y esa prohibición de años, no hacía más que acrecentar sus ansias por conocer lo que tanto asustaba a papá. - Nunca, pero nunca vayas del otro lado de la ciudad, ¿estamos de acuerdo? - Sí, papá. - júralo! Promételo! El muro es el límite. - Lo juro, papá (mientras cruzaba los dedos por la espalda) Hoy, con su padre fallecido, la culpa por romper un juramento (que en realidad no había hecho), le pesaba menos. Juntó sus cosas, miró las cajas apiladas al costado de la puerta, se aseguró de que todo estuviera en orden, miró por última vez el retrato familiar que colgaba sobre la chimenea y salió. Intuyó que no volvería más. Al pasar frente a la casa de doña Rosalía se detuvo al verla apoyada contra la ventana intentando disimular que limpiaba con el dedo una minúscula mancha inexistente del cristal; se río por dentro. - Adiós doña Rosalía! – le dijo gritando Doña Rosalía la saludó con la mano, y puso cara de sorpresa. - Recuerde guardar mi correspondencia, mandaré a alguien a buscarla todos los meses. Asintió con la cabeza y siguió con sus labores, que no eran más que estar pendiente de la vida de todos los vecinos. Si en esa época no hubiera existido la radio, doña Rosalía sería la primera corresponsal de la ciudad, por eso se aseguró de que todo el barrio conociera su versión. La universidad me ha convocado para realizar un trabajo de investigación que me tendrá ausente de casa por varios meses, doña Rosalía ¿sería usted tan amable de encargarse de la correspondencia y de vigilar la casa? Le había encomendado a su vecina con la intensión de que el rumor se expandiera. Siguió caminando hasta el auto que la llevaría hacia su nuevo hogar; aunque pensándolo bien, dudaba de que su nuevo destino tuviera la calidez de su casa natal como para llamarlo hogar. - Buenas tardes señorita, ¿todo en orden? - Buenas tardes. Sí, sí, arranque nomás. - ¿Está segura? - Arranque! Qué le importaba a él si ella estaba segura o no. Él solo debía llevarla al lugar que habían pautado y allí Felipe la esperaría con una sonrisa, la misma que desde el primer día la cautivó cuando lo vio pasar a su lado con la satisfacción de quien ha ganado algo importante. El plan debía salir a la perfección de lo contrario, deberían esperar lo peor. A medida que se acercaban a destino sentía que el corazón se le iba a salir del cuerpo. La sensación era horrible y a la vez le daba más fuerzas para seguir. El chofer giró a la izquierda, luego a la derecha, pasó frente al monumento gris y olvidado de un coronel del que ya nadie recuerda su nombre, tomo la rotonda, cruzó por el costado de la iglesia de la divina misericordia, se santiguaron y por fin, la avenida principal. Autos, camiones, todos hacia la misma dirección. A lo lejos, la libertad. - Hemos llegado señorita - Aquí no es! - No puedo seguir más, sería peligroso. - Usted prometió algo, le pagué por eso! (se lo imaginó cruzando los dedos como cuando ella era chica) - Bájese! Abrió la puerta del auto, y la obligó a descender. Una señora la miró de reojo, creo que tuvo miedo porque aceleró su paso y se perdió entre la multitud. Casi por inercia caminó derecho, dos, tres, cuatro, diez, creo que llegó a contar 15 cuadras cuando lo vio. Felipe estaba parado en la esquina mirando el reloj insistentemente mientras caminaba de ida y de vuelta sobre una línea imaginaria trazada en el suelo. Intentaba disimular su impaciencia casi sin lograrlo. Quiso gritarle, pero se percató que de hacerlo llamaría doblemente la atención. Aceleró el paso y cuando se descuidó estaba corriendo hasta que algo la hizo reaccionar; tal vez fue la cara de desconcierto de Felipe o la postura rígida que tomó su cuerpo. A partir de ahí todo fue un caos, gente corriendo sin dirección, camiones grises cargados de gendarmes, los cascos, las armas, gritos, las sirenas y la voz de Felipe a la distancia. Estuve paralizada lo que para mí fue una eternidad, giré sobre mis pasos y me metí en la cafetería. Un café y una medialuna, Intenté decir balbuceando. Tiré los billetes sobre el mostrador, me senté en la última mesa, y cuando miré hacia afuera, los vi. Recordé las palabras de mi padre y la imagen de mis dedos cruzados detrás de la espalda. Julieta María Fortunato (Julimarie)
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Y
o, la reina. Vos, la usurpadora.
Mary, ¿dónde estarás ahora? La angustia carcome mi interior, y no sé qué estarás haciendo o si estás viva aún. Los muros de la Torre me mantienen encerrada y mi monólogo interior se potencia hasta el infinito. Te mantuve dieciocho años en prisión, pero la situación no da para más. Los lores dieron su veredicto y yo soy la reina, una mujer fuerte, que hará que se cumpla tu ejecución. Y, sin embargo, soy tan frágil entre los muros de la Torre, aquí en Londres. Y vos, Mary, allí, en Fotheringhay, esperando la ejecución, también encerrada entre muros, como los muros de la Torre. Pero me voy a mostrar fuerte cuando vengan mis verdugos, Elizabeth. En ma Fin gît mon Commencement (1). Aunque la angustia me carcoma entre estos muros. Tengo derecho a destronarte por derecho de sangre y porque defiendo la verdadera fe. Es mentira todo aquello de lo que me incriminaron. Y sé que ni siquiera vos estás convencida porque, de otro modo, no hubieras dilatado tanto la ejecución. Sí, no solo tenía que recuperar el trono de Escocia, sino también ocupar el de Inglaterra, pero no de ese modo. Elizabeth, yo soy la verdadera reina y vos, una usurpadora. ¿Para qué se hizo el juicio si la sentencia ya se sabía? Ni siquiera me dejaron probar que las cartas del cofre estaban falsificadas. Y allí estábamos, vos y yo, mirándonos, frente a frente, reina y usurpadora, sabiendo que todo era una farsa. Te lo repito: vos, la usurpadora. Yo, la reina. ¿Para qué se hizo el juicio si se sabía la sentencia? Mirándonos frente a frente sabíamos las dos la verdad, la farsa, la ambición de ambas y el odio. Quizás todo haya sido una farsa, pero era necesaria: yo soy la reina; vos, la usurpadora, mi querida Mary. Cecil y Walsingham descubrieron tu complot. Confío en ellos simplemente porque no sería quien soy si no fuera por mis más preciados secretarios. No sé si es absoluta verdad lo que me dijeron, pero nunca dejaron de serme fieles, ¿por qué dejarían ahora de serlo? Sí, Mary, las cartas las escribiste vos, de puño y letra. Así me pagaste el hecho de haberte dejado tener una prisión que donde pocos estuvieron, con personal doméstico y todos los lujos. Pensé incluso en liberarte. Sin embargo, te dejaste llevar por el Duque de Norfolk y los españoles. ¿Será cierto? No importa, tengo que mostrarme fuerte. Cien millas de distancia nos separan a ambas que, encerradas, esperamos la ejecución angustiadas y, no obstante, fuertes. Tengo que mostrarme fuerte, Elizabeth. Ya pronto vendrán por mí. ¿Cómo estarás ahora, Mary? ¿Seguirás viva? No sé si tu ejecución es lo correcto, pero es lo necesario. Yo soy la reina. Vos, la usurpadora. (1)En mi fin está mi comienzo.
Claudio Daniel Frescura Toloza (Red Scharlach)
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Un mundo llamado libertad
A
l llegar al final del camino empedrado, se volteó a mirar por última vez aquella pintoresca calle empedrada,
ese paisaje tan conocido donde había transcurrido toda su vida. Ahora, al momento de decir adiós a ese lugar, se aglutinaban en su mente todos los recuerdos. Así, de golpe, sin quererlo. La figura de su padre que salía de la casa, después del mediodía y sin rumbo conocido. La imagen de su madre, barriendo la vereda, conversando con las vecinas; luciendo ese delantal tan blanco y almidonado y la prolija cofia que no dejaba ver ni uno solo de sus blancos cabellos. Porque, a pesar de ser una mujer joven, sus cabellos estaban blancos hacía tiempo. Ella la había descubierto porque una noche, cuando pensó que todos se habían dormido, se sacó la cofia frente al espejo del antiguo comedor, se tocó suavemente el cabello y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas mientras decía en voz baja:-“Qué rápido pasó el tiempo para ti, Carmen. ¿Dónde quedaron tus hermosos cabellos negros, tu figura cuidada, tu belleza tersa?”. Mientras una niña, una pequeña niña la miraba entre las sombras. Estaba atónita y confundida. Nunca hubiera imaginado que su madre, siempre sonriente, siempre alegre y optimista sufría por una juventud perdida demasiado rápido. El padre, unos cuantos años mayor, era un hombre que no representaba la edad que tenía. Guapo, atrevido, comprador. Sin embargo, un bebedor empedernido, un jugador sin cura que volvía a casa de madrugada y se levantaba siempre después del mediodía. Y su olor… ese olor a alcohol rancio y a cigarro barato. Los recuerdos se arremolinaban en su mente. Una niñez que alternaba entre momentos de mucha opulencia y momentos de mucha pobreza, dependía de la suerte en el juego de su padre. Momentos de mucha alegría y de mucha tristeza también ocasionados por el mismo sujeto. Por suerte, siempre estaba su Yaya. Su abuela materna, su refugio. Esa abuela que había puesto por primera vez en sus manos la libertad cuando le dio su primer libro: “Mujercitas”. Al principio, lo leyeron juntas pero pronto Julia, la niña, empezó a devorar aquel rico alimento para el alma y no podía abandonar la historia de Jo y sus hermanas. Jo fue, es y será su heroína porque a través de ella pudo superar momentos terribles, de violentas discusiones y duros golpes. Momentos en los que ella tomaba su libro y emprendía un viaje hacia el mundo de las Mujercitas y era Jo y enfrentaba todo peligro, y ayudaba a su madre y…,y… Pero al final, siempre tenía que regresar y enfrentar una realidad que la golpeaba en la cara. Pero su Yaya, siempre ahí le dio otro libro, La dama de las Camelias, y luego otro y otro y otro más. Parecía no terminar nunca su biblioteca. Y Julia era feliz. Gracias a ella pudo conocer a Florentino Ariza, al coronel Aureliano Buendía, a Romeo, a Julieta, al Capitán Nemo y tantos personajes que llenaron su niñez y su juventud de amor, esperanza y fantasía. Esa había sido la herencia de su abuela, quien además de haber sostenido sus estudios, le había regalado la posibilidad de alejarse de una vida triste y oscura y volar hacia un mundo de ilusiones. Ahora, cuando ya la vida le había arrebatado a su abuela y a su madre, cuando ya no quedaba nada en aquella calle empedrada, emprendía su camino en búsqueda de ese mundo. ¿Qué pasaría si no lo encontraba? No le importaba, quizá porque Julia sabía que estaba dentro de ella y, fuera donde fuera, lo encontraría. Además, por eso había decidido ser escritora. Para transmitir parte de ese mundo a quienes quisieran conocer sus historias. Una última mirada, un último adiós. Se inclinó hacia adelante, tomó su maleta y avanzó con el paso firme. El paso de alguien que nunca volverá atrás. Claudia Viviana Gantus (Maryamh)
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I
Crónica de hierro
L
as campanas anuncian la medianoche. Sosiego. Hace un par de horas que
estoy despierto. La quietud me da sueño. Me acostumbré, esta es mi vida y la será por varios años más, espero. Un grito. Siento que corren. Una mujer es perseguida por un hombre. Observo que se detienen en el pasillo. No son capaces de notar mi presencia y yo no encuentro otra opción más que la del silencio. Él la insulta. Ella se cubre el rostro con sus manos para impedir los golpes. La palabra “puta” se entierra en su pecho como un puñal. Llora sin parar, y con cada lágrima aumenta la furia del hombre. Desesperado y enceguecido saca un cuchillo… II
Y en ese instante escucho sus gritos, sus súplicas, sus ruegos. Nada lo detiene. Y ella cae a mis pies envuelta en un río de sangre… III
Yo solo, en la quietud de la noche, contemplé el asesinato. El cuerpo tendido fue encontrado por un barrendero. En este pueblo nadie oye, nadie ve y nadie siente. Yo sí ¡qué paradoja! IV
Esta noche realizan una marcha para pedir justicia. Los observo a todos, con pancartas y velas. Aquí, un hecho de esta magnitud moviliza. En el medio, compungido y casi en las tinieblas lo veo a él. Todos lo consuelan y lo abrazan. Lleva en sus manos una foto de la chica. La misma mujer que la noche anterior caía a mis pies bañada en sangre. Es él, quién le robó el último hilo de vida. V
Nadie lo sabe, y quizás no lo sepan nunca. El chisme habla, pero la verdad es muda. VI
-Che ¿Mañana empiezan las remodelaciones? -Sí. Decile chau al farol ese. Haré colocar un reflector led. Eugenia Gómez (Ophelia)
m
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M
Mi bella desilusión
i vida trascurría hasta ese momento como siempre. Levantarme, bañarme para
sacarme los restos de sueño, desayunar un café mientras me visto, salir de casa ni muy tranquila ni apurada para cumplir con la jornada rutinaria de actividades. La ciudad se presentaba con cierto halo de relajación, casi aletargada. Hasta ahí un día normal, según mi punto de vista obtuso y monótono. Aunque hubo algo que me desconcertó por completo. No supe si era una alucinación, vestigios de mi mal dormir, una pesadilla, o qué; de lo que estaba segura era de su aspecto: bello, reluciente, avasallante y lejano. A simple vista parecía, por su tamaño, un monstruo que se acercaba y alejaba con movimientos bruscos, parecía que él no era consciente de mi observación inalterable de su presencia. Fue entonces cuando decidí hacerme notar con gritos y movimientos que captaran de manera ridícula su atención hacia mí. Creo que estuve así bastante tiempo, pero nada. Él continuaba como buscando algo en ese entorno raro y desconocido para mí. Hasta que de repente, observó un instante hacia donde yo estaba. Pensé que sus ojos estaban en mí, quedé petrificada. La inmovilidad que acompañaba mi cuerpo hizo que rápidamente él continuara sumergido en lo suyo. En ese momento me sentí encarcelada en un mundo del que no podía escapar, un lugar de indescriptible soledad. Sentí que, por alguna razón, nadie podía escucharme, mucho menos comunicarme con él para hacerle saber de mi presencia interesada en su atención, como dejar escapar mi amor enloquecido a simple vista cual adolescente en el umbral del primer amor. No sólo estaba sola en ese mundo rodeado de construcciones, calles y paseos conocidos, sino que entendí que fuera de ese lugar había otro espacio más amplio que de alguna manera me contenía. Él no sabía de mi existencia, pero yo sí de la suya. Lo había visto. Me había enamorado, pero ese amor no haría palpitar los corazones y entrelazar cual juncos sus cuerpos pues para él yo sólo era una ciudad vacía en una esfera de cristal. Esas esferas que te regalan en navidad, en un cumpleaños, en una fecha que no puede pasar desapercibida. Un objeto que adornaba una mesa, un estante, o que dejas olvidado en algún mueble. La situación no tendría oportunidad de elegir otro final, solo quedaba renunciar a esa sensación que su presencia había provocado. Fue ahí cuando apagó la luz de su habitación, la luz de lo que representaba mi sol, mi día y mi cielo. Se fue alejando hasta que lo perdí en el horizonte, hasta que atravesó la puerta que lo sacaba de su habitación. Duró poco mi ilusión para transformarse en una bella desilusión. Silvia María González (Morena)
40 Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
A
Esperanza quello que parecía imposible, fantástico, lejano, sucedió: la ciudad del futuro era una realidad. Quien
hubiera pensado hace tan sólo diez años que esa isla perdida en el océano, con montes y selvas vírgenes, se iba a convertir en esta maravilla arquitectónica que sólo era posible ver en las películas y animaciones virtuales. ¿Estoy soñando? Pensaba en voz alta Mateo, cuando bajaba del avión y era conducido por un pequeño automóvil similar a un platillo volador, que a una velocidad inusitada lo transportaba al corazón de Esperanza; abría sus ojos negros cada vez más grandes y se pellizcaba el brazo, no podía creer lo que veía. Mateo tuvo el privilegio de ganar un concurso entre miles de postulantes, en el cual se había anotado casi por azar en internet. Un día frío y lluvioso navegando en el espacio virtual, Mateo lee: “Viaje a Esperanza la ciudad del futuro”, seducido por las enigmáticas imágenes, cliquea automáticamente en “aceptar” y se inscribe en el concurso. Después de todo, un viaje de aventuras, permitiría romper la monotonía de su vida solitaria. Al salir del aeropuerto, ese platillo terrestre ingresaba a una red de carreteras y puentes, unos más anchos, otros más angostos, unos cerca del agua, otros cerca del cielo. Mateo tenía la sensación de estar adentro de un juego en un parque de atracciones; en una montaña rusa o algo similar, su corazón latía rápido aunque respiraba hondo y trataba de controlar sus sensaciones, era una mezcla de asombro, admiración, temor, y alegría. Cuando el platillo se detuvo se dio cuenta que no tenía conductor, que estuvo solo adentro de ese aparato comandado por algún programa informático desde alguna central o algo similar, ¿Si algo fallaba? Y ¡Qué diferente al viejo taxi de su ciudad!, en el cual era posible charlar con el taxista durante el viaje, si éste era amable y predispuesto al diálogo, por supuesto. La parte superior de ese extraño vehículo se levantó automáticamente, al bajar Mateo se dio cuenta que se encontraba en uno de esos fantásticos puentes aéreos que lo conducía a la entrada del hotel y sin mirar hacia abajo por el vértigo que le producía la altura, ingresó a un edificio que por fuera parecía de cristal. ¡Oh sorpresa! En su interior nada había de fantástico, ni salido de una película de ciencia ficción, por el contrario, Mateo tenía la sensación de estar en el hotel de la playa de sus vacaciones infantiles; todo era sencillo y confortable, la gente era amable, lo habían recibido como una gran familia. Al llegar a la habitación del quinto piso, Mateo corrió la cortina del ventanal y en ese momento parecía que se detenía el tiempo, al contemplar ese paisaje urbano con una extraña belleza mezcla de artificio y naturaleza: la gran avenida con sus carriles de colores, los puentes aéreos, algunos de los cuales se perdían entre las nubes, la bahía con sus aguas verdes y su oleaje tranquilo, los edificios de formas geométricas y otras más dinámicas, tanto que algunos parecían balancearse con el viento. El sonido de la campana indicaba que era la hora de almorzar, en el salón comedor una gran mesa colectiva lo estaba esperando con sus comensales y exquisitos manjares. Mateo compartió el almuerzo, sintiéndose muy a gusto con sus compañeros de hotel, parecía que los conocía desde siempre. Al día siguiente, a la hora señalada, Mateo y sus nuevos amigos eran abordados en la puerta del hotel por un particular autobús, era un tubo largo y estrecho a la manera de una cápsula, donde cada pasajero ocupaba un único lugar uno detrás del otro. Otra vez la sensación de velocidad, de aventura, pero ya no estaba solo, el viaje estuvo acompañado por las voces de los compañeros, quienes cantaban, dialogaban, bromeaban, reían. Del autobús tubo, el contingente subió a una embarcación que recorrió la bahía, ahora Mateo podía observar la ciudad desde otro lugar, y descubrió que era igualmente hermosa y majestuosa. Poco a poco, el barco se fue alejando y al cabo de aproximadamente dos horas, llegó a una playas serenas de aguas transparentes y finas arenas, exóticas plantas, y arboledas muy cerca de la costa. Mateo recostado en la arena, escuchaba el canto de los pájaros y el susurrar de las olas. Ya no pensaba en grandes edificios, ni puentes, ni vehículos veloces; ahora disfrutaba de la compañía de otros, de esa paz lograda en contacto con la naturaleza y comprendió lo que vino a buscar. Esperanza, la ciudad del futuro había quedado atrás. Alicia Verónica González (Alma)
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E
l tren está entrando en la plataforma 10; faltan 15 minutos para la hora de salida prevista para mi
partida. Estoy agotada después de un largo viaje en avión desde mi país, y no veo la hora de subirme al tren y entregarme a su suave traqueteo durante toda la noche. Anuncian la partida; presento mi boleto y busco mi camarote. Me meto adentro rápido, acomodo mis cosas y espero ansiosa que el tren comience a moverse. Me voy a Stonetown. Cuando tenía diez años mi papá me regaló un libro, una historia mágica que transcurría en Stonetown y que marcó el comienzo de mi fascinación por la lectura; ya me había regalado otros que habían ido quedando olvidados en mi biblioteca, pero esta historia de magos, caballeros, conspiraciones y secretos dentro de esas casas que yo imaginaba enormes, oscuras, con olor a humedad y a piedras, quedó para siempre como uno más de los recuerdos de mi infancia, como parte de las cosas que me pasaron. Y un día, hace unos meses, hojeando una revista de esas de viajes, en una nota sobre Irlanda, veo un recuadro chiquito y una foto: Stonetown. ¿Stonetown?!! Me invadieron de repente los recuerdos, las sensaciones de esas tardes leyendo en mi cuarto, imaginando ese pueblo de piedra que me producía miedo y fascinación al mismo tiempo. Sabía que esta ciudad no iba a tener nada que ver con lo que yo había imaginado pero los días siguientes no podía dejar de pensar en que tenía que comprobarlo. Y aquí estoy, en el tren rumbo a Stonetown adonde llegaré a la mañana temprano, si saber con qué me voy a encontrar ni donde voy a dormir ni hasta cuando me quedaré. Me despiertan los golpes del guarda en la puerta que me avisa que en 5 minutos tendré que bajar del tren. Me asomo ansiosa por la ventana y veo una gran campiña verde y a lo lejos un puñado de casas con techos en punta. La estación es muy antigua y salvo yo y un anciano detrás de una ventanilla, no hay nadie. Escucho el pitido del tren anunciando su partida y me quedo mirándolo mientras se va, sin saber muy bien qué hacer. Pensé que iba a estar más entusiasmada al llegar y que iba a salir corriendo por las calles del pueblo, pero no. Me cuesta salir de la estación, estoy como perdida, desamparada, no sé para qué lado ir, en realidad no sé a dónde quiero ir. Pero tampoco me decido a preguntarle al señor que ni levantó la vista cuando bajé del tren. - Bueno, vamos, salgamos de acá y veamos de qué se trata este lugar que tantas veces imaginé. Salgo de la estación. No puedo creerlo… es mi cuento. Una calle de adoquines se extiende en medio de casas muy altas, todas de piedra con ventanas y portones de hierro, con algunos jardines pequeños. Comienzo a recorrer la calle con mi mochila al hombro. La altura de las casas, la estrechez de la calle y un cielo cargado de nubes me provocan cierto agobio. No hay autos; sólo algunas personas caminando muy lentamente, como paseando. Siento un poco de frío, ese frío húmedo que se siente en los huesos. Decido buscar un lugar donde tomar algo caliente y hablar con alguien de acá. Es muy temprano y el pueblo parece completamente dormido. Me interno por una de las callecitas que salen a los costados. Es muy angosta y a medida que avanzo empiezo a sentir que las paredes se me vienen encima; camino cada vez más rápido buscando salir de ahí pero las calles que voy encontrando son todas iguales; estoy en un laberinto desierto, no hay a quien pedir ayuda. Corro pasando de una calle a otra y perdiendo totalmente el sentido de la orientación. Lo único que quiero es una plaza, un espacio abierto, una persona, un perro… Escucho a lo lejos una campana, ¡la estación! Intento seguir el sonido y escucho un tren que se acerca. Corro desesperada, me quiero ir! Al final de esa calle aparece de repente la estación y en un solo salto me trepo a ese tren de destino desconocido sin mirar atrás. Fabiana Elisabet Guestrin (India)
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E
stas aquí, te siento y la verdad no es nada cómodo que estés aquí.
Pienso, que será de nosotros, ¿Podrás llevarme contigo?, ¿Me dejarás, para que cumpla con todos los proyectos y misiones que tengo, antes de que decidas llevarme? Me acuesto, no puedo dormir, te hablo pero no escucho respuesta,… Siento miedo, ¡Te tengo miedo? Pero se que debo respetarte, no puedo pelear contigo pues, eres parte de mi. Doy vueltas en mi cama, siento tristeza, melancolía, dolor, angustia y vos, aquí, sin decir nada, pero haciéndome mucho daño. Estamos tan cerca, pero a la vez no logro escucharte, pero te siento arraigado en lo mas profundo de mí. Hoy salimos, caminamos por Palermo, y con esa angustia dentro de mi, como lo estas tu también, seguimos paso a paso, tratando de disimular y rogando que las lagrimas no caigan, (lo cual no fue fácil) y tu ahí, avanzando como si nada pasara, como si no te importara, sin pedirme permiso, sin darme explicación alguna…. Es tan largo el camino, y los subtes hoy han decidido andar cada media hora… Decido invitarte un café.. vamos nos sentamos y lo primero que te pido es: “ Note portes mal, respétame este momento” y vos como siempre, sin decir nada… De pronto, el paisaje borra mis sentimientos y te borra a ti de mi mente, anula tu presencia y observo la gente, que camina sin parar y sin rumbo alguno, recuerdo las palabras de Serati “la ciudad de la furia”, y comprendo esa frase literal que utilizaba para describir a Bs. As., miro los niños pidiendo monedas, veo a la gente mendigar, de pronto un pequeño pinchazo tuyo me trae a la realidad.. debo llegar a destino… tomo mis cosas y nos vamos… Parada en la puerta, te digo, hemos llegado, aquí sabremos nuestro destino, ellos podrán ayudarnos a continuar juntos o separarnos, la verdad no lo se. Entramos por un pasillo largo. Nos sentamos en unos asientos a esperar, como siempre, de pronto nos llaman, pensé entre mi, llego la hora. Entramos, nos sentamos y en ese silencio que provocaba incomodidad, El señor me miraba, mientras sostenía un papel en su mano y lentamente comenzó a mover sus labios, tratando de iniciar un dialogo que no sabía como empezaría, hasta que luego de un suspiro escuche: -“sos joven” – a lo que le conteste que si y sentí que por mas que quisiera hablar, las palabras no salían por mi boca, la mudez se apodero de mi.. Me miraba fijamente, y nada decía, su ceño se fruncía cada vez que miraba ese bendito papel que no nos mostraba, nuevamente el silencio se apoderó de los tres …No resistí más y del surco de mis dientes se escaparon unas palabras y pregunte: -“¿Qué piensa Señor? Seguiremos juntos, me iré con él o nos separaremos?”. Esas palabras retumbaron dentro de esas paredes blancas como la nieve, los cuadros parecían temblar allí dentro y los certificados colgados sobre una pared color manteca, parecían desprenderse de ella. Su rostro cambio, acomodando el papel sobre el escritorio y boca abajo contesto: “deben separarse, él debe irse”. sentí miedo, sentí alegría, mi cabeza era un torbellino de interrogantes. ´pero solo el tiempo podrían contestarlos, en vano era dedicarle tiempo a buscar las respuestas. Nos fuimos, llegamos a casa, me recosté en mi cuarto y mirando las foto de mi hijo, ese que nunca te importo te dije en voz baja.” Debes irte cáncer, no hay mas lugar para ti en mi cuerpo”. Letizia Guidetti (Lula)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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H
ace tiempo que me muevo hacia el este. Mi trabajo es viajar y no creo que nadie
sospeche lo que busco. No puedo decirlo, pero si pudiera… ¿A quién le interesaría? Han pasado demasiados años desde la última vez que oí hablar de una frontera, un límite o cualquier cosa que se le parezca. La urbe es infinita, dicen los maestros, en una urbe caben infinitos sujetos, en cada sujeto caben infinitas vidas. Estas afirmaciones, dicen, no son dogma, pues un sujeto que tuviera una vida infinita podría corroborarlas. Pero no he conocido ni conoceré a nadie así. Mejor dicho, no reconoceré a nadie así. Yo mismo podría ser inmortal. He vivido hasta este instante presente, pero del instante futuro nada puedo afirmar. Soy joven todavía. Me preocuparé cuando mi existencia se prolongue más que las demás. Aunque debo reconocer que me cuesta pensar mi propia vida como una extensión de tiempo y que me resulta imposible pensar así las vidas de los otros. En la urbe no existe otra rutina que la del movimiento constante. La información, los gobiernos, los trabajos, los colegas, los hogares, los vecinos, los amores, los deseos, los trayectos, las distancias… todo cambia. No hay intervalo perceptible entre una disyuntiva y su resolución. Las decisiones no se demoran y nadie mira hacia atrás. Si el sujeto que ahora roza mi brazo mientras desciende del transporte que trato de abordar, me dijera que ha vivido trescientos años gracias a un tratamiento que ha optimizado la duplicación de sus ácidos nucleicos, ninguno de los dos tendría tiempo de ofrecer o analizar las pruebas. La sensación en mi brazo será apenas más efímera que la que alguna vez dejara, al resbalar por mi mejilla, la palma de la mano de una mujer amada. Ahora viajo solo. Viajo hacia el este. Elijo seguir el rumbo que me marca el Sol al amanecer. Si no llego a una frontera, al menos hallaré el mar. Quién sabe cuántas generaciones atrás tendría que remontarme para encontrar a alguno de mis ancestros que haya conocido el mar o un río que corriera por su cauce natural. La urbe ha crecido en todos los sentidos posibles para albergar esta multitud humana. Hay muchos niveles bajo la tierra, pero muchos más en el cielo. Quisiera creer que es cierto que están interconectados y que todos los habitantes de la urbe podemos movernos libremente. Pero lo dudo, como dudo de que el Sol que veo cada amanecer sea un astro y no un disco de luz que se desplaza sobre la superficie cóncava de una cúpula asfixiante. Si es así espero un día tocar con estas manos el muro secreto de mi prisión. Si no puedo ver el mar, si no llego a esa frontera que, intuyo, nos separa de la fuerza de la vida desnuda, al menos habré palpado algo verdadero. Marcela Gutiérrez (Zeolita)
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Curiosidad
A
terrador... esa es la palabra... aterrador fue el hecho de intentar caminar más allá de mi villa
y percibir que no todo era como imaginaba... A mis 20 años, era la primera vez que decidía caminar, simplemente caminar por la ciudad. Pero en esa caminata descubrí y se materializó el gran miedo que por años albergó mi corazón... habían límites, sí, límites ¿quién lo hubiera imaginado? Quizás por eso la gente de mi alrededor vagaba siempre por los mismos pasajes y siempre a la misma hora, nunca me animaron a salir de la villa, pues en ella había de todo: supermercados, cines, escuelas, plazas y un sin fin de otras cosas que hacían que la vida en la villa fuera completa. Nada hacía presagiar que un día comenzaría a sentir un vacío en lo más recóndito de mi ser, no era suficiente, no lo era... y sin más, partí rumbo a otros destinos, intentando sosegar ese vacío. Fueron días exhaustos, de un largo caminar, lo bueno es que jamás se siente sed, es uno de los privilegios de vivir bajo el agua, mas el cansancio se siente en las piernas, uno, dos, tres días caminando y el paisaje era el mismo. ¿Todas las villas eran iguales? Parecen sacadas de un cuento, tan perfectas y bien distribuidas, recién al tercer día me empecé a percatar de que estaba caminando en círculos, no lo pude entender hasta que quise cambiar la dirección de mis pasos y allí estaban... los límites, era límites de cristal, no cabía en mi cabeza esa percepción ¿Límites de cristal que no me dejan cambiar de dirección? ¿Cómo es posible? ¿Han estado allí todo el tiempo? ¿Cómo fue que en 20 años no lo noté? ¿Cómo es que nadie lo mencionó? ¿Tan felices eran dentro de sus villas que los límites eran un detalle? ¿No sienten nunca un desazón en su interior? ¿Nunca quieren más? ¿Qué clase de conformismo es ese? ¿Son muchas preguntas? Lo siento... No es que sea un "cuestionador", sólo he quedado atónito. ¿Y qué pasaría si toco ese cristal? ¿Lo intento?, y así fue cómo tomé la decisión de hacerlo, me armé de valor, me puse frente al cristal y vi el reflejo de mi decidida mirada (¿Cómo nunca antes noté mi reflejo? ya habrá tiempo para pensar en ello) y toqué, primero suavemente, el gélido cristal, nada ocurrió, en la segunda oportunidad me animé a darle un golpe y nada ocurrió, un hilo de ira comenzó a apoderarse de mí. Traté una tercera, cuarta, quinta... después de unas horas perdí la cuenta, la desesperación se apoderó de mi ser, de pronto me di cuenta que tenía un montón de objetos sacados de quien sabe donde a mi alrededor y sólo había logrado trizas dos centímetros el cristal, fue como que me brindara una sonrisa sarcástica con ese trazo de dos centímetros y eso desató aún más mi ira. De pronto me vi saltando, pateando, escupiendo el cristal, estaba fuera de mí, seguía tirando proyectiles hasta que un sutil sonido me advirtió que un trozo de cristal se había desprendido y sin poder evitarlo, el agua característica de mi ciudad comenzó a salir, primero suavemente, luego con más fuerza, como atraída por una fuerza superior, luego gritos de horror de los vecinos que se dieron cuenta del "accidente", llantos y lamentos se apoderaron de la atmósfera, luego ya no había cristal, la ciudad volcada, cuerpos inertes, sin agua no hay respiración, y yo... y yo... sentado en un rincón observando la atrocidad... sin oportunidad de explicar... sin oportunidad de... de... de... dar un último respiro... Stefanía Gutiérrez Martinetti (MisteriA)
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Ausencia
U
n día bajé las
persianas. “Perdón si no respondo” advertía el cartel que colgué en la puerta. No estoy, me he ido. Necesité cambiar de lugar. Allá, ya no podía respirar, me ahogaba el mero hecho de pensar. No es desidia, solo que a veces uno necesita soledad. Estar ausente es irse, estando sin estar. Es como viajar inmóvil, ¿inmóvil? ¡Pero si casi me parece que vuelo! Pero un vuelo inmóvil, un sueño despierto, una quietud conmovedora. De pronto, diviso lo que estaba buscando. Un mundo ajeno que siento propio: una vasta eternidad, en un espacio circular. Ya no vuelo, pero floto en esta isla. Puedo ser yo en este espacio reducido. Es una paradoja de la libertad, pero me siento satisfecha. Esta pequeña nada me brinda todo. Ahora si puedo sonreir. Estoy feliz: he construido mi propia burbuja.
