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VELÁZQUEZ EN EL MUSEO DEL PRADO Módulo 5. Década de los 40 y 2º viaje a Italia


CONTENIDO La década de los 40 y 2º viaje a italia ................................................................................................. 3 Ferdinando Brandani ........................................................................................................................... 4 Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, a caballo .................................................................... 5 El bufón Calabacillas .......................................................................................................................... 7 El bufón el Primo ................................................................................................................................ 8 Pablo de Valladolid ............................................................................................................................. 9 Marte ................................................................................................................................................. 10

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LA DÉCADA DE LOS 40 Y 2º VIAJE A ITALIA A pesar de sus muchos problemas militares, económicos y familiares, Felipe IV no perdió su pasión por el arte ni sus deseos de seguir enriqueciendo su colección. Por este motivo encargó a Velázquez que fuera de nuevo a Italia a buscarle pinturas y esculturas antiguas. Partió Velázquez en enero de 1649, recién nombrado ayuda de cámara del rey, y llevó consigo pinturas para el papa Inocencio X en su Jubileo. Este segundo viaje a Italia de Velázquez tuvo consecuencias importantes para su vida personal, lo mismo que para su carrera profesional. En Roma tuvo un hijo natural, llamado Antonio, y dio la libertad a su esclavo de muchos años, Juan de Pareja. En cuanto a su comisión, sabemos el éxito que tuvo gracias a Palomino y los documentos al respecto, y también cómo se le honró al elegirle académico de San Lucas y socio de la Congregación de los Virtuosos. Se ganó asimismo el patrocinio de la curia durante su estancia en Roma. En cuanto a su retrato de Juan de Pareja (1650, Metropolitan Museum of Art, Nueva York), expuesto en el Panteón romano, Palomino cuenta cómo "a voto de todos los pintores de todas las naciones [a la vista del cuadro], todo lo demás parecía pintura, pero éste solo verdad". Su mayor triunfo por entonces fue granjearse el favor del papa para que le dejara retratarle, favor concedido a pocos extranjeros, retrato (Galleria Doria Pamphilj, Roma) que le valió más adelante el apoyo del pontífice a la hora de solicitar permiso para entrar en una de las órdenes militares. Pintado en el verano de 1650, «ha sido el pasmo de Roma, copiándolo todos por estudio y admirándolo por milagro», según Palomino, que no exageraba, por cierto, con estas palabras. Existen múltiples copias del cuadro que ha inspirado a numerosos pintores desde que se pintó hasta hoy. La impresión de formas y texturas creada con luz y color mediante pinceladas sueltas recuerda la deuda de Velázquez a Tiziano, y anuncia el estilo avanzado y tan personal de sus últimas obras. A esta estancia en Italia se atribuye también, por su estilo, originalidad e historia, "La Venus del espejo" (1650-1651, National Gallery, Londres), el único desnudo femenino conservado de su mano. Se trata de una obra de ricas resonancias, una vez más, de Tiziano y de las estatuas antiguas, pero el concepto de una diosa en forma de mujer viva es característico del lenguaje personal del maestro español, único en su tiempo. De vuelta en Madrid en 1652, y con el nuevo cargo de aposentador de Palacio, Velázquez se entregó al adorno de las salas del Alcázar, aprovechándose en parte de las obras de arte adquiridas en Italia, entre las cuales, según los testimonios conservados, había alrededor de trescientas esculturas. En 1656, el rey le mandó llevar cuarenta y una pinturas a El Escorial, entre ellas las compradas en la almoneda londinense del malogrado monarca inglés Carlos I. Según Palomino, redactó una memoria acerca de ellas en la que manifestó su erudición y gran conocimiento del arte. Luego, para el salón de los espejos, donde estaban colgadas las pinturas venecianas preferidas del rey, pintó cuatro mitologías e hizo el proyecto para el techo, con la distribución de temas, que ejecutarían dos pintores boloñeses contratados por Velázquez en Italia. A pesar de estas ocupaciones, Velázquez no dejó de pintar, y encontró nuevos modelos en la joven reina Mariana y sus hijos. "La reina Mariana de Austria" (h. 1651-1652, Prado) y "La infanta María Teresa", ¬hija del primer matrimonio del rey (1652-1653, Kunsthistorisches Museum, Viena), resultan muy parecidas en estos retratos en cuanto a sus caras y sus figuras, emparejadas por las extravagancias de la nueva moda. Supo crear con pincelada suelta, sin definir los detalles, la forma y los elementos decorativos del enorme guardainfante, así como los exagerados peinados y maquillajes. Consiguió, con la misma

