Algunas Reflexiones sobre la Relación entre políticas Económicas y Sociales

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ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA RELACIÓN ENTRE POLÍTICAS ECONÓMICAS Y SOCIALES* Clarisa Hardy COLECCIÓN IDEAS AÑO 5 N° 39 Enero 2004

*Presentación preparada para el encuentro “La Articulación de las Políticas Económicas y las Políticas Sociales: desafío para el crecimiento sostenible e incluyente”, organizado por el Instituto Interamericano para el Desarrollo Social (INDES), del Banco Interamericano de Desarrollo, BID. 1 y 2 de Diciembre 2003. Washington D.C.

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Antecedentes. La discusión sobre la relación entre políticas económicas y sociales no es un tema nuevo. Ya en 1995, en torno de la Cumbre Mundial Social en Copenhage, se alzaron voces rescatando, precisamente, la necesidad de reflexionar sobre dichas relaciones dadas las alarmantes cifras de pobreza en el mundo, los fenómenos de exclusión y desigualdades. Durante los años siguientes, con el halo que dicha Cumbre Social dejara en los responsables de las políticas sociales de los países latinoamericanos y el estímulo a asumir los compromisos que habían emanado de la reunión de Copenhage, tal preocupación se desarrolló básicamente al interior del mundo de especialistas y policy makers de las políticas sociales y fue materia de debates recurrentes en encuentros, conferencias y seminarios en los que participaban distintos representantes de gobiernos. Responsables de las metas de erradicación de la pobreza, estas autoridades públicas intentaban innovar en programas sociales, chocando las más de las veces con la realidad impuesta en el funcionamiento de sus respectivos gobiernos. Fueron años en que los énfasis estuvieron colocados en cambios institucionales, innovaciones programáticas, modernizaciones de la gestión y en el aumento del gasto social como señales de un nuevo compromiso con las prioridades sociales de esos años.1 En una dirección más radical, la CEPAL colaboró en la discusión, no tanto a través de los aportes que surgen desde sus anuales Panoramas Económico Sociales, como por el libro publicado en 1997, “El Pacto Fiscal” que, lamentable pero no inocentemente, pasó casi desapercibido en el debate político regional. En este informe se privilegia, como parte de la política económica, una política fiscal que debe internalizar consideraciones sociales en su formulación y la búsqueda de mayor equidad como parte de sus propósitos. Debate, pues, solitario y encerrado en los noventa, vuelve a reponerse como parte de una agenda pública a finales de la década e inicios de este nuevo siglo, evaluadas las difíciles situaciones por las que empiezan a atravesar varios países de América Latina, cuestión que se agudiza en estos primeros años del siglo veintiuno. La reunión del BID realizada en Santiago de Chile el 2001 le dio una gran visibilidad al tema. La paradoja de grupos de manifestantes en las calles denunciando las responsabilidades de dicho organismo por la acentuación de la pobreza y las desigualdades y de personalidades convocadas por el BID en los múltiples foros refiriéndose, asimismo, al crecimiento de las inequidades en América Latina y demandando soluciones, fue lo que permitió sacar a la luz 1

Sobre las innovaciones institucionales, programáticas y de gestión, así como en materia de gasto social en los noventa, ver el Informe Final preparado por Clarisa Hardy para el Proyecto “Desafíos de Políticas Sociales: los Imperativos de Equidad y Protección Social en América Latina”, cuya edición como libro está en preparación para su distribución en marzo del año 2004.

