Jorge Cuesta y el canon crítico

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JORGE CUESTA: CRÍTICA Y HOMENAJE Coord. Donají Cuéllar UN REGRESO Ad NINGUNA PARTE

COLECCIÓN CUADERNOS Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias UNIVERSIDAD VERACRUZANA 2008


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Diseño de forros: Joaquín Pedraza Fotografía: Retrato del poeta Jorge Cuesta (1949) de Carlos Orozco Romero. Museo Nacional de Arte, CNCA, INBA. Tomada del original por Tizoc Cuéllar Escamilla. Primera edición: octubre de 2008 ® 2008 Derechos reservados conforme a la ley por Universidad Veracruzana, Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias. Apartado postal 369, Xalapa, Veracruz, México ISBN: 978-968-834-892-5 Impreso y hecho en México


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ÍNDICE DONAJÍ CUÉLLAR Prólogo..............................................................................................9 MIGUEL CAPISTRÁN Discurso a la memoria de Jorge Cuesta............................................13 ADOLFO CASTAÑÓN Jorge Cuesta y la vocación crítica.....................................................51 MALVA FLORES Semilla de Cuesta. Del canon poético al canon crítico................................................................................57 JOSÉ CARLOS BLÁZQUEZ ESPINOSA Cuesta y la educación socialista .......................................................75 ISRAEL RAMÍREZ Recepción crítica temprana del pensamiento y obra cuestianos .............................................................................93 ANTHONY STANTON Teoría y polémica en el pensamiento estético de Jorge Cuesta..............................................................................127 MARÍA DE LOURDES FRANCO BAGNOULS Escepticismo, falacia y verdad en Jorge Cuesta...............................147


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DONAJÍ CUÉLLAR Poética y estética del espejo en “Canto a un dios mineral”: a propósito de la poesía pura ..........................................163 HOMENAJE A MIGUEL CAPISTRÁN ..........................................................181 ESTHER HERNÁNDEZ-PALACIOS Miguel Capistrán: vivir para el arte................................................183 ALICIA ZENDEJAS Homenaje a Miguel Capistrán.......................................................187 CARMEN GALINDO Miguel Capistrán, Sherlock Holmes de la literatura ...............................................................................191 FRANCISCO VIDARGAS Miguel Capistrán ..........................................................................197


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SEMILLA DE CUESTA DEL CANON POÉTICO AL CANON CRÍTICO MALVA FLORES UN OLVIDO CRÍTICO “Estoy agobiado, aterrado, casi desalentado y es preciso recordar que soy hombre, que la Patria es mi ideal, para no desfallecer”, escribía Ignacio Manuel Altamirano al joven Juan de Dios Peza el 15 de junio de 1879 (Altamirano, 1999: 172), ante el dolor que le causaba la muerte de Ignacio Ramírez. Vida y Patria habían sido uno solo en el ideario de muchos de los poetas que, desde el periodo de Independencia, habían hecho de la participación política y de la discusión de los problemas nacionales casi un modo de vida que se atemperaba con la propia vocación poética. Al modificarse esta unión —Vida y Patria— pero, sobre todo, al cambiar el modo de expresión que hasta entonces había sido considerado “natural”, la participación de los poetas en el debate público sobre asuntos políticos se modificó radicalmente. Una reflexión de José Emilio Pacheco podría ayudar a esclarecer el fenómeno:


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El verso que es hoy vehículo casi exclusivo de la poesía lírica ocupó hasta el siglo XIX funciones que se han vuelto monopolio de la prosa. Todo se hacía en verso: el drama, la narración, los textos políticos, religiosos y didácticos. La guerra de Independencia había politizado la versificación […] Entre la Academia de Letrán y la fundación de El Renacimiento (1869) por Ignacio Manuel Altamirano apenas hubo sitio para algo que no fuera militancia en versos rimados (1992: 10).

No obstante este cambio, la participación de los poetas en la vida pública del México independiente había sido continua. Así, el edificio de los poetas intelectuales tendría en José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), Francisco Ortega (1793-1849), Sánchez de Tagle (17821847), Andrés Quintana Roo (1787-1815) y José Joaquín Pesado (1801-1861) a sus primeros y más ilustres habitantes. A esta lista se sumarían, desde distintas posiciones no exentas de historias de traición, exilios voluntarios o forzados e incluso asesinatos, poetas como Fernando Calderón (1809-1854), Guillermo Prieto (18181897), Ignacio Ramírez (1818-1879), José María Roa Bárcenas (18271908), Vicente Riva Palacio (1832-1896), Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893), Justo Sierra (1848-1912), Salvador Díaz Mirón (18531928), Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), Luis G. Urbina (18641934), Amado Nervo (1870-1919), Enrique González Martínez (1871-1952), Alfredo R. Placencia (1897-1930), José Juan Tablada (1871-1945) y Ramón López Velarde (1888-1921). Posteriormente y una vez terminado el periodo revolucionario y sus turbulentos años siguientes, la inclusión de poetas en esta clasificación tuvo una participación no menos importante en la vida pública de México y se consolidó, como parte de lo que se ha llamado la “cooptación” de intelectuales por parte del Estado mexicano, a partir de la llegada de Vasconcelos al Ministerio de Educación, pues su proyecto de reconstrucción cultural nacional requería de voces renovadoras. Así, muchos de los poetas, particularmente los agrupados en Contemporáneos, se adhirieron a las filas burocráticas de un Estado que, polémicas más o polémicas menos, finalmente los arropó en 58