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libertad de toques, resaltar la tierna vitalidad de los jóvenes infantes, dentro de la rígida funda de sus vestidos. Los últimos dos retratos de Felipe IV, copiados al óleo y al buril, son bien diferentes (16531657, Prado; h. 1656, National Gallery, Londres): bustos sencillos vestidos de trajes oscuros, informales e íntimos, que reflejan el decaimiento físico y moral del monarca del cual se dio cuenta. Hacía nueve años que no se le había retratado y, como él mismo dijo en 1653: «No me inclino a pasar por la flema de ¬Velázquez, como por no verme ir envejeciendo». FERDINANDO BRANDANI 1650. Óleo sobre lienzo, 50,5 x 47 cm. Este retrato fue realizado durante el segundo viaje de Velázquez a Italia (1649-51), y durante años se desconoció la identidad del modelo. Recientemente se ha identificado con el banquero Ferdinando Brandani (¿1603?-1654), que tenía antecedentes portugueses y era persona cercana a Juan de Córdoba, el agente español que se encargó de Velázquez en Roma. Su amistad con Juan de Córdoba, su postura pro española y su empleo en la corte papal lo convertían en un buen candidato para ser retratado por Velázquez, a lo que hay que añadir su interés por la pintura, un material con el que se relacionó como comerciante y coleccionista. Para construir esta obra, Velázquez usó una gama cromática muy reducida, pero de gran variedad de tonos, y utilizó magistralmente las luces para modelar el rostro, variar el fondo y dar volumen a la figura. Es un tipo de modelado parecido al de otros retratos romanos, como el de Inocencio X o el de Juan de Pareja. En todos ellos, las luces y las sombras contribuyen de forma fundamental a la definición de los rasgos y, al mismo tiempo, establecen un juego de brillos del que también participan el iris de los ojos o el rojo de los labios, lo que da una gran unidad expresiva al conjunto y facilita la transmisión de la sensación de vida y palpitación, que resulta tan característica de esta obra. Es una carne sanguínea y extraordinariamente rica en matices, prototípicamente velazqueña (Texto extractado de Portús, J.: Velázquez y la familia de Felipe IV, Museo Nacional del Prado, 2013, p. 100).

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GASPAR DE GUZMÁN, CONDE-DUQUE DE OLIVARES, A CABALLO Hacia 1636. Óleo sobre lienzo, 313 x 239 cm.

Además de Felipe IV y Velázquez, el tercer nombre al que está íntimamente asociada la memoria del palacio del Buen Retiro es Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares (1587-1645). Cuando Felipe IV accedió al trono en 1621 tenía únicamente dieciséis años y delegó gran parte de las tareas de gobierno en Olivares, que contaba con treinta y cuatro y demostró una gran habilidad política y una extraordinaria capacidad de trabajo. Desde ese momento su poder fue en aumento, y en los años treinta había alcanzado cotas muy altas. De él partió muy probablemente la iniciativa para la

