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DOSSIER VERDAD Y POST-VERDAD

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RENACIMIENTO

RENACIMIENTO

VERDAD Y POST-VERDAD

por: PEDRO ÁNGEL PALOU

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Hace tiempo reflexionaba sobre los peligros del Internet. Decía que había algo de infantil en las identidades de los cibernautas, los odiadores profesionales, los trolls. Pellicer decía: “Tengo veintitrés años y creo que el mundo empezó conmigo”. Podríamos ampliarlo ahora: tengo entre catorce y treinta y cinco años y creo que el mundo sólo existe dentro de los límites de la red. Y, por supuesto, nació conmigo.

Un ser oculto tras el anonimato de la red puede insultar a alguien con nombre y apellidos que habita en el mundo real. Los insultos, las descalificaciones, el ataque son siempre de lo más viles. Descalifico para existir, al menos virtualmente. El otro, el vituperado, jamás puede devolver el insulto. Si acaso, poner la otra mejilla. El Internet y sus comisarios son la nueva Cosa Nostra. De su totalitarismo y su adhesión ciega al insulto y la diatriba depende que el “Anónimo de las 10:46”, por ejemplo, no sea insultado a su vez por discrepar mínimamente de la voz del consenso. Por eso es estúpido participar en un foro: nadie escucha allí los argumentos de los otros. Es una especie de uniforme coro griego donde la voz colectiva silencia el pensamiento individual. En el Internet –y no en la prensa, como creían Nietzsche y Karl Kraus– es donde ha triunfado de una vez y para siempre el nihilismo rampante. Bienvenidos a su morada digital.

Todo esto viene a cuento por la aparición de Qanon y la viralidad de lo que ha provocado. Poco después de que Trump ganara las elecciones de 2016 apareció un supuesto anónimo, en la red 4chan que se llamó a sí mismo, Q, que sabía todo, que venía del Deep state y aseguró que Hillary Clinton había sido detenida. Esto, por supuesto no ocurrió y Q debió haber quedado descalificado. No fue así. Las teorías conspiracionistas que comenzó a enunciar en las redes fueron seguidas por cientos y pronto por miles de internautas estupidizados por las redes. Todos hemos caído en tentaciones similares, como la viralidad de Baby Yoda o la tontería de hacer “equipos” en favor de un escritor o de otro en luchas virtuales absurdas como Dante versus Vallejo. En otros lugares hemos discutido lo patético de las redes, el hecho de que dos situaciones incomparables se vuelven analógicas en el discurso público, con todos sus riesgos. ¿En qué creen los seguidores de Qanon? En que Donald Trump va a salvar el mundo, que fue reclutado hace tiempo por un Kennedy que no ha muerto, aunque lo creamos, para destruir el estado profundo y la corrupción. La élite de Hollywood y política de Washington, según estos conspiracionistas, es un grupo de pedófilos y caníbales. Hillary, Oprah y Tom Hanks, por ejemplo, consiguen niños para chuparles la sangre y conseguir vivir más años. Lo sé, es absurdo, y sin embargo en los mítines de Trump y en las calles la gente sale con camisetas o pancartas de Qanon. Lo creen de verdad. Son los mismos antivacunas y tierra planistas. Son legión.

Peor aún, están dispuestos a actuar. Salen armados y son capaces de disparar para detener a esta secta. Son ellos mismos una secta peligrosa. Uno de ellos, por ejemplo, irrumpió en una pizzería de Washington DC, disparando para “liberar” a los niños atrapados allí para alimentar la sed de inmortalidad de Oprah y Hillary. Este hombre viajó en coche desde Texas. Es un evangélico y cree en lo que entonces se llamó pizzagate y ahora Qanon. No importa que ninguna de las predicciones del anónimo Q se hayan cumplido. No importa que uno de los amigos de Epstein, quien usaba según esta teoría su isla para actos caníbales, no solo pedófilos, sea Trump. Si le preguntas

a un seguidor de Qanon te responderá que Trump fue infiltrado hace décadas para lograr su labor de salvar al mundo.

El mismo Trump ha retuiteado a seguidores de Qanon y al ser increpado por la prensa ha dicho que parece ser un grupo de patriotas que lo quiere mucho y que no sabe mucho del movimiento salvo eso. Sin embargo, la cuenta de tweet de Trump es una caja de resonancia de las más enloquecidas ideas conspiracionistas. La diputada electa en las primarias para el Congreso de los Estados Unidos, Marjorie Taylor Green, y la diputada Lauren Boebert de Colorado son, por declaraciones propias, convencidas de Qanon. No hemos visto aún lo peor.