Romina Soledad Guzmán (Pancho)
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L
a anciana miraba todo lo que sus ojos y sus recuerdos podían abarcar. El balcón
desvencijado del añejo departamento en el piso octavo, de la otrora ciudad cosmopolita, se confundía con sus arrugas; desde allí escudriñaba las calles cubiertas de polvo, soledad y salitre. Su vista se detuvo en una sombra que se arrastraba más allá de los límites de las derruidas construcciones. La vio llegar al borde. Miro imperturbable a la figura que se erguía apenas, se detenía, levantaba y agitaba las manos hacia el cielo. Creyó escuchar que la sombra gemía (tal vez fue un grito), era tan común la desesperanza zigzagueando al filo de la abismal garganta, abierta a fuerza de destrucción y necedad, que solo parpadeo cuando la figura se dejó tragar. Un recuerdo la distrajo o tal vez así aliviaba el momento: era una tarde cálida, cuándo, sentada a la sombra de una parra, escuchó la rancia discusión entre su padre y la abuela. Él quería que la mujer entendiera que no existía otra forma para vivir bien, cómodamente, con todo al alcance de la mano; que la única manera para que todos puedan cumplir sus sueños y para que estos lugares abandonados por el hombre y por dios, finalmente, pudieran progresar, era aceptar las extracciones y ceder el territorio de los “antepasados”; la empresa ya estaba instalada en el lugar. “No podemos quedarnos en el pasado, tenemos que desarrollarnos vieja”, intentaba convencerla y la muy testaruda replicaba: “Pero, ¿por eso tenemos que vender la quinta? ¿Por eso ya no tenemos que sembrar? ¿Y el cerro? ¿Y los salares? ¿Qué le están haciendo?” finalmente sentenciaba “Eso no está bien, la pacha se va a enojar…” Entonces su padre perdía la paciencia: “Sos la única que sigue con esas zonceras, en la comunidad todos aceptaron y ya todos tienen trabajo y dinero ¡Entendé!” gritaba. El recuerdo se desdibujaba y se perdía en los laberintos del olvido, entonces la anciana arrugada del balcón desvencijado volvía a mirar la gran ciudad que soñó su padre. Del esplendor solo quedaban esqueletos de cementos y de chatarras. Cruzando la plaza estaba el shopping, mantenía aun cierta arrogancia entre la herrumbre y los maniquís mutilados y desnudos que todavía lo habitaban, ese fue su patio preferido donde paseaba su juventud y daba rienda suelta a la abundancia y se rendía ante los objetos, como correspondía a la mujer del ingeniero forastero. Pero eso fueron otros tiempos, de la opulencia a ella le quedaba un solo objeto: una botella de plástico y contenía el oro líquido de estos tiempos: agua. Muchos mataron por menos de lo que ella tenía, era el gran tesoro que nadie le pudo sacar porque ya hace años que nadie se acordaba ni sabía de ella, por eso le quedaba la botella. Sonrío con un último recuerdo de la otra anciana, que entre sus delirios decía de la tierra: “Ella es nuestra madre, sus hijos somos; de ella venimos y cuando morimos a ella volvemos ¿Por qué vamos a maltratarla?”; largo una carcajada pensando que si su abuela la viera entendería que estuvo equivocada, porque, por lo menos ella, no se privó de nada, ella progresó y vivió todos estos años y tiene el privilegio de ser, quizás, la única de no ser devorada por esa garganta abierta en el centro de la agotada tierra. Otra carcajada se inundó de lágrimas mientras abrazaba la botella. Vilma Alcira Humana (Killa)
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Cuando suceda, será hermoso El entusiasmo nos había movilizado, como familia, para dejarlo todo lo poco que nos quedaba, luego del proceso militar, que todo nos había arrebatado, para lanzarnos a vivir en un nuevo lugar, en una nueva provincia. Sin casa, sin trabajo, dejando atrás amigos, amores, conocidos, proyectos, y nos lanzamos movidos por una promesa, movidos por el deseo de huir de penurias y despojos. Se nos había prometido una vida nueva, segura, contenida. Y entonces emprendimos el camino a ese lugar que se nos ofrecía lleno de promesas, de seguridades, de tranquilidad. Geográficamente parecía encantado de belleza y paz. El contexto del proceso militar hacía que uno mirara, como en un espejismo, y viera cosas que de lejos parecen reales, pero de cerca deviene nada ciertas. Tierras de sombras resultó el nuevo lugar, tierras de confusiones, tierras de gente extraña, muy extraña. Entonces se inició un camino de dolor y soledades, que mantuvo en toda la familia, siempre, luego de 30 años, el deseo de regresar a la propia tierra, a los primeros amores, a la mano amiga, al amor primero. En cuánta confusión nos puede enredar la huida del dolor y la persecución. Oscuridad que ciega, caminos sinuosos, ¿cómo regresar a esa tierra serena, de amplios horizontes y tardes de suaves jazmines? Dolor que atormenta, añoranzas que desvelan, ojos humedecidos de tristezas. Pareciera un lugar sin salida, donde uno enloquece de tanta espera. Pero una suave brisa, la de la tarde, trae esperanzas de retorno a ese espacio de amigos de dónde venimos. Una luz a lo lejos guía el regreso. No se sabe cuándo ni cómo, pero cuando suceda, será hermoso. Alejandra María Gabriela Juárez (Artesana de las palabras)
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Su lugar en el mundo
C
asas antiguas, calles angostas ciudad acogedora que trae recuerdos
de familia, que trae imágenes de amores pasados. Paisaje sereno en su entorno, horizontes de tardes coloridas, habitada de pájaros y flores, perfumada de azares y jazmines. Gente caminando por las calles, las plazas llenas de niños jugando. Ciudad de gente que saluda y extiende su mano a quien lo necesita. Ciudad que protege al anciano, se enorgullece de sus jóvenes y cuida a sus niños. Tardes de charlas, tardes de encuentros, tardes de amores. Uno camina pos sus veredas y desde lejos huele el olor del buen café. Y entonces se cumplió su sueño, Ana regresó a su tierra y se reencuentra con aquellos que fueron sus alumnos, a quienes ella enseñó y amó con tanto cariño. Regresa a su casa paterna que le trae recuerdos de su padre, aquel hombre de rostro sereno, alma de músico, ferroviario de día, poeta de noche. Su hogar, su tierra, sus calles de adoquines, su ciudad de casas de dos aguas, de casas antiguas. Tierra de artistas, tierra de gente buena. Ella añoró durante 30 años, durante su exilio, aquellas tardes donde el sol se pone en un horizonte de campos serenos, la mirada se pierde a lo lejos. Sus ojos se humedecen, su rostro se llena de luz. Ahora ella descansa serena pues su regreso se volvió realidad. Alejandra María Gabriela Juárez (Artesana de las palabras)
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Palabras de camino triste
D
urante muchas mañanas, desde lo alto de mi ventana veía correr a la joven mujer con una canasta llena de
flores por el sendero que lleva al puerto. Lo extraño era que no regresaba por el mismo camino y más aún, verla al otro día nuevamente con su canasta llena de flores camino al puerto. Su belleza, tejida quizás con el verdor de los tallos de los girasoles que día a día cargaba, era diferente, su piel irradiaba con los rayos del sol una delgada capa de brillo, la cual la hacía más deseada. Mi abuela, que veía como mis ojos saltaban por ella, cada vez que atravesaba el viejo camino empedrado me decía: “no esperes a que tus ojos alimenten la posibilidad de tenerla contigo, haz parte de ese canasto y procura que del brillo de tus ojos puedan desbordar palabras cargadas con madurez”. Nunca entendí eso de madurez en las palabras, a veces creo que mi abuela pensaba que mi deseo era morir junto a ella después de atarla en matrimonio. Pero, de lo que si estaba seguro, era que en ella posaban la dulzura, la lujuria, la belleza, era sin duda una extensión de afrodita. Yo en cambio detrás de la ventana en mi oscura habitación, tratando de liberarme tal y como Ulises lo deseaba, cuando encerrado en la isla de la Diosa Calipso soñaba con ver a su amada Penélope, creo también que muchos ojos posan sobre el delgado cuerpo de la mujer que transita por el sendero empedrado que bordea la pequeña vivienda donde mis ojos desbordan por ella. Mi mirada ansiosa siempre es a través de la ventana de cristal, empañada por la humedad de la lluvia que muchas veces transgrede el color del paisaje o el color del pájaro que choca contra el cristal; durante muchos años la abuela no había permitido que se abriera debido a los fuertes vientos que azotaban la región y porque no confiaba en la mirada oscura de la vecina que siempre nos observaba desde su puerta verde, algunas veces arrojaba agua con sangre de pescado en el camino empedrado para que los perros la invadieran con sus ladridos y peleas de territorio. Nunca antes vi su rostro, sus perros se paseaban a lo largo y ancho de la calle, orinaban todas las puertas, incluso la de ella y luego entraban como tratando de contarle a su dueña todo lo que sus ojos habían visto. A veces sentía cuando llegaba Neruda con su calle destruida, una calle olvidada por la luna que canta, la de niños que alborotan el paisaje con sus gritos y arengas de juego y ronda, era casi como lo relata el chileno: Por el hierro injuriado, por los ojos del yeso pasa una lengua de años diferentes del tiempo… Con lentitud, con sombra acumulada, con máscaras mordidas de invierno y lentitud, se pasean los días de alta frente entre casas sin luna… Mis ojos la revelan, el camino la grita, el sendero empedrado aúlla sus pasos, la mujer de fino cuerpo pasaba todos los días por esa pequeña calle enmarcada de puertas verdes, rojas y marrones, ventanas oscuras, borrosas, húmedas, ciegas… el destino de sus pasos y la canasta llena de flores, era el viejo puerto. Este era un lugar frio, lleno de recuerdos, barcas cuyos nombres eran motivo de grandes historias que los pescadores contaban cada tarde: La Odisea, La Sirena de oro, Mediterráneo, Afrodita, La marsellesa, Zeus, son algunas de las embarcaciones que a la orilla del mar eran objeto de narraciones, algunas contadas por voces que habían navegado y otras que simplemente surgían de la imaginación que otorga el mar, la luna, los marineros, las sirenas, los viejos pescadores. Mi abuela afirma que esa mirada que no deja ver su cuerpo es la de una mujer que esperó ansiosa la llegada de su marinero, un hombre robusto que como muchos amaneceres emprendió viaje a lo profundo del mar. Después de su partida y no retorno, durante muchas tardes eternas su mujer asomaba por el camino empedrado y puertas de colores, tejía con sus delgados pies el camino a la orilla del mar, allí lanzaba rosas y pronunciaba con ellas el nombre de su hombre amado… cayeron muchas rosas teñidas de llanto y dolor por el mismo camino, las rosas se secaron y perdieron su color, con ellas el llanto, la ilusión, el retorno del abrazo de hombre fuerte que apresa a su mujer. Mi silla de ruedas no me ha permitido aún saber si ese cuerpo joven del sendero empedrado alaba las aguas del mar porque le devolvió su amor o trata de sacar de sus entrañas el cuerpo que su dolor reclama. Los girasoles siguen llenando su canasta, su andar es frágil o rudo a veces, lo que aún no he podido descubrir es el color o brillo de su mirada, camina como queriendo estar sola y adueñarse del sendero que lleva al viejo puerto, mientras tanto añoro poder tener la valentía para bajar o abrir la ventana prohibida y arrojar las palabras que he tejido para ella, quizás con la firme intención de acompañarla o escuchar lo que ella con tanto esmero entrega día a día al mar. Las puertas verdes, las ventanas de cristal, los techos rojos, el camino empedrado lleno de perros que ladran por el olor de la sangre y el secreto de la abuela guardado en un baúl de carey que está al lado de la foto de su marinero, esperan, mientras tanto, trato de descubrir el nuevo color que la ventana me revela. Darío Gerardo Leguizamo Peñate (Kirikú) Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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S
Como por arte de magia iempre caminaba por aquel pasaje angosto, casi siempre con ese paso lento y su cabeza gacha.
Su pelo ennegrecido cubriendo su rostro como las puertas cerradas de la grisácea ciudad abigarrada de escuetos laberintos sin salida. Como su alma. Tal vez por eso su transitar por los senderos se hacía cada vez más largo, más silencioso, más ignoto. Era una amalgama de analogías verla en aquel fresco pintado de tristeza, en tiempos más recientes se pensaba en un fantasma que ponía su toque de magia para que el paisaje se completara. ¿Qué pesar tan profundo la había sumergido en abismos inhóspitos para llegar a ese clímax de desdén y desdicha? ¿En dónde se encontró con la perfidia que puso fin al jardín que brotaba de sus cándidos ojos color violeta? ¿Quién, quién habrá manchado el esplendor de su facciones y aquel cutis tan blanco como porcelana? ¿Por qué la belleza puede opacarse ante la mezquindad del infortunio? Cada día que pasaba los pocos transeúntes que se encontraban con ella desviaban su andar para no cruzarla; cuando divisaban su silueta esfumada a la distancia ya no querían ni mirar y en huida fugaz abandonaban el tiempo y el lugar del posible encuentro. Porque ya era difícil calcular la hora de su peregrinar, porque cada vez sus apariciones iban juntándose con el ocaso, es que se decidió, en acuerdo común, fijar un horario de queda: luego de tal hora nadie debía permanecer en las calles. No había negocio, ni café, ni lugar público o privado que no se hablara de ella. Todo se iba transformando en paranoia. Siempre me gustaron los misterios, es por eso tal vez que atendía con tantos interrogantes nunca aclarados a la chusma que cada vez con más adulación se refería a aquella damisela dueña indiscutible del arcano que invadía e iba cubriendo ya no sólo el paisaje, sino el pensamiento y hasta el espíritu de cada ser vivo que llegara por estas tierras.
¡Ya basta de habladurías! En esta una tarde de verano, cuando el sol mezquina sus rayos escondidos entre las nubes que quiero salir a comprobar los dichos de la gente. Me decido y salgo con paso firme. El día era verdaderamente hermoso, no parecía haber sido concebido para aclarar un misterio. Mis padres me gritan y escucho sus voces apenas doy el portazo que se prolongan hasta la mitad de la cuadra cuando con mi bici alcanzo a dar vuelta a la derecha y dirigirme hacia el objetivo que había turbado mis noches. La calle empedrada hace vibrar el manubrio al mismo tiempo que encubre el temblequeo que se apodera de mi ser. Está todo pensado, palmeo a cada rato para asegurarme que no me había olvidado mi libreta, mi lapicera y el binocular que al cerrarse parece una caja de cigarrillos que en una navidad pasada había obtenido de regalo por mis esfuerzos y resultados en el colegio especial. Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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Llegué hasta el final del pasaje por donde siempre se aparecía ella. Lo presumo más extraño que de costumbre. Bueno, más extraño era ya que hacía tiempo no visitaba esa zona por el temor de mis padres, ya que el virus también se había apoderado de ellos sin miramiento ni súplicas. Dejé mi bici a un costado y me agazapé bajo un arbusto cubierto de flores. Abrí mi binocular y miré el camino largo y angosto del caminito con balcón, como lo llamábamos en aquel tiempo de la primaria con mis amigos. Los minutos pasaban muy lentos, mi corazón empezó a hacerse sentir con sus golpeteos, una gota transpirada resbaló y al caer en mi ojo me obligó a refregarlo. Empiezo a estornudar, no creo que sean los nervios, serán las flores; me corro unos metros hasta la alcantarilla. Me invaden los recuerdos de los días en donde este mismo lugar fuera el escondite de los juegos y el primer beso del amor, de aquel amor que todavía me pellizca la memoria un poco con nostalgia un poco con alegría, porque Isabel era así, alegre y contagiaba todo a su alrededor con su mirada, su perfume y sobre todo sus palabras. Eran tan lindas sus palabras que me costaba verla a los ojos, cuando su voz sonaba en la clase me daba vueltas y miraba sus labios porque quería saber como hacía para que sonaran tan distintas. ¡Estaba enamorado! Desperté de aquel momento somnoliento y vuelvo a mi realidad. La luz del sol se chorrea hecha sombra en las viejas casonas y los ruidos de los ásperos maderones de las ventanas empiezan a cerrarse, alcancé a ver a señoras entrar las macetas y poner tranca reforzada a las puertas. Se acerca la hora. Con mi binocular recorro el sendero hasta el hartazgo, anoto cada uno de los hechos que más me llaman la atención. Noto que los pájaros en vuelo rasante abandonan la escena. Y yo ahí, mi curiosidad es más que mi miedo. Me siento solo y desprotegido pero no hay una pizca de ganas de echarme atrás. Y apareció. Allí estaba. Tal cual la descripción, me parece verla borrosa, regulé mi largavista pero no puedo fijar el foco. Siempre indefinida y dudosa. Nervioso me tiendo hacia atrás y espero que se acerque más, los nervios me estorban el pensamiento, no estoy seguro de nada. Vuelvo al acecho. Miro y miro y no logro enfocarla, dejo el aparato al costado y con mis ojos bien abiertos la veo; algo lleva entre sus brazos que protege con firmeza. Su paso lento me crispa los músculos y quiero acelerar el tiempo, quiero verla de cerca, sentirla, olerla, y si fuera posible tocarla. Me voy corriendo de a poco, salto las bocas de tormenta, trato de hacer el mínimo ruido. La veo, su pelo me estorba, quiero que levante la cara pero siempre cabizbaja. Sin pensar en consecuencias lanzo una piedra que dio con todas sus fuerzas en el cartel del hospedaje de don Vicente, el ruido fue seco y profundo, ella detiene su paso y me quedo viendo que levante su rostro, no me importa que se dé cuenta del curioso que la acecha; al contrario, quiero que me vea, que sienta que estoy, quiero que me hable, no sé por qué pero quiero que me hable. Siguió su camino sin vacilar, como si nada hubiera pasado y yo quedé estático, mudo, fija mi mirada en ella. Alcanzo a notar un pequeño movimiento en su cabeza, casi imperceptible, pero me di cuenta que sabe de mi presencia. Como valiente soldado que enfrenta el destino inexorable levanto mis rodillas del suelo y camino hacia ella. Ella detiene su andar. La tranquilidad me irrumpe, no hay más ruido que el aire que exhalan sus labios. Siento dos o tres miradas extrañas que me tienen sin cuidado. Creo que me voy mimetizando con el paisaje. Creo que la conozco de toda una vida. ¿Puedo caminar contigo? Pregunto. Sin esbozar palabra baja una mano y con ella me invita al paseo. Me siento parte de ella. Como por arte de magia todo el encierro, toda la agonía, toda esa soledad infinita de largos años que sufrí al separarme de Isabel luego que cayera la bomba y destrozará el lugar, la alcantarilla, se disipó y como un bálsamo me acarició el alma. Le di la mano, ella me miró, y vi sus ojos color violeta. Atino a decirle que… pero ella me para, me hace el gesto del silencio y me dice, en voz baja, que no es momento de hablar, me dice que hay que recuperar el tiempo, el tiempo que se había ido hace mucho tiempo. ¡Ay Isabel, hacia tanto que no escuchaba tus palabras! Germán César Levi (Felipe César) Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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N
o había sido una elección suya. Como todo en su vida, habían planeado su nacimiento,
su nombre, el lugar donde nacería, sus estudios, su trabajo. Todo en su vida había sido diagramado por alguien más y, hasta cierto punto, él estaba cómodo con esa forma de vida. Esa mañana se levantó con una sola pregunta ¿Qué habría del otro lado? pero la duda desapareció enseguida y siguió impasible desayunando. Desde el último piso de su oficina, contemplaba el paisaje hartamente conocido de la ciudad donde le había tocado vivir. Nada había cambiado, la arquitectura de la ciudad era siempre la misma, la misma cantidad de habitantes. Todo estaba planificado de tal manera que nadie podía salir ni entrar. Por cada muerto, un nacimiento. Para cada ciudadano una profesión y vida específica. Sabía que le quedaba poco tiempo para casarse, la mujer que le habían asignado estaba desarrollando su vida profesional para luego dedicarse entero a la maternidad. Él quería conocer el mundo, saber que había más allá del ese vidrio transparente que llamaban límite. Siempre supo que su mundo era muy chico y que su visión de las cosas se reducía a los libros que había estudiado. Entonces, luego del trabajo, decidió pasar por la oficina de Pedidos Extraordinarios. Una vez ahí, esperó ansioso en la innumerable fila de hombres y mujeres. Le sorprendió que cada uno de ellos se iba de allí con una mirada llena de decepción. Llegó su turno, un hombre viejo y amable lo atendió. Escuchó detenidamente su pedido de poder viajar por el mundo antes de casarse. Una vez terminado el discurso, el paciente hombre le respondió: - Imposible llevar a cabo su pedido. El mundo que usted planea conocer no existe más allá de los libros. Lo único real es aquellos que percibe con los sentidos. Lo que usted ve, oye, huele, palpa está dentro de esta burbuja, no necesita más que eso, porque del otro lado no hay nada. Las palabras del empleado de la oficina lo perturbaron de tal manera que salió corriendo hacia los límites de la ciudad. Se chocó con el cristal que la delimitaba, apoyó su cara contra el vidrio. No pudo divisar nada del otro lado, oyó el rugir de sus dedos arrastrándose, siento el frío en su piel e inhaló el fuerte aroma a encierro. Supo que de ahí no saldría jamás. Romina Ana Lipnik (Kalipona)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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Bucear en el silencio
A
vanzo despacio, no sé correr. Nunca supe.
Algún día tal vez pueda llegar sin respiración hasta alguna esquina. Claramente, hoy no. Ésta es la tarde en que pienso caminar y salir de este encierro. Porque moverme me permite avanzar ante tamaña amenaza de sentido, la que ahora me invade y no lograre combatir desde una silla. Ni hoy ni mañana. No me duele irme así. Me duelen las palabras que llegan tarde. Pudimos decirnos tantas cosas más si me hubiera quedado sentada. Y, sin embargo, todo hubiera girado en la misma órbita: la culpa. Preferí partir y llevarla conmigo como un pensamiento recurrente. ¿Dónde estoy realmente? ¿Qué habrá quedado de mí en aquella conversación? Algún día podré volver a decirle que me faltaron palabras y que las suyas me devolvieron a un tiempo inaudito, sordo y, por sobre todas las cosas, punzante: el de su ausencia. Tengo la sensación de que supo ver en mis ojos las horas perdidas de afecto y de juego. ¡Y sí! Los hijos necesitan tener más a sus padres. ¿No es cierto? Pero nos han enseñado tan bien eso que necesitamos cuidar de nosotros mismos que algunos lo han usado como excusa para escupirnos. Y hoy tomé esa receta para soltarme de su mano y dejarlo allí. Y sigo. La vida hacía adelante… Paula Yamila Lloyd (Megan Celsius)
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S
ol,
Edades A veces pienso en esto de enseñar lo que uno sabe… no puedo enseñar lo que sé, es evidente. Trato. Intento. Pero no es lo mismo, enseño algo parecido a lo que sé. Algo sin interés para la mayoría de la gente. Inútil. Enseño inutilidades. Luego no se qué aprenden esos sujetos a los que les enseño. Hoy llueve. Está muy gris el día. Gris oscuro. Gris topo. Llegué temprano a la clase y estaba sola, estuve sola diez minutos. De repente sentí el viento entrar, golpeó la puerta y golpeó mi cara, levantó las páginas de Carmen, la novela de Merimée que llevé esta mañana al curso y apoyé sobre el escritorio (tenía intenciones de leer algunos párrafos antes de proyectar la peli, homónima, la de flamenco… la de Saura). Luego del viento, del alboroto frío que dejó en el curso, se cerró la puerta y nada más pasó allí. Bah, pasé yo, mi angustia, mi decepción. Me quedé media hora esperando y nada, nadie. Entonces guardé el proyector en su funda, el cablerío, la peli y el libro. Guardé mis ganas de hablar de la actualidad de la historia de Carmen, de los femicidios, de cómo el arte representa estéticamente conflictos sociales, de cómo el arte puede resultar un motorcito reflexivo de la sociedad. En fin, inutilidades en este mundo útil y utilitarista. Entonces cargué con todo, con los equipos y con mi entusiasmo. Salí del curso caminando bien, con la frente alta, aunque me temblaban las piernas y sentía también la tristeza en mis brazos flojos y en mi ojos que ya no podían hacer fuerza para sostener las lágrimas. Llegué a la bedelía y entregué todo. Me despedí hasta el lunes, con la sensación de no querer volver porque la soledad es insoportable, porque no puedo sostener esta situación. En la calle sigue lloviendo, los cerros hoy están muy verdes, se asentó la tierra. Los lapachos están en flor y en el viento que trajo la lluvia se mezclan los olores de sus flores con el olor a tierra mojada. Se desparrama ese olor por el camino. Allá lejos, las luces ya están prendidas porque se puso más gris el cielo, gris grisísimo. Subo al auto y vuelvo a casa. Me detengo en cada semáforo rojo (hoy no tengo onda verde). Miro a los costados y veo conductores ensimismados, serios, con caras más tristes que la mía. Son hombres todos. Por las esquinas cruza la gente, son un montón de personas ensimismadas también, que van caminando o corriendo (depende si llevan paraguas o no). También están serios, también están tristes. Están solos, nadie habla con nadie, no hay dos de la mano, no hay miradas con amor. Tampoco. Prendo la radio y escucho al locutor que anuncia una tragedia a modo de titular de prensa gráfica: una joven de veinte años fue hallada sin vida, apuñalada, en las inmediaciones del campus universitario, esta mañana a las... La escritura de la historia, la huella de la humanidad la encontramos aquí, en la literatura del siglo diecinueve, del veinte y del veintiuno, en el cine, en el teatro. El arte también está solo, nadie lo ve, nadie lo escucha, por eso no podemos cambiar el mundo. Por eso siempre igual, por eso la actualidad, actualización de la vida. Por eso la in-utilidad. Ahora entiendo. Esto explica muchas cosas. Paula Julieta Martín (Flamenca)
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O
bservaba sus ojos inmensos a través del cristal que rodeaba mi ciudad. Cada mañana los ojos
del gigante se acercaban para observar mi vida y la de mis amigos, vecinos y habitantes de Oniris. Me cuenta mi padre que cuando era muy pequeño esa mirada inquisidora lo atormentaba cada mañana, cada día debía soportar esos ojos que lo escudriñaban y que revisaban continuamente la ciudad acuática. Si no fuera por esa revisión cotidiana la vida en Oniris sería una completa delicia, pues el agua que rodea nuestras casas es apacible y limpia. Nuestros días transcurren con mucha tranquilidad, nos levantamos muy temprano, colaboramos con nuestras tareas y cuando surgen problemas nos apoyamos para superarlos, en realidad, somos una comunidad muy colaboradora y apacible. Aunque debo confesarlo, en algunas ocasiones desaparece algún conocido en extrañas circunstancias. Hace una semana, Pablo, mi compañero de oficina, faltó una semana al trabajo, llamamos a su casa para saber qué le había sucedido. Su esposa muy preocupada nos respondió que había desaparecido, el lunes salió a las 7 am. rumbo al trabajo y nunca más regresó. Muchos pensábamos que había huido nadando y escalando las altas paredes de cristal, pero aun así no teníamos la certeza de que eso haya ocurrido. Además no había ningún indicio que fuera infeliz y decidiera abandonar a su familia y amigos. Por eso aún estamos muy extrañados, esta semana sucedió lo mismo con Miranda. Hemos acordado estar alertas y vigilaremos cualquier irregularidad.
