Una de tango

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Una de Tango

Giselle Murillo


Copyright © 2012 Giselle Murillo All rights reserved. Portada: Patricia Miyoko Pérez Segovia ISBN: 150278421 ISBN-13: 978-1502784216


¿Han escuchado un tango? Como sea, éste es el mío.



*Para los puristas: Este escrito no ha sido pensado para los que todo lo saben sino para que los que nada saben y quisieran saberlo todo de una vez, cuando eso pase serรก su turno ยกoh grandes sabios del tango! *En esta historia todo es ficciรณn incluidos todos los personajes. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

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1 PRELUDIO

“El tango es una danza, quizás una de las más terribles, dramáticas y contundentes. Necesitas valor para bailar tango y el juego es mortal, pues hacen falta dos. Para sentir el tango debes tener el corazón abierto. Gózalo, vívelo y luego... luego cuenta tu historia”. Ese tipo de cosas son las que Daza, la reina del tango, se había dicho una y otra vez durante los últimos diez años. Eran pensamientos que aprendió desde muy joven, y que había creído sin discusión alguna. Se los repetía siempre en voz baja, como si de rezos religiosos se trataran, para poder sostenerse cada noche sobre el escenario. Cuando el bandoneón callaba, las luces se apagaban y los aplausos penetraban en sus oídos, recordándole que era perfecta para el tango —justo como todos los críticos y sus antiguos maestros decían—, era cuando más necesitaba de aquellos dogmas. Esa noche, la noche de su primera presentación en México desde que era la reina del tango, en un escenario secundario del Auditorio Nacional, los aplausos y vítores 1


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ocurrieron como siempre. Su pareja de baile en esa presentación era un caballero de mediana edad técnicamente capaz; su nombre no aparecía en el cartel publicitario del espectáculo: era lógico, la gente iba a verla a ella y a nadie más. Cada detalle estaba pensado para su lucimiento: la iluminación, los tangos, el vestuario... El vestido elegido era negro, ceñido hasta la cintura, con una abertura en el volado que comenzaba en el límite inferior — a la altura de la rodilla— para luego subir con vértigo y de forma sugerente por el costado izquierdo justo hasta su cadera. Al frente, un ligero escote remataba la prenda, dándole a su busto un aspecto algo indecente pero, al mismo tiempo, misterioso y sugestivo. El vestido, que había sido confeccionado en una de las mejores sastrerías de Argentina, tenía incrustadas por todas partes pequeñas piedrecillas brillantes en color rojo intenso, que emulaban los más asombrosos rubíes y que tiritaban como estrellas en un cielo negro cada vez que un haz de la luz discreto del teatro chocaba contra ellas. El vestuario en su conjunto hacía que la figura de Daza resaltara de una forma sensual que ardía cuando bailaba tango. Sobre su cabeza, un pequeño y discreto tocado recogía su cabello negro y bien planchado, coordinando así en tragedia danzante con el espectacular vestuario. El maquillaje incrementaba la composición con sombras fuertes para acentuar el drama, y los brazaletes cerraban de manera exacta el espectáculo asombroso de su vanidad. No obstante, lo más importante eran los zapatos: tacones altos, forrados de fina piel y sin plataforma, para así sentir cada imperfección del suelo; unas correas largas, que se enredaban graciosamente hasta más arriba de sus tobillos, y una suela especial libre para girar. No solo eran unos zapatos bonitos, eran los mejores zapatos de tango que el dinero podía comprar. Al zapatero, un uruguayo entrado en años y que llevaba más de treinta de esos ciclos confeccionando zapatos de tango, le habían hecho el encargo advirtiéndole que eran los que usaría 2


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Daza, la nueva reina del tango. El zapatero sabía que los argentinos se tomaban muy en serio eso de la inmortalidad de los bailarines, así que dejó en la manufactura de ese calzado todo su talento y calidad, y entregó su trabajo con amor y gusto por los pequeños detalles. Al dárselos, le dijo al mensajero: —Dígale a Daza que con estos volará. No se equivocó. La hermosura de Daza era tal que algunos, los más enamorados por supuesto, se atrevían a decir que el tango solo la completaba. Esa noche, todo iba de acuerdo con el libreto: mucha pasión, coreografía y espectáculo. Todo era belleza. La orquesta, conformada por un bandoneón, una guitarra y una cantante temeraria, tocó la penúltima pieza, una milonga bastante divertida, ya sin el nerviosismo de lo que era su primera gran presentación. Y es que la elección de la orquesta había sido, como siempre, un capricho de Daza, quien decidió prescindir de la orquesta que la acompañaba al resto del mundo, pues aseguraba que lo de México era especial, y quería músicos mexicanos para tan extraordinaria ocasión. Aunque no fue fácil, finalmente lograron encontrarle una orquesta aceptable. México era el pecado original que le permitía vivir tranquila en Argentina, sin ser hostigada por los paparazzi de aquel país, que ven a los del nivel de Quino o Maradona como dioses con su propia religión. Daza era mexicana de nacimiento, y los argentinos, en el mejor de los casos, trataban de ignorarla y no darle mucha publicidad: la dejaban en paz esperando que un día despertarían y ella ya no estaría ahí. Y es que era un insulto que una extranjera fuera la nueva reina del tango. Vamos, si se tratara de alguna francesa o inglesa, lo hubiesen soportado mejor; pero era una vil mexicana. A ella, que acababa de entrar a los 30, y por lo que todos creían que sería eterna, poco le importaban las críticas de los inventores del tango, pues realmente disfrutaba bailar. Sin embargo, su mirada triste y su humor, similar al de los de los árboles de un sendero viejo, no 3


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pasaban desapercibidos para la gente, que notaban en cada una de sus apariciones la mirada baja, el espíritu perdido y el eterno juego de los delicados dedos de sus manos —esas manos que lo percibían todo, que descifraban la intención de cualquier bailarín—. Todo mundo intuía que en Daza había una antigua tragedia que ella contaba en cada presentación con su baile. Algunos argentinos muy sabios en el tango pensaban que eso era justamente lo que la diferenciaba de las demás bailarinas, argentinas o extranjeras: ¡la mexicana era un mar de tristezas!, de ahí su maestría. Sus allegados le preguntaban constantemente si se sentía bien, a lo que ella contestaba asintiendo y disculpándose, afirmando que solamente estaba cansada. Siempre estaba cansada... Aunque casi todos le creían y no especulaban más, algunos juraban que ella debía estar muriendo lentamente de desamor. La hipótesis se sustentaba en que, de hecho, en cinco años de carrera brillante, e incluso desde antes, nunca se le había conocido ningún romance. Era una solitaria. No solo carecía de una pareja sentimental, tampoco tenía una pareja de baile fija. En realidad no la necesitaba, ya que los mejores bailarines del mundo, incluso aquellos que tenían una pareja fija, se peleaban por bailar y hacer presentaciones o giras con ella. (Por supuesto que esa noche no era la excepción: uno de los mejores profesionales del tango en México la acompañaba). En el tango de escenario eso era igual a la promiscuidad, pero en ella no se castigaba. Su mito comenzaba a ser tan enorme que sus detractores primero tendrían que matar su nombre antes que otra cosa, y eso se antojaba ya de por sí imposible. Terminó la milonga, la orquesta respiró, ella se quedó como estatua en la escultórica postura final y el público explotó en aplausos otra vez. En esa noche de primeras veces en México, con su cielo despejado y su tráfico pesado e insufrible de viernes, los aplausos que recibía eran especiales porque la hacían sentir que después de todo regresaba triunfal a su país. Y 4


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justo cuando esta confianza la embargaba en la última pieza de la noche —“Cumparsita” de Gerardo Matos—, vio entre las caras del público rostros conocidos. La sangre se le heló, y terminó la “Cumparsita” sin pasión. Su compañero la miró extrañado al sentir su desvarío. Daza soltó un suspiro al notar que el error había pasado desapercibido para el público, o si lo notaron, no habían dejado de aplaudir con extraordinario ahínco. En medio del último aplauso, pensó en los viejos días, esos que a nadie había contado. Había roto casi todo vínculo con su pasado. Esa noche era su primera vez en México desde que había salido con rumbo a Buenos Aires, hacía ya diez años. Solo llamaba a sus padres en Navidad, una llamada breve después de la cual siempre lloraba. “Si no es un regreso triunfal, al menos es un regreso”, se consolaba a sí misma. Algo era cierto: era una diosa en lo suyo, y por ello todos la trataban de maravilla. Hombres y damas la admiraban y extendían alfombras rojas a su paso. A ella le gustaba alardear de eso con sus compañeros de baile, pero siempre terminaba diciendo: —Exagero un poco, no soy una actriz de Hollywood, aunque más de una vez me han pedido ser la protagonista de alguna película. Era un humor realista, pues su fama se reducía al círculo de la danza internacional, además de que era ignorada en Argentina, la cuna de la danza que interpretaba; de hecho, tenía más seguidores en Estados Unidos que en ningún otro país latino o tanguero. No obstante, también era verdad que le habían ofrecido dos filmes y ella había rechazado esas ofertas, ya que en el fondo únicamente se sentía segura bailando tango. Actuar le daba pánico; de solo pensarlo, una angustia le invadía el cuerpo. Aunque a veces lo reflexionaba y comprendía que en realidad gran parte de su vida era una burda actuación. Las ofertas del cine no eran casualidad. Su nombre aparecía en cualquier buscador de internet, su biografía en Wikipedia era extensa y detallada —excepto en el ámbito 5


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personal— y los videos de sus presentaciones en YouTube se utilizaban en varios institutos de danza alrededor del mundo para mostrar, tanto a principiantes como a avanzados, cómo hacer correctamente una castigada, respetar la pausa, mantener el porte, en resumen, cómo bailar buen tango. Incluso los maestros del tango en Argentina, si bien se cuidaban de aplaudirla, no podían dejar de darle su crédito: “A pesar de todo es la mejor”, decían. —¡Por Dios, vivo de bailar! ¡El dinero me sobra por bailar! Muy pocos padres de esta sociedad lo creerían — decía continuamente con su característico humor negro en las cenas de gala a las que era invitada. A pesar de la vida que llevaba, algo silvestre aún quedaba en ella. Rasgos íntimos del viejo barrio hacían sospechar a sus admiradores de su arduo origen. No obstante, nadie se burlaba o hablaba de ello. Las carcajadas demasiado fuertes, las malas palabras y cualquiera de sus deslices simplemente se pasaban por alto. Y es que ella tenía una pequeña licencia para el desdén, el ridículo o la extravagancia. En medio de esa opulencia de ego, Daza tenía mucho tiempo libre que ocupaba nadando en las piscinas de fondo azul turquesa de los numerosos hoteles en los que se hospedaba durante sus continuas giras alrededor del mundo. Recorría esas mansiones públicas y se metía, literalmente, hasta la cocina donde pasaba algunos minutos platicando con los gourmets para aprender cómo era su vida en un ajetreado día. Nunca conseguían que Daza pusiera un gramo de sal a ningún platillo. Ella no quería aprender cocina. No. Lo que quería era conocer la simple y sencilla vida de esos asalariados, la vida lejos del mundo de las celebridades o los ricos como ella. Los empleados veían en Daza solamente a la famosa curiosa de turno y se esforzaban en consentirla. El tiempo en casa, en Buenos Aires, no era mejor. Casi nunca salía de su propiedad, pues los habitantes de la 6


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ciudad le resultaban ajenos. Lo cierto era que le daba miedo que al salir a la calle algún celoso tanguero, de esos que presumían pureza, la reconociera y la cuestionara. Su servidumbre la consideraba una maldita bruja. Como vivía sola, su papel de déspota se acentuaba. Un buen día, Daza se cansó de todo eso. Desesperada, pidió consejo a su brillante representante, un argentino de unos cincuenta años, despiadado para los negocios, al que apodaban El Padre, pero que se comportaba más que nada como un carcelero. El Padre era un hombre regordete y mirada dura, que padecía de diabetes y mal humor. Siempre vestía trajes en colores aburridos y lisos. Trataba a todo el mundo con desdén, excepto cuando de negocios se trataba, en esos casos lanzaba el anzuelo de la amabilidad para luego encajar la mordida. En su lógica mercantil, se le ocurrió que Daza podía hacer más dinero con su tiempo libre si daba clases, una especie de cursos rápido —que él llamaba “La clínica de tango”— impartidos por la mismísima reina del tango. Se cobraría una fortuna. La idea le encantó a Daza, mas no por el dinero, sino por la posibilidad de tener nuevamente contacto con un mundo más real, más como lo que ella recordaba que eran las personas. El primero de esos cursos se llevó a cabo en Buenos Aires y, justo como su representante predijo, fue un éxito económico. Lo que él no pudo imaginar fue el éxito emocional: un éxito para aliviar de a poco el corazón de Daza. Ella, que se sentía en contacto con gente más viva y real, no sabía que en realidad aquellas personas tenían más dinero que ella y que habitaban en casas diez veces más grandes que la suya, por eso podían pagar su curso. Lo mejor era la alegría que experimentaba cuando sus alumnos le agradecían los consejos y le aseguraban que no solo era la mejor bailarina del mundo, sino también una excelente maestra. El día que Daza se dio cuenta de que sus alumnos eran todos millonarios, decidió poner a prueba el genio obtuso de su 7


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representante: le pidió que bajaran los costos de las clínicas de tango. Por supuesto que El Padre se negó rotundamente pero como sabía que estaba acorralado, pues Daza siempre se salía con la suya cuando de sus caprichos se trataba, le dijo: —Tú eres una reina, no puedes dar nada gratis. Pero en compensación te ofrezco que pasemos una temporada en México, tu país. Daremos precios especiales en la clínica a tus amigos y algunos descuentos ocasionales. Pero, por piedad, ¡olvídate de ser embajadora de los pobres! Daza aceptó el trato al instante, y en su mente pasaron imágenes de su añorada y contaminada Ciudad de México. A pesar de que el tango no es buen negocio en un país como México, pues no deja las entradas que dejan París, Moscú o Berlín, El Padre cumplió su promesa seis meses después. Gustosa, Daza hizo sus maletas para volver a México. Llamó a sus padres para darles la buena noticia. Según su representante, todos los lugares para el curso se habían vendido sin necesidad de hacer descuentos a nadie, solo los padres de Daza habían recibido entradas gratuitas para una, y solo una, de sus presentaciones. La noche antes de partir, mientras una copa de vino tinto se calentaba en sus manos, Daza se petrificó pensando en su pasado y en todo aquello que no había enfrentado desde su salida de México. Luego de tratar de enterrar todo ese pesar en lo más profundo de su mente, Daza y todo su séquito de técnicos, maquillista, bailarines y utileros, partieron rumbo a México una mañana extrañamente soleada para a ser invierno en el Río de La Plata. La visita no fue como ella había esperado. Pese a la poca difusión del tango en México, su visita estuvo llena de conferencias de prensa, cenas exclusivas, actos de publicidad y nada, absolutamente nada de tiempo libre, ni siquiera para ver a sus padres. Se sentía embaucada y ya pensaba seriamente en reclamarle a ese jodido y hambriento de avaricia que era su representante, cuando llegó el día de 8


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la presentación en el Auditorio Nacional. La rutina y frustración pronto se fue enterrando ante la emoción de estar actuando frente a los suyos. Cuando la presentación llegó a su fin, la carretada de aplausos fue tan grande que a los organizadores del evento, El Padre y un entusiasta empresario mexicano dueño de varios supermercados, se les ocurrió la genial idea de un improvisado encore. Al principio, Daza no comprendió y se mantuvo en el centro del escenario, mientras El Padre tomaba el micrófono para dar al público la increíble noticia: —Buen pueblo mexicano, vos han hecho muy feliz a Daza y a todos los que conformamos esta compañía. Para complacerlos queremos ofrecer un último tango, pero esta pieza Daza la bailará con algún caballero del público que así lo solicite, y que crea tener la capacidad suficiente para llevar a la reina del tango. Es sabido que siempre se la ha criticado por ser una experta en coreografías, pero ustedes deben de saber que… ¡Daza es la mejor en absolutamente todas las variantes del tango! El público aplaudió aún más. Daza no salía de su asombro. La elección no fue difícil. De la trigésima sexta fila de butacas, un seguro y altivo hombre, joven y alto, vestido de traje negro, se encamino rápidamente por el pasillo lateral del auditorio hasta llegar al borde del escenario. El personal de seguridad le permitió completar su trayecto luego de hacerle una rápida revisión; una vez arriba, el hombre entró en el dominio de la luz de las tablas. Su rostro, cubierto por la misma barba de tres días; sus ojos, soñadores como antaño, y su cabello, bien peinado como siempre, hicieron que Daza supiera de inmediato de quién se trataba. Casi se va de espaldas. —Díganos, caballero, ¿cuál es su nombre? — preguntó El Padre al voluntario que le pareció de primera instancia un joven estúpido. —Dante, señor. El Padre se sentía un poco atrapado, pues había 9


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esperado que algún hombre de edad avanzada, un conocedor del tango de milonga, de esos que hablaban de baldosas y de los proverbios de Gardel en un lunfardo clásico, aceptara el reto, y en cambio tenía a ese joven que se veía de la misma generación de Daza. Le pareció un atrevimiento y ahora se arrepentía de su improvisación. Sin embargo, dominó sus prejuicios y nunca quitó la sonrisa, ni siquiera cuando, sin el micrófono como testigo, le preguntó al oído si sabía bailar tango. Dante respondió afirmativamente y hasta tomó el micrófono para pedir a la orquesta el “Bandoneón de Arrabalero”. Esto hizo que las dudas de El Padre comenzaran a disiparse, para morir definitivamente cuando el público aplaudió con efusión la valentía del muchacho. Por su parte, Daza casi soltaba las lágrimas, mientras miraba fijamente al voluntario. Era ese instante el primer golpe a la cara de parte de su pasado. Recordó de inmediato sus primeras milongas cuando todos la miraban mal y hablaban de su extraño aspecto, cuando nadie bailaba con ella y la dejaban sentada todas las largas horas que duraban las reuniones. Sintió un dolor en sus pies que le recordó los duros ensayos, aquellos en que en vez de bailar caminaba por horas, envidiando a las otras chicas que ya practicaban pasos más avanzados. En su boca sintió de nuevo el dulce sabor de los labios de Dante y el frío de otoño en avenida Reforma, mitigado por los largos brazos del caballero que, luego de diez años, estaba otra vez de pie frente a ella. Sin poder evitarlo más, una lágrima salió de su lagrimal izquierdo. Por fortuna, El Padre estaba ocupado preguntando a la orquesta si podían tocar “Bandoneón de Arrabalero”. Entretanto, Dante miraba a Daza con los ojos bien abiertos como si estuviera frente a un espectro. La banda asintió, dando a entender que no había problema, así que El Padre dio el visto bueno y alcanzó a decirle otra vez al oído a Dante. —Si la cagas, muchacho, yo mismo te mato. 10


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Dante no le puso atención, solo miraba a Daza. En su mente no había miles de personas mirándolo y esperando que hiciera el ridículo, en su mente solo existía Daza. Entonces, la orquesta comenzó. Uno, dos, tres tiempos se fueron… —Por favor —rogó Dante a Daza, al tiempo que le ofrecía su mano izquierda. —Yo no puedo… —fue lo primero que Dante escuchó decir a Daza en diez años. —Sí puedes, es tu favorito. Y hazme un favor: que no quede nadie vivo —dijo Dante de la forma más dulce que pudo. Entonces, Daza tomó la mano de Dante, luego comenzaron el abrazo, cerrado, como les gustaba. Dante puso toda su alma en ese tango, no por el público, sino porque era el momento más importante de su vida, un instante que había anhelado durante muchas noches de insomnio a lo largo de diez años en que solo encontraba consuelo en el recuerdo de la joven Daza. Esa noche, la gravedad no fue más... El futuro, pasado y presente huyeron por la puerta de atrás. Quince mil espectadores guardaron religioso silencio para esos dos bailarines que se convirtieron en la única expresión de toda la existencia. El Padre miraba todo aquello desde un extremo del escenario y también lo notó, a su modo, claro: —Estos dos bailan como la verdad. Podemos sacarle oro a esto… El público también estaba impresionado: ahí no había coreografía, ni complicados splits o acrobacias; era tango de calle, de ese que gasta las suelas de los zapatos. Uno que otro lo notó y aseguró que esos dos ya habían bailado juntos y que todo ya estaba preparado; pero nadie en ese recinto podía imaginar la verdad de que, 16 años antes, esa misma melodía había bastado para hacer estallar una pasión y un amor que, luego de todo ese tiempo, no 11


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había terminado. La orquesta calló. Otra vez el aplauso. Dante apretó la mano de Daza con especial afecto y por primera vez en mucho tiempo ella escuchó su verdadero nombre. —Gracias Cristina —dijo Dante aún sin dejarla ir. Inmediatamente llegó El Padre y los presentó ante el público que seguía aplaudiendo. Dante salió de su éxtasis y soltó la mano de Cristina. Dos hombres corpulentos rodearon a Dante y le pidieron que saliera del escenario, pues la orquesta, el resto de los bailarines y principalmente Daza recibirían los respectivos honores por su magnificencia; él, Dante, no era parte de ese festín de egos. El joven bajó del escenario para encontrarse con el resto del público que lo felicitaba y le preguntaba qué se sentía bailar con la reina del tango. Mientras tanto, todavía en el escenario, Daza parecía muerta. Estaba pálida y estoica. No sonrió ni siquiera cuando le dieron el ramo de flores. En cuanto el show de los agradecimientos y vítores terminó, corrió hasta su camerino y de ahí no salió hasta luego de un par de horas. En ese tiempo recordó todo lo que había pasado cuando ella solo era una estudiante más en la Nacional de Danza. Pensó en Dante y también en Toño. Su espíritu se inundó de un mar de culpas y rencores, pero también de risas y buenos tiempos. El sabor agridulce de esos recuerdos le extasiaron el alma y le dieron las fuerzas que necesitaba para salir de aquel camerino y dar la cara a las personas que ahora eran su vida: su representante y la prensa. Al día siguiente Cristina Daza no pudo levantarse tarde como hubiese querido. El Padre la había mandado despertar temprano porque esa mañana había un nuevo compromiso que cumplir. Cristina estaba cansada y le preguntó a El Padre cuál era el compromiso, tenía la esperanza de que si se trataba de otra aburrida entrevista 12


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podía cancelarla sin más, pero El Padre le informó que ese día era la clínica. Cristina repensó el cansancio y se levantó de la cama con el entusiasmo de un niño al que le han anunciado que es hora de jugar. Luego de darse una ducha, Cristina llamó a su asesora de imagen porque ese día quería llamar la atención con un vestido blanco, un color poco socorrido en el tango. La asesora de imagen soportó la tozudez de su jefa y encontró la mejor combinación de accesorios para el vestido seleccionado que no era ni siquiera un vestido de tango. Más como contrargumento que como verdadera preocupación por Cristina, la asesora de imagen le dijo que el vestido podía cansarla luego de un periodo de cierta actividad física pero aun así, Cristina no cedió. En cambio, salió del hotel vestida de blanco y al verla, EL Padre solo pudo exclamar. —México te hace mal, Daza. El automóvil que los llevaba hacía la clínica recorrió algunos puntos importantes de la ciudad, esos que son obligados para los visitantes y los tours turísticos: la Alameda del centro con sus jardines de encinos y sus pasillos de adoquín blanco recién restaurados; la abstracta estatua del Caballito con su color amarillo chillante que lastimaba los ojos; la columna de la independencia con la imagen de la Minerva vigilando desde lo alto el proceder diario de una ciudad imposible desde el principio mismo de su concepción. El automóvil que transportaba a Cristina entró a los terrenos del bosque de Chapultepec con sus museos, juegos para niños y los abundantes y clásicos vendedores de globos multicolores. El aire, más fresco en esa parte de la ciudad, reconfortaba a Cristina que llevaba la ventanilla del auto ligeramente abierta. Por su parte, El Padre, trataba de hacer la plática con su bailarina estrella con temas que a ella muy poco le interesaban: que si el calor de esta ciudad era infernal, que si la mugre y los mendigos daban un aspecto deplorable a la que se suponía era el polo económico de América Latina, que si las ganancias de ese 13


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año iban bien y que sí eso continuaba así, el año siguiente podrían ir a ciudades que verdaderamente valieran la pena como Praga o Viena. El recinto donde se llevaría a cabo la clase era un gran salón de duela desgastada que rechinaba ruidosamente al paso de los que la pisaban. Por los grandes ventanales del salón se podían observar los eucaliptos centenarios pero enfermos y el lago artificial con sus patos adaptados al engaño del llamado bosque de Chapultepec. Al ser verano, el calor dentro del salón era insoportable y eso se combinaba con la organización del evento que era nefasta. En ese lugar alrededor de cien personas esperaban la llegada de la reina del tango ataviados con sus mejores zapatos para bailar. Era evidente que el espacio era insuficiente y poco adecuado para una clase de tango con tantos alumnos. Cuando llegaron Cristina Daza y El Padre, notaron el desorden, y este último se puso a dar órdenes para tratar de salvar la situación insalvable desde el punto de vista de la física clásica. Cristina, en cambio, fue conducida por una chica que hacía las veces de hostess hacia un diminuto cuarto sin ventanas que tendría que usar como camerino y que parecía más bien una cámara de tortura para claustrofóbicos. Dentro de ese reducido espacio estaba colocada, junto a la pared del fondo, una mesa de madera sin ningún chiste y a su lado descansaba un perchero, un espejo de cuerpo completo se acomodaba en la pared izquierda mientras que el resto de la habitación carecía de nada más. Una silla de madera estaba colocada cerca de la mesa y sobre esta había dos botellas de agua de medio litro de marca conocida. Era una mala imagen y Cristina decidió únicamente dejar sus cosas ahí y salir lo más rápido posible de ese cuartucho pues, además, ahí el calor era todavía más insoportable. Entre toda esa serie de molestias, Cristina esbozó una sonrisa y se dijo —esto es México ¿qué esperabas? El Padre mandó abrir los grandes ventanales del salón y 14


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la brisa de medio día calmó un poco a todos los impacientes concurrentes. En ese leve momento de tregua, Cristina Daza se presentó ante los que ese día serían sus alumnos. Todos aplaudieron como sucedía siempre en todas partes donde ella salía a escena y la reconocían; pero aquí, en México, un chiflido de júbilo hizo especial el momento y le recordó a Cristina Daza que estaba en casa. Así, comenzó el guion que se había preparado y practicado varias veces en Argentina y que había dado tantos buenos resultados económicos a El Padre. Los alumnos eran todos grandes aficionados del tango y algo no cambiaba, eran casi todos de edad madura y con una billetera muy gorda. El acento del español mexicano y la cordialidad expresada por los alumnos, hacían feliz a Daza. Luego de varios consejos, correcciones y un paso nuevo jamás visto —estrategia publicitaria del curso —las dos horas oficiales del curso terminaron. Muchas de las personas se acercaron al final de la clase para felicitar a la reina del tango y para ver si prendían algún autógrafo de la musa o, mejor aún, ver si podían tomarse una foto con ella para luego presumirla efusivamente en las redes sociales a las cuales Cristina era totalmente ajena. Cristina Daza trataba de atender todo eso con la mayor disposición y actitud positiva que le permitía su ánimo, pero entonces, tuvo su segunda aparición espectral en menos de dos días. Entre todas esas caras de opulentos desconocidos, ella reconoció en una mujer de cabello castaño claro a su antigua amiga de la adolescencia, Miranda. Durante dos segundos, Cristina Daza permaneció inmutable; observando aquel fantasma del pasado con la boca abierta. El pulso se le fue al cielo cuando Miranda comenzó a acercársele. Cristina bajó la cabeza como si fuera un cachorro regañado por su amo cuando tuvo a Miranda enfrente de ella. Cuando tomó valor para volver a alzar la vista, Cristina tomó la mano de Miranda y la guio súbitamente, primero a través del salón y luego a través del pasillo, hasta lo que era su improvisado y pequeño 15


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camerino; todo eso, ante la mirada incrédula de toda la gente que la siguió hasta la misma puerta que ella cerró bruscamente en sus caras. Ya en la confianza de la privacidad, Cristina tomó la otra mano de Miranda y se la besó. Las lágrimas ya corrían su maquillaje y Miranda en cambio no decía ni hacía nada, estaba igual de asustada que Cristina pero más estoica aguantaba mostrar todavía todas sus cartas. Desde que Miranda se había enterado que la reina del tango, otrora una de sus mejores amigas de la vida, venía a México, había tomado la decisión firme de cerrar un ciclo que continuaba doliendo luego de mucho tiempo. Primero había pensado, como muchos que la conocían y que habían estado entre el público la noche anterior, en ir a la presentación en escenario de tango; pero luego de meditarlo un poco con la taza de té limón que siempre tomaba en las mañanas, concluyó que tenía más posibilidades de acercarse a Cristina si asistía a la clínica de baile. Por supuesto, la diferencia del costo de una y otra cosa era totalmente abismal: la clínica era bastante cara como ya se ha dicho, por lo que, desde cuatro meses antes de la llegada de Cristina, Miranda había ahorrado cada centavo que su economía como ama de casa le permitía. Al principio, Miranda no pudo quitarse el nerviosismo, no estaba completamente segura de qué haría si, para empezar, Cristina no lograba reconocerla o si quería recibirla. En su mente planteó varios escenarios, pero en ninguno de estos las lágrimas de su amiga y una huida por entre los admiradores estaban contempladas, por ello los sollozos de Cristina le conmovían hasta lo más profundo de sus huesos. —Wicca —se le escapó decir a Cristina con un sollozo. Ese era el sobrenombre con el que solamente las amigas muy cercanas a Miranda la llamaban. —Hola —dijo Miranda forzándose a no doblar la voz. Entonces, Cristina llevó su cabeza contra el hombro de Miranda y comenzó a llorar como una niña pequeña. Miranda consoló lo mejor que pudo a esa alma abierta que 16


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se desahogaba en su regazo. Entonces, El Padre tocó la puerta y preguntó desde afuera si Daza estaba bien. —Sí. Todo está perfectamente —dijo Cristina tratando de disimular su voz quebrada. No recibió respuesta así que invitó a Miranda a sentarse en la única silla que había en el cuarto. Miranda aceptó la atención mientras Cristina tomaba un pañuelo de su bolsa para limpiarse la mezcla de rímel y lágrimas. Luego de esa limpieza facial improvisada que les sirvió a ambas para pensar un poco, comenzaron las explicaciones y preguntas guardadas durante años. —Tranquila —dijo finalmente Miranda con voz suave —Te ha ido bien. No era necesario que te apartaras tanto. La única que miró todo lo que pasó tan grande, fuiste tú. Escucha, estoy aquí porque quiero saber si podemos hablar todos juntos y arreglar las cosas… Cristina continuó con la vista abajo y se dio un instante para preguntar: —¿Sigue con él? Cristina levantó el rostro y en este se notaba una ira extraña. Por las venas de la reina del tango comenzó a ascender un resentimiento amargo y todos los músculos de su rostro se tensaron dándole un aspecto frío y macabro. —Sí. Aunque no sé si eso importa mucho —dijo Miranda sin darse valor para tocar de nueva cuenta a Cristina —. Tú siempre decías una cosa, pensabas otra y terminabas haciendo otra totalmente inesperada. ¡No puedes seguir enamorada de un hombre que no has visto en más de diez años! ¡Por amor de Dios!, tienes ya ¿cuántos? ¿Treinta y tres años? Amiga, suelta, suéltalo ya. Somos adultos, ya no somos tontas estudiantes, no puedes seguir así con ese rencor. Ella te ha perdonado ¿sabes? —Lo que le hice —dijo Cristina, ya sin llanto y con tono firme— es imperdonable, ella misma me lo dijo. Le quité lo que más quería, justo como ella lo hizo conmigo. —Muy buena telenovela amiga. Tu siempre tan 17


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exagerada y dramática. Ahora, por favor, acepta hacer “las pases”. —¿Te casaste? —preguntó Cristina para así evadir la pregunta que no quería contestar en ese preciso momento. —Sí, tú sabes. —¿Con…? —No, tú no lo conoces. —¿Tienes hijos? —Dos. Ya te presentaré a mi familia. —¿Seguiste…? —Respóndeme, por favor… —No lo sé. Soy la ladrona de los sueños de otros. —No, solo fue el destino, tu nunca lo planeaste así. Perdón, pero no eres tan poderosa Cristina. Y nada es tan importante como la amistad ¿no decías tú eso? ¿Le robaste su sueño? ¿Por qué estás tan segura? Acaso no sabes que en realidad le ayudaste más que ningún otro ser humano a construir lo que más necesitaba. Vamos, amiga, vamos a reunirnos las tres… —Las cuatro querrás decir. —Cristina, ¿no lo sabes? Magda murió hace tres años, en su viaje por el mundo. La noticia de la muerte de otra de sus amigas ablandó a Cristina. Esa funeraria nota que ella desconocía hizo que el rencor fuese sustituido nuevamente por el pesar. —¡¿Cómo?! —Ya te contaré los detalles. Ahora, es importante que hables con Alina. Hablemos las tres, yo, tú y Alina. —Lo pensaré. —Bueno. No tardes mucho. Te ha ido bien, sigues haciendo todo con tanta pasión. Ahora, tengo que irme, tengo que recoger a mis hijos de la escuela, van en kínder. Si no estoy ahí a tiempo se armará un berrinche tremendo. La Wicca, Miranda, se levantó y le dio una sonrisa sincera a la reina del tango. Cristina notó que Miranda estaba un poco pasada de peso y que su mirada se había 18


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apagado un poco. Ya no le pareció tan juvenil como en la primera impresión. Antes de dar los últimos pasos hacía la puerta, Miranda dejó un pequeño papel post-it sobre la pequeña mesa al tiempo que le decía a Cristina: —Aquí está mi número, llámame —entonces Miranda abrió la puerta y ya no había nadie afuera. —¡Espera, Wicca! ¿Todavía bailas? Me refiero, al tango ¿todavía bailas? La Wicca puso otra sonrisa digna de la Madre Teresa, ese era uno de sus más grandes atributos: trasmitir paz a los demás. —Sí, cada día. Dicho eso, salió y cerró la puerta cuidando de no hacer ningún ruido. Cristina corrió precipitadamente hacia la mesa y tomó el papel con el número de teléfono anotado. Luego, las emociones se le derramaron sobre el alma. Se sentó en el suelo y, sin dejar de mirar el papelito aquel, no pudo evitar que un pensamiento en concreto la lastimara: se había robado el sueño de otra persona.

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2 DOS MIL SIETE Mi nombre es María Cristina Daza Martínez. Nací un feo día del 91 sobre el espejismo que quedaba de la tragedia de Tenochtitlán cuyo espacio ahora ocupaba la monstruosa ciudad de México. Mi padre era un intelectual con sueños marxistas en un tiempo donde la economía de mercado ya había ganado toda guerra con la bandera vanagloriada de la globalización. Él usaba la barba estilo Lenin y daba cátedra en la Universidad Nacional; mero hobbie, sus padres, mis abuelos, le habían dejado dinero suficiente para terminar de vivir su vida sin angustias. Esa situación lo deprimía un poco, pues sus enemigos políticos le reprochaban siempre el origen burgués de su familia. Mi madre, por otro lado, era una ama de casa con inclinaciones hacía el alcohol y las letras, ganaba dinero por varias novelas de tinte feminista escritas con una gran diversidad de pseudónimos. Ella y mi padre se habían conocido en la universidad y juntos habían hecho sus estudios de posgrado en la lejana Unión Soviética cuando está aún no se caía a pedazos. Luego de un romance entre las calles de San Petersburgo regresaron a México y se casaron a las primeras de cambio para, a los dos años, separarse. No me mal entiendan, mis padres tenían una 20


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buena relación, solo se habían divorciado entendido a tiempo que no se soportaban el uno al otro cuando estaban cerca. Eso ya lo sabían desde San Petersburgo antes de casarse, pero luego del bodorrio aquello fue insoportablemente evidente. Sin embargo, cuando se separaron, también se dieron cuenta de que no podían dejar de verse con pasión cada que sus cuerpos lo pedían. Ese era su terrible dilema y lo solucionaron de la forma más lógica: solo se veían de vez en cuando para hacer el amor. Separados estaban enamorados y ambos me querían. Mis padres tenían una revolución en su cama más o menos cada mes y yo llegué al mundo cuándo ellos ya estaban legalmente separados. Mi madre le planteó a mi padre lo de su embarazo con toda la tranquilidad que dan dos copas de vino, él al principio no supo qué pensar, solo se le ocurrió decir que no se casarían otra vez. Mi madre se rio a carcajadas, fue su forma expresiva de estar de acuerdo. Ambos acordaron en una asamblea familiar (de dos personas) que a mí nunca me faltaría nada de lo elemental: comida, casa, vestido y libros. Además, también se acordó que yo tendría un gran futuro pero no contaban con lo que yo tendría que decir años después. Mi niñez fue promedio: déficit de atención, problemas para obtener el grado de primaria, mala influencia y alumna que no hacía la tarea. Desde siempre me sentí más cómoda en la calle que en la escuela, mero afán de supervivencia. Disfrutaba las tardes soleadas de mi ciudad en compañía de otros niños en los parques urbanos escalando árboles, jugando a las escondidillas y asistiendo a las ferias locales de los pueblos que había en la Delegación Xochimilco. Los videojuegos y la televisión poco efecto tuvieron en mí, tampoco los libros me atraparon a pesar de que mamá me animaba por todos los medios a leer la “buena cultura”. Papá era una buena excusa para salir de la rutina, sus visitas eran para mí un respiro ya que me sacaba de casa y me llevaba a museos y exposiciones de arte que yo no entendía; 21


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pero por dios, salir de mi cuarto en domingo era algo que ya valía la pena. A veces, él me llevaba a sus reuniones con sus camaradas y mientras ellos se perdían en discusiones sobre política yo trataba de no aburrirme escuchando música por medio de un aparato de DVD portátil y discos piratas conseguidos en el tianguis que se ponía por mi casa. Sí, comencé a escuchar música más o menos a mis once años y descubrí muchos estados de ánimo, un día me cayó el hiphop y me enamoró. Encontré que mi estatus de clase media encajaba perfecto en el mundo del grafiti callejero, las patinetas y la bicicleta de acrobacias. De ahí a tener aspiraciones de MC fue fácil. Pero había un tremendo problema: yo era mujer y en el mundo del hip hop y la calle todavía había “machos a caballo”. Por eso y mi mal carácter, no se me tomaba en serio y se creía que mi única función era satisfacer las calenturas frecuentes de mis múltiples y estúpidos novios. Al principio, yo me rebelaba a ese evidente acto de discriminación. Luego de varios intentos fallidos y mucha frustración me decidí por la guerra de guerrillas: cumplía con mí roll de género y por debajo del agua seguía escribiendo rimas que hacía leer al amante de turno para que este las presentara como suyas al resto de “la banda”. Solo después de mucho tiempo todos supieron que mis rimas eran buenas y comencé a recibir un tímido crédito que para mí era más que suficiente. Así, yo era ruda, mal hablada y caliente; una maldita fiesta de hormonas que explotaba en versos agresivos y de demanda. Curiosamente, con la llegada de la pubertad, pude al fin leer libros sin que mi madre me presionara para hacerlo, lo hacía por puro gusto. Esos eran libros simples pero que aumentaban mi vocabulario, cosa que me emocionaba debido a que me hacía más fácil escribir rimas. Escribir… escribir me entretenía por horas, buscando las palabras adecuadas para rimar y al mismo tiempo decir algo coherente, “rebelde y muy cabrón”.

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Pero vayamos al grano. Yo era una ególatra empedernida y un día cumplí diecisiete años, y aquí comienza la verdadera historia que tengo que contarles. Seguía escribiendo rimas y escuchando mi música cuando de pronto me expulsaron, otra vez, de la escuela preparatoria. A pesar de la no falta de costumbre, mi madre lloró intensamente ese día (sobria), y aquello me causó un sentimiento de culpa enorme que no me abandonó por mucho tiempo y que hizo que me prometiera a mí misma ser mejor estudiante. Quizás, al fin, había comprendido lo que tenían que decirme los maestros sin vocación, quizás solo estaba en mis días. El caso es que me decidí a, esta vez, cumplir una promesa a como diera lugar y sin importar las consecuencias. Así, fui con una nueva actitud a mi nueva escuela, una de esas preparatorias privadas de mala calaña al sur de la ciudad. Realmente quería cooperar, pero no tenía idea de que ellos —mis compañeros, maestros y las autoridades escolares —no tenían la misma intención. A la semana, ya había comprobado que el 99% de mis nuevos compañeros de grupo eran unos completos idiotas. Perdidos y drogados por el Facebook y el Twitter que les suministraban en altas dosis sus IPODS y SmartPhones que eran sus posesiones más preciadas. Esos jóvenes no requerían ser esclavizados, ya lo estaban. Pasaban horas enteras de clase mirando esos aparatos, construyéndose una imagen virtual de sí mismos, una imagen que no les diera ganas de suicidarse. Al principio, pensé que algunos escuchaban buena música pero pronto me di cuenta que todo era parte de la farsa, un mecanismo de defensa contra la realidad, algo que ya había visto multitud de ocasiones: personalidades de cartón. Había otros que realmente estaban perdidos y escupían reggaetón y pop por sus hocicos de los cuales era impensable que aparecieran ideas propias. Lo cierto es que muchos de ellos no tenían la menor esperanza ni caso alguno, no serían nada ni nadie para la sociedad, muchos terminarían en empleos mal 23


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pagados y rutinas aburridas si es que no caían antes en los lugares comunes del embarazo temprano, el desempleo, el VIH o la drogadicción. Esta masa de mentes simples no podía ser controlada por una serie de docentes mediocres y autoridades escolares despóticas que hacía muchos años habían perdido la esperanza y el entusiasmo en el axioma de que podían hacer alguna diferencia en el mundo con la educación. Por eso, esa masa docente se habían sumido en un letargo práctico de no hacer más que cumplir y cobrar; algo sensato en todo caso pues, si los padres del mundo no se comprometían a educar a sus hijos adolescentes ¿por qué alguien externo debería intentarlo a cambio de un salario de miseria? Docentes y estudiantes me daban lástima, pero yo nadaba en la misma cloaca que todos ellos y no tenía esperanza de un mejor futuro que del resto. Sin embargo, siempre hay excepciones. Ya les dije, solo eran el 99%, había un minúsculo 1% por el que podías apostar que se salvaría del que yo creía era el terrible destino de la mediocridad. En esa nueva escuela hubo dos casos de estos extraordinarios y que de inmediato me dieron la impresión de no ser zombis. No hablo de chicas o chicos “nerd” o aplicados pues eso no necesariamente te asegura que eres diferente y tienes un atisbo de sobreponerte a tu destino. No. Habló de personas que desde mi punto de vista simplemente no me parecían tan pendejas. La primera chica leía libros durante el descanso, algo muy poco frecuente en este país de macroeconomía exitosa pero fracaso social voluntario. Sin embargo, la chica no tomaba notas ni ponía atención, solo dibujaba durante las clases, pero eso a mi modo de ver era mejor que el iPad o el móvil. Su físico también destacaba: mediana estatura pero con cabellos rubios, rasgos finos, complexión ultra femenina y frágil. Era evidente que se había operado la nariz porque ésta era perfecta, de cuento dirían los expertos, situación de la cual aprovecharon los demás para burlarse de ella desde el primer día. Era callada, vestía de manera que aparentaba 24


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descuido pero que en realidad era un atuendo perfectamente planeado: sandalias, faldas largas de vivos colores, blusas en tonos claros de manga corta, muchas pulseras de tela y cuero además de collares de piedras bonitas pero no preciosas ni valiosas sino propias de la artesanía urbana pseudo-indígena posmoderna. Luego de evaluarla unos días y asegurarme que no recibiría argumentos estereotipados y vacíos de su parte, decidí acercarme durante el descanso a hablar con ella. —Hola —le dije con mi voz ronca. —Hola —respondió ella mirándome de arriba abajo. Mis cabellos chinos indomables con mechones de muchos colores, mi rostro con pearcings y mi ropa de segunda mano: grandes botas negras, jeans ajustados con roturas reales por el uso (no de moda), y una blusa negra sin ningún chiste; en fin, debí haberle parecido un ser amenazante, lo supe por su lenguaje corporal pues de inmediato cerró la libreta que tenía en sus manos y se recogió un poco. —¿Qué tanto dibujas? —pregunté con verdadera curiosidad. —Cosas… —respondió ella aterrada. Me costó un poco más de trabajo sacarla de su desconfianza pero posteriormente me dijo que se llamaba Miranda, también era nueva en la escuela y también estaba sola. Le pedí que me mostrara sus dibujos y estos me parecieron realmente buenos, algo rosas e infantiles, todo en tinta de diversos colores, pero tenían una autenticidad agradable. La niña tenía ideas, muchas dudas y pocas respuestas. La empatía fue inevitable gracias a eso último. Ese día que le hablé, regresé contenta a casa y pensé que quizás, luego de muchos años, era probable que yo, Cristina Daza, la MC más ruda del barrio de la Rosa, tuviera una amiga. La segunda persona interesante llegó a la semana de que yo lo había hecho y tan solo un día después de que le 25


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hubiera hablado a Miranda. Al principio, me pareció una pendeja más, de esas con un drama existencial y que lloraban por todo, dignas representantes del estereotipo femenino débil y gastado. Su rostro lo llevaba medio cubierto con una pañoleta y te hacía recordar a las mujeres árabes. Había una buena razón para esa actitud del juego al escondite, su rostro estaba desfigurado. No importaba qué tan indiferente fueras a la vida de las personas, no podías evitar mirar aquel rostro cercenado, el morbo te comía completa y necesitabas mirarla. La primera vez que la vi fue en la puerta del salón dónde tomaríamos la aburridísima clase de química, que en ese entonces la daba una tal profesora Chacón que se destacaba por ser de las más estrictas e inmunes a las estupideces del alumnado. La chica en cuestión, miraba la hoja de horarios que había en la puerta del salón. Al notar que era nueva y todavía sin darme cuenta de su defecto físico, decidí ahorrarle el trabajo. —Química, grupo 302. Le dije eso sin esperar una respuesta suya y sin detenerme en mi camino adentro en el salón. Me senté en mi pupitre y me puse mis audífonos para seguir escuchando a los chicos de Control Machete. Mis audífonos estaban conectados a mi IPOD y eran prácticamente imperceptibles para los maestros aunque mi asiento estaba localizado en la tercera fila. Los maestros no notaban que yo casi nunca los escuchaba hablar y esa paz era para mí infinitamente placentera. Ya habría tiempo, generalmente pocos días antes del examen, para entender todas sus pavadas en la Wikipedia o en el Rincón del Vago y así pasar sin mucho esfuerzo los exámenes. Esa era yo, no me había olvidado de mi promesa a mi madre pero tampoco estaba dispuesta a esforzarme más de lo necesario. La chica nueva entró al salón junto con la maestra y esperó a que todos tomaran un pupitre, de esa forma pudo localizar uno vacío y lo ocupó. En ese instante yo detuve mí privada sala de concierto de hip hop y puse atención al pase 26


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de lista de la maestra Chacón. Era una tontería, esa maestra era la única que insistía en esos inútiles protocolos y peor aún, tomaba la asistencia como criterio para la evaluación. Al iniciar mi apellido con la letra “D”, yo era la quinta de la lista, así que inmediatamente después de que confirmé mí asistencia con el clásico “presente” me puse discretamente mis audífonos y el mundo se fue para mí los siguientes tres minutos. Fueron las risas de todos mis compañeros las que me sacaron del sopor y retiré los audífonos de nueva cuenta de mis oídos. Inmediatamente le pregunté a un compañero que estaba a mi lado qué era lo que pasaba. Él seguía riendo al tiempo que me señalaba con la mano a la nueva chica que estaba, a diferencia de todos, de pie a un costado del pupitre que hacía unos minutos había elegido. —Otra vez, esto no es una broma, señorita. Si yo digo su nombre espero que me responda presente de forma fuerte y clara ¿puede usted decir “presente” de forma correcta? —decía la maestra Chacón con tono molesto. Las risas volvieron, yo solo miraba a la nueva, su postura estaba encorvada y parecía que cualquier leve brisa podría derribarla. Volteé nuevamente a preguntar a mi compañero de a lado y éste trato de explicarme la situación en voz baja pues la maestra había dado un ultimátum al grupo para que guardáramos silencio. —Rizo le quitó el trapo de la cabeza a esa morra cuando le pasaron lista y ella gritó bien cagado —me explicó mi compañero— ¿No le has visto la cara? ¡Está horrible! —Presente… —intentó decir la chica nueva, pero balbuceaba en llanto y en realidad era complicado entenderle. La maestra entonces se acercó hasta dónde la chica estaba, toda asustada y expuesta. La maestra miró el rostro de la chica y trató de no impresionarse, luego prosiguió. —Esta clase no es para jugar, señorita Alina Sandoval. Deje de llorar o la tendré que mandar a la dirección. ¡Deje de llorar! —gritó al final desesperada la maestra. 27


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Se escucharon murmullos y algunas risitas discretas. La maestra no dejaba de ordenarle que dejara de llorar y los demás no dejaban de reír en aquello que parecía una escena sacada de un manicomio. Los lobos tenían presa. —¡Ay, ya por favor, que no mame la maestra…! — ¡demonios!, la frase se me había escapado en voz alta justo en el instante en que la maestra había logrado nuevamente que el grupo guardara absoluto silencio. Me sentí estúpida, todos voltearon a verme y nuevamente rieron a carcajadas, lo único que pude pensar en ese instante fue: ¡ups! —¿Tiene algún problema, señorita Cristina? Pensé en sacar la bandera blanca, pensé que lo mejor para mí era disculparme y bajar la cabeza. El problema es que realmente pensaba que todo el asunto era por demás estúpido, quizás por eso no pude evitar ser cómo mi padre por primera vez en mi vida; es decir, sacar la espada para ayudar a otros. —Bueno, maestra ¿Qué importa todo esto? Ya le contestó. Usted ya vio que ella si está aquí, póngale asistencia y ya. La maestra Chacón, el diablo encarnado de la química, me miró con ojos de ira y repulsión; vi claramente como cerró sus puños al tiempo que los demás dejaron escapar una profunda expresión de —¡tráguese esa!— expresada con un largo y eterno —uhhh. Chacón hizo una mueca con la cara, cerró y abrió los ojos, era evidente de que estaba tratando de controlar su ira. Luego, como si por su mente jamás hubiese pasado el deseo de hacerme daño me pidió atentamente que saliera del salón y fuera por un reporte a la oficina del prefecto. Fue cuando sentí por primera vez dolor por un reporte, ya saben, era por mi promesa. La había cagado y me sentía terrible por ello. No pude dejar de pensar en mi madre y en todo lo que me diría si me suspendían. Con toda la dignidad de la que fui capaz, inicié mi camino hacia afuera del salón, entonces: —Bien hecho, Troll. 28


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Volteé furiosa hacía el insensato que había dicho aquello. Troll era el apodo que mis nuevos compañeros me habían asignado y no me gustaba nada, realmente lo detestaba. Ser comparada con esas creaturas mundanas, feas y torpes del mundo de la fantasía me ponía especialmente sensible. Ahora era yo la que cerraba los puños, pero para mí desgracia, todo el salón ya reía a carcajada suelta otra vez. Lo único que me quedó como recurso fue: —¡Muérete, pinche Rizo! —le dije con todo mi enojo al cabrón. Rizo era una fichita, desde el principio me había caído mal con su pose de galán de telenovela y sus bromas estúpidas. —¿Sí, pendeja? ¡Muérete tu primero, pinche troll de mierda…! —¡Rizo! ¡Cállese! —gritó la maestra Chacón. Acto seguido, la maestra Chacón mandó a Rizo por su quinto reporte en tan solo una semana. El patán lo tomó como rutina y así, escoltados por un alumno elegido por la maestra Chacón, Rizo y yo caminamos el largo pasillo hasta las oficinas administrativas. Cruzamos varios salones de clase rodeados de jardines donde los aspersores daban agua a los árboles haciendo ese sonido muy particular que tienen al girar y arrojar las gotitas de agua al aire. Llegamos a la zona de los laboratorios atestada de alumnos con batas blancas, luego pasamos por las canchas de basquetbol que a esa hora estaban completamente vacías y se fundían al sol. Finalmente, entramos a las oficinas administrativas. En todo ese trayecto, Rizo tenía esa sonrisa cínica que lo caracterizaba, sonrisa que intensificaba cada vez que se daba cuenta que yo lo miraba con rabia. El chico que nos escoltó informó de la situación a la secretaria del prefecto y ésta le paso el recado vía telefónica a la autoridad escolar. Nos hicieron esperar de pie unos diez minutos, luego la secretaria recibió una llamada y preguntó quién era Daza. Levanté mi mano con desgane y la señorita, de aspecto 29


