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D.R. © Casa del Poeta Ramón López Velarde Vallejo 300, Barrio de San Miguelito
D.R. © 2013 J.C. Mireles Charles
El diseño editorial, de portada y las ilustraciones estuvieron a cargo de Francisco Grimaldo.
ISBN: 970-18-5137-4 Impreso y hecho en México
Producción: Imprenta Ponciano Arriaga Tlascala, 78038 San Luis Potosí 01 444 810 0027
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Apenas amanecía, empezaba a golpear en el suelo. Pum, pum, pum. Parecía un topo haciendo un hoyo de adentro hacia afuera, pero era un vegetal que desde hacía varios días trataba de salir a la superficie. Nueve meses antes, esta planta se encontraba en la semilla. Le llegaba su alimento y lo absorbía. Slurp. Agua bien rica, y minerales. Y chun, rompió el cascarón. Las raíces empezaron a abrir túneles por los cuales el crecimiento de la planta fue avanzando hacia arriba. Cuando llegó al subsuelo se atoró. Top. Algo le impidió salir a la superficie. Por eso, en lugar de crecer al aire libre, el vegetal se fue formando bajo la tierra hasta quedar todo completo. Como donde estaba no había luz, la planta se quedó profundamente dormida. Y así dormida pasó la primavera, el verano y el otoño. Empezaba el invierno, cuando un movimiento en la tierra que la rodeaba la avivó. Desde entonces empezó su pum, pum, a duro y zas, queriendo brotar. Una tarde de viento agitado la mata empujó hacia arriba con vigor, esta vez no encontró resistencia como en días anteriores, y aventando algunos terrones por delante salió a la intemperie. Se irguió, desplegando sus ramas como brazos.
La planta terminó de desenrollarse: Abajo quedaron dos piernas pegadas al suelo, y en lo alto apareció una flor cuya corola era una cara de muchacha que abrió los ojos y empezó a observar con curiosidad. A la Flor le extrañó encontrarse en medio de un paisaje invernal: Árboles desnudos, matorrales secos y el cielo manchado de gris, donde brillaba un sol lejano y borroso que no alcanzaba a calentar el suelo. —¿Dónde están las flores como yo, como tantas otras que se estaban formando conmigo ahí abajo? —se preguntó señalando el suelo, pues ella esperaba nacer en un ambiente primaveral—. No hay gusanos, ni caramuelas, ni cochinillas, ni hormigas... ¿Dónde se hallan las abejas? Según sé, ellas van y vienen de una a otra flor y succionan. Nos hacen sentir cosquillas: Son nuestros besos voladores, ji, ji, ji. Flor dejó de reír. Alargó la vista examinando el entorno. Se puso pensativa y empezó a explicarse a sí misma: —Madre Tierra nos hizo saber que el tiempo sería un instante cuando tuviéramos el sueño que precede a la vida, y así fue. Me quedé dormida mientras me fui formando, y ahora que estoy completita tengo la impresión de que hace un instante estaba junto con mis hermanas esperando nacer. ¿A dónde se irían ellas?
Flor quiso desplazarse para buscarlas en los alrededores, pero uf. No pudo, pues sus raíces estaban pescadas en el suelo: —Tengo los pies bien plantados en la tierra —dijo sonriente, y jaló sus piernas hasta desenterrar los pies-raíces. Dio unos pasos, y cuando agarró confianza empezó a buscar. Iba caminando entre los árboles, al tiempo que llamaba a sus hermanas: —Rosa, Violeta, Azucena, Jazmín, Margarita...
El sol se ocultó. La claridad se fue extinguiendo. Cada vez se veía menos. Finalmente anocheció. Flor se talló los ojos; no podía mirar más allá de un metro, y tropezaba constantemente. El viento movió las nubes que cubrían la luna, y se iluminó tenuemente el paisaje. Flor volteó hacia el cielo y miró la redondez de donde provenía la suave luz. —¿Dónde dejaste la cara brillante que paseaste durante el día? —le preguntó. —Yo soy la luna —contestó la pálida luminosa—. La cara brillante de la que hablas es el sol, y ahora está alumbrando el otro lado del mundo. —¿Por qué no se queda por acá siempre? ¿Qué es eso de andarla dejando a una sin alumbrado? —Del otro lado del planeta también necesitan que salga el sol. —¡Qué falta de imaginación! Pongan dos soles: uno allá y otro aquí.
—La noche también es necesaria. Su frescura mitiga el calor; Su oscuridad es descanso a nuestros ojos; En ella los ruidos cesan, y queda un precioso silencio que nos invita a reposar —Luna bostezó e hizo más tenue su fulgor. —Con tan poca luz no podré encontrar a mis compañeras. —Mi resplandor es pálido reflejo de los rayos del sol, y sirve más para iluminar los sueños que para aluzar el trajín diario —explicó la Luna—. Tus amigas ya deben de haberse ido a dormir. Te convendría hacer lo mismo. Ya mañana podrás verlas nuevamente y volver a tus juegos. —Yo acabo de nacer —aclaró Flor—. Tú eres la primera con quien platico. Si me oíste hace rato es que estaba hablando sola o les estaba llamando a las otras flores, pero no he hallado a nadie todavía.
—Ahora entiendo: Te sorprendió la noche. Tal vez el temor a la oscuridad en un paraje desconocido te provocó inquietud y... Nubes negras taparon la luna, oscureciendo el lugar. —¿Qué pasó? No veo nada —exclamó Flor. Los nubarrones pasaron y Luna quedó otra vez descubierta. —¡No te apagues! —le reclamó Flor— Aunque la tuya sea una lucecita como quiera ilumina. Luna volvió a quedar completamente cubierta, aunque por nubes menos densas que permitían una media luz. —¡Vaya! Ya se escondió. Éste ha de ser el mundo de las escondidas —dijo Flor—. Antes de que vuelva a oscurecer por completo, voy a regresar al lugar donde broté. Ahí me tranquilizaré, y dormiré hasta que vuelva el día. Flor empezó a caminar prácticamente a tientas.
