DiseĂąo e ilustraciones Frida Aguirre Merlos y Luna SĂĄnchez Ortega
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y otros taxi relatos
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DiseĂąo e ilustraciones
Frida Aguirre Merlos Ilustraciones
Luna SĂĄnchez Ortega
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Fernando Sรกnchez
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Caín Abel ha muerto Salomé Emergencias oníricas Cosa de hombres De Sodoma a Gomorra
Índice
Palabra de dos y otros taxi relatos
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Una cuesti贸n de paciencia El Dat谩n y su tribu La verdad del caso
Palabra de dos Si tuviera que volver a vivir Siete muertos, un pez
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Del fuerte sali贸 dulzura
Abel
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Palabr a de Dos otr os taxi relatos relatos Palabra dos yy otros
CaĂn ha muerto
Palabra de dos y otros taxi relatos Caín Abel ha muerto
Los taxis del mundo entero tienen algo de confesionario. Sólo que a veces los papeles se intercambian. No siempre funge el taxista de padre compasivo que perdona los pecados de sus parroquianos, sino que en ocasiones, como ésta, es el propio cliente quien sin quererlo incita la confesión. —¿Dónde lo llevo, señor? —A la estación sur de autobuses. —¿Así que de viaje? —No, no viajo. —Entiendo. ¿Sabe?, hoy se cumplen cinco años. —Ah. —Cinco años sobrio. ¿Se imagina? —No. —Cinco años sin probar ni gota. —Felicidades. —¡Prefiero no acordarme de todo lo que hice en mis años de consumo! —Claro. —Pero en Alcohólicos Anónimos sí que ayudan. ¿Sabe cuál es el secreto para salir de cualquier adicción? —No. —Perdonar y perdonarse. —Bien —llegados a cierto punto ya es imposible huir de las confesiones y lo mejor es no oponer resistencia. —Desde que entró en mi taxi, supe que usted era de confianza. De repente, conectas con alguien y no logras explicarte por qué, ¿verdad? —Verdad. —Me llamo Abel Caín, para servirle. Mi hermano se llamaba Caín Abel. Raro, lo sé. Idea de mis padres. Pensaron que si nos bautizaban así, ninguno se alzaría contra el otro. Estaban seguros de que si nos llamaban de esta manera lograrían equilibrar en cada uno de nosotros el bien y el mal. Pero el mal resiste y no negocia. —Ajá. —Caín Abel tenía seis años más que yo. Cuando se sintió morir, pidió a nuestras hermanas que me buscasen porque necesitaba
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despedirse de mí. “¿Por qué precisamente de ti si hace años que no os habláis?”, me preguntaron ellas. A las mujeres les gusta enterarse de todo. Son curiosas por naturaleza, ¿no le parece? —Supongo que sí. —Mi hermano suplicó mi perdón. “Y yo te perdono, Caín Abel, para que no vayas al infierno tan cargado de culpas”, así le dije mientras él apretaba mi mano y susurraba: “¿Y el de arriba me perdonará?”. ¿Me sigue? —Adelante. —“¿Y el de arriba sabrá de mis pecados?”, insistió mi hermano con un hilo de voz. “Hermano, el de arriba ve en lo oscuro. ¿O creías tú que, porque te colases de noche en mi cuarto, él no te vería?”. No está bien decirlo, pero me regocijé en su miedo. Por primera y última vez lo sentí acobardado frente a mí. —Comprendo. —Jamás compartí con mi familia nada de esto. Cuando éramos niños, Caín Abel me amenazaba con hacer a mis hermanas lo mismo que me hacía a mí, ¿me sigue? —Sí. —Mi madre no chistó cuando mi padre me echó de casa, pero yo tenía que beber para aguantar todo eso. Aún recuerdo la escena de aquel día: Caín Abel se burlaba de mí mientras acariciaba obscenamente el pelo de la más pequeña de mis hermanas. ¿Usted hubiera dicho algo? —Tal vez… —Desde fuera todo se ve más fácil, pero ¿cómo le dices a tu madre que su hijo es un monstruo? ¿Cómo le describes a tu padre todo lo que desde niño te hacía ese animal? Se calló durante unos minutos. Aproveché ese ínterin para aflojarme el nudo de la corbata. Era un hombre corpulento: su cabeza sobresalía por encima del asiento. —¿Bebe? —volvió al ataque cuando yo estaba simulando una cabezada. Su tragedia me incomodaba pero un halo de compasión (extraña compasión en mí) me impedía zanjar el tema. —A veces. —Pero una cosa es beber y otra muy distinta desear que la vida se te vaya a cada trago. ¿A qué jugaba usted con diez años?
Palabra de dos y otros taxi relatos Caín Abel ha muerto
—No recuerdo. —Los niños cuando juegan se creen invencibles. Sin embargo, a mí me agarraban por la espalda y ya no podía jugar. Más bien, jugaban conmigo como si fuera un costal o un perro muerto en la cuneta. ¿Sabe lo que es eso? —No. De nuevo se produjo un largo silencio. Y pensé: más allá de la ciudad, en algún lugar no muy lejano sin polución, alguien estará observando una magnífica puesta de sol. De repente, él se giró sin soltar las manos del volante y comenzó a reírse. —Ahora suponga… ¿qué haría usted si mi historia fuera otra? —¿A qué se refiere? —Según esta versión, hay justicia divina. Quiero decir: el pecador, Caín Abel, muere de una terrible enfermedad y moribundo suplica el perdón de su víctima inocente, Abel Caín. Hay redención y también perdón. ¿No es hermoso? —Tanto como hermoso… —¿Usted distingue el bien del mal? Yo no, por eso bebía. Porque sin esa brújula Norte-Sur, Cielo-Infierno, la vida se hace insoportable, ¿no le parece? —Bueno… —¿Por qué está nervioso? Tres calles más y llegamos a la estación de autobuses. ¿No le calma saber que soy Abel Caín y no su hermano? —Claro. —En la vida, todo acaba siendo un acto de fe, ¿verdad? Usted se sube a mi taxi y
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confía en que yo lo traslade a su destino sin mayores sobresaltos. Yo soy un extraño para usted como usted lo es para mí. Por lo que sea, conectamos. O yo conecto con usted y decido contarle mi historia, pero ¿quién le dice que ésta es mi historia y no una milonga? ¿Quién le dice que Caín Abel ha muerto? —Si es tan amable, pare aquí. Prefiero caminar. —Usted es de los que se controlan, ¿verdad? Pero me pidió que lo llevara a la estación y yo lo llevo donde me pidió al principio. No hay nada que temer, además es mi trabajo, ¿no? —Bajaré la ventanilla. —¡Como guste! Ésta es su casa. ¿Sería tan correcto conmigo si en lugar de llamarme Abel Caín fuese Caín Abel? Quiero decir, ¿y si yo me hubiera dado al alcohol no para olvidar el pecado que infringían sobre mí sino para borrar cada una de mis faltas? —Me duele la cabeza. ¿Podríamos ir en silencio? —Si usted me lo pide..., aunque el silencio sólo es bueno para enmarañar aún más las cosas. Respiré con alivio cuando vislumbré, al final de la calle, la silueta recortada de la estación. El hombre desaceleró. Algo me hizo pensar que festejaba por dentro cada semáforo en rojo. —¡Ya llegamos! ¿Ve como no había nada de qué preocuparse? San Cristóbal nos ha guiado —besó una estampa que pendía del volante. —¿Cuánto le debo? —¿Qué prisas por pagar? Ahora se lo digo. —Me bajo en esta esquina. Tome, quédese con la vuelta. —Muy amable. Hace cinco años que no bebo, ¿ya le dije? —Sí, ya me dijo. Intenté abrir la portezuela, pero fue imposible. Los dedos se me quedaron pegados a la manilla. Lo intenté de nuevo, pero no hubo manera. —¿Podría…? —le pregunté nervioso. —Ah, sí, disculpe. Esta puerta siempre se queda atrancada, pero ahora mismo arreglamos el problema. ¡Si todos los problemas fueran como éste! Salió del taxi muy despacio y estiró sus piernas junto a mi ventanilla. Entonces me di cuenta de que él era Abel Caín pero también Caín Abel.
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De cintura para arriba su anatomía era la de un hombre fornido, de musculatura notoria y mirada fiera. Ahora que al fin estaba frente a mí, hasta me pareció ver sobresalir un par de colmillos de su boca, amarillentos y no muy afilados, pero colmillos al fin y al cabo. Ante mis ojos apareció amenazador Caín Abel y, a tenor de los golpes que dio a la carrocería del coche, no estaba ni mucho menos muerto. Pero al final de este torso capaz de todas las aberraciones, aprecié una cintura afilada, de niño torero, que sostenía unas caderas apretadas, mínimas, y unas piernas macilentas y frágiles. Ésta era, sin duda, la víctima, Abel Caín. Hasta llevaba pantalones cortos de jugar al fútbol en los veranos castellanos. —Ya está. ¡Vaya con Dios! —dijo a manera de despedida con una sonrisa que nunca sabré si era maliciosa o de pura bondad. Sin mirar atrás, caminé deprisa hacia la estación, después corrí, y una vez dentro me di cuenta de que ya no recordaba qué me había hecho subirme a ese taxi. Tal vez, simplemente vagaba por la ciudad.
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Palabra de dos y otros taxi relatos Salomé
La noche que nos conocimos la luna parecía una vieja encorvada y pálida que ocultaba cadáveres por toda la ciudad. La recogí a la salida de una academia de baile. —Llámame Salomé. Nada más ponernos en marcha, comenzó a fumar hierba. —¿Te molesta? —Me agrada. A través del espejo retrovisor, ella y yo entablamos, a mi parecer, una conversación íntima y violenta. Me cautivaron sus ojos de garza con hambre: cada uno de sus parpadeos aturdía mis pupilas de perro apaleado. Cuando llegamos al destino, me invitó a subir a su guarida. Me besó en el portal con su lengua tenebrosamente alargada. A trompicones llegamos a la puerta de su casa y una vez dentro, sin preámbulos como dice la canción, se desnudó. Tras dejar olvidada por el suelo su ropa interior, se asomó a un acuario donde nadaban docenas de peces grises y negros. Tan pronto como chascó los dedos, las criaturas abisales ascendieron en cascada hacia la superficie y abrieron sus fauces mientras ella los alimentaba con deliberada lentitud. Después, los arrulló durante unos cuantos minutos. Al terminar, se volvió hacia mí y me gritó como si yo fuera culpable de algo. —Hace demasiado calor. Soplé hacia su cuello, pero enseguida se apartó de mi lado con hastío. Abrió las ventanas, subió las persianas, corrió las cortinas y se recostó en la cama. —¿A qué esperas? Me quité la ropa y me tumbé junto a ella. —Estás flaco —me dijo—, y greñudo. ¿De dónde has salido? —Del barrio. —¿Y qué hacen los de tu barrio con chicas como yo? —Normalmente follan. —¿A qué esperas? Sería el cansancio, la hierba o su misma frialdad. Sería impotencia, la timidez, la novia de toda la vida, quién sabe qué sería, pero mi cuerpo no respondió a los estímulos. —Soy un romántico —inventé—. Antes de nada, necesito saber
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qué dice tu corazón de todo esto —me acerqué a su pecho y me quedé ahí recostado. —¿Lo escuchas? —me preguntó con sorna. —Claro. —¿Y qué dice? —Que con el tiempo podrías quererme. —Así que lo oyes... —¿Te extraña? Se levantó de la cama, me miró fijamente y comenzó a reírse como una enferma mental con varios encierros a sus espaldas. —¡El emperador está desnudo! —me gritó al oído mientras un rayo de luz cruzaba el acuario y se clavaba en mi yugular—. ¡El emperador está desnudo! Se sentó sobre mí, a horcajadas, y se encorvó con la misma brutalidad con que la vieja luna oculta cadáveres en todos sus cráteres. —Tú no eres don Juan, ¿verdad? Negué con la cabeza. —Ni tampoco el Bautista, ¿no es cierto? —No, no lo soy. Comenzó a temblar con espasmos intermitentes. La cubrí con las sábanas. Sus labios, secos como un desierto lunar, se pegaron de inmediato a la tela, hasta la mordían. Corrí a la cocina, llené un vaso de agua y se lo acerqué a la habitación. —¿A esto lo llaman follar en tu barrio? —No, lo llaman cortesía. —Cobardía. —Como tú quieras. —¿Te quedas conmigo esta noche? —No puedo, tengo trabajo. —Sólo un rato. Hay más hierba por la casa. Pareces uno de esos buenos tipos que la cagan siempre. No, en serio, eres encantador. Por toda respuesta, me senté en la cama y acaricié su pelo. Hasta entonces no me había percatado, pero estaba grasiento y lleno de nudos, como una masa oscura de plancton y algas. —Está bien, lo que tú quieras. —Quizá en un rato se te antoje hacerlo conmigo.
Palabra de dos y otros taxi relatos Salomé
—Quizá. Al despertar, ella ya no estaba a mi lado. La luz de la luna se había extinguido. Salomé se hallaba de cuclillas sobre una butaca, de espaldas a mí y frente al acuario. Sostenía entre sus manos una bandeja de plata. Me acerqué muy despacio y ella continuó con su ritual. Seleccionó con la mirada uno de los peces, el más débil, pensé; lo engañó con un chasquido de dedos, se divirtió viendo sus agónicos movimientos fuera del agua y cuando aún seguía con vida (resbaladizo, acobardado) se lo introdujo en la boca, lo mordió y escupió la cabeza tintineante sobre la bandeja. Después, chascó de nuevo los dedos y los pececillos hipnotizados volvieron a ascender hasta toparse con sus manos. Antes de elegir una nueva víctima, se volteó hacia mí. —¿De dónde te sacaste que mi corazón habla? Pero ¿tú crees que yo tengo de eso? Como pez sin voluntad, le acerqué un suéter a la silla y me largué de su casa. Ya en la calle, puse en marcha el taxi y recé por todos los peces del mundo, por las aguas del Jordán y por Salomé, tan sola.