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pública, ya no sólo como un tema de especialistas de políticas sociales, la temática relativamente escondida de las relaciones entre políticas económicas y sociales. Desde entonces, adquieren mayor fuerza las propuestas por las así llamadas reformas de segunda generación, las reformas sociales, como contrapartida a las de primera generación, las económicas que, iniciadas en los ochenta, dejaron el saldo de costos sociales que hasta hoy caracterizan la realidad latinoamericana. En la actualidad, con distintas posturas e interpretaciones, éste es un debate presente en casi toda la región que, asumiendo la urgencia del crecimiento, empieza a interrogarse cómo hacerlo con mayor equidad, haciéndose cargo de lo que, finalmente, los propios sustentadores del Consenso de Washington han terminado por admitir, y es que las reformas económicas han implicado altos costos sociales que, a la postre, han terminado por amenazar el propio crecimiento y la gobernabilidad democrática en un preocupante número de países latinoamericanos. Algunas precisiones. No obstante haber ganado legitimidad la necesidad de este debate, los implícitos con los cuales se desenvuelve ameritan ser explicitados, de modo que pueda ser abordado en sus justos términos. El “modelo” imperante en América Latina previo al período de las reformas neoliberales, tenía como sustento una determinada concepción que fue conocida como desarrollista y que, basada en el proceso de la industrialización sustitutiva de las importaciones, ponía en los mercados internos su énfasis. La creación de éstos y el incentivo, doblemente, de crear industria nacional y demanda de consumo interna, se acompañó de gobiernos caracterizados por el populismo y por el creciente peso de las presiones gremiales y corporativas. En suma, las políticas sociales que se impulsaron se desvincularon de la economía y el ideario de intentar reproducir el estado de bienestar de los países industriales europeos careció de las bases materiales que permitía solventarlo. Ello da origen a las reformas drásticas que, desde los setenta y con particular fuerza desde los ochenta, se imponen en la región, bajo dictaduras y sin ningún contrapeso en las decisiones en algunos casos (siendo Chile emblemático en cuanto a la radicalidad con que se aplicaron las reformas neoliberales) o en democracia en los más, con matices respecto de la experiencia chilena, pues la democracia impuso contrapesos en tales decisiones. Apostar a las reformas económicas como condición para que los países superen sus crisis y puedan finalmente terminar con las trabas que frenan el crecimiento, se convierte en el eje de una concepción que supone que, liberado el crecimiento, éste traerá bienestar a la población. En esta etapa, la lógica fue la de subordinar enteramente la política social a la económica, al punto de llegar a sostenerse que la mejor política social es la económica, con la vieja tesis del “chorreo”. 3


Finalmente, en los noventa, con el restablecimiento de la democracia en América Latina y, por lo tanto, con la visibilidad y explosión de las demandas sociales de la población que ha pagado los costos sociales de los ajustes económicos, los procesos electorales están marcados por programas que acogen tales demandas y los candidatos concursan priorizando las temáticas sociales frente al voto popular. Esta es la base de la nueva legitimidad de las políticas sociales en su propio mérito y se intentan esfuerzos de innovación, como señalábamos previamente, en materia de institucionalidad, gestión, programática y presupuestaria, duplicándose en promedio el gasto social en América Latina. Hay, pues, un esfuerzo por reconocer los méritos intrínsecos de una política social activa acompañando las políticas económicas, si bien éstas se enfrentan a serias restricciones determinadas por la realidad objetiva de desaceleración o franco estancamiento económico, pero también por los frenos que imponen actores que tienen efectivo poder en los países, por los intereses y concepciones que tales actores representan y defienden. En este recorrido de los últimos cincuenta años han terminado por consolidarse ciertas posturas y miradas que forman parte de algunos de los “sentidos comunes” con lo que se analizan los fenómenos económicos y sociales en la región y que son todavía parte de un debate mal planteado ente opciones excluyentes, crecer o ganar en equidad. Guardando las proporciones, este debate artificialmente inventado entre la opción del crecimiento económico o la búsqueda de mayores grados de igualdad, me recuerda una famosa novela que relata el terrible dilema al que es sometida una madre en un campo de concentración, en que debe optar por salvarle la vida a uno de sus dos hijos. En la magnífica obra de Styron, la protagonista, Sofía, nunca más logra recuperarse de la decisión a la que se vio forzada en que, por salvar a uno de sus hijos, debió condenar al otro. Sorprende que todavía hoy, a pesar de las evidencias empíricas y del nivel de información disponible gracias a numerosos estudios e investigaciones de distintos organismos internacionales y centros académicos, así como la experiencia arrojada por países avanzados que avalan el feliz matrimonio de ambos factores en una común ecuación de progreso. en nuestra latinoamérica aún se dé un debate excluyente entre crecimiento y equidad, O, contrariamente, de los riesgos que entraña para un efectivo desarrollo el énfasis de una dimensión a expensas de la otra. Como la experiencia internacional y regional enseña, se puede crecer con desigualdades hasta un punto en que ello no es posible y es el crecimiento el que encara un proceso de regresión cuando las desigualdades se sostienen o agudizan, no sólo porque la conflictividad social y política desestabiliza la economía, sino porque además se afectan las capacidades sociales emprendedoras e innovadoras y las economías pierden dinamismo. La otra cara de la medalla, es que se puede tener igualdad sin crecer, pero cada vez más es 4