En el camino encontró un búho que venía discutiendo consigo mismo: —De esa manera si nosotros calculamos con base en las pruebas realizadas, la gravedad de la tierra sería un factor importante... Flor lo saludó con breve inclinación de la cabeza. Búho pasó de largo; aunque volteó a verla varias veces, pero sin detenerse ni dejar su jerigonza. Ella fue tras él. El Búho se detuvo, interrumpió su decir y dio media vuelta quedando frente a Flor. La registró con la mirada de pies a cabeza. La olió, la palpó, la chequeó por todos lados y de arriba abajo. —¿Qué haces aquí? —preguntó al terminar su auscultación—. Las flores nacen en primavera y ya empezó el invierno. Esto no es posible de acuerdo con investigaciones realizadas hasta ahora. Sólo podrías vivir en este lugar y en esta época si estuvieras dentro de un invernadero. —¿Qué es un invernadero? —¿No sabes qué es un invernadero? —preguntó la ave nocturna con cara de regañón. Flor contestó con un apenadísimo “No”. Búho frunció el ceño, luego levantó la cabeza como si le estiraran el pico desde el cielo. —El invernadero es un sitio donde los hombres crean el clima primaveral que necesitan las flores como tú — explicó en tono doctoral. Flor quiso saber dónde quedaba un lugar de esos.
—Están en grandes ciudades que se hallan muy lejos de aquí. —Újule. Yo quería meterme en uno para remediar mi situación. —A donde necesitas meterte es a una buena escuela. Ahí adquirirás conocimientos para resolver tus problemas —sentenció Búho. —¿De veras? —Claro. Si no estás preparada te equivocas, y si te equivocas fracasas, y los fracasos te van metiendo a un atolladero. El pájaro se animó y tomando de una hoja-mano a Flor, se la llevó caminando hacia su casa. —Aprende a escuchar a los hombres de ciencia... Quiero decir a los pájaros de ciencia. Así adquirirás conocimientos.
Llegaron a una vivienda que estaba incrustada en el hueco de un tronco muy grueso. Búho abrió la puerta. Adentro había un aula equipada. Como se hallaba iluminada él se puso unos lentes oscuros. Subió a la tarima. Flor se sentó en un pupitre. —Voy a darte unas clases para que te superes — tomó aire, levantó un ala e inició su lección—. Hay cuatro estaciones. —¿Estaciones? ¿Es dónde uno puede estacionarse? —No, niña, no. Qué burrita estás. Me refiero a las estaciones del año —Búho se aclaró la garganta y continuó—. La primera es primavera. ¿La primera es primavera? ¿Le pondrían primavera porque es la primera? Hmm, tendré que investigarlo. Bien, en la primavera no hace frío, tampoco mucho calor. Es cuando crecen la hierba y las flores como tú.
—¡Ay, qué padre! —Después viene el verano: el calor es más fuerte y aparecen los frutos, aunque hay algunos que nacen en otras estaciones. —La Madre Tierra nos explicó que los frutos eran como unos hijos para nosotras —comentó entusiasmada la alumna. El profesor le dedicó una mirada de reproche porque lo había interrumpido. Luego prosiguió: —Al llegar el otoño, sopla el viento frío y a los árboles se les caen las hojas. En invierno hace más frío todavía, hasta se congela el agua. —Fíjese, pobrecitos árboles todos encuerados y con esta helada. —Al menos eso pasa aquí, en estas tierras —señaló el Búho—. Porque hay otras regiones en las que en esta época hace calor y tienen una verde vegetación. —¿Dónde, dónde? —se emocionó Flor. —Lejos, muy lejos. Cerca del Ecuador. Sin embargo, aquí las plantas se quedan sin hojas. No conservan ni una sola. Flor subió a la tarima y se acercó al profesor. —¿Y usted porque tiene todas sus hojas? —preguntó palpándole las alas—. Ah, ya entiendo. Usted las conserva pero ya están secas. —¡Niña! —se zangoloteó el plumífero— Estas no son hojas, son plumas, ¿entiendes? Plumas. No soy planta, soy ave, un pájaro, un búho.
—Oiga, no se enoje. —Vaya, con esta ignorancia. —Soy una flor y no me llamo ignorancia. —Señorita, no soportaré más impertinencias. Queda usted expulsada de la clase —la tomó de un pétalo como si fuera una oreja y la llevó a la salida. Abrió la puerta y señaló la intemperie—. Vamos, salga de aquí; no quiero saber más de usted. —No me corra, señor pájaro con plumas y no hojas —se resistió la alumna a irse—. Discúlpeme usted. Tome en cuenta que yo apenas nací en la tarde. —¿En la tarde? —Búho se rascó la cabeza. —Soy muy joven, ¿verdad? —Vamos al sitio de donde saliste —el pájaro la tomó del brazo-rama y salieron. Cuando llegaron a dónde se habían encontrado, el ave nocturna le pidió a Flor que fuera ella por delante y lo llevara al paraje en el que brotó. —Es que no veo bien —titubeó Flor—. La luna sigue escondida. —Eres un ser diurno y, como tal, en la noche no te es posible mirar sin ayuda. Pero andas con gente prevenida. Aquí tienes —le dijo Búho que sacó una linterna de su bolso se la entregó. Ella la prendió y continuaron su camino.
Al rato encontraron el lugar en que había brotado la planta. —Bien, colócate exactamente en el sitio de donde saliste. Ella fue a donde todavía estaba la tierra removida. Sumió sus pies en el suelo. Búho comenzó a dar vueltas alrededor de ella. —Continuaremos la investigación, estábamos en que en este tiempo se quedan sin hojas... —Oiga, ¿y yo por qué estoy toda completita? Aquí tengo mis hojas, mis espinas y muy bien acomodados mis pétalos. —Sí, sí. Eso es lo extraño... Investiguemos. Encontremos una explicación. No permitamos que anden cosas ilógicas por ahí —Búho se agachó, observando el suelo. —¿Las ilógicas son dañinas? —¡Jovencita! —exclamó el ave volviendo a su actitud de profesor regañón—. Ilógica es la cosa que no tiene lógica, lo que no es razonable, lo que no permite sacar conclusiones ni encontrar causas de los fenómenos. Son conceptos, cosas del pensamiento. No tienen cuerpo, ¿entiendes? —Más o menos —contestó la regañada. Búho anduvo a gatas alrededor de la planta; escarbando al pie de ella. De repente se levantó de golpe, gritando: —¡Ahí está! ¡Ahí está!
