Un polvo raro

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un polvo raro



FRANCISCO MATEOS CANO

un polvo raro

EDICIONES DEL PRIMOR

MADRID 2009


Primera edición: mayo 2009  Francisco Mateos Cano Diseño colección: Jorge del Primor Producción editorial: José L. Zúñiga Coordinación: Isabel Lázaro Idea cubierta: Jorge del Primor Ilustraciones: Manuel Álvarez Monteserín Corrección de pruebas: Lidón Nebot Depósito legal: I.S.B.N.: 978-84-960006-33-1 Impreso en España. Todos los derechos reservados

Esta edición de

un polvo raro al cuidado de Jorge del Primor, ha sido compuesta en tipos Bookman Old Style e impresa sobre papel verjurado de la casa Galgo.


“Habría que añadir dos derechos a la lista de los derechos del hombre: El derecho al desorden y el derecho a marcharse.” Charles Baudelaire



P R Á C TIC A M EN TE N A D A



I. La habitación verde

Bajé las escaleras por primera vez. Aunque las había visto de noche, todo había cambiado de lugar. La luz resbalaba ahora diagonalmente. Yo seguía despeinado y me sentía como algo entre todo lo demás: como un suspiro en la primera fila del cine. „Tienes talento Fran, tienes talento‟. La noche poco a poco se iba deshaciendo en mi cabeza para volver a construirse en forma de recuerdo. „Tienes talento‟, me decía a mí mismo. Mi aspecto era lamentable como nunca y las paredes de hormigón descartaban posibilidades. Llevaba una chaqueta de pana gastada sobre una camiseta azul de algodón. Aun así la escena renovadora y reconstruida se podría calificar de interesante. Como si el amor hubiera pasado de largo, todas mis opiniones del día vacilaron hasta encontrarse huecas: la primera caricia, el primer beso, las paredes huecas, todo hueco. Sin embargo, respiré hondo. Sentí la bruma de un presente mejor. Las ventanas miraban con recelo hacia un verde absoluto. Era paradisíaco, genial, grosero. Os hablaré de ella. La conoceréis. Le hablaré al mundo. Contaré mi noche, magnífica, memorable, absoluta. No me parecía muy alta pero su piel estaba hecha de pequeñas y ágiles gotas de luz.

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Ella era dorada en sí misma, emitía un tipo de energía casi positiva. Reservada, insolente, incierta e incluso nostálgica. Se llamaba Ariadna. Era algo cada vez más bello entre mis manos antiguas. ¡Oh Ariadna! Háblame de la vida que me planteas, de las mañanas frías como el hielo, de la resignación al amanecer. Cuéntamelo, Ariadna. Genera en mí esa especie de inconformismo. Permite que todo sea verde, Ariadna, haz que las vistas no sean sino el boceto de nuestra historia. Ya era jueves y no quise recibir mensajes. Porque todo había estado y estará justificado. Incluso el olvido. También lo estarán las palabras tangentes. Yo, Francisco Mateos Cano, a estas alturas no soy nadie pero algún día ella recibirá mi libro. Lo colocará sobre su estantería metálica mientras le resuelven otras voces. Y empezará otra forma de amor: el recuerdo.

II. La actriz francesa

Sin apenas haberme lavado la cara, el día ya me parecía una mierda. Todavía resbalaban entre las sábanas pequeños fragmentos de película. Era una historia hecha de pequeñas historias, coreografiada por la mejor actriz de todos los tiempos.

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Se llamaba Audrey y sus papeles eran tan pequeños como un billete de metro. De pequeña no soñaba con ser actriz, pero tampoco soñaba con Paul McCartney. A veces le gustaba el color de la fruta en las calles de Montmartre. Le gustaba bajar las escaleras del Sacré Coeur y escuchar la música anónima de los tristísimos artistas espontáneos. La vida era sencilla y le ofrecía perspectivas aéreas de un París absolutamente suyo. No le gustaba sentirse especial. Pensaba que sentirte especial te excluye de toda capacidad de serlo. Era una más entre una multitud ambigua y translúcida. Atendía fijamente las conversaciones livianas entre el carnicero y el ama de casa. Aquellas conversaciones le parecían literatura y poesía y ciencia. Estaban hechas de restos arrojados por sus vidas fugaces. Se llamaba Audrey y sus zapatos eran verdes casi todos los veranos: como flores arrancadas del invierno. Le gustaba mirarse al espejo y sentirse guapa. Pero no a los ojos de todo el mundo, seguramente habría sido capaz de inventar la belleza. El nuevo canon para escribir la historia. Una belleza íntima, sincera, gestual y desconocida. ¡Oh Audrey! Su pelo era negro. Tan negro como puedas imaginar. Como la noche barriendo una calle sin salida.

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Cuando se sentía indecisa se proponía juegos mentales que casi nunca resultaban. Por ejemplo, si quería saber cuándo iba a volver su padre a casa, contaba los copos de nieve que quedaban en el alfeizar de la ventana. Nunca acertaba, pero disfrutaba delegando semejantes responsabilidades al azar. En la primera escena que he recordado tras el café aparecía desnuda recibiendo un masaje. Pero eran sus ojos, sus negros ojos, sus violentos ojos, los que finalmente admitían su desnudez como algo inevitable.

III. Quiero ser escritor

Primero me dijiste que eras actriz y después todo lo demás. Yo intenté justificar mi insignificancia alegando que quería ser escritor. Tuve que reconocer que no te

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conocía de nada. Después comprobé que era la única forma de que no me malinterpretaras. Porque te vi encerrada en las paredes de una lágrima, separada de todo el mundo por el vestíbulo creado por tu tristeza. Pasados diez minutos te había invitado a un vodka con lima (pensé que tenías mal gusto) con un dinero que no tenía. Te expliqué el funcionamiento de la noche con la ingenuidad de una x en una ecuación sencilla. Tú ni siquiera querías entender la velocidad del mundo. Por eso te reíste de la última broma que hice. Yo sé que no estuve a la altura. Tras cincuenta y dos lágrimas te convencí para dormir conmigo. No voy a contar otra cosa, te lo prometí. Me llegaste a agradecer que quitara un pantalón sucio de la cama y la radio sin pilas de debajo de la almohada. Yo contrasté el tiempo de uso del pijama y te dejé un chándal viejo. Fue entonces, Verónica, sólo entonces, cuando te volví a decir que quería ser escritor. Nunca antes lo había visto tan claro como en el perfil de tus pestañas. Ahí me tenías, de rodillas, dejándote dormir. Creyendo en la voluntad del tiempo a lomos de un caballo metafórico. Me dio igual tu contestación porque yo quería ser escritor. Biógrafo de tu melancolía, reconciliador de tu sonrisa con el mundo. Así, tocando tu espalda con unos dedos de fue-

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go, generando una melodía de sueños y problemas, te dormiste en brazos del domingo. En el punto ciego de tu nuca desaparecieron todos los restos de la mañana. Tu forma de despertar fue simplemente adecuada. Adecuada al tamaño escueto de mi cama y a la fragilidad inexperta de mis manos. Te pregunté si querías un café y me dijiste que no querías volver a verme. Yo sólo tuve reflejos para hacer café para dos y mirar por la ventana. La manera de entrar al coche era el apellido de todos tus remordimientos. La tapicería de tu asiento disfrutaba del esquema de tu cuerpo de un modo parecido al mío. Sé de sobra que no vas a volver a llamarme (no me pediste el teléfono). Que no preguntarás por el colgante que dejaste enrollado en el tirador de la ventana (‟para que no se rompa‟). Pero lo mejor de todo es que sé que no vas a poder evitar sonreír en el intermedio de una escena desenfocada. Como celebrando un ritual íntimo de memorias y cuerpos. Me dijiste que quitara el foco, que no estábamos preparados para hacer ese juego de sombras chinescas sobre la pared. Yo te dije que no había ningún foco. No podemos ser más culpables.

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IV. Probable chica de autobús

Y nunca sabremos si fue cierto. Lo que viene, después, y araña los muebles. El polvo que quedó en aquel disco mal grabado que descansaba en el suelo de la habitación antigua. O cómo escuece el tiempo extrañísimo en que decidimos obviar todo lo demás. Ni relatos de actualidad ni cuentos. Tal vez sí un televisor en llamas, o un estuche para gafas de sol malísimas. Por si llegamos al final, y ganamos bastante menos de lo que perdimos. Y los verbos, que ahora difuminan un salón vacío como Central Park en diciembre. Bienvenidos al principio de la historia más absurda del mundo, yo, un papel en blanco, un sándwich de pan integral, y música de radio. ¿Te acuerdas de las flores? Ahora sobreviven al frío y me esperan, como todos, al principio de la primavera. Para entonces ya habrá surgido la primera posibilidad de salir de aquí, y yo querré que te quedes, pero también que estés bien. No pasa nada, hay dolor, pero no drama. Me subiré al autobús y te veré sentada al fondo, y no por eso será más fácil.

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V. 0-0

Será que el eco de tu nombre se disfraza en plazas y paradas de autobús. Será que el mundo se suicidaba contigo y tú no lo sabías. Será la culpa del invierno de una palabra. Porque hoy tengo la sensación bidimensional del olvido y tu pelo es el oscuro gesto de una promesa. Hoy no soy en absoluto más importante que cualquiera. Es la misma historia del hombre que duerme a lomos de un Dyc con cola en el bar „La Braña‟. Es una historia que sabes de memoria y de la que huyes a pie cambiado. Los ingleses distinguen entre history y story. Yo distingo entre imágenes y humo, que quizá sea parecido. Porque te has dado cuenta de los defectos a los que me arroja esta lluvia musical de instrumentos en forma de moraleja. Me dicen que haré canciones todavía, que no sea impaciente. Será que hace frío y mi único objetivo es encontrar el hueco cálido, el rincón tranquilo de tu verbo. Será que, a estas alturas, soy un observador incoherente del horario de tus prisas. Te has quejado tanto de mi mundo marginal que ahora vuelvo a él como si fuera un ovillo de tiempo en las zarpas de un gato sin expectativas. Bécquer no sé si tuvo que dar explicaciones. No me comparo. Pero en el mismo viaje silencioso he hablado con el destino. Ahora

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viste de azul y lleva un talonario de olvidos al portador. Introduce una variante de cenizas y humo. Le he preguntado por Arturo y me ha dicho que no me preocupe por un tiempo, que está bien. También por ti y los márgenes naranjas. Mientras todo esto se soluciona, voy a seguir yendo los domingos a ver al Madrid al bar de abajo, ya sabes, donde ponen una tapa con la caña. Lo peor de todo es que en el descanso de un 0-0 siempre me acuerdo de ti.