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construcción del palacio, que se levantó en terrenos de su propiedad con la intención de construir un marco adecuado para que la todavía poderosa corte española se manifestase en todo su esplendor. El conde-duque ha tenido una notable fortuna iconográfica, a la que han contribuido artistas muy importantes, como Rubens o, sobre todo, Velázquez, que encontró protección en el todopoderoso ministro una vez que se estableció en la corte. Aunque a través de casi todas estas imágenes es fácil conocer el papel principal que desempeñaba dentro de la estructura del Estado, no hay ninguna que transmita de manera más nítida el poder y la autoridad que tuvo como este retrato ecuestre. El estilo de la obra y la caída en desgracia de su modelo a principios de 1643 aconsejan fecharla durante los años treinta, tras el momento clasicista que sucedió al primer viaje de Velázquez a Italia. Dentro de ese marco cronológico se han planteado dos hipótesis. Las grandes semejanzas que guarda con la figura del duque de Feria a caballo, tal y como aparece en El socorro de Brisach de Jusepe Leonardo (P00859), sugiere que es anterior a esta obra, que fue pintada entre 1633 y 1635 para el Salón de Reinos. Algunos críticos, sin embargo, identifican la batalla que aparece al fondo como la toma de Fuenterrabía, un importante hecho de armas que tuvo lugar en 1638, lo que obligaría a retrasar la fecha. Extraña, sin embargo, que se trate de esa población, pues su característica más importante desde el punto de vista iconográfico es su carácter costero, y en el cuadro lo que aparece es un río cruzado por un puente. No hace falta dar un nombre concreto a la batalla que está teniendo lugar al fondo para entender su significado y su función. Velázquez, que era muy sutil a la hora de dotar sus obras de contenido y de describir a sus modelos, está representando en esta pintura no sólo al conde-duque de Olivares, sino también a un valido. Así lo demuestra la comparación de este retrato con el de Felipe IV, a caballo (P01178). El pintor representa al monarca majestuoso, ante un paisaje amplio, tranquilo y sosegado, expresando majestad real. Felipe IV era rey de forma natural, porque desde su nacimiento estaba destinado a ello. Eso no impide que como tal estuviera sujeto a una serie precisa de obligaciones. El valido, sin embargo, había llegado a ocupar esa posición gracias a su esfuerzo y al ejercicio de una serie de virtudes políticas, y eso se traduce en esta obra. El severo perfil de Felipe IV se transforma aquí en un escorzo, que aporta dinamismo y violencia a la composición. Esas cualidades están subrayadas por la actitud del modelo que, en vez de mirar impertérrito al frente, vuelve enérgico su mirada arrogante hacia el espectador, y también se enfatizan por la manera como jinete y caballo invaden casi todo el primer plano. De Felipe IV sabemos, a través de su indumentaria y sus insignias, que tenía responsabilidades militares, de acuerdo con su condición de rey. En el caso de Olivares, el pintor necesita mostrarlas de una manera más explícita, y recurre a representarlo dirigiendo una batalla que se desarrolla al fondo, y que está descrita en términos muy realistas, pues no faltan caballos derribados y humaredas. El cuadro, que es la mejor expresión del poder que alcanzó su modelo en la época de construcción del Buen Retiro, fue pintado para el conde-duque. Ingresó en las colecciones reales en 1769, cuando Carlos III lo adquirió en la venta de los bienes del marqués de la Ensenada (Texto extractado de

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Portús, J. en: El Palacio del Rey Planeta. Felipe IV y el Buen Retiro, Museo Nacional del Prado, 2005, p. 80).