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mediocre, entrada en los cincuenta y de cabello grasoso y mal teñido, me informó que yo sería la primera en pasar. Ya adentro conocí al prefecto. Era uno de esos de expresión sin vida y que deduces que no tiene nada mejor que hacer que ser burócrata educativo, por ello tiene la necesidad imperiosa de joder al prójimo (cualquiera que esté por debajo de su jerarquía). A veces me pregunto, ¿qué pasaría si un día toda esta gente se preocupara por hacer realmente su trabajo y trataran con entusiasmo de educarnos? —Señorita Cristina —me dijo—, mi nombre es Buenfil, prefecto Buenfil. Veo su historial y no es nada bueno, por no decir que tampoco es nada nuevo. Frecuentemente aceptamos personas como usted que solo vienen a causar conflicto y se convierten en un problema. Así que dejémonos de trivialidades y vayamos al grano ¿cuántos años quiere usted pasar bajo mi yugo señorita Cristina? Me quedé atónita, este era peor que con los que había tratado antes. —¿No responde? ¿Fue muy severa la pregunta? La plantearé de la siguiente forma señorita Cristina, si usted se tiñe el cabello de un solo color, si deja de usar sus pearcings mientras esté en las instalaciones de esta escuela y trae ropa decente y sin tantos estoperoles; además, si permanece sin causar problemas como los que causó en su anterior escuela, se porta bien y cumple las reglas, usted podrá salir de aquí en año y medio. De lo contrario señorita Cristina, me esforzaré por retenerla aquí el mayor tiempo posible y los años le parecerán insoportables porque si usted pasa más de dos años en esta escuela, significará que usted y yo estaremos en guerra, y de verdad… no lo soportará, nunca lo hacen. Así que… ¿mañana la podre ver con el aspecto que le pido? Aquí tenía a alguien a mi nivel, en el pasado me hubiera encantado retar a este charlatán de la CIA, pero como ya les he mencionado, ahora quería ser buena y tener las paces 30


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con mi madre y la sociedad. Además, me emocionó la idea de que ninguna suspensión había sido planteada, ni siquiera un reporte, solamente tenía que darles el aspecto que querían, pensé que era mi oportunidad de salir bien librada de esto. —Sí señor —dije con mi mejor entusiasmo y seriedad— cambiaré mi atuendo a algo... decente. Buenfil puso entonces una sonrisa sin mostrar los dientes, se acomodó las mangas de la camisa y se sentó en la silla de su oficina que era más triste que su traje gris. Me ordenó salir y yo hice caso con paso presuroso. Iba yo cruzando la puerta de su recinto cuando todavía advirtió: —No lo soportaría señorita. No respondí nada y me escabullí fuera de la oficina lo más rápido que pude. Al salir me tope de frente con la chica nueva con su rostro desfigurado. La escoltaba el mismo chico que en un principio nos había vigilado a Rizo y a mí. Su mirada no se cruzó con la mía pues ella la traía clavada al suelo, como con vergüenza, una vergüenza infinita. La pobre entró en la oficina de Buenfil. Afuera, Rizo seguía con su patética actitud de tener controlada la situación y estaba fumando un cigarrillo fuera del edificio. La secretaría de Buenfil se dio cuenta de que yo me quedé detenida un momento, entonces me recomendó: —A clase niña, no te quedes en el chisme. Era evidente que a pesar de sus instrucciones quería compartir “el chisme” así que le seguí la corriente, pero muy en voz baja para evitar que Rizo pudiese escucharnos. —¿Sabe qué onda con la chica esa? —pregunté tratando de aparentar verdadera curiosidad. —¿La nueva? Ay, qué difícil. La cambiaron porque en su otra escuela la molestaban demasiado. Tiene cortes en las manos que ella misma se hace ¿te diste cuenta? Pobrecita. —¿Por qué pobrecita? ¿Qué le paso? —insistí ahora verdaderamente intrigada. 31


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—Accidente automovilístico. Si fuera mi hija le tendría compasión, en lugar de mandarla a la escuela la llevaría a un médico. Y luego a esta escuela… aquí mandan a todos los que expulsan… ¿pero tú no verdad “mija”? —No, cómo cree, es que esta escuela me queda más cerca de mi casa —mentí. —Bueno, espero que Dios ayude a la pobre chica. Mira que ser muchacha y tener ese defecto en la cara debe ser muy feo. De verdad que Dios la ayude. Yo no creía en Dios ni en nada parecido, me daba risa la gente que se expresaba de esa forma sobre entidades mágicas que todo lo podían, pero sabía guardar respeto y salirme por la tangente, ya que de lo contrario esta gente podía arrinconarte con una plática de conversión religiosa tan odiosa que me daban nauseas de tan solo imaginarla. Así, fui diplomática. —Sí, Dios dirá. Salí del edificio y Rizo me miraba, entonces le hice la seña grosera del dedo medio pero el patán solo rio y me dijo: —Ya veremos, Troll. Salúdame a tu amiga la cara de coladera. Le haremos el favor de arrancarle la cara en trozos para ver si le sale piel nueva. Me voy a cagar en ustedes, Troll. Rizo sacó entonces una navaja pequeña, miré hacia atrás pensando que quizás la secretaría podría estar observándonos mientras al mismo tiempo me preguntaba cómo este delincuente había logrado pasar una navaja a la escuela sin que el cateo de la entrada se la detectara. El miedo me subió hasta la cabeza y continué rápido mi camino no sin escuchar su risita burlona. Ese mismo día, en la salida vi a aquella chica, la cara de coladera como la había bautizado Rizo, estaba esperando el bus, sentada en la banca dispuesta para ello junto con otros personajes que para mí fortuna abordaron un transporte y 32


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me dejaron en soledad con ella. Me aseguré de que ni Rizo ni nadie del salón estuvieran cerca y tomé entonces la decisión de acercarme. Había más curiosidad que empatía en mí proceder, pero eso ya era un principio. —Entonces, ¿qué te pasó en la cara? —pregunté intempestivamente. Me gustaba abordar así a la gente, retenerla en la sorpresa de algo contundente pero por un instante me pareció que había sido demasiado intransigente. Así, traté de corregir. —No te preocupes —le dije, tratando de tranquilizarla —soy de las buenas. Yo no te voy a molestar. —Un accidente —dijo ella con timidez. —¿Y cómo fue? —pregunté estúpidamente. Ella cambió su semblante tímido a uno lleno de ira. —La mierda, fue una mierda —dijo ella con enojo, algo que ya era un cambio ante tanta vulnerabilidad que mostraba. Ahí supe que dentro de toda esa fragilidad había una fiera dispuesta a sobreponerse a todo eso. —Me imagino, mi nombre es Cristina ¿Cómo te llamas tú? Ella hizo una pausa, cerró los ojos, se observaba en ella una frustración perpetua y entonces la mire más de cerca: la belleza de sus ojos estaba intacta, eran unos ojos de mirada profunda de color oscuro, su frente también estaba invicta, ni una sola mancha o cicatriz la perturbaba; el problema venía en la parte baja del rostro, su nariz estaba cruzada por una cicatriz como de si una hoja filosa la hubiese cortado perpendicularmente a la altura media, sus mejillas estaban llenas de cortes que además estaban tapizados por insipiente acné, pero el peor asunto era que la chica había perdido parte de su labio inferior, ese espacio dejaba entrever sus dientes inferiores y una prótesis de plástico cuyo aspecto exterior trataba de simular el color y la textura de la piel humana pero eso solo hacía que se hiciese más desagradable a la vista. Esa prótesis detenía su lengua y le permitía poder hablar aunque sus palabras no eran muy claras. Su cabello 33


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castaño era hermoso y largo, era el cabello más lindo que había visto en mucho tiempo, y el resto de ella no parecía tener secuelas de ningún tipo, de hecho, su cuerpo tenía la clásica forma de guitarra que tanto aprecian los hombres. Sin duda, sin el rostro desfigurado, la niña podía pasar por una chica muy guapa y atractiva. —Está bien, perdona. Me voy… —dije pensando que me había equivocado al quedármele mirando y notar que ella notaba que yo la miraba. Fue hasta entonces que me miró a los ojos. En esos ojos se veía que habían llorado mucho. —Alina —dijo ella como evaluando mi sinceridad. —Ya estás Alina. No se me olvidará. Bueno, me voy. Nos vemos mañana. Y si esperas el camión que va al sur te recomiendo que camines a la parada que está antes, sino aquí lo encontrarás completamente lleno. Dicho eso di media vuelta y caminé por la acera y entré al subterráneo. De pronto me habían dado unas ganas de huir terribles, no quería cometer más torpezas. Me puse a pensar cómo reaccionaría yo si tuviera el rostro de esa forma. Por supuesto, yo había tenido granos y en ese entonces seguía teniéndolos, sin embargo, y aunque me resultaban muy molestos, no representaban para mi ningún problema más allá del pequeño dolorcillo que implicaban. No había comparación, no podía ni pensarlo. No se podía ser ajeno a la mala vista que ofrecía aquella muchacha, era imposible no mirarla, era imposible no sentir compasión. Viajé durante media hora hasta llegar a mi estación en medio de aquel agobiante calor humano propio del hacinamiento de tantos primates en un espacio pequeño que llamamos vagón del Metro. De nuevo en la superficie, caminé quince minutos más por las calles de mi vecindario, el Barrio de la Rosa, mi querido lugar con sus calles estrechas evidencia de un pasado de burros y carretas; las casas no tenían más de dos pisos, había telarañas de cables 34


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en cada poste y comercios pequeños desafiantes a las grandes cadenas comerciales se aglomeraban en la planta baja de casi todas las construcciones: una papelería por ahí, un taller mecánico por allá, una zapatería ahora. Mi casa, una modesta de dos pisos con una toma de agua que daba a la calle, un zaguán de lámina que no guardaba ningún automóvil (el último mi papá lo había vendido hacía cinco años durante su etapa de obsesión por el cambio climático) era por dentro un verdadero “dulce hogar”. Me gustaba mi casa y mi familia; mi enojo con el mundo tenía otros orígenes, nada que ver con mi ambiente. Mamá no estaba, así que tomé algo de dinero de nuestro bote de ahorros y fui hasta donde cortaban el cabello por modestas cantidades. No caminé mucho, en esta ciudad hay un negocio de esos en cada cuadra. Mi pelo multicolor ya no lo fue más. Lo teñí de negro. Luego fui hasta la fonda que estaba en la misma cuadra de mi casa, la de Doña Chepe, un carismático negocio con tres mesas de metal que en la parte superior exhibían en tonos rojos la publicidad de la cerveza Tecate, cada mesa con cuatro sillas con la misma publicidad en su respaldo. Pedí una “tlayuda” con harto queso y la comí de pie pues todas las mesas estaban ocupadas, así era todos los días en ese pequeño restaurante. Satisfecho mi estómago, regresé a casa. Ya en mi cuarto, me miré al espejo, mis rasgos faciales resaltaban más con el nuevo tinte negro. Noté las espinillas que había en mi nariz y di gracias de no ser Alina. Me quité los metales de mi cara y los guardé en un mueble de mi alcoba prometiéndoles que en tiempos mejores los usaría otra vez. Puse algo de música hip-hop y me recosté en la cama. Ya inspirada comencé a hacer rimas y a escribirlas. El tiempo se fue volando y no recordé nada de lo que había ocurrido ese día en la escuela. A la mañana siguiente elegí cuidadosamente mi vestuario que no era nada espectacular, ya no más: una blusa en negro 35


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liso sin ninguna leyenda ofensiva o violenta, unos jeans azul marino holgados sin cortes y unos zapatos tenis imitación converse. Nada contestatario, nada rebelde, solo yo. Así, recorrí el camino a la escuela sin ningún contratiempo más allá del tumulto de la gente en la estación Coyoacán o el rutinario concierto sinfónico de bocinas automovilísticas malhumoradas y con prisa. Debido a un incidente el año anterior en el que habían acuchillado a un chico del último grado, ahora a todos los hombres los cateaban una serie de tipos robustos de seguridad privada a la entrada de la escuela en busca de armas punzocortantes. Aquello se había convertido en una rutina de rigor y cuatro o cinco guardias la llevaban a cabo con estricta disciplina militar. Eso estaba bien —pensaba yo. Pero el acto de seguridad paranoica tenía la desagradable consecuencia de retrasar horrorosamente el ingreso a las instalaciones escolares. Entre ese tumulto matutino reconocí a Alina, o lo que parecía ser ella pues estaba vestida con ropa holgada en color gris, nada que ver con sus jeans y su blusa del día de ayer, llevaba en la cabeza una gorra de esas de visera que tenía en la frente el escudo de los Yanquis de Nueva York y atado al rostro una bufanda que le cubría medio rostro y solo dejaba ver sus expresivos ojos. Cuando la vi, me pareció el peor de los disfraces. Uno de los guardias de la puerta la llamó y le ordenó descubrirse el rostro y dejarse catear pues la había confundido con un hombre. Ella trataba de explicarse pero sus palabras las decía con tal inseguridad que eso solo alertó más a los guardias. Entonces, uno de ellos comenzó a descubrirle el rostro y ella no oponía resistencia. Cuando su cara quedó expuesta, me pareció que era peor que ayer. Los intensos rayos de sol del amanecer casi paralelos al horizonte iluminaban directamente su rostro. Entre los alumnos que ahí estaban se escucharon expresiones de todo tipo pero predominaban las burlas sobre la compasión. No lo pude aguantar, aunque dudé por instante, al final me di valor, fui hasta Alina la 36


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tomé de la mano y la saque de la fila. —Vámonos —le dije y ella me siguió dócilmente. Casi terminábamos de recorrer la barda de la escuela cuando vimos a la también tímida Miranda que iba camino a clases. Nos vimos por un instante y le expliqué. —No vamos a entrar ¿quieres venir? Ella no respondió y solo puso cara de sorpresa. Pensé —¡Qué diablos! Que se quede —y seguí mi recorrido a no sé dónde con Alina tomada de mi mano. Unos segundos más tarde me percaté de que Miranda ya nos seguía justo detrás, había aceptado la invitación a ninguna parte. Ya en un lugar más tranquilo me detuve. —Alina, ¿por qué vistes así? —pregunté aunque sabía la respuesta. —Para mí es mejor —dijo ella—, no te preocupes, estoy acostumbrada. —No puedes dejar que los demás se burlen así de ti. ¡No mames! Un coraje me recorrió el alma, pensé que eso era lo que sentía papá cuando los obreros y campesinos le contaban sus penas… —¿Qué vamos a hacer para que ya no la molesten? — preguntó sorpresivamente Miranda, uniéndose al problema, entendiéndolo al instante. Definitivamente esta chica si tenía materia gris. Lo que me encantó fue que su pregunta era en plural, se incluía, me hizo sentir más segura. —Pues no sé. ¿No has ido a un doctor, Alina? —dije y la chica contestó que sí pero que eso no había servido de nada. —Cristina… —dijo al fin Alina tratando de salirse del ojo del huracán—¿A ti qué te pasó? Caí en cuenta de que en efecto, mi aspecto era muy distinto, era decente… —Sí, bueno, es un cambio que debo hacer —ni yo misma me creía mis palabras—, pero tú no te preocupes buscaremos una solución para ti… 37


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—Eso. Mi papá conoce a algunos doctores, buenos cirujanos, puedo preguntarle si puede contactarnos con alguno —completó Miranda. Y entonces caí en cuenta: yo, la más individual del mundo, la que odiaba a papá por querer salvar al planeta y no ponerme más atención a mí y a mis berrinches, la que nunca hacia suyos los problemas de nadie, iba a tratar de ayudar a esa niña sin saber nada de ella ni de su problema. Eso no tenía ningún sentido. Tenía que tener cuidado, le había prometido a mi madre ser mejor y ahora iba a entrar en guerra con los abusadores que en este caso eran ¿toda la escuela?… Si hacía algo mal me pondría en problemas con Buenfil y no lo soportaría. Quería desmayarme. Sentía miedo y por un instante pensé en alejarme de todas esas pendejadas de buena voluntad, dejar Miranda y a Alina ahí paradas y regresar a la escuela, pero… —Además, mañana hablaremos con Buenfil —dijo Miranda y me hizo el día. Entonces tomó la mano de Alina y la mía al tiempo que sonreía. Mientras tanto yo estaba tratando de salir de mi estrés y Alina tenía su rostro desencajado de vergüenza, era evidente que no le gustaba levantar la cara. Entonces puse mi vista sobre Miranda que no dejaba de sonreír y no pude evitar preguntarlo. —¿Quién demonios eres Miranda? Ella solo sonrió más. Inmediatamente Alina preguntó qué haríamos el resto del día. Pensé por un segundo que lo mejor era volver a casa pero algo dentro de mí me hizo querer estar más tiempo con esas extrañas. Era un sentimiento nuevo de integración el que yo sentía. —Pues… definitivamente iremos de compras —dije. Y así lo hicimos.

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3 COMPRAS… DE TIANGUIS

Con mis nuevas compañeras tomé de nueva cuenta el Metro rumbo a un lugar de mi barrio. A veces creemos que todas las personas se desenvuelven en los mismos sitios y viven las mismas cosas que una, con esa venda en los ojos guiaba yo a estas chicas al tianguis de calle que todos los martes se colocaba en las aceras de mi cuadra. Cuando llegamos el barullo estaba en su apogeo de medio día. Multitud de señoras llevaban bolsas cargadas con las compras de la semana: carne de pollo, res y cerdo; en trozos, en bistec o molida; todo tipo de hierbas como perejil o cilandro, nopales, huanzontles o maíz con huitalcoche. Era el día de mercado con ese sol de primavera que hacía que, tanto vendedores como clientes, sudaran abundantemente. Nosotras nos acercamos hasta los puestos de ropa pues yo conocía a uno de los vendedores que sabía nos haría un buen descuento. —¡¡¡Ese mi cuchifluchi!!! —Le grité al bato que atendía uno de los puestos con blusas y jeans más nice del tianguis, era el Ernesto, un buen amigo de muchos años, al que aunque no le compraba yo nunca nada, se llevaba bien conmigo pues coincidíamos en nuestro gusto por las rimas y los versos. —Cristinsita ¿cómo le ha ido? ¿Qué dicen los novios? 39


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—Tranquilo Ernesto, traigo a unas amigas para que escojan algo de ropa. Ernesto miró a Alina que llevaba el rostro oculto otra vez y con un gesto de reprobación mencionó en voz baja que al menos una de mis amigas si necesitaba ropa más bonita. Entonces mostró a Alina algunas de sus mejores piezas maquiladas en alguna fábrica de mala muerte de China. Yo le dije a Alina que escogiera lo que quisiera, era cortesía de la casa, sabía que estas prendas piratas no me sangrarían mucho la bolsa. Entonces mire a Miranda, se veía sorprendida y algo estresada. —¿No te gusta aquí? Ella trato de poner su mejor sonrisa. —Está bien aquí, es solo que hay mucha gente —dijo ella. —¿Tú donde compras? —insistí. —En Plaza, Perisur… no sé, cosas como esa. Miranda era niña de padres ricos y eso lo podías ver a mil kilómetros de distancia. En efecto, sus ropas, aunque tenían ese estilo hippie, no se veían en absoluto de mala calidad. Sus múltiples colgantes y pulseras debían ser de plata genuina y sus aretes seguramente no eran una imitación barata como las prendas que vendía Ernesto. Además, supuse que su operación de nariz había sido costosa, nada que yo hubiera podido pagar ahorrando mil años con la mesada que me dejaba mi padre cada mes. Al final no dije nada más, en otras ocasiones me hubiese burlado de ella o hubiera explorado si tenía ideas materialistas para iniciar un debate como mi padre me había enseñado, pero no tenía ganas y sentía empatía por estas nuevas personas de mi vida. Alina escogió algo y las lleve a mi casa. No había nadie en casa; mamá estaba trabajando y papá, como ya les he comentado, solo iba a la casa una vez al mes para jugar con mi madre al fin de semana más pasional y romántico de todas las historias posibles. Mi cuarto estaba en desorden: 40


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muchas prendas en el suelo, los afiches desperdigados y las notas y cuadernos de la escuela completaban ese laberinto de cosas tiradas y mal puestas. Por fortuna había tendido mi cama. Alina tomó las nuevas prendas y se metió al baño. Al poco rato salió y se veía bien, puso las prendas que se había quitado en una bolsa. Entonces guie a mis invitadas a la cocina y les ofrecí un poco de agua. —Tu casa es bonita —dijo Alina. Entonces les comenté que aún no veían la mejor parte. Así las llevé a la azotea. Luego de ascender las escaleras de herrería llegamos a lo alto de mi casa, un lugar íntimo en donde un pequeño tejaban hacía sombra y te permitía observar un paisaje pletórico de la ciudad. —Hermoso —dijo Miranda. Decidí entonces bajar a hacer limonada y cuando regresé Alina y Miranda se habían sentado en el techo a la sombra del tejaban. Se reían y se llevaban bien. Les ofrecí la limonada. —Entonces ¿más cómoda Alina? —pregunté sin mirar a Alina en particular pues mi vista la clave en el paisaje de smog y edificios del Distrito Federal. —Sí, muchas gracias… esto ha sido padre —dijo ella. —¿Dónde vives Alina? —indagué. —Al centro de la ciudad, en la Guerrero. La piel se me puso de gallina, esta chica venía de unas colonias más bravas y conflictivas de la ciudad y aun así salía de su casa cada mañana para ir a la escuela. Inmediatamente imagine todas las burlas que la gente le hacía en todo ese trayecto. —¿Y tú Miranda? —pregunté. —Aquí a lado, en el pedregal. Si, en el pedregal de a lado, el que era muy distinto a mi pedregal de calles desordenadas y una numeración en lotes y manzanas que nos delataba como descendientes de paracaidistas invasores del uso de suelo de conservación. Su pedregal era el de casa enormes, calles con camellones 41


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plantados con flores, árboles frondosos y siempre verdes; el pedregal de casetas de vigilancia y lujosos autos. Finalmente platicamos de música, era lo más lógico a nuestra edad. A Miranda le gustaba el rock y el pop y durante media hora nos habló con pasión y nos hizo escuchar por su iPod las canciones que consideraba eran parte de su vida. —¿Quiénes son estos? —le pregunté mientras el pequeño audífono me permitía escuchar un rock melódico cantado por una mujer. —Son Ana Zeppelin y Los Olvidadizos, son de España, bueno, la vocalista es mexicana, son buenos —me explicó Miranda. —¿Y a ti Alina que te gusta? —pregunté. —El rock, la electrónica también, pero el tango me vuelve loca. Tanto Miranda como yo miramos sorprendidas a Alina y preguntamos al unísono: —¿El qué…? —Sí. ¡Oigan, las invito este domingo a una milonga! Miranda y yo aceptamos asistir aunque ninguna de las dos tenía idea de qué era una milonga. Yo al principio pensé en un restaurante argentino con un grupo musical en vivo, así que la idea me gustó. Se me hizo agua la boca de solo imaginar la carne bien asada, sustanciosa y jugosa. En ese momento no lo sabía pero aquello no tenía nada que ver con el apetito, lo cierto es que me cambiaría la vida para siempre. Después de un rato la limonada se acabó y pensé en cervezas pero Miranda apuntó que era hora de irse a casa. Oficialmente el horario de la escuela se había terminado, había olvidado que de hecho, nos habíamos ido de pinta. Entonces las acompañe hasta el paradero de microbuses y autobuses y les di instrucciones suficientes para que pudieran salir de mis dominios. Miranda abordó un taxi de los color oro y rojo y Alina un simple camión que según 42


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decía la podía dejar directo en su casa. La tarde cayó ese día y en la soledad de mi cuarto hice algunas tareas escolares muy básicas y recordé ir al café internet. Estando ahí no pude evitar buscar en la red la frase “cirugía plástica” pero los resultados fueron tantos y variados que me dio una tremenda flojera reparar en todos ellos. Luego de unos minutos de visitar algunas páginas de contenido científico cuestionable, terminé mi pequeña investigación pensando que de hecho no sabía nada del asunto y que era una cuestión de médicos especializados. Entonces busque otra palabra: milonga. Y caí en cuenta de que nada tenía que ver un buen corte de carne con eso, me esperaba a una tarde de domingo muy pero muy aburrida. El siguiente día en la escuela Alina se presentó con ropa que ya no la hacía parecer una espía que trataba de pasar desapercibida. La saludé en la entrada y caminamos juntas por los pasillos de la escuela, los buitres no dejaban de mirarla. Antes de ingresar a la primera clase pregunté a una maestra, que intuitivamente me daba la impresión de ser sensata, si podíamos hablar durante algún descanso con el prefecto Buenfil. La maestra accedió pero Miranda no había llegado. Buenfil estaba es su oficina desde donde podía ver la entrada de los alumnos y el cateo de los guardias. Al vernos entrar se acomodó en la silla de su escritorio y me preguntó qué hacía yo ahí. —Usted —me decía—, veo que ha cumplido con lo que acordamos y eso me congratula mucho, pero ya tiene que ir a clase. —Queremos hablar con usted —dije—, sobre que molestan a mi compañera aquí presente. —¿Quién la molesta? —preguntó Buenfil sin siquiera mirarnos. —Pues Rizo y todos en realidad. Rizo… 43


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—¿Qué le han hecho? —Pues no dejan de mirarla y de ponerle sobrenombres y… Buenfil no dijo ninguna palabra por un momento que me pareció eterno, entonces por fin nos miró de frente, colocó sus manos sobre su escritorio y abrió algo que parecía una agenda. —Usted —dijo al fin—, viene aquí a decirme que molestan a su amiga y le ponen sobrenombres. Señorita Cristina, solo dígame, ¿Cuántas personas en la escuela no concordarían con la descripción que usted acaba de dar? Buenfil sabía su trabajo, era listo y tenía claro cómo defenderse para no hacer nada más allá de su rutina. Pero yo no podía dejarlo así, mi padre muchas veces había estado en esta situación, defendiendo lo indefendible, por lo tanto pensé que debía al menos tratar. —Bueno, tiene razón, prefecto, pero mire el asunto de este modo: ninguno de mis compañeros tiene el problema de salud que ella tiene. El problema de su cara hace que los demás se burlen de ella y eso no la deja estudiar bien. Usted tiene la responsabilidad de atender estos casos pues es el prefecto, la autoridad en esta escuela. ¡Dios bendito!, nunca me habían salido tantas palabras políticas y rimbombantes ni en una rima. Me sentí aliviada, pensé —trágate eso imbécil, cortesía de lo que mis padres me han enseñado. Buenfil me miró con rabia. Yo había dado en el clavo, lo había violentado. Durante un instante me dije a mi misma —prepárate aquí es cuando te expulsan. —Ya veo, usted viene a denunciar una agresión que no ha pasado. Por favor, vayan a clase y si alguien trata de molestarla… ¿Cuál es su nombre señorita? —Se llama Alina. —¿Su compañera es muda? ¿No puede responder por si misma? —Claro que puede, pero de eso justamente le hablo. El otro día la maestra de química la exhibió solo porque ella no 44


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puede hablar bien… —Pero ahora, usted Cristina, ¿es su defensora? —Si eso es necesario, sí. Si alguien se quiere hacerle algo malo yo la defenderé. Si usted no quiere actuar, yo la defenderé a mi modo. Alina tenía los ojos llorosos. Ella pensaba que la estaba metiendo en un lio. Entonces arremetí con lo último para terminar de ablandar a Buenfil: —Señor Buenfil, hay gente que actúa ante estas cosas con violencia, usted sabe que sus alumnos hacen eso; la molestarán, la harán sentir mal y si las autoridades escolares no frenan eso ¿de qué se trata? No podemos dejarla sola señor Buenfil. Yo le aseguro que ella será la mejor alumna que pueda usted tener. Y mejor aún, yo haré lo mismo, nunca más le causaremos problemas, nunca más le pediremos nada más, no volverá a vernos aquí en su oficina. Solo haga lo necesario para protegerla. Si alguien la molesta castíguelo, amenácelos de que si le hacen algo peor y no frenan sus burlas les pasará algo. Es todo lo que le pedimos. Fue eso mi más grande ofrecimiento por nadie jamás. Buenfil aún estaba con el rostro duro, no dudo que su posición siguiera inflexible pero entonces su mirada se alzó, sus ojos se abrieron, fijó la vista en la entrada de su oficina y yo volteé para ver que lo había impactado, era la simple persona de Miranda. —Hágalo por favor, Prefecto Buenfil. Mi padre lo tomará en cuenta —dijo levemente Miranda. Buenfil regresó a mirarme. Yo no entendía. —Está bien —dijo Buenfil—. Pero no habrá reglas especiales de protección para nadie. Hablaré con los maestros sobre este caso y les pediré que estén atentos. Además, acepto su propuesta señorita Cristina: usted será la mejor alumna que esta escuela pueda tener y si falla al menos una vez… la retendré aquí hasta que ya no tenga edad para poder entrar a la universidad. Trague saliva. Con un tímido movimiento de cabeza di 45


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un sí. —Gracias —dijo Miranda y se retiró. Ni siquiera había entrado a la oficina, había dicho todo desde el umbral de la puerta. Alina y yo salimos un poco después. Apenas estuvimos fuera de la dirección Alina me abrazó y comenzó a llorar tímidamente al tiempo que me decía una y otra vez la misma palabra: gracias. Nunca me había sentido mejor en mi vida. ¿Esto era lo que sentía papá al luchar por los obreros y sus familias? Al fin lo entendía: ayudar a otros se sentía tan bien. Es de lo que hablaban los sabios, las religiones, los grandes filósofos… pero esperen, durante un momento todo estaba perdido y Miranda lo había salvado. ¿Su padre lo tomaría en cuenta? ¿Quién era su padre? Estaba decidida a desenvolver el misterio.

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4 MIRANDA Al día siguiente a Miranda solamente pude hablarle hasta el descanso entre clases. En ese lapso de entropía estudiantil, la abordé cuando ella estaba sentada en una de las bancas del patio escolar. Decidida a resolver el misterio me vi obligada a interrumpir su almuerzo que consistía en una ensalada de zanahoria muy abundante servida en uno de esos recipientes caseros de plástico que resistían las microondas. Me paré enfrente de ella sin sentarme a su lado. La curiosidad me mataba ¿sería su padre algún diputado, senador o político influyente para poner así, como un manso gatito, a Buenfil? Miranda comía con delicadeza ese vegetariano festín cuando le pregunté súbitamente. —Miranda ¿Quién es tu papá? Ella lo tomó con calma, se llevó otra cucharada de zanahoria a la boca pero no dejaba de mirarme mientras masticaba su bocado. Finalmente, ya sin bocado me condicionó: —Si te lo digo, no se lo dirás a nadie —y apartó su vista de mí para seguir comiendo. —¿Es un criminal o qué? —bromeé. 47


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—No, pero no se lo dirás a nadie y lo tienes que prometer —dijo esta vez con algo de comida en su boca pero llevándose la palma de la mano cerca de su rostro para cubrir el pecado de hablar con la boca llena. —Lo prometo —y le mostré mis manos para evitar sospechas de cruzar los dedos. —Está bien —dijo, luego me tomó de las manos desatendiendo ahora si totalmente su almuerzo —Cristina, mi papá es… el dueño de esta escuela. —¡El dueño de la escuela! ¡Santa mierda! —exclamé. —Shhh. Baja la voz. Bueno, no solo de esta escuela, tiene otras escuelas como ésta en el país… —¡Santa madre de dios! Espera, ¿por qué nadie lo sabe? ¿Por qué no nos dijiste nada? Ella solo se encogió de hombros y me invitó a sentarme a su lado. Entonces, como teníamos todo el descanso, comenzó a contarme su vida. Miranda había nacido unos meses después que yo, justo el 20 de diciembre, en el seno de la familia de un empresario, de esos creyentes estoicos de que las buenas relaciones en los negocios harían mejorar, quién sabe cómo, el nivel de vida de todos los seres humanos. Todo mundo lo admiraba por su capacidad para llegar a acuerdos aun en las circunstancias menos favorables. Cuando ya era alguien con un nombre en el mundo de los negocios, conoció a la que sería la madre de Miranda; se llamaba Eloísa y había sido hija de un político muy influyente del Priismo duro que había ocupado el cargo de subsecretario de educación. No hizo falta mucho esfuerzo para el amor entre los padres de Miranda; las dos familias vieron conveniente el matrimonio y les otorgaron todo el apoyo financiero y moral. Miranda fue la menor de dos hermanas. Desde su niñez estuvo acostumbrada a una vida con bienes, diversiones y conceptos típicos de una clase social pudiente. Ella se desenvolvió en todo ese universo de abundancia como todos esperaban que fuera: una niña bien. Tuvo clases de 48


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ballet y cuando quiso fue a clases de pintura y aleatoriamente fue a clases de piano cuando no estaba en clases de natación. Su niñez fue feliz pero incluso ya desde entonces aborrecía su nariz aguileña, herencia de la familia de su padre y de unos juguetones genes de Euskadi. Por supuesto, esa broma del destino de darle una nariz tan fea a ella nunca le dio risa. A su amargura se agregaba que su hermana mayor tenía una nariz hermosa. El complejo creció conforme llegó a la adolescencia y se hizo insoportable la envidia. Eso la apartó de tener muchas amigas y ser parte de la elite popular de los lugares que frecuentaba. Su madre y su hermana trataban de animarla diciéndole que aun así, fea como ella se sentía, era hermosa y pronto los chicos comenzarían a frecuentarla; pero esas palabras no le parecían lo suficientemente válidas y pensaba que solo se lo decían porque la querían. En parte, tenía razón. Contrario a lo que podía pensarse, su problema en realidad no era tan grave y de hecho casi ninguno de sus compañeros de escuela se lo hacían notar; incluso Miranda ignoraba que, de hecho, había más de un chico que la miraba desde lejos sin valor para poder hablar con ella y declararle su amor. Durante la adolescencia Miranda tomó el hábito de leer, iba a las mejores escuelas privadas y sacaba buenas notas casi siempre salvo por descuidos ocasionales producto de sus depresiones por los complejos de su aspecto. Con todos los miembros de su familia tenía buena relación: amaba a su madre y admiraba a su padre, su hermana era como un modelo a seguir para ella aunque la envidia que sentía a veces la ponía en serio predicamento. Su hermana conocía el sentir de Miranda y en lugar de retarla siempre trataba de ayudarla y buscaba hacerla sentir mejor. Realmente le preocupaba que el complejo de su hermana pudiese ocasionar daños mayores; una pista alarmante era que en toda la secundaria Miranda no había tenido ningún novio. Al cumplir trece años su hermana habló con ella para decirle que no tenía por qué sentirse así: 49


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—Un día —le dijo a Miranda— tendrás un novio guapo y galante, irás a fiestas y a conciertos, y ¿sabes por qué lo sé? ¡Porque hay cirugía plástica, hermanita! La idea de la cirugía plástica se volvió una obsesión para Miranda desde entonces y aunque sus padres trataron de pedirle que esperara a tener más edad, Miranda no tenía intenciones de ceder. Había un destino manifiesto en riesgo y ella ansiaba todas esas cosas que su hermana había dicho. La falta de novio de Miranda en su adolescencia temprana no solo obedecía al complejo de Cyrano de Bergerac, la otra razón, y quizás la de mayor peso, era que Miranda no se había enamorado ni una sola vez en su corta vida. Eso cambió justo cuando ya tenía la obsesión de la cirugía plástica. El chico era, para sorpresa de todas sus amigas, uno no muy notable; aunque tenía su encanto y unos enormes ojos color ámbar, pertenecía al grupo de los chicos tímidos y que frecuentemente era presa de los abusadores, pero de eso no se enteró Miranda en todo el tiempo en que derramó miel por el chico. Él era delgado, de buenos modales y de los que practicaba deporte. En algo no había duda: el susodicho no era una lacra. Lo del deporte era una bendición para Miranda pues el chico, de nombre Cisco, jugaba fútbol en la hora de descanso en una de las canchas que había en la escuela. Había dos certezas absolutas en el universo en ese entonces, una era que Cisco siempre estaba en esa cancha cada descanso para perseguir una pelota y la otra que Miranda siempre lo observaba desde afuera del aquel perímetro, admirándolo y llenándose la cabeza de ilusiones. La primera en notar el cambio de ánimo en Miranda fue su hermana: primero se dio cuenta de la ausencia en ánima de Miranda quien siempre estaba ahí, en la cocina, en el comedor, en la sala; pero al mismo tiempo no estaba ahí. Un día, la hermana mayor trató de jugarle un chiste a Miranda pero está estaba tan en otro mundo que no se dio cuenta de la broma. Fue entonces que la hermana de Miranda comenzó a contar las horas que la enamorada 50


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pasaba encerrada en su cuarto escuchando música pop con temas de amor. —Tú estás diferente —le dijo un día que Miranda salía de tomar una ducha y se preparaba para ir a la escuela. Miranda negó que hubiese algo diferente y su hermana tuvo que presentar sus pruebas como la fiscal más calificada del distrito. —Si lo estás. Mírate, te arreglas para ir a la escuela y sí, siempre lo haces, pero ahora te tardas veinte minutos más. Además, no dejas de escuchar esas canciones rosas con letras de amor. Otra cosa es que ya no estudias tanto y cuando te encuentro sola tienes la vista así como perdida, sin mirar nada. Para mí aquí solo hay de dos sopas: o estás “chipil” o estás enamorada. Miranda se sintió descubierta. Aunque sabía que todo lo que había dicho su hermana era discutible y podía ser refutado sin mucha dificultad quería ser descubierta ¡ansiaba ser descubierta! El sentimiento que guardaba dentro la sofocaba de una forma que para ella era desconocida. Necesitaba urgentemente confesarse y así lo hizo esa mañana con su hermana, pero como era tarde para ir a la escuela solo pudo decir: —Sí, me gusta uno. Eso le bastó. Ese día Miranda se sintió más libre y fue más feliz en el descanso mirando a Cisco. Luego de esa confesión a su hermana les dijo a sus amigas que Cisco le gustaba. Ellas ya lo sabían pero aun así se hicieron las sorprendidas. Como Cisco no sabía que Miranda existía, las amigas armaron toda una serie de estrategias para forzar un encuentro entre ambos. Durante semanas las amigas realizaron intentos infructuosos que fracasaban una y otra vez. Esos juegos de cortejo infantil que emocionaban a sus amigas pronto hartaron a Miranda que por primera vez en su vida tomó las riendas de un asunto serio que directamente le competía. Un día lunes habló directamente 51


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con quien ella pensaba era un amigo de Cisco, un chico de nombre Rafael que iba en el grupo de Cisco y que además era primo de la amiga de la amiga de una de una de las amigas de Miranda. Ese parentesco lejano había bastado para que un año antes, Rafael y Miranda, hablaran casualmente en una tardeada escolar. Esa charla trivial y sin importancia había ocurrido cuando Miranda todavía no era presa del amor por Cisco. Entonces, un año después, en medio de los sentimientos ardientes de pasión juvenil, Miranda se plantó ante Rafael para pedirle el inmenso favor de que le presentara a Cisco. Rafael a duras penas si recordó a Miranda pero, sin nada que perder, decidió ayudarla solo porque era amiga de su prima, o al menos eso había entendido él. Lo que Miranda no sabía es que Rafael no era amigo de Cisco, de hecho, Cisco lo consideraba su peor enemigo pues Rafael era el tipo que más bromas pesadas le jugaba y no pocas veces, Cisco, había soñado con matar a Rafael a puñaladas para luego arrojar su cadáver a un río. Unos pocos días antes de las vacaciones decembrinas, Rafael interceptó a Cisco en uno de los pasillos escolares. A sus espaldas estaba Miranda que esa mañana había puesto todo su esfuerzo en verse linda. Ella estaba escoltada por cuatro de sus amigas que no querían perderse el hecho. Cisco pensó que era otra emboscada de su abusador, pero particularmente ese día no estaba de humor y de hecho se sentía listo para, al fin y de una vez por todas, lidiarse a puños con su abusador. —Güey, quiero presentarte a alguien —dijo Rafael a Cisco. El tímido chico se sorprendió, no estaba preparado para algo así. Notó a Rafael muy distinto, parecía que le mostraba respeto. Entonces Rafael le pidió a Miranda que se acercara. —Cisco, ella es Miranda. Miranda él es Cisco —dijo Rafael con toda decencia. Cisco quedó sin reacción. No le interesaba en lo más 52


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mínimo Miranda. Entonces, su odio por Rafael regresó y su actitud defensiva le ordenó salir de ahí de inmediato. Rafael lo prendió por el brazo tan solo Cisco había dado unos cuantos pasos. —¡Güey, te estoy presentando a alguien! ¡Por lo menos saluda! —dijo Rafael cerrando su puño y mostrándoselo a Cisco de forma amenazante. La cobardía regresó a Cisco tan solo vio el puño cerrado de Rafael. Torpemente regresó hasta Miranda y sin verla a los ojos le dijo. —Hola. Y eso fue todo. Cisco caminó sin voltear a ver aquella tragedia que había dejado a su paso. Miranda quedó en ridículo. Rafael trató de alcanzar a Cisco, no para hacer que volviera sino para darle un puñetazo en el rostro, pero recordó que estaba en pleno pasillo escolar, un sitio que las autoridades escolares tenían bien vigilado. Las amigas de Miranda quedaron tan petrificadas como ella y no atinaron a decir ninguna palabra de consuelo. En ese momento el corazón de Miranda cauterizo de golpe la herida pero eso no la exentó de llorar un río sobre ese pasillo escolar. Cuando llegó a su casa ese día se encerró en su cuarto y no salió hasta la tarde siguiente. El encierro fue uno de los episodios más amargos de su vida. La hermana explicó a sus padres todo el asunto pues el chisme del fracaso amoroso se había extendido como mecha de pólvora por la escuela. Los padres entonces decidieron animar a Miranda a cualquier precio o mejor dicho, al precio que costara una nueva nariz. Llegó la navidad y se suponía que al pie del árbol de plástico donde regularmente se colocaban muñecas, juegos de té y ropa fina, ese año habría un cheque que cubría los honorarios del cirujano. Pero la navidad no fue así. Miranda vio a su hermana por última vez la mañana de ese 24 de diciembre. Se suponía que la hermana iría al centro 53


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comercial con sus amigas y regresaría para la hora de la comida. Cuando no llegó a comer, la madre de Miranda no se preocupó: pensó que seguramente su hija mayor estaría en casa de alguna de sus amigas y la habrían invitado a quedarse a comer. Entonces se acercó el momento de la cena, el padre de Miranda, que para entonces ya era responsable de varias escuelas privadas como había dicho Miranda, se encontró con la sorpresiva ausencia de su hija. A su vez, Miranda, no tenía preocupación; en ella solo cabía la emoción de su regalo: una hermosa nariz. Los padres llamaron a la casa de las amigas de la hermana de Miranda. El asunto se fue al traste cuando una de las adolescentes que verían a la chica en la plaza aseguró que ésta nunca llegó a la cita. La madre perdió el control y se angustió, entonces llamaron a todos los familiares, al novio, a los compañeros de la escuela… a todos. Miranda fue testigo del derrumbe de sus padres en esos minutos atroces cuando la pesadilla comenzaba, nunca más recuperarían lo que habían sido antes de esos minutos de horror. La policía llegó horas más tarde, hicieron las preguntas de rigor y Miranda fue interrogada; lloraba, y no era por su hermana, el sobre con el dinero de su operación seguía al pie del árbol y no podía dejar de mirarlo pero la navidad se había fugado para siempre. La búsqueda se extendió al día siguiente y para entonces la casa ya estaba atiborrada de policías, familiares y amigos. Todos ayudaron, menos Miranda quién paso ese día en su cuarto con la esperanza de que su hermana regresara, la reprenderían, ella no le hablaría en una semana por haber arruinado la navidad y el regalo de su operación se pospondría tan solo hasta el seis de enero, día de los reyes magos. Pero esa fecha se cumplió y no había pistas de su hermana, lo que si había eran anuncios en cada poste con la foto de la chica perdida. Poco a poco la fatalidad se fue haciendo rutina. Miranda prácticamente fue ignorada por sus padres todo ese tiempo, de la misma forma la casa, la 54


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servidumbre y los respectivos trabajos de sus padres fueron descuidados al límite. Al año, la familia estaba en bancarrota, la búsqueda había agotado todos los recursos, habían tenido que pedir prestado y eso solo empeoró la situación. En ese mar de soledad, y por increíble que parezca, Miranda sobrevivió y mantuvo la cordura. Lo más extraordinario de todo fue que nunca se quejó. Aprendió a vivir sin padres y sin servidumbre, atendió todas sus necesidades y cubrió todos los trámites correspondientes a su escuela; a falta de dinero, ella misma se inscribió al bachillerato en una de las escuelas que aún estaban bajo la administración de su padre, quien como puede entenderse delegó prácticamente todas sus funciones a una serie de directores, prefectos y gente como Buenfil. Miranda dejó de asistir a clases de esto y aquello pero en cambio comenzó a sembrar y cuidar árboles en el jardín familiar. También visitaba a su abuela materna que se convirtió para Miranda en una de las pocas personas con las que podía cruzar una conversación de más de dos palabras. Su misma abuela la inmiscuyó en el rito y la cultura wicca de hechicería y pronto, lo que era un pasatiempo, Miranda lo adoptó como principio de vida; ya saben, respeto por la vida, creencia en un universo o entidad suprema, equilibrio y poder de la naturaleza. Eso explicaba el porqué de sus dijes y demás ornamentos que solía portar con regularidad. Un buen día los tres miembros restantes de la familia coincidieron en espacio y tiempo en el comedor de la casa, algo que era ya muy raro y casi imposible. Habían pasado dos años, tres meses y veinticuatro días de intensa búsqueda y no había habido ningún resultado. Y entonces ahí estaban esas tres almas en la misma mesa de comedor. Sus padres habían envejecido al menos diez años y sus rostros se veían extenuados debido al efecto severo de la sombra abrupta en las cuencas de sus ojos. Miranda no les dirigía la palabra pues había aprendido que eso no le garantizaba una 55


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respuesta de sus padres. Tomó un tazón de cerámica turca, vertió leche en él y se sirvió cereal que ella misma se había encargado de comprar con dinero que pedía prestado a su abuela. Y justo cuando se disponía a regresar el cubo de leche al refrigerador notó que su padre no apartaba su vista de ella. Su madre en cambio estaba perdida acomodando rebanadas de jamón sobre un duro pan blanco para emparedados. —¿Quién compró ese cereal? —preguntó su padre. Miranda dudo un poco en responder y al fin lo hizo con su voz calmada y apacible. —Yo lo compre, pueden tomar. Su padre no respondió, seguía mirándola fijamente. Era un alma regresando a una realidad que había casi olvidado y por primera vez en dos años caía en cuenta que tenía otra hija. Era evidente que la independencia de Miranda sorprendía a su padre que se preguntaba para sí, ¿cómo había Miranda logrado sobrevivir sin ellos? Todo ese tiempo el silencio de su hija menor había resultado cómodo pues de esa forma la pareja había podido concentrarse en la hija perdida. Su padre sintió culpa y fascinación al mismo tiempo y los ojos se le pusieron brillosos de lágrimas mientras Miranda sorbía leche de su plato con cereal. Por su parte, su madre seguía atendiendo el emparedado. —Estás más alta… —dijo al fin su padre. Luego preguntó —¿cómo ha estado la escuela? Aquello sorprendió a Miranda, pero al mismo tiempo un enojo le subió por la medula, no era que la pregunta de su padre le supiera a hipocresía o mentira, sino que era tan absurda, verdaderamente absurda. Miranda miró fijamente a su padre, por ello derramó un poco de leche sobre la mesa, eso la sacó de su asombro y corrió por una servilleta. Su padre se sintió igual de incomodo así que fue al grano. —Hemos decidió abandonar la búsqueda de tu hermana —dijo con la voz entrecortada. Entonces, su madre soltó un amargo llanto. El padre de 56


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Miranda fue a consolarla y abrazar aquel drama. Miranda seguía sentada viendo aquella capitulación, ese armisticio tan doloroso. Su padre entonces la invitó a acercarse y Miranda obedeció aunque no quería unirse a tal duelo pues en el fondo, el dimitir de la búsqueda era para ella una buena noticia. Y así fue, unos meses más tarde, cuando las finanzas de la casa se estabilizaron un poco y ya no estaban sangradas por la búsqueda, Miranda entró al quirófano y salió con una nariz respingada. Sus padres sin embargo, no fueron los mismos y la relación de Miranda con ellos se tornó en una especie de reconocimiento: mucho se había perdido en esos dos años, mucho, no solo una hija.