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Emergencias onĂricas
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José circula por la ciudad insomne. Algunos trasnochadores brincan sobre la luz de las farolas. Cuando llega a la dirección solicitada, un hombre apuesto y atemorizado lo espera junto a un muro. —Buenas noches, ¿dónde vamos? —pregunta José. —¿Qué le parece aquí mismo? Ponga el taxímetro en marcha. Cóbreme suplemento por equipaje, no importa. —¡No, no, por Dios, nada de suplemento! Usted dirá —José se aprieta ambas sienes con sus pulgares—. Estoy listo para escucharlo. —He sabido por los vecinos que le basta oír un sueño para interpretarlo. —Eso dicen. —No encuentro sentido a mis pesadillas. —¿No son de Dios los sentidos ocultos? —replica José. Posee una de esas ternuras inasibles que le hacen parecer áspero—. Túmbese si quiere o siéntese a mi lado y recline el asiento. Así se sentirá más libre a la hora de exponer sus miedos; perdón, sus sueños. —Soñé con un huevo. —Un huevo... —repite José. —De dos yemas. —Yemas: dos. ¿Frito? —Pasado por agua. —Entiendo: un huevo de dos yemas pasado por agua. —La yema grande le decía a la más pequeña: “Te voy a devorar, mísero engendro”. ¿Y sabe? De repente, la yema grande y la pequeña adoptaban la forma de mi cara. Sólo que sin bigote. —Ajá: dos yemas imberbes idénticas al soñador. —Cuando la yema grande se abalanzaba hacia la más pequeña
Palabra de dos y otros taxi relatos Emergencias oníricas
Entre los de su gremio, José tiene fama de espabilado. “Es labia”, dicen unos. “Para mí que es un sabio”, defienden otros. Cada vez son más los clientes que en la madrugada preguntan por él a la operadora de radio taxi. —Pero tardaré media hora en llegar... —Cariño, dice el cliente que no importa. —¿Y dónde lo llevo? —¡Deberías saberlo! Tratándose de lo que se trata, como mucho querrá dar un par de vueltas por el barrio.
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con la boca abierta, me desperté empapado en sudor. ¿No es estúpido aterrorizarse por la conducta de un huevo? —El huevo, en realidad, no es un huevo, sino su semilla, la descendencia. Arregle su testamento lo antes posible. —¿Cómo dice? —el hombre se yergue y penetra inquieto, a través del espejo, en la profundidad de los ojos negros de José. —No, no se asuste. No quiero decir ni mucho menos que su muerte vaya a ser inminente, pero no deje ni un cabo sin atar. Tiene dos hijos, ¿no es cierto? —¿Cómo lo sabe? —Dos yemas. El mayor siente que usted favorece al menor y, cuando usted falte, el primogénito le hará la vida imposible al benjamín. —Puede ser... —Es. Perdón si le parezco petulante, pero llevo muchos años en esto. Ah, y cuide especialmente su salud en el mes de abril. —¿En abril? —Ya sabe: aguas mil, pasado por agua. —Gracias. ¿Cuánto le debo? —Lo que marque el taxímetro —indica José—. De algo hay que vivir, ¿verdad? Tan pronto como desaparece este cliente meditabundo y lento, José sube el volumen de su radio. —Nueva emergencia onírica —le transmite la operadora. —¿Dónde? —En la calle Faraón, s/n. —¿Hombre o mujer? —No sabría decirte. Voz agitada, pocas palabras, raro... Ten cuidado.
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El cliente se demora unos minutos más. Por fin, el portón chirría, se abre, y aparece un hombre de 1,50 de estatura, parapetado tras uno de esos abrigos de bolsillos grandes que todos los bohemios de París empeñaban, entre lamentos, al menos una vez cada invierno. —¿Es usted José? —interroga el hombre mientras, con todo desparpajo, se acomoda en el asiento del copiloto y sitúa el bombín sobre sus rodillas. —Para servirle. ¿Dónde lo llevo? —Ésa no es la pregunta. La pregunta es: ¿dónde lo llevo yo a usted? —Ah. —Seré breve: sé quién es, conozco su historia y quiero retratarlo. —¿A mí? —En los últimos años, usted se ha convertido en un personaje imprescindible de la noche capitalina. Yo me dedico a captar la atmósfera nocturna de la urbe. —Entiendo. —José, ¿puedo tutearlo? —Como guste. —Te necesito unas horas en mi estudio. Ya he pensado en la escena: el torso desnudo, sangre, la túnica desgarrada, un pozo profundo, los sueños truncados de los traidores, un padre desconsolado en una esquina del lienzo... ¡Todo un cartel postimpresionista que recoja las miserias humanas y el triunfo de la sinrazón! —Creo que se confunde. Sólo soy un taxista... —No seas tan modesto.
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—Querida, ¿puedes informar al cliente de que lo espero desde hace rato frente al portón de madera? —Perfecto. ¿No temes toparte con un loco? —¿Yo? ¿Olvidaste que tengo alma de torero? No siento miedo, sólo respeto. —Olé, José —responde ella antes de contestar otra llamada y desaparecer de su frecuencia.
Emergencias oníricas
—No te apures; llego en un pispás —José simula entusiasmo. Aún no le ha confesado a nadie que ya le aburren estas llamadas a deshora.
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—... con cierta facilidad para interpretar sueños. —¿Tú sabes lo que yo busco en las putas? Su impudicia. ¡Es tan genuinamente humana! Esa misma impudicia la encuentras tú en los sueños, ¿no? —Puede ser. —Posa para mí. —Yo... —Olvidé presentarme. Soy Henri Toulouse-Lautrec. ¿Te suena? —Algo me quiere sonar. —De niño pude haber soñado con dos juncos quebrados en el foso de un castillo. Sobrevivían al infortunio pero dejaban de crecer. Mis padres hubieran contratado tus servicios y tú les habrías dicho... —Yo habría dicho... —“Cuiden sus huesos. Se le romperán los fémures. Será un hombre de escasa estatura”. ¿De qué sirve saberlo? —Algunos lo prefieren. —He seguido a través de los años tus más famosas interpretaciones: las vacas gordas y las vacas flacas, las espigas rebosantes y las enjutas, la prosperidad y el hambre. Te bastó la imagen de unas aves picando panes sobre la cabeza de un hombre para augurarle una condena inmediata a muerte. —Todo eso fue hace mucho. —¿Y qué? ¿Algo ha cambiado? —No. —Por eso quiero retratarte. Una y otra vez los sueños se repiten y tú, sin embargo, sigues haciendo de ellos un misterio. —No puedo defraudar a los soñadores. —Llegan a ti y se creen únicos. ¿Cuántas veces te han contado lo del huevo de dos yemas?
Palabra de dos y otros taxi relatos Emergencias oníricas
—A saber. —¿Y lo de los pies descalzos? —Uffff. —Antes, cuando caminabas por la ciudad la gente decía: “He aquí el soñador”. ¿Continúas soñando? —No lo sé, ya no distingo. —¿Te lo pensarás? —¿El qué? —Posar para mí. —Creo que no lo haré... —Retraté a Oscar Wilde. Hasta diseñé el programa de su Salomé... ¿Y tú me rechazas? —No lo tome a mal, por favor —suplica José con voz de circunstancias. De golpe, siente una sed inaudita. El diálogo se interrumpe cuando Henri Toulouse-Lautrec desciende del taxi. Se ajusta el bombín y alza el cuello de su abrigo con un gesto arrogante. Su expresión denota ira, cansancio, evanescencia. Acaricia con sus largos dedos de monstruo trémulo sus piernas curvadas de niño jinete. Saca de su bolsillo una botella de absenta, la destapa y apura de un trago el contenido de la misma. Después, tamborilea sus dedos sobre la ventanilla del conductor. Tan pronto como éste baja el cristal, Toulouse-Lautrec, de puntillas, le escupe el rostro. —Y ahora a ver cómo interpretas esto. Buenas noches. El pintor desaparece envuelto en una bruma lechosa cada vez más densa. A José le parece que la ciudad duerme con una obstinación terriblemente humana. Se seca las mejillas con una toalla y aguarda, desconcertado, una nueva emergencia onírica que le permita huir de sí mismo.
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hombres
Cosa de
Palabra de dos y otros taxi relatos Cosa de hombres
Las noches de calor la sal se pega al cuerpo y araña la piel como cristales vivos. Jonás tenía turno de noche y esperaba pasajeros en una de las zonas más transitadas del puerto. Estaba dormitando y soñando con el cuerpo cálido de su última conquista, cuando un hombre corpulento, calvo y viejo, pero sin la decrepitud de los vencidos, se acomodó en el asiento trasero. Gesticulaba nervioso y daba órdenes con voz cavernosa. —Joven, al centro. —De cabeza, señor. —¡Yo te conozco! De niño, ¿no eras el monaguillo de la iglesia de San José? No hay muchos pelirrojos en este pueblo... —Cosas del pasado. —¿Qué pasado ni que niño muerto? Eras el monaguillo. Te recuerdo alisando con las manos la casulla del padre. —¡Qué remedio! El hombre le dio una palmada en el hombro. —¡Nos vamos a entender a la perfección! ¿Verdad, joven? Tú y yo seremos los justicieros de la ciudad. ¿Qué te parece? —En una hora acabo mi turno. —¡Antes encontramos a mi mujer! ¡Y la mato, yo la mato! —gritó exaltado—. Pero tú la previenes primero. Es de cobardes atacar por la espalda. Serás mi compinche. ¿Qué te parece? —extrajo una pistola de uno de sus bolsillos—. Mi esposa se ha desviado de la senda correcta. —Lo siento, pero no es mi problema. —¿Cómo que no? ¿No eres hombre? ¿Y los hombres no se unen contra la injusticia? ¿Contra los desórdenes? ¿Contra las zorras? —¿A qué dirección vamos? —¡No me cambies de tema! ¿Sabes con quién estás hablando? Soy general del Estado mayor y exijo que asumas tus responsabilidades de hombre. —A mí nadie me ha hecho nada. —¡Juventud! ¿Dónde quedaron los sentimientos de fraternidad entre caballeros? Las mujeres se burlan de nosotros y vosotros, tan tranquilos. Mi esposa está ahora mismo retozando con un haragán y... ¿nadie será capaz de darle un buen escarmiento? Maldita civilidad, malditos blandos... Tú sólo dale un aviso:
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“Que me dice aquel señor, que a la próxima les descerraja un tiro en la cabeza”. Ni más ni menos. —Sólo soy el chófer... —¡No me vengas con mamarrachadas! Rápido, al hotel Nínive. Jonás asintió y condujo hasta las inmediaciones del hotel. Ubicado en lo alto de una colina, no había más remedio que caminar hacia la entrada por una pendiente escarpada. Jonás arrastraba los pies y pensaba: “¿Y a mí qué con toda esta historia? Al otro lado de la colina están los ferries. Me largo, desaparezco unos días y punto”. No fue para tanto: enseguida se zafó de su perseguidor, corrió por otro flanco de la colina y se ocultó en el vientre de La Ballena. Bebió hasta vomitar, pero el general lo halló en la madrugada. Sonreía bajo una farola con un palillo entre los dientes y la pistola —al menos eso intuyó Jonás— aferrada al cinto.
Palabra de dos y otros taxi relatos
—M’hijo... Jonás te llamabas, ¿verdad? Ahí siguen, en el hotel Nínive, dale que te pego, y tú... ¿Creíste por un momento que podrías huir? Está bien, no pongas esa cara, espabílate, y ve a darles mi mensaje. Tampoco te estoy pidiendo nada del otro mundo. —Pero ¡no es mi bronca! —Lo que le hacen a uno de los míos, me lo están haciendo a mí. ¿No recuerdas esas cosas? ¿Y a ti te gusta la cornamenta? —No, señor. —¿Te gusta que te falten el respeto? ¿Que se regocijen en tus sentimientos? ¿Que se burlen de tu bondad? —No, señor. —¿Entonces? —Pero ¡soy un hombre pacífico! —Ve y diles que eres un hombre pacífico pero que, detrás de ti, llegará un hombre capaz de exterminarlos en menos de cuarenta días, qué cuarenta días, en cuarenta minutos si siguen obstinados en pecar. —Ajá. —Diles que o se arrepienten rapidito de sus faltas o el fin les alcanzará en el mismo lecho del pecado y la fornicación. ¿Sabrás decirlo con esas palabras? —¡Lo intentaré! —¡Te acompaño!