—¿Dónde? ¿Dónde? —exclamó la asustada Flor empujándolo. —¿Dónde qué? —preguntó Búho devolviéndole el empellón. —¿Ahí está quién? —lo empujó ella devolviéndole la pregunta. —La piedra —contestó el pájaro poniéndose circunspecto. —¿La piedra? —Sí, quién sabe cómo diantre fue a dar ahí, pero seguramente obstruyó tu salida a su debido tiempo. Este día sopló el viento fuertemente, movió el pedrusco y te dejó crecer, aunque muy tarde, claro, muy tarde. —¿Y ahora qué hago? Podría ser doloroso para mí vivir en este tiempo, según me dice usted. —Yo estudio todo. Investigo causas de los problemas, sin embargo, no doy soluciones. Soy investigador, no solucionador. —¿Y eso para qué sirve? —¿Para qué sirve? —el tecolote se quedó pensando— Tendré que investigarlo. —Lo único que ha hecho usted es enterarme de que estoy en el tiempo donde no debiera de estar, y en el que voy a tener problemas. —Al menos ahora sabes a qué le tiras. Búho le dio la espalda a Flor y empezó a marcharse hablando consigo mismo. Ella se desprendió del suelo y fue tras él.
—Óigame, señor emplumado. Escúcheme. Él siguió alejándose sin hacerle caso. —Ave de mal agüero —dijo Flor deteniéndose—: Ahora sé que esta noche pueden caérseme hojas y pétalos. La planta regresó a su lugar de origen y sumió otra vez sus pies en la tierra. —Ya me dio frío. Absorberé calor de la tierra —comenzó a arrullarse—. Mm, qué rico. Qué tranquilidad ha entrado en mi savia. Se quedó dormida. Sin que la durmiente lo sintiera transcurrió la noche, el frío de la madrugada y el momento más oscuro antes de la claridad del día. Amaneció.
Un venado pasó rozando a Flor y la despertó. Se alejó velozmente. A distancia dio vuelta y allá viene en alocada carrera directo a la planta. Flor se cubrió la cabeza con sus hojas, esperando el golpe. Pero el ciervo saltó por arriba de ella. —¡Qué bárbaro, ya mero me atropellabas! —le reclamó al ver que se detenía a unos pasos de ella. El aprensivo animal se asustó con el grito de Flor y partió corriendo. Otra vez dio vuelta en U y se vino desbocado hacia la planta. —¡Alto, alto! —exclamó ella agitando los brazos. Venado, frenándose desbaratadamente, apenas logró detenerse antes de atropellar a Flor. Se quedaron pasmados viéndose uno a otro. —¿Eres la misma que me gritó hace un momento? — preguntó el Venado. —Sí, pues... —Rápido, rápido. ¿Qué querías? Tengo prisa, mucha prisa, mucha prisa. —¿Por qué? —¿Cómo que por qué? Pues porque soy un venado que tiene prisa. Apúrate, muchachita despistada, que me voy, me voy. Partió corriendo, pero pronto se detuvo. Dio pasos a uno y otro lado. Luego regresó a donde estaba Flor. —¿Hacia dónde iba? —le preguntó. —Ya ves lo que te pasa por andar a las carreras.
—Contesta sólo lo que se te pregunta. Apresúrate, ¿hacia dónde iba? El ciervo se sentía acosado. Se movía constantemente frente a Flor y oteaba aquí y allá, buscando enemigos imaginarios. —Así no puedo contestarte, me destanteas. Párate tantito. —Párate tantito, párate tantito. ¿Eres una trampa o qué? Si me paro el cazador me apunta y ¡zas! Se acabó el venado —se dejó caer fingiendo que lo habían herido, y se asustó a sí mismo. Se enderezó de un brinco y arrancó. Empezó a dar vueltas y vueltas. Cada vez que pasaba frente a la planta la miraba decirle adiós con la mano-hoja.
Después de un rato se detuvo y fue a hablar con ella. —¿Eres la misma trampa de hace rato? —le preguntó. —No soy una trampa, pero si la misma desde que empezaste a dar vueltas. —Entonces, ¿ya pasé por aquí? —Unas veinte veces. —Tú que eres tan observadora, ¿no has visto por ahí a alguien con un rifle y la mirada cruel, o alguna fiera con dientes filosos? —Aparte de la luna que está allá arriba sin tocar el suelo, sólo conozco un búho que aunque es muy repelón, no es mala gente. —¿A poco nada más conoces a esa ave nocturna? —Es que apenas nací ayer. A propósito, fíjate que el profesor emplumado me advirtió que estoy en problemas porque nací en invierno. Como es investigador, descubrió que una piedra impidió mi nacimiento en primavera... —No, no, no —interrumpió Venado que no se estaba quieto un momento—. No voy a perder mi tiempo escuchando historias. —Quiero explicarte. A ver si puedes ayudarme. —De ninguna manera. Tengo prisa. Me persiguen. Flor echa un vistazo alrededor buscando los supuestos persecutores. El Venado se atemoriza. —¿Quién viene? ¿Quién viene? —Si te detuvieras a pensar cómo evitar los peligros no tendrías tanta prisa.
—¡Qué manía tienes de querer pararme! —Busca bien dónde esconderte, así no tendrás que andar corriendo siempre. —¿Y si encuentran mi escondite? —Ay, Venado de Dios. Haz recorrido el mismo terreno varias veces. Así te hallarán más fácilmente. El ciervo se desesperó. —En el tiempo que he perdido contigo, ya hubiera recorrido cincuenta kilómetros. —¿De veras? —¡Claro! Flor montó de un salto en el cuadrúpedo. —Ya que eres tan veloz —le dijo—, llévame a un invernadero. El Venado se sacudió todo hasta que ella cayó al suelo. —¡Cabeza dura! ¿No comprendes? Tengo prisa, prisa, prisa... Salió disparado. Su voz se fue perdiendo a medida que se alejaba. —Prisa, prisa, prisa —imitó Flor al acelerado.
Lo que parecía una piedra empezó a moverse. Paso a pasito se acercó a Flor que seguía repitiendo “Prisa, prisa, prisa...” Era una Tortuga que sacó lentamente su cabeza de la concha. —¿Cuál es la prisa? —preguntó calmosamente. —Ah, caray. ¿Cuándo llegaste? —No llegué... Yo he estado aquí hace años, años y años. —¿Tú si tienes tiempo de escucharme? —Tengo tiempo... no sé si para escucharte. Hablando aceleradamente, igual que el venado, Flor le cuenta de su nacimiento, la luna, las nubes, el búho. —El pájaro investigador que no es solucionador me dijo que yo estaba en problemas porque la primera es primavera y el invierno lo contrario, y yo no debí de nacer en él... —No te aceleres... No te entiendo nada. —Es que el venado tenía prisa... —Flor empieza a hablar pausadamente como la tortuga—. Bueno... No importa... A mí... no me corresponde... estar aquí.