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5 MILONGA Como se había pactado, Miranda, Alina y yo, nos quedamos de ver cerca de un parque del centro histórico de la ciudad, en la parte mona, la que está libre de vendedores ambulantes y en cambio tiene museos que ocupan edificios históricos de los siglos XVIII y XIX con una memoria tan basta que se les doblan los cimientos. En la planta baja de aquellos viejos edificios abundaban los cafés bohemios y los restaurantes con platos considerablemente caros pero no necesariamente buenos. Gracias al nuevo gobierno había ya varias calles peatonales lo que le daban a esa parte de la ciudad un respiro, un lugar de paz entre su bullicio de bocinas automovilísticas. Por esas calles la gente caminaba sin estrés y compraban chuchería y media; un abuelo melancólico vería esas calles con agrado, había cierto desfase entre el mundo violento y globalizado de todos los días y esas librerías que aún existían a lado de los cafés. Yo disfrutaba aquel paseo con mis nuevas amigas. Alina era la que estaba más ansiosa por llegar al lugar que era un parque que había sido habilitado como tal luego de que un edificio se había derrumbado durante el terremoto de hacía ya más de veinte años; ahí donde había habido tantos cadáveres 58


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ahora había árboles y pasillos de adoquín, y en el centro un espacio lo suficientemente grande había sido improvisado como una pista de baile de tango. Mis únicos antecedentes de tango eran una película de Al Pacino y poco más en YouTube, nunca le había puesto atención ni sabía absolutamente nada de su historia, sabía que era argentino por mera casualidad y a decir verdad no me causaba el menor interés. Sin embargo, ahí estaba una veintena de personas bailando como si en ello se les fuera la vida, con pasión, mucha pasión. Recuerdo que pensé, —vamos están en un parque y nada más, no se hagan los faroles. Aquel era un grupo predominantemente de adultos de entre treinta y cincuenta años. Los más viejos eran la excepción pero los jóvenes eran una rareza exquisita. Además de mis dos amigas y yo había algunas chicas más y uno que otro muchacho que no pasaba de los treinta. Aquello me pareció lógico: música de viejos en el club senil. Todos iban decentemente vestidos, nada ostentoso. Si había alguien ahí que tenía dinero no lo quería presumir. La mayoría de las mujeres iban de falda y tacones medianos de entre 5 y 10 cm, predominaban el rojo y el negro en sus atuendos, los hombres tenían pantalones oscuros, la mezclilla era reprobada y casi todos vestían camisa en negro o blanco, uno que otro portaba un sombrero de esos de tiempos antiguos y europeos que le daban más porte. La música salía de un viejo y pequeño amplificador conectado al sistema de iluminación nocturna del parque. Estas personas seguramente habían tramitado algún permiso para estar ahí. Todos se movían cadenciosamente al compás de una estructura musical que me pareció sencilla y nada extraordinaria la primera vez. Alina nos invitó a sentarnos en una de las bancas que rodeaban la improvisada pista, estas bancas eran espacios codiciados pues no todas las mujeres bailaban, había más mujeres que hombres y las que sobraban tenían que esperar 59


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su turno sentadas o de pie. Alina saludó a algunas personas que no se preocupó en presentarnos, todas la trataban con naturalidad como si su rostro no tuviera ni una sola marca. En cuanto llegamos pasaron dos canciones y un joven apuesto sacó a bailar a Miranda, aunque mi amiga mencionó que no sabía bailar aquello, el joven insistió. No había duda, mi amiga, era por mucho, la más bonita del grupo y aquí nadie sabía de su nariz. Pero el problema no eran ellas, ni Miranda ni Alina, era yo… verán, yo iba con mi peor aspecto, nunca me esforzaba en verme elegante, con la gente de mi barrio no lo necesitaba y menos en domingo. Ustedes me entienden, el domingo es para estar relajada, vestir ropa cómoda y es un buen día para no peinarse y solo amarrase el cabello y listo; no hablemos de tomar una ducha. Al ver a todas esas personas bien vestidas como en una pantomima de los años veinte, me di cuenta de que había cometido un error al traer mis jeans rotos y una blusa lisa y sin chiste; pero lo peor eran mis botas estilo militar, que si bien eran una sensación en un hoyo punk, aquí daban risa. Estaba fuera de lugar, ni más ni menos. La música era aburrida, la gente era aburrida, el lugar era aburrido y mientras mis amigas bailaban una pieza tras otra, yo calentaba la banca. Para colmo, no había traído conmigo ninguna lectura. Me estaba hartando. Había pasado cerca de una hora sentada con mi jeta de molestia cuando decidí ir a buscar una tienda de abarrotes para comprar cigarros y una cerveza; se los juro, me tardé lo más posible, hasta entablé una pequeña conversación con unos albañiles que trabajaban en la fortificación de la estructura de un viejo edificio colonial. Me sentí más cómoda ahí con el humo de mi tabaco, el sabor amargo de mi Modelo clara y la plática con groserías y albures de esas personas. Pero debía regresar. Al volver la gente seguía bailando pero mis amigas estaban sentadas en la banca. Cuando me les uní me dijeron que me habían estado buscando; les expliqué sin culpa 60


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alguna que solo había ido por una cerveza. Ya más tranquilas me hicieron espacio en la banca para sentarme y con tristeza noté que hablaban de ese horrible baile… ¡maldición! Alina, que no se quitaba su pañoleta del rostro, le explicaba a Miranda los cánones del baile del tango, que si la postura, el tiempo, la cadencia y otras madres que Miranda entendía por sus clases de ballet y danza jazz. Luego se echaron flores una a la otra durante largo tiempo, que eres una gran bailarina, que parecía que tenías años bailando, que el chico aquel dijo que lo haces muy bien, y que la chingada. Me aburría enormemente y no tenía más dinero para regresar a la tienda. Entonces, un hombre maduro, de los que usaban el clásico sombrero e iba elegantemente vestido, con su expresión sería y franca, tendió su mano frente a mí y me preguntó si quería bailar… Casi me cago de risa, volteé a ver a mis amigas que me dijeron que me animara. ¡Qué diablos!, si esto tenía algún sentido lo sabríamos en ese momento. Tomé la mano del hombre y traté de hacer todo lo que había visto en dos horas de tortura. —No tengo ni puta idea ¿sabes? —le dije mirándolo a los ojos. —No importa, pon tu mano aquí en mi hombro, pon los pies juntos y trata de seguirme. La música comenzó pero él no se movió, luego de unos segundos trató de caminar hacia atrás pero yo no lo seguí, nuestros pies chocaron y se notó que a él le había dolido el punta pie, me sentí tan estúpida que por un instante quise salir de ahí corriendo, pero él lo volvió a intentar y esta vez yo ya había aprendido, así que saqué mi pie derecho hacía atrás y comenzamos a caminar. El me corregía constantemente mi postura y me pedía escuchar la música y seguir el ritmo. Y ahí todo comenzó a tener sentido, empecé a escuchar la música, esa que me había aburrido tanto, comencé a sentirme cómoda y ligera a pesar de mi calzado tosco. Él tenía una habilidad increíble para hacerme saber lo él que quería que yo hiciera. Luego de un minuto 61


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de tango el asunto ya estaba en otro nivel y comencé a sentir que flotaba en esa pista de la cual desaparecieron todos, incluyendo mis amigas. Entonces, el hombre me llevó un poco más rápido y cuando la música había llegado a un momento dramático yo ya estaba enamorada. Dentro de mi había sentido una revolución, una cambio de perspectiva tan enorme que tuve conciencia de que mi vida no volvería ser igual nunca más. Fue tan agradable esa sensación de estar con él, con la música, que no pensé en nada más. Cerré mis ojos. Todo el universo se había ido a la mierda y sonreí, lo juro por esta mano que escribe ahora. Durante toda la pieza puse una sonrisa grande y placentera. La música acabó. Dos minutos de vértigo. Un sueño. La adrenalina al tope, nada tenían que ver la cerveza ni la nicotina, estaba en un punto sin retorno. Pero entonces vi a mis amigas, se reían, y algunos otros también. El hombre me dio las gracias y me llevó, de la mano, hasta mi lugar otra vez y en ese trayecto noté que la gente me miraba con picardía. Me sentí mal, ridícula; caí en cuenta de mi horrible vestimenta, de mis botas enormes y varoniles que nada tenían que ver con lo que había sentido unos segundos antes. —Bien hecho —me dijo Alina. —Si Cris, bien… bailado —secundó Miranda con una risita. —¡A la mierda! ¡Váyanse al diablo! Estúpidas. Se quedaron calladas ante mi seriedad, hasta ese momento me habían visto molesta todo el tiempo, iracunda algunas veces, pero nunca había sido en contra de ellas. Entonces, una bella mujer, una de las que se veía no pasaba de los treinta se nos acercó, vestía de manera un poco más sport pero sin perder la elegancia y el porte. Por supuesto, todo el atuendo correspondía con el disfraz: falda y blusa en negro, una mascada roja rompía la impresión de un triste funeral en aquel atuendo y su cabello largo, castaño negro y recogido le daban el aire de juventud que resaltaba al mismo 62


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tiempo con su piel perfecta y sus rasgos faciales finos. Era alta y delgada, parecía bastante hábil y caminaba con gracia. Postura totalmente erguida. Esto último era su rasgo más notable, la mujer, era la encarnación del canon de las proporciones femenino pero hasta ese momento yo ni la había notado. —Chicas —dijo Alina —ella es mi maestra, Jordana. —Hola chicas —dijo Jordana, su voz era dulce. —Maestra —continuó Alina—, esta es mi amiga Miranda y quiere tomar clases, le dije que podía unírsenos. Miranda se puso de pie y saludó a Jordana de mano y con una sonrisa. —Ya veo, estará muy bien —dijo jordana un poco más seria —¿y qué hay de ti? Si tú, la chica de negro. —Ella es mi amiga Cristina, pero no le gusta el baile — dijo Alina, tratando de regresar al asunto de Miranda, de hecho Miranda era el asunto no yo, pero… —Tranquila, Alina, solo le estoy preguntando ¿No te gusta el baile, Cristina? Quede un poco sorprendida. Al principio pensé que era una típica maestra de baile tratando de hacerse de más alumnos por el simple hecho de que un alumno más es un pago más, pero… —Nunca he bailado nada —dije contundentemente —No pregunté eso —dijo ella también contundentemente. —Bueno, sí, no me gusta. No se ofenda pero esto es de viejitos… —Eso no fue lo que vi hace un momento —dijo la maestra y luego se dirigió a Alina—. Asegúrate de traerla el martes. Jordana dio media vuelta y justo cuando pensábamos que se iba solicitó una cosa más a Alina. —¡Y que se consiga unos zapatos! Mis dos amigas estaban más sorprendidas que yo. Ese día no hablamos más del asunto. Cuando llegó el punto en 63


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que las tres tomaríamos caminos distintos para ir cada una a nuestras casas, Alina finalmente me dijo, y digo finalmente porque parecía haberlo pensado mucho: —Cristina, el martes a las siete te veré en el metro Chapultepec. ¿De qué número calzas? Te conseguiré unos zapatos… —Del siete Alina pero ¿quién te dijo que yo voy a ir…? No mames. —Cristina —intervino Miranda—, no digas nada, a veces no puedes contradecir al destino. Nos veremos el martes a las siete. Miranda puso su típica sonrisa, con la que parecía decretar cada cosa que se debía hacer y cumplir mientras sobaba uno de sus dijes de Wicca. Suspiré y tomé camino a casa sin decir nada más.

Ese martes fuimos a la colonia Roma. El lugar de la clase era una casona del porfiriato muy bien conservada. Su esencia era tranquila a pesar de los muros gruesos y tenía muchas macetas con plantas de ornato ligeramente secas y descuidadas, además de pinturas de pintores anónimos en las paredes, era una “casa de la cultura”, etiqueta que reservaba el gobierno a las actividades artísticas o lo que es lo mismo, a todo aquello que no sirve para hacer dinero. La gente que caminaba por los pasillos de este centro era muy distinta a la que caminaba por mi barrio, desde su manera de vestir hasta la forma de hablar; era gente adulta y que parecía tener buena posición económica, o al menos el tiempo para aprender pintura, música o baile. Llegamos puntuales, eso había sido siempre una de mis cualidades y al parecer mis amigas también tenían la misma virtud. Luego de subir unas escaleras inmensas y anchas de mármol llegamos al salón, un amplio espacio de techo alto con piso cubierto de duela y espejos en las paredes. 64


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Adentro ya estaba Jordana y algunos otros alumnos, reconocí a algunos que habían estado el domingo en la milonga del parque del centro histórico. Cuando me vieron, algunos de estos alumnos se rieron. Me habían reconocido. Sentí rabia, cerré los puños. Alina saludó a varios de estos alumnos separándose de nosotras y cuando saludó a la maestra me señaló como diciendo “cumplí el mandato”. Jordana me pidió a mí y a Miranda que nos acercáramos. —Esta clase la pueden tomar gratis, pero las siguientes las deberán pagar ¿entienden? Miranda dijo que sí pero yo fui insolente. —Yo pensé que nos las daría todas gratis. —El buen conocimiento no es gratis. Aquí no vas a aprender algo que puedas aprender allá afuera por nada — dijo ella sin molestarse en lo absoluto. —Está bien, era una broma —dije mientras Alina me miraba de forma reprobatoria y me daba mis zapatos. Estos zapatos eran unos sencillos con tacón mediano en color negro, cerrados y de mi número, con una correa que se ataba por encima del empeine y que los hacía más justos a mi planta y talón. Me los probé y eran cómodos, me quedaban, pero… —¡Mierda! —le dije a Miranda —casi nunca había usado tacones en mi vida. Esto es horrible. ¿Por qué tú traes esos zapatos? —Son zapatos de jazz. Recuerda que practicaba danza antes. —Si ya sé. La maestra ordenó que todos se reunieran al centro del salón, yo caminé como pude. —Bienvenidos. Tenemos tres alumnos nuevos: Oscar, Miranda y… ¿me repites tu nombre? ¿Me repites tu nombre? Maldita bruja, ni mi nombre se había aprendido, me di cuenta de que había sido yo un timo, era la estrategia perfecta de marketing, se los dije: un 65


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alumno más, una paga más. Y además se reía de mí. Ya no traía las botas, pero de nueva cuenta mi atuendo era inadecuado: pantalones deportivos, blusa lisa sin chiste (otra vez) y nada más. —Cristina —dije sin bajar la cabeza pero con el deseo enorme de desaparecer de ahí. —Gracias. Y Cristina. Mis alumnos míos, el tango es una danza, quizás una de las más terribles, dramáticas y contundentes. Necesitas valor para bailar tango y el juego es mortal pues hacen falta dos. Para sentir el tango debes tener el corazón abierto; gózalo, vívelo y luego cuenta tu historia. Hagamos honor a eso y demos lo mejor de nosotros en esta clase. Ustedes, los nuevos vengan conmigo. Alina, que el resto caminen. Los tres nuevos fuimos apartados. El chico nuevo era un pecoso sin mucha gracia pero sin duda encajaba más que yo. Jordana nos explicó la postura del cuerpo y luego de eso nos unimos a la caminata alrededor del centro del salón. Yo era un caso de desequilibrio. —Cristina, alza la cabeza, no te jorobes —me dijo una vez. —Cristina, levanta el torso —me dijo otra vez. —Cristina, estira bien la pierna —eso me dijo unas seis veces al menos. Entonces Jordana llamó a los alumnos avanzados al centro del salón y los tres nuevos seguimos caminando. Esa fue la parte más frustrante, mientras los demás veían pasos de baile los tres nuevos pasamos toda la clase caminando. Yo era especial blanco de Jordana en correcciones, no solo verbales, cada cuanto caminaba hacia mí y con sus propias manos acomodaba mi cuerpo en la postura correcta. Al final de la clase Miranda, Alina y yo nos acercamos a despedirnos de Jordana. —Asegúrate de que vega mañana —ordenó Jordana con todo su don de mando a Alina refiriéndose a mí. 66


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El miércoles ahí estuve, era una cuestión de orgullo. Y camine todo el día. Alina se aseguró de que yo estuviera ahí el jueves. Ese jueves camine todo el día, pero lo peor del jueves es que Miranda avanzó un nivel y se reunió con los que ya hacían pasos. Y el viernes nuevamente a caminar, pero ahora hacia atrás. —¡Sobre metatarsos, Cristina! —me indicaba constantemente Jordana. Era una mujer dura, una piedra en el zapato y yo comenzaba a odiarla. La siguiente semana caminé hacia atrás y hacia adelante. Y la siguiente semana también y esa era toda la clase para mí. Para mi fortuna nunca estaba sola en esa horrible rutina, siempre había gente nueva. A favor mío se podía decir que mientras muchos nuevos no regresaban yo no me rendía. Una ira me impulsaba a no claudicar y a pagar por cada clase, el dinero no era problema, realmente las clases costaban bastante poco pero al final de cada sesión mis pies me dolían y me sentía tremendamente cansada, con ganas de no regresar nunca más. Al mes llegué a mi punto muerto. —¡Estoy harta, Alina! No voy a volver jamás a esa chingadera —dije a mi amiga al final de una de las clases. —No te rindas… —¡A la mierda con eso! ¡¿Qué estoy haciendo aquí?! ¡Esto ni siquiera me gusta, odié este puto baile desde el principio y lo odio ahora, detesto a esas personas que se ríen de mí y detesto a Jordana, esa bruja que…! ¡Me caga! Luego de un silencio insoportable Alina se atrevió a decir algo… —Aunque no lo creas ella nota lo que estás haciendo. Lo valora. Debes esforzarte, no rendirte… —¡¿Para qué chingados?! —¡Porque ella vio algo en ti! Y te caga y te caga porque le importas. Ni siquiera conmigo fue o es así. Un día yo seré la mejor bailarina de tango de este país y se lo deberé todo a Jordana. Todo lo que soy se lo debo a ella, solo te pido que tengas paciencia. Ella sabe lo que hace. 67


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Al escuchar eso casi se me sale una lágrima: la veneración de mi amiga por su maestra era entendible pero Alina tenía el sueño de ser la mejor en esto, al menos del país, y yo de inmediato pensé que ella nunca podría serlo con el rostro así como lo tenía, no la dejarían nunca ser la mejor. Me pareció tan inocente. En cambio, para mí la motivación era puro coraje y orgullo, realmente no tenía mucha importancia a dónde acabaría esto ni sabía exactamente en qué punto podría yo declararme vencedora o algo por el estilo. La vida simplemente me había enseñado a ser una mula terca. Cumplido el mes, llegó la clase del lunes, un lunes cualquiera. La misma rutina de siempre, caminar y entonces todos se reúnen al centro para comenzar a practicar los pasos. Yo ni me inmuto, sigo concentrada en caminar. Las rodillas derechas, pisar con metatarso, el abdomen firme, los hombros hacia adelante, vista al frente… tenía pesadillas en la noche con eso. Mis pies, que ya me dolían menos, habían hecho callos. La envidia me come, odio a Miranda que es la novedad del grupo: chica bonita y que tiene facilidad para el baile, odio a Alina que siempre es usada para poner el ejemplo del nuevo paso y se da el lujo de ayudar a los más inexperimentados, la odio porque en esa clase de baile ella no es la vulnerable y tímida Alina de la escuela y de la calle, ahí no siente vergüenza de su cara deforme, ahí la desgraciada soy yo, la que ocupa el último lugar soy yo, Cristina Daza. Las odio con toda mi alma durante esas dos horas que dura la clase pero luego son ellas las que me consuelan, me consienten en el camino de regreso a casa… les doy lastima. Y entonces… —Cristina, ven al centro —me ordenó Jordana. Casi no la escuché, pensé que quizás me mandará por un encargo. Así fui al centro del salón. —Bien, ya estamos completos, la semana pasada vimos la castigada… 68


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—¿Jordana qué quieres? —pregunté confundida. Jordana me lanzó una mirada de fuego pues la había interrumpido. —Que te quedes, toma una pareja. ¿Había sido cierto lo que había dicho? Creí que estaba soñando. Quedé en estado de shock por unos segundos… —Cristina si sientes nostalgia por seguir dando vueltas alrededor del salón puedes regresar a hacerlo —me dijo Jordana al sentir mi duda. —No, lo siento —Miranda me abrazó. Alina me miró con gusto. Y yo ingenuamente creí que a partir de ahí todo sería más fácil, menos aburrido. Pero no, ya nunca sería fácil. Nunca.

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6 TOÑO En los argumentos que había utilizado para con Buenfil en el caso de Alina yo había dicho que la violencia de los estudiantes contra ella podría ser aplastante, no lo dije sin conocimiento de causa, yo ya lo había visto y conocía la estupidez de los jóvenes de mi edad, yo misma en ocasiones anteriores había colaborado en la crueldad contra los desafortunados disfrutando del morbo y saña que ocasionaba la humillación de otro ser humano. Pero lo que pasó rebasó toda expectativa. A la par de que íbamos a las clases de tango las cosas en la escuela comenzaron a ir mal ¿qué tan malo?, tan malo que luego se puso mucho peor. El comienzo fue suave: risas y algunas indirectas. Luego pasaron a las miradas despectivas y las burlas más directas. Alina era una autoridad en las clases de tango, la segunda de abordo, pero en la escuela era la escoria, la inmundicia, la mierda que todos debían pisar por deber ser. Yo trataba de estar junto a Alina el mayor tiempo posible pues eso disuadía a los cobardes, pero un maldito día de abril me dio gripa y les juro que no me pude levantar, falté dos días al colegio, recuerdo haber pedido a Miranda que cuidara de Alina pero definitivamente el aspecto tímido de la Wicca no 70


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tenía el mismo efecto que causaba mi ceño fruncido. Luego de esos dos días regresé al colegio y la cosa había empeorado: le daban empellones en la cabeza, ya tenía una variedad grande de apodos (decenas de variantes de “cara de coladera”) y algunos chicos le hacían bromas realmente pesadas y molestas. Miranda me explicó que no sabía cómo solucionar eso, Buenfil no era un aliado y los maestros pecaban de indiferencia y algunos hasta solapaban por pura pereza los abusos en contra de Alina. Así pasaron varios días, poco a poco le molestaban aún en mi presencia. El peor de todos era Rizo. El maldito llevaba cuatro años en el colegio (estaba en guerra con Buenfil), era el típico pendejo que no tiene vida propia y hace de bufón para divertir a los demás, para colmo este tipo de personajes tienen actitudes de malos y rebeldes que, en el círculo ingenuo de los jóvenes, les da estatus social. Rizo vestía de forma estereotipada del modo punk pero de hecho no tenía ni puta idea de lo que ser punk significaba, no era muy guapo pero su estatura y corpulencia lo hacían atractivo y de temer al mismo tiempo. Sus actitudes de patán coincidían con su gusto por los dijes y cadenas de Heavy Metal (les dije que el tipo no tenía ni idea). Sobra decir que era un bruto en las clases y faltaba frecuentemente pero su record de peleas era admirable en cuanto a que se mantenía invicto y pocos quedaban en la escuela con valor para retarlo. El tipo tenía su sequito de hombres y mujeres que jugaban a ser malos, pantomima que elaboraban con obstinación y sin conciencia de su autodestrucción; fumaban, se embrutecían de alcohol y drogarse era un acto de heroísmo entre ellos. Dentro de sus actividades sociales estaba la de reafirmar su lugar en lo alto de la cadena alimenticia del bachillerato haciendo pedazos a todos los que no eran como ellos. Si la persona en cuestión no solo no era como ellos sino que rompía el paisaje con alguna característica especial esto la hacía vulnerable y el desastre ocurría. Las burlas para con Alina eran ya de mal gusto y le minaban la autoestima; ella, de a 71


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poco iba perdiendo el piso y cayendo en la desesperación. Al parecer Rizo y sus secuaces eran lo más radical que ella había tenido que soportar. Un día de abril, Rizo se plantó durante el descanso enfrente de Alina, Miranda y yo. Detrás de él tenía su sequito de fracasados. —Haber muñecas, préstenme veinte pesos para unos tabacos —dijo con todo cinismo, autoridad y conciencia de su total impunidad. Ninguna de las tres respondimos. Me había dado cuenta de que el silencio y la indiferencia eran lo mejor en los casos cuando tratas con estúpidos, pero el insistió y tomó mi mochila… —¡Chinga, deja ahí! —le grité. Los demás dieron un largo “uhhhh” en señal de que me esperaba un buen castigo. —¿Cómo ven? la neandertal, la nariz de plástico y la mujer elefante… ¿es lindo, no? Vaya, el tipo tenía saña, sabía manejar la espada. Pero yo ya tenía experiencia con estos… —A ver, “ricitos” —dije ya harta de seguir los pasos de Gandhi —esta es mi gente y con ellas no te metes ¿entiendes? ¿No te parece muy infantil molestar a los demás? ¿Tu papá te golpea o te mete la verga? Ah, ya sé… mira que para… Entonces Rizo me tomó de la quijada, eso no me lo esperaba, yo me solté con movimiento violento, entonces Alina y Miranda trataron de ayudarme para no caer al suelo. Alina recibió en la maniobra un golpecito en la cabeza de uno de los secuaces de Rizo y eso hizo que volteara de manera intempestiva hacia su agresor quién la tomó del brazo y se lo torció. —¡Ya estuvo, ya estuvo…! —vociferé —suéltala güey. Rizo dile por favor que la suelte, la está lastimando. —Ahora sí ¿no? ¡Estás pendeja, pinche Troll! —Güey, ya, te lo pido, perdóname. Aquí están los veinte pesos que quieres. No hay pex dile que la suelte. Rizo miró entonces hacía la oficina del prefecto y dio la 72


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orden de retirarse. Aún no sé por qué miró hacia ese lugar, si lo hizo por precaución de que nadie viera lo acontecido o para decir —misión cumplida. Inmediatamente fui hasta Alina y la ayudé a incorporarse. Tenía lágrimas en los ojos pero inmediatamente se las secó. Entonces, Miranda aconsejo ir con Buenfil pero yo estaba llena de ira… —No, esto se arregla en los mismos términos —dije.

Esa misma tarde pedí a mis amigas me acompañaran a recorrer el tianguis del Chopo; si, yo y mis tianguis, pero estaba vez no buscaba ropa. Entre los puestos y la aglomeración entramos a una casona de esas viejas y en ellas pregunté por la persona que buscaba, nos dieron las referencias correctas y en ese laberinto de pasillo entramos a un cuarto donde se escuchaba a todo volumen la narración de un partido de fútbol. En ese momento Wayne Rooney acababa de hacer un gol y el éxtasis de tres voces masculinas era mayúsculo. Al parecer, la anotación del ídolo inglés con el Machester United había sido mayúscula, cuando entramos seguía la algarabía. Ahí había mucha pasión, un sofá, un televisor de plasma, botanas y muchas botellas de cerveza ya vacías. El éxtasis no les permitió a mis anfitriones percatarse de mi arribo, así que pude ver su ridícula celebración. Ahí estaba Toño, con sus cabellos rizados color castaño claro, su rostro amable y su incipiente barba, traía puesta la playera roja del United, sus típicos jeans y sus tenis converse originales. Como siempre me parecía hermoso y mi vagina comenzaba a hidratarse tan solo con verlo. A su lado estaba Penagos, alto y grande como era, con su playera negra, más fiel a su pasión de música metalera (este si sabía de lo que hablaba), con su expresión sería a pesar del gol. Y dando giros alrededor de la mesita de centro donde descansaban las botellas de cerveza, estaba Rogelio, medio obeso con 73


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una camisa también de fútbol aunque de la Universidad Nacional. —¡Pinche golazo cabrón! —gritaba Toño. —La mierda, la mierda —decía Penagos. —¡Ay güey…! —dijo Toño cuando me vio en la puerta del cuarto—, bájale el volumen Rogelio. Rogelio cumplió lo que le pidieron, además puso pausa al videojuego, así era, no había ningún partido real, era solamente su copia pirata del videojuego de alta resolución de la FIFA. Penagos se puso de pie y serio. Toño me miraba nervioso. —Cristina —anunció Toño Devolví el saludo y luego Penagos y Rogelio me saludaron también de lejos. —¿Podemos pasar? —pregunté. —Sí, claro —dijo Toño que aún parecía sorprendido. —Ella es mi amiga Miranda y ella es mi amiga Alina. Amigas ellos son Toño, Penagos y Rogelio. Cada uno de ellos nos examinó con la mirada. No dudo que Penagos y Rogelio analizaran a mis dos amigas como todo hombre hace cuando ve una mujer nueva y seguramente notaron el defecto de Alina de inmediato, ellas en cambio estaban petrificadas, no era su sitio. Toño solo tenía ojos para mí. —Quiero pedirles ayuda, Toño —dije yendo al grano—. Hay un grupo de pendejos que nos amenazan, hoy le lastimaron a mi amiga su brazo, no tienen reparo en lastimarnos aun siendo mujeres. Son unos idiotas y la verdad yo no puedo con eso ¿me lio a golpes con ellos? Llevo las de perder. Hubo un silencio pequeño, Penagos y Rogelio no iban a decir palabra hasta que Toño declarara su posición, ellos sabían muy bien lo que yo le había hecho a Toño en dos años y medio de conocernos: primero lo tuve un año en la palma de mi mano: enamorado como estaba me lleno de regalos, paseos y los mejores minutos de su vida; cuando al 74


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final di el sí, lo trate con la punta del zapato y hacía cada berrinche y chantaje para demostrar mi poder sobre él, la gente de nuestro circulo pedía compasión para el más fiel de mis novios pero yo solo disfrutaba más de mi poder. Finalmente, él se enteró que yo tenía más novios aparte de él y se tiró al drama y a la depresión por meses. Cuando al final lo hubo superado… o al menos eso creíamos, seguía tratando de reconquistarme, pero un día se cansó y simplemente no supe nada de él en cuatro meses… y ahora estaba yo ahí pidiéndole ayuda. —A ver… —dijo al fin Toño—¿Quieres mi ayuda? ¿De verdad quieres mi ayuda? ¿Luego de todo lo que ha pasado quieres mi ayuda? MC barata, vete por el pinche caño. Vaya, realmente se había escuchado contundente. Subió el volumen del televisor, desactivó el modo de pausa y trató de seguir jugando pero Penagos y Rogelio seguían mirando a mis amigas y ellas seguían petrificadas. Entonces entré de lleno a la habitación y me planté enfrente de Toño. —Toño, escúchame, estos tipos son cosa sería, realmente necesito su ayuda, podrían matarnos… Toño seguía mirando la TV, pero ahora tomaba el control y cambiaba de canal compulsivamente al ver que no podía seguir jugando sin sus compañeros… —Toño de verdad necesito tu ayuda, es por una buena causa yo te… —¡Chinga, que no güey! —respondió exaltado—, ¿acaso somos unos pinches guaruras? ¿Me quieres ver la cara de pendejo? Te lloré Cristina, pinche vieja culera y egoísta, te lloré un chingo y ahora no puedes venir aquí a pedirme que te ayude… no soy un pinche pendejo, no soy tu pinche gato… En todo tenía razón, al fin vi que había sido un error, entonces intente algo de mi nueva yo. —Tienes razón, Toño. No merezco tu ayuda…. —¡Ah, ya ves, tienes cerebro…! —…pero si sirve de algo, te pido perdón. Te trate muy 75


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culero y lo cierto es que… sí, debería irme de aquí, pero perdóname. De pie, ahí, delante de él, me sentí imbécil por haber pensado que todo sería tan fácil, era cierto todo lo que decía, realmente pensé en salir de ahí sin nada más que decir. El apagó el televisor con el mando. Se quedó mirando el suelo. Hizo una mueca y preguntó: —¿Cuántos son? Se me iluminaron los ojos. —A lo mucho cinco, siempre están juntos, nadie los ayudará, los odian. —¿Dónde y cuándo? —A la salida es lo más seguro, en la explanada de la parte trasera de la escuela, en el monumento a Pancho Villa ¿lo conoces? Si lo conoces, has pasado por ahí, el caso es que ahí se reúnen a fumar, son presa fácil, no cambian la rutina, puede ser mañana mismo. Es importante que no haya violencia. Solo necesito que vean que hay gente sería respaldándome. Una amenaza y listo. Otra cosa, yo no puedo estar presente, ni ninguna de mis amigas, estamos condicionadas, si nos metemos en líos nos expulsan. A mi amiga la lastimaron del brazo… —¿Quién es tu amiga? ¿A quién lastimaron del brazo? —A mí —dijo Alina. —¿Cómo decías que te llamas? —Alina. —Tú, la güera —dijo Toño dirigiéndose a Miranda—, ¿es cierto todo lo que dice esta puta, pinche zorra e hija de la chingada de Cristina? Miranda no abrió la boca, parecía totalmente impresionada y definitivamente el que Toño me llamara puta la había molestado, sin embargo, un segundo después asintió con la cabeza. —Bueno, te veo mañana en el lugar que dices a la hora que dices, pero ahorita por favor vete ya Cristina. Concedí el irme y mis amigas me siguieron. Ni Penagos 76


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ni Rogelio dijeron nada pero seguían mirando a Alina y a Miranda. Salimos de ahí y di instrucciones de que el día de mañana estuviéramos todas juntas sin separarnos ni un instante, al momento de la salida era importante que ellas se fueran a casa lo más rápido posible, yo esperaría a Toño y señalaría a Rizo y sus secuaces, ellos los amenazarían en nuestro nombre y eso frenaría en algo sus ataques, al menos hasta que se me ocurriera algo mejor. Al día siguiente todo iba conforme al plan. Era la hora. Alina y Miranda ya se habían ido, yo esperaba a Toño y no perdía de vista a Rizo y su grupo que ese día particularmente no habían intentado nada en contra de nosotras. Toño arribó en su Mustang amarillo, su auto de siempre, venía solo. Me abrió la puerta del pasajero y se estacionó en un lugar desde donde se podía ver la estatua del general Villa. En la plaza había poca gente, algunos vendedores ambulantes y alumnos de la escuela. La plaza estaba rodeada por árboles y jardineras en dónde había algunas bancas de herrería de esas que son típicas en los parques de México. Hacía calor, ni una nube en el cielo, la estatua del general Villa que servía de reposo a algunas palomas debía estarse asando ahí en medio de esa loza de concreto en la que había bastante espacio libre para practicar skate. —Hola —saludé—, gracias por venir. Toño no me contestó. Yo no quería forzarlo a decir más palabras pero una duda fundamental me asaltaba. —¿Y los demás? —No vienen —dijo Toño secamente. —¿Entonces qué hacemos aquí? —Hablar —dijo él. —Está claro que tú no quieres hablar. —Cristina, ¿por qué? ¿Por qué me hiciste todo eso? —Toño, ahorita no es el momento tenemos que… 77


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—No, si es aquí y ahora. No pienses que te creo tu perdón y toda esa pendejada que dijiste ayer en casa de Penagos. Pinche Cristina, te conozco y tú nunca pides perdón, antes te mueres. Permanecí en silencio. —Tu silencio me caga —dijo Toño—. Conozco este lugar, la pinche estatua del Pancho Villa, en esa tienda hace un año compramos una chelas y este coche estaba estacionado más adelantito de donde estamos ahora… te cogí ese día Cristina, fue uno de los días más felices de mi puta vida, pero tú todavía me preguntas si conozco este lugar… lo tengo tatuado en mi alma Cristina, pero para ti aquello… ¡ni te acuerdas, pinche vieja! Toño tenía razón en todo, otra vez. —¡Puta!, fue bien cagado ese día, pero me hiciste feliz Cristina, pensé que aquello duraría para siempre. Te escribí canciones y sé que toco bien culero la guitarra pero güey… o sea, me hubieras dicho que no desde el principio, pero ni aun cuando te buscaba me decías que me fuera… ¿Qué te pedía? ¿Te acuerdas? —Que te dijera que te fueras… —¿Y por qué nunca lo hiciste, cabrona? ¿Por qué ese afán de maltratar al prójimo? Eres culera Cristina, Dios sabe que lo eres, una puta de mierda… Toño… seguía teniendo la razón en todo. Entonces el asunto con Rizo se me olvidó, lo de Alina, lo de Buenfil, lo de mi expulsión… miré en retrospectiva lo que había sido y en efecto era yo una persona horrible. Quizás porque mi padre me ponía poca atención yo era tan cruel con los chicos, quizás porque mi madre siempre me decía que tuviera cuidado de los hombres yo siempre disparaba antes de preguntar. Analicé el por qué yo era así y me dio asco, no había justificación. —Neta… perdón, Toño. Y entonces el silencio me dejó con la boca seca, tenía ganas de darme un tiro, era yo ante un espejo y no podía 78


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soportarlo. —Te va a sonar pendejo, Toño, pero te quiero. Y no había mentira, Toño no solo me ponía caliente, me volvía loca, yo ponía una barrera cada vez que su recuerdo me asaltaba y me ponía a bravuconear conmigo misma. Pero era cierto, completamente cierto… Toño me gustaba y mucho, teniendo muchos novios, no había sido casualidad que acudiera a él a pesar de todo. —Sí, suena bien pendejo, Cristina ¿Cómo te atreves a venir a decirme que me quieres si yo te rogué tanto y jamás me hiciste caso? Era un abismo de verdad. Entonces prendió la radio del auto y comenzaba a sonar la Rapsodia Bohemia de Queen. Escuchamos los primeros versos en silencio y entonces aparecieron en la explanada Rizo y su gente, con toda su pompa y ego superfluo, eran los mismos cinco hombres ojetes que cada día me hacían la vida imposible en la escuela. —Eran esos cabrones los que te decía —dije señalando a Rizo sin ninguna esperanza de que Toño hiciera nada. Pero entonces mi caballero andante se bajó del auto y caminó hacía la explanada… —¡¿Toño, a dónde vas?! No me contestó. Conforme se acercaba más y más al grupo de Rizo a mí me subía la adrenalina. Se puso enfrente de ellos que, como ya dije eran cinco, el más grande y feo, el que había lastimado a Alina del brazo, encendía un cigarro, uno flaco y de aspecto desagradable, casi tan alto como el grande, desaprobaba con gesticulaciones la presencia de Toño, los otros dos eran más bajos y tenían una obesidad vergonzosa y se reían copiosamente del aspecto del más fiel de mis exnovios. Rizo permanecía serio e inmutable mirando a Toño, ese extraño que con toda desfachatez se plantaba delante de ellos. Toño les dijo unas palabras. Nunca supe que les dijo pero ellos rieron, hasta Rizo; entonces, Toño hizo algo de lo más extraño, comenzó a 79


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hacer la danza de la lluvia al estilo indio alrededor de Rizo quien de nueva cuenta se puso serio y desconfiado. Cuando Toño completó una vuelta de su ridículo baile y ya todos se burlaban de él, se puso de nueva cuenta de frente a Rizo y de pronto propinó un golpe seco y sorpresivo sobre su cara. Rizo se fue al suelo de bruces con un gesto de dolor angustiante. Toño alcanzó a dar un golpe más a otro de los secuaces aprovechando el factor sorpresa. La batalla había comenzado; pero eran cinco contra uno… Salí del auto lo más rápido que pude dispuesta a hacer cualquier cosa que emparejara más el asunto; pero entonces, a la velocidad del rayo y en sus patinetas aparecieron Penagos y Rogelio, este último asestó un tremendo golpe en la cara con su tabla al tipo que le había lastimando el brazo a Alina, se escuchó un crack, algo se había roto ahí y no había sido la tabla. Me quedé a medio camino, gustosa de ver el arribo de la ayuda. La gente que en su mayoría eran compañeros de escuela, comenzó a concentrarse alrededor de la contienda tapándome la visibilidad. Regresé al auto asumiendo que tendría que haber una huida rápida, por fortuna ese auto era el único que había manejado en mi vida, lo conocía muy bien. Rapsodia Bohemia estaba en la parte de las guitarras metálicas. Así, encendí el auto y lo subí a la acera para colocarlo lo más cerca de donde estaban peleando. Con el rugido del motor la gente agolpada se asustó y me abrió paso para ver una escena pletórica digna de una película de acción… Toño bailaba otra vez la danza de la lluvia india alrededor de un noqueado Rizo que no se había levantado del primer golpe recibido, Rogelio con la nariz ensangrentada golpeaba en la cara a uno de los de Rizo que aún no se rendía; Penagos estaba de pie, vigilando a los otros tres que yacían sobre el suelo lastimosamente. Cuando Toño terminó su danza de la lluvia, tomó de las solapas al caído Rizo y le dijo… —Esto es por Alina, Miranda y Cristina, ¡pendejo! Dicho eso azotó la cabeza de Rizo contra el suelo y se 80


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acercó al Mustang. Me miró con su cara llena de sudor, sus mejillas rojas por el esfuerzo, jadeaba pero no tenía ni una gota de sangre, estaba contento, en el éxtasis de la adrenalina y de cuando las cosas peligrosas te salen bien. Penagos y Rogelio abordaron el auto y Toño subió al asiento del pasajero. —Vamos por unas chelas, chofer… creo que esos pendejos no volverán a molestarla nunca más ni a usted ni a sus amigas —y me acarició la pierna. El general Villa despidió nuestra huida con su bronce deteriorado. El Mustang voló por las calles del barrio y yo feliz por primera vez en mucho tiempo. ¡Muy feliz! Toño me pidió bajar la velocidad. Seguía extasiado. Penagos lanzaban vítores de victoria y hasta entonces no habíamos reflexionado en las bajas de nuestro ejército. —Güey… llévame al hospital —dijo doliente Rogelio. Entonces todos volteamos a verlo, seguía sangrando demasiado y ya había manchado la ya de por si lastimada tapicería del auto. —¡No mames, Rogelio! ¿Cómo al hospital? —dijo Toño —. Nada más te está sangrando la pinche nariz. —Güey, no puedo respirar. —¡Puta madre! ¡¿Dónde lo llevamos?! —preguntó Penagos. —A Xoco —dijo Toño y di vuelta en “U” para regresar. Pensaba que si tomaba una avenida tal y luego por la lateral de “x” calzada llegaría rápido, pero no conté con el estúpido amontonamiento de autos de mi ciudad. Atorados en el tráfico todo el buen humor se me escapó. El calor de las tres de la tarde solo empeoraba las cosas. Odiaba a todos los automovilistas del mundo, tan patéticos y dependientes de sus máquinas con las cuales intercambiaban su salud y calidad de vida por un poco de autoestima y la ilusión de “llegar a tiempo” a todas partes. —¡Ah, odio esta ciudad! ¡Muévete imbécil! —vociferé ya 81


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fuera de control. —Eso no ayuda en nada ¿sabes? —dijo Toño sin mirarme, harto por el smog pero, irónicamente, fumando un cigarrillo al mismo tiempo. Y es que los autos no avanzaban. Todo era una mezcla de ineficiencia urbana y torpeza al volante de los conductores que, para colmo, daban cátedra de incivilidad y egoísmo aumentando el caos en el que todos estábamos inmersos. ¡Y Rogelio no dejaba de sangrar! En rápida carrera Toño bajo del auto y en una farmacia compró algunas vendas y gazas para tratar de contener la hemorragia. La nariz de Rogelio se había roto en varios puntos y alguna astilla había lastimado algún vaso sanguíneo, por supuesto todo eso lo supimos solo hasta llegar a urgencias, dos horas después de la pelea. Rogelio tardó dos horas más en ser atendido y yo estaba que echaba lumbre, no podía creer la ineficacia del sistema de salud de mi país con las recepcionistas más inhumanas del mundo protegidas por el poder de sus ventanillas. Me peleé con dos o tres y solo recibía la misma respuesta: hay gente más grave que su amigo. El maldito problema era que yo no veía cuál era esa gente, nadie en la sala de espera entraba a ser atendido. —No has cambiado nada, en estos cuatro meses no has cambiado nada —me decía Toño al verme histérica. Por fin Rogelio salió con una enorme venda en la cara. No podía hablar. Lo llevamos a su casa y ya era de noche. Penagos se quedó con él para tratar de explicar a los padres de Rogelio qué es lo que había pasado o más bien que debían creer los padres de Rogelio que había pasado: caída de la patineta, algo bastante creíble para la personalidad extrema de Rogelio. Yo regresé con Toño en el Mustang pero esta vez él tomó el volante. Durante toda la espera en la clínica médica habíamos platicado de música, de su sucia guitarra y mis agresivas rimas, pero en el trayecto para llevarme a casa estaba serio. Así, yo tuve que romper el 82


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hielo, un tempano más grande que el que hundió al Titanic. —¿Por qué bailaste una danza india? —¿Qué? —En la pelea, bailaste como un indio de las películas. —Pues soy así, ya sabes, lo difícil tengo que hacerlo un chiste. ¿Sabes?, siempre que vamos a madrearnos con alguien sentimos eso, nerviosismo, un putero de miedo; tú no lo entiendes porque nunca te has agarrado de las greñas con alguien. Por eso trato de reírme en todo momento. Desahogo algo de estrés así. Y aquí entre nos, tú también tienes cosas muy locas e incomprensibles. —¿Cómo cuales, Toño? —Pues primero… pediste ayuda. Tú nunca haces eso, siempre solucionas todo desde cero y cuando no puedes lo ignoras. Hoy vi a esos pendejos y pensé: esto no puede ser un verdadero problema para Cristina. Rizo y esos güeyes son unos pendejos. ¿Cómo esos putos te metieron en problemas? no lo sé bien, pero como sea, tú nunca pides ayuda. Cuando estás enfadada te pones roja como tomate. Tus pelos se erizan más y tus ojos se ponen negros. Usas palabras de sabiondo cómo tu papá y eso hace que casi nadie te entienda, así intimidas a la gente, los pones como pendejos. Lees mucho y escribes poco, aunque dices que quieres ser una MC no haces mucho por serlo, solo improvisando en tu cuarto… ahí, sola… no vas a llegar muy lejos, güey. Y no me digas que el novio ese que tenías o tienes, no sé y no me importa ya, es un MC porque el estúpido tampoco ha grabado nada ni ha hecho nada. Mientras me decía todo eso, Toño tenía esa sonrisa de autocontrol en su rostro, tomaba el volante del Mustang con una mano y con la otra sostenía su cigarro. El auto entró a los carriles centrales de Avenida Mixcoac y al ser ya tarde la vía estaba libre. Toño aceleró. El motor del Mustang rugió buscando mayor comodidad en la caja de cambios para circular a esa alta velocidad. —Yo te conocí, Cristina —continuó Toño—. Antes de 83


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que escribieras rimas, te vistieras de negro y tuvieras esa actitud a la defensiva. ¡Esa puta actitud a la defensiva! Me caga esa puta actitud que tienes. Les muestras a todos lo mala que eres, pero no tienes ninguna causa ni razón por la cual estar así. Lo tienes todo, no te falta el dinero, no tuviste una familia culera y al ser hija única siempre tuviste la atención de tus padres y no me vengas con que no fue así. Si hoy casi ni se hablan no ha sido porque ellos lo quisieron así, es porque tú te cierras. Nunca has trabajado ni sentido necesidad. No eres estúpida, podrías tener buenas calificaciones con la mano en la cintura pero eres tan tú… Tuviste suerte en la puta vida pero quieres que nos creamos tu tragedia, ¡pero nada malo te ha pasado jamás!, y quizás por eso estas tan encabronada, no tienes las luchas sociales de tus padres, no tuviste un 68, ningún gobierno te ha dado en la madre, no fuiste golpeada ni madre soltera, no saliste puta ni pendeja, ni india, ni pobre y para colmo, ¡no te falta sexo! Tampoco eres idealista ni jamás pensaste en hacer alguna lucha justa. Mira tus pinches rimas ¿tú les entiendes? Pinches palabras surrealistas, no mames Cristina, te faltó carencia… se me hace que por eso no tienes sentido, resulta que la vida te lo puso fácil. Esta cabrón ¿no? Si eres pobre luchas por ser rico, si eres puto luchas por no ser rechazado, si tu papá es adicto luchas contra las adicciones o apoyas a grupos de autoayuda y así; pero a ti no te tocó ni madres de eso y por eso no sabes qué hacer con tu puta vida. Es una mierda de pesadilla para ti. Aun así, creo que eres extraordinaria, eres diferente, güey, me enamoré de ti desde el primer día que te vi. Como siempre te veía leyendo libros pensé que debía ponerme a la par y comencé a leer ¿puedes creerlo? Desde entonces eras inteligente pero no eras tan agresiva, no sé qué te puso así ni que chingaos pasó con tu vida, pero seguí enamorado de ti a pesar de que cambiaste. Y toda esa bola de pendejos con los que me engañabas, esos tipos demuestran que no eres ni un gramo de ambiciosa ni 84


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pareces tener amor propio Cristina ¿te has fijado bien en esos tipos con los que andas? El hijo del pinche carnicero de la 34, el idiota que trae el pan, el estúpido grafitero ese del Alberto, puros hijos de la chingada que solo te ven como alguien que le rostice su verga. Estoy seguro de que tampoco te son fieles y que ni les importas. Yo no soy la puta verga, pero tengo este auto, mi guitarra, mi computadora, rento un cuarto y aunque dejé la escuela en el último año la dejé porque quise y porque soy bueno arreglando coches. ¿Cuántos de ellos además de mi te regalaron cosas chidas? Pura pinche droga es todo lo que esos pendejos te compran. ¡Así vas derechito al éxito Cristina! El Mustang rechinó las llantas cuando entró a calzada de Tlalpan por la curva de un trébol; al retomar la recta la ajuga del velocímetro marcaba los 130 km/h. Los pocos automóviles que había eran fáciles de esquivar, las luces del alumbrado público pasando a gran velocidad daban al interior del auto un tono espectral. Yo solo escuchaba a Toño que cada vez me acuchillaba más y más hondo. —Mírate, siempre tienes una respuesta bien cabrona para todo pero estas bien pinche miedosa cuando te hablan de algo que no está en tus libros. Vales verga Cristina… Y si hoy te ayudé fue porque siempre es bueno estar en forma para los chingadasos. ¿Tienes miedo? ¿Quieres que baje la velocidad? ¿No te quejabas de lo estúpida que es la gente para manejar? Tú crees que todo el mundo es pendejo, pero no tienes nada que ofrecer más que tus críticas, eres incapaz de ayudar a alguien… —Bueno, Alina… —dije tratando de decir algo a mi favor. —¿Qué con tu amiga? Pensaba decirle a Toño que ahora en estos meses yo había ayudado a alguien en lugar de mostrarme indiferente; y lo había disfrutado, me había sentido bien. Pero él se adelantó. 85


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—Me sorprendió verte con tus amigas —dijo Toño—. Un síntoma de lo podrida que estás es que no tenías amigas. Quizás realmente si vas agarrando la onda, quizás esas chicas solo son como tú… Aun así te… El Mustang había devorado toda la longitud de Calzada de Tlalpan y había entrado estrepitoso y ruidoso en la calle principal del centro de la ciudad sin bajar la velocidad. Las luces de los semáforos ya estaban intermitentes, así que cuando Toño estaba por cruzar Avenida Izazaga apenas si alcanzó a mirar por el parabrisas que esta avenida estaba ocupada. Un instante eterno duró el enfrenón. Las llantas echaron humo en su desesperado intento por no patinar sobre el asfalto. Toño no perdió nunca el control del auto y este nunca perdió la dirección, jamás él había tomado con tanta fuerza ninguna cosa como el volante de ese auto. Cuando al final el deportivo sesentero se detuvo, el cofre sacaba humo. Yo aún estaba asustada, había pensado en una colisión, estaba feliz de haber usado el cinturón de seguridad, sin duda de haberlo omitido habría salido por el parabrisas y habría rodado más de diez metros por la fría calle. Toño también lo había usado así que cuando levantó sus ojos por encima del volante y miró aquello, pareció tener una visión religiosa. Una caravana de ciclistas era lo que habíamos evitado. Una de las chicas ciclistas saludó a Toño y agradecía que hubiese “cedido” el paso. Otros no evitaron decirnos algunas groserías, realmente los habíamos espantado. Aquella caravana no era peregrina sino burguesa, algunos grupos de ciclistas se reunían todas las noches en la ciudad para rodar multitudinariamente, este grupo que nos habíamos encontrado era de alrededor de unas cincuenta personas. Toño los seguía mirando impávido por el parabrisas pero luego de unos minutos, cuando el grupo terminó de pasar enfrente de nosotros, Toño abrió la puerta de su lado y bajó del auto, sin dar ningún paso continuó observando a la caravana de ciclistas que se alejaba entre 86


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risas. —¿Viste eso? —me preguntó Toño. —Toño, pudimos haberlos matado… —No. Ni queriendo los hubiéramos matado… Toño estaba serio pero parecía extasiado. Entonces me pidió que yo manejara. Yo iba rumbo a mi casa pero entonces me dijo que lo llevará a él primero a su casa. Obviamente aquello no era lógico, le pregunté por el auto y me dijo que me lo llevara, que ya al otro día vería qué hacer con eso. Era tan raro, pero así era Toño, por la mañana me había hecho polvo y por la noche me encargaba su más valiosa posesión. Manejé el Mustang hasta mi casa y ahí estuvo tres días estacionado frente a mi zaguán, entonces al tercer día Toño reapareció. Me puse feliz de verlo. Lo invité a pasar y tomar una cerveza, él aceptó, amaba la cerveza. —Es un gran auto, Toño —le dije mirando la pintura amarilla del bello auto que reflejaba los rayos del sol matutino. —Lo he vendido Cristina —dijo Toño luego de dar un sorbo a su cerveza, yo me reí pues pensé que estaba bromeando. —¿Qué hiciste qué cosa? —pregunté ya más seria viendo que él no se reía. —Lo vendí —confirmo él con voz suave, sin dramas. —Toño —le dije casi saltando de mi asiento—, pusiste tu amor en ese auto. —Y también en ti y ya ves. No siempre las cosas salen como esperas y a veces tienes este tipo de presentimientos. —¡Toño! —miré mi cerveza, lo que había dicho era duro, me había dolido. Pero entonces, con la mente nublada solo se me ocurrió una pregunta irrelevante para el caso. —¿A quién se lo vendiste? —Al Pitayas… —¡¿Al Pitayas?! ¡Toño, es el tipo del deshuesadero! —Sí, ¿te imaginas qué va hacer con él? Me da un poco 87


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de tristeza, pero él era el único que me podía pagar rápido el dinero. —¿Cuánto le estás pidiendo? —Veinte… —¡¿Treinta?! ¡Toño estás loco! ¡A ese coche le metiste más lana que eso! —Sí, pero con eso me alcanza para lo siguiente que voy a hacer, no necesito más. —Toño, pusiste tu vida en ese auto, no pudiste haberlo vendido así nada más, eso es muy raro, cabrón. —Seguiré trabajando en el taller de la Goodyear, pero solo hasta ahorrar lo suficiente ¿Quieres saber para qué…? —¡Toño, no me escuchas! ¡Ese auto valía mucho más! Yo no sé nada de piches coches pero ese carro estaba rebonito y eso que no lo terminabas todavía de restaurar… —Ya veo. Bueno… ya es del Pitayas. Ya no dije nada. Lo había vendido. Yo por mi parte no extrañe tanto al Mustang como a Toño, tan pronto terminó su cerveza abrió la puerta del zaguán y subió al Mustang, lo encendió y me dijo que en menos de un mes el Pitayas tendría el dinero y se lo pagaría, después de eso, el Mustang sería solo chatarra. Toño hizo ronronear el Mustang y se fue, se perdió en el final de mi calle. Los siguientes días yo lo soñaba y añoraba el aroma de su cuerpo, Toño era mi Mustang y desde hacía tiempo lo había echado al deshuesadero, me había dado de cuán estúpida había sido. Esa semana terminé con los tres novios que tenía en turno y estaba decidida a ser la mujer de Toño para siempre.