VI. Tristeza de pájaros Para A.

Me encontraba triste como un pájaro en el suelo. Le hablaba de ti a la gente. Creo que todos los presentes en aquel bar estábamos haciendo balance. Un año pésimo para unos, bueno para otros. Hay un caballero que va a despedirlo así, bebiendo desde las cinco de la tarde. Una copa de lluvia. No es peor que yo, pero lo parece. Lleva un chaleco marrón y ha exigido el cubata en copa grande. Curiosa reflexión. Su historia de hielo parece deshacerse rápido entre violentas lágrimas de ron. No es peor que yo. Lee el suplemento de „La Verdad‟. Arturo habla sobre gente así, pero no se da por

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aludido. Pero fíjate un segundo en Carlos, él se mueve con ritmo, sabe hacerlo. Primero pide fuego y después dice que es músico. Yo lo hice en otro tiempo, pero ahora es difícil. Ya no quiero la admiración mitomaníaca de los que creen conocerte. Ahora peleo por poco dinero. Me juego la boca y hablo. De tú a tú. Soy un rival fácil. Carlos conoce buena gente. Le hablan de escaleras y sitios raros. De las gaviotas como el alma de todas las playas. Verás, el albatros es la única ave que se pasa el noventa por ciento del tiempo migrando. Es una metáfora de lo que pensé al verla. El único nombre cierto en todo esto. Eso puede tener que ver con el amor en general. No con el tuyo en concreto. Todo había empezado en aquel bar. A estas alturas de la conversación la gente no es la misma. Ahora hay que traducirlo todo. Porque hablan con palabras de diciembre. Todos los espectadores de esta escena apuran el 2006 con una indiferencia admirable. Se irán de él tragando uvas y pasando una noche desigual. Yo no la pasaré mejor que tú. También beberé y me creeré cerca de lo que parece ser mi ciudad. Una ciudad hecha a escala. Cifrada en horas y segundos. Me parece sorprendente que en el Bussines Class esté Dani. Hazme caso, un poeta. Ha escrito dos buenos libros. Sabe lo

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que dice. No tiene prisa y regala objetos anónimos. Ha escrito dos grandes libros. Mucho mejores que los que escribiré yo. No es arrogante, cree que ha perdido. Si él está así todos hemos perdido. Un gran hombre. Le pediré un poema prestado algún día. Pero lo haré a la cara. Y brindaremos por la entrada del año. Un gran año para ambos. Ha escrito dos buenos libros. Respecto a ti no puedo decir mucho. ¿El año ha sido o ha parecido ser? No transita hoy ninguno de esos verbos por tu espalda de ámbar. Has sido todo. No puedes decir lo mismo de mí. Pero no quiero caer en el error, perdona, de hablar de todo lo que ya hemos hablado. Sólo quería despedirme. El año ha sido, ya sabes, como un edificio lleno de escaleras y sitios raros.

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VII. Las jugadas imposibles

Ha llegado el momento. El momento en que no parece ocurrir nada. Tengo la intención clandestina de contarte mi plan de huida. También he visto „El fugitivo‟, y me lo creo. No hay más que salidas. No te lo tomes a mal: salidas en todas las direcciones. Como si irse fuera un experimento casi científico. Me conoces de sobra. Me imaginas tomando el café de siempre en el lugar de siempre. Pero mi alma se vuelve ancla los domingos por la tarde. Ni siquiera me pide una tregua. Llevo dos semanas sin saber nada de Dani, te lo dije, ha escrito grandes libros. Me dijo mirándome a los ojos: „las mujeres huelen a lluvia‟. Será porque allí llueve poco. Pero creo que no. Es más bien la forma cálida de nube resbalando por la piel. Tiene mucha más relación con la intensidad sonora del aire saliendo de la ciudad a toda hostia. Dani, sé que tenía que ver con eso, no me lleves la contraria. No, no quiero ser escritor. Pero a veces duele. Duele explorar la vida a bordo de cafés y cenizas. Verás, futuro, ya no te debo nada. Me habías hablado de vestidos verdes bajando por escaleras infinitas y qué me das, aparte de lluvia. Te prometí palabras que has encontrado vacías. No hay otra explicación. Sólo prosa sobre un

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camino de azufre. Júrame que al final seré como la hierba que crece entre las baldosas, imparable. Como si la imaginación dejara sin argumentos a la lógica. Puede parecer que salté al ring y perdí. Probablemente fue así. Sin ni siquiera abordar la épica del fracaso. Salí y me fundí en el anonimato de las calles eternas, saboreando la lona. Esto podría ser una carta a la chica que no responde mis llamadas. Le daré la razón a partir de mañana. Hoy todavía creo que hay expectativas, detrás del tiempo. Le diré que siga sin llamarme porque ya no me vuelvo loco por eso. Mordí la lona, ¿y qué? Ella lo vio de cerca. Pero todo se convirtió en un circo de acróbatas imaginarios. Si volviera atrás cometería los mismos errores. Doy fe de ello.

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VIII. Comunicado oficial

Hay quien se preguntará por qué rompí ese vaso. Con la policía a escasos metros. Pero también hay quien entiende que debí hacerlo. Aquella noche estuve triste unas cuantas veces. Casi tantas como cubatas. Primero pensé en ella y luego pensé en odiarla. Era lo fácil. Después me metí en un bar que encontraba mi edad insultante. Lo entiendo mejor que nadie. No deberían dejarme entrar nunca a sitios así. La clientela se siente culpable de no haber aprovechado el tiempo. Contarán historias de su juventud intentando reproducir en ellas la imagen del chico que se mueve indiferentemente por el hilo de la barra. No los culpo por ello. Después salí a la calle y la niebla mostraba el templo del pasado de un modo irreverente, así que decidí no mirar. Seguí por la calle Ferraz pero no me afilié a ningún ideal esa noche. No todavía. Era una cerilla quemándose y sintiéndose importante. Al entender que aquel silencio no me llevaría a ningún sitio giré a la derecha hasta llegar a los bares de Moncloa. No había mucha gente, pero daba lo mismo. Mi dignidad era como La Maga cruzando un puente anónimo. Paseé por las calles ordenadas a noventa grados. Las perspectivas infinitas presagiaban un camino absurdo. No he contado que llevaba un vaso en

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la mano. Tampoco que en Madrid no se puede beber en la calle. Tampoco he dicho que el vaso estaba vacío, que no era un héroe. Llegado el momento vi un colchón en el suelo. Me acerqué y lo pisé y lo declaré culpable. Culpable, porque en uno parecido había disfrutado de su cuerpo; porque ya no me procuraba el odio de lámparas y libros. Lo culpé de todo y seguí andando. Por eso no puedo ser escritor. Porque debí romperlo, porque Arturo lo hubiera hecho, es más, se lo habría comido. Y yo solo rompí un vaso.

IX. Obviamente cinco creyentes

Me entiendes mejor que nadie. Es decir, tú has estado del otro lado, varias veces la misma noche. Nunca caes en el error de reprocharme nada. Es el mundo de la noche lo que me preocupa. No sé quién coño hizo esa reflexión, pero rompo un vaso en su favor. No existe el mundo del día. Porque somos mucho más transparentes. De noche, la opacidad irreverente de los gestos mínimamente femeninos alcanza el nivel de teoría, de obra magna de una cualquiera. No han leído a Fante, con Aníbal hablé de eso. Tú, que me desprecias como si fuera uno más, no sabes quién es Bukowski, ni Dos Passos, ni Trumbo. ¿Qué? ¿Que soy un flipado? Luego

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no me pidas explicaciones si llego a casa y me parto la cara contra el lavabo sucio. Tú, que eres la peor mierda en el peor culo de la ciudad, andas por ahí, con un ritmo vertical y ascendente. Yo hago canciones estoy arriba y escribo, pero claro, tengo que asumir mi inferioridad con educación. Si esto fuera un partido, el público estaría contigo. Yo sería el jugador recién llegado a un vestuario galáctico que a todos los efectos me supera. Al regresar a casa me paró un policía. Me dijo que a dónde iba con un vaso. Le dije que quería completar la colección estúpida que había iniciado. Era de cerveza. Del bar „Libertad‟. Me miró pausadamente y después miró al vaso. Por un momento pensé en tirarlo como hice aquel día. No era un héroe. Tampoco era escritor. Por eso le dije que tenía frío y quería irme a casa. El policía entendía que no había sido una buena noche. Entendía la agresividad que corría irregularmente por mis arterias y volvía cansada y alcoholizada de la batalla. Justo cuando cruzaba la calle de la Palma me dijo casi gritando: „Joven, usted no tiene la culpa‟. Vi en su silueta un pasado mejor y sonreí con un talante gris y desabrochado. Supe que aquella valoración era digna de Becket, Ginsburg o Capote.

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Después tiré el vaso, porque yo no me caso con nadie. Sabes perfectamente de lo que hablo.

X. Clases de tango

Estoy tirado en un camino cambiante. Fumando un polvo raro y contándole una historia. Caballero, yo sólo quiero contar historias. Usted me despreciará y me llevará a lugares oscuros y del perfil de un acantilado anónimo. Por ello, señor, permítame que le cuente algo. Déjeme hablar como hablan las paredes de las habitaciones cruelmente dotadas de su presencia. Déjeme decirle que ella no va a ser importante en este camino baldío. No, porque hablando con el habitante de la tercera habitación de la Pensión 43, llegué a una conclusión, ¿sabe? Una conclusión. No he bebido, míreme a los ojos. Lo importante es que hay una mujer, solamente una mujer importante. ¿Qué dice de una redundancia?, que le den por el culo. Las demás pasan montando su espectáculo de sombras, ¿verdad?, y ese espectáculo es a veces tan triste que ni te ríes, ni te despides de ellas, ni les pides tiempo. El tiempo es una bandera a media asta en la ciudad a la que me dirijo. Por lo menos el mío, caballero.

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¿Quién es ella? Bah,una. No era la adecuada. ¿Se acuerda de cuando escribía en la esquina en un cuaderno Moleskine? Todo era una auténtica mierda. Porque no puedo estar dejándome la vida en cada palabra, ya sabe, narrando la biografía de alguien invisible, a quien no importas más que un café por la mañana y una llamada comestible. Es lo que le decía, un espectáculo de sombras. Y le reconozco que esta ciudad me está empezando a servir de escenario, pero quiero irme.

XI. Algunos pájaros vivos

A lo que iba, cuando entré ya era tarde. Habitaciones oscuras señor, muy oscuras. Había maderas viejísimas depositadas diagonalmente a modo de sujeción de una escenografía de telarañas y hormigas. Y un agujero en el techo, y un caracol muy, muy cansado. Entiéndame, días como gatos trepando por fachadas blancas y yo en medio. Claro, sosteniendo el palo del que colgaban los sentimientos eternamente húmedos secándose al sol de septiembre. Una llave y una puerta cerrada, anote esto. Para pasar a una estancia posterior de recuerdos y distancias, de cosas que nunca reconoceré haber dicho y besos, bastantes besos como relámpagos o flores en las terra-

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zas. Le hablaré de las cuestas, y las pendientes, y las distintas alturas en que jugaban los abrazos que nos dimos, y la comida de gato. Aviones, y ejecutivos esperando su maleta y despegues. Sobre todo despegues de un suelo baldío que nunca debimos pisar. Porque yo tenía muchos menos años que ahora, que mañana. Ella tenía alguna picadura menos pero nadie quería hablar de eso. De lo que más me acuerdo, sin embargo, y con esto acabo, es del horizonte pensativo y marítimo, y sobre él un desfile de pájaros, algunos de ellos vivos.