—Pero... ahí estás. —Según el búho... nací en un tiempo... en el que no debería... —Que yo sepa... no está prohibido nacer... ni ayer... ni hace años... ni ahora... ni mañana. —El investigador emplumado sabe mucho del clima, el tiempo, las estaciones y todo eso —Flor volvió a su actitud precipitada—. Él asegura que este frío me puede dañar. —Aplácate... Ya estás igual que Venado.... —Tú sí puedes andar en este clima tumbador de hojas, pues no tienes ni necesitas tenerlas —exclamó Flor palmeándole la concha—. Con ese caparazón que te resguarda ni sufres ni te acongojas. —Yo no me mortifico... —Pero yo sí, ando entumida, y tengo miedo de que empiecen a caérseme hojas y pétalos y luego me seque y... —Ni dejo que me mortifiquen... —No quiero mortificarte, sólo que me aconsejes algo para salir de esta situación. —Primero desacelerarte... No hables... No te muevas...
Deja sentir el tiempo... minuto tras minuto... —Bueno, un rato sin hablar ni moverme y después me recomiendas algo, ¿eh? —dijo Flor y se inmovilizó. Tortuga acercó su rostro hasta casi chocar su frente con la de Flor, en cuyo semblante se notaba la inquietud que la embargaba… —Estás moviendo los ojos... Todavía no te desaceleras... La calmosa bizqueó. Giró parsimoniosamente la testa y se quedó viendo el horizonte. Pasaron buen rato en la inmovilidad y el silencio. Flor se estremeció, se frotó con sus manos-hojas y rompió el silencio. —Bueno, ya, ya. Me estoy congelando. —Que muchachita tan desesperada. —Tú desesperas al más paciente Oyeron el estrepitoso correr del venado que venía en carrera desaforada hacia ellas. De un gran salto las brincó y se siguió de largo. —Éste no vivirá muchos años... Con la prisa que lleva… pronto llegará al fin de... —Tortuga se interrumpió y se quedó callada, mirando impasible a su interlocutora.
Flor esperó unos momentos a que prosiguiera. Sin embargo, se dio cuenta de que la conchuda se había olvidado del correlón, y volvió a pedirle: —Dime tu recomendación, ándale. —Mi recomendación... es muy sencilla... Esperar a que el tiempo pase... Esperar, esperar... esperar, esperar... Tortuga se pasmó. Flor intentó hacerla reaccionar: Tocó en la concha como si fuera una puerta. Agitó las manos-hojas frente a su cara, a pesar de ello Tortuga ni parpadeaba. —¡Qué concha de animal! Es todo lo contrario del venado. Flor se preguntó si encontraría a alguien que no fuera ni como uno ni como la otra, y pudiera y quisiera ayudarla o por lo menos le aconsejara qué hacer. Pensó ir a buscarlo, pero ¿a dónde? Además era una planta, y plantada sentía cierta seguridad. Así es que se colocó en su lugar de origen y siguió cavilando.
EL TIEMPO
—Tal vez tenga razón la Tortuga —se dijo Flor—: Mejor será esperar a que el tiempo venga, pase y se vaya. Flor empezó a repetir en voz cada vez más baja: “Esperar, esperar, esperar...”. El venado venía otra vez a toda prisa. En eso llega el Tiempo y todo alrededor de él se detiene. El ciervo queda suspendido en un salto. La inmovilidad de Flor y Tortuga se vuelve rigidez.
Se hace un gran silencio. El cielo nublado se queda estático. El Tiempo invisible palpita en la nubosidad y de ella surgen nubes blancas grises, coloradas, amarillas, de colores vivos y pálidos. Las nubes multicolores se van aglomerando hasta darle cuerpo al Tiempo en una nebulosa que gira y gira, y desciende mostrando imágenes superpuestas, simultáneas, en constante bamboleo. Al posarse en el suelo, llueven melodías y compases al son de los cuales se pone a bailar el Tiempo. Miles de niñas, niños, muchachas, muchachos y personas mayores se congregan alrededor del Tiempo a ver su danza y escuchar su múltiple voz que canta:
—El tiempo, el tiempo, el tiempo. ¿Lo conoces? ¿Sabes de qué se disfraza? ¿Lo has visto alguna vez? Dicen que vuela y que pasa, Que tiene de plomo los pies; Cae como la lluvia, Se pasea como el viento. Dicen que es la savia de tu crecimiento. Corto, largo, joven y viejo. Es fantasma que se desvanece, Es una nada que crece. El Tiempo corre, vuela, cae, se compacta, se alarga, toma la forma de un muchacho, de un anciano, de un espectro. Luego sigue cantando. —El tiempo existe porque sale el sol,
Porque se hace tarde y porque amanece, Porque tu estatura tiene algo de tiempo, Porque las arrugas las fabrica el tiempo Y los animales crecen Y brotan las plantas Y nacen las vidas Y hay ilusiones Y lloras y rĂes y sueĂąas Y brincas y juegas Y miras y piensas Mientras pasa el tiempo. El tiempo, el tiempo, el tiempo. El tiempo soy yo, Y como el tiempo se va, Yo me retiro.
El Tiempo calla y todo es silencio. Detiene sus movimientos. Se expande, se transparenta, se incrusta en la atm贸sfera. Desaparecen los espectadores. El suspenso termina. El Venado reanuda su marcha y cruza corriendo. El sol empieza a declinar. La tortuga mete su cabeza y sus patas en la concha. Flor sigue con la mirada a algo que se aleja y se pierde en el horizonte. Luego baja su mirada y se percata de que hay muchas nueces y otros frutos secos regados en suelo, como si acabaran de apalear nogales invisibles.