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7 TANGO Al día siguiente de la golpiza, ni Rizo ni ninguno de sus secuaces asistieron a la escuela. Por otro lado los que si estaban, el resto del alumnado escolar, no molestó ni dijeron nada a Alina. Tampoco mencionaron nada del incidente, parecía que todos ahora querían ir con precaución respecto a entablar relación social conmigo y mis amigas, les había demostrado que no solo hablaba de dientes para afuera, también podía actuar. Fueron días tranquilos, ¡al fin días tranquilos! A la siguiente semana, Rizo regresó, tenía todavía una venda en la cabeza. Lo vi de lejos en el descanso, yo estaba con mis amigas a las cuales les pedí que observaran atentamente. Fui hasta donde Rizo y le dije: —Préstame veinte pesos, Rizo. El chico ni me soltó una palabra. Con su mano derecha buscó en una de las bolsas de su pantalón, sacó un billete de veinte pesos y me lo dio. —Me las vas a pagar, pendeja —dijo al fin confusamente, al parecer le faltaban algunos dientes y le dolía aún la boca por el tremendo golpe que le había asestado Toño. 89


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—Como tú digas Ricitos, podemos continuar así. ¿Cómo ves? —dije totalmente confiada. Rizo hizo un gesto de negación con su cabeza. No quería la guerra. Esto era una capitulación. Entonces, regresé con mis amigas y les di el billete de veinte. —Cómprenme una Coca —les dije indistintamente. —¿Cómo hiciste eso? —preguntó Alina. —¿No lo ves? —dijo con cierto tono de molestia Miranda —, los mandó golpear. El pobre de Rizo no aguanta el dolor. —Así es, mis niñas, les dije que iba a solucionar todo esto —les dije bravuconamente. —¡Gracias, gracias mil gracias Cristina! —me dijo una emotiva Alina que tomó el billete de veinte y corrió hasta la cafetería escolar para traer mi Coca. En la ausencia de Alina, Miranda me confrontó. —Sabes que eso no fue correcto —me dijo. —Quizás, pero mírala —dije señalado a Alina—, está feliz, ya nadie la molesta y nosotras estaremos también más tranquilas. —No sé cuánto pueda durar esto. La violencia no es buena, Cristina, tú que has leído tanto debes saberlo… —Escucha, Miranda, era la única forma y así se hizo. Además yo no pedí que los golpearan, así se dieron las cosas, eso es todo… así es el mundo, disfrútalo. Miranda guardó silencio por un minuto luego dijo. —Todo tiene sus consecuencias, buenas y malas. Disfrutemos las cosas buenas que de esto se den. —Ya vas entendiendo, Miranda. —Sí. Por cierto, a Alina le gusta tu amigo, el pelirrojo. Al escuchar eso pensé que era ridículo, Alina no tenía ninguna posibilidad con Toño, es decir, ella ni siquiera era una chica atractiva, tenía lo de su cara así que no me preocupe por eso ni me pregunté por qué Miranda lo había mencionado, ella no era una chica de chismes. A pesar de los días tranquilos una cosa me preocupaba, 90


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Buenfil, él no podía haberse quedado cruzado de brazos ante lo ocurrido afuera de su escuela, seguramente se había enterado y mi intuición me decía que pronto sabríamos más del terrible prefecto. Como fuese, no nos llamó a su oficina ni hizo preguntas, todo parecía normal. Esa semana las clases de tango no dejaron de ser poco prácticas. Yo ya había pasado, al fin, a otro nivel, pero el paso básico de ese baile es prácticamente una versión acomodada de caminar. Sin embargo, para mí fue una revolución completa tener una pareja en el baile y no caminar sola. Todos, hombres y mujeres nos rotábamos, de tal forma una podía apreciar la diferencia y el nivel de cada uno de los compañeros y, hasta se podría decir, que una podía sentir su carácter. Es simple: en un baile como este el hombre es el que lleva a la mujer, el que guía, para hacerlo depende de todo su cuerpo, de su intención y de la delicadeza de esta, no se requiere fuerza ni violencia para hacer obedecer a la mujer, pero sí bastante sensibilidad. Mi problema era que, al ser hija única con unos padres que poca atención y disciplina me inculcaron, yo era bastante terca y eso lo notaba cada hombre que quería ser mi pareja en el baile y, debo decirlo, también en lo sexual. Jordana trataba de hacerme entender como a una mula y perdía la paciencia, para no verse mal simplemente atendía a otra alumna y me dejaba al encargo de Alina. Mi amiga tenía una extraña relación conmigo: yo había sido su salvadora, eso estaba claro; pero también, en el tango ella era la autoridad, en esas horas Alina me trataba con mucho respeto pero también con cierta severidad, fuera, en la calle, yo tomaba de nuevo mi papel de hembra alfa y decía qué cosa o no se hacía. Aún dentro de la clase, Alina parecía tenerme cuidado y nunca me corregía constantemente como si hacía con otros compañeros. Mi terquedad no era tan mala, esa me había permitido continuar en el baile del tango a pesar del terrible sufrimiento y aburrimiento que Jordana me había hecho pasar. Pero resultaba un punto en 91


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contra cuando se trataba de estar dispuesta a seguir otra voluntad que no fuera la mía. Recuerdo que una vez, un poco harta de los regaños de Jordana sobre mi poca actitud sumisa en el baile, yo le dije que quizás el problema eran mis compañeros. Ella no puso ninguna expresión en su rostro, solo dijo: —ya veremos. La siguiente clase, la del viernes, las tres inseparables amigas llegamos a la clase en medio de las risas y chistes que yo siempre decía a mis camaradas. Al estarnos cambiando de zapatos entraron al salón de clase dos figuras masculinas que era imposible que no fueran notadas. Yo reconocí al primero, era el hombre que en aquella primera milonga me había sacado a bailar y que además me hacía hecho volar con el placer del baile. De nuevo iba de traje, con sus zapatos de tango negros y lustrosos, su pantalón de vestir, camisa roja y un saco también en negro, esta vez no llevaba su sombrero lo que permitía ver sus rubios cabellos. Corroboré que era un hombre de mediana a avanzada edad. En fin, entró al salón sonriendo, lo acompañaba una figura igual de esbelta y alta, era más joven, cabello negro un poco largo, facciones europeas, barba de tres días, camisa negra, sin saco, pantalón de vestir y zapatos de tango. Nos quedamos un poco mudas, aquellos apuestos hombres fueron a saludar a Jordana, con un beso en cada mejilla a la usanza argentina, eso me hizo preguntar a mis amigas: —¿Son argentinos? —No —respondió Alina—. Al mayor tú ya lo conoces, es el maestro Agustín, él te sacó a bailar la primera vez. —Sí, claro que me acuerdo ¿quién es el otro? —El otro es Dante —dijo Alina con una sonrisa —, mi pareja. —¡¿Tu pareja?! —preguntamos al unísono Miranda y yo, asombradas de que... —De baile, no piensen otra cosa. En las presentaciones. —¿Presentaciones? —pregunté. —Sí, en teatros, escenarios, eventos. Él es un gran 92


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bailarín, muy joven y muy guapo, pero no se emocionen, tiene novia, la conozco, es modelo y es muy guapa. Con él no hay ningún chance. —¿Quién quería chance con él? —pregunté muy segura pensando que yo tenía a Toño. —Pues mira a la Wicca, no le quita los ojos —dijo Alina entre risas, yo también me reí y miré a Miranda que se puso roja como salsa de tomate. —¡Atención, atención! —dijo Jordana a todos los alumnos—Hoy es viernes y podemos darnos el lujo de una clase más relajada. Están aquí con nosotros el maestro Agustín Casasola, que como saben es un excelente bailarín estudiado en Argentina y que ha recorrido el mundo bailando. Todos aplaudieron al maestro, incluidas mis amigas. Yo no moví las manos. —Y con él ha venido Dante, a él también ya muchos lo conocen, es el alumno más avanzado del profesor Agustín. Dante agradeció la presentación de Jordana, quién además no cesaba en su sonrisa; entonces los alumnos comenzaron a pedir que ambos maestros bailaran una pieza. Ellos aceptaron sin que les rogaran mucho. Pusieron un tango en el reproductor de sonido y comenzaron. Hasta entonces no había visto nada similar en mí vida, había visto a algunas parejas en las milongas bailar por el gusto de hacerlo pero esto era una especie de exhibición privada, y vaya ¡qué exhibición! Los dos maestros mostraron pasos bellos y complicados, castigadas, voleas, giros, ochos, molinetes, sacadas y vaivenes, todos hermosamente adornados y ejecutados para un gran final que dejó a Jordana abierta en split sin dejar de mirar los ojos del maestro. Eran eso, maestros. Al terminar todos aplaudieron, hasta yo que había quedado fascinada. Ambos hicieron una pequeña reverencia y entonces los alumnos comenzaron a pedir a Dante y Alina que bailaran una pieza, entonces Jordana pidió silencio y habló. 93


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—Bien, antes de que Alina y Dante nos deleiten con una pieza, quiero pedirle al maestro Agustín que baile con Cristina —la clase calló. Confusión, algunos hicieron como que no habían escuchado bien. Jordana se acercó a mí con una sonrisa en su rostro y me dijo. —Ayer te quejaste de que los errores que cometías no eran tú culpa sino la de tus compañeros, si eso es cierto, podrás bailar excelentemente con un gran maestro ¿no lo crees? Nadie me sacaba de mi asombro y nadie dejaba de mirarme. Entonces el maestro empeoró las cosas: —Encantado —dijo él con toda calma y confianza. Alina me empujó hacía el frente y yo di un paso atrás. Entonces ella con cierto enojo me dijo al oído. —El tango es solo caminar, solo haz lo que has aprendido. Eso no era ninguna motivación pero caminé hacía el maestro totalmente concentrada, decidida a salir de esta lo mejor librada. Jordana me pedía que demostrara mi punto y bueno, estaba dispuesta a tomar el reto aun y cuando tenía un miedo terrible de “morderme la lengua”. Jordana me puso delante del maestro. Él olía bien, se notaba que cuidaba cada detalle de su aspecto y sabía bien a qué había venido: a lucirse. Me tomó la mano derecha, yo puse mi mano izquierda sobre su hombro derecho y tomé la posición. En todo ese tiempo él me miraba a los ojos con otra sonrisa, todo el mundo parecía muy feliz aquí menos yo que me moría de los nervios. —¡Buena posición! Excelente porte —mencionó el maestro al momento que el tango comenzó. Él lo tomó con calma, dejó escapar los primeros tiempos y entonces me llevó hacia atrás. Lo seguí en automático. Su tacto era perfecto, no apretaba ni era endeble, se sentía firmeza, seguridad, eso me agradó y comencé a bailar. Yo era aún una principiante pero aquel hombre me llevó a las cuatro esquinas del cuadro durante 94


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los dos minutos que duró el tango. Sentí de nuevo esa magia y solo puedo decir que me solté al gozo. Él no intentó pasos complicados como los que había hecho con Jordana, pero si me dejó realizar cosas como ochos y giros que yo solo había visto hacer a algunos de mis compañeros más avanzados y por supuesto a Alina. El cierre de la canción era cadencioso, por ello él lo hizo a tiempo muy lento y sutil. Al final, por primera vez en mi vida, me aplaudieron. El maestro soltó mis manos y yo di un tremendo respiro. Alina y Miranda se me acercaron inmediatamente a felicitarme, luego el resto de mis compañeros que estaban visiblemente sorprendidos también se me acercaron. Yo tenía una expresión de satisfacción y cansancio que no podía con ella. Entonces Jordana anunció que habría milonga libre el resto de la clase, lo que significaba que la clase no sería tal sino que las piezas se pondrían para que todos bailaran con quien quisieran. Yo me alejé un poco del tumulto y observé que Jordana hablaba con el maestro Agustín. Decidí acercarme a recibir más elogios pero ya más acerca les alcance a escuchar lo que decían de mí. —Está lista —le decía el maestro Agustín a Jordana — ya ponle los pasos. —Ya lo estoy haciendo —contestó ella. —Bien, el único problema es que parece una vaca. —Pues sí, muy gorda —respondió Jordana. ¡Una vaca! Miré mi cuerpo, estaba algo pasada de peso pero de eso a una vaca era demasiado. Sentí, en lugar de enojo, vergüenza. Bajé mi cabeza y entonces una voz detrás de mí me pidió bailar. Todo hubiese sido normal, a pesar de la comparación del maestro Agustín sobre mi persona con el animal vacuno, pero resultaba que esa voz era femenina y no era ninguna de mis dos amigas. El tango es una danza que comenzó como un baile entre hombres, por ello no es mal visto un baile entre dos hombres. En otros bailes latinos el que dos mujeres bailen 95


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es más común, pero en tango simplemente es necesario porque en las clases para aprender tango en todo el mundo generalmente hay más mujeres que hombres y por ello las mujeres debemos bailar entre nosotras, pero aun así el asunto no es tan común. La chica que me pedía bailar se llamaba Magda y era, aparte de mis dos amigas y yo, una de las más jóvenes. Su estatura no era mucha, su complexión era delgada y su tez blanca, su cabello castaño oscuro con corte corto, y unos muy bonitos ojos verdes, era sin duda junto con Miranda de las más bellas, algo que no se podía decir de mí. Acepté bailar con ella y fue muy extraña la sensación. Muy diferente a ser guiada por un hombre, aquí había una delicada franqueza, una mano suave y pequeña, un mando que antes de cualquier cosa parecía preguntar si todo estaba bien. Durante el baile, Magda me propuso algo que quedó en suspenso. —Escuche que te dijo vaca. El maestro ese —me dijo. —Sí, ¿lo escuchaste? —Yo estaba justo detrás de ti cuando lo dijo. Que mal educado, pero si quieres bajar de peso debes hacer ejercicio. —No sé, meterme a un gimnasio me parece muy aburrido y la verdad el maestrito ese puede decir lo que quiera, que se lo lleve la chingada. —El baile también te parecía aburrido, te escuchaba decírselo a tus amigas. Por cierto tu amiga Alina es buena. —Bueno, tú también lo eres, te he visto. —Gracias, pero tú podrías ser mejor. —Claro… —Tienes el cuerpo… —¿De una vaca? —La estatura. He tomado clase con varios maestros, no solo con Jordana y todos creen que en la mujer lo mejor es ser alta, delgada, les parece estético. —A mí me falta lo delgada. —Y un poco de coordinación en los pies —dijo Magda 96


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pues la había pisado. —¡Lo siento! —No te preocupes —dijo ella con toda calma y sin dejar de concentrarse en guiarme por la pista—. Si quieres solucionar lo de tus kilos de más yo puedo ofrecerte ayuda. —No vendes pastillas o mentiras de esas ¿verdad? — dije mirándola sospechosamente. —No, para nada. Es hacer ejercicio de forma divertida. Además nos falta una como tú. —¿Cómo yo? ¿Qué te falta? ¿Una vaca? ¿A quiénes les hago falta? —Te veo el domingo en la entrada del deportivo Carranza, sé que vives por ahí, me lo dijo tu amiga, la güera; ven con ropa de deporte, tenis, protector solar. A las nueve y media de la mañana. No faltes. Ahora, el chico guapo quiere bailar contigo y no ha dejado de verte. En ese momento terminó la pieza y ella me soltó de inmediato, y cuando iba a pedirle más información sobre su invitación, la mano de Dante se cruzó ante mis ojos. Dante sabía bien el efecto que ocasionaba en las mujeres pero no era un patán, en ese sentido le faltaba malicia y se podría decir que era del tipo romántico de hombre, de esos que esperan a la mujer perfecta. Cuando tomó mi mano para pedirme bailar sentí su agradable aliento a menta y escuché su voz varonil que derretía cualquier tempano. Un muñeco en toda regla. Acepté sin más y traté de hacerlo lo mejor que pude. El cerraba los ojos y parecía realmente inspirado por la pieza que se tocaba: un tango con bastante cadencia que me hizo las cosas un poco más fáciles pues no invitaba a revoluciones complicadas ni a sobresaltos dramáticos, de hecho la melodía me encantó y luego sabría que se llamaba el Bandoneón de Arrabalero. Al terminar la pieza comenzó otra más y en esa Dante me preguntó mi nombre, le respondí tratando de no perder mi concentración, pero mi estado casi celestial se fue al suelo cuando me dijo que yo era una buena bailarina. Solté una 97


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buena risa, perdí el piso, el ritmo y lo perdí a él. El trató de regresarme, me pidió que escuchara la música y tratara de sentirla, así lo hice y el final de la pieza lo terminamos de manera digna. Entonces me llevó a sentarme y él se sentó a mi lado. —¿Hace cuánto tiempo bailas? —me preguntó. —Hace apenas unos dos meses —contesté mirando su rostro y sus expresivos ojos. —Lo haces muy bien. Yo sabía que ese tipo de halagos se hacían entre los bailarines de tango con tanta regularidad que quien se los tomaba en serio estaba en riesgo de basar su ego en puras mentiras. En ambientes más íntimos los mismos bailarines repartían críticas hacia los demás que expresaban realmente lo que creían sobre la calidad del baile de los otros. Por eso, yo no me tomé en serio lo que Dante me decía, además volví a recordar que ya se había dicho que yo tenía el cuerpo de una vaca. Así, traté de cambiar de tema lo más pronto posible. —¿Bailas con Alina? —pregunté. —Sí, de vez en cuando, pero dime, ¿antes del tango qué habías bailado? —preguntó, parecía que su curiosidad era genuina. —Nada —contesté de manera simple e inexpresiva. —¿En serio? Parece que has bailado por mucho tiempo. Más halagos vacíos, ante la insistencia quise jugar un poco. —¿Eso crees? ¿Soy mejor que Alina? —Bueno, eres diferente. —¿Diferente es malo? —No, solo diferente, creo… —Escucha amigo, no soy tu juguete ¿ok? Yo sé cómo bailo y el trabajo que me cuesta hacerlo, no necesito que me eches flores. El día que yo baile bien ese día lo defenderé con mi boca, pero mientras tanto sé que soy una pinche principiante que solo sabe algunos pasos ¿entendido 98


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Romeo? —Me llamó Dante… Dante no solo era guapo y amable, también como ya dije era un poco inocente. Se mostraba sorprendido y ahora tenía el aspecto de un perrito que sabía que había hecho algo malo. Me sentí un poco culpable. Entonces, lo mejor que se me ocurrió fue poner una sonrisa como diciendo “ah, fue un chiste”. Pero no funcionó, Dante realmente parecía asustado, trató de disculparse y entonces yo intenté explicarle lo mejor que pude que mi forma de ser era agresiva y que no se lo tomará personal. Al parecer aquello finalizó en buenos términos pues Dante me dijo que ojalá pudiéramos vernos otra vez y así podríamos bailar de nuevo. Se los juro, su interés parecía genuino, pero yo vivía de tantas dudas que no se lo pude creer entonces. La milonga improvisada en la clase terminó y todos fuimos a casa, mis amigas casi no hablaron conmigo en todo ese tiempo, se la pasaron bailando con otros como siempre, pero la novedad era que ahora yo también había pasado esa hora y media bailando con todos mis compañeros. Jordana me miraba de vez en cuando y al final de la clase se despidió de mí diciendo. —Casi podría darte la razón. Sigue así Cristina. Y así fue, esa semana las clases ya no eran un martirio, sacar los pasos era para mí un reto que aceptaba de forma divertida. Sin notarlo mucho, poco a poco fui mejorando mi técnica, mi postura y sensibilidad.

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8 MAGDA El domingo, sin saber qué fuerza extraña me motivaba, estuve puntual en la puerta del deportivo Carranza. Llevaba ropa deportiva, cosa que me era fácil pues si Magda me hubiese pedido ropa formal o muy fashion ahí sí que hubiera tenido bastantes problemas. Ella por su parte llegó cinco minutos tarde pero la acompañaban otras cuatro chicas, todas ataviadas con el mismo diseño de ropa deportiva y voluminosas maletas que parecían contener más artículos del kit deportivo. Magda me presentó de manera rápida a todas, tan rápida que no pude memorizar sus nombres, parecían eso sí, chicas de clase media; ya saben, eran simplemente parte de la tribu femenina urbana de México. Al parecer había prisa, corrimos todas hasta lo que parecía ser el gimnasio del deportivo, yo aún no sabía qué demonios hacía ahí, entramos y entonces vi otro grupo de chicas que practicaban en una cancha de basquetbol. La duela de la cancha era linda, de esa que brilla y no rechina. Las chicas parecían estar calentando aunque no se veía por ningún lado a su rival. —¡Hey!, creo que no ha llegado su rival —dije en forma medio burlona. 100


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—Su rival somos nosotras —me dijo Magda al tiempo que se quitaba los pantalones deportivos que traía puestos y dejaba ver el uniforme rojo de básquetbol que llevaba debajo. Aquello me dejó helada, pero aún más cuando me dijo que tomara mi uniforme y que podía irme a cambiar al baño que estaba al fondo del pasillo principal del gimnasio. —Espera, espera, ¿yo voy a jugar ahora? —No la primera mitad, pero seguramente en la segunda. ¿Te sabes las reglas del juego? Las sabía, eran parte básica de la materia de educación física de todas las escuelas de educación media de todo el país, pero una cosa era conocer las reglas y otra jugar, si bien había jugado alguna vez con mis amigos y otras veces en la escuela, este era sin duda mi primer juego oficial, árbitro incluido. —Sí, me las sé, pero me hubieras dicho… —No había tiempo —contestó Magda y con un gesto de autoridad me pidió que me apresurara. Las otras chicas ya estaban en el campo y yo procedí a buscar el dichoso baño que me serviría de vestidor. Lo encontré y comencé a ponerme el uniforme, me habían dado el número trece en el dorsal. En el espejo del sanitario me vi vestida y pensé que era yo un total desastre, me veía ridícula. Con toda la vergüenza del mundo regresé por ese interminable pasillo por el que casi nadie pasaba pero desde el cual ya se escuchaba el rumor del juego: los gritos de las chicas, el murmullo del público, los silbatazos de los árbitros. De regreso a la cancha me puse a mirar el espectáculo aquel, por fortuna Magda había dicho que yo no jugaría la primera mitad así que eso en cierta manera me daba quince minutos de confort, un triste consuelo. La historia se repetía, estaba yo otra vez en un lugar donde no quería estar, apunto de realizar una actividad por la cual yo no tenía ningún interés. Traté de recordar cómo debía botarse el balón y traía a mi mente todo lo que había aprendido en mis clases de 101


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deportes que eran, después de todo, una farsa. Mi mente se bloqueaba y regresaba a estar nerviosa, una ansiedad me embriagaba el cuerpo y mi vista se dirigía totalmente a la duela que estaba debajo de mis pies. Entonces levanté la vista y traté de mirar un poco el juego, lo cierto es que estas chicas tampoco eran tan buenas. Yo era más alta que casi todas ellas. Comencé a notar que Magda era la estrella del juego, participaba siempre a la defensa y al ataque, su mejor ayudante era un chica morena y bajita pero igual de habilidosa y que todas llamaban Ester, las otras tres chicas cometían errores que me parecían básicos, noté entonces que una de las chicas no eran tan “chica”, era más una mujer de cincuenta años de edad y era de las que más errores cometía. Por su parte el equipo contrario era también un corolario de talento y estupidez que pronto comenzó a darme confianza. Sentí entonces que no estaba tan fuera de lugar, y definitivamente no podría ser más inepta para el juego que algunas de las chicas que estaban ahí dentro. La primera mitad terminó y al parecer íbamos ganando. Las chicas regresaron a la banca donde yo estaba sentada y se notaban agotadas. De las maletas sacaron varias botellas de agua de las cuales bebían copiosamente. Magda dio algunas instrucciones a las chicas y luego se refirió a mí. —Cristina en dos minutos entras por Lisa —no había ubicado quién era Lisa, pero ese no era el mayor de mis problemas —. Vas de poste —continuó Magda refiriéndose a mí. ¿Poste? ¿Qué demonios se hacía en la posición de poste? No me atreví a preguntar. La segunda mitad comenzó, mis nervios aumentaron, pensé en salir huyendo de ahí pero en esos planes de escape andaba cuando al parecer habían pasado los dos minutos y Lisa, la mujer que aparentaba cincuenta años, me pidió el cambio totalmente exhausta. Entré al juego y Magda me indicó que siempre me colocara debajo de la canasta y así lo hice al ataque y a la defensa. Corría con el resto siguiendo el 102


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movimiento del juego que asimilaba a un oleaje de mar agitado y me bastaron dos esprintes para quedar totalmente vacía de fuerzas. Magda se me acercaba constantemente para decirme que lo estaba haciendo bien y creo que al fin no eran halagos fáciles, realmente lograba estorbar el trabajo del equipo contrario, no recuperaba ningún balón pero mi altura les hacía imposible pensar en tirar a la canasta delante de mi persona. Una pausa en el juego me dio un respiro y pensé en pedirle a Lisa el cambio nuevamente pero Lisa ya estaba en el campo y ahora la que estaba en la banca era otra chica exhausta, eso arruinaba mis planes de huida otra vez. Corrí de lado a lado del campo durante lo que me pareció una eternidad y me contentaba con ser un estorbo eficiente; pero entonces, estando al ataque logré capturar un rebote debajo de la canasta y rápidamente, en un solo movimiento, estiré mis manos lo mejor que pude para dirigir el balón hacía el aro y la bola entró luego de coquetear un poco con el tablero. Me sentí increíble. Un sentimiento de satisfacción me dio renovadas fuerzas, el cansancio se fue al demonio y la adrenalina me hizo correr con más fuerza. Se acercaban los últimos instantes del partido y Magda parecía muy nerviosa, daba gritos a todas y por fortuna Ester, la chica morena y bajita, seguía siendo su socia más efectiva. —¿Qué sucede? —pregunté durante un tiempo fuera a Magda. —Vamos ganando por una canasta, ya no tienen tiempo, es su último ataque. Debemos defendernos bien —explicó. Entendí la gravedad del asunto, era una de esas jugadas que les encantaban a los cronistas deportivos, pero esta era solo una liga local femenina amateur de discutible nivel. Aun así, para mí el caso tomaba proporciones épicas. El otro equipo inició su ataque desde la mitad del campo, mi labor era estorbar lo más posible a la jugadora contraria que me había sido asignada, por fortuna a esta no le dieron el balón que tampoco pasó por mis manos en esos 103


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últimos segundos del juego. Y al final, Magda recuperó el balón y aunque fallamos el último tiro, el partido había acabado. Cuando los árbitros decretaron el final, Magda dio un salto grande de festejo, las otras chicas corrieron a abrazarla y yo con más calma me acerqué hacía esa felicidad representada por cinco mujeres, cinco desconocidas, con las que ahora había formado un equipo. ¡Carajo, el triunfo se sentía tan bien! Magda me ofreció una botella de agua que bebí tan rápido que ni me di cuenta. Algunas de las chicas iban al baño a cambiarse y yo pensé en hacer lo mismo para regresar el uniforme, así lo hice y cuando se lo entregué a Magda ella no me lo aceptó. —Ahora es tuyo —me dijo. Entonces todas nos dirigimos hacia afuera del gimnasio, aún estaba esa felicidad en cada una. Entre ellas platicaban cosas del partido y se hacían bromas, algunos de sus chistes yo no los entendía pues hacían referencia a cosas anteriores que como grupo ellas ya habían vivido, eso me recordaba que yo era nueva en el grupo, una completa extraña, pero cuando cada una se despidió de mi lo hizo dándome un abrazo y un beso, era curioso ser extraña y recibir tan cálido trato. Finalmente quedamos yo y Magda a solas. Yo necesitaba algunas respuestas así que… —¿Por qué no me dijiste que era un juego de basquetbol? —Ya te dije, no tuve el tiempo pero ¿te gusto? ¿No? —Bueno, sí, fue emocionante. —Bien. Ahora, entrenamos los miércoles y viernes aquí en las canchas de afuera, a las cinco, por favor no faltes. Como te decía nos faltaba una como tú: una guerrera alta. Magda dijo eso con su rostro iluminado por una sonrisa. Me dio tanta curiosidad esa niña que no pude evitar preguntar más por su vida. 104


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—Entonces bailas tango y juegas basquetbol ¿no? —Sí, y otras cosas, la escuela por ejemplo. —¿Desde cuándo juegas basquetbol, Magda?, lo haces muy bien. Eras todo un espectáculo hace rato. —No sé, en la escuela. —Sí, pero vamos, ¿desde cuándo? Lo hacías todo muy fácil. —No lo sé Cristina. Me gusta y ya, tu necesitabas hacer deporte y a mí me faltaba una jugadora para el equipo. Y nos fue bien. —¿Yo necesitaba hacer deporte? —Bueno, te preocupaste por tener cuerpo de vaca; además, no te ofendas pero se nota que no haces mucho deporte y he visto que fumas. Hoy sudaste litros y litros pero con el tiempo te irás sintiendo mejor. —Sí, ¡maldición!, siento que la cabeza me va a estallar… —Hoy duérmete temprano. Mañana el cuerpo te dolerá mucho pero eso es solo al principio, ya verás cómo te sentirás mejor. —¿Me vas a pedir que deje de fumar, Magda? —No, al carajo, yo no soy una puta doctora. Magda caminaba rápido por los caminos para corredores rodeados de árboles del deportivo, yo apenas si podía mantenerle el paso. Entonces llegadas a un prado ella se detuvo, puso sus cosas en el suelo y se sentó sobre el césped. Yo la seguí. —Entonces ¿te gusta mucho esto del deporte? —insistí. —Pues lo hago diario. Esto, fútbol, patinar, andar en bicicleta, todos los deportes que pueda hacer y que no necesitan mucho dinero. Es lo que sé hacer, me vale mierda que me digan que eso no es de mujeres. Pero yo sé que al mismo tiempo los güeyes sueñan conmigo y se masturban pensando en mí, hijos de su puta madre… —Sí, ya había notado que eres bonita… —y ahora, además, me parecía pretenciosa. —Ves… 105


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—Eso sí, la otra chica Ester, es también muy buena, la morenita… —Pinche Ester, es mi mejor amiga, es igual que yo, le entra a todo, la invito siempre a todos los equipos y siempre dice que sí y es muy buena la cabrona, pero a ella sus papás si la quieren meter al COI ¿Sabes qué es eso? —No, ni puta idea. —Es el instituto del deporte, donde te preparan para las olimpiadas. —¿Qué a ti tus papás no te ayudan? ¿No ten enseñaron ellos esto del deporte? —No, ¡al carajo!, ellos no hacen nada. Fue la calle. Ahí aprendí a hacer todas estas madres y así creo que me entretuve más y no fui tan pendeja para embarazarme luego, luego. El puto deporte lo aprendí en la calle, con la banda. Ahí estaba otra chica que en la calle había encontrado su vocación. —¿Y por qué bailas tango? Eso no es tan barato y no se aprende en la calle. —Bailo otras cosas, el tango es solo lo de hoy, pero he tomado clases de todo, se bailar salsa, chachachá, reggaetón, electrónica y hasta tomé clases de jazz, tu amiga no fue la única… —dijo Magda en clara alusión a Miranda y sus zapatos de jazz. —¡Puta madre, eres muy activa! Ya me dijiste que no eres pendeja para embarazarte pero ¿A poco no has tenido sexo? —¿Sexo? Sí, claro, pero no tengo tantos novios como tú —Magda río un poco, pero creo que notó que aquello me había molestado así que bajo la mirada en un acto de vergüenza impulsivo. —¡Hey!, ¿cómo sabes que yo tenía muchos novios? —Me lo dijo tu amiga, la rubia. No te enojes, le pregunté muchas cosas sobre ti, no te iba a invitar a mi equipo así nada más —Magda dijo eso último a manera de chiste, como riéndose, pero en su gesto había algo de 106


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verdad, parecía una persona que quería tomarme confianza pero al mismo tiempo tomaba sus precauciones. —¿Has hablado mucho con ellas? —¿Con tus amigas? No tanto, le hablo más a la rubia, no te ofendas pero a tu amiga Alina no le agrado. —¿De verdad? ¿Por qué? —Pues porque a ella simplemente no le caigo. Es una larga historia. —¿Cómo sabes que no le caes? ¿Te ha hecho alguna jodida cosa? —Digamos que la conozco hace mucho. —¿Hace mucho?... ¿Cuánto? —Desde la primaria creo. —¿Entonces sabes lo que le pasó? —Sí. Vivimos muy cerca, es mi vecina. Antes de tener la cara así, se pasaba de cabrona, se creía la gran verga en todo. A veces pienso que eso de la cara le vino bien pero luego pienso: chale ¡qué culero! En verdad era una tipa insoportable y pues yo no me quedo callada, nos peleamos varias veces de mocosas y ya más grandes ni nos hablábamos. —¿Hace cuánto le pasó el accidente? —No tendrá dos años. La verdad qué culero que se quede así, pero en parte se lo merece. Se daba muchos aires y pues si estaba bonita la chava pero ni al caso, vivimos en una colonia bien culera y esos aires de grandeza ahí no quedan. Muchos pensarían que es el puto karma. Pero ha aguantado la cabrona, no dejó el tango. El día en que tomé mi primera clase con Jordana ella no dejó de mirarme, yo al principio no la reconocí pues tenía un putero de no verla porque ya no íbamos a la misma escuela y unos años yo me fui a vivir con unos tíos mientras mis jefes se divorciaban. Pero luego me acordé quién era y pues con lo de su cara yo ni la reconocía, no quería ni mirarla, pero ya ves que es como la asistente de la maestra. Tu amiga quiere ser la mejor bailarina de tango ¿sabes? Se lo ha dicho a la misma 107


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Jordana. No creo que pueda ser tan buena pero si tiene éxito que chido, aunque con esa cara… Pero nel, yo mejor tranquis, no me meto en chismes. Magda miraba al horizonte que en realidad no tenía ningún atractivo: un prado verde donde algunos chicos jugaban fútbol y unas señoras improvisaban una clase de yoga muy aburrida. —¿Tu otra amiga, la rubia, qué onda con ella? — preguntó entonces Magda. —Bueno, no lo sé, sabes la conozco hace poco, además yo tampoco me meto en chismes —dije con cierto ánimo de venganza de que ella no había querido seguirme contado. Ella solo río y no dijo nada más —. ¿Y tú Magda? ¿Qué onda contigo? ¿Qué quieres de la vida? Magda pensó un poco la respuesta pero al final solo dijo —no tengo ni puta idea. ¿Y tú? Tomé el boomerang que Magda me lanzaba de la manera más sería. Pensé un momento en lo que había dicho sobre Alina, sobre su aguante a pesar de lo que le pasaba y como la vida le había cambiado de forma imperdonable y aun así seguía soñando con ser la mejor bailarina de tango. También recalé en lo poco que conocía a Miranda y sus aspiraciones, estaba segura que mi amiga no querría ser bruja ni tampoco parecía querer ser una gran bailarina ni una gran artista aunque sin duda, de las tres, era la que más sensibilidad mostraba ante las artes. Por mi parte, si me hubiesen hecho esa pregunta apenas unos meses atrás, quizás hubiese dicho que grabar un disco de hip hop y vivir escribiendo rimas sin preocuparme por nada más, pero caí en cuenta de que tenía varios días sin hacer eso y en realidad no había hecho nada serio para poder ser una MC respetable, además de que no sabía absolutamente nada sobre grabar discos. Luego entonces, solo pude decir: —No, yo tampoco tengo ni puta idea de qué quiero con mi vida. —Una cosa sí sé —dijo Magda—, no quiero quedarme 108


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aquí, en esta ciudad, en este puto país. —¿Por qué? —Porque es una mierda, Cristina; está lleno de gente pendeja. Todos tienen caca en el cerebro. —¿Pero cómo sabes que en otros lugares es diferente? —Pues yo creo… —¿Qué conoces? ¿A dónde has ido? —No más allá de Cuernavaca. —Entonces, si ni de Cuernavaca has pasado ¿ahora te vas a ir a París? —pregunté escéptica. —No, París también es horrible —dijo Magda de la famosa ciudad luz—. Hay turistas por todas partes. Eso me contó un brother que fue para allá hace no mucho. No. Voy ir a ciudades más pequeñas en donde la vida es buena y no te joden si haces tal o cual deporte o si tienes la cara hecha mierda como tú amiga. —Tendrías que ahorrar muchísimo y trabajar… —¡Al carajo!, iré caminado. —¿Qué? ¡¿Caminando?! ¡¿Hasta China o esas madres?! ¡Estás bien pinche loca, Magda! —Sí, así ya es más barato ¿no…? Casi me cago de la risa de la loca idea de esta chica pero pensé que si alguien podía hacerlo era ella. Entonces, Magda se levantó súbitamente y desde donde estábamos les gritó a los chicos que jugaban fútbol que les faltaba un jugador, luego del apunte matemático pidió permiso para unirse al juego y ellos entre risas le dijeron que estaba bien. Yo no podía salir de mi sorpresa. —¡¿Vas a jugar?! ¡¿Con ellos?! —Sí, ¿quieres jugar? —No —dije luego de tartamudear un poco— son hombres, Magda. —¿Y? —Bueno, tu eres mujer y… —Cristina —me dijo Magda ya encaminándose hacia el terreno de juego—, dijiste que te gusta leer, pues vas a tener 109


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que leer mucho sobre lo que una mujer es y puede hacer si vamos a ser amigas. ¡Nos vemos el lunes en la clase! Dicho esto comenzó a jugar con los hombres fútbol. Yo tomé mis cosas y comencé a recorrer mi camino a casa pero escuche a Magda gritar un gol y alcancé a escuchar a uno de los chicos gritar —¡Pinche vieja, es buena la cabrona! Al parecer si iba a tener que leer mucho, lo que más me daba coraje es que en realidad no podía decir lo que una mujer era y podía hacer y se suponía que yo era una y además vivía en casa con una mujer feminista: mi madre. Por otra parte, una pregunta había nacido en mi mente ¿Qué demonios quiero con mi puta vida?

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9 MAMÁ Y PAPÁ

En los últimos años mamá se había vuelto una figura extraña para mí. Prácticamente habíamos dejado de ser madre e hija para convertirnos en roommates convencionales. No nos veíamos ni nos hablábamos. Para empezar, yo todos los días tenía que ir a la escuela y eso implicaba levantarme a las seis de la mañana, hora en que mamá todavía estaba dormida. No requería de ella para preparar mis cosas y hacerme un desayuno decente, en eso yo era autosuficiente y en el refrigerador siempre había todo lo necesario, aunque en realidad nunca me pregunté de dónde salía toda esa comida, sabía que mamá la compraba en algún momento del día pero fuera de eso para mí era un hecho normal que ese refrigerador estuviera siempre lleno de comida. La última vez que habíamos cruzado palabra ella y yo, había sido cuando me habían expulsado de la escuela; esa ocasión había sido un monologo de su parte acompañado de un llanto amargo y efectivo que me hizo sentir culpable y me había comprometido a ser “mejor hija”, sea lo que sea que eso significaba. El domingo era el 111


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único día que ella no salía de casa, por ello yo buscaba estar fuera durante los fines de semana, de lo contrario me lo pasaba enclaustrada en mi cuarto con enorme letrero de “No molestar” en la puerta. El domingo siguiente al juego de básquetbol y antes de verme con mis amigas para la milonga a la que les había prometido acompañar, mamá y yo nos encontramos casualmente en el comedor. Ella preparaba una especie de emparedado y se servía una copa de vino. Siempre había vino en la casa y esa era una ley divina para ella que esa mañana estaba todavía vestida con su bata de dormir y era evidente que no se había duchado pero siempre se lavaba la cara tres veces al día. Su cabello estaba teñido de un color marrón que a mí me parecía horrible y lo llevaba sujeto con un prendedor sin gracia. Mamá trataba de parecer la joven rebelde que había sido durante los ochenta pero su intento era realmente lamentable a mis ojos. Sus uñas delataban que ayer, o quizás antier, había tenido una sesión de manicure, pero el barniz ya estaba cuarteado y maltratado debido a que la mayor parte de su tiempo sus dedos presionaban a velocidad impresionante las teclas del teclado de la computadora. En esas manos se leía ya la edad, comenzaban a presentar arrugas y manchas mismas que se repetían en sus párpados y comisuras de la boca. —Hola —dije con cierta timidez. Ella levantó la vista y me miró inexpresiva, luego puso el emparedado terminado en un plato y me lo acercó. —Come —me dijo—, es de jamón serrano. Luego comenzó a preparar otro. Yo por mi parte miré aquel alimento sin mucho entusiasmo, no tenía idea de que el mentado jamón serrano era un lujo en un país como el nuestro, y además acababa de levantarme y no tenía hambre. Yo había ido a la cocina para sacar del refrigerador una cerveza que había colocado ahí la semana pasada. —Mamá, ¿dónde está la cerveza que estaba aquí hace tres días? —dije con las manos en los bolsillos y con un 112


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poco de temor, odiaba esa sensación de temor cada que hablaba con alguno de mis padres. —No sé de qué me hablas. Además aquí no puedes beber. —Mamá, lo que hace que en este refrigerador no quepa nada más son tus botellas de vino. Yo solo había guardado una cerveza que me había sobrado. —Cristina, no hay discusión posible contigo. —Bueno, mamá, parece que tampoco contigo. Ella se acomodó los lentes que regularmente usaba para que el monitor de la computadora no le terminara de arrebatar la vista antes de cumplir sesenta. —Como quieras, pero no sé de qué cerveza hablas. Quizás se la bebió tu papá. —¡Maldición! Me senté en una de las sillas del comedor frente al emparedado que ella me había preparado, o que mejor dicho me había ofrecido por cortesía. Entonces pensé que eso no era tan malo, era de hecho algo lindo: ¡Mamá había hecho algo lindo por mí! Claro si olvidábamos lo de la cerveza que seguramente no se la había bebido mi papá. Pero aun así… —Gracias por el sándwich, Mamá. ¿Y cómo te ha ido? Ella se acomodó los lentes otra vez, era su muletilla para indicar que había recibido un estímulo que la perturbaba. —¿Hiciste algo malo Cristina? ¿Ahora qué ocurrió? — preguntó ella con desanimo, como preparándose para una embestida. —No, nada esta vez, de hecho creo que voy bastante bien. No me han reportado ni nada en la escuela, mamá. Solo te preguntaba que cómo estabas y ya… —Era lo que menos podíamos esperar, es tu responsabilidad Cristina. Lo único que realmente tu padre y yo podremos dejarte es tu educación. Esa idea me la había repetido mi madre mil veces la última vez que habíamos hablado, esa ocasión el discurso 113


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tenía sentido: me acababan de expulsar del colegio pero en ese momento la frase me pareció trillada y vacía, me molestó en sobremanera. —¡Mamá, solo quiero hablar contigo! ¡No hice nada malo! No siempre ando haciendo… —¿Pendejadas? ¿Qué? ¿Use un lenguaje muy fuerte? No pongas esa cara Cristina, te he oído hablar con tus amigos. Es lamentable. Ahora se metía con mi forma de hablar, me sentía hostigada, yo había arribado a la cocina sin ninguna intención de pelear y ella me jodía. —Mamá, escucha, tranquilízate, solo te pregunte algo para hacer plática. —¿Qué cosa? ¿De verdad quieres hablar conmigo? — preguntó ella interesada, al parecer el que yo le preguntara cualquier cosa era algo era totalmente bizarro. —Bueno, pues tú eres escritora… —Si escribir horóscopos en las revistas que leen los pasajeros en los aviones es ser escritora, sí, soy escritora. Aquella declaración me había caído de sorpresa, yo imaginaba a mi madre escribiendo en periódicos serios hablando sobre los derechos de las mujeres. —Pero también escribes otras cosas ¿no? —No… no más, desde hace años. —Pero papá me dice que tú escribes en periódicos y todo eso… que tienes libros escritos… —¿Eso te dice tu papá? ¡Me parte un rayo!, aún me quiere. No, Cristina, escribo lo que los Cáncer deben decir a las Géminis si quieren tener sexo con ellas. Cosas así. Pero es un buen trabajo, pagó el jamón serrano que por cierto ni siquiera has probado. —Mamá, no tengo mucha hambre, lo comeré más tarde ¿ok? Pero ¿Qué hay de los libros? ¿Si escribiste no? —Sí, hace veinte años, antes de que nacieras, pero dudo que haya ediciones nuevas, hace mucho que no recibo un cheque de regalías y la verdad nunca se vendió tanto. ¿Pero 114


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todo esto a que viene? ¿Qué te sucede? —Bueno —dije ahora no muy segura de esgrimir una respuesta. Además, la imagen de mi madre como oráculo de sabiduría se había ido por el caño, y el que se sirviera otra copa de vino no ayudaba en nada restaurar mi temerosa admiración por ella; en cambio me hacía verla solo como una fracasada. Pero, ¡al diablo! Decidí tratar de ver hasta dónde podía llegar aquella “plática”. —¿Tú qué opinas de… —caí en cuenta de que no tenía idea de qué preguntar, así seguí el tema más fácil que Magda me había dejado el día del juego—las mujeres? Mi madre dio un sorbo a su bebida, me miró de reojo y luego de poner la copa otra vez en la mesa con ligera fuerza para que esta produjera un sonido de casi romperse me dijo. —¿Qué mujeres? —¿De todas? —¿De todas? Si es así no tengo una opinión concreta, hay muchos tipos de mujeres, de países diferentes, culturas, edades, circunstancias de vida. Tu pregunta no tiene una respuesta. Cristina, no te has embarazado ¿verdad? tuvimos está platica hace unos años ya. No me digas que la tendremos que repetir. En efecto la habíamos tenido, una plática enorme, de casi tres horas en dónde se me dieron instrucciones precisas de cómo usar una toalla femenina, condones femeninos y masculinos, un reporte completo de los cambios físicos que entonces me esperaban, mucha biología y términos extraños para mí en ese entonces, pero al final todo me había quedado muy claro: iba a estar cabrón. —No, mamá, no estoy embarazada y el que pienses eso es una tontería. Mamá dio otro sorbo al vino, miró a la mesa, respiró, parecía que iba a decir algo importante. —Pon el sándwich en el refrigerador sino te lo vas comer ahora —dijo, eso sí, muy seria. —¡Mamá! —exclamé desesperada mientras ella se 115


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escapaba por el pasillo hacía su cuarto. —¡Mamá, creo que debes saber que tengo nuevas amigas y que bailo tango!, o al menos intento aprender. ¡También estoy en un equipo de básquetbol y en la escuela hay un prefecto terrible pero no he pisado su oficina en todo este tiempo! Mamá se detuvo en su escape pero no volteó a verme. —Es bueno saberlo. Es agradable saberlo, ¿y el amor? Un tirabuzón me había dado en la cara, mamá hacía una pregunta muy íntima, pero decidí abrirme, además se había dado vuelta y me miraba como hacía mucho lo hacía. Le dije lo que ni siquiera le había dicho a Alina o a Miranda: —Creo que estoy enamorada de Toño. —Qué curioso, ¿no habían terminado? —Sí, pero creo que me he dado cuenta de que lo quiero y él también me quiere. Quisiera decirles que el resto de la mañana mi mamá y yo estuvimos platicando muy a gusto sobre un montón de cosas de madre e hija, pero no puedo: ella se metió a su cuarto y solo salió cincuenta minutos después para buscar otra botella de vino. Yo me puse mis audífonos y aproveché para hacer algo de tarea atrasada, pensé que al menos alguna de las dos inquilinas de la casa debía comportarse como un adulto responsable. Entonces llegó papá. Él tenía llaves de la casa así que no lo escuché cuando entró. De hecho, él tuvo que gritarme para sacarme de mi mundo privado de hip-hop. —¿¡Qué?! —dije cuando el levantó uno de los audífonos de mi oreja. —¿Qué haces? —dijo papá sentándose en uno de los sillones que la componían. —Tarea. —¡¿En serio?! —¡Papá! ¿¡Qué tiene de impresionante?! —Nada, nada… ¿Dónde está tu mamá? —Arriba. Pero te advierto: se subió el vino a su cuarto. 116


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—¿Me adviertes? Me encantan las mujeres embriagadas con vino. —¡Papá, no me hables de eso! ¡Soy tu hija! Por cierto, hablando de mujeres embriagadas. ¿Tú te tomaste mi cerveza? —¿Qué? No, yo no tomo esas cosas, ¿era Sol no? —No es tan mala, Papá. Pero no me das dinero como para comprar cosas más finas… —En unos años Cristina, todavía no eres adulta. —Ni cuando sea adulta me darás dinero, Papá. En eso mi mamá apareció. Era la primera vez en el año que estábamos reunidos, la última vez había sido la glamorosa cena de navidad del sindicato petrolero a la que Papá había sido invitado. —Si le das dinero solo la echaras a perder más de lo que ya está —dijo mi mamá sosteniendo con una de sus manos el cuello de la botella de vino vacía. Luego se sentó en el sofá. —Pero podemos darle en especie —dijo ella. —¿En especie? —preguntó Papá. —Baila tango ¿sabes? —¿Tango? ¿Qué pasó con el hip-hop, la poesía mundana de la calle? —A mí me gusta más que baile tango. —Bueno, que haga lo que quiera pero que lo haga. Eso es mejor que cuando está encerrada en su cuarto todo el día. Y no me mires así Cristina, digo la verdad. Ya era tiempo de que encontrarás algo que te apasionara pero que no solo lo dijeras de dientes para afuera. Si en la escuela eres un desastre es quizás porque a lo mejor eres bailarina, el sistema educativo no está diseñado para la gente artista, quizás por eso has fallado tanto… —¡Hey, escuchen, yo no soy apasionada del tango, solo lo bailo y ya! —¿Y ya? ¿Cómo que “y ya”? —preguntó Papá—, si no te gusta no lo hagas. Es la cosa más ridícula hacer lo que a 117


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uno no le gusta cuando nadie o nada le obliga a hacerlo. —Como Mamá —dije con cierta molestia. —No. A tu madre le gusta escribir… —Horóscopos —recalqué. —Cristina, ¿qué pretendes? —preguntó Mamá con toda la calma que le daba el sopor de la vid. —Bueno, que ustedes no son así como que el mejor ejemplo de hacer lo que les gusta. Tú escribes horóscopos y pareces odiar eso, por eso bebes esa cosa todo el tiempo. Y tu Papá, no tienes trabajo. —Estoy en la lucha social… —Pero nadie te paga por eso… —Porque… —¡Porque eres rico! Pero a tu familia no le das nada de lo que tienes porque según tu eso sería traicionar tus principios, como si tener pobre a tu familia fuera muy socialista… —No soy socialista, Cristina, y si no despilfarramos el dinero en esta casa es porque… —¡Esta no es tu casa, Papá! En tu casa hay muebles mejores que estos —dije señalando el viejo pero estoico sofá de nuestra sala. Ya está, se los había dicho, todo lo que tenía escondido, todo lo que tenía reservado. Los dos me miraban sin decir palabra. Por primera vez en mi vida les había ganado un debate. Durante mucho tiempo había estado molesta con ellos pero los había tolerado porque en realidad sabía que yo también era un desastre. Entonces, me levanté como una persona que se había liberado: yo era al fin una emancipada, les había dicho a mis padres sus verdades y… —¿A dónde vas? —preguntó Mamá, al ver que iba hacía la calle. —Bueno… Pensé un momento: era horrible, iba a la milonga a bailar tango, justo lo que odiaba hacer y nadie me obligaba a hacer. 118


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—¡Mierda! —exclamé y me fui azotando la puerta. Luego, recordé que había olvidado los pinches zapatos de tango y tuve que volver a entrar a esa sala. —¿Qué pasó? —preguntó esta vez Papa. —Olvidó sus zapatos —apuntó Mamá. Yo tomé fui por los zapatos a mi cuarto y cuando bajé ellos seguían ahí. —Buen martirio tengas, hija —dijo Papá con una sonrisa burlona. Eso me hizo detenerme un momento en la puerta, sin cerrarla, entonces alcancé a escuchar… —Me gusta que baile tango a mí también. Pero ¿por qué es tan complicada? —preguntaba mi Papá a Mamá. —No metas cuestiones de género o tendremos un debate muy intenso en la cama… Y harta, molesta y frustrada fui a hacer algo que en realidad a mí también me estaba gustando, de a poco, pero me estaba gustando.