una igualdad basada en bajos estándares y en precariedades compartidas, cuestión que también lleva al deterioro de la capacidad de innovación de esas sociedades, a altas tasas de emigración y pérdida de capacidades y talentos que buscan mejores horizontes en otros países. Es curioso que estas enseñanzas no sean recogidas en el debate político de la región en la actualidad y se simplifiquen las posturas, al punto de regresar a argumentaciones que fueron desterradas del arsenal argumental de países que duplican a los nuestros en PIB e ingresos per cápita. No hay economista serio, ni de organismos como el BID, el Banco Mundial o centros académicos del primer mundo, ni dirigentes de esos mismos países que lideran gobiernos de centro izquierda o centro derecha moderna, que avalen las tesis del “chorreo” o el supuesto piloto automático de redistribución en economías que crecen. Menos es posible encontrar en dichas sociedades un debate económico que intente autonomizarse de las cuestiones sociales. Sin embargo, todavía en nuestros países no existe acuerdo en torno de si el crecimiento es una condición necesaria o si es suficiente, debate que, por lo demás, para muchos de los que toman decisiones políticas o influyen en ellas parece irrelevante o poco pertinente, dado el cuadro de estancamiento económico de los últimos años y en que el imperativo de crecer concentra la preocupación de las autoridades públicas. Por lo demás, gobiernos y dirigentes políticos, además, usan la coyuntura como argumento para sostener que muchas de las medidas sociales conducentes a reducir pobreza y desigualdades que, en principio son deseables y justas, no tienen espacio, pues conspiran contra el crecimiento que se busca. Círculo vicioso que coarta una discusión necesaria de profundizar y que descansa, todavía hoy y a pesar de las evidencias en contrario de los últimos años, en el poder legitimado que ha adquirido el discurso económico por sobre otras esferas del quehacer público.2 Si bien, trabajos del BID y de la CEPAL3 avanzan con evidencias empíricas que permiten reponer una discusión más compleja sobre las relaciones entre políticas económicas y sociales y no obstante ser los noventa una década que muestra un esfuerzo innovador en la materia, los debates se mantienen en un nivel muy 2

Revelador de este dominio económico en nuestra cultura es, por ejemplo, el hecho de que todos los medios de comunicación, especialmente periódicos y televisión, tienen un área especializada de información diaria de indicadores económicos: transacciones y valores en la bolsa, convertibilidad de la moneda, índice inflacionario, etc. pero no existen con igual rigor informaciones de indicadores laborales y sociales, cuya exposición suele ser parte de reportajes (como escándalo, mala noticia o tragedia) o de artículos de opinión de expertos y entendidos, alejados de la opinión pública masiva. 3

Bajraj, R (1982) “Las implicancias sociales de las políticas económicas y la dimensión económica de las políticas sociales”; CEPAL-CLAD-CELA (1996) “Desarrollo con Equidad. Hacia una nueva articulación de políticas económicas y sociales en América Latina y el Caribe”; Franco, R 1996) “Los paradigmas de la política social en América Latina”; Franco, R (2000) “La agenda social de América Latina al comienzo del tercer milenio y el papel de las políticas sociales”; Kliksberg, B (2000) “Hacia una nueva visión de la política social en América Latina. Desmontando mitos”