Una ardilla asomó. Oteó a todos lados moviendo su pequeña cabeza. Salió de su guarida y empezó a caminar cautelosamente. —Buenas tardes —saludó Flor cuando el animalillo pasaba a un lado de ella. —¡Ay! —respingó la ardilla, y corrió a meterse en su escondrijo. Flor se acercó y miró al tembloroso roedor agazapado en su refugio. —¿Qué te sucede? —le preguntó. —¿Fuiste tú quién gruñó? —dijo el animalillo asomando la cabeza. —Te saludé, no te gruñí. —¿No eres planta carnívora? De esas que comen animales como yo. —Nada de eso. Soy una flor pacífica y amigable. —¿Y esos dientes que tienes por fuera? —No son dientes, son espinas, y sólo lastimarán a quien me moleste. —¿Te molesto yo? —preguntó el miedoso tímidamente. —Claro que no. Ardilla salió del hoyo y se acercó a Flor. La olisqueó. —Hueles bien —el asustado roedor empezaba a tomarle confianza a la planta cuando el viento silbó fuertemente. Ardilla se asustó y trató de volver a su refugio, pero Flor lo sujetó de la cola.
—¡Auxilio. Una fiera, una fiera! —exclamó el animal horrorizado. —Tranquilízate. Aquí no hay ninguna fiera. —¿Y ese chiflido horrible que se oyó? —Sólo fue el viento —Flor soltó a la Ardilla, quien sonriendo apenada explicó. —La última vez que salí de casa andaba por aquí un coyote. Creí que él había chillado así. —¿Y cuándo viste ese coyote? —Hace como un mes. —¿Y desde entonces no salías de tu refugio? —se alarmó Flor. El tímido roedor asintió con la cabeza y enseguida le comentó:
—Tenía comida guardada, pero ayer se me acabó, y ya no aguanto el hambre. —¡Qué barbaridad! Mira, allá están unas bellotas —le indicó Flor. z El animalillo dio unos pasos para recogerlas. —Oye, échame aguas —dijo deteniéndose. Flor sabía de alguna manera que a los animales no hay que regarlos cómo a las plantas, que ellos sólo se bañan pero cuando hace calor. —¿Te voy mojar? El tiempo está muy frío. —Quiero que veas si no hay ningún peligro —contestó Ardilla poniendo cara de circunstancias—. Vigila y avísame si viene algún carnívoro. —¿Cómo son los carnívoros? —Son fieras con dientes filosos. Se les nota en la mirada que desean comerme. Como el coyote o el lobo. ¿Los conoces? Flor hace un gesto de “no los conozco”. —En fin, tú avísame si viene alguien. Ardilla tomó una bellota entre sus manos. Sonriente se saboreaba cuando se oyeron unos chillidos que la espantaron. Soltó el comestible y corrió a ocultarse.
—¿Qué pasó? ¿Quién chilló así? —exclamó Flor mirando al sitio del cual provino el ruido. Eran unos matorrales de donde salió una rata. —Qué brinco pegó —dijo el roedor riendo como un gánster. —¡Ah! Fuiste tú —reprochó Flor indignada—. Asustaste a mi amigo. —¡No molestes! —exclamó despectiva la rata— No quiero que esa ardilla cobarde coma en este sitio. Todo lo que ves aquí es mío. —Hay montones de nueces y bellotas de todos tamaños. No alcanzarías a comerlas ni aunque vivieras muchos años. —¡Cállate! —gritó altanero el ambicioso roedor—
—Pues a ver si te pega la gana bien. No comprendo por qué te adueñas de lo que tú no necesitas y necesita mi amigo para vivir. —¿Eres inocente o te haces? —No soy inocente, soy Flor y no entiendo de qué sirve ser dueño de lo que tú no necesitas, y necesitan los demás. —Es muy sencillo, florezuela —repuso la Rata—. Es para hacer negocio. —¿Qué es eso de hacer negocio? —Haré tranza, trueque y compra venta con otros propietarios; acumularé bienes —el avaricioso animal se animó—. ¡Triunfaré! Seré muy importante y todos me admirarán por lo que tengo. —¡Qué ridículo! —Ridícula tu abuela. —Yo no tengo abuela, únicamente mamá. La madre tierra. —Me caen mal las mosquitas muertas. —Ay, pobrecitas. Si ya se murieron, ¿por qué te caen mal? —se burló Flor. —Cállate o te muerdo —amenazó la Rata. —No te tengo miedo —Flor se puso en guardia—. Si te acercas te rasguño con mis espinas. —No es para tanto —Rata retrocedió —. Yo no te he hecho nada malo a ti. —Pero a mi amigo sí. —Mira, capullo. En este mundo cada quien se rasca con sus propias uñas y procura su propio beneficio.
—¿A poco? —dijo Flor irónicamente. —Claro. No te preocupes por los demás. Concertemos. Hagamos un convenio en que salgamos ganando los dos. Serás mi empleada, y yo te daré para que no te falte el sustento. —No voy a pedirte permiso para absorber mi alimento de la tierra. —Si eres mi dependienta, tendrás más categoría. Podrás darte algunos lujos... —Mejor deja comer a mi amigo —propuso Flor conciliatoria. En eso apareció el Gato Montés. Rata pegó un brinco, y atarantada por el espanto emprendió la huida. Chocó contra un árbol y se cayó. El gato la atrapó. Agarrándola del lomo, la estrujó y la arrojó al suelo. La rata se levantó despavorida, y escapó.
El felino se acercó a Flor, quien empezó a temblar de miedo. La olfateó. —Hueles a perfume —Gato Montés hizo un gesto de repugnancia. —¿Oiga, me va a comer? —preguntó Flor angustiada. —Definitivamente no. Yo no como plantas. No soy vegetariano. Además estás muy desnutrida. Se me antoja un suculento trozo de carne. —Ah, entonces usted es carnívoro. —Así es. ¿No viste algún conejo por ahí? —Nada más al que estaba discutiendo conmigo. —Esa es una rata. Su carne no me gusta. La acoso porque me cae mal. —Qué rara la rata, ¿verdad? —comentó Flor, tomándole confianza al gato—. Al principio estaba muy valentona y nada más lo vio a usted, le dio un miedo tremendo. Fíjese, no es que yo sea chismosa, pero no quería que una ardillita hambrienta comiera lo que hay aquí. —Así son las ratas de mezquinas. Y los mezquinos siempre son cobardes. —¡Mire nomás! De eso acusaba a mi amigo. Venado pasó corriendo velozmente. Gato Montés se entusiasmó. —Bueno, mi flor silvestre. Ya empieza a caer la tarde y yo ando detrás de ese venadito correlón desde ayer. Nos vemos —arrancó a perseguirlo.