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10 IMPOSIBLE La semana había sido buena en términos generales aunque no había tenido la oportunidad de ver a Toño. En cambio, con Miranda y con Alina la amistad crecía, realmente creía que con estas dos mujeres podría tener por siempre y para siempre una verdadera relación de amistad, de esas de salta y yo salto. Todo era bueno. Y para el sábado por la tarde les había prometido a esas dos mujeres asistir a otra de esas aburridas milongas en las que yo pasaba horas leyendo sentada mientras ellas bailaban pieza tras pieza; pero no importaba, quería pasar un buen rato con ellas y experimentar de nuevo la sensación de “tener amigas”. Así, les presenté a mi mamá que no les prestó en realidad mucha atención. Luego pasamos gran parte de la tarde escuchando música y hablando. Alina no evitó hablar de tango pero un suceso extraordinario la interrumpió: mi madre me avisó que Toño estaba en la puerta y quería verme. Miré a mis tres amigas y rápidamente bajamos hasta la puerta del zaguán de mi casa, era Toño y una… bicicleta. —¡Hola, damas en peligro! ¿Cómo están? —saludó Toño de manera alegre, se veía realmente contento, habían pasado dos semanas sin verlo desde que había regresado 120


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por su auto y ahora tenía ahí a mi caballero andante de nuevo frente a mí. —Güey ¿qué haces aquí? —le pregunté. —Te traigo un regalo. Gracias por haber guardado el Mustang ¿tu mamá no se molestó? —No, tú sabes que a ella le caes bien, ¿pero qué haces aquí? —insistí emocionada por el regalo. —Pues te traje esto, es una bicicleta nueva, para dama, con cambios y que te servirá para ir a la escuela. —Toño, no necesito una bicicleta, desde niña no he tenido una. Además la escuela está hasta la chingada, mejor te la cambio… ¡por el Mustang! —dicho esto solté una pequeña risa, realmente estaba muy contenta de ver a Toño y que todo eso lo estaban viendo mis nuevas amigas. —El Mustang lo vendí, te lo dije —dijo él con cierto desánimo. —Sí, lo sé. Pero de verdad, lo de la bicicleta… —Asúmelo, es mejor que el pinche Metro lleno de gente. —Pero esta ciudad es peligrosa, los conductores son unos pendejos… por ejemplo, hace poco tu casi matas a unos veinte ciclistas… —mire a mis amigas y con una mueca les expliqué que lo que había dicho era un chiste, pero hablaba en serio sobre mi poca fe sobre la bicicleta. —Bueno, sí, no hay que hacer las cosas así a lo güey, pero por eso también quiero invitarte a que vengas conmigo el día de mañana a un paseo ciclista nocturno, así iras tomando más confianza e irás conociendo tu bicicleta… La invitación delante de mis amigas me sonrojó un poco, al principio me pareció evidente que Toño no había perdido el interés en mí en lo más mínimo. Por más estúpido que pareciera lo de la bicicleta, era un extraño y dulce nuevo comienzo, pero entonces… —Además alguna de tus amigas puede venir también. ¿Alina, cierto? Ves, si me acuerdo de tu nombre —Toño dijo esto último ignorando prácticamente a Miranda y a mí 121


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y al mismo tiempo sus ojos se clavaron en Alina de una forma terriblemente perturbadora a mi modo de ver. Alina puso una sonrisa grande, la mejor que su prótesis le permitía, y entonces pensé en intervenir, pero en ese instante Miranda me tomó del brazo y me miró a los ojos como diciendo “no lo hagas”, pero lo cierto es que no tenía idea de qué hacer ni de qué demonios estaba pasando exactamente. —¿No tienen sed? —dijo Miranda y agregó—, ¿quieres un vaso de agua, Toño? Toño aceptó la invitación del agua y eso fue el tiempo justo para que Miranda me tomara del brazo y me llevara junto con ella a la cocina al tiempo que me pedía que le ayudara con el asunto del agua. Al llegar a la cocina y notar mi perturbación, Miranda su puso enfrente de mi para captar toda mi atención. —Cristina, se hablan desde hace unos días. Él la esperó un día afuera de la escuela, tú ya te habías ido, el asunto se ha repetido desde entonces: tú te vas y él llega. Te lo dije desde antes de que todo esto comenzara. Aquella información de Miranda no la entendí en absoluto. Con el rostro hice un gesto diciéndole “¿De qué demonios estás hablando?” y ella abrió las cortinas de la ventana de la cocina que daba hacía el patio. Por esa ventana pude ver a Toño acariciando el cabello de Alina, estaban muy juntos, inconmensurablemente juntos. Eso me mandó al infierno, sentí una frustración terrible, me tomé los cabellos con las manos, en un segundo tuve ganas de llorar pero la presencia de Miranda me obligó a guardar un poco de compostura. —Espera, espera, espera… esto no está bien. ¡Es imposible! —¿Por qué? —cuestionó ella. —Pues porque… Miranda tú y yo sabemos que Alina está… bueno… ¡tú sabes! —Sí, lo sé y no me digas que Toño no lo ve… ¿Hago 122


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agua de limón o de naranja? —¡Al diablo con el agua, Miranda! Tenemos un problema muy serio, es decir… bueno, voy a decirlo, él es mío ¿entiendes? —No, el problema es que tú creías que seguía enamorado de ti… —Me regaló una bici ¿no? Eso es… —Eso es un acuerdo, una forma de ponerte contenta para que no te moleste que sale con una de tus amigas. Creo que te tiene un poco miedo… Ambos te tienen miedo. —¡Carajo! —Cálmate y baja la voz. Te pueden oír —advirtió Miranda. Miranda tenía razón, pero al mismo tiempo yo también la tenía, eso de Alina y Toño, no podía durar, ni siquiera podía llegar a ser algo serio. Era una tontería. Eso me reconfortó un poco, entonces Miranda agregó. —No sé qué pueda pasar Cristina, no sé qué hacer pero creo que deberías hablar con Alina primero… —Sí y convencerla… —¿De qué? —¡Pues de que no mame con esto, qué no siga! Miranda ya no dijo nada más. Yo estaba muy nerviosa, incomoda y muy encabronada. Le pedí que les llevara el agua, que le dijera a Toño que dejara la bicicleta y que mintiera diciendo que me había dado dolor de cabeza. Fui a mi cuarto repitiendo una y otra vez la misma palabra… —Imposible, imposible, ¡imposible!

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10 ALINA Yo miraba por la ventana de mi cuarto, entre la cortina, como Miranda explicaba a Toño lo de mi supuesto dolor de cabeza. Cuando mis amigas entraron de nuevo a la casa y Toño se había ido yo ya las esperaba en la sala. —Alina —dije—, tenemos que hablar. —Ya son las seis, tengo que irme —dijo Alina. Miranda guardaba silencio de manera expectante, parecía asustada. Yo tenía un semblante severo. —Además, a ti te duele la cabeza ¿no? —remató Alina usando mi mentira. —Miranda, dile a Alina que necesitamos hablar con ella —de esta manera exigía refuerzos y sacaba de su neutralidad a Miranda. Alina miró a Miranda que estaba justo a su lado y la pobre Wicca, ahora bajo presión, contestó diplomáticamente que no necesariamente tenía que ser ese día. —Entre más pronto se resuelva mejor. Alina, Miranda me ha explicado lo que quieres tener con Toño, y verás, hemos decidido que te estás metiendo en un callejón sin salida. Conozco bien a Toño y creo que él solo te tiene… lástima. Dije esa última palabra lo más clara que pude buscando que cada sílaba retumbara más allá del Big Bang. Alina tomó una de las sillas del comedor de mi casa, 124


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cerró sus ojos y bajó la cabeza lamentándose, luego me miró de manera retadora, había despertado a la fiera. Un silencio espantoso llenó la habitación. Luego… —¿Crees que estar así es fácil? —me preguntó Alina. —Claro que sé que no es fácil, por eso te lo estamos diciendo, para que no salgas lastimada… —¡Vete al carajo! —gritó Alina, era la primera vez que la escuchaba gritar, ni siquiera cuando el secuaz de Rizo le había torcido el brazo ella había gritado. —¡Oye…! —reaccioné yo también violentamente. Miranda tenía cara de susto. —¡Escucha…! —, traté de continuar. —Hace diez meses… —…solo estamos… —¡Cállate y escucha! —gritó ella otra vez. Y sí, me callé y comencé a escuchar. —Hace un año y diez meses… fue hace un año y diez meses. Estaba en una fiesta. Iba a fiestas como todos los demás ¿saben? Él parecía un buen chico, era guapo y llevaba una chamarra de cuero, y yo pensé: ¡puta madre, que buen chico! Entonces… Entonces ese chico sacó a bailar a Alina varias veces esa noche. Ya en confianza, se sentaron y hablaron por varios minutos. Él no llevaba solo una chaqueta de cuero, tenía un semblante que te daba confianza y su conversación era interesante, pero resulta que la chaqueta era porque al chico le gustaba el motociclismo. A Alina eso la volvía loca y a pesar de que en aquel entonces ella estaba enamorada de Dante, decidió que era tiempo para un free, simple coqueteo, un poco de placer para esa alma que no podía declarar su amor pues Alina, aunque era una cabrona como bien había dicho Magda, tenía como regla general no meterse en triángulos y le dolía en sobremanera que Dante tuviera una novia, una novia que además era modelo. Por eso, cuando el chico de la motocicleta, al final de la fiesta, le ofreció 125


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llevarla a su casa, ella no dudo en explicar a sus amigas que no regresarían juntas esa vez. El grupo de amigas de Alina, emocionadas por el éxito romántico, solo le pidieron que tuviera cuidado y que si ocurría cualquier cosa solo las llamara. Era la tercera o cuarta fiesta en la vida de Alina así que sus amigas sabían bien que ella no era muy experimentada en eso del sexo casual con desconocidos. La gente de la fiesta vio salir a Alina y a su caballero pasadas las tres de la mañana. El chico le dio algunas instrucciones de seguridad y le mostró como tomarlo a él por el torso. Aquella didáctica no estuvo exenta de cierto erotismo. Luego le dio el casco a Alina y ella se lo colocó, esos cascos son molestos y era la primera vez que Alina usaba uno, también era la primera vez que ella se subía a una motocicleta y, principalmente, fue la primera vez que viajó a más de ciento ochenta kilómetros por hora. La motocicleta era una Harley auténtica, varias de sus partes estaban cromadas y reflejaban como espejos el paso de los dos jóvenes rompiendo el silencio de las calles desiertas de la madrugada citadina que particularmente esa mañana presentaba una niebla espesa y atípica. La moto iba rápido y no podía ser de otra manera, el asfalto desolado invitaba a la imprudencia vomitada con alcohol. No pasó mucho tiempo en realidad, luego el desastre ocurrió: la moto bajó la velocidad para tomar una curva en un cruce de esos peligrosos y que invitan a la tragedia, ahí se dio el impacto contra un automóvil Chevy modelo 2001 cuyo conductor también se jactaba de audaz solo por tener unas copas encima. Luego de golpear la motocicleta por un costado el Chevy se impactó contra el muro de contención pero justo en el medio entre la masa de concreto y el automotor quedó la motocicleta. Alina no escuchó el estruendo de los fierros retorciéndose porque el casco había amortiguado el ruido del golpe a más de cien kilómetros por hora. Como consecuencia del impacto, Alina salió volando varios metros, eso evitó que fuera aplastada por el Chevy de 126


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manera completa y al final de ese trayecto en el que ella fue simplemente un proyectil, su cabeza golpeó contra el asfalto. Sintió que cada vertebra de su cuello se moría al momento del golpe y pensó por un instante que aquello era el fin y que así se sentía morir, pero ni siquiera se desmayó, increíblemente seguía consciente. Su cuerpo tardó en volver a tener sensaciones. Ella no sentía dolor intenso aunque imaginaba que nada estaba bien, absolutamente nada. Primero intentó mover la cabeza y todo pareció correcto, el cuello le dolía pero tenía movilidad, luego probó con cada una de sus extremidades y se dio cuenta de que todo el cuerpo le dolía pero podía moverlo, se sintió segura de hacer el intento de levantarse y fue como un milagro resurgiendo entre la niebla. Entonces tomó la peor decisión de toda su vida: se quitó el casco. Cuando sus ojos estuvieron libres del empañado plástico de la visera del casco y sus oídos pudieron percibir el sonido del tanque de gasolina del Chevy vaciándose de a poco, Alina escuchó un gemido tímido y sincero, cuando clavó su vista en el lugar de donde venía aquel lamento, pudo apreciar la escena dantesca: el chico de la chamarra de cuero estaba sobre el asfalto tratando de tomarse la pierna derecha, una pierna que estaba inmóvil sobre el asfalto a unos cuatro metros de distancia del desafortunado. Alina no tuvo tiempo de horrorizarse de aquel paisaje, en ese instante una pipa cargada de agua de coladera, una camión de cagadero como suelen llamarlos, se impactó contra el Chevy destrozado y la chatarra se convirtió en el segundo proyectil de la noche. Los restos del auto golpearon a Alina de frente y ya sin la protección del casco. En ese segundo impacto Alina si perdió el conocimiento pero lo recuperó al poco rato pues sintió el agua. Intentó entonces levantarse porque sus piernas se le estaban congelando en esa agua terriblemente fría y hedionda. Trató de apoyar su brazo derecho sobre el piso pero fue entonces que sintió el horrible dolor de un hueso roto. Cayó de bruces contra el suelo y entonces sintió 127


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un terrible dolor en su cara, era un sufrimiento mil veces más terrible que el del brazo. Trató de gritar y ahí fue cuando supo que todo estaba hecho mierda. No pudo gritar, peor aún, no podía hablar. Pensó que el agua se le estaba metiendo por la boca pero no era agua, era su propia sangre. Entonces, trató de calmarse y esperar. Esperar, esa fue la peor parte. Poco a poco su cuerpo recuperaba las sensaciones y poco a poco los dolores por todas partes aparecían. Ya sabía que su brazo estaba roto, pero en su torso también sentía una serie de dolores intensos, sucedía que se le habían roto cuatro costillas y una de las astillas de esos huesos pulverizados le había perforado un pulmón: Alina se estaba muriendo y el agua la sentía cada vez más fría. Otro problema eran sus piernas, lo frío del agua en realidad estaba ayudando a mitigar el dolor de varias contusiones y una simple, pero en ese momento insoportable, esguince de tobillo de tercer grado. Con el único brazo que le queda móvil, pudo levantar la vista y entonces volvió a percibir el frío de la madrugada. Escuchó los gritos de auxilio, lamentos de espectro que reconocía eran del chico que hacía unos minutos ella abrazaba furtivamente tratando de ignorar la alta velocidad a la que viajaban. —¡Auxilio! ¡Ayúdenme por favor! ¡Mi pierna, mi pierna! ¡¿Dónde está mi pierna!? ¡Ah…! Gritaba el chico constantemente y Alina solo podía llorar. Nunca un tango pudo superar jamás la sensación de alivio que causaron, en los oídos de Alina, el chillar de las sirenas, cuando las escuchó tuvo nuevamente vida pero el infierno tenía preparadas más sorpresas. Alina había estaba atrapada debajo de lo que quedaba del Chevy, no estaba a la vista de los rescatistas, como no podía hablar, nadie se percató de que ella estaba desahuciándose. —Está muerto —escuchó decir a uno de los rescatistas que estaban fuera de su campo de visión, ella solo podía ver 128


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el reflejo de las luces de las ambulancias y patrullas que habían acudido al auxilio. Alina lloró (todavía más) al saber la noticia del deceso, luego cayó en cuenta que no la podían ver y ya estaba amaneciendo, si no hacía algo pronto nadie la ayudaría a tiempo y moriría. Como no podía hablar lo único que se le ocurrió fue golpear el agua con su brazo bueno. El sonido lo repitió varias veces en medio de la más atroz desesperación pero nadie aparecía en su auxilio. Entonces, desistió de hacer ruido de forma desordenada. De entre el lodo que había nacido del agua de la pipa, la gasolina del Chevy y los sedimentos de la carretera, logró obtener una roca de canto rodado, ¡una milagrosa roca de canto rodado! Su primera idea fue que quizás podría arrojarla hacía donde se observaba que estaba ocurriendo todo el movimiento, pero la idea era absurda pues no podía moverse y además, si nadie aparecía, si no lanzaba la roca con fuerza suficiente, perdería ese gran chance que ahora tenía, esa roca era oro. En medio del miedo a morir, el instinto y el ingenio pidieron una última oportunidad: Alina comenzó a golpear la roca contra el retorcido metal del Chevy en el mínimo ángulo que el movimiento de la muñeca de su mano izquierda le permitía, esta vez trató de imitar la melodía de su tango favorito, Soledad de Carlos Gardel, y aquello fue un S.O.S que no pasó inadvertido para uno de los rescatistas. —¡Hey, acá hay otro! ¡Vengan acá hay otro! Alivió. Pero no por mucho tiempo. —Déjame ver —dijo primero uno de los rescatistas —. Sí, está viva. ¡Los bomberos! ¡Hay que sacarla de aquí! —Ya vienen, espérate. No la muevas… déjame revisar… tiene el brazo roto, fractura expuesta. Hay que sacarla de aquí. Es mujer. No tiene parte del maxilar inferior, lo perdió. ¡Dios mío, el que esté viva es un milagro! Alina seguía consiente y su mirada era de terror mientras escuchaba los primeros diagnósticos de su condición. 129


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En la ambulancia la sedaron y luego vino la desolación. Los médicos lograron salvarle la vida de último momento y cuando cuatro días después ella despertó del efecto de la anestesia su médico le reconoció el tenzón que había mostrado. —Te aferraste a la vida, chamaca —le decía. La madre y el padre de Alina llegaron casi en estado de infarto y cuando entraron y vieron a su hija totalmente deshecha no pudieron evitar el llanto. Alina pasó después tres operaciones más que intentaron repararle el rostro, lo cierto es que aquellos intentos de los cirujanos habían sido heroicos y disminuyeron el daño notablemente. Le acomodaron la prótesis y luego de cuatro meses de terapia de rehabilitación, la asistencia social la dio de alta. Si Alina quería cirugía estética debería pagarla por ella misma y, por supuesto, su familia no estaba para tales lujos. De tal forma, la niña se quedó con el rostro deforme. Para cuando el accidente había pasado, Alina ya tenía tiempo en romance con el tango. Resultaba que su padre trabajaba como obrero en una fábrica de galletas y su supervisor era un argentino de esos con el lunfardo en la lengua cada que no estaba trabajando y que cada día del trabajo le regalaba a sus empleados un CD con éxitos de tango. Al padre de Alina le habían tocado varios de esos discos que se fueron arrumbando en el rincón de la casa hasta que sus sugestivas portadas llamaron la atención de Alina que, para cuando tenía seis años, pensaba que las bailarinas de tango eran como princesas. Así, Alina improvisaba desde muy pequeña, en la sala de su humilde casa, sus primeros pasos de tango. Al ver esto, el padre de Alina decidió llevarla una vez a alguno de los convivios que de vez en cuando había en la fábrica para que su supervisor viera hasta donde había llegado el efecto de los discos que regalaba. El supervisor observó bailar a Alina y les recomendó a sus padres que la metieran a clases de baile. El padre de Alina jugó de manera inteligente y mencionó que 130


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él no tenía dinero para pagarle a su hija una escuela de baile, pero no contaba con que el tango era barato, peor aún, era gratis. —¡No hay problema! Las milongas del parque del centenario son gratis. Y entonces, Alina insistió durante varios días a su padre que la llevara a la milonga. El progenitor esta frustrado por no sacar ninguna ventaja de la pasión temprana de su hija pero terminó llevándola, sin muchos ánimos, a la milonga del parque. Y ahí, Alina fue adoptada por todo el grupo de bailarines, se convirtió en la integrante de la milonga más joven de todos los tiempos y se ganó el cariño de los profesores, de los bailarines e incluso de los curiosos que solo se detenían a mirar. Cuando le ocurrió el accidente, el hospital se llenó de visitas de mexicanos que soñaban esquivando las baldosas de la vida. Le llevaban flores y por supuesto música. Un día, luego del accidente, Alina tuvo que regresar a la milonga del parque, para entonces ya era alumna de Jordana y el domingo que ella regresó a bailar fue emotivo para todos, como el final feliz de una película de superación personal. Pero Alina sabía que su rostro estaba hecho añicos así que su cambio en su forma de ser fue contrastante. Luego de dejar de ser la niña consentida de la milonga y haber pasado a convertirse en la adolescente talentosa y atractiva de la misma, paso a ser el ejemplo de vida y tenacidad, y cuando ese impacto por su drama pasó, solo quedó Alina, la del rostro desfigurado. Para cuando la conocimos Miranda y yo, Alina ya había intentado suicidarse dos veces. Y ahora… —…me arrepiento de haber intentado matarme solo por esto. Pensé que nadie nunca me querría, pero ahorita está Toño y… —¡Suficiente! —exigí—, demasiado lloriqueo por hoy. No es que su historia no me hubiera conmovido, era que ella se estaba metiendo en algo tremendamente valioso para mí. Tuve que jugar a ser cruel. 131


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—Esa historia es muy triste, Alina, pero te repito que Toño solo te tiene lastima, nadie lo conoce mejor que yo. Así que por favor se realista y no insistas más. ¡Por dios, solo mírate al espejo! No debí haber dicho aquello, no debí pero lo dije. Les juro que me dolió decirlo... Entonces Alina se puso de pie velozmente y al tiempo que me mentó la madre se dirigió hacia la puerta. Miranda le cerró el paso. —¡Espera, espera! No quiso decir eso… —¿Qué? ¡Ya lo dijo! —gritó Alina entre lágrimas. —No, no, está molesta. Perdónala… —pidió la Wicca que estaba desesperada por como todo el asunto se le resbalaba por las manos. —¡No necesito que me perdone nada, Miranda! — espeté brutalmente sacando lo peor de mí—¡Solo he dicho la verdad! ¡¿Qué crees que va a pasar Alina?! ¡¿Crees que él no te ve la pinche cara?! ¿Qué pasará cuando esté caliente y quiera besarte? ¿Lo has pensado? ¡Esto no es cuento de hadas Alina! ¡Sentirá tus cicatrices y…! Ya estábamos en el patio de la casa, Miranda la tomaba de las manos a Alina. Entre el llanto Alina comenzó a balbucear. —Te dije que se iba a enojar, Wicca. Te lo dije… Miranda la abrazó e incrementó las palabras susurrantes de consuelo. Yo miraba aquello con cierto placer culposo, me di cuenta de que había sido sádica con Alina por mi simple frustración. Entonces traté de corregir inútilmente cuando ellas ya habían salido de la casa. —¡Hey! No lo dije en serio… Pero no me oyeron. Todavía frustrada y teniendo la bicicleta nueva delante de mí le asesté una patada con toda mi irá y cuando mi pie derecho golpeó el cuadro de la de dos ruedas, clarito escuché como se rompió algo en mi pie y el dolor fue insoportable, a tal grado de que grité pidiendo ayuda a mi mamá. Cuando ella llegó a auxiliarme le jure que 132


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me había roto algún hueso del pie, pero ella al revisarme solo encontró mi uña del pie totalmente desprendida de la carne. Esa tarde y el siguiente domingo los pasé en reposo sin poder caminar, además no quería ni bailar, ni jugar al maldito básquetbol, estaba tan herida que pedí al destino que mi incapacidad para poder caminar fuese eterna y de esa forma no pudiera nunca ser obligada a regresar a la escuela y volver a ver a Alina y a Miranda. Sin embargo, el aburrimiento de no poder caminar pronto me minó y supe que era mejor andar ese lunes al colegio. Cojeando entré al salón de clases a primera hora y miré que ahí estaban tanto Miranda como Alina. No las saludé y busqué no cruzar mirada con ellas, todo ese día las ignoré y también el siguiente y el día después de siguiente. Luego de una semana entera sin hablarle a mis amigas el resto de los compañeros ya habían notado el conflicto pero no se atrevían a preguntarme nada, entre otras cosas porque ya les había quedado claro que yo era persona de cuidado. En cambio, Alina y Miranda no corrieron con tanta suerte y tenuemente el bullying en contra de ellas comenzó a regresar, recuerdo que eso me dio gusto aunque temía que Toño regresase para defender a Alina en contra de los abusadores, pero eso en realidad tenía pocas probabilidades de ocurrir pues la figura de Rizo había prácticamente desaparecido de nuestras vidas. Luego de que el dolor y el enfado disminuyeron su intensidad, pensé en algún momento hacer “las pases” con Miranda, pero solo con ella pues la persona de Alina me seguía causando tremenda repulsión y eso no duro poco. Sin embargo, empecé a notar que mi vida regresaba a la estabilidad que había tenido antaño: volví a ser alguien de temer y sin amigas, tenía otra vez mucho tiempo libre que podía pasar haciendo nada encerrada en mi cuarto pues ya no tenía ni clases de tango, ni milongas, ni juegos de basquetbol sacados de la manga. Mi vida se estaba colocando en orden y todo regresaba a su balance original 133


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salvo por un pequeño detalle, no podía sacar a Toño de mi mente. Era claro que estaba loca por él y que lo extrañaba y deseaba. La tortura de no poder verlo en varios días me estaba matando y cada que regresaba a casa pasaba varios minutos mirando la bicicleta que él me había regalado y que seguía aparcada, como objeto totalmente inútil, en la cochera de mi casa.

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11 DANTE Luego de dos semanas de normalidad y de regresar al pasado, el futuro se apareció tocando a mi puerta de repente. Yo estaba sola en casa y como no esperaba a nadie pensé que quizás era Miranda con sus disculpas y armisticio, esa idea me elevó el ego pero solo hasta que una mejor suposición se apoderó de mi mente: de que quien tocaba la puerta fuera Toño. Cuando abrí el zaguán yo ya traía una sonrisa en el rostro pero cuando vi aquella figura frente a mí simplemente no lo entendí, iluminado por la fuerte y molesta luz del sol de media tarde, estaba Dante. Cuando abrí la puerta y vi a Dante, no pude articular ninguna palabra, él por su parte balbuceó un poco antes de que de su boca saliera un tímido saludo. —¿Qué haces aquí? —pregunté absolutamente sorprendida. —Bueno, no te vi más en la clase. Mi cerebro trabajó a mil por hora y recordé que en realidad yo no compartía clase de ningún tipo con Dante; él era el alumno más avanzado del maestro Agustín pero no era parte de la clase de Jordana a la que yo había asistido todo ese tiempo. —¿A clase? —De tango —dijo Dante y al notar que yo no salía de mi asombro insistió—. Solo he visto a tus amigas pero tú 135


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no has ido. ¿Estás bien? La pregunta fue sincera y mi respuesta también lo fue, yo estaba bien, mi vida de antes había regresado. —Estoy bien. —¡Ah!, eso es bueno. —Sí, es bueno. Entonces, Dante, ahí de pie frente a mí se quedó completamente callado. Por mi parte yo no tenía idea de qué otra cosa hacer pero yo tenía una certeza: no quería invitarlo a pasar, no quería que esa vida relacionada con el tango regresara. —Me dijeron —agregó al fin Dante—, que te habías lastimado el pie. —No fue grave, no te preocupes. Es que… me caí de la bici —dije señalando a la de dos ruedas que por cierto yo jamás había pedaleado desde que Toño me la había regalado. Dante aprovechó que señalé la bicicleta para invitarse a pasar él solo. Con una expresión de sorpresa y admiración cruzó la puerta del zaguán de mi casa y se puso de cuclillas frente a la bici observándola atentamente como un experto. —Es una buena bici. —¿De veras? —Sí, debiste haber invertido mucho. ¿Te gusta mucho andar en bicicleta? —¿Invertir mucho? No tengo ni idea de cuánto costó, fue un regalo de… mi papá. —Se nota que le puso amor a esta bici, tiene buenas piezas. —¿Cuánto cuesta? Es decir… —Fácil tienes aquí unos treinta mil pesos: el cuadro es nuevo y de aluminio, los frenos son de disco, las piezas son de marca, las masas son de aluminio… Mientras Dante trataba de impresionarme con su conocimiento sobre bicicletas pensando que a mí me encantaban esos artefactos, por mi mente pasó una idea 136


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tremendamente loca. —¡¿Treinta mil pesos?! —Más o menos. Oye, en realidad estoy aquí para invitarte… para ver si no quieres salir y tomar un café. Dante me decía algo fundamental para él pero yo no dejaba de mirar aquella bicicleta. Su silencio esperando mi respuesta me sacó de mis tribulaciones. —¿A tomar un café? ¿En serio? Escucha, ahora no puedo pero ¿podrías acompañarme a un lugar? —Sí, tú dime a donde. —Al deshuesadero que está aquí a unas calles de mi casa. Dante quedó sorprendido por el lugar al que yo le pedía que me acompañara aunque el chico era capaz de acompañarme al infierno y de regreso. Yo ya conocía esa mirada en la cara de los hombres y en ese momento decidí utilizarla a mi favor, negociar con el Pitayas yo sola no era conveniente, era mejor si me veía acompañada de un caballero que viera por mí. Al caminar por las calles de mi barrio Dante igualó mi paso rápido y apurado. En ese trayecto me cruzó por la mente tratar de hacer la plática con él, pero ningún tema se me ocurría. Entonces, pensé que antes de negociar con el Pitayas debía tener el dinero en mano y yo solo tenía una bicicleta, muy cara, pero al final era solo una bicicleta. —¿Sabes dónde puedo vender la bici y que me la paguen bien? —¿Vender? ¿Quieres vender tu bici? —Yeap. —Vaya, la caída debió haber sido fuerte. Bueno, hay dos o tres tiendas en las que te la podrían comprar pero quizás no al costo original porque está usada… Me detuve un instante, decidí ser clara de una vez. —¡Oye!, escucha: esa bici no está usada, está totalmente nueva y no me la regaló mi padre, te mentí con eso de que me había caído porque la manera en que me lastimé el pie 137


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fue una pendejada completa y no quería quedar como estúpida frente a ti. Ahora que sabes la verdad y que te mentí, ¿quieres seguir caminado conmigo? Dante solo puso una sonrisa, miró un segundo al horizonte. —¿Estamos siendo claros? —me preguntó. —Estamos. —Bueno, estoy aquí porque desde que te vi me pareciste una persona interesante y… me gustas mucho… Dante siguió por medio minuto diciendo la misma cosa con diferentes palabras, estaba sudando de las manos pero cuando terminó parecía estar completamente liberado de algún peso enorme que había tenido que cargar durante mucho tiempo. En cambio, yo ya había estado en ese lugar multitud de veces y eso ya no me impresionaba, ni siquiera viniendo de Dante y su lujosa apariencia. —Está bien —respondí haciendo un gesto de aprobación con mi pulgar y luego dejé que el chico respirara un instante —, pero ¿estamos siendo claros, no? Tú tienes novia. —Sí. —¿Sí? No te parece que… —Bueno, mi novia lleva seis meses en Dresden, Alemania. Y hace tres meses está con Andrei, un tipo buena onda que toca en una banda de rock local de Praga. Pero se supone que yo no lo sé ¿Sabes? Se supone que yo no lo sé. Miré a Dante con cierta lastima, yo había sido muchas veces como su novia, había tenido varios Andrei, aunque no tan fascinantes como parecía ser ese Andrei que tocaba en una banda de rock en Praga. —Bueno —dije—, entonces me parece justo. Cuando llegamos al deshuesadero yo ya sabía dónde encontrar al Pitayas. El Pitayas era de la clase de tipos que no te querías encontrar por la calle: un gordo enorme cara dura que olía siempre a cerveza y usaba todos los días el mismo overol de mezclilla y un paliacate negro en la cabeza 138


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para ocultar su extrema calvicie. Era un tipo con facha de delincuente, cuando no de vagabundo, pero estando dentro de su casa, cuyo exterior te daba la misma impresión de miseria material y mental, todo cambiaba, el Pitayas tenía una colección de muebles finos de muy diversos orígenes. Su casa era amplia porque estaba construida dentro del deshuesadero, eso le permitía extender la construcción de la casa de modo casi infinito y más si se toma en cuenta que el material primario de esa construcción era justamente la chatarra que llegaba al deshuesadero y que el Pitayas convertía en paredes, pisos y techos. Dentro todo estaba en completo desorden pero todo era de colección, absolutamente todo: baúles del siglo XVI, comedores con sus sillas de tendencia barroca, mesas de maderas que parecían serían eternas y que tenían todavía el brillo original a pesar de los años; también había aparatos eléctricos notables como radios y televisores de bulbos, refrigeradores de los años cincuenta de esos que todavía hacían escarcha en la hielera y hasta una máquina de café que decía había pertenecido a un famoso café del centro histórico que al Pitayas le había tocado ayudar a demoler. Nada estaba acorde con alguna estética pero el Pitayas te presumía de su última costosa adquisición con pasión. La clave de la abundancia de ese tipo que se alimentaba de comida chatarra era justamente la chatarra, el tipo había nacido con el don de conseguir como basura lo que podía vender como oro. Su colección nunca era estática, los objetos iban como entraban y el Pitayas siempre encontraba la forma de sacarle jugosa ganancia a cada trato. Frente a este tipo seguramente Toño no había tenido ninguna oportunidad al tratar de conseguir un buen costo para la venta del Mustang, y en cierta forma yo tampoco tenía ninguna aunque yo al tipo le hablaba con naturalidad, como si fuera un amigo de años, cuando en realidad él solo me conocía por haber sido la novia de Toño. El mismo Toño había sido una de las adquisiciones más importantes del Pitayas, cuando Toño 139


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aún no se enamoraba de mí, el Pitayas lo había invitado a trabajar en el deshuesadero pensando en que necesitaba manos jóvenes que le ayudaran a triturar la lámina, pero pronto se dio cuenta que lo de Toño no era destruir sino restaurar. Toño mostró desde el comienzo una fascinación por la chatarra muy similar a la de su nuevo patrón y de inmediato mostró su don para arreglar casi cualquier cosa. Para cuando el Mustang llegó a la vida de Toño, este ya había ayudado al Pitayas a restaurar un Buick de los años 40’ y un taxi cocodrilo de los 50’. Aquello le había dado al Pitayas una gran suma de ganancia pues habían logrado venderlos a coleccionistas, esos locos que pagaban estratosféricas sumas por lo restaurado. Como premio a esos y otros éxitos menores, el Pitayas una vez llevó a Toño al lugar donde el Mustang llevaba descansando más de cinco años, una pequeña bodega improvisada dentro del deshuesadero que contenía otros autos cuya restauración lucía prometedora. En ese lugar, el Pitayas le dijo a Toño que el automóvil que escogiera sería suyo. Mi joven enamorado pensó en un auto digno para llevar a pasear a alguna chica en un domingo por la tarde y cuando miró el Mustang aquello fue amor a primera vista, un flechazo en toda regla. Luego de tres meses de arduo trabajo que incluía noches enteras sin dormir, Toño logró volver a hacer funcionar el motor del deportivo, luego de tres meses más y mucho dinero invertido pudo colocarle pintura nueva y conseguirle llantas. Los trámites para poder circular el Mustang por las calles Toño los hizo con prisa, no podía esperar a ver su más grande triunfo en la vida rodar por las calles. Y esa primera vez que Toño rodó el Mustang por la ciudad, en un semáforo sin ninguna particularidad, él me vio pasar, fue el segundo flechazo al corazón de Toño, desde aquel momento se enamoró de mí. —¡Pitayas? ¡¿Qué hay hombre?! —saludé amigablemente al Pitayas luego de casi un año de no verlo ni hablarle. El 140


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tipo estaba tratando de hacer funcionar una vieja tostadora de pan en su taller. —¡Ah, chinga! ¡¿Y ese milagro?! —contestó él con cierta suspicacia. —Bueno, ya ves, me perdí un tiempo pero pus’… —Pues nada, ¿qué haces aquí, morra? Ya me contaron todo lo que le hiciste al Toñito. Eres cabrona, eh… ¿Tú quién eres, amigo? —dijo el Pitayas mirando despectivamente a Dante. —Me llamó Dante, señor… —Es mi amigo, Pitayas. Güey, él Toño sabía que… oye, hablando de Toño, el vino a venderte su coche ¿no? —¿Su coche? Es mi coche, siempre fue mío, yo solo se lo presté. —Pero te lo vendió ¿no? —Sí, ya está pagado. —¡Pues yo te lo compro, Pitayas! —¡Ni madres! ¿Tú qué vas a hacer con un coche así? —Regresárselo. Pitayas, sabes que no fue un precio justo, no puedes hacerle eso a tu amigo. Es un automóvil mucho más caro que por lo que te lo vendió… —Sí, pero yo se lo di gratis en un momento… —¡Exacto! Se lo diste, fue un premio, esas cosas no se cobran a lo chino… El Pitayas dejó de hacer lo que estaba haciendo, se puso de pie y con un ademán me hizo pasar hasta otro cuarto del laberinto que era su deshuesadero. En un lugar, protegido de la lluvia y del viento, estaba el Mustang con su resplandeciente pintura amarilla. —Ya se le puso tapicería nueva. Ya se tiene cliente, morra. Ese ya no es el coche que me vendió tu novio — cuando el Pitayas dijo eso, yo miré a Dante y le hice una seña de que eso de “mi novio” no era verdad. —Pero eso no borra que se lo compraste a un precio injusto… —¿Cuánto pagó por el coche? —preguntó Dante. 141


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—Le dio solo treinta mil pesos —dije. —Eso no es ni la mitad de su valor… —dijo Dante. —Ni pedo, el trato ya fue hecho. —Bueno —dijo Dante —hagamos un trato nuevo. ¿Cuánto pagará el nuevo cliente? —Eso no te importa, niño… —¿Cómo puedo hacerle una oferta si no sé cuánto está ofreciendo el otro comprador? —Lanza una cifra, niño, y ya veremos. —Le doy cincuenta mil, por lo de la nueva tapicería — entonces Dante abrió la puerta del conductor del automóvil y miró que dentro no había ninguna tapicería nueva, además… —No le ha puesto la nueva tapicería, el estéreo está roto, el espejo lateral roto —Dante comenzó a dar una vuelta alrededor del automóvil—, golpe en la parte posterior derecha, el guardafangos no es original, la tapa de la llanta trasera derecha está dañada. Este rayón… Dante entonces se agachó y miró debajo del auto. —Y tira aceite, eso quiere decir que —entonces abrió el cofre como si el automóvil fuera suyo—… la junta del cárter o el retén del cigüeñal, o ambas cosas están rotos. ¿Tiene las llaves? El Pitayas comenzó a reír a carcajadas, cuando terminó de reírse y miró que nadie más se estaba riendo con él, frunció el ceño y con voz ronca nos pidió que nos fuéramos. Yo estaba casi derrotada pero Dante insistió. —Lo que más vale de este coche es su leyenda, señor, eso es justo lo que usted pagó por treinta mil pesos, fuera de eso el auto es chatarra… —¿¡Y con qué crees que se trabaja aquí, pendejo?! La situación era insalvable. Casi me resigno y Dante no parecía querer seguir en ese asunto que para empezar no era su asunto. Entonces el celular del Pitayas comenzó a sonar y todavía molesto, el supuesto gurú de las antigüedades contestó. Al otro lado de la línea debía haber alguna 142


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persona importante para él pues de inmediato su semblante cambió, se puso amable y risueño. —¿Qué pasó, mi amor? No, aquí haciendo negocios ¿Y tú?... ¿¡Cómo?! ¡No mames, tú me dijiste que tenías seguro! ¡No, no mames! ¿¡De dónde chingados vamos a…?! ¡No, la mierda!, ¡No soy un pinche hombre rico Karina! ¡¿De dónde quieres que saque treinta mil pesos ahorita, no seas…?! Y así ocurrió. El Pitayas se me quedó viendo como si yo fuera un cheque en blanco. Pidió a la persona que le estaba llamando que esperara un momento del otro lado de la línea y se dirigió a Dante y no a mí. —¿Si te lo vendo en treinta y cinco tendrás el dinero mañana mismo? —¡Treinta! —grité feliz. —¡Ni madres! —contestó molesto el Pitayas sin siquiera mirarme. El que si me miró fue Dante y con un gesto con mis manos le hice saber que lo teníamos. —Puedo darle treinta mil mañana y dos mil la próxima semana —dijo Dante sereno y tranquilo. —¡Treinta y cinco! —reclamó el Pitayas. —Podemos hacerlo cómo usted quiera, yo solo le daría treinta y dos. El Pitayas puso el teléfono celular sobre una mesa llena de mil cosas y entre ellas buscó algo, cuando lo encontró se lo mostró a Dante, era la factura del coche que todo este tiempo había estado sobre una mesa grasienta entre latas de cerveza. —Treinta y dos mil quinientos mañana a las nueve o no hay trato. Como puedes ver todo es legal. Dante apretó la mano del chatarrero y quedó cerrado el trato. Cuando salimos de ahí Dante dio un gran suspiro y yo estaba saltando de la felicidad pero entonces caí en cuenta de que yo no tenía tanto dinero, solo tenía una bicicleta que valía menos que eso pero no tenía el maldito dinero en 143


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mano. Pero entonces Dante me dijo que al día siguiente llevaría el dinero, que yo no me tenía que preocupar y que él vendería la bicicleta a alguna otra persona, que conocía el medio y sabía quién podía comprársela a buen precio. Yo me quedé impresionada y recordé que él solo había venido para tomar una simple taza de café. Entonces, cuando ya estaba oscuro, se dijo fatigado y se fue sin mucho drama, yo pensé que al día siguiente corría el riesgo de no verlo nunca más, pero a las nueve de la mañana tocó a la puerta de mi casa y fuimos hasta el deshuesadero. El Pitayas parecía ya estar más tranquilo y luego de recibir y contar el dinero nos dio las llaves. No dijo o hizo nada más. —¿Sabes conducir? —me preguntó Dante mientras miraba el automóvil a detalle. —¡Por supuesto, sube! Quería dar a Dante un paseo mágico en el nuevo automóvil que ahora era mío pero el tráfico de la ciudad frustró mi audaz plan. Dante al ver mi estrés por el tráfico, me invitó a pasarme al asiento del pasajero. Yo accedí harta de todo aquello y nos cambiamos de lugar mientras duraba una luz roja de esas bastante prologadas. Ya al volante Dante hizo una pregunta clave en todo este asunto. —¿Cuándo vas a devolvérselo al dueño original? La pregunta me tomó en curva. Yo me había desparramado sobre el asiento del pasajero sin pensar en nada más, pero al escuchar aquella pregunta mi cuerpo se puso tenso y me incorporé mientras trataba de balbucear alguna respuesta coherente y al no encontrarla… —Voy a ser otra vez franca otra vez. ¿Ok? —Ok. —No voy a devolvérselo al dueño original. Ese tipo me lastimó y yo bueno… ¡no voy a devolverle el puto automóvil! —Interesante. ¿Te lo vas a quedar entonces? Era una buena pregunta. No tenía ni idea de qué quería hacer con el Mustang. Solo me había dado el impulso de 144


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tenerlo pues lo tenía al alcance de mi mano. ¿Había sido una venganza contra Toño? No, era más bien quedarme con algo de él, al menos una cosa. Pero entonces pensé que aquello era ridículo, yo ni siquiera tenía licencia de conducir y si hubiese chocado aquel automóvil mientras lo conducía me hubiese metido en serios problemas. —Bueno, Dante, hagamos esto, vamos a venderlo. Yo te doy la bicicleta y te doy algo de lo que nos paguen por el automóvil. —¿Sabes dónde venderlo? —No, no tengo ni puta idea. —Yo sí. ¿Quieres que vayamos ahora? Miré a Dante con sorpresa, era un estuche de monerías. —Bien, vamos. Y así volamos, lo que nos permitió el Periférico a medio día, hasta uno de esos sitios donde se venden y compran automóviles usados. Dante aparcó el Mustang y me pidió esperar un poco, luego de veinte minutos apareció con un hombre que sin duda tenía mucho mejor aspecto que el Pitayas. El hombre examinó el Mustang durante más de treinta minutos, detalle a detalle. —Está a medio restaurar pero aquí tenemos… —Un clásico… —se adelantó Dante. —Exacto, una edición especial. ¿Ya viste la cola? ¿Cómo demonios lo tienes tú? No te gustaban los deportivos. —Es de ella, una amiga. El hombre me saludó de beso y luego volvió a irse con Dante. Luego Dante regresó y me pidió las llaves del Mustang. —Vámonos, despídete de él. —¿Eso fue todo? ¿Está vendido? —Sí, así es. Acaricié la puerta del conductor del Mustang y le dije a esa digna máquina: —A mí también me abandonó. —Bien, puedes tomar dos mil pesos de los treinta mil ¿de acuerdo? —dije a Dante luego de salir de mi despedida 145


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nostálgica de un automotor. —Voy a tomar los dos mil, pero, no lo vendí en treinta. —Está bien, no importa, toma los dos mil. ¿En cuánto lo vendiste? —Trescientos cincuenta mil pesos. Un nudo se me hizo en la garganta. Luego pensé que era una broma y puse una sonrisa pícara… —¡Casi me engañas! —Habrá que pagar algún impuesto. Pero te puedes quedar con el resto del dinero. Fue tu carro, fue tu idea. —¡Espera! ¡No lo vendiste en eso! —Cristina, es un clásico, una joya. Lo vendí a un mal precio porque el dueño anterior, tú amigo, le puso piezas no originales, eso hizo que el auto valiera menos, pero lo que tenías era un auto impresionante. Solo se fabricaron cien de estos… ¡No puedo creer que el tipo del deshuesadero no lo supiera! ¡Si me hubiera dicho que cien mil se los habría dado en ese instante! Yo quedé asombrada. Dante me preguntó si yo tenía alguna cuenta de banco y le contesté que no tenía alguna cosa así. Entonces me dijo que eso era bueno, que día a día me llevaría cinco mil pesos hasta completar la cantidad pagada. Decía que era mejor poco a poco pues llevar mucho dinero en efectivo por la ciudad no era para nada una idea segura. Y así fue. El siguiente día me dio cinco mil pesos y le invité un café. Empezamos a hablar por horas, él estaba fascinado conmigo y me lo había demostrado. —¿Qué harás con el dinero? Ahora tienes mucho dinero —me preguntó Dante cuando daba un sorbo a su expreso. —Bueno, no lo sé. Es demasiado dinero. En realidad no lo necesito pero creo que compraré una mezcladora, una computadora y un paquete para grabar mi música. —¿La música rap de la que me has hablado tanto? —Sí, esa música. —¿Puedo hacerte una sugerencia? —¿También eres experto en mezcladoras? 146


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—No, es una sugerencia en otro sentido. Compra un vestido y unos zapatos. —¡Oye, no me visto tan mal! —Perdón, aclaró: cómprate un vestido y unos zapatos de tango. Para bailar. —¡No, no! De ninguna manera volveré a ese baile horrible. Dante se quedó callado y solo dio un sorbo más a su café, recordé que él era uno de esos apasionados por el tango y traté de corregir mi muy honesta opinión de la que Jordana decía que era una danza. —Es decir, es horrible para mí… pero, bueno, no es horrible en el sentido general… —Apostemos. No creo que en realidad pienses que el baile es horrible. Baila conmigo otra vez. —Bueno, sí. Quizás la próxima semana podamos ir a una de esas cosas… milongas. —Me refiero a ahora. Aquí, ahora. —Dante, esto es una cafetería, no hay ni siquiera música aquí. Dante entonces sacó de su bolsillo una IPOD y la puso sobre la mesa. Era un aparato de esos caros, seguramente tendría buen sonido. La cafetería estaba compuesta por una sola pieza que al fondo tenía el mostrador con el aparador lleno de trozos de pasteles caros y caducos, galletas de avena y uno que otro sándwich congelado, no era sin duda una buena cafetería, las mesas eran pequeñas, apenas para dos personas, y había una diez de estas, todas ocupadas pero separadas por un pasillo lo suficientemente amplio como para bailar casi cualquier cosa. —Si lo que dices es verdad y este baile es horrible no disfrutarás bailarlo otra vez, y podrás quedarte con la bicicleta. —¡Dante…! —Pero si logro hacerte sentir algo especial, al menos algo positivo durante una sola pieza de baile, un solo tango. 147


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Tendrás que venir a clases conmigo. —No volveré con Jordana. —Yo no tomo clases con ella, me refiero a las clases del maestro Agustín. —¿El dónde da clases? —Solo da clases particulares. Cobra muy caro, por supuesto. Pero ahora ya tienes dinero. —Por supuesto —dije yo con cierto tono de burla y entonces, aquel chico se puso de pie y con su mano derecha me invitó a bailar. —Dante… no, hay gente… traigo tenis no tacones… Con su mano izquierda puso play al iPod y comenzó a sonar el tango de “Por una cabeza”. —Por favor —dijo él como pidiendo piedad y yo se la di. Me puse de pie y él me tomó por la cintura y me llevó un poco lejos de la mesa. Me colocó en posición de tango y dio el primer paso. No fallé y él tampoco. Primero el paso básico y luego del cruce regresamos a dos, de ahí caminamos hasta el otro extremo de la habitación y me ordenó una castigada en la cual mi pie izquierdo casi golpea con el aparador de los pasteles insípidos, luego una serie de “ochos” completos y si han escuchado esa pieza, hay un momento dramático que te obliga a aumentar la intensidad del paso, Dante lo aprovechó para que diéramos un giro vertiginoso y de ahí caminó rápido hasta la otra esquina del café. La gente ya estaba desquiciada para entonces, todos habían dejado de charlar y hasta el dueño del café, un hombre barrigón y generalmente malhumorado, tenía una sonrisa como de niño mirando fuegos artificiales. Dante aprovechó aquel estrecho espacio que teníamos y lo hizo parecer infinito. A media pieza los nervios me habían abandonado y ya tenía nuevamente la sensación de estar danzando por las nubes. “Por una cabeza” terminó suave y ese cándido cierre Dante lo aprovechó para deslizar su mano sobre mi pierna y llevar mi boca muy cerca de la suya. Así quedamos como estatuas por un segundo hasta que 148


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escuchamos los aplausos de algunos de los presentes y entonces él me besó por primera vez. —Bien, te veo mañana con otros cinco mil pesos para ir por un vestido y unos zapatos de tango y de ahí vamos a practicar —dijo Dante seguro de que había ganado la apuesta. —¿Mañana? Mañana queda muy lejos, paguemos y vamos al kiosco del parque. —¿Para qué? —Quiero más… —le dije al honroso caballero que tenía ante mí y que me había robado un suspiro. Y así fue, hasta más allá de media noche Dante y yo bailamos en el kiosco lejos de los mirones. No solo bailamos, cada paso con Dante me arrancaba un poco más de piel. Animada por una lujuria que ninguna otra cosa me había sentir nunca antes esa noche fui completamente dichosa.