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primario de discusión en los espacios públicos, allí donde se dan las decisiones que los países adoptan. Expresión de cómo los lugares comunes y las visiones simplistas y unilaterales son parte de un debate que no asume la propia evidencia de la realidad, ni la complejidad a la que tal realidad nos confronta, es una conferencia que Joseph Stiglitz diera en Santiago de Chile en el curso del 2002. En esa ocasión, y contradiciendo las visiones más ortodoxas, afirmó que ni los propios autores de la “excepcionalidad” del modelo chileno post Pinochet, es decir, los gobiernos democráticos de la Concertación, parecieran darse cuenta que los logros alcanzados respondían, precisamente, a los aspectos en que ellos se habían apartado del Consenso de Washington, como mantener un sector público razonable, haber avanzado en una red de protección social si bien mínima todavía, haber asumido alzas de impuestos y el perfeccionamiento del sistema tributario y haber encabezado reformas sociales y laborales que revisaban las desregulaciones heredadas. Es decir, haber acompañado políticas económicas responsables en materia macroeconómica, con políticas económicas redistributivas y políticas sociales activas. Y menciono este ejemplo, pues Chile es citado como paradigmático en cuanto a la aplicación del modelo neoliberal bajo el régimen dictatorial de Pinochet, cuestión que hubo de revertirse, así como por los buenos resultados que ha logrado en materia de superación de la pobreza e indicadores de desarrollo social a partir de los noventa, según se reporta anualmente en el informe de Desarrollo Humano del PNUD. No obstante, sigue siendo un país que tiene una de las peores distribuciones del ingreso de la región. Asumir el debate en su real dimensión y complejidad supone trasladar a las esferas políticas de nuestros países, en los espacio de quienes influyen en las decisiones de políticas públicas y tienen responsabilidades de conducción política, la discusión que realizan, no sólo los expertos y especialistas de organismos académicos e internacionales, sino también las que se desarrollan en foros políticos internacionales y en los que se debate sobre las relaciones entre estado, mercado y sociedad que es, en definitiva, de lo que se trata cuando hablamos de la necesidad de reflexionar sobre las relaciones entre políticas económicas y sociales. El debate internacional y su acrítica adopción en la región. a) La relación estado, mercado y sociedad En los foros políticos europeos,4 no está en discusión la necesaria articulación entre estado y mercado, sino que el mayor desarrollo y liberalización de los 4

Como la Conferencia recientemente realizada en Londres, julio 2003, sobre “Gobernabilidad Progresista” con la asistencia de 14 jefes de estado y alrededor de 450 intelectuales y líderes políticos de 30 países aproximadamente.

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mercados, especialmente el laboral, sin desregularlos, ni desprotegerlos, así como cambios en el sistema de bienestar y la renovación modernizadora del estado, sin ponerlo en cuestión, ni desmantelarlo. Cómo perfeccionar los mercados y avanzar en flexibilidad laboral, no sólo por razones de competitividad, sino para mejorar la calidad de vida de las familias europeas y para estimular la maternidad de las mujeres en edades fértiles, revisiones en los sistemas de pensiones que, por los nuevos perfiles demográficos, tienden a hacerse insostenibles en el tiempo, políticas y medidas de cambios y modernizaciones en los sistemas públicos de salud y educacionales por razones de eficiencia, calidad e igualdad, adecuaciones en las políticas migratorias con fines de mayor integración social en sociedades multirraciales, así como en las relaciones público-privadas y entre la sociedad política y la sociedad civil son, entre los más acuciantes, el centro de las reformas que se plantean tales gobernantes. Y, todo ello, sobre la base del principio de solidaridad (valor irrenunciable en tales sociedades) y de conjugar el ejercicio de los derechos universales (fundamento de los sistemas de bienestar), con las responsabilidades u obligaciones que conllevan (tema nuevo que introduce cambios sustantivos en tales sistemas de bienestar). Estos principios o valores que conducen el proceso de innovación de las políticas públicas en las sociedades europeas más avanzadas, no son para nada retóricos. Al apelar a la solidaridad como base del sistema se está aludiendo a las decisiones de la sociedad sobre el nivel y composición de su contribución tributaria para funciones públicas indelegables en el ámbito de la salud, la educación y la seguridad social, así como a las responsabilidades sociales de la iniciativa privada en bienes y fines públicos y, por lo mismo, a la relación público-privada. Otro tanto al conjugar derechos con responsabilidades, pues con ello se está sosteniendo que, a modo de ejemplo, para acceder a subsidios de cesantía no se pueden rechazar trabajos o, en otro ejemplo, que la situación migratoria está condicionada, entre otras exigencias, a la voluntad de aprender el idioma del país en el que se desea residir y trabajar, lo que genera la mutua obligación (de parte del país que recibe y de los nuevos migrantes) para gozar de los mismos derechos. Partiendo de esos principios o valores básicos, cualquier semejanza con el debate político latinoamericano es pura casualidad (o, más bien, maliciosa intencionalidad), lo que no significa que no enfrentemos problemas comunes, que no tengamos desafíos similares, que podamos utilizar argumentos de la misma matriz política e intelectual e, incluso, extraer lecciones de nuestras disímiles realidades y experiencias. Porque, para poner las cosas en su justa dimensión, la falta de cohesión social en un continente marcado por las desigualdades, constituye una débil base para tener valores comunes compartidos, cuestión que es un obstáculo para que la vigencia de los derechos universales transite de la retórica a la práctica. Por otra parte, y en contraste con la realidad que confrontan los países europeos, los nuestros todavía están caracterizados por mercados imperfectos y mal o