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diversas formas, relación en la que —siguiendo a Christopher Domínguez en Tiros en el concierto— si bien no comprometían “su distancia crítica frente a la ideología estatal” (1997: 263) sí prefiguraba lo que a partir de entonces habría de considerarse como un paso casi obligatorio en la carrera del escritor. La revolución cultural que desde el Estado concibió Vasconcelos, basada en su famosa cruzada educativa a la que habrían de sumarse muchos intelectuales (Pellicer y Torres Bodet, por ejemplo, fueron miembros activos de su famosa campaña de alfabetización), cimentó “los rasgos esenciales de un poder político empeñado en fungir como pedagogo de la nación; definió el patrón de conducta del gobierno con las élites intelectuales, creó el esquema básico de las instituciones educativas y, al fin, concibió el aliento retórico del nacionalismo cultural que soplaría durante décadas” (ídem). Otro camino, en apariencia menos burocrático pero igualmente al servicio del Estado, había sido tomado por los poetas allende las fronteras. El servicio exterior mexicano, desde mucho tiempo antes, se había dado a la tarea de llevar al mundo a sus mejores representantes: los escritores. De ellos, la lista de poetas es considerable: Amado Nervo, José Juan Tablada, Enrique González Martínez, Efrén Rebolledo, Alfonso Reyes, Manuel Maples Arce, Gilberto Owen, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Jaime García Terrés, Octavio Paz, y más acá, Rosario Castellanos y Hugo Gutiérrez Vega, entre otros. Así, la idea zaidiana de que un intelectual es “el escritor, artista o científico que opina en cosas de interés público con autoridad moral entre las élites” (Zaid, 1990: 21) sería aceptable en lo general, pero aquella que, circunscribiendo la definición, señala que un intelectual sólo lo es en la medida de su independencia del Estado o de cualquier otro organismo o asociación que dicte verdades “oficiales”, no puede ser aplicada indiscriminadamente. Los intelectuales, como sus definiciones, han cambiado con el tiempo, y no podríamos aplicar a un escritor del siglo XIX una definición de finales del XX, particularmente una definición que se antoja escrita teniendo como imagen probable la renuncia de Paz a la embajada de la India y el texto “La letra y el cetro” con el que presentó 59


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en Plural las discusiones que se llevaron a cabo durante la mesa redonda “México 1972. Los escritores y la política”. En este sentido, cabe aclarar que, como bien había observado Zaid en “Tres momentos de la cultura en México” algunos años antes de su disquisición sobre los intelectuales, “sería ridículo infamar a los intelectuales (prácticamente a todos) que a lo largo de un siglo han estado viviendo del erario. Ridículo, porque un puesto público no siempre es un lugar de corrupción […] Ridículo, además, porque no había alternativas” (1979: 190). No obstante, la idea de una existencia intelectual independiente del Estado no había sido del todo ajena para algunos de estos poetas burócratas, si bien su reflexión no incursionaba en el espinoso terreno de la moral pública. Baste para ello recordar las anotaciones que al respecto hace Torres Bodet en sus memorias: Siempre me he preguntado si es tan perjudicial para el escritor —según muchos lo afirman— el tener que ganarse el pan en menesteres distintos al de las letras. Sinceramente, yo no lo creo [...] Ofrece, además, el segundo oficio otro género de ventajas. Desde luego, obliga al autor a salir de sus abstracciones, a no ser autor incesantemente y a convivir con los demás hombres, en su cotidiano empeño de empleados públicos, médicos, operarios, comerciantes o agricultores [...] hace aceptar al hombre una serie de obligaciones prácticas que le incitan a no sentirse un especialista exclusivo de la cultura (1985: 218).

Bien desde el Estado o en su contra, ya como refrendación escrita de una postura personal sobre asuntos de interés nacional o como parte de una polémica literario-ideológica —la del nacionalismo, por ejemplo—, la actividad intelectual y política de los poetas mexicanos no había dejado de expresarse. Una revisión que permitiría aclarar un poco el panorama resulta de la confrontación de un listado de los poetas mexicanos más importantes de los siglos XIX y XX, con algunas de las clasificaciones de intelec-

