Fachadas bogotanas

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Fachadas

bogotanas


León Borja, Lizeth Fachadas bogotanas / Lizeth León Borja ; prologuista Fredy Ordóñez. -- Bogotá : Ediciones Milserifas, 2015. 160 páginas : ilustraciones ; 17 x 17 cm. ISBN 978-958-46-7543-9 1. Urbanismo - Bogotá (Colombia) 2. Arquitectura bogotana (Colombia) 3. Paisajismo (Arquitectura) I. Ordóñez, Fredy, prologuista II. Tít. 711.4 cd 21 ed. A1513301 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera edición: noviembre de 2015 © de los textos y las ilustraciones, Lizeth León Borja, 2015 © de la presentación, Fredy Ordóñez, 2015 © de esta edición: Ediciones Milserifas Bogotá, D.C., Colombia www.milserifas.com

Diseño de pauta gráfica y cubierta: Ignacio Martínez-Villalba Diagramación: Vicky Mora Impresión: Editorial Kimpres Ltda.

ISBN: 978-958-46-7543-9 Impreso en Colombia Printed in Colombia Queda prohibida, sin autorización de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.


Fachadas

bogotanas L I Z E T H L E Ă“ N B O RJ A



A mi papá, por los caminos. A mi mamá, por las raíces. A Ricardo, por los recuerdos.


Contenido 11 Presentaci贸n

14 La isla 21 Chapinero Central 22 Santa Fe 25 Las Aguas 26 Monserrate 29 Teusaquillo 30 Las Cruces 33 Samper Mendoza 34 Pablo VI 37 Chic贸 38 La Merced 41 La Candelaria

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42 El vecindario 49 Primavera 50 Gal谩n 53 Restrepo 54 Policarpa 57 Marruecos 58 Country Sur 61 Siete de Agosto 62 Polo Club


64 El Dorado 71 Modelia 72 Fontibón 75 Ciudadela Colsubsidio 76 Minuto de Dios 79 Bachué 80 El Morisco

82 La hacienda 89 Usaquén 90 Toberín 93 Antigua 94 Suba Cerros 97 Tibabuyes Universal 98 Niza

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100 El río 107 Bosa 108 Jiménez de Quesada 111 Mandalay 112 Pío XII 115 Venecia 116 El Tunal


118 El campo 125 Buenos Aires 126 Santa Ana Sur 129 San Cristóbal 130 Pasquilla 133 El Lucero 134 Madelena 137 Santa Librada 138 Usme 141 Sumapaz

142 La periferia 149 La Calera 150 Altos de Cazucá 153 Chía

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154 Referencias 156 Agradecimientos


Presentación

B

OGOTÁ ESTÁ AHÍ, para quien quiera verla. Está ahí, con sus cielos cenizos, con sus lluvias pertinaces, con sus soles como hierros candentes, con sus orgullosos cerros verdes. Bogotá, ese universo, ese multiverso en constante expansión está ahí para que lo veamos, pero no lo vemos. Cada día esta ciudad se nos muestra como una suerte de galería de imágenes estereoscópicas que no hacemos el esfuerzo de descifrar, de tan vistas, de tan recorridas. Es necesario, entonces, que le dediquemos un momento de atención, que abramos nuestros ojos y escarbemos en nuestra memoria. Tal vez así comienza todo, en cualquier caso así comenzó este libro. Lizeth, con el propósito de adoptar una disciplina de dibujo, decidió dedicarse a ilustrar, cada día, una fachada de una casa bogotana, durante cuatro meses. Desde un principio, a esta rutina se sumó la necesidad 11