- Hace buen tiempo que quiero renovar esta pecera- pensaba Francisco mientras terminaba de escribir un cuento. La ciudad que había construido dentro de la pecera había sido un reto que se propuso cumplir. Su proyecto inicial fue comprar peces de colores que vivieran en el recipiente de cristal, pero desistió y creó una ciudad en miniatura en la que podían transcurrir la vida de seres imaginarios. Él era un joven escritor que dedicaba la mayor parte de su tiempo a escribir relatos breves y solo una porción a la docencia en escuelas. Imaginaba, continuamente, que diversos seres habitaban la ciudad acuática, por eso, cada mañana miraba fijamente las construcciones, limpiaba el agua y se cercioraba de dejar todo en orden. Pero, en los últimos meses, encontraba que su pecera era aburrida y monótona, pensó en cambiar las construcciones por barcos y rocas artificiales en las que, esta vez, sí habitarían peces y demás seres acuáticos. Salió muy temprano de casa en búsqueda de la nueva decoración, eligió los barcos y baúles más extraños que jamás vio. Llegó muy entusiasmado a casa, se acercó a la pecera e imaginó la disposición de la nueva decoración. Esta vez los ojos del gigante se acercan más a la ciudad, todos hemos salido a observar este fenómeno, nos parece que sucederá algo terrible. Aún no pasa nada, pero tengo la intuición que nada volverá a ser como antes. Mientras pienso esto, uno de los edificios sale del agua, es el comienzo de nuestro fin. Natalia Marcelina Maraví Orihuela (Luna)
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D
ale. Contame un cuento de tu tierra. De cuando eras chico y te gustaba correr en el
empedrado detrás de las niñas. Cuando observabas las cintas coloridas que les entretejían las madres en las trenzas volando sobre los hombros. Cuando cantaban el paso de las estaciones. Que no. Eso ya pasó. Ya ni me acuerdo. Pero si te escuché ayer, cuando se las contabas a Julieta que estaba aquí sentadita en tus rodillas. Pero de ayer a hoy olvidé. Ya no recuerdo. ¿Y qué te acuerdas? Del empedrado y las rejas, sí. Pero sin niñas. Las rejas que se cerraban sin ruidos, silenciosas ya de tanto miedo que ni ellas querían ser notadas, no querían participar del coro. El camino dejado atrás. Los techos a dos aguas que de pequeño se me figuraban toboganes, imagínate cuantas veces salió mi madre dando gritos: “Que te bajas o te matas”. Y yo así, como que no te oigo. Los faroles de día eran un regocijo a la vista, tan enhiestos y sobrios acompañando el camino. De noche tratábamos de apagarlos a piedrazos, había cosas que no debían ser vistas. La luz iluminaba palabras calladas hacía mucho tiempo. Objetos. Personas. Tan de día mi ciudad y tan otra de noche. En un tiempo, las protecciones ya no bastaban y nos vimos en la obligación de poner más campanas, más puertas y más rejas y más techos y más campanas y más rejas y más puertas. Y así se fue haciendo una ciudad de cuento. Pero las ciudades de cuento son lindas para los cuentos, en la realidad no hay maravillas. Los murmullos llenaron los rincones. A la vuelta de la esquina te sorprendían palabras que ya nadie pronunciaba. Me preguntabas de las niñas, fue pronto que dejaron de correr. El día y la noche empezaron a confundirse. Los sucesos extraños también ocurrían a la luz del sol. Se decía que eran las voces de los antiguos habitantes, de aquellos que se habían tenido que marchar antes que nosotros. Pero ¿y eso, Antonio? ¿Cómo podía ser eso? Si la ciudad solo era de ustedes, de sus manos y de sus voces. Pero ya, que te digo que no recuerdo. Sé que mi madre coció cascabeles a mis camisas para que su ruido tapara las voces. Las niñas cantaban más alto, desentonaban. Todos andábamos como insectos dando zumbidos. Hasta que no aguantamos más. El silencio. Eso era lo que nos faltaba. Oír nada. Fue entonces cuando decidimos partir, decisión unánime y callada, que ni votos ni asambleas hicieron falta. Una mañana, cuando los sonidos aquietaron su presencia y solo quedaba un sigilo de los de adentro, abrimos las rejas mudas y uno a uno recorrimos los empedrados hasta que el camino se hizo de polvo. Entonces empezamos a hablar quedo, con una voz que nos salía de adentro y que poco a poco se iba haciendo canción. La canción de mi pueblo. Esa que le enseño a Julieta cuando ustedes se ponen a hacer sus cosas de padres. La canción de un pueblo de cuento que se fue haciendo poco a poco con palabras tejidas en caminos de olvido. La canción que no se hizo para acallar otras voces sino para acompañar el silencio. Nunca te escuché cantar esa canción. Pues que sí, pero que no te has dado cuenta; todavía te falta ir aprendiendo a oír. Florencia Jimena Meardi (Lola Mora)
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Amaneceres Término que tiene una implicancia extraordinaria porque al hablar de amanecer siempre uno tiende a relacionarlo con algo bueno, esperanzador, es hablar con optimismo es la puerta a otras oportunidades; no sólo para mejorar lo realizado sino saber que se cuenta con la posibilidad de pensar en estrategias superadoras en cualquier orden de la vida. Esto para mí es la visión que nosotros debemos impregnar en el accionar cotidiano que desarrollamos en este hogar tan particular como lo es la Escuela. En cada relato, quedó plasmada la visión de lo que me gustaría que suceda y también de los condicionantes a los que estamos expuestos y esta confluencia nos tiene que permitir repensar en los amaneceres que el quehacer cotidiano nos exige. Por excelencia nuestro lugar de trabajo es la caja de resonancia de lo que sucede en nuestra comunidad, porque de una u otra manera nuestros destinatarios, por las observaciones e indicadores, son el termómetro de lo que pasa en la misma. Por lo que siempre tenemos que estar atentos, no solo, para contener sino para abordar, reflexionar y plantear acciones superadoras con las premisas que solo la escuela tiene la posibilidad de hacerlo. Estos pilares tienen que ser el eje que nunca tenemos que postergarlos, porque lo que observamos son manifestaciones pero no el alcance de cada una de ellas. La comprensión y armonía con que abordemos cada situación será la semilla que como docentes estaremos sembrando para que cada lugar donde nos toque vivir y convivir, sea el mejor, porque de esta perspectiva cada potencialidad o condicionante tendrá su amanecer. Mario René Mendoza (Condomar)
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E
Recorrido ra un día jueves a la tarde y como era rutina salir del colegio pasar por la plaza de mi pueblo y
vaya casualidad me encuentro con un amigo y entre charla y charla le comento que había escuchado por onda corta que en la Patagonia, más precisamente esta ciudad (donde vivo actualmente) Río Gallegos el viento había alcanzado a 140 kilómetros por hora y entonces nos empezamos hacer preguntas acerca de cómo sería la vida en estos lugares… por cierto nos imaginábamos muy distinta a nuestro caluroso Chaco. Y como olvidar esa conversación porque de esa conversación surgió la idea: ¿Por qué no estudiamos para maestro y vamos a trabajar en ese lugar? A partir de ahí ese fue el objetivo , obvio por las noches trataba de interiorizándome de lo que pasaba en estos lugares, pero no siempre lograba el propósito las interferencias a veces no me permitía sintonizar la emisora deseada entonces a buscar información de estas latitudes y claro era todo nuevo, atrapante y la curiosidad se acentuaba. De esa manera fue pasando el tiempo y me recibí y mi amigo Raúl se quedó con tres materias, para colmo se había peleado con uno de los profesores por lo que era muy difícil que la aprobara, en esa espera me informan que había una suplencia en una Escuela Rural a 25 kilómetros del pueblo, sin dudarlo averigüé y era el único sin trabajo por lo que me ofrecieron, aceptándolo con mucho agrado, me tenía mucha confianza tenía la ilusión que iba cambiar el mundo. El 21 de Mayo de 1990 tomé posesión del cargo, tenía segundo grado. Mis alumnos de tan corta edad, algunos venían caminando, otros en bicicleta o a caballo, el más cercano a la escuela era a cinco kilómetros y el más lejano diez cinco de ellos eran de familias paraguayas (quienes me enseñaban palabras en guaraní)… que hermosa experiencia… en esa escuela con mis alumnos plantamos ochenta árboles de paraíso, que en un descuido del vecino los chivos me destruyeron veinte el clima se encargó de otro número y solo diez lograron salvarse y dar los frutos que esperábamos… y así transcurrieron los meses y mi amigo en el mes de Julio aprobó dos materias y le quedó la más difícil en las dos mesas siguientes le fue mal y pasó diciembre y mi suplencia terminó por lo que a partir de allí todos los días mi amigo se preparaba para sacar esa materia y alguien le comentó que podría intentar en otra localidad que está a 50 kilómetros y así fue, averiguó le dijeron que sí y una semana antes de rendir, recién ahí le dijimos primeros al círculo de amigos de lo que pensamos hacer de venir a trabajar a la Patagonia, obviamente nadie nos creyó y después a nuestras familias, recuerdo tampoco nos creyeron… pero a medida que pasaban los días se dieron cuenta que era en serio. Rindió un día viernes y el sábado a las ocho de la mañana emprendimos el viaje, primero en colectivo treinta kilómetros hasta tomar el tren que nos llevaría a Buenos Aires ahí estuvimos cinco días porque la persona que brindaba información en la parte educativa en la Casa de Santa Cruz en ese lugar se había enfermado, por lo que tuvimos que improvisar el plan y nos fuimos a Bariloche en tren… en esa provincia estuve un tiempo y cuando la situación económica se puso crítica decidí continuar con el plan original y llegar a Río Gallegos y mi amigo se quedó en ese lugar… ya pasaron muchos años siempre estamos en contacto y nos encontramos casi siempre en vacaciones y recordar anécdotas, vivencias y siempre rescatamos que fue acertada la decisión tomada de venir a conocer la Patagonia y ser parte de ella, aunque uno añore su terruño natal. Espero que este relato no aburra a nadie, pero es mi “Recorrido” de mi Santa Sylvina Chaco a mi Río Gallegos actual. Mario René Mendoza (Condomar)
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El viaje
N
unca supo por qué le atraía Colliòure. Apenas si había leído que Antonio, aquel poeta de las
soledades, había morado allí. Pero cada vez que pensaba en un viaje, su mente la llevaba hacia el Mediterráneo, y a una costa puntual, con una canoa labrada en una piedra. Los turistas paseaban por esas callejuelas mirándolas a través de las pantallas de sus dispositivos, pero ella no llevaba cámara, libreta, planos, ni atendía nada que no fuera su respiración… Caminó en diagonal, recorrió la costa, volvió por esas calles y no sintió nada… Se sentía como siempre, aunque vagaba apartada, recorriendo sus soledades, galerías de su mente o de su corazón, buscando algo que fuese certero, una respuesta. Le llamó la atención una casa de fotografía que ofrecía vestimenta para caracterizarse según distintas épocas. Y entró. Pero nadie atendía. Llamó, esperó, y, luego de un rato, comenzó a probarse ropa. Vestidos medievales con encajes, sedas, aromas a lavanda… Tocados cuyas flores estaban frescas, como recién cortadas… Peines y peinetas que le hicieron tan fácil trenzar sus cabellos y dejar unos mechones sueltos, levemente rizados, dándole un aura de pureza a un rostro cada vez más diáfano y pleno… Siguió probando y probando y empezó a cantar… Su alma se henchía con melodías francesas de las que empezó a oír un eco suave, como viniendo desde el mar. ¿Era un eco de su canto contra las rocas de la costa? ¿Era otra voz? ¿Un ensueño? Sin temor, empezó a concentrarse en las dos voces, a emitir y a escuchar con cada poro de una piel que se volvía cada vez más tersa, más joven en cada paso hacia la voz que recibía. Llegó así a la costa, aceleró sus pasos porque veía claramente una niña peligrosamente sola, vestida como ella, cantando lo que ella cantaba, pero que a cada paso que daba, se alejaba un poco más, mar adentro. Por momentos se apuraba pero veía que eso aceleraba la entrada de la niña en el agua. Por momentos se detenía, mas cuando lo hacía la niña se diluía… Decidió correr velozmente hacia ella. Los pasos de un adulto deberían necesariamente ser más largos y veloces que los de una pequeña y estaba decidida a rescatarla de ese avance seguro hacia la muerte. Se distrajo tan solo al ver la canoa tallada en la piedra y en ese mismo instante la niña desapareció de su vista. Iba a dar un grito de horror, cuando un español le dijo: “-¡Qué bella toma me habéis regalado! ¿Queréis una copia?”, mientras le mostraba una foto en la que jugaban dos niñas, vestidas y peinadas de forma idéntica a como estaba ella en ese momento. Rossana Miglionico Molina (Beatrice)
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L
a vieja desde el principio llamó mi atención. Tal vez por sus ropas gastadas y en las que
predominaban los tonos agrisados y oscuros. Fue raro fijarse en eso ya que son los colores que habitúan a usar en mi país las gentes de cierta edad que con el paso de los años van perdiendo la frescura y la audacia. En la anciana estos grises y marrones la emparentaban con el entorno de tal forma que parecía un elemento más del paisaje. Sus ropas no desentonaban entre las paredes grises y los despintados balcones sin flores en las macetas. Es más, hacían juego con las rejas herrumbradas y los ventanales cerrados. Y parecía arrastrar sus derrotados años por aquel pedazo de la ciudad al que denominan Ciudad Vieja y que alguna jerarca ministerial hija acomodada de algún rico empresario hotelero intentaba re denominar desde la prensa Casco Histórico, para darle cierto glamur y alejar la palabra "viejo" de las mentes de los visitantes. Sin embargo allí estaba la vieja. Tan vieja como todo su entorno que ahora llamaban Histórico. Los duros adoquines irregulares dificultaban sus pasos. Pero, ¿por qué me fije en ella? Tal vez fue la chismosa que colgaba de su brazo y que parecía indicar que había salido de compras aunque por sus ropas podría uno dudar de esto y algún otro se atrevería hasta asegurar que en realidad estaba mendigando o juntado de la basura lo que para ella serían tesoros y que para otros eran sobrantes y objetos desechables. Tal vez llamó mi atención que la vieja no iba sola. La acompañaba una niña de unos ocho años. Pero dudo haya sido esto ya que nada hay de extraño en ver a una abuela y su nieta en las calles de la ciudad en estos tiempos de ausencias paternales. Tal vez fue el murmullo de su voz. Sí, seguramente fue eso lo que hizo que hacia ellas dirigiera mi mirada aunque a la niña no al inicio no la percibía y aún hoy me cuesta recordar siquiera como iba vestida. Pero fue eso. El murmullo de su voz que no era susurro sosegado sino canto y grito, emoción inentendible dada la distancia pero que se escuchaba y que parecía retumbar en la callecita estrecha y se elevaba por encima de las voces de las decenas de turistas que compartíamos mesas en los pequeños cafés de esa callejuela. Fue eso lo que me hizo prestar atención y aguzar el oído. Y entonces vi. Y vi a la niña alegre y divertida de hacerle a la vieja las veces de bastón, ajena a la decrepitud que yo veía. Y fue entonces que me esforcé en oír y fui cómplice intruso en su decir. -Y somos más de diez... - vociferaba la niña a la vieja, con el rostro enrojecido por la emoción de lo dicho - y somos más de diez y nos juntamos en esa esquina y gritamos todos a la vez. Y corremos por esta calle hasta el final y nos separamos y dividimos y cada uno corre por diferentes calles. Y damos la vuelta manzana y esquivamos a los turistas y entonces gritamos y las vecinas se asoman en los balcones y nos gritan locos y nos dicen que nos callemos y nosotros no nos callamos nada y seguimos corriendo entre los autos... y nos subimos a las rejas y a los portones y nos volvemos a juntar en la plaza, pateamos la pelota y nos subimos en las bicicletas y nos desparramamos y desaparecemos y volvemos a aparecer y si uno grita, gritamos todos... y nos caemos y nos levantamos y esperamos a Luciano que es gordo y a Yamila que es chiquita y que no pueden correr a la misma velocidad... y cuando estamos juntos nos volvemos a separar y después volvemos a aparecer por todos lados y somos muchos y somos amigos y somos fatales y somos... somos... somos invencibles!!!! - finalizó la niña. Y a medida que la niña contaba, la vieja parecía enderezarse y su paso cobraba ritmo y los adoquines ya eran amigos y sus ropas ya no me parecían tan gastadas aunque lo fueran. Y al pasar a mi lado ya no era ella sino era otra y era amplia y luminosa su sonrisa y su rostro no era suyo sino el rostro moreno de su nieta. Y la chismosa no era para la basura, era la bolsa de los mandados y ellas eran dos niñas cómplices que iban al almacén, cada vez más juntas, saltando los adoquines desparejos, llenando la calle con sus risas cómplices, seguramente corriendo en bicicleta y trepando las rejas de los balcones, solo para hacer enojar a las señoras. Y así se fueron las dos, viviendo y reviviendo una los milagros de la vida en los decires de la otra. Recuerdo haber pagado el café y haberme ido aquel día convencido de que es posible vivir por siempre y nacer de nuevo cada día. Juan Eduardo Morales Rosas (Jumo)
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L
a oportunidad llegó y no la desaproveché. Viajé a esa ciudad de la que tanto había escuchado: sus
edificaciones, así coloniales, grandes iglesias y calles de piedra. Vi muchos edificios antiguos de diferentes estilos arquitectónicos, pero todos inmensos. También vi vestigios de ciudades, que habían sido ocupados en este mismo espacio hace centenares de años; caminaba por un lugar que guardaba en sus espacios mucha historia. Apenas comencé a confundirme entre la gente, escuché su particular melodía al hablar… y me gustaba –pensé para mis adentros: nosotros allá hablamos muy aburrido–. Y prefería no decir nada, solo observar… aunque jugar a ser la foránea también me entretenía: hablar y que se detengan a mirarme, que se dieran cuenta que no era de ahí, que buscaran en su imaginario mi procedencia. Estuve pocos días allá, no contaba con más dinero. Así que decidí aprovechar cada uno de ellos al máximo y vivir como si fuera de ahí. Caminé lo más que pude, probé sus sabores y disfruté de su música; cuando no estás en tu lugar la curiosidad por conocer se multiplica, la capacidad de sorprenderse nos vuelve más sensibles y ese fue mi estado. Siempre con un ¡oh! en la mirada o en mis palabras, pero solo cuando me quería dar a conocer. Decidí viajar en el Metro. Allá de donde vengo, no hay Metro; así que esta también iba a ser una experiencia. Abajo es otra ciudad, hasta me parecía que había más gente que arriba. Llegué a la parada de buses que me llevaría a los montes, ahí era donde quería llegar, pues contaban que es un lugar mágico, que al llegar a la cima la energía invadiría el cuerpo, pues el sol y la luna se conjugan con uno al levantar las manos en dirección norte. A él lo conocí ahí, en la parada de buses, después de viajar en el Metro. Casi me quedo, pero él insistió en que fuéramos juntos. Tampoco era de ahí, su melodía era diferente. Solo estaba de paso, pues en la noche partiría a otro lugar mucho más lejano. La caminata era larga antes de llegar a la primera montaña más alta y el camino no era llano, había que subir y bajar por escaleras estrechas, por entre patios que antiguamente eran utilizados como campamentos -¿Tú sientes vértigo? Hasta ese momento él no se había dado cuenta de eso. Yo, por el contrario, subía y bajaba sin problemas, como si antes de llegar ya había recibido el regalo energético de los dioses. Decidí caminar cerca de él, así no sentiría el vacío… aunque la verdad los primeros escalones no eran más de ocho. Al fin, al pie de la primera montaña. Al mirar arriba podíamos ver lo que nos esperaba… Emprendimos la subida. Caminamos juntos como si fuera una actividad nuestra de todos los días. Habían pasado solo un par de horas de conocernos, pero el trato cercano… ¡qué familiaridad! El esfuerzo de la subida se percibía en su respiración, en las varias paradas hechas; yo me detenía, creo que pude haber subido más rápido. Era agradable estar así. Llegamos a la cima y vimos todo el llano, bastante vegetación… -¿Podemos subir a la otra montaña? Él no estaba tan convencido de hacerlo… ¡Vamos! –le dije. Si ya no alcanza el tiempo, regresamos. Era otra subida y no estaba tan convencido de hacerlo. ¡Vamos! –me dijo. Estás tan entusiasmada… y llegamos a la cima de la segunda montaña y nos sentamos ahí, mirando las otras montañas pequeñas que dejamos en el camino. Y conversamos, le dije qué palabras son las que me gustan de su melodía, pues las había escuchado muchas veces en varias películas que un tiempo me dio por ver, le conté que me sonaban bonitas, aunque sabía que no ese no era su significado. Así fue, el camino de regreso fue tan agradable como el de ida. Había siempre un tema de conversación y un comentario para reír. Ahora, a abordar el bus de regreso. -Me bajo aquí, mi avión partirá en tres horas. Te espero cuando vayas a mi país. Se despidió… Y yo me convenzo aún más que viajar es la mejor forma de conocer personas, aunque a veces tengan que irse. Ruth Moreano Villena (Fru)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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Metrópoli
S
ubía las escaleras contemplando la ciudad donde vivía, su dedo índice se deslizaba sobre los gruesos
vidrios de los grandes ventanales que envolvían el conservatorio de música donde ella estudiaba. Afuera todo era silencio, los vidrios y paredes a prueba de ruido aislaban el ajetreado movimiento sonoro que albergaba el exterior del edificio. Por dentro, un seductor y delicado sonido comenzaba a apreciarse a lo lejos. Apoyando tiernamente su mano derecha sobre el ventanal de la escalera comenzó a acompañar junto a las yemas de sus dedos aquellos tiempos sonoros a la vez que rozaba el vidrio templado y vislumbraba aquella misteriosa vista. Ella, con sus catorce años, apenas conocía su ciudad a través de las ventanas. Las ventanas de su casa, las ventanas de los medios de transporte, las ventanas de la escuela, las ventanas del conservatorio. La ciudad donde vivía le era tan cercana como lejana y distante a su vez. El sonido a lo lejos la cautivaba como siempre lo había hecho desde el primer instante en que lo había oído por primera vez. Un sonido cálido y penetrante, capaz de envolverla, tocarla y transportarla a través del fluir interno donde circulan y habitan los sentimientos, los deseos, las emociones y recuerdos íntimos. Alojado profundamente dentro de ella, se cobijaba el deseo de tocar su ciudad, percibirla en sus dimensiones, sus colores, experimentar la vivencia de sus ritmos, su intensidad. El sonido de la música comenzaba a hacerle cosquillas, se oía y percibía cada vez más cerca. El abrigo de las bellas notas musicales la empujaba a ingresar en la galería Johann Pachelbel donde el encantador sonido de un oboe lo impregnaba todo. Junto al ventanal de la galería su mejor amigo se esforzaba en lograr obtener los sonidos más dulces que ella había escuchado jamás. La panorámica vista aérea de la ciudad se alzaba detrás de su mejor amigo. Al igual que ella, aquella metrópoli la conocía a través de los grandes ventanales y ventanas que formaban parte de su vida. Ninguno de los dos nunca había jugado por fuera de los edificios, siempre lo habían hecho por dentro, donde no llovía, donde no hacía calor ni mucho frío, donde no podían perderse, donde los adultos siempre podían cuidarlos sabiendo donde estaban, donde no podían esconderse. En ellos existía un deseo profundo de vivir su ciudad, tocar su ciudad. Al verla, su mejor amigo le dedicó secretamente los últimos compases de la pieza que estaba tocando y tímidamente la invitó a recorrer su ciudad de la única forma en que ellos sabían hacerlo. Ambos tomaron sus instrumentos y comenzaron a tocar. Con un expresivo sentimiento el sonido comenzó a escabullirse entre los gruesos ventanales que silenciaban el exterior para dirigirse hacia la gran ciudad que tenían por delante. La música emprendía un viaje donde los sonidos musicales iban adquiriendo corporeidad. El sonido comenzaba a visualizarse, tomaba forma, color, textura, se esparcía por aquella arquitectura rodeándola a través de la bella melodía que ambos tocaban. El sonido rozaba y envolvía los contornos de los diseños arquitectónicos. Jugaba a deslizarse entre sus curvas, sus líneas rectas. El viento soplaba junto al oboe componiendo el tiempo dentro de una atmósfera donde el ritmo, la intensidad y las tonalidades musicales invitaban a vivir el clima sonoro que irrumpía conquistándolo todo. Ambos tocaban su cuidad. Y tocaron hasta perderse a lo lejos, escondidos en esa gran metrópolis que el gran ventanal les ofrecía de la ciudad donde vivían. Cecilia Andrea Morras (Chelín)
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La ciudad del lago
D
esde el andén, recordaba el último
atardecer que se asomaba a la ciudad en donde se encontraba este maravilloso lugar al que no quería dejar de disfrutar. Y con él, llegaba el tiempo de volver a casa, con las mascotas que tanto extraño, también las tareas gratificantes en el hospital y la pasión por enseñar.
La ciudad del Lago es mi lugar en el mundo, allí planeo pasar mi vejez acompañada de la familia, con la tranquilidad de realizar una caminata observando ese trozo de cielo reflejado en el calmo lago. Imagino las travesías hacia Refugio López, entre otros cerros que visitaría, leídos de las novelas de detectives que le regalé a mi hijo Ezequiel. Cómo no imaginarme recorriendo otros caminos, acompañada por mi compañero de vida, de viaje y recorrido, tan enamorado como yo del aire que se respira en el lugar de nuestros sueños. Mientras partía, pensaba en cada uno de los días que había pasado allí, como las escenas de un cuento, las tardes observando el paisaje, los recorridos por la mañana, los almuerzos que tenían otro sabor, aún caseros y con los mismos ingredientes de siempre. Definitivamente era otro escenario, viendo las aves recorrer la inmensidad del cielo, las truchas en su lugar de hábitat libres, el agua cristalina y el viento con perfume de paz, nos rozaba la cara. ¿Cómo se habrían sentido Pancha, Nanny y Chango allí? ¡Libres! Iguales a mí. ¡Ya faltaban pocas horas para verlos de nuevo! Sin dudas, mamá habría cuidado muy bien de ellos, como en las anteriores vacaciones. Llevo el alma tranquila, mil sonrisas en las fotos y recuerditos para todos, este espacio fantástico me permite soñar y pensar nuevos procesos para alcanzar los objetivos que me llevarían a la meta de vivir algún día en una casita propia, tan linda como las que vi en la ciudad del Lago. ¿Cómo vive la gente allí? En todo momento, sólo vi gente feliz, amables al hablar, como si habitaran en una ciudad sin tiempo, sin apuros, como salida de un cuento. Pienso, mientras cierro el libro que me llevó hasta allí. Gladys Beatriz Moyano (Aridnere)
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M
La tortura e dolían los pies.
La larga subida de piedra caliente me abrió grietas en los talones. Yo estaba acostumbrada a andar descalza; los zuecos y sandalias que compartíamos en la familia no siempre estaban disponibles para mí, y los alrededores de nuestra cabaña, al igual que el huerto en el que trabajaba para los señores, no representaban daño alguno para mis pies acostumbrados desde niña. Andaba en patas, jugaba en patas, y también recorríamos en patas el bosque con Clemencia y Pía en busca de flores y hierbas con las que jugábamos a preparar nuevos dulces y mermeladas para nuestras casas. A lo que no estaba acostumbrada era a estas calzadas eternas de piedra recalentada por el sol ardiente de julio; calzada y escaleras que me acercaban poco a poco al centro de un pueblo que nunca había conocido. San Gimignano le habían empezado a llamar en los alrededores. Por el obispo que había llegado hace poco. Mis hermanos y yo sabíamos del pueblo detrás de la piedra por los cuentos y relatos que contaban algunos campesinos vecinos que, avivados por el vino y con la osadía de haber escapado al control de su señor, lograban atravesar el inmenso muro de piedras para vender alguna pequeña parte de lo cosechado a quien se los compre en las ferias sin preguntar mucho… Lo que contaban los charlatanes no era muy alentador… Y ahí estaba yo… atravesando el muro a empujones, arrastrada, maniatada… las sogas les habían quedado demasiado apretadas a los hombres del obispo que me habían arrancado del bosque encapuchados, aunque todos sabíamos quiénes eran y a qué venían. Sabíamos que cuando se llevaban a alguien ya no volvía, se perdía para siempre detrás de los muros. Las paredes de piedra parecía tragárselos para siempre. Me dolía la espalda. Me dolían las muñecas también. Creo que ya sangraban. Terminamos de subir la eterna calzada de acceso y se abrieron ante nosotros muchas callecitas angostas de piedras y llegaron a mí olores que nunca en mi vida había percibido. Puajjjj…¿cómo hacía la gente, si es que ahí había gente que no anduviera encapuchada, para vivir con esa mezcla de olores espantosa? Se sentía peor que el chiquero comunal. Las torres que me habían distraído cuando nos arrimábamos al muro, ya no parecían tan altas ni tan monumentales; los muros de piedra por dentro ya no parecían tan impactantes como desde lejos; se veían más bien sucios, oscuros y fríos. Me dolían los oídos. Se nos sumaron otros grupos de encapuchados y de arrastradas. Entre ellas, las vi a Clemencia y a Pía, igual atadas, igual sangrando, igual doloridas. Desde lo alto, asomados a las pequeñas ventanas, habían empezado a aparecer algunas personas, ¡había personas! Sólo que gritaban, aunque al principio no alcanzaba a escuchar bien qué. Pero antes de entender, nos empezamos a arrojar piedras y otras cosas que no reconocí. La primer piedra me dio en los pechos. La otra en una oreja. Y ahí escuché...¡Hechiceras! ¡Brujas! ¡Herejes! Me había empezado a doler la cabeza. Yo siempre fui una persona alegre. Pero ya me dolía todo el cuerpo. ¿Bruja? ¿hereje? ¿qué hicimos? ¿juntar flores? Se abrió una estrecha puerta entre todas las que había en esa calle angosta que continuaba hacia un sendero que doblaba en la esquina. Aún desde ahí, pude ver el paisaje hermoso que se percibía desde esa altura, las colinas perfectas, el cielo azul, el verde inmaculado. Por debajo del nivel de la calle de piedra, que estaba más caliente ahí que en la entrada del muro, se abrió esa puerta doble de madera hosca y nos entraron a la más absoluta y fría oscuridad. A empujones, arrastrada, maniatada; caminé en el vacío, tropecé con la nada y caí. Más frío, más oscuridad. Un rayo de sol llegó a entrar antes de que terminen de cerrar la puerta y destellaron en su reflejo puntas de hierro, filos relucientes, cadenas con pinches y otras cosas desconocidas. Me había empezado a doler el alma, y ya no dolía nada más. María Elena Nally (Pompei)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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E
El tiempo sigue pasando l silencio de la mañana fría, se vio interrumpido por el sonido de la alarma. Lentamente abrió sus ojos y
por reflejo trato de buscar el despertador, que siempre dejaba al costado de su cama. Las sabanas y las frazadas que lo había arropado durante la noche fría, no dejaban que pudiera alcanzar el minúsculo objeto. Después de varios intentos logro alcanzarlo. Se sintió feliz, en ese momento, y al intentar levantarse se dio cuenta que su pareja continuaba durmiendo. . A pesar que la alarma había sonado por varios minutos, ella no se había despertado. La miro detenidamente y en su rostro apareció una pequeña sonrisa, se acercó lentamente a ella y con un susurro de su voz le dijo: “aquí está tu príncipe azul,… bella durmiente”, y al terminar esas palabras, choco sus labios helados con los de ella. Inmediatamente se despertó, frunciendo el seño y abriendo los dos ojos, como si se estuviese ahogando. La mujer se levantó rápidamente y comenzó a vestirse, abriendo el viejo ropero, donde colocaba el pequeño repertorio de mudas de ropa, que utilizaba para ir al trabajo. El proceso de selección, no le llevaba mucho tiempo. Mientras tanto él permanecía acostado en la cama. Su cuerpo estaba inmóvil y su mirada estaba centrada en el techo de humilde departamento. Se imaginaba en su textura diversos animales que estaba en la selva, podía ver claramente la figura de un león intentando atrapar a una gacela. Aparecían en sus pensamientos un montón de escenas, de recuerdos, de imágenes que pudieron haber pasado. Mientras tanto el tiempo continuaba pasando. De repente, esas imágenes dibujadas en el techo de la pieza se vieron atravesadas por unos rayos de luz que entraban por la ventana de su cuarto. No quería sentir el frío de esa mañana, y de un salto, estaba al lado de la ventana, con las manos en la cortina para cerrarla. Tomo fuerza para hacerlo, sin embargo en ese instante, surgió en él la tentación de observar, aquel hermoso paisaje que le entregaba la humilde habitación.
Los enormes rascacielos que llegaban hasta las nubes y los vehículos que funcionaban en la carretera magnéticas, les hizo recordar la situación económica en la que se encontraban. Vivían en un humilde departamento, en uno de los pisos más alto del edificio. Eran tiempos difíciles y alquilar un departamento cerca de la tierra sólo era para los adinerados. Se quedó mirando detenidamente el paisaje, tratando de buscar una solución a sus problemas. Mientras tanto el tiempo continuaba pasando. Quedó hipnotizado, mirando aquel paisaje. Se imaginaba una vida distinta, cerca de la tierra, en donde pudiera plantar un árbol. Un hogar que no tuviera escalera y ascensores. Pero eso era imposible para una persona de su situación económica. Los planes de ahorro, ya habían quedado en el olvido y lo único que quedaba era resignarse a la vida que le había tocado. Mientras tanto el tiempo seguía pasando. La mujer terminó de vestirse, y vio a su pareja que estaba en la ventana. Con el poco aliento que le quedaba, le dijo ¿no vas a ir al trabajo?, pero sólo se escuchó un silencio. Tomó las llaves del departamento, se acercó a él y le dijo: después nos vemos. Luego de un momento se escucho el ruido de la puerta que se cerraba. Ni ese ruido, logro despertar al pensador de la ventana. Su respiración era muy lenta, y casi no parpadeaba. De repente la sombra de un edificio comenzó a darle lentamente a su rostro preocupado. Por el reflejo de la ventana se dio cuenta que había pasado tres horas… parado en la ventana. Se puso a pensar, para que había pensado tanto… después lo entendió. Un sentimiento de despreocupación se apoderó de él, porque no importaba que él hubiese ido al trabajo, que en ese momento, le hubiese dicho a su pareja: te amo, o que pensara toda la mañana en blanco… no importa lo que hubiese hecho con su vida… “el tiempo seguiría pasando”. Pablo Adrián Nuñez (Pab 123)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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«Patas para arriba» Esa es mi perspectiva y ¿si la lógica no tuviera gravedad?... Si todo tuviera que estar al revés en nuestro mundo. El mundo de cada uno creado desde su apariencia, con distintos matices, movimientos, texturas, tramas, sí… digo distintos. Ahora los sumerjo en un mundo. Cada quien puede escoger la manera de llegar a las “delicias de Couco”, o llamado al revés también. Las calles son un empedrado de malvaviscos, donde caminar es un movimiento ondulante y esponjoso. Las casas están hechas con galletas coloridas armadas como un gran tetris. Los ríos son largos tendidos de chocolate y los árboles dan frutos confitados. Los autos son conducidos por osos voladores y las personas caminan patas para arriba. Perdón… Me quedé profunda y tendidamente dormida en un sueño golosamente patas a arriba.