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tuales aportadas por la crítica.1 El resultado de tal ejercicio confirma la idea de que los poetas han pertenecido, en número no desdeñable, a lo que Luis González y González llama “las minorías rectoras” (para el periodo 1857-1958) y Roderic Ai Camp considera como los intelectuales de mayor influencia entre 1920 y 1980. Esta revisión nos permite conocer datos importantes con respecto a la participación de los poetas como intelectuales que de alguna manera incidieron en el peso de la discusión pública. Así pues, el aporte de 4.47% de poetas (39) del total de “protagonistas” (872) en cien años de historia mexicana no parece desdeñable, sobre todo si consideramos que para esta clasificación González y González sólo incluyó a personajes nacidos entre 1806 y 1906. Si aplicamos este mismo mecanismo, referido sólo a los 35 poetas incluidos entre los 255 intelectuales, el porcentaje se eleva considerablemente (12%), si bien hay que anotar que González no incluye dentro de los “intelectuales” a Justo Sierra ni a Torres Bodet —los considera “políticos”— ni a dos poetas católicos, Joaquín Arcadio Pagaza y Alfredo R. Placencia, incluidos como “sacerdotes” (considerándolos, el porcentaje aumenta a 13%). En el caso de Roderic Ai Camp, en una muestra de cincuenta intelectuales seleccionados por los propios intelectuales, el universo temporal se amplía y el porcentaje de poetas —siete— aumenta a 14%. Hay, sin embargo, un dato fundamental que ambos análisis olvidan. En ninguna de estas dos listas de “intelectuales” se incluyó al poeta Jorge Cuesta. En el caso de González y González, esta omisión no parece significativa considerando que la elección de los nombres incluidos en su lista respondía a un objetivo preciso: reconocer a quienes habrían conformado

1 Para este ejercicio consideré, en primer término, la antología preparada por José Emilio

Pacheco y Carlos Monsiváis, La poesía: siglos XIX y XX (publicada por primera vez en 1985 y ampliada posteriormente en 1992). También tomé en cuenta a los poetas analizados por Luis Miguel Aguilar en La democracia de los muertos (1988). En segundo término he utilizado la muy amplia “Relación de protagonistas de la Reforma y la Revolución mexicana” incluida por Luis González y González en Obras completas (1997) así como el estudio de Roderic Ai Camp, Los intelectuales y el Estado en el México del siglo XX (1988).

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la “minoría rectora” de este país en distintas épocas, minoría a la que, por supuesto, no perteneció nunca Cuesta. No me parece aceptable el dato extraído de la investigación de Camp. Su lista proviene de una encuesta a cincuenta intelectuales que no consideraron al autor de “Canto a un dios mineral” —también autor de un buen número de textos críticos fundamentales para la conformación de lo que yo llamo el canon crítico— como un intelectual representativo.

DEL CANON POÉTICO AL CANON CRÍTICO La conciencia del poeta que se sabe parte de una tradición y que la niega, la reformula o la modifica, ha sido uno de los parámetros que de forma más recurrente se ha buscado como criterio para la elaboración de las diversas antologías que cruzaron el siglo XX y que se convirtieron, en nuestro caso, en el “género” promotor y sancionador del canon poético y que de una u otra forma nos permiten hablar de una tradición crítica.2 Ya Anthony Stanton había señalado la importancia de las antologías para la formulación del canon en nuestra poesía y, al hacerlo, ponía de manifiesto una característica que se refiere a la formación de una lista de obras y autores decantados por la crítica que los propios poetas han realizado: Si pensamos en lo que es un canon literario y en su proceso de formación (digamos en el caso de la poesía, un género que se puede antologar fácilmente), salta a la vista la enorme importancia de las antologías y se entiende por qué los com-

2 Al hablar de una tradición crítica de la poesía, hacemos referencia al carácter mismo de

la poesía como crítica del mundo y la historia y, también, al desarrollo de la crítica como elemento fundamental en la tradición de la literatura moderna.

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piladores de éstas son, con frecuencia, los propios creadores, los más interesados en la reformulación del canon porque buscan insertarse en él (1998: 22).

De alguna manera, la tradición (y su canon) es un instrumento que nos permite apropiarnos de los valores que ella misma instituye —como institución que es— desde su autoridad estética, pero también moral. Asentada su noción en el presente, pero siempre mirando hacia el pasado regulador, nos permite reconocer de manera sencilla lo que es “malo” de lo “bueno”, y con esa función casi doctrinaria instaura también un discurso de poder, el cual ejerce su influencia y hace uso de sus facultades en la medida en que aceptamos su legitimidad y autoridad. Vista en retrospectiva, no parecería difícil señalar que, en el caso de la literatura mexicana del siglo XX, la figura de Octavio Paz surge como centro de autoridad no sólo para el canon de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX, sino también como fuente de autoridad intelectual, es decir, como promotor de un canon crítico. La idea de que Paz había “dirigido” los destinos tanto de la crítica de poesía como de su publicación —e incluso, de su producción—, aunado a la preeminencia de su postura e influencia intelectual en ámbitos distintos a los estrictamente poéticos, había sido ya resumida en 1999 por José Luis Martínez al asegurar que con la muerte del poeta había desaparecido también el último “cacique cultural” del siglo pasado (1999: 29). Esta noción, sin embargo, ya era del dominio público en la “República de las Letras”, e incluso en el ámbito académico. Así, por ejemplo, en Autor, autoridad y autorización, Rubén Medina analiza varias de las razones por las que, a su juicio, Paz se había convertido “en el caudillo absoluto de la cultura en México” (1999: 12). Su análisis, que atiende el desarrollo del poeta desde su inicio hasta la década de los sesenta, intenta mostrar las “estrategias” utilizadas por el poeta para reconstruir su figura como autor. Estrategias que le permiten, en su papel de caudillo emergente, reemplazar en el ideario cultural a José Vasconcelos o Alfonso Reyes. Así, nos dice:

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[…] su protagonismo emerge en varios espacios geográficos y abarca diversas áreas estratégicas de la cultura, la literatura y el arte. En conjunto, Paz se apropia de la vanguardia, específicamente del surrealismo, apareciendo como su único heredero en México, logra, asimismo, superar las pugnas entre nacionalismo y universalismo de los años treinta con su discurso sobre el ser del mexicano, propone una nueva función del intelectual y una agenda comprensiva para la producción del arte y la literatura (158).3

Aquella propuesta de una “nueva función del intelectual”, tiene su raíz, sin embargo, en otra figura fundamental: Jorge Cuesta. En este sentido, debo señalar que no es propósito de este trabajo reseñar o rastrear la influencia de Cuesta en Paz, asunto ya revisado, si bien no suficientemente, pero que rebasaría los límites de esta exposición. Me interesa, no obstante, plantear algunas ideas relativas al papel de Cuesta como semilla del canon crítico no estrictamente poético, sino, más allá de los intereses de la poesía —ya planteados por Stanton, entre otros—, de la postura del intelectual independiente —en este caso del poeta intelectual— que discute asuntos de interés público. Para la literatura mexicana de la primera mitad del siglo XX, la idea de un intelectual se acrisola en la imagen de Jorge Cuesta. Con la publicación de la Antología de la poesía mexicana moderna4 —cuyo prólogo firmó— y la secuela de ensayos sobre literatura, política y crítica cul-

3 Las cursivas son mías. Si bien Medina analiza ampliamente, por ejemplo, el “revisio-

nismo” de Paz —tanto en sus obras poéticas como en sus ensayos—, sus constantes contradicciones, o la “conversión” de algunos de sus críticos que dejaron de advertir las inconsistencias en el pensamiento de Paz para darle gusto al poeta —en un acto de “acomodamiento, complicidad y autocensura del crítico frente al prestigiado poeta” (34)—, me parece que un estudio más profundo, menos sesgado, si bien menos exhaustivo, es el de Yvon Grenier, Del arte a la política. Octavio Paz y la búsqueda de la libertad (2004). 4 En adelante, para citar tanto la Antología (1928), así como la presentación de Guillermo Sheridan, nos referiremos a la edición preparada por el Fondo de Cultura Económica en 1985.

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tural que escribió al calor de las polémicas con los nacionalistas,5 su tentativa fue la de interrogarse por nuestra tradición y, en el tránsito, cimentar esa tradición o “inventarla”, como dirían Stanton (1998) o Christopher Domínguez (1997). En esta tentativa existió siempre lo que Paz ha denominado como pasión crítica, aquella que ha hecho de la reflexión una práctica de la pasión y el escepticismo, convirtiendo a la tradición en un problema en constante evolución antes que en un impasible resguardo. Se trata de una actitud en la medida en que ésta representa una moral de carácter estético, es decir, una naturaleza de segundo orden y, por lo mismo, una tradición: la tradición crítica de la poesía. Ya lo decía Jorge Cuesta al puntualizar su concepto de tradición más allá de los localismos y las identidades culturales como falsos problemas de la reflexión crítica: La tradición no es otra cosa que el eterno mandato de la especie. No en lo que perece y la limita, sino en lo que perdura y la dilata, se entrega. Así pues, es inútil buscarla en los individuos, en las escuelas, en las naciones. Lo particular es su contrario; lo característico la niega. Aparte de que sólo la afirma su libertad, su superfluidad. Su independencia de cualquier protección, ¿cómo podría protegerla el nacionalismo que no es sino la exaltación de lo particular, de lo característico? El nacionalismo equivale a la actitud de quien no se interesa, sino con lo que tiene que ver inmediatamente con su persona; es el colmo de la fatuidad. Su principio es: no vale lo que tiene un valor objetivo, sino lo que tiene un valor para mí (1978: 100).