XII. Todavía una canción de amor

Mira, cada vez lo tengo más claro: no soy un teórico de la lluvia que cifra su victoria en un segundo magistral. Pero hay que reconocer que cada noche uno de esos segundos se elige víctima de una generación. Estoy en una encrucijada a bordo de un mensaje maldito. No hay nadie alrededor más que un globo de espuma y recuerdos. Te puedo plantear todos los problemas del mundo y después vendrás llena de tierra y bolsillos rotos. Me voy a fumar todas las nubes de cualquiera. Ahora creo que eso ya está claro. Ten en cuenta que

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estoy volando en un suelo de tristeza parecida. No soy nadie, repito, no soy nadie. Sólo aprovecho mis minutos. Juego en el límite de un lugar inventado. ¿Quién eres tú? Todas mis aspiraciones, y lo sabes de sobra. Todas, flotando en un estómago diminuto. No eres nadie doblando esquinas de resentimientos obsoletos. Pero también eres nada jugando al Trivial de todos los motivos. ¿Qué? Tranquila, doy por hecho que ya no te acuerdas de los besos horizontales, de los masajes por tu espalda de menta, ni de mis besos, discípulos de los tuyos en un jardín de música primaria ¿Por qué? Me has visto llorar mil veces y sigues haciéndote la sorprendida. Quizá te hayas vuelto el elemento esencial de mis palabras. O tal vez seas el resultado de otra metáfora cansada. Pero también puede que sea yo, yo, el único culpable del frío que hace al salir del taxi.

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XIII. Chicas importantes

Alrededor de tu abrazo y en las vísperas de tus ojos creí reconocer el brillo de una promesa. Ahora sé que me equivoqué. Eso no me convierte en culpable de haberte llamado un día después, de haberte buscado. Ya sabes, todo el rollo ese de las chicas importantes. Me hiciste creer que no eras una de ellas. Que sólo gritabas porque te habían concedido un deseo apenas formulado. Yo seguiré andando aún por encima de los veinte. Mi caso no es preocupante. El tuyo sin embargo merecería una tesis doctoral. Todo un debate sobre la controversia que propone el recuerdo de tus párpados insultando a las cenizas de mis expectativas. Me conociste tan poco que me conoces de sobra. Nunca había hablado tanto sobre la canción que quise interpretar durante tu primer sueño. Nunca habría jurado que para mí bastaba con esa noche, durmiendo en la habitación vip de una chica importante, para darme cuenta de que todos hemos firmado el mismo contrato. Tú no querías dormir sola y yo estaba harto de no ser nadie. ¿Te acuerdas de la dama y el vagabundo? No fue tan distinto. Pero nuestro recorrido tuvo una vocación mucho más instintiva. Ni cena ni banda sonora original.

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Todas las conclusiones que saqué las apunté con tiza bajo el suelo de tu ventana. Reconozco tu habilidad para publicitar tus besos de guardia, tu habitación encendida. A mí me debes reconocer la velocidad con que te saqué del túnel. Casi me creías un perdedor, y tus amigas importantes no pensaban distinto. Sólo me hizo falta sacar el pasaporte para hacerte caer, para demostrarte que no me iba a ningún lado.

XIV. Mi rifle, mi pony y yo

Lo importante es perder. Y saber moverse con el hilo de la nostalgia presionando lo más profundo del alma. Entiéndeme, no sabría salvarte la vida pero sí decirte de dónde vienen las balas. La música queda como huellas en la playa, y tú eres la última de las bañistas estivales. Vámonos. A donde nos lleven los problemas. Lo mejor es huir tan deprisa que no dé tiempo a llevar los mapas. Hace tres meses que vivo en una canción de Dylan. Hay una ventana en la cuarta estrofa desde la que los viernes se puede ver la costa. Los dinosaurios bailan alegóricamente, a lo lejos, mientras aparca un Cadillac. Dentro de la propia canción suena ‟my rifle, my pony

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and me‟. Me han hablado muchas veces de tí. Dicen que tienes prisa. Yo tengo muy pocos problemas que a la larga serán demasiados. Y los micrófonos alumbran las calles del recorrido como tus bolsillos encendían mis ganas (todavía trepan por la ventana los dragones de color azufre que despreciamos por imposibles). Cada día estoy más preocupado por los ascensores y las series de televisión. Los chicos están bebiendo y a estas alturas de la noche ninguno se ha preguntado por mí. Que les den por el culo. Estoy tan harto de que no llueva como de que no me llame la chica de la zapatería. Supongo que es un punto de partida. Me hace mucha gracia pensar que esto no lo lee nadie. Y si lo estás leyendo que te jodan, pero ven y dame un abrazo. Hazme temblar de frío hasta que sólo sepa pedirte perdón. Porque lo cierto es que te quiero muchísimo. Y no. XV. Blue Valentines #2 Espero que tu nombre acabe siempre en a

Digamos que es un día para las novias incrédulas, para los novios irresponsables, para los gatos tristes y azules

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y los vendedores de flores arrancadas del invierno. Yo paseo por las calles clandestinas y me confundo con el anonimato y la agilidad de quien no tiene quien le quiera. No me malinterpretes, ésta no es una carga que pese hoy especialmente. Sólo cuando tengo en los brazos la tensión de una cama ajena y en los oídos la virtud de un nombre nuevo, sólo entonces me siento un luchador preciso. Últimamente me gusta moverme en el hilo del amor. Después de pedir un Brugal con cola. Después de recordar todo lo que el tiempo me ha quitado de los bolsillos. Después de mirar a todos los posters del local y sentirme el más mediocre de todos los paseantes del invierno. Digamos que es un día que ha pasado con más pena que gloria. Imagínate regalar un ticket sin regresos. Imagínate que fue ayer cuando te quise tanto que me faltaban fuerzas para darme cuenta que era martes 13, y estaba durmiendo sobre cristales rotos. No me llames. No saltes al vacío. Asumo que tu edad de lápiz no se va a llevar bien con mi vergüenza de miércoles. ¿A quién has felicitado tú? ¿Te han regalado una rosa? Mándame un pétalo. Yo te lo devolveré con la hostilidad de una colonia robada. Porque ni siquiera mi olor a madrugada me incita a volver a la calle donde no des-

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perté nunca y cuyos portales sólo me ofrecieron minutos de segunda parte. Digamos que estoy justificando que es 14 y ayer también estuve enamorado.

XVI. Con cariño y sordidez

Para que no me olvides tengo varios planes. Lo primero será vencer este desagradable dolor de cabeza. Para ello saldré a la ventana y hablaré con el pájaro que desayuna en ella. Cortaré aleatoriamente las hojas pentagramadas del rosal. Pensaré en lo mejor que tuvimos, y besaré la luz que resbala por los paneles de la fachada. „No vivimos momentos compatibles‟, dijiste, y después miraste al frente. Y trazaré milimétricamente una línea en el suelo por si alguna vez queremos buscarla. Será una excusa tranquila para romper la armadura del tiempo. Será sencillo, dices mientras argumentas sólidos esquemas que, desaparecerán, luego. Y no podremos. O sí podremos. La música será la de Summer Kitchen Ballad mientras te alejas mirando atrás cada poco. Por si acaso te sigo. ¿Habría de hacerlo? ¿Se transformaría el color de los platos en humo? ¿Seríamos invencibles?

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El segundo plan era hacerte muchas preguntas: Tantas que no fuera necesaria la respuesta. Una nueva lluvia caería sobre tus hombros para recordarte los pueblos blancos y el ovillo de nuestros viajes. Y las preguntas no serían preguntas sino velas gastadas. No me encuentro entre los botones de la camisa, llevo tres días quemándola. Hay un optimismo vacío sobre la cama y muchos libros cubriendo la mitad que dejaste (si es que alguna vez la hiciste tuya). Todas estas señales me golpean con cansancio y una extraordinaria mediocridad. Sigue Josh con sus canciones sencillas que son el recuerdo de noches difíciles porque tuvieron argumento. Y al final no seré más feliz así. Pero ahora deberías estar en Tánger. Y yo, participando de este plano sin ejes ni gravedad. Se escriben demasiadas frases estúpidas y la solución vuelve a ser el vaso roto en el suelo. Y las lágrimas hechas cristales de despedida. El último plan es confiar en todo lo que he hecho bien y mirar con cariño a todos los aviones. Con cariño y sordidez…

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XVII. Hollywood

Me despido sin dejarte caer. Hoy todos los límites parecen haberse consolidado en la mueca de cualquier calle. Serían las tres de la mañana. O las cuatro. Quizá ha ocurrido hace cinco minutos. Ha aparecido la última palabra de mi amor por ti. Las asistencias no han podido hacer nada, porque han llegado demasiado pronto. Cuando llegué al lugar del crimen todavía se escuchaban gritos de la pelea. También rocé la multitud agolpada ante lo convencional de la escena. ¿Cuántas veces al día se rompe un corazón? ¿Cuántas veces al día rompías el mío? Había días en que simplemente dormíamos al amparo de abrazos grises que ponían en tu boca la palabra inercia. Ahora comprendo que no me querías cada vez que te callabas. Que decías la verdad más silenciosa que puede escuchar un espejo. Si eso te arrojó al mundo que odio, lo siento. Lo siento por mí, que he vivido en él. Aunque ya he logrado entenderlo. No fue hace mucho. Fue al ver el baile de humo de las chicas importantes. Porque entendí que no pueden compararse al peor escritor del mundo. Jamás. El tiempo las pondrá en su sitio. A pesar de que una de ellas viva en la frontera entre la barra y el techo. A pesar de tener un poema

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tatuado en el brazo. Quise preguntarle si se lo había leído pero me fui envuelto en una duda de coches aparcados. *** Me despido de este primer capítulo porque ya lo he habitado demasiado. Y no salgo por ninguna puerta. Pero sí entro en muchas otras. A partir de ahora podemos quedar en los aeropuertos y hospitales de tu apellido. Pero por favor, no me pidas explicaciones, ya que no te puedo contar prácticamente nada.

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KARAOKE GIL STREET



I. Inicio Entré en el karaoke. Desde el acceso se masticaba la intensa nube de humo que recorría los rostros cansados. Acababa de cumplir catorce años y me habían regalado un equipo de música Sanyo con CD. Ya tenía edad suficiente para no ser volumétricamente increpado por una masa inerte de personas como velas. Mi padre pidió un Havana Club cola y yo una cocacola a secas. El ambiente de los karaokes siempre me ha golpeado con su belleza combativa y pulcra. Era una derrota ejemplificada y musicalizada por un hombre que se contorsionaba irregularmente. Una canción de Bambino. Un video horrible en el que un chico que andaba por el andén de una carretera parecía huir de algo o ir a algún lado. Bambino. El chico estaba tristísimo y desconsolado: Bambino y el hombre contorsionista. Mi padre manifestaba cierto respeto por el lúgubre halo de esperanza del último empresario que acababa de comprar el local y atendía la barra. Me hablaba de los difíciles tiempos que corrían para los karaokes y enseguida recordaba el estribillo de la canción siguiente. Ahora era Pimpinela. Yo pensaba que el nombre del local era muy desafortunado y quería fundirme con la

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profunda e intensa revelación de la pareja cinematográficamente conformada para el clip. Después pensé en Bambino y creí acordarme de una chica de clase. Cuando acabó la segunda canción, mi padre tomó la firme determinación de irse de allí y me cogió del brazo. Volvió a mirar al visionario bussinesman y le dirigió lo que años más tarde entendí que fue una despedida. A veces me asomaba al balcón y disfrutaba del lamentable orgullo de tener catorce años. A los dos meses pusieron una peluquería y vi al tipo de la barra dándole la mano a un hombre de pelo muy largo. Me alegró saber que Bambino había querido despedirse.