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Con el cuerpo recién salido de un naufragio etílico, Jonás subió la colina bajo un sol de canícula que desgarraba rayo a rayo su lomo de hombre tranquilo. En apariencia, eran unos cuantos metros, no más de doscientos, pero debido a su impericia la caminata se prolongó por una hora. Jonás sudaba, se bamboleaba su vientre abultado, y sentía rozaduras en la entrepierna. El general lo escoltaba con el arma entre las manos. —Hace calor. —¿Y qué más da? Les sorprenderemos en plena faena. —¡Tengo sed! —Aguanta, m’hijo. —Me duelen las pantorrillas. —¡Eres joven! ¿Qué no habría de dolerme a mí que he sido engañado por mi esposa? A medida que avanzaban, las espinas de las zarzas se abrían paso por la piel de Jonás, el alcohol se maceraba en su boca y dejaba en sus papilas un regusto a viejas monedas de cobre. No pasó más de una hora cuando el primer Jonás ecuánime y tranquilo se transformó en una fiera justiciera. “Son los efectos del sol”, pensó. Muy al contrario, el ascenso (tan abrupto, tan a deshora) tamizó las iras del mandamás: hasta se distinguía en sus pupilas una melancolía muy contraria a su espíritu marcial. —¡Me está cayendo gorda su esposa! —masculló Jonás. —Bien, bien... Pero ¡si la hubieras conocido hace unos años! —¡Está saltándose a la torera el sexto mandamiento! —Hombre, yo nunca estoy en casa. Habría que considerarlo como atenuante... —¿Podríamos descansar bajo esa sombra? —¿Y permitir que la pobre siga pecando por culpa de un rufián? No, Jonás. Ve y dales el siguiente mensaje: “Que me dice su esposo, que a la próxima descerraja un tiro en la cabeza a este tipejo”. —Así le digo. —También les aclaras que mi misericordia no es infinita. —¿Y después podré irme a dormir una siesta a casa? —Ay, Jonás, de flojos está lleno el infierno. ¿Ves? Ya llegamos... —¡Me muero! —Exageras, m’hijo. A saber con qué nombre se habrán registrado.
Palabra de dos y otros taxi relatos Cosa de hombres
La atmósfera del hotel Nínive tenía algo de fantasmagórico. A esas horas, nadie atendía en la recepción. Jonás y el general se sentaron en unas butacas para recuperar el aliento. —Mi esposa es rubia. —Ah. —Y bella. Aun hoy, me lleva el desayuno a la cama con el periódico abierto por la página de los crucigramas. Sabe que son mi vicio matutino. ¿Cómo pudo traicionarme así? —balbuceó. Dejó su pistola sobre el brazo de la butaca y comenzó a llorar. Después, alzó la cabeza y husmeó el entorno como un perro pastor que acecha al lobo. Al final, dirigió su mirada hacia el ventanal. En el porche, balanceándose sobre un columpio, una mujer de mediana edad contemplaba en silencio el cielo. —¡Es ella! ¡Qué pálida está! Tengo que ir a su lado. Parece enferma. —¿Enferma? —Está enferma. Y yo... ¿cómo olvidé todos los buenos ratos que pasé a su lado? —¿Y su escarmiento? —replicó Jonás. —Obsérvela, ¿no es hermosa? —más que un general parecía un adolescente enamorado. —¿Y el castigo? —Está desarmada y sola... Si pecó, ya ha renunciado al pecado. —¿Y la venganza? —¡Perdonar es cosa de hombres! —¿No pudo pensarlo antes? —¿Se me ve bien? —inquirió nervioso. Jonás se acercó a él y alisó con sus dos manos la camisa de lino del general. —Así mejor, pero para otra... El hombre ya no lo escuchaba. Dejó olvidada la pistola sobre el asiento y caminó majestuoso hacia el porche. Hasta arrancó unas gardenias blancas de la primera maceta del jardín.
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Palabra de dos y otros taxi relatos De Sodoma a Gomorra
La ruta de Sodoma a Gomorra es una de las más solicitadas por los clientes. Lotario aborrecía conducir por estos rumbos, pero comenzó a recorrer dicha ruta hasta diez veces por noche para ganarse un extra. Este trabajo le ha cambiado pero se consuela pensando que a todos podría ocurrirles: ha dejado de lado la mojigatería y poco a poco emerge su parte oscura. A día de hoy, es difícil que se altere como testigo de una bacanal, incluso si ésta se celebra en el asiento trasero de su taxi. No mira, no pregunta, no dice, no escucha, sólo acelera para descargar pronto y cargar de nuevo a estas bestias que gimen y braman, que huelen a sexo y se devoran entre sí. Mientras todo esto ocurre a unos centímetros de su espalda, los pensamientos de Lotario se pierden por ciertas fantasías tan inapropiadas que ni siquiera las comparte con los asiduos visitantes de Sodoma y Gomorra. “Estoy condenado”, se dice. “Al igual que ellos, yo también soy un depredador”, masculla en la madrugada. Cada mañana, sin embargo, con sorprendente pudor describe a su esposa las dantescas escenas que presencia: esos tríos de púberes y viejos, las fustas de las meretrices golpeando nalgas de encorbatados o la lujuria de ciertas damas descocadas. Cosas de bestias que de alguna manera se quedan impregnadas en su coche: manchas, olores, rasguños en la tapicería. Por eso, los domingos, antes de comer en casa de sus suegros, deja el taxi en el túnel de lavado. —Pasen la aspiradora por todos los rincones, sacudan bien las alfombrillas, limpien a conciencia las fundas de los asientos... —“La suciedad externa es síntoma de la suciedad del alma”, se repite para sí. Los primeros meses de peripecias entre Sodoma y Gomorra, su esposa lo escuchaba en silencio. Pero hoy (acaban de florecer los almendros) comienzan las preguntas: ¿era hombre o mujer?, ¿cómo?, ¿no te fijaste?, ¿a la vez?, ¿estás seguro? ¿Puedo ir contigo? ¿Puedo ir contigo? Déjame acompañarte. —¿Para qué? ¡Es una porquería! —grita él con severidad. —Pues quiero verla con estos ojitos —responde caprichosa. Aunque él protesta, ella ya no lo escucha. Se pone su vestido estampado negro y lila, se recoge el pelo en una cola de caballo y se lava las manos hasta los codos.
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—¡Ya estoy lista! —dice mientras se deja caer sobre el asiento del copiloto. Se ajusta el cinturón de seguridad y Lotario le acaricia el vientre con una excitación fuera de lugar. “¿Cuándo me dará hijas?”, se pregunta. —No debería llevarte. —¡Vamos, sólo por esta noche! El ocaso se extiende sobre la llanura que separa Sodoma de Gomorra. Lotario y su esposa circulan despacio por el carril de la derecha. Los más afortunados paran taxis y siguen la fiesta en su interior; los yonquis caminan por el arcén con soberana lentitud, y las prostitutas de más de cuarenta años se agrupan bajo los árboles y aguardan clientes. —¡Lot, esos dos tipos de ahí nos hacen señales! —Mejor seguimos hasta la parada. —¿Y qué más da? ¿Para qué ir a Sodoma de vacío? No parecen malos tipos. —No te fíes. —Si no me fío... Pero ¡parecen inofensivos! Van de la mano, mira. —Veo. —¡Frena! Lotario atisba en las pupilas de su esposa un brillo tan lleno de vida que acaba accediendo a sus deseos. Se detiene junto a dos tipos que se ríen frenéticos y entran al taxi aferrados de sus cinturas. —¡A Sodoma! —¡Rápido, amigo! —Enseguida. —¿Y la preciosidad que lleva a su lado? —Mi esposa —responde él con voz de pocos amigos. —Enchanté. —¡Bon voyage! —responde ella mientras les tiende la mano. Una lengua húmeda y dúctil lame sus nudillos. Después, la misma lengua se hunde en el cuello de su vecino. Ahí permanece mientras los cuerpos se enredan y el taxi avanza por la carretera tortuosa que une Sodoma a Gomorra. —Aquí falta música.
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—¡Eso, música! A ver si agarro el ritmo. —¡Pues yo preferiría que agarrases otra cosa...! —el hombre más delgado se ríe de su propia ocurrencia. Contagia al otro hombre y a la mujer. Lotario, de mala gana, enciende la radio. —Señora, ¿podría...? —requiere uno de los clientes con voz engolada. —Usted dirá —responde ella con una solicitud desconcertante. —Ejem, ¡estas cremalleras modernas no hay quien las entienda! ¿Sería tan amable de echarme una mano con ella? ¡Hace tanto calor! —¡Para eso estamos! —como una adolescente ágil y moldeable, se mueve hacia el asiento de atrás mientras roza con su vestido la palanca de cambios y el codo de su esposo—. Lot, enciende una luz. Veamos dónde está el problema... —¡Qué divina! —¡Preciosa! —¡Un ángel! —¡Y qué dedos! ¡Qué tacto! —Gracias, gracias —responde ella sofocada—. De un tirón, destrabamos la cremallera. La mujer se deja arrastrar por el influjo de Sodoma. Para acallar los jadeos que le llegan de la retaguardia, Lotario sube el volumen de la radio. Como él mira al frente, no advierte las gotas de sudor que resbalan por los rostros de ambos hombres, aunque sí le llega, le inunda, el olor a deseo de su esposa que bordea su pecho y traza las alas de una mariposa con hambre; hasta sintoniza con un gemido que estalla en los cristales. Este gemido tiene forma de garra
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maltrecha que araña las venas de Lotario, las dilata hasta hacer insoportable la presión, las lacera. “No la busquen porque no la van a encontrar: de momento, mi esposa es estéril. Está seca”, se dice lleno de rencor. —Mujer, regresa a tu sitio. —¡Ya casi está! —responde ella sin aire—. Un par de minutos más... —¡Qué alivio! —¡Qué rico! La luces de neón y una nube de farolillos rojos informan de que se acercan a Sodoma. —Mujer, regresa. Cuando ella se contorsiona para volver al asiento del copiloto, ya no roza con el vestido el codo de su esposo, porque su vestido está alzado, su melena suelta, y ella ya no parece ella, sino una súbdita más de Sodoma y Gomorra. —Bájense aquí. —¿Aquí? —¿Por qué no nos deja en la puerta? —¡Porque no me da la gana! —¡Qué grosero! —Qué hombre más desagradable. —¡Vente con nosotros, ángel! Este bruto es capaz de pegarte. —De atarte a la pata de la cama. —¡Ven a Sodoma! Tan pronto como la mujer disiente con la cabeza, ellos se precipitan hacia las luces. —¿Ya? —dice Lotario mientras cuenta hasta diez para reprimir sus deseos de arrancar a toda velocidad, acorralar a las bestias en los callejones, embestirlas y hacerlas bramar. —Nos vamos —responde ella mientras se recompone el vestido y rehace su cola de caballo. Como una niña traviesa, se pone de rodillas, abraza suavemente el cabecero de su asiento y rastrea con la mirada las luces de neón. Recorren al menos diez kilómetros pero ella ya no se mueve, ni habla.
Palabra de dos y otros taxi relatos De Sodoma a Gomorra
“¿Se habrá convertido en una estatua de sal?”, se pregunta Lotario. “Pero no puede ser, aún no me ha dado esas hijas que penetraré alcoholizado en lo oscuro de una gruta”. Los ojos del taxista irradian el veneno de las bestias: fuera del incesto ya nada le interesa. Cuando entran a Gomorra, la respiración agitada de ella le hace perder los estribos. —¿Ahora me vienes con las mismas? Calla, puta. Como una autómata, la mujer eleva el brazo y trata de acariciar el rostro afilado de su esposo. A él le enerva el fuerte olor a sexo que exhalan sus dedos blancos. —¿Y mi descendencia qué? ¿y mi descendencia? —repite Lotario fuera de sí. —Llévame a casa —suplica la mujer. Por su mejilla izquierda resbala una lágrima salada e hiriente que se cuela en la comisura de su boca. Fuera de este taxi, sin embargo, la fiesta se prolonga hasta bien entrada la madrugada. De hecho, hay quienes aseguran que nunca termina.
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Palabra de dos y otros taxi relatos Del fuerte salió dulzura
Acabo de cortar el pelo a Sansón, y no sé por dónde empezar. ¿Cómo es que ahora tengo su trenza canosa entre mis manos cuando hace unas horas ni siquiera lo conocía? No fui yo quien lo traicionó y, para evitar confusiones, tampoco me llamo Dalila. Tan pronto como aterricé en la capital, tomé un taxi para trasladarme del aeropuerto al hotel. El taxista (“viejo vanidoso”, pensé nada más verlo) escuchó la dirección que le indicaba, puso el motor en marcha y se alejó de la terminal. Pero en cuanto salimos a la autopista comenzaron sus artimañas para alentar una conversación. —Hace frío, ¿eh? —Yo siempre tengo frío. —En un santiamén la dejo en su hotel. —Eso espero. —¿Conoce la ciudad? Si quiere le doy una vuelta por El Zócalo, la catedral y la Arena. —Conozco, gracias. —¿La Arena? Ya no contesté. La larga trenza del taxista oscilaba y, a veces, rozaba mi pierna izquierda. —¿No le gusta la lucha libre? —me interrogó. —Ni fu ni fa. —Eso no puede ser. Nadie es indiferente a la lucha: o gusta o no gusta. —Me gusta luchar, no la lucha. —Quizá haya oído hablar de mí. Soy Sansón. ¿Le suena? —No —aquel hombre, por mucho que magnificara su voz y esponjara sus músculos, era la prueba evidente de que, sin excepción, en esta vida se pierden todas las guerras. —¿Cómo es posible? Salí invicto de más de cien batallas de máscara contra cabellera. No sé cuántas máscaras arrebaté a lo largo de mi carrera y, sin embargo, ni uno solo de mis contrincantes logró cortarme la melena. Si quiere, puede tocarme la trenza. ¡Es inofensiva! —se jactó. —Gracias, con verla tengo suficiente. —¿Cuánto tiempo estará en la ciudad? —No sé.