de ir a visitar los barrios, el afán de conocer su pasado y el asombro de descubrir una ciudad riquísima en pequeñas mitologías. Con esta dedicación, lista para el asombro, recorrió a lo largo y ancho Bogotá, cada una de sus localidades y sus alrededores, y preguntó por las historias detrás de sus fachadas, por los recuerdos que suscitaban, por la gente que levantaba su reino ahí. Y, al tiempo que se revelaban las vidas de sus habitantes —de dónde venían, cómo habían construido sus casas, en fin, cuál era su Bogotá—, detalló la variedad de sus fachadas, la profusión de colores, la involuntaria y vistosa originalidad de sus casas, esa originalidad producto de tomar lo que hay, lo único que hay, y transformarlo a punta de tesón en un lugar propio, una torre inexpugnable o un mínimo refugio de paso. Además estos trayectos le sirvieron para descubrirse a sí misma, escudriñar su propio pasado y explorar sus raíces familiares, entreveradas estrechamente con las de la ciudad. Este libro, resultado de visitar las esquinas de esta ciudad (¡tiene muchas!), de dibujar una fachada diaria y de indagar, con tiento y paciencia, por las historias de sus habitantes, propone una lectura de Bogotá a partir de siete zonas y una selección de 48 ilustraciones de fachadas. La manera de agrupar las localidades corresponde a una visión particular de la ciudad y tiene 12


un hilo narrativo, urdido tras el intento de desentrañar el origen y evolución de los barrios. Los textos que acompañan cada zona y cada fachada son entonces el producto de condensar muchas miradas y prestarles la voz a muchas personas. Hay retazos de la propia historia de la autora, y relatos de quienes le sirvieron de guía en cada lugar, y fragmentos de libros que tratan de entender el desordenado crecimiento de la ciudad... En fin, se trata de un relato coral, pues es imposible contar a Bogotá sin cederle la palabra a una multitud. Aunque no sea su pretensión, este libro puede ser, al cabo, una invitación a descubrir que esta ciudad, a pesar de las manidas rutas turísticas, no tiene un solo centro, sino varios. También quiere ir más allá de la maraña de tópicos y vislumbrar otra Bogotá, una propia, personal, esa que alberga nuestras memorias más queridas, incluso las más dolorosas. Y, en fin, procura trazar una guía distinta de Bogotá, acaso una singladura más desprevenida, más generosa, para así poder (¡por fin!) dedicarle una mirada nueva y, con suerte y un acento nuevo, empezar a contarnos nuestra propia historia y entregarnos a la revelación de que nuestros corazones laten al mismo compás de esta ciudad, que a todos sin distinción acoge. El editor 13


La isla

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A

LOS CUATRO AÑOS mi mamá

me enseñó a cantar “Pueblito viejo”, mientras mi papá no se cansaba de advertirme en tangos que todo es mentira y que nada es amor. Soy nostálgica por herencia y aprendí a serlo a una edad en la que no me estaba permitido, en la que todo era demasiado nuevo y auténtico como para tener lamentos del pasado. Soy hija de una mujer tolimense llena de historias de espantos campesinos y vírgenes piadosísimas, y de un cachaco que no cree en fantasmas. Nací en una casa del centro, donde antes de mí estuvieron mis padres y antes de ellos mis primas y antes de ellos mi padre y mis tías y antes de ellos mi abuelo y antes de él, dicen, el militar español que la hizo y que se suicidó en el baño del segundo piso, de un tiro en la cabeza, luego de concluir la obra. Cierto o no, era imposible escapar a la tentación de asustar a otros con el cuento para apurarlos en la ducha. En ese cascarón de ladrillo, de escalera de madera, patio, brevo y solar, “muy bien distribuida” —diría mi padre—, hemos vivido y persistido desde 1949, cuando mi abuelo la compró por once mil pesos. No sé de trasteos ni de la vida en Bogotá en un lugar distinto a ese. Mi hermano hizo su corta vida entre el Santa Fe y el Samper Mendoza, tuve