Natalia Gisela Ochoa (GI)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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El regreso
S
u memoria -prodigiosa- reconoció cada poro de ese vetusto rincón misterioso de la ciudad del
Jaibo. Me quedo aquí- le dijo al chofer del coche que la trasladaba. - Tenga cuidado. Por acá nadie anda solo. - le advirtió . Un mes antes, una gitana, que la había encontrado bañada en lágrimas en la plaza, se le había acercado, le había tomado la palma de la mano derecha y le había murmurado con voz ronca y jerigonza, mas con aire de consuelo y cariño: Volverás a la infancia, todo será infancia, belleza y bienestar. Las que se crían en calles circulares, no pueden escapar del destino, pero cuidau mijita con ir en contra, no sea que ... Y no había dicho más, o no recuerda más. A Magdalena, le había parecido iluso creer en una gitana, sin embargo no dejaba de rondar en su cabeza el recuerdo de las redondeces avistadas desde la ventana. Sintió una leve mueca de esperanza frente a su desdicha de rispideces, de ajetreos y de huidas. Intentó escapar (otra vez), pero el "volverás.." la signaría para siempre . Ahora estaba ahí, de nuevo junto a la ventana, pero del lado de afuera. De la ventana por la que había huido quince años antes, el día que cumplió los 15. Todo lo tenía grabado en su retina, todo lo que día tras día y año tras año, había podido mirar tras los cristales, Nada había sido alterado, ni la angosta callejuela de adoquines, ni el verdor exultante de la plazoleta, ni las casonas modernizas y de alpinos techos rojos que se apilaban circularmente, ni las fachadas forjadas en hierro y piedra de la antigua "Casa de la Beneficencia" (así la llamaban para conservar los buenos modos), donde alguien, alguna vez, la había depositado cuando acababa de nacer. Desde la mesada de la cocina te vi venir y arqueé la ventana por si querías entrar, el día que te fuiste no me dijiste adiós, no tenés porqué ofrecerme saludo hoy. No, no estoy enojada, nunca lo estuve, tal vez tú, sí. Yo escuchaba tus gritos, tus pedidos de auxilio, pero yo también tenía miedo. Miedo a morir. Fuiste valiente, fervorosamente valiente. Te fuiste sola. Me dejaste aquí con él. Y con el miedo. Con el fantasma que siguió acosándome por las intrincadas galerías de estos viejos salones que le dicen casa. Yo imploraba salir de esas rejas, pisar el pasto, oler las flores, saltar, jugar como todos las demás niñas y tú no me dejabas. Es por tu bien- todavía me repica como fantasmas y a veces no sé qué significa la palabra bien, bien que me fui y no estoy muerta como vos, que por mi bien me amparaste el día que me dejaron adormilada en una manta, que por mi bien no dejaste que yo hablara el día que nos visitaron las asistentes, que por mi bien, que por mi bien, que por mibien. Te protegí como hija, una hija, la que nunca tuve en mi vientre, te di el nombre, Magdalena, te di comida, te di protección. Es cierto, a veces quise irme de esta casa, pero no podía dejarte, tampoco debía dejarte sola, sola, con él. En una mantita, te dejó tu madre, ella sí pudo escapar de este infierno contigo en el vientre, de tu padre me preguntas, quién sabe.. Tu madre me pidió silencio. Ella tampoco diría nada. Confió en mí tu crianza, entonces cómo no lo iba a matar, sí, lo maté yo misma y yo misma me ocupé de desaparecer evidencias. Es su alma la que nunca nos dejó vivir en paz. Deseó que alguien la socorriera, pero a esa hora de un día domingo la ciudad dormía. Intentó correr en sentido inverso, pero el horror paralizó sus miembros, y se vio, de pronto, indefensa, ínfima y desprotegida, mientras sentía que unas manos descarnadas la arrullaban y la ingresaban por la ventana. Blanca Noemí Oliva (More)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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E
n el colectivo viaja un brazo, el brazo azulado y cubierto por la tela
púrpura, inigualable, como cada martes, de la remera de Victoria Lynch. Viajamos parados, y su brazo, rozándome las costillas cada vez que el colectivo colmado de gente se mueve bruscamente o se mete en algún pozo, me llena de deseo y de desamor. Pienso mientras viajo que el brazo subvierte el orden de lo bello y hace posible que pueda ver y describir con palabras su brazo y su larga hermosura; extendiéndose como un río que va hasta los hombros, ligeramente caídos, el brazo cuelga desde los omóplatos. Veo la piel de Victoria Lynch en HD y ella ni siquiera me mira, gira su cuello hacia rincones habitados del colectivo, como los rincones inhabitados de esta ciudad que no es mía. Recuerdo largamente mis días en la iglesia, cuando mamá me llevaba a misas, me detenía a mirar el peinado de Victoria Lynch; el rostro único y bello de Victoria, cómo en las aulas donde aprendíamos la doctrina de la catequesis yo miraba los brazos y las manos de Victoria Lynch, mientras el colectivo pasa ahora rápido por los campos sembrados de soja y el miedo de que no me mire más, ¡pero si no me miró! El mismo brazo que me roza ahora la piel hoy es el que desearé mañana, y es verano, y hace calor, y ella va dar clases porque es maestra y me detengo, mientras suena I’ ll know it’s gonna happens someday, de Morrissey, me detengo en su peinado, con su pelo negro terminado en unas vueltas exquisitas, lleno de fantasías y bellezas como es el mundo de Victoria Lynch. Busco su mirada, como un abismo donde saltar y dejar todas las penas del mundo y volver escalando, peldaño por peldaño, y no llegar más al trabajo, que es una tortura porque no está el brazo de Victoria Lynch ni hay mujeres con brazos parecidos ella. Sólo hay café amargo y un río que surca la ciudad indescifrable y un laberinto del que no deseo salir. El abismo de esta manía de viajar todos los días a un lugar imaginario, a un trabajo imaginario, a un deseo imaginario hacía que Antonio Díaz Larsen se lanzara cada vez más a un imposible, a una empresa con más debilidades que fortalezas. Pero a él no le importaba esto, sino que su trabajo era encontrar la excusa para someterse a la búsqueda de ese brazo, ¿para qué? Nadie en la aldea lo sabía, ni siquiera su madre nos contó, el día que vino llorando a casa, a pedir ayuda para Antonio, por su obsesión por Victoria Lynch. Yo no puedo pararlo, ustedes tal vez puedan, nos decía, como si mi madre y yo no tuviéramos ya suficiente trabajo con ir y venir desde la aldea, caminar por las calles de tierra, pasar por el cementerio para traer la leña y apaciguar así el invierno que azotaría las puertas y ventanas mientras Antonio Díaz Larsen estaba en la taberna bebiendo y jugando a las cartas con sus amigos, según él, para apaciguar la pena de no vivir, de haber nacido en el siglo equivocado, que es la excusa que todos dicen para inaugurar una fechoría. Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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En la aldea vivíamos con madre y casi nunca salíamos de casa cuando llegaba el invierno, por eso era importante buscar leña y mantener una fogata prendida. Yo era el encargado de eso. Las calles de la aldea, cubiertas de piedras, no hacían fácil el camino al mercado, ni mucho menos para buscar los alimentos necesarios para pasar los días. Antonio Díaz Larsen llegó a casa un día del padre (su padre había muerto, según dicen, cuando cayó del caballo que lo llevaba hasta el pueblo más cercano a comprar tabaco para regalarle a su hermano Leopoldo para su cumpleaños) a buscar miel para prepararle el desayuno a su madre y a partir de ese día enloqueció al regresar a su casa. Parece que encontró a su madre, cubierta con un velo negro y tirada en el piso y sin respirar, como se encuentra por lo general a los muertos. A los tres años, cuando con Sofía entramos en la casa ya abandonada y caída de Antonio Díaz Larsen, encontramos cartas, papeles, fotos, collares de colores, libros. A Sofía le pareció ridículo que Antonio Díaz Larsen, de quien luego la crítica -como siempre- se apropiaría de las fuerzas de la producción de su obra, bueno, a Sofía le dio risa o le pareció ridículo o cursi, que al abrir un cuaderno que Larsen guardaba en la mesa de luz ya desvencijada, dijera lo siguiente: Un día el viento me arrancará los ojos y se los llevará al desierto a enterrarlos en medio de la nada. Ni ese día entenderé cómo la muerte vino y por qué y para qué. Pienso que estarás siempre, como está tu nombre tallado en el nudo de todas las gargantas del mundo que no te pueden nombrar por la pena. A mí me pareció atinado el tono dramático, fúnebre si se quiere, pero como ella siempre tuvo un gusto exquisito por la literatura, no me opuse y acepté su sugerencia y reímos juntos pero ese día no nos besamos, porque Sofía me había contado que estaba enamorada de Javier, y por miedo o cobardía o no sé qué no quise decirle que yo la deseaba, aunque mi propensión a las hipérboles me hiciera decirle que estaba enamorado, sabía en el fondo que era sólo deseo. Un deseo injusto (como todo deseo), porque no era correlativo con el amor, no con el amor que por fortuna en su locura sintió el gran Antonio Díaz Larsen por Victoria Lynch y que escribió o alguien lo escuchó decir cosas de borrachos o de locos, nadie lo escuchó. ¿Puede alguien enamorarse de un brazo? Claro que sí, señoras y señores, pero también pienso que cuando le cuente esto a Sofía me va a decir que yo ya estaba enamorado de Victoria Lynch y que su brazo es una sinécdoque de mi amor por ella y que debería hacer algo. Pero no. Pasan las estaciones, el tren, el mar, los campos como un espejo, los ojos de Victoria Lynch como un espejo donde se ven las cuatro estaciones y yo, tomado de su brazo, siendo perfectamente olvidado por su indiferencia y la indiferencia de los ríos y la soledad del que lee y el que escribe. Juan Manuel Ontivero (Antonio Díaz Larsen )
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I
sla Verdor, aún la recuerdo, con su color estridente que llegaba hasta mi pequeño pueblo del otro
lado del río como si fuera una luz potente proyectándose por él . Debo admitir que soy una tenaz observadora y podría casi afirmar que inicié esta profesión en mi pequeño pueblo de Caliz a muy temprana edad. En mi pueblo la monotonía se apoderaba de sus calles y habitantes que parecían ir tirados por hilos invisibles hacia la misma rutina todos los días. Yo, una pequeña niña de ocho años, caminaba por sus senderos siguiendo el mismo camino todos los días hacia la escuela. Conocía cada detalle de esas veredas empedradas que miraban hacia el río.; no era necesario levantar la vista, segura de ya haber visto todo lo que a mi alrededor acontecía. Solo una vez sentí que algo había cambiado en aquel sendero y al levanté mis ojos para contemplar el horizonte vi una luz verde que se proyectaba hacia mí. Me sentí encandilada pero por una luz que no era la del sol de verano; no pude sino pararme a contemplar aquel espectáculo de color verde que atrapaba mis sentidos y sacudía lo conocido de todos los días. Corrí a casa casi sin aliento a preguntarle a papá de qué se trataba aquella imagen casi fantástica que había observado en mi camino. Fue así como conocí, al menos por nombre, a Isla Verdor. Papa me relató su historia con sus dotes de narrador experto y me contó grandes aventuras de aquel lugar que a simple vista parecía un punto perdido en la vasta extensión del río. Esa visión casi fantástica había atrapado mis sentidos y alimentando mi imaginación. El tío Rodolfo, al ver mi mente inquisitiva poblada de preguntas sobre aquel lugar lejano, decidió comprarme un largavistas. Corrí hacia la orilla del sendero al salir de la escuela sin otro propósito que comprobar la historia de palacios, héroes y carruajes que papá me había contado con tanta avidez; pero al ponerme el largavistas por primera vez solo pude ver edificios inundados de un verde que parecía escalar sus paredes con una rapidez inigualable; un verde que parecía continuar de los millares de arbustos que rodeaba los jardines de los edificios. La monotonía se apoderó nuevamente de mí al comprobar que los caballeros ya no recorrían sus calles en sus carruajes; las historias de papá pertenecían a un pasado glorioso que sólo había dejado sus verdes huellas sobre los edificios como únicas pruebas del paso del tiempo. Debo admitir que en aquella primera visita volví a casa decepcionada ante la ausencia de los personajes. Sin embargo, el recuerdo de su verdor me invitó al día siguiente a intentar nuevamente. A pesar del largavistas y la belleza de esos edificios petrificados por el color unánime de sus paredes y suelos, aún necesitaba un condimento más y lo esperaba en cada avistaje, porque en el fondo sabía que algo aparecería. Cada día volvía, me sentaba en el suelo, tomaba mi largavistas y permanecía casi inmóvil por minutos, esperando. Una tarde en que mis esperanzas flaqueaban me sorprendió un movimiento difícil de definir, tuve que ajustar mi vista a algo que algo parecía mover los arbustos. Para mi sorpresa, pude ver entonces un hombrecito diminuto que se movía con relativa comodidad saltando por entre el verdor que lo rodeaba como quien conoce de memoria un lugar, sorteando cada arbusto que se cruzaba por su camino. Me atrapaba la liviandad de sus movimientos, la agilidad de sus extremidades que lo acercaban más a una criatura alada. Sus brazos parecían elevarse por el aire cada vez que saltaba. Cada tarde a la misma hora me paraba en el camino de vuelta de la escuela con mi largavistas colgados del cuello para apreciar el mismo espectáculo. Aquel día sucedió algo inédito. Mientras apretaba mis ojos contra el vidrio del largavistas ,en un intento de ver más detalladamente, de pronto vi como el hombrecito interrumpía su danzar y se paraba mirando hacia mi dirección en uno de sus tapiales; al no poder ver bien qué sucedía ponía las manos sobre sus ojos para protegerse del sol. Percibí entonces que a quien estaba tratando de divisar a la distancia era a mí. No fui capaz de preguntarme si sus ojos tendrían algún poder para sortear la distancia, solo pude maravillarme ante la agilidad de sus movimientos que ahora lo transportaban por el limite empedrado que separa la isla del río. Cada tarde se convirtió en un espectáculo que parecía comenzar cuando tomaba mi largavistas y dirigía mi miranda en su búsqueda. Apenas enfocaba y lo encontraba sus movimientos se volvían más rápidos y articulados. No me perdía nunca ese espectáculo maravilloso. Un día al regresar al punto de encuentro y tomar mi largavistas esperé interminables minutos a que el hombrecito apareciera, sin éxito. Me dije que quizás estaría cansado pero al regresar al día siguiente tampoco pude verlo. Me decidí entonces a buscarlo por cada recoveco de aquella isla. Mis ojos recorrieron los edificios, los caminos, traté de inspeccionar cada arbusto que estaba a la vista, recorrí caminos, galerías, iglesias. Solo al elevar mi vista hacia el cielo pude detectar en la punta de un edificio una figura inmóvil con un arco y una flecha en mano parado en un pie. Me quedé esperando que el espectáculo de cada tarde arrancara segura de que esta vez desde aquella altura me sorprendería una vez más, pero la noche llegó y fue momento de regresar a casa. María Florencia Páez (China) Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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O
Nostalgias tra vez… bañada en sudor, sobresaltada, muy asustada y con los latidos acelerados de mi corazón.
Latía más rápido porque me dominaba el miedo; éste se apoderó de todo mi cuerpo y mi mente! Parecía que mi corazón ya no recibía ese abastecimiento constante de sangre para seguir funcionando correctamente! Una persecución incesante donde me veía corriendo con desesperación; alguien me perseguía a pasos agigantados que parecía rozar y sujetar mis tobillos; sin embargo no podía ver ninguna persona o figura cuando apenas lograba girar hacia atrás, aunque sea de reojo. Y a cada intento de entregarme a las manos de esa cosa que me perseguía y desaceleraba mi maratón, todo volvía a ese silencio normal donde solo se sienten los ruidos de las hojas de árboles con el canto de los pajaritos que se posaban cuando me detenía y emprendían su vuelo cuando yo también emprendía nuevamente mi carrera! Siempre la misma calle ancha pero vacía a los costados, una calle sin salida por ningún lado, ni al frente ni a los costados. Debía seguir huyendo sin rumbo fijo sabiendo que no llegaría a ningún destino pero trataba, de igual modo, de sobrevivir a esa persecución tan acuciante. Una calle de longitud indefinida, sin ningún cruce con otras calles donde al final vea aparecer una casa, un parque, una persona… Siempre el punto de partida era la misma calle ancha, espaciosa pero como un punto muerto, donde desde alguna parte indefinida provenían risas horripilantes, murmullos que parecían del más allá y sombras indefinidas. Parecía un viaje de miedo en el que la estación final era la muerte que me aguardaba sigilosamente. Permanentemente mi corazón acelerado que parecía a punto de detener sus agujas. ¿Por qué esa calle tan ancha en la que podía disfrutar de largas caminatas tranquilas alejada de los ruidos y multitudes, se transformaba en un callejón sin salida, en una desesperanza? Si, una desesperanza que invadía todo mi ser, que me dejaba sin aliento alguno para seguir! Justo cuando algo lograba alcanzarme….despertaba bañada en transpiración! Coincidentemente, durante la época de persecución en mis sueños, nos habíamos mudado a otra ciudad y cada que regresaba a mi pueblo y barrio, sentía que mi corazón se partía en dos. Sentía una añoranza, una pesadumbre inexplicable y muy dolorosa. Desconsuelo tan severo que no le daba paz a mi espíritu. Era raro y sorprendente sentir esa sensación tan amarga por un lugar tan querido y amado! Un lugar impregnado en todo mi ser! Ese día fue inusitado pero grandioso! Recorrer la casa de mi niñez, esa casa de mi barrio tan querida y tan tranquila donde parecía reinar la perfección de la armonía: la integración con los vecinos, la entrañable convivencia con mis padres y hermanos, los domingos de sobremesas prolongadas, tardes enteras de juegos que ya no se juegan hoy. La entrada triunfal a mi barrio con sus calles de piedras tan prolijamente unidas pero piedras sin talar, en estado natural que las hacían más llamativas y eran una invitación a recorrerlas en nuestras bicicletas o simplemente correr sobre ellas. Ay… callecitas zigzagueantes empedradas… cuánto las extrañaba! Y sus casas tan pintorescas y coloridas que daban un eterno aire primaveral, aún en días fríos y desolados. Su fachada era su cara visible, la que definía la personalidad de sus habitantes. Saber interpretar la fachada de nuestras casas era como saber interpretar nuestra identidad y nuestras historias. Casas coloridas, con un toque distintivo, coloridas casitas que iluminaban la mirada de todo aquel que las observaba!. Curiosamente, después de aquella noche apacible, serena y placentera… desperté con esa sensación de plenitud, completud y no más ausencias ni carencias ni nostalgias! Lorgia Elda Palomo (Oriana)
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A
Paseo las y cuarto me tengo que encontrar con Ana Romaní. Lo sabe: se lo dije diez veces. Me voy a
encontrar con Ana a las y cuarto, para darle su libro, y él no llega. Se lo pedí. Vení temprano el viernes, porque a las cuatro y cuarto me encuentro con Ana Romaní. Me llama y me dice que la entrada a la ciudad es un quilombo. Más de media hora hace que está ahí parado, esperando. Alguien le dijo que hubo un choche groso. Un bondi, cree, pero en la radio no dicen nada. Y antes de venir tiene que pasar por el estudio de mi hermana a dejarle unos papeles porque el lunes, una presentación, un sello... Okey, no llega. Bajo los dos pisos por escalera. Bajo los dos pisos por escalera con la nena, el bolso, la manta, el chiche y el lysoform. Los lentes de sol puestos, las llaves incrustadas en el bolsillo del pantalón. En el recibidor común de la planta baja está estacionado el cochecito. Maniobro hasta sacarle la cubierta de plástico, le echo unas ráfagas de aerosol y espero unos segundos a que se evapore un poco el desinfectante para que la nena no se lo fume entero. Siempre me pregunto si no será peor el remedio que la enfermedad. Okey, la nena en el coche; el chiche y la manta en la nena; el lysoform y el plástico en el ‘estante’ que viene debajo del coche. El bolso al hombro. ¿Le pongo la cubierta? Todavía me quedan tres escalones y el umbral hasta llegar al nivel de la vereda. Ah, no... Faltaría que se largara a llover. Pero ni loca cargo con el paraguas; si se larga, me meto en algún lado y que nos vengan a buscar. Qué día de mierda, y yo con los lentes de sol. Mejor sí le pongo la cubierta. ¡Hola, bebé! ¡Vamos a pasear! Gracias a Dios que tengo este coche de ruedas gigantes, porque las veredas de esta ciudad son lo peor de la vida. Todas hechas mierda. La maldita Municipalidad y la maldita idea de maquillar el centro. Faltan baldosas, hay pozos por todos lados. Nadie controla las obras en construcción, que bloquean el paso con sus materiales y andamios, y destruyen aún más estas veredas infames. Caños rotos por todas partes. ¡Qué infierno! ¿Saben, saben lo que hizo el famoso Mono Liso? Mejor sigo por Salta, así voy agarrando los semáforos y no tengo que correr por nuestra vida en cada esquina ni esperar mil trescientos años a que algún excepcional se digne a cederme el paso. ¡Señor, hay algo que se llama luz de giro! Sirve para avisar a los otros vehículos y a los peatones que va a doblar. ¡Qué gran sorete! Todos soretes. Nadie usa el guiño en esta ciudad de mierda. A la orilla de una zanja, cazó viva una naranja... Y la gente que no se corre. ¡¿Qué te pasa, vieja forra?! ¿Es tuya la vereda? ¿Qué me mirás como si te ofendiera? ¿No sabés que hay que caminar por la derecha, siempre por la derecha? Tanta peluquería, tanto jopo, y tan poca educación. No sé qué se creen las viejas. Cuando estaba embarazada me miraban mal y en el bondi se hacían las pelotudas. Los tipos, peor: se hacían los dormidos. No entiendo cómo quieren vivir bien si se cagan completamente en el otro. ¡Qué coraje! ¡Qué valor! Olvidate de las rampas para bajar con el coche en las esquinas. A lo desparejo de las veredas, hay que sumarle los desniveles del cordón y la genialidad de que la senda peatonal esté a cinco metros de donde está la rampa. ¡Senda peatonal, se llama, infeliz! Por acá cruzan los peatones, sorete. ¡Qué me importa que me digan cipaya, vendepatria o el adjetivo antirrosarino que más te guste! Cada vez que pongo un pie en la calle y me amargo la vida, me acuerdo de Londres y el botoncito para pedir el semáforo. O de las señales «Look Left»/«Look Right» escritas en la calzada. Eso es civilidad. Eso es calidad de vida, no esta mierda. Si hasta podés ir en el colectivo sin tener que cerrar el coche. ¡Ja, ja, ja! Ana Romaní, hablando de esto mismo, una vez me dijo que los ingleses se pasaban de elegancia. Sí, tal cual, se pasan de elegancia. ¡Qué lindo es Londres! Ay, si no fuera porque acá vive toda la gente que quiero, hace rato ya que me hubiera mudado a Londres. O a Berlín. O a un pueblito de por acá, con internet. Mejor, a una ciudad pequeña, en el Caribe. ¡Cómo odio esta ciudad del orto! Aunque se olvidó el cuchillo en el dulce de membrillo, la cazó con tenedor... —¡Soy Ana! Perdoname, no llego a encontrarte... No. Yo cruzaba; me tiró el auto encima; le golpeé el capó; se bajó, endemoniado, me quiso pegar... Le di con el paraguas, no sé, se lo clavé en el ojo... Cayó redondo, no sé, está lleno de sangre... ¿Lo maté? Sí, creo que lo maté. Ahí viene la policía. ¿Lo maté? ¿Qué hago? ¿Tenés un abogado de confianza? ¡La naranja se pasea de la sala al comedor! ¡No me tires con cuchillo, tirame con tenedor! Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
Lila Paolucci (LCPS)
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N
o es el mismo sol, ni la misma tierra, ni el viento.
María piensa mientras camina por las calles estrechas, qué distinto es todo en América, y, observando un cartel pegado en la ventana que ofrece colonizar tierras y facilidades para trabajar, recuerda con nostalgia sus días en aquellas pampas. Desde que volvió a Europa, ve la ciudad oprimida, percibe una estreches que la sofoca, le molestan los olores y la vejez. Los siglos de historia la aplastan, siente que el polvo acumulado es de años. No puede escapar de los fantasmas que ocupan sus espacios físicos, es que son tantos… Aquí, en este lugar de casas apretujadas, con frentes endurecidos que protegen y aíslan, casas que preservan extravagantes linajes, costumbres rancias y climas interiores que desconocen el frio y el calor, María se siente extraña. Vivir en un espacio de geometría casi perfecta, la obliga a concordar su estilo, la ropa le pesa, los perfumes la asfixian. No quiere prender más los faroles en la noche para ver apenas y mal, y acertar a los escalones que crujen como quejándose Salir en las mañanas tiene forma de ritual, esquemáticamente hace su recorrido hasta la iglesia donde estará algunas horas hasta el mediodía. Últimamente elige pasar por la oficina de correos, y ver en el vidrio el cartel que convoca a los inmigrantes. Observando una esquina del papel despegada, imagina que también está cansado de la quietud y espera terminar de zafarse y, ondulando, caer al piso, ahí una brisa soplará y le ayudará a esconderse debajo de un mueble. Pasará el tiempo y nadie se acordará de él ni de ella. Pestañea. El anuncio de color sepia la transporta al paisaje de la llanura inmensa, de los animales y del vigor contagioso, del viento suave y frio que energiza. Cierra los ojos, estira los brazos hacia el piso, dobla las rodillas y baja hasta quedar en cuclillas. Sigue con los ojos cerrados y espera. Sin abrir los ojos, se suelta el pelo y espera. Solo llegan ruidos y olores. Y las miradas curiosas, y las sonrisas que evaden. María desea ser liviana como el papel y terminar en esos lugares donde no tiene que congeniar con nada, la libertad se define en lo extenso y hay tanta luna. Y piensa que definitivamente, no es el mismo sol ni la misma tierra, y el viento, ni llega. Silvia Susana Paredes (Gabriel Negro)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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Más allá…
H
ay días en los que me pregunto ¿Qué habrá más allá del río? Este río que rodea la ciudad
y la deja distante, misteriosa e inaccesible a cualquier persona que la quiera conocer. Se dice que vivimos en la ciudad de la abundancia donde todo lo que se planta crece. Aquí no hay hambre ni miseria, las personas viven en una aparente felicidad que solo está opacada por esta lejanía. No es que la gente no pueda salir de Vila Verde, sino que no tienen coraje para enfrentar la realidad del más allá. Donde sí, hay pobreza, miseria, destrucción y violencia. Según cuentan los más viejos algunas personas se aventuraron a cruzar el rio pero al regresar en sus rostros podía verse únicamente desolación. Tal es el caso de Don José un anciano de 84 años, que a los 35 decidió emprender el viaje al Más allá. Tres semanas duro su expedición y juro nunca más volver. Durante la primera semana sufrió hambre, nada era como en su ciudad, la gente aquí compraba su alimento y algunos hasta lo mendigaban o esperaban las noches para hurgar en bolsas restos del aquí preciado producto. Cuando aprendió a lidiar con la comida comenzó a percibir la violencia en las personas, todos gritaban, había un alto grado de intolerancia, parecía que las palabras solidaridad, espera y amabilidad no existían. Aquí la gente pasaba uno por encima del otro para comprar, para estacionar, para viajar. Nadie se interesaba por el prójimo. En su ciudad las personas eran amables, compartían sus cosechas, allí no existía el dinero. Cuatro veces por semana la gente se juntaba en la plaza central de la ciudad y por medio del trueque obtenían lo necesario para vivir, y ya que estaban ahí las señoras aprovechaban para saber sobre las últimas novedades de sus vecinos. Esta diferencia lo apenaba mucho pero creyó haber podido superarla. Al llegar la tercera semana dijo: - ¡Ya soy uno más del Más allá nada puede detenerme! Pero no, el más allá le tenía guardada una gran sorpresa, una que lo marcaría para toda la vida. Y fue así como día 17 de su visita, comenzó a percibir la falta de aire, respirar le costaba mucho, ya no podía pelear, gritar, ni correr por la comida. Era un ser inexistente en esta ciudad. Comenzó a caminar sin rumbo, y ya extenuado pensó ¿Por qué estaba pasando por esto? ¿Qué ventajas tenía esta ciudad desconocida? ¿Valía la pena continuar aquí? Nada lo identificaba con el Más allá, el no pertenecía aquí. Y así fue como regreso a Vila verde con un montón de historias para contar y muchos más motivos para nunca salir de allí. Y fue a partir de ese día que prometió embellecer su ciudad, tornarla lo más verde posible, su misión seria eliminar el cemento. Entonces toda la ciudad comenzó a mutar. Los edificios más grandes de la ciudad estarían hechos por los más exóticos vegetales. Los parques estarían llenos de árboles de brasicáceas, hortalizas y flores. Todo como en un bello cuento de niños. ¿Y yo, por qué termine contando esta historia? No lo sé, solo sé que tampoco tengo coraje para visitar el Más allá. María Eva Parisi (Alice)
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E
Un regreso inesperado l empedrado de la calle estaba mojado y resbaloso. Fue durante la temporada lluviosa de
verano y había estado lloviendo por varios días. Todo estaba exactamente como lo recordaba, todo como cuando era niña. La reja verde de la casa de la señora regordeta del vestido azul; la casita alta de las mellizas Monfort de los tejados rojos con el frente tapizado con piedras rosadas -siempre había pensado que se parecía más a una caja de bombones que a una casa de verdad- con sus cortinas preciosas… y los árboles, esos árboles altos y robustos de copa ancha y hojas verde oscuro de la calle. Pasamos tantas siestas de domingo, mis hermanos y yo, jugando bajo sus sombras… Los negocios aún estaban allí, pero la iglesia tenía la puerta cerrada. ¿Dónde estaría a esas horas el padre Miguel? Desde lejos, vi la casa de mis amigos los Pauleti que me saludaban desde la ventana cuando, por fin, y -después de haber hecho una recorrida extensa y muy lenta de la ciudad desde la entrada hasta mi casa- ella, se descubre blanca y pulida, con sus rejas negras cubiertas de gotitas de lluvia como si fuese una intrincada telaraña. La casa familiar. La casa de mis abuelos. Me sentí invadida por emociones diversas, fue impresionante verlos a todos ahí, recorrer las veredas y encontrar a tantos conocidos de toda la vida -aunque a algunos de ellos los había olvidado después de tantos años- ¡Estaban tan sorprendidos al verme! Pero, por sobre todas las cosas, estaban alegres y vestidos de fiesta. ¿Sabrían de mi regreso a la ciudad? ¡Pícaros! Nadie me había advertido sobre esta reunión comunitaria. De pronto escuché a mis espaldas la voz de un hombre que le decía a otro: ¡Vámonos de aquí de una vez, tengo un frio horrible! Pero… pero yo no tenía frio, sólo llovía… Los seguí con la mirada aunque no podía verlos porque ya estaban muy lejos –o al menos eso creía yo- pero sí podía oírlos y las voces de los desconocidos cruzaron la reja de entrada a la ciudad sobre la que pendía un enorme cartel que anunciaba con letras doradas y negras: “Necrópolis de Nuncia” Fue entonces que recordé porqué estaba allí, porqué había regresado y cuál es la razón de que “todos” se hubiesen quedado en este lugar y se vieran como en una fotografía. Imágenes del accidente cruzaron muy rápidas por mi mente y mis ojos, como en una película, podían ver cuando perdí el control del auto y me estrellé contra aquél poste. Durante una epidemia de cólera, la ciudad había sido aislada, vedada y, después de 3 meses, toda la ciudad de Nuncia había quedado vacía y el gobernador de la ciudad capital, había decidido que cada habitante fuese dejado en su casa, convirtiéndose así Nuncia, en un cementerio muy particular. Una verdadera necrópolis, de casas verdaderas con sus calles, sus empedrados y sus árboles. Nadie iba allí porque todos “ya estaban allí”, sólo faltaba yo, que durante la epidemia-hace 30 años- estaba estudiando en la capital en un internado. Nunca había regresado porque era demasiado doloroso. Esta era la razón de la alegría de mis parientes y amigos, porque sólo abrieron la reja debido a mi regreso inesperado. Alicia Alejandra Pastor (Musiale)
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17 años en Tanna
H
ay muchas historias que a veces prefiero no escuchar, por ejemplo, aquellas que me
quieren contar los viajeros sobre el mundo de arriba. Tengo once años y jamás he pensado en que puedo vivir de una manera distinta. Hay muchas historias que parecen llamarme a salir de aquí, pero no puedo, no aún. Arriba, sobre ese mundo, nada sé y, mejor, nada quiero saber. En Tanna, hay belleza. En Tanna, hay colores, muchos colores y formas. Algunos de esos colores, si los miras detenidamente, brillan con una intensidad que no puedo explicar. Me cuentan que arriba las personas se espantan porque creen que nosotros no podemos ver nada, que todo está “oscuro”. Es una palabra extraña, nunca he llegado a entender qué significa realmente. Me pregunto, entonces, qué será la oscuridad y si yo estoy viviendo en ella o no. Cómo saberlo. Hace algunos años, un viajero que era artista llegó a nuestro hotel. Nos llevamos muy bien desde el primer momento y, la noche antes de irse, me dijo que quería contarme acerca de la vida de arriba y lo vi tan entusiasmado que accedí. Me costaba mucho entender partes de su relato. No me podía imaginar qué tanto podían cambiar los colores cuando hay eso que él llamó en varios momentos “luz”. Era la primera vez que él llegaba a nuestra ciudad y estaba impresionado de que “podamos vivir así”. Me decía que le costaba mucho apreciar la ciudad por la falta de “luz”. Se sentía fascinado con la luminosidad que aparecía a veces en los colores, pero para él eso no era suficiente. Una vez más, me preguntaba a qué se refería. Le expliqué que, en Tanna, las personas, al cumplir los 17 años, debíamos salir de casa, subir hacia la superficie y decidir si queríamos volver o no. Nuestros padres nos daban con eso el mejor regalo de libertad posible. Yo no sabía qué tan bello podía ser estar arriba y admito que eso me desconcertaba como no le ocurría a nadie de mi edad. Entonces, le dije a nuestro visitante: - “Cuando vuelvas a subir, dibújame en los lugares más bellos que vayas conociendo en tus viajes. Ahí estaré en los dibujos hasta que cumpla los 17 y pueda verlos con mis propios ojos. Píntame con los colores tan maravillosos que dices que puedes ver arriba, no importa si crees que no los podré ver desde aquí. Y así ocurrió. Durante seis años, iba recibiendo ilustraciones de mi querido amigo, las cuales siempre estaban acompañadas de cartas en las que me contaba al detalle en qué lugar se encontraba. Me veía siempre tan feliz en cada paisaje. Esos, que no podía apreciar, según él, eran los colores que me iban a hacer inmensamente feliz algún día. El tiempo pasó en Tanna. Dos días luego de cumplir los 17 años, tomé una mochila, mucho valor y subí a buscar la luz y los colores de la felicidad. Claudia Pastor (Estatesete)
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L
Historia de ciudades a calle empedrada, la plaza solitaria, las casas con sus rejas negras y los techos rojos. Desde que
nacimos fuimos vecinos. Bueno casi, llegaste a este mundo unos meses después que yo. El pueblo nos permitió desde muy pequeños reunirnos a jugar en la vereda. Primero, acompañados de nuestras madres y después, solos. El lugar solitario, limpio y sereno invitaba a sentarse o caminar, disfrutando de la sombra de los árboles en verano y del sol tibio en invierno. Aquel espacio fue el marco ideal para conocernos y hacernos amigos inseparables. Cada mañana caminábamos hacia la escuela, conversábamos sobre las cosas que nos gustaban. Juntábamos piedras de colores y enloquecíamos a las palomas mientras cruzábamos la plaza. En verano cuando el sol calentaba nos sentábamos a la sombra del árbol de la esquina a mirar el cielo y estudiar la forma de las nubes. Disfrutábamos de esos momentos inocentes y aprendimos a cuidarnos. En algunas ocasiones, otros chicos se sumaban a nuestros juegos. Escondidas, poliladron, todo tipo manchas, cigarrillo 43, tutifruti y truco los días de lluvia. Pero, cuando la tarde llegaba, volvíamos a ser vos y yo. El tiempo pasó, crecimos y nos volvimos adolescentes. Cada vez más unidos. La vida de uno no podía existir sin la del otro. Bromeábamos y peleábamos al mismo tiempo. Una mañana de sábado, como tantas otras corrimos tomados de la mano, el contacto nos tentó y nos besamos. Así, en la inocencia de la juventud nos juramos amor eterno. El día que tu padre murió supimos que nuestro tiempo había terminado. Dejaste el pueblo con tu hermano y tu madre para ir a vivir con tus abuelos maternos. Prometimos escribirnos, hablarnos por teléfono cuando ahorráramos algunas monedas y hasta programamos un viaje. Ya no volvimos a compartir nuestros días. La calle empedrada perdió su color, la sombra de los árboles no era la misma y el sol del invierno no entibiaba las veredas. Al principio, la calle era testigo de la visita del cartero. Yo, expectante, esperaba en la ventana su llegada. Añorando cada palabra, dejando caer algunas lágrimas en esas cartas interminables, contándonos las cosas de todos los días. Pero la correspondencia fue distanciándose hasta detenerse. Pudimos saber uno del otro por personas que iban y venían entre el pueblo y la ciudad. Nuestras vidas siguieron adelante. Supe que fuiste a la universidad, tus abuelos te dieron todo lo necesario para poder desarrollarte y lograr un buen futuro. Yo terminé la secundaria y me recibí de maestra normal. La escuelita cómplice de nuestra amistad me recibió como maestra. Hoy, mis jornadas son parecidas a las de nuestra niñez y juventud. Camino cada mañana hacia el trabajo. Recorro las calles sola, pensando en vos. Por momentos, nos imagino sentados debajo de los árboles, sobre la calle empedrada con la plaza en frente, conversando, soñando momentos juntos. El paisaje no ha cambiado mucho. Los vecinos son otros, pero los chicos siguen jugando en la calle. Corren, ríen y se divierten como nosotros, con la inconsciencia de no medir el tiempo y saber que la alegría y el lugar es de ellos. Por las tardes, he tomado la costumbre de sentarme en la plaza. Ya no escribo cartas pero si lo hago en mi diario. Te cuento mis cosas, tristezas y alegrías de todos los días con la esperanza de que algún día puedas leerlo. Sueño, pensándote hombre, tratando de imaginar tus facciones de adulto, con una sonrisa franca. Que un día como cualquier otro, mientras disfruto de la tarde fresca y tranquila aparezcas caminando por la vereda y vuelvas a buscarme después de tantos años. Tendremos tantas historias para compartir. Por un instante, la nostalgia me invade y temo que eso no suceda, que nuestro tiempo no haya sido tan importante para vos como lo fue para mí. Me pregunto si alguna vez te acordarás de tu casa, tu calle, tu plaza, tus compañeros, tu amiga de la niñez, tu primera novia. ¿Qué habrá sucedido en tu vida que hizo que nos olvidarás? Mi vida transcurre sin sobresaltos. La casa es la misma aunque ya no está mi madre para acompañarme. Tu recuerdo permanece en mi corazón, con la misma intensidad de aquellos años. Me mantiene alerta y me da fuerzas para comenzar cada día. No he perdido la esperanza, algún día nos reencontráremos aunque sólo sea para recordar aquellos días en que fuimos amigos y novios ingenuos y felices. María Eugenia Pazos (Celina Díaz)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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Distorsión
E
ste es el lugar que necesito para vivir - pensó Constanza.