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desregulados, una regresiva distribución del ingreso, formas de precarización del empleo que dificultan avanzar en flexibilidad laboral, escaso peso del estado para acometer las tareas de protección social y de igualdad de oportunidades lo que muestra, a diferencia de aquellos países, la inexistencia de sistemas de bienestar y la debilidad de los estados a los que la inmensa mayoría de la población acude. Por contraste, en cambio -y forzados precisamente por esta situación- se ha avanzado en mayores aprendizajes de asociaciones público-privadas que la que experimentan los europeos, así como nuestros ciudadanos, son objeto de mayores obligaciones que de derechos económico-sociales, cuya universalización todavía está en espera. De modo que, si bien confrontamos similares preguntas, las respuestas no son las mismas. Más aún, no podrán ser las mismas, dadas las diferencias de nuestros recorridos históricos y los actuales puntos de partida, cuestión importante de señalar para acotar los términos de la discusión que se tiene y debe sostener en América Latina en que, muchas veces, frente al predominio de las posturas más neoliberales, se levantan algunas del tipo socialdemócratas que, a nombre de los principios, no asumen el compromiso de su viabilidad. b) Crecimiento e igualdad. Los progresistas europeos constatan que, en este nuevo orden mundial desequilibrado, su gran desafío es promover un crecimiento económico de gran envergadura que les permita, no sólo asegurar las condiciones que favorecen la paz, sino hacer bien lo que es su vocación, ello es, distribuir, como irónicamente subrayó el primer ministro sueco en uno de los foros de la Conferencia en Londres. Ese punto de partida es, tal vez, la más significativa diferencia entre el debate europeo y el nuestro. Por lo demás, en América Latina, y particularmente en Chile, se da una importante influencia del debate de las nuevas corrientes norteamericanas. Sin siquiera mencionar a los republicanos y sus ideólogos, los así llamados nuevos demócratas (una corriente más liberal fortalecida durante el gobierno de Clinton) han privilegiado -a partir de la centralidad que le atribuyen a la nueva economía- el crecimiento económico como el mecanismo automático de corrección de la pobreza y de creación de oportunidades sociales, con una fuerte tendencia a reducir, y no a innovar, en sus políticas públicas de asistencia y bienestar, en una clara divergencia con los progresistas europeos que, en la mencionada reunión de Londres, reafirmaron con particular fuerza la necesidad de compatibilizar y complementar políticas económicas y sociales igualmente activas. Esta postura norteamericana está ejerciendo una fuerte influencia en el debate regional y en la formación de una corriente de opinión que trata de disputar con las voces más críticas de los actuales gobiernos al interior de nuestros países. Por contraste, la postura de los socialdemócratas renovados europeos, especialmente la que surge de las experiencias concretas de políticas públicas que se han realizado o se están implementando en varios países y en que las iniciativas para avanzar en materia de crecimiento económico se han acompañado de activas y fuertes políticas sociales, está alimentando, transversalmente, la creación de nuevas corrientes reformistas en América Latina y permeando a muchos líderes 8