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densa capa de nubes y un sol tímido y traicionero cuyo brillo no se debe a esa isla, sino a algo mucho más grande, mucho más allá. Justo ahí, en el falso centro, queda la casa de mi vida. Mi geografía personal es la de una isla en una ciudad sin mar. El centro es La Candelaria, Santa Fe, Chapinero y Teusaquillo, barrios que les dan sus nombres a localidades más extensas. Y ya que echamos a andar, tendríamos que incluir Los Mártires, a la que pertenece el barrio Santa Fe, que no queda en la localidad de Santa Fe porque, como advertimos con el falso centro, Bogotá está llena de paradojas. Las cinco localidades forman una pieza de rompecabezas con la silueta de una Bogotá en miniatura de unas, más o

tías “divinamente” en Teusaquillo, mis papás hacían mercado en la plaza de Las Cruces, y mi primera película la vi en el enorme Teatro Embajador, a donde se podía entrar, sin retenes ni controles, con paquetes de la Nacional de Piquitos. Aprendí a andar el centro sin temores y descalza de prejuicios, pues hogar es eso que se camina en medias. Para mí, el centro fue siempre uno solo, aunque mi papá advirtiera todo el tiempo que cruzar de sur a norte la calle Sexta, para entrar a su corazón, fuera “ir a la civilización”. Bogotá no tiene mar, pero sí una isla imaginaria con costas de cemento y montañas. Esa isla es el centro, que no queda precisamente ahí. Es un centro encumbrado en el oriente, un centrooriente, cubierto casi siempre por una

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de sombrero y señoritas de modales europeos; y el de la urbe cosmopolita que no puede dejar de mirar, por encima de su hombro de 2600 metros, todo aquello que queda en otro país, lejos, sin que se atreva a volver sobre sus distancias más cercanas. Bogotá es un archipiélago sin mar y el centro, como el resto de la ciudad, fue hecho a saltos y sobresaltos, sin un modelo único de urbanización. Barrios para las élites, barrios prestantes venidos a menos, barrios obreros y de empleados: unos y otros surgieron como islas dentro de otra isla. Las fronteras entre ellas son sutiles, pero reales: la calle Sexta, la carrera Décima, la calle 26, la avenida Circunvalar. Cada una separa el centro que goza aún de cierto estatus, de su patio trasero, la periferia marginal más

menos, 10.628 hectáreas; un poco más grande que París, pero no más que la localidad de Ciudad Bolívar. Esa es la Bogotá de las postales; apenas una décima parte de toda la capital. Cuando comencé a ilustrar las fachadas, era una nostálgica de la Bogotá cachaca de mi padre y de mi abuelo. Pero andando y dibujando vi que mi geografía personal era apenas un punto, que ni siquiera quedaba en la mitad, y que el centro, que había aprendido a transitar con la naturalidad de la costumbre, tenía muchas esquinas más allá. Por eso, resulta curioso que esa isla, con lo pequeña que es frente al mar de su periferia, haya sido por todos estos años el referente universal de Bogotá: el de una ciudad anquilosada en una identidad cachaca, de hombrecitos

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condición obrera y la sabiduría campesina; otras, por el anhelo londinense y parisino de las élites. Unas hechas muro a muro por quienes las habitan; otras, encomendadas a albañiles y arquitectos, bajo la guía de sus dueños. También hay barrios del patio trasero en cuyo cascarón se adivina un pasado luminoso. Basta ver las hermosas casas republicanas y art déco de San Bernardo y La Favorita, que hoy parecen una harapienta Cenicienta después del baile de medianoche. Esas casas también son hijas de la autogestión, una que cambia y se acomoda según los nuevos inquilinos. Nada en el centro de Bogotá está congelado en el tiempo. Nada en el centro de Bogotá es demasiado viejo ni demasiado nuevo ni demasiado eterno. El centro de Bogotá es. En el centro de

cercana. La Candelaria, aislada de Egipto, Belén, Las Cruces y San Bernardo; la Macarena y La Merced, desconectadas de La Perseverancia; Teusaquillo, San Diego y Armenia, separadas de Santa Fe, Samper Mendoza, La Favorita y El Listón. Las fronteras existen porque, de repente, nos parece que esos barrios son distintos. Pero en el fondo guardan una historia común. Como mi casa, obra del suicida militar español, el centro —y Bogotá entera— está lleno de casas y casas gestionadas por su propia gente. Tal vez su nivel de intervención varíe, pero su sello estético siempre está presente. Tanto las casas de bareque de Las Cruces y La Perseverancia, como las casonas de ladrillo de La Merced y Teusaquillo, son obra de la autogestión. Unas marcadas por la