En sus jóvenes 45 años había sufrido mucho, tanto física como espiritualmente. Ese lugar que eligió para visitar lo había visto a través de una página de internet y le transmitió paz, serenidad, protección, contención, purificación. Todo lo que anhelaba para su trastocada existencia. Llegó por la mañana temprano, un día luminoso de radiante sol. Solo que jamás imaginó que allí, ese maravilloso y perfumado lugar ocultaba historias siniestras. Paula Marcela Pérez Lindo (Topito)
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E
l misterio nos sorprende siempre en el momento menos pensado…
Jamás hubiera imaginado que iba a vivir semejante experiencia cuando tomamos el avión con Jesica aquella tarde de domingo de octubre hace tres años. Yo iba a acompañar a mi sobrina a visitar a la familia de su novio a mitad de camino entre Quito y Guayaquil. Otras veces había hecho ese viaje, y gozaba por anticipado de los paseos que seguramente haríamos por tantos rincones bellísimos de ese país. Buenos Aires lucía plena de sol y bullicio, y también el camino al aeropuerto de Ezeiza estaba plagado de niños, jóvenes y familias disfrutando de la primavera. El vuelo salió a horario y a las pocas horas, después de atravesar la pampa húmeda y la zona de sierras, comenzamos a visualizar la cordillera, ya que haríamos escala en Santiago. De pronto entramos en un banco de nubes que nos envolvió por completo… ¡Qué pena perder la hermosa vista de los Andes! Por las ventanillas sólo entraba una luz enceguecedora, de modo que muchos optamos por cerrarlas y algunos pasajeros se dispusieron a dormir. Otros alcanzamos a percibir que algo había sucedido en nuestro vuelo. Lo denotaba el caminar nervioso de las azafatas y sus respuestas esquivas a nuestras preguntas. Cayó la tarde, pasó el tiempo previsto para el aterrizaje en Santiago, y seguíamos en vuelo. Una hora, dos horas, tres… ya las azafatas no venían ni siquiera cuando llamábamos con insistencia. Comenzamos a perder altura. El comandante anunció que íbamos a aterrizar porque el avión se estaba quedando sin combustible. Una mezcla de incertidumbre y miedo se propagó como corriente eléctrica por todo el avión. Dónde estábamos? Cuando las nubes se disipaban, el paisaje que divisábamos era totalmente desconocido. Tenía algo de la monotonía marrón y gris de la Patagonia, pero no había mesetas, ni mar, ni cordillera… “Rogamos a los pasajeros ocupar sus lugares, ajustarse los cinturones de seguridad y no moverse de sus asientos.” La voz del comandante sonaba segura mientras nos hacíamos mil preguntas. De repente se nos presentó una visión escalofriante: una ciudad vieja al borde de un pozo gigante y de una profundidad insondable. Recordé una imagen de ‘Días de fuego’ de Liliana Bodoc: un pozo tan profundo en el que una persona nace, vive y muere sin dejar nunca de caer… La ciudad parecía deshabitada, desierta. No había agua ni vegetación, ni un signo de vida… Parecía arrasada. Sin embargo no se avistaban signos de violencia o de guerra. Dónde estábamos? Qué íbamos a hacer allí?
El comandante nuevamente anunció que permaneciéramos con los cinturones abrochados porque iba a intentar el mejor aterrizaje que pudiera ya que no había pista alguna. Hacía dos horas había perdido señal de comunicación con la torre de control, y tampoco le funcionaban los aparatos de ubicación espacial. Estábamos en medio de un desierto. Pero dónde? Un silencio profundo invadía todo el entorno. El recuerdo del avión perdido de Malasya Airlines fue inevitable para muchos… Mil pensamientos se superponían, se agolpaban y chocaban unos con otros en mi mente y seguramente en la de otros. Ni siquiera con Jesica cruzamos palabra. Estábamos paralizadas por la confusión y el pánico, rezando para no morir en el aterrizaje, a pesar de no saber qué nos esperaba después… Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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Cuando pudimos reaccionar estábamos iluminados sólo con la tenue luz del sol que se escondía en el horizonte, sobre esa tierra desconocida que mucho se asemejaba al ripio de nuestro sur, pero que olía fuertemente a azufre. Decidimos que no era prudente permanecer allí afuera, y que lo más sabio en ese momento era volver a subir al avión, dormir allí y de mañana explorar un poco los alrededores, sin alejarnos demasiado por si llegaban a rescatarnos. Algunos pasajeros se resistían, muchos niños lloraban, pero otros tratábamos de superar nuestros miedos e infundir confianza y calma ya que nada podíamos hacer en ese instante más que dar gracias a Dios porque aún estábamos vivos y confiar en que íbamos a lograr alcanzar nuestro destino o regresar a casa. Jesica, apasionada maestra jardinera, se ofreció para hacer unos juegos con los niños, y poco a poco fue reuniendo en torno a sí a una decena de pequeños que se vieron cautivados por su simpatía y creatividad. Unos cuantos adultos comenzamos a compartir, primero sensaciones y desalientos, y luego experiencias más profundas de la vida personal, familiar, laboral… Las azafatas nos ofrecieron algunas bebidas que tenían de reserva, y esa noche transcurrió bastante serena hasta que casi todos fuimos vencidos por el sueño y el cansancio que traíamos de nuestras respectivas jornadas pasadas. A la mañana siguiente el piloto y otros miembros de la tripulación se propusieron hacer funcionar algún aparato, registrar coordenadas de ubicación espacial y pensar cómo podían pedir auxilio o qué estrategias podían implementar para sobrevivir; otras personas quedaron conversando, leyendo, esperando, durmiendo, cuidando a los niños. Varios decidimos emprender una caminata hasta la ciudad, que había quedado a unos 3 km de distancia, para ver si encontrábamos a alguien que pudiera darnos una mano. Al principio avanzábamos en un solo grupo y comentábamos que el paisaje asemejaba las ciudades y pueblos de Japón que habían quedado desiertos después del desastre de Fukushima. Aquí también había signos de haber existido vida humana no mucho tiempo atrás, pero ahora no encontrábamos a nadie, ni vivo ni muerto… Qué habría sucedido? Dónde estábamos? Las casas, los edificios, las fábricas, las oficinas, los negocios en general estaban cerrados. Decidimos separarnos por una hora para ver si encontrábamos a alguien o algo que pudiera servirnos en estas circunstancias. Al mediodía regresaríamos todos al avión para compartir hallazgos y decidir cómo seguíamos. Yo avancé con otros dos hombres y tres mujeres que también iban a Ecuador y vivían en Buenos Aires. Aunque todos disimulábamos nuestra angustia, también poníamos toda nuestra atención y energía en descubrir la menor pista que pudiera sernos de utilidad. De repente encontramos una casa que tenía la puerta cerrada pero sin llave. Entramos. Todo estaba en orden, como si sus dueños se hubieran ido de viaje recién. Sobre la mesa ratona del living había un periódico del año pasado escrito en chino o algún idioma similar. Lo recogimos para llevarlo al avión, a ver si alguien interpretaba lo que decía. Había aparatos eléctricos en la cocina, pero no funcionaban. Todo lo demás, elementos de una familia común y corriente de cualquier lugar del mundo. Ningún otro indicio que pudiera ayudarnos. Seguimos nuestro recorrido… Entramos a otras dos casas. Iguales resultados. Al mediodía regresamos al avión con el periódico, el único elemento que podía sugerirnos alguna pista. El equipo del piloto y colaboradores no había conseguido activar ningún aparato. Otro equipo de exploradores había encontrado una estación de servicio que tal vez tuviera combustible. Nosotros aportamos el periódico. Un adolescente, que se había quedado en el avión, pidió el periódico porque estaba estudiando chino mandarín e iba a intentar descifrar algo. Maravilloso!!! Así descubrimos que estábamos en una localidad de Perú, cercana a Nazca, y que seguramente los pobladores de esa ciudad la habían abandonado porque en el periódico se anunciaba una gran erupción volcánica que podía arrasarlos, y que seguramente iba a destruir la central nuclear que estaba a las afueras (probablemente donde ahora veíamos el pozo) con el consiguiente peligro de radiaciones tan potentes como las de Chernobil. Pero entonces estábamos bajo los efectos de las radiaciones? Por qué no habían vuelto sus habitantes? Qué nuevo peligro se cernía sobre nosotros? Afortunadamente mientras terminábamos de escuchar su relato, un helicóptero nos sorprendió con su alarido. Nos estaban buscando. Lo que siguió después fue otra parte de la aventura… Tuvimos que someternos a tratamiento por las radiaciones, tardamos en volver a nuestra vida normal, pero estábamos a salvo, y teníamos una anécdota más para enriquecer nuestras historias de vida… además de otros amigos nacidos en el compartir la adversidad… Patricia Ana Perisset (Arcoiris musical) Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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Dos mundos
A
ndar derecha, mirar al frente, siempre sonriendo, con un gesto que combina un aire
de superioridad con una mirada tierna. No importa donde quiera que vaya, ella siempre mantiene su actitud. Es lo que siempre hizo y lo que mejor le sale. No recuerda cómo lo aprendió, a veces piensa que nació sabiendo cómo comportarse. Cada vez que alguien la ve, la halaga. Recibe comentarios elogiosos de todo el mundo y eso la hace sentir bien. En realidad, no sabría qué hacer frente a una crítica o un gesto de desaprobación. No sabría qué hacer, porque siempre se comportó así. En realidad, es la única forma de comportarse que conoce. Esto, a primera vista, podría ser un gran problema, pero no para ella. Ella sabe que su mirada y su sonrisa cautivan a todos. Entonces se siente segura. Claro que le gustaría poder decidir a dónde ir, pero tampoco le es un problema: le gustan los lugares a los que la llevan. Además, se siente cuidada. Se siente segura de sí misma, porque conoce al detalle el lugar donde se encuentra. Karen es una princesa. Una princesa como la de los cuentos, que vive en un hermoso palacio. Un palacio en el que reina la armonía. Ella tiene quien la peine, quien le ayude con el vestido y quien la lleve a los lugares más extraños que se puedan imaginar. A veces, cuando tiene sed, se le complica un poco tomar la copa para beber porque no se ve las manos. Tampoco se ve los pies, pero eso no es un problema porque no los necesita para caminar. Siempre hay quien la lleva. Además, siempre aparece en los lugares que desea, o que la desean. Así pudo visitar paisajes por demás extraños. Nunca sabe bien cómo llega hasta allí. Va apareciendo de a poco. Por lo general, primero la cabeza y luego el resto del cuerpo. Al final, los detalles del vestido y el sombrero en punta con un delicado tul que desciende por la espalda. Cada vez que ella aparece, todos se alegran y la llenan de elogios. Pero esta vez fue diferente. Ella sentía su cuerpo, pero no era el de siempre. Era como que su aparición duró un poco más que en las otras oportunidades. Su cuerpo, era su cuerpo y a la vez era distinto. Un poco más firme, más definido, más rígido. No sabía bien cómo describirlo. Pero, después de todo, no importaba demasiado. Lo importante es que ella nuevamente estaba allí. Sintió las miradas atentas sobre su figura. Miradas que la escudriñaban, que la examinaban con mucha atención, tratando de averiguar las interioridades o los detalles menos manifiestos. En eso oye una voz que pregunta a qué cuerpo corresponde esa figura, la del cuello. Es que alguien le había pedido a una niña que piense en las figuras que están presentes en las caras de los cuerpos geométricos. La niña solo puede mirar a Karen y balbucear que es una princesa. Se escucha: -¡La consigna era dibujar las huellas que dejan los cuerpos sobre la hoja para descubrir qué figuras hay en cada una de sus caras… no dibujar una nena! Desde el otro rincón del aula, alguien toma nota: “Una niña hace una princesa con las formas de los cuerpos geométricos, algunas no son huellas. No utilizó correctamente el material que le dio su maestra de segundo grado. Cuando un compañero le dice de manera burlona que eso no era lo que había que hacer, la nena dice ¿por qué, no…? son formas…” Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
Egle Ilva Pitton (Sofía)
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E
nero de 2002. Me encontraba regresando de uno de los viajes más accidentados de mi vida. En el avión
intentaba repasar en mi mente los acontecimientos vividos. Había llegado a Madrid con el entusiasmo de ir a visitar a un amigo querido que intentaba armar una nueva vida, con gran ingenuidad esperaba encontrarme con alguien optimista y entusiasmado con su nuevo proyecto. Mis tres días de permanencia en la ciudad española consistieron en acompañar a Lucho a una y otra entrevista de trabajo, de las que salía más desanimado de lo que entraba. Cuando nos tuvimos que despedir, un pequeño incidente desencadenó un ataque de furia de su parte. Tal vez, para él, no era posible despedirse de otra manera. Tal vez, para mí, no era posible comprender su estado de melancolía. Me fui sola a la estación de tren para seguir viaje, y luego de una larga negociación para poder subirme a un tren que me llevara a Barcelona- el mío lo había perdido- sin tener que volver a pagar el boleto, me quedé quietita como la princesita Sukimuki, intentando descansar un poco de los últimos acontecimientos vividos. El viaje fue helado, la calefacción no funcionaba, la gente se quejaba y al llegar a Barcelona un grupo de pasajeros enfurecidos fueron a realizar el reclamo pertinente. Yo, consideraba que dado que no me habían cobrado ninguna diferencia por tomar un tren que no había reservado, no estaba en posición de pedir nada. Ni por el frío del la noche pasada, ni por lo helado de la despedida con mi amigo, ni por lo que estaba por venir y aún desconocía. Pasé un día en Barcelona. Era 19 de diciembre de 2001, mientras recorría una ciudad llena de vida y cultura, las noticias que recibía de mi Argentina querida me hacían sentir cada vez peor. Las imágenes que se televisaban eran horrorosas, quería estar en Buenos Aires, ningún paisaje, por más atractivo que fuera, lograba capturar mi atención. Solamente podía escuchar noticias que se transmitían por la TV y por la radio y con cada español con quien hablaba y rápidamente sacaba por mi acento mi origen, me decía palabras de aliento, que sonaban como un pésame y desencadenaban en mí una catarata de llanto que no sabía cómo detener. Quería volver a Argentina ya. No podía. Todavía tenía que encontrarme con Benoit en París, pasar la Navidad en la casa de su madre- esa suegra francesa y fría como el invierno europeo-, ir a visitar al tío de Lyon, encontrarnos con la noticia de que el tío preferido se estaba muriendo sin previo aviso. El velorio. La escena familiar de angustia y llanto no programado. La comunidad de familiares franceses que para distraerse de su tragedia personal, ponían foco en mi tragedia colectiva, hablaban barbaridades de mi país y nos presionaban para que nos fuéramos a vivir cuanto antes a Francia. Hubiera preferir entender menos el idioma extranjero, la angustia de esos padres que estaban enterrando a su hijo, la de mi novio que se quería quedar en Francia, la mía que quería regresar ya a la Argentina. Pasado año nuevo con amigos internacionales, un poco de distracción pudimos obtener, en situaciones como éstas, los afectos entre pares son mucho más saludables que los familiares. Pudimos brindar, dejar de hablar de Argentina –aunque yo me ocupara de hablarlo a distancia con los míos- y pensar en regresar a Buenos Aires. Ya había hecho un breve repaso mental de este viaje que hubiera preferido evitar, el avión se encontraba a punto de aterrizar. Mientras miraba por la ventana aliviada de haber llegado hacia el final, una visión se presentificó ante mis ojos como todo lo que había temido desde la primer noticia de estallido social en mi país. Un inmenso hueco había en medio de mi tierra, una marca indeleble, como el tatuaje en el cuerpo, una abertura que marcaba la puerta de entrada a un gran túnel oscuro. Valeria Inés Poggi (Celestina)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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L
“
Ludibrium Casus Ediderit Fortuna eche, huevos, azúcar” rezaba la nota pegada en la heladera. Y salí caminando después de haber sacado unos
billetes de la lata de galletas. Era martes y Valentina cumplía treinta años (llamar a Valentina). A paso perezoso contra el viento y masticando tierra llegué al almacén de Doña Clara: “Cerrado por duelo”. No leche, no huevos. No azúcar. No torta para Valentina (supermercado a 30 cuadras, dinero justo). No podía tomar el tren que atraviesa toda la ciudad de Vitrumurum, así que resolví continuar a pie hasta que mis pasos me llevaran por fortuna a la puerta de algún negocio abierto. Luego de andar un par de cuadras, me senté en un banco de la plaza a observar a los transeúntes. Era martes. Iba a llover y los señores de traje corrían cubriéndose las cabezas con sus maletines, las mujeres que lamentaban no tener más manos para sostener sus polleras agitadas por la ventisca y los taxistas dando gracias a la naturaleza por el espectáculo. En el bar de la esquina unos adolescentes de uniforme se reían mientras jugaban a las cartas. Sin duda habían decidido no entrar en la escuela. Era un día igual al de ayer, al de anteayer y al de todos los ayeres anteriores a ese. Llevaba en Vitrumurum todos los años de mi vida desde que tengo memoria y todos los días transcurrían sin sobresaltos. Nunca había sentido la necesidad de salir de la ciudad, por lo que no tenía referencia que me permitiera comparar el modo en el que se vivía en otros centros urbanos. Pero supongo que todos se parecen. Todos tienen almacenes, supermercados, plazas, bares de la esquina, escuelas, adolescentes que no van a clases y Valentinas que cumplen años. De repente me vi asaltada por la nostalgia e intenté recordar anécdotas divertidas de mis épocas de secundario. (Seguro era igual a ellos… ja, ja,j a. También me escapaba de la escuela… O no. No lo sé. No recuerdo haberme rateado. En realidad no puedo acordarme de nada de lo que hice en esa época…) Bueno, no importaba. Estaba estresada por el exceso de trabajo y molesta por no haber conseguido los ingredientes que necesitaba. Seguro que más tarde, conversando con Valentina iban a aparecer las preciadas historias de escuela. Me levanté y empecé a caminar. Tenía que pasar por el departamento de Valentina para aclarar todo este asunto que me inquietaba un poco. Podía comprar una tarta o unas masas en la panadería que estaba a dos cuadras, total me conocían y si no me alcanzaba con el dinero que llevaba, me lo iban a fiar. Seguramente. En el camino repasé diversos hitos inolvidables en la vida de una persona y nada acudía a mi mente. No recordaba mi paso por la universidad, ni novios, ni padres… Busqué entre mis contactos telefónicos a mis padres. No existían. No recordaba ni sus caras ni sus nombres. Me di cuenta de que mi memoria se remontaba a nueve meses atrás. Antes, nada. Tan alienada estaba con mi rutina que no reparé en el hecho de que jamás se me ocurrió visitar a mis parientes en todo este tiempo. ¿Qué evento tan traumático puede haber borrado de mi mente el pasado?¿Cuándo?¿Nadie me buscó?¿Y si la respuesta se encuentra fuera de Vitrumurum? Sentí el impulso de dirigirme hacia los límites de la ciudad, pero no sabía cómo ni dónde. Nunca fui más allá. Y corrí. Corrí hasta que mis piernas dejaron de responder y me arrojé sobre la tierra seca con una mezcla de sudor y lágrimas en la cara, en medio de un paisaje hostil y desconocido para mí. Supongo que permanecí así un par de horas y cuando salí de mi sopor, me di cuenta de que estaba en el basural. Jamás había llegado hasta este punto de la ciudad. Chasis, gomas, una masa negra que parece haber sido una banana en un tiempo pretérito. Una pared monumental de desechos se alzaba ante mí, majestuosa e infinita. Comencé a escalar en medio de la inmundicia y el hedor. Noté que la montaña se volvía cada vez más delgada e inestable. Estaba alcanzando la cima. Casi completamente sumergida en la podredumbre, mis manos y mis pies chocaron contra una superficie dura. Vidrio. Un cristal espeso que se extendía en todas las direcciones. Cuando logré despejar una parte de la masa de desperdicios, pude ver a través del muro. Mesas, sillas, libros, aparatos, frascos. Gigantes. A mi derecha y adherido al vidrio un cartel: “SIDNARGEV OMOH OTCEYORP. LATNEMIREPXE OIROTAVRESBO. OIRANAMUH” (Leer en espejo). Más adelante, un diario amarillento del cual pude divisar palabras sueltas que, en fracción de segundo, encajaron como piezas perfectas en mi lábil memoria: “Dra. Victoria Vetrini y Dra. Valentina Martínez desaparecidas… Investigaciones clandestinas… Clonación humana en miniatura… Científicos detenidos… Finalización inminente de Proyecto Homo Vegrandis… Destrucción de muestras”. En ese momento pensé en la gran ironía del destino y sonreí. Carcajada estrepitosa. El fin. Bum. Crash. Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
Ariadna Tamara Pomini (Koshka)
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L
Los ojos negros lueve con decisión, casi agresivamente. Por la pequeña ventana de una torre unos ojos vigilan la ciudad. Son
oscuros y grandes, se mueven interesados hacia un lado y hacia otro, escudriñando las calles, el movimiento de los autos, la gente que corre a refugiarse del aguacero. La nariz contra el vidrio ha dejado una marca de vapor, es como si quisiera salir. Afuera es un día gris, comienza la primavera, primavera lavada. Hace tiempo los 21 de setiembre los adolescentes viajaban a las sierras a pasar el día, jugaban, comían, bebían y algunos escondiéndose del picnic experimentaban con sus primeros contactos sexuales. Lejanos quedaron esos tiempos, nadie se acuerda. O tal vez sí, no sabemos si las almas tienen evocaciones. Hoy el sol ha desaparecido y con él los recuerdos bellos y luminosos. Ella recorre las veredas, salta los charcos, esquiva un auto que dobla la esquina y la salpica, pero no se detiene. Lleva un bolso de supermercado, de esos que pululan ahora que existe el lema de cuidar al ambiente. Es fucsia y tiene unas letras blancas que dicen “Cuidemos nuestra casa”. De vez en cuando para frente a alguna vidriera, Dios sabe qué buscará con su aspecto pálido y su andar nervioso. Sigue de largo otro trecho y vuelve a detenerse. Es un local de cotillón, hay disfraces y guirnaldas en las vidrieras, una mujer gorda con una niña de la mano saltando salen por la puerta que ella abre. Los ojos la siguen con interés, casi con obsesión, el vapor blanco cubre una parte del vidrio. Hace frío en esas alturas pero él no lo siente, sigue atento al movimiento de la ciudad. De pronto un ensordecedor ruido hace echar a volar decenas de palomas, son las campanas de la torre. No es algo molesto, los ojos imperturbables observan el cielo gris surcado por las aves -algunas plumas se sostienen unos segundos en el aire- y vuelven a la puerta de la tienda de cotillón. En días soleados el techo plateado de la torre parece brillar. Y desde las alturas es hermoso ver la cúpula del teatro Universal y el edificio oval de la legislatura, una joya arquitectónica de la era digital. Los vidrios de los edificios brillan y la luminosidad del río contagia a la arboleda del parque Emperatriz. Pero hoy todo está coloreado en un tono gris: la torre, las construcciones de cemento, el agua, el parque, el cielo y las calles. Hasta la gente que camina sorteando los charcos. Parecen todos vestidos de gris y en esa gama, grises claros, grises oscuros, grises muy oscuros, negros. Sólo ella lleva una campera verde esmeralda, un paraguas rojo, la bandolera marrón cruzada sobre el pecho y el bolso fucsia de supermercado. Ahora tiene una bolsa blanca también, abultada, artículos de cotillón. Fiesta, cumpleaños, música, alegría; todo le parece extraño, un nuevo dibujo de vapor aparece en la ventana, los ojos negros recorren las nubes grises y de nuevo bajan y se depositan en ella, que ahora está debajo del paraguas en la parada de colectivo. Los minutos pasan, pasan los días, los meses, los años. Así es la vida, empieza y termina. Los taxis tardan en llegar y los ómnibus más. La gente se apila en la parada y la lluvia no cesa. Hombres y mujeres que han salido de su trabajo, jóvenes, madres con niños, una anciana que sostiene un paraguas negro. Unos pibes la dejan pasar, la mujer con bolso fucsia también. Ella se acomoda el pelo húmedo sobre la campera impermeable y mira su paraguas, el agua cae a su alrededor. El agua la separa de la gente que espera en la parada y de la anciana que está adelante para subir primero. Ella mira hacia atrás, siente la mirada, pero nadie le presta atención. Los pasajeros se acurrucan debajo de los paraguas y ya rezongan por la tardanza. Ella se siente mirada, recuerda esos ojos negros que la muerte cerró para siempre y una lágrima que nadie ve rueda en su mejilla. El agua se levanta sobre la acera: ha llegado el colectivo y los pasajeros suben con cuidado, primero la anciana, sigue la mujer de verde esmeralda, luego los demás. Vuelve el indefinido a la calle gris y los ojos alcanzan a ver cuando el ómnibus dobla la esquina. Silvia Prost (Catalina)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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Q
uerida madre
¿Cómo está papá? ¿Tuvo alguna consecuencia grave? Debes estar muy enfadada y quizá aún sorprendida por mi inesperada desaparición. En este momento solo me queda pedir perdón y un poco de comprensión. Estoy en casa de tío Pedro y tía Flor, quienes me han acogido con cariño y generosamente, como siempre. Puedes estar tranquila. Estoy bien y cómodo con mis tíos. No sé exactamente qué voy a hacer ahora. Ellos me han dicho que puedo quedarme cuanto quiera, pero lo que sí tengo claro es que no voy a volver a casa. ¿Te acuerdas la de foto de ciudad Mir que nos envió el señor Devian para que conociéramos cómo era el lugar donde nos mudaríamos? Desde que vi esa foto no tuve un momento de tranquilidad. Ese agujero gigantesco me tragaba en pesadillas y trituraba mis huesos en ensoñaciones diurnas. Pero una cosa era ver la fotografía y otra muy distinta ver esa anomalía en vivo y en directo. El mareo y el temblor se apoderaban de mí y tenía que desviar la vista. Cuando nos acercamos a la mina el mismo día de nuestra llegada, ustedes creyeron mi explicación de que mi malestar era solo producto del vuelo. E hice bien en fingir: mi padre jamás iba a soportar tener un “marica” como hijo –como más tarde me llamó-, era incapaz de concebir un miedoso en su familia de hombres fuertes, valientes e intrépidos. La excusa solo me sirvió aquella vez. Cuando me enteré que tenía que acompañar a mi padre a la mina ya no tuve paz. El gusano del dolor me corroía y, por supuesto, la noche anterior no pude dormir. No tenía un plan sobre qué iba a hacer. Mi mente hervía en palabras inconexas. Sentía mi corazón retumbar en todo mi cuerpo y los ruidos de la ciudad dañaban mi cerebro mientras caminaba junto a mi padre. De pronto, ya estábamos frente al abismo, la puerta del infierno ¡Mil demonios! ¿Por qué tuvo que tomarme con fuerza y arrastrarme? ¿Por qué tuvo que burlarse de mí? ¡Es mi padre y yo lo quiero! Lo que hice fue sin pensar. ¡Estaba fuera de mí! ¡Desesperado! Que Dios me perdone. De verdad no tenía la intención de hacerle daño. Solo no podía seguir caminando hacia mi muerte, mi perdición. Mamá, perdóname. Papá, perdóname. Daniel Alejandro Ramos Fuentes (Arcabuz)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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M
La transparencia is ojos ardían por haber estado cerrados tanto tiempo. Era como si no hubiera dormido nada
en realidad, cuando lo cierto era que hacía más de siete horas que mis párpados ocultaban mi visión borrosa. Me enderecé con pereza sobre mi propia anatomía, quedando lentamente sentando en las sábanas de mi acogedora cama, testigo de mis extraños y olvidables sueños nocturnos. Bostecé rascando mi cabello desordenado. A pesar de mi virilidad, me gustaba llevar el cabello hasta mis hombros y arreglado. En torno a mi mandíbula triangular y remarcada, algunos vellos faciales destacaban al hombre atractivo en el que me había convertido. A pesar de que no tenía que mostrarle ni demostrarle nada a nadie en lo absoluto. Me hallaba sólo después de todo... Me levanté pesadamente, colocándome mis gafas con aumento, dispuesto a prepararme una taza de café para terminar de despertar. Era agradable pasearse, cada mañana, con la taza de café en mano. Nunca bebía el café sentado, costumbre quizás. Me gustaba sentir el líquido hirviendo transcurrir por mi garganta hasta el estómago. Era algo así como uno de mis fetiches matutinos. Cuando terminé, decidí tomar una ducha tibia y salir. No me molesté en vestirme, no era necesario. Ya estaba listo y dispuesto a salir hacia el perfecto y cómodo exterior. Salí... abriendo la puerta lentamente. No sentí nada, ni el aire golpeando mi rostro, ni el perfume de las flores, ni el parloteo de las conversaciones ajenas, ni las máquinas construyendo edificaciones, ni animales correteando, ni risas de niños, ni burlas, ni emociones, ni pánico… y sonreí. Caminé despreocupadamente por la acera de arena dorada, mirando a mis alrededores. No había nadie, como de costumbre. La ciudad estaba completamente deshabitada y era perfecto. Los autos estaban simétricamente resguardados en los estacionamientos, limpios, sin ninguna falla en sus mecánicas complicadas. Eran inofensivos, imposibles de hacer daño a alguien. ¿Por qué? Pues... porque nadie los podía conducir, porque no había nadie más en la ciudad que yo, y eso me hacía sonreír de pura satisfacción. Seguí caminando, viendo las calles limpias, el verde césped sintético. Era hermoso y, lo más importante, totalmente seguro. Insípido. Sin asfalto ni cemento. Sin ladrillo ni piedra. Sólo había pequeñas partículas blancas, cual plumas. Algodón suave y gris era el material que constituía la construcción de los edificios elevados hacia el cielo, cumpliendo sólo la función de adornar la bella ciudad. Mi bella y perfecta ciudad inerte. El silencio total me permitía escuchar los agradables latidos de mi corazón golpeteando con tranquilidad mi pecho. Podía escuchar incluso las ondas de mis pasos sobre la arena, la estela del oxígeno saliendo y entrando por mi nariz pausadamente, mis párpados uniéndose entre sí con cada pacífico pestañeo, los silbidos distraídos que salían de vez en cuando de mis labios... Me sentía en perfecto equilibrio. La ciudad y yo. Éramos como uno solo. Jamás me aburría, en esta ciudad era imposible aburrirse. No necesitaba a nadie para charlar. La gente era perjudicial, por eso no existía en la ciudad. La gente era egoísta, hipócrita, peligrosa, mentirosa, asesina, traicionera, hiriente, manipuladora... pero aquí no podían alcanzarme, no aquí. La ciudad estaba libre de todo riesgo, libre de personas, de pánico, de accidentes, de enfermedades. No podía pasarme nada, no en la ciudad protegida. Los monstruos ya no me perseguían. Se habían ido. Era libre. En mi ciudad no era necesario ser fuerte, en ninguno de los sentidos. Podía manipular la gravedad a mi antojo cuando quisiera y en donde quisiera. Era divertido. El peso no era algo de qué preocuparse. No necesitaba ser fuerte porque no existía algo que me debilitara. Mi mente flotaba, deambulaba, completamente despejada, libre, liviana al igual que mi cuerpo. Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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Seguí caminando, mirando hacia los costados, observando. No tenía ningún destino premeditado, me gustaba caminar por la ciudad sin miedo, me sentía enérgico, libre de pesadillas y liberado del pánico. ¿En qué momento... algo así de maravilloso pudo cambiar? Fue tan... extraño. Aterrador. Primero, sentí una leve molestia en mi hombro izquierdo que me hizo dar un brinco por el susto. Mi pulso se aceleró y mi corazón comenzó a golpear mi pecho con fuerza descomunal. Horrible, era horrible esa sensación. No lo entendía... ¿qué estaba ocurriendo? ¿Por qué las emociones comenzaban a nublarme la mente? Se suponía que esta clase de vivencias ...me habían olvidado. Quería convencerme de que no era real. No podía sentir esto. ¡No tenía sentido! Como pude... temblando de pies a cabeza, me atreví a girar los ojos hacia mi hombro, en donde percibía esa inquietante e incisiva molestia. Y allí, abrazando mi piel con sus bracitos amarillos y naranjas, lo descubrí... Era un demonio! Grité de puro pánico. Sin poder moverme. Me estaba mordiendo el hombro con sus pequeños dientes. Quemaban mi tejido lentamente, penetrándome, llegando a aquellos lugares que mi ciudad había logrado insensibilizar. La bestia seguía atacándome, el daño se tornaba irreparable. Mi cuerpo palpitaba de terror, ansiedad, vértigo y lo único que deseaba era que alguien alejara al demonio que se apoderaba de mí sin retorno. ¡Por favor, alguien ayúdeme! Quería gritar nuevamente, pero mis labios estaban sellados. Todo yo estaba paralizado. La ciudad comenzaba a cambiaba, se agitaba al igual que yo, volviéndose peligrosa y asquerosa. Viva. Mis ojos se cristalizaron. Miré hacia lo alto, el cielo había perdido su transparencia. Se estaba cuarteando por los miles de pequeños demonios que apetecían traspasarlo. Todos los que iban logrando filtrarse descendían directo hacia mi cabeza abrumada. Miedo... impotencia... y calor, tenía mucho mucho calor. Pestañeé tres veces, salí de mi ensoñamiento rápidamente al observar cómo mi gato blanco corría sobre el escritorio frente a mis ojos, arrojando todo lo que había. Hasta mi más preciada esfera. Esa que mi hermana me había regalado, aquel simpático recuerdo que encerraba una pequeña ciudad artificial dentro y que ahora estaba en el suelo, destrozada peligrosamente en minúsculas y peligrosas partículas de vidrio. “Abre los ojos, espanta tus miedos Lucas, imagina el exterior en base a este objeto y cuando estés listo, intenta salir afuera", me había dicho al entregármela. Mi pobre y pequeña hermana siempre había tendido que cargar conmigo. El animal comenzó a maullar con potente volumen, suplicando con chillidos lastimeros que mirara a mi alrededor. Para qué lo habré hecho. Toda mi casa estaba llena de demonios amarillentos... Ya no había adónde huir. Afuera... no, no podía ir afuera. Afuera era incluso más peligroso porque... la ciudad estaba expuesta, sin un cristal que la protegiera, igual que yo. El cristal de mi piel se estaba ahora consumiendo por la furia y el ardor. ¿Salir? No... no más. Me quedo dentro. Claudia Alejandra Reartes (Nerolí)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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El exilio
D
espiertas. Alrededor el silencio que ensordece, pálido, lúgubre. Palpas el suelo
intentando encontrarte, intentando encontrarlo, pero no hay más que tierra. Intentas ponerte en pie, pero una ola de dolor te devuelve al suelo, te oprime contra el piso. En el cielo, un ínfimo punto de luz te da la noticia de que es un nuevo día allá, en ese otro mundo, en el mundo de los de arriba. Gritas, maldices, gritas de nuevo con todo el dolor del mundo, pero sólo el eco distorsionado responde a tu llamado. En el exilio la soledad se hace compañera. Intentas ver un sendero a través de la oscuridad, una señal o una huella, pero la penumbra lo absorbe todo, hasta a ti misma. El olor a humedad se te cuela en la boca como un puñado de sal, lloras, juras venganza, pero solo el silencio te responde. Caes lento en un estupor, alucinando con días de claridad e incluso, con noches de pequeñas estrellas luminosas y hasta el más pequeño vestigio de luz te parece ahora inalcanzable. La luz se ha ido para siempre. A ciegas en un mundo oscuro, buscas en el bolsillo un pedazo de esperanza, un amuleto, alguna sombra de lo que fuiste. Te han dejado conservar tus cigarrillos y la caja de cerillas a medio gastar, pero una tras otra se extinguen inútilmente. Jamás pensaste que el amor costaría tan caro y que esos, los de arriba, firmarían tu sentencia sin ningún miramiento, sin ningún cargo de conciencia. Sin más ni más, te ataron de pies y manos y te vendaron los ojos, como un presagio de lo que vendría, esa oscuridad que te muerde la piel cada segundo, ese frío de muerto que no se quita, que no se cura. Te han lanzado al hoyo como a un papel sucio, pisoteado, inservible; es la condena que se dicta a quienes se atreven a amar en El Yermo, ese lugar sin recuerdos, donde nadie espera, ni entrega, porque no hay nada que perder, ni nada que ganar. Todos los habitantes de El Yermo no son más que sombras, viven para morir un poco más cada día, para arrastrar a cuestas la pesada cadena del día por venir. Olfatean como sabuesos cualquier atisbo de esperanza de sus ciudadanos y se lanzan encima como fieras cuando ven en los ojos esa llama de algún anhelo secreto . Tú lo sabías. Él también te lo dijo. Preferiste soñar. Ahora él yace junto a ti, en algún lugar de esa celda fría. Te agobia no volver a verlo, no encontrarlo nunca más en ese hoyo que se vuelve colosal con cada respiración. Te abrazas a ti misma, buscándote, buscando lo que ha quedado de él en ti. Te mientes. Dices ser fuerte. Te quitas de encima el letargo, arrastrando tu humanidad entre gritos y sangre, evaporando las lágrimas con cada gemido y de repente escuchas ese pedazo de luz en tus oídos, esa voz incandescente diciendo: “¿Estás ahí?”. Nubia Janneth Reyes Arias (Mandrágora)
Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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Destellos sobre el ángel de la Bastilla
M
iró por la ventana. El sol que estaba saliendo iluminaba los árboles que crecían del otro lado
del río, a la orilla de la isla a la que daba la casa y en la que unos años atrás, habían instalado un parte temático que replicaba los principales edificios monumentales de las grandes metrópolis. Desde la ventana se podían ver la Abadía de Westminster, la torre del Big Ben, el ángel de la Bastilla, el Panteón, mientras que otras siluetas se intuían casi irreconocibles alejándose hacia el horizonte. Pensó otra vez cuánto le gustaba mirar ese bosquecito al despertarse con la silueta de los edificios medievales detrás, antes de la hora en que llegaban los turistas y todo se llenaba de ruidos y de gente. No pudo evitar recordar la última escena de una película sobre María Antonieta que había visto unos meses atrás: María Antonieta y Luis XVI en un carruaje huyen de Versalles al amanecer junto a sus hijos en un último y desesperado intento por salvarse. La reina se asoma por la ventana y el rey le pregunta: “¿Estás admirando tus alamedas?”, haciendo gala de una estupidez infinita. La reina sonríe y con una precisión tan dulce como aterradora, responde: “Me estoy despidiendo”. La imagen replicada en su cabeza la despabiló. Se sentó con las piernas encogidas hacia el pecho, desnuda en la penumbra del amanecer y empezó a llorar. A su derecha, la cama estaba vacía. La sábana abierta mostraba que alguien se había levantado y mostraba, también, las arrugas que un cuerpo, ahora ausente, había dejado durante una noche larga y penosa, hecha de lágrimas, palabras dolorosas, sexo e insomnio. Desde afuera de la habitación se escuchaban los ruidos que hacía Juan al lavarse los dientes en el baño. “Es lo único que se me ocurre”, había dicho la noche anterior, un rato antes de acostarse. “Así no podemos seguir”, había agregado cuando, después de hacer el amor, a ella le había estallado en la boca, un llanto salido desde las entrañas. También había dicho otras cosas, más dolorosas y tal vez más precisas. Había hablado de angustias, de diferencias, de sensaciones insoportables. Lo había hecho casi con la lógica de un cirujano: si duele, mejor extirparlo. En ese momento, Juan entró nuevamente en el cuarto. La miró con indiferencia y volvió a tenderse en la cama, junto a ella. Cruzó las manos detrás de su cabeza con los ojos muy abiertos y miró el techo sin decir nada. De repente, ella dejó de llorar y en la habitación se pudo escuchar durante un momento el sonido del silencio. Él la miró y con un gesto que ella le conocía bien, mezcla de preocupación, dolor y fastidio, murmuró: “¿Qué pensás?” Ella señaló la ventana y musitó: “Que no voy a volver a ver la isla y su bosquecito que me gustan tanto”. Involuntariamente recordó una vez más la imagen de la película. Mientras la escena volvía a repetirse en su cabeza como en la pantalla del televisor, él la abrazó. Él, que no era ni fue rey, a ella que no era ni fue reina pero que, como Maria Antonieta, era extranjera en una tierra de la que se sentía expulsada. Se dejó abrazar, más por condescendencia que porque el abrazo la hiciera sentir mejor. Por un momento creyó sentir que estaba exagerando pero en el mismo instante en que reconocía ese exceso de dramatismo, sintió una suerte de goce. Vivir la escena como en una película, como en una novela, como si ésa fuera la única manera de atravesar la situación largamente imaginada pero nunca vivida hasta esa noche en la que él había dicho: “Es lo único que se me ocurre”, como si estuviera proponiendo el menú de la cena o el destino de unas vacaciones de fin de semana.