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—El próximo jueves lucha el Hijo de Sansón. Mi hijo, claro. —Usted ya no lucha, ¿verdad? —No. —Lo suponía —tan pronto como lo dije, imaginé a mis hijos avergonzados: “Mamá, deja de meter el dedo en la llaga”. En vez de dar una respuesta, Sansón comenzó a toser. Se cubrió la boca con un pañuelo de tela y trató de silenciar, sin éxito alguno, la carraspera. De inmediato, aquella tos convulsiva despertó la mía. —¿Fumadora? —No. —Yo aún doy mis caladas. ¿Quiere? —Sí. —Del fuerte salió dulzura —me dijo Sansón, mientras me tendía un cigarrillo ya prendido. Lo apagué en el acto. Me repugnaba pensar en su saliva humedeciendo la boquilla. —¿Dulzura? —Formaba parte de mi espectáculo. Mataba con mis manos a El León y extraía miel de su cabellera. Bueno, no lo mataba, ya sabe, simulaba que lo mataba... —Ya sé. ¿Cuánto hace de eso? —¿Bajamos las ventanillas? —¿Para qué? —Llevo meses sin ir al gimnasio. ¡Me está saliendo panza...! —No me había fijado. —Pasé por el quirófano hace poco. —Nadie se libra. —Pero nunca la operarán de lo mismo que a mí. —¿Y usted qué sabe? —Lo sé. ¡Vasectomía! No quiero dejar el mundo regado de hijos.
Palabra de dos y otros taxi relatos Del fuerte salió dulzura
—¿No está un poco mayor para eso? —¿Qué mayor? —la tos ascendía de su pecho a la garganta, hasta parecía que se ahogaba, pero logró recomponerse en unos segundos—. No hace mucho, subí al cuadrilátero con una puerta sobre mi espalda y con un par de giros derrumbé a todos mis contrincantes. —Ya. —¡Y cuántas veces no habré salido al ring con una quijada de asno entre las manos! El público se vuelve loco porque sabe que, en cuestión de minutos, amontonaré sobre la lona los cuerpos caídos del enemigo. —¿No se había retirado? —Un luchador siempre tiene la presión del público: lo creen invencible. —Cada quien cree lo que quiere. —Oiga, en la lucha no todo es mentira. —Si usted lo dice... Sansón se quedó callado. Puso la radio, tarareó, tamborileó los dedos sobre el volante mientras cambiaba la luz del semáforo. Yo tenía frío y náuseas, nada nuevo. Él volvió a toser de tal manera que llegué a pensar que se ahogaba. Le ofrecí un caramelo pero lo rechazó. Noté su expresión de horror cuando se vio reflejado en el espejo.
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—¿Le gusta la velocidad? —me dijo al cabo de unos minutos en silencio. —Si con eso llegamos antes al hotel, adelante. —Me refiero a velocidad de verdad. —¿Para qué? —¿Para qué, para qué...? Para llegar antes o no llegar nunca. ¿Y si esta ciudad fuera un cuadrilátero y yo estuviera dispuesto a recibir o dar el último knock-out? —por primera vez dejaba de lado su falsa actitud de merolico. —A mí no me meta en sus cosas. —Usted y yo estamos en lo mismo —me replicó con cierta amargura. El eco de sus palabras zigzagueó por el vehículo hasta alcanzar mi cara. Sus palabras olían a muerto. —Corra lo que le dé la gana pero con las ventanas cerradas. Tengo frío. —Yo también tengo frío. —Lo imaginaba. —Cuando quiera que frene, me avisa. Dio un volantazo y se metió por la avenida más ancha de una zona industrial. Sólo entonces, aceleró. La noche estaba hermosa: tintineaban las farolas y un perro callejero, tumbado en la acera, seguía con la mirada la trayectoria del taxi. Hasta meneaba la cola con una alegría inusitada. —¿Freno? —¡Siga! Por extraño que parezca, la velocidad fue un antídoto para la náusea y para la tos. No era tan disparatado pensar que una rueda pudiera estallar, o el motor se quemase o una curva mal tomada nos arrojase a la cuneta. La trenza de Sansón caracoleaba libre por el interior del taxi, hasta me atreví a acariciarla. Hay multitud de cosas que carecen de explicación: aquel lunático y yo estábamos en el mismo carro. De eso, no cabía ninguna duda. —Gire en la rotonda, volvamos a empezar. —¿Segura? —¿No le importa que me descubra? —Adelante.
Palabra de dos y otros taxi relatos Del fuerte salió dulzura
Me quité la peluca y la dejé en el asiento junto a mí. —No me mire. Más deprisa —no pude evitar pensar en mis hijos, empeñados en mandarme de un tratamiento a otro. ¿No sería más fácil que todo acabase de golpe?—. Más deprisa. No hace falta que esquive los baches. ¿Para qué? —En eso le doy la razón, ¿para qué? Sansón daba vueltas por aquel circuito de avenidas fantasmas. —¿Cuándo acaba esto? —le grité. —¡Mueran los filisteos! —bramó él mientras dirigía el auto a toda velocidad hacia un muro—. Repita conmigo: ¡Mueran los filisteos! —¡Mueran! —contesté fuera de mí. Pocos metros antes de impactar con el muro, Sansón frenó el coche con una destreza adolescente. —¿Qué hace? —Soy luchador. Simulo, ya sabe. Ahora vamos a su hotel. —Pero usted, ¿usted no quiere morir?
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—En la lucha no todo es mentira —respondió. Se inclinó hacia atrás, extendió su brazo, recogió mi peluca y la sacudió con delicadeza. —Tome. La ajusté lo mejor que pude a mi cráneo sudoroso, hasta me pinté los labios con un gesto que carecía de feminidad. De alguna manera, el carmín ha acabado siendo mi pintura de guerra. —¿La trenza es suya o es un postizo? —Aún es mía —aseguró Sansón mientras, para probarlo, tiraba de ella con fuerza. —¿Y a qué espera? —¿A qué espero para qué? —¿Va a permitir que cada mañana se le caiga un mechón? ¿Que cada vez haya menos pelo que trenzar? No hay nada más ridículo que una coleta sin pelo... —¿Tiene hijos? —Sí. —¿Y nunca le han dicho que es usted de piedra? —Lo que soy es realista. —Implacable. —En serio, debería cortársela antes de que el tratamiento lo haga por usted. Deje de jugar. —No puedo, soy Sansón. —Yo no soy Dalila, pero si quiere le corto la trenza y le ahorro la vergüenza de ir dejando mechones por todos los cabeceros. Yo sé lo que es eso. —¿Usted cree? —Hágame caso. —¿Y si pierdo mi fuerza? —Ande, ande, ande... Déjese de niñerías. Las fuerzas ya las tiene perdidas. —¿Le valdrá con esto? —Sansón paró el taxi frente a un portal mal iluminado y sacó de la guantera una navaja multiusos—. Pequeñas pero, al fin y al cabo, son tijeras. —Me apaño. ¿Enciende la luz? —¿Es necesario? —¿No querrá que corte lo que no debo?
Palabra de dos y otros taxi relatos Del fuerte salió dulzura
—Pero no me mire... —¿Cómo no voy a mirar si le estoy agarrando la cabeza? ¡No se mueva! Así fue como cayó, entre mis manos, la trenza canosa de Sansón. Después de aquello, me condujo en silencio hacia mi hotel. —Aquí la dejo. —¿Y qué hago con esto? —le dije mostrándole su trenza. —Es un regalo. —No es necesario. —Es suya. Se bajó del taxi y me abrió la puerta. —¿Me permite? —preguntó galante mientras me daba la mano para que saliera del auto. —¿Ahora me viene con ésas? —a pesar de mi reticencia me apoyé en él. Guardé su trenza en uno de mis bolsillos. —Tome sus maletas. —¿Cuánto le debo? —Nada. —¿Cómo que nada? Aquí tiene. No me gusta deberle a nadie. —¿Me permite? —volvió a decir con voz donjuanesca. —¿Qué le tengo que permitir ahora? —por toda respuesta, Sansón elevó discretamente mi peluca y me besó en la sien. —¿Cómo se atreve? —balbuceé. —A Sansón nadie se le resiste —afirmó con coquetería. Cuando giró, descubrí su nuca llena de trasquilones. —¡Ay, le hice una escabechina! —No se preocupe, estoy acostumbrado: así son todas las Dalilas.
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Palabra de dos y otros taxi relatos Una cuestión de paciencia
Una mujer conduce por las calles más bulliciosas de la ciudad. Va despacio, muy atenta a los transeúntes, como si a todos persiguiera. Cae una lluvia ligera pero ella ya ha puesto en funcionamiento el limpiaparabrisas de su auto. También pasa una gamuza por los espejos y cristales para que el vaho no le reste visibilidad. El éxito de su trabajo consiste en olerse a los clientes antes que cualquier otro. A veces no espera a que le hagan una señal. Simplemente frena, abre la portezuela trasera del coche como si fuera un ala desplegada, y acoge pasajeros en su seno. Pero esta vez es distinto. Un hombre agita los brazos ante todos los vehículos que pasan a su lado. Enfundado en un abrigo de pelo gris, algo en él le recuerda a Julieta Olivares Barrios, JOB para los amigos, a uno de los diez hámsteres indefensos de sus hijos. —Súbase, señor. ¡Hace frío! No se vaya a resbalar —hasta le parece, una vez que se acomoda en el taxi, que este señor huele a criatura encerrada, de esas que dan vueltas en la misma rueda una y otra vez. —Sí. —¿Dónde lo llevo? —Sáqueme de este atolladero. JOB está acostumbrada a las peticiones más diversas por parte de los clientes: en la última década su taxi ha sido un consultorio psiquiátrico con profusión de celotipias e ideas delirantes. —¿Norte o Sur? —¡Aléjeme de todas estas luces! ¿Quiere una canción? —¿Enciendo la radio? —No. Yo canto —pero no lo hace. Apoya las dos manos en el cristal, también su frente estrecha y su nariz roma—. ¿Cuándo llegamos a casa? —Cuando usted me dé una dirección. —¡Quiero ir a casa! —¿Dónde? —¿Quién le permitió ponerse frente a un volante? JOB no responde. Lo mira y le recuerda a uno de sus hámsteres, en concreto al de hocico pálido. —¿A la izquierda? —¿Y mi canción?
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—¿Enciendo la radio? —¿Qué radio? Para frente al semáforo en rojo y se dirige a su cliente con voz calmada. —Señor, no podemos seguir dando vueltas. ¿Quiere que llamemos a alguien? —¿Cuál es su nombre? —Julieta. —Jimena, ¿tiene pipas? —No, señor. Pero si me dice el nombre de su barrio, nos paramos y le compro una bolsa. —Yo no puedo comer pipas. Se me atoran en la garganta y podrían matarme. ¿Usted quiere matarme? —No, sólo quiero llevarle a su casa. —Quiere matarme. JOB circula lentamente por la ciudad. El hombre se muerde las uñas. Ya no hablan. Suena el teléfono de JOB y ella se estaciona en segunda fila junto a unos grandes almacenes, donde cientos de trabajadores están a punto de concluir su jornada laboral. —No llores, cariño. Dile a la abuela que te cure la herida. ¡No es nada! Anda, que se ponga la abuelita. ¿Que no está? ¿Dónde fue? Pásame con tu hermano mayor. ¿Tampoco? ¿Y quién está contigo? Sí, los hámsteres, ya sé. Ellos no te van a morder, son nobles. ¿Qué hace el bebé? ¿Comió ya? Uy, sí, lo oigo llorar. Ya lo oigo. Cariño, límpiate la herida con agua y jabón y ve a consolar a tu hermano. Léele un cuento, ¿vale? Mamá no puede ir ahora, mamá está trabajando, ya lo sabes. ¿Y dónde dijo la abuela que se iba? Todo va a estar bien, mi niña. Ahora,
—¿Reconoce esto? ¿Quiere bajarse aquí? —No, usted no me puede dejar. ¡Sólo quiero ir a casa! —Déme una dirección. —¡No me la sé! —el hombre jadea como los hámsteres después de sus acrobacias—. La olvidé. —Tranquilo, mire en sus bolsillos, en su cartera, seguro que en algún sitio la tiene apuntada. —¡No! —¿Quiere que vayamos a una comisaría de policía? —¡No! Me encerrarían en el calabozo y moriría allí solo. —Está bien, está bien. ¡Encontraremos su casa! —¿Y quién es usted? —Hoy, su chófer. —Quiero fumar. —Bueno. —No tengo dinero. —No importa. —Fumo habanos. —Ok. —¿Me compra uno? —Sí, le compro uno. ¿Tiene hijos? —Supongo. —¿No sufre por ellos? —¿Sufrir? —Perdone un momento —dice JOB mientras descuelga su teléfono—. Por fin, mamá, ¿dónde estabas? La niña me marcó asustada. No, no llores tú ahora. ¿Qué? ¿Otra vez? Mamá, eso no está bien. ¿Y qué hacemos de aquí a fin de mes? ¿Cuánto perdiste
Palabra de dos y otros taxi relatos Una cuestión de paciencia
tú eres la jefe, ¿te das cuenta? ¿Qué es eso de llorar? Ya eres grande, ¿no te acuerdas? ¿Hambre? Cómete una onza de chocolate. Dile a la abuela que yo te di permiso. Ya verás como la abuela regresa muy pronto. Cariño, voy a colgar, pero márcame cuando quieras, ¿de acuerdo? Mamá hoy llegará pronto a casa y cenaremos juntas. Te lo prometo. JOB pone en marcha el taxi y sigue avanzando por una calle concurrida. Se retira un mechón de pelo que cubre su frente.