EL BUFÓN CALABACILLAS 1635 - 1639. Óleo sobre lienzo, 106 x 83 cm. Aunque durante mucho tiempo ha sido identificado con el llamado Bobo de Coria, el personaje que aparece casi arrumbado en el suelo indeterminado es Juan Calabazas, que sirvió primero como bufón del cardenal infante don Fernando de Austria y en 1632 pasó al servicio del rey, para morir siete años más tarde. Su sonrisa entre alelada y beatífica y las calabazas que tiene junto a sí en el suelo son claros indicios del retraso mental que afectaba a este bufón. También lo es su nombre, que se cuenta entre los que han sido denominados como nombres-mote; es decir, aquellos puestos a posteriori y que se basan en una característica física, psíquica o biográfica del interesado. Calabazas es un apellido que se documenta respecto a otros bufones desde mediados del siglo XVI y hace alusión a una tara mental, por cuanto existía una tradición de uso de esa palabra para referirse a la falta de juicio. Se ha apuntado muy atinadamente que la relación entre este fruto y la estulticia procede en parte del hecho de que fuera común el uso de cascos de calabaza para la compostura de heridas en el cráneo. Estamos ante uno de los varios retratos de bufones de Velázquez que basan su eficacia comunicativa en la presencia imponente del personaje en un primerísimo plano, su ubicación en un espacio indeterminado, su extraña y casi descoyuntada postura (inadecuada en cualquier otro tipo de retrato) y el juego entre la deformidad física y la expresión insólita. Además, en esta llama poderosamente la atención el tratamiento técnico, sobre todo en lo que se refiere a la cabeza, realizada a base de un eficaz difuminado que evoca dos de los versos del poema de Rafael Alberti dedicado al pintor: Nunca la línea se sintió más ágil / y menos responsable del contorno (Texto extractado de Portús, J.: Velázquez. Guía, Museo del Prado, 1999, p. 174).

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EL BUFÓN EL PRIMO 1644. Óleo sobre lienzo, 106,5 x 82,5 cm. De entre todos los bufones de Velázquez este es uno de los más sobresalientes e impactantes, a lo que contribuye mucho la austera construcción espacial, pues la ausencia del espacio propicia la reflexión y la concentración. El color es espléndido, sobre todo la forma como está resuelto el contraste del verde del traje y el ocre del espacio con el rojo y oro de la chaquetilla y el plata de las mangas y la valona. Del retratado se sabe que sirvió al cardenal infante en Flandes y que a su muerte regresó a España, donde se puso al servicio del príncipe Baltasar Carlos en 1643. Se ha dicho que es el enano que le acompaña en el cuadro que le muestra en una lección de equitación. El caso es que el príncipe llegó a apreciarle, y de ello dejó prueba en su testamento, en el que le legó varias armas y dos veneras. También se ha dicho que la rica ropilla que le cubre pudo ser regalo de su señor. La fecha del cuadro ha sido bastante discutida. Se supone que data de hacia 1645, pero en todo caso ha de situarse entre 1643 y 1649, año de la muerte del modelo. Velázquez ha sabido jugar con el contraste entre la expresión grave, reflexiva y melancólica del enano y la deformidad de su cuerpo casi infantil, y a través de él ha propiciado en sus espectadores durante varios siglos una reflexión que va más allá de las particulares circunstancias del modelo y se extiende a la definición de la condición humana (Texto extractado de Portús, J.: Velázquez. Guía, Museo del Prado, 1999, p. 170). Las últimas investigaciones invitan a identificar esta obra con el cuadro que realizó Velázquez en Fraga en 1644, que representaba al bufón "El Primo".

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PABLO DE VALLADOLID Hacia 1635. Óleo sobre lienzo, 209 x 123 cm.

En el mundo de los bufones palaciegos se distinguía entre aquellos cuyo atractivo residía en sus taras físicas o mentales y los que, desprovistos de esas taras, tenían como oficio divertir con su ingenio o personalidad. Entre estos últimos se contaba Pablo de Valladolid, que nació en Vallecas en 1587 y murió en diciembre de 1648, después de haber estado al servicio de la Corte desde 1632. En este cuadro aparece en una actitud declamatoria que hizo que durante mucho tiempo la pintura fuera identificada como el cómico. La razón de ser de esta acción se debe a que muy probablemente entre los recursos que utilizaba esa gente para entretener a la familia real, y en consecuencia seguir contando con un sueldo de la Corte, figuraba la declamación o la interpretación de carácter teatral. Se trata de uno de los retratos en que Velázquez hace un mayor alarde de su voluntaria restricción de