Esos días vi a Dante de forma diaria. Cada día el chico me daba cinco mil pesos y una cuota de besos y pasos de baile todavía más grande. Cualquiera que no supiera de la venta del Mustang sospecharía que yo me estaba vendiendo muy cara. El chico era apuesto y lindo, ese último adjetivo era en serio, no solo me llevaba el dinero, los tangos y las caricias, también, de vez en cuando, un regalo como una rosa o un disco de algún rapero que algún tipo de alguna tienda de discos le había recomendado o le había dicho que era el que estaba de moda. En la escuela yo seguía ignorando a mis amigas y ellas habían comenzado la guerra con Rizo pues el ojete ya no me veía cerca de ellas y pensaba que yo era la que les había proporcionado protección. En cierta forma el patán tenía razón, pero no sabía que ahora Alina andaba con el tipo que 149


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le había partido la nariz. Sin embargo, Alina jamás mandaría golpear otra vez a Rizo, estaba segura de que ni siquiera le decía nada a Toño de todo ese asunto del bullying. La única que me buscó de mi pasado fue Magda. La muy maldita me reclamó no haber ido a los juegos de básquet durante dos semanas y yo simplemente le expliqué que ya no era amiga de Alina ni de Miranda —¿Y eso qué, güey? —me contestó indignada. Así, no solo me vi obligada a seguir asistiendo a los juegos, también tuve que ir a los entrenamientos y los sábados a correr al bosque del Pedregal con Magda. Si ella no hubiese sido una buena compañía jamás lo hubiera soportado, pero comencé a tomarle afecto a la buena Magda y comenzamos a hacernos muy amigas. Un día le ofrecí comprar nuevos uniformes para el equipo y aprovechando el día de shopping compré no solo uno sino cuatro vestidos para bailar tango además de tres pares de zapatos para el mismo fin. —¿Te vas a clavar en esto del tango? —me preguntó ese día mientras me probaba unos zapatos. —Depende. —¿De qué? —De cuanto dure con Dante. —¡Andan! —Bueno… —¡Eres una pinche puta! —me dijo Magda en buena onda. —¡Oye, cálmate! El me buscó, no yo… —Bueno, el güey está bien bueno… ahora ya sé porque tienes tanto dinero. —No es por eso. Vendí una cosa y por eso tengo para estos zapatos y también con eso compré los uniformes. Pero sí, él está bien bueno. —¿Se la pasan como conejos? —me preguntó Magda con una sonrisa pícara. —¿Cómo es eso? 150


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—Pues cogiendo, pinche Cristina. —No pues, cómo te digo que no si sí —dije riendo—. Es diferente a todos ¿sabes? Cada que bailo con Dante terminamos en la cama y él me trata muy… delicadamente. Así siento que lo disfruta tanto como yo y no nada más es pinche sexo para él Hasta en la cama es un caballero, siempre me pregunta y siempre me complace. Es el mejor sexo que he tenido nunca, solo quizás comparable con el que tenía con… Hice una pausa, el recuerdo de Toño me asaltó y me sentí muy confundida. La nostalgia no era algo que me gustara, siempre la desdeñaba y pensaba que era un sentimiento inútil, pero en ese instante me consumió completa y era terrible pues ese sentimiento no debía estar ahí, justo cuando se suponía yo era la persona más feliz y afortunada de todo el desdichado planeta. —¿Con quién? —preguntó Magda con curiosidad. —Con nadie, no importa —dije para evadir—. ¡Disfruto mucho estar con Dante! —Entonces te vas a clavar un chingo en esto del tango porque a él le encanta… Y así fue. Durante los siguientes seis meses bailaba diario unos veinte tangos al día, y lo hacía por pura pasión, por pura calentura de sentir a Dante. No pocas veces nuestro baile terminaba en la cama de alguno de los dos, no pocas veces esos bailes eran el preludio de orgasmos interminables. Fue una época maravillosa. Además, gracias al deporte y la dieta que me hacía llevar Magda para ser mejor basquetbolista, yo había perdido muchos kilos, ya no era una… —¡Una vaca! Recuerdo que te dije eso, Daza. Pero no lo decía en serio, era solo para molestar a Jordana —me decía el maestro Agustín durante una de las clases. Si Jordana era estricta, el maestro Agustín era el diablo: nos hacía bailar a mí y a Dante durante tres horas consecutivas y nos corregía todos los detalles habidos y por 151


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haber. —Tienes el porte chica, lo tienes. Sin embargo todavía eres muy frágil. Daza, necesitas hacerte más fuerte y flexible al mismo tiempo. —Bueno, si sigo bailando tanto… —¿Bailar tanto? ¡Esto no es nada, Daza! No. Hablo de entrar de lleno a esto, mi reina. Tú tienes un don pero si no lo desarrollas serás como… Jordana por ejemplo. —¿¡Jordana!? Yo ya quisiera ser como ella, profesor. —¿Y terminar dando clases en alguna casa de la cultura? —Bueno, mis profesores de la escuela dicen que si yo termino vendiendo mangos en la calle seré un éxito. Así que dar clases de baile para mí sería mucho pedir. —Quiero proponerte algo. Entra a la escuela de danza, a la Nacional de Danza. El maestro Agustín no solo daba clases en la Nacional de Danza, él era una leyenda en ese recinto, él había sido bailarín de ballet en su juventud y se había presentado en el teatro del ballet Bolshói en Rusia. Bueno, eso era solo la punta del iceberg. —¿Qué edad tienes, Daza? —Cumpliré dieciocho en dos meses. Ya estoy grandecita como para pensar en bailar ballet, profesor. —Sí, pero no queremos que hagas ballet. Aún con esa cintura que has logrado para ellos sigues siendo una vaca, ¡ja! No. Daza, harás contemporánea y esa será tu base para lograr lo que sea en el tango. O dime, ¿acaso tienes otros planes? ¿Realmente quieres vender mangos? Reí con su broma pero luego me puse sería. Este tipo realmente creía que yo podía lograr algo en mi puta vida; ni mis padres, mis maestros o mis amigos me habían dado tantas alas. Así pues… —Pues sí, entraré entonces. Ya veremos qué pasa. —¡Bella! —exclamó feliz el maestro Agustín mientras daba un aplauso que retumbó en el salón donde daba sus 152


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clases privadas. —Pasará lo que tenga pasar. No pierdas tiempo, mañana ven conmigo al Instituto Nacional de las Artes. —Profesor, apenas voy en el primer año de la preparatoria, he repetido algunos grados… no puedo ir a la universidad de un salto… —Te equivocas, en la Nacional terminarás la preparatoria y ya está. La Nacional no es una universidad, Daza… es una academia de arte. Estamos por encima de una universidad normal. Aquí no vamos a formar una burda profesionista, en la Nacional forjamos ángeles. Y ese fue el comienzo de mi contrato celestial. Dante rompió con su antigua novia vía Skype. Ella lloró a través de la fibra óptica de la manera más genuina que pudo y luego pasó esa noche en un bar de cervezas alemanas de barril fumando y bebiendo con su rock-star. Nosotros por nuestra parte, seguíamos en la clandestinidad pero un buen día decidimos que eso ya era estúpido y había dejado de ser divertido. Cuando mi mamá conoció a Dante lo adoró. Entonces una vez ella nos invitó a Dante y a mí a una cena de celebración junto a papá. Mi mamá celebraba que había conseguido un nuevo trabajo en una revista de opinión política, le pagarían menos que lo que le pagaban por escribir horóscopos pero parecía que ella se estaba moviendo hacía el extremo feliz del espectro de la vida. En esa cena papá y Dante platicaron harto sobre la situación del mundo, que si Gaza e Israel, que si Chávez u Obama, que si el petróleo era nuestro o de las multinacionales. Papá luego me diría que Dante era muy inteligente y culto, eso me importaba poco a mí, no era eso lo que exactamente me atraía de él. Mamá estaba más acertada a ese respecto. —Es guapo, ¿eh? —¿Dante?, pues si, Mamá. El día que tuve que conocer a la familia de Dante sentí 153


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una presión infinita. La última novia de Dante había sido una modelo, y ahora llegaba… ¿yo? No había punto de comparación y la familia de Dante me hizo sentir eso desde el primer minuto. Su madre no dejaba de hablar de Olivia, la exnovia, y su padre fue al grano: —¿A qué te quieres dedicar, Cristina? —me preguntó midiendo el volumen de su voz y la fuerza de mi carácter. —¿Qué? Bueno, no lo sé todavía. —Se inscribió en la Nacional de Danza, papá —dijo Dante que también parecía estar tan nervioso como yo. —¿Quieres ser bailarina? —insistió el padre. —No sé, ya veremos qué pasa. —No entiendo ¿Entonces para qué te inscribes? — preguntó inquisidora la madre. —Porque no tengo nada mejor que hacer. —No creo que esa actitud te de mucho en la vida, hija. Uno debe de buscar ganarse el sustento. El dinero no cae del cielo —explicó el padre de Dante y todos apoyaron su idea. En ese momento el mesero llegó con la cuenta. Yo me atravesé y tomé el recibo antes que el padre de Dante lo hiciera. Fui grosera, el mesero miró al padre de Dante… —Perdón, por favor, déjenme invitarlos —dije con voz dulce para ablandar su reacción. Miré la cuenta: eran más de cuatro mil pesos de cena y es que estábamos en un buen restaurante, Dante, sus padres, sus hermanas, su abuela y yo. Saqué el dinero asegurándome de que todos vieran ese enorme fajo de billetes, además dejé una generosa propina. —Sí, señor, el dinero no cae del cielo. Fue el acto de dignidad más caro de toda mi puta vida. Luego, Dante y yo bailamos durante una hora frente a su familia y los demás comensales. Cuando no bailábamos en restaurantes lujosos, Dante me demostraba lo divertido que era: Él no usaba coche, 154


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vivía cerca de su lugar de trabajo, en Polanco, entonces solía caminar y pagar taxis. Una vez, decidimos no pagar el taxi sino tomar el Metro. Era domingo y había poca gente. —¿Cómo van las cosas en la Nacional de Danza? —Locas. —¿Locas? —Mucho. Está llena de chavitas fresas y niños gays. Son relajados pero a veces me pregunto si no sabrán que el mundo es una mierda. —Lo saben, pero es mejor no verlo. —¿Cómo lo sabes? —Yo soy uno de esos chavitos fresas ¿no? —No, tú eres distinto, tú lees y sabes un montón de cosas. Pero bueno, tienes razón, tú tienes más tiempo tratando con personas así, con un montón de lana y poco cerebro. Eso es peor que la gente sin lana y poco cerebro. —Tú eres ahora una persona con dinero y mucho cerebro. —No, yo también soy tonta. Antes pensaba que todos eran pendejos menos yo, pero ahora no tengo ni puta idea de qué voy a hacer en la vida. —Creo que está bien que no pienses en eso todavía si no sabes lo que quieres. Pero en cuanto lo sepas… —Es que según yo ya sé, ¿sabes? Siempre digo que escribo rimas de hip hop pero mi… un amigo que tenía me dijo que no he hecho nada con eso y es verdad. ¡Mírame! ¡Tengo dinero para comprar la consola y la mezcladora desde hace meses y no he hecho ni madres! —Pero te has comprado varios vestidos de tango, zapatos… —Vale mierda… ese baile. —¿Quieres bailar? —Sí, cuando lleguemos… —No, aquí, ahora… —¿En el metro? ¿¡En el puto metro!? —Bueno, no es tan malo. Representa un reto técnico 155


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interesante. Dante se levantó de su asiento y sacó su iPod que yo sabía podía sonar como el diablo. Comenzó un tango y me invitó a bailar, otra vez, en un lugar inesperado. Y otra vez, “Por una cabeza”. —¡¿Otra vez?! ¿No tienes otra rola en tu iPod? — pregunté ya tomando su mano derecha y su hombro izquierdo. —Ya la tenemos montada, la gente común la conoce y la adora ¡es nuestra carta de presentación! En el Metro viajan los cadáveres de la ciudad, incluso en domingo esos vagones están llenos de rostros inexpresivos y almas en pena sin ganas de vivir. Nuestro comienzo cadencioso no les pareció en absoluto interesante, y ni con la música volteaban a vernos. Pero entonces Dante y la orquesta encerrada en el iPod aceleraron el tiempo y esos rostros desencajados comenzaron a observar. Veníamos de practicar, así que ambos teníamos los zapatos adecuados y yo portaba un vestido que, aunque no era vistoso si dejaba ver la elegancia de mis pasos. Se los juro, esos viajeros del inframundo comenzaron a reaccionar, nos otorgaron primero su mirada curiosa y luego sus pupilas abiertas, a algunos les sacamos una sonrisa y a todos les robamos el asombro. Cuando el tango terminó, una señora obesa de esas de aspecto proletario que parece que nunca tienen descanso en la vida, nos otorgó dos aplausos. Dante me soltó poco a poco mientras el tren arribaba a una estación y abría sus puertas. Un hombre de vestir sport descendió del vagón pero antes de perderse en el “antes de subir permita bajar” ofreció a Dante una moneda de dos pesos. Dante la recibió y ambos nos reímos. Bajamos del vagón y nos carcajeamos por largo rato. Éramos felices, insolentes y presumidos. —¿Lo hacemos otra vez? —me preguntó. —¡Vale! Y bailamos de vagón en vagón, capoteando a la policía y 156


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la mafia de vendedores ambulantes. Esa tarde, luego de bailar por dos horas en los trenes, obtuvimos trescientos pesos que usamos para beber un café. —Dante, ¿dónde habías estado todo este tiempo en mi vida? —pregunté realmente enamorada.

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12 LA PAZ FIRMADA CON PESOS Ya tenía dieciocho años, de hecho ya estaba por cumplir los diecinueve, cuando tuve que volver a ver a Miranda. Fue un día en que regresé a la preparatoria por unos papeles que necesitaba para realizar los trámites de re-validación para graduarme del bachillerato, etapa que finalmente y, con el orgullo de mi madre y la incredulidad de mi padre, estaba por terminar. Primero tuve que ver a Buenfil. —Es increíble el cambio, señorita Cristina. Increíble. —¿Por qué? ¿Qué cambio? —Cuando usted llegó aquí a esta escuela era una completa delincuente y ahora está usted graduada y vestida como dios manda. Lo estaba, sino como dios mandaba si como la sociedad lo pedía de una joven de clase media de mi edad que se jactaba de estar emocionalmente estable, ya no había nada de hip-hop ahí, solo había marcas de ropa conocidas que se aglomeraban en los grandes mall de nuestra ciudad tipo plaza Reforma o Polanco, ropa cara y bonita, como debía ser. Me sentí un poco triste pues el comentario de Buenfil era como la rendición de mi identidad. Salí de su oficina perturbada. —Como dios manda… —dije en voz baja. Traté de salir rápido de esa preparatoria que me traía sensaciones contrarias pero me topé con los jardines y sus 158


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eternos aspersores de agua y con Miranda llorando sentada en una banca a la sombra de un árbol. Primero dudé si era ella pero su atuendo no mentía como el mío, era la Wicca y sus ropas vaporosas de hippie atrapada en los 60. Luego de estar segura detuve mi andar. Dentro de mí dije —chinge su madre, que se joda— luego regresó el deseo por volver a tener amigas. En la Nacional de Danza no las tenía pues todas eran para mí unas extraterrestres que hablaban de técnicas y movimientos que yo no entendía pero que ejecutaba mejor que ellas, y eso las mataba de la envidia. —Oye… —dije en voz alta pero sin acercarme mucho. Ella levantó la vista y me miró con una expresión de sorpresa. Teníamos casi dos años sin vernos. No dijo nada y de nuevo pensé —chinge su madre, que se joda. Pero me quedé perpleja como ella hasta que… —¿Qué haces aquí? —preguntó ella. —Vine por unos papeles. ¿Estás bien? —Sí, es que… estoy sensible. —Sí, la puta menstruación ¿no? Bueno, vas a estar bien, estoy segura, tú siempre hallabas la forma de estar bien. Miranda bajó la mirada otra vez y nuevamente comenzaron a correr lágrimas en sus ojos. —Oye, oye, vamos —dije acercándome a ella y sentándome a su lado—…tú no eres así, todo va estar bien. A ver dime ¿qué pasa? —Tienes razón voy a estar bien. No es nada. —¿Segura? —Sí, gracias. Me levanté y caminé unos metros. Mire atrás. —Que se joda —volví a pensar. Di otro paso… miré atrás y súbitamente regresé. —¡Wicca, por favor! ¡Vamos a tomar un café y arreglar todo esto! La Wicca me respondió con una sonrisa. Luego saltó de su asiento y me abrazó. —No sabía que tomabas café —me dijo cuando todavía 159


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nos abrazábamos. Caí en cuenta de que el hábito de tomar café lo había aprendido de Dante, ese y otros hábitos propios de la clase alta como el vino en las comidas, las tardes de centro comercial, los viernes de cine VIP y las cenas en restaurantes de Polanco o la Condesa. —No hay café aquí —dijo ella —pero enfrente de la plaza del Pancho Villa está el lugar donde venden tortas y está bueno, ahí podemos sentarnos. Me pareció bien, así que tomamos una mesa en ese lugar aunque no pedimos ninguna torta, solo dos refrescos. —¿Por qué llorabas? Miranda pensó unos segundos su respuesta. —Sabía que venías. —¿Cómo? —Sí. —Pero entonces ¿por qué llorabas? —pregunté todavía sin entender lo que ella me quería decir. —Espera… —ella bajó la cabeza y cuando la levantó estaba otra vez con lágrimas. Entonces comprendí que yo había sido emboscada por una llorona. —¡Hija de puta! ¡Estabas fingiendo! Todavía llorando ella se soltó a reír. Luego de sentirme engañada pensé por un minuto en levantarme y salir de aquel lugar pero acepté que había sido una buena táctica y que había funcionado: estábamos hablando otra vez como en los viejos tiempos. —Te ves muy diferente, Cristina. —Es para encajar con la familia de Dante. Tú sabes que no soy así pero sus papás y toda su familia me invitan a convivios y cosas familiares donde no puedo ir vestida como antes lo hacía. Además mucha de esta ropa me la regala él. ¿Si sabías que estaba con Dante, verdad? —Sí, si sabía. No importa quién te de la ropa, te ves muy bien. 160


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—Bien, pero dime ¿cómo sabías que yo iba a venir a la escuela? Entonces el celular de Miranda llamó. Ella contestó y sin dejar de mirarme… —Sí, ya está aquí, estamos en las tortas del Pancho Villa. Colgó. —No es Alina ¿verdad? —No. Ella no sé si esté preparada para verte otra vez. Tampoco sé si tú lo estás. —¿Siguen juntos? —Sí, siguen juntos. ¿Eso te molesta? Sí, me molestaba, mucho. Pero… —No, para nada, yo ya olvidé. —¡Bien, un aplauso para el amor entonces!, oye quizás quieras verla al rato, le va a hacer bien verte sabiendo que ya no estás molesta con ella o con su relación con tu ex. —Dijiste que no sabías si estaba ella preparada para verme… —Porque no sabía si tú ya la habías perdonado. No la había perdonado. Aunque ¿de qué habría que perdonarla? Yo era la que la había humillado, y sí, ella se había llevado a Toño… si debía perdonarla. La odiaba todavía, pero… —Sí, ya la perdoné, a todo el pasado ya l dije adiós. —Se quiso matar hace un mes ¿sabes? —¡¿Qué?! ¿¡Cómo que…?! —Sí, pero falló… —¿Por qué? Es decir, tiene a Toño ¿no? —Sí, pero lo de su rostro es muy difícil… —Si no puede cambiar eso debería ya de aceptarse como es. El Toño la acepta ¿no? —Sí. —Ahí está, si ese güey la acepta ¿para qué se mata? —Pues yo también estaría… más bien, yo estuve más o menos como ella, aunque una nariz fea no se compara con lo que ella pasó… 161


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—Ok, pero si no lo puede cambiar… —Si se puede, eso la frustra más. —¡Pues entonces que lo haga! —Cristina, no tiene el dinero para eso. Es una cirugía muy costosa. Yo misma la acompañe a ver a un médico. Ella no tiene el dinero para eso, mis papás no quisieron prestarnos e hicimos una fiesta para reunir el dinero pero solo salimos con pérdidas pues no la supimos organizar, fue un desastre. —¿Cuánto cuesta? —¿La fiesta? —La pinche operación, Wicca. —Son como doscientos mil pesos. En fin, tú ya le preguntarás más detalles al rato que la veas. —¿En dónde la vamos a ver? —En la clase. La de Jordana. Todos ahí te extrañaron. —¡Ay, Wicca, no digas mentiras! Esa gente no me extraño. Pero está bien, iré contigo. —No son mentiras, realmente todos pensaron que podías llegar a ser muy buena. En ese momento se apareció Magda. Para mí fue sorprendente. Magda era lo más parecido que yo tenía a una amiga y a una entrenadora personal al mismo tiempo. No debía estar ahí en esa mesa aunque yo sabía que ella, todo este tiempo, había seguido asistiendo a la clase de Jordana. —¡Oye!, ¿tú qué haces aquí? —le dije efusivamente al tiempo en que la saludaba. —Pues ya ves. Es que queremos decirte algo —dijo Magda. —Se hicieron amigas ¿o qué? Ustedes son muy diferentes. ¿Es por eso que sabías que yo iba a venir a la escuela, Miranda? ¿Magda te lo dijo? Magda se sentó al lado de Miranda, muy junta… extremadamente junta. Luego se tomaron de la mano y colocaron esa unión sobre la mesa para que yo la notara. No me respondieron aunque era evidente que, en efecto, 162


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Magda le había informado a Miranda que yo iría a la escuela pues yo unos dos días antes le había pedido que me acompañara porque no quería enfrentarme a mi antigua escuela sola. A eso Magda solo me lanzó un —¡No mames, ve tu sola, pinche Cristina! — y no hablamos más del asunto. —¿Qué está pasando aquí? —pregunté. Ellas se miraron una a la otra como pensando quién iba a dar la explicación, pero Magda hizo algo más radical, besó la boca de Miranda frente a mis ojos y casi me voy de espaldas. —¡¿Cómo?! ¡¿Desde cuándo?! —alcancé burdamente a decir. Separaron sus bocas y Miranda me contestó. —Hace un mes más o menos. —Miranda —le dije—, no sabía que tu… —Yo tampoco —contestó ella. —Bueno, ¿qué piensas? —me preguntó Magda. —Nada, es decir a ti te miro casi todos los días y por alguna razón nunca me pregunté qué te gustaba. Y a Miranda la deje de ver hace mucho tiempo, para mi es como, ¡cielos!, estuve mucho tiempo sin mirar muchas cosas. Pero para mí es igual, si se refieren o tenían miedo de que yo les dijera que se iban a ir al infierno, pues no. Entre ambas me contaron la dulce historia de amor de cómo Magda pudo convencer a Miranda de tratar de ser pareja en el medio de un asunto de autodescubrimiento extremo y agotador. Magda había tenido ya otras relaciones fugaces con chicas, pero todo había sido más un asunto clandestino. Cuando conoció a Miranda por primera vez aquella ocasión de nuestra primera clase con Jordana, Magda sintió lo que los románticos llaman el amor a primera vista pero se abstuvo y luchó lo más que pudo contra esa fuerza natural que le decía: —¡habla con ella! El tiempo le fue dando la razón al sentimiento y un día Magda se atrevió a sacar a Miranda a bailar uno de esos tangos 163


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remendados con tristezas. El único tema que se le ocurrió para hacer la plática fue preguntarle sobre mí con la excusa de que quería invitarme a su equipo de básquet. En esa ocasión Miranda dijo buenas cosas de mi persona pero lo más importante fue que Magda le cayó bien a ella. Cuando yo dejé de ir a las clases de tango y a los juegos de básquet Magda se convirtió en la persona que le informaba a Miranda todo lo que yo hacía y dejaba de hacer, pero llegó el día de sincerase y Magda fue la que se armó de valor y explicó en medio de una milonga de sabroso compás, que en realidad disfrutaba ser la informante por el simple hecho de que eso le permitía hablar con mi amiga. La Wicca se extrañó ante tal confesión y aprovechó otro tango para explicar que podían ser amigas, que ya lo eran, pero no nada más pues eso de la homosexualidad no era lo de ella. Magda lloró esa noche en el quiosco del parque que estaba cerca de la casa de la cultura pero extrañamente no se rindió, al parecer había alcanzado a leer la mentira en las palabras de la Wicca. —Está bien, seamos amigas —le dijo un día Magda a Miranda y ese fue el comienzo del romance más complejo de toda la historia, un amor que cedía pero que se declaraba como simple amistad, una lujuria que se escudaba en el experimento y una pasión que solo encontraba, lo que son las cosas, su espacio público al bailar tango. Y es que, bailando, Magda y Miranda podían estar abrazadas y tomadas de la mano sin que la sociedad dijera nada, sobre el tango construyeron su romance pero pronto ya no bastó la pista de baile para ellas, necesitaban decirlo y yo era tan solo otro escalón en su camino hacia la visibilidad. Magda explicó que tenían que contarme porque poco a poco estaban informando a las personas que les eran más cercanas acerca de su relación, los padres de Miranda aún no lo sabían pero los de Magda ya, toda la Milonga y la clase de Jordana lo sabían y yo era una de las últimas en enterarse. Y ahora ahí estaban, esas dos personas 164


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abriéndose paso entre una serie de miedos reales e infundados que ellas y la sociedad tenían. Luego, Miranda apuntó que ya se hacía tarde para ir a la clase de tango. Magda entonces se preocupó. —¿Estás segura que quieres ir a la clase, Cristina? —me preguntó Magda. Yo sabía que iba a ver a Alina y si alguna vez iba a haber una tregua esta debía ser completa. Aunque yo por dentro no sentía todavía paz, al menos una solución política se le debía dar al asunto. Así, mi mente se preparó para volver a ver mis antiguos compañeros de clase, a Jordana y a Alina, pero nunca me preparé para ver a… —¿¡Qué haces aquí!? —le pregunté a Toño tan solo lo vi en la clase de Jordana. —¡Cristina! —me saludó él efusivamente mientras me abrazaba. Alina también se portaba amable, parecía que en esos dos años yo era la única que había guardado el rencor con la cautela de no perderlo nunca. —¡Pues que bailo tango, güey! —me dijo Toño emocionado y pensé que aquello era obvio siendo él pareja de Alina — ¿Dónde te habías metido en todo este tiempo, güey? —Toño yo… Estaba en shock. Pensé en salir corriendo rápido de ahí y de hecho así lo hice. Todos se me quedaron viendo con cara de —¿Y ahora qué le pasa a esta?—. Como siempre, Miranda salió corriendo detrás de mí y ya afuera de la casa de la cultura me recargué sobre el tronco de un árbol de esos viejos y legendarios y no pude evitar vomitar el refresco que recién había bebido en el local de tortas de la plaza del Pancho Villa. Me sentí estúpida, tremendamente estúpida: luego de casi dos años no había podido con Toño y su recuerdo y esa absurda estadística me hacía sentir la más pendeja del mundo. Era como decía una canción, mis poderes no eran nada y el tiempo no lo cura todo, el tiempo no cura nada. Tampoco era verdad que un clavo saca a otro 165


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clavo pues no había clavo más lindo y apuesto que Dante y aun así mi corazón me traicionaba. Levanté la vista al cielo pidiendo una clemencia que no llegaba. —¿Estás bien? —me preguntó Miranda. —Wicca, no me dijiste que… —Pensé que era obvio. Perdón. —Está bien. No te preocupes. —¿Quieres que te acompañe a casa? —No, volveré, solo necesito un poco de aire. Necesito respirar y necesito, necesito… necesito refuerzos. Tomé mi celular. —¿Mi amor?, ¿estás ocupado? Sí, yo estoy bien. Oye, estoy en la casa de la cultura donde es la clase de Jordana, ¿no quieres bailar un poco? Dante no lo pensó, nunca podía decime que no y menos cuando se trataba de bailar un tango conmigo. Estaría ahí en veinte minutos o lo que el tráfico le permitiera. Regresé con Miranda adentro de la sala de la cultura. —Perdón, es que sonó mi celular —dije tontamente como excusa. Entonces Jordana los puso a bailar, era viernes último de mes y eso significaba que había clase libre, era una milonga. Jordana me explicó que debía pagar la clase aunque fuera libre y le di el dinero sin ningún problema. Durante algunas piezas permanecí sentada platicando con algunos de los compañeros que decían que era un gusto volver a verme otra vez. Magda bailaba con Miranda y Alina con Toño, no había ninguna sorpresa ahí, las primeras eran toda armonía y en cambio Alina batallaba con los dos pies izquierdos de Toño. Fue él, Toño, el primero en invitarme a bailar. Alina no dejaba de ser amable pero se notaba a leguas que el que Toño bailara conmigo no la hacía feliz. —¡Wow!, eres muy fácil de llevar, Cristina. No parece que bailaras por primera vez. —No es mi primera vez, Toño. —Bueno, en dos años me refiero, bailas muy bien para 166


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odiar esto. Me acuerdo que decías que lo odiabas. —Toño, concéntrate, estás perdiendo el tiempo. —Sí, perdón. Me cuesta todavía mucho trabajo ¿sabes? Yo estaba sufriendo. No terminé la pieza y le dije que mis pies me dolían. No era mentira, bailar tanto cada día en la Nacional de Danza mataba mis pies, pero mi sufrimiento no llegaba de ese lado, venía de más arriba y a la izquierda, venía de estar cerca de Toño y saber que estaba prohibido descansar mi cabeza sobre su regazo. Entonces llegó Dante y a Jordana y a mí se nos iluminaron los ojos. Como siempre, él vestía impecable y yo lo recibí con un gran beso en la boca enfrente de todos. Jordana casi se muere del espanto y los demás apenas atinaron a entender lo que pasaba. Luego le pedí algo inaudito con mi boca todavía muy cerca de la suya. —Vamos a bailar y por favor, vamos a barrer este lugar. Vamos a acabar con todos ellos. No dejemos a nadie vivo. Mostrémosles, ¿quieres? —Con gusto. Por ti haría eso y más —contestó él. “Tiempos viejos” de Sosa comenzó a sonar en el altavoz. Dante comenzó como le gustaba siempre comenzar: discreto, como alguien que no rompe ni un plato y que está muerto de miedo. Luego, su primer paso súbito pero siempre al tiempo y ejecutado de manera impecable. Posteriormente, su caminar sin tache y sincopado. Y yo que lo seguía. Dante me llevaba pero era él que me había hecho caso: me lució, me mostró y pronto la rueda de milonga fue imposible de sostener, nadie podía bailar con algo tan impresionante cerca, era demasiada gravead la que Dante y yo como pareja teníamos en ese sistema circular. Dante entonces monopolizó el centro del salón y soltó los mejores pasos, esos del tango espectáculo. —Termíname en split —rogué en mi orgasmo de venganza. Y así fue. Fue un split sin falla. Todos, a excepción de Jordana y Alina, aplaudieron impresionados. Pero Dante y 167


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yo desdeñamos el halago y fuimos más soberbios y más groseros. “En carne propia” de Vázquez, comenzó inmediatamente su melodía amargada y sufrida, y sobre esa pieza les dejamos la segunda parte de esa masacre. La tercera fue aún más inmensa, “La cumparsita”, la pieza que era la que Jordana más gustaba de presentar en los espectáculos de escenario, en esa fue cuando mostramos nuestra más grande gama de habilidad, bailando a abrazo cerrado y al viejo estilo toda la primera parte de la canción, y luego de un minuto de tango soberbio Dante rompió el abrazo y comenzó a mandarme los pasos vistosos, esos del tango espectáculo que tan bien nos salían. Terminé tres giros completos y rápidos antes de que Dante me levantara en un típico final de tango fabricado para sorprender, una de esas salidas que una solo puede mirar en los videos del YouTube. “Divina”, de Ruiz ya comenzaba, pero a la pieza Jordana no la dejó viva ni diez segundos: apagó el aparato de sonido, caminó hasta nosotros y fijó su vista directa en Dante. Estaba furiosa. Dante bajó la vista un segundo y se sintió culpable. Lo que hice después fue leyenda muchos años entre los alumnos de aquella casa de la cultura: me coloqué entre Jordana y Dante, y sin dejarla de mirarla fijamente a los ojos, solo le dije —Mu— en alusión al sonido que hacen las vacas. Ella permaneció sería, mirándome fijamente y yo a ella, así permanecimos durante unos pocos segundos y fue ella la que ya no sostuvo la mirada y se alejó a encender nuevamente el sonido. —Vámonos —le dije a Dante —. Aquí ya cumplimos. Pero la gente no dejó que nos fuéramos. Nos pedían regresar a bailar. Yo encendí un cigarrillo para tener una excusa legal para no volver a entrar a aquel recinto nunca más en mi vida. —Si quieres ve y baila —le dije a Dante, y éste, como un niño a quien se le acababa de dar permiso para salir a jugar, regresó gustoso al salón. Fume dos o tres cigarros más. Realmente los estaba 168


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disfrutando. Aquellas personas me mantenían sentada durante sus milongas y ahora yo les había dejado claro que compartir una pista de baile conmigo sería para ellos un privilegio. Como decía el maestro Agustín, yo no estaba para bailar en casas de la cultura, yo era un ángel. Iba a encender el cuarto de los cigarros cuando… —Eso te va a matar. Era Toño con su cara de niño travieso. Se sentó a mi lado. —¡Eres una chingonería en esta madre, Cristina! —Lo sé. —¡No mames!, ¿lo sabes? —Toño hizo una pausa, luego continuó—, has cambiado, Cristina. No sé si para bien, pero te noto diferente. No le dije nada. No quería ni mirarlo. —¿Estás bien? Yo no le respondí. ¿Qué pensaba? ¿Que ahora podía ir y ser amigo de la nueva diva de aquella casa de la cultura? ¿Qué solo porque me seguía volviendo loca podía socializar conmigo? —Bueno, creo que estás molesta y no sé por qué. Pero bueno, ¡ya sé!, yo te platico. Formé un grupo ciclista y puse un taller de bicis. La gente me dice el converso, por eso de la guerra entre las bicis y los autos. Ya no trabajo en la Goodyear, ahora tengo mi propio negocio. Y está chido ¿sabes?, pero apenas nos alcanza para comer. Ya vivo con Alina. Esta chido, güey, pero ella no está bien. No sé si Magda y la Wicca ya te contaron que se trató de matar. ¡No mames! No entiendo cómo alguien quiera matarse. Me siento de la mierda al no poder ayudarla, no tengo varo para pagarle el médico que ella quiere y que dice que le puede ayudar… chale, creo que sigues enojada… Ya no lo estaba, escuchar hablar a Toño con la misma cadencia de siempre y con sus groserías que solo hacían más tierno su discurso me habían ablandado, yo estaba conmovida. 169


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—Toño. Tú puedes ayudarla. —Yo trato pero… —No eres pobre. Tú tenías un coche y lo vendiste. —Chinga, ya vas a empezar otra vez con eso, si lo vendí y la verdad… —No lo vendiste al precio justo. —Lo sé, ya no me lo digas. Siempre me regañas con eso. —Toño, cállate y escucha. Yo compré el auto otra vez, se lo compré al Pitayas, ¿no te dijo? —No he visto a ese güey en un chingo de tiempo. Pero ¿cómo que lo compraste? ¿Tú tienes el Mustang? —No, lo compré y lo vendí otra vez. Y ese dinero es en parte tuyo porque era tu coche. Toño, tú tienes doscientos cincuenta mil pesos. Habías vendido un automóvil de colección a un precio muy pendejo. Yo lo vendí también a un precio muy barato, pero mejor que el tuyo. —Ese auto no era de colección. —Eso no fue lo que dijeron los expertos. Toño, tengo el dinero en efectivo en mi casa, puedes ir mañana mismo por él. Son doscientos cincuenta mil pesos. Con eso le puedes pagar la cosa esa que necesita Alina. —¿En serio me darías ese dinero para curar a Alina? —Es que ese dinero no es mío Toño, entiende. Sí, me gasté una parte, pero veámoslo como mi comisión por haber hecho la venta. —Cristina, sé que hemos pasado muchas cosas y por eso mismo no te creo que me estés dando ahora todo ese dinero. ¿Por qué me lo darías? —¿Por qué tú me diste una bici de treinta mil pesos, Toño? —Sabes, güey, eso todavía ni yo lo sé. —Bueno, me pasa lo mismo ahora, no sé exactamente qué cosa espero al darte tu parte del dinero. Podría hacerle como siempre y ser una hija de su puta madre, una culera como me dijiste alguna vez. Pero no, es justo que tengas tu dinero. 170


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Alina, Miranda, Magda y Dante salieron al patio de la casa de cultura y se aceraron hasta nosotros. —¿Todo bien? —preguntó de manera preventiva Miranda. —Sí, es decir, Cristina ha hecho un milagro. Ella dice que puede pagar… —¡Ya te dije que es tu dinero! Yo no voy a pagar nada. Entonces tomé la mano de Dante y lo besé enfrente de todos (otra vez). —¿Nos vamos, amor? Ya es tarde y estoy cansada. —Sí, claro. ¿No quieres ir a cenar? —¡Al restaurante argentino! —Perfecto, vamos al restaurante argentino. Le di otro beso y nos encaminamos a la salida. Ahí puse el último clavo del ataúd de esa venganza teatral mía que solo yo entendía. —¡Mañana puedes venir por los doscientos cincuenta mil pesos! ¡Es tu dinero! Pero entre más tardes en venir yo me lo gastaré más y más. —No creo que diga la verdad —dijo Alina. —No, si la dice —confirmó Magda —al equipo de básquet nos compró uniformes nuevos, de marca, muy bonitos y caros. Trágate esa Alina, pensé. Cuando ya habíamos salido de la casa de la cultura la Wicca nos alcanzó. Jadeó un poco y me preguntó: —¿Viniste a hacer aquí la paz o la guerra? Miranda siempre me sorprendía con sus preguntas y esta era terrible, lo peor era que no podía decirle la verdad o decirle que no lo sabía. Así pues, lo único que se me ocurrió decirle a punto de llorar fue: —Nunca dejes de ser mi amiga Wicca, por favor..

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13 EL MAESTRO AGUSTÍN

Miranda había logrado entrar a la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional y eso había sido una sorpresa para todos porque el lado científico no parecía empatar con una chica que vestía como hippie de los años sesenta y que creía en seres superiores imaginarios y rituales. Pero así era, la Wicca sería física y los primeros dos años de excelencia académica los combinó con romance lésbico furtivo y por supuesto, con tango. Tanto Magda como Alina no se habían decidido a estudiar nada. La primera seguía esperando que algún cazatalentos deportivo la encontrara y si eso no le funcionaba decía que solo debía tomar algunas pocas cosas y comenzar a caminar por el mundo. A veces le preguntábamos en dónde quedaba la Wicca en todo ese plan de trotamundos y ella no sabía que responder, simplemente no tenía idea de a dónde iba su relación con Miranda que además los padres de ambas desaprobaban. Alina por su parte seguía con sus sueños de ser la mejor bailarina de tango de este país, aunque tuvo que hacer una pausa breve en su camino en línea recta a su objetivo debido a la operación de reconstrucción facial que se le había podido realizar gracias a la venta del Mustang, para entonces ya vivía con Toño y eran la pareja de cuento de 172


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hadas que yo odiaba más en este mundo. Toño seguía su trayectoria como reparador de bicicletas, su taller era poco a poco más exitoso y comenzó a hacer otras cosas aparte de reparaciones de llantas ponchadas o cambio de zapatas en los frenos: el taller de Toño pronto fue conocido en el medio ciclista por ser el que mejores resultados daba a la hora de armar bicicletas personalizadas de las llamadas fixie. Dante tenía dinero siempre y era porque le había dado al clavo en no sé qué cosa de tecnología mercadotécnica relacionada con activos de internet para grandes compañías, manejaba su empresa sin contratiempos y tenía bastante tiempo libre que ocupaba conmigo y el tango. Yo por mi parte, estaba enclaustrada casi todos los días en la Nacional de Danza bajo la tutela del maestro Agustín. Mi agenda estaba llena de presentaciones no solo de tango sino de danza contemporánea que es realmente lo que ahí se estudia. Terminaba exhausta pero por primera vez veía mi tiempo aprovechado en algo, mi cuerpo era cada vez más fuerte y flexible como había dicho el maestro Agustín. Ya casi no jugaba básquet aunque trataba de asistir a los juegos al menos una vez al mes. Mis padres estaban sorprendidos y no sabían explicar qué era lo que según ellos habían hecho bien para tener de pronto una hija responsable y con futuro. Y por supuesto, les seguía encantando Dante, lo tenían en un pedestal y mi mamá soñaba con que algún día yo me casara con él. Sin embargo, su amor por Dante no era incondicional ni infinito, el día que les anuncié que me iría a vivir con él se negaron y pusieron sobre la mesa, muy a su pesar de sentirse viejos y de derecha, las típicas razones que dan los típicos padres cuando una hija se va de la casa materna a vivir con un hombre sin estar casada. Pero finalmente tuvieron que asimilarlo y de esa forma Mamá se quedó sola en la casa. Una semana después Papá se mudó con ella, decían que solo por un mes, solo mientras mi Mamá superaba el cambio que significaba ya no tenerme en la casa como parasito. Pero luego el mes se convirtió en dos 173


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meses y luego en tres; Papá ya nunca dejó la casa. Eso fue para mí algo cruel, ya que me hubiese gustado vivir en aquella casa con mis dos padres juntos y ahora daba la sensación de que su separación acordada desde mi nacimiento había sido mi culpa. Por otra parte, vivir con Dante fue complicado al principio, él era limpio y ordenado y yo no tenía empacho en, por ejemplo, dejar mi sostén en la mesa de la cocina o permitir que la basura orgánica que se acumulara por varios días en el cesto de basura y apestara la casa con un aroma podrido. Dante entonces tuvo que poner reglas y todas esas reglas atañían a mi persona y mi estilo ligero para con la limpieza y el orden. Sufrí esas reglas, pero a cambio era genial desayunar con él: las tazas de café hacían eternas las conversaciones matutinas; además, la casa comenzó a tener el aroma del café colombiano del desayuno. A las nueve de la mañana ya estábamos fuera de casa, yo en la Nacional de Danza y él en su despacho. En esa academia, mi vida era un “estira y afloja” entre la fatiga y la presión por tener buenas notas y conseguir los protagónicos en las distintas coreografías que servían como evaluación. Recuerdo que siempre tenía un hambre atroz dentro de esas instalaciones y aprovechaba cada pausa entre clases para poder comer cualquier cosa con mucha azúcar o sal, por supuesto eso aterraba a mis compañeras que seguían sin entender qué demonios hacía yo en una academia de danza si desde el primer día yo les había confesado que bailar no era lo mío. Luego de tres años entre aquellas paredes yo ya había aprendido a moverme y entendí la dinámica de ese espacio elitista, mis compañeras eran mucho más que un compendio surtido de chicas ricas con sueños de ballet, pronto me di cuenta de que ahí, debajo del eterno “yo soy mejor que tú”, había historias de vida, cada una de estas aderezada con su debida dosis de drama y fatalidad; logré penetrar a través de su felicidad aparente y encontré personalidades frágiles y que requerían de nimiedades para acabar en la tragedia o el éxtasis. Sin 174


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embargo, cuando estábamos en clase, compitiendo, esas almas frágiles se transformaban en terribles depredadores que te cazaban y te eliminaban a las primeras de cambio, este doble juego de las personalidades me encantaba y trataba de aprovecharlo en mi favor, pero lo cierto es que de a poco me contagié y yo misma, luego de tres años de martirio, me encontraba compitiendo aferradamente contra todas ellas. Por fortuna, todo eso tenía cada día un final, justo a las seis en punto volvía ver a Dante en el estudio del maestro Agustín y ahí practicábamos tres horas diarias. Esas prácticas eran igual de terribles, el maestro Agustín era quizás el hombre que más tiempo mis ojos veían cada día en aquel periodo de mi vida y es que en la Nacional de Danza yo tomaba cuatro clases bajo su tutela, luego comíamos juntos y después nos veíamos en su estudio. En esas tablas, Dante y yo éramos víctimas de la presión por bailar perfecto. ¿Cómo soporté todo aquello? Hoy en día lo recuerdo y pienso que desde el principio todo eso era imposible pero terminé acostumbrándome a lo insensato de aquella dedicación enfermiza a bailar. Fulminados, a las nueve de la noche, Dante y yo nos dábamos tiempo para ir a cenar a algún restaurante caro y al llegar a casa ya no quedaba espacio para mucha pasión. El fin de semana todo era diferente, dormíamos el sábado hasta tarde y solo nos levantábamos de la cama si debíamos ir a alguna presentación. El maestro Agustín comenzó a darnos a Dante y a mí un lugar en los espectáculos en los teatros a los que era invitado por los distintos tangueros de la ciudad. Aprendí poco a poco a saber controlar los nervios y a ser perfecta delante de cientos o miles de personas, que era justamente lo que el maestro Agustín exigía a sus alumnos. Si no había presentaciones, todo el fin de semana era tango improvisado que terminaba en sexo intenso y rejuvenecedor. Por supuesto, Dante y yo no nos parábamos por las milongas pero ni de chiste, aunque eso sí, éramos ya una leyenda urbana de la Línea Dos del sistema de trasporte 175


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colectivo Metro de la ciudad y hasta vídeo de YouTube teníamos pues cada domingo tratábamos de salir a bailar a esos vagones al menos una sola vez, tomábamos aquello como nuestro granito de arena para una sociedad mejor, es decir, unos ayudaban a los desprotegidos y sin techo, otros como mi padre jugaban al abogado que tomaba casos de gente humilde sin cobrarles, otros difundían acciones de firmas para apoyar alguna causa a través de la internet, otros salían a marchar para exigir cuentas a los corruptos de siempre y nosotros, dábamos dos minutos de fascinación gratis al pueblo, ese era nuestro aporte al mundo. Entre todo ese barullo de actividades la Wicca me seguía buscando para platicar. Luego apareció el Facebook y de ese modo pensamos que estaríamos más en contacto pero lo cierto es que esa cosa solo hizo que nos viéramos cada vez menos, por eso establecimos que al menos una vez por semana el grupo de amigos se reuniría para disfrutar de la vida, la Wicca llegaba acompañada por Magda y pedían litros y litros de té, Dante y yo nos sentábamos a la mesa y pedíamos siempre vino tinto de los valles chilenos, luego aparecían siempre tarde, Toño y Alina que tragaban como barriles sin fondo cerveza barata. Magda y Miranda siempre ordenaban vegetariano, Dante y yo jugábamos con la mezcla de gastronomía internacional y Toño y Alina siempre terminaban pidiendo los mismos tacos al pastor con mucha salsa verde. Luego de cenar, las tres parejas de tango establecidas se dignaban a probar la salsa, el cha-chacha y hasta la electrónica, en los ritmos tropicales las cosas se invertían, Dante pasaba a ser el principiante y Toño el maestro, Magda, Miranda y Alina no tenían ningún problema, todas gustaban de mover el bote al ritmo que les tocarán y aunque sin duda, Alina llegaba a ser la más sexy en la salsa, yo sorprendía a todos con la perfección; para mí era simplemente aplicar todo lo que había aprendido y adaptarlo a una variedad de ritmos y condiciones que en el pasado me eran extraños pero que ahora enfrentaba sin 176


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problemas. Era divertido bailar otra cosa que no fuera tango o contemporánea, pero siempre, sin excepción, Dante pedía bailar un tango, ese tango frente a mis amigos era para mí la dosis de calmante que necesitaba cada semana para sopesar mi rabia y rencor que se mantuvieron intactos todo ese tiempo por no estar con Toño. Ese rencor se incrementaba con el tiempo: pasaban los años y Toño y Alina no rompían, tampoco rompíamos Dante y yo (Magda y la Wicca rompían y regresaban todo el tiempo), eso era bueno pero para mí también era cuestión de orgullo, y estoy segura que yo amaba a Dante, sin embargo me bastaba ver a Toño una vez por semana y todo se iba a la chingada dentro de mi cabeza. El tiempo no aliviaba mi rencor pero cada tango que bailaba frente a mis amigos era mi forma de decir: en esta nadie me gana, ni tu Alina. —Daza querida —me dijo el maestro Agustín tres años después de que habíamos hecho la limpieza en la casa de la cultura donde enseñaba Jordana y donde estudiaban las que otra vez yo llamaba mis amigas. —Dígame, profesor. —Necesito pedirte tres cosas fundamentales. —Adelante. Usted dirá. —Has bailado conmigo en los escenarios pero quería saber si te puedo invitar a una milonga. —Usted nos ha dicho que las milongas son… —Sí, lo son. Pero yo alguna vez como tú iba a ellas a bailar. De muy joven por supuesto, cuando no era nadie en el tango, iba a tratar de enamorar chicas y funcionaba ¡Ja! Y si me dejas decirlo sin ofenderte, tú hubieses sido una linda chica para enamorar en una milonga. La segunda cosa es que luego de bailar sobre ese pavimento horroroso me dejes invitarte un café. Finalmente, la tercera es a largo plazo. Quiero que tú y Dante participen en la preliminar del Mundial de Tango. Y que cuando yo no esté, y tan solo termines tu curso en la Nacional, vayas a Argentina a estudiar con el maestro Nicola Sampeiro, él es un colega 177


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excelente y debo decir que como bailarín y maestro es mucho mejor que yo. —Maestro, primero, ¿Qué quiere decir que cuando usted no esté? —Soy ya un viejo de esos que apestan más a ataúd que a loción, Daza. —No, pero usted no está viejo, usted… —Solo dime que me cumplirás esas tres cosas. —Bueno, son en realidad cuatro. Sí, puedo ir con usted a la milonga, lo del café delo por hecho, pero lo del mundial de tango, no estoy lista, aún no soy tan buena… —Me dices que si vas conmigo a barrer una milonga pero al mismo tiempo que no eres todavía tan buena. Daza, no te contradigas. Estás lista y por supuesto no espero que ganen, pero al menos los irán conociendo. Tenemos tiempo para prepáralos… —Y lo de Argentina… —Hay cosas que son endémicas, Daza. Si yo hubiese querido ser el mejor beisbolista del mundo no podría serlo jugando solo en México, hubiera tenido que ir a Estados Unidos, ¡a romper las grandes ligas! Un pintor no puede perdonarse no ir a París al menos una vez en su vida así como un bailarín no puede quedarse sin ir a San Petersburgo. ¡Ah, San Petersburgo! Si eres tanguera, Daza, debes ir a la Meca de ese baile, debes aprender con los mejores, y los mejores no están me México mi querida Daza. ¡Argentina es tu destino! El maestro Agustín hablaba muy en serio y yo lo respetaba como la figura de autoridad más importante que jamás yo había tenido en mi vida. Él mismo había estudiado por años en Argentina, bajo el viento frío y los días nublados de Buenos Aires, había sentido la discriminación por ser un simple fantoche mexicano aun con todo y su cartel del ballet ruso, había sudado mucho para ganarse el respeto de los de lunfardo y con sangre había firmado sus mejores presentaciones alrededor del mundo. 178


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Así, ese domingo fuimos a la Milonga del parque, ahí yo solo había bailado con el profesor Agustín aquella primera vez que el tango me había tocado. Él había sido el primer hombre que me había mostrado el paraíso de lo que bailar significaba. Cuando la gente lo vio llegar todos les mostraron su respeto. No sabían que él iba ahí a barrerlos, era un depredador con la idea clara de mostrarles cómo se debía hacer aquello. Pero para mí derrota, ahí estaban Alina, Miranda y sí, Toño. Me arrepentí mucho ese día de estar ahí y todo fue peor todavía. Aún me recordaba dando a Toño doscientos cincuenta mil pesos en efectivo. Se los di en una bolsa negra de basura. Cuando Toño salió de mi casa con todo ese dinero en la mano me sentí desolada y no pude dejar de llorar esa tarde. ¡Le había regalado doscientos cincuenta mil pesos, puta madre! Ya no me quedaba nada de él, ni el Mustang, ni su dinero y ni siquiera la bicicleta, ya nada me ataba a Toño más allá de la jodida química que gobernaba mi hipotálamo y que me hacía desearlo con fuego. Además, ese dinero aseguraba que él nunca dejaría de amar a Alina pues esta tendría una cara normal otra vez (o al menos de eso se jactaba el cirujano). Aunque en teoría yo había hecho la paz con mis amigas y salíamos frecuentemente todos a cenar o a bailar, yo no podía dejar de sentir rencor y celos, por no decir amor. Todo fue peor cuando Alina comenzó a recuperarse de su operación. El cirujano realmente había hecho un gran trabajo y aquella chica no parecía más haberse partido la maceta en una motocicleta a más de cien kilómetros por hora. Su rostro, aunque a veces era inexpresivo y extraño, ya no tenía ninguna parte de plástico. Le habían injertado un sustituto para el hueso de la mandíbula inferior y lo habían recubierto con piel de su propio cuerpo extraída por cultivo de una de sus piernas, que más decir, eran milagros de la medicina. Las cicatrices se las estaban tratando y para cuando la vi en esa milonga estas eran casi imperceptibles. Nada había sido dejado al 179


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azar por los magos de la cirugía: Alina tenía ahora una dentadura perfecta, una sonrisa hermosa y su claridad al hablar era notable. Por supuesto, ya no usaba esos velos que le cubrían el rostro y había regresado a ser la más prometedora bailarina de tango de su círculo y según palabras de Magda, ya no era la pinche bruja que había sido en el pasado antes del accidente, al parecer el jugar a la casita con Toño le había cambiado el carácter más que el accidente automovilístico. Toño estaba feliz y radiante, y cuando me vio llegar a esa Milonga me abrazó como si me debiese la vida. Por fortuna, Jordana no estaba pero la Wicca no pudo evitar cuestionarme, como siempre, la ética de mis acciones. —¿Vienes aquí a barrer? —No traigo una escoba, Wicca. —Así se dice ¿no? Cuando los grandes bailarines vienen a las milongas. —No sé. Yo solo vine con mi maestro y yo no soy una gran bailarina. —Él fue el primero que te sacó a bailar, justo aquí, hace casi seis años. En ese entonces no te gustaba estar aquí. —Oye, Wicca, me sigue sin gustar estar aquí ¿de acuerdo? —Pero ahora eres muy buena aunque digas que no, si lo eres y lo sabes, se te ve en la cara y en la actitud que tienes con todos. Has hecho algo increíble en muy poco tiempo. A veces pienso que todo esto estaba escrito. —¿De qué hablas, Wicca? Nadie me conoce, sigo siendo una maldita desconocida. —Te planchas el cabello, usas vestidos ajustados y elegantes al bailar, también tacones y no botas, pero todos saben aquí quién eres, todavía se acuerdan cuando viniste la primera vez. Te han visto bailar tango escenario en las presentaciones y no ignoran que eres la alumna más avanzada del maestro Agustín. Saben que estas en la Nacional de Danza y que eres la que baila en el Metro. 180


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—Ves, bailo en el Metro. Sí, me pongo tacones y… —Maquillaje. —Sí, maquillaje también, pero sigo bailando en la calle, en el pinche Metro… —No pides dinero por bailar, no lo necesitas. —¡Wicca! ¿!Qué es lo que estás buscando?! —Eso es lo que yo te pregunto Cristina. ¿Qué es lo que estás buscando? La Wicca hizo la pregunta y entonces Toño, en su versión más típica: la versión feliz, nos interrumpió y me pidió bailar. —Ella —dijo una molesta Miranda —no va a bailar hoy con nadie más aquí que con su maestro. Ese maestro dice que crea ángeles y Cristina es el más reciente de ellos. —¡Cállate ya, Wicca! ¡No soy ningún puto ángel! Vamos a bailar Toño. En eso, el sonido de la Milonga del parque anunció que el maestro Agustín estaba entre los bailarines y se pidió despegar la pista. No pude bailar con Toño. Aplausos y más aplausos, ya me estaba acostumbrando. Pero una persona no aplaudía, era Alina. La cabrona se moría de la envidia y tan solo por eso aquella tarde soleada en ese parque el numerito valía la pena. Pero entonces, el maestro Agustín me pidió algo muy extraño: llamó a un hombre regordete y poco atractivo, obeso hasta decir basta. Lo saludó con respeto, como si aquel hombre fuera un experto. —Baila con el señor, por favor, Daza. —Sí, maestro. En cuanto comencé a bailar con aquella persona entendí que aquello era diferente. En primer lugar su abrazo era cerrado y eso solo lo había hecho con Dante. Su paso era diferente y su manejo del tiempo también. Tropecé una vez. Dos veces. Lo peor es que escuchaba las risitas de la gente que nos observaba. Estaba haciendo el ridículo, además, el hombre era mucho más bajo de estatura que yo, lo que 181


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hacía que aquello tomará proporciones de contraste de circo. Casi al final de la pieza que ni recuerdo cuál fue, di un pasó a atrás para no caer y mi tacón se encajó en una grieta del pavimento, se escuchó un crack y supe que mi zapato se había roto. Las risitas eran ya carcajadas por lo que yo no terminé la canción, con la excusa de mi zapato roto regresé hasta donde estaba el maestro Agustín, escondido entre las sombras de los árboles del parque. —Mucha vida sin baldosas gastadas, Daza. Y no me refiero necesariamente al pavimento, aunque si lo comparamos con el recubrimiento de caoba al que estás acostumbrada, sí, también te falta caminar por el pavimento rugoso y agrietado. Te falta calle. —¡Usted lo sabía! ¡¿Por qué me hizo esto?! —Para que entiendas, Daza. ¿Creíste que veníamos a barrer? No, Daza, ellos me aplauden y me ponen alfombras rojas porque mi historia los impresiona más que mis pasos. Es mi fama y no mi tango lo que hace que yo los tenga comiendo de mi mano. Pero yo no vengo aquí a barrer a nadie, yo vengo aquí a aprender. Eso que bailaste es otro estilo de tango, ese hombre baila orillero y es una autoridad en eso. Nada tiene que ver ese estilo con las coreografías o los bailes eróticos que haces con tu novio y que son la sensación en la internet. —¡No son eróticos! —Daza, entiendo, tienes veinte años. —De hecho, tengo veintitrés ya, llevo seis años en la Nacional ¡y si estoy ahí es porque no voy a venir a bailar a estos lugares con piso de su puta madre! —Como sea. Escucha Daza, en una cosa tenías razón: no eres lo suficientemente buena, pero lo serás. Y cuando lo seas no debes olvidar que si eres tan buena es porque fallaste e hiciste el ridículo así como hoy. Si tienes la humildad de saber quién te puede enseñar aunque los demás digan que tú eres la reina del tango y que por eso ya nada puedes aprender, lo habrás logrado todo. Si un día te 182


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despiertas y te das cuenta de que crees saberlo todo, ve y sal a la calle, Daza. Búscate una milonga callejera, ahí la realidad te volverá al cuerpo y te mantendrá cuerda para no dejar que los halagos se te suban a la cabeza. Ahora, ¿vamos por mi café? Yo seguía molesta y casi no había escuchado lo que el maestro me había dicho. Me despedí de mis amigos. —Lo siento, Cristina. ¿No te lastimaste verdad? —me preguntó la Wicca que ahora se ponía de amor maternal conmigo. —No, estoy bien, gracias. Y oye, gracias, a veces las cosas que me dices… —De nada. Ahora ve que te está esperando tu maestro. ¿Nos veremos en la semana? —Si vas al entrenamiento de básquet con Magda sí. —Ahí te miro. Ya en la cafetería el maestro no dejaba de mirarme con una sonrisa. —¡Ya perdóname! —me dijo casi riendo. Yo estaba seria, no podía olvidar mi ridículo. —Oiga, maestro. ¿Quién era el tipo con el que bailé? El maestro se puso serio. —Oleger, es un cabrón que baila como el mismo lucifer. Pero siempre queda segundo en las preliminares del mundial de tango. —Baila muy bien, extremadamente bien. Si siempre queda en segundo lugar, el que queda en primero debe ser muy bueno. —Más o menos. —¿Quién es? ¿Conoce al que gana? —Soy yo. —¿Usted ha ido al mundial tango? ¿Por qué yo no lo sabía? —Cuatro veces he ido. Calificar es complicado. Los últimos años he sido vencido en las preliminares. No lo sabías porque haces bien en estar todo el día bailando y no 183


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estás de chismosa como tus compañeras, haces siempre pocas preguntas sobre la vida de los demás, Daza, eres discreta y eso es bueno. Pero tú participarás ahora y pasarás al Regional, de eso no queda duda, pero no sé si en tu primer año puedas llegar al Mundial. Eso sería un récord. Escucha Daza, no te invité un café para alardear de mi pasado o hablar de la competencia, quiero decirte que me estoy muriendo, me quedan pocos años y este será mi última competencia. —Maestro, usted no es tan viejo. —No me voy a morir de viejo, Daza. Mucho vodka en mis parrandas por Moscú, todo ese vino en los arrabales de Buenos Aires y el tequila de aquí de México, ¡ah, la vida fue buena conmigo!, pero me excedí con el alcohol. —¿Tiene…? —Cirrosis, Daza. Y no queda mucho por hacer. Por eso es fundamental que vayas a Argentina con el profesor Nicola Sampeiro. ¡Debes ir a Argentina! Y debes prometerlo, aquí, sobre este pinche café que sabe a mierda de calcetín. La primera promesa que había hecho en mi vida me había sido salido bien por casualidad, terminé el bachillerato de forma decente y así le cumplí a mi madre que tampoco estaba muy lejos de la cirrosis; ahora, otro alcohólico me pedía que prometiera otra vez desafiar al destino. Se lo prometí porque ese hombre, mi maestro, me había esculpido con paciencia durante tres años.