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Despacio, en silencio, se zafó del abrazo y volvió a acurrucarse, de espaldas a Juan y a la ventana por la que se veía el bosquecito. El sol ya había empezado a asomar detrás del edificio de la abadía. Ella recorrió en su cabeza el trayecto que hacía el astro rey cada mañana: se asomaba por detrás de la abadía y seguía subiendo hasta tocar la punta de la réplica del Big Ben, iluminaba desde lo alto las alas doradas del ángel de la Bastilla para, finalmente, colarse por entre las columnas del Panteón, dibujando haces de luz que rebotaban en las aguas del río.
“Es lo único que se me ocurre”, había arriesgado Juan. Pero ella sabía que no estaba dispuesto a escuchar otra idea. Sabía que detrás de todos esos juegos retóricos había una decisión tomada que no volvería atrás. Se ovilló más aún, deslizando su cuerpo desnudo debajo de las frazadas. Se sentía muy cansada. No era el cansancio de la noche en vela, sino la fatiga de meses de angustia contenida, de devaneos interminables para intentar decidir qué hacer infructuosamente, de luchas feroces con ella misma para imaginar opciones, modos, planes, maneras de lograr que funcionara, que el amor pudiera transformarse en un espacio habitable y cotidiano, que la relación no se les convirtiera en un parque hecho de edificios de mentiras, de réplicas baratas de obras de arte, como la isla de enfrente. Cerró los ojos y se quedó dormida. Al despertar, Juan no estaba en la habitación. Volvió a mirar el bosquecito. El sol estaba ya alto y los rayos rebotaban en el cuerpo del ángel, produciendo un juego de luz que se le antojó melancólico. Se levantó despacio y se acercó a la ventana. De pronto una mariposa revoloteó cerca hasta posarse en el vidrio. Se movía muy despacio y ella pudo observar el dibujo negro de unas líneas sobre la superficie anaranjada de sus alas. Desde la cocina se escuchaban ruidos y un olor intenso a café le hizo pensar por un momento que esa mañana era una mañana como cualquier otra: tomarían café, harían algunos comentarios respecto de los planes de cada uno para el resto de la jornada y, luego de un rato, ella guardaría algunas cosas en su bolso y partiría, dándole un beso en los labios, mientras él, sonriendo, la miraría alejarse parado en el vano de la puerta. Pero ella sabía que esa mañana no habría comentarios sobre las actividades de cada uno y ella debería guardar todas sus cosas, no sólo algunas, y seguramente él no se quedaría mirándola partir. Podía escuchar, incluso, el sonido de la puerta cerrándose a sus espaldas apenas la hubiera atravesado. Ya todo estaba dicho. No quedaban cuentas pendientes. No quedaban asuntos por arreglar. No había bienes comunes, ni hijos, ni deudas. Ya todo estaba resuelto, ya todo estaba decidido. Como en la película de María Antonieta, las cartas estaban echadas. De pronto, sintió una mirada clavada en su espalda. Se dio vuelta con pudor, como si fuera la primera vez que Juan la veía desnuda. “¿Venís a desayunar?”, preguntó haciendo gala de una estupidez infinita. Ella sonrió y respondió: “No, gracias. Me estoy despidiendo”. María Cecilia Reviglio (Elieth)
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V
erde. Todo lo que veía a mi alrededor era verde. Tenía claro que había más
colores, pero sentía que no los necesitaba. Entre tanto verde los aromas eran variados. El del césped recién cortado, el de la lluvia cuando empezaba a caer, el de las plantas recibiendo la primavera... También los sonidos me acompañaban allí; las aves que desde lejos cantaban, los niños que reían si lograban encontrar un escondite, los suspiros de algún romántico. ¿Para qué buscaría más colores? Para mí eso no era un problema. Pronto descubriría que no siempre es así, que eso depende del cristal con el que se mire y más aún si todo se mira a través de uno. De la monocromía que me acompañaba fui arrancada abruptamente. Ahora casi no hay verde. Me cuesta distinguir los colores por los destellos de luz que causa el televisor y el brillo de las otras pantallas que veo desde aquí. Los sonidos también cambiaron. También cambió el sentido de aquella frase del cristal. Desde aquí, a través del cristal veo el gran jardín que hay bajo la ciudad, del que yo formaba parte antes de ser elegida para dar color a este departamento. Debora Elisabeth Rodríguez Detzel (Olga)
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T
odo parecía haber vuelto a la calma, ya no se escuchaban ruidos. Todos estaban
encerrados en aquel escondite de la casa esperando que pase aquello que parecía el final de todo. Viento, terremoto, tornado, tormenta… nadie sabía a ciencia cierta qué había sucedido, pero la calma los encontró a todos abrazados y rezando, a no sabemos quién pero con la esperanza de que todo pase rápido... ¿Qué nos espera al salir del sótano?, pensaba, casi sin pensar, Josefina, la dueña de casa. A pesar de la calma nadie se animaba a abrir la puerta para salir, hasta que el más pequeño de la casa, Pedrito, dijo: - ¡Tengo hambre! Y allí todos se armaron de coraje, en primer lugar su abuelo… - Tenemos que salir!, dijo Juan, no podremos quedarnos por siempre aquí. Lentamente, agarró el picaporte y salió de allí. Era desolador el panorama, toda la ciudad gris, desbastada, nada había quedado en pie. No estaba la casa de los Rodríguez, tampoco estaba la de los nuevos vecinos que se habían mudado esa semana, no quedaban árboles en la cuadra, ni siquiera las cuadras… ¿Qué iremos a hacer? Se preguntaban todos mientras lloraban desconsolados… Entre tanto gris, ceniza, polvillo, vaya uno a saber qué era, pudieron encontrar parte de lo que estaba guardado en la alacena de la casa y calmar el hambre de Pedrito, que no paraba de llorar. Juan, el abuelo de Pedro, decidió salir a caminar la ciudad para ver si encontraba algo en pie… y pensar cómo seguirían. Camino cuadra tras cuadra, encontrándose algunos conocidos y desconocidos que, al igual que él, buscaban respuestas a tantas preguntas, desorientación y desolación. Caminaban sin rumbo, buscando quién sabe qué… hasta que se encontraron algo inesperado. ¿Qué hace este hueco gigante en el medio de la ciudad? Aquí estaba nuestra plaza, decía Don Armando. ¿Cómo puede ser que esté tan perfectamente armada la bajada a este hueco en medio de semejante desastre? ¿Hacia dónde nos lleva? ¿Qué hay allí abajo? ¿Quién hizo esta construcción de un momento a otro? Fueron las primeras preguntas que se hicieron todos y las que siguieron rondando en la cabeza de todos los habitantes de la ciudad, porque nunca nadie pudo responder… Todos los que intentaron bajar no lograron llegar al final de las escaleras, siempre se cansaron y rindieron antes… Sin embargo, poco a poco lograron volver a reconstruir la ciudad en la que vivían, la cual nunca volvió a ser la misma… porque ahora parecía contener en su interior, bajo ella, una nueva ciudad a la que no han podido conocer hasta el momento… Carolina Roldán (Tati)
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E
l calor arrasaba la ciudad y sus alrededores. El planeta se había calentado al límite de lo posible. Los
polos estaban derretidos, pero tanto era el calor que poco a poco se había evaporado el agua, convirtiendo el antes planeta azul en un desierto de proporciones extraordinarias. La vegetación desapareció, los animales murieron. Sólo los humanos habían podido subsistir gracias a sus avances tecnológicos, a sus construcciones refrigeradas y sus comidas transgénicas. Las ciudades eran enormes escenarios, con lagos y vegetación artificiales. La población estaba organizada por grupos bien definidos, a los que se les asignaba un enorme sector, lleno de edificios altísimos, del que no podían salir. Todo estaba inter conectado, con lo cual cualquier movimiento era controlado y monitoreado. En medio del bullicio de su modernidad gastada, metálica, en extinción, ella acariciaba su vientre hinchado, brillante la piel bajo el vestido amplio. Tan delgada era que nadie notaba la vida que crecía en su interior. y ella se esforzaba en esconder el hecho de que pronto serían dos. Hacía miles de años se había prohibido en el planeta la procreación natural. Cuando un adulto llegaba a cierta edad se le asignaba un compañero o compañera, se los trasladaba a una vivienda mas amplia, en un sector diferente y se les otorgaba un pequeño humano que sería su responsabilidad de allí en adelante. Se los capacitaba en cómo administrar su alimento y organizar sus actividades en función de su crecimiento. Cuando el pequeño humano llegaba a la etapa puberal, se lo reasignaba con otros de su franja etárea. Todo estaba organizado. Todo funcionaba. Atrás habían quedado los años de guerras, hambruna, maltrato e inseguridad. Ella era una ciudadana clase Beta. Curiosos individuos los Beta, por más que se los entrenaba no lograban adaptarse. La ciencia venía entonces al servicio del orden: los que por algún motivo no se adecuaban, eran enviados al Centro de Reprogramación, donde recibían medicación que alteraba su química cerebral, haciéndolos mas adaptables. La mayoría era modificado favorablemente, pero quedaban algunos resistentes, que aprendían a vivir ocultando su verdadera forma de sentir, de pensar y de actuar para poder mantenerse en comunidad. Muchos de ellos se enviaban mensajes encriptados para no ser interceptados y así comunicarse entre ellos. Este grupo reducido, era su única opción. Debía pedir ayuda. Debía alejarse de esa civilización, preservar a su bebé. Investigó como pudo las maneras de salir de esa ciudad blindada. Miles de puentes flotantes conectaban cada rincón. Había sensores que controlaban cada movimiento, La gente se movía solo dentro de sus autos blindados. Una ciudad de máquinas que se mueven de un lado a otro, controladas, manejadas por otras máquinas. Sin embargo, al comenzar el embarazo, notó que algo había comenzado a cambiar, no sólo en su cuerpo. Las máquinas comenzaron a fallar, los radares pasaron por alto pequeñas infracciones, algunos equipos domésticos tuvieron fallas de funcionamiento. Las fallas se hacían mas evidentes día a día, como su vientre hinchado. Los encargados de mantener el orden comenzaron a enviar avisos públicos para que la población no se alarmara. Esto le dio algo de confianza, la desesperación hizo el resto. Los dolores en su abdomen comenzaron a sentirse de repente, y ella desprevenida no pudo más que doblarse, apoyarse contra una pared y respirar. Algunos transeúntes quisieron asistirla, pero ella no permitió que nadie se acercara. Lo que no se dió cuenta en ese momento era que al tiempo que que sentía la punzada interna, el mundo mismo se estremeció a sus pies. Fue leve, casi imperceptible al principio. Pero día a día crecieron en intensidad. Las últimas semanas la ciudad tembló como nunca. Sus habitantes declararon emergencia, pero en realidad no había plan para esta contingencia, nada había podido prevenir semejantes movimientos sísmicos. Se implementaron nuevos sistemas de seguridad, nuevos controles. Ella seguía avanzando con su plan, con la esperanza de poder dejar esa ciudad de certezas antes del parto, aunque no sabía qué le esperaba afuera. Se armó de coraje y partió esa tarde. Debía reunirse con otros Beta para que la refugiaran en un lugar seguro. Con suma dificultad eludió las primeras etapas de vigilancia, siguió avanzando. Era la única manera, debía resguardarlo, debía nacer. Quizás él fuera la respuesta, o quizás por fin naciera una pregunta. El día del parto la tierra temblaba con fuerza, los edificios comenzaron a colapsar, enormes grietas se abrieron resquebrajando la ciudad entera. Desde algún lugar escondido, el primer grito del nuevo humano resonó en el planeta, las gentes sintieron que el final se avecinaba. Ella lo tomó en sus brazos, diminuto, frágil, pegajoso, y pensó que la humanidad toda pendía de un hilo. Lo abrazó con fuerza. Su corazón latía a toda prisa, tan pequeño, tan potente. Se sacudía como la tierra misma. Volvió a llorar, y esta vez su grito instauró un silencio tan profundo que paralizó lo que quedaba de vida. Fue con la siguiente respiración, con el último grito, que el planeta, finalmente, explotó. Marcela Verónica Rositto (Marce)
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E
l ruido no cesó durante años. Me despertaba el intenso recorrido de los
camiones que iban y venían desde la estación hasta el agujero… y todo el viaje de vuelta. A las 4 de la mañana ya era imposible dormir, así que tomaba el libro que me había regalado “el francés” y leía cerca de una hora, lo que pudiera antes de empezar con las tareas de la casa. A las diez debía de estar con mi hermano en la escuela. Caminábamos más de medio kilómetro, en la niebla, con el frío ardiente tratando de colarse por las gafas. Apresurábamos el paso para entrar lo antes posible a la casa que nos servía, a nosotros y a otros pocos niños, de refugio ante el movimiento de los furgones y tractores. No había mucho por hacer; estábamos muy cerca del borde y sabíamos que tarde o temprano algo sucedería. Desde el centro del agujero, el viento estiraba sus brazos con gran fuerza; parecía que hablaba nuestro idioma, nos advertía. Nadie lo tomó en serio hasta que cayó el helicóptero del “francés”. Solo algunos sabíamos que en realidad “el francés” había nacido en África, y que había crecido y vivido allí sus 38 años. El día que fue devorado por el agujero, todos los que acudimos a la escuela miramos con los ojos bien abiertos, a través de la ventana, cómo su nave daba vueltas sin parar hasta que por fin se desplomó. Su gente se lanzó sobre el jeep y llegaron en tiempo récord hasta el fondo. Por primera vez, desde que encontraron esta tierra, no importaron los diamantes. A mi lado, mi hermano dejó de respirar por un momento. Salió sin que nadie pudiera hacer algo para detenerlo; yo no dije siquiera una palabra. La ciudad entera había sido creada para el hombre que se encontraba ahora sumergido en su médula; Armand se había convertido en una especie de gurú, y en solo un instante todo había perdido sentido, todo. Para mi hermano, las cuatro horas de descenso hacia la fosa fueron como morar otra pequeña vida. Cada círculo que avanzaba lo llevaba de vuelta al día que se conocieron. Cuatro horas su mente rodeó ese único recuerdo. Cuando llegó al fondo, su rostro había perdido todo el color. Ahí estaba el helicóptero, de lado, intacto, como dormido. Sus dos tripulantes lo acompañaban en el sueño. El desconsuelo nunca menguó. La mina fue clausurada dos años después, cuando la gente más alejada del agujero comenzó a vivir del bosque. Mi hermano, con la imagen del “francés” siempre entre sus ojos, se fue en busca de ese sol, imposible de ver en nuestra ciudad, que había llenado de brillo a su querido Armand en las costas del Atlántico. Ana Luisa Sánchez Hernández (Elisa Lozano)
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No recuerdo cómo volver, pero tal vez, no he visitado otra ciudad más esplendorosa. De día brilla con la elegancia de la sencillez bajo un sol que no conoce inviernos ni otoños. De noche, gracias a la buena voluntad de sus habitantes, todo está iluminado con enormes faroles. La luz y la vida. El calor y las flores. Mezcla de energías positivas, así es Naiviv. Principalmente, la belleza de esta ciudad está en los enormes ojos grises que la iluminan. Esos ojos dan a Naiviv un brillo... plateado... de gran intensidad. Son unos ojos solamente. Un par de ojos. Un viajero que estaba de paso se los olvidó un día en Naiviv. Si él alguna vez los volvió a necesitar, los habitantes de la ciudad no saben. Pero, Naiviv no deja de brillar desde su visita. Estela Graciela Sandoval (Leuchten)
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L
entamente la noche iba avanzando, ganando cada rincón de la ciudad.
Paralelamente se iluminaban los cálidos interiores de las casas. La gente se disipaba, todos encontraban un lugar donde entrar. Se escuchaban puertas que se cerraban y los sonidos se iban disipando. La ciudad quedaba en silencio. Y ella, caminaba sola por las calles oscuras, mientras todos se guarecían en sus casas. Todos llegaban a su lugar. Sin embargo, ella seguía caminando, fingiendo que reconocía el camino de regreso a su casa. Los adoquines le hacían sentir el frío y la soledad de la noche, el sonido de las rejas al cerrarse marcaban el inconfundible vacío en el que se encontraba. Desde el mundo interior de los hogares, la gente era indiferente. Ella los veía del otro lado, cálidos y felices, indiferentes a la pequeña que caminaba sola. No, ella no lloraba. No le temía a la soledad. Sentía unos ojos que se posaban en ella. Desde el interior de una casa, escondida entre las puntillas de una ventana, reconoció a otra chica igual a ella. Se la veía tibia, con la calma de quien había concluido su día, té en mano. Se miraron por un instante, y ahí comprendió que nunca había tenido a donde ir, nunca habría alguien que la esperase, ni té caliente en la noche fría de invierno. Lo triste no es desconocer el camino a casa, sino no tener a donde volver. María Florencia Santillán (Renee)
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E
A diario l agua se deslizaba por los vidrios. La lluvia se había tornado tan tediosa como su vida: se levantaba, revisaba el correo, salía a
recorrer vidrieras, o caminar por la playa, y volvía. Lo único que lo sacaba de la rutina era sentarse un rato a contemplar una réplica de ciudad que tenía dentro de una esfera, al igual que los barcos embotellados. Solía quedarse mirando fijamente la bola de vidrio, soñando historias que podrían ocurrir dentro de esas ciudades a hombres solitarios y sombríos. Así, comenzó a imaginar a un señor que caminaba por las calles. Salía de su casa, bordeaba las orillas de arena y empezaba a deambular. Ya era de madrugada, el silencio lo cubría todo salvo por el sonido de las rotativas del periódico. Se estaba terminando de imprimir la edición del día. El sujeto se quedaba parado frente a las rotativas, observando cómo se imprimían los ejemplares de su matutino predilecto. Era su diario. Siempre esperaba a q lo terminaran de imprimir para adquirir la edición antes que nadie, y así poder leer todas las noticias del día aún antes de haberse acostado. Imaginaba que muchos estarían levantándose, desayunando y descubriendo las crónicas del periódico mientras él dormía aún plácidamente con el conocimiento de los hechos más importantes de esa jornada. Caminaba hacia el edificio del diario cuando algo lo sobresaltó. Llevó sus manos al pecho en un intento de sofocar la taquicardia. Fue entonces cuando descubrió el motivo de su sorpresa: se trataba de un gato, que había saltado hacia uno de los basureros de la cuadra en una búsqueda frenética de comida. Tal vez eso lo había asustado, pero debía seguir, tenía que obtener su ejemplar diario. Sonó el despertador. Sobresalto. El ejecutivo no había dormido hipnotizado por la misteriosa ciudad dentro de la esfera, relatándose a sí mismo la historia del hombre gris. Se preparó un café. Tomó una ducha, se vistió con el mismo traje de siempre, el sobretodo negro y salió a la calle. Debía arreglar unos asuntos. El negocio bursátil era muy demandante. La lluvia había cesado, pero la humedad persistía. Tenía que salir de todas formas, aunque le molestara la arena mojada que se le ganaba en los intersticios de las suelas… ¿Por qué tenía que pisar esa invasiva arena cada vez que salía de casa? No había otra forma. Todos los caminos conducían a ella, ya que bordeaba la ciudad; y, a su vez, esta conducía a todos los senderos posibles. La reunión se retrasó. Algunos accionistas no habían llegado. Pero a él no le preocupaba. Pensaba en el hombrecito del micro-mundo de la esfera ¿Qué habría pasado con él? ¿Habría podido conseguir su periódico? Un sonido chillón le golpeó las ideas. Otro sobresalto más ¿La paranoia lo estaría ganando? Era la sirena de los bomberos, el cuartel quedaba justamente al lado del recinto en el que él se encontraba. ¿Un incendio con esa humedad? Tenía más lógica que se tratara de una inundación… Recuperó el aliento. Continuó la charla en un intento por finalizar la reunión, pero hubo más sugerencias. A él no le importaba, ya había hecho suficiente dinero especulando en la bolsa, ni siquiera se le ocurría para qué usarlo. Él sólo quería que se hiciera la hora de volver a casa a seguir su micro-novela. No podía imaginarla sin tener a la vista la pequeña ciudad, con los pequeños edificios, las pequeñas calles y la infaltable arena. Por fin se hizo la hora. De camino a su casa, algo le hizo estallar en palpitaciones nuevamente. Esta vez se trataba de un trueno. El hombre pensó que era una desgracia, que seguiría lloviendo y la arena húmeda no dejaría de perturbarlo. A sentarse nuevamente delante de la esfera. A vibrar con la siguiente parte de la historia. A estas alturas de su abrumadora rutina, meterse dentro de esa breve ciudad era lo único que lo mantenía vivo. La imagen había quedado congelada desde el sonido del despertador esa mañana. Frente a las rotativas el hombrecito esperando su ejemplar: Ahora tenía su diario, debía volver corriendo a casa para leer todas las noticias, a enterarse de todo antes que nadie. Pasó por un kiosco que vendía facturas del día anterior. Tal vez no estaban frescas, pero podría calentarlas al horno y deleitarse de todos modos. Llevaba muchas horas sin comer, cualquier cosa era buena. Estaba llegando al negocio cuando un súbito ruido lo distrajo. Miró hacia atrás con sorpresa. Estaba seguro de que alguien lo seguía, pero no era así. Un cartel de promoción se había desprendido, cayendo sobre un contenedor y haciendo estallar vidrios de botellas que se hallaban en el interior del mismo. Compró las facturas, caminó rápido hasta su casa. Tenía una sensación extraña. Intentó correr, pero la arena húmeda se lo impedía. Llegó por fin, le pareció que transcurrieron años. Apoyó el periódico sobre la mesa. Un golpe. Se había levantado viento y eso había hecho chocar los postigos. Aseguró las ventanas. Se estaba por sentar a leer. La luz se cortó. Una sombra se movió como un rayo a sus espaldas. Luego, un estallido de cristales. Después de eso, el más absoluto silencio invadió la noche. Al amanecer las rotativas tuvieron que encenderse una vez más para la impresión de una nueva portada, que sería adosada a los ejemplares que se vendieran durante el resto del día. Una noticia impactante. Un titular en letra catástrofe: El mayor accionista del diario había muerto. La policía había llegado a la casa temprano, acudiendo al llamado de un vecino que se alarmó por el estruendoso estallido de vidrios que turbó la paz de la madrugada. Los oficiales quisieron forzar la puerta sin éxito, parecía que había algún mueble bloqueando la entrada. Rompieron entonces los postigos de madera y entraron por la ventana. Sobre la repisa, cristales rotos rodeando la réplica de una pequeña ciudad que había quedado volteada sobre un lado. En el sillón. El cuerpo sin vida de un hombre de traje y sobretodo negro. María Leticia Scarpa (Jackie Thompson)
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S
u nombre era A54UHK y había decidido mudarse al otro lado de la ciudad para comenzar una nueva
vida. O, al menos, eso se repetía últimamente para justificar una mudanza que no llegaba a comprender del todo. Un día se encontró huyendo del centro de la ciudad, empacando sus efectos personales, sus revistas de mecánica popular, sus camisas enmudecidas, diciéndose a sí mismo que el otro lado de la ciudad es el mejor lugar para estar. No le costó esfuerzo adaptarse a su nuevo barrio. Desde pequeño le había tomado gusto a la vorágine de la ciudad, a su arquitectura perfectamente simétrica, a sus autopistas hiperveloces y a sus edificios automatizados, a los humanos (o robots, quién sabe) que vagabundeaban sin sentido por la ciudad. Una de las cosas que más le gustaba del lugar donde vivía era ver cómo el sol salía de entre más allá de las murallas de níquel construidas para resguardar la ciudad. Algo lo acosaba, sin embargo. Al principio, era una sensación diminuta (si es que es posible cuantificar las sensaciones). Pasaron semanas y A54UHK no supo explicarse qué era ese vacío, ese vértigo, ese enorme desasosiego. Decidió entonces ir al doctor. Este le dijo que no tenía nada de gravedad. Le recetó unas pastillas y un vaso de leche antes de dormir. Inconforme con la respuesta, A54UHK, decidió ir a un psicoanalista, este le recetó otras pastillas y un vaso de licor antes de dormir. Más inconforme que antes, A54UHK decidió arreglárselas por sí mismo. Regresó a casa en el hipertren de las 6 de la tarde, pensando qué hacer. No le fue difícil dar con que el problema había comenzado desde que empezó a vivir al otro lado de la ciudad. Y que, tal vez, la respuesta estaba en el centro de la ciudad. Tomó el hipertren de la 9 de la noche, el que lo tomaban los humanos (o robots, quién sabe) que regresaban a sus casas para concluir sus días perfectamente simétricos. ¿Sentía ellos lo mismo que A54UHK? Imposible saberlo. A54UHK se bajó en la estación del centro de la ciudad. Caminó un par de cuadras antes de caer en la cuenta que no recordaba dónde había vivido, cuál de todas esas casas exactas en sus dimensiones había sido la suya. Caminó un poco más todavía por las calles del centro, tratando de recordar algo pero no fue posible. Abatido, decidió volver sobre sus pasos. Era casi la medianoche y la estación del hipertren estaba por cerrar. A54UHK se sentó en una de las bancas a esperar el tren que lo llevaría al otro lado de la ciudad. ¿Qué había conseguido con esta aventura absurda excepto perder algunas horas lejos de casa? Maquinalmente, A54UHK sacó un encendedor de su impermeable sintético. Una mujer que esperaba el hipertren al igual que él le pidió fuego y A54UHK le ofreció el dispositivo aún encendido. Intercambiaron algunas frases por cortesía que fueron el inicio de una conversación mientras esperaban el hipertren. En un arranque de sinceridad (o de desesperanza, quién sabe) la mujer le contó que desde hace algún tiempo se había mudado del centro al otro lado de la ciudad. Que lo había hecho para comenzar una nueva vida después de terminar una relación de casi veinte años que realmente nunca funcionó. Que la única forma de lograrlo fue borrar de su memoria al hombre que amó. “Un procedimiento quirúrgico muy habitual en estos tiempos” afirmó la mujer. Desde entonces no recordaba nada, excepto que había vivido en el centro mismo de la ciudad. En las últimas semanas, dijo la mujer, he sentido un verdadero vacío, un vértigo, un desasosiego. Lo único que me alegra era ver cómo el sol se estrellaba en el mar al atardecer. A54UHK sonrió mirando el tren que ya llegaba y que lo llevaría al otro lado de la ciudad, al lado opuesto al que se dirigía esa mujer desconocida y excéntrica. En efecto, dijo A54UHK, el otro lado de la ciudad es el mejor lugar para estar. Y al decirlo, se incorporó, volvió a sonreír y desapareció entre las puertas de un tren que empezaba su marcha a la velocidad de la luz. Allan Paul Silva Peralta (Escafandra)
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N
Lágrimas negras o sabía con exactitud si se había delineado bien los ojos o las lágrimas le habían
corrido la pintura. Estas modas que se habían vuelto una condición para la naturaleza humana eran bastante confusas. El instructivo que el Regidor había distribuido no era muy claro. El papel tenía unas imágenes que mostraban cómo debían delinearse los ojos tanto los muchachos como las chicas. Él prefería siempre que su mamá lo hiciera por su cuenta, aunque en todo momento ella le reclamaba que debía de aprender porque algún día no estaría para ayudarlo. Como de costumbre, sentado a la orilla del río Arenales que cruzaba la ciudad, asomó la cabeza para reflejarse y corregirse esas marcas que debían de ser perfectas. Como de costumbre, miró en el agua y se vio en medio de aquellas grandes torres que conformaban su hogar, ese bastión de la cultura antigua, con sus estatuas y la tranquilidad que la caracterizaba. Verde, como si fuera una extensión de la naturaleza, los muros dominaban el paisaje. El maquillaje, efectivamente, no mostraba un trazado adecuado. El Regidor podría acabar con su familia sólo por sus altanerías y la transgresión a las Leyes de Convivencia para La Paz Mundial. Acaso lo hubiera deseado mientras discutía con Braian y, más todavía, cuando su torpe madre no le daba la razón después de la disputa con su hermano. Sin embargo, es ese momento en el que el río le devolvía la serenidad, las conciliaciones resurgían como las plantas que lo rodeaban al borde de la corriente. Sacó el lápiz, redobló sus esfuerzos para mantenerse firme sobre el pequeño muro de contención y se lavó la cara. Con las mangas de su camisa limpió el resto de pintura que no diluyó el agua, para disponerse a dibujar el mejor trazo posible. Bajó la mirada hacia su espejo improvisado. Se concentró en la recta que evitaría tantos otros problemas y se olvidó de sí mismo. Primero fue el extremo del lápiz y luego su nariz, tocaron el agua sin sentirla como tampoco él sintió la fricción y el trabajo de la gravedad. El Regidor pronto le entregaría un ramo de condolencias a Braian, que abría la puerta de su casa. Pronto se daría cuenta que nunca podría olvidar al joven Laertes, con sus inaceptables ojos chorreando lágrimas negras. Mario Gonzalo Sosa (Livio de La Cruz)
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D
espués de las muertes de mi padre espiritual, Lucio, y de mi amigo Beto, la vida cambió notablemente.