políticos, como se advierte inicialmente en Chile y, recientemente, en Argentina y Brasil. Esta postura, si bien mayoritaria desde el punto de vista de las demandas ciudadanas, es resistida -en su dimensión de igualdad- por las corrientes más liberales en todo el espectro político y por las derechas, así como es objetada -en su dimensión de crecimiento- por los sectores más tradicionales y conservadores de las izquierdas. Influencias de corrientes socialdemócratas renovadas europeas, de una parte, o de posturas liberales norteamericanas, de otra, que llegan a nuestro continente y se leen acríticamente, sin tomar en cuenta las realidades de los países en que tales debates se producen y sin incorporar, al importarlas, las variables y claves de nuestra realidad. Porque, aún si es cierto que en la cultura de los progresistas europeos el polo del crecimiento tiene una más reciente data de centralidad que el relativo a la igualdad, eso ocurre en países cuyos niveles de ingreso y bienestar superan con creces los nuestros. Y porque no es menos cierto, que si bien la potencia norteamericana hoy no parece tener competencia mundial alguna en todos los planos, no es menos cierto que hasta en sus mejores momentos de crecimiento y niveles de empleo, como ocurrió en el gobierno de Clinton, fue imposible avanzar en una reforma de la salud que hasta el día de hoy mantiene a más de 40 millones de sus ciudadanos marginados de su acceso. Porque, por otra parte, no se puede traducir mecánicamente el debate socialdemócrata europeo en países que, como los nuestros, no tienen estado de bienestar alguno al que haya que reformar y porque nuestros estados deben todavía reformarse para empezar a construir algunas redes de protección social y políticas sociales activas de oportunidades que acompañen políticas económicas que, dejadas solas, agravarían la pobreza y acentuarían las desigualdades. Porque, en igual medida, tampoco se puede traducir mecánicamente el debate de los nuevos demócratas liberales americanos cuando estamos lejos de la nueva economía, cuando carecemos del capital social que permite desarrollarla y cuando nuestros mercados carecen de la transparencia, competitividad y regulaciones que en el país del norte funcionan hace décadas.

Las relaciones entre economía, sociedad y democracia: el aprendizaje reciente en América Latina La combinación de crecimiento económico con desarrollo social, es decir, una economía que se pone al servicio del hombre y que construye capital social no se produce espontáneamente, sino que es la consecuencia de una política deliberada, de una cierta propuesta económico-social dirimida democráticamente y que responde a un cierto proyecto de país. Sin duda, no todos coinciden con esta mirada, si bien los cambios ocurridos en la región en los últimos años nos enseñan que un crecimiento que no se traduce en mejoras en el capital humano, es altamente vulnerable. A la corta o a la larga, en 9