5 Recordemos aquí las polémicas sobre el arte y la cultura que protagonizaron Jorge

Cuesta y el resto de los Contemporáneos como secuela de la Antología (1985). El episodio ha sido estudiado ampliamente por Guillermo Sheridan en México en 1932: la polémica nacionalista (1999) y por Díaz Arciniega en Querella por la cultura revolucionaria (1989), por ejemplo. Al respecto, son ampliamente conocidas las ideas de Cuesta, quien se erigió como el más encarnizado defensor de lo “universal” en contra de lo “nacional”: “El arte no es para los pobres, para los mediocres del arte que, teniendo conciencia de su defecto, reclaman un arte propio para ellos [...] un arte nacional, un arte reducido a cierto miserable objeto, un arte pobre [...] El arte es un rigor universal, un rigor de la especie. No se librará México de experimentarlo, a pesar de los imbéciles y faltos de moral que tratan de resistir la

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Para el caso de la crítica de poesía esta reflexión encuentra eco en la reunión firmada por Cuesta, que en su prólogo advertía: Quien no abandona la escuela en que ha crecido, quien no la traiciona luego, encadena su destino al de ella: con ella vive y con ella perece. Y no solamente de los discípulos debe afirmarse; también de los maestros. Mientras más fecunda es su influencia, menos la agotan los grupos o los individuos que la disfrutan; después vuelve a renacer todavía virgen, todavía útil para un cultivo nuevo (1985: 40).

No es otra cosa la que Harold Bloom propone, muchos años después, como fundamento de un canon que se construiría con base en su conocida teoría de la “angustia de las influencias”, sólo que Cuesta llama “traición” a lo que Bloom denominaría “lectura errónea pero creativa de la tradición”.6 Casi cuarenta años más tarde, la “Advertencia” a Poesía en movimiento se propone elegir, entre la obra de las distintas generaciones de poetas, aquellos poemas que eran “búsqueda, mutación y no simple aceptación de la herencia” (Paz, 1966: 1). Ambas antologías, pues, encuentran en la “visión polémica de la tradición” (Stanton, 1998: 52), —en su crítica— la piedra fundacional de un edificio que, proponiéndoselo o no, resultó no ser otro que el canon. Así, es importante ver cómo Cuesta, nuestro primer intelectual “moderno”, se plantea junto con los otros Contemporáneos que participaron en la Antología, la posibilidad de conformar un canon en los

exigencia universal del arte, oponiéndole la medida ínfima de un arte mexicano, de un arte a la altura de su nulidad humana, de su pequeñez nacional” (1978: 112). 6 “La angustia de la influencia no es una angustia relacionada con el padre, real o literario, sino una angustia conquistada en el poema, novela u obra de teatro. Cualquier gran obra literaria lee de una manera errónea —y creativa—, y por tanto malinterpreta, un texto o textos precursores” (Bloom, 1995: 18).

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albores del siglo XX, pero también, al mismo tiempo, inaugurar para la crítica de poesía de ese siglo el canon crítico, en este caso literario. No de otro modo podía ser, pues la legitimación del canon poético requiere de la participación decisiva de la crítica mediante análisis sistemáticos de nuestra historia poética. Por ejemplo, el libro de José Luis Martínez, Literatura mexicana (1949, reimpreso en 2000), o también la crítica que han practicado los poetas mismos, los estudios académicos, los reconocimientos públicos mediante premios oficiales o no (el Premio Nacional de Ciencias y Artes o el Premio Xavier Villaurrutia), así como el papel de las editoriales y sus catálogos de autores que, junto con el consenso de lectores —quienes constituyen la legitimación no formal (es decir, difícil de medir) de un canon—, se suman a la crítica que se ejerce en suplementos y revistas7 en los que ahora la presencia de José Emilio Pacheco o Carlos Monsiváis, por ejemplo, son ineludibles. Ambos pertenecen al canon crítico del que hemos venido hablando, ya que su obra ensayística es referencia obligada en cualquier historia de la literatura mexicana.8 Pero la legitimidad, como bien

7 En el papel de la crítica como legitimadora del canon han desempeñado un papel ine-

ludible las revistas y los diarios. Tal es el caso de las revistas que siguieron a Examen de Jorge Cuesta: Taller (de Octavio Paz, Efraín Huerta y Rafael Solana, entre otros), Tierra Nueva (de Alí Chumacero y Jorge González Durán), El Hijo Pródigo (de Emmanuel Palacios y Agustín Yáñez), Cuadernos Americanos (de Jesús Silva Herzog). A partir de esta última, damos un salto hasta los años setenta, década en la que proliferaron los suplementos culturales al amparo de diarios como Excélsior, Novedades o la revista Siempre! En éstos se realizaron proyectos culturales como México en la Cultura, Diorama de la Cultura y Plural, la revista fundada por Octavio Paz posterior a su renuncia en 1968 al cargo de embajador en la India y, finalmente, Vuelta, el último proyecto de Paz que reunió al grueso de los intelectuales independientes y críticos del Estado. Vuelta nació como respuesta a la clausura de Excélsior, el diario que bajo la dirección de Julio Scherer albergó a Plural. Como es sabido, con el cierre de Excélsior, en el sexenio de Luis Echeverría, nacieron Vuelta y otros medios importantes para la vida cultural de nuestro país: el semanario Proceso, la revista Nexos y el diario unomásuno, con su suplemento Sábado. Al mismo tiempo, cobraron auge revistas con el respaldo institucional que, no obstante, consiguieron cierta independencia al finalizar los años setenta y durante los años ochenta: la Revista de la Universidad Nacional, la Revista de Bellas Artes y La Gaceta del FCE. 8 Otros críticos más jóvenes y que con su labor formulan y/o legitiman el canon son, entre otros, Guillermo Sheridan, Anthony Stanton, José Joaquín Blanco, Adolfo Castañón,