—Qué bueno que se fue —Flor sintió alivio, pues había estado inquieta, pen-sando que la Ardilla podría asomar y al verla el felino, la cazaría—. Tal vez ni le hubiera interesado comerse a mi amigo que está muy desnutrido, pero como quiera daba miedo. Tortuga sacó la cabeza y las patas de su concha. Al verla Flor empezó a hablar con ella. —Ahora comprendo a mi amigo —le dijo señalando la guarida de la Ardilla—. Aunque exagera en su recelo, ¿verdad? Pobrecillo, su miedo no lo deja salir del hoyo en que está. —A lo mejor... le gusta estar encerrado —comentó Tortuga. —¿Cómo crees? Si no sale, se va a morir de hambre. —Luego, luego... el pesimismo... ¿Tú cómo sabes si esa ardilla no quiere guardar la línea? —preguntó la conchuda. —¿Guardar qué? —La línea... Que tal vez esa ardilla... quiere conservarse delgada. —Qué tonterías dices. —No conoces a las mujeres... ¿verdad?.. Ellas prefieren pasar hambres a estar gorditas. —¡Qué raro! —Así son los humanos. Nunca están conformes... Los gordos se preocupan porque quieren enflacar... y los flacos porque quieren engordar… —Mi amigo sí quiere comer para aliviar su hambre y sentirse bien, pero es
muy miedoso—aseguró Flor—. Ahora que anda por aquí el carnívoro, menos va a querer salir de su guarida. Y si no sale no come, y si no come se va a morir de hambre. —Nada ganas con preocuparte... De todas maneras sucederá lo que ha de suceder... y tú no podrás evitarlo. —Ya verás que sí —Flor levantó bellotas del suelo y las arrojó a la madriguera de Ardilla. —¡Ay! —exclamó el roedor desde su refugio, pues la comida le golpeó en la cabeza. Enseguida salió de su refugio a agradecerle a su amiga. —Me hiciste un chichón —dijo sobándose y sonriendo—. De todas maneras muchas gracias, se ven muy sabrosas, ya las tengo en mi alacena. Venado viene corriendo desaforado, pues el Gato Montés lo persigue. —¡Una estampida! ¡Nos van a atropellar! —gritó Ardilla, y de un salto se metió a su madriguera. —Allá viene ese acelerado —dijo Tortuga enconchándose de nuevo. —Y su acelerador —complementó Flor, agachándose. Venado brincó a las dos y continuó velozmente su huida. El Gato Montés se detuvo jadeante junto a la Tortuga. Puso una garra encima de ella. Se asomó al interior de la concha buscándole la cabeza. —Francamente creo que pierdes tu tiempo —contestó la enconchada. —No te creas, quien persevera alcanza.
—Pues tendrás que esperar unos cien años... yo soy muy paciente. —Oiga, señor carnívoro —le dijo Flor—. Yo sí le creo a la tortuga. ¡Tiene una concha! El felino se quedó pensando. Luego le preguntó a la escondida: —¿Cien años, dijiste? —Minutos más, minutos menos. —Para entonces estaré viejo; se me habrán caído los dientes —Venado fingió que le creía a Tortuga—. Mejor me voy. Hizo como que se marchaba, pero se puso a dar vueltas silenciosamente alrededor de la conchuda, para ver si salía de su concha. A cada vuelta le decía a Flor con un gesto que no hablara. Después de un rato, convencido de que por lo menos ese día la tortuga seguiría metida en su caparazón, desistió de su propósito. —Mejor voy a seguir detrás del venado, aunque me canse más —dijo y partió. —Puedes asomarte; Ahora sí ya se fue —le avisó Flor a Tortuga. —Hay mucho ajetreo allá afuera —refunfuñó—. Voy dormirme un rato. Oscureció. La Luna romántica iluminó el paisaje nocturno. —Más vale poca luz a no veo nada, cara pálida —le dijo Flor.
—¿Todavía tan solitaria? —preguntó la Luna, arropándola con su tenue luminosidad—. ¿No has encontrado un amor? ¿Alguien a quien querer, cuya compañía te agrade? —Compañía he tenido mucha: Unos me agradaron, otros me dieron miedo, y hasta hubo con quien me peleé —platicó Flor animadamente—. Ni te imaginas el trajinar que hubo desde en la mañana hasta en la tarde. —Sí tengo idea —aclaró Luna—. A veces aparezco en el día y, aunque toda encandilada, he presenciado jornadas como la que tuviste hoy. A mí no me gusta el ajetreo sino la calma, y aunque también hay días tranquilos; prefiero la noche. En ella hay magia, misterio; Brotan miles de sueños. La imaginación se aviva, la ternura crece, hay intimidad, amores y recuerdos. Luna suspira. Su fulgor se extiende acariciante en torno a la Flor, y atrae a la Ardilla que sale de su refugio. Se recarga en su amiga, y ésta con su brazo-rama lo abraza por los hombros. —A mi compañero le atrajo tu voz. Parece que cuentas un cuento. —Esto no es cuento, querida. Son romances absorbidos en noches serenas los que me hacen hablar así. Él es tu novio, ¿verdad? —dijo Luna lunera poniéndose cascabelera— Lo conseguiste pronto, chula. —Las flores no tenemos novio, sólo amigos, como él. —Pues hacen bonita pareja. ¿No les gustaría bailar? —Yo estoy más puesto que un calcetín —exclamó Ardilla—. Hace rato me comí una bellota y panza llena corazón contento. Pero no hay música.