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esta vez? Si lo sabes, mamá; sabes de sobra que si empiezas te envicias, ¿por qué lo hiciste? Tranquila, tranquila, no asustes a los niños. ¡Ya saldremos adelante! ¿Te llevaste lo del cajón? ¿También eso? Mamá, da de cenar a los niños. En cuanto llegue a casa, lo soluciono. Bajo al bar y hablo con ellos. ¿Ahora? No me pidas eso, mamá. Estoy trabajando. Necesito trabajar, ¿es que no lo ves? No puedo seguir hablando, llevo un cliente a su casa. Respira, respira... Los niños se preocupan si te ven así. Hazlo por ellos, mamita. En cuanto me desocupe, voy a casa, te lo prometo. Ponte la tele, mamá. Distráete un poco. ¿Que extrañas a papá? ¿Ahora me sales con ésas? Perdón, perdón, tienes razón, pero dale la papilla al bebé, anda, mamá. Sólo eso, la papilla al bebé y yo llego enseguida. —Mire, nieva —el mentón del hombre tiembla apoyado en el cristal. —Vamos a por su puro. —Ah, sí, mi puro. ¿Cómo se llama? —Julieta. —Julieta, ¿le he dado las gracias? —Sí. JOB se detiene frente a un estanco. Se baja del taxi corriendo y regresa con las manos heladas, un cigarro y una caja de cerillas. —Haremos una excepción. Como ya me voy a casa, puede fumarse el puro aquí dentro. —¿Cómo se llama? —Julieta. —La verdad es que estoy perdido, Julieta. —Ahora encontramos juntos el camino de vuelta, no se preocupe por eso. ¿Se lo enciendo? —No quiero fumar. —Pero, usted me dijo... —Sólo quiero olerlo: me calma, me trae recuerdos. JOB prende una cerilla, aspira con fuerza, exhala y su taxi se impregna de un olor pegadizo a taberna y noche de dominó en el Caribe. El hombre-hámster se tumba en el asiento trasero, cierra los ojos, se evade. Suena el teléfono.
Palabra de dos y otros taxi relatos Una cuestión de paciencia
—¿Amor? ¿Eres tú? Sí, sí, te escucho. ¿Qué? ¿Terminado? ¿Por qué? No hables tan deprisa. ¿Eso? Tú sabías todo de mí. ¿No sería mejor que vinieras a casa esta noche y lo hablamos despacio? ¿Nada de qué hablar? ¿Qué dinero? ¿Qué llaves? ¿Qué? Estoy tranquila. Sólo me estoy fumando un puro. ¿Que con quién? ¿Te importa mucho a ti con quién me fume yo un puro? Ya lo imaginaba. ¿A qué viene eso? De acuerdo, no te voy a contradecir. No voy a negarlo. No tengo ganas de pelea. No sé pelear, ya lo sabes. ¿Puedes esperar a mañana? ¿Que me haga la prueba de qué? El bebé es tuyo, claro que es tuyo. Bueno, no es tuyo ni es mío. Es un bebé y esta tarde no ha parado de llorar, y ni tú ni yo hemos estado a su lado. ¿Mi madre? Ésa es otra historia, pero tú tranquilo. No, no me enojo, no tengo tiempo para eso. No tengo ganas, no me interesan los enojos, me enojan los enojos. Ahora tengo en el coche un señor que no sabe dónde vive. Y yo soy taxista, y una taxista lleva a los pasajeros a su destino, ¿no? Una taxista es alguien que deja sanos y salvos a sus clientes en su hogar, ¿no te parece que ésa es mi obligación? ¿Y qué le importa a este señor mi vida? ¿Y qué te importa a ti este señor? Te dejo, me dejas. Está bien. ¿Llorar? No, no lloro, se me ha ido el humo por mal sitio, eso es todo. —Eh, Jimena, Jimena. ¡Recordé dónde vivo! —el hombre se incorpora, hasta le pone las manos sobre sus hombros con un gesto demasiado familiar. —¿Sí? —Sí, se llama La Fortuna. ¿Conoce? —Más o menos. Si lo llevo al barrio, ¿sabrá ubicar su casa? —¡Como un explorador! —¿La Fortuna? —Tengo dos hijas y una esposa. —Ah. —Y también un perro faldero. —Ah. —Juraría que ando perdido desde esta mañana. —En un momento, lo dejo en su casa. —Pero ¡nací en Cuba! —Así que en Cuba. ¿Cómo se llama?
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—Eso sí que no sé. Qué rico es el olor del tabaco, ¿verdad? —Así es. —¿Podría? —el hombre señala el asiento del copiloto. JOB frena y permite que se siente a su lado. A partir de ahora, JOB busca atajos que los aleje lo antes posible del centro de la ciudad. Hay, ciertamente, demasiadas luces, demasiados transeúntes cargados de paquetes, demasiada alegría artificial por las calles. —Ya estamos en La Fortuna. —De frente, siga de frente. ¿Ve las luces de esas farolas? Por ahí es. En la siguiente calle, déjeme ver, sí la siguiente calle gire a la izquierda. —¿Está seguro? —Me lo dice mi olfato. No menosprecie el olfato. —Nunca lo hago. —¡Pare, pare... Es ahí! —¿Seguro? —Seguro. El hombre se abotona su abrigo, saca del bolsillo una bufanda y se rodea el cuello con ella. Hasta se atusa el pelo con las dos manos con una delicada coquetería varonil. Por primera vez, JOB se percata de su baja estatura, de sus minúsculas manos, de los nudillos cubiertos de pelos, de la fragilidad física del hombre-hámster. —Tengo que estar presentable para ellas. ¿Entiende? —Claro. —Pobres, ¡estarán tan preocupadas! —Sí. Antes de que el hombre llame a la puerta, tres mujeres salen corriendo de la casa. —Mi amor, ¿dónde estabas? —Papá, pero ¿tú sabes lo preocupadas que nos tenías? —No vuelvas a hacerlo, mi amor. —¿Usted lo trajo? —Sí. —¿Cómo podemos pagarle? —No es nada. —Papá, ¿has fumado? —No, no, ha sido ella.
Palabra de dos y otros taxi relatos Una cuestión de paciencia
! g n i ¡R ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring !
—¡Me alegro de que ya esté con ustedes! —¡Queremos pagarle! Fue tan amable. —Esta taxista se llama, se llama... ¿Cómo se llama? —Julieta. —¿No quiere pasar? —No, gracias. Tengo un poco de prisa. Se dan un rápido apretón de manos. La mujer más anciana rodea al hombre entre sus brazos y lo conduce delicadamente hacia la casa. Mientras, el teléfono de JOB suena dentro del taxi con una machacona e insolente insistencia. Podría dejarlo sonar hasta que se agotase, pero algo la obliga a correr y tomar la llamada. Corre tanto que se olvida de la helada, resbala sobre el asfalto y cae. Pero el teléfono sigue sonando y ella se incorpora y corre con la cara magullada y la sangre asomándole por la frente. Corre con un dolor agudo en las costillas y un dedo probablemente roto. —No llores, hija. Ahora mismo voy a casa. ¿Ya llegó tu hermano? ¿Aún no? ¿Qué dices de la policía? ¿Quién preguntó por él? ¿A qué horas? Mi niña, tú tranquila, que ya llego a casa. Sólo ten un poco de paciencia, como mamá. Eso es todo.
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Palabra de dos y otros taxi relatos El Datán y su tribu
Un hombre flaco, al que en el barrio llaman El Datán, y otro con barriga y lentes gruesas se recuestan en el capó de un coche. No los une más que la espera y cierta tendencia a la caída. Las camisas de ambos, mal abrochadas, se empapan de sudor mientras pasa el tiempo y nada ocurre. Hay una boca de metro a unos doscientos pasos de donde ellos están parados. De vez en cuando alguien emerge del subterráneo pero no parece ser quien aguardan. El hombre delgado habla sin cesar y arrastra las palabras como el cascabel de una serpiente. —El remordimiento no se va de ninguna manera. Dos veces mordido, una y otra. Pas, pas. ¿Te has fijado en cómo roen las ratas los cables? Los dejan pelados. ¿Cuándo nos vamos? —Hasta que no esté el coche lleno, nada. ¿O tienes dinero para pagarme tú solo el viaje? —¿No guardarás por ahí un cigarrito? —No. —¡Maldito sol! ¿Crees que tardarán mucho? —Lo que les salga de los huevos. A El Datán le tiembla el pulso. Se mira las manos venosas, descascarilladas las uñas, oscuras, y se mece como una boya marina. Cuando a punto está de perder el equilibrio, se sienta en la acera con las piernas cruzadas. —De niño flipaba con Superman. El tío se ataba la capa, daba vueltas a toda hostia alrededor de la Tierra y lograba desintegrar el tiempo. ¡Qué de puta madre! ¿La jodí ayer? Pues nada, doy unas cuantas vueltas a toda leche y me planto en el pasado, justo unos segundos antes de joderla... —¿Y si te callas? —Pongo la cabeza en la almohada y se me aparece El Moisés. ¿Has sabido algo de él? —Nada. —Dicen que huyó. —Tú sabrás. Los dos hombres permanecen en silencio. El Datán se incorpora y merodea por una papelera próxima al coche. Saca de ella una lata de cerveza y apura las pocas gotas que quedan dentro. —¿Aún no viene nadie?
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—Acabarán viniendo. —Abiram se pasó de listo. Quiso mangarme la dosis. El cabrón apareció con una historia de vaqueros... —No te he preguntado nada. —No soy mal tipo. —Yo tampoco. El taxista se seca con un trapo el sudor que brota de su nuca. Sigue con la mirada una minúscula nube que serpentea por el cielo, como una estela. Una mosca se posa en su antebrazo. El hombre aguarda a que el insecto se olvide del peligro; no parece tener prisa. Al cabo de unos minutos, con la pericia de un mimo palmea su antebrazo y, tras una ligera sacudida, logra desprenderse del cadáver de la mosca. Por último, con las uñas despega el ala cercenada. —Nos vamos ya, ¿verdad? Llevo una prisa que te cagas. ¿Tienen un cigarro? —pregunta un adolescente que acaba de salir del metro. —Éste sólo tiene remordimientos —responde el taxista mientras escupe a un lado de la llanta. —¿Y eso cómo se fuma? —De noche y espeso, no te jode. —¿Cuánto llevan esperando? —Horas... —¿Qué te ha pasado en el cuello? —pregunta el muchacho a El Datán mientras lo observa con mirada extraviada. —¡El sol está cabrón! —Que qué te ha pasado en el cuello. Tu cicatriz es de flipar. —Pues no flipes tanto. ¿Tienes dinero? —¿Y a ti qué te importa? —A mí nada. Pero sin dinero, ni Dios te lleva al poblado. ¿Se puede saber qué consume un chaval como tú? —¿Quién te pegó esa tajada? —No ha nacido quien me amenace con una navaja. —Pues entonces, te rebanaron sin pedir permiso. El joven se sienta junto a El Datán. Ambos se rodean las rodillas con sus brazos, apoyan sus cabezas en ellas y contemplan el horizonte: la carretera se extingue entre malas hierbas que
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crecen sin permiso por estos suburbios de la ciudad. El taxista se vierte el agua de una botella de plástico; arde como el infierno. Se mete en el coche, echa para atrás el asiento, se desprende de su camisa y se queda con una camiseta interior de tirantes que amarillea. Cierra los ojos, pero el runrún de la conversación le impide conciliar el sueño. —El remordimiento no se va de ninguna manera. —¿Remordimiento? —Dos veces mordido, una y otra. Pas, pas. Como las ratas que muerden los cables. ¿No has visto cómo los dejan? Pelados, sin piel... —Como tu cuello. —O llegan pronto dos o tres colegas más, o estamos jodidos. Hasta que no llene el taxi, este gordo no se mueve. —Te estoy oyendo, imbécil —le grita el taxista. —Dicen que en el poblado los jefes reclutan esclavos. ¿Es verdad? —Chaval, por una dosis te pones a cuatro patas y si te lo piden lames el comedero de los perros.
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—¿Te golpean? —¿Y qué más da? La dosis te quita todos los dolores. El Moisés me sacó de allí, pero yo no se lo pedí. Que si la dignidad de un hombre se pierde cuando permites que te golpeen como a una bestia. ¿Qué es la dignidad para nosotros más que una palabra? Tú dime. —Una palabra. —El Moisés mató a uno de ellos y me sacó de allí. —¿Por qué? —¿Por qué qué? —¿Por qué lo mató? —Porque me golpeaba y al señorito no le gustó presenciar ese acto de arbitraria dominación, dijo. Me liberó sin preguntarme nada, pero al día siguiente ya estaba yo buscando la manera de regresar al poblado. ¿Quién era El Moisés para decirme cómo vivir? —Nadie. —Por el camino me encontré a mi hermano, Abiram. Quiso robarme la última papelina que me quedaba y me defendí. ¿Mi cuello? Regalo de mi hermanito. El Moisés nos separó, pero las cosas no son así. Si era una pelea entre hermanos, ¿por qué se puso en medio? “Cabrón, ¿te crees mejor que nosotros? ¿Te crees el puto rey de la justicia? Me cago en tu dignidad y en la dignidad de tu estirpe”. Dominado por la ira, terminé acusándolo a los señores del poblado: “El Moisés es a quien buscan. Hace días, él mató al tipo que me pateaba”. En recompensa por mi chivatazo, me regalaron heroína para darme un buen pasón... ¿Remordimientos? Tres mordidas, pas, pas, pas... —Pero ¿tú crees que falta mucho para ponernos en camino? — pregunta el muchacho que ya ha perdido el hilo de la conversación. —Nunca se sabe. —Pero ¿falta mucho? —Ya te he dicho que nunca se sabe. ¿Quieres dormir un rato? —Tengo frío. —El maldito sol te confunde. Apóyate aquí; en cuanto se llene el coche, te despierto. —¿Seguro? —¿Dudas? ¡Que estás hablando con El Datán! —En el poblado tienen todo lo que necesito —dice el muchacho
Palabra de dos y otros taxi relatos El Datán y su tribu
que tiembla y suda y agradece. Su cuerpo se desvencija sobre la acera y el sol atenaza como hace desde siempre. En un principio, El Datán vigila el sueño del chico: respira, respira, respira. ¡Si no fuera por ese aliento tibio...! El taxista se despereza, avista la escena con la mirada torva de los buitres y grazna. Una ligera brisa levanta una ola de polvo que más bien parece bruma. Los tres personajes de esta historia permanecen quietos, envueltos en sudor, en sarcasmo, en una danza de briznas canela. Sólo entonces, como una sanguijuela, El Datán se agacha para descalzar al chico. Hurga por sus bolsillos y se los vacía: le quita hasta la fotografía de una señora de pelo blanco que lanza un beso al aire. Prácticamente, lo desnuda mientras el muchacho narcotizado reposa en un onírico campo de amapolas. Su cuerpo se confunde con un sudario de pellejos claros agujereado por sus venas violetas. —Tardan demasiado —susurra El Datán al oído del taxista, mientras esconde las deportivas del muchacho en una bolsa. —Sí, ya es tarde —responde éste con una impostada indiferencia. —¿Me llevarías al poblado por esto? —le pregunta mientras exhibe el billete que escondía el chico al fondo de su cartera. —Está bien, no soy mal tipo. —Yo tampoco. ¿Sabes lo que más me gusta de Superman? Era de puta madre. ¿La jodí? Luego lo arreglo: me ato la capa y... —De aquí al poblado calladito. —Ni una palabra. Arranca el motor del taxi. Desde el asiento trasero, El Datán contempla cómo se alejan del cuerpo semidesnudo del muchacho. Se justifica pensando que quizá éste sueña plácidamente con la llegada de un verdadero libertador.