Wendy Liu ha escrito un libro que es al tiempo manifiesto, memoria y alegato en contra del exceso. Su Abolir Silicon Valley puede ser leído entonces como un arrepentimiento, un mea culpa de alguien que estuvo adentro del vientre de la ballena y salió para contarnos que allí adentro apesta.

Varios de los argumentos valen no sólo para Silicon Valley y la cultura de los start-ups. Por ejemplo, que son especies de clubes de Tobby en los cuales las niñas no están permitidas. Es raro el caso de mujeres que escalan hasta la cima y la mayoría se quedan en analistas y programadoras menores (sin dejar de contar el pago distinto de hombres y mujeres, similar al de otras industrias). En el caso de la autora, por ejemplo, aceptó muchas veces no cobrar por un cierto idealismo de una sociedad cibernética abierta, de libre acceso. Sus héroes abogaban por esa idea de libertad, pensando que Linux a diferencia de los lenguajes de Windows o MacOs eran restringidos. Desde el sistema operativo hasta sus propios programas tenían esa intención de liberar el internet y hacerlo llegar gratis a todo el mundo. La realidad se encargó de demostrarle que uno de los lugares donde el capitalismo salvaje se ha enquistado es precisamente en la inteligencia artificial y el ciberespacio. Justo después de graduarse fue contratada en Google. Y esa parte de la memoria es muy útil para nosotros sus lectores, puesto que todos los mitos de la cultura juguetona, anti-productiva en el sentido de libre y sin horarios, son echados por la borda en el libro. Después de la luna de miel inicial Liu se dio cuenta de lo que estaba atrás del gigante informático. Particularmente la filosofía de que puedes mentir hasta lograrlo (Fake it till you make it, en inglés).

La siguiente parte del libro tiene que ver con las start-ups, de las que ella misma formó parte, hasta que el sueño de alcanzar el éxito instantáneo y ser millonarios se esfumó. El tema de los capitales de riesgo y los buitres intentando asociarse con el próximo creador de Facebook alcanza también una parte importante de las reflexiones de Liu. De hecho, ella opina que Silicon Valley es un medio ambiente estúpido produciendo estúpidos resultados. Algunos proponen democratizar a los inversores, en lugar de permitir que grandes inversores busquen quedarse con las ganancias en el caso de que haya éxito en la empresa, la nueva app, el nuevo software. Pero incluso si tiene éxito el argumento de la autora es implacable: la tecnología que amamos no es nuestra, los productos que adoramos, a los cuales les hemos permitido atesorar nuestros datos, nuestras memorias, nuestras imágenes y conexiones son propiedad de inversores y las empresas operan en favor de esos dueños, no de nosotros, los usuarios. Nos venden al mejor postor.

La ganancia, nos explica, debería ser tratada como un signo de que el sistema necesita una corrección. Donde ocurra, debería ser redirigida a los trabajadores, a un mejor servicio o de lo contrario pagar impuestos para canalizar ese dinero de manera más útil y democrática a otras necesidades. El problema es que es la fuerza de la economía neoliberal. El problema es que la hemos celebrado como un fin en sí mismo. Nuestros modernos héroes no son quienes más han contribuido a la sociedad sino quienes se han hecho ricos a costillas de los demás. ¿Qué significa abolir Silicon Valley, además de una frase que la autora usó antes del título de su libro en un Tweet polémico? Significa intentar moverse fuera del paradigma del capitalismo que ha hecho que los avances tecnológicos se manejen de manera total por las necesidades del capital. ¿Podremos tener un control más democrático sobre el desarrollo tecnológico y una mayor equidad en la distribución de sus beneficios? En mis últimas columnas he insistido que es tiempo de protestar, colectivamente, para que cuando salgamos del encierro no volvamos a lo que estaba mal. Si es cierto como opinan algunos filósofos que es más fácil imaginarse el Apocalipsis que el fin del capitalismo, lo cierto es que este sistema global es, en buena medida, culpable de la manera atroz en la que hemos encarado la pandemia. Para que no vuelva a ocurrir así necesitamos cambiar. Necesitamos resistir la post-verdad, volver a creer en los hechos, en la ciencia, y exigir que los políticos no nos mientan.

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