II. Ciudades intermedias ¿Qué quieres ser de mayor? Notario, médico, me da igual, papá, quiero ser importante. Como la gente que sale en la tele y es importante. Me gusta dibujar también, pero claro, también me gusta jugar al fútbol. También quiero tener barba de tres días y el pelo un poco más largo que ahora. Y no llevar chándal toda la semana aunque sea mucho más cómodo. Papá, quiero bajar la ventanilla de un coche rojo y mirar por el retrovisor y que no haya nadie. Quiero estar en todas las

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ciudades con terrazas soleadas y mujeres de mediana edad leyendo un libro, el que sea. Quiero pedir una cerveza con indiferencia pero amabilidad y que el camarero me sonría como dándome su aprobación por ocupar ese lugar concreto. Y que haya una chica muy atractiva que me mire mucho pero no me dé cuenta. Papá, puede que haga un edificio tan bonito que la gente vaya a verlo y le guste mucho. Y os pregunten a ti y a mamá si de verdad lo hice yo solo y digáis que sí quitándole importancia. Y dormir en una cama muy grande pero no demasiado, y que por la mañana huela a tostadas del pan ese que compramos a veces cuando vamos a Lorca, aunque ahora lo hagan tan blando. Y que haya flores, y ropa tendida, muy blanca, como en los anuncios en que la protagonista es feliz porque su ropa es más blanca que antes. Y quiero tener mucho espacio, no físico, sino espacio para pensar qué quiero ser de mayor.

III. Llueve a perro Explosiones muy fuertes y periodistas que se despiden. Un saludo amable desde aquí, en la hora 25 de este jueves, cuatro de octubre, San Francisco. Jóvenes ávidos de nuevas oleadas indies y yo recordando el in-

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vierno en que me corté la mano derecha. Eran arañazos en la pared o en la espalda, los días en que no todos teníamos las cartas sobre la mesa. Yo escribía con la mano izquierda y también llovía, a veces. Otras veces ella se callaba o contaba la historia a su manera. ¿Te acuerdas de la primera canción? Detrás de ella había una casa en ruinas y muy a lo lejos se veían las luces naranjas de las casitas ilegales junto al mar. Y tenía quince años y no tantas cosas que contar. Hablaba con mis amigos de su incipiente capacidad de querer a alguna chica y yo me preocupaba porque no me gustaba ninguna. (En realidad yo tampoco le gustaba a ninguna, así que supongo que era un pacto de no agresión). La primera canción se titulaba „Nada‟, pero no hablaba del nihilismo de los días de verano, ni de los primeros cubatas, ni de las banderas creciendo como palmeras gigantes en la playa de Levante. „y dime si voy a ser yo quien pinte de azul el cielo en lo oscuro de tus ojos negros‟ Era una canción necesaria. Pero después vino otra menos necesaria y así sucesivamente. Dan ganas de romper con todo, ¿no? Ahora ni le cuento a las canciones la exuberante épica de mis pasos convulsos y mecánicos. Reconozco la ambigüedad en lo que escribo

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pero no puedo pedir disculpas porque casi siempre son palabras robadas al segundo cajón de la madrugada. A estas horas no me dejan hacer canciones, aunque tampoco me encuentro con fuerzas para enfrentarme a ellas. Pero mientras llueve y suenan violentamente las cañerías del desagüe, todos los instrumentos de la tristeza me parecen afinados.

IV. Superpequeño Escribía bien. En la imagen aparecían dos excursionistas y uno de ellos alzaba la mano derecha intentando explicar un paisaje desanimado. Mi amigo Dani era más claro que yo con las redacciones y Ángel jugaba al fútbol en un equipo que vestía de azul. Treinta palabras. Esos dos tipos caminando en treinta palabras. Yo quería ser aceptado y por eso me gustaba la chica más popular de cuarto. Así conseguía empatizar con la ensoñación de los torpes y la condescendencia de los más populares. Ella ordenaba la ropa en la tienda de su madre por las tardes y yo iba a clase de inglés o francés. Días de lunes a viernes que eran para mí una réplica de lo que no me pasa ahora. Horarios por todas partes persiguiendo la luz al salir de las academias.

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Persiguiendo también puertas de tiendas abiertas, para comprarme una empanada de camino a casa. Teníamos muchos planes, muchos y sencillísimos planes que después volvían hacia atrás con la espalda mojada. Le escribí una carta a la chica de cuarto. Dani también lo hizo, pero luego le faltó valor. Cuando la recibió me consta que sintió frió en los pies y una cierta violencia. Yo la miraba desde muy, muy lejos y me dolió ver que se reía. Poco, al principio; mucho luego. Entonces me enfadé y fui con la intención de quitarle la carta. Poco a poco fui sintiendo la presión de demasiados ojos arrojando sobre mí una valentía nueva y desconocida. Paso a paso, me iba reafirmando en la posibilidad de romperla delante suyo y después bailar torpísimamente sobre los trozos de palabras calculadas al milímetro. Cuando mi distancia era inversamente proporcional a mi miedo, la chica se giró hacia mí y me preguntó: „¿La has escrito tú?‟ Y mientras todas las chicas de cuarto me consideraban peligroso y las de quinto se miraban al espejo, recapacité sobre la posibilidad de morir ahí mismo. Sin embargo tragué saliva y temblando contesté que no. ¿Qué habrías hecho tú?

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V. La maldición de los días relámpago Es lunes y tengo la cabeza debajo del agua de la bañera. Hay tipos algunos años más tristes que yo, pero también más violentos. ¿Vamos a parar el penalti o no? Fin de semana extraño que me prepara para la velocidad de los días sucesivos. También es lunes en tus pestañas. Un lunes larguísimo en casa o sombrío en una tienda de barrio. Un lunes de noviembre, que es un mes que te araña la espalda mientras se ríe o se escapa de la ciudad. Y hay personas que viajan desde o hacia Londres, con la dificultad de existir en el aire, mientras perteneces a ningún lugar o a nadie. Escribir es un ejercicio de supervivencia, el todo contra la parte. La montaña rusa contra un niño miedoso. Van a cerrar una tienda de antigüedades. Era de un señor mayor que ha muerto. En la puerta hay un cartel que recuerda el cariño de espontáneos compradores. Mientras, un chico joven recoge una vida escrita en muebles y abalorios que parecen plantearse la nostalgia como posible solución al frío de la tarde. Los muebles descansan a la intemperie y después probablemente adornen un trastero en el mejor de los casos. Algún día

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alguien los rescatará de allí y montará un nuevo negocio, en las afueras. Y todo estará bien, ¿no? Sí.

VI. Al norte del pez dorado Debería comprar un barco. Y llegar lejos, detrás del acantilado. Miraría desde abajo y vería mi vida como era. Y cuando la viera saltar, tendría que apartar la vista, o no hacer nada. Me tengo que disculpar porque ya no quiero ser así. Quien haya intuido una suerte de promesa en mis palabras, perdón. Ya he encontrado mucho de lo que no sabía que quería. Nunca he sido demasiado malo, creo. Pero hay que buscar dentro de las cosas sencillas, y sobre todo, no obtener bofetadas del pasado, queriendo demostrar algo. Deberías darte cuenta que lo mejor es despertarte pronto y comprar el periódico. Y estar encerrado en la habitación y estar bien. No hay nadie fuera, que sepa cómo funcionan tus cables, o quizá no son cables y son aspiraciones, o sillas. Recuerdo los días de aquel verano como si fueran un tatuaje en la espalda. Un día, paseando por la playa de Calarreona, me asomé entre las piedras buscando al-

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gún cangrejo. En vez de eso, encontré un pez alegre y dorado remontando un charco para volver al mar. Lo cogí con la mano y lo tiré lejos. Parecía ir al sur. Yo estaba pensando en el norte de todos mis mapas. Un norte geográfico apuntando a lo más introspectivo de su ombligo. Ahora estoy aquí, preparado para las peores noches, rumiando que cuando más quieres a alguien, de sa pa re ce1.

VII. Los Angeles Me dirijo hacia allí. Con todas esas casas de diseño quemándose al sol de California. Con grandes avenidas y escritores ávidos y pretenciosos. Todos en L.A. han hecho algo importante, como robar un coche en marcha. Y nosotros estamos metidos en esa dinámica, con nuestros proyectos brillantes y nuestras historias increíbles. A los dos minutos nos olvidaremos de esto y avanzaremos estratégicamente resueltos hacia el acantilado. Y las rampas no estarán tranquilas porque alguno ha de salir victorioso de ellas.

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N.del E. Se advierte a los lectores que este libro tiende a desaparecer.

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Vamos a volar a Tánger. Vamos a decirle hola. Vamos a ser enormes y delicados como los tendidos eléctricos. Lo que quedará de la violencia de los rechazos será una sonrisa hermana de otra sonrisa y una tristísima aquiescencia. Ya nos lo dijeron: todos estáis demasiado lejos de vosotros mismos. Pero recordaremos el camino de regreso con la extraña medida de los escenarios infantiles. Y crearemos un trágico movimiento de párpados en torno a eso, y seremos parte de todo lo que odiábamos. Pero no te preocupes, si tienes suerte, tú tampoco podrás evitarlo.

VIII. El pájaro anciano Tengo la dignidad de un pájaro anciano. ¿Y si tú y yo recorremos el horizonte de nuevo? Tendremos que sobrevivir a los cazadores que ahora se disfrazan de gris, y disparan sus días-bala contra nosotros. Pero estamos prevenidos, amigo, para tener aspiraciones que sobrevuelen cables y tejados. Podemos matarlos a todos de un golpe amable, y seguir nuestro camino, con las geometrías tristes y emocionantes del vuelo compartido.

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Y hacerse mayor es esto, ¿no? Mucha más seriedad, es decir, no podemos negarla. Tenemos que tirar de todos los carros y solo pienso en la escena del Acorazado Potemkin. Nadie vuela en mi trazo, creo, y eso es precioso. Como cuando subes al autobús y no ves ningún asiento libre y te colocas cerca de la puerta de salida. Joder, ¿cómo se hace? ¿Qué quieres decir? Alas blancas secándose en diciembre y túnicas de humo como telón de fondo para una lluvia de promesas que podríamos intuir. Lo que no es fácil es encontrar el pez dorado o asimilar que se acabó la temporada en el hipódromo. Fuimos caballos de sangre pura, amigo, y decidimos mezclarla sin medir los tiempos. Entiende que son las seis y media de un día casi festivo y no puedo dejar de poner la misma canción una y otra vez. Y miro por la ventana e intuyo la vida detrás de la sombra de una celosía blanca. Se mueven dos figuras que están despejando el frío de una ecuación sencillísima. Y vuelvo a mi vida cada 3:16 minutos para darle al play. Y todo está justificado mientras desconozcamos quién mueve los hilos de este espejismo de audio y vídeo que es una noche cualquiera. Pensaba en lo que dijiste, lo que siempre decimos. ¿Que quién soy? Pues nadie, imbécil.