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Bogotá todo ocurre. En el límite de esa isla primera, Chapinero y Teusaquillo se extienden hacia el norte y el occidente con barrios perdidos en el espejismo de su lejanía. En mi cabeza, las dos localidades eran exactamente eso: los barrios Chapinero y Teusaquillo. Luego descubrí que Pablo VI, Ciudad Salitre y La Esmeralda también eran Teusaquillo, así como Chicó y el rural sendero a La Calera hacían parte de Chapinero. Tal vez esos barrios no pertenezcan estrictamente al centro, pero señalarlos en el mapa mental quizás nos ayude a desdibujar la isla. Y, tal vez, sirva también para entender la caprichosa manera en que a veces en ella se preserva y renueva lo viejo y, otras, se abandona a la espera de que el tiempo resuelva lo que nadie pudo adaptar.

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Chapinero Central

S

ĂšBITOS ALETEOS de fantasmas junto a las chapolas.1

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Santa Fe M

I HERMANO CRECIÓ en ese edificio, pero yo vivía bastante más lejos. A veces, de pequeños, me llamaba para decirme que iba a venir y que se iba a quedar y que íbamos a jugar todos los juegos. Entonces yo me paraba en la ventana con una vista inmensa de la ciudad, y con los ojos achinados ubicaba el punto remoto que era el edificio. Me imaginaba que podía verlo salir a tomar el colectivo rojo y que podía seguir toda la ruta del encuentro.

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Las Aguas D

ESPUÉS DE QUE MI PAPÁ perdió la casa de la 72, nos fuimos a Las Aguas, a la casa del papel. El lugar estaba todo lleno de cuartos con rollos gigantescos de celulosa que entraban y sacaban rumbo a El Espectador. Con Lilia e Isabel jugábamos a corretearnos y a escondernos por entre el papel extendido al sol como la ropa, hasta que llegaba mi papá y con su gentil formalidad nos regañaba.

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Monserrate T

RES LADRILLOS del Santuario de Monserrate le pertenecen a mi mamá y mis tías. Son tres ladrillos benditos amarrados a las plegarias de mi bisabuela: que mi mamá se curara de los nervios y dejara de convulsionar, con la lengua enroscada, como si estuviera poseída. Una a una, descalzas y de rodillas, subieron los tres ladrillos prometidos. Mi mamá tendría cuatro años y a los sesenta seguía convulsionando. Después se curó con el tiempo o, mejor dicho, se enfermó de otras cosas.

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Teusaquillo L

AS NAVIDADES en Teusaquillo eran largas y aburridas, con señoras estiradas, lámparas Baccarat, ángeles con ojos de vidrio que movían cabeza y manos lentamente al compás de un villancico monocorde y un rottweiler pesado llamado Zeus, que tenía una cadera de platino más costosa que la de muchas de las señoras allí presentes. Durante toda la noche nos saciábamos con jamón serrano y turrón de Alicante que traían mis tíos de Europa y una jugosa lasaña que justificaba el tedioso encuentro familiar. Mientras los adultos arreglaban el país, mis primos y yo no teníamos más remedio que hacernos los dormidos para aligerar la llegada del Mesías y, con él, los insulsos regalos con balones de fruticas y medias de rombos para mi papá.

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Las Cruces D

URANTE MI INFANCIA, el hogar de mi mamá casi siempre fue una clínica y, de entre los últimos, el Hospital San Juan de Dios. Para ir de ese hogar momentáneo hasta el mío, había que atravesar Las Cruces. Cuando se podía, tomábamos un colectivo destartalado que salía de la carrera Décima con calle Segunda y que mi papá llamaba “la tortica” y mis primas, “tortas Betty Crocker”. El colectivo, en efecto, tenía la consistencia de una torta, siempre a punto de volverse migajas en un giro. “La tortica” hacía una ruta circular por Las Cruces, La Roca, Girardot y muchos otros destinos antes del nuestro. Entre tanta voltereta somnolienta, mi papá se carcajeaba y repetía: “Nos están encarrilando como papel” y “Qué tal uno recién operado”.