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—Suba la radio, no oigo bien. Creo que hoy mismo se dicta sentencia. ¡Qué cosas! ¡Habrase visto semejante desfachatez! Suba la radio, le digo. —Están en receso. —¿Lo concedieron? —Sí. —¡Con la que está cayendo! ¿Usted qué opina? —Yo no... —¿Condenarán a Susana? —¡A saber! —¿Qué piensan sus clientes? —De todo hay. —Se rumorea que si ningún testimonio fundamenta lo contrario podrían condenarla a la pena máxima por escándalo público, injurias y calumnias. ¡Qué desgraciados! Suba la radio. ¿Seguro que ya no dicen nada? —Están comiendo. —¿Y no se les indigesta? —No sé. —Cómo está el país. —Mal. —Peor que nunca y nadie hace nada. El taxista localiza una emisora de música clásica. En casi todas las esquinas de la ciudad corpúsculos de ciudadanos discuten: será el juicio, será un partido, será algo que hoy los enerva y mañana olvidan. Hombres y mujeres salen de los bares, gesticulan, gritan, se quitan la palabra y se mandan a la mierda con soberana viveza, mientras aquellos que no opinan esquivan a los apasionados de la mejor forma posible. —Aquí me quedo —le dice la mujer entre resoplidos—. ¡Y luche por la verdad! —¡La verdad! —repite el chófer, mientras se inclina hacia atrás y abre la portezuela para que ella descienda del coche con todas sus bolsas. Tan pronto como esta mujer se baja del taxi, un hombre, de mediana edad, ocupa su lugar en el asiento trasero. —¿Cómo va la cosa? —¿Qué cosa?
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El taxista bordea la ciudad mientras cuenta hasta diez, hasta cien, para mantener la sangre fría. Le sudan las manos, le queman las palmas sobre el volante, pero todo eso no es más que la somática manifestación de lo que se mueve por dentro. Hasta hace una semana, todo poseía para él una claridad gloriosa, cierta paz que no era paz sino contienda continua. Divina contienda, divino tira y afloja, divino “buen día” cada vez que salía de casa. —Pasado el buzón, la segunda calle a la izquierda. Ahí déjeme. Y no sea tan cardo, hombre. No pasa nada por dejarse llevar de vez en cuando por las pasiones. Se aleja este cliente y uno nuevo entra al coche sin que medie un saludo. “¿Dónde quedó la bondad de los desconocidos?”, piensa el taxista. —¿Dónde? —A los juzgados. —Bien. —¡Es increíble todo lo que está ocurriendo en torno a la famosa Susana! ¿No? Unos la acusan, otros la defienden, pero nadie tiene argumentos sustentados para una cosa ni para la otra. —Ah. —¿Sabe usted cuál es la principal causa de infelicidad en el mundo? —No —responde el taxista aunque claro que la conoce. Sin embargo, es consciente de que a nadie le interesa lo más mínimo su opinión. Su vida no es vida para los clientes. Él no es más que el chófer, la prolongación de la máquina, un autómata. —El uso abyecto del poder, la arbitrariedad. El poder se acomoda en su trono y preside una gran sala habitada por mentiras. Sólo los que mienten tienen libre audiencia con el poder. —Ajá. —Ahora es el caso de la tal Susana, mañana a saber cuál toca. Voy a los juzgados porque puedo demostrar la inocencia de Susana. Y no es que esta señora me interese particularmente. Se trata de una cuestión de justicia. ¿Sabe por qué yo puedo demostrarlo y, sin embargo, aún carecen de argumentos quienes dictarán sentencia? —No. —Porque yo me he tomado la molestia de leer todas las declaraciones. He indagado en las palabras de unos y de otros buscando inconsistencias.
Palabra de dos y otros taxi relatos La verdad del caso
Las inconsistencias forman parte de nuestra vida; por eso, las pasamos por alto. —Ah. —Hoy lo mismo da una cosa que otra, un nombre que otro. —Claro. —Susana es inocente. Pero no lo es por el mero hecho de ser mujer y atraer las simpatías de las féminas. Es inocente porque se puede probar que sus acusadores mienten. —Entiendo. —Aunque sean jueces de prestigio, esos dos señores mienten. Pertenecen a la vieja guardia; quisieron tener sexo con la mujer, y ella los rechazó. No soportaron el rechazo y se inventaron una calumnia. Ambos la acusan de haber engañado al esposo y ella se defiende alegando que ha sido víctima de un intento de violación. —Así es. —La ciudad reposa sobre un polvorín de calumnias que surgen a borbotones. Esta calumnia ha logrado atraer la atención de todos: la belleza de ella, el estatus de los jueces, la juventud del presunto amante, la vergüenza del marido... Llevamos semanas asistiendo a este circo mediático sin que nadie haga nada por esclarecer la verdad. —Ah. —Los jueces mienten. Juntos pergeñaron una mentira pero no se detuvieron a perfilar los detalles de la misma. Hoy en día, pocos se fijan en los detalles. —Cierto. —Desde el principio, los dos defendieron ante el jurado la misma versión de los hechos: “Sorprendimos a la acusada y a su amante bajo un árbol”. Sin embargo, con una pregunta muy simple se podría desmontar su versión. “Señores, ¿bajo qué árbol pecaba la acusada?”. —Bajo qué árbol... —Pediré al tribunal que por separado les formulen la misma pregunta. Son muy pocos los que saben y muchos menos los que reconocen que no saben. Si fueran honestos dirían: “Ni idea”, pero en estos tiempos ser honesto supone un suicidio público. Se delatarán. Uno dirá: “Obviamente, la pécora estaba bajo un
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lentisco. Conozco bien la flora de la zona”. Y el otro titubeará en un principio pero acabará diciendo: “¿Me está preguntando que bajo qué árbol? Déjeme pensar... Sin duda, a la sombra de una encina. Era idéntica a las encinas que bordean mi finca”. —Ya. —¿Ya? ¿Sólo ya? ¿No tiene nada más que decirme? —No. —La mentira tiene un problema frente a la verdad: hay que recordarla. —Cierto. —¿Ve? Por eso estamos como estamos. Le expongo mis desvelos para que triunfe lo genuino frente a la morralla y usted ni se inmuta. ¡A nadie le importa el bien colectivo ni quienes trabajamos desinteresadamente por él! —Yo... —Ahórrese explicaciones. ¿Puede ir más deprisa? —Sí —responde el taxista mientras acelera por una de las vías principales de la ciudad. Además de diversos grupos en plena gresca, deambulan por las calles náufragos solitarios que, de vez en cuando, se sientan en los bancos y aguardan el momento en el cual una paloma se les pose y los haga compañía. Cuando el coche se detiene frente a la puerta de los juzgados, el cliente paga y sale del vehículo sin despedirse. El taxista cuelga de nuevo el cartel de libre. Su jornada concluye a las diez de la noche y él siempre cumple. De hecho, lleva cuarenta años cumpliendo a excepción de una mañana hace tres días. La noche anterior, al volver a casa, se encontró a su esposa desmadejada y muerta sobre el suelo de la cocina. Aún nadie le ha dado el pésame. Después de todo, mirado fríamente, es comprensible: la vida particular de un taxista no altera lo más mínimo el ritmo de la ciudad. Sin embargo, si hoy alguien se sube al coche, le pone la mano en el hombro, le sonríe y pregunta “¿todo bien?”, a él se le humedecerán los ojos y no sabrá qué contestar. No podrá hacerlo.
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Cada atardecer, un grupo de compañeros nos reunimos en un bar del barrio para intercambiar, entre cerveza y cerveza, las anécdotas del día. Puede que nuestro trabajo no sea heroico y que a la hora de retratarnos en películas o libros siempre se recurra al ángulo marginal del desequilibrado que recoge fulanas, incluso niñas, y se traga las rabias para después escupirlas. Según mi modesta opinión, pertenecemos a un gremio como cualquier otro pero con una indiscutible habilidad para detectar problemas y fabular a posteriori sobre ellos. No somos marinos mercantes que cruzamos el mundo persiguiendo ballenas asesinas, aunque a veces la ciudad se torna oscura, y nosotros exploramos cada curva del barrio, cada hombre del mismo. —¿Y qué os contáis hoy? —Lo de siempre: viejas histéricas con prisas. —Jacobo, ¿y tú? Qué callado estás. —Por la cara que tienes, juraría que algo te ha pasado. El vaho de los cristales impide vislumbrar la vida que circula por las aceras. —¿Qué bicho raro se te subió hoy al taxi? —Vamos hombre. Aquí estamos para escucharte. Jacobo no se hace de rogar por más tiempo. —¿No habéis sentido nunca la necesidad de haceros pasar por quien no sois? No obtiene ninguna respuesta. Nos mira, se encoge de hombros y sigue hablando. —Pues yo hoy suplanté a Dios. Se calla para crear la tensión dramática necesaria en estos casos. Sin embargo, su puesta en escena no tiene el efecto deseado. Sin disimulo alguno, tres de los compañeros se incorporan de sus sillas y se integran en otro grupo más animado. Se ríen con la anécdota de un travesti que olvidó su estola de plumas dentro del taxi. Ahora, se pasan la prenda de unos a otros y juegan a ser ángeles amanerados. Jacobo pide una manzanilla y, aunque humeante, se la bebe de un trago. Supongo que dadas las circunstancias se le hace blasfemo llevarse un botellín a los labios. Un cuarto compañero echa para atrás su taburete de escay y señala los baños. Se aleja por el pasillo y no volvemos a verlo en toda la velada. Al final, me quedo solo
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con él. Tan pronto como empieza a hablar, la bombilla situada sobre nuestras cabezas baja de intensidad como preservando nuestro secreto, como meciéndonos. “Desde 1980, todos los días a las ocho en punto recojo a don Abraham para llevarlo a la Biblioteca Nacional. Hace treinta años que él y yo compartimos unos veinte minutos diarios, con excepción de los domingos, porque nunca ha solicitado mis servicios en domingo. He pasado con don Abraham tres mil horas de mi vida y, sin embargo, hasta hoy él seguía siendo para mí un perfecto extraño de barba espesa. Si no fuera porque es más lento a la hora de subirse y bajarse del taxi, parecería el mismo hombre que recogí por primera vez hace tres décadas. “Esta mañana, cuando iba a informarle de que en unas semanas me jubilaría y que había sido un honor servirlo durante tantos años, don Abraham se metió en el coche con cara desencajada. Abrazaba su viejo portafolio con las dos manos. —¿Donde siempre? —le pregunté. —No, hoy no. Hoy voy lejos. —¿Lejos? —A Moralzarzal o más lejos, si puede. —¿Está bien? “Por toda respuesta, don Abraham se alzó el cuello de su suéter, se agazapó en el asiento, y abrió con dedos temblorosos su carpeta. Sacó con delicadeza un manuscrito, hasta lo acunó entre sus brazos como si fuera un niño sin voz. Durante minutos, no intercambiamos ni una palabra. —¡Espere! Antes de salir de la ciudad, tenemos que comprar el arma homicida. —¿Cómo dice? —El arma homicida —moduló la voz en tono confidente—. Esta mañana, el Señor me ha pedido que sacrifique a mi único hijo. Y voy a hacerlo. La voluntad del Señor no se
“Después de aquello, don Abraham se quedó ensimismado mirando con melancolía las cuartillas numeradas que reposaban en su regazo, y el paisaje rural que atravesábamos en nuestra carrera. —¿Usted tiene hijos? Negué con la cabeza. —Yo tardé años en dar vida al único vástago de mi estirpe. Lo engendré en la Biblioteca. Fue creciendo palabra a palabra. Sin embargo, no puedo cuestionar al Señor: su plan divino
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“Sé lo que estás pensando: que don Abraham se había vuelto loco y que lo que yo debía haber hecho era dejarlo en Urgencias Psiquiátricas, pero después de servirlo durante treinta años esa lógica se me hacía una traición. —¿Sería tan amable de bajarse y comprar una trituradora de papel? Aquí tiene el dinero. Rápido, no quiero que él lo vea —suplicó, mientras señalaba con la mano derecha una papelería y con la izquierda, el manuscrito. Cumplí con su petición y proseguimos nuestro viaje. Tan pronto como nos incorporamos a la carretera de circunvalación, don Abraham no pudo contener las lágrimas. —Me he pasado treinta años engendrándolo y hoy no tengo más remedio que sacrificarlo. Mi Isaac, mi novela, mi hijo... —Cálmese, ¿no habrá malinterpretado el mensaje divino? —No, sus palabras fueron claras: ‘Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, vete a Moralzarzal, y ofrécelo en holocausto sobre uno de los montes que yo te indicaré’.