—Eso no es problema, yo hago brotar melodías de los sueños —las ondas luminosas de Luna sonaron rítmicas y armoniosas. Ardilla y Flor empezaron el baile. Apareció el Búho y se unió a la danza. El venado llegó corriendo y se puso a girar al compás de la música. Se acercó a la Tortuga y la invitó a bailar. —No... Tú eres muy acelerado... Me vas a tumbar. —No, Conchita. Bailamos a tu ritmo. Ándale, vamos, está bien padre la música, ándale. —Nada más no me zangolotees mucho, Venado —se animó Tortuga, pues a ella también le habían dado ganas de bailar. El resplandor musical de la Luna creció animando el baile. De pronto se oyeron aullidos de lobo que asustaron a la alegre concurrencia. Todos pararon de bailar. Venado se fue corriendo; Tortuga colocándose junto a una piedra, se enconchó. El Búho voló; La Ardilla se metió en su guarida, y Flor se quedó sola otra vez. —¿Por qué chillaste tan feo? —le reclamó a la pálida luminosa— Asustaste a mis amigos. Tan a gusto que estábamos. —No fui yo, fueron los lobos —respondió la Luna embelesada—. Así me cantan ellos cuando los acaricio
con mi luz. Su aullar me vuelve luna amorosa. Amo con mi irradiación montañas y desiertos, ríos y mares y el espacio inmenso. Luna palpita dentro de sí; Emite destellos amorosos que se extienden sobre la tierra. Envuelve en un halo luminoso a Flor, y le da un beso de despedida con su aliento. Luego se van desdibujando sus ojos, su nariz, su boca, sus mejillas. Atraída por Flor, la Luna había vivificado su rostro y sus palabras para dialogar con ella. Pero los lobos le han reanimado su sensibilidad, y la Luna quiere esparcir su ternura por todo el mundo; por eso se reconcentra en sí misma. Vuelve a ser una esfera radiante en el cielo con pequeñas manchas de amor, que extiende sus caricias luminosas por toda la región que alumbra. —Oiga, señora, no se aleje, no se pierda —le dice Flor angustiada. La Luna había despertado en ella los sentimientos, y la tristeza le hizo brotar el rocío de sus pupilas. Después de un rato triste en medio del silencio de lejanía de la Luna; Flor, convencida de que su amiga luminosa remontada en las alturas no dialogaría más con ella, quiso dormirse y que pasara la noche sin sentirla. Sin embargo, las emociones que experimentó desde la mañana hasta ese momento, la mantenían inquieta y no podía conciliar el sueño.
—Será cierto eso de que en la noche hay cosas maravillosas —se estuvo diciendo Flor hasta que se animó a caminar bajo la pálida luz para buscarlas. Al rato sintió incertidumbre y se puso nerviosa. —Cálmate, Flor, no te sugestiones. Piensa en cosas agradables... Muchas emociones hoy… Ah, mi primera fiesta... Platicaba con ella misma tratando de tranquilizarse, pero no pudo. Entonces decidió volver a su lugar de origen. Cuando llegó fue a buscar a su compañero de baile. —Amigo, ¿cómo te llamas? —le preguntó asomando a la madriguera. —Ardi —le contestó él desde adentro.
—¡Ah, caray! —se sorprendió Flor pensando en la imposibilidad de volver bajo tierra— Una vez que brotamos las flores, sólo nuestras semillas se entierran para que nazcan las hijas. Se oyeron tamborileos, pitos, sonajas y cascabeles. Ardilla se asustó. —Esos son cazadores, disecadores de animales como yo, para usarlas de adornos en sus casas. Adióoos —exclamó Ardi de corridito, y se hundió en su guarida. —Oye, Ardi, porque no bailamos un ratito y así entramos en calor —le propuso Flor—. Yo tarareo. —Si habiendo música te pisé. Tarareado sería peor. —Cuando menos ven a hacerme compañía. —No, florecita —contestó Ardi asomando la cabeza—. Hay muchos carnívoros regados por ahí. Me descuido y me comen. Mejor entra tú a mi casa. —¡Ah, caray! —se sorprendió Flor pensando en la imposibilidad de volver bajo tierra— Una vez que brotamos las flores, sólo nuestras semillas se entierran para que nazcan las hijas. Se oyeron tamborileos, pitos, sonajas y cascabeles. Ardilla se asustó. —Esos son cazadores, disecadores de animales como yo, para usarlas de adornos en sus casas. Adióoos — exclamó Ardi de corridito, y se hundió en su guarida.
Un conejo venía sonando su tamboril y soplando su chirimía. Bailaba la especie de danza indígena que estaba tocando. Traía morral con ramas, y llevaba amuletos colgados por toda su indumentaria. Cuando vio a Flor se detuvo. Se acercó misterioso. Ella permaneció a la expectativa. —Aquí llegó el remedio de todas las congojas —gritó su pregón el conejo. —¡Ay! ¡Ay! —se sobresaltó Flor. Conejo le sonrió. Ella lo miró detenidamente y fue serenándose. —¡No asustes! —le reclamó. —Ah, te asustaste, criatura de Dios. Déjame curarte. Curar de susto es mi especialidad —anunció el Conejo. —¿Si me curas de susto ya no volveré a asustarme? — quiso saber Flor. —No. Si no te asustara nada, no tendrías precauciones y sería peligroso. Mi curación sólo te quitará la impresión que te dejó el susto —explicó el Conejo. —Ah, bueno —aceptó Flor. El curandero esculcó en su morral y sacó un huevo. —¡Ah, no! Esto es para curar el mal de ojo —exclamó; luego tomó unas ramas de pirul y las sacudió frente a Flor—. Voy a barrerte. —Ni que fuera piso. —Voy a barrerte con estas ramas de pirul para curarte. —Está bien.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó a la asustada. —Flor. —Flor, vente, no te quedes. —Aquí estoy a un lado tuyo. —Le estoy hablando a tu espíritu. —¿A mí espíritu? —Sí. Cuando alguien nos espanta, el espíritu se hace chiquito y se esconde en un rincón dentro de uno mismo... —¡¿Pero, cómo?! —No sé, pero el enfermo de susto se queda ido, anda atolondrado y cualquier cosa le sobresalta. —Pues yo ni ando atolondrada ni me espanta cualquier cosa, y tengo mi espíritu bien desparramado por mi tallo, mis hojas, mi corola y mis pétalos. —Vamos a ver —Conejo ausculta a Flor al tiempo que va dictaminando como un doctor—. Tu mirada está normal... No tienes mal aspecto... Muy sonrosada... No, tú no estás enferma. Los asustados parece que tienen chorrillo: andan pálidos, pálidos El curandero guardó las ramas de pirul. —A poco la luna tiene chorrillo, está pálida, pálida. —Esa es palidez de enamorado. Yo, los amuletos del amor los hago cuando hay luna llena. —Oye, ¿tú eres el cazador, disecador de animales para adornar tu casa? —le preguntó Flor, acordándose de lo que había dicho Ardilla.