todo caso, aquellos países que descuidan su capital humano y no construyen capital social, dejan de crecer aún si tienen condiciones materiales ventajosas y aún si existe un clima mundial económicamente propicio. Especialmente en el mundo de hoy, en que la gran riqueza de las naciones es el conocimiento, descuidar la formación del capital humano y la creación de capital social es conspirar contra el crecimiento. En definitiva, es condenarse al no desarrollo. Dicho lo anterior, quisiera brevemente señalar algunas lecciones aprendidas en estos recientes años de vigencia democrática sobre las condiciones y requerimientos del desarrollo económico y social. 1. No existe una relación automática y unidireccional entre crecimiento económico y generación de empleo. El estancamiento económico en muchos países de América Latina o la desaceleración del crecimiento en otros países, como ha sido el caso chileno, ha provocado fenómenos más o menos agudos de desempleo. La primera voz de alerta que surge en nuestra sociedad es, entonces, la necesidad de crecer como condición para generar empleos, sabiendo que el empleo es la forma privilegiada de integración social, pues del empleo dependen las posibilidades que cada familia tenga para proveer satisfacción a sus necesidades. Pero, lo que la realidad de la última década también nos revela es que a partir de la segunda mitad de los noventa el rendimiento del crecimiento ha ido decreciendo y se constata que, progresivamente, deja de haber correspondencia entre tasa de crecimiento y tasa de generación de empleo y que, además, los empleos que más aceleradamente se producen son informales. A modo de ejemplo, en el caso de Chile, si a fines de los ochenta se creaban 45 mil empleos por cada punto del PIB, diez años después por cada punto del PIB sólo se producían 14 mil empleos. De modo que la tarea es doble, necesitamos crecer, pero no podemos descansar en los beneficios automáticos del crecimiento y, por lo mismo, se requieren políticas activas de incentivo para la generación de empleos y, especialmente, de empleos de calidad, con mejores ingresos para los hogares. Mejorar los niveles educativos de la población, ampliar los accesos a las nuevas tecnologías de la información, mejorar la calidad docente de escuelas y establecimientos de educación superior, son tan importantes como adecuar políticas que faciliten el ingreso de las mujeres y los jóvenes al trabajo e incentivar la organización de los trabajadores para mejorar sus capacidades de negociación, equilibrando su interlocución, de modo de contrarrestar su debilidad ante la fuerza empresarial. De modo que, no sólo se trata de tener acciones destinadas al crecimiento, sino que debemos invertir muchos esfuerzos, imaginación, creatividad y recursos en la empleabilidad de nuestra población, hombres y mujeres, así como en la generación de más y nuevas formas de trabajo, de mayor calidad, socialmente protegido y con ingresos ajustados al esfuerzo desplegado, corrigiendo las tremendas desigualdades salariales existentes.

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2. No existe, asimismo, una relación automática y unidireccional entre crecimiento económico y superación de pobreza. Los noventa son una demostración que, siendo el crecimiento una condición de desarrollo social, se revela altamente insuficiente, de no mediar políticas públicas activas en el área social, no solo compensatorias, sino que proactivas. Y los ejemplos sobran como nos lo demuestra la realidad comparada de los países de América Latina. Brasil y Venezuela que tienen un mismo PIB promedio en la década (de 0.3 puntos, es decir, notorios problemas en el ritmo del crecimiento) tienen resultados muy diferentes: mientras el primero incluso redujo la pobreza en un 21% en medio de dificultades económicas, el segundo vio crecer a su población pobre en 23.5% acompañando la crisis económica. Argentina, Uruguay y Costa Rica con PIB promedio comparables entre 1990 y 1999 (de 2.6, 2.5 y 2.3 respectivamente) tienen desempeños muy diferentes: Argentina casi no logra reducciones en la población con pobreza, disminuyendo sólo en un 7% durante esos años; en igual período Uruguay disminuye en un 47% (datos referidos sólo al conurbano de Montevideo) y Costa Rica en 22%. Ecuador y Paraguay tienen crecimiento negativo: mientras en Ecuador con un crecimiento promedio en esos años de -0.5% la pobreza crece en 2.4%, en Paraguay con un crecimiento negativo similar de -0.6% la pobreza salta en un 43.6%. Y Chile se escapa a todas esas realidades, pues además de tener el mayor crecimiento regional del periodo, con un promedio de 4.2%, proporcionalmente es el que más reduce pobreza, en un 46.6%, siendo el país que mayor proporción del gasto público total destina a gasto social, el 70%. Iguales señales se advierten al comparar el crecimiento económico y los indicadores de desarrollo humano que anualmente registra el Informe de Desarrollo Humano del PNUD: países que crecen y que no logran mejorar sus indicadores sociales conviven con países que crecen y sí lo hacen. De modo que, sobre la base de esta evidencia, se puede afirmar que la diferencia radica en las decisiones que se adoptan sobre qué hacer y cómo con el crecimiento y ello no tiene otra traducción que la existencia de políticas económicas que en alguna medida incorporan medidas redistributivas o políticas fiscales progresivas, así como políticas sociales activas y vigorosas las que, por otra parte, crean mejores condiciones para crecer. Todo ello nos permite afirmar que existe una relación virtuosa y mutuamente dependiente entre desarrollo económico y social. 3.