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IX. La posmodernidad No pasan autobuses o pasan demasiados. Y siempre así: carteles anunciando el vestido adecuado para la noche menos perfecta de todas. Pero vistes con colores cogidos de un Mondrian cualquiera y estás en la cresta de la ola. Eres una arquitectura para el pueblo, con elementos que yo también distingo. Y me has invitado a tomar un café en una isla lejana. Tendremos que soportar las miradas justicieras de los que van despacio. Yo voy tan deprisa que no dejo de recibir mensajes de tristezas y noches pasadas. Quizá nademos a favor ahora. O seamos barcos cayendo lentamente hacia la derecha, en el fondo, abajo. Vamos a ir a sitios, a palacios, a páramos desiertos, a casas de alquiler. Nos van a acuchillar espadas de tiempo, con engranajes de pájaro antiguo por la mesa. Veremos juegos olímpicos, conquistas, alondras. Escucharemos discos de hace tiempo y nos gustarán canciones nuevas. Pelearemos por causas injustas, como un cruce de piernas o un suplemento. Y las camas serán inmensas como días en la recepción. „¿Pensarás en mí?‟, y me procuras un gesto compasivo fugando con líneas de imposta. Como relámpa-

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gos o nubes lejanas, o bares con nombres de barrios de otras ciudades. „¿Seguirás escribiendo?‟ He escrito mucho, bueno, no tanto. Supongo que sí, aunque ahora solo quiero pegarme contigo y después salir a celebrarlo. Habremos de ver películas con guiones arcaicos y enormes. Hay ojeadores por todo el campo viendo nuestro avance. Y nuestro avance es tan extraño que a veces duerme en la cuna de la lluvia. Y estoy cerca de la salida. Porque soy una silla de aeropuerto, una maleta, un sándwich, un altavoz: nadie.

X. Posible viaje al sur Hace un año empezaba todo esto. La ruptura emocional con el camino recorrido, el recelo de las sombras como anuncios de televisión. Y el miedo a las fachadas y los autobuses saliendo de la ciudad. Ha cambiado tanto que no consigo ver la diferencia. Salvo que yo rompía vasos y la luz tenía otro carácter. Hace un año el destino era un billete de tren y ahora también. Al sur probablemente. Con casas encaladas y calles de piedra. Y partidos del Real Madrid en bares inexistentes. No quiero hacer balance del frío, pero sí almacenar las caras de

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los que habéis estado tan cerca del abismo que habitaba. Los que veníais a visitarme al lodo de la tristeza, cuando no era fácil. Y por eso me acuerdo de Javi, un amigo. Porque no pidió nada a cambio. Porque se reía mucho y era un tipo violento. Porque contó hasta tres. Y me dejó dormir en su suelo, y yo a él en el mío. Tuvimos una relación de vagabundos, de héroes de Loriga, de hermanos frente al desastre. Se acercó a la camarera del Supersonic y le dijo algo precioso. Luego me lo contó con una belleza grotesca y una poética rápida y desaliñada. No sé dónde está ahora. Y él tampoco sabe dónde estoy yo.

XI. La teoría de los cuerpos celestes Vivo en un barrio que arde casi cada noche. Yo también le pegaría fuego desde arriba. Muchos pantalones pequeños y peinados de moda que alimentarían un fuego muy débil, de otoño. „Me voy‟; nadie dice nada. „Adiós‟; y ya hay una esquina dando la razón a mi huida. Todos te miran y alrededor mucho humo y sonidos ingrávidos gestionando una suerte de movimientos sutiles y generosos. Yo no miro a ningún sitio y tampoco hay nadie notándolo. Ya no estoy aquí desde hace un rato y el mundo crece como una montaña de cielo raso sobre

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mis enigmas. Música parcial ilumina el contoneo de la chica peinada a lo garçon que estoy dibujando. Sí, en el dibujo hay sangre de Bic rojo derramada. Lo del pentagrama es una alusión al mundo horrible: música y latidos y gente vestida para la ocasión. Y sólo creo en los que están jodidos. Nadie propone facturas para posibles averías y dudosas redenciones. Deberíamos recordar cómo hemos llegado hasta aquí. Muchísimo azufre de ciudades caóticas y recuerdos vegetales adornaban un jardín laberíntico del que no tienes ni puta idea. Algo místico, como las calles regadas o el café. La chica de la mochila Dunlop le ha dicho a su novio que le quiere mucho. También que los fantasmas del pasado enturbiaban muchas de las posibilidades. Ahora las chicas miran a los chicos y ven obstáculos en su narcisista carrera hacia el abismo. Y ni tú ni yo podemos esperar agazapados entre el centeno para salvarlas a todas. Lo mejor será irnos durante el invierno, cuando se congele el agua del lago este de Central Park. Tengo muchísimo miedo, de verdad, miedo. No creo que nadie se dé cuenta de lo asustado que estoy. El balón viene hacia mí muy rápido y lo más recomendable es tomar café mirando los tejados. Estamos perdidos, compañeros.

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XII. La alegría del incendio Me dijo: apártate y lo verás todo muy fácil. Pensé en la vida y quise intuir un anticipo extraño para una teoría no menos inverosímil. Sin embargo tiró una cerilla a los escombros y todo empezó a arder muy, muy violentamente. Luego pensé que era una mala persona por quemar cosas pero mi actitud era la de un gato viendo el cadáver de un pájaro. Él estaba nervioso porque sabía que la policía no tardaría demasiado en llegar, pero en lugar de mirar directamente a las llamas me miraba a mí. El olor a objetos quemados me trajo recuerdos de los días en que también quemaba cosas. Sonó una sirena a lo lejos, y un vecino lo grababa todo con el móvil. La reacción del ahora pirómano era previsible, pero espectacular en cualquier caso. La sirena se incorporaba con más fuerza a la agonía de los acontecimientos. Yo llevaba una barra de pan para cenar y estaba muy tranquilo. Era precioso el baile del jinete de fuego cabalgando sobre todos sus motivos, una obra maestra. Llegó la policía y los bomberos luego. El hombre me miraba fijamente mientras se acordonaba la zona. Yo estaba tranquilo. Antes de que el fuego le arrebatara el último

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hálito de vida me preguntó gritando: „¿Ha quedado bien?‟ Y aparté la mirada por un momento y alcé el pulgar en señal de aprobación. La policía pensó que era fácil ver a cualquiera ardiendo en su propio fuego.

XIII. Vamos a ganar algo Reflejo de promesas sobre lagos helados y pequeños. Un pequeño gesto de soledad adorna la parada de autobús en que me encuentro. Leo la contraportada de „El Público‟ y miro de nuevo a lo lejos. Tengo que volver al sur, como quien vuelve a ningún lugar. En el sur hay casas blancas y mujeres antiguas cocinando. Y hombres que miran desde la puerta. Hoy no he regado las plantas. Me gusta el rosal rosa. Porque cada vez está más grande y yo lo veo amanecer con algún tipo de vida. Veo la alegría de los vasos limpios y me hago un ovillo que luego desaparece en una cama de ochenta. No es esto a lo que habíamos venido, quiero decir, vidas demasiado difíciles o excesivamente matizadas. Prueba a mirarme a los ojos y no pensar nada de lo que te he dicho alguna vez, ni lo mejor o peor de mí, piensa que

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estoy delante tuyo como un cuadro recién hecho y apenas comentado. Limpieza y armonía en este tránsito hacia el bonito abismo de unos brazos que sujetarán nuestras almas al borde de una película desfilando frente al sofá. Pensarás que estoy cambiando de discurso, pero tengo la firme intuición de que este invierno vamos a ganar algo.

XIV. Me voy a cagar en todo Tengo amigos con muchísimo talento. Talento de ese que vive solo y duerme poco. Pero tendremos que inventarnos de nuevo, les digo, mientras escucho una canción que dice lo mismo. Y es enorme la necesidad de aplausos… y la búsqueda de gloria muy por debajo de las sillas. Yo una vez fui así. Tuve problemas que subrayaban la violencia de los tiempos. Y habitaciones verdes como la esperanza perdida. Fui épico como las camisas de Dylan, e improbable como un gesto necesario. Y ahora preparo una conferencia. La titularé: “Los viajes interiores”. Pero en realidad hablará de lo muchísimo que me cago en todo. Me presentarán diciendo de mí que soy tan joven que en mi obra no me encuentro

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ni yo. Tras una reducida pelea con mi introductor elogiaré la banalidad del personaje en que estoy trabajando. Elaboraré una delicadísima teoría sobre la posmodernidad de mis vómitos. Hablaré de lo estúpido de enfrentarse al mundo ahora y de lo bello de los pequeños acontecimientos post-familiares. Contaré lo horrible de la victoria y lo difícil de la derrota. Seré la nueva versión de la última mierda que descansa en mi calle. Joder, cómo tocas la guitarra, cabrón. (Debo pedir disculpas por la publicidad que aparece en la página. Es el precio que tengo que pagar por no tener ni puta idea. Siempre que sale no puedo hacer sino esperar que nadie se interese por su contenido. Debo aceptar la levedad también de la basura que arrastra mis pies por el camino de los tiempos). Y así se acaba la semana, postrado de rodillas ante vosotros, el público más exigente de todos, el público que no existe.

XV. La calle de la Fe –Esto es jodido y perfecto –decías mientras agotabas la calle–. Tú y yo somos máquinas humanas y hermosas, sin dinosaurios, sin pasado, sin argumentos para des-

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trozarnos todavía –yo te miraba desde el rincón que eran mis manos dormidas en los bolsillos–. Y Madrid, nos está tratando bien, joder, le debemos unos años más, le debemos la tranquilidad de estar aquí y soñar con estar aquí. Ya era definitivo, firmo eso, mierda, lo firmo con mi puta vida con aval. Que vuelva a cruzarse el demonio conmigo, ahora sé lo que decir (la última vez estuve frío, distante). Y los ojos no eran tristes, sino claros, como la primavera en la calle de la Primavera. Y no querías que te salvara de nada sino que nos pusiéramos a salvo. A salvo de las fotos, del ciberespacio, a salvo de lágrimas de gente que no está llorando. A esas alturas (de calles con pendientes invertebradas) ya te imaginaba en los lugares azules, mirando muy contenta por ventanas de madera y amables. Mirando muy contenta. Pensando en abrazarme segundos después de haberte abrazado. Y pensaba que llegábamos tarde al mejor concierto de Dylan. Que seríamos los últimos en hablar de las luces de las calles, intentando aferrarnos a esa espectacular elegía de ganas y segundos. Pero…

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“¿Tú qué eres?”, pregunté, consciente del peligro de una respuesta lamentable, de un posible no sé que me sacara de allí y me hiciera volver al balcón de mis problemas. En cambio me miraste y dijiste: „Soy la peor idea que he tenido‟. Claro.