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cuestiona. Pero ¿qué será más indoloro? Arrojar cerillas prendidas sobre sus páginas se me hace violento; cercenar sus líneas, una grosería... —En esto, no puedo aconsejarlo —me atreví a responder.
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es perfecto, sus designios inexpugnables. Todo lo ve. Hablaba don Abraham con una verborrea extraña para su habitual comedimiento. —Si mi hijo permaneciera con vida, quizá la posteridad lo castigaría con la burla, el escarnio, o la indiferencia. En su bondad infinita, Jehová quiere librarle y librarme del cáliz del oprobio. Sea pues su voluntad. Pare aquí, por favor. —Pero Dios aún no le ha indicado el túmulo elegido —sugerí. —Pare aquí. “Salió del coche como un viejo acabado. Llevaba el manuscrito pegado al pecho, hasta juraría que lo resguardaba del frío bajo su gabardina. Ascendía por el monte más cercano con el cuerpo curvado y la manivela negra de la trituradora asomándole por el bolsillo. —¿No necesita ayuda? —grité cuando a punto estaba de perderlo de vista. —No, sólo espere mi regreso. “Fue entonces cuando comprendí que si don Abraham era un orate, yo también podía serlo. Que con la novela que iba a destruir, aniquilaba sin miramientos tres mil horas de mi vida. Durante tres décadas me ilusioné pensando que cada vez que yo dejaba a don Abraham en la Biblioteca Nacional, él creaba una obra inmortal de la que yo, en cierta manera, también era responsable. ¿Entiendes lo que quiero decir? Ahora se habla mucho de daños colaterales, pero nos olvidamos de los bienes colaterales: de cada una de esas acciones minúsculas que detonan otra acción noble. En treinta años no subí la tarifa de don Abraham. “Por eso, esta mañana lo seguí por la vereda. Cada pocos pasos, él se detenía para tomar aire. Obstinado, iba a cumplir con la voluntad de sus delirios. Dejó el manuscrito bajo una piedra y se agachó despacio para recoger leña: quemaría su obra y cumpliría el mandato del Señor. Cuando su brazo se alzó sobre la novela, suplanté a Dios. —‘¡No extiendas tu mano contra el niño, ni le hagas nada; ahora conozco que eres temeroso de Dios!’ —grité escondido tras un
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arbusto cercano, a la par que arrojaba a sus pies un viejo panfleto político que había encontrado en la guantera del taxi. Improvisé: aquel panfleto sería el nuevo carnero destinado al sacrificio. —Gracias, mi Dios —clamó conmovido don Abraham. Con una mano acariciaba su novela y con la otra introducía el pastiche en la trituradora. La máquina lo devoró en cuestión de segundos. Cuando don Abraham bajó del monte, yo ya lo aguardaba dentro del taxi. Ceremonioso, volvió a colocar el manuscrito en su portafolio de piel. Olía a musgo fresco. —¿Me puedo sentar aquí? —me pidió mientras señalaba tímidamente el asiento del copiloto. —¡Por supuesto! ¿Dónde lo llevo? —A la Biblioteca. Ninguno de los dos pronunciamos ni una palabra más en todo el viaje de vuelta, pero minutos antes de llegar al destino, don Abraham rozó con su mano de anciano la mía de viejo. —Usted aún no se jubila, ¿verdad? —Ni hablar. Aquí sigo a su servicio. ¿Mañana a la misma hora? —A la misma”.
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—Y ahora sí te acepto una cerveza, pero rápida —me dice Jacobo. En este instante, irrumpen en el bar tres compañeros que acaban de terminar su turno. La estola de plumas aún revolotea de mano en mano. Pido otra ronda mientras respiro satisfecho porque pescar fábulas, y yo las colecciono, es cuestión de tiempo.
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Si tuviera que volver a vivir
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—No sabía lo que hacía —murmura una mujer vestida de rojo con sombrero negro, nada más subirse al taxi. Sale corriendo de un portal lúgubre y, aunque no hace frío, se cubre las manos con unos guantes también negros—. No sabía lo que hacía. —¿Dónde va? —le pregunta el taxista con la mayor frialdad posible. La escena que están a punto de protagonizar excede toda cota histriónica. —El que yace junto a mi cómoda me acosaba. Llevaba meses abordándome a la salida del teatro. Los últimos días perdió el control por completo... Y ahora, ¿dónde voy? —Donde usted me diga. —Supongo que lo prudente sería pedir que me dejes en la comisaría más próxima. He sufrido un momento de enajenación mental, de miedo... Tenía que defenderme —se calla durante unos segundos y retoma la conversación con tono alucinado—. ¿No te has fijado en mi vestido? Obviamente, no es para estar por casa ni para bajar a tomar una copa con las amigas. Lo elegí para asistir a un homenaje por toda mi trayectoria... —¡Enhorabuena! —Antes de acudir a la fiesta, me senté frente al espejo para escudriñar mi rostro. Una no puede presentarse por ahí como una obra inacabada. Cuando cumples más de cuarenta, muchos aguardan el día en que los años se asomen de golpe por tu piel y la plieguen y la sequen. Disfrutan escribiendo: “¡Qué ajada!” o “¡Sus labios exangües no aguantan más colágeno!”. Esta medianoche, ya en casa, recreaba las fotografías que me tomaron durante el posado; fue entonces cuando oí girar la llave de la cerradura y... —Perdón, pero a estas horas la comisaría más próxima se llena de carteristas y gente de esa calaña. No creo que sea el lugar más adecuado para usted. Si quiere, puedo acercarle a otra comisaría menos bizarra. —Me has reconocido, ¿verdad? —Sí, señora. Jezabel. —Y eso que eres muy joven... Podrías ser mi hijo. —No creo. —Pero ¡si no has cumplido ni los veinte años! Sé que no es momento
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para estas cosas, pero en mi vida había visto unas pestañas tan largas y tupidas como las tuyas. ¡Deberías ser actor! ¿Qué actor? Modelo. —Si usted lo dice... —Mi amante iba a la Universidad. Se me dificulta hablar de él en pasado porque, hace unas horas, todo era presente. Hasta ayer, yo pensaba como Tallulah Bankhead. —¿Como quién? —¿Qué más da? Cuando escuches una buena frase, hazla tuya. ¿A quién le importa que te adueñes de lo que probablemente cualquier día nacería de ti? No somos más que un ovillo de almas muertas. —Ah. —Si tuviera que volver a vivir, cometería los mismos errores, sólo que antes. Eso hubiera dicho ayer, pero ahora... Oí la cerradura, pasos por el pasillo y me asusté. ¿Quién se colaba en mi casa de madrugada? ¿Por qué tanto sigilo? ¿Acaso querían matarme? ¿Robarme las joyas? ¿Desgarrarme el vestido rojo después de todas las críticas recibidas? —¿Críticas? —No fue la elección más apropiada. Pero ¿cómo podía acordarme yo de que se habían decretado tres días de luto de Estado en homenaje a un expresidente muerto? ¡Los expresidentes son tan aburridos...! —Pero éste... —¡Aburrido! Su único encanto se resume en los cuatro años largos que ostentó el poder. El poder sazona a los políticos, los marina, los reviste de erotismo puro, pero una vez que pasan el testigo... ¡Qué aburridos! —Ajá. —Llegué a casa de malas. ¿Quién es nadie para juzgarme por mi vestido rojo? Querían negro... ¡Ya lucía sombrero negro! Me planté frente al espejo, enojada por la pésima calidad del maquillaje (había dejado traslucir algunas manchas de mi piel), cuando apareció sin previo aviso. —¿Quién? —¿Quién va a ser? El estudiante, el muchacho que cada atardecer, desde hacía meses, iba a mi camerino para que le firmase un autógrafo. Reconozco que en una noche de debilidad lo invité a mi cama, al desayuno, a un viaje por el norte del país, hasta le regalé
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un reloj suizo y lo convertí en mi amante. Él se bebía mi whisky con la misma avidez con que yo bebía de su boca. ¡Perdón si te incomodo...! —No, no se preocupe. —La juventud es para devorarla. No sólo la propia, también la ajena —Jezabel respira, cierra los ojos y declama—: La juventud te sacia, te tersa la piel, el corazón, la risa. Está por encima del bien y del mal, navega por la inconsciencia sin importarle el oleaje ni los rápidos. Fluye ignorante de su destino, se enreda a cuanto manglar se encuentra por el curso de las lagunas. ¡Divina! A la juventud yo me la como a dentelladas. Sin embargo, él, salvaje al principio, se fue achatando. ¿Sabes qué les ocurre a mujeres como yo cuando descubren que el hombre que desean se achata y sufre? —No. —Que dejamos de sentir hambre por ese cuerpo, aunque siga instalado en los veinte. ¿Qué me importa la edad física si por dentro el galán se ha hecho un viejo lambiscón? Las últimas semanas, bostecé en cada una de sus visitas, y él se retrajo, se hizo más huraño, hasta agresivo diría yo. Me esperaba a la salida del teatro y gritaba mis pecados, como si alguien fuera a escandalizarse a estas alturas del partido. ¡Qué muchacho más molesto! En muy poco tiempo, se transformó de uva jugosa a pasa desechable. Para colmo, el muy estúpido se había hecho una copia de las llaves de mi casa. —Comprendo... —Y esta noche entró sin previo aviso. Se trata de allanamiento de morada, ¿no? —Desde luego. —¿Cómo pretendía caminar por mi pasillo, con los zapatos en la mano, sin sufrir las consecuencias de semejante acto criminal? Lo que hice fue en legítima defensa, ¿verdad? —Él entró sin autorización. —¿No has probado suerte como locutor de radio? —No. —Tienes futuro. —¿Qué le hizo? —Ni siquiera sé si le queda algo de vida. —¿Cómo?
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—Hay objetos que son de novela decimonónica y, sin embargo, aunque perdieron su uso original, el destino les depara otras funciones. ¿Sabes lo que es un abrecartas? —La palabra lo dice. —¡Muchacho listo! Son afilados. Pero ¿quién va a abrir hoy en día una carta? Nadie porque nadie escribe. ¿Quién va a coleccionar esponjas húmedas para los sellos? Nadie. Él irrumpió en mi habitación y te juro que se aproximaba hacia mí con las manos abiertas y crispadas. Te juro que sentí que calibraba mi cuello para apretar con fuerza. Te juro que no podía permitirme morir así, con el vestido rojo y el maquillaje fragmentado. Me levanté, me giré y le clavé el viejo abrecartas del abuelo en el cuello. No chilló. Se dejó caer de rodillas frente a mi taburete y terminó tumbado en el suelo. —Oh. —El parqué se llenó de una sangre fluida que corría por debajo de los muebles. De una patada retiré mi vieja alfombra persa para evitar más destrozos. Me acerqué a su boca. Sentí que aún respiraba y se esforzaba por decirme algo. “¡Feliz cumpleaños!”, balbuceó antes de cerrar los ojos. “Idiota. Hoy no es mi cumpleaños. Las mujeres como yo no cumplimos años y mucho menos seríamos felices en semejantes circunstancias”. —¿Lo ha dejado desangrándose en el suelo de su casa? —pregunta el taxista sin mostrar asombro ni estupor. —Pero con el abrecartas inserto en la yugular para evitar que la hemorragia fluyera a borbotones —replica ella juguetona. —¿Por qué no llamó a Urgencias? —No tengo teléfono... Ni prisa. De pie (me repugnaba la humedad del taburete) retoqué mi rostro con todo mi arsenal de cosméticos. Me rocié con unas gotas de perfume y me dispuse a pedir ayuda para él, para mí misma. Entonces, bajé a la calle y te encontré. ¿Sabes qué van diciendo de mí los profetas del mundo del espectáculo? —No. —Que caeré. Hay un tal Elías que me la tiene jurada. Y escribe: “Los perros comerán la carne de Jezabel en los campos. El cadáver de Jezabel será diseminado como estiércol. Así nadie podrá decir: Ésta fue Jezabel”. Luego, siempre concluye su columna con un
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“metafóricamente hablando, claro”. Hasta inventa que un ejército de eunucos me arrojará por la ventana de cabeza y que una jauría de sabuesos aguardará con ansia el momento de devorarme. —¡Se pasan! —Los críticos son muy molestos. ¡Se ponen tan serios para decir lo que son incapaces de hacer...! Cada lustro, me matan entre tres y cinco veces —cambia su tono alucinado por otro mucho más comedido—. ¿Ya es la hora? —Sí. —Déjame en la puerta trasera. —¡Como cada noche! —Me gusta ensayar contigo. —Es como si el tráfico se diluyera. —Ayer fuiste muy dulce. Podemos repetirlo. —Podemos. —Tan pronto como sobre el escenario el jurado me declare inocente por el asesinato del estudiante; y se apaguen las luces y se vuelvan a encender, y el público trasnochador me regale unos aplausos, y llore conmovida ante alguna que otra rosa a la que hábilmente despojaron de sus espinas; cuando concluya la función, voy a casa y me acuesto desnuda a tu lado. Toma las llaves, ya sabes dónde es. —¿La espero con la luz encendida o apagada? —Encendida, por supuesto. El declive es para verlo.