La democracia como eje articulador de políticas económicas y sociales.

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La lectura de los noventa obliga a profundizar la mirada sobre nuestra concepción del desarrollo, pues nos muestra en toda su dimensión las complejidades a las que se enfrenta y en la que aparece una variable descuidada en los análisis de expertos y especialistas, tal es, el papel de la democracia en el desarrollo. Si asumimos de manera integral la concepción del desarrollo éste requiere como condición fundamental de un ambiente propicio y ese es el democrático: como la evidencia empírica destaca, los regímenes autoritarios pueden provocar alguno de los polos de la ecuación, sea el crecimiento económico o el mejoramiento social, pero no ambos. Así, las dictaduras de derecha pueden ofrecer crecimiento, pero sobre la base de altos costos sociales. Por contraste, las de izquierda generan beneficios sociales, pero deterioran el crecimiento. La recuperación democrática de los noventa en latinoamérica es un buen escenario de análisis para esto: en democracia adquieren visibilidad y libertad de expresión las demandas ciudadanas que, como sistemáticamente muestran todas las encuestas de opinión, priorizan los problemas de pobreza, de empleo, educación, salud y seguridad ciudadana. No hay programa de candidato que dispute democráticamente los votos que no deba hacerse cargo de tales demandas. Ese es el espacio de desarrollo de la legitimidad de las políticas destinadas al desarrollo social. De igual manera, la frustración de tales demandas, es decir, insuficientes, débiles, inadecuadas o ineficientes políticas destinadas a dar soluciones a las demandas sociales de la ciudadanía, ponen en cuestión, a su vez, la gobernabilidad democrática y generan crisis institucionales. Y una vez electos los gobernantes, la ciudadanía se convierte en el garante de sus propuestas, si las instituciones democráticas funcionan y si, más allá de las desigualdades económicas de los ciudadanos o de los pesos corporativos de intereses en juego, prima la representación de mayorías y minorías, con parlamentos efectivos que permitan dirimir entre estos intereses particulares en función de los más colectivos. En suma, la capacidad de los sistemas democráticos para procesar las demandas y darle espacios a los diversos intereses es lo que hace la diferencia en la calidad de las políticas económicas y sociales y la que puede obligar, en mayor o menor medida, a su necesaria articulación. Impuestos, legislaciones laborales, reformas sociales, políticas de igualdad de género y territoriales, entre otras, deben pasar el test del escrutinio público y ser parte de la deliberación política. Es posible advertir que países con gobiernos estables, elecciones regulares, presidentes que terminan sus mandatos e instituciones políticas funcionando (partidos y parlamentos) son los que muestran mejorías en sus indicadores sociales en los noventa (aún si tienen problemas sociales, han mejorado en la década) como Chile, Brasil, Costa Rica y Uruguay. Lo opuesto ocurre con Argentina, Perú, Venezuela, recientemente Bolivia, sin mencionar a Colombia, países en que la inestabilidad política, la crisis de sus instituciones y de gobernabilidad, conflictos sociales violentos y recurrentes, se dan con indicadores sociales en deterioro. 12


Quien centre el debate del desarrollo social sólo en el necesario pero insuficiente esfuerzo de crecer, habrá de enfrentarse a grandes frustraciones con los resultados. Pero, igualmente importante es entender que para articular adecuadamente políticas económicas y sociales orientadas a políticas activas de inclusión y mayor equidad social, se requiere de una necesaria profundización de la democracia que permita que el valor de ciudadanía pese más que el valor económico, así como de la estabilidad y legitimidad de sus instituciones políticas que permitan que tal ciudadanía ejerza efectivamente sus derechos. Instituciones que funcionen más allá de los procesos electorales, como son los parlamentos y los partidos; con una sociedad civil fuerte y constituida; con transparencia informativa, libertad de expresión y pluralismo en los medios; y con un sistema judicial independiente, probo y expedito capaz de procesar las muchas demandas sociales que crecientemente canaliza la población hacia la justicia (la judicialización de los derechos sociales es un fenómeno nuevo que empieza a estar presente en nuestros países).

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