XVI. Hay canciones que conozco Claro. Lo normal era abrir la puerta, y escuchar la canción que sonaba al fondo. Pero vengo de lejos, anticipando el dolor que debe surgir ahora. Entonces está bien no tener demasiado y que las noches huyan de uno mismo. Y llegar a casa con arena en los bolsillos y la tristeza fría en la espalda. En la mano derecha un puñado de pena, en la izquierda la tristeza que dejó una chica en la barra. Y con todos estos ingredientes sólo puedo cocinar algo muy lento. Tendré para varios días. Y congelaré la calle hasta que viajemos muy lejos de aquí. Y pienso:

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Otra vez haciendo planes que no tienen nada que ver con lo necesario. Porque lo necesario es aprender a estar muy solo. Para cuando también se cansen de seguir el tren los caballos salvajes. Y soluciono: Para las heridas lo mejor es mirar por la ventana, mientras llueva. Porque esta lluvia está lavando el sábado que tanto hicimos por ensuciar. Porque esta lluvia y una manta es lo único que tengo ahora. Y termino: No dramaticemos si llego tarde. Me siento delante del ordenador, y escribo:

N O E S T Á S S O L O.

XVII. The End La bruma desaparece pronto en el discurso de los días. La última vez que te vi, cruzabas todas las aduanas de un pensamiento. Sostenías una maletita que descartaba la huida eterna. Me colé entre los dedos de tus recuerdos para alimentar la crisálida de la nostalgia. Subíamos la montaña de todos los problemas mientras

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no éramos capaces de esbozar un gesto. Tu rostro de carbón pasaba a la historia de las estaciones de trenes Entonces era siempre, y siempre sería cuando no estuviéramos juntos. Dejé girado el manillar de los tiempos para saludarte como si estuviera cosiendo un botón. El ángulo del vértigo camina por un hilo de plata. Y el hilo de plata se rompe siempre. –Si vuelves, no preguntes por mí –dije, mientras resolvía la distancia. Seguías sin decir nada pero ya habías abierto todas las taquillas. Y en el fondo había ventanas con vistas al barrio bajo de Lisboa (decías que te sentías frágil, como un boxeador en una oficina). No te preocupes por mí, ni por los taxis que han venido en procesión. Al fin y al cabo no queremos ser más que la postal que deja este paisaje que abandonas para siempre.

Pd: recuerda que las ciudades van a dejar de existir dentro de poco.

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EL R I TU A L D E L A EN ER G ÍA A C I E G A S



I. Origen Si sales a la calle no saludes a la primera chica que te encuentres. Guarda el móvil en el bolsillo y sigue andando. Lo mejor es cuando te cruzas con alguien y sabes que te ha mirado. Lo peor, una puerta cerrada. Saluda al portero, y háblale durante dos minutos. Otro día te será de ayuda. Recuerda que has olvidado coger el abono de transportes y ve andando a cualquier sitio. Entra en ese bar que viste el jueves pasado. Pide un café con leche y di que no te gusta. No vuelvas allí. Sigue recto y fíjate en cómo ha quedado el edificio que llevaba dos años en construcción. No finjas que te gusta y mantén la expresión. Saluda al albañil que está atornillando un tubo de ventilación. Para cuando se pregunte si te conocía de algo tú no estarás allí y eso te convertirá en vencedor. No fumes. No eres más interesante por hacerlo. Será bueno que preguntes a la señora que riega los geranios si alquila su piso. Te dirá que no pero no te lo diría si llevaras un maletín cargado de billetes marcados. Eres Robert de Niro y todos los demás son los malos. Algún día el mundo oirá algo tuyo y para en-

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tonces tú ya estarás muerto. Hoy día sólo muere la gente importante. Puede que todos seamos importantes pero tú de momento debes seguir empeñado en lo contrario. Cada persona con que te cruces esta mañana va a ir dramatizando su particular historia de un punto a otro de la ciudad. Es como tu última chica. No te quiso o sí. Te llevó de un punto a otro. Eres como un gato que cogen del pescuezo y lo aparcan fuera. Ahí no haces daño por mucho que claves tus ojos fluorescentes en la espalda de un martes. Por eso lo mejor será correr a otro tejado. No era tu punto de partida, pero eso, amigo, es lo mejor de todo.

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II. Cenizas Se encendió la luz del cuarto piso en la acera de la izquierda. Seguí recto. Escuché una conversación ya empezada: „tengo sólo un par de tangas‟. Entré a la cafetería de siempre y pedí un cappuccino. Pensé en los pisos de alquiler mientras leía la publicidad del MediaMarkt. El día anterior habría vivido en cualquier parte, pero en ese momento estaba enamorado de esa calle. Es una calle absurda que desemboca en otra porque sí. Casi siempre hay un tipo que contempla un Renault 21 como quien se encuentra una foto de su juventud. Después saca las llaves, comprueba una cosa de la que ni él mismo está seguro y se aleja nuevamente. También hay una chica esperando que su hermana pequeña salga del colegio. No es demasiado guapa pero eso importa poco a las seis de la tarde. La luz golpea serenamente el patio del Colegio Portugal, y detrás un cambio de escala brutal amenaza con su espada de ciudad a lo pequeño de las historias. A partir de las 9 se apagarán las luces y todo tendrá otra trascendencia ignífuga. Yo ahora leo por tercera vez este mes „Héroes‟ de Ray Loriga. Curiosamente estoy sentado en la misma mesa donde lo conocí. Pero

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el que escribe ahora soy yo, y el tipo del Renault 21 me ha mirado con cierto recelo. Sabe que me he dado cuenta de sus maniobras teatrales y no tiene intención alguna de terminar con ellas. Por eso, lo miro desafiante, me pongo agresivo, y dejo un euro y medio sobre la mesa. Me sorprende salir del café y comprobar, que nada de esto existe.

III. Un asesino Eran las siete de la mañana de un domingo extrañamente electoral. Yo caminaba de regreso a casa por la plaza de Santo Domingo. Llevaba las manos hundidas en los bolsillos y la mirada fija en un punto del suelo. Sólo buscaba un bar abierto, para tomar un café y leer el Marca. Todo apuntaba a que el Madrid ganaría la liga. Sin darme cuenta me sorprendió un pequeño espectáculo cincuenta metros más abajo. Ante un coche de policía, un individuo con cierto parecido a Mr. Bean simulaba que tenía una pistola con la mano derecha dispuesta a tal efecto. Arremetía con manifiesta insubordinación a un coche patrulla que no vigilaba nada especialmente. Después se tiró al suelo y se levantó con una naturalidad envidiable (hay personas que, de tanto soportar el dolor, nunca se hacen daño).

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Esa mañana yo no quería ser Robert de Niro, así que seguí caminando. Con la velocidad de un semáforo de autovía, el tipo se detuvo ante mí. Me preguntó si tenía fuego y no le contesté. Aún así insistió y me dijo que la policía no le perseguía porque ese día él era importante: iba a ser vocal en una mesa electoral. Le dije que, si eso era cierto, se fuera a duchar. Me contestó con una seriedad que hasta ahora había quedado oculta por el circo que arrastraba desde el sábado. Dijo: „un asesino nunca se ducha, caballero, porque conoce sus manchas y las respeta‟. Después me contó que había matado a su mujer hacía unos años, „cuatro golpes‟ repetía. Yo hundí mucho más mis manos en los bolsillos y le miré por última vez. Me despedí sin darle la mano. Pero he de reconocer que cuando cerré minutos más tarde el periódico, llegué a creer que ese tipo era un asesino.

IV. La felicidad ausente ¿Qué buscas? Por la calle, que es la antesala de cualquier tristeza dormida. ¿Qué eres? ¿No te das cuenta de que el mundo se pone en funcionamiento cada no-

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che a pesar de todo? Será que no has pensado que tu presencia es una mancha en la camisa de un presente que se arrastra casi siempre. Mírate, llevas en el bolsillo una llamada que no te importa, y en la mano una conversación de un tipo al que no conocerás nunca. Intentas trascender y lo único que se te ocurre es cambiar de posición en cada flash del bar al que has llegado. Ni siquiera está medio roto el cuaderno en el que escribes. Tampoco existes en el intervalo que cruza con gabardina el hiato de dos palabras. Vas a verlo cada vez más claro. Es muy difícil encontrar personas de día, en los pasillos de una vida que no tienes. Vas a acabar huyendo de los problemas de la noche, porque eres débil y las máscaras no sostienen el velo de tristeza que has comprado. Antes eras un chico importante, creías en la velocidad de los sentimientos. Pero has llegado a la altura de todos ellos y te has quedado quieto. Porque no quieres nada y no puedes quererlo. Porque no sabes a qué palabras te enfrentas a diario. No eres capaz de fijar la atención en un punto concreto. Ni siquiera puedes presumir de querer ser algo porque eso ya no vale nada. A nadie le importa. Vas a ser uno más, alguien a quien cualquiera le dijo que llegaría lejos. Un tío de esos que fotogra-

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fía su falsa modestia por paisajes y arquitecturas efímeras. No vas a ser escritor, nunca.

V. No leer Los caminos hacia la felicidad cada vez son más extraños. Ayer lo pensaba mientras veía el sorprendente informativo nocturno de Sánchez-Dragó. En un intermedio oí ruidos que venían desde la calle. Había un grupo formado por cuatro chicos y tres chicas. Entre ellos despuntaba la violencia del desparejamiento, la obscenidad de edades previas, la inconsciencia. Gritaban, corrían, meaban en mi portal. Era una actitud sutilmente digna para ser jueves. Yo era un espectador de lujo, quiero decir, había ocupado la posición de cualquiera de ellos hace no tanto. Hacía ese frío tan característico de finales de mayo. Cuando estás encima del ring no eres consciente de la violencia desatada. Yo era „cinderela man‟ y toda mi familia me esperaba en casa. Entonces decidí bajarme una película. La noche era una escena comprimida bajándose, a ratos, a 247 Kb/s. Firmaría ser siquiera un pensamiento antes de dormir en una habitación distinta.

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Cuando apagué las luces de mi cuarto (también la pequeña) y me puse el pijama y me acosté y me levanté y me acosté de nuevo, apareció el espectacular cuerpo de Mónica Bellucci en pantalla. Fue un golpe inesperado, una pelea al salir de una cafetería. Te aseguro que no lo entiendo, vestida de fisioterapeuta. Quitemos todo lo demás: la película, la banda sonora, la fotografía, los actores, mi habitación, los libros por leer en el suelo, todo. Entonces sólo quedará ella. Solo Mónica. Sólo una chica en una pantalla diciéndome con sus ojos que tiene muy claro que no soy el único. Que no soy el único en desmaterializar el mundo a través de sus pensamientos para tenerla cerca. Mónica, la única diferencia es que mañana yo te echaré de menos o no.

VI. Luz de gálibo Hay demasiada gente sentada en los bancos del Parque del Oeste. Algunos leen manuscritos y otros tocan la guitarra. A estos últimos a veces les graban con el móvil. Pero no tocan canciones en mi idioma y eso me pone de mal humor. No me imagino, esta tarde, a Bob Dylan tocando canciones de la vieja trova cubana.

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Sólo defiendo la posibilidad, remota, de que encontremos un lenguaje universal. Para ello no hace falta que te entienda. Lo importante es que lo entiendas tú. Yo encontraré el camino de descifrarte, y cuando llegue el momento, seguramente esté preparado para hablar contigo. Si intentas explicármelo antes de tiempo, lo vas a simplificar tanto, que no me va a interesar nada. Debe haber cincuenta y tres chicos intentando cambiar el mundo a través de sus canciones en mi barrio. Tú y yo le vamos a quitar importancia a esa trascendencia. Porque al final siempre nos alimentamos de lo mismo y, para que salga una canción buena, tendremos que hacer doscientas horribles o lo que es peor: normales. Me siento vacío cuando veo la velocidad con que los músicos cercanos encuentran el camino del Olimpo con cada nota. Porque sé que su cielo es mucho más luminoso que el mío. Mi cielo tiene una cafetería que hace esquina y una parada de autobús debajo de una casa que no existe. Por la tarde le entra un rayo de sol que podría ser perpendicular a la tristeza de cualquiera, y una nube por si acaso. En mi cielo el Madrid ha ganado la liga y mañana abren las tiendas.

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Pero al cielo tampoco se llega a través de las canciones, Bob, no todavía. Se llega a través de la metáfora que encontraste sin leer y la esperanza que quisiste sin usar. Porque en ese cielo la vamos a encontrar a ella dormida, entre cajas de embalaje y promesas y paredes y nostalgias.

VII. La ciudad americana Es el sueño de todos los escritores. Un momento mágico que todos y cada uno de los que creemos en ello atravesamos. No hay tregua ni luz roja. Estoy sentado en un café llamado „Ogamdo Bar‟ en una perpendicular a Wilshire Bulevard cerca de Beverly Hills. Escribo tan lento como puedo. Cada cierto tiempo pasan a rellenar la taza de café y la sonrisa de las camareras empieza a conformar una escena espectacularmente costumbrista. Siempre te dicen que el tiempo lo cura todo. Yo estoy empezando a sentirlo ahora. Es decir, ves a la gente en el tranvía ligero leyendo el Los Ángeles Times con cara de preocupación y después compruebas que están analizando la programación de la televisión por cable. Es el sueño de todos y cada uno de nosotros,

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estar aquí, donde nada existe y todo parece una escena no demasiado elaborada de una película absurda. El tiempo lo cura todo, hasta que te das cuenta de que vuelves a recibir las mismas llamadas telefónicas. Ten claro que cuando seas tú el que llames probablemente haya vuelto a aparecer el tiempo y nadie encuentre sitio. Me levanto y pago un dólar cincuenta y me gusta y salgo por la puerta. Hace un sol color California y miro a través de los jardines la vida de papel de la gente. Soy un extranjero caminando con la solvencia de los billetes de cincuenta. Prefiero la intimidad de la octava hasta llegar al Hotel 2000. Me gusta pensar que ahora podría estar en cualquier lugar del mundo, que no demasiados me echan de menos, y después vuelvo a mirar el móvil. Hay bastantes tipos que hablan mal de esta ciudad que ahora me deja en el bulevar Santa Mónica que lleva hasta la bahía. No hay tanto que hacer y me siento en el césped que hay frente a la universidad de adultos. Todo son locales de sushi y mejicanos y franceses e italianos. Nadie ha nacido en ninguna parte. En el restaurante chino te atiende un tipo de Tulsa que se queja con ese particular acento, y en el ribs house te trae la carta un filipino. Es lo mejor de

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estas calles, la no pertenencia gritada de forma retórica. El café me ha puesto en marcha y una vez agotados los siete kilómetros hasta la costa me detengo a contemplar el mar como nunca antes lo había hecho. El tiempo lo cura todo, tanto que, al volver la vista atrás tengo que asumir que no estoy aquí.

VIII. El hilo de plata Cuando el párpado de lo que no existe se cierra y te encuentra temblando lo mejor es cambiar de idea. Si sigues la línea de todo lo previsto quizá alguien te alcance en el último giro, y eso no te apetece en absoluto. Cuando desdobles el trébol de humo sobre el abrigo del invierno, ten muy presente que quedan cuatrocientos kilómetros para romper el hilo de plata. Dicen que si mientras duermes sueñas que vas a caerte, hay un hilo de plata que une tu alma a tu cuerpo y evita el golpe despertándote. ¿Nunca te ha pasado? ¿Nunca te has caído incluso de tus sueños? Entonces la chica advirtió en mí una molesta incapacidad para mantener la concentración y yo no supe

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salir de ahí. Le pedí disculpas y me fui corriendo pensando que quizá el año que terminaba había sido un páramo de biografías y enredos menores. Las páginas de los problemas habían ido quedando atrapadas en un mueble de pájaros en segundo plano. Y todos esos pensamientos debían pillarme delante de un papel en blanco, o recorriendo irremediables jardines de frío y silencio. Las escenas surgían como la posproducción de una película antigua. Sentía el calor de las posibilidades como si fuera un hecho solemne y dramático. Supongo que la crisis de épicas y vértigos reconducirá mi paso veloz y firme hacia la nada. Supongo que estarás cerca para despertarme cuando el equilibrio sea mucho menos que una probabilidad y mucho más que un recuerdo. Las chicas se desvanecen como un último capítulo. Los chicos miran por la ventana del autobús y viajan de nuevo. Hay un hombre que te debería sacar de aquí pero no encuentra el modo. Y la canción de un libro que podría ser hermoso sigue apenas esbozada en el rojo de unos labios encendidos en la peor de las noches.

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Y no me quejo, de veras. Incluso esto queda escrito en un papel, como un posdata que no llegó a ningún espejo. Porque atravesar un principio mediocre no te deja más preparado para la derrota. ¿Qué dirás de mí cuando se acabe? ¿Te gusté? ¿Te he molestado lo más mínimo? ¿Te has caído alguna vez de un sueño?

IX. Dos entradas de cine Estaba recogiendo los libros de las estanterías para meterlos en una caja. Siempre que hago una mudanza encuentro trozos de días representados en flyers y publicidad de cursos de inglés. No me suele costar tirarlo todo, asumo que pasar página es la única forma de darle una patada al tiempo, que siempre nos abraza con una melancolía dolorosa y conmovedora. Hasta el último metro cuadrado representa el escenario de guerras pasadas, y conversaciones casi agazapadas. Cuando bajé de la estantería la Trilogía de Nueva York de Auster, planearon dos tickets hasta descansar en el escritorio. La tarde quemaba como un cuchillo rompiéndose de frío. Los puse debajo de la cámara de fotos y junto a una taza de café vacía. En el escritorio había un disco que compré a una chica impresentable,

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una carátula, un reloj carísimo y un rotulador gastado. Al sur de la pantalla de ordenador, una grapadora, una foto carné, la tapa de un helado y una caja de aspirinas. También había un postit con el teléfono de Tele-Taxi. En medio de toda esta confusión sonó el teléfono. Era la inmobiliaria que me llevaba el contrato del piso al que me iba a trasladar. La certidumbre del recuerdo caminó conmigo mientras encontraba cobertura. Nadie me garantiza el regreso a estas últimas noches, en que he descubierto al que será siempre uno de mis mejores amigos. Este recorrido por el ritual de la energía gastada ciegamente por las calles ortogonales junto a Princesa al salir de casa, el desorden del cuarto de baño, el horno roto y la vida llamando a la puerta. La despedida es el momento menos crucial de todos, lo importante es la búsqueda, la lluvia y la cena, la ropa tendida y los programas de televisión. Hay una botella de Ron en el armario y todavía queda café querido amigo, todavía no está todo dicho.

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X. El adiós de los días El slide fronterizo recorre la espalda de nuestras perspectivas. Mientras, a lo lejos, se despide el teléfono de su recorrido insomne. Me levanto y espero que la suerte llame a la puerta y cuando llama estoy demasiado cansado para ceremonias y ritos. Y la garganta aduce una introspectiva capacidad de resistir los golpes. Somos la generación de los problemas por los problemas: no hay líderes demasiado buenos ni cantantes lo suficientemente guapos. Tenemos que valernos de un talento tan extendido que ni siquiera nos ayuda a coger impulso. La agonía viene de saberse en el exilio de tus propias limitaciones. Y la actitud correcta surge después de lavarte la cara muy temprano o muy tarde. Es en esos escenarios donde vigila la esperanza ciega de creer en algo: el nihilismo más incoherente se abraza al mejor peinado posible. Sé que ahora te recuerdas trepando por unas escaleras infinitas, esperando al fin la luz que encajara dentro del abanico de los días. Y la calle era un ejercicio de probabilidades. Los escaparates se vestían de espejo porque estar guapo te salvaba de ciertas sombras o dudas. Te limitabas a escapar de todas las

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puertas cerradas y te sorprendías rodeado de ninfas que sólo hablaban de amor. La juventud es un periodo engañoso en el que lo importante es resultar creíble. Aunque lo normal es que no te crea nadie, y te quedes encerrado en una bola de cristal. La peor solución es pensar que puedes volver, al cabo de demasiado tiempo, y encontrar la nieve convertida en copos de esperanza.

XI. Maté al poeta Tenía que hacerlo, sin más. Otra justificación habría que buscarla en los planos reservados a la niebla y los coches en dirección contraria. Ella me había hablado de él, finísimo en sus metáforas y hábil como pocos para construir un imaginario bucólico y trascendente. También me dijo que había sido una noche nada más, en uno de esos escenarios modernos, y que el día siguiente lo había desmenuzado para pedirme perdón. No deberíamos pedirnos perdón nunca, debería bastar con no volver a hacerlo. El poeta pidió un bourbon con coca cola y pidió otro para ella. Después se fue a otro lugar, para mantener el interés. En este tipo de rituales se suele en-

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contrar a gusto. En su onírico camino al baño, ella lo encontró irremediablemente y él le habló de su transitorio trabajo actual. Le describió todo tipo de arquitecturas efímeras con la grandilocuente mediocridad de quien ha ganado algún que otro concurso menor. Y ella no era mejor que yo, y él llevaba corbata y chaleco, y pantalones de una 38 con tirantes. “¿Otra copa?”, y el whisky resbalaba entre el hielo como él querría moverse entre sus labios. Mucho dinero, al que restó importancia yéndose de nuevo. Ella se giró y sus amigas ya se habían ido. No quiso saber a dónde y el poeta le cogió la mano. Y le regaló algo al oído, rosas, al oído. La música pasó de los Artic Monkeys a The Sounds y luego a una canción que no habían escuchado nunca. Música de fondo: el poeta escribiendo su última poesía. Yo entré en el local. Y al presenciar la escena no me inmuté y comencé a desplegar mi coreografía más extraña. Me movía con una irreverencia mágica a los golpes de bombo de la canción. Un gin en la mano derecha y en la otra un anuario. Era el fantasma de la ópera planeando un final imposible. Cuando ella se dio cuenta de mi presencia, le dijo al oído sus últimas deliciosas palabras. Porque me sentí impulsado a correr a la cabina del DJ y parar la música. Entonces, con los ojos de gato de autopista de la gente apuntan-

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do hacia mi, miré al poeta, rompí un vaso y mirándolo fijamente me clavé el vidrio roto en el estómago. Con la inercia de quien se sabe acabado, abrí el anuario por la página 24 y con la sangre desdibujando las palabras que en otro tiempo había escrito el chico que ahora la abrazaba, leí entrecortadamente su poema asiéndome del micrófono ya inservible. Palabras, seguidas de sangre y palabras. Palabras mediocres que desnudaban el escaparate de algunas imágenes lamentables que jugaban con mi último aliento. Cuando ella consiguió observar directamente la escena, yo ya no podía hablar y me cogía el estómago destrozado y apoyaba la cabeza en el suelo. El local daba vueltas en torno a mis ojos excepcionalmente abiertos, como en esos libros del Dante. Entonces me caí y dejé de respirar, sabiendo que había sido capaz de matar al único poeta que había allí.

XII. Firma aquí Me lo dijo de memoria. Con las lágrimas del whisky más barato. Firma aquí. Pasarás una noche lejana y solvente. Amanecerás entre sábanas limpias y borrosas. Serás el cabrón con más suerte de la ciudad.

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Tuve que irme con muchísima vehemencia. Aquella chica proponía un trato reconocible. Y yo estaba muy solo. Sin acentos, sin virtudes: solo. Sudando lentas gotas de iridio. El mismo yo que había visto como se acostaba el sur de los sentimientos, de los pájaros vivos. Yo, que contaba historias sobre derrotas a gente que lo había perdido todo. El mismo yo que no tenía ni puta idea del sufrimiento más allá de los viernes. No tenía mucho. Como casi siempre, el horizonte temblaba como cucharas en un dedo. Y creía verlo con una claridad asombrosa que más tarde me revelaría mi posición distante y mediocre. Hoy, todo lo que odio cena conmigo. Y la cena es deliciosa: el postre trae un sorbo de la más remota desesperanza.

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XIII. Fuera de mí (Fora de mim) Bajé del globo y entré en la habitación. El último dinosaurio agonizaba mientras me miraba a los ojos, advirtiéndome de algo grandioso y fatal. La lluvia no dejaba de golpear el techo del edificio y yo estaba, paradójicamente, entre desubicado y colocado. ¿Por qué cojones estoy ahora escuchando a Josh Rouse? Yo nunca escucho a Josh Rouse. Yo prefiero el sonido de la primavera abriendo la lenta dignidad de sus muslos. Claro, Josh Rouse tuvo que irse a España y se condenó al mundo de las canciones subtituladas. Yo soy algo mejor: no necesito subtítulos para mis canciones. No necesito que nadie las explique. Pero quizá le cambie la nacionalidad a mi corazón. Ha llegado el momento de partirme en pedazos para poder comprenderme, luego. El vacío que hay en mi nevera desde hace semanas me ha debido llevar a esta jodida indigestión de puzzles que no me deja hablar con claridad o exactitud. –Tranquila. Yo tampoco comprendo las metáforas, sólo las escribo con la ilusión de que un día nos alejen de todo esto. Que vuelvan de la alcantarilla a la que las lanzo silenciosamente y nos rescaten con una chispa de misterio –dije, intentando poner algo de or-

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den–. Y que nos lleven a todos los lugares azules: Nashville, Cartagena, Carabanchel, yo qué sé. Aún dudo cuáles son los lugares azules. Ni siquiera sé si tienen nombre –continué. Afortunadamente no me respondiste y pudimos conservar en aceite el estado místico del comentario. Dejemos esa labor al disco. Escupirá la pista siete. Será el número del pájaro antiguo, de la rapiña romántica: del no necesitar certezas para seguir vivo. Todos sabemos que el pájaro sabe jugar a esto, que robaremos un balón absurdo y lo clavaremos en la escuadra. Yo ya sé que soy un tipo con suerte. Que de alguna manera todo se recompondrá sólo. –Lo sabrás cuando la noche se levante, me dije. Y al parpadear parecía haber vuelto de ninguna parte. Todo estaba en calma y el mar estaba delante de mí. Nadie se preguntó por el tránsito entre la habitación y la costa. Nadie utilizó el fundido a negro ni las transiciones nostálgicas para hacer de la película una escena costumbrista y comprensible. Y, lo que es más importante: nadie se preguntó por el dinosaurio. Las ubicaciones son sólo eso: nombres de ciudades que han quedado desgastadas por el tiempo, el mejor de los asesinos a sueldo.

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Nada es importante. Aquí nadie necesita nada. Un estado mental sin problemas diplomáticos. Hace un rato, creía ser capaz de explicarlo todo sin necesidad de introducciones. Es más, ni siquiera necesitaba las canciones para debates posteriores. Podía hacerlo sólo tocándote. Pero he parpadeado otra vez. Afuera llueven nueces sobre un campo de viento. Yo lo veo desde la ventana y el mar sigue al fondo. Creo que he terminado la canción. La tengo en los dedos y en la garganta. Estoy en calma. Podría tocarla de corrido, arpegiando-té.

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XIV. El nuevo azul eléctrico Y el café supo a dinamita. Helado y sencillo como los días posteriores. ¿Quién vive aquí? Seguramente los restos de la tormenta, el lobo que aullaba en la estepa, un tipo sólo que quiso estar solo. Y decía: “Lo único a lo que aspiro en la vida es a que me dejéis en paz”. Yo lo miraba desde un trabajadísimo segundo plano y pensaba en la palabra „paz‟. ¿Con qué te quedarías? Bebía mientras entrecortaba la mirada. ¿El dolor o la nada? Y no podía dejar de pensar en el origen del dolor. Muchos pensaréis que me quedé sentado mirando por la ventana. Pero me levanté y sentí el aliento fresco e intenso de todas las promesas azules y eléctricas. Y ahora hay que salir a la calle, escuchar las mejores canciones, y hacer que todo tenga el sentido de las escaleras: ascendente o descendente, qué más da. No me comprometo ni conmigo mismo. Sólo firmo el pacto que me ofrecen las calles, tristes y nuevas, al volver a las seis de la mañana (muy cansado). „¿No quieres a nadie?‟, pregunta una chica al fondo, abajo. ¿Cómo es querer? ¿Cómo lo hago? Dame el peor manual de todos los tiempos y disfrázate de ausencia. (Larga pausa, la chica ya se ha ido, creo)

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Te querré si puedo, te querré si quiero.

XV. El escondite Vienen los diamantes. Rápidos. Lucifer se ha vestido de un gris plomo que vierte sus uñas sobre lo que queda de historia. Y nadie me habla de ti todavía. Vamos a elegirnos nómadas de tierras difíciles. Y nos sentiremos bien en torno a la lluvia indiferente de esta temporada primavera-verano. Yo no contaba con esto: los pasos resuenan fuertes en los ecos de todos los problemas. No tengo muchos recursos: miro la televisión acompañado de un refresco de cola. Bajo a la calle y busco entre los portales algo que me devuelva la imagen de cuando creía en mí. Ahora tiro de la cuerda y de la manta con la fuerza de los reveses de la noche: ya no hay tendencias positivas. He entrado en el Honky. Siento demasiadas miradas sobre el que dijeron que debía ser. La música suena maravillosa. Me dice: ya estás fuera, en la carretera, llorando y mirando atrás cada poco. Miro al guitarrista. Siempre es Pablo. Me dice que sí. Me devuelve el testigo de un peso previo.

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Yo le hablo de levedad. Pero el lenguaje se va antes de que el último acorde pida una copa. Y no se despide de nadie porque ya no hay nada que decir: susurra Buñuel. Y bailo desde mi trono que es una ventana sobre la ciudad y la noche.

XVI. ¿Quieres sentirlo en el pecho? Solía subir por la misma calle de siempre: vacíos existenciales y perros salvajes. Al final opté por el camino fácil, como heridas en trajes recientes. Nadie sabía de dónde venía ni el lugar concreto de mis esperanzas. Giré primero a la derecha, más tarde a la izquierda. El camino era una entrevista sobre mis aptitudes. Las ventanas estaban demasiado encendidas y las puertas casi siempre cerradas. Escribir va más allá de uno mismo y se confunde con el gris tranquilo del asfalto. Podría haber viajado más, haber vivido más, haber esperado más del lenguaje coherente de las piedras. Sin embargo me he quedado reducido a un mero retratista de enclaves vacíos y sillas aleatorias. Supongo que era el trato que me ofrecía el ilustre domador de imágenes, la rúbrica menos valiente en un conflicto de verbos.

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Cuando todo esto acabe, como todos quisieron, me sostendré firme, como trágica víctima del viento. Me rendiré a la persecución y, en definitiva, escribiré lejos. Entonces todo habrá sido un sueño y el callejón sin salida será un bolsillo roto en la ciudad sin nombre. Será un final hermoso: te cogeré de la mano y huiremos de los desenlaces previstos. Nos confundiremos en la multitud distante y arrojarás como un paraguas el desfile de almas y recuerdos. ¿Quieres salir de aquí? ¿De verdad lo pretendes? ¿Quieres sentirlo en el pecho?

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ÍNDICE

PRÁCTICAMENTE NADA I. La habitación verde, 9 II. La actriz francesa, 10 III. Quiero ser escritor, 12 IV. Probable chica de autobús, 15 V. 0-0, 16 VI. Tristeza de pájaros, 17 VII. Las jugadas imposibles, 20 VIII. Comunicado oficial, 22 IX. Obviamente cinco creyentes, 23 X. Clases de tango, 25 XI. Algunos pájaros vivos, 26 XII. Todavía una canción de amor, 27 XIII. Chicas importantes, 29 XIV. Mi rifle, mi poni y yo, 30 XV. Ble Valentines # 2, 31 XVI. Con cariño y sordidez, 33 XVII. Hollywood, 35 K A O R A O K E G IL S T R E E T I. Inicio, 39 II. Ciudades intermedias, 40


III. Llueve a perro, 41 IV. Superpequeño, 43 V. La maldición de los días relámpago, 45 VI. Al norte del pez dorado, 46 VII. Los Angeles, 47 VIII. El pájaro anciano, 48 IX. La posmodernidad, 50 X. Posible viaje al sur, 51 XI. La teoría de los cuerpos celestes, 52 XII. La alegría del incendio, 54 XIII. Vamos a ganar algo, 55 XIV. Me voy a cagar en todo, 56 XV. La calle de la Fe, 57 XVI. Hay canciones que conozco, 59 XVII. The End, 60 EL R I TU A L D E L A EN ER G ÍA A C I E G A S I. Origen, 65 II. Cenizas, 67 III. Un asesino, 68 IV. La felicidad ausente, 69 V. No leer, 71 VI. Luz de gálibo, 72 VII. La ciudad americana, 74 VIII. El hilo de plata, 76


IX. Don entradas de cine, 78 X. El adiós de los días, 80 XI. Maté al poeta, 81 XII. Firma aquí, 83 XIII. Fuera de mi (Fora de mim), 85 XIV. El nuevo azul eléctrico, 88 XV. Es escondite, 89 XVI. ¿Quieres sentirlo en el pecho?, 90



Se acabó de imprimir esta primera edición de Un polvo raro el día diecinueve de mayo de dos mil nueve, festividad de Santa Claudia y trigésimo aniversario de la legalización de la masonería en España.

 CARPE DIEM


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