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14 MUNDIAL Nunca había tenido un techo en mi vida, una meta de esas que debías conseguir a sangre y fuego, el hip-hop se había escapado de mi vida hacía mucho tiempo y el tango había ocupado el centro de gravedad de todo lo que hacía; pero las rimas siempre me había rechazado, el tango en cambio, me obligaba y me decía: Daza tu puedes ser muy buena. Esa fue la diferencia que hizo en mi vida el baile y por la cual me decidí a seguir esos pasos por más ridículo que pareciera el asunto. Cuando Dante me dijo que las eliminatorias del mundial de tango habían cerrado ya, yo pensé que eso era un chiste, eso significaba que faltaba un año entero para la siguiente eliminatoria. Y ese año, que también fue el último de mi estancia en la Nacional de Danza, se convirtió en el año más denso de toda mi existencia. El maestro Agustín hizo los arreglos necesarios para que varias de mis materias en la Nacional de Danza yo las exentara y así pudiera dedicar tiempo completo a la práctica del tango; así, ese año me graduaba como Bailarina en Danza Contemporánea y participaba por primera vez en el Mundial de tango o al menos en lo que eran sus preliminares. Dante dejó de ser mi novio para ser solamente mi pareja de baile pues ya solo nos quedaba tiempo para bailar y aunque los dos ansiábamos la carne del otro simplemente ya no había oportunidad, cuando no era el 185


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cansancio era la falta de privacidad y es que no pocas noches las pasamos en el estudio del Maestro Agustín practicando hasta muy tarde. Bailando tango nos amanecía. Ya no hubo fines de semana eróticos y debimos haber bailado ocho horas diarias de tango al día durante un periodo intenso de cuatro meses en que montábamos las doce coreografías que serían la base de nuestra presentación. A ese grupo de trabajo enfermizo, se unió Jordana, y es que el maestro Agustín no bailaría conmigo sino con Jordana que había sido su pareja de baile en los últimos cuatro años. Su mejor posición había sido estar en las semifinales del Preliminar de hace dos años, el último año no habían logrado pasar la preliminar debido a los problemas de salud del maestro Agustín que esta vez regresaba furioso a su última oportunidad para tratar de ganar el Mundial de Tango. Mi vida social se escapó como agua por las fisuras que abría el trabajo desgarrador y exhaustivo. Deje de ver a Miranda, a Alina y sobre todo deje de ver a Toño, pero justo cuando todos ellos me parecían seres de un pasado lejano, Jordana se destrozó el tobillo en una práctica intentando hacer un giro; y además, en la caída se había roto el dedo medio del pie derecho. Los médicos le dieron cuatro meses de reposo pues el ligamento se había partido totalmente en dos y el dedo lo debía tener enyesado al menos un mes. Durante una semana solo yo y Dante practicamos ante la tutela del maestro Agustín pero una semana después de su accidente, Jordana entró al estudio; había desobedecido la instrucción médica de permanecer en reposo. El maestro Agustín, con su mal humor de casi siempre no le tuvo piedad a la falta… —¡¿Qué chingados haces aquí?! —le reclamó al verla entrar. —Tú lo sabes. Necesitamos ponerle solución a esto — dijo Jordana desde su silla de ruedas. —¡Esto es una chingadera! Y estos dos niños nada más 186


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no hacen bien las cosas… —Porque les pides que las hagan perfectas. Escúchame, yo no voy a estar lista… —¡Si lo estarás, con un fregado demonio! ¡Lo estarás! Pero eso sí, eh, nunca vas a curarte si no le haces caso al doctor… —No lo estaré. ¡No voy a estar bien, Agustín! Estas soñando. Debes tomar a Daza y bailar con ella. Es tu última oportunidad para ganar el mundial de tango. El maestro Agustín caminaba de un lado a otro del salón, se tomaba con las manos los incipientes cabellos que le quedaban y miraba las tablas del piso como si a través de ellas pudiera ver el futuro. —No —dijo finalmente el maestro Agustín—. Veinticinco abriles… yo ya soy viejo y ellos son el futuro, no voy a romper lo que se avecina. Si tu no vas a estar lista tendré que bailar con otra, pero no con Daza, no voy a separar esa pareja, que aunque se cae de pendeja... No. No, necesito bailar con otra. —Bueno, pensemos. ¿Carla Díaz? —dijo Jordana tratando de esforzar su memoria. —Naaa, es más vieja que yo, los dinosaurios no ganan mundiales. —¿Clarisa Melendez? —No, esa bruja es una patada en el trasero, su carácter es horrible… —Pues entonaría con el tuyo. ¿Qué me dices de Adriana Ontiveros? —¡Ella es perfecta!, pero está con Carlo Bracho, el muy cabrón dice que va a ganarme otra vez. ¡Pobre cubano imbécil! —Cálmate. Encontraremos a una. —Necesito a una joven, las establecidas no pueden ser moldeadas. Necesito a una de las jóvenes, una que quiera ser la mejor bailarina de México. Tráeme a Alina. —Alina no está lista. Además, aunque se arregló lo de su 187


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cara, su expresión facial sigue siendo extraña, un close-up televisivo y se acabó el asunto. Si quieres una de las jóvenes toma a otra ¿Qué tal Miranda? —¿Quién? —Es la chica rubia, amiga de Alina. —Si no la conozco es que no sabe bailar. —A Magda si la conoces. —A esa le gusta más jugar el rol de niño. Si quieres que yo sea la mujer la traemos. No, tráeme a Alina. Necesitamos a alguien con ambición. Además tiene la misma edad que Daza y a dios mío, creo que baila mejor que Daza, ¡sí, escuchaste bien!, comparado con lo que estás bailando hoy cualquier payaso es mejor que tú. El maestro Agustín decía todas esas cosas sin dejar de mirarme, era evidente que quería picarme el orgullo. Yo sabía que la elección de Alina no era trivial, era un asunto de poner a competir a dos leonas para elevar el nivel del juego y el espectáculo. Yo no estaba de humor, era día veintiocho de mes y me estaba bajando, tan puntual como siempre mi reloj natural, más preciso que la maldita luna, y justo ese día el maestro decía que quería traer a mi peor enemiga. Por supuesto, Alina no sabía que era mi peor enemiga, pero yo sabía que me envidiaba porque yo estaba a las puertas de participar en un mundial de tango y ella, con su sueño de ser la mejor de México, seguía siendo la segunda en una casa de la cultura miserable. —Sí, tráeme a Alina, no se diga más —finalizó su sentencia el maestro Agustín. —Está bien, la tendrás mañana pero no digas que no te lo advertí. —¡Patrañas! ¡Ahora, ustedes dos pónganse de pie y bailen una pieza bien, con un carajo! Y así fue, al parecer Alina cumpliría su sueño de ser la mejor bailarina de este jodido país. Y aunque el maestro Agustín decía que ella era mejor que yo, todos sabíamos que eso no era así, el maestro tendría que trabajar mucho con 188


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ella, debería forzar su paciencia y eso me convenía pues ahora sus regaños se vaciarían sobre Alina y no sobre mí. Sí, yo era mucho mejor bailarina que Alina, yo había estado matándome seis años en la Nacional de Danza y en cambio ella solo bailaba en las clases con Jordana y en las milongas de baja calaña. Alina definitivamente no tenía chance, yo era la mejor, la promesa del tango… —¡Hija de tu pinche madre, Daza! ¡Maldito sea el día que pensé que podías bailar tango! ¡Es una simple castigada, hazla bien!, ¡hazla bien por el puto diablo! Alina, ponle el ejemplo —escupía con genuino enojo, y ante mi sorpresa, el maestro Agustín. —Pero ¿qué estoy haciendo mal? —¡Todo! ¡Todo lo haces mal, Daza! Estaba cansada, harta, estaba frustrada porque Alina solo recibía felicitaciones y yo regaños. Dante no estaba mejor aunque él no recibía improperios ni gritos, todo era contra mí. —Daza, escúchame. Esto es tango y se trata de autenticidad, tú haces esa castigada así como lo haces y no me dices nada, ¡nada! ¿Qué te enseñaron qué es la danza todos estos años en la Nacional? Dime la prima máxima de la danza, ¡Dímela y no me mires así! —Un lenguaje. —Y si es un lenguaje ¿¡Qué puta madre y chingaos me estás tratando de decir con esa pinche castigada sin ningún pinche puto sentimiento!? —¡Si le pongo sentimiento! —¡No, no es así! Tu baile no me dice nada Daza. ¿Qué acaso el hombre que tienes ya no te calienta? —¡Oiga…! —Ese es el maldito problema, lo conoces tanto, conoces la coreografía, lo sabes todo de él y de la pieza, como una maldita fórmula matemática. Ese es el maldito y jodido problema. Necesito que hables con la danza, que me cuentes la historia. ¡Jordana, dame ese libro que estás 189


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leyendo! Desde su silla de ruedas, Jordana se acercó hasta nosotros y le dio el libro al maestro Agustín que lo abrió en cualquier página y comenzó a leer el texto sin mucho sentido. —“A pesar de la oscuridad pude ver, a la luz de la luna en cuarto menguante, que mi rostro había sido borrado de la pared, todavía no había un dibujo nuevo, pero era evidente que algo se trabajaba en ese lienzo de ladrillos blancos, era por los esbozos, el trazo de un nuevo rostro.” ¿Qué jodidas chingaderas estás leyendo, Jordana? —dijo el maestro despectivamente al tiempo que arrojaba el libro hasta donde ella estaba. Cuando hubo terminado de leer un párrafo completo nos dijo a todos. —¿Se leer? ¡Contéstenme! —Sí —dijimos todos al unísono. —Sí, se leer, pero eso no significa que esté contando una historia. La coreografía es el texto y lo puedo aprender de memoria porque se leer. Pero si no cuento una puta historia no sirve para jodidamente nada. Se bailar; sí, sé bailar, puedo acomodar los pasos para que sean como las letras en un texto, pero si no sé contar una historia con esos pasos, ¡estoy jodido! ¡estoy reverendamente jodido! Mientras el maestro decía todo eso caminaba de un lado a otro sin dejar de mirarme. Esa noche, al terminar la práctica, exploté. —¡Estoy harta, Dante! —Cálmate, amor. Vas a molestar a los otros comensales. —¿Voy a molestarlos? ¡Escuchen todos, estoy harta! Dante dejó su silla y me abrazó, el capitán de meseros se acercó y Dante explicó de la mejor manera que pudo que yo estaría bien. —Pero está llorando, señor —respondió preocupado el capitán. —Sí, ella ha tenido mucha presión laboral. 190


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—¿Presión laboral? Es muy joven y linda para eso. Debería estar riendo, ánimo linda, la vida mejorará —dijo una señora que estaba sentada en una de las mesas cercanas. —Gracias, señora —contestó Dante cortésmente. Ya más tranquila y limpiándome las lágrimas pude hablar ya sin tantos aspavientos. —¿Para qué me dicen que soy la mejor? ¿Para decirme después que soy la puta mierda? —Nadie ha dicho ni una cosa ni la otra, amor. Todo lo que la gente ha dicho es que podrías llegar a ser muy buena y que… —Debo contar una jodida historia. —Escucha, yo te amo. Yo soy tu pareja de baile y al mismo tiempo soy la persona que más te quiere en este mundo, no estás sola, en cada paso yo estoy ahí. Confía en mí como cuando bailábamos en el Metro o el kiosco del parque. Entonces llegó Alina, era la cena semanal. —Perdón por el retraso. ¿Ya ordenaron? ¿Cristina, qué te pasa? —Es por lo que pasó hoy —dijo Dante. —No le hagas tanto caso al maestro, Cristina —dijo Alina—, verás que mañana todo es diferente. —No quiero regresar mañana. —No te rindas, lo estás haciendo muy bien, si él te regaña tanto es porque le importas… En mi silencio mande a Alina y su comentario muy lejos. Entonces, llegó Toño. El infierno estaba completo. —¡Hola! ¡Camarada Dante! ¡Amor! ¡Cris…! ¿Qué te pasa? —Hoy la regaño el maestro muy feo —explicó Alina. —Ah, ese maestrito. Ya un día deberían mandarlo a la verga. Se pasa de ojete el cabrón. Maestro Dante, defienda usted a su dama. —Bueno, el regaño en realidad fue para todos… —No fue para todos, Dante. Fue para mí —dije todavía 191


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molesta. —Bueno, ya, ya. Hoy no es una noche para estar así Cristina —dijo Toño—. De hecho, quiero que tú y Dante sean partícipes de una cosa buena. —¿Qué cosa, amor? —dijo Alina, y esa palabra y forma de decirlo… amor… —Escúchame, Cristina —siguió diciendo Toño—Alina me ha contado mil veces como le hablaste por primera vez a ella en aquella parada de autobús afuera de la preparatoria a la que iban. También me acuerdo cuando me pediste ayuda para hacer que dejaran de molestarla. Y luego lo del dinero que nos diste… —No era mi dinero. —Como sea. Has hecho cosas muy importantes por nosotros, Cristina. Para Alina y para mi eres una persona muy especial. Te estaremos siempre agradecidos. Y por eso queremos pedirte que seas… Toño hizo una pausa y con su brazo derecho hizo una señal extraña, como pidiendo al mesero que acudiera a la mesa. —…la dama de honor de Alina. Eso fue terrorífico. —¿Cómo que mi dama de honor? —preguntó Alina. —Sí, amor. Yo… ¡chingada madre ya entren, carajo! Entonces, Penagos, Rogelio y otros muchachos amigos de Toño entraron tocando con guitarras acústicas lo que parecía ser la melodía de “Así se baila el tango” de Ricardo Tanturi aunque la pieza sonaba bastante desentonada. —Yo quiero que te cases conmigo. Entonces los meseros colocaron sobre la mesa una botella de champagne. La gente de las otras mesas comenzó a prestarnos toda su atención y estaban absolutamente conmovidos. Toño se puso de rodillas y de uno de sus bolsillos sacó el anillo con el que pedía a Alina la unión eterna. Fue el momento más duro de toda mi existencia. Cada 192


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una de mis células se hicieron añicos y quedé petrificada con mis lágrimas de cocodrilo que ya a nadie importaban. —¡Sí! Me caso contigo — contestó Alina y ya saben: el beso de rigor. Me levanté al baño y fui a vomitar. El resto de la cena no fue mejor, a esta se sentaron todos los amigos de Toño y este trataba de explicar que mi mal humor era porque el maestro Agustín me había regañado. Yo solo tragaba saliva por el tremendo dolor que sentía, de vez en cuando una lágrima se me escapaba y Dante me reconfortaba diciendo cosas como —Mañana lo harás mejor. Ahora disfruta este momento feliz. Un día yo te pediré que te cases conmigo, pero será mejor… te lo prometo. Y entonces solo dolía más. Yo habría podido ser Alina, yo habría podido ser la mujer de Toño, pero la realidad era que yo solo era la puta dama de honor. A la mañana siguiente llegué temprano al estudio y encontré dormido al maestro Agustín. Lo desperté con un grito. —¡Ya llegué! —¡Eh! ¡Ay dios mío! Daza, no me hagas eso, me vas a mandar a la tumba antes de lo pensado. Te ves molesta ¿qué te pasa? —Usted dijo que el tango es para contar una historia ¿no? —Sí, así es. —Bueno, la mía será de despecho y de odio. Esa será mi historia. Voy a contarle la más grande tragedia con cada paso y usted se lo va a tener que tragar todo. —Daza, ¿estás bien? —Nunca había estado mejor. Comencé mis ejercicios de calentamiento. Una hora después arribó Dante y pocos minutos después lo hicieron Alina y Jordana. Alina no evitó dar la buena nueva de que sería la señora de Toño. Nuevamente todos los aplausos del 193


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mundo para la maldita de Alina. Comenzamos el ensayo y ya abrazada a Dante le pedí otra vez… —¿Me podrías hacer un favor? —Ya sé. Que nadie quede vivo. —Exacto. —Será un placer —Y me besó. La música comenzó: “Rencor” de Sassone. Y con cada paso, como había prometido, conté la historia del terrible dolor que sentía. El maestro Agustín, que acostumbraba interrumpir siempre con alguna corrección, esta vez se mantuvo callado de principio a fin. No puedo decir con palabras lo que ocurrió en aquel salón de baile solitario en el sur de la ciudad, pero eso lo logramos reproducir con honestidad más o menos plausible cada vez que bailamos esa pieza. Cuando terminó solo hubo silencio y yo sabía que ese silencio era la señal del éxito. —¡Eso es lo que necesitamos, chingada madre! —festejó el maestro. —¡Perfecto! —dijo Jordana. Alina se quedó callada, ahora ella la que parecía estar en un funeral. A pesar de las felicitaciones mi expresión siguió triste y perdida durante varios días más. A un mes del Metropolitano, el maestro Agustín decidió que nos hacía falta calle luego de estar enclaustrados durante nueve meses en el estudio. Durante ese mes nos llevó a cada Milonga existente en la ciudad: La Moderna, la 13, la Malena, el Arrabalero y La de todos, solo por mencionar algunas. Y no íbamos a barrer ni nada de eso, ni siquiera bailábamos entre nosotros, cambiábamos constantemente de parejas y en mi caso bailé con todo tipo de hombre: jóvenes, viejos, experimentados, guapos, feos, gordos, delgados, de mando delicado y aquellos que te suprimían toda libertad. Algunos me hablaban durante toda la pieza y otros eran mudos como las rocas más solitarias, unos se tomaban todo tan apecho y otros se mostraban tan desenfadados como el viento de verano, pocos me pedían el 194


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abrazo cerrado y casi nadie, al terminar el baile, evitó soltarme un halago, ya fuera por mi belleza física, ya fuera porque llevarme había sido realmente para ellos la mejor experiencia bailable de su vida. Las milongas eran un mar de personalidades y el maestro se dignó una vez a explicarme. —Tú te sabes el texto de memoria, Daza. Pero ¿Qué pasaría si en plena competencia, te cambio el texto e improvisas? —Bueno, eso se hace mucho en el hip-hop, improvisas, lees el ritmo y empiezas a rimar las palabras al tiro. —Exacto, y es auténtico, pero en la improvisación puede haber errores, es mucho más probable equivocarte cuando improvisas. Por eso, lo más perfecto es la improvisación perfecta. Y eso solo lo pueden hacer los mejores: Copes, Lizardo, Gavito... ¡Genios! La coreografía se nota a mil kilómetros, los jueces la leen como las letras de la sopa. Y pasa lo mismo con la improvisación. Si hacemos ver una coreografía como una improvisación, podemos calificar al mundial. Pero si podemos bailar una improvisación autentica de manera perfecta, entonces podemos ganar el Mundial. El maestro tenía razón, el Metropolitano lo ganamos y pasaban veinte parejas. Luego, el regional era otra cosa. Para empezar no era en la ciudad de México, era en San Francisco, California y para obtener la visa de Estados Unidos yo sufrí un calvario de varios meses pues mi papá era persona no grata para Estados Unidos por su activismo abiertamente de izquierda. Finalmente, el padre de Miranda, un hombre de esos duros de la derecha, fue el que arregló la situación y pidió una autorización especial a nombre de la Secretaría de Educación Pública. Yo me comprometía a estar en aquel lugar solo por tres días, lo que duraba el evento. Eso significaba que Dante y yo tendríamos una desventaja notable con respecto a las demás parejas que podrían arribar desde una semana antes. Nosotros, prácticamente al bajarnos del avión, tendríamos que bailar. 195


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Por si fuera poco, la boda de Toño y Alina fue pactada para una semana antes de salir a San Francisco, de esa forma, la nueva pareja pasaría su luna de miel en aquella ciudad de vientos de libertad. Yo deseaba que el día de la boda no llegara, pero el calendario se mostró implacable y el día fatídico llegó. Y yo solo era la puta dama de honor….

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15 BODA —¿Ya estás lista, amor? —Sí. Ya estoy vestida. Al menos. El vestido era azul, ceñido hasta la cintura y volado hasta las rodillas, escote en V y como complemento una chalina. ¿Y los zapatos?, de tango por supuesto. Me veía hermosa, pero no era yo la que estaba vestida de blanco. —Bueno, pues vámonos porque no tengo idea de dónde esté la iglesia. ¡Espero que el taxista sepa! En el taxi fui sería y para mi mala fortuna el taxista si sabía dónde estaba exactamente la iglesia. Un taxista incompetente era mi última salvación, pero ni eso me había otorgado la buena fortuna. Cuando arribamos ya caía la noche. —Dante, hola —nos recibió Miranda. —Hola Wicca, ¿cómo estás? Te ves guapísima. —Gracias, ¿oye, me permites hablar con Cristina un ratito? —Claro, adelante, yo voy a saludar a Toño. Las miro. Dante se fue y yo me quedé sola con la Wicca, teníamos algo así como veinte minutos antes de comenzar la ceremonia. —¿Estás bien? —Sí, vamos, hay que saludar a la novia. —No, no estás bien. 197


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—Si lo estoy, es que todo esto del Mundial de tango ya me tiene… —Ven, vamos a sentarnos a esa banca de allá —dijo Miranda y así lo hicimos. Luego continuó: —Ahora, yo no soy estúpida y los demás tampoco, empezando por tu novio. Todos saben que esto te duele mucho. —¿¡Si lo saben porque me obligan a…!? —Estoy hablando en sentido figurado, Cristina. Me imagino que lo saben pero por alguna razón nadie te lo dice pero todos tienen la esperanza de que cambies. Pero si no ha pasado en seis años, no va a pasar ahora. Escucha, independientemente de lo que sientes debes razonar que ese hombre no está enamorado de ti, que ama a una de tus amigas y que hoy se van a casar. Y creo que ante eso solo tienes el tiempo a tu favor. —Es muy estúpido, Wicca. Yo razono y razono eso todo el tiempo, cada minuto, cuando pienso que ya lo olvidé duro mucho tiempo sin pensar en él pero lo veo un ratito y todo se mueve adentro de mí. Acá —dije señalando el corazón—, no se arregla, Wicca. La Wicca me abrazó. —Por favor no llores. Pero creo que deberías cerrar el asunto con Toño alguna vez. Hablando con él y diciéndole lo que sientes. Pero no hoy, ¿quieres? Yo voy a estar a tu lado todo el tiempo, ¿ok? No estás sola. Las palabras de la Wicca realmente me reconfortaron y me hicieron creer que podría soportar la boda. —¿Alguien tiene alguna objeción para que este matrimonio no se lleve a cabo? —preguntó el sacerdote— Que hable ahora o calle para siempre. En ese momento sentí que todos los presentes me miraban. —No —dije en susurro que con el eco de las paredes 198


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del templo dominico del siglo XVII jugó a ser un grito espantoso. Entonces sí, todos me miraron. Yo puse una sonrisa de vergüenza. —Perdón —dije discretamente. El sacerdote continuó. —Entonces los declaro marido y mujer. La fiesta fue en uno de esos jardines espantosos donde el frío de la madrugada te aplasta aunque tengas varias copas encima. En la foto oficial de la boda se me puede ver la desolación en la cara, soy la única que no sonríe. En una pausa del grupo musical que interpretaba el clásico repertorio de una boda salí del jardín hasta el estacionamiento del lugar. Caminé por entre los automóviles y entonces vi a Toño, estaba tratando de acomodar algo dentro de la limosina que habían rentado para el evento. Él me vio y se quitó el saco. —Güey, te vas a congelar. ¿Qué no tienes frío? — entonces puso el saco sobre mis hombros desnudos. Yo no dije nada. —¿Estás bien? Todo este tiempo has estado rara, Cristina, tú no eres así. Quizás no lo sepas pero eres una chica bien afortunada, el futuro te va a sonreír bien cabrón, todavía no lo sabes pero vas a ser bien feliz, por eso no me gusta verte triste. Yo recuerdo una Cristina bien vale madres y chingona para rimar. ¿Te acuerdas, güey? Cuando rimabas y yo trataba de seguirte haciendo sonidos según yo bien hiphoperos con mi boca. Toño me sacó una sonrisa, por supuesto que me acordaba. ¿Cómo no me iba a acordar? Lo recordaba como una película vista mil veces. Entonces, cuando vio que yo sonreí él comenzó a reír. —Ves —decía él—, güey, ya te hice reír… Y lo besé. Fue como cuando un bandoneón llora todas sus notas.

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16 EL ÚLTIMO TANGO El beso fue corto, tan corto como Toño pudo. —¡No, Cristina! —dijo él con un gesto de reprobación en su cara y apartándome—¡La cagaste, güey! Toño caminó un poco tomándose los cabellos y se sentó sobre el cofre de la limosina con la cabeza totalmente agachada. —¡Toño, perdóname, tenía que hacerlo, no puedo ocultarlo más, yo te amo, te amo desde siempre y sé que…! Toño levantó la vista y se veía visiblemente molesto. —Güey —me dijo señalando con su brazo izquierdo hacia ese costado—, ¿por qué no miras primero para ese lado? Cuando voltee quedé desecha. Era Dante con una caja llena de champañas en los brazos. No la dejó caer de milagro y porque ser dramático solo se lo permitía él en el tango. Yo me cubrí las manos con el rostro porque como había dicho Toño, ni más ni menos, la había cagado. Unos minutos antes de aquel tango desastroso, Toño estaba acomodando las cosas al interior de la limosina para meter dentro tres cajas de champaña regalo de uno de los invitados. Al principio había pensado servirlas durante la fiesta pero la persona que le había dado el regalo le indicó que eso era un error pues era una cosecha especial francesa del año 1967. Toño entonces optó por llevarlas a casa y esconderlas para que los vivos no pensaran que era parte 200


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del arsenal feliz de la celebración. Buscó a Penagos para que lo ayudará a cargar las cajas pero lo encontró tan borracho que decidió buscar a otra persona y entonces miró que Dante se había quedado solo en su mesa. —Güey, ¿me ayudas a llevar unas cosas a la limosina? —Si claro. Ambos llevaron las primeras dos cajas hasta la limosina y las metieron dentro. —Voy por la otra, tú mientras acomoda estas. Se ve que es buena cosecha. —Sí, oye, güey, ¿y la Cristina? —No sé, dijo que iba a caminar. —Güey, estoy ya algo borracho, así que toma esto como una verdad absoluta. Te llevaste una vieja de diez, de verdad, güey. Eres afortunado, cabrón. —Salud por eso. Le pediré matrimonio en San Francisco, durante el último baile que tengamos en la preliminar, así enfrente de la televisión. —¿¡Neta!? ¡No mames, cabrón! —dijo Toño abrazando a Dante—¡Mucho, cabrón! ¡Mucho! —Bueno, voy por la otra caja —Vas cabrón, yo aquí hago más espacio. Y ahora. Cinco minutos después todo estaba hecho mierda. Dante dejó tranquilamente la caja dentro de la limosina y sin decir palabra simplemente se fue. —Güey, no seas más pendeja, ve y búscalo —me dijo Toño. Y eso hice. Lo encontré a la entrada del estacionamiento. —¡Espera! ¡Perdóname! —¿Perdonarte? Tranquila. No hay nada que perdonar. Tomé el riesgo y me la jugué, sabía que esto podía pasar siempre. Yo nunca pude suplantarlo ¿no? —Soy una idiota. 201


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—Sí, en parte. Entonces escuché unos pasos presurosos detrás de mí. Era Alina. —¡Chicos, lo he estado buscando por todas partes! — dijo Alina visiblemente ya algo embrutecida por el alcohol —ustedes me deben un regalo de bodas muy especial. La orquesta va a tocar un tango y ustedes tienen que darme el privilegio de verlos bailar. ¿Sí? ¡Por favor, por favor, por favor! —Alina, no es el… —traté de explicar pero… —Sí, ¿por qué no? —dijo Dante. —¡Genial! ¡Anden, vengan, vengan! ¿Ustedes saben dónde se metió Toño? —No, pero no te preocupes, él estará bien —respondió otra vez, con toda seriedad, Dante. —Si verdad. Ya estoy poniéndome celosa y apenas es nuestra primera noche de casados. Alina nos puso enfrente de todos los invitados y nos anunció con toda su alegría. La orquesta era una autentica de tango, con bandoneón, piano de cola y cuerdas. Alina escogió la canción: “Bandoneón de arrabalero”. Yo estaba con el rímel totalmente embarrado en la cara por tanto llorar, Dante se miraba con el semblante desecho. Alina era la única que no parecía notar que ahí había dos almas recién derribadas. La música comenzó. —Es tu tango favorito, Cristina. Dime si él lo sabe — me dijo Dante al oído. No respondí, yo seguía en lágrimas. —Te voy a pedir un último favor, Cristina. —Sí, el que sea. —Que no quede nadie vivo. Baila como nunca has bailado. El bandoneón lloró junto a nosotros. No hicimos nada espectacular, no hubo nada de tango espectáculo, nunca 202


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rompimos el abrazo cerrado, no podía ser de otra forma pues era una historia de derrota la que contamos. Dante caminó mucho durante la pieza y en cada paso yo sentía su coraje, su decepción, su estado gris y desesperado. Cuando terminó la pieza no hubo aplausos, no quedó nadie vivo, ni siquiera nosotros. Terminado el tango Dante me soltó y yo busqué entre todo el mar de gente a Miranda. Al no encontrarla me escabullí hasta la parte más alejada del jardín a llorar bajo un árbol, no pasaron ni cinco minutos cuando en la noche seca escuché un lamento espantoso que me puso la carne de gallina, luego del susto reflexioné en que aquel grito había venido de la fiesta y pensé que quizás se trataba de los deslices de alguien que ya había ahogado la cordura en el licor. Así, me senté otra vez y debieron haber pasado otros treinta minutos cando detrás de mí sentí pasos. Eran Dante y Toño, entre la oscuridad de la noche y de mi alma me incorporé y pensé que era momento de definir las cosas y explicarles que había resuelto alejarme para siempre de la vida de ambos. —Por favor, perdónenme, voy a irme lejos y ya nunca los voy… —Cállate —dijo Dante. —Cristina, ven con nosotros, hay un problema más importante ahora —explicó Toño. Estaba confundida. ¿Podía haber otra cosa más importante que este triángulo amoroso? Los seguí y llegamos hasta la limosina, había otras personas y dentro del lujoso auto vi a Magda y Alina abrazando a Miranda que lloraba a rienda suelta. —¿Qué pasó? —pregunté a Alina, pero fue Magda la que me contestó con la saliva espesa atorada en su boca: —Encontraron a su hermana. La noche de la boda de Alina la policía había buscado a los padres de Miranda para comunicarles la noticia. Pero los padres de Miranda y ella misma estaban en la boda de Alina. 203


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Entonces los policías llamaron al celular de la madre de Miranda pero está lo tenía apagado desde la ceremonia religiosa. La policía llamó al número del padre y la llamada la tomó Miranda pues su padre se había levantado de la mesa para ir al baño. Cuando Miranda preguntó el asunto de la llamada una voz fría y grave le informó con toda naturalidad que… —Necesitamos que venga a reconocer y recoger los restos de su hija que denunció desaparecida hace nueve años. La encontramos. En ese momento Miranda se bloqueó. Yo terminaba de bailar mi tango con Dante y escapaba hacía el árbol más alejado del jardín. Mientras tanto, el policía dio varias indicaciones que Miranda, como pudo, apuntó sobre una servilleta. Cuando el hombre colgó, Miranda miró a su madre, está la miró interrogativa. —Encontraron a mi hermana. Está muerta —dijo y extendió el papel con los datos hacía su madre. Esta ni siquiera miró el papel, el grito que exhalo fue espantoso. Mientras la gente se acercaba a la madre de Miranda, la Wicca optó por alejarse corriendo hacia ninguna parte. La única que la vio fue Magda y a los pocos minutos, cuando ya todos sabían cuál era la razón de aquel llanto doloroso en plena boda empezaron a buscar a Miranda y a su padre. El padre se enteró y fue más ecuánime que las dos mujeres, solo se puso de rodillas y lloró en silencio. Magda interceptó a Miranda en el estacionamiento y la encontró sin lágrimas pero con la mirada totalmente perdida. Al ver la limosina abierta, la llevó hasta esta y la sentó en uno de los asientos del ostentoso auto rentado. Algunas personas las vieron y de inmediato se acercaron a tratar de ayudar aunque nadie tenía primeros auxilios para ayudar cuando alguien era informado de la muerte de una hermana años después de que esta desapareciera. Para cuando todos se percataron de que yo faltaba Toño y Dante fueron juntos a buscarme. La policía en realidad había encontrado e identificado el 204


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cadáver de la hermana de Miranda dos meses atrás, pero el asunto se había retardado por minucias en la documentación del expediente de la investigación. Otra cosa era que en realidad no había cadáver sino unos pocos indicios de hueso que algunos forenses raramente responsables analizaron con pruebas de ADN. El resultado de la prueba empató con el registro de una de las tantas mujeres reportadas como desaparecidas en el país. Se determinó que la chica había sido asesinada y descuartizada, luego colocada en un tambo con ácido sulfúrico que la desintegró casi por completo, pero al parecer el tanque fue vaciado y no volvió a usarse para desintegrar otro cadáver. El tanque permaneció en una remota bodega abandonada al norte de la ciudad. El dueño de la propiedad también había sido asesinado hacía varios años en lo que también era un crimen sin resolver. De tal manera, no se pudo determinar quién había matado a la hermana de Miranda ni con qué motivo. Cuando sus padres recibieron dos cajas de Petri como únicos restos de su hija, la demencia abordó a la madre de Miranda y ya nunca se recuperó. El padre pudo llevar el peso del duelo definitivo de mejor manera enfocándose en Miranda, tratando de no cometer el mismo error dos veces. A la mañana siguiente Toño, Alina y el maestro Agustín tomaron el avión rumbo a San Francisco. Yo me quedé en casa de Miranda tres noches seguidas. No me atrevía dejarla sola y el sentir que estaba dándole apoyo me ayudaba a superar mi propia miseria existencial. Miranda hablaba poco, casi no comía y definitivamente no quería estar cerca de sus padres; de esa forma, nos pasamos casi todo el tiempo dentro de su cuarto viendo películas tipo B. Al tercer día, cansadas de ver tantos filmes sin descanso Miranda me pidió que habláramos. Pensé que iba por fin a soltarlo todo, que iba a ser su catarsis pero… —Tú estás destrozada por dentro. ¿Qué pasó en la boda? —me preguntó Miranda. 205


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—Wicca, no hablemos de eso. No es el momento, lo tuyo es más importante… —Cristina, tú no estás aquí cuidándome, yo soy la que te está cuidando. Sí, yo me siento ahora muy mal, muchas cosas de mi pasado regresaron y sé que los próximos días van a ser muy complicados en mi vida. Pero tú eres la que está aquí por voluntad propia y no te has cambiado de ropa desde la noche de la boda, incluso has comido menos que yo. Por eso me siento curiosa ¿Qué te pasa? Me quedé escéptica. —No de verdad, yo… —¿Estás con el corazón roto? Di un largo suspiro. La miré a los ojos. Pensé que hablar de lo mal que yo estaba no iba a ayudarnos a estar mejor, pero ella no parecía que fuera a ceder. —Soy una miserable. Besé a Toño durante la boda y Dante nos vio. Estate tranquila, Alina no sabe nada. —Ya veo, parece de telenovela. Los besos prohibidos son siempre un problema. A todos nos pasa pero lo tuyo ha sido tan intenso que ahora creo saber porque todos dicen que podrías ser muy buena en el tango. Es porque eres todo pasión. Creo que vas a ser la mejor bailarina del mundo. —No, yo no… —Viajarás por muchos países y todo el mundo notará que nos cuentas tu desamor. ¿Sabes?, estoy muy feliz de conocerte y de ser tu amiga. —Gracias… —¡Pero hay una cosa! Me sentiré muy mal si no te veo feliz. Así que por favor al menos trata. Nunca sentí a Miranda tan sobrenatural como en aquella ocasión en su cuarto plagado de imágenes de hadas y árboles mágicos, un pentagrama en colores alegres decoraba la habitación de una manera mística y su cama estaba colocada en el centro de la habitación y no adjunta a alguna de las paredes como era lo normal, en la puerta del cuarto se podía leer una frase en un idioma que yo no entendía. 206


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—Te prometo que trataré. Pero no sé cómo. —Sabrás. Ahora vete. Dúchate, duerme y descansa que en dos días tomas un avión a San Francisco. Tomé las pocas cosas que había llevado conmigo y le dije… —Ya no tengo casa. —Tu mamá no te cerrará la puerta, no ahora que están tan contentos contigo. —Tienes razón —dije ya casi saliendo de su habitación. —¡Espera! —me gritó, se levantó y me abrazó con todas sus fuerzas que casi me truena los huesos—, no sé por qué pero siento que debo darte el mejor de mis abrazos. —Bueno, cuando yo regrese te daré uno mejor, porque estaré mejor, ya te lo prometí. Ella me miró y yo salí del cuarto. La escuché en susurrar: —Pero no vas a volver. Miranda tenía razón, mis papás me recibieron bien y por fortuna esa seguía siendo mi casa. Le conté todo a Mamá y luego de todo eso me ofreció una botella de vino. —Copa a copa, hija. Lentamente, bebe —me dijo acariciando mi cabello. —¿Tú vas a beber conmigo? —le pregunté, realmente necesitaba compañía y ella parecía dispuesta a irse a la cama. —No, deje de beber. —¡¿Qué?! —Ya veremos cuánto dura. Pero no te preocupes, no iré a dormir, pero realmente necesito un cigarrillo. —Tú no fumabas. Me regañabas porque yo lo hacía. —Pues ya ves. —Estás loca mamá. Pero al menos tú si puedes sacar un clavo con otro clavo. ¡A mí me lleva la chingada! Tuve un día entero para dormir embrutecida por el vino. Después tuve que ir al aeropuerto. Dante y yo no practicamos ni platicamos esa semana hasta que nos vimos 207


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en la sala de espera sin esperanza como decía Sabina, listos para partir. —¿Qué va a suceder? —le pregunté mientras hacíamos fila en el check-in. —Por el momento, hay que ir a competir dignamente. —Hay que ir a hacer bien las cosas. —No. Hay que hacerlas perfectas. Del San Francisco International Airport un taxi nos llevó hasta el hotel y ahí nos cambiamos de ropa lo más rápido que pudimos para estar listos para nuestra primera prueba. Era un viernes y nos tocaba bailar a las seis de la tarde con quince minutos. Estuvimos ahí tan solo cinco minutos antes y al maestro Agustín ya casi le daba un infarto. Él y Alina ya habían bailado ese día y habían obtenido una calificación que los colocaba en el sexto puesto general, no cabía duda de que el maestro Agustín se estaba esforzando y que Alina tenía el nivel para seguirlo. Luego de que Dante y yo bailamos quedamos acomodados en el puesto 27. —¡A ver! ¿Qué demonios está pasando aquí? Así no se baila. No están haciéndolo nada bien, es vergonzoso —el maestro Agustín tenía razón, habíamos sido mediocres, no habíamos contado ninguna historia y de hecho estábamos ambos tan deprimidos que nuestros pasos habían estado faltos de intensidad. Esa noche en el hotel el tango que se interpretó fue el más raro de todos: nuestra habitación era doble con una sola cama porque cuando la habíamos reservado, Dante y yo, éramos todavía la pareja feliz que todo el mundo envidiaba; pero ahora éramos únicamente una simple pareja de baile, dos fantasmas que temían mirarse a los ojos y por ello no había modo de salir de esa habitación intactos. —Voy a cambiarme —le dije. —¿Al baño? —Pues sí. —Cristina, te conozco toda. No hay nada que no haya 208


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visto y que la puerta del baño me impida reconocer. —Bueno, tienes razón en eso, pero ya no somos… —Yo no he cortado contigo. —Pero no quisiste que yo regresara a la casa… —¿En serio? ¿Cuándo te corrí? —Escucha, está bien. ¿Estamos siendo francos? —Seamos francos. —Yo estoy estúpidamente enamorada de Toño y eso es muy imbécil, lo sé. A ti te quiero… —¿Me quieres? Eso se les dice a los amigos, a los hermanos. —¡Escúchame, Dante! Pero si, a ti te quiero. Me gustas mucho, me pones bien caliente pero no siento por ti lo que siento por él. —Eso suena muy complicado. Lo mío es más simple: te amo, me vuelves loco. O al menos eso era… Dante se levantó de la cama y me tomó por la cintura. —No tenemos nada que hacer en ésta pinche competencia ¿verdad? —le pregunté. —Si te refieres a si quiero ganarla, no. Me importa muy poco esta competencia. —Pues vámonos de aquí —concluí. —Mañana a primera hora nos vamos de aquí, pero no quiero que mi último tango contigo sea eso que bailamos en la boda de estos chicos o lo nefasto de hoy. Tú marcaste mi vida y si voy a sufrir por olvidarte quiero empezar por un tango digno. Entonces, ¿me puedes dar el día de mañana? De todas formas te van a deportar, Daza. —Me estás llamando Daza, eso quiere decir que estás rompiendo conmigo —dije sabiendo que me lo merecía. —Sí, quizás así sea. Pero este final no es súbito, va a ser lento y doloroso porque así nos lo buscamos. —Bien, mañana bailaremos lo último. —Y que la competencia se joda —remató Dante con una sacada (paso del tango) mientras me indicaba dar vuelta hacía donde estaba el baño y me quitaba las manos de la 209


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cintura. Dormimos esa noche tan cansados como todas las noches del último año. A la mañana siguiente Dante se ató la corbata y se colocó una camisa negra, tenía todo el aspecto de ir a un funeral. Yo por mi parte elegí un vestido clásico tanguero color negro y rojo. Al caminar por el pasillo del hotel esa mañana éramos unos completos desconocidos. Entonces, al arribar al lugar del concurso comenzamos a experimentar por primera vez la aburrida pero angustiante espera del registro de bailarines. Ese día el concurso ya era grabado para la televisión y las mejores partes se trasmitirían esa noche. Dante y yo bailaríamos dos tangos y como estábamos en el puesto 27 no teníamos ninguna chance de pasar a la semifinal y final del siguiente día. Mientras todos los demás participantes se morían de los nervios, Dante y yo estábamos en un sepelio personal cada uno, no había nerviosismo en nosotros. —Are you the couple number four cero two? Alina and… — nos preguntó una señorita que parecía muy apurada. —No, miss, we are the seventy tree —respondió Dante a la señorita de la organización. Que sin decir nada se fue rápido. Más tarde, otra señorita nos informó que era nuestro turno y pasamos al escenario cuyas butacas lucían llenas, muy diferente al ambiente sombrío del día de ayer. La historia que contamos en ese primer tango versión de la Forever Tango, “La Bordona”, fue la indiferencia acompañada por el desprecio y al terminar sentí que Dante me humillaba. Todo salió tan perfecto que los aplausos fueron duraderos. Ni Dante ni yo nos entusiasmamos y aún nos quedaba un tango más en nuestra vida. Para nuestra sorpresa, la calificación fue alta, demasiado, una exageración de los jueces. Al terminar la ronda completa, Dante y yo habíamos ascendido al lugar ocho. Para la segunda pieza de ese sábado el cansancio acumulado durante todo un año me mataba. 210


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—Dante, si estamos en el lugar ocho, este no sería el último tango. Habríamos calificado, bailaríamos mañana. —No, no necesariamente. Nada nos impide simplemente no presentarnos mañana. —Bueno, eso sí. También podemos fallar a propósito. Antes de entrar al escenario, Dante me robó un beso. —El último, hoy es una tarde de cosas últimas. Y ¿fallar? ¡Nunca! “La ultima curda” comenzó a sonar con Dante y yo dispuestos a cerrar el telón. Mientras nos presentaban al público yo pensaba que en realidad ese sería el último tango de mi vida, no tenía más intención de bailar nada nunca más. Una nostalgia me inundó el cuerpo, estaba realmente en una despedida, un rompimiento sangriento en el que ya el perdón era inútil. Con toda la tristeza de quien se despide de un sueño que no era el suyo, bailé lo que yo pensaba era el tango de mi vida. Terminamos con desdén y en su último movimiento Dante me arrojó lejos de él en una muestra total de desprecio que me dolió. Para él fue un acto honesto y verdadero que los jueces creyeron parte de la coreografía. No nos quedamos a ver la puntuación ni a ver la coreografía del maestro Agustín que vivía su propio drama de, lo que son las cosas, era su última oportunidad de asistir una vez más a un Mundial de Tango. Al hotel llegamos y algunas personas nos felicitaron. —¡Estáis séptimos! ¡A un pasito!, ¡venga mexicanos! Dante agradeció en inglés y en español todas las muestras de cariño de aquellos que ahora tenían un poco idea de quiénes éramos. Ya en la habitación comenzamos a hacer las maletas. —¿Te vas primero? —me preguntó Dante. —Como quieras, el orden de los factores no altera el producto —le contesté. —Vámonos juntos y ya que cada quién tome un taxi y un avión distinto. Yo me voy por la American. —Está bien, vámonos. 211


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Entonces alguien tocó a la puerta. Dante abrió. Era el maestro Agustín que quería que fuéramos a festejar su triunfo. En realidad era que iba quinto, justo detrás de nosotros, y eso le daba el último boleto para ir al Mundial de Tango en Argentina. —¡Por primera vez en cuatro años, volverá a haber una pareja mexicana! Y serán ustedes o yo. Esto, por lo tanto no puede quedar sin festejarse. Alina también estuvo en ese festejo y su expresión en toda la noche fue de felicidad absoluta, realmente estaba viviendo su sueño, ser la mejor bailarina de tango de México y a tan corta edad. Era una niña sin vicios, disciplinada, que tenía ya el triunfo de haberse sobrepuesto a la muerte, situación está última que le había forjado un carácter de acero. Para mí era fácil predecir, en medio de aquel festejo, que ella no solo sería la mejor de México sino de todo el mundo. Y así, a Dante y a mí se nos frustró la huida. Le vimos el lado positivo: no habría que pagar recargo por el cambio de vuelo, entonces dormimos una noche más juntos, o más bien, separados como nunca antes. —¿Estás despierta? —me preguntó en plena madrugada. —Sí —le contesté aunque le estaba dando la espalda. —Mañana, te iba a pedir matrimonio. Es decir, si no hubiese pasado lo que pasó. —¿Se supone que debo sentirme miserable? —Eso quiero. Entonces, Dante comenzó a acariciar mi espalda. Eran esas manos que me habían acariciado durante seis años, manos grandes pero dóciles y con un tacto finísimo. Sin hablar, Dante me hizo dar vuelta para quedar de frente a su cuerpo. Ya en esa posición tomó mi brazo y con movimiento suave me acercó hacía él. Para ese momento yo ya estaba encendida, su mano bajo por mí abdomen hasta la unión de mis piernas y en ese estrecho geográfico de mi anatomía él se detuvo… pero entonces me soltó, encendió 212


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la luz y se vistió… —¿Qué pasó? —pregunté con mis ojos todavía deslumbrados por la luz. —Eso me sigo preguntando, voy al bar a tomar un trago. Y se fue para no regresar esa noche. A la mañana siguiente Alina tocó a la puerta para despertarme. —¡¿Qué rayos haces, mujer?! ¡Es tarde! ¡Apresúrate, es el gran día! ¡El día que siempre soñé! ¡Al fin se hizo realidad! —Alina, no voy a ir. Dante se fue. —¡Tonta! ¡Él está allá abajo con Toño, se están tomando unos tragos! Él ya está listo. —Entonces si fue al bar. —Sí, pero tú estás hecha un desastre. ¿Qué nunca soñaste este día? —No. Este es tu sueño, no el mío. —¿De qué hablas? Es de las dos, hoy puedes ganar. Oye te tengo una noticia. Odiaba las noticias cuando venían de esa parte del mundo. —Estoy embarazada. Me desplomé sobre la cama. —¡No, no! ¡A la ducha mujer! ¡Vamos! Alina me manejó como a un títere esa mañana, me ayudó a vestirme o más bien me obligó a vestirme. En el pasillo, en efecto, estaban Dante y Toño, hablando como si nada hubiera pasado. Era el mundo al revés, no podía creer que esos dos pudieran si quiera verse las caras, ¿acaso se habían hecho amigos en medio de mi acto de infidelidad? ¿no se suponía que Dante debía golpear a Toño para recuperar algo de honra masculina? Quizás sí, pero en la realidad eso no había pasado. —Felicidades, ya supe que tendrás un hijo —le dije a Toño con la rabia más escondida que un criminal huyendo de sus captores. 213