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medios pictóricos: la gama cromática es muy limitada, aunque muy rica en matices, el personaje sólo se vale de su propia expresión y su gesto, sin ningún tipo de adminículo que la apoye, y se alza sobre un espacio indeterminado apenas sugerido por la tenue sombra que arroja su cuerpo. Tanta sobriedad, lejos de restar contenido y expresión a la obra, los multiplica, y obliga al espectador a enfrentarse directamente, sin intermediarios que le distraigan, con el sujeto que tiene delante. Pero conseguir tal efecto no depende de la sola voluntad del pintor, quien debe estar dotado además de unos recursos técnicos que le permitan sacar partido de tan parcos medios y fundir al personaje con el espacio en que está inmerso. Esta retórica de lo esencial fue muy valorada por los pintores del siglo XIX, como Edouard Manet, quien comentó que esta obra es quizá el trozo de pintura más asombroso que se haya pintado jamás, y se basó en ella para construir su famoso Pífano. Se ha fechado en torno a 1635, aunque hay disparidad, y algunos creen que formó parte de un grupo de cuadros que en 1634 se pagaron a Velázquez para decorar el Buen Retiro (Texto extractado de Portús, J.: Velázquez. Guía, Museo del Prado, 1999, p. 162).

MARTE Hacia 1638. Óleo sobre lienzo, 179 x 95 cm. El Marte de Velázquez está documentado por primera vez en la Torre de la Parada, una residencia real de caza donde Felipe IV podía practicar su entretenimiento favorito. Además, estaba dedicada a las aficiones artísticas del rey, ya que se decoró principalmente con temas mitológicos ovidianos encargados en 1636 a Rubens y a su taller. Era justo que el pintor real, Velázquez, estuviera representado en una colección tan importante, donde también se instalaron sus imágenes de Esopo (P01206) y Menipo (P01207) y varios retratos de enanos. El contraste estilístico entre sus obras y las de los artistas flamencos sería motivo de deleite para un entendido en pintura como era el rey. Velázquez retrató a Marte en tamaño natural, a partir de un modelo vivo, quizá un soldado veterano, en una postura que recuerda al famoso Ares Ludovisi. Explota las propiedades ilusionistas de la pintura para evocar la presencia de un hombre de carne y hueso; el color cálido de las carnaciones vivifica la figura, que aparece bañada en una iluminación atmosférica realista, con el rostro ensombrecido por el casco. La laca roja, líquida y transparente, está mezclada en húmedo sobre húmedo con toques de bermellón y blanco para crear un juego de pliegues y sombras, y manejada con

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una fluidez que hace pensar en Tintoretto. Hay un contraste cromático llamativo con el azul primario del taparrabos, que originalmente cubría algo más de la pierna izquierda y seguía el contorno de la derecha. Es el convincente naturalismo que logra la innovadora técnica de Velázquez lo que en última instancia reivindica la superioridad del arte que había escogido en el paragone con la escultura . Como es habitual en Velázquez, hay un tratamiento paradójico del mito, en cuya construcción representa un papel básico la armadura y otros atributos bélicos. Por un lado, su presencia es lo que permite identificar al personaje con Marte; pero, por otro, la forma en la que se exhiben sitúa la representación en un terreno ambiguo. De su armadura, el dios de la guerra sólo conserva puesto el yelmo; y en vez de sujetar erguido el bastón de general, lo apoya con desgana en el suelo. La rodela, la espada y el resto de la armadura yacen a los pies de una cama desordenada, la misma sobre la que descansa un Marte de cuerpo laxo y actitud melancólica. El uso de referencias a armaduras y objetos guerreros esparcidos o amontonados por el suelo tenía una larga tradición figurativa y literaria en la que hay que inscribir esta imagen. Generalmente alude a la derrota de las armas, y con frecuencia al tópico de que el Amor todo lo vence, un tema que tuvo su expresión en la literatura emblemática, que se encarnó en una conocida pintura de Caravaggio (Berlín, Staatliche Museen), y que probablemente subyace en esta pintura (Texto extractado de Portús, J. en: El arte del poder. La Real Armería y el retrato de corte, Museo Nacional del Prado, 2010, p. 108).

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