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Samper Mendoza

S

AMPER MENDOZA me hace pensar en muertos: en las misas de novenario de la abuela y mi mamá en la iglesia del barrio; en los domingos de panadería y tinto, cerca del Cementerio Central, después de llevar flores; en las lápidas llenas de promesas para las ánimas que atormentamos en vida. Mi hermano y yo asistimos a esos rituales desde una edad en que la muerte era un terror oscuro que castigaba a los vivos con la ausencia. Él y yo crecimos rodeados de ese acto mágico: ahora estoy y luego ya no estoy. Éramos tan jóvenes, sin embargo, que nunca tuvimos que pensar en qué quedaría en lugar de nosotros cuando ya no estuviéramos. Éramos tan jóvenes y, sin embargo, tuve que aprender a pensar en qué quedaría en su lugar el día en que ya no estuvo: un sueño premonitorio, un estallido de domingo el dieciséis del mes cuatro, un edificio hecho escombros en el corazón del Samper Mendoza.

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Pablo VI E

N LOS NOVENTA, los adolescentes del barrio éramos como Pablito y Violeta, los niños de De pies a cabeza. Mi hermano y yo también lo fuimos, sólo que cambiamos el fútbol por el baile y las canciones de Maná por el merengue y la salsa. Así tuvimos nuestras primeras novias y fuimos a las primeras fiestas e intimamos tiernamente en la primera pizzería que conocimos y que quedaba en una esquina de Pablo VI. Ninguno había comido pizza antes ni sabía lo que era el amor. Esa era una vida que sólo se veía en las películas.

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Chicó “P

es originalidad, como son la decoración de sus salones, como es su indumentaria, como es su simpatía casi andaluza. Su personalidad le da derecho a todas estas prerrogativas; ahí está matizando con la sal de su vida y su colorido la monotonía del vivir. ”También día por día su Chicó está saturándose de valorización como exponente de la obra de su padre, que bien sabe ella conservar. Aquí sí empieza a cumplirse su vaticinio, ya queda casi en la avenida principal de la república, expuesta ante la codicia de urbanistas, invaluable muestra del ojo inversionista de Pepe Sierra.” 2

OR EL CHICÓ desfilan turistas, políticos, diplomáticos, artistas, nuncios, frailes y niños; para todos hay allí la frase amable y comprensiva. La personalidad de su dueña se manifiesta desde las rejas y torreones que guardan su morada. Recorro con ella sus jardines, observo hasta donde llega lo inagotable de su imaginación; por los tortuosos caminos, miro aquella capacidad creadora de puentes, lagos, fuentes, columnatas y terrazas. Allí hay arbustos en forma de estrella, de cruz y hasta de pájaro. En los prados hay cacharros dispersos, sumergidos y montados en troncos de árboles; hay piedras columpios, grutas y hasta pesebres. […] ”Mercedes Sierra es algo sui generis en medio del ambiente bogotano, en ella todo

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La Merced “E

L ADELANTO del progreso cívico en una localidad determinada no consiste en proyectar palacios y obras suntuosas que quizás nunca se terminarán, sino en una minuciosa labor que comienza con el fomento de la vivienda más modesta, la ubicación meditada de la última dependencia de la administración pública, de una escuela, de un hospital, y el trazado acertado de la calle más insignificante: comprende el control de la construcción particular más sencilla y la coordinación de todas las actividades constructivas diarias que deciden la faz de una ciudad en el transcurso de los años.” 3

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La Candelaria “A

QUEL DÍA el periódico tenía que circular a las cinco de la tarde, eran las dos, y debíamos cubrir el aguacero que era muy fuerte. ”Ese fue mi primer trabajo de recontador. Estábamos viendo que por la avenida Jiménez bajaban botes de pesca para salvar a los náufragos y el director Guillermo Cano exigía crónicas vivas de aquel momento. Cuando salió el periódico con las crónicas de lo que ocurría, seguía lloviendo.” 4

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