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Toño solo levantó su copa y Alina nos hizo correr hacía el taxi que nos llevó a todos juntos hacía el teatro donde se llevaría a cabo la final de la Preliminar Regional del Mundial de Tango. El Teatro del Conservatorio de San Francisco era el lugar más hermoso que jamás había visto. Todo en él inspiraba una tremenda clase y elegancia de los tiempos pasados. Esa mole de concreto con sus columnas enormes parecían también contar su historia. —¿En esta fase cuántas parejas quedan? —pregunté. —Quince, y solo califican cinco al Mundial. Los canadienses van en primero, en segundo tres parejas de Estados Unidos y luego una cubana, luego, yo y el profesor Agustín, y ustedes están séptimos —dijo la experta Alina. Estábamos en el hall realizando el registro. El maestro Agustín se acercó a nosotros, nos saludó y luego los demás fueron a saludar a otras personas. Yo quedé sola con el maestro y me confesé. —Maestro, no quiero bailar más, no quiero estar aquí. Quiero irme. —Es normal… —¡No, es en serio! ¡Lo único que quiero es salir corriendo de aquí. No soporto esto, además yo no lo pedí! —Hace seis años eras una terca adolescente mal vestida y hoy estás entre los mejores del mundo, al menos del norte del continente, ¿y quieres huir? No has madurado nada, Daza. Piensa bien las cosas niña, la puerta del teatro está abierta y tú puedes huir desde ahora pero no lo harás porque sigues siendo terca y quieres ver hasta dónde termina todo esto, además, tu eres como yo: un competidor. Estás desecha por dentro pero cada célula de tu cuerpo quiere ganar esta. Piénsalo un poco más, tienes tiempo, ustedes son la pareja quince en pasar. Y así era, tras bambalinas las parejas practicaban. Dante bebía un vaso de agua y se miraba mal dormido. —Yo ya no puedo bailar —le dije a Dante. 214


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—¿Ya ves que van a tener un hijo? —Sí. No me lo digas, eso solo… —¿Y sabes cómo le van a poner si es niña? —No me importa —dije harta de su juego. —Cristina, le pondrán tu nombre en tu honor ¿no es ridículo? Ahora si estás enojada, nunca te miré con los ojos tan llenos de rabia —me dijo burlonamente Dante. En ese preciso momento nos avisaron que era nuestro turno. Nos paramos en el escenario, Dante tenía desecha la corbata, estaba en un aspecto lamentable, esa vestimenta nos iba a quitar muchos puntos, pero para mi sorpresa, nuevamente, los jueces lo creyeron parte de la coreografía. Otra vez, trasmitimos el odio, contamos la historia de despecho que tanto efecto había tenido antes pero ahora yo era más agresiva que Dante e incluso al final de la pieza fui yo la que lo desprecié a él. Era otra vez el sentimiento genuino el que nos puso en el lugar ocho. —Estas personas están imbéciles ¿o qué? —le dije a Dante en cuanto salimos fuera de cámara. —Creen que nuestra desgracia es una coreografía. —Entonces ¿realmente me odias? —Estoy aprendiendo a hacerlo, Daza. En este tango final deberíamos irnos en el medio de la canción. Solo dejar el escenario y nunca más volver a vernos, yo cambio la fecha de mi vuelo y listo. —Hecho, es un trato —le dije en el medio de un suspiro. ¡Qué más daba! yo solo quería morirme. Dante se durmió unos minutos mientras yo solo miraba un vaso de agua que nos habían dado al terminar nuestra primera pieza. Los demás bailarines practicaban o estaban absortos observando lo que las demás parejas bailaban sobre el escenario, nos miraban como a alienígenas pues Dante y yo mostrábamos tan poco nerviosismo y mucho desdén que parecía que no estábamos compitiendo. No hubo mucho espacio y tuve que despertar a Dante cuando nos avisaron que era nuestro turno, como había comerciales 215


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televisivos teníamos dos minutos extra. Y entonces se apareció Alina en su peor versión. —¡Chicos! ¿Ya vieron la tabla de puntuaciones? Primer lugar asegurado para los canadienses, colombianos, cubanos y los de los Estados Unidos cuartos. ¡Yo y el profesor Agustín quintos! Solo quedan de pasar ustedes. Y van últimos, pero bueno, es porque no han punteado, pero chicos, esto es serio: si ustedes no logran una calificación alta, el maestro Agustín podrá ir a su último Mundial de Tango. Ustedes saben que está muriendo y no sabemos cuánto tiempo le quede al pobre. ¿Entonces, podrían hacerme el favor de fallar? Alina estaba pidiendo eso realmente de todo corazón. La chica no tenía idea de que en realidad el pase al Mundial lo tenía en la bolsa un minuto antes de decirnos eso. Dante y yo la miramos perplejos, ella entonces pareció darse cuenta de su error y trató de corregir. —Bueno, piénsenlo, háganlo por él. Y se esfumó de nuestra presencia llena de vergüenza. Entonces nos hicieron entrar al escenario y yo todavía seguía impresionada de haber sido testigo de la versión de Alina de la que Magda me había hablado hacía años: la cabroncita que consigue siempre lo que quiere a cualquier precio. —Señoras y señores —decía el presentador—, la última pareja de este día: Dante Rogelio Lavalle y María Cristina Daza, representando a la Ciudad de México, México. Bailaran, “Nueve de Julio”. —¿Soy yo o nos pidió abiertamente que perdamos? —le pregunté a Dante mientras la gente nos aplaudía. —Nos lo pidió —respondió él. —Por ella. —Sí, el maestro jamás pediría tal cosa. —La muy cabrona… —Sí... Dante me tomó en abrazo. El público terminó de callar 216


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los aplausos de presentación. —Me podrías hacer un favor… —nos dijimos ambos al mismo tiempo. Luego nos miramos con una sonrisa de oreja a oreja y también al mismo tiempo nos dijimos: —que no quede nadie vivo. —De acuerdo, pero atenta, confía en mí —me dijo Dante al que la adrenalina parecía haberle vuelto al cuerpo. —Está bien —dije decidida a confiar en el hombre al que yo había hecho perder toda la confianza y la fe en el mundo, confiar en el hombre que ahora quería verme muerta antes que reconciliarse conmigo, tenía que confiar en el diablo… y decidí hacerlo. La introducción al piano de “Nueve de Julio” terminó entre nuestra charla y comenzó su melodía a tiempo veloz y rampante. Yo estaba lista para comenzar la coreografía pero Dante me mandó otra cosa totalmente diferente y a la velocidad de la luz, obedecí. Ochos rápidos y llenos de vértigo y precisión, luego una caminata larga aprovechando todo el ancho y largo del rectángulo, un giro con sacada, aguja y ocho cortado para llenar el ojo y yo que estaba disfrutando todo lo que él me mandaba y entendía perfectamente cuando me daba espacio para ingresar un adorno de esos que hacían a nuestro baile la cosa más linda de este mundo. Entre uno de los giros veloces en los cuales Dante intercalaba precisas sacadas y yo remataba con voleas contundentes, frené con una castigada pero esa pausa fue tan sutil que pareció champagne servido sin derramar ni una sola gota de espuma de la copa, luego pasamos al siguiente nivel: más giros, más ochos, americanas, molinetes y picadas, todo más rápido pero sin perder el tiempo jamás, siempre todo acomodado en el acento preciso de las teclas de graves del piano, todo exacto, todo en extremo perfecto. Dante nunca rompió el abrazo en todo el repertorio de habilidad que se llevaba a cabo sobre el escenario. En la parte sugerente del tema le metimos más sensualidad, esa que habíamos clausurado y luego, velocidad otra vez con 217


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ganchos y poses de escultura que hicieron la noche de los fotógrafos. Y para cerrar, de manera súbita tal y como sierra la pieza, Dante me elevó al aire al tiempo que me giraba, yo decidí abrir mis piernas en un perfecto split en el aire y justo cuando pensé que todo estaba perdido por una decisión tan intrépida, nunca ensayada e insolente, Dante me tomó con el último aliento que sus fuerzas de hombre trasnochado le permitieron y me colocó sobre el piso absorbiendo todo el peso de la caída libre de mi cuerpo que al último compas, en la última nota, quedó delicadamente postrado en el suelo. Fue pura suerte terminar mirándonos el uno al otro totalmente exhaustos luego de 2.12 minutos de intensidad pura. Aquello fue devastador para el público y todos aquellos que miraban, incluidos los jueces. Hubo una pausa y entonces supe que lo habíamos hecho. Esa pausa antes del aplauso explosivo sucedía cada vez que, en efecto, nadie quedaba vivo, todos estaban muertos del asombro. Y solo hasta que alguno de los presentes resucitaba haciendo ruido con sus palmas los demás salían del trance y pasaban a ser invitados de la euforia. Era claro, no había duda, les habíamos dado la improvisación perfecta. —¡Esto es quinto lugar seguro! —le dije a Dante con una seguridad notable. —¡Estoy agotado! —solo alcanzó a decir él. La televisión hizo un close-up de Dante mientras el tablero electrónico hacía del dominio público los resultados de la puntuación: 1. Daza & Lavalle… 934 pts. 2. Roger… —¡Ah, primeros! —exclamó Dante, pero no mostró la típica alegría eufórica y desbordada que se esperaba de un ganador. A pesar del cansancio, pude mirar de nueva cuenta y leer una y dos veces el resultado. Un mar de gente se nos acercó 218


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y comenzaron a felicitarnos. Alguna persona me dio un ramo inmenso de flores y yo seguía en shock. Entonces… 5. Claessens & Bredner… 786 pts. 6. Agustín & Sandoval… 781 pts. Era todo, Alina había quedado fuera de Argentina por este año y por el siguiente si es que estaba embarazada. Dante y yo regresamos al hotel y a la depresión sin querer platicar con la prensa o cualquier otra persona, ni siquiera con el conductor del taxi. Esa madrugada yo debía dejar Estados Unidos y solo pensaba en descansar. En el hotel, Dante pidió ser el primero en tomar una ducha y yo le concedí aquello. Mientras se bañaba y para no dormirme, decidí ir al balcón del último piso del hotel desde donde se miraba la ciudad de San Francisco. Subí por el ascensor y pensé en abortar mi plan cuando noté que había alguien más en el pasillo. Di una segunda mirada, era Alina. Detuve el ascensor y salí a su encuentro, ella escuchó mis pasos y se volteó de inmediato… —No es lo que piensas, amor… Ah, no eres Toño. Eres… tú. Ella estaba llorando y entonces comprendí que el “no es lo que piensas” se refería a otro intento de suicidio. —¿Qué haces? —pregunté, aunque sabía exactamente lo que pasaba. —Nada. Ya puedes irte… campeona. —Oye, no es mi culpa. Pero por qué no mejor te alejas un poquito del barandal. Lo pensé, era fácil, ese barandal no sería obstáculo importante, solo tenía que empujarla con fuerza suficiente para borrarla del camino y tener a Toño solo para mí, si él no era mío, al menos no sería de ella, pero la cordura me volvió al alma y el oxígeno me regresó al cerebro y enfrió mi locura asesina coartando para siempre el inicio de mi carrera criminal. —¡Déjame en paz! Yo me paro donde quiera Hubo un silencio obtuso y pensé en llamar a alguien del 219


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personal de seguridad del hotel para que me ayudara. —Me robaste mi sueño. Lo sabes, lo hiciste a propósito, ni porque te lo pedí —me dijo Alina. —Oye, yo no te robé nada. Tú vas a poder regresar a estas cosas los siguientes años si así lo quieres. Para mí este fue mi último baile. —Eres una mentirosa. No será el último, ahora eres la estrella. ¿Cómo pudo pasar? Tú odiabas esto. ¡Jurabas que lo odiabas! —Lo sigo odiando. —¡Otra vez mientes! —Oye, ¿quieres una verdad? Yo también siento que tú me robaste mi sueño, ¡al carajo, me robaste la vida! ¿Y te acuerdas que una vez te pedí que me dejaras el paso libre con Toño? ¿Qué me dijiste? ¡Me mandaste a la chingada! —¿¡Quieres todavía a Toño!? —Pues sí. No voy a casarme con Dante ni con nadie. —Dante se casará contigo, me lo dijo hace como un mes… —No, él ya sabe que me gusta Toño. Nos vio besándonos el otro día... —lo había jodido todo, completito. El ganarle el pase al Mundial de Tango, el habérselo arrebatado de las manos cuando ella lo había tenido tan cerca no había causado tanto efecto como cuando le dije lo de Toño y yo. —¿¡Qué!? ¡Mientes! —Sí, ahora si dije una mentira, ahí si mentí… —¡No mientes! ¡Eres una maldita puta! ¡Te voy matar hija de perra! Alina se abalanzó contra mí y me tiró al suelo entre golpes. Con su puño cerrado y hambriento de destrucción me golpeó en mi ojo y luego otro golpe lo recibí en mi boca, luego más golpes y para cuando me vio sangrando copiosamente de la nariz se asustó y salió corriendo hacía el ascensor, la máquina cumplió el protocolo de cerrar sus puertas sin prisa y eso desesperó aún más a Alina. Yo me 220


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incorporé y cuando estuve de pie el elevador cerró sus puertas pero ella alcanzó a gritarme: —¡Hija de puta! —y jamás la volví a ver. Yo estaba llorando y sangrando. Nadie me había puesto antes una golpiza improvisada tan perfecta. Me recargué sobre el barandal del balcón y subí mis pies en la repisa. Mi primer intento de suicidio me pasó por la mente. Había hecho ya muchas estupideces y pensé que una más no le importaría a nadie. Entonces escuché que el ascensor llegaba de nuevo a ese piso y entre el miedo a que fuera Alina me preparé para al menos asestarle algún golpe esta vez. Sin embargo, era el maestro Agustín quien llegaba. —¡Daza! ¿¡Que te pasó?! —Pues… me caí y me pegué. El maestro Agustín me llevó hasta mi habitación, cuando Dante salió de la ducha y me vio sangrando se preocupó y con cierto escepticismo escuchó mi versión de los hechos sobre lo torpe que había sido yo para caerme en el balcón. —¿Y te golpeaste la nariz, la boca y el ojo, todo al mismo tiempo? —Pues verás… sí. Yo me las arreglo para hacer lo imposible algo posible. Con mi cara ya limpia y sin dejar de sangrar el maestro me explicó… —Daza, te estaba buscando porque quiero que mañana a primera hora hables con unas personas. —No puedo maestro, mi avión sale en unas horas. —Aplazaremos tu vuelo, es importante que hables con ellos. —No puedo, el permiso para estar aquí solo… —¡Daza, el maestro Nicola Sampeiro está aquí, en San Francisco! Debes hablar con él. Miré a Dante y no me dijo nada, ni con palabras ni con su expresión, estaba totalmente divorciado de mí. Al final, mi avión a México partió pero yo no estaba abordo. La 221


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última vez que vi a Dante fue cuando tomó el taxi rumbo al aeropuerto, portaba un traje gris y su maleta; se veía hermoso a pesar del cansancio y la desolación. Yo tomé un taxi pero hacía otro hotel. Me acompañaba el maestro Agustín. —Maestro Nicola, es un gusto que nos reciba —dijo el maestro Agustín a un hombre de edad similar a la suya pero que tenía un aspecto de mafioso siciliano. Estaba acompañado de otro hombre obeso y no de mejor aspecto. Ambos tomaban una copa en un bar. —El gusto es mío, che. Y aquí está la mina que le robo el corazón a todos anoche… ¡Pero por el amor de Dios! ¿¡Que te ha pasado!? —Ha sufrido un accidente terrible, terrible —dijo el maestro Agustín—, figúrese que se cayó de una moto cuando regresaba al hotel luego de ganar el Preliminar. —¡Una moto! —Exclamó el maestro Nicola. Todo era falso, pero era la forma del maestro Agustín de decirme que sabía quién me había hecho eso. —Debes tener más cuidado, mina, que la cara bonita para una tanguera es fundamental. Bueno, les presento a un buen amigo, se llama Jorge Bonfiglio, pero todos le decimos El Padre. Luego del protocolo, el maestro Agustín les habló de manera detallada a aquellos dos hombres sobre cómo me había descubierto y entrenado. —Y no tengo que decir más, ustedes vieron cómo ganó ayer en la noche. Ella lo tiene todo para ser la mejor. —Increíble, fue increíble. Pocas he visto algo así. Primero pensábamos que ustedes solo podían danzar la tristeza, que es básica en el tango pero que luego de dos piezas aburre, eh. Luego sacaron la furia y al final, nos dieron algo que pocas veces se ve para calificar a un Mundial, eh, una improvisación perfecta porque eso se notó que fue. Pero hablemos claro, niña, si vos pasas a ser mi alumna no será fácil, es mucho trabajo duro pero creo que 222


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si bien hoy no eres tan buena puedes llegar a serlo. —Para mí puede ser la nueva reina del tango —dijo El Padre. —Tranquilo che, que es mexicana y además ¿ya te fijaste? Tiene nombre de india: María Cristina Daza. Pero al menos, puede ganar el Mundial una vez, puede que sí. —¿Daza? Che, como en el Amor en los Tiempos del Cólera —apuntó El Padre. —Si al menos fuera colombiana, pero es mexicana. Y yo que me quejaba el año pasado de tener a un polaco y a una rusa bajo mi tutela, che —bromeaba cruelmente el maestro Nicola. —Gracias, por el halago y el puntapié, señor —dije con desagrado en uno de esos actos míos de guardar la dignidad. —Agresiva la mina —dijo el maestro Nicola—. Vos tenes el porte pero en especial tenes la actitud. Pues yo que te digo che, que la tomo, puede volverse en un avión hoy mismo a Buenos Aires con nosotros. —Tengo que… —dudé al escuchar eso de tomar un avión a Buenos Aires ese mismo día. —¿A qué tienes que volver a México, Daza? —preguntó el maestro Agustín. —Pues a avisar a mis padres… mi ropa… —Daza, no me vengas con… Te repito otra vez la pregunta Daza, ¿qué hay en México para ti? La pregunta no la entendieron los dos argentinos, pero yo sí, en ese momento el maestro Agustín me pareció el hombre más iluminado del mundo. En efecto, en México todo estaba jodido para mí pero entonces pensé en la final de ese año del Mundial en Buenos Aires, tenía que prepararla con Dante… —Maestro la final del Mundial… —dije al fin. —Este año no, Daza. Lo ganarás más adelante — contestó el maestro Agustín. —Mina, ¿acaso vos miras que estemos hablando contigo y tu pareja? —dijo el maestro Nicola. 223


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—No. —Bien, es inteligente la mina, eh. Te queremos a ti. Ya te conseguiremos una pareja fija para que puedas ganar el Mundial de dos o tres años adelante. Porque ganar esto de San Francisquito, mina, es fácil; pero en Buenos Aires te vas a encontrar con la crema y nata de cada barrio de esa ciudad de dios, sin contar con los representantes de las provincias de fuera del área metropolitana y ellos, mina, son la crema y nata de la Argentina entera; vos no vas a poder ganarles con jueguitos como los que ayer hiciste con tu novio. —Daza —intervino el maestro Agustín —¿realmente tu novio sigue siendo tu novio? Las lágrimas inundaron mis ojos. —No. —¡Que les digo, ches! —dijo el maestro Agustín a los dos argentinos—, la mina rompió hoy con el novio. ¡Una tragedia! —Una tragedia, seguro —agregó El Padre. —Pues anímate, mina porque en Buenos Aires encontrarás a un pibe guapo que te haga feliz. ¡Qué no, Padre! —Seguramente, la mina es atractiva. —Y va a ser la reina del tango, la nueva María Nieves, al menos de México —dijo burlonamente el maestro Nicola. Los hombres rieron y El Padre me apartó para tomarme los datos para comprarme un boleto de avión a Buenos Aires. Luego del formalismo me dijo. —Anímate, Daza. Todo en Buenos Aires te gustará más. El maestro Agustín me ayudó a subir mi maleta en un taxi que iba a abordar yo junto a los dos argentinos e iba rumbo al aeropuerto. Entre lágrimas despedí al maestro Agustín. —Daza, tranquila y prométeme una quinta cosa: no regreses a México. Fue la última vez que vi al Maestro Agustín, él murió tan solo cuatro meses después de que yo me fui. Nunca volvió 224


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a calificar al Mundial de Tango, por eso yo lo ganĂŠ en su nombre, siete veces.

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17 REGRESO En la tortería las Camelias, ubicada en uno de los extremos de la plaza que la gente llamaba “del Pancho Villa” pero que en realidad llevaba el nombre oficial de Gustavo Díaz Ordaz, Daza se citó con Miranda. La reina del tango llegó tarde treinta minutos y cuando arribó no dio ninguna disculpa o excusa, era la falta de costumbre de no tenerle respeto a nadie. Al entrar al lugar le pareció mundano y no adecuado para tener una charla, no había otros clientes pues no era horario del almuerzo pero extrañaba el ambiente de los cafés de Buenos Aires y la limpieza, sobre todo la limpieza de los restaurantes caros a los que se había vuelto adicta. Sabía que aquella tortería era un símbolo en su vida y que por ello Miranda la había citado ahí mismo, de hecho le dio la impresión de que aquello era un viaje en el tiempo y que ella volvía a tener diecisiete años, además el local tenía exactamente el mismo aspecto de hacía diez años ya que la raquítica situación económica de un país que prostituía sus recursos naturales no había dado pie a ninguna mejora para la tortería ni para nadie en ese desorden corrupto que era México. —Pensé que no vendrías —dijo Miranda al ver llegar a Daza. —¡Hola! —respondió una bien vestida Daza—, che, me acuerdo de este lugar. Aquí en esa plaza le rompimos el 226


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hocico a Rizo, y aquí también vinimos a hablar luego de haber estado enojadas mucho tiempo. —Yo no estuve enojada contigo, Cristina. Esa vez, tú te apartaste porque tú así lo quisiste, pero nadie estaba enojado contigo. Y años después, hiciste exactamente lo mismo. Cristina, te miraba por televisión, te leía en las entrevistas que te hacían, estabas tan triste y esa no fue la mujer excepcional que se hizo mi amiga. ¿Te acuerdas cómo eras? —Culera, vos no me conociste desde antes, pero yo era culera —dijo Daza perdiendo todo el buen humor que le quedaba. —No, yo conocí a una persona que bromeaba todo el tiempo, una persona que te ayudaba a resolver problemas. Eras alegre y siempre estabas tratando todo el tiempo de rimar las palabras. Te recuerdo con tus audífonos disfrutando tu música. El teléfono celular de Miranda sonó la melodía de un viejo grupo de rock, ella se puso de pie para contestarlo, mientras tanto, un mesero bonachón y bigotudo, tan similar a la figura del Pancho Villa de bronce del centro de la plaza, le preguntó a Daza: —¿Va a ordenar, reinita? —Sí, vos por favor me puedes preparar una torta de jamón. —Inmediatamente, ¿de dónde es usted? —Pues soy de Arg… viví en Argentina mucho tiempo, pero la verdad soy de aquí. El mesero entonces perdió toda la atención en la muchacha que pedía una simple torta de jamón, pensó que era guapa, pero era después de todo era una simple mexicana con aires de grandeza. —Ella ya viene, pero debo decirte que vienen juntos — dijo Miranda sin sentarse, preocupada por la reacción que Daza pudiese tener. —Que vengan, en la Argentina aprendí a tratar con 227


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cosas peores —dijo Daza con semblante seguro, pero en el fondo se moría del miedo. La torta de jamón llegó antes que el resto de los invitados a la mesa y Daza la despachó casi de inmediato al bote de la basura sin probarla. —El problema de este país es que no saben hacer nada bien —decía la reina mientras sacudía las migajas de pan de su ropa cara y exclusiva. —Bueno, ¿qué te puedo decir? —Dime, ¿qué pasó con Magda? —Ya te lo dije y no quiero hablar de eso. Murió en su viaje alrededor del mundo. —¿Todavía estabas con ella? —No, llevábamos varios años de haber terminado. —Yo le quedé a deber muchas cosas a esa niña. Nunca le di las gracias por haberme ayudado a bajar de peso. —A ella no le importaba tu peso, Cristina. Le importaba tener una miembro más en su equipo, ¿qué te ocurre? ¿Ahora vienes aquí a decirnos que todo en este país está mal hecho solo porque no te gustó la torta? ¿Vienes a presumir que tienes el cuerpo de una jovencita todavía? —¿Qué tiene de malo decir las verdades? —¡Deja de hablar con ese tonto acento argentino! El día de la clínica no había ninguna mujer segura de sí misma, yo no vi a una persona adulta en ese camerino ¿y ahora quieres que te crea toda esta facha de mujer segura y de mundo? Cristina, mírame, yo soy Miranda, tu amiga, la Wicca. La reina del tango asimiló cada palabra proveniente de su amiga que ahora, con las ojeras consecuencia de ser madre de dos niños pequeños lucía más creíble que sobrenatural. Daza, se tomó el cabello y no pudo atinar a decir nada inteligente. Se encontraba acorralada por Miranda como muchas veces le había ocurrido en su pasado pre-estrellato. Entonces las voces de unos niños pequeños llegaron hasta el interior de la tortería. 228


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—¡Cristina, hazle caso a tu mamá! —gritó sin autoridad una voz que Daza reconoció de inmediato. Daza comenzó a temblar. Tomó las manos de la Wicca y se confesó. —Wicca, tienes razón, soy una pendeja absoluta. No estoy lista, no puedo verlos, maldita sea, Wicca, no puedo verlo. —Pues tendrás que, Cristina. Toño entró a la tortería con una niña de cinco años en brazos. Daza reconoció de inmediato esa mirada tierna y picara en el hombre que acababa de entrar, esa mirada no había cambiado en nada y hubiera enamorado otra vez a Daza de no haber sido porque ese rasgo, que era la prueba más contundente de que era Toño, era lo único que no se había marchitado en él, lo demás era totalmente irreconocible para Cristina; Toño había perdido casi todo el cabello, se había dejado el bigote y se había inflado como pelota, su piel lucía enferma y grasosa; su vestir tampoco decía nada a su favor pues se seguía vistiendo como hacía diez años, pero ahora ese estilo infantil se miraba mal en un hombre de su edad. Lo peor era que entre el cinturón de su pantalón y su playera de algodón, se asomaba el ombligo. El recuerdo gallardo que Cristina tenía de ese hombre se terminó de escapar cuando la saludó ofreciéndole su única mano libre con la palma totalmente manchada de grasa negra. —¡Hola, Cristina! Cristina tomó la mano pero no pudo decir ninguna palabra. En ese momento, en su cerebro, una ilusión celestial era sustituida por la cruda y simple realidad. —¿¡Se llama cómo yo, papa!? —gritó estridentemente la pequeña Cristina. —Sí, se llama como tú. Por ella te pusimos ese nombre. —¿Cómo? —preguntó la niña. —Ya te explicaré luego, mira siéntate. Dile a tu mamá que ya puede pasar, dile que no se la van a comer. 229


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—¡Mamá! ¡Dice papá que nadie te va a comer! —gritó la pequeña que daba toda la facha de tener el don de la hiperactividad conflictiva. —Entonces, Cristina. ¿Cómo estás? —dijo Toño desparramando su obesidad sobre una silla. Cristina ahora estaba totalmente bien, en su cuerpo parecía que la sangre volvía a correr por sus arterías. Se dio cuenta de que Toño ya no le ocasionaba ninguna perturbación como en los viejos tiempos en que le bastaba solo verlo para perder totalmente la cabeza. —¡Estoy muy bien, güey! La Wicca se quedó boquiabierta, esperaba que Daza se derrumbara en lágrimas o se abalanzara en besos sobre Toño, pero en lugar de eso lo llamaba güey con todo su acento mexicano. —Me alegra. ¿Ya viste a mis hijos? La pequeña se llama como tú y… —Y el mayor se llama Agustín —dijo Alina al entrar. Alina tenía ahora unas caderas enormes y sus jeans ajustados no le ayudaban en nada a darle estética a su cuerpo. Llevaba lentes oscuros y el cabello recogido. Tomado de la mano estaba el pequeño Agustín de diez años de edad. Cristina se puso de pie y entonces le dio la impresión de que Alina era demasiado baja de estatura. Durante diez años, Cristina había tenido grabada en la cabeza la estampa de Alina como una bailarina furiosa, delgada y frágil pero muy peligrosa y terrible. Ahora no había eso, frente a ella se encontraba una mujer de esas como había tantas por las calles de los barrios de Ciudad de México, salvo la salvedad de que Alina aún llevaba algunas marcas en su rostro como evidencia de su terrible accidente cuando se había destrozado todo el maxilar inferior del rostro. —Hola, Cristina —dijo Alina con una sonrisa y luego ordenó a su hijo—. Saluda, Agustín. —No sé quién es, mamá. 230


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—Tú saluda, caray. Es… una amiga. Alina comenzó a llorar. Miranda se levantó a tratar de consolarla. El pequeño Agustín se angustió por aquello y Miranda tuvo que pedirle al niño para distraerlo, que la llevara afuera y le mostrara la bicicleta que le habían dado en su cumpleaños. Así, la Wicca salió de cuadro junto con los niños y en la mesa quedaron solamente los tres involucrados de un triángulo amoroso que había derramado tantas lágrimas hacía diez años. —Yo solo tengo una pregunta para ti Alina —dijo Cristina que parecía regresar en el tiempo a cuando ella no era bailarina ni estaba enamorada de Toño, era la Cristina de la parada de autobús afuera de la preparatoria privada comandada por Buenfil y que tenía a Rizo como capataz—, y esa pregunta es: ¿Cómo es que si te saco una cabeza de estatura pudiste darme la madriza de mi vida esa noche en la terraza del hotel en San Francisco? Cristina rio a carcajadas como no lo había hecho en mucho tiempo y Alina reconoció en ese chiste negro a la misma chica de aspecto temible que la había defendido de los abusos de los demás hacia diecisiete años, por lo tanto le fue fácil acompañar la alegría y ponerse de pie nuevamente para abrazar a Cristina efusivamente. Ambas personas se pidieron perdón mutuamente mientras Toño las miraba sorprendido, aquel abrazo significaba el armisticio de años de lucha, de intrigas, de celos y de competencia feroz sobre las tablas de la pista de baile. —¿Sabes? —le dijo Alina a Cristina—, esa noche me salvaste la vida una vez más. De no haber llegado tu yo simplemente me habría arrojado. Cuando me dijiste que habías besado a mi esposo fue como recobrar toda la fuerza que había perdido. Le dejé de hablar como por tres meses y me fui de la casa, pero cuando regresé y nos reconciliamos comenzó un cambio total en mi vida. No somos muy religiosos pero creo que Dios me ayudó en ese momento en la terraza de ese hotel en San Francisco. Luego nació mi 231


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primer hijo y ya no hubo más. Nunca te di las gracias por nada y en realidad me salvaste muchas veces. —Bueno, muchas veces fue sin querer —dijo Daza conmovida—. Perdón por haberte quitado la posibilidad de haber ganado y haberte hecho enojar de esa manera. Yo debí respetar que pues Toño era tu pareja y todo eso... De robarte tú sueño. —No me robaste mi sueño, exageré con eso. Yo solo quería ser la mejor bailarina de todo México y lo fui por un tiempo, cuando tú te fuiste claro. Todos decían ahí está Alina, la que fue vencida por Daza. Un día, mi hijo Agustín entró al cuarto donde yo estaba planchando y estaba viendo la final del Mundial de Tango, la última que ganaste, y recuerdo que le dije, ¿sabes hijo?, ella me gano. Y él me preguntó emocionado ¿a poco bailaste así en esos concursos, mamá? Y luego me dijo que yo era increíble. Cristina, eso me hizo ser la persona más feliz del mundo. Hubo una pausa, Cristina realmente no sabía bien que decir, siempre que recibía halagos le parecían furtivos y superficiales, pero ahora, en esa mesa vulgar de tortas de jamón para el olvido, le habían dado el perdón, las gracias y los halagos más sinceros que ella jamás había recibido. —¿Sigues bailando? —finalmente se atrevió a preguntar. —Siempre, cada vez que tenemos tiempo vamos a las milongas de cada día. ¿Quieres ir a la de hoy? —No, debo regresar a mi hotel. Se supone que salgo mañana para Cancún, estaré unos días en la playa. —¡Fantástico! Disfruta mucho. Te mereces unas vacaciones. Al salir de la tortería Cristina buscó el momento adecuado para decirle a Toño algunas cosas que no quería que Alina escuchara. —Güey —comenzó ella—, fui muy pendeja siempre ¿verdad? —No, lo normal —contestó él. —Necesito que me digas que me perdonas todo. 232


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Aunque tú no creas que yo te hay hecho algo. No te volveré a buscar nunca más. —Bueno, te perdono todo. Te perdono todo lo que me hiciste, lo que le hiciste a los demás, lo que me haces y que me vas a hacer, porque eso sí, no quiero que digas esas cosas de “nunca más”, es muy tanguero pero por favor, déjanos verte más seguido. La primera comunión de Agustín será en un año más o menos, se su madrina, por favor. Ese tipo de cosas Cristina, esas cosas que hace la gente, déjanos hacerlas también contigo. Cristina no era religiosa, era hija de padres leninistas y nunca supo lo que era recibir regalos en navidad, pero decidió que bien podría entrarle a eso de las pachangas de los bautizos y primeras comuniones. Aceptó y ambos se dieron un abrazo. Luego, Toño y su sagrada familia se fueron en bicicleta, todos montados en una de dos ruedas, a casa. Miranda y Cristina quedaron solas y la tortería ya iba a cerrar. —¿Entonces te vas mañana? —preguntó Miranda decepcionada porque no podría pasar más tiempo con Cristina. —Sí, le pedí a mi representante permiso para tomarme una semana en la playa. —¿Permiso? ¿Es tu representante o tu carcelero? —Este es el mundo real, Wicca, tengo que hacer dinero para comer. Bailar es lo que hago. —Cuando eras niña tu papá te aseguró la supervivencia, luego vendiste un coche, después tuviste un novio rico y más tarde fama. ¿Y ahora, me dices que temes que una semana de vacaciones amenace tu supervivencia? Es poco creíble, ¿no crees? —Wicca, me encanta cuando eres tú. —No creo que el dinero sea tu problema. Dime, ¿cómo va el amor? La pregunta tomó a Cristina por asalto y en curva peligrosa y peraltada, no había nada que decir ahí, sucedía 233


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que Dante había sido su último novio por lo que había un abismo nefasto de soltería pues esta era una soltería por lamentación y no por libertad. —Bueno, no… pues… nada. —¿Nada? —Sexo. En ocasiones. —¿Pero no tienes a alguien? ¿No has tenido a alguien? —No, no por ahora, no en los últimos… diez años. Me gustaría ser como tú, Wicca. Tú puedes andar con hombres o con mujeres. —Magda fue la única mujer con la que estuve. Pero el asunto no está en lo que te guste o no. —¿En qué está el asunto? —En que no pienses tanto. El dueño de la tortería se impacientó y les pidió a las dos mujeres abandonar el local al ritmo de la cumbia que sonaba en la radio. Cristina y Miranda se miraron solas en la acera y con la noche ya en apogeo. —Bueno, ahí tienes, antes de pensar en si el dinero desaparece de tu vida quizás deberías ocuparte de compartir con alguien. Cristina, una vez me pediste que fuera tú amiga por siempre, nunca he faltado a esa promesa, si regresas o no yo estaré aquí para lo que necesites. Ahora debo irme y tú también, ¿tomaras un taxi verdad? —Sí, ahorita prendo uno. —Bien, yo debo correr a ver si todavía alcanzo el metro. Mañana temprano regreso a dar clases en la universidad pero debo seguir llevando a mis niños al kínder. Miranda se alejó a paso veloz de Cristina que sintió un dolor en su corazón al verla partir. —¡Espera! ¡Oye, Wicca, regresaré, te lo prometo! ¡Quiero que me cuentes de tu esposo, de tus hijos, quiero que me cuentes lo que pasó con Magda y quiero contarte si alguna vez encuentro otra vez el amor!... Quiero. Miranda le hizo una seña de pulgar arriba y luego continuó su camino. Cristina tomó un taxi como había 234


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dicho y esa noche durmió relajada, situación que era todo un suceso en su vida. A la mañana siguiente preparó sus maletas. Tenía todo listo, miró desde la ventana de su habitación el cielo de la ciudad y en ese justo momento rompió el boleto de avión a Cancún. Un instante después buscó dentro de su bolso, un Prada color marrón, y sacó las reservas de vuelo de su regreso a Argentina, también las rompió. Luego de desayunar sin prisa pidió otro taxi y esta vez fu al parque donde cada domingo estaba, sin falta y siempre estoica, la milonga. Cristina se acercó hasta el grupo de bailarines y durante unos instantes pasó desapercibida entre los mirones. Se percató que no estaban ni Miranda ni Alina y apenas podía reconocer unos pocos rostros, entre ellos el de Olager el viejo que bailaba orillero. Entonces, algunos comenzaron a mirarla y ella pensó que no pasaría nada, no se había vestido elegante pero si con el atuendo necesario para bailar cómoda; el sonido de la milonga interrumpió la música y anunció. —Queridos compañeros, me es grato anunciarles que tenemos una gran invitada sorpresa el día de hoy, nada más y nada menos que la reina del tango, ¡la señorita Daza! Y entonces todos la miraron, se comenzaron a acercar a ella como en oleada y se escucharon algunos aplausos. Para Daza fue terrible, trató de explicar que ella solo quería bailar un poco, pero ahora su persona era todo el espectáculo. Luego de unos veinte minutos de autógrafos y fotos los organizadores de la milonga trataron de improvisar que Daza bailara con alguno de los mejores bailarines de la milonga pero Cristina, ya harta, le explicó de la mejor manera que ella solo bailaría en rueda de milonga, es decir, junto a todos los demás. —Como la gente decente —remató bromeando y tratando de ser Cristina. Los organizadores respetaron tal decisión y ante el desaire del público Daza pudo disfrutar de una milonga 235


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callejera, con mucha baldosa como solía decir el maestro Agustín. Ya noche y todos con los pies molidos de tanto bailar, se dio por terminada la milonga. Cristina regresó en taxi a su hotel, estaba extasiada y más feliz que nunca, ya en el lobby de hotel, y para su sorpresa, encontró a Dante. La gente de la recepción le informó que el caballero la había estado esperando por más de seis horas. —Hola, ¿qué haces aquí? —preguntó Cristina. —¿Estamos siendo francos? —Seamos francos. —Quiero darte algo. —Está bien. Dime. —Bueno, vamos a mi auto. —¡Tú no tienes carro! —Muchas cosas cambiaron, Cristina. Ahora tengo un carro y lo que quiero darte está en mi departamento. Cristina aceptó acompañar a Dante a su departamento, lo cierto es que el chico le seguía inspirando toda la confianza del mundo. Además, no había dejado de ser apuesto y como los buenos vinos había mejorado. El que el automóvil que abordaron fuera un familiar y no un deportivo no lo notó Cristina que estaba dispuesta a recibir todo lo que Dante le diera esa noche. Una buena señal fue que Dante se detuvo para comprar una botella de buen vino en el camino, en el pasado esa era la señal de “que esta noche no se termine nunca”. Por Cristina comenzó a correr un sentimiento de ansiedad y emoción, si Dante era su destino ella estaba dispuesta a no echarlo a perder de nuevo; solo se lamentaba de no estar bien vestida y de haberse puesto un sostén que no hacía juego con sus pantaletas, de hecho eran totalmente de colores y estilos diferentes, pero no importaba pues Dante ya conocía toda su arquitectura y ella la de él. Luego de veinte minutos llegaron a un condominio de la Del Valle. —¿Ya no vives en Polanco? 236


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—No, la situación está difícil. Entra por favor. Cristina entró al departamento quitándose la chaqueta de piel y dejando descubiertos sus hombros, miró a Dante entrar al departamento y pensó en acorralarlo ahí en la puerta cuando… pisó algo y casi tropieza, lo peor es que ese algo era un juguete. —¡Cuidado! —la atrapó Dante entre sus brazos para evitar que Cristina cayera al suelo. —Gracias, no lo vi ¿vinieron tus sobrinos? Dante se rascó la cabeza y entonces Cristina dio una mirada de 360° al departamento que estaba lleno de juguetes y cosas de bebé, incluyendo un bambinete. Entonces supo que toda la fantasía estaba completamente derrumbada. —Dante ¿qué quieres? —dijo Cristina, realmente incapaz de comprender todo aquello. —Los juguetes son de mis hijos. Mi esposa esta… —¿Esposa? —Sí, esposa. Lo siento, Cristina, lo siento si pensaste otra cosa. Dante fue hasta la cocina y descorchó el vino, se sirvió una copa y le sirvió una a Cristina, después la invitó a sentarse en el sofá no sin antes despejarlo de todos los artículos de bebé que yacían sobre este. Cristina se sentó pero no veía el vino. —¿Estamos siendo francos? —preguntó Dante. —Sí, seamos… por favor. —Tú me sigues ocasionando muchas cosas, pero debo cerrar contigo. Nunca terminamos realmente, te fuiste sin decir nada, me dejaste sin pareja para el Mundial. Ni siquiera me diste tiempo de decidir si te perdonaba o no. Pero todo eso ya pasó, cuando me enteré de que vendrías a México supe que era la oportunidad de por fin terminar con todo esto. —¿Estás rompiendo conmigo? —Luego de diez años… Sí, parece que sí. Cristina, 237


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jamás voy a volver a amar a alguien como te amé a ti pero ahora tengo una familia y estoy decidido a respetar eso. —¿Entonces para qué…? —Ya te lo dije, debo darte algo, pero también quiero decirte algo más que me pidieron como un favor especial. —¿Qué cosa? ¿Quién? —El maestro Agustín. Antes de morir, él me pidió que si te veía otra vez te dijera que aquella vez en el parque, cuando te pidió que bailaras con él, fue porque observó que nadie bailaba contigo. Te tuvo compasión y además, cuando hizo saber sus intenciones a Jordana de sacarte a bailar los demás le apostaron que ni él podría hacer que tú bailaras. Tomó la apuesta y la ganó. Eso es lo que él me pidió que te dijera. Cristina comenzó a derramar lágrimas de forma tranquila y sin aspavientos. Encorvó el cuerpo, perdió la elegancia y se desparramó sobre el sofá sin querer saber nada más. Puso la copa de vino sobre la mesa de centro de la sala y se decidió a salir de ahí lo más pronto posible. —¿¡A dónde vas?! —la detuvo Dante. —Quiero irme. —Está bien, pero te he dicho que debo darte algo. Acompáñame. Dante y Cristina salieron del departamento, tomaron el ascensor y caminaron por el oscuro pasillo de la planta baja del condominio hasta la cochera del mismo. Caminaron entre los automóviles y llegaron hasta donde había uno cubierto en su totalidad por una manta que lo protegía contra el polvo. Dante retiró el protector y al descubierto, ahí frente a Cristina, estaba el Mustang. —¿¡Lo compraste?! —No, nunca lo vendimos. —¡¿Qué!? —Nunca se vendió. Permaneció todo el tiempo aquí. Mi tío fue la persona que me ayudó a hacer el teatro, él si vende automóviles, pero por supuesto yo no quería venderle el 238


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coche, solo quería hacerte creer que lo estábamos vendiendo. —¿De qué hablas? ¿Y todo el dinero que nos pagaron? Me gasté gran parte de ese dinero, Dante, y luego se lo dimos a Toño para que… —Cristina, nunca hubo una venta. Yo te pagué esos trescientos cincuenta mil, aunque para mi valías más que eso. En ese entonces yo ganaba muy bien, no fue problema. Hoy no podría hacerlo aunque quisiera, mi esposa actual tuvo que conformase con un cortejo más económico. Entonces Dante sacó las llaves de su bolsillo y se las dio en la mano a Cristina. —La factura y todo está en regla. Están en la guantera. —Dante, si todo lo que me dices es verdad, este auto es tuyo, tú lo compraste. —Sí, así lo pensé en un instante, hubiese sido tu regalo de bodas, si te fijas está restaurado. Luego pasó lo que pasó… y pues. —¿Y ahora me lo das así nada más? No puedo aceptarlo… ¡Es mucho dinero, es un clásico! —No es un auto de edición exclusiva si a eso te refieres. Hubo más de cien autos como este, quizás hay cientos de miles todavía por el mundo. Si tratas de venderlo no pidas más de doscientos mil por él, nadie te pagará trescientos cincuenta mil por este auto aunque está restaurado. Ahora, abre el maletero. Cristina tomó las llaves y abrió el maletero, dentro estaba la bicicleta que Toño le había regalado. —¿Por qué me estás haciendo esto? —Tú lo dijiste, estoy rompiendo contigo. Lo siento Cristina. Ahora, por favor, vete. —¿Este fue el último tango en verdad? —preguntó Cristina otra vez con las lágrimas reavivadas. Dante no contestó, tomó el mando automático y abrió la puerta del garaje. Cristina subió al automóvil y lo encendió. Era una máquina perfecta, soltó el embrague, prendió los 239


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faros y el Mustang rodó nuevamente. El automóvil ronroneó un poco cuando Cristina se detuvo a la altura de donde estaba Dante, ella bajó la ventanilla y le preguntó. —¿Todavía bailas? —No. Cristina, dejé de bailar desde que ganamos la Preliminar del Mundial en San Francisco. Yo si cumplí pero el mundo supongo te agradece no haber cumplido tu promesa. Se hubieran privado de tu talento. La otra noche en el Auditorio Nacional, me dio miedo fallar, pero creo que “nadie quedó vivo” ¿cierto? Cristina fue ahora la que no contestó, aceleró el automóvil y salió a la calle con destino a cualquier parte. Dante quedó recargado sobre la puerta de la cochera del condominio por varios minutos en la oscuridad y llorando por última vez a Cristina. Cristina aparcó el automóvil en cuanto se supo lejos de Dante. Luego tomó su teléfono y llamó a Miranda. —Wicca, ¿puedo quedarme en tu casa hoy? —¿Qué no estás en Cancún? —No, no di el paso. Decidí que ya no voy a dejar que me lleven. ¿Puedo? —Sí, claro, mi casa está en… Y así fue, luego de que la Wicca le presentó a su familia y que cenaron algo, las dos mujeres se sentaron a ver una película. —¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó la Wicca ignorando totalmente el filme que además era aburrido. —No sé. No tengo ni puta idea. —Bueno, no sé si aquí puedas ganar tan bien como allá en Argentina. Te puedes quedar a vivir aquí hasta que encuentres algo y puedas… —Sí, ya sé. —La clase de Jordana está vacante ¿sabes? —¿Qué pasó con ella? —Se fue, nadie sabe a dónde. No fuiste la única que 240


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huyó, debes saber que no solo de ti se podrían escribir tangos. —Wicca, ¿tienes impresora y esas cosas? —Sí, ¿por? Al día siguiente, el Mustang aparcó justo enfrente de la Casa de la Cultura ******. Cuando Cristina hubo bajado del auto recordó que no había tomado su bolso. Trató de abrir el automóvil pero olvidó desactivar el sistema de seguros eléctricos del automóvil que era complicado y descubrió que, en efecto, no podía desactivar los seguros. Estaba frustrada y apretaba en diferente orden los botones del control remoto de los seguros sin éxito. —¡Me lleva la chingada! ¡Ábrete! —le dijo al automóvil mientras se colocaba delante del cofre de este. —¡¿Y tú eres todo lo que yo saco de todo esto?! ¡Todos tienen familia e hijos, yo en cambio no tengo a nadie y ya ni trabajo tengo, lo único que tengo es a ti, pinche coche de mierda que no se abre! Entre su enojo Cristina apenas si notó que la observaban dos individuos, para cuando lo notó uno de esos individuos ya le olfateaba los zapatos, era un hermoso perro con pinta de pastor inglés. Cristina nunca tuvo fascinación por los perros pero ese le parecía hermoso y le acarició la melena. Entonces alzó la vista y miró al otro individuo que llevaba una correa en la mano. —¡Clarión, ven! —ordenó al perro un hombre de mediana edad que no era singularmente atractivo pero que tenía un aire de intelectual que lo hacía interesante. —Hola, discúlpelo. Su conversación con su automóvil le llamó la atención. ¿Discute así todo el tiempo con su auto? —bromeó el hombre. —No, es solo que no lo puedo abrir. El hombre se acercó hasta ella y le pidió las llaves. —¿Me deja intentarlo? 241


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Cristina le dio las llaves y el hombre tampoco pudo encontrar el mecanismo correcto para abrir el Mustang. —Me lleva la chingada, no se abre. Bueno, una cosa es segura, nadie lo robará. Escuche, yo vivo cerca de aquí y se dónde hay un cerrajero. Voy a llamarlo y mientras él llega usted puede hacer lo que iba a hacer en la casa de la cultura. Viene aquí, ¿cierto? —Sí, vengo a pedir trabajo. —Ah, ¿es usted artista? —Bueno, bailo. —Felicidades, yo tengo problemas para coordinar mis pies, soy lo que llamarían alguien con dos pies izquierdos. Apenas si los coordino para caminar —Bueno, no es tan difícil. El hombre llamó al cerrajero a través de su celular. Cristina, tenía en la mano su currículo y así decidió entrar a la casa de la cultura. —El cerrajero tardará veinte minutos, yo lo esperaré aquí con Clarión, usted vaya, vaya… —Es usted muy amable. No sé cómo agradecerle. —No tiene que hacerlo, pero si me deja luego tomar un café con usted yo sería un hombre afortunado. Cristina esbozó una sonrisa y el caballero le devolvió otra más grande. —Sí, está bien. —Gracias, espero que consiga el trabajo, estoy seguro que se lo van a dar. —Gracias, y bueno usted… huele bien. El caballero se sonrojo y Cristina también, ella salió huyendo o, mejor dicho, entró huyendo a la casa de la cultura mientras se decía así misma —Estúpida, eres una estúpida ¿huele bien? ¿Qué clase de respuesta es esa? Pero se iba riendo, estaba ilusionada. Esa mañana, Daza, la ex reina del tango, entró por la puerta de estilo colonial de la casa de la cultura ***** y ahí pidió hablar con la administradora del lugar. Era esta una 242


Una de tango

mujer de mediana edad con amplia experiencia burocrática pero que al ver el currículo de Daza no pudo dejar de sentir curiosidad. —¿Por qué me muestra usted esto? —Sé que el espacio de la clase de tango está abierto. Quería, ocuparlo. —Sí, se ve que usted tiene una amplia experiencia en eso. Campeona mundial, programas de televisión. ¿Por qué alguien como usted, sobre-calificada, querría enseñar en esta escuela? —Bueno, yo di mis primeros pasos en este lugar. En el salón del segundo piso. Con la maestra Jordana. La burócrata miró a Daza y notó en los ojos de la bailarina la primera cosa autentica en todos esos años que llevaba administrado aquel inmueble gubernamental. Dos días después, la clase de tango de la casa de la cultura ***** estaba otra vez abierta. Daza se presentó un martes a dar su primera clase. Solo había cuatro alumnos inscritos: una mujer divorciada pasada de los cincuenta años y los ochenta kilos; un hombre oficinista de esos que viven atrapados por la rutina del yugo de los supervisores despóticos y que vestía una traje imitación Armani gastado y de colores tristes; además, un hombre canoso sin chiste, de vestimenta insípida y actitud distraída; y un joven de gafas y con la cara tapizada de granos. —¡Buenas tardes! —comenzó a decir la nueva maestra—, el tango es una danza, quizás una de las más terribles, dramáticas y contundentes. Necesitas valor para bailar tango y el juego es mortal, pues hacen falta dos. Para sentir el tango debes tener el corazón abierto. Gózalo, vívelo y luego... Una chica vestida con jeans rotos, botas estilo militar y un vestido tan roto como los jeans, azotó la puerta al entrar al salón e interrumpió a Daza. —Disculpa ¿estás inscrita? —No, es mi hija —explicó apenada la mujer divorciada. 243


Giselle Murillo

Daza entonces se acercó hasta la joven que no pasaba de los veinte años. —¡Oye! —le gritó para que esta le prestara atención y se quitara los audífonos—¿Bailas tango? ¿Cómo te llamas? —¡¿Qué?! Me llamó Jessica. No. No vengo a bailar, solo vine a acompañar a mi mamá. No se ofenda pero esto es un baile para viejitos. Mi mamá lo ama, pero yo odio este baile. —¿Ah, sí? ¿Qué tipo de música escuchas tú? —Rock pesado y esas cosas. —Escucha, la primera clase la puedes tomar gratis, pero las siguientes las tendrás que pagar ¿de acuerdo? —No, ¿quién le dijo que yo quería bailar esto? —Ya veremos; eres alta, tienes el porte y la actitud. Podrías ser muy buena en esto. Cuando quieras puedes unirte al grupo. Daza se alejó de la chica para continuar la clase, Jessica por su parte se quedó impresionada pues por primera vez escuchó de alguien que podía ser buena en algo. Y el piso de mosaico de aquel lugar volvió a tener vida y por las ventanas de ese salón hacía el exterior se volvieron a escuchar tangos todos los días a partir de las siete de la noche, el Mustang aparcado siempre en el mismo sitio, y de vez en cuando los ladridos de Clarión interrumpían al triste bandoneón que ya no era más arrabalero. Y la rueda de milonga fue. —¡Jessica, sobre metatarsos, espalda derecha, camina, uno, dos, tres; al tiempo, uno, dos…!

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