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Palabra de dos y otros taxi relatos Siete muertos, un pez
Los taxistas pagamos un karma: a más gusto por el sexo, más vírgenes trasladamos; a más casto, más frescas; a más facha, más rojos; a más rojo, más fachas; y terminas haciendo malabares para no liarte a golpes con el personal. Por cierto, me van a perdonar si me voy por los cerros de Úbeda pero soy nuevo en esto de escribir. El gusanillo me picó ayer, a eso de las siete de la tarde. —¿Está libre? —me preguntó un tipo con un rostro idéntico a miles de rostros que deambulan a diario por la ciudad. De su cuerpo, nada reseñable que mencionar: 1,70, complexión media. —¿No lo ve? —repliqué con cierta desgana—. Ande, súbase. El hombre solicitó un destino que me obligaba a cruzar la ciudad en hora punta. Este hecho lo pude obviar, pero no su aspecto: una balanceada mezcla de seminarista y tonto del bote, aun a sabiendas de que una cosa no excluye la otra. Sostenía una Biblia en su mano derecha. —Qué agradable el relente del atardecer —me dijo una vez que se acomodó en el asiento y se abrochó el cinturón de seguridad. No sé qué opinan ustedes, pero la frasecita es razón más que suficiente para salir por patas. Sin embargo, como un capitán comprometido, permanecí en la nave al frente del timón. —¿Alguna ruta en especial? —le pregunté haciendo caso omiso a sus palabras. —¡Usted es el profesional! Me fío de su camino. —Gracias —le contesté mientras me giraba para observarlo mejor. Tengo la manía de estudiar la raya del pelo de mis clientes. La suya estaba perfectamente trazada, pero con ligeras briznas negras sobre el cuero cabelludo, lo que me hizo sospechar que usaba métodos caseros para cubrirse las canas. —El camino que yo busco es mucho más intrincado. ¿Le molesta si leo en voz alta? —No —contesté con la boca chica. Soy como la inmensa mayoría de los perros callejeros: ladro haciendo eco a la jauría pero, a la hora de la verdad, no muerdo más que en contadas ocasiones. El hombre abrió la Biblia, pasó páginas hacia adelante, páginas hacia atrás, pero acabó cerrándola. —¿Y si le narro una historia en lugar de leérsela? ¿Le parece bien? —Bien —aquí mi boca se transformó en un punto insignificante. “Esto me pasa por gilipollas”, pensé.
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—Me llamo Simón de Mara. —Rafael. —¡Rafael! Esto no tiene que ver con el azar. —¿Cómo? —¿Por qué siempre suponemos que las piezas de un rompecabezas encajan de una única manera? Rafael, Rafael, Rafael... —Me va a gastar el nombre. —Permítame —el hombre sacó de su bolsillo una grabadora, la puso en marcha y soltó—: “¿Y si Rafael fuera un taxista que recorre la ciudad trasladando almas puras?”. —¿Qué? —Cuando llega la inspiración lo mejor es atraparla, ¿no le parece? —Si usted lo dice. —Vamos al lío —dijo el tal Simón. Se esforzaba por crear entre nosotros un ambiente de camaradería—. Si precisa cualquier aclaración, no dude en interrumpirme. En principio, seré esquemático. —Mejor. —Ésta es la historia de Tobit y su hijo Tobías. ¿Estamos? —Ajá. —Tobit dedicó toda su existencia a hacer el bien. Y no sólo a hacerlo, también a inculcarlo. No alardeaba de bondad pero ésta era su modo de vida. ¿Me sigue? —Más o menos. Voy pendiente del tráfico. —Está bien, como quiera; pero si se pierde algún detalle, me avisa —insistió. —¡Que sí, hombre, que sí! —Tobit se quedó ciego. ¿Imagina cómo? —No. —¡Fue tan absurdo! Le cayeron a las pupilas los excrementos aún tibios de unos gorriones. —¡No joda! ¡Qué asco! —Cuando lo leí, yo también solté un exabrupto. —¡Ya sería otra cosa! —No, de verdad. Los excrementos aviares provocaron que, a partir de entonces, sólo distinguiera manchas blancas. Debido a la ceguera, perdió trabajo y dinero. Ante el infortunio, el bueno de Tobit se desesperó. ¿Continúo?
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—Adelante. —¿Ha pensado alguna vez en el suicidio? —me preguntó a bocajarro. —Oiga, en mi taxi, ni se le ocurra... —No, en serio, ¿nunca ha fantaseado con la idea de quitarse la vida? —¿Para qué? Se me hace sucio, ¿no, padre? —¿Padre? Se confunde. Tengo novia. Admito mi aire de seminarista pero, tras sufrir una crisis existencial, soy todo dudas —aclaró con timidez—. ¿Qué piensa del suicidio? —Que es una mierda. De nuevo, mi cliente prendió su grabadora y habló frente a ella con tono solemne: “Rafael, el taxista, recorre la ciudad buscando almas puras con tendencias suicidas. Su misión es arrancarlas de las garras de la desesperación”. Apagó el aparato y continuó con su plática. —En esta historia, dos personajes, en principio sin relación alguna, anhelan la muerte: Tobit y Sara. —Ésa es nueva. —¡Tiene razón! Aún no le he hablado de ella. ¡Desdichada joven!: hombre con el que se desposaba, hombre que fenecía la noche de bodas. Ya ascendían a siete el número de pretendientes muertos.
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—¿Desdichada? ¡Desdichados los novios! Había que tenerlos muy bien puestos para arrimarse a la tal Sara. —Tobit y Sara eran temerosos de Dios. —¿Eso los unía? —Eso y la desesperanza. “Dios, ya no quiero pasar tanta aflicción”, clamaba Tobit en su pueblo. “¿Y si en vez de suicidarme me envías la muerte?”, suplicaba la viuda reincidente. —¡Marchando una de suicidio asistido para la señorita! —Algo así. —¡Pues no! Que apechugara con lo suyo y se metiera a monja, digo yo. Morir es lo último. —En cierto sentido, la comprendo. Cargaba sobre sus espaldas con siete cadáveres. —¿Y con cuántas muertes carga Dios? —pregunté picado por el curso de la conversación. —Supongo que con muchas, con todas, con infinitas... Pero en su caso, y teniendo en cuenta el número de nacimientos que alienta, la partida queda en tablas. Su soniquete había recreado en mi taxi el ambiente bullicioso de esas tertulias regadas en alcohol, donde se acaba hablando de lo divino y de lo humano sin tener ni puta idea de nada. —Dígame ¿a quién recurriría Dios si le diera por desaparecer? —pregunté aun conocedor de la respuesta: “A nadie”. —A nadie. Es ubicuo e inmortal; por tanto, no tiene escapatoria. —Como cuando te dicen “vete a la mierda” y no puedes irte porque ya vives sumergido en ella. —¡Eureka! —Simón de Mara encendió la grabadora y pronunció con dicción perfecta una nueva frase: “Para otro relato: enumerar las tribulaciones de un Dios suicida y sus analogías con un fracasado de carne y hueso”. Ahora pienso que éstas no fueron sus palabras exactas (no lo imagino llamándome fracasado a la cara), pero supongo que, para el caso, da un poco igual. Ustedes se van haciendo una idea. —A menudo nos da por creer que los encuentros que se producen en nuestra vida son fortuitos, pero, aunque seamos escépticos en este punto, muchos de ellos forman parte de un plan divino. Divino —repitió para sí.
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—¿Como cuál? —Como cuando Tobías se cruzó con Rafael. Claro que, según la Biblia, Rafael era un ángel. —¡Sólo coincidimos en el nombre! —Aunque no lo crea, hoy usted está siendo un ángel para mí —protestó azorado. Al escuchar sus palabras, y ver su expresión de tortuga desprovista de caparazón, un sentimiento pueril, que no había experimentado desde mis días de escuela, me condenó a la ternura. En los recreos los más fuertes peleábamos entre nosotros, y los más débiles, con esa misma expresión, elegían a quién arrimarse para sentirse protegidos. —¿Qué ángel ni qué bobadas? ¿Cree que halagándome se librará de pagar? Pues olvídese de eso —repliqué. Simón de Mara puso en marcha su grabadora: “Rafael reniega de su condición de ángel. Sin embargo, por mucho que se esfuerce en lo contrario, actúa como tal”. —¿Falta mucho para llegar? —balbuceó. —Ya casi estamos. —¡Uff! ¡Con lo que queda aún! —Pero siempre podría dar yo un par de vueltas... —No, no. Hay que aceptar la literatura como es: con sus límites. —¿Qué? —Que lo bueno y breve, dos veces bueno. Si no limitas la literatura, ésta acaba comiéndose tu vida —dijo cuando atravesábamos por la Plaza de España. Sólo entonces, pegó su frente al cristal y se quedó petrificado, como si el Quijote hubiera devorado a Sancho y sesteara tras el festín. “Los débiles tienen un estado de ánimo de lo más voluble”, pensé mientras lo espiaba por el espejo retrovisor. —¿Qué fue de Tobías? —pregunté al cabo de unos minutos como estrategia para romper su silencio. —Ah, claro, Tobías... Viajaba con Rafael por negocios cuando, sorpresivamente, un pez enorme lo atacó en un lago. —Al padre lo cagan, al hijo casi lo amputan... ¿Qué se traía esta familia con los animales? —¡Logró zafarse de la bestia!, pero Rafael le recomendó que capturase al pez, que lo matase y que conservase su corazón, su hígado y su hiel.
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—¡Qué porquería! —¿Porquería? Santo remedio para hacer efectivos los planes de Rafael. —¿Tenía planeado inaugurar el basurero más pestilente de la zona? —¡No diga esas cosas! Su plan incluía desposar a Tobías con Sara. —¿Y el problemilla de Sara? ¿No recuerda? ¡Siete muertos! —Rafael había desenmascarado al culpable. Se trataba de un demonio que acampaba a sus anchas en la habitación de Sara. —¿Demonio? ¿Así llama la Biblia a los cabrones? —Llámelo como le parezca pertinente. —¿Y no es más lógico pensar que el padre de Sara mataba a los novios de su hija? —Pero ¡qué rematadamente acertado es usted! ¡Qué contemporáneo! —exclamó Simón de Mara. Dudó unos segundos pero acabó grabando en su viejo aparato: “El padre de Sara es un psicópata incapaz de aceptar que otro hombre acaricie el cuello de su pequeña. Envenena a todos los pretendientes con mandrágora”. —Según su versión, ¿cómo acaba este lío? —pregunté. —Antes de recostarse en el lecho con Sara, Tobías prendió una hoguera junto al tálamo nupcial, siguiendo las instrucciones de Rafael: “Pon sobre las brasas el corazón y el hígado del pez”. —¡Para morirse de asco! —El olor que desprendieron las vísceras fue tan hediondo que el diablo huyó y los enamorados consumaron su matrimonio. —¡Vaya cuento chino! —Y colorín, colorado, esta historia se ha acabado. Ya hemos llegado, ¿verdad? —preguntó inquieto Simón de Mara. —¿Y el otro final? —¿Qué final? —La ceguera de Tobit... —¡Ésa ya es otra historia! —¿Se curó? —Sí, tan pronto como su hijo le untó los ojos con la hiel del pez. —¿Por qué me ha contado todo esto? —Bueno, adoro lo imperecedero. —¿Por qué? Tardó en contestarme. Sacó del bolsillo del pantalón su cartera y pagó lo que marcaba el taxímetro, más una generosa propina.
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—A veces me quedo seco. —¿Qué? —Rafael, envidio su vigor. —¿Mi qué? —Su ligereza. ¿Sabe para qué escribo? —No. —Para no vivir tan solo. En ese momento, salió corriendo del auto. —¿A qué tanta prisa? —vociferé—. ¡Tengo más ideas que regalarle! ¡Y gratis! Cuando Simón de Mara se hallaba a unos veinte metros del taxi, se volvió hacia mí. Alborotaba con los dedos su milimétrica raya de hombre mesurado. “No tengo novia —gritó—. Nunca la he tenido. ¡Escríbalo por mí!”. Y hoy, mientras espero en esta mañana otoñal la llegada de algún cliente, le cumplo. Quizá algunos lectores tengan curiosidad por saber con más detalle cómo era el rostro de este personaje. Así lo he descrito: “Su rostro era como el de todos nosotros, de humo”.
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Un taxi, dos o más interlocutores, una conversación y un trayecto... Sin embargo, los doce relatos de Palabra de dos ocultan algo más. Tras ese taxista que se llama José e interpreta sueños; o tras Sansón, luchador profesional, a punto de perder su trenza; o tras Datán, el traidor en la historia de Moisés; o tras el anciano Abraham, dispuesto a quemar su única novela, renacen nuevos significados. Los doce trayectos en taxi implican una actualización de pasajes del Antiguo Testamento. La Biblia, como pieza indiscutible del canon Occidental, trata de ‘entender’ por qué el mundo es como es. Sus protagonistas se enfrentan, página a página, a las adversidades y a los designios de un dios furioso y amenazador. Los relatos de Palabra de dos ahondan más en las historias cotidianas que en las épicas de sus protagonistas; y el dios furioso y amenazador desaparece devorado por la complejidad de las relaciones humanas. Algunos trayectos van por senderos simbólicos, otros transcurren por una realidad social amarga y, más allá, ciertas rutas se plantean la propia creación literaria como tabla de salvación. Isabel Sánchez