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advierte Adolfo Castañón, es impensable si no se explica como un ejercicio que ocurre en las no siempre transparentes aguas de la tradición: dice Castañón en “Los instrumentos de la legitimidad: la crítica en México”: El campo de batalla de la legitimidad es la tradición. Allí se desarrollan las batallas decisivas: la persona y la obra de Xavier Villaurrutia ha sido uno de esos campos de batalla. La legitimidad es la cachiporra que cae sobre las cabezas cada que alguien se “equivoca” acerca de quiénes piensan y quiénes escriben. La legitimidad que vehicula la crítica propone como su mejor campo de batalla a la tradición. Es la crítica autentificadora la que dibuja nuestro pasado inmediato y remoto, la que destaca éste o aquél producto del presente. La que predice el futuro desentrañándolo del pasado que tomamos como presente. Ella es la que comercializa y pone al día la esencia mexicana. Pero el papel de la crítica y de la legitimidad tiene también otras vertientes [...] Por ejemplo, es la crítica la que nos dice que la literatura nacional es la literatura de la Revolución y no la literatura cristera. La legitimidad es el hilo de Ariadna que nos conduce por el laberinto de la historia permitiéndonos creer que las diversas historias son sólo una línea continua de Nezahualcóyotl y Francisco Terrazas a Octavio Paz y David Huerta. Por eso la crítica que es legitimación de lo nacional se nos aparece bajo la figura de un viejo Príamo que no quisiera bajar nunca de los hombros de su hijo (1993: 85).

Si el listado propuesto por la Antología es la piedra fundacional del canon poético mexicano del siglo XX, su polémico ejercicio crítico, tanto como su prólogo, conforman también el inicio del canon crítico de poesía para el siglo que recién terminó. No obstante, la figura de Cuesta puede verse también, más allá del canon crítico estrictamente

Christopher Domínguez. Todos ellos son autores de una obra crítica sobre el canon de nuestra literatura, que ya es indispensable para entender nuestro pasado más inmediato y nuestra actualidad como tradición moderna.

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literario, como el inicio de una actitud intelectual independiente que habría de dejar huella en el espíritu de sus predecesores. Como bien vio Guillermo Sheridan —en su trabajo sobre la Antología y particularmente en su libro México en 1932: la polémica nacionalista (1999)— Examen, la efímera revista dirigida por Cuesta después de la clausura de Contemporáneos, representa el germen de las revistas literarias que se proponían como ejercicio abierto de las ideas en su carácter de elemento crítico independiente del amparo estatal. Dicho de otra manera, Examen es la primera revista que se propuso como un vehículo de las ideas de una intelligentsia que procreó a una figura nueva entre nosotros: el intelectual independiente y público. En efecto, Cuesta plantea una nueva manera de asumir la tarea crítica, enfrentando por vez primera no sólo a la tradición como un problema de legitimidad frente al canon universal sino, asimismo, como un problema del hombre de ideas frente al poder. Ahí radica la originalidad de Examen y su director: el intelectual ya no será sólo aquel que con la pluma participa en la construcción de una identidad cultural. Ahora la figura de ese intelectual se erige como un poder alterno e independiente cuya fuerza radica exclusivamente en el valor de sus ideas y la repercusión que éstas puedan tener en el conjunto de la sociedad representada por sus élites culturales y políticas. Se trata del intelectual estrictamente moderno, diferente de sus antecesores en la medida que no participa ya como “consejero del príncipe”, es decir, como ideólogo de un régimen determinado, sino que asume su tarea como crítico del poder en cualquiera de sus manifestaciones. El juicio legal entablado por el Estado en contra de la revista Examen con motivo de la demanda por “faltas a la moral pública” interpuesta por la Sociedad de Padres de Familia a causa de la publicación de varios capítulos de la novela Cariátide de Rubén Salazar Mallén, representa el primer capítulo de una historia en donde la figura del intelectual se va separando, paulatinamente, de su colaboración con el Estado. Así, la serie de ensayos de crítica cultural y política realizados por Cuesta hoy se reclaman como los antecedentes de un tipo de reflexión que hizo escuela en los ensayos de Octavio Paz, 69


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Enrique Krauze, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco, entre otros. Se trata de escritores que intervienen en la vida pública de las ideas más allá de la esfera de influencia de la literatura. Ahora bien, el meollo del asunto radica en que ese ejercicio crítico tiene repercusiones, justamente, más allá de la literatura misma, al grado de que cada crítico se ha erigido en algún momento en guía y termómetro de la opinión pública. Como lo planteamos ahora, este papel no fue asumido por los intelectuales anteriores a Cuesta, ya que si bien los Contemporáneos y los miembros del Ateneo de la Juventud participaron en las tareas públicas, lo hicieron a título de miembros del ejercicio del poder, es decir, como funcionarios e ideólogos del Estado; algunos en una u otra secretaría (Torres Bodet en Educación Pública, por ejemplo) o embajada (Reyes en el servicio diplomático), o tras bambalinas como consejeros informales del príncipe, para emplear una imagen clásica en las relaciones del poder espiritual y el político señaladas por Maquiavelo. Desde luego, la tradición del intelectual según esta acepción no es exclusiva del México del siglo XX. El origen de esta actitud proviene, sin duda, de la historia de los intelectuales en Francia quienes, desde el affaire Dreyfus,9 modificaron la tarea del escritor en la época de los philosophes del siglo XVIII10 para 9 La bibliografía sobre las relaciones entre los escritores y el poder es muy amplia, sin embargo, fueron importantes para mí las ideas expresadas en el ya clásico libro de Paul Bénichou, La coronación del escritor (1981), como en el volumen Hombres de ideas (1980), de Lewis A. Coser, quien desde una perspectiva sociológica, revisa también estas relaciones, atendiendo, entre otros, el caso de las revistas literarias y el nacimiento de los grupos de poder intelectual en la Europa de los siglos XVII y XVIII. Recientemente, otros títulos que sin duda son importantes dentro de esta enorme bibliografía son La duda y la elección de Norberto Bobbio (1998), La compañía de los críticos de Michael Walzer (1993) y Contra la corriente de Isaiah Berlin (1992). 10 La exaltación de la razón y la libertad propuesta por los philosophes —como históricamente se reconoce a Diderot, Voltaire, Rousseau, Montesquieu, D’Alambert, entre otros— y cuyos productos más inmediatos serían La Enciclopedia o, en su extremo, la Revolución Francesa, fueron, en su esencia, una prédica libertaria contra los poderes del Estado. Más de cien años después “el affaire [Dreyfus] demostró que los intelectuales, apoyados por la opinión pública, podían prevalecer sobre los hombres del poder” (Coser, 1980: 237), modificación que en la tarea del escritor ponía el acento en los poderes de la opinión pública y del intelectual como “revitalizador” de la vida pública.

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embarcarlo en las disputas y las polémicas que afectan al grueso de una nación o, incluso, de una cultura, la occidental. Así, alguien como Victor Hugo, Julien Benda, André Gide, André Breton, Albert Camus, Jean Paul Sartre o Michel Foucault no son sólo novelistas, poetas, filósofos o ensayistas sino que, asimismo, representan a un nuevo poder, el de la opinión pública. Este es el papel de la crítica que, en México, inauguró Jorge Cuesta y la revista Examen. La relación no es gratuita, ya que los Contemporáneos estuvieron siempre al tanto de las polémicas que la intelligentsia francesa protagonizó en las páginas de la Nouvelle Revue Française, de la que Cuesta fue un lector asiduo e incluso tradujo varios de los artículos publicados por Benda en ese entonces. Siguiendo la línea de poetas intelectuales independientes, y por sólo mencionar a sus figuras más claras, existe un río que corre entre Cuesta y Paz y, actualmente, entre Gabriel Zaid o José Emilio Pacheco. Lo cierto, sin embargo, es que esta actitud, en el caso de los poetas de generaciones más jóvenes, ha menguado, con muy contadas excepciones, entre las que destaca la figura de David Huerta. Fue él precisamente quien, en un artículo de 2003, reflexionaba sobre el desinterés de los poetas actuales en cualquier otra cosa que no fuera “lo suyo” y los comparaba con “los románticos de verdad [que] no se confinaban a la expresión lírica y se ocupaban de asuntos históricos, mitológicos, religiosos […] Estaban interesados en todo y en todos […] Ahora debemos conformarnos nada más con lo que le pasa al poeta en su vida y con la noticia que de ello nos da en sus versos. Muy poca cosa, en realidad” (Huerta, 2003). Las razones del abandono de esta función intelectual que en Cuesta encuentra —para nuestra historia literaria— su mejor piedra fundacional, puede tener varias vertientes: refugiados en la poesía como una actividad al margen de los acontecimientos, los poetas actuales vieron, por una parte, cómo la importancia de “la vida literaria”, que antes era el eje de la vida artística y crítica del país, cedía su lugar a la creciente importancia de una “opinión pública” con sus profesionales (los líderes de opinión) y, por la otra, asistieron a la irrupción y consolidación de los especialistas y académicos que ocuparon, en la discusión de toda clase de problemas ajenos a los estrictamente literarios, el lugar que antes tenían, entre 71


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otros, los poetas en su papel de intelectuales públicos. Para qué habrían de ser consultados sobre asuntos de economía, política o sobre cualquier otro aspecto, si ya existían especialistas graduados cuya opinión resultaba más pertinente, más seria que la de los poetas, quienes opinaban desde la autoridad moral de la poesía. No obstante, habremos de esperar que la semilla de Cuesta, abonada en un mejor terreno, menos “especializado” —si eso puede aún ocurrir—, encuentre el momento favorable para germinar nuevamente en la voz de los poetas mexicanos. INSTITUTO DE INVESTIGACIONES LINGÜÍSTICO-LITERARIAS UNIVERSIDAD VERACRUZANA BIBLIOGRAFÍA Aguilar, Luis Miguel. La democracia de los muertos. México: Cal y Arena, 1988. Altamirano, Ignacio Manuel. Aires de México. Pról. y sel. Antonio Acevedo Escobedo. México: UNAM, 1999. Bénichou, Paul. La coronación del escritor. Ensayo sobre el advenimiento de un poder espiritual laico en la Francia moderna. México: FCE, 1981. Berlin, Isaiah. Contra la corriente. Ensayos sobre historia de las ideas. México: FCE, 1992. Bloom, Harold. El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas. Barcelona: Anagrama, 1995. Bobbio, Norberto. La duda y la elección. Intelectuales y poder en la sociedad contemporánea. Barcelona: Paidós, 1998. Camp, Roderic Ai. Los intelectuales y el Estado en el México del siglo XX. México: FCE, 1988. Castañón, Adolfo. “Los instrumentos de la legitimidad: la crítica en México.” Arbitrario de la literatura mexicana. México: Vuelta, 1973. 79-87. Coser, Lewis A. Hombres de ideas. El punto de vista de un sociólogo. México: FCE, 1980. Cuesta, Jorge. Antología de la poesía mexicana moderna. Pres. Guillermo Sheridan. México: FCE, 1985. _______. Poemas y ensayos, vol. 2. México: UNAM, 1978.

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Díaz Arciniega, Víctor. Querella por la cultura revolucionaria. México: FCE, 1989. Domínguez Michael, Christopher. Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V. México: Era, 1997. González y González, Luis. “Relación de protagonistas de la Reforma y la Revolución Mexicana.” Obras completas. La ronda de las generaciones. México: Clío/ El Colegio Nacional, 1997. 134-163. Grenier, Yvon. Del arte a la política. Octavio Paz y la búsqueda de la libertad. México: FCE, 2004. Huerta, David. “Libros y otras cosas. Poesía y narrativa.” Sección Cultura, El Universal. (25 ene. 2003). En línea: http://www2.eluniversal.com.mx/pls/impreso/web_histo_columna.despliega?var _id=27908&var_fecha=25ene-03 (Consultado el 27 ene. 2003). Martínez, José Luis. Literatura mexicana. Siglo XX, 1910-1949. México: Robredo, 1949. _______. “Los caciques culturales.” Letras Libres 7 (jul. 1999): 28-29. Medina, Rubén. Autor, autoridad y autorización. Escritura y poética de Octavio Paz. México: El Colegio de México, 1999. Monsiváis, Carlos. La poesía: siglos XIX y XX. Pres., sel. y notas Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco. México: Promexa, 1992. Pacheco, José Emilio. “Poesía mexicana I. 1821-1914.” La poesía: siglos XIX y XX. Pres., sel. y notas José Emilio Pacheco. México: Promexa, 1992. 7-14. Paz, Octavio. Poesía en movimiento. México, 1915-1966. Pról. Octavio Paz; sel. y notas Homero Aridjis, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Octavio Paz. México: Siglo XXI, 1966. Sheridan, Guillermo. México en 1932: la polémica nacionalista. México: FCE, 1999. Stanton, Anthony. “Tres antologías: la formulación del canon.” Inventores de tradición: ensayos sobre poesía mexicana moderna. México: FCE/ El Colegio de México, 1998. 21-60. Torres Bodet, Jaime. Tiempo de arena. México: FCE, 1985. Walzer, Michael. La compañía de los críticos. Intelectuales y compromiso político en el siglo XX. Buenos Aires: Nueva Visión, 1993. Zaid, Gabriel. “Tres momentos de la cultura en México.” Cómo leer en bicicleta. Problemas de la cultura y el poder en México. México: Joaquín Mortiz, 1979. 179-196. _______. “Intelectuales.” Vuelta 168 (nov. 1990): 21-23.

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Siendo rector de la Universidad Veracruzana el doctor Raúl Arias Lovillo, se terminó de imprimir Jorge Cuesta: crítica y homenaje en octubre de 2008, en Talleres de Master Copy, S.A. de C.V., Av. Coyoacán, núm. 1450, Col. del Valle C.P. 03220, México, D.F. En su composición se usaron tipos AGaramond de 15:16, 12:14, 10:12 y 9:11 pts. La edición consta de 500 ejemplares más sobrantes para reposición y estuvo al cuidado de Donají Cuéllar, Eric D. Espinosa Gutiérrez, Enrique Cruz Huerta y Nidia Cuan. Formación: Raquel Velasco.

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