Nunca antes había sentido tanta tristeza. La partida de mi padre había sido una experiencia muy dolorosa porque era la primera vez que perdía a alguien para siempre pero el tener que sostenernos entre los restantes miembros de la familia, nos posibilitó reconstituirnos entre todos y asumir, cada uno de nosotros, alguna de las responsabilidades que papá tenía. Hablamos mucho de él, lloramos juntos, recordamos innumerables veces sus “contadas”,… hasta que, con el tiempo, el dolor se fue pasando y nos acostumbramos a estar sin él. La pérdida de Lucio y de Beto fue diferente. Ambos se fueron en el 2009, casi con un mes de diferencia. No lograba reponerme de una pérdida para pasar a afrontar la siguiente. La enfermedad de Lucio se produjo al tiempo de llegar a Italia, donde había ido a visitar a su familia. Yo había viajado a Bahía Blanca a visitarlo antes de su partida. Él me dijo, en una de nuestras charlas, que esperaba no enfermarse, porque cada vez que iba a su casa, le pasaba algo, y esta vez no fue la excepción. Nunca me gustó esa ciudad, siempre la sentí tan fría… Charlamos mucho con Lucio en esa breve visita que le hice, pero esa comunicación la he recordado por muchos años. Creo que presentía que ya no lo vería más, por eso la iniciativa de ir a visitarlo antes de su viaje. Recuerdo que al verlo, estaba con su sonrisa enorme, como siempre, a pesar del cansancio. Al volver a casa seguí su viaje por mensajes de correo. Él iba compartiendo sus encuentros con sus familiares y los lugares que visitaba día por medio. Durante unos días no se comunicó… luego recibí la llamada de la hermana Carmen, nuestra amiga común, que me dice que Lucio estaba enfermo. Seguimos, junto a los demás amigos, su estado de salud a través de los correos electrónicos y llamadas de teléfono. Varias veces nos juntamos a rezar por él y a recordar innumerables anécdotas de vivencias compartidas y cómo, Lucio, había sido tan delicadamente especial para cada uno de nosotros. Él era una de esos sacerdotes que creen en los demás, y apuestan por sus vidas. Esa confianza nos hizo fuertes, capaces, sostenedores de compromisos asumidos, sumamente preocupados y dedicados a amar a “nuestros prójimos”, en especial a los más pobres. Y lo pudimos hacer porque él nos lo enseño con sus actitudes. Durante el tiempo de su enfermedad, Beto, como siempre, me acompañó y me sostuvo. Beto era mi gran amigo – hermano, de esos que uno elige en la vida, y que agradece a Dios por haberlo encontrado. En ese tiempo, como siempre, pude sentir la protección y el acompañamiento de mi amigo, y la pérdida, si bien fue dolorosa, se aminoraba un poco. Nadie iba a pensar que Beto se iría también, en un tiempo tan corto. La muerte de mi amigo me dejó devastada, hecha “pedacitos”… Imposible reponerse rápidamente. El dolor, día a día, se acrecentaba. Beto dejó una esposa y tres hijos pequeños, que también necesitaban estar acompañados, pero yo poco podía ayudar a sostener a nadie. En uno de esos días desoladores recibí la llamada de uno de los sobrinos, que vivía en Córdoba, quien me invitó a ir un tiempo a estar con él, para salir de este lugar que solo transmitía dolor. Luego de consultarlo con mi amiga, su esposa, emprendí el viaje hacia una ciudad que no conocía. Córdoba me pareció inmensamente grande, y a pesar de ello, la compañía de mi sobrino, me posibilitó sentir calidez. Diariamente salíamos a caminar y conocer lugares, algunos de construcciones muy viejas y otros más modernos. Visitamos museos, iglesias, galerías, monumentos, librerías,… siempre me encantaron las librerías. Córdoba en noviembre, con sus árboles muy verdes, se volvió apaciguadora de mi dolor. Si bien allí vive mucha gente, las personas son cálidas. El clima agradable posibilitaba poder quedarse a charlar hasta tarde, en algún banco de plaza o en un café. Y fue una de esas noches, frente a la iglesia construida por los jesuitas, que fundaron ese lugar en 1599, que pude volver a sentir serenidad y comencé a aceptar la partida de mis amigos tan amados. La iluminación nocturna de ese espacio llamado la Manzana Jesuítica, el clima agradable y la contención de mi sobrino, me volvieron a conectar con Dios desde un lugar de aceptación de las partidas de personas tan imprescindibles en mi vida. Y ese lugar histórico, reconocido como Patrimonio de la Humanidad, desde el año dos mil, se constituyó en el escenario del nacimiento de una vida nueva, sin las presencias de Beto y de Lucio. Ya no tendría nunca más la posibilidad de compartir con ellos lindas tardes de mate y charlas interminables, narraciones de hechos cotidianos felices o dificultosos, consultas de cómo actuar para resolver problemas, o de idear proyectos de trabajo juntos. Desde entonces la vida cambió. Existen algunas personas nuevas en mi vida, y muchas otras siguen estando desde hace tantos años,… Ninguna presencia es como la de ellos. He aprendido a resolver sola muchas cosas y añoro, con ternura, la grata presencia de sus vidas en la mía. Claudia Beatriz Soto (Kim Hue)
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La calle Bilmor
E
n la calle Bilmor vive muchas familias, sin embargo no todas la casas son simples casas
hogareñas donde la cocina huele a chocolate caliente y los niños y niñas corren por sus patios. Hay una en especial, la de rejas verdes, a la que por cierto nunca he podido entrar, donde desde hace algunas semanas ocurren cosas extrañas y donde sólo he visto entrar mujeres con sus canastos de mercado sobre sus brazos. Lo hacen con la complicidad de las horas menos transitadas del día. He llegado a escuchar lamentos, risas, llantos y hasta ruidos extraños, como si crujieran todas las puertas al cerrarse o abrirse. La verdad me da miedo. Mi primo Juan que vino hace tiempo del campo trato de descubrir el secreto pero una escoba le impidió tan si quiera atravesar el jardín. Desde ese día cada mañana después de tomar trozos de queso de alguna de las casas, me acurruco en la alcantarilla del frente y espero la oportunidad para colarme y descubrir lo que ocurre. Tom, el único gato de la calle y que por cierto no caza ratones, dice que son brujas y que les encantan los seres como yo para convertirlos en caballos y halar sus carruajes. Pero esto no va a detener mi curiosidad. A veces en las noches el olor a tinta que expele aquella casa es insoportable, otras veces no aguanto el olor a majares como hoy y trato de colarme por algún lado. Esperen un momento, un descuido ha dejado la puerta del jardín abierta, la de la cocina… estoy dentro. Umm que aromas… Hay mujeres por todos lados, de todos los colores y tamaños, jóvenes, viejas y no tanto. Corren de un cuarto al otro, de un patio al otro como si el mundo se fuese a acabar o como si el tiempo se fuera a frenar para cada una de ellas y gastasen sus últimos minutos. Trepare este estante para mejorar mi perspectiva de la situación. Hay una maquina extraña en la cual entra el papel de un lado y al otro lado sale con letras de colores impresas, es manejada por dos de las mujeres, una joven la otra no tanto y cuando ya hay un monto de estos papeles llega cualquiera los enrolla y los guarda en su canasto y sale a la calle y se pierden entre la gente. Lo hacen constantemente hasta que solo quedan en la casa las dos mujeres que manejan aquel extraño aparato. Exhaustas se tienden a descansar y a comer, una de ellas deja caer un poco de torta que trato de tomar sin ser visto pero me es imposible y soy expulsado por la escoba hacía la calle donde huyo a mi guarida. Al otro día en la mañana me despierta el revuelo de la gente y salgo de mi pequeño rincón para indagar lo que ocurre, el pueblo está indignado, sus paredes han sido burladas y en todas yace, como estampas de un libro, carteles coloridos que dicen: ¡Libertad para nosotras-queremos votar! Érica Soto Valencia (Ékara)
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N
Luz oooooo!!! No te acerques!!! Es peligroso!!!! Siempre te dije que mirar desde los bordes es toda
una aventura. Tenés que asomarte despacito, con cuidado, con mucha precaución!!! ¿Viste? No me hiciste caso y te das cuenta!!! Siempre te dije que no lo hagas sola. Que me esperes, que no te arriesgues, que me es-pe-res!!! No recuerdo cuándo fue la primera vez que le advertí. Creo que fue en el otoño del 2008. Sí, en uno de nuestros viajes. Esos que solíamos hacer en tiempos de felicidad y de abundancia. Sí, ese tiempo que se escapa y que hoy no puede hacerse presencia. Recuerdo que lo vi y me impactó extrañamente. Era algo así como un camino que, según mis locas fantasías, podía conducirnos hasta el Paraíso. Claro, primero teníamos que atravesar el Infierno y el Purgatorio para salvarnos; y no era poca cosa lograrlo. Juntos, siempre juntos… Yo le había dicho: “Vos vas a ser mi Beatriz”. Y ella me miraba dispuesta a todo. El profundo abismo que no se podía vislumbrar, pero sí imaginar comenzaba con una gruesa franja a su alrededor. Era todo un desafío, una aventura que invitaba a explorarlo y vivirlo. Un embudo oscuro y profundo. Muy profundo. Habíamos planeado tan bien nuestro descenso; casi tuvimos la certeza de que nada iba a fallar. Pensamos cómo bajar, cómo hacer para no perdernos, cómo hacer para reencontrarnos si en algún momento uno de los dos se desviaba del camino trazado, cómo atravesar sin problemas el Puente de los Fuegos que era uno de los más riesgosos, cómo caminar con cautela en el Patio de Brumas y cómo esquivar el Canal de Aguas Hervidas. Fue un itinerario perfecto. Sólo una cosa nos preocupaba: qué hacer si alguno se quedaba en una parte del itinerario. Acordamos que nos íbamos a esperar siempre. Fue un pacto sellado a fuego. La entrada a esta ciudad oculta estaba configurada en un espacio extraño: en un lado, una serie de cuadrículas cuyos límites estaban muy bien marcados; en otro de sus lados, una superficie semejante al espacio lunar, con protuberancias e irregularidades; en otro extremo, una línea muy bien marcada que llevaba hasta el borde del círculo inicial, de ese que estaba al ras del suelo. Y, desde este, los otros que se achicaban a medida que la profundidad y la oscuridad eran mayores. Una perfecta arquitectura que invitaba a la aventura. Habíamos pasado una de las pruebas más difíciles, pudimos pasar el Puente de los Fuegos sin ningún apremio. Caminamos durante infinitas noches e infinitos días en el Patio de Brumas. Nos cuidamos mucho entonces. Nos sentíamos muy unidos en ese trayecto. Todo marchaba sobre rieles. No te acerques, no te sueltes, no te vayas sola!!! Tené cuidado!!! Llegamos hasta el quinto círculo. Cada vez se achicaba más, se hacían más espesos el calor y la oscuridad. Habíamos pasado el duro Infierno. Habíamos pagado nuestras culpas en el Purgatorio. Siempre me guiaba y me esperaba. Cuando creímos que estábamos a punto de llegar al Paraíso, Ella se fue. No me esperó. Rompió el pacto, se precipitó hasta el fondo y se desperdigó en infinitos destellos de chispas y luces, de destellos que se abrían en círculos multicolores que se retorcían y contorneaban. Eran chisporroteos luminosos que rompieron para siempre la oscuridad. Era mi luz. La que terminó mudando en claridad para dejarme iluminado para siempre. Era Ella, mi Beatriz. La que siempre me esperó, la que cruzó conmigo el Puente de los Fuegos, la que caminó conmigo infinitas noches e infinitos días en el Patio de Brumas, la que esquivó conmigo el Canal de Aguas Hervidas, pero que al fin se fue convertida en luz. Noooooo!!! No te acerques!!! Es peligroso!!!! Siempre te dije que mirar desde los bordes es toda una aventura. Tenés que asomarte despacito, con cuidado, con mucha precaución!!! Viste? No me hiciste caso y te das cuenta. Siempre te dije que no lo hagas sola. Que me esperes, que no te arriesgues, que me es-pe-res!!! Ahora sé que me esperás. Para el otoño del 2030 nos veremos nuevamente mi querida Luz. Elba Magdalena Suárez (Maléfica)
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C
uando se despertaba, muchas veces le faltaba el aire. Era una sensación
breve, que duraba apenas unos segundos, pero que no se le iba a lo largo de todo el día, o al menos no del todo. Todas las cosas que hacía eran para tapar esa falta de aire casi imperceptible que la angustiaba. Era una mujer muy activa, de 47 años, esbelta y larguísima, con el rostro extenso como una escalera a ninguna parte. Lo había probado todo. Actividades, viajes, novios, hijos, varios maridos. Había estudiado un sinfín de disciplinas y sin embargo la falta de aire nunca desaparecía. Decidió entonces concurrir al doctor pero a la hora de poner en palabras esta sensación tan peculiar, le costaba describirla. Empezó a adoptar una nueva rutina, ir al sur de la ciudad, alejándose del centro. No podía explicarlo bien pero cada paso que daba que la alejaba del centro, era un paso que le quitaba un poco esa presión constante que por momentos la desquiciaba. Pasaron los días, los años, y ella siempre intentaba cosas nuevas, nuevos doctores, nuevas actividades que la ayudaran a enfrentar esta angustia. Nada servía. Los paseos se hicieron cada vez más frecuentes y más alejados. Descuidaba a sus hijos, volvía tarde a la casa, se peleaba con su marido, estaba distraída en el trabajo pero nada la detenía. Los paseos la liberaban. Caminaba siempre hacia al sur, donde de a poco la vegetación se volvía más abundante, comenzaban a aparecer ciertos animales, alguna que otra ardilla, algún cuis, y donde el aire parecía otro. Un día, se quedó a dormir allí. Al despertar la mañana siguiente, despeinada y menos contracturada, pensó que estaba enloqueciendo y decidió reducir sus paseos. Todo volvió a la normalidad, al menos en cuanto a las formalidades, dejó de desatender sus obligaciones pero no por ello desaparecía la opresión. Pasaron los años, y al cumplir 50 años, decidió dar un paseo para reavivar esa calma que le venía el caminar hacia lo que estaba lejos. Esta vez, camino más que de lo costumbre. Caminó y caminó hasta que se topó con un vidrio fino, casi imperceptible, que su cuerpo no podía atravesar. Miró hacia arriba y el vidrio se extendía. Era a causa del vidrio que el aire no podía pasar. Toda su vida había vivido en una burbuja de cristal. Lucía Tchechenistky (Luciérnaga)
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Reminiscencias gaudianas
H
abían pasado exactamente sesenta años desde la última vez que había estado en
Barcelona. La ciudad que se me presentaba no era ni por asomo a la que había conocido en mis años de estudiante recién llegado de Fuerte la Noria (Argentina). Y si por entonces -recuerdo- me rebanaba los sesos por buscarle algún sentido al otro denominativo con la cual a veces la nombraban sus autoridades “Ciudad Condal” (que más tarde comprendería, era debido a las reminiscencias medievales en su arquitectura y organización política); imagínense ahora mi sorpresa al ver los altísimos rascacielos de vidrio elevándose hasta casi desparecer en las nubes, las extensas y enrevesadas autopistas colgantes por el cual circulaban no menos asombrosos vehículos que apenas tocaban la superficie; y drones por doquier suspendidos en el cielo Las referencias físicas del lugar en el que alguna vez había estado y que permanecían de algún modo en mi memoria, de repente, se esfumaron por completo. Indudablemente, el tiempo había pasado más deprisa de lo que había pensado, quizás más de lo que hubiera o pudiese imaginar nunca. Las anchas y prolijas veredas por las que había caminado ya no existían, al igual que las recortadas esquinas y sus barcitos; tampoco estaban las bicisendas que seguían las largas avenidas o los edificios uniformes, de estilo clásico, pulcros y de color pastel; también se extrañaba la turba de turistas buscando incansablemente captar lo efímero en una foto El terremoto de hace unas cinco décadas –por lo visto- había arrasado con todo; incluso con el nombre de la ciudad, ahora reconstruida y rebautizada como “Ciudad Gaudiana” en honor al más emblemático arquitecto catalán: Antoni Gaudi, cuyas obras también fueron devastadas por el infortunio de la naturaleza sublevada Para el plan de su reconstrucción -me conto el androide del “ Centro de Alojamiento Global” en el que me hospedaba- hubo profundas discrepancias entre los arquitectos respecto al modelo arquitectónico a seguir. Algunos propusieron continuar con el estilo urbanístico previo al terremoto y reconstruir las obras de Gaudi; otros por el contrario alentaron por un estilo rupturista con el pasado, es decir un modelo futurista, en sintonía con el contemporaneismo de entonces. Finalmente hubo de ganar la segunda opción, después de multitudinarias marchas oponiéndose al nuevo proyecto urbanístico. Este dilema cobraría escala global y sería el hecho fundante para la creación de la Liga de Turistas del Mundo que entre otras cosas promovían no solo la preservación de los sitios turísticos más emblemáticos sino la reconstrucción de los sitios con los que se contaba con información científica suficiente para hacerlo No pasaron dos días después del regreso de mi viaje, cuando ya cómodamente instalado en mi despacho de Fuerte la Noria, un pueblo de casas bajas y deslucidas, escucho por radio: “Un tsunami de dimensiones nunca visto arrasó con “Ciudad Gaudiana” Cristian Javier Tolaba (Indie)
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L
e gustaba pasear por esas calles laberínticas de la parte más alejada de la ciudad.
Además de hacerle acordar a “El flautista de Hamelin” que le contaba su madre en su niñez, le hacía acordar a su pueblo; al pueblo que había dejado hace algunos años, cuando, en busca del tan ansiado “porvernir”, se trasladó siendo una persona muy joven. Solía realizar largas caminatas disfrutando del verde de los árboles y del colorido de las flores; de las casas bajas y los niños jugando en las plazas; del ruido de las máquinas trabajando la tierra y el leve canto del agua del río que lo atraviesa. Para los vecinos era habitual verla por allí. La saludaban amablemente al verla pasar Doña Clara, Don Pepe, Alicia, Rosa, Blanca…. Todos mostraban con alegría su sonrisa. Parecía estar en casa… Ese día se levantó feliz, no era día de trabajo entonces pensó en realizar el paseo de todas las semanas. Necesitaba respirar la energía del lugar; se sentía renovada cada vez. Luego del desayuno, se puso ropa cómoda y salió; esta mañana, caminando. Tenía más tiempo para disfrutar Más cerca de la montaña había un túnel, antiguo pasadizo del tren, abandonado ya, silencioso. No sabía por qué razón nadie se acercaba a él. Le dio curiosidad y entró. Su corazón latía con fuerza, estaba emocionada de una manera especial. Todo era silencio, un raro silencio, un silencio que aturdía. A medida que avanzaba recordaba el aroma de, cuando niña, iba a visitar a su abuela y la encontraba rodeada de las flores que ella misma sembraba y cuidaba. No entendía por qué le venían tantos recuerdos a su mente: su madre, con esa sonrisa que le abarcaba toda la cara; sonrió también. Su padre, quien estuvo presente en su vida más que nada por sus consejos: “cuídese, m´hijita”, “trabaje para ser una persona digna”, “no ande sola de noche, tenga cuidado”; a pesar de sus 40 años aún esos consejos repercutían en su mente… y en su vida. De pronto, a lo lejos, una lucecita titilante la sobresaltó en sus recuerdos. Además, la tranquilizó porque el túnel, en su trayecto, se hacía muy oscuro en un punto. Caminó hacia aquella brillantez que daba cuenta de la salida. Se alegró porque su mente volaba tan rápidamente que la asustaba; venía a su recuerdo tanta gente querida, amada en su infancia y que hacía mucho tiempo, desde que partieron de esta vida, no sentía tan vívidamente su presencia: la prima Teresa, tan bella, alegre, casi una hermana a la que una enfermedad de la que nunca supo su nombre se había llevado tan tempranamente a los 10 años; la abuela Irma que tejía y tejía para toda la familia; el abuelo Paco que resistía en su casa peleando con el intendente del pueblo porque le quería derrumbar la casa justificado en el “progreso” que debía pasar “justamente por ahí”, por su casa, la que se transformaría con el tiempo en una de las calles principales; Juana, la verdulera que siempre le regalaba una hermosa manzana… y sabrosa como ninguna otra; Poli, la peluquera! Se sentía rara, hasta le daba risa… sentía un enorme amor porque los veía nuevamente. Parecían estar allí… y se sentía feliz por ello. La luz tan luminosa que llegaba a enceguecerla se hacía cada vez más intensa… y a su vez, se relajaba, estaba ya al final del túnel… Entre tanto, en la parte exterior, se escuchaban sirenas, gritos, máquinas, policía, tumulto, curiosos, ambulancia; caras de asombro y de pena. El túnel, el único y último vestigio del pasado ferrocarrilero de la ciudad que quedaba, símbolo que todos admiraban desde afuera… Se había derrumbado. Patricia Claudia Torres (Aimé)
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H
“
ubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del
Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.” Julio Cortázar Vivo en este lugar hace poco tiempo. Fui comprada junto a otros después de un breve regateo. No sabía cuál sería nuestro nuevo hábitat a partir de allí, si una casa en el campo, una casita al estilo de las antiguas Barbies o una playa eterna… al final resultó ser esta réplica exacta y en miniatura de una ciudad compuesta por edificios. Algunos más altos, otros más bajos. Una ciudad sin verde, sin naturaleza. Al parecer, nuestros dueños son un matrimonio con tres hijos. Los primeros días temíamos por lo que sucedería. En un inicio éramos cuatro pero uno no resistió. Las normas de cuidado, alimentación e higiene eran estrictas. Así lo aclaró el vendedor ese día “No son como los pájaros, los peces, los conejitos de la India. Hay que cuidarlos de otro modo.” Pero, a veces, las advertencias no alcanzan. Los nuevos dueños nos dejaron muy cerca de la ventana. Era de tarde. El sol penetró potente a través del vidrio y la temperatura se elevó hasta el extremo. Algunos nos lanzamos al agua sobre la que flotaba la estructura de nuestra ciudad en miniatura y así logramos salvarnos. Él no sabía nadar ni flotar, era fóbico al agua. Desde que llegamos sufrió el hábitat elegido. Al principio no quiso decirlo pero nos dimos cuenta. En vano fueron los gritos de aliento aquella tarde para que se lanzara. No pudo hacerlo y el calor lo dejó ahí, tendido. Cuentan los mayores que siempre estuvo en la naturaleza del hombre tener seres vivos como adornos, como mascotas. El mirar a través de un vidrio al otro se tornó un vicio, una obsesión, un modo de vivir. La televisión permitió ampliar las peceras. Pero mirar no siempre fue ver ni mucho menos despertar la sensibilidad. Llegó un momento en que el asombro, el dolor, la alegría se adormeció. De los animales, el hombre pasó a replicar ese gesto con los propios humanos. Cada vez más las vidas de los otros se hizo parte del entretenimiento, del adormecimiento, del creer estar viviendo “la realidad”. Las vidas artificiales se replicaron, todo se transformó en show, en maquetas. Los experimentos, las mutaciones, las clonaciones hicieron lo suyo. Se crearon seres en miniatura, hechos a medida. Hoy estamos todos atrapados en recipientes de vidrio y nuestra libertad tiene la extensión de sus dimensiones. La transparencia es sólo la ilusión. Cintia Alejandra Valenzuela (Cintizen)
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Sincronía de muro
C
uando Javier se detuvo delante de la puerta, después de haber corrido hasta
respirar ruidosamente, su mirada se estancó en el tiempo. Siempre supe que esas paredes que dibujaban los contornos de cada hogar eran especiales. “El tiempo no es algo que se cuente, sino que se marca, que deja huella en las cosas, en el rostro, en el cuerpo. El tiempo solo se mide por sus marcas.” Ahora, a mi regreso, después de haberme alejado de este pequeño pueblo, lo entiendo. Regresar con Javier colorea este descubrimiento. Me cuesta alcanzar a Javier, porque las piernas no son las mismas. Apresuro el paso ya que deseo estar junto a él cuando toque la puerta. Después de un par de ligeros golpes, la puerta se abre rápidamente como si ya nos hubiesen estado esperando. Creo que esa es la sensación que siempre recordaré: en este pueblo siempre se espera a alguien. Mi vida se construyó alrededor de la espera. La luz que ingresa a través de la puerta revela el rostro marcado de mi madre quien sonríe elásticamente, nos abraza y nos permite pasar. Los muebles tienen un descuido acogedor. Desde el fondo, percibo una conversación silenciada por el ruido de las risas. “Pensé que tardarían un poco más”, dice mi madre. “En realidad, el bus no se detuvo. Vino directamente”, respondí mientras miraba con curiosidad hacia el patio. “¿Están todos?” “Solo falta él. Qué grande se siente la casa sin él”. “Las calles se ven iguales. ¿Nunca cambian?” “Pues no. El alcalde respeta la historia del pueblo. ¡Felizmente!” Extraña forma de cambiar de tema. Pasar de la ausencia del padre a la ausencia de tiempo de las calles. Creo que cualquier ausencia está teñida de su rostro. Llegamos al patio y el saludo es un fuerte ruido ininteligible, pero cordial. Javier responde emocionado a todos los presentes. A su corta edad, aprecia los momentos de solaz. ¿Qué digo? ¿Acaso no todos los niños son así? En todo caso, deberían. Me siento a la mesa. Converso con todos los amigos, familiares que decidieron o no pudieron nunca irse. Escucho muchas historias. Algunas llenas de resignación, algunas llenas de melancolía. ¡Qué paradójico! El tiempo pasa volando en esta ciudad sin tiempo. Luis Alberto Valladares Hernández (Cavafis)
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Q
uerida amiga: supongo que cuando leas estas líneas estarás sorprendida, como
tantos otros. Pero me animo a escribirte porque, más allá de tu sorpresa confío en que vos me vas a entender. “¿Por qué?”... seguro que esa es tu pregunta ahora. Y tal vez buscas indicios, tratas de encontrar las palabras y gestos premonitorios. No sé si vale la pena ese esfuerzo. Yo te pregunto: ¿Por qué no? A mí mismo me es difícil remontar al comienzo de mi decisión, no sabría decirte cuándo comenzó a anidar la idea ni cuando comenzó a tomar carne en mí y a mover las cotidianeidades, a desestructurarme un planificado futuro. Lo cierto es que una mañana, ese día, el único en que falté sin aviso al trabajo, me animé, fui a inmigraciones y pedí la visa para bajar. No me inmute ante la mirada seria del empleado, respondí a todas sus preguntas (ya venía preparado), no me desanimé cuando me pidió que volviera otro día. Ya sabía que casi nadie (oficialmente) pide bajar. Por eso estaba preparado para las interminables entrevistas y formularios. Traté de mantenerme tranquilo sabiendo que una sutil pero implacable trama de preguntas me envolvería. No había nada que esconder en mi vida exterior y gracias a Dios en lo profundo del corazón, nadie puede entrar todavía. Además el motivo aducido era sólido, lo había pensado bien y también tenía quien lo respaldara. Y, claro, era solo una bajada temporal. Ahora ya sabes que no es así, que bajé para quedarme. En esos días dude, varias veces. ¿Sabés cuando me decidí? Uno de los días de entrevista me pidieron que espere en un pasillo. No sé si conoces esas oficinas, exactamente iguales, comunicadas por largos pasillos. Ahí solo podes orientarte si vas junto a los que trabajan allí, parecen diseñadas como para que los de afuera nos perdamos. Mientras esperaba me di cuenta que del otro lado del pasillo llegaban voces. El acento me era desconocido. Me pregunte si acaso no serían “los de abajo”. Con cautela me asomé y vi una sala llena de gente que no conocía. Al principio me miraron con desconfianza, tal vez mi ropa los desconcertó. Pero luego ya no me prestaron atención, pienso que fue mi mirada cansada, ansiosa después de largas horas de espera, lo que los hizo pensar que era uno más de ellos. Me di cuenta que estaban sacando permiso para subir. Por primera vez los veía. Seguro que también vos habrás cruzado “gente del foso” en algún momento. Están ahí pero la gente de la superficie no los ve y ellos saben que no tienen que hacerse notar, así les dan permiso para poder subir de nuevo aunque sea para hacer esos trabajos que ya nadie quiere realizar. No los vemos, pero si escuchamos sobre ellos: cuando algo malo sucede aquí arriba seguro que es porque “alguno ha subido” y pensamos como habría que hacer para resguardar mejor el borde del foso. Después de algún tiempo me dieron el permiso. Ellos supusieron, como vos y como todos, que era por un tiempo. A lo mejor creyeron que iba a ir a comprar algunas de las cosas baratas que se producen allá abajo. No va a ser así. Me voy a quedar. No creo que se preocupen demasiado, ellos siempre nos advierten lo riesgoso que es ir a un lugar tan inseguro. Por eso te escribo, para que te quedes tranquila y sepas que me quede por mi propia decisión. Las razones, como te decía son difíciles de decir en dos o tres líneas, pero me parece que releyendo lo que te acabo de contar, algo podrás intuir. No sé por qué pero creo que nos veremos de nuevo. Tal vez porqué intuyo que en tu corazón hay sentimientos e ideales como los míos y por eso me animo a esperarte adonde me voy. O será porque creo en que estos sentimientos e ideales están en más personas de las que suponemos y tal vez algún día nos podamos encontrar todos en un lugar común, ya sin fosos ni arribas. Un abrazo. Hasta ese día. Tu amigo. Leonardo Valoy (Juan Salvo)
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M
Conejo ami, contame de vos.