—Ts, ts, ts. Yo no tengo esas costumbres. Sólo practico magia blanca con hierbas, amuletos y ritos —Conejo se explaya—. Como soy conejo, decidí ser curandero. Usan mis patas y mi cola como amuletos de buena suerte. Yo me dije: achis, achis. Pues mejor me uso yo solo. Me sobo las patas y la cola mientras curo. Si vieras que buen resultado me da. —¿En serio? —¡Serio! Y como soy herbívoro, conozco muchas hierbas y las receto contra los males. Búho se había acercado y estaba escuchando al curandero desde hacía rato, meneando la cabeza en señal de disgusto y desaprobación. —¡Patrañas, patrañas! Es un charlatán —tronó muy enojado, acercándose al Conejo. —Mira, mira —se pitorreó el curandero. —Es usted la vergüenza del conocimiento científico, caballero —sentenció circunspecto el ave nocturna. —Párale a tu taco, párale a tu rollo, viejo repelón. —El lenguaje típico de un integrante del PIS. —¿Del PIS? ¿Te haces en la cama? —preguntó Flor a Conejo. —No, del PIS: Promotores de Ignorancia y Superstición —aclaró Búho. —Bien que te pones mis chiqueadores cuando te duele la cabeza —dijo el curandero. —No insulte, caballero. Lo que me pongo es producto de investigaciones científicas de mis colegas.
—No te azotes, rechonchito, no te azotes. Es lo mismo. —No me colme la paciencia, señor mío. También tengo capacidad para encolerizarme. Lárguese, vámonos, zape, cúchala —el emplumado empujó a Conejo. —No me avientes, tecolote trasnochado —Conejo se puso en guardia como boxeador—. No me avientes porque te surto. —Ah, pillo, piensas impresionarme. ¡Ja! Sábete que el deporte no está reñido con la sabiduría. Mente sana en cuerpo sano. Estás perdido, soy experto en pugilismo —Búho mostró sus puños disponiéndose a la pelea. Ambos se estuvieron lanzando golpes sin puntería hasta que Flor se interpuso entre ellos. Los rivales suspendieron sus inofensivas fintas, y se quedaron intercambiando miradas retadoras. —Ya no se peleen —les pidió Flor—. Mejor ayúdenme a encontrar solución a mis problemas —Tú que te sientes tan fufurufo, ¿qué vas hacer pa’ remediar los males de esta flor campestre? —retó el curandero al científico. —Por lo pronto, anoche me asustó —dijo Flor. —¿Te barro? —se ofreció el Conejo. —No. Me asustó, pero no espantó mi espíritu. —Yo investigo las causas —dijo el pájaro investigador—. Sin embargo...
—Nada de peros, di que no puedes y ya —interrumpió el curandero y dirigiéndose a Flor, continuó—. Yo sí te ayudaré, flor silvestre. Para empezar, mejoraremos tu suerte... —Eso es el azar —contraatacó Búho—. Los científicos lo consideran, no obstante... —No le hagas caso, nena. Se siente muy muy usando ese vocabulario. Si tienes problemas, estás cargada de mala suerte. Te haré una limpia. —Discúlpame, curandero: No soy una flor sucia. Ando aseada. —Limpiarte de la mala suerte, quitártela de encima —le explicó Conejo, buscando en su morral. El profesor emplumado se acercó a Flor y le dijo al oído: —Este miembro del PIS es un merolico. No te dejes abrumar por sus supercherías. —¿Y qué hago, señor emplumado? El Conejo se puso una máscara y seguía esculcando en su morral. —No sé —le respondió Búho a Flor—. Sólo te advierto que esto no conduce a nada bueno. El ave nocturna hizo una pausa al recordar que había ido a hablar con Flor sobre su caso; sin embargo no recordaba qué iba a decirle. —Yo venía a informarte algo —le dijo—. El pleito con este tipo me hizo olvidarlo. ¿Qué era? ¿Qué era? —¿Sobre el invierno, sobre la noche, sobre?.. —Flor trataba de ayudarlo a recordar.
Conejo terminó sus preparativos para hacer el conjuro que quitara la mala suerte a Flor. —¡Ah! Ya me acordé —exclamó de pronto el emplumado—. Estuve investigando. Yo siempre investigo, siempre; no como otros que se creen adivinos. —Eres puro pico, puro pico; no arreglas nada —criticó el curandero. —Nada de eso, señor mío. Hice mis infalibles pronósticos meteorológicos, y de acuerdo con lo que he estudiado del caso de esta flor tardía, llegué a la siguiente conclusión: Si ella pasa esta noche aquí, se secará sin remedio —¿¡Cómo!? —se alarmó Flor. —Esta noche habrá helada —explicó Búho—. No aguantarás más a la intemperie. —No te preocupes —recomendó tortuga sacando la cabeza de su concha. —¡Conchita! —exclamó Conejo entusiasmado—. Tienes razón: Esta muchacha anda muy afligida, sobre todo por los pronósticos de esta ave de mal agüero. A pesar de ello yo la despreocuparé con mis remedios —colocó sobre Tortuga sus utensilios—. Estos elementos absorberán tu gran paciencia, amiga. Danzó alrededor de la conchuda; luego arrojó con fuerza puños de polvo sobre Flor y Búho, al tiempo que decía: —Con estos polvos se alejarán los malos espíritus. —A mí no, conejo cochino —protestó el enojadísimo pájaro.
Ardilla salió del hoyo y se acercó al Conejo. —¿Y las fieras? ¿Se alejarán también con esos polvos? —le preguntó. —No es repelente, pero quien quite y sirva —contestó polveando a Ardi. Llegó el venado gritando: —¡El hombre, el hombre! Ahí viene el hombre —y prosiguió su carrera. —¡El hombre, el hombre! —repitieron espantados los otros animales— ¡Vámonos! Ardilla y tortuga se escondieron; Conejo huyó a toda prisa y Búho se fue volan-do. Flor se quedó desconcertada: —¿El hombre? ¿Será vegetariano? ¿Comerá flores? — se preguntó angustiada— ¡Ay, nanita! ¿Y ahora?.. Me quedaré quietecita, a ver qué pasa. Se acicala. Se acomoda en el sitio donde nació y se inmoviliza. viento que la mueve. —Tienes razón, hijo. La pondremos en una maceta dentro de la casa y ahí estará muy sana. Flor sonríe. —A mamá le gustará mucho. Arrancaron la planta con cuidado, y se la llevaron a su casa.
fin