Habíamos ido a comer al río, a unas parrillas que quedaban cerca de la costanera. Había unas mesas grandes con pilares de ladrillos sobre los que se asentaban la mesa y los bancos de piedra. La zona de parrillas estaba a medio camino entre la costanera y un parque arbolado, fresco, con sombra. El sol pegaba fuerte sobre el río, seguramente era uno de esos días de verano en los que los animales se refugian en las sombras y la quietud se apodera del paisaje, el cemento refracta calor y la conversación de los grandes se vuelve ensordecedora. Un pájaro baja del árbol, busca entre la hojarasca; las abejas revolotean entre las hojas de una hortensia. Pájaro, abeja, hormiga, palito, hoja y allí está el árbol. Mami, contame de vos. Habíamos ido a comer al aire libre con mis papás y mis tíos. No recuerdo bien si estaban mis hermanos, supongo que sí, no hay razón para que no estuvieran; de todas maneras ellos no forman parte de esta historia. El ambiente era sofocante; los grandes se quejaban de esto pero se reían, brindaban con vino y sus risotadas alteraban a los pájaros que salían volando intempestivamente hacia un lugar más fresco y silencioso, hacia donde se escucha el sonido de las hojas movidas por la brisa, donde se percibe el sueño añoso de los árboles. Crecen tréboles de cuatro hojas, una rama cruje. Brisa, sueño, trébol, rama y allí está el árbol. Mami, contame de vos. Habíamos estado almorzando en una zona de picnic cerca del río. Mis papás y mis tíos habían devorado toda la carne y la sobremesa se extendía interminablemente; acaloradas discusiones, rondas de chistes y chinchines se repetían una y otra vez. A la distancia la ciudad humeaba, una nube densa se desplazaba por entre las construcciones y diluía las siluetas de los edificios más altos. A orillas del río, la tarde refrescaba lentamente y la gente se animaba a pasear con sombrillas por la costanera, aparecieron las bicicletas y las pelotas. Y la pelota que se va y se esconde en unos matorrales, el gato que maúlla, salta y trepa al árbol. Río, pelota, matorral, gato y allí está el árbol. Mami, contame de vos. Ya el sol declinaba y las sombras de nuestros cuerpos eran tan largas como los edificios que se iluminaban con los últimos rayos de luz. Las últimas gotas de vino tinto se deslizaban por las botellas. Los grandes se dispersaron; algunos guardaban la vajilla, otros se acercaban a respirar la frescura del río, a fumar un cigarro y contemplar la ciudad a lo lejos. Humo que vuela, mariposa que va y entra al bosque; sombra que corre. Río, humo, mariposa, sombra y allí está el árbol. Manos que trepan, ramas que quedan abajo, cielo diáfano que se percibe entre las copas de los árboles, vuelo de mariposa, alas de pájaro, frescura de libertad. Mami, contame de vos. Cuando bajé del árbol me di cuenta de que estaba sola. La ciudad había encendido sus luces, las últimas bicicletas se alejaban, la mesa limpia, vacía; los grandes ya no estaban. ¿Angustia o regocijo? ¿Miedo o alivio? ¿Soledad o libertad? Un hombre que me toma en sus brazos. ¿Estás solita? Sí. Y enseguida la desfigurada cara de mi madre figurándose entre la multitud que abandonaba el parque. ¿Dónde estabas? Los brazos de ella que me estrechan contra su cuerpo y me sumergen en la multitud. Gente, calor, velocidad. Y la voz del hombre. Conejos, conejitos, dulces y tiernos los conejitos. Una multitud de esos pequeños roedores sobre una gran bandeja en un carro empujado por un hombre. Muchos conejos, en movimiento, unos sobre otros, escapando y ahogándose en las manos humanas que los agarra y los ofrece a los paseantes. Emilse Noemí Varela (Nausícaa)
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La Confesión
S
i no hubiera visto lo que vi, me hubiese parecido inverosímil aquel relato de
episodios rayano a lo disparatado e imposible de creer. Una vez mas la vida ponía enfrente aquello que por razones que escapaban a mi conciencia me negaba a aceptar. Puede una persona hacer uso de sus dotes de belleza al punto tal de despertar en el otro locura obstinación y muerte?. No era casual sus mas de 30 años en ese lugar sin avizorar el mas minimo atisbo de querer retirarse y construir otra vida lejos de él. Su pobre pretensión producía exasperación al mismo tiempo que una molesta incomprensión. Un día de estos que parecía como si nada sorprendente sucedería, entra a la sala con gesto atrevido desencajado y botella en mano provocando en los presentes sorpresa y desconcierto. Su confesión particular de amor no dejó ni un instante de generarnos estupor angustia rabia y culpa. De repente el giro de su silueta la devuelve al vacío donde la fragilidad y el tormento quedaban allí suspendidos y su cuerpo con rostro sereno caía sobre el jardín de rosas. El tiempo transcurrido se encargó de tapar las huellas de aquel episodio inmensamente triste. Todo parecía en armonía y aparece ella; el parecido era tal que mezcla de desconcierto y asombro nos invadió a todos los presentes. Nadie pudo evitar el recuerdo, nadie hasta que él se levanta la toma de la mano y nos la presenta con particular y esmerada dedicación, dicha acción la devuelve a él con un gesto de sensualidad y dulzura por el cual todo hacía pensar que la historia recién comenzaba o se repetía como aquella vez. Rosario Rubi Villanueva (Caro)
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La ciudad sin vocales
U
na pequeña ciudad convulsionada para tal evento, con medios
encargados de su difusión y de repetir con dificultad su nombre consonántico. Era curioso escuchar cómo se evitaba nombrarla, mientras se empañaba la claridad de la transmisión mediante el texto en pantalla: “Zhmrzts. Muchos visitantes y ninguna vocal”. La competencia de ajedrez ha reunido a los mejores jugadores del país y era una excelente oportunidad de promoción de la ciudad, de hacerse visible y atraer a posibles turistas que renovaran los aires pesados de la rutina. Vladimir no era el nombre del favorito. Pedro era el portador de los deseos de trascendencia de sus habitantes, más allá de las montañas elegidas por solitarios alpinistas. Se trataba de una oportunidad de soñar una beca, un viaje o algo no definido como premio. Las diez rondas de eliminación lo han conducido a la final, la cual se ha postergado a más no poder, antes del tibio reclamo de los turistas que fueron demandados por sus trabajos de origen. Para el gran día de la convocatoria al evento, los canteros olían a perfume y las fuentes en las esquinas del centro, no ahorraban agua. Pedro corría con ventaja en cuanto a tiempo de respuesta pero no en estrategia de juego. Su oponente era superior al momento de rematar. El silencio se convirtió en el principal protagonista en un ambiente recargado de miradas. La sala comenzó a resultar cómoda y las corrientes de aire a cerrar ventanas. La entrega del trofeo se realizó en el marco de los pocos seguidores del afortunado y de todos los medios presentes, menos los locales. El segundo premio se trataba de un viaje de intercambio a la ciudad del ganador. Pedro se tendrá que encargar de buscar quien aporte movilidad hacia el otro lado del puente. Claudia Vitale (Sofía)
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N
o estaremos aquí por mucho tiempo, pensó mientras miraba de reojo alrededor
tratando de atisbar en derredor la confirmación de sus temores. No encontró argumentos sólidos y “razonables” para pedirle a Juan que salieran corriendo del pueblo tétrico y alejado al que habían llegado de casualidad en su recorrido, sin mapas ni guías, por Europa. En tanto Ana padecía la desolación y el miedo, Juan se mostraba encantado de la aventura que el destino les había preparado, las calles polvorientas y desordenadas, las casas bajas y casi abandonadas, todo en el paisaje le generaba una extraña exaltación. Anduvieron como detenidos en un tiempo blando y pesado; mientras caminaban ensimismados cada uno en sus sensaciones lograron tomar las fotos que consideraban indispensables como testimonio de un hallazgo increíble. No dijeron nada durante un buen tiempo. Ana se apretaba con todas sus fuerzas contra el cuerpo grande y fortachón de Juan que de tanto en tanto la miraba como si de pronto descubriera su presencia. Algo inquietante los alarmó luego de unas vueltas que a Ana se le antojaron interminables, no vieron ni escucharon a nadie desde que llegaron, pensando un poco mejor confirmaron que en realidad no escucharon nada. Tampoco ellos hablaron mucho, parecía como si el lugar ocupara más espacio del que podían soportar. -Necesitamos descansar un rato, fue lo único que pudo decir Ana, busquemos un lugar para comer y dormir. Juan asintió dudando. Empezaba a sentirse incómodo en ese vacío existencial y fantasmal que en un primer momento lo había cautivado. Buscaron refugio del sol abrazador que los estaba insolando cuando algo aun más perturbador los alertó de que las cosas no estaban bien. Ana miró su reloj y notó asombrada que eran las 23.50. -No puede ser, exclamó. – a qué hora llegamos acá?, ¿cuánto hace que estamos dando vueltas?, mi reloj se rompió o estoy loca. Juan buscó el teléfono incrédulo de que pudiera ser de noche con el sol del mediodía brillando sobre sus cabezas. –se habrá quedado sin pilas, le dijo como al pasar, y sacando el celular de la mochila una palidez fría se apoderó de su rostro. El teléfono confirmaba la hora anunciada por Ana. Seguían caminando…- tenemos que entrar en algún lugar, el sol está muy fuerte, susurró Ana con la voz entrecortada, mientras Juan seguía mirando el celular que no tenía señal. No había nadie. Ningún cartel que indicara posada, hotel o restaurante. El pueblo estaba literalmente desolado. Un toldo algo destartalado los acobijó en una sombra angustiosa y polvorienta. Ana dio unos golpecitos suaves a la puerta pero no hubo respuesta, comprobó que estaba entornada y la empujó saludando al vacío interior. Se sentó en una silla cerca de la puerta y le dijo a Juan que pasara, que estaba más fresco adentro. -Necesitamos hablar con alguien y comer, le contestó Juan mientras salía a buscar algo. Ana quedó inmovilizada queriendo seguirlo pero sin poder mover las piernas. Ya no pensaba en nada. Estaba serena. Juan recorrió nuevamente el lugar que parecía distinto, no vio a nadie y no escuchó nada. Dobló en una esquina en la que no habían reparado antes y caminó unos cuantos pasos solo pensando en lo liviano que se sentía. En un instante de lucidez advirtió que caminaba en círculos alrededor de un gigantesco agujero profundo que perforaba la tierra de en un desierto árido. Siguió caminando. …Mochileros desaparecidos en Europa del Este, anuncia la prensa porteña unos meses después. María Marcela Wintoniuk (Sophyfree)
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A
“
Un cuento de una ciudad dentro del cuento de otra ciudad dentro de una historia, otra historia y otra historia”… Esa es la idea que tengo para escribir, un
cuento que simule una Matrioska rusa: dentro de un cuento que se cuente otro cuento, que cuente otro. No me queda claro si la narración sería hasta el infinito o no. O bien, hasta lo finito. Un cuento lineal o un cuento que pueda volver sobre sí mismo. Aún no lo sé, sólo tengo este principio: Narancio frotó su objeto. Lo guarda muy prolijamente encima de la mesa. No quiere que se le estropee. Lo mira a menudo. Siempre hubo algo que le llamó la atención, ese inmenso mundo de edificios que se erigen dentro de él. En una inmensa ciudad cosmopolita, Narancio tiene un objeto que reproduce otra inmensa ciudad cosmopolita en pequeño. A diario se sienta a imaginar cómo lo verían esos personajes encerrados en su pecera, dentro de su habitación de un gran edificio de una enorme ciudad. A partir de esos pequeños pensamientos Narancio escribe su propia historia: Otra vez el enorme ojo nos ve. Mira, anota, anota y mira. Me pregunto si más nadie se da cuenta de ello. Yo parezco ser el único que observa detenidamente el cielo. Creo que ese ojo es del mismo ser que apaga la luz cuando está la otra luz, y prende la luz cuando es oscuro. A nadie le preocupan los cambios lumínicos que tenemos. Pero es obvio que existe una alteración provocada por ese ser extraño y externo parecido a nosotros. No creo que sea un dios, parece como un gigante que nos observa, nos frota y luego escribe. Pero todos acá están siempre viendo hacia abajo. Todo el día caminan, trabajan, viven y miran hacia abajo. De vez en cuando habría que mirar para arriba y buscar respuestas. Tengo en mi casa una pecera que tiene dentro la maqueta pequeña de otra ciudad. A menudo me pregunto ¿Vivirá gente allí? Ahora la miro, de la misma manera que él nos mira y me gusta pensar que en esa pequeña ciudad existe otro como yo que me mira, como lo miro yo a él, y que piensa las mismas cosas que pienso yo. Tengo escrito algunos de sus pensamientos: Mandrew se cansa de ser trasladado de lugar en lugar. Piensa que vive en un mundo encapsulado pero que pueda llegar a escapar trepando. Está convencido que lo que existe por encima de su mundo es otro mundo parecido al de él, con respuestas sobre ellos, con respuestas a las preguntas que lo han atormentado toda su vida: ¿Por qué está ahí? ¿Quiénes son? ¿Quién los construyó? En realidad me doy cuenta cuando leo estos pensamientos que Mandrew se hace las preguntas que yo me hago, como si la escritura fuera un proceso de poner en palabras de otros mis propias preocupaciones, mis propias incomodidades del alma. Narancio tacha enseguida eso. Observa su ciudad dentro de la pecera. No le gustó la idea que concibió. Le asustó que su personaje cobre tanta vida, tanta decisión. Le asustó pensar que el personaje pudiera superarlo como escritor ¿Es eso posible? No estoy seguro que esta sea una buena historia dentro de una ciudad. No me convence que mi personaje Narancio se inspire para escribir en algo que él mismo vive. ¿Hasta dónde puede llegar un personaje? Narancio mira su pecera con atención y vuelve a escribir desenfrenadamente. Él mira de reojo a Narancio. Lo ve escribiendo de forma intensa. Se inspira y decide tomar el lápiz y volver a escribir sobre los pensamientos de Mandrew. Mandrew toma la decisión y trepa. Le lleva tiempo, mucho tiempo, la gente de la ciudad dentro de la pecera mira por primera vez para arriba y no lo puede creer. Hay un hombre que trepa hasta el cielo. Pero Mandrew sabe que no va al cielo, que va en busca de sus respuestas. Llega hasta la cima y se encuentra con el escritor. Atónito lo miro. Lo tengo ahí, a Mandrew, mi creación. Salió de la ciudad de mentira. Le explico que yo también vivo dentro de otra realidad encerrada. Trepamos juntos, luchamos contra las intenciones de nuestro escritor de borrarnos. Pero nada nos detiene. Narancio grita horrorizado. Hizo todo lo posible por evitarlo pero no pudo. Su personaje y Mandrew están fuera. Exigen explicaciones. Pero Narancio no tiene respuestas. Los tres miran al cielo y se dan cuenta que estaban dentro de otra pecera. Comienzan a subir en dirección hacia donde estoy yo. ¿Esto está pasando? ¿Realmente los personajes están escalando? ¿Viene hacia acá Narancio con su creación y meta creación? ¿Y si llegan hasta donde estoy yo? ¿Qué se supone que les debo explicar? Los veo venir y estoy pasivo. ¿Debo huir? ¿Qué le pasa a un escritor cuando su personaje sale y lo encara? Veo que estoy a punto de obtener la respuesta a esa pregunta, mientras miro detenidamente la ciudad que se erige dentro de mi pecera. Ya tengo una historia para escribir. Maximiliano Xicart Irazoqui (Popham)
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Viento y vapor
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a primera mañana fresca de otoño, en mayo. Absolutamente
impecable: viento fresco fuerte, solazo, el gris humo de la costanera contra el marrón plata de la Setúbal y todo tan limpio que hasta los camalotes brillan ante este clima templado. Pensar que hasta ayer nos derretíamos en este pozo húmedo, este criadero de dengues, yararáes y cerveza que es Santa Fe. Si alguna vez leyeron Cicatrices, de Saer, sépanlo: acá todo es aguachento y tiende a honguearse. Todo. La ropa en los placares, la masilla recién colocada de las aberturas, los papeles finos y gruesos, los saleros de vidrio, metal o plástico. “Juan de Garay la fundó una vez mal, y tuvo que trasladarla porque se la llevó el río” decía la señorita Ana Claudia en el viaje de cuarto grado a Cayastá. “Teníamos que haber sido conquistados por gallegos, que la ubicaron mal dos veces”, pensé yo, de grande, cuando caí en cuenta de que la ropa tardaba una semana en secarse y los chaparrones eran precedidos por días enteros de humedad pegajosa, piel batracia y una atmósfera rancia, vaporosa y densa que rodea la ciudad y forma una pared transparente y catinguda. Como un efecto invernadero, las orquídeas florecen y pronto nos saldrán agallas. Pero hoy no. Hoy el viento se enarbola como una capa de Superman contra el vaho caldudo que hasta ayer nos hacía arder las articulaciones y nos embotaba el cerebro. El frío limpia el hedor casi corpóreo de la laguna y su carroña putrefacta de peces. La tierra en las macetas empieza a secarse y la carne derretida de las plantas se yergue firme como los músculos de los muchachitos que -a esta hora- empiezan a poblar la costanera. Hoy zafamos: el bien triunfa, la ropa se seca, el aire se respira sin ahogarme, el sol guarda su lado oscuro y tiñe todo de un blanco enceguecedor, como el fundido que precede al happy ending de una película pochoclera, que sabemos que es mala pero que igual nos gusta. Paula Yodice (Sueñera)
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B
Furia uscó sus cosas más importantes: abrió y cerró cajones, movió bolsos con tierra, frazadas olorosas a
naftalinas, tiró al piso el pino de navidad guardado, buscó, buscó. Puso todo desordenando en un bolso. En realidad, casi no registró qué ponía y salió. Corrió rápidamente sintiendo cada músculo de sus piernas. Eran débiles, lo sabía. Él lo sabía y se lo habían dicho: -¡Tenés que reforzar los músculos de las piernas, no alcanza sólo con los brazos! Estaba harto de escucharlo y ahora, lo sentía. Se detuvo. Caminó rápido, muy rápido. El corazón se lo pedía: ¡No pares! ¡No te detengas! La sangre enfurecida dentro suyo recorriendo cada parte de su cuerpo, buscando un espacio de fuga. Su sangre quería irse de su cuerpo, ese que ya no lo contenía. Fluía y fluía buscando salir. El corazón le hacía el aguante a su sangre y la empujaba, la alimentaba, le daba fuerzas, latía con un ímpetu desconocido para él. Los ojos miraban el recorrido queriendo encontrar el lugar buscado, pero no podía reconocerlo, no tenía ninguna referencia. Sus ojos miraban sin ver. Intentaban crecer, agrandarse para abarcar más en la mirada, pero por más fuerza que hicieran no lo lograban. Estaban limitados por la estrechez de la cabeza. Siempre tuvo cabeza pequeña! Intentó calmar la furia interior porque ya no podía sostenerla. Sus pulmones no daban abasto. ¡Siempre tuvo problemas respiratorios! Por más que se esforzaban ya no podían acompañar al corazón y éste poco a poco dejaba sin fuerza a la sangre que tuvo que conformarse con ese cuerpo. Sus ojos, por fin, agotados, se cerraron buscando sosiego, descanso. Sólo querían no ver. Este principio de paz interior lo hizo percibir el afuera en el que se encontraba: los ruidos de los autos lo aturdieron. La velocidad del exterior ahora no conectaba con su interior que buscaba un remanso. Se apoyó sobre las barandas de la autopista y se imaginó en un río. Se vio caminando como siempre se pensó, caminando por las piedras de un río que lo lleve al lugar preciso en donde los peces descansan. Allí quiso estar. Con ellos, buscando paz y tranquilidad, algo que lo aferre a una profundidad. Tuvo que tomarse fuerte de la baranda para no caerse, el cansancio, la velocidad de los autos y el viento; todos colaboraban para tirarlo. No quería caerse, quería encontrar un remanso donde quedarse a desandar su historia. Quería pensar en su pasado, recordarlo pero no quería volver a vivirlo. ¿Como recordar sin vivir dos veces? ¡Él siempre fue distinto! Y otra vez a sentir lo de siempre, otra vez la sangre a querer irse, como todos. A querer irse, lejos de él, a dejarlo. Si hasta su sangre lo dejaba. Él siempre fue distinto. A correr. A saltar. De acá para allá, arriba, abajo, al costado, por entre los autos, colectivos. De una vía a la otra. El peligro calmaba esa sangre que buscaba nuevamente, irse. Pedía más y más cada vez. Zigzagueando entre los autos que frenaban, jugando con el límite del arranque cuando daba el verde, podía sentir su corazón, podía ver sus venas hincharse hasta casi explotar, las miraba de reojo, a las de los brazos, las espiaba como esperando el momento, como provocándolas. Era él contra la furia y las ansias de fuga de su sangre. ¿Acaso era el mismo quién ahora quería alejarse? ¿Alejarse de él mismo? Dejar su cuerpo, su pasado, su ser. La alocada carrera terminó bruscamente cuando se chocó conmigo. Se asustó por el impacto, se alejó unos centímetros y empujándome con la fuerza contenida de sus brazos me gritó: ¿Dónde estabas? Esperándote, respondí. Natalia Ysaacson (Gabriela)
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La arboleda de brócolis de la costanera
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e crié en el barrio de los melones. Allí, lejos del centro de la ciudad, al que
frecuentábamos algunos domingos con mi familia. Me gustaba sobre todo que se trataba de un lugar distinto de mi barrio. Una urbanización periférica y en crecimiento, donde las casas se construyen de cáscaras de papa y cebolla. Las calles no poseen el pavimento de semillas de maíz ni las amplias veredas de lentejas que podemos disfrutar en el centro. Es un barrio pobre y sus vecinos se transportan en ferrocariestras de ajo. Así también lo hacíamos nosotros, aunque los domingos se respiraba otro aire en cada cabeza de vagón. La gente tiene más tiempo, va menos apurada. Así, nos dedicábamos a visitar museos. Nunca olvidaré el de ciencias naturales, con su enorme cúpula de sandía y sus columnatas de bananas. Allí pasábamos horas recorriendo salas enormes, al menos así me parecían cuando era pequeño. O íbamos al cine, donde proyectaban películas para niños entre las 4 y las 8 de la tarde. Daban dos películas con la misma entrada. O a comer arandelas con grasa de litio a Martín Fierro. Como olvidar esa impaciencia en que el camarero nos trajera la arandela con la grasa caliente. Pero una de las imágenes que más y mejor conservo es la arboleda de brócolis junto al río Tinto. Será porque solíamos hacer ese paseo al atardecer, cuando los colores se hacen más fuertes y los olores más intensos. Y correteábamos con mis hermanos sin pensar que al otro día teníamos que volver a nuestras obligaciones. María José Yema (Suave Brisa)
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Acuarela: ciudad que enamora enía 23 años cuando, cuando con mis amigos de la universidad decidimos realizar ese viaje que
durante tantos años soñamos. Era una cálida mañana de primavera cuando por fin pudimos dar inicio a esta tan anhelada aventura. Con un cosquilleo incesante en mi estómago, como si miles de mariposas revolotearan en él, subí al avión que me llevaría a ese lugar tan pintoresco. Ciudad Acuarela era su nombre lo que para mí representaba una ciudad de ensueño. Momentos antes de llegar mi amiga Ana, mientras observaba la majestuosidad de ese mar de aguas azules y cristalinas que rodeaba la pequeña ciudad, con lágrimas de felicidad que rodaban por sus mejillas murmuró: ¡siento que mi pecho estalla ante tanta belleza!. Estaba tan feliz de haber hecho realidad su sueño. Ansiosos nos dirigimos al hotel que se encontraba frente a la única plaza del pueblo, una plaza que enamora por sus grandes árboles, las coloridas flores y el permanente trinar de los pájaros. Temprano en la mañana, después de desayunar antes de dejar el hotel para recorrer la ciudad me llamó la atención un hombre de unos setenta años, cabello blanco vestido elegantemente con un traje azul y sombrero, que se encontraba sentado, con la mirada perdida y bastante triste en el lobby del hotel. Sentí ganas de acercarme a charlar con él pero pensé, tal vez en otro momento. Era una hermosa mañana de domingo, podíamos sentir en nuestros rostros loa cálidos rayos del sol y la suave y fresca brisa matinal. Salimos a recorrer la ciudad, caminamos por sus angostas calles empedradas, disfrutando de la belleza de sus pintorescas construcciones en las que se destacaban los bonitos y coloridos jardines. De pronto, en una esquina un farol, un grupo de niñas jugaban al elástico disfrutaban tanto del juego que no se percataron de nuestra presencia. Seguimos con nuestro recorrido y llegamos a un pequeño parque donde unos niños jugaban a la pelota mientras sus mamás charlaban animadamente, nos detuvimos a conversar con ellas. La más joven, Alicia comenzó a charlar con nosotros y después de preguntarnos cuando habíamos llegado nos contó que Acuarela era un pueblo muy especial y sobre todo muy tranquilo en el que la gente los domingos iba a misa y luego se juntaban en la plaza o al parque para que los niños jueguen y los adultos salgan de su rutina diaria, algunos charlaban y otros elegían la sombra de un árbol para compartir la lectura y comentario de algún libro. Alicia nos sugirió ir a disfrutar de las bellas playas de arenas blancas que rodeaban la ciudad y así lo hicimos, mis amigos se sumergían y jugaban como niños en las cálidas y transparentes aguas. Yo, recostada en la suave arena, cerré los ojos y disfrute del suave murmullo de las olas. ¡Qué paz y qué tranquilidad! Deseaba de corazón que ese momento no terminará nunca, que fuera eterno. En ese momento me acordé del anciano del hotel y me preguntaba cuál sería el motivo de su tristeza, la curiosidad me embargó y pensé en acercarme. La tarde pasó y regresamos al atardecer cuando el sol se puso. Luego de un reparador baño, bajé al lobby del hotel y ahí estaba el misterioso hombre de cabello blanco y mirada triste con un vaso de whisky en sus manos escuchando con total melancolía al pianista que tocaba jazz. Parada sin saber que hacer finalmente me acerqué y le pregunté si me podía sentar. Con una gran sonrisa aceptó y comenzamos una interesante y bonita charla. Estaba festejando su aniversario de casado, sorprendida le pregunté por su esposa. Un velo de tristeza cubrió sus ojos, y con voz entrecortada me respondió: “María murió hace un mes pero nos habíamos prometido festejar nuestro aniversario en este bello lugar donde nos conocimos y yo estoy aquí para cumplir la promesa”. José, ese era su nombre, conoció a su esposa en Acuarela. El día que por primera vez la vio, ella estaba con un grupo de amigas disfrutando de un espumoso café en la encantadora confitería del pueblo. Se enamoró al instante de su bello cabello negro ensortijado, sus vivaces ojos color café y de su alegre y espontánea risa Fue en ese momento que comprendió que era la persona con la que quería compartir su vida. Tímidamente se acercó y la invitó a salir. Desde ese día compartieron, largas charlas, cenas y bonitos paseos por la playa al atardecer. Su amor crecía día a día pero llegó el momento en que debían partir, fue entonces que decidieron casarse en la acogedora iglesia estilo barroco de Acuarela. Pasaron los años, formaron una bella familia y su amor era cada vez más intenso, pero no pudieron volver a ese lugar donde encontraron la felicidad. Es por eso que sus hijos, que sabían que su mayor deseo era festejar su aniversario allí, les regalaron el viaje, pero quiso el destino que su bella y amada esposa no estuviese con él. Muy emocionada y con lágrimas en los ojos abracé fuertemente al dulce anciano y le desee feliz aniversario. Pedimos un champagne y festejamos porque sabíamos que María era ahora un ángel, una estrella más en ese infinito cielo azul y seguro que desde ahí estaba acompañando y brindando con el gran amor de su vida. Graciela Beatriz Zamar (Esmeralda)
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stamos bien, aquí el trabajo es duro, ¿Ud. de qué trabaja? ¿Escritor? ¿Qué hace? ¿Historias? ¿Historias como
las que nos cuentan nuestros padres sobre la gente de arriba? Sí, somos alegres. Nos gusta el trabajo duro. ¿Las historias de arriba? Nos gustan, sí. ¿Qué sabemos? Vive bien la gente arriba, no lo sé, estamos bien aquí. Ud. viene de allá, ¿no? Ud. parece un señor que vino un día, que decía que su trabajo era ser fotógrafo. Vino con una máquina y nos miraba, nos miraba mucho rato mientras trabajábamos. ¿Qué en qué trabajamos? ¿No nos ve acaso? Sacamos piedras, hacemos círculos para hacer espacio. ¿Para qué? Se las llevan, las amontonamos en un rincón, luego vienen los jefes y se las llevan. Arriba. No conocemos arriba. Solo sabemos de las historias que nos cuentan nuestros padres. Dicen que los abuelos vivían arriba. ¿Que qué fue del fotógrafo? No sabemos. Vino, decía que iba a hacer unas fotos de nosotros, de nuestro trabajo, de nuestra historia. No le entendíamos mucho. Hacía preguntas como usted. Menos que usted pero preguntaba. Observaba. Sonreía a veces cuando nos veía trabajando, sacando las piedras para que se las lleven para no sabemos dónde. Nuestros padres nos han hablado de la gente que baja. Nosotros hemos visto un fotógrafo, pero nos cuentan que varios han bajado. Preguntan por un hoyo, no entendemos bien de qué hablan. ¿Usted también busca el hoyo? ¿Qué esto es el hoyo? ¿Por qué dice eso? ¿Ud. es de arriba? Cuéntenos. Nos contará luego, bueno. ¿Cómo vivimos? Trabajamos todo el día, dios nos pide sacar las piedras, de eso se trata la vida, ¿verdad? De encontrar la piedra perfecta, la piedra circular, entonces todo será perfecto. Algunos no creen en esto que le contamos, algunos no respetan las tradiciones de aquí, y en vez de sacar piedras cavan hacia el fondo, buscando el cielo dicen. Pero si vemos a uno lo quemamos vivo, no se puede permitir eso. Hay que sacar las piedras, así, en círculos, como dios manda. Y no hay que mirar arriba, son los dos mandamientos que tenemos. Solo los viejos van arriba, a lo que llaman el borde. Nosotros sacamos piedras, y sale agua, con esa agua vivimos. ¿Qué usted no entiende? ¿Ud. qué hace? Es cierto, historias. Pues aquí nadie vive contando historias, nuestros padres nos las cuentan mientras trabajamos todos juntos, no podemos dejar de sacar piedras. ¿Qué cuándo descansamos? Los días en que cae algo de arriba, esos días los viejos gritan y descansamos. ¿Qué caen? Cosas muy extrañas, nosotros queremos que caigan picos, palas para trabajar, pero caen cosas muy extrañas. El fotógrafo nos dijo que se llaman botellas, ahí donde guardamos el agua para los días difíciles. Caen ropas también, para cubrirnos del frío, para que las piedras malas, filudas no nos quiebren el cuerpo. Esos días agradecemos, adoramos a dios por su bondad. ¿Qué cuándo lo celebramos? Cuando se mueve la tierra y cae todo, no solo caen botellas, ropas, cae todo. Esos días se celebra. Dios nos da más trabajo pero sacamos piedras y otras cosas que han caído. Y vivimos mejor, y seguimos trabajando por eso. ¿Ud. también celebra cuando la tierra se mueve? Nosotros sí. Caen historias también. Los viejos, los más viejos que dicen que saben cómo es arriba agarran esas cosas que caen y cuentan historias. Cada cosa es una historia diferente. Y así nos enteramos de que tal vez hayan muchos arriba, como nosotros. Seguro sacan piedras como nosotros. Nos gustan las historias, una sobre todo que hablaba de cavernas y luces. *** 1 Nosotros, en cambio, vivíamos al borde del abismo. Lo que me cuentas me parece dramático, pero nuestro drama no es menos importante. Somos los exiliados, cumplimos un castigo aquí. Nos han mandado a la fuerza, nos han golpeado, somos los hijos de los hombres más vilipendiados. Nuestra casa está al borde, a veces quisiéramos vivir abajo, estaríamos más tranquilos, no en esta incertidumbre. Nos mareamos. Tenemos de cerca el horror de esta gente, los vemos. A veces quisiéramos vivir en el horror. No nos dejan salir de aquí, buscar praderas, campos. Cumplimos un castigo y no sabemos por qué. Vienen fotógrafos, reporteros, gente a preguntar. Preguntan por ellos y su drama. Acá solo duermen una noche y se van. No hemos visto nunca a nadie regresar. Por eso nos intriga. Vivimos en la intriga; nos podemos asomar pero poco. El abismo asusta, no deja dormir. ¿Que cuente sobre nosotros? ¿En qué creemos? Adoramos la espuma de las olas del mar, los techos de las casas. Aquí terminan las cosas, dice nuestro líder. Nosotros somos la supervivencia. ¿Ya te vas? Todos se van, no es raro, nadie quiere vivir aquí. Entendemos, pero cargar esas piedras y llevarlas al otro lado todo el tiempo no es vida. Con esas piedras hacen cosas maravillosas, dicen. Nosotros no sabemos. Solo las vemos y contemplamos su belleza. Pero no nos dejan quedarnos con ninguna, está prohibido. Nos toca trabajar, nos vamos. *** 3 Llegará el día en que ambos se junten. Y hagan temblar el suelo y el cielo. Nadie tiene ni idea de lo que se viene. Somos como el agua que sube por la tierra, que se convierte en ola y que arrasa, que deja hoyos y espumas para recordarles a esos de arriba que la vida no es plana, que la tierra se mueve. Esta historia, la que cuento, la que contamos, nos dará la razón. Jaime Israel Zapata Fajardo (Jacobo) Bitácora de cuentos. Diploma Superior en Lectura, escritura y educación, 2015. FLACSO-Argentina
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33 R.P.M. a noche pasada soñé que Murcia iba a desaparecer”. Hubiera deseado que esa imagen
apareciera como parte de un sueño o como el recuerdo de un cantar de gesta que nunca había leído, pero nuevamente era el eco de una canción. Las ficciones siempre volvían a mí en forma de melodías. Era extraño lo que me sucedía porque si lo quisiera podría acceder a toda la información con solo desearlo: infinitas canciones, inagotables imágenes; la data y el conocimiento que el hombre había acumulado podía proyectarse frente a mí. Sin embargo, yo optaba por el silencio y me perdía observando a los vehículos remontar el espacio. Esos espacios interminables de evasión eran interrumpidos por aquellos fragmentos que quizás pertenecían a algún trovador olvidado. La pereza me invadía y nunca buscaba su procedencia, a pesar de que habría bastado una simple conexión a la interfase para acceder a la historia de aquella Murcia lejana. Desde arriba, desde las estrellas, Asturias o Sydney deben parecer exactamente lo mismo, pequeños puntos aislados entre masas de azul, con algunos destellos que anuncian la presencia de vida. Quizá algunas de esas señales, que parecieran venir de un tiempo lejano, cabalgando desbocada e intensamente, animaron a los dioses en el momento de la creación. A ras de tierra, ajeno a la mitología y los juegos de los inmortales, manipulo algunos artefactos para capturar la sensación de movimiento, de cuerpos que se lanzan sobre el Atlántico o que lo remontan para escapar a su destino. El tiempo ha transcurrido y los bloques han caído. Las sirenas anuncian que las estructuras en las que creíamos y pensábamos inamovibles estaban inexorablemente condenadas al fracaso y que el sueño de una sociedad en perfecto equilibrio era tan frágil y mortal como la maniobra de una gimnasta. En mi ciudad el deseo se ha extinguido para siempre. El placer se consume como un fast food, y luego simplemente queda el olvido. “No hay flor como la amapola, ni corazón como el mío”. Nuevamente vienen a mí. Cuando estoy arriba escucho aullidos, alianzas secretas y promesas vacías. Acompañan a las palabras el latido vibrante de una locomotora que parece llegar desde Alemania, oscilan insistentemente frecuencias emitidas en alguna estrella lejana, reverbera con inquietud una guitarra adolescente. Cuando estoy abajo, la atmósfera es más relajada. Apenas se distinguen algunos instrumentos y una voz femenina. Hay semillas y cenizas, y encuadrado por un circulo multicolor, el mar. Para unir esos extremos me ayudo de un imperdible brillante que conseguí en Pamplona. Estos episodios se han multiplicado. Ahora soñaba con colinas mediterráneas, escuchaba risas y veía todos los colores del arco iris. Tirado en mi habitación practicaba con devoción la siesta y desde el ocio planeaba la próxima revolución melómana. Se oían violines, canciones sobre soles y seres desenfocados. A veces, las imágenes adquirían nitidez. Creía reconocer una trayectoria, una bitácora que describía una vida sin ninguna intervención de la virtualidad. En esas ocasiones, las imágenes eran tan intensas que debía retornar del limbo y contemplar mi realidad. “Que las distancias desaparezcan… Cuando abra los ojos quiero que estés acá”. Autopistas interminables se perdían en el horizonte. Ricardo Zavaleta